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CUENTOS POLICIALES

Y DE MISTERIO

Selección y notas
Elkin Obregón S.

1
Primera edición
6.000 ejemplares
Medellín, julio del 2007
Edita:
CONFIAR Cooperativa Financiera
Calle 52 Nº 49-40 Tel. 5718484 Medellín
confiar@confiar.com.co
www.confiar.coop
ISBN volumen: 958-33-9822-5
ISBN obra completa: 958-4702-7
Ilustración carátula:
Alexánder Bermúdez Echeverri
Diseño e Impresión:
Pregón Ltda.

Este libro no tiene valor comercial


y es de distribución gratuita

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Índice

El club de los martes................................7


Agatha Christie
Un negocio con diamantes......................31
R. L. Stevens
El visitante nocturnode mister wong.....43
W. E. Dan Ross
Hombre y niño.........................................55
Michael J. Carroll
El cerco......................................................71
P. Montblanc
Crimen sin pista.......................................77
Ellery Queen
Una coartada perfecta.............................89
Jacques Champagne

3
El señor Truefitt, detective......................101
Milward Kennedy
El pasado muerto.....................................113
Al Nussbaum
Epílogo:
Turno para el lector......................................129

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Los relatos policiales tienen en su contra la curio-
sidad que despiertan, la imposibilidad de abandonar-
los una vez comenzados; lo que hace que las “minorías
pensantes” (por calificarlas de alguna manera), que si-
guen aferradas al extraño esnobismo del aburrimiento,
que confunden con la seriedad, se disculpen en público
de leer lo que a escondidas les gusta.

Jean Cocteau, prólogo a Petite histoire du roman policier,


de Fereydoun Hoveyda.

No olvidemos tampoco las preguntas del león de Eso-


po al zorro, cuando dice: “¿Por qué no viniste a presentar-
me tus respetos?”, y la contestación de éste: “Señor, encon-
tré las huellas de muchos animales penetrando en vues-
tro palacio, pero como ninguna indicaba su salida, preferí
quedarme al aire libre”. ¿No es ésta acaso una prefigura-
ción del detective moderno...?

Fereydoun Hoveyda, Historia de la novela policiaca.

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El club de los martes
Agatha Christie

7
AGATHA CHRISTIE (1891-1976). Escritora
inglesa, nombre definitivo en la literatura po-
licial. Célebres creaciones suyas son Hércules
Poirot, detective belga, y Jane Marple, anciana
solterona provinciana. Su primer libro, que la
lanzó de inmediato a la fama, fue El misterio-
so caso de Styles. Otros títulos: El asesinato de
Rogelio Akroyd, El crimen del Orient Express,
Diez negritos, El enigmático míster Quinn, Na-
vidades trágicas, Intriga en Bagdad, y un larguí-
simo etcétera.

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El relato que aquí se incluye marca la
aparición literaria de miss Marple.
—Misterios insolubles.
Raymond West, lanzando una bocanada
de humo, repitió las palabras con una espe-
cie de placer deliberado.
—Misterios insolubles.
Y miró satisfecho a su alrededor. La habi-
tación era amplia, con vigas oscuras cruzan-
do el techo y buenos muebles. De ahí la mi-
rada aprobadora de Raymond West. Era es-
critor y le gustaban los ambientes inspirado-
res y perfectos. La casa de su tía Jane siempre
le había parecido el marco adecuado para su
personalidad, y miró más allá de la chimenea
donde ella se sentaba en el enorme sillón del
abuelo. Miss Marple vestía un traje de bro-
cado negro de cuerpo muy ajustado, con un
pechero de encaje blanco de Manila forman-

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do cascada. Llevaba puestos mitones tam-
bién de encaje, y un gorrito de puntilla ne-
gra recogía sus sedosos cabellos blancos. Es-
taba tejiendo... Algo blanco y suave, y sus
ojos azul claro, amables y benevolentes, con-
templaron con placer a su sobrino e invita-
dos. Primero descansaron en el propio Ray-
mond, tan satisfecho de sí mismo, luego en
Joyce Lemprière, la artista de espesos cabe-
llos negros y extraños ojos verdosos, y en sir
Henry Clithering, el gran hombre de mun-
do. Había otras dos personas más en la ha-
bitación: el doctor Pender, anciano clérigo de
la parroquia, y míster Petherick, abogado, un
hombrecillo enjuto que usaba lentes, aunque
miraba por encima y no a través de sus cris-
tales. Miss Marple dedicó un momento de
atención a cada una de estas personas y lue-
go volvió a su labor con una dulce sonrisa en
los labios.
Míster Petherick lanzó la tosecilla seca
que siempre anticipaba a sus comentarios.
—¿Qué has dicho, Raymond? ¿Miste-
rios insolubles? ¡Ah!... ¿Y a qué viene eso?
—A nada —replicó Joyce Lemprière—. A
Raymond le agrada el sonido de esas palabras
y por eso las pronuncia en voz alta.
Raymond West le dirigió una mirada de
reproche que la hizo echar la cabeza hacia
atrás soltando una carcajada.

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—Es un embustero, ¿verdad, Miss Mar-
ple? —preguntó—. Estoy segura de que us-
ted lo sabe.
Miss Marple sonrió amablemente, pero
nada dijo.
—La vida misma es un misterio insolu-
ble —sentenció el clérigo en tono grave.
Raymond se irguió en su silla para arro-
jar su cigarrillo al fuego con un ademán im-
pulsivo.
—No es eso lo que he querido decir. No
hablaba de filosofía —dijo—. Pensaba sólo en
meros hechos prosaicos y sencillos, cosas que
han sucedido y que nadie ha sabido explicar-
se nunca.
—Sé a qué te refieres, querido —repuso
Miss Marple—. Por ejemplo, mistress Carru-
thers tuvo una experiencia muy extraña ayer
en la mañana. Compró medio kilo de cama-
rones en la tienda de Elliot. Luego fue a un
par de tiendas más y cuando llegó a su casa
descubrió que no tenía los camarones. Volvió
a los dos establecimientos que visitara, pero
los camarones habían desaparecido por com-
pleto. A mí eso me parece muy curioso.
—Una historia bien extraña —dijo sir
Henry en tono grave.
—Claro que existen toda clase de posi-
bles explicaciones —replicó Miss Marple,

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con las mejillas rosadas por la excitación—.
Por ejemplo, cualquiera pudo...
—Mi querida tía —la interrumpió Ray-
mond West con cierto regocijo—. No me re-
fiero a esa clase de incidentes pueblerinos.
Pensaba en crímenes y desapariciones... esa
clase de cosas de las que podría hablarnos sir
Henry, si quisiera.
—Pero yo nunca hablo de mi trabajo —
repuso sir Henry con modestia—. No, nun-
ca hablo de mi trabajo.
Sir Henry Clithering había sido última-
mente comisario de Scotland Yard.
—Supongo que habrá muchos crímenes
y otros delitos que la policía nunca logra es-
clarecer —dijo Joyce Lemprière.
—Creo que es un hecho admitido —afir-
mó míster Petherick.
—Me pregunto qué cerebro es el mejor
para desentrañar un misterio —dijo Ray-
mond West—. Siempre he creído que la poli-
cía o el detective deben tropezar con su falta
de imaginación.
—Ésa es la opinión de los profanos —re-
plicó sir Henry en tono seco.
—En realidad necesitan ayuda —dijo Jo-
yce con una sonrisa—. Para psicología e ima-
ginación acuda al escritor...
Y dedicó una irónica inclinación de cabe-
za a Raymond, que permaneció serio.

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—El arte de escribir proporciona la per-
cepción del interior de la naturaleza humana
—agregó en tono grave—. Y tal vez el escri-
tor ve motivos que pasaría por alto una per-
sona vulgar.
—Sé, querido —intervino miss Marple—
, que tus libros son muy inteligentes. Pero,
¿tú crees que la gente es en realidad tan des-
agradable como tú la pintas?
—Mi querida tía —repuso Raymond en
tono amable—, conserva tus creencias, y no
permita el Cielo que yo las destroce en nin-
gún sentido.
—Quiero decir —continuó miss Marple,
frunciendo un poco el ceño al contar los pun-
tos de su labor—, que a mí muchas personas
no me parecen ni buenas ni malas, sino sen-
cillamente tontas.
Míster Petherick volvió a lanzar su tose-
cilla seca.
—¿No te parece, Raymond —pregun-
tó—, que das demasiada importancia a la
imaginación? La imaginación es algo muy
peligroso y los abogados lo sabemos dema-
siado bien. Ser capaz de examinar las prue-
bas con imparcialidad, y considerar los he-
chos sólo como factores... me parece el único
método lógico de llegar a la verdad. Y debo
añadir que por experiencia sé que es el único
que da resultado.

13
—¡Bah! —exclamó Joyce, echando hacia
atrás sus cabellos negros—. Apuesto a que
podría ganarles a todos en este juego. No soy
sólo mujer... y digan lo que digan, las mujeres
poseemos una intuición que le ha sido nega-
da a los hombres... sino además artista. Veo
cosas que ustedes no ven. Y también como
artista he tropezado con toda clase de perso-
nas. Conozco la vida como no es posible que
la haya conocido miss Marple.
—No sé, querida —replicó miss Mar-
ple—. Algunas veces, en los pueblos ocurren
cosas muy dolorosas y terribles.
—¿Puedo hablar? —preguntó el doctor
Pender con una sonrisa—. No se me oculta
que hoy día está de moda desacreditar al cle-
ro, pero oímos cosas que nos hacen conocer
un lado del carácter humano que es un libro
cerrado para el mundo exterior.
—Bueno —dijo Joyce—. Me parece que
formamos una bonita reunión representati-
va. ¿Qué les parece si formásemos un club?
¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el
Club de los Martes. Nos reuniremos cada se-
mana y cada uno de nosotros por turno de-
berá exponer un problema... algún misterio
que conozca personalmente y del que, des-
de luego, sepa la solución. Veamos, ¿cuántos
somos? Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En rea-
lidad tendríamos que ser seis.

14
—Te has olvidado de mí, querida —dijo
miss Marple con una sonrisa radiante.
Joyce quedó ligeramente sorprendida,
pero se rehizo a toda prisa.
—Sería magnífico, miss Marple —dijo—.
No creí que le gustaría participar en esto.
—Creo que será muy interesante —re-
plicó miss Marple—, especialmente estando
presentes tantos caballeros inteligentes. Me
temo que yo no soy muy lista, pero el haber
vivido todos estos años en Saint Mary Mead
me ha hecho comprender el interior de la na-
turaleza humana.
—Estoy seguro de que su cooperación se-
rá muy valiosa —dijo sir Henry con toda cor-
tesía.
—¿Quién empezará?
—Supongo que no existe la menor duda
en cuanto a eso —replicó el doctor Pender—,
ya que tenemos la gran fortuna de contar en-
tre nosotros a un hombre tan distinguido co-
mo sir Henry...
El aludido guardó silencio unos instan-
tes, y al fin, con un suspiro y cruzando las
piernas, comenzó:
—Me resulta un poco difícil ceñirme al
tema que ustedes desean, pero creo conocer
un ejemplo que llena las condiciones requeri-
das. Es posible que hayan leído algún comen-
tario acerca de este caso en los periódicos del

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año pasado. Entonces se dejó a un lado co-
mo misterio insoluble; pero, como suele su-
ceder, la solución llegó a mis manos no hace
muchos días. Los hechos son muy sencillos.
Tres personas se reunieron para cenar, entre
otras cosas, langosta en conserva. Poco des-
pués, las tres se sintieron indispuestas y se
llamó apresuradamente a un médico. Dos de
ellas se restablecieron y la tercera falleció.
—¡Ah! —dijo Raymond en tono aprobador.
—Como digo, los hechos fueron muy
sencillos. Su muerte fue atribuida a envene-
namiento producido por la ptomaína, se ex-
tendió el certificado correspondiente y se en-
terró a la víctima. Mas las cosas no pararon
ahí.
Miss Marple hizo un gesto de asenti-
miento.
—Supongo que surgirían las habladu-
rías, como suele ocurrir —dijo.
—Y ahora debo describirles a los actores
de este pequeño drama. Llamaré al marido y
la esposa, míster y mistress Jones, y a la se-
ñorita de compañía de la esposa, miss Clark.
Míster Jones era viajante de una casa de pro-
ductos químicos. Un hombre atractivo, aun-
que ordinario, vivaz, de unos cincuenta años.
Su esposa era una mujer bastante vulgar, de
unos cuarenta y cinco años, y miss Clark, una
mujer de setenta, robusta y alegre, de rostro

16
rubicundo y resplandeciente. De ninguno de
ellos podemos decir que resultara muy inte-
resante. Ahora bien: las complicaciones co-
menzaron de modo muy curioso. Míster Jo-
nes había pasado la noche anterior en un ho-
telito de Birmingham y dio la casualidad de
que aquel día habían cambiado el secante,
que, por tanto, estaba nuevo; y la camarera,
que al parecer no tenía cosa mejor que hacer,
se entretuvo en colocarlo ante un espejo des-
pués que míster Jones escribiera una carta.
Pocos días más tarde, al aparecer en los perió-
dicos la noticia de la muerte de mistress Jo-
nes de resultas de haber ingerido langosta en
malas condiciones, la doncella hizo partíci-
pes a sus compañeros de trabajo de lo que ha-
bía averiguado por medio del papel secante,
en el cual leyó estas palabras: “Depende ente-
ramente de mi esposa..., cuando haya muer-
to yo heredaré... cientos de miles...”.
“Recordarán ustedes que no hace mucho
tiempo hubo un caso en que la esposa fue en-
venenada por su marido. No se necesitó mu-
cho más para exaltar la imaginación de la ca-
marera del hotel. ¡Míster Jones había planea-
do deshacerse de su esposa para heredar cien-
tos de miles de libras! Por casualidad, una de
las doncellas tenía unos parientes en la pe-
queña población donde residían los Jones.
Les escribió pidiendo informes y ellos con-

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testaron que míster Jones, al parecer, se ha-
bía mostrado muy atento con la hija del mé-
dico de la localidad, que era una hermosa jo-
ven de treinta y tres años, y empezó a sur-
gir el escándalo. Se solicitó una revisión del
caso, y en Scotland Yard se recibieron nume-
rosas cartas anónimas acusando a míster Jo-
nes de haber envenenado a su esposa. Debo
confesar que ni por un momento sospecha-
mos que se tratase de algo más que de las ha-
bladurías y chismorreos del pueblo. Sin em-
bargo, para tranquilizar la opinión pública,
se concedió la orden de exhumación del ca-
dáver. Fue uno de esos casos de superstición
popular basado en nada sólido y que luego
resulta justificada. La diligencia dio como re-
sultado el hallazgo de arsénico suficiente pa-
ra dejar bien claro que la difunta señora ha-
bía muerto envenenada por esta droga. Y
Scotland Yard, junto con las autoridades lo-
cales, tuvo que probar cómo le había sido ad-
ministrada y por quién.
—¡Ah! —exclamó Joyce—. Me gusta. Es-
to es verdadera materia prima.
—Naturalmente, las sospechas recayeron
en el marido. Él se beneficiaba con la muer-
te de su esposa. No con los cientos de miles
que románticamente imaginaba la doncella
del hotel, pero sí con la fuerte suma de ocho
mil libras. Él no tenía dinero propio aparte de

18
lo que ganaba, y era un hombre de costum-
bres un tanto extravagantes y que gustaba
de frecuentar el trato de mujeres. Investiga-
mos con toda la delicadeza posible sus rela-
ciones con la hija del médico, pero aunque al
parecer hubo una buena amistad entre ellos
en cierto tiempo, habían roto bruscamente
unos dos meses antes, y desde entonces no se
volvió a verles juntos. El propio médico, un
anciano de tipo íntegro y nada sospechoso,
quedó aturdido por el resultado de la autop-
sia. Le habían llamado a eso de medianoche
para atender a los tres intoxicados. En el ac-
to comprendió la gravedad de mistress Jones
y envió a buscar a un dispensario unas píldo-
ras de opio para calmar sus dolores. No obs-
tante, a pesar de sus esfuerzos, falleció, pe-
ro ni por un momento pudo sospechar que
se tratara de algo anormal. Estaba convenci-
do de que su muerte fue debida a una fuerte
intoxicación. La cena de aquella noche había
consistido básicamente en langosta en con-
serva y ensalada, y pan y queso. Por desgra-
cia no quedaron restos de langosta... la co-
mieron toda y tiraron la lata. Interrogó a la
camarera, Gladys Linch, que estaba llorosa y
muy agitada y a cada momento se apartaba
de la cuestión, pero declaró que la lata no es-
taba dilatada y que la langosta le había pare-

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cido en magníficas condiciones. Estos fueron
los hechos en los que debíamos basarnos. Si
Jones había administrado arsénico a su espo-
sa, parece evidente que no pudo hacerlo con
los alimentos que tomaron en la cena, pues-
to que las tres personas comieron lo mismo.
Y también... otro punto... el propio Jones ha-
bía regresado de Birmingham en el preciso
momento en que la cena era servida, de mo-
do que no tuvo oportunidad de alterar de an-
temano ninguno de los alimentos.
—¿Y qué me dice de la señorita de com-
pañía de la esposa? —preguntó Joyce—. De
la mujer robusta y de rostro alegre.
Sir Henry asintió:
—No nos olvidamos de miss Clark, se lo
aseguro. Pero nos parecieron dudosos los mo-
tivos que pudiera haber tenido para cometer
el crimen. Mistress Jones no le dejó nada en
absoluto, y como resultado de su muerte tu-
vo que buscarse otra colocación.
—Eso parece eliminarla —replicó Joyce.
—Uno de mis inspectores pronto descu-
brió un dato muy significativo —prosiguió
sir Henry—. Aquella noche, después de ce-
nar, míster Jones bajó a la cocina y pidió un
tazón de harina de maíz diciendo que su es-
posa no se encontraba bien. Esperó en la co-
cina hasta que Gladys Linch lo hubo prepa-
rado y luego él mismo fue a llevarlo a la ha-

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bitación de su esposa. Esto, admito, pareció
ser el cierre del caso.
El abogado asintió.
—Motivo —dijo, uniendo las puntas de
sus dedos—. Oportunidad... y como viajan-
te de una casa de productos químicos, pudo
conseguir el veneno fácilmente.
—Y era un hombre de moral débil —
agregó el clérigo.
Raymond West miraba fijamente a sir
Henry.
—Debe de haber una falsedad en alguna
parte —dijo—. ¿Por qué no le detuvieron?
Sir Henry sonrió sin ganas.
—Ésa es la porción desgraciada de este
asunto. Hasta aquí todo había ido sobre rue-
das, pero luego tropezamos con dificultades.
Jones no fue detenido, porque al interrogar a
miss Clark nos dijo que el tazón de harina de
maíz no se lo tomó mistress Jones, sino ella.
Sí, parece ser que fue a la habitación de mis-
tress Jones como tenía por costumbre: la en-
contró sentada en la cama y a su lado estaba
el tazón de harina de maíz. “No me encuen-
tro nada bien, Milly —le dijo—. Me está bien
empleado por comer langosta de noche. Le
he pedido a Albert que me trajera un tazón
de harina de maíz, pero ahora no me veo con
ánimos para tomarlo”. “Es una lástima —co-
mentó miss Clark—, está muy bien hecho,

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sin grumos. Gladys es realmente una buena
cocinera. Hoy día hay muy pocas chicas que
sepan preparar la harina de maíz como es de-
bido. Si quiere puedo tomármelo yo, tengo
apetito”. “Creí que continuabas con tus ton-
terías”, le dijo mistress Jones. Debo explicar
—aclaró sir Henry—, que miss Clark, alar-
mada por su constante aumento de peso, es-
taba siguiendo lo que vulgarmente se conoce
por dieta. “No te conviene, Milly, de veras —
le dijo mistress Jones—. Si Dios te ha hecho
robusta, tienes que serlo. Tómate esa harina
de maíz, que te sentará de primera”. Y acto
seguido miss Clark acabó con el tazón de ha-
rina. De modo que ya ven ustedes, así se vino
abajo nuestra acusación contra el marido. Le
pedimos una explicación de las palabras que
aparecieron en el papel secante y nos la dio
en seguida. La carta, explicó, era la respues-
ta a una que le escribiera su hermano desde
Australia pidiéndole dinero. Y él le contestó
diciendo que dependía enteramente de su es-
posa, y que hasta que ella muriera no podría
disponer de su dinero. Lamentaba su impo-
sibilidad de ayudarle de momento, pero ha-
ciéndole observar que en el mundo existen
cientos de miles de personas que pasan los
mismos apuros.
—Y por eso la solución del caso se vino
abajo —dijo el doctor Pender.

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—Y por eso la solución del caso se vino
abajo —repitió sir Henry en tono grave—.
No podíamos correr el riesgo de detener a Jo-
nes sin tener en qué apoyarnos.
Hubo un silencio, y al cabo dijo Joyce:
—Eso es todo, ¿no es cierto?
—Así quedó el caso durante todo el año
pasado. La verdadera solución está ahora en
manos de Scotland Yard, y probablemente
dentro de dos o tres días podrán leerla en los
periódicos.
—La verdadera solución —exclamó Jo-
yce pensativa—. Quisiera saber... Pensemos
todos por espacio de cinco minutos y luego
hablaremos.
Raymond West hizo un gesto de asen-
timiento al tiempo que consultaba su reloj.
Cuando hubieron transcurrido los cinco mi-
nutos miró al doctor Pender.
—¿Quiere usted ser el primero en ha-
blar? —le preguntó.
El anciano movió la cabeza.
—Confieso —dijo— que estoy comple-
tamente despistado. No puedo dejar de pen-
sar que de alguna manera el esposo tiene que
ser la parte culpable, mas no me es posible
imaginar cómo lo hizo; sólo sugerir que de-
bió de administrar el veneno por algún me-
dio que aún no ha sido descubierto, aunque

23
en este caso no comprendo cómo no se ha
averiguado todavía.
—¿Joyce?
—¡La señorita de compañía de la esposa!
—contestó Joyce, decidida—. ¡Desde luego!
¿Qué motivos pudo tener? El que fuese vie-
ja y gorda no quiere decir que no estuviera
enamorada de Jones. Podía odiar a la esposa
por cualquier otra razón. Piensen lo que re-
presenta ser un acompañante... teniendo que
mostrarse amable, estar de acuerdo siempre
y someterse en todo. Un día, no pudiendo
resistirlo más, se decide a matarla. Probable-
mente puso el arsénico en el tazón de harina
de maíz y toda esa historia de que lo comió
ella sería mentira.
—¿Míster Petherick?
El abogado unió las yemas de sus dedos
con aire profesional.
—Apenas tengo nada que decir. Basán-
dome en los hechos no sabría qué opinar.
—Pero tiene que hacerlo, míster Pethe-
rick —dijo la joven—. No puede reservarse
su opinión. Tiene que participar en el juego.
—Considerando los hechos —dijo mís-
ter Petherick—, no hay nada que decir. En
mi opinión particular, y habiendo visto de-
masiados casos de esta clase, creo que el es-
poso es culpable. La única explicación es que
miss Clark le encubrió por alguna razón de-

24
liberada. Pudo haber algún arreglo económi-
co entre ellos. Es posible que él viera que iba
a resultar sospechoso, y ella, viendo ante sí
un futuro lleno de pobreza, tal vez se avino
a contar la historia de haberse tomado la ha-
rina de maíz, a cambio de una suma impor-
tante. Si este es el caso, desde luego es de lo
más irregular.
—No estoy de acuerdo con ninguno de
ustedes —dijo Raymond—. Han olvidado un
factor muy importante en este caso: la hija
del médico.
Voy a darles mi visión del asunto. La lan-
gosta estaba en malas condiciones, de ahí los
síntomas de envenenamiento. Se avisa al doc-
tor, que encuentra a mistress Jones, que ha
comido más langosta que los demás, presa de
grandes dolores, y manda a buscar opio como
nos dijo. no va él en persona, sino que envía
a buscarla. ¿Quién entrega los comprimidos
al mensajero? Sin duda alguna su hija. Está
enamorada de Jones y en aquel momento se
alzan todos los malos instintos de su natu-
raleza, haciéndole comprender que tiene en
sus manos el medio de conseguir su libertad.
Los comprimidos que envía contienen arsé-
nico blanco. Esta es mi solución.
—Y ahora díganos la suya, sir Henry —
exclamó Joyce con ansiedad.

25
—Un momento —dijo sir Henry—. To-
davía no ha hablado miss Marple.
Miss Marple movía la cabeza tristemente.
—Vaya, vaya —dijo—. Se me ha escapa-
do otro punto. Estaba tan interesada escu-
chando la historia... Un caso triste, sí, muy
triste. Me recuerda al viejo míster Hargraves
que vivía en el Mount. Su esposa nunca tu-
vo la menor sospecha hasta que al morir dejó
todo su dinero a una mujer con la que había
estado viviendo, de la que tenía cinco hijos y
que en un tiempo había sido su doncella. Era
una chica agradable, decía siempre mistress
Hargraves, de la que podía confiar que daba
la vuelta a los colchones cada día... excepto
los viernes, por supuesto. Y ahí tienen al vie-
jo Hargraves, que puso una casa a esa mujer
en la población vecina y continuó siendo sa-
cristán y pasando la bandeja cada domingo.
—Mi querida tía Jane —dijo Raymond
con cierta impaciencia—. ¿Qué tiene que ver
el desaparecido Hargraves con este caso?
—Esta historia me lo recordó enseguida
—dijo miss Marple—. Los hechos son tan pa-
recidos, ¿no es cierto? Supongo que la pobre
chica ha confesado ya y por eso sabe usted la
solución, sir Henry.
—¿Qué chica? —preguntó Raymond—.
Mi querida tía, ¿de qué estás hablando?

26
—De esa pobre chica Gladys Linch, por
supuesto... La que se puso tan nerviosa cuan-
do habló con el doctor... Y bien podía estar-
lo la pobrecilla. Espero que ahorquen al mal-
vado Jones por haber convertido en asesina
a esa pobre muchacha. Supongo que a ella
también la ahorcarán, pobrecilla.
—Creo, miss Marple, que sufre usted un
ligero error... —comenzó a decir míster Pe-
therick.
Pero miss Marple, moviendo la cabeza con
obstinación, miró de hito en hito a sir Henry.
—Estoy en lo cierto, ¿no? Lo veo muy
claro. Los cientos de miles... la crema aroma-
tizada... Quiero decir que no puede pasarse
por alto.
—¿Qué es eso de la crema y de los cien-
tos de miles? —exclamó Raymond.
Su tía volvióse hacia él.
—Las cocineras casi siempre ponen “cien-
tos de miles” en la crema, querido —le dijo—
. Son esos azucarillos rosa y blancos. Desde
luego, cuando oí que habían tomado crema
para cenar y que el marido se había referido
en una carta a cientos de miles, relacioné am-
bas cosas. Ahí es donde estaba el arsénico, en
los cientos de miles. Se lo entregó a la mucha-
cha y le dijo que lo pusiera en la crema.
—¡Pero eso es imposible! —replicó Joyce
vivamente—. Todos la tomaron.

27
—¡Oh, no! —dijo miss Marple—. Re-
cuerde que la señorita de compañía de mis-
tress Jones estaba haciendo régimen para
adelgazar, y en esos casos nunca se come cre-
ma; Y supongo que Jones se limitaría a sepa-
rar los “cientos de miles” de su parte, ponién-
dolos a un lado de su plato. Fue una idea in-
teligente, aunque malvada.
Los ojos de todos estaban fijos en sir
Henry.
—Es curioso —dijo despacio—, pero da
la casualidad de que miss Marple ha halla-
do la solución. Jones había seducido a Gla-
dys Linch, como se dice vulgarmente, y ella
estaba desesperada. Él deseaba librarse de
su esposa y prometió a Gladys casarse con
ella cuando su mujer muriese. Le entregó los
“cientos de miles” envenenados, con instruc-
ciones para su uso. Gladys Linch falleció hace
una semana. Su hijo murió al nacer y Jones
la había abandonado por otra mujer. Cuan-
do agonizaba confesó la verdad.
Hubo unos momentos de silencio, y lue-
go dijo Raymond:
—Bien, tía Jane; tú has ganado. No com-
prendo cómo has adivinado la verdad. Nun-
ca hubiera pensado que la cocinera pudiera
tener nada que ver con el caso.
—No, querido —replicó miss Marple—;
pero tú no conoces la vida tanto como yo.

28
Un hombre del tipo de Jones... rudo y jovial.
Tan pronto como supe que había una chica
bonita en la casa me convencí de que no la
dejaría en paz. Todo eso son cosas muy peno-
sas y no muy agradables... No puedes imagi-
narte el golpe que fue para mistress Hargra-
ves y la sorpresa que causó en el pueblo.

De Agatha Christie. Obras escogidas.


Tomo IV. Colección El lince astuto. Aguilar,
Madrid. Traducción de C. Peraire del Molino.

29
Un negocio con diamantes
R. L. Stevens
R. L. Stevens. Seudónimo del neoyorquino
Edward D. Hoch (1930). Aunque ha publicado
varias novelas detectivescas, su mayor aporte
a ese género está en el relato corto, que Hoch-
Stevens maneja con indudable maestría. Algu-
nos títulos: Night people and other stories, The
great american novel, Five rings in Reno, De-
duction.
La idea se la dio a Pete Hopkins una chi-
ca que arrojaba una moneda de un penique
en la fuente de la plaza. Estaba siempre a la
pesca de ideas para conseguir dinero, y cada
vez resultaba más difícil encontrar una. Pero
cuando levantó la vista desde la fuente hacia
la ventana abierta de la Bolsa de Cambio de
Diamantes, pensó que por fin había encon-
trado una buena.
Se encaminó hacia la cabina telefónica
del otro lado de la plaza, y llamó a Johnny
Stoop. Johnny era el petimetre más elegante
que Pete conocía, un verdadero modelo que
podía entrar en una tienda y hacer que los
empleados chocaran unos contra otros para
atenderlo. Más aún, no tenía antecedentes
allí, en el este. Y era dudoso que los policías
pudieran relacionarlo con la larga lista de de-
litos que había cometido diez años antes en
California.

33
—¿Johnny? Habla Pete. Me alegro de ha-
berte encontrado.
—Siempre estoy en casa durante el día,
Pete, viejo. En rigor, acabo de levantarme.
—Tengo un trabajo para nosotros, John-
ny, si te interesa.
—¿De qué clase?
—Nos encontraremos en el bar Bir-
chbark, y hablaremos de eso.
—¿Cuándo?
—¿Dentro de una hora?
Johnny Stoop gruñó.
—Digamos dos. Tengo que darme una
ducha y desayunar.
—Está bien, dos. Hasta luego.
El bar Birchbark era un lugar tranqui-
lo por la tarde... perfecto para el tipo de re-
unión que Pete necesitaba. Ocupó un com-
partimiento cerca de la parte trasera y pidió
una cerveza. Johnny llegó con sólo diez mi-
nutos de retraso, y entró en el lugar como
si lo inspeccionara para un robo, o para una
chica que quisiera levantar. Al cabo eligió, ca-
si a desgana, el compartimiento de Pete.
—¿De qué se trata?
El hombre del bar hablaba por teléfono,
le gritaba a alguien acerca de una entrega, y
el resto del lugar se hallaba desierto. Pete co-
menzó su explicación.
—La Bolsa de Cambio de Diamantes.

34
Creo que podemos arrancarles un rápido
puñado de piedras. Puede llegar a cincuen-
ta mil.
Johnny Stoop gruñó, con evidente interés.
—¿Cómo lo hacemos?
—Lo haces tú. Yo espero afuera.
—¡Magnífico! ¡Y la policía me pesca a mí!
—La policía no pesca a nadie. Entras con
tranquilidad y pides ver una bandeja de dia-
mantes. Ya sabes dónde está el lugar, en el
cuarto piso. Ve al mediodía, cuando siempre
hay algunos clientes. Yo provocaré un albo-
roto en el vestíbulo, tú tomas un puñado de
piedras.
—¿Y qué hago... me las trago, como so-
lían hacerlo los chicos de los gitanos?
—Nada tan grosero. De cualquier mane-
ra, los policías conocen esa treta. Los arrojas
por la ventana.
—¡Un cuerno!
—Hablo en serio, Johnny.
—Ni siquiera mantienen las ventanas abier-
tas. Tienen aire acondicionado, ¿no es así?
—Hoy vi abierta la ventana. Ya conoces
todo ese asunto de ahorro de energía... apa-
gar los acondicionadores de aire y abrir las
ventanas. Bueno, ellos cumplen con el pedi-
do. Tal vez piensan que a cuatro pisos de al-
tura nadie se meterá por allí. Pero algo puede
salir: los diamantes.

35
—Parece una locura, Pete.
—Escucha, arrojas los diamantes por la
ventana desde el mostrador. Debe de estar a
unos tres metros de distancia —hacía un rápi-
do esbozo a lápiz de la oficina, mientras habla-
ba. —Ves, la ventana está detrás del mostrador,
y tú enfrente de ella. Jamás sospecharán que
los tiras por la ventana, porque ni te acercas
a ella. Te registran, te interrogan, pero tienen
que dejarte ir. Hay otras personas en el edificio,
otros sospechosos. Y nadie te vio tomarlos.
—De manera que los diamantes salen
por la ventana. Pero tú no estás afuera para
recibirlos. Estás en el vestíbulo, provocando
un alboroto. ¿Y qué ocurre con las piedras?
—Ésa es la parte inteligente. Debajo de
la ventana, cuatro pisos más abajo, está la
fuente de la plaza. Es bastante grande, de
modo que los diamantes tienen que caer en
ella. Caen en la fuente, y se encuentran allí
tan seguros como en la bóveda de un banco,
hasta que decidamos recuperarlos. Nadie los
ve caer en el agua, porque la fuente funciona.
Y nadie los ve en el agua, porque son trans-
parentes. Son como vidrios.
—Sí —convino Johnny—. A menos que el
sol...
—El sol no llega al fondo del estanque.
Puedes mirarlos directamente y no verlos...
salvo que sepas que están allí. Y nosotros lo

36
sabremos, y volveremos a buscarlos mañana
por la noche, o a la noche siguiente.
Johnny asentía.
—Cuenta conmigo. ¿Cuándo lo hacemos?
Pete sonrió y levantó su jarro de cerveza.
—Mañana.
Al día siguiente, Johnny Stoop entró
en las oficinas del cuarto piso de la Bolsa de
Cambio de Diamantes, exactamente a las 12
y 15. El guardia uniformado que se encontra-
ba siempre junto a la puerta le dedicó apenas
una mirada rápida. Pete lo contempló todo
desde el rumoroso vestíbulo de afuera, y lo
vio todo con claridad a través de las gruesas
puertas de vidrio que iban desde el suelo has-
ta el cielo raso.
En cuanto vio que el empleado sacaba
una bandeja de diamantes para Johnny, miró
a través de la oficina, hacia la ventana. Se ha-
llaba abierta a medias, como el día anterior.
Se encaminó hacia la puerta, tocó el grue-
so picaporte de vidrio, y se derrumbó hacia
adentro, en apariencia desvanecido. El guar-
dia del otro lado de la puerta lo oyó caer y sa-
lió para prestarle ayuda.
—¿Qué le ocurre, señor? ¿Está bien?
—Yo... no puedo... respirar...
Levantó la cabeza y pidió un vaso de
agua. Uno de los empleados ya había dado la
vuelta al mostrador, para ver qué ocurría.

37
Pete se sentó y bebió el agua, en perfecta re-
presentación teatral.
—Creo que me desvanecí.
—Deje que le traiga una silla —dijo un em-
pleado.
—No, me parece que será mejor que me
vaya a casa —se limpió el traje y les agrade-
ció—. Volveré cuando me sienta mejor—. No
se había atrevido a mirar a Johnny, y espera-
ba que los diamantes hubiesen pasado por la
ventana, como se había planeado.
Bajó en el ascensor y cruzó la plaza has-
ta la fuente. Siempre había una multitud en
torno de ella, al mediodía: secretarias que lle-
vaban su almuerzo en bolsas de papel de es-
traza, jóvenes que conversaban con ellas. Se
mezcló con ellos, sin ser advertido, y se abrió
paso hasta el borde del estanque. Pero era
grande, y a través de las aguas onduladas no
pudo estar seguro de ver nada, salvo las mo-
nedas sembradas en el fondo. Bien, de cual-
quier manera no esperaba ver los diamantes,
de modo que no se desilusionó.
Esperó una hora, y luego decidió que la
policía debía estar interrogando aún a John-
ny. Lo mejor que podía hacer era ir a su de-
partamento y esperar un llamado.
Éste llegó dos horas más tarde.
—Fue difícil —dijo Johnny—. Al cabo me
dejaron ir. Pero es posible que todavía me sigan.

38
—¿Lo hiciste?
—¡Es claro que lo hice! ¿Por qué crees que
me retuvieron? Se están enloqueciendo. Pero
ahora no puedo hablar. Encontrémonos en el
Birchbark, dentro de una hora. Me aseguraré
de que no me siguen.
Pete ocupó el mismo compartimiento de la
trasera del Birchbark, y pidió su cerveza habi-
tual. Cuando Johnny llegó, llegó sonriente.
—Creo que lo logramos, Pete. ¡Maldito
sea si no lo logramos!
—¿Qué les dijiste?
—Que no vi nada. Es claro, pedí una ban-
deja de piedras, pero cuando surgió el alboro-
to en el vestíbulo, fui a ver qué ocurría, junto
con todos los demás. Había cuatro clientes, y
en realidad no pudieron decidirse por ningu-
no de nosotros. Pero nos registraron a todos,
e inclusive nos llevaron al centro, para regis-
trarnos con rayos X, para estar seguros de
que no habíamos tragado las piedras.
—Me preguntaba por qué tardabas tanto.
—Tuve suerte de que me dejasen salir tan
pronto. Un par de los otros se comportaron
en forma más sospechosa que yo, y eso fue
una suerte. Uno de ellos tenía inclusive ante-
cedentes de arresto por robo de un coche —lo
dijo con modales superiores—. Los estúpidos
de los policías consideran que cualquiera que
robe un coche puede robar diamantes.

39
—Espero que no me hayan observado
con demasiada atención. Soy yo quien pro-
vocó el tumulto, y tienen que llegar a la con-
clusión de que estoy metido en el asunto.
—No te preocupes. Recogeremos los dia-
mantes esta noche. Y saldremos de la ciudad
por un tiempo.
—¿Cuántas piedras había? —inquirió
Pete, expectante.
—Cinco. Y todas ellas una belleza.
Los periódicos vespertinos lo confirma-
ron. Calcularon el valor de los cinco diaman-
tes en 65.000 dólares. Y la policía no tenía
pista alguna.
Volvieron a la plaza a eso de la mediano-
che, pero a Pete no le gustó mucho.
—Puede que estén a la pesca —le dijo a
Johnny—. Esperemos una noche, por si los
policías siguen merodeando por aquí. Cuer-
nos, las piedras están seguras en su lugar.
A la noche siguiente, cuando la noticia
ya había desaparecido de los periódicos, rem-
plazada por el robo de un banco, volvieron
otra vez a la plaza. Entonces esperaron has-
ta las tres de la mañana, hora en que inclu-
sive los parroquianos tardíos de los bares re-
gresaban a sus casas. Johnny llevaba una lin-
terna, y Pete usaba botas altas. Ya había con-
siderado la posibilidad de no hallar uno o dos

40
de los diamantes, pero aun así se llevarían un
buen botín.
Por la noche, la fuente no funcionaba, y
la serenidad del agua facilitó la búsqueda. Pe-
te vadeó por entre las aguas someras, y casi
en seguida encontró dos de las gemas. Le lle-
vó otros diez minutos encontrar la tercera, y
ya estaba a punto de irse.
—Vayámonos con lo que tenemos, Jo-
hnny.
La linterna se balanceó.
—No, no. Sigue mirando. Encuentra por
lo menos una más.
De pronto quedaron envueltos en el res-
plandor de una linterna, y una voz gritó:
—¡Quédense ahí! ¡Somos agentes de la
policía!
—¡Maldición! — Johnny dejó caer la lin-
terna y se dispuso a correr, pero dos de los po-
licías ya habían descendido de su patrullero.
Uno de ellos extrajo la pistola, y Johnny se
detuvo en seco. Pete salió del estanque y le-
vantó las manos.
—Nos pescó, agente —dijo.
—Ya lo creo que los pescamos —gruñó
el policía de la pistola—. Las monedas de esa
fuente se destinan todos los meses a obras
de caridad. Y cualquiera que las robe tiene
que ser un individuo muy mezquino. Espe-

41
ro que el juez les dé a los dos noventa días de
prisión. ¡Y ahora pónganse contra el coche,
mientras los registramos!

De Cuentos y relatos policiales. Prólogo y selección


de Enrique Congrains Martin. Editorial Forja,
Bogotá, 1989. Sin crédito de traducción.

42
El visitante nocturno
de mister wong
W. E. Dan Ross
W. E. DAN ROSS (1912-1995). Escritor cana-
diense, autor de una vasta producción de relatos
de diversos géneros. Más de 300 de ellos, todos
de tema policial, fueron incorporados al fondo
editorial de la Boston University. Varias de sus
historias han sido llevadas al cine, la radio y la
televisión.
Neil Munroe seguía la carretera que con-
ducía a casa de Mei Wong, el anticuario.
Mientras caminaba, lamentó haber ha-
blado del anciano a aquel desconocido.
Solo en la oscuridad de aquel suburbio
desierto, se daba cuenta de cuán interesante
había sido aquella conversación con el desco-
nocido, vecino suyo de habitación en el hotel
Empire, de Bombay.
Había escuchado cada palabra con aten-
ción demasiado intensa.
Después de echar una ojeada por los alre-
dedores, Munroe se detuvo ante una casa en-
cantadora, escondida entre palmeras y flores.
No vio a nadie cuando, a buen paso, atra-
vesó el jardín hasta la escalinata.
Casi tenía la impresión de entrar en su casa.
Conocía, palmo a palmo, aquella vivienda.
Seis años antes, la nostalgia del mar le hi-
zo volver a los barcos cuando trabajaba para

45
la “Compañía Mei Wong, de Bombay. Arte y
Curiosidades”.
Entonces tenía veinticinco años, y, ade-
más, el alcohol no había logrado todavía cam-
biarle.
Ahora estaba junto a una ventana en som-
bras, y el silencio de la noche hacía que pare-
ciese más ruidosa su agitada respiración.
¡Qué cosa más caprichosa, después de to-
do, encontrarse allí a punto de robar a Mei
Wong!
Había tomado esta decisión algunas ho-
ras antes, cuando por estar demasiado bo-
rracho fue borrado del escalafón del S. S.
Karib.
Cambió el barco y los muelles por la ciu-
dad, con su ruido, su calor agobiante, sus ve-
hículos bamboleantes y sus mendigos cojos y
andrajosos Cuando, al fin, se encontró en la
calma relativa del hotel Empire, se puso a bus-
car inmediatamente alguna cara conocida.
Estar despedido y sin trabajo no era situa-
ción envidiable en un puerto como Bombay.
Había entablado conversación con aquel des-
conocido y dicho también a su interlocutor
que se hallaba colocado en la “Compañía de
Arte y Curiosidades de Mei Wong, Bombay”.
—¿Con Mei Wong? ¡Hombre inteligen-
te y bondadoso! —había exclamado el desco-
nocido, bastante impresionado.

46
—Sí, vale cualquier cosa —replicó Neil.
Y de pie, en medio de la muchedumbre
que colmaba el salón, su mente había dado
un salto atrás, recordando un episodio que
se le había quedado grabado cuando traba-
jaba con el viejo. Mei Wong habíale llamado
un día a su casa del suburbio para que reco-
giese unos documentos y dinero para hacer
una transacción aduanera. Mientras espera-
ba en el saloncito, Mei Wong entró en su des-
pacho... dejando ligeramente entreabierta la
puerta.
El viejo anticuario se había dirigido direc-
tamente a un armarito, situado en un rincón
de la estancia, y, una vez abierto, había cogi-
do, de sobre un estante, un jarrón de la dinas-
tía Chu, trabajado en forma de búho.
Munroe había visto varias veces ese ob-
jeto horrible... y, sin embargo, extrañamen-
te fascinador... en el despacho de Mei Wong.
Por la puerta vio a Mei Wong levantar la
cabeza del búho y extraer de él un gran fajo
de billetes. Los contó y devolvió el resto a su
escondrijo. Volvió a colocar el búho en el ar-
marito y, regresando junto a Neil, le dio sus
instrucciones.
El recuerdo de este incidente había da-
do una idea al marino. Decidió robar al viejo
aquella noche.

47
Ahora empujaba con precaución los pos-
tigos de una ventana y la abría suavemente.
Antes de saltar al interior, tocó el bolsi-
llo donde había metido el revólver. Pudiera
ser que tuviera que servirse de él.
La casa se hallaba en sombras, pero eso
no le preocupó. Conocía casi a la perfección
el camino a seguir. Atravesó la cocina sin rui-
do; luego, el pasillo. Tenía que pasar por de-
lante del dormitorio para alcanzar la puer-
ta de al lado, que era la del despacho. Y el es-
condite del viejo se hallaba en el armarito de
ese despacho.
Cautelosamente siguió la pared del pasi-
llo. Cuando se acercaba al dormitorio de Mei
Wong tuvo la impresión de haber oído un li-
gero ruido. Percibió entonces un débil rayo
de luz que se filtraba por una ranura de la
puerta.
Acercándose en medio de la oscuridad
más completa, miró por el ojo de la cerra-
dura.
Quedó paralizado por unos instantes.
Mei Wong estaba sentado en una gran si-
lla, junto a su cama, vestido completamente
de blanco, como tenía por costumbre, pero
no parecía sospechar en absoluto la presencia
de Neil. No se movía. Tenía los ojos cerrados.
Parecía dormido. Munroe respiró con más fa-
cilidad y sacó el revólver del bolsillo.

48
Después se dirigió al despacho.
Se detuvo en la habitación en sombras.
Luego la atravesó con rapidez, y se aprestaba
a abrir el armarito cuando oyó ruido de pa-
sos a su espalda.
Dio media vuelta bruscamente mientras
el despacho se iluminaba. Deslumbrado por
esta repentina iluminación, se encontró cara
a cara con Mei Wong.
Los rasgos profundos del anciano orien-
tal no mostraban sorpresa.
—Es usted un visitante muy tardío —di-
jo, con voz suave.
Munroe, una vez repuesto, apuntó con
el revólver al pecho del anciano.
—Es la mejor hora para lo que vengo a
buscar.
—Comprendo —continuó Mei Wong,
mirándole con ojos escrutadores—. Lamen-
to que nos volvamos a encontrar en seme-
jante circunstancia. Siempre tuve predilec-
ción por usted.
Neil sentía que las palabras del viejo le lle-
naban de vergüenza. No quería oírlas más.
—Deje de hablar inútilmente. Quédese
en donde está y no le haré ningún daño.
Sin hacer caso de este consejo, Mei Wong
dio un paso al frente.
—Si su intención es abrir ese armarito
para robarme, le prevengo que tendrá que
matarme a mí primero.

49
El marino quedó aturdido.
Sabía que sería necesario tratar con Mei
Wong, pero jamás hubiera imaginado un ul-
timátum tan preciso.
—No haga tonterías —dijo, con tono de
advertencia—. Todo lo que quiero es dinero.
Lo necesito con urgencia. Y no tengo inten-
ción de marcharme con las manos vacías. Es-
pero que comprenda usted bien lo que quie-
ro decir.
Actuando como si no hubiera compren-
dido la advertencia, Mei Wong avanzó dere-
cho hasta colocarse entre Munroe y el arma-
rito.
—Ahora bien, mi intención es impedir-
le que se acerque a este armarito, aunque sea
con peligro de mi vida. Y usted, joven, debe-
ría comprenderlo así.
—Si quiere usted que emplee medios vio-
lentos... —replicó Munroe con voz tajante,
alzando el revólver.
Mei Wong elevó las cejas en señal de in-
credulidad.
—¿Sería capaz de matar, pues, a un an-
ciano desarmado, por una suma ridícula?...
¿No se da cuenta de lo que eso le costaría?
El marino miró intensamente al rostro
rudo del viejo y comprendió que quedaba
aún en él suficiente defensa para hacer aquel
gesto imposible.

50
Sin embargo, hubiera sido fácil matar al
anticuario y abandonar el escenario del cri-
men. Pero el viejo estaba allí, frente a él, y en
su cara sólo había impreso un enorme inte-
rés hacia su interlocutor.
Munroe recordó su antiguo valor y su
bondad de otras veces.
Y, entonces, bajó el revólver, lleno de ma-
lestar por la locura que le había empujado ca-
si a matar a su antiguo bienhechor.
—En un momento has adquirido un si-
glo de razón —le dijo entonces Mei Wong,
tranquilo.
En ese instante, una voz desconocida se
dejó oír detrás de Munroe.
—¿Qué pasa aquí?
El marino giró bruscamente y vio enton-
ces al hombre, con el cual había estado ha-
blando en el hotel Empire, apuntándole con
una pistola.
El desconocido se dirigió a Mei Wong.
—He seguido a este borracho desde el
hotel hasta aquí. Hablaba mucho de usted y
eso me hizo entrar en sospechas. Quizá us-
ted se acuerde de mí: soy el inspector Jeddah,
de la Policía de Bombay.
Mei Wong frunció el ceño.
—¿Ha venido usted como consecuen-
cia de mi llamada telefónica a la Policía, ha-
ce unos minutos?

51
El inspector negó con la cabeza.
—No. Ya le he dicho que he seguido a es-
te muchacho. Le vi forzar la ventana y entrar
en la casa.
Mei Wong sonrió, indulgente.
—Temo que se equivoque usted, señor. Es-
te joven es empleado mío.
—Sin embargo, tiene una forma rara de en-
trar en su casa. ¿Y qué me dice usted de esto?
—El inspector avanzó un paso y le quitó a
Munroe el revólver de la mano.
El anciano parecía vacilar mientras el
marino le miraba, lleno de pánico. Munroe
se había quedado, de repente, sin fuerzas.
—Pues si... —empezó a decir Mei Wong.
Pero le interrumpió el ruido de un coche
que se acercaba a la casa.
—Creo que, esta vez, es la Policía.
Algunos instantes después, Mei Wong
abría, a dos oficiales con turbantes, la puerta
de entrada a la casa.
Cuando los conducía hacia el despacho, les
dijo:
—He oído un ruido sospechoso inmediata-
mente después de haberles llamado. Sean muy
prudentes al abrir el armarito.
Los dos hombres se acercaron con pre-
caución a la puerta del armarito y uno de
ellos la abrió de un tirón. Los dos, al mismo
tiempo, dieron un paso atrás: en la sombra

52
se estiraba una enorme cobra. Su fea cabe-
za se balanceaba de un lado a otro, avanzan-
do, presta a matar de una mordedura. Los
dos policías hicieron fuego. Tiraron dos ve-
ces más aún hasta que la gigantesca serpiente
quedó inmóvil en el suelo, enroscada en una
última convulsión.
Munroe estaba clavado en el suelo, mu-
do de horror. Se daba cuenta de la muerte
atroz de que le había salvado Mei Wong.
El viejo lanzó, entonces, un suspiro de
alivio.
—Esta serpiente estuvo a punto de mor-
derme cuando entreabrí el armarito hace al-
gunos minutos. Un hombre de mi posición
siempre se gana enemigos. He sido atacado
ya, en varias ocasiones, por un individuo me-
dio loco: por esta razón mister Munroe se ha-
llaba a mi lado con un revólver.
Cuando el inspector y los dos policías se
hubieron retirado, Mei Wong cerró la puerta
con cuidado y se volvió a Munroe.
—Escuche: a mí no me gusta mentir a
la Policía —dijo—. Pero usted podrá subsa-
nar esa mentira viniendo a trabajar de nue-
vo conmigo.
El marino movió la cabeza.
—Debió usted dejar que esa cobra termi-
nara conmigo. Hubiera sido mejor. No merez-
co que me dé usted una nueva oportunidad.

53
—Al contrario, joven Munroe —dijo Mei
Wong, sonriendo—. Precisamente me gusta-
ría darle una nueva oportunidad. ¡Después
de todo, hay que haber sido tentado para co-
nocer la virtud!

De Antología del cuento policiaco. Editorial Aguilar,


Madrid. Colección El Lince Astuto, 1967.
Traducción de Salvador Bordoy Luque.

54
Hombre y niño
Michael J. Carroll
Falta reseña autor
No hay advertencia. Ninguna. Me veo
detenido ante una luz roja. La puerta del la-
do del pasajero se abre, y entra alguien. Tie-
ne una pistola en la mano.
—No se mueva, oiga. No se mueva un
centímetro, o está muerto.
Me congelo.
—Eh, Wayne —dice otra voz—. Esta
puerta está cerrada.
El hombre del asiento delantero se vuel-
ve con cuidado, y me apunta con los ojos y
la pistola.
—Quédese tranquilo, eso es todo, amigo.
No hago nada. El botón de la puerta tra-
sera chasquea cuando lo levanta. Miro con
cuidado en el espejito retrovisor. La puerta de
atrás se abre y alguien pone una maleta en el
asiento trasero.
—Eh —dice la voz de atrás—, aquí hay
un chico.

57
Asiento Delantero vuelve la cabeza de
costado, mira con rapidez hacia atrás, luego
a mí, con demasiada velocidad para que yo
pueda hacer algo.
—Entra —dice—. No te va a morder.
El otro penetra y cierra la portezuela.
Se encuentra sentado junto a ésta, y apenas
puedo verlo en el espejo. También él lleva un
arma.
—La luz está verde, amigo —dice Asien-
to Delantero —. Vamos.
—¿Derecho?
—Derecho —Asiento Trasero ríe—. Sí,
vamos derecho. ¿Oyes eso, Wayne? Vamos
derecho. ¿Oyes eso?
—Lo oigo, lo oigo. Cálmate un poco,
¿eh?
Mantengo la vista en el camino.
—Eh, amigo —dice Asiento Trasero—,
¿qué le pasa al chico? ¿Está enfermo, o al-
go?
—Está enfermo.
—¿De qué estás hablando? —pregunta
Asiento Delantero.
—Este chico, está echado aquí como si
estuviese muerto, o algo.
—Está bajo medicación —explico.
—¿Lo lleva a un médico? —pregunta
Asiento Delantero.
—Lo llevaba.

58
—Sí, es cierto, lo llevaba. Pero ya no.
—Mire...
—Cierre la boca, amigo, o su chico no lle-
gará a ninguna parte.
Miro de costado. Asiento Delantero no se
ha movido. El arma sigue en su mano.
—Mire el camino —dice.
Miro el camino.
—Siga los letreros hasta la Ruta Tres.
—¿Qué edad tiene su chico? —pregunta
Asiento Trasero.
—Seis.
—¿Cómo se llama usted, amigo? —pregun-
ta Asiento Delantero.
—Hanson —respondo—. Tim Hanson.
—Muy bien, señor Hanson, me alegro de
conocerlo. Yo soy Wayne, y ése del asiento tra-
sero es Clark. Wayne y Clark, señor Hanson.
Somos un equipo.
No contesto.
—¿Tal vez oyó hablar de nosotros?
—No.
—Eh, Clark. Fíjate. No oyó hablar de noso-
tros. ¿Está seguro de eso, amigo? Wayne y Clark.
¿Seguro que no oyó hablar de nosotros?
—Sí.
—Oye, ésa es buena. ¿Oíste eso, Clark?
—Sí.
—¿Quiere saber por qué ésa es buena,
amigo?

59
—Wayne —dice Asiento Trasero. Su voz
parece contener una nota de advertencia.
—Tranquilo, no sudes, hombre.
—Estoy tranquilo. ¿Por qué no dejas de
parlotear?
—Oiga, Hanson, ¿la radio funciona? —
Asiento Delantero es un charlatán compul-
sivo.
—No —respondo. De cualquier manera
la manosea, usando la mano derecha. Miro
en el espejito. Asiento Trasero tiene una pis-
tola en la mano. Me vigila con cuidado.
—¿Hacia dónde? —pregunto.
—¿Eh?
—Ya estamos casi en la Ruta Tres. ¿Ha-
cia dónde? ¿Norte o sur? ¿Aminoro la mar-
cha del coche?
—Hacia el norte —ordena Asiento De-
lantero—. Luego tome la segunda salida.
Desde ahí siga los carteles hasta Fletcher’s
Pond.
—Eh, Hanson —dice Asiento Trasero—,
su chico ronca. ¿Eso significa algo?
—Sí —ríe Asiento Delantero—, significa
que está durmiendo.
—Es el remedio —respondo.
—¿Cómo se llama su chico? —pregunta
Asiento Delantero.
—Robert.
—Robert. ¿Lo llama así? ¿O Bobby?

60
—Bobby.
—Le digo, Hanson, que creo que está
bien que Bobby duerma. Quiero decir que es-
to podría asustarlo un poco, no es cierto, dar-
le una sacudida o algo por el estilo, ¿eh?
—Imagino que sí.
—Usted imagina. Sabe, Hanson, creo
que se está tomando esto con demasiada cal-
ma. No estará planeando algo, ¿verdad?
—No.
—Eso es muy inteligente de su parte,
Hanson, si lo dice en serio. Quiero creerlo.
De veras que quiero. Es decir, podría conven-
cerlo de lo inteligente que es, pero prefiero no
perder tiempo. ¿Entiende?
—Entiendo.
—Nos acercamos a la salida, Hanson. No
pase de largo. Se está portando muy bien. Co-
mo dije, me alegro de que entienda.
Tomo la salida poco a poco. Mis ojos se
desvían hacia el espejito lateral. No hay po-
licías cerca. Sólo unos pocos coches en el ca-
mino.
—Tómeselo con calma, Hanson. Tiene
un buen coche. Ahora no querrá que quede
destrozado, ¿no es así?
Mira hacia el asiento trasero, sus ojos re-
corren el interior, pero en realidad mantie-
ne la vista clavada en mí. Yo no puedo hacer
nada.

61
—Usted conserva el coche muy limpio
—continúa Asiento Delantero—. Me gustan
los coches limpios, con los asientos limpios y
todo. No querría ensuciarlo para nada.
—Ya le dije —respondo—que no inten-
taré nada.
—Ya lo sé, Hanson, y, como le informé,
quiero creerle. Pero resulta difícil. Tengo una
mala sensación acerca de usted. Mira dema-
siado en torno, y eso me pone nervioso. Ten-
go la sensación de que en realidad no me to-
ma en serio. Déjeme que le diga algo que tal
vez mejore nuestro entendimiento. Acabo de
matar a un hombre.
—¡Wayne! —exclama Asiento Trasero.
—¡Cállate! ¿Qué demonios importa lo
que diga, eh?
Asiento Trasero se reclina contra el res-
paldo, pero parece apretar el arma con un
poco más de fuerza. Continúo conduciendo,
mis manos resbalan sobre el volante.
—Acabo de matar a un hombre, Hanson,
¿y sabe por qué? Se me puso en el camino.
En verdad es una razón un tanto estúpida,
pero no me gusta la gente que se me pone en
el camino.
Entramos en un camino de tierra, estre-
cho y flanqueado de árboles, con muchos po-
zos profundos. Tengo ajustado el cinturón

62
de seguridad. Miro en el espejo. Los ojos de
Asiento Trasero están clavados en mí.
—Aunque choque contra un árbol —di-
ce Asiento Trasero—, uno de nosotros lo li-
quidará.
Conduzco con más lentitud.
—Tiene razón, Hanson —dice Asiento
Delantero—. Ahora bien, yo sólo maté a un
hombre. Hasta ahora. Pero Clark tiene una
verdadera lista. Pero no usa pistola. Muéstra-
le, Clark.
—Eso puede esperar.
—Clark, viejo, quiero que este hombre se
convenza. Quiero que sea un verdadero cre-
yente. Ahora bien, ahí está ese simpático y
pequeño Bobby en el asiento trasero, y yo
tengo el dedo en el disparador, de modo que
no intentará nada. Muéstrale.
Miro por el espejito retrovisor. Asiento
Trasero sostiene ante el rostro un cuchillo
largo, parecido a un estilete, y sus ojos dan
la impresión de mirar a través de él. Vuelvo
la mirada hacia la carretera. El coche avanza
traqueteando.
—He descubierto, Hanson —dice Asien-
to Delantero—, que la gente puede vivir mu-
cho tiempo mientras la hieren; inclusive un
chico. Estos chicos tienen mucha fuerza...
por la juventud y todo eso, sabe. Supongo
que se debe a la vida sana y a toda esa buena

63
sangre joven y rica, ¿eh?
Trato de decir algo, pero no puedo.
—Oiga, Hanson, ¿quiere que Clark le ha-
ga una demostración gratuita?
—¡Por amor de Dios, dejen al chico en paz!
—Hablo con rapidez, y las palabras se borro-
nean—. Ni siquiera sabe lo que ocurre.
—Eso está mejor, Hanson. Durante un ra-
to me preocupó. No parecía lo bastante pre-
ocupado por ese chico suyo.
—Déjelo en paz, nada más.
—Bien, Hanson, estoy seguro de que lo
dejaré en paz, pero en realidad eso está en sus
manos. Pero no me preocupa. Mientras usted
esté preocupado, Hanson, yo no lo estaré.
Mis manos aferran el volante. Siento la
humedad que se acumula debajo de mis bra-
zos y me corre por la espalda.
El camino es malo, el traqueteo me sacu-
de el cuerpo.
—Un poco más lento, Hanson, no tene-
mos prisa —dice Asiento Delantero.
Saco el pie del acelerador.
Asiento Delantero sigue hablando.
—No tenemos ninguna prisa. Dispone-
mos de todo el tiempo del mundo. Sabe, Han-
son, dicen que el tiempo es dinero. Bueno,
como dije, tenemos todo el tiempo del mun-
do.
No puedo dejar de preguntar:

64
—¿Cuánto consiguieron?
—De modo que lo sabe, ¿eh? —respon-
de Asiento Delantero.
—Cómo puede dejar de saberlo —decla-
ra Asiento Trasero—, si tú parloteas todo el
tiempo.
—Fue nada más que un banco peque-
ño —dice Asiento Delantero—, pero hoy es
viernes. ¿Sabe qué ocurre los viernes?
—¿Qué? —inquiero.
—Este banco es parte de un centro co-
mercial. Y todos los viernes por la tarde todas
las tiendas envían su dinero al banco.
—¿Y eso es lo que tienen en la maleta?
—pregunto.
—¿Bromea? Hombre, sin nos hubiéra-
mos llevado todo, llenaría el coche, todas co-
sitas pequeñas y los cheques... una enorme
cantidad de cheques. No, tenemos los bille-
tes grandes... de diez para arriba, todo lo que
la gente cambió en las tiendas. Por lo menos
treinta mil.
—No es mucho, ¿verdad? —digo.
De pronto Asiento Delantero se mues-
tra furioso.
—¿Qué demonios significa eso? —Se in-
clina hacia mí, bajando el arma. Mi pie se po-
ne en tensión. Lo muevo hacia el freno.
—Cállate, Wayne. ¡Ahora! —Hay una re-
pentina nota de autoridad en la voz de Asien-

65
to Trasero. La sorpresa me hace saltar. Asien-
to Delantero se echa hacia atrás, y su arma
vuelve a apuntarme.
—Pincha al chico, Clark —dice.
—¡No! —grito.
—¡Pínchalo!
—Tranquilízate, Wayne, no hizo nada.
—Pero estaba por hacerlo.
—Lo siento —respondo—. No quise ha-
cer nada.
—No bromee, amigo, intentó algo. Trató
de distraerme. ¿No es verdad?
—No —la voz se me quiebra.
—Pedazo de mentiroso hijo de...
—¡Wayne! Termínala.
—Está bien, la terminaré. Pero ya me
oyó, amigo, quiero que se quede callado. Y
quiero decir callado. ¿Entiende?
Conduzco en silencio.
Una mirada rápida al espejo me muestra
que Asiento Trasero tiene la pistola en la ma-
no, apuntada con cuidado.
Tengo que decir algo.
—Diga, ¿qué piensan hacerle al chico?
—Le dije que se calle —dice Asiento De-
lantero.
Pasa un minuto.
—Al chico no le pasará nada —responde
Asiento Delantero—. No les pasará nada a nin-
guno de los dos, si no me traen problemas.

66
—No me importa lo que me hagan a mí.
Pero dejen al chico en paz.
—Aminore la marcha, amigo —dice
Asiento Delantero—. Estamos llegando al
lugar en que doblamos.
Un camino más estrecho aún dobla a la
derecha. Conduzco el coche por el camino,
con lentitud. Los dos me vigilan con aten-
ción.
—Dejen al chico aquí —digo—. Alguien
lo encontrará.
—Amigo, está loco. ¿Su chico no está en-
fermo? Cuernos, amigo, nadie lo encontrará
aquí. Vea, tranquilícese. Está preocupándose
demasiado por su chico. Podría intentar al-
go estúpido, y eso no les haría ningún bien a
ninguno de los dos.
La senda termina delante de una cabaña.
Detengo el coche. Asiento Trasero sale.
Asiento Delantero me apunta con la pistola.
Permanezco inmóvil. Asiento Trasero lleva la
maleta a la cabaña.
Sale. Asiento Trasero abre mi portezuela
con cautela. Me apunta con el arma.
—¡Bueno Wayne, sal por tu lado!
Asiento Delantero sale.
—Afuera —dice, apuntándome a través
del asiento—. Con mucha lentitud.
Desciendo.
Asiento Delantero da la vuelta al coche.

67
Los dos me apuntan con las pistolas.
—¿Ahora? —pregunta Asiento Trasero.
—No —responde Asiento Delantero.
—¿Por qué no? Nadie oirá nada aquí.
—¿Quién sabe? Es más seguro adentro.
—Por favor —digo. Me tiembla la voz—.
Dejen al chico en paz. Por favor. No le ha-
gan daño.
—Saque a su chico afuera, Hanson —di-
ce Asiento Trasero.
—¡Por favor!
—Ahora, Hanson.
Me vuelvo y abro la portezuela trasera.
Me inclino y tomo al chiquillo dormido, pe-
queño para sus seis años. Mi mano derecha se
hunde debajo de las mantas, buscando algo.
Me incorporo con lentitud, sosteniendo al
chico, la mano derecha debajo de las mantas.
—Nada de tretas, ahora, Hanson, o su
chico es el primero que la recibe.
—Entre en la cabaña, Hanson —dice
Asiento Trasero, moviendo el arma en esa
dirección.
Su primer momento de descuido.
Le disparo a Asiento Delantero en el pecho,
y luego saco el arma de abajo de las mantas.
Asiento Trasero vuelve su pistola hacia mí,
pero está fuera de equilibrio cuando dispara.
Le meto una bala en el corazón.
—¡Quieto! —Asiento Delantero está en

68
el suelo, la pistola apuntada hacia mí, la otra
mano sobre su pecho—. No mueva esa arma,
o el chico está muerto.
—No dispare —respondo. Vuelvo la pis-
tola hacia él. Está dolorido y en una posición
incómoda. Le hago otro disparo.
Me aseguro de que los dos están muer-
tos, y luego reviso al chico. Está bien; vuelvo
a depositarlo en el coche, con suavidad.
Me tiemblan las manos.
Arrastro los cadáveres hasta la caba-
ña. Saco la maleta conmigo y la pongo en el
asiento trasero, con el chico.
Más tarde estoy en una cabina telefóni-
ca, discando un número. Miro hacia el coche,
estacionado cerca de la cabina. El chico sigue
inconsciente. Atiende una mujer.
—¿Señora Walters? —pregunto—. Hay
algo muy importante que deseo decirle, así
que escuche con cuidado. Tengo a su hijo,
Jimmy. Si quiere recuperarlo, vivo, tendrá
que...
Y le digo a cuánto montará la suma del
rescate.

De Cuentos y relatos policiales. Editorial Forja,


Bogotá, 1989. Traducción de Enrique Congrains
Martín.

69
El cerco
P. Montblanc
P. MONTBLANC. Seudónimo del escritor y
periodista francés Jean Aubresille (1952). Ha
publicado numerosos relatos policiales en diver-
sas revistas especializadas en ese género. Mu-
chos de ellos han aparecido luego en varios li-
bros, que llevan el título genérico de La propor-
tion dorée. Actualmente es jefe de redacción de
una agencia de noticias parisina.
—El caso —dijo el hombre gordo a su
compañera—está prácticamente resuelto.
Fueron muy ingeniosos, sí, pero nosotros tu-
vimos suerte. El placer del descubrimiento.
Apuró con calma un sorbo de su coñac.
La muchacha lo imitó, bebiendo a su vez un
trago de su copa de vino; un claret tinto Bur-
deos de excelente cosecha, que el hombre ha-
bía pedido para ella.
Ambos miraron por un instante hacia
afuera. A través de los ventanales del restau-
rante, la ciudad nocturna resplandecía abajo,
lejana y tentadora. En la pequeña ensenada
los veleros eran apenas oscuras siluetas, se-
miadivinadas en el bullicio de la noche.
—A decir verdad —prosiguió el hombre
gordo—, aún no sabemos cómo sustrajeron
el uranio. Unos pocos gramos, ¿entiendes?
Pero valen una fortuna, y serían letales en
manos enemigas. No obstante, y para fortu-

73
na nuestra, traicionaron a un miembro de la
pandilla, y éste los delató. Así que...
Alguien llamó desde una mesa cercana:
—Garçon...
La voz del gordo se hizo inaudible.
..................................................................
..............................................................
...una moneda falsa, y ocultaron el uranio den-
tro de ella. El soplón asegura que la falsificación es
perfecta. Bien fácil les hubiera sido hacerla llegar
a su destino. Pero no hemos perdido el tiempo, y
nuestros............................................................
............... no lo saben, pero los tenemos cer-
cados. Y el cerco es cada vez más estrecho. Sa-
bemos que su hombre de confianza opera jus-
tamente en esta zona. A él y a sus compinches
les esperan al menos diez años entre rejas.
—Ésta es una zona de restaurantes, ¿no es
eso? —dijo la mujer, con marcado acento ex-
tranjero. Era muy joven, y su cabello rubio bri-
llaba como un soleil d’or.
—Sí —respondió el gordo—. Restauran-
tes, discotecas, boites de lujo. Será cuestión de
días echarle mano.
Terminó su coñac, y pidió la cuenta. La
diosa fortuna hizo que pagara en dinero con-
tante.
Al recibir el vuelto, retiró los dos billetes y
dejó en la bandeja unas cuantas monedas.
—Para usted —dijo—. Y gracias.
—No puedo aceptarlas, señor —me apre-

74
suré a decir—. La propina está incluida en el
servicio.
El gordo se encogió de hombros, y guar-
dó el resto del vuelto en su bolsillo. Después
se retiró, dando el brazo a su bella acompa-
ñante. Unos segundos después alcancé a oír
el ronroneo del auto que se alejaba. Abajo, las
luces del puerto relucían como gemas celesti-
nas. El placer del descubrimiento.
Tardará algún tiempo en descubrir, si lle-
ga a hacerlo, que una de esas monedas está
rellena de uranio. Y, suponiendo que al fin lo
descubra, ya no podrá saber dónde la obtuvo.
Sí, el cerco estaba ya demasiado estrecho. Y
diez años a la sombra no es mi mejor proyec-
to de futuro. Mirando bien las cosas, el tra-
bajo de mesero en un buen restaurante no es
tan malo. Sobre todo por las propinas.

De La proportion dorée, II. Le livre de poche,


París. 1992. Traducción para este libro de Sonia
Camargo R.

75
Crimen sin pista
Ellery Queen
ELLERY QUEEN. Seudónimo de los escritores
norteamericanos Frederick Dannay (1905-1982)
y Manfred B. Lee (1905-1971). Creadores de un
personaje, llamado también Ellery Queen, pro-
tagonista de relatos considerados clásicos den-
tro del género detectivesco. Entre sus obras pue-
den mencionarse El misterio del sombrero ro-
mano, El misterio de la naranja china, El cuatro
de corazones, Las aventuras de Ellery Queen,
etc.
Generalmente, un crimen es algo des-
agradable, pero Ellery es un epicúreo en es-
tas materias y afirma que algunos de sus ca-
sos poseen cierto regusto. Entre estas peli-
grosas delicadezas incluye El caso de las tres
viudas.
Dos de las viudas eran hermanas: Penélo-
pe, para quien el dinero no significaba nada,
y Lyra, para quien lo era todo. Por tanto, las
dos necesitaban grandes sumas. Todavía jó-
venes habían enterrado a sus buenos maridos
y volvieron a la casa de su padre, en Murray
Hill, con gran satisfacción, según sospechaba
todo el mundo, ya que el viejo Teodoro Hood
estaba bien provisto con la moneda de la re-
pública y siempre había sido indulgente con
sus hijas. Sin embargo, poco después del re-
greso de éstas, Teodoro Hood se casó por se-
gunda vez con una señora como una catedral
y de gran carácter. Alarmadas, las dos herma-

79
nas le declararon la guerra, a la que se unió su
madrastra de buen gusto. El viejo Teodoro,
cogido entre dos fuegos, sólo ansiaba paz, y
al fin la encontró en la muerte, dejando la ca-
sa habitada exclusivamente por viudas.
Una tarde, no mucho después de la muer-
te de su padre, un criado avisó a la gordita Pe-
nélope y al delgada Lyra que fuesen a la sa-
la, donde las esperaba el señor Strake, aboga-
do de la familia.
La frase más insignificante del señor
Strake era como la sentencia de un juez, y
esa tarde, cuando dijo: “¿Quieren sentarse,
señoras?”, su tono era tan siniestro como el
de una amenaza. Las damas intercambiaron
miradas y rehusaron.
Poco después, las grandes puertas de es-
tilo victoriano se abrieron y entró, con pa-
so débil, Sara Hood, apoyada en el brazo del
doctor Benedict, el médico de la familia.
La señora Hood miró a sus hijastras con
una especie de alegría y movió un poco la ca-
beza. Después dijo:
—El señor Benedict y el señor Strake ha-
blarán primero, luego lo haré yo.
—La semana pasada —empezó diciendo
el doctor—, su madrastra fue a mi consulta
para el reconocimiento que le hago dos ve-
ces al año; como de costumbre, le hice un
examen completo y, considerando su edad, la

80
encontré extraordinariamente bien. Sin em-
bargo, al día siguiente volvió porque no se
encontraba bien, por primera vez, dicho sea
de paso, en ocho años. Creí al principio que
se trataba de una infección intestinal, pero
la señora Hood hizo un diagnóstico bien di-
ferente. Yo no le podía creer, pero ella insis-
tió en que le hiciese ciertas pruebas. Lo hice
y comprobé que tenía razón. Había sido en-
venenada.
Las regordetas mejillas de Penélope se
pusieron ligeramente rosas, y las delgadas de
Lyra pálidas.
—Estoy seguro —continuó el doctor, di-
rigiéndose a un punto precisamente entre las
dos hermanas—que comprenderán por qué
les debo advertir que de ahora en adelante re-
conoceré a su madrastra todos los días.
—Señor Strake —indicó la anciana seño-
ra Hood.
—Por voluntad de su padre —dijo el le-
trado bruscamente, también dirigiéndose
al punto equidistante—, cada una de uste-
des recibe una pequeña cantidad de las ren-
tas de la herencia. Mientras viva su madras-
tra la mayoría es para ella, pero a su muerte
ustedes heredarán, a partes iguales, casi dos
millones de dólares. En otras palabras, uste-
des dos son las únicas personas en el mundo
que se beneficiarían con la muerte de su ma-

81
drastra. Como ya he dicho a la señora Hood
y al doctor Benedict, si este horrible asunto
se vuelve a repetir, aunque sólo sea una vez,
avisaré a la policía.
—¡Llámela ahora! —gritó Penélope.
Lyra no dijo nada.
—Podría hacerlo, Penny —contestó su
madrastra con una lánguida sonrisa—, pe-
ro las dos sois muy inteligentes y quizá no
se resolviese nada. Mi mejor protección sería
echaros de esta casa, pero desgraciadamen-
te el testamento de vuestro padre me impi-
de hacerlo. ¡Oh! Ya sé que estáis impacientes
por libraros de mí. Tenéis gustos suntuosos
que no pueden ser satisfechos con mi senci-
lla manera de vivir. A las dos os gustaría vol-
veros a casar, y con el dinero podríais com-
prar nuevos maridos.
La anciana se inclinó un poco hacia de-
lante y continuó:
—Pero tengo malas noticias que daros.
Mi madre murió a los 99 años y mi padre a
los 103. El doctor Benedict dice que yo to-
davía puedo vivir otros treinta años y tengo
verdadera intención de que así sea.
Con dificultad, se puso en pie y todavía
sonriendo dijo:
—Además, tomaré ciertas precauciones
para asegurarme de ello.
Después abandonó la habitación.

82
Exactamente una semana más tarde,
Ellery estaba sentado al lado de la gran cama
de caoba de la señora Hood, bajo la ansiosa
mirada del doctor y del señor Strake.
Había vuelto a ser envenenada. Afortuna-
damente, el doctor había acudido a tiempo.
Ellery se inclinó sobre la cama de la ancia-
na, que más parecía de yeso que de carne.
—Esas precauciones que tomó, señora...
—Le digo —murmuró ella—que fue im-
posible.
—Sin embargo —dijo Ellery con deci-
sión—, ocurrió. Así que resumamos. Usted
puso barras en las ventanas de su dormito-
rio, una nueva cerradura en la puerta y du-
rante todo el tiempo llevaba usted su única
llave. Usted misma compró su propia comi-
da, la cocinó en esta habitación y la comió
aquí, sola. Está claro, entonces, que su co-
mida no pudo ser envenenada antes, duran-
te o después de su preparación. Además, us-
ted me dijo que había comprado platos nue-
vos, que los había guardado aquí y que sólo
usted los había utilizado. Por tanto, el vene-
no no pudo haber sido puesto en los utensi-
lios de cocina, vajilla, cristalería o cubiertos
usados en sus comidas. ¿Cómo fue entonces
administrado?
—Ése es el problema —dijo el doctor.
—Y un problema, señor Queen —mur-
muró el abogado—, que me pareció, y al doc-

83
tor Benedict también, que era más de su in-
cumbencia que de la policía.
—Bien, mis métodos son siempre senci-
llos —contestó Ellery—, como ustedes po-
drán ver. Señora, voy a hacerle muchas pre-
guntas. ¿Me da permiso, doctor?
Éste tomó el pulso a la anciana señora
y asintió. Ellery empezó el interrogatorio,
al que ella contestaba en susurros, pero con
gran firmeza. Había comprado un nuevo ce-
pillo y pasta dentífrica. Sus dientes eran to-
davía propios. Tenía cierta aversión a los me-
dicamentos y no había tomado droga algu-
na o paliativo de ninguna clase. Únicamente
había bebido agua. No fumaba, ni comía dul-
ces, no masticaba chicles ni usaba cosméti-
cos... Ellery continuó, hizo todas las pregun-
tas que se le ocurrieron y después se esforzó
en encontrar otras.
Finalmente, dio las gracias a la señora
Hood, golpeó su mano cariñosamente y sa-
lió de la habitación, seguido del señor Strake
y el doctor Benedict.
—¿Cuál es su diagnóstico, señor Queen?
—preguntó este último.
—Su veredicto —dijo el letrado impa-
cientemente.
—Caballeros —repuso Ellery—, al elimi-
nar también el agua que bebió, cuando exa-
miné las cañerías y grifos de su habitación

84
y comprobé que no habían sido tocados, he
agotado la última posibilidad.
—A pesar de eso el veneno ha sido admi-
nistrado por vía oral —interrumpió el doc-
tor—. Ése es mi diagnóstico, y además he te-
nido cuidado de obtener corroboración mé-
dica.
—Si es así, doctor —dijo Ellery—, sólo
hay una explicación.
—¿Cuál?
—Que la señora Hood se está envene-
nando a sí misma. Yo en su lugar llamaría a
un psiquiatra. ¡Buenos días!
Diez días después Ellery se encontraba
otra vez en la habitación de Sara Hood. La
anciana estaba muerta. Había sucumbido a
un tercer ataque de envenenamiento.
Cuando recibió la noticia, Ellery había
dicho, sin dudarlo, a su padre, el inspector
Queen: “Es suicidio”.
Pero no lo era, pues a pesar de la minucio-
sa investigación realizada por expertos poli-
cías, utilizando todos los recursos de la cien-
cia criminológica, no se pudo encontrar nin-
gún resto de veneno, ni recipiente que lo hu-
biese contenido u otra posible pista, en la
habitación o el baño de la señora Hood. Inca-
paz de creerlo, el mismo Ellery volvió a regis-
trar todo, y su sonrisa desapareció al no en-
contrar nada que contradijera el anterior tes-

85
timonio de la anciana o los resultados de los
peritos policíacos. Atormentó a los sirvientes
e interrogó implacablemente a Penélope, que
no dejaba de llorar, y a Lyra, que refunfuña-
ba constantemente, pero no descubrió nada.
Finalmente, se fue.
Era la clase de problema que la mente de
Ellery, contra todas las protestas de su cuer-
po, no podía abandonar. Durante cuarenta
y seis horas estuvo pensando en ello, sin co-
mer, ni dormir, paseando incesantemente por
el pasillo del departamento de los Queen.
A las cuarenta y siete horas, el inspec-
tor Queen lo cogió de un brazo y lo obligó a
acostarse.
—Creo —dijo el inspector—que ya van
más de cien paseos. ¿Qué te atormenta, hi-
jo mío?
—Todo —gruñó Ellery, y se sometió a las
aspirinas, una bolsa de hielo y un gran filete
asado con mantequilla que le dio su padre.
Cuando estaba comiendo el filete, gritó
como un loco y corrió al teléfono.
—¿Señor Strake? Aquí, Ellery Queen.
Reúnase conmigo inmediatamente en la ca-
sa de Hood... sí, avise al doctor Benedict... sí,
ya descubrí cómo fue envenenada la seño-
ra Hood.
Y cuando estuvieron reunidos en el gran
salón de los Hood, Ellery miró fijamente a la

86
gordita Penélope y a la delgada Lyra, y luego
preguntó amenazadoramente:
—¿Quién de ustedes pretende casarse
con el doctor Benedict?
E inmediatamente añadió:
—¡Oh, sí, tiene que ser esto! Sólo Penélo-
pe y Lyra se benefician con la muerte de su
madrastra; sin embargo, la única persona que
pudo físicamente haber cometido el crimen
es el doctor Benedict... ¿Quiere saber cómo,
doctor? —preguntó Ellery cortésmente—.
De un modo muy simple. La señora Hood
experimentó su primer ataque de envenena-
miento al día siguiente de su reconocimiento
médico, por usted, doctor. Después de esto,
usted anunció que la reconocería todos los
días. Hay un preliminar clásico a todo exa-
men médico de un paciente. ¡Estoy seguro,
doctor Benedict —dijo Ellery con una sonri-
sa—, de que usted introducía el veneno en la
boca de la señora Hood con el mismo termó-
metro que le tomaba la temperatura!

De Antología de cuentos policiales. Selección de


Javier Lasso de la Vega. Editorial Labor, 1967.

87
Una coartada perfecta
Jacques Champagne
JACQUES CHAMPAGNE (1922-?). Norte-
americano. Estudió Derecho y Filosofía y Le-
tras. Durante un tiempo, a partir de los 22 años,
ejerció el cargo de comisario de policía. Oficio
que le aportó sin duda valiosas experiencias pa-
ra sus relatos policiales, muchos de ellos escri-
tos en clave de humor negro.
Señores, me he enterado, en mi celda, de
que organizan ustedes un concurso de no-
velas policíacas. Como todavía dispongo de
tres días antes de mi ejecución, creo que mi
historia personal y verídica puede interesar-
les. Ciertamente no soy escritor de oficio, y
si en cuanto a la forma habrá mucho que re-
procharme, en cambio, en cuanto al fondo,
garantizo la exactitud. Los nombres tam-
bién son verdaderos, pero eso no tiene mu-
cha importancia, sobre todo para mí, pues-
to que dentro de tres veces veinticuatro ho-
ras me sentaré en la silla en la que no se pue-
de uno sentar más que una vez. Sin embargo,
quiero que se sepa después de mi muerte, có-
mo he cometido un crimen con una coarta-
da perfecta, eliminando de este modo todos
los peligros que esta acción puede traer con-
sigo. Naturalmente, sé que mi calidad, por
decirlo así, de condenado a muerte puede ha-

91
cer creer que se trata de una broma por par-
te mía. Pero puedo afirmarles que no hay na-
da de eso; por lo demás, no es ésta la hora ni
el sitio de bromear.
Me llamo Pete Blackbass. Sin que quiera
jactarme de ello, he tenido cierta fama, entre
los años treinta y cuarenta, cuando aún Chi-
cago no era la ciudad de ahora, es decir, una
ciudad aburguesada y mecanizada, en la que
los artesanos honrados están fuera de su si-
tio. Se me tenía entonces por ser uno de los
mejores pistoleros de la región de los Lagos.
Nunca he pertenecido a una banda determi-
nada; podría decirse que he trabajado en cier-
to modo a destajo, y puedo estar orgulloso
de haber tenido entre mis clientes episódicos
a grandes tan conocidos como Capone, Stir-
ling, Howards, Diamond Jim y Milano. Me
llamaban One Shot, ya que nunca he tenido
que apretar dos veces el gatillo para presen-
tar un trabajo del que, los que se acuerdan,
admiran todavía el refinamiento y la perfec-
ción. Luego, paulatinamente, la metralleta y
la bomba, manejadas por jóvenes advenedi-
zos, han desperdigado la materia prima; la
policía por su parte, con las “G”, ha ahuyen-
tado a la clientela y, como muchos comer-
ciantes, he notado que los negocios marcha-
ban cada vez peor y que el marasmo invadía,
poco a poco, el conjunto de mis actividades.

92
Antes de albergarme en los locales del Es-
tado, vivía en un hotel meublé de tipo me-
dio, en Strawford Street. No es ciertamen-
te un piso del estilo de lo que he tenido en
otros tiempos; pero, para el precio razona-
ble que pago a fuerza de ingeniármelas de un
modo o de otro, puede pasar, y, por lo me-
nos, es cien veces mejor que esto. Por lo de-
más, en esta última temporada, a pesar de
poner en juego todos los recursos, esto se va
poniendo duro y como más a menudo perros
calientes que pollo con gelatina. Empiezo a
ver asomar el día en que tendré que abando-
nar este último refugio potable para descen-
der un grado más en la escala social. Ahora
que la cosa ya no tiene importancia, puedo
incluso confesar que, prácticamente, estoy a
la cuarta pregunta.
De mi pasado esplendor sólo me queda
un traje, aunque impecable, como siempre
me han gustado; dos camisas, un poco deshi-
lachadas, de popelina de seda; un viejo y fiel
Lüger; Cecilia, una amiguita más joven que
fiel, de la que no me hubiera preocupado ha-
ce un lustro, y, por último, una ficha en Was-
hington, que ha venido a hacer casi imposi-
ble para mí toda operación importante. No
obstante, antes de esta vez, que me parece
definitiva, nunca he sido condenado. Mi tra-
bajo era muy cuidadoso, y los abogados te-

93
nían mucha más talla que hoy, y sabían pro-
ducir en el momento oportuno los testimo-
nios irrefutables de la presunta inocencia de
sus clientes.
Un sábado, me encuentro con Erle Bax-
ter. Cuando subía hacia el centro buscando
algún primo que me sacase del apuro, trope-
cé de repente con este amigo de los buenos
tiempos. Parece encontrarse en pleno auge
y me siento contento de haber podido con-
servar un aspecto digno, con mi único tra-
je. Después de las congratulaciones de cos-
tumbre y de los recuerdos de la antigua épo-
ca, me invita a comer con él. Acepto sin du-
darlo, una comida viene siempre bien cuando
no se sabe si uno va a cenar. Conozco bien a
Baxter y sé que rara vez es generoso sin mo-
tivo, por lo que me da en la nariz que puede
proporcionarme dinero y un collar de perlas
artificiales para Cecilia.
En el transcurso de una comida sobria,
pero nutritiva, me explica que trabaja de
nuevo en el sector con algunos amigos, sin
precisar cuáles, y que se ocupa, sobre todo, de
la importación de cigarrillos mejicanos pro-
cedentes del Canadá.
—A propósito —me pregunta—, ¿cono-
ces tú a Lou Bastiano?
Naturalmente que conozco a Bastiano,
uno de los más grandes traficantes de ma-

94
rihuana del sector. Vive en una casita de la
barriada más elegante, él solo, sin hacerse
acompañar siquiera por un guardia de corps
como en su gran época.
—Un poco —respondo—. Entonces,
¿trabajas tú también en el tea?
—No tiene importancia —. Baxter ha si-
do siempre discreto. Continúa, soñador:
—Es un tipo muy chic. Sólo que, en su
negocio, no toma bastantes precauciones.
Tengo miedo de que cualquier día le ocurra
algún accidente. Me daría mucha pena.
Me mira risueño guiñando un ojo, y lue-
go añade, cambiando de tono:
—Dime, Pete, parece que no estás muy
bien de perras en este momento. ¿Quieres
que te preste quinientos dólares? Ya me los
devolverás cuando puedas.
Tengo la impresión de sentirme trasla-
dado a los buenos viejos tiempos. Una ho-
ra más tarde, nos despedimos como buenos
amigos después de haber discutido varias co-
sas. En la situación en que estoy, por quinien-
tos green bucks merece la pena intentar mu-
chas locuras, sobre todo teniendo guardadas
las espaldas. Estoy completamente decidido
a que el pobre Lou Bastiano sea víctima de
un accidente.
Al volver tranquilamente a pie, estudio
el asunto y pongo las cosas en su punto. Hay

95
que vivir en la época presente y eliminar los
peligros al máximum. Empiezo por remitir-
me cuatrocientos noventa dólares a lista de
correos. Es inútil llevar de pronto mucho di-
nero encima. En el drugstore más cercano
a nuestra casa compro una botella bastan-
te grande de chianti. Es un vino de sabor es-
pecial y de color oscuro que me gusta bas-
tante. Compro también uno de esos tarros
de polvos contra el insomnio, siempre puede
ser útil, y vuelvo a casa sin olvidar el collar de
perlas artificiales y un surtido de cosas bue-
nas para comer o para beber.
Por una vez, Cecilia me acoge con ale-
gría. Eso me complace, pues ella constituye
una parte de mi coartada, y casi llego a sen-
tirme otra vez enamorado. Quiere que nos
sentemos en seguida a la mesa, el collar me
permite hacerla esperar hasta las nueve. Ha-
cemos entonces una verdadera cena de recién
casados; Cecilia charlando, riendo, y yo ex-
plicándole que seguramente voy a encontrar
un asunto interesante que nos permitirá vol-
ver a vivir bien.
Con la ayuda de una botella de viejo whis-
ky, ya la tengo casi borracha cuando destapo
la botella, envuelta en paja, de chianti. He
llenado nuestros dos vasos, cuando un ade-
mán torpe no sé si mío o de ella vierte uno
sobre mi pantalón. Es una catástrofe. Mi úni-

96
co pantalón... y ni la sal ni el agua que apli-
ca Cecilia serán capaces de borrar la horrible
mancha violeta.
—¡Bah! —digo—. Voy a mandarlo con
el sereno a la tintorería de al lado. En toda
la noche tendrán tiempo de arreglármelo, y
podré disponer de él mañana por la mañana.
Ahora, a dormir.
Como estaba previsto, Cecilia no es ca-
paz de irse a la cama por sus propios medios,
y mi traje de escocés, después de quitarme
los pantalones, le produce tanta risa que ni
siquiera se acuerda de proponérmelo. Enton-
ces la hago beber el célebre chianti, cuidan-
do de echar en la bebida grandes dosis de esos
polvos que producen un sueño recalcitran-
te. Unos minutos más tarde, con la mezcla
de la borrachera, el chianti y los polvos, se
queda dormida con un sueño comatoso. No
existe ningún peligro de que se despierte an-
tes de mi vuelta a casa, y podrá jurar de bue-
na fe que no la he abandonado en toda la no-
che. Además, nunca se ha visto a un asesi-
no pasearse por la ciudad en paños menores.
La desnudo como puedo, la acuesto y la ta-
po dándole un beso en la frente. Mi trabajo
empieza ahora.
A las diez, llamo al sereno. Es un buen
hombre, dispuesto siempre a hacer un servi-
cio por medio dólar. Él también podrá jurar

97
que no he abandonado mi habitación, y sa-
be cómo ando de indumentaria. Le explico
lo que me ha ocurrido y le expongo mis de-
seos, ya que no quiero despertar a mi amiga.
Sin dudarlo, coge el pantalón y los cincuen-
ta centavos y se va tranquilamente hacia
las escaleras. Aún no se ha cerrado la puer-
ta, cuando recupero del paragüero el paque-
te que contiene el mono comprado en un al-
macén del centro, me lo pongo en un mo-
mento y echo a andar detrás del sereno sin
olvidarme de meter en el bolsillo de delante,
como un canguro, el Lüger, que hace su últi-
mo viaje. No volverá conmigo. Hoy identifi-
can demasiado fácilmente las armas por los
proyectiles.
Tengo la suerte de no encontrar a nadie
al bajar los dos pisos y atravesar el hall. És-
te es el único punto arriesgado de mi plan,
y la suerte me sonríe. Sé que, como recade-
ro concienzudo, el sereno nunca espera para
hacer los encargos que le confían. He salido
sin ser visto, basta con entrar lo mismo, y mi
coartada quedará a prueba de bombas. Aho-
ra bien, a las cuatro de la mañana, como ca-
da dos horas, el sereno hará su ronda. En es-
te momento, no habrá ningún peligro de en-
cuentros, será suficiente que lo siga y que en-
tre tranquilamente en mi casa, mientras él
pasea por los pisos superiores (siempre em-

98
pieza por estos y visita los pasillos al bajar).
Hago el trayecto hasta casa de Lou Bas-
tiano andando. Tardaré cerca de una hora y
media, pero estoy seguro de que un obrero
con mono pasará inadvertido por las calles,
sea la hora que sea. A las doce y diez, he al-
canzado mi objetivo. Todo está en sombras,
todo parece dormir. Erle Baxter me ha indi-
cado la manera de llamar para poder entrar.
Lou mismo me abre sin armas en la mano. Ya
no se mata en Chicago, por lo menos no tan-
to como antes.
—¿Eres tú, Pete? —me dice muy extra-
ñado— ¿Qué quieres?
—Me envía Erle, he aparcado la camio-
neta en la esquina —Esto para explicar mi
vestimenta anormal—. Trabajo ahora para
él; vengo a buscar los paquetes de tea que ha
encargado.
Confiado, Lou vuelve a cerrar la puerta
y va delante guiándome. Un Lüger con silen-
ciador no hace mucho ruido y me llamaban
One Shot.
Salgo tranquilamente, volviendo a cerrar
con cuidado la puerta. Todo está tranquilo.
Por el camino tiro el silenciador en una alcan-
tarilla; la pistola, en otra. A las cuatro menos
cinco, me encuentro en el hotel con el tiempo
justo para ver al sereno, esclavo de su consig-
na, empezar a subir las escaleras. A las cua-

99
tro estoy en el sótano metiendo el mono en
la caldera, encendida como un infierno. Na-
die me ve subir a mi piso un tanto ligero de
ropa. A las cuatro y cinco cierro suavemente
la puerta al mismo tiempo que oigo al sereno
volver a bajar del cuarto al tercero. He logra-
do lo que quería: una coartada perfecta.
Naturalmente me preguntaréis que có-
mo con una coartada realizada tan cuidado-
samente llego al triste momento de hacerme
tostar dentro de tres días en presencia de al-
tas personalidades del Estado y de periodis-
tas. Es que, justamente, el sereno juró que
yo no había abandonado la habitación en to-
da la noche, habiéndolo probado de un mo-
do absoluto mi único pantalón. Y no sé na-
da de las drogas vendidas por los drugstores.
Cuando volví a casa, Cecilia estaba muerta,
envenenada, desde hacía por lo menos cin-
co horas.

De Selecciones Ellery Queen de crimen y misterio.


Empresa Editora Zig-Zag, S. A. , Santiago de
Chile, 1967. Sin referencia de traducción.

100
El señor Truefitt, detective
Milward Kennedy
MILWARD E. KENNEDY BURGE (1894-
1968). Escritor inglés, maestro ante todo del re-
lato corto detectivesco. Entre sus libros se cuen-
tan Asesinato superfluo, El fin de un juez, El ca-
dáver en el frigorífico. Fue cofundador de una
asociación de autores policíacos llamada The
detection club. Utilizó también el seudónimo
de Evelyn Elder.
El diminuto señor Truefitt contó su his-
toria:
A las 11:15, como todos los sábados, si el
tiempo no lo impedía, volvía andando a su
casa después de haber cenado en la de su cu-
ñada. Aunque el tiempo era bueno, los cami-
nos estaban enfangados. Al llegar a la carre-
tera de Beechwood vio, no muy claramente,
pues les debían separar unas veinte yardas,
a un hombre caminando en su misma direc-
ción. Cuando aquel hombre alcanzó la en-
trada de una vereda lateral (barrizal más que
camino), que se perdía en el bosque, Truefitt
oyó un grito y después lo vio doblar bambo-
leándose la esquina, y luego retroceder; pa-
recía estar luchando, pero Truefitt no pudo
distinguir contra quién. Un instante después
había caído cuan largo era sobre la calzada.
Truefitt corrió. La carretera y la vereda,
negras como el carbón bajo los árboles, es-

103
taban desiertas. Sólo vio al hombre, que se
quejaba, pero parecía hallarse inconsciente;
Truefitt se arrodilló junto a él. “¿Qué pasa?”
preguntó una voz. Levantando la vista, True-
fitt divisó la silueta de un hombre, enmarca-
da por el umbral de la puerta de una casa si-
tuada al otro lado de la carretera. En pocas
palabras le explicó lo ocurrido. “Mejor será
traerlo aquí. Soy médico”.
Truefitt recordó que, casi al final de la
carretera de Beechwood, había que pasar por
delante de una casa con la placa de latón de
un médico. El médico... “¡Ah, sí! Willets”, se
le acercó y, después de un rápido examen,
ayudó a trasladar al hombre hasta la casa y a
depositarlo en la sala de curas.
—Donde sigue todavía —lo interrumpió
el inspector.
—El doctor me indicó el teléfono —con-
tinuó Truefitt—. Lo dejé cuidando del heri-
do, quien evidentemente se encontraba en
muy mal estado. ¡Ah, sí! Cuando lo examinó
en la carretera, dijo: “¡Santo Dios! Es Over-
bury”.
—¿Qué más, señor?
—“En la central telefónica parecen haber-
se dormido todos” —dije gritando a Willets—
. “¡Ah! Lo había olvidado por completo”, me
dijo él a su vez, “la línea no funciona”. Des-
pués llamó a voces a alguien que estaba arri-

104
ba. Me había imaginado que el médico se ha-
llaba solo y quedé sorprendido cuando vi ba-
jar al señor Tribe. No lo conocía tampoco.
Willets lo mandó a llamar a la policía, pero a
mí me hizo quedarme. Volvimos a la sala de
curas. El hombre parecía estar mucho peor.
Ahora podía verlo más claramente. Le habían
quitado el abrigo y la bufanda llenos de ba-
rro y le habían lavado la cara. Era otro desco-
nocido. Desde luego nunca olvidaré su barba
roja. Mientras esperábamos a que usted lle-
gase, murió. El doctor dijo que tenía el crá-
neo fracturado, aunque la piel no presenta-
ba ningún corte.
Se produjo una pausa.
—Gracias, señor Truefitt —El inspec-
tor cerró su libro de notas—. Esto quiere de-
cir que habrá que registrar los bosques. Pe-
ro resulta extraño que no trataran de robar
a Overbury; la agresión se hizo cerca de esta
casa; no se tomaron ni la molestia de asegu-
rarse de que nadie los viera.
Miró a Truefitt con cierta desconfianza.
Hacía poco que se había instalado en la ve-
cindad, pero estaba comprobado que regular-
mente pasaba por allí todos los sábados hacia
la misma hora. Aparentemente era un indi-
viduo muy respetable, pero nunca se sabía...
Le pareció leer en la expresión de Truefitt que
quería decir algo más.

105
—¿Se le ocurre alguna idea? —le preguntó.
Truefitt bajó el tono de su voz.
—Acaso —contestó—. Pero, en primer lu-
gar, ¿no dijeron el doctor y Tribe que habían
visto a Overbury horas antes, por la tarde?
—Sí. Los tres habían estado jugando al
bridge con el señor Amor, el actor. Se separa-
ron de él momentos antes de las 11. El señor
Tribe condujo hasta aquí al doctor Willets en
su auto. El señor Overbury prefirió venir a
pie, pero les prometió reunirse con ellos para
tomar unas copas más.
—Bien temprano para dejar de jugar —
sugirió Truefitt.
El inspector frunció el ceño.
—Quiero decir que es extraño que deja-
ran el juego y se trasladaran aquí para tomar
unas copas. Generalmente a los actores les
gusta acostarse tarde. Pero... lo que más me
asombró fueron los zapatos de Overbury.
—¿Los zapatos? Son nuevos, desde lue-
go, pero...
—Más que nuevos es que están limpios.
La chistera había rodado por el barro; la bu-
fanda y el abrigo, asquerosos. ¿Por qué esta-
ban limpios los zapatos? Y, sin embargo, el
sofá en que echaron primero al muerto que-
dó sucio del barro de los zapatos.
El inspector sonrió.

106
—¿Para qué iba nadie a mudarlo de zapa-
tos? —preguntó—¿Y cuándo?
—Estuve siglos enteros tratando de tele-
fonear —repuso Truefitt.
—¿Cree usted que el médico los cambió?
Truefitt se encogió de hombros.
—Es curioso que se hubiera olvidado de
que el teléfono estaba averiado —comentó.
—No lo entiendo.
La voz del inspector denotaba impaciencia.
—¿Y qué pasó en el bridge? —continuó
Truefitt inalterable—¿Quién ganó? ¿A cuán-
to se jugaba?
—¿Quiere saberlo de verdad? Muy bien,
se lo preguntaré al doctor.
Truefitt se quedó solo, engolfado en sus
pensamientos. Pero el inspector regresó muy
pronto, sonriendo bonachón.
—Felizmente no lo traicioné. Ganaron
Overbury y Tribe. Unos chelines... once che-
lines y seis peniques, para ser exactos. Sólo
jugaban a un chelín los cien puntos.
—Es curioso que no llevara monedas de
plata en el bolsillo; sólo seis libras en bille-
tes. Supongo que se le ocurriría llevar suelto
el cambio de una libra, es decir, nueve che-
lines y seis peniques. También tenía un li-
bro de cheques, pero las matrices no esta-
ban rellenadas. ¿Era tan rico como para no
preocuparse?

107
—Parece que usted lo observa todo... Era
rico, efectivamente, pero en cuanto al cambio
exacto... ¿por qué no?
—Ya lo sé, pero...
—vamos, señor Truefitt, ¿dónde quiere ir
a parar? ¿Sugiere usted que Tribe agredió a
Overbury desde la vereda y luego llegó has-
ta aquí dando un rodeo? ¡Cómo estarían los
zapatos del señor Tribe...! El barro le llegaría
a las rodillas.
—Tenía una mota de barro a la altura de
la rodilla.
—¿Una mota? Esa vereda...
—Ya sé. Era más bien como si se hubiera
resbalado... Acaso en las escaleras. Claro que
salió disparado a llamar a la policía.
—Entonces, su teoría de nada nos sirve.
¿Y sus pantalones y los del doctor...?
—Nos arrodillamos en la carretera. Pero
ésa no es mi teoría, sino lo que usted supone
que creo, inspector. Y en realidad pienso en
algo muy distinto. El doctor Willets... Hace
poco que vivo aquí, pero me extraña no ha-
ber oído hablar nunca de él. ¿Tiene mucha
clientela?
—No —el inspector frunció de nuevo el
ceño, preguntándose si debía seguir perdiendo
así su tiempo—. No empezó a ejercer aquí has-
ta hace dos años, pero... Bueno, no hay toda-
vía bastante campo para un tercer médico.

108
—¿Qué es Tribe?
—Corredor de bolsa. Lo sé porque una
vez me dio un consejo sobre unos valores de
caucho. Felizmente no lo seguí.
El señor Truefitt sonrió con suavidad.
—De Amor ya sé algo —comentó—. Un
buen actor, pero bebe demasiado. No se pue-
de confiar en él; por eso no le encargan pa-
peles.
—¿No querrá sugerir que los tres...?
El inspector lo miraba asombrado.
—Deje aquí a un par de agentes, inspec-
tor, y condúzcame a casa de Amor.
Evidentemente había logrado causar im-
presión, pues no tuvo que insistir mucho pa-
ra que el inspector aceptase.
—La idea es ésta... —empezaba Truefitt
a decir cuando llegaron frente a la casa del
señor Amor. Calló mientras el inspector pul-
saba varias veces el timbre, hasta lograr des-
pertar a los habitantes. Por ello, a la idea se
anticipó la aparición de un criado adormila-
do. ¿Estaba el señor Amor acostado? Bue-
no, quizá les bastara con interrogarle a él.
¿Había presenciado la salida de los invitados
del señor Amor? ¿Sí? ¿Había visto al doc-
tor Willets y al señor Tribe en el coche? ¡Ah!
¿El doctor conducía y el señor Tribe iba me-
dio dormido en el asiento de atrás? ¿El señor
Amor había dicho que el doctor hacía bien

109
en no confiar en el señor Tribe como con-
ductor después de tantos whiskies? ¿Y el se-
ñor Overbury? ¿Seguro que estaba de pie al
otro lado del auto y contestó que no confia-
ba en ninguno de los dos y prefería ir a pie?
¡Ah! la barba roja.
El inspector estaba preocupado. Así, pues,
el médico era quien había conducido. ¿Habría
sido la conversación acerca de los whiskies só-
lo una broma? Y, sin embargo, Overbury fue
a pie. Pero Tribe y Willets parecían bastante
sobrios. ¿Sería esto efecto de la impresión?
—Hemos de ver al propio señor Amor —
decidió.
El criado, aunque con desgana, les permi-
tió esperar en el salón. Sobre la mesa de jue-
go estaban todavía la baraja y unos cuadernos
para anotar los tantos; cuatro sillas, ceniceros
repletos; bebidas, en una mesa auxiliar...
—Todo parece bastante normal —comen-
tó el inspector. Pero Truefitt estaba estudian-
do los cuadernos.
—Han arrancado las hojas de todas las ju-
gadas —dijo—. Ni siquiera quedan las hue-
llas de las cifras escritas. Esto quiere decir que
han arrancado más de una hoja. Pero espere;
alguien ha apretado con el lápiz aquí...
—Es sólo una línea horizontal.
—Una línea, un juego, inspector. ¿No ter-
minarían la mano?

110
Hizo pasar las dos barajas entre sus de-
dos y sonrió.
—¿Conque Overbury era muy rico, ¿eh?
Me hubiera gustado jugar con él con estas
cartas. Bueno, inspector, todo sucedió aquí.
—¿Cree usted que lo mataron aquí?
—Aquí lo golpearon. Supongo que des-
cubrió lo de las cartas. Murió en la sala de
curas.
—¿Cómo hubiera podido andar todo ese
camino? Además, el doctor estaba aquí.
—Piense, hombre. Overbury estaba in-
consciente, agonizante. Willets lo sabía. Él y
Tribe lo llevaron a la sala de curas. ¡Bah! Tribe
hizo como si se fuera andando; recorrería sin
duda la alameda. Tribe, con una barba que le
facilitó su amigo, el actor. Tribe salió de nue-
vo solo para dejarse caer tan artísticamente
y ser conducido a la sala de curas. Mi papel
era el de presenciar la “agresión” y la muerte,
a varias millas de la casa de Amor. Me entre-
tuvieron con el teléfono mientras cambiaban
el “herido”, pero no los zapatos.
—¡Los tres! —el inspector parecía con-
vencido, aunque asombrado— Pero, ¿cuál de
ellos lo heriría? Aunque no importa...
Se oyó un sordo estampido al otro la-
do de la puerta; el inspector se volvió rápi-
damente.

111
—Ahora los otros dos jurarán que fue
Amor —dijo el señor Truefitt.

De Antología de cuentos policiales. Selección de


Javier Lasso de la Vega. Editorial Labor, S. A.
Barcelona, 1967.

112
El pasado muerto
Al Nussbaum
AL NUSSBAUM (1934-1999). Norteamerica-
no, autor de numerosas novelas y relatos poli-
ciales. Colaboró asiduamente en las más presti-
giosas revistas del género en su país. Su relato
Collision se hizo acreedor al célebre Elgar Prize
para la especialidad.
Cuando llegó a la tumba, Felix Kurtz se
sentó en una lápida y lanzó una maldición.
A los ochenta y cinco años, la edad no había
disminuido su capacidad de desatar un ver-
dadero torrente de imaginativos y profanos
insultos; pero eso no le sirvió para detener
el temblor de sus piernas, o para remediar
su falta de aliento, que eran precisamente la
causa de su ira. Sólo su propia debilidad po-
día enfurecerle más que el fracaso de los de-
más. La suya era una mente activa e impa-
ciente, atrapada en un cuerpo ya incapaz de
satisfacer sus exigencias, y a Felix Kurtz no
le agradaban los recordatorios de esa situa-
ción.
Cincuenta años, había pasado medio si-
glo desde el día del funeral. No había puesto
el pie en el cementerio en todo ese tiempo,
pero no tuvo ninguna dificultad para hallar
la tumba cubierta de malezas, con su lápida

115
manchada por el paso del tiempo. Cuando
una vida se ha construido sobre una sucesión
de éxitos, cada fracaso se vuelve memorable.
Siempre había asociado a Kurtzville, el pue-
blo fundado por su abuelo, con aquel tem-
prano fracaso, más que con los inmensos be-
neficios que la venta de carbón había produ-
cido durante las dos guerras mundiales. De-
bido a ello, él se había sentido feliz cuando
la disminución de los beneficios le obligó a
cerrar las minas a finales de la década de los
cuarenta, y trasladar sus oficinas centrales a
Pittsburgh. Ahora, Kurtzville era el equiva-
lente en Pensilvania de los viejos pueblos fan-
tasmas del lejano oeste, y él había regresado
para llevarse a uno de sus habitantes.
Naturalmente, podía haber delegado el
trabajo de supervisar el nuevo entierro a al-
guno de los muchos vicepresidentes de sus
numerosas compañías. O podía no haber em-
prendido ninguna acción. El estado se habría
encargado de trasladar la sepultura, junto a
las de todos los demás, lejos del camino que
seguiría la nueva autopista. Lo absurdo de su
presencia en ese lugar no se le escapaba, pero
tampoco le preocupaba. Ya había pasado de-
masiado tiempo desde la época en que se con-
sideraba un ser racional. Sabía que las emo-
ciones de cualquier signo siempre habían go-
bernado sus acciones y reacciones. Sólo des-

116
pués de haber tomado una decisión, o de haber
emprendido una acción cualquiera, Felix Kur-
tz buscaba las razones que las habían moti-
vado. En este caso, no tenía ninguna razón;
simplemente quería estar presente.
Un camión con remolque, equipado con
un montacargas y una grúa, entró por las he-
rrumbradas puertas del cementerio y se acer-
có traqueteando hacia Kurtz por el camino
de grava. Cuando pasó junto a la limusina
negra donde esperaba el chofer de Kurtz, el
hombre levantó rápidamente la ventanilla
para que no entrasen el polvo y las pequeñas
piedras que el camión despedía a su paso. Se
detuvo cerca de la tumba.
Tres obreros bajaron de la cabina. Mien-
tras dos de ellos se ocupaban de buscar picos
y palas del compartimiento que había detrás
de la cabina, el tercero se aproximó a Kurtz.
—¿Señor Kurtz? —preguntó—. ¿Cuál es
la tumba?
Kurtz señaló la tumba y los otros dos
hombres se acercaron y dejaron caer sus he-
rramientas con estrépito.
El primer hombre se puso en cuclillas jun-
to a la lápida y pasó la mano sobre las fechas.
—Después de todo este tiempo no creo
que quede mucho —dijo.
—Se equivoca —dijo Kurtz contradicién-
dolo—. El ataúd era de acero de la fundición

117
del pueblo. Se necesitaron seis hombres pa-
ra cargarlo.
—De cualquier manera, esto nos llevará
tiempo, señor. Si quiere quedarse dentro del
coche, yo le llamaré cuando estemos prepa-
rados para izarlo con la grúa.
—Que no les lleve todo el día, yo les pa-
go por hora —dijo Kurtz y se volvió hacia la
limusina.
Desde la ventana de su despacho que mi-
raba hacia la entrada principal de la mina, Fe-
lix Kurtz observó que Myron Shay se ajusta-
ba la corbata con dedos nerviosos mientras
le explicaba algo a uno de los policías de la
compañía. Las explicaciones eran innecesa-
rias. Todo el mundo en el pueblo sabía del
artista que había llegado desde un periódico
de Washington D. C. Para hacer algunos di-
bujos durante el último derrumbe. También
sabían que Kurtz le había contratado, apar-
tándole de sus tareas en el periódico, con el
pretexto de pintar un retrato de su hermana
Emily, evitando por lo tanto una publicidad
que podría haber resultado en una legislación
que obligara a costosas medidas de seguridad
en las minas.
Unos minutos más tarde un empleado,
llevando respetuosamente su visera en la ma-
no, llegó para decirle que Myron Shay esta-
ba abajo. Kurtz le dijo que le hiciera subir.

118
Se sentía feliz por la buena suerte, cualquie-
ra fuese su causa, que había traído a Myron
Shay hasta él cuando estaba a punto de man-
darle a llamar.
Myron Shay tenía aproximadamente
veinticinco años. Diez años más joven que
Felix Kurtz, y sus diferencias eran muy gran-
des. Kurtz era alto, de sólida contextura, y
prefería los trajes oscuros, muy útiles para
sus viajes al fondo de las minas. Shay era de
estructura débil, inclinado a llevar colores
marrones claros y azules y polainas cortas,
amarillo brillantes, de caballero. Kurtz pei-
naba su negra cabellera hacia atrás y gastaba
un gran bigote cuyos extremos se veían en-
cerados y rígidos, mientras que el pelo rubio
de Shay estaba partido al medio y su rostro
sonrosado parecía no necesitar la ayuda de
una hoja de afeitar.
—Pensé que era usted un artista consu-
mado —dijo Kurtz, tomando la iniciativa—
. Creí que había dicho que podía trabajar en
cualquier medio.
Shay se detuvo frente al escritorio de
ébano de Kurtz y cambió el peso del cuerpo
de un pie al otro.
—Sí, señor... arcilla, piedra, óleo, carbo-
nilla...
—¿Es normal que demore un mes en pin-
tar un pequeño retrato?

119
—Bueno, señor, yo...
—No importa, no importa —Kurtz le
indicó que se callara con un gesto de impa-
ciencia—. No pienso pagar por sus servicios
a menos que sean completamente satisfacto-
rios para el viernes de esta semana—. El artis-
ta del periódico ya no representaba una ame-
naza para él, pero Kurtz quería librarse de él
antes de que algo sucediera y alterara la si-
tuación.
—Oh, no pienso cobrarle por el trabajo,
señor —dijo Myron Shay.
Kurtz frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
Shay movió nerviosamente las manos,
como lo haría un hombre que se ve obligado
a hablar cuando está acostumbrado a expre-
sarse de otras formas.
—Su hermana y yo... Emily y yo estamos
enamorados. Queremos casarnos. Yo... he ve-
nido a pedir su consentimiento.
Kurtz se echó a reír, luego se puso de pie
y dio la vuelta al escritorio.
—¿Usted quiere casarse con mi hermana?
—Sí, señor. Yo la amo y...
—¿Usted la ama? ¿Cree acaso que es el
primer hombre que simula estar interesado
por ella simplemente porque es mi herma-
na? Bien, permítame que sea el primero en
informarle que ella es menor de edad y que

120
no tiene ningún bien propio. Y sólo porque
le he contratado para que pinte su retrato, no
crea que ignoro lo fea que es.
—¡Señor! Emily no es una muchacha
que carezca de atractivos, y además es un ser
humano cariñoso y sensible.
—¡Basta de estupideces! Mi hermana no
va a atarse a ningún oportunista de segun-
da categoría. Supongo que piensa que voy a
ofrecerle dinero para que se mantenga aleja-
do de ella. Se equivoca. Yo soy el dueño de
este pueblo y de todo lo que hay en él. Na-
da sucede aquí sin mi consentimiento y mi
aprobación.
Kurtz se adelantó súbitamente y cogió
las muñecas de Shay con cada una de sus po-
derosas manos.
—Usted está amenazando algo que me
pertenece, de modo que haré lo mismo con
usted .—Levantó los brazos hasta que los
largos dedos de Shay le rozaron el rostro—.
Tiene quince minutos para regresar al desván
que utiliza como estudio, recoger sus cosas y
largarse del pueblo. Si no lo hace, convertiré
estos dedos en carne de embutido.
Para enfatizar sus palabras, Kurtz hizo
girar al joven y lo llevó a empellones a tra-
vés de la habitación, deteniéndose sólo para
abrir la puerta. Con el rostro lívido, Shay pa-
só junto a los empleados que cuchicheaban

121
en sus escritorios y abandonó las oficinas de
la mina sin volver la vista atrás.
Kurtz se dirigió hacia uno de sus emplea-
dos y le dijo:
—Llame a la señorita Kurtz. Dígale que
venga ahora mismo.
El hombre regresó a los pocos minutos.
—La señorita no está en su casa, señor
Kurtz. La doncella me ha dicho que ha ido a
posar para su retrato.
Kurtz cogió el sombrero y abandonó la ofi-
cina, golpeándose el costado con el sombrero
como si fuera un jinete de carreras.
—Volveré más tarde —dijo por encima
del hombro, y bajó los escalones de dos en
dos. Se detuvo en la puerta principal para or-
denarle a dos policías de la compañía que le
acompañasen y luego hizo un gesto hacia su
sedán. Kurtz subió al asiento delantero con
el chofer y los dos policías ocuparon el asien-
to posterior.
Cuando llegaron a la calle donde estaba
situado el estudio del artista alcanzaron a ver
que Emily y Shay abandonaban el bordillo en
un coche descubierto. Shay volvió la cabeza
y luego aceleró.
—¡Debemos detenerles! ¡Intercéptales el
paso! —gritó Kurtz al chofer.
El hombre pisó el acelerador a fondo, pero
el enorme sedán era incapaz de superar al pe-

122
queño convertible. Los dos coches recorrieron
a toda velocidad las calles empedradas y Kurtz
golpeaba el salpicadero con ambos puños.
—¡Detenedles! —gritaba—. ¡Detenedles!
El estampido de dos disparos de pistola
se escuchó nítidamente por encima del ru-
gido de los motores. Kurtz se volvió asom-
brado y vio que uno de los policías disparaba
por la ventanilla del sedán con medio cuerpo
fuera del coche. Delante de ellos, el pequeño
convertible viró bruscamente, luego redujo
la velocidad y, finalmente, se detuvo.
El chofer de Kurtz frenó detrás del con-
vertible y los cuatro hombres corrieron hacia
el pequeño vehículo. Encontraron a Myron
Shay acunando a Emily en sus brazos mien-
tras una mancha roja crecía rápidamente en
su vestido.
Más tarde, en el hospital de la compa-
ñía, el Dr. Moreau salió de la habitación pri-
vada y cerró silenciosamente la puerta detrás
de él, con la expresión casi oculta en un ros-
tro ya profundamente grabado por el tiem-
po. Tanto Kurtz como Shay dieron algunos
pasos hacia él, pero el médico clavó sus ojos
inyectados en sangre en el joven y le habló,
ignorando a Kurtz. Intercambiaron unas po-
cas palabras en francés, luego el anciano mé-
dico palmeó a Shay en un hombro y el joven
se dirigió hacia la puerta de la habitación.

123
Kurtz hizo un movimiento para seguirle
pero el médico se interpuso.
—¿Cómo sucedió? —preguntó en inglés.
Kurtz se humedeció los labios.
—Un accidente... una lamentable equivo-
cación. Emily huía con ese... ¡ese artista! Yo in-
tentaba detenerles y uno de mis policías pen-
só que se había cometido algún delito.
—Supongo que era el joven Shay quien
debía sufrir el accidente... como los otros jó-
venes que usted ha golpeado cuando demos-
traron algún interés en su hermana —dijo se-
camente el anciano médico.
El shock se le estaba pasando y a Kurtz no
le gustaba que sus subordinados le replicaran.
—Escúcheme, viejo borracho, no me ven-
ga con sermones. Le di un trabajo cuando na-
die lo hubiese hecho. —No mencionó que le
pagaba mucho menos de lo que hubiese teni-
do que pagarle a otro médico—. En este pue-
blo usted sólo tiene dos trabajos, cuidar de los
enfermos y enterrar a los muertos. Limítese a
sus tareas de médico-funerario, nada más.
—Sí, señor —dijo el médico humildemen-
te, pero sus ojos despedían chispas.
—Muy bien. Veo que nos entendemos.
Ahora, ¿cómo es que usted y Shay son tan
amigos? ¿Acaso él también es extranjero?
—Ha estudiado en París y habla francés
—explicó Moreau—. Nos conocimos cuando

124
él llegó al pueblo y descubrimos que teníamos
afinidades en común.
Kurtz observó la enrojecida nariz del médico.
—¿Afinidades en común? ¿Como cuá-
les... whisky y gin?
—Ajedrez y conversación —dijo el médi-
co—. El idioma francés es muy conveniente
para hablar de arte y literatura.
Kurtz agitó un dedo debajo de la nariz
del médico.
—¿Cómo está su inglés para hablar de
medicina? ¿Cuál es el estado de mi hermana?
¿Cuándo podrá abandonar este hospital?
—El proyectil atravesó el asiento antes
de herirla. No penetró muy profundamente
y, aparentemente, ningún órgano vital se ha
visto afectado, pero ha perdido gran cantidad
de sangre —dijo el médico—. Yo no aconseja-
ría que la moviese de aquí al menos durante
una semana. Debe hacer reposo absoluto... y
no debe excitarse. Luego, si no se presentan
complicaciones... —Alzó una mano con la
palma hacia arriba en un gesto significativo.
Kurtz se tranquilizó.
—Está bien, doctor, pero le aconsejo que
permanezca sobrio.
El médico se puso rígido.
—Nunca bebo cuando debo tratar a un
paciente.
—Cumpla con esa regla —dijo Kurtz.

125
Los días que siguieron fueron muy desdi-
chados para Felix Kurtz. Era obvio que las no-
ticias del accidente sufrido por Emily se habían
difundido por todo el pueblo. Todo el mundo
sabía que había sufrido su primer fracaso... el
artista no se había marchado. Toda vez que
Kurtz volvía la cabeza de forma súbita, sor-
prendía a la gente riéndose de él, y los grupos
de mineros callaban cuando él aparecía. Kur-
tz sabía que sus empleados le odiaban, pero
le sorprendió descubrir que el accidente de su
hermana era una fuente de diversión debido
a la preocupación que le causaba.
A Kurtz no le gustaba que se rieran de él,
pero por el momento se sentía incapaz de re-
mediarlo. Emily estaba demasiado débil para
abandonar el hospital y Myron Shay se había
trasladado virtualmente al hospital para es-
tar cerca de ella. Kurtz se vio obligado a pos-
tergar sus esfuerzos por romper ese romance
hasta que la muchacha se repusiera. Entonces
vería por cuánto tiempo seguiría siendo obje-
to del ridículo. Mientras tanto, las miradas de
temor que recibió de la joven pareja durante
sus diarias visitas al hospital hicieron que su
humillación fuese mayor. Tanto él como ellos
sabían que sus días estaban contados.
Y entonces sucedió lo inesperado. Diez
días después del accidente, Kurtz fue llama-
do al hospital. Se encontró con un Dr. Mo-

126
reau de rostro pétreo quien le informó que
Emily había muerto durante la noche. Kur-
tz levantó la sábana y miró el cuerpo inmó-
vil durante un instante; luego, sin demostrar
ninguna emoción, ordenó al Dr. Moreau que
se encargara del funeral.
—¡Señor Kurtz! ¡Señor Kurtz! —Era la
voz del chofer y Kurtz despertó al sentir que
el hombre le sacudía un brazo—. Ya están lis-
tos para izar el ataúd.
—No grites, pedazo de tonto. Sólo esta-
ba descansando los ojos.
Bajó del coche y se reunió con los hom-
bres que estaban junto a la tumba abierta.
El camión estaba detrás de la fosa y unas
pesadas cadenas habían sido aseguradas al
sólido ataúd preparándolo para izarlo al re-
molque. Dos de los hombres estaban listos
para accionar la grúa mientras el otro guiaría
los movimientos del ataúd.
—Bien, ¿a qué esperáis? Adelante con
ello. El tiempo es dinero. Y tened cuidado...
eso es muy pesado.
—No tanto como lo era —dijo el hom-
bre—. En la tumba hay un montón de he-
rrumbre, no debe haber quedado más que
una delgada hoja de metal.
El hombre agitó la mano y la grúa co-
menzó a girar, izando la caja con la cadena.
Entonces la masa roja del ataúd de acero sa-

127
lió a la superficie y osciló suavemente mien-
tras el hombre en tierra lo sujetaba con una
mano. De pronto, un costado de la fosa se
derrumbó bajo el peso de una de las ruedas
del camión. Cuando la rueda se deslizó ha-
cia abajo, el camión se ladeó haciendo que
el ataúd cayera sobre un costado y chocara
contra una lápida y, finalmente se estrella-
ra en la tierra.
Los hombres que estaban en el camión
se colgaron de la grúa y miraron asombrados
hacia el ataúd. Kurtz se acercó y echó un vis-
tazo. Una sección de la tapa se había roto, re-
velando la postrada figura de una muchacha
vestida con el cuello alto y las mangas lar-
gas de la moda de hacía medio siglo. Una de
las orejas había sido dañada por un trozo de
la tapa y Kurtz la tocó con dedos tembloro-
sos. La oreja de cera, como todo el resto de las
falsas y delicadas facciones, había sido cons-
truida con amoroso cuidado por las sensibles
manos de un artista.

De Hitchcock presenta. Historias para leer con


sangre fría. Ed. Círculo de Lectores, S. A. Bogotá,
1984. Traducción de Gerardo di Masso.

128
Epílogo:
Turno para el lector
Y ahora, lector, como cierre de esta colec-
ción de relatos, le proponemos un pequeño
enigma, para que también usted pueda ejer-
citar su capacidad deductiva.
Hallará la solución del enigma en la pági-
na siguiente. Pero no se apresure a consultar-
la, si no quiere privarse del placer de hallarla
por usted mismo.
Adelante:
Es de noche.
Un viajero cruza la frontera de un extra-
ño país, en el cual, y el viajero bien lo sabe, las
personas de raza negra dicen siempre la ver-
dad, y los blancos siempre mienten. Se trata
de un hecho comprobado e irrefutable.

131
Un grupo de tres hombres avanza desde
lejos hacia el recién llegado. Éste, porque las
sombras de la noche le impiden verlos con
claridad, grita:
—¿Son ustedes blancos, o negros?
El primero responde algo que, dada la
distancia que aún lo separa de ellos, el viaje-
ro no logra interpretar. Pero unos segundos
después, cuando el grupo está ya más cerca,
el segundo hombre habla, y su voz se escu-
cha con toda nitidez:
—Te oímos desde el comienzo. Mi com-
pañero te respondió que era negro, y es ver-
dad. Yo también soy negro. El tercero de no-
sotros es blanco.
Pero éste se apresura a exclamar:
—No, no es así. Ellos dos son blancos, y
yo soy negro.
El viajero medita un momento, y des-
pués sonríe complacido. Pues, gracias a un
ejercicio de raciocinio, ha descubierto de qué
color es cada uno de aquellos hombres.
Y ahora es el turno de que lo descubra us-
ted, lector. Pero recuerde. No basta con dar
simplemente la respuesta (podría acertar por
simple casualidad, y no es esto lo que se pre-
tende). Lo importante es que sepa decir la
exacta y lógica deducción que lo ha llevado
a ella.
Tómese su tiempo. Y suerte.

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SOLUCIÓN
El primer hombre dijo algo algo que el
viajero no oyó. Pero, atención: por fuerza,
sus palabras tuvieron que ser “Soy negro”.
Si lo era, porque los negros siempre son ve-
races. Si, por el contrario, era blanco, por-
que los blancos siempre mienten. El segundo
hombre afirmó: “Mi compañero dijo que es
negro”. Como así fue, en efecto, este segundo
hombre dijo una verdad, y a partir de ese mo-
mento puede creérsele todo cuanto dijo des-
pués: “... y es verdad. Yo también soy negro.
El tercero de nosotros es blanco”. Resulta en-
tonces claro que el tercer hombre, al desmen-
tirlo, está mintiendo.
Así, pues: los dos primeros hombres son
negros, el tercero es blanco.

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