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LIBRO LOS
GRANDES
INICIADOS
El presente trabajo tiene el fin de analizar el contenido del libro “Grandes
Iniciados, dicho libro introduce al lector en una serie de historias acerca de
personajes muy importantes llenos de misticismo que generar un ambiente de paz
y tranquilidad al lector, así mismo en el podemos encontrar simbólicamente
respuestas a los problemas que nos acontecen en la vida diaria ya que contiene
muchas frases que nos pueden servir de ayuda en algún conflicto tanto personal
como colectivo que tengamos.
Al ser un libro que tiene varias historias se me hace acertado analizar una por una
cada una de ellas.
El primero en ser analizado será Rama; esta historia inicia dándonos una breve
explicación que como era todo hace cuatro o cinco mil años, en donde espesas
selvas, praderas y llanuras herbosas cubrían la antigua Escitia, lugar en donde no
se oía otra cosa que el grito de las fieras, el mugido de los búfalos y el galope de
las grandes manadas de caballos salvajes. Así mismo nos cuenta que en ese
tiempo ya existía el hombre denominado “dueño de su tierra” que no era más que
aquel que ya había inventado los cuchillos, hachas, el arco y la flecha, la honda y
el lazo.
Uno de estos hombre se llamaba Rama, que estaba destinado al sacerdocio, era
un joven dulce y grave, desde edad temprana se interesó por el conocimiento de
las plantas, de sus virtudes maravillosas de sus jugos destilados y preparados, así
mismo también se interesó por el estudio de los astros y de sus influencias;
parecía adivinar. Una grandeza benévola emanaba de sus palabras, en general de
su ser.
Rama viajo por toda Escitia y por los países del sur, ampliando su conocimiento y
así mismo compartiéndolo con todos los sacerdotes extranjeros, a lo que ellos le
revelaban sus más secretos conocimientos.
Nos dice que la mujer se trataba como una humilde sierva de los brahmanes, en
donde su papel era el de la esposa fiel, era esposas tan dedicadas, tan nobles, tan
exaltadas, tanto que se comparaban con la apasionada Sita o la tierra Damayanti.
Sus más antigua tradiciones hablan de dos dinastías, una solar y una lunar, los
reyes de la dinastía solar solían pretendían descender del Sol; los otros se decían
hijos de la luna.
El culto lunar atribuía a la divinidad el sexo femenino, bajo cuyo signo de las
religiones del ciclo ario siempre han adorado a la naturaleza y frecuentemente a la
naturaleza ciega, inconsciente, en todas sus manifestaciones violentas y la magia
negra, favorecía la poligamia y la tiranía, apoyadas ambas en las pasiones
populares. La lucha entre los hijos del sol y loas hijos de la Luna, forma el
argénteo mismo de la gran epopeya india: el “Mahabharat”.
Lo llamaban “El radiante”, porque su sola presencia, su sonrisa y sus grandes ojos
tenían el don de difundir la alegría.
Esta región ha visto toda la escala de los tipos humanos, desde los descendientes
de las primitivas razas hasta los sabios solitarios del Himalaya y el perfecto Buda,
sacia muñí.
La civilización brahmánica mantuvo su esplendor durante muchos millares de años
y domino, pese a la guerra intestina, a las rivalidades dinásticas y a la influencia
de los cultos populares. Esta fortaleza tenía su origen en la sabiduría védica.
En las cumbres de los Himalaya y del rio Reina prosperaba antaño la raza de los
sacias, palabra que significaba “olmos poderoso”. Allí nació, en el siglo VVI antes
de nuestra era, un niño al que dieron por nombre Siddhartha. Su padre, Sudo
daña, era uno de los muchos reyes del país.
Ante el altar casero donde ardía el fuego de Angina, el niño fue consagrado a
Brahma.
Pronto llego una nulidad. Por seguirlo a él los alumnos dejaron a sus maestros.
Reyes y reinas llegaban montados en sus elefantes para admirar al santo y
ofrecerle su amistad. Una cortesana llamada Zambapalo ofreció a Buda un bosque
de fangos.
Sin embargo, pensó que aún no era tiempo de entrar en el Nirvana. “primero debo
vencer con mi fuerza la enfermedad y retener la vida”, se dijo
Y su dolencia despareció, entonces duda se levantó, reunió a sus fieles y
emprendió la marcha, deseoso de caminar enseñando, hasta el fin.
Sus últimas palabras fueron “Valor, discípulos míos. Todo cuanto sobrevenga, es
perecedero. ¡Luchen sin cesar!”.
Solemne era la hora del mundo; el cielo del planeta estaba ensombrecido y lleno
de presagios siniestros. Jehoshua, a quien llamamos Jesús por su nombre
helenizado, nació probablemente en Nazaret. Lo cierto es que fue en aquel rincón
perdido de galilea en donde pasó su infancia y se cumplió el primero, el mayor de
los misterios cristianos: el florecimiento del alma de cristo.
Era hijo de Myriam, a quien llamamos María, mujer del carpintero José, una galilea
de noble cuna afiliada a los esenios.
“¡Hosanna al hijo de David!” Ese grito se oía al paso de Jesús por la puerta
oriental de Jerusalén, y las ramas de palma llovían bajo sus pies. Los que le
acogían con tanto entusiasmo era adeptos del profeta galileo, llegado de los
alrededores y del interior de la ciudad para ovacionarle, Saludaban en el al
liberador de Israel, que pronto seria coronado rey.
“En tres días derribare el templo; en tres días lo reedificare”, había dicho a sus
discípulos el hijo de María, el esenio consagrado Hijo del Hombre, es decir, el
heredero espiritual del Verbo de Moisés, de Hermes y de todos los antiguos hijos
de dios. Esta promesa audaz, palabra de iniciado y de iniciador, ¿la ha realizado?
Si, si tienen en cuenta las consecuencias que la enseñanza del Cristo, confirmada
por su muerte y por su resurrección espiritual, han tenido para la humanidad, y
toda las que contiene su promesa para un porvenir ilimitado.