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Libros de la serie
RECUPERANDO EL EVANGELIO

EL PODER & EL MENSAJE DEL EVANGELIO

EL LLAMADO DEL EVANGELIO & LA VERDADERA


CONVERSIÓN

LA SEGURIDAD & LAS ADVERTENCIAS DEL EVANGE-


LIO
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EL PODER & EL MENSAJE DEL EVANGELIO / por Paul Was-

her

© Paul Washer 2016, publicado en español por Poiema Publi-

caciones & Reformation Heritage Books. Traducido con el de-


bido permiso del libro The Gospel’s Power and Message © Paul

Washer 2012 publicado por Reformation Heritage Books.

Las citas bíblicas han sido tomadas de La Santa Biblia, Versión

Reina Valera ©1960 por Sociedades Bíblicas Unidas. Las citas

bíblicas marcadas con la sigla NVI han sido tomadas de La


Santa Biblia, Nueva Versión Internacional (NVI) ©1999 por Bibli-

ca, Inc; las marcadas con la sigla RVA, de la versión Reina Va-

lera Antigua 1602 por Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera;

las marcadas con la sigla LBLA, de La Biblia de Las Américas


©1986, 1995, 1997 por The Lockman Foundation; las marcadas

con la sigla NBLH, de La Nueva Biblia Latinoamericana de Hoy

©2005 por The Lockman Foundation (texto derivado de la

LBLA).

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro por

cualquier medio visual o electrónico sin permiso escrito de la

casa editorial. Escanear, subir o distribuir este libro por Inter-

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por la ley.
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CONTENIDO

Prefacio de la serie: RECUPERANDO EL EVANGE-


LIO

PARTE UNO: Una Introducción apostólica


1. Un evangelio para conocerlo y para darlo a conocer
2. Un evangelio para ser recibido

3. Un evangelio por el cual somos salvos

4. Un evangelio de primera importancia


Un evangelio recibido y entregado

PARTE DOS: El poder de Dios para salvación


6. El evangelio
7. Un evangelio que escandaliza

8. Un evangelio poderoso

9. Un evangelio para todo aquel que cree

PARTE TRES: La acrópolis de la fe cristiana


10. Dándole la debida importancia al pecado
11. Dándole la debida importancia a Dios

12. Pecadores todos y cada uno


13. Los pecadores se quedan cortos
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14. Absolutamente pecadores

15. Indignación justa

16. Guerra santa

17. Un don con un altísimo costo

18. El dilema divino

19. Un redentor calificado

20. La cruz de Jesucristo


21. La vindicación de Dios

22. La resurrección de Jesucristo


23. La fe se fundamenta en la resurrección

24. La ascensión de Jesucristo como Sumo sacerdote de

Su pueblo

25. La ascensión de Jesucristo como Señor de todo


26. La ascensión de Jesucristo como Juez de todo
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Prefacio de la serie
RECUPERANDO EL EVANGELIO

El evangelio de Jesucristo es el más grande de todos los


tesoros dado a la iglesia y al cristiano. No es un mensaje
entre muchos otros, sino el mensaje sobre todos. Es el
poder de Dios para salvación a los pecadores y la revela-

ción más grande de la multiforme sabiduría de Dios para


los hombres y los ángeles.1 Es por esta razón que el após-
tol Pablo dio al evangelio el primer lugar en su predica-
ción, esforzándose por proclamarlo claramente e incluso
imprecando a aquellos que pervirtieran su veracidad.2
Cada generación de cristianos es administradora del

mensaje del evangelio, y, a través del poder del Espíritu


Santo, Dios la llama a guardar este tesoro que le ha sido
confiado.3 Si queremos ser fieles administradores, debe-
mos concentrarnos en el estudio del evangelio, hacer
todo lo posible por entender sus verdades, y comprome-
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ternos a guardar su contenido.4 Al hacerlo así, asegura-


mos la salvación tanto para nosotros como para aquellos

que nos escuchan.5

Esta administración me mueve a escribir estos libros.

Tengo poca apetencia por el trabajo duro de escribir, y


ciertamente no hay falta de libros cristianos, pero he
puesto la siguiente colección de sermones en forma escri-

ta por la misma razón que los prediqué: ser liberado de


su carga. Como Jeremías, si no hablo este mensaje, “…

en mi corazón… [se convierte en] un fuego ardiente meti-


do en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude”.6 Como el
apóstol Pablo exclamaba: “¡Ay de mí si no anunciare el
evangelio!”.7

Como es comúnmente conocido, la palabra evangelio


viene de la palabra griega euangélion, que apropiada-
mente se traduce “buenas nuevas”. En un sentido, cada
página de la Escritura contiene el evangelio. Pero en otro
sentido, el evangelio se refiere a un mensaje muy especí-
fico: la salvación consumada para un pueblo caído por

medio de la vida, muerte, resurrección y ascensión de Je-


sucristo, el Hijo de Dios.
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De acuerdo con la buena voluntad del Padre, el Hijo


eterno, quien es igual con el Padre y es la representación

exacta de Su naturaleza, voluntariamente dejó la gloria

del cielo, fue concebido por el Espíritu Santo en el vien-

tre de una virgen y nació el Dios-hombre: Jesús de Naza-


ret.8 Como hombre, caminó sobre esta tierra en perfecta
obediencia a la ley de Dios.9 En la plenitud del tiempo,

los hombres le rechazaron y le crucificaron. En la cruz,


Él llevó el pecado del hombre, sufrió la ira de Dios y mu-

rió en lugar del hombre.10 Al tercer día, Dios le levantó


de entre los muertos. Esta resurrección es la declaración
divina de que el Padre aceptó la muerte de Su Hijo como
un sacrificio por el pecado. Jesús pagó el castigo por la

desobediencia del hombre, satisfizo la demanda de justi-


cia y aplacó la ira de Dios.11 Cuarenta días después de la
resurrección, el Hijo de Dios ascendió a los cielos, se sen-
tó a la diestra del Padre, y se le dio la gloria, el honor y el
dominio sobre todo.12 Allí, en la presencia de Dios, Él re-
presenta a Su pueblo e intercede a su favor ante Dios.13 A

todos aquellos que reconocen su estado de pecado e inca-


pacidad y se rinden a Cristo, Dios les perdona completa-

mente, les declara justos, y son reconciliados con Él.14


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Este es el evangelio de Dios y de Jesucristo, Su Hijo.


Uno de los crímenes más grandes cometido por la

presente generación de cristianos es su descuido del

evangelio, y es de este descuido que surgen otros males.

No es tanto que el mundo perdido está endurecido hacia


el evangelio sino que es más bien ignorante del evange-
lio, puesto que muchos de aquellos que proclaman el

evangelio son ignorantes de sus verdades más básicas.


Los temas esenciales que conforman la esencia del evan-

gelio —la justicia de Dios, la depravación radical del


hombre, la propiciación por sangre, la naturaleza de la
verdadera conversión y la base bíblica de la seguridad—
están ausentes de demasiados púlpitos. Las iglesias redu-

cen el mensaje del evangelio a unas pocas declaraciones


doctrinales, enseñan que la conversión es una decisión
puramente humana y declaran seguridad de salvación
sobre cualquiera que pronuncia la oración del pecador.
El resultado de esta reducción del evangelio ha tenido
un enorme alcance. Primero, endurece los corazones de

los no convertidos. Pocos de los “convertidos” hoy algu-


na vez se integran a la iglesia, y aquellos que lo hacen

frecuentemente caen o tienen vidas marcadas por la car-


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nalidad. Incontables millones caminan por nuestras ca-


lles y se sientan en las bancas de las iglesias sin ser cam-

biados por el verdadero evangelio de Jesucristo, aunque

estén convencidos de su salvación porque alguna vez le-

vantaron la mano en una campaña evangelística o repi-


tieron una oración. Este sentido falso de seguridad crea
una enorme barrera que muchas veces aísla a los indivi-

duos de escuchar el verdadero evangelio.


Segundo, este evangelio deforma a la iglesia de un

cuerpo espiritual de creyentes regenerados a una reu-


nión de hombres carnales que profesan conocer a Dios,
pero lo niegan con sus hechos.15 Con la predicación del
evangelio verdadero, los hombres vienen a la iglesia sin

esperar ser entretenidos con algún espectáculo, con acti-


vidades especiales o con la promesa de beneficios más
allá de los ofrecidos por el evangelio. Aquellos que vie-
nen lo hacen porque tienen un profundo anhelo por
Cristo y están hambrientos por la verdad bíblica, la ado-
ración sincera y oportunidades de servir. Cuando la igle-

sia proclama un evangelio inferior, se llena de hombres


carnales que muestran poco interés por las cosas de Dios

y se convierten en una carga para la iglesia.16 La iglesia


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entonces baja las demandas radicales del evangelio a una


moralidad conveniente, y la verdadera devoción a Cristo

da paso a actividades diseñadas para satisfacer lo que sus

miembros sienten como necesidades. La iglesia llega a es-

tar impulsada por actividades en vez de estar centrada en


Cristo, y filtra o empaqueta cuidadosamente la verdad de
manera que no ofenda a la mayoría carnal. La iglesia deja

a un lado las grandes verdades de la Escritura y el cristia-


nismo ortodoxo; el pragmatismo (es decir, lo que sea que

mantenga a la iglesia funcionando y creciendo) se con-


vierte en la orden del día.
Tercero, este evangelio reduce el evangelismo y las
misiones a poco más que un proyecto humanístico im-

pulsado por estrategias de mercado ingeniosas, basadas


en un cuidadoso estudio de las últimas tendencias en la
cultura. Después de años de ser testigos de la falta de po-
der de un evangelio no bíblico, muchos evangélicos pare-
cen estar convencidos de que el evangelio no funcionará
y que el hombre se ha convertido en un ser muy comple-

jo como para ser salvado y transformado por un mensaje


tan simple y asombroso. Ahora, hay más énfasis en tra-

tar de entender nuestra cultura caída y sus modas pasaje-


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ras que en tratar de entender y proclamar el único men-


saje que tiene el poder para salvarla. Como resultado, el

evangelio es constantemente empacado para que se ajus-

te a lo que la cultura contemporánea considera más rele-

vante. Hemos olvidado que el verdadero evangelio es


siempre relevante a toda cultura porque es la palabra
eterna de Dios para todo hombre.

Cuarto, este evangelio trae deshonra al nombre de


Dios. A través de la proclamación de un evangelio infe-

rior, los carnales y los inconversos se incorporan en la


comunión de la iglesia, y, a través del casi total abando-
no de la disciplina eclesiástica bíblica, se les permite per-
manecer sin corrección o reprensión. Esto mancha la pu-

reza y la reputación de la iglesia, y es blasfemado el nom-


bre de Dios entre los no creyentes.17 Al final, Dios no es
glorificado, la iglesia no es edificada, los miembros in-
conversos de la iglesia no son salvados y la iglesia tiene
poco o ningún testimonio para el mundo incrédulo.
No es propio que nosotros como ministros o laicos es-

temos tan cerca y no hagamos nada cuando vemos “el


glorioso evangelio del Dios bendito” ser reemplazado por

un evangelio de menor gloria.18 Como administradores


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de este encargo, tenemos la obligación de recuperar el


único evangelio verdadero y proclamarlo con valentía y

claridad a todos. Haríamos bien en prestar atención a las

palabras de Charles Haddon Spurgeon:

En estos días me siento impulsado a ir, una y otra


vez, a las elementales verdades del evangelio. En

tiempos de paz nos sentimos libres de incursionar


en los interesantes espacios de la verdad que yacen

en la lejanía; pero ahora debemos permanecer en


casa y vigilar las creencias fundamentales de la
iglesia, defendiendo los principios básicos de la
fe. En esta época se han levantado hombres en la
propia iglesia que hablan de cosas perversas. Hay

muchos que nos inquietan con sus filosofías y sus


nuevas interpretaciones, con las que ellos mismos
niegan las doctrinas que dicen enseñar y atacan la
fe que ellos han prometido guardar. Es bueno que
algunos de nosotros, que sabemos lo que creemos

y no tenemos significados secretos para nuestras


palabras, afinquemos nuestro pie y nos mantenga-
mos firmes, defendiendo la palabra de vida y de-
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clarando llanamente las verdades fundamentales


del evangelio de Jesucristo.19

Aunque la serie Recuperando el evangelio no repre-


senta una presentación totalmente sistemática del evan-

gelio, aborda la mayoría de los elementos esenciales, es-


pecialmente aquellos que han sido más descuidados en el

cristianismo contemporáneo. Es mi esperanza que estas


palabras puedan ser una guía para ayudarte a redescu-

brir el evangelio en toda su belleza, asombro y poder sal-


vífico. Es mi oración que este redescubrimiento transfor-
me tu vida, fortalezca tu proclamación y traiga mayor
gloria a Dios.
Tu hermano,
Paul David Washer

1 Romanos 1:16; Efesios 3:10

2 1 Corintios 15:3; Colosenses 4:4; Gálatas 1:8-9

3 2 Timoteo 1:14

4 1 Timoteo 4:15

5 1 Timoteo 4:16

6 Jeremías 20:9

7 1 Corintios 9:16

8 Hechos 2:23; Hebreos 1:3; Filipenses 2:6-7; Lucas 1:35

9 Hebreos 4:15
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10 1 Pedro 2:24, 3:18; Isaías 53:10

11 Lucas 24:6; Romanos 1:4, 4:25

12 Hebreos 1:3; Mateo 28:18; Daniel 7:13-14

13
Lucas 24:51; Filipenses 2:9-11; Hebreos 1:3, 7:25
14
Marcos 1:15; Romanos 10:9; Filipenses 3:3
15 Tito 1:16

16 1 Corintios 2:14

17 Romanos 2:24

18 1 Timoteo 1:11

19 Charles H. Spurgeon, The Metropolitan Tabernacle Pulpit (El púlpito del

tabernáculo metropolitano), (repr., Pasadena, Tex: Pilgrim Publications),


32:385.
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PARTE UNO

Una introducción
apostólica
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Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he


predicado, el cual también recibisteis, en el cual tam-

bién perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la


palabra que os he predicado, sois salvos, si no creís-

teis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo


que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros

pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepulta-


do, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escri-

turas.
—1 Corintios 15:1-4
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CAPÍTULO UNO

Un evangelio para conocerlo


y darlo a conocer
Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predi-
cado.
—1 Corintios 15:1

Un escritor o predicador tendría dificultad en producir


una mejor introducción al evangelio de Jesucristo que la

que Pablo le dio a la iglesia de Corinto.1 En estas pocas lí-


neas, él provee suficiente verdad para vivir toda la vida y
para llevarnos a la gloria. Únicamente el Espíritu Santo
pudo haber capacitado a un hombre para decir tanto, tan
claro y en tan pocas palabras.

CONOCIENDO EL EVANGELIO
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En esta pequeña porción de la Escritura encontramos


una verdad que todos debemos redescubrir. El evangelio

no es puramente un mensaje introductorio al cristianis-

mo: es el mensaje del cristianismo, y el creyente hace

bien en dedicar su vida buscando conocer su gloria y


dándola a conocer a otros. Hay muchas cosas que deben
ser conocidas en este mundo e innumerables verdades

que deben ser investigadas dentro del campo del cristia-


nismo. Sin embargo, el glorioso evangelio de nuestro

bendito Dios y de Su Hijo Jesucristo está sobre todas


ellas.2 Es el mensaje de nuestra salvación, el medio por el
que progresamos hacia la santificación y la fuente pura
de donde fluye toda limpia y correcta motivación para

vivir la vida cristiana. El creyente que ha comprendido


algo de su contenido y carácter nunca va a carecer de fer-
vor, tampoco padecerá la escasez que padece aquel que
busca obtener fortaleza en cisternas rotas que no retie-
nen agua, hechas por manos de hombres.3
1 Corintios 15:1 explica que el apóstol ya había predi-

cado el evangelio a la iglesia de Corinto. De hecho, él era


su padre en la fe.4 Sin embargo, ve la gran necesidad de

continuar enseñándoles el evangelio no solamente para


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recordarles los elementos esenciales, sino también para


ampliarles su conocimiento del mismo. En su conver-

sión, ellos solo habían iniciado un viaje de descubrimien-

to que abarcaría toda su vida y que los llevaría a través

de los siglos hasta la eternidad, descubriendo las glorias


de Dios reveladas en el evangelio de Jesucristo.
Como predicadores y como miembros de la iglesia, se-

ríamos sabios al ver el evangelio a través de los ojos de


este antiguo apóstol, y deberíamos considerarlo como

digno de cuidadosa investigación a través de toda nues-


tra vida. Y es que, aunque hayamos vivido muchos años
en la fe, aunque poseamos el intelecto de Edwards y la
perspicacia de Spurgeon, aunque hubiéramos memoriza-

do cada texto bíblico relacionado con el evangelio, aun-


que hubiéramos entendido cada publicación de los pa-
dres de la iglesia, los reformadores y los puritanos, y
aunque hayamos pasado a través de todos los eruditos de
la presente era, podríamos estar seguros de que no ha-
bríamos escalado ni la base de este Everest que llamamos

el evangelio. ¡Aún después de una eternidad de eternida-


des diremos lo mismo!
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Vivimos en un mundo que nos ofrece un número casi


infinito de posibilidades e innumerables opciones que

compiten por nuestra atención. Lo mismo puede decirse

del cristianismo y de una gran cantidad de temas teológi-

cos que un estudiante puede investigar. Hay un número


casi infinito de verdades bíblicas en las cuales un hombre
podría invertir toda su vida examinándolas. Sin embar-

go, un tema sobresale de los demás y es fundamental


para entender todas las demás verdades bíblicas: el evan-

gelio de Jesucristo. A través de este particular mensaje,


el poder de Dios se manifiesta en la iglesia y en la vida
del creyente individualmente.
Al mirar los registros de la historia del cristianismo,

vemos hombres y mujeres con una pasión inusual por


Dios y por Su reino. Deseamos ser como ellos, y nos pre-
guntamos cómo llegaron a tener ese inapagable fuego.
Después de considerar cuidadosamente sus vidas, doctri-
nas y ministerios, encontramos que ellos diferían en mu-
chas cosas, pero tenían un común denominador: todos

habían captado un destello de la gloria del evangelio; su


belleza encendió su pasión y los sostuvo a través del

tiempo. Sus vidas y legados prueban que una pasión ge-


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nuina y duradera viene de una comprensión profunda y


creciente de lo que Dios ha hecho por su pueblo en la

persona y obra de Jesucristo. ¡Para tal conocimiento no

hay sustituto!

En los días antiguos, el evangelio cristiano era conoci-


do como el evangel, de la palabra latina evangelium, que
significa evangelio o buenas noticias. Es por esta razón

que comúnmente se refieren a los creyentes como evan-


gélicos. Somos cristianos porque encontramos nuestra

identidad, vida y propósito en Cristo. Somos evangélicos


porque creemos el evangelio y lo consideramos como la
gran y central verdad de la revelación de Dios a los hom-
bres. No es un prólogo o un proverbio o algo pensado a

última hora; no es una clase introductoria al cristianis-


mo; es el curso completo. Es la historia de nuestras vidas,
las riquezas incomprensibles que buscamos explorar y el
mensaje que vivimos para proclamar. Por esta razón so-
mos cristianos y evangélicos en su máxima expresión
cuando el evangelio de Jesucristo es nuestra esperanza,

nuestra jactancia y nuestra pasión.


Hoy día, los evangélicos diseñan demasiadas confe-

rencias, especialmente para los jóvenes, con la intención


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de estimular la pasión del creyente a través de la comu-


nión, la música, los oradores elocuentes, las historias

emocionales y las súplicas apasionadas. Pero cualquier

emoción que generan a menudo se desvanece rápida-

mente. Al final, estas experiencias encienden pequeños


fuegos en pequeños corazones que se apagan en pocos
días.

Hemos olvidado que la pasión genuina y que perma-


nece nace del conocimiento de la verdad, y especialmen-

te de la verdad del evangelio. Entre más se conoce o com-


prende su belleza, más te cautiva su poder. Un destello
del evangelio moverá al corazón verdaderamente regene-
rado a seguirlo. Cada destello mayor acelerará el ritmo

hasta que esté corriendo con todo hacia el premio.5 El co-


razón verdaderamente cristiano no puede resistir tal be-
lleza. ¡Eso es lo que necesitamos hoy! Es lo que hemos
perdido y lo que debemos volver a obtener: una pasión
por conocer el evangelio y una pasión igual por darlo a
conocer.

DANDO A CONOCER EL EVANGELIO


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El apóstol Pablo fue uno de los más grandes instrumen-


tos humanos del reino de Dios en la historia del hombre

y en la historia de la redención. Él fue responsable de la

expansión del evangelio a través de todo el Imperio Ro-

mano durante un tiempo inigualable de persecución y es


un ejemplo sobresaliente de lo que significa ser un minis-
tro del evangelio. Todo esto lo logró a través de la simple

proclamación del mensaje más escandaloso que jamás


haya llegado a los oídos de los hombres. Pablo fue un

hombre excepcionalmente dotado, especialmente en


cuanto a su celo e intelecto. Sin embargo, nos enseñó que
el poder de su ministerio no se fundamentaba en sus do-
nes, sino en la fiel proclamación del evangelio. En su pri-

mera carta a los corintios, declara: “Pues no me envió


Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sa-
biduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de
Cristo […] Porque los judíos piden señales, y los griegos
buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo cru-
cificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para

los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos


como griegos, Cristo, poder de Dios y sabiduría de

Dios”.6
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El apóstol Pablo, ante todo, fue un predicador. Como


Jeremías antes de él, Pablo se vio obligado a predicar. El

evangelio era como un fuego ardiente que le llegaba has-

ta sus huesos y que él no podía contener.7 A los corintios

les declara: “Creí, por lo cual hablé”,8 y también les dice:


“¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!”.9 Tal estima por
el evangelio y por su predicación no puede ser fingida

cuando no existe en el corazón del predicador, ni puede


ser ocultada cuando existe.

Dios llama a todo tipo de hombres a llevar la carga de


la predicación del mensaje del evangelio. Algunos son
más solemnes y serios, mientras que otros son más ale-
gres y joviales. Pero cuando la conversación se enfoca en

el evangelio, un cambio ocurre en el semblante del predi-


cador, y pareciera como si una persona totalmente dis-
tinta estuviera parada frente a nosotros. La eternidad se
refleja en su cara; el velo es removido y la gloria del
evangelio brilla con genuina pasión. Tal hombre tiene
poco tiempo para historias pintorescas, soluciones mora-

les, o incluso para compartir pensamientos originados en


su corazón. Él ha venido a predicar, y eso es lo que debe

hacer. No puede descansar hasta que la gente no haya


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oído acerca de Dios. Si el siervo de Abraham no pudo co-


mer hasta que hubiera entregado el mensaje de su se-

ñor,10 cuánto menos puede el predicador del evangelio

estar tranquilo sino hasta que haya entregado el tesoro

del evangelio que le fue confiado.11


Aunque pocos estarían en desacuerdo con lo que he-
mos dicho hasta ahora, parecería que, para la mayoría,

tal tipo de predicación apasionada ha pasado de moda.


Muchos dirían que ese tipo de predicación carece del re-

finamiento y de la sofisticación que son necesarios para


que el predicador sea efectivo en la era moderna. El hom-
bre posmoderno, quien prefiere un poco más de humil-
dad y de apertura a otros puntos de vista, considera al

predicador apasionado, quien predica la verdad valiente-


mente y sin disculparse, como un obstáculo. El argumen-
to de la mayoría es que simplemente debemos cambiar la
manera como predicamos porque luce como una locura
al mundo.
Tal actitud hacia la predicación es prueba de que en la

comunidad evangélica hemos perdido el norte. Es Dios


quien ha ordenado que “la locura de la predicación” sea

el instrumento para traer el mensaje salvífico del evan-


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gelio al mundo.12 No significa esto que la predicación sea


ridícula, ilógica o excéntrica. Sin embargo, la Escritura

es el estándar para toda la predicación, no las opiniones

contemporáneas de una cultura caída y corrupta, que es

sabia en su propia opinión y que prefiere que se le diga lo


que quiere oír y que se le entretenga su corazón en lugar
de escuchar la Palabra del Señor.13

El apóstol Pablo predicó en todo lugar donde viajó, y


haremos bien en seguir su ejemplo. Aunque el evangelio

pueda ser compartido a través de diferentes medios, no


hay otro medio ordenado por Dios como el de la predica-
ción. Por lo tanto, aquellos que están constantemente
buscando medios innovadores para comunicar el evange-

lio a una nueva generación en búsqueda de la verdad ha-


rían bien comenzando y terminando su investigación en
la Escritura. Aquellos que envían miles de cuestionarios
preguntando a los inconversos qué es lo que ellos más
quisieran en un servicio de adoración deberían darse
cuenta que diez mil opiniones unánimes de hombres car-

nales no tienen la autoridad de una jota o una tilde de la


Palabra de Dios.14 Debemos entender que hay un enorme

abismo de diferencias irreconciliables entre lo que Dios


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ha ordenado en la Escritura y lo que nuestra actual cultu-


ra carnal desea.

No debería sorprendernos que los hombres carnales,

tanto los que están dentro como los que están fuera de la

iglesia, deseen drama, música y recursos audiovisuales


en lugar de la predicación del evangelio y la exposición
bíblica. A menos que Dios regenere el corazón, el hom-

bre se referirá al evangelio en la misma manera como lo


hicieron los demonios de los gadarenos al referirse al Se-

ñor Jesucristo: “¿Qué tienes que ver con nosotros?”.15 El


hombre carnal no puede tener interés verdadero o apre-
ciar el evangelio fuera de la obra de regeneración del Es-
píritu Santo, y este milagro ocurre en el corazón a través

de la predicación del evangelio, el cual él, al inicio, me-


nosprecia. Por lo tanto, debemos predicar a los hombres
carnales el mensaje que no quieren oír y ¡el Espíritu
obrará! Aparte de esto, los pecadores no pueden ver la
belleza en el evangelio, como un cerdo no puede ver la
belleza en las perlas o un perro no puede mostrar reve-

rencia hacia carne que haya sido consagrada, o como


tampoco puede un ciego apreciar una pintura de Rem-

brandt.16 Los predicadores no ayudan a los hombres car-


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nales al darles las cosas que sus corazones caídos desean,


pero sí les ayudan al darles verdadero alimento hasta

que, por una obra milagrosa del Espíritu, ellos lo reco-

nozcan y gusten y vean que el Señor es bueno.17

Antes de concluir esta breve discusión sobre la predi-


cación del evangelio, debemos tratar un tema final. Algu-
nos especulan que nuestra presente cultura no puede to-

lerar el tipo de predicación que fue efectiva durante los


grandes avivamientos del pasado. La predicación de Jo-

nathan Edwards, George Whitefield, Charles Spurgeon y


otros predicadores similares, dicen algunos, sería ridicu-
lizada, satirizada, motivo de risa y de burla por el hom-
bre moderno. Sin embargo, esta teoría se equivoca al no

tomar en consideración que en su día los hombres ridicu-


lizaron y satirizaron a estos predicadores. La predicación
del verdadero evangelio siempre va a ser locura para
toda cultura. Todo intento de predicar sin ofender y ha-
cer la predicación “apropiada” le quita poder al evange-
lio. Además, contradice el propósito por el cual Dios es-

cogió la predicación como el medio por el cual salvar a


los hombres: que la esperanza de los hombres no depen-
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da del refinamiento, elocuencia o sabiduría mundana,


sino del poder de Dios.18

Vivimos en una cultura atada por el pecado como si

fueran cadenas de hierro. Historias morales, máximas

singulares y lecciones de vida compartidas desde el cora-


zón de un querido predicador o de un mentor espiritual
no tienen poder real contra tal oscuridad. Necesitamos

predicadores del evangelio de Jesucristo que conozcan la


Escritura y que por la gracia de Dios enfrenten cualquier

cultura con el anuncio: ¡Así dice el Señor!

1 1 Corintios 15:1-4

2 1 Timoteo 1:11

3 Jeremías 2:13; 14:3

4 1 Corintios 4:15

5 Filipenses 3:13-14

6 1 Corintios 1:17, 22-24

7 Jeremías 20:9

8 2 Corintios 4:13

9 1 Corintios 9:16

10 Génesis 24:33

11 Gálatas 2:7; 1 Tesalonicenses 2:4; 1 Timoteo 1:11; 6:20; 2 Timoteo 1:14; Tito

1:3
12 1 Corintios 1:21

13 Romanos 1:22; 2 Timoteo 4:3


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14 Mateo 5:18

15 Mateo 8:29

16 Mateo 7:6

17
Isaías 55:1-2; Salmo 34:8
18
1 Corintios 1:27-30
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CAPÍTULO DOS

Un evangelio
para ser recibido
El cual también recibisteis, en el cual también perseveráis.
—1 Corintios 15:1

Puesto que el evangelio es el mensaje de Dios al hombre,


debemos suponer que debería provocar algún tipo de
reacción y demandaría alguna respuesta. De nuestro tex-
to aprendemos que después de oír el evangelio, la iglesia

en Corinto hizo ambas cosas: lo recibió de manera apro-


piada de acuerdo con su gran valor, y lo hizo el funda-
mento sobre el cual ellos se presentaron delante de Dios.
Si nosotros hemos de estar bien con Dios, debemos hacer

lo mismo.
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RECIBIENDO EL EVANGELIO
Para que los hombres sean salvos, ellos, por la gracia de

Dios, deben recibir el evangelio. Pero ¿qué significa esto?

No hay nada extraordinario acerca de la palabra recibir,

ni en el español ni en el griego bíblico; pero en el contex-


to del evangelio, el término viene a ser verdaderamente
extraordinario: una de las palabras más radicales en la

Escritura.
Primero, cuando dos cosas son contrarias o diame-

tralmente opuestas la una con la otra, recibir una es re-


chazar la otra. Puesto que no hay afinidad o amistad en-
tre el evangelio y el mundo, recibir el evangelio es recha-
zar al mundo. Esto demuestra cuán radical puede ser el

acto de recibir el evangelio. Recibir y seguir el llamado


del evangelio es rechazar todo lo que puede ser visto y
sostenido con las manos a cambio de lo que no puede ser
visto.1 Implica rechazar la autonomía personal y el dere-
cho de gobernarse a sí mismo con el propósito de hacerse
esclavo del Mesías, que murió hace dos mil años como si

fuera un enemigo del estado y un blasfemo. Implica re-


chazar a la mayoría y a sus puntos de vista con el fin de

unirse a una minoría censurada e insignificante llamada


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iglesia. Implica arriesgar todo en esta una y única vida


por la creencia de que este profeta crucificado es el Hijo

de Dios y el Salvador del mundo. Recibir el evangelio no

es meramente pedirle a Jesús por medio de una oración

que venga a nuestro corazón; es dejar atrás al mundo y


abrazar la totalidad de aquello que Cristo dijo que Él era.
Segundo, un hombre que recibe el evangelio confía

exclusivamente en la persona y obra de Jesucristo como


la única manera de poder presentarse delante de Dios.

Hay un dicho común que afirma que confiar en algo ex-


clusivamente es peligroso, o en el mejor de los casos, es
poco sabio. Nuestra sociedad considera que un hombre
es descuidado si no tiene un plan B o una ruta alternativa

de escape, si no diversifica sus inversiones, si coloca to-


dos los huevos en la misma canasta o si quema todos los
puentes una vez los ha cruzado. Sin embargo, esto es
exactamente lo que debe hacer la persona que recibe a
Jesucristo. La fe cristiana es exclusiva. Recibir a Cristo
verdaderamente es deshacerse de cualquier otra esperan-

za en todo lo demás y colocarla solo en Él. Es por esta ra-


zón que el apóstol Pablo declaró que el cristiano sería el

más desdichado entre todos los hombres si Cristo fuera


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un engaño.2 Si Él no es el Salvador, entonces el cristiano


está perdido, porque no tiene otro plan o seguridad. Por

la fe, él ha declarado: “Mi Dios, ¡en Ti confío! Si tú no

eres capaz o no quieres salvarme, entonces iré al infier-

no. ¡No tengo ninguna otra esperanza!”.


Recibir genuinamente el evangelio no solo implica
desprecio y separación del pecado, sino también despre-

cio y separación de confiar en cualquier otra cosa aparte


de Cristo, especialmente en uno mismo. Es por esta ra-

zón que una persona que es verdaderamente convertida


llega casi a sentir náuseas ante la menor indicación de
que su correcta relación con Dios es producto de su pro-
pia virtud o mérito. Aunque esta nueva vida en Cristo

produce buenas obras, el creyente ha desechado toda es-


peranza en las buenas obras como un medio de salvación
y ha confiado exclusivamente en la persona y perfecta
obra de Cristo.
Tercero, recibir el evangelio es abrir o exponer la pro-
pia vida al señorío de Jesucristo. El evangelismo moder-

no frecuentemente enseña a los hombres que ellos deben


hacer a Jesús el Señor de sus vidas. Sería mejor decirles

que Jesús es el Señor de sus vidas, ya sea que doblen sus


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rodillas ante Él en amor o que aprieten su puño ante Él


en odio. La Escritura declara que Dios ha hecho a este Je-

sús crucificado Señor y Cristo.3 Él ha puesto a Su Rey so-

bre Su monte santo y se reirá de aquellos que se rebelen

contra Él.4 Dios no llama al hombre a hacer a Jesús Se-


ñor (como si ellos tuvieran tal poder), sino a vivir en ab-
soluta sumisión al que Él hizo Señor. Por lo tanto, el

hombre que desea recibir los beneficios del evangelio


primero debe decidir si desea entregar toda su autono-

mía o individualismo al Señor del evangelio.


Como predicadores del evangelio, debemos ser muy
cuidadosos en explicar claramente los términos de esta
transacción, y no minimizarlos o restarles importancia

de manera que no sean bien comprendidos. Debemos re-


conocer que no hemos sido honestos si no explicamos a
los que buscan que recibir a Cristo es la cosa más sensata
y a la vez peligrosa que jamás podrían hacer. Después de
todo, como el Aslan de C. S. Lewis, en El león, la bruja y el
ropero, Él no es un león domesticado, y Él ciertamente no

es seguro. Él tiene el derecho de exigir lo que desee de


aquellos que confiesan Su señorío. El mismo Señor Je-

sús, quien llama a los cansados para que vengan a Él,


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puede demandarles todo, incluso enviarlos y que pierdan


sus vidas por Su causa en este mundo caído y oscuro.5

Quienes no entienden el peligro del llamado del evange-

lio lo han oído vagamente. Pero aquellos que lo han oído

y por gracia responden, a pesar del peligro, han hecho


algo muy sensato. ¿Qué podría ser más razonable que se-
guir al omnipotente Creador y Sustentador del universo,

quien ha amado a Su pueblo con amor eterno, lo ha redi-


mido con Su propia sangre y ha demostrado un inque-

brantable compromiso con cada promesa que le ha he-


cho?6 Y aun si Él no fuera así, y toda su bondad no estu-
viera en Él, todavía seguirlo sería lo más razonable, por-
que ¿quién podría resistírsele?7 Por estas razones y por

muchas más es que el apóstol dice: “Os ruego, por las mi-
sericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en
sacrificio vivo, santo, agradable a Dios”, y lo llama
“vuestro culto racional”.8
Cuarto, recibir el evangelio es recibir una cosmovi-
sión de la realidad totalmente diferente, en la que Cristo

es el epicentro de todas las cosas. Es por esta razón que


los teólogos se refieren a la salvación y a la vida cristiana

como cristocéntrica. Él llega a ser el centro de nuestro


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universo, la fuente, el propósito, la meta y la motivación


de todo lo que somos y hacemos. Cuando un hombre re-

cibe el evangelio, su vida total comienza a ser vivida en

un contexto distinto, y ese contexto es Cristo. Aunque las

señales externas en el momento de la verdadera conver-


sión puedan no ser dramáticas, los efectos graduales se-
rán monumentales. Como una pequeña roca tirada en el

centro de un lago, el efecto de las ondas del evangelio


eventualmente alcanzará toda la circunferencia de la

vida del creyente, y llegará a todas sus orillas. El verda-


dero convertido no recibe el evangelio como algo más
que se añade a su vida anterior, sino a cambio de esta.
Recibir el evangelio es perder la vida. Esto queda claro en

las enseñanzas de Jesús cuando declara: “Porque todo el


que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda
su vida por causa de mí, la hallará”.9
Por último, recibir el evangelio es tomar a Cristo
como la misma fuente y sustento de la vida. Él no puede
ser recibido como parte de la vida o como un comple-

mento a todas las cosas que ya se tenían antes de cono-


cerlo. Él no es un pequeño accesorio que adorna nuestra
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vida y la hace mejor. Al recibir el evangelio, Él llega ser


nuestra vida.10

Hay pocas cosas más blasfemas que un predicador que

felicita al no creyente por la maravillosa vida que él mis-

mo se ha forjado, elogiando todo lo que ha alcanzado y


después añadiendo que hay una cosa que le hace falta: él
necesita a Cristo para estar completo. Esta no fue la acti-

tud del apóstol Pablo, quien incluso las cosas más valio-
sas de su vida previa las consideró como estiércol para

ganar a Cristo.11 Nunca debemos presentar a Cristo como


la fruta que adorna y da el “toque final” al pastel de una
vida que ya es maravillosa. El no creyente debe ver que él
no tiene vida, y que todos sus logros personales —antes

de conocer a Cristo— son monumentos a su propia vani-


dad: hechos de arena y de corta duración.
Jesús enseñó: “De cierto, de cierto os digo: Si no co-
méis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros”.12 El significado de esta “palabra
dura” es que Cristo debe llegar a ser el sustento de nues-

tras vidas y no solamente un condimento o complemen-


to.13
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Para el creyente, Jesús es el Maná que desciende del


cielo, la Roca de la que brota agua viviente en medio del

desierto y la Vid en la que el creyente permanece, de la

que recibe vida y le hace fructífero.14 El creyente que ver-

daderamente ha conocido a Cristo cesa de invertir su


vida en aquello que no es pan y no lo puede satisfacer, y
se dedica a buscar el pan que viene del cielo, de manera

que lo pueda comer y no morir.15


La proclama del predicador del evangelio debería ser

no solo que los hombres deben arrepentirse, sino que de-


ben recibir. El predicador no solo debe exponer y denun-
ciar el alimento que no satisface, también debe indicar a
los hombres el único lugar donde el verdadero alimento

puede hallarse. Debemos unirnos a David en su exhorta-


ción a todos los hombres: “Gustad y ved que es bueno
Jehová”.16 Además, él debe advertir a todo hombre que la
evidencia de que una persona ha gustado a Cristo de una
manera verdadera y salvífica es que la persona continúa
“gustando”, sigue encontrando satisfacción en Cristo y

no puede tolerar el pensamiento de alguna vez encon-


trarse separado de Él.
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PERSEVERANDO EN EL EVANGELIO
De nuestro texto no solo aprendemos que debemos reci-

bir el evangelio, sino que también debemos vivir en él.

Pablo escribe: “Os declaro, hermanos, el evangelio que os

he predicado, el cual también recibisteis, en el cual tam-


bién perseveráis”. Esta simple declaración comunica dos
verdades distintas, pero relacionadas. La primera tiene

que ver con la posición del creyente delante de Dios por


causa del evangelio, y la segunda tiene que ver con la

convicción o determinación del creyente con relación al


evangelio. Ambas verdades tienen implicaciones de gran
alcance para la vida del creyente. La primera es el funda-
mento sobre el cual descansa la fe cristiana: el creyente

puede estar delante de Dios en Cristo y el evangelio. La


segunda es un agente poderoso en transformar la vida
del cristiano: él ha puesto su vida sobre el evangelio y no
se moverá.
Una verdad fundacional del cristianismo bíblico es
que el creyente tiene una posición correcta delante de

Dios, en el evangelio, en Cristo solamente. Los salmos de


David nos confrontan con el mayor de los dilemas del

hombre: “¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién


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estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de


corazón; el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni

jurado con engaño”.17 Cualquier hombre que considere

incluso la más remota posibilidad de que existe un Dios

moral y personal debe temblar ante la pregunta de Da-


vid. A menos que sea un necio o que su conciencia haya
sido cauterizada, él debe reconocer que no posee las cali-

ficaciones necesarias para presentarse aprobado delante


del Juez de toda la tierra.18 La Escritura nos dice que

quien observa hacia adentro encuentra que su corazón es


más engañoso que todas las cosas y perverso más allá de
todo entendimiento.19 El que examine su propia mente
encontrará que tiene muchos pensamientos perversos

alojados en ella.20 Si escucha con atención a sus propias


palabras, se dará cuenta que son engañosas, maldicientes
y llenas de amargura.21 Si contempla fijamente sus ma-
nos, verá que están manchadas con los residuos de innu-
merables obras malas. Y si en su desesperación busca cu-
brir su vergüenza vistiéndose con sus obras más justas,

se dará cuenta que está vestido con la asquerosa putre-


facción de un leproso.22 Aunque se lavara con lejía y utili-

zara mucho jabón, las manchas de su iniquidad todavía


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permanecerían.23 No importa hacia dónde se vuelva, se


hallará a sí mismo acusado, condenado y sin esperanza.

Es en este momento de absoluta bancarrota espiri-

tual, de resignación, que el pecador iluminado y regene-

rado mira a Cristo y encuentra su esperanza en Él. Apar-


tándose de su propia justicia, él cree que es justificado
solo por gracia y por medio de la fe.24 A partir de ese mo-

mento, lleva las dos marcas de un cristiano: se gloría en


Cristo Jesús y no pone su confianza en la carne.25 Se ha

unido a la gran compañía de los santos que han creído en


Dios, y esto le ha contado por justicia.26 Se ha echado so-
bre Cristo y se aferra a Él con toda su fuerza, la cual es
multiplicada por el terror de lo que le ocurriría si tuviera

que arreglárselas por sí mismo. Está en Cristo y no se


arriesgará a hacer nada por su cuenta. Está convencido
de que puede subir al monte de Dios y presentarse en su
lugar santo únicamente por virtud de la persona y obra
de Cristo. Parafraseando al antiguo compositor de him-
nos: “Mi esperanza está basada en la sangre de Cristo y

su justicia. No confío en las circunstancias, sino que des-


canso completamente en el nombre de Jesús. En Cristo,
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la roca sólida, estoy firme; todo lo demás es arena que se


hunde, todo lo demás es arena que se hunde”.27

La fe cristiana promete una posición correcta delante

de Dios únicamente a través de Cristo. Siendo esto cier-

to, debemos estar decididos a retener el evangelio y estar


firmes en él. Ayuda notar que el término perseveráis vie-
ne del griego hístemi, el término usado comúnmente

para denotar el acto físico de estar de pie. Sin embargo,


en el Nuevo Testamento frecuentemente denota convic-

ción, determinación, firmeza, inalterabilidad y la cuali-


dad de ser inamovible, no vacilante. En su discusión so-
bre la guerra espiritual, Pablo usa el término tres veces
para exhortar a los creyentes a “mantenerse firmes con-

tra los ataques del diablo”.28 De un verbo relacionado,


entendemos que los creyentes deben estar firmes en el
Señor, en la fe, en la gracia de Dios y en las doctrinas
apostólicas.29
Sobre todas las cosas, el creyente debe estar firme en
el evangelio y no apartarse de él. Es por esta razón que el

apóstol Pablo dio una de sus más fuertes reprimendas a


las iglesias de Galacia: "Estoy maravillado de que tan

pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de


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Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya


otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren

pervertir el evangelio de Cristo. Mas si aun nosotros, o

un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente

del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes


hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os pre-
dica diferente evangelio del que habéis recibido, sea ana-

tema".30
Cada palabra y doctrina de la Escritura es importante;

sin embargo, algunas doctrinas tienen más peso que


otras. Nuestra salvación eterna no depende de un matiz
particular en eclesiología o escatología: sí depende total-
mente del evangelio.31 A través de este peregrinaje terre-

nal, el cristiano más maduro y reflexivo podría cambiar


su opinión sobre muchos aspectos menores de la fe; sin
embargo, él no debe cambiar ni moverse de los aspectos
esenciales del evangelio.32 El hombre, la mujer, el joven o
el niño que ha recibido verdaderamente el evangelio es-
tará firme en él, y en su firmeza probarán que verdadera-

mente lo han recibido.


Vivimos en un mundo que es hostil al evangelio de

Jesucristo y que lo menosprecia. Además, este mundo


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está bajo el poder del maligno, quien se opone al evange-


lio más que a las otras doctrinas y, si pudiera, lo erradi-

caría del universo.33 De hecho, el diablo alegremente co-

locaría una Biblia en las manos de cada hombre y promo-

vería obediencia a todo mandamiento si a cambio le dié-


ramos el evangelio. Y es que, sin el evangelio, el sistema
completo de la fe cristiana se desplomaría y no quedaría

nada.
Como creyentes, no solo debemos recibir el evange-

lio; también debemos estar firmes en él. No debemos ig-


norar las estratagemas del diablo, para que no nos tome
desprevenidos.34 Cuando los aspirantes a salvadores bus-
quen quitarnos nuestra confianza en Cristo, no debemos

dejar que nos seduzcan. Cuando los legalistas traten de


añadir algo a nuestra confianza en Cristo, no debemos
rendirnos ante ellos. Cuando los autoproclamados profe-
tas traten de reinventar el evangelio para hacerlo más re-
levante y atractivo a la cultura, no debemos seguirlos.
Cuando el acusador resalte nuestro pecado y se burle de

nuestra esperanza de gloria, nosotros debemos resaltar el


evangelio y estar firmes en él. Cuando sus acusaciones se

vuelvan en adulaciones y resalten nuestra piedad como


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digna de ser recompensada, debemos denunciarlo con el


juramento de lealtad: “Pero lejos esté de mí gloriarme,

sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el

mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”.35

1 Hebreos 11:1, 7, 27; 1 Pedro 1:8

2 1 Corintios 15:19

3 Hechos 2:36

4 Salmo 2:4-6

5 Mateo 11:28; 10:16, 39.

6 Colosenses 1:15-17; Hebreos 1:3; Jeremías 31:3; Apocalipsis 5:9; Hebreos

13:5; 2 Timoteo 2:13; 2 Corintios 1:20; Mateo 28:20


7 Romanos 9:19; 2 Crónicas 20:6; Job 9:12; Daniel 4:35

8 Romanos 12:1

9 Mateo 16:25

10 Colosenses 3:4

11 Filipenses 3:7-8

12 Juan 6:53

13 Juan 6:60

14 Juan 6:31-35, 41, 47-51, 58; 1 Corintios 10:4; Juan 15:5-6

15 Isaías 55:2; Juan 6:50

16 Salmo 34:8

17 Salmo 24:3-4

18 Salmo 14:1; 53:1

19 Jeremías 17:9

20 Jeremías 4:14

21 Romanos 3:13-14
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22 Isaías 64:6

23 Jeremías 2:2

24 Efesios 2:8-9

25
Filipenses 3:3
26
Génesis 15:6; Gálatas 3:6
27 Adaptado de “The Solid Rock” (La roca sólida), por Edward Mote.

28 Efesios 6:11, 13, 14.

29 El verbo relacionado es stéko, el último en tiempo presente, del presente

perfecto estéka, de histemi. Filipenses 4:1; 1 Tesalonicenses 3:8; 1 Corintios


16:13; 1 Pedro 5:12; 1 Tesalonicenses 2:15.
30 Gálatas 1:6-9

31 Eclesiología se refiere al estudio de la iglesia y escatología se refiere al es-

tudio de la consumación o últimas cosas.


32 Colosenses 1:22-23

33 1 Juan 5:19

34 2 Corintios 2:11

35 Gálatas 6:14
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CAPÍTULO TRES

Un evangelio
por el cual somos salvos
Por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predica-
do, sois salvos, si no creísteis en vano.
—1 Corintios 15:2

Cada doctrina dentro de la fe cristiana debe estar en


equilibrio. Caemos en el peligro de errar cada vez que po-

nemos demasiado énfasis en la importancia de una ver-


dad y descuidamos otras. Sin embargo, es imposible exa-
gerar le preeminencia del evangelio. No podemos hacer
demasiado énfasis en el evangelio. Esta verdad se refleja
en el hecho de que el evangelio es la revelación más gran-

de de Dios para el hombre, y es el único mensaje por el


cual los hombres pueden ser salvos. Consecuentemente,
es también el único mensaje al cual debemos aferrarnos
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con tenacidad. Aunque la más mínima desviación de la


verdad es peligrosa, podemos malinterpretar muchas co-

sas sin poner nuestros destinos eternos en riesgo. Sin

embargo, ¡estar equivocados en cuanto al evangelio es es-

tar equivocados en todo! ¡No darle la preeminencia al


evangelio es malinterpretarlo por completo!

UN EVANGELIO QUE SALVA

En nuestro texto, la frase, sois salvos se traduce de un


verbo en tiempo presente que describe tanto “un proceso
presente como una realidad futura”.1 Puede traducirse:
“por el cual estás siendo salvado”. Es importante no olvi-

dar que la Escritura describe la salvación en tres tiem-


pos: pasado, presente y futuro. Ignorar cualquiera de es-
tos tiempos o aspectos de la salvación nos llevará a tener
un punto de vista torcido y débil de la salvación como un
todo. En el pasado, Dios salvó al creyente de la condena-
ción por el pecado. Esto ocurrió en el momento de la con-

versión, cuando el cristiano creyó en el testimonio de


Dios concerniente al evangelio y le fue contado por justi-

cia.2 La Escritura comúnmente se refiere a esto como jus-


tificación.3
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En el presente, el creyente está siendo salvado del po-


der del pecado. Este es un proceso gradual conocido a

través del Nuevo Testamento como santificación progre-

siva. El creyente es hechura de Dios, y Dios está produ-

ciendo en él tanto el querer como el hacer por su buena


voluntad.4 A través de la Palabra y del Espíritu, las prue-
bas y las tribulaciones, la bendición y la disciplina, Dios

está transformando al creyente y lo está conformando a


la imagen de Jesucristo.5

En el futuro, el creyente será salvado completa y eter-


namente del poder y la presencia del pecado. Este estado
final se conoce comúnmente como glorificación, y es tan
cierto como los otros, porque El que comenzó la buena

obra la perfeccionará.6 Como el apóstol Pablo lo declara:


“Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas
para el bien de los que lo aman, es decir, de los que Él ha
llamado de acuerdo a Su propósito. Porque a los que an-
tes conoció, también los predestinó para que sean hechos
conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el pri-

mogénito entre muchos hermanos. Y a los que predesti-


nó, también los llamó; y a los que llamó, también los jus-

tificó; y a los que justificó, también los glorificó”.7


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Vivimos en una época en la cual lo temporal y lo tri-


vial se han colocado en un lugar de importancia que no

debería darle el pueblo de Dios. Deseamos estos placeres

momentáneos como si fueran realmente dignos de tal

afecto. Sin embargo, debemos aferrarnos a una verdad:


la más grande promesa del evangelio es la salvación. To-
das las otras promesas y beneficios palidecen en compa-

ración con esta sola cosa: el evangelio es poder de Dios


para salvación, y todo el que invoque el nombre del Se-

ñor será salvo.8


De acuerdo con el apóstol Pedro, la salvación es el re-
sultado o meta de la fe del creyente.9 Es el propósito de-
trás de todo lo que Cristo ha hecho por Su pueblo y debe-

ría ser el gran anhelo del creyente, la meta a la cual aspi-


rar. Dios no puede dar regalo más grande y el creyente
no puede tener esperanza o motivación más grande que
la de la salvación final por medio del evangelio de Jesu-
cristo.
Cuando nos damos cuenta de lo que éramos antes de

Cristo y lo que merecíamos en ese estado, se engrandece


la enormidad del evangelio para nosotros. Éramos peca-

dores por naturaleza y por obra, y éramos corruptos al


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punto de la depravación. Éramos malhechores y crimina-


les sin excusa delante del tribunal de la justicia de Dios.10

No merecíamos nada más que la muerte y la condena-

ción eterna. Pero ahora la propia sangre del Hijo de Dios

nos salva. Aunque éramos pecadores y enemigos de Dios,


Cristo murió por los impíos.11 A través de Él, nosotros,
que estábamos lejos, ahora hemos sido acercados.12 En Él

tenemos la redención por medio de Su sangre, el perdón


de los pecados según las riquezas de Su gracia.13 ¡Somos

salvos de nuestro pecado, reconciliados con Dios y traí-


dos a la comunión con Él como hijos! ¿Qué más podría-
mos desear? ¿Qué más podríamos necesitar? ¿No es el
don de la salvación, por medio de la sangre del propio

Hijo de Dios, suficiente para llenarnos hasta que rebocen


nuestros corazones por una eternidad de eternidades?
¿No es suficiente para motivarnos a vivir para Él, que
murió? ¿Qué necesidad tenemos de otras promesas? ¿Vi-
viremos para Él con gran celo porque nos promete, no
solo salvación, sino también sanidad, una vida fácil, ri-

queza y honor? ¿Qué son cualquiera de estas cosas com-


paradas con el don de la salvación y de conocerlo a Él?

Aléjate de aquellos que buscan persuadirte a la devoción


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por prometerte otras cosas distintas a Jesucristo. Si to-


dos los que alguna vez has amado te fueran arrebatados,

y tu cuerpo yaciera pudriéndose en una pila de estiércol,

y tu nombre fuera difamado tanto por el amigo como por

el enemigo, todavía deberías encontrar toda la devoción


que necesitas para amarle, alabarle y servirle a Él por
esta fundamental razón: Él derramó Su propia sangre

por tu alma. Esta única santa pasión debe alimentar una


religión pura y sin mancha.

Entonces, ¿por qué es que la promesa de salvación


eterna ya no parece tener mucho poder para atraer a los
hombres a Cristo? ¿Por qué el hombre moderno está más
interesado en cómo el evangelio puede ayudarle en esta

vida presente? Primero, porque los predicadores ya no


predican sobre la certeza del juicio y el peligro del infier-
no. Cuando los predicadores enseñan estas cosas bíblica
y claramente, los hombres comienzan a ver que su ma-
yor necesidad es ser salvos de la condenación eterna, y
las necesidades más “prácticas” de esta era presente, al

compararlas, se vuelven triviales. Segundo, debemos en-


tender que la gran mayoría de los hombres en la calle y

en la banca de la iglesia son carnales, y los hombres de


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mentalidad carnal aman a este mundo más que al mundo


por venir. Tienen poco interés en las cosas de Dios y la

eternidad.14 La mayoría asistirá con más prontitud a una

conferencia sobre autoestima o realización personal que

a escuchar un sermón sobre la santificación, sin la cual


nadie verá al Señor.15 Muchos cruzarían mar y tierra
para encontrar una mejor vida ahora, pero ¡no cruzarían

la calle para asistir a una serie de reuniones sobre la dig-


nidad infinita de Cristo o los sufrimientos del Calvario!

Aunque es cierto que el evangelio puede y a menudo


mejora la posición y la condición en la vida de uno, como
administradores del evangelio, debemos rehuir a la ten-
tación de atraer a oyentes y congregantes con cualquier

promesa distinta a Jesucristo y la vida eterna. Si bien


esto sería considerado más que radical en esta era mo-
derna de evangelismo, haríamos bien en proclamar a las
masas: “Jesucristo te promete dos cosas: salvación eter-
na en la cual esperar y una cruz sobre la cual morir.16 El
Espíritu y la esposa dicen: ´Ven´”.17

RETENIENDO EL EVANGELIO
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La doctrina de la perseverancia de los santos es una de


las verdades más preciosas para el creyente que la en-

tiende.18 Es el mayor consuelo y ánimo saber que El que

comenzó la buena obra en nosotros la terminará.19 Sin

embargo, esta doctrina ha sido gravemente pervertida,


llegando a ser el principal instrumento de falsa seguri-
dad para un incontable número de individuos que aún

no se han convertido y todavía están en sus pecados. Esta


es una “palabra dura”, pero no deja de ser cierta.

En el texto al principio del capítulo, el apóstol Pablo


escribe: “Por el cual asimismo, si retenéis la palabra que
os he predicado, sois salvos”. La palabra si introduce una
cláusula condicional que no debemos ignorar y no pode-

mos quitar. La lógica es clara. Una persona es salva si re-


tiene el evangelio, pero si no lo retiene, no es salva. Esto
no es una negación de la doctrina de la perseverancia,
sino más bien una explicación de la misma. Ninguno de
aquellos que cree verdaderamente para salvación está
condenado a la destrucción eterna. La gracia y el poder

de Dios que le salvaron lo guardarán hasta el día final.


Sin embargo, la evidencia de que verdaderamente ha

creído es que continúa en las cosas de Dios y no se aleja


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de Él. Aunque luche contra la carne y sea sujeto a mu-


chos fracasos, su vida completa revelará un progreso no-

table y definitivo tanto en la fe como en la santidad. Su

perseverancia no le salva o le hace objeto de la gracia,

pero revela que el verdaderamente salvo por la fe es obje-


to de la gracia. Dicho de manera llana, la prueba o vali-
dación de la conversión genuina es que aquel que profesa

fe en Cristo persevera en esa fe y crece en santificación a


través del curso de su vida. Si una persona profesa fe en

Cristo y se aparta o no progresa en santidad, esto no sig-


nifica que ha perdido su salvación. Revela que nunca se
convirtió verdaderamente.
Esta verdad está presente en toda la enseñanza de la

Escritura sobre la salvación. Jesús enseñó que aquel que


resistiera en su fe hasta el fin sería salvo.20 En la parábola
del sembrador, Él explicó que aunque muchos parecerían
abrazar el evangelio del reino, la mayoría desertarían a
causa de las aflicciones, la persecución, las preocupacio-
nes del mundo y la falsedad de las riquezas.21 El apóstol

Juan, refiriéndose a aquellos que habían dejado la iglesia


en Éfeso, escribió: “Salieron de nosotros, pero no eran de

nosotros; porque si hubieran sido de nosotros, habrían


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permanecido con nosotros; pero salieron para que se ma-


nifestase que no todos son de nosotros”.22

Es importante notar una vez más que esta Escritura

no es una negación de la seguridad del creyente en Cris-

to. El hijo de Dios genuinamente regenerado continuará


en la fe hasta el fin a causa de la fidelidad y del poder del
que comenzó la buena obra en él.23 Aún así, estas adver-

tencias tienen una función importante en la fe cristiana


y no deben ignorarse. Ellas nos ayudan a discernir las di-

ferencias entre la conversión falsa y la verdadera, y fun-


cionan como un aviso para que el creyente aplique toda
diligencia en asegurarse de su llamado y elección.24
Estas advertencias son especialmente relevantes a la

luz del estado presente del cristianismo evangélico en el


Occidente, y tienen implicaciones tremendas y de largo
alcance para muchos que profesan la fe en Cristo. Hay
muchos que creen que son salvos y plenamente cristia-
nos porque una vez elevaron una oración y le pidieron a
Jesús que viniera a sus corazones. Pero no continuaron

en la fe. Nunca salieron del mundo; o si lo hicieron, re-


gresaron rápidamente. No poseen una realidad práctica

del temor del Señor. No hay fragancia de la gracia divina


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en sus vidas. No hay evidencia externa de una transfor-


mación interna. No hay incluso un indicio de la discipli-

na divina que Dios provee para todos Sus hijos.25 Sin em-

bargo, están seguros de su salvación debido a una deci-

sión en su pasado y su creencia de que su oración fue ge-


nuinamente sincera. No importa cuán popular sea esta
creencia, no tiene fundamento bíblico.

Es cierto que la conversión sucede en un momento es-


pecífico en el tiempo cuando la persona pasa de muerte a

vida por medio de la fe en Jesucristo.26 Pero la seguridad


bíblica respecto a que una persona ha pasado de muerte a
vida encuentra su fundamento no solamente en un exa-
men del momento de la conversión, sino también en un

examen de su vida desde ese momento en adelante. En


medio de gran carnalidad, el apóstol Pablo no le pide a
los corintios que vuelvan a evaluar la experiencia de su
conversión en el pasado, sino que les exhorta a examinar
sus vidas en el presente.27
Haríamos bien en seguir el ejemplo de Pablo en cuan-

to a la orientación para los supuestos convertidos. Ellos


deben saber —y nosotros debemos enseñarles— que la

evidencia de una genuina obra salvífica de Dios en el pa-


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sado es la continuación de esa obra en el presente y hasta


el día final. Somos salvos si retenemos la palabra que nos

fue predicada. Podemos tener poca seguridad de salva-

ción o no tener ninguna en caso contrario. Si se predica-

ra correctamente, con convicción y pasión, esta simple


verdad bíblica derribaría la falsa seguridad de inconta-
bles multitudes en las bancas de las iglesias, y resultaría

en la salvación de muchos.
Oh, que Dios levante hombres que entiendan que la

falsa seguridad es uno de los grandes males de la era pre-


sente y la plaga que arruina el testimonio de la iglesia.
¿Cuándo nos daremos cuenta de que uno de los campos
misioneros más grandes en el Occidente lo constituyen

las bancas de nuestras iglesias cada domingo por la ma-


ñana? ¿Cuándo reconoceremos que nuestro trato super-
ficial del evangelio, nuestra ignorancia de la naturaleza
de la verdadera conversión y nuestra negación a practi-
car la disciplina compasiva dentro de la iglesia nos ha lle-
vado a este gran y mortal engaño?

1 David E. Garland, 1 Corintios, Baker Exegetical Commentary on the New

Testament [Comentario Exegético del Nuevo Testamento Baker] (Grand Ra-

pids: Baker Academic, 2003), 682.


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2 Romanos 4:20-22

3 Romanos 5:1

4 Efesios 2:10; Filipenses 2:13

5
Romanos 8:29
6
Filipenses 1:6
7 Romanos 8:28-30 RVC

8 Romanos 1:16; 10:13

9 1 Pedro 1:9

10 Efesios 2:1-3; Romanos 3:10-19

11 Romanos 5:6-10

12 Efesios 2:13

13 Efesios 1:7

14 Romanos 8:5

15 Hebreos 12:14

16 Este llamado no se originó con el autor, pero él escuchó estas palabras

hace muchos años en una serie de reuniones sostenidas por Leonard Raven-

hill.
17 Apocalipsis 22:17

18 El Resumen de Principios, la primera confesión que los bautistas respalda-

ron, describe la doctrina de la perseverancia: “Aquellos a quienes Dios ha

aceptado en el Amado, y santificado por Su Espíritu, nunca caerán total-


mente o finalmente del estado de gracia, sino que ciertamente perseverarán

hasta el fin”.
19 Filipenses 1:6

20 Mateo 24:13

21 Mateo 13:21-22

22 1 Juan 2:19

23 Filipenses 1:6
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24 2 Pedro 1:5-10

25 Hebreos 12:8

26 Juan 5:24

27
2 Corintios 13:5
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CAPÍTULO CUATRO

Un evangelio
de primera importancia
Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí.
—1 Corintios 15:3

No hay palabra o verdad más importante que el evange-


lio de Jesucristo. La Escritura está llena de muchos men-
sajes, el menor entre ellos es mucho más valioso que toda
la riqueza combinada del mundo y más importante que

los pensamientos más grandes alguna vez formulados


por la mente del hombre. Si el mismo polvo de la Escri-
tura es más precioso que el oro, ¿cómo podemos calcular
el valor o importancia del evangelio?1 Aun dentro de la

misma Escritura, el mensaje del evangelio no tiene igual.


La historia de la creación, aunque llena de esplendor, se
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inclina ante el mensaje de la cruz. La ley de Moisés y las


palabras de los profetas señalan hacia afuera, apuntando

hacia este mensaje singular de redención. Incluso la se-

gunda venida, aunque llena de asombro, permanece en

las sombras del evangelio. No es exageración decir que el


evangelio de Jesucristo es el gran y esencial mensaje, la
acrópolis de la fe cristiana, y el fundamento de la espe-

ranza del creyente.2


¡No hay nada más importante, nada más útil y nada

más necesario para la promoción de la gloria y el reino


de Dios! Prestando del lenguaje de Proverbios, justamen-
te diremos del evangelio: “Porque su ganancia es mejor
que la ganancia de la plata, y sus frutos más que el oro

fino. Más precioso es que las piedras preciosas; y todo lo


que puedes desear, no puede compararse con [él]”.3
Siendo esto cierto, comprender el evangelio debe ser
nuestra gloriosa pasión. Es una tarea imposible, pero es
digna de cada onza de nuestro esfuerzo, pues allí encon-
tramos todas las riquezas de Dios y gozo verdadero para

el creyente. Es digno de apartarnos de todo pequeño es-


fuerzo y de cualquier placer inferior de manera que po-

damos alcanzar las profundidades de la gracia de Dios re-


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veladas en este mensaje. Job 28:1-9 contiene una hermo-


sa ilustración de esta pasión:

Ciertamente la plata tiene sus veneros, y el oro lu-


gar donde se refina. El hierro se saca del polvo, y

de la piedra se funde el cobre. A las tinieblas po-


nen término, y examinan todo a la perfección, las

piedras que hay en oscuridad y en sombra de


muerte. Abren minas lejos de lo habitado, en luga-

res olvidados, donde el pie no pasa. Son suspendi-


dos y balanceados, lejos de los demás hombres. De
la tierra nace el pan, y debajo de ella está como
convertida en fuego. Lugar hay cuyas piedras son
zafiro, y sus polvos de oro. Senda que nunca la co-

noció ave, ni ojo de buitre la vio; nunca la pisaron


animales fieros, ni león pasó por ella. En el peder-
nal puso su mano, y trastornó de raíz los montes.

Incluso en el mundo antiguo de Job, hubo hombres


que estuvieron dispuestos a presionarse hasta el límite,
privarse de la vida sobre la superficie, cavar a través de
la roca sólida en la penumbra y sombras profundas,
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arriesgar la vida y los miembros del cuerpo, y no dejar


piedra sobre piedra en su búsqueda por los tesoros de

esta tierra. ¿Cuánto más nosotros que hemos sido ilumi-

nados por el Espíritu Santo y saboreado la buena Palabra

de Dios y los poderes de la era por venir, debemos estar


dispuestos a dejar todas las cosas de menor gloria para
buscar las glorias de Dios en el evangelio de Jesucristo?4

¿Por qué, entonces, es tan escasa entre el pueblo de Dios


una verdadera pasión por el evangelio?

UN EVANGELIO DILUIDO
Primero, debemos entender que el evangelio que “ha

sido una vez dado a los santos” ha pasado a través de mu-


chas revisiones y reducciones en las generaciones recien-
tes.5 Cuando consideramos la Escritura, rápidamente no-
tamos una gran diferencia en el contenido y en la calidad
entre el evangelio apostólico y nuestra versión más con-
temporánea. Incluso cuando leemos predicaciones del

evangelio por los reformadores, los puritanos Edwards,


Whitefield, Spurgeon y otros más recientes como

Martyn Lloyd-Jones, pronto nos damos cuenta que hoy


apenas tenemos el esqueleto de la proclamación del her-
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moso evangelio que ellos expusieron y se ha reducido a


unas pocas leyes espirituales. Lo hemos simplificado a

declaraciones doctrinales fáciles de entender que ampu-

tan mucho de su belleza original y dejan poco para admi-

rar o investigar más ampliamente.


Es ciertísimo que Dios tiene un plan, que nosotros so-
mos pecadores, y que Cristo murió y resucitó de manera

que pudiéramos ser salvos por fe, pero memorizar estas


declaraciones no significa que conocemos o entendemos

el evangelio. ¡No debemos ignorar tales piedras! Anima-


les inferiores pueden aprender a imitar y repetir, pero
nosotros debemos escudriñar la Escritura y descubrir el
significado de estas cosas. De la misma manera que los

mineros, debemos estar dispuestos a presionarnos hasta


el límite, privarnos de los gozos temporales y cavar a tra-
vés de incontables horas de estudio y oración para ganar-
nos el premio del conocimiento del evangelio. De otra
manera, siempre seremos un pueblo con un corazón in-
sensible debido a la ignorancia que está en nosotros.6 De-

bemos volver nuestros ojos a la roca de donde fuimos ta-


llados.7 ¡Debemos descubrir de nuevo el evangelio de an-

taño, ser cautivados por él y predicarlo con pasión como


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pueblo que conoce a su Dios y entiende lo que Él ha he-


cho por ellos!8

UNA COMPRENSIÓN INADECUADA DEL EVANGELIO


Una segunda razón por la que hoy al pueblo de Dios le
falta pasión por el evangelio es que muchos lo ven como

si se tratara de un curso básico sobre cristianismo o de


pequeños pasos dados en la fe que pronto se domina y se

deja atrás por temas más profundos. Sin embargo, nada


podría estar más lejos de la verdad. ¡El evangelio es el
“tema profundo” del cristianismo! La escatología y el li-
bro de Apocalipsis serán más claros en la segunda veni-

da, pero nunca dominaremos o comprenderemos com-


pletamente la gloria de Dios en el evangelio de Jesucris-
to. Cualquiera que piense que conoce el evangelio sufi-
cientemente bien como para dejarlo atrás y continuar
con cosas más grandes haría bien en seguir la amonesta-
ción del apóstol Pablo: “Y si alguno se imagina que sabe

algo, aún no sabe nada como debe saberlo”.9 Si tuviéra-


mos el poder para revivir a los grandes teólogos y predi-

cadores de la historia, testificarían que fueron bebés en


el evangelio durante su peregrinaje terrenal. Se unirían
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con los hombres sabios de Proverbios y exclamarían:


“¡No hay nadie más ignorante que yo! ¡No hay en mí ra-

ciocinio humano! No tengo estudios ni sabiduría; ¡no

tengo conocimiento alguno del Dios santo!”.10

Debemos entender que nuestro viaje en el evangelio


durará más allá de nuestra vida y más allá de mil eterni-
dades. Con cada nueva verdad descubierta, la gloria del

evangelio nos cautivará más y más hasta que consuma


nuestros pensamientos y gobierne nuestra voluntad.

Puedes preguntarte si hay alguna cosa digna de buscar,


alguna cosa suficientemente grande para llamar tu aten-
ción. ¡Ánimo! El evangelio es mucho más de lo que pue-
dan haberte dicho, y contiene una gloria inagotable. De

hecho, pasaremos la eternidad tratando de encontrar


toda la gloria que está contenida en este singular mensa-
je, y después de una eternidad de eternidades habrá toda-
vía gloria infinita nunca antes vista. ¡El evangelio siem-
pre será la cosa que los ángeles y los redimidos anhelan
contemplar!11 Recuerda esto: siempre debes estar cre-

ciendo en el evangelio y en tu conocimiento del mismo.


No es la introducción al cristianismo, sino que es cristia-
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nismo de la A a la Z. Tú no tienes que dominar el evange-


lio, ni lo dominarás, ¡pero él te dominará a ti!

FALTA DE INSTRUCCIÓN EN EL EVANGELIO


Una tercera razón para la falta de pasión por el evangelio
entre el pueblo de Dios surge de una suposición fatal e

incorrecta: suponemos que el pueblo de Dios, incluso los


ministros de Dios, entienden el evangelio y, por lo tanto,

descuidamos el instruirles en el evangelio y hacer de esta


instrucción una prioridad. Cuando un nuevo convertido
confiesa públicamente su fe, ¿durante cuánto tiempo se
le instruye en el evangelio? A menudo, alguien le orienta

por unos pocos minutos usando un tratado que presenta


el evangelio paso a paso, y luego se le coloca en una clase
de discipulado para que aprenda los principios básicos de
la vida cristiana. ¿Cuánta instrucción sobre el evangelio
ha escuchado desde el púlpito? Es posible que se siente
en la banca su vida entera sin escuchar sermones dedica-

dos a una explicación correcta y específica de lo que se al-


canzó a través del Calvario y la tumba vacía. Si siente el

llamado al ministerio, ¿a cuántas clases asistirá en el se-


minario que estén exclusivamente dedicadas al conteni-
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do y la aplicación del evangelio? Uno tendría que revisar


los programas de estudio de muchas instituciones reli-

giosas antes de encontrar una clase específicamente de-

dicada para este propósito. Antes del reinado del piadoso

rey Josías, la ley de Dios había estado perdida en el tem-


plo por muchos años.12 ¿Ha ocurrido lo mismo entre no-
sotros? ¿Se ha perdido el evangel entre los evangélicos?

El ABANDONO DEL EVANGELIO EN LA PREDICACIÓN


Una cuarta y final razón para la falta de pasión por el
evangelio en las bancas de las iglesias es la falta de pasión
por este desde el púlpito. El ministro de Cristo es sobre

todo un ministro del evangelio de Cristo. Es nuestra res-


ponsabilidad como administradores, nuestro privilegio y
nuestra carga.13 Aunque seamos vasijas terrenales, frági-
les y rotas, llevamos el más precioso tesoro que el cielo y
la tierra han conocido.14 Dios nos ha apartado para mo-
rar en Su presencia. Él nos llama a usar la mayor parte de

nuestros días en la búsqueda de Sus misterios y en reve-


larlos a otros a través de la palabra predicada. Pero mu-

chos predicadores hoy se han desviado de su llamado pri-


mario de conocer a Dios y de darlo a conocer. El estudio
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es estéril y el armario de la oración permanece cerrado.


El ministro ya no es un hombre de Dios sino un hombre

de la gente. El mensaje del predicador ya no es: “¡Así dice

el Señor!”, sino que su mensaje surge de cuestionarios y

de su supuesto conocimiento de las necesidades de la


congregación. Él no puede decir como el profeta Elías:
“por el Señor de los ejércitos, en cuya presencia estoy”,

ni puede pararse delante del pueblo como uno enviado


de Dios.15

Nosotros, que servimos en el nombre de Dios, no so-


mos llamados a ser instructores de vida espiritual, facili-
tadores o conferenciantes motivacionales. ¡Nosotros so-
mos predicadores! Solamente porque el mundo se burla

de este título, y solamente porque hay un sinnúmero de


charlatanes que le dan buenas razones para que lo haga,
no significa que debemos menospreciar la responsabili-
dad que Cristo ha colocado sobre nosotros. Nosotros so-
mos predicadores, y sobre todo, somos predicadores del
evangelio. No debemos ser seducidos por ningún propó-

sito inferior simplemente porque tiene la aprobación del


mundo. No debemos ser persuadidos a dejar nuestros

aposentos de estudio y oración. Al contrario, debemos


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comprometernos a buscar la santidad.16 Debemos ser di-


ligentes para presentarnos aprobados delante de Dios

como obreros que no tienen de qué avergonzarse y que

usan bien la palabra de verdad.17 Debemos esforzarnos en

estas cosas, concentrarnos en ellas, de manera que nues-


tro progreso sea evidente a todos.18 Nunca debemos des-
cuidar el don espiritual en nosotros, sino ocuparnos en la

lectura pública de la Escritura, la exhortación y la ense-


ñanza.19

Seamos como los apóstoles del pasado que declara-


ron, ante muchas otras necesidades válidas: “No es justo
que nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las
mesas […] Y nosotros persistiremos en la oración y en el

ministerio de la palabra”.20 Seamos como los mineros de


los días de Job, presionándonos hasta el límite, incluso
privándonos de la vida sobre la superficie, cavando a tra-
vés de la roca sólida en la penumbra y las sombras pro-
fundas, de manera que podamos descubrir los infinitos
tesoros del evangelio de Jesucristo y ponerlos delante del

pueblo de Dios. Esta es la única manera de encender en


llamas tanto al púlpito como a la banca de la iglesia.

1 Job 28:6
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2 Acrópolis viene de las palabras griegas akro que significa “alto” y polis que

significa “ciudad”. El evangelio es el punto alto de la fe cristiana, su ciudad


fortificada.
3 Proverbios 3:14-15

4
Hebreos 6:4-5
5 Judas v. 3

6 Efesios 4:18

7 Isaías 51:1

8 Daniel 11:32

9 1 Corintios 8:2

10 Proverbios 30:2-3

11 1 Pedro 1:12

12 2 Crónicas 34:14-21

13 1 Corintios 4:1; 1 Timoteo 1:12; 1 Pedro 1:12; 1 Corintios 9:16

14 2 Corintios 4:7

15 1 Reyes 18:15; Juan 1:6

16 1 Timoteo 4:7-8

17 2 Timoteo 2:15

18 1 Timoteo 4:15

19 1 Timoteo 4:13-14

20 Hechos 6:2,4
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CAPÍTULO CINCO

Un evangelio
recibido y entregado
Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo
recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, con-

forme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que re-


sucitó al tercer día, conforme a las Escrituras.

—1 Corintios 15:3-4

En el texto anterior aprendemos dos verdades importan-


tes acerca del evangelio. Primero, no es resultado de la
invención humana, sino de hombres movidos por el Es-

píritu Santo.1 Por lo tanto, conlleva toda la autoridad de


la Escritura como un mensaje espirado por Dios.2 Segun-
do, fue un mensaje entregado una vez y para siempre a
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los santos, y cada generación de creyentes es responsable


de pasarlo inalterado a la siguiente generación.3

UN EVANGELIO RECIBIDO
Cuando el apóstol Pablo escribe que el “recibió” el evan-
gelio, está haciendo una afirmación de revelación espe-

cial. Él no fabricó este mensaje ni lo prestó de otros. Más


bien, vino a él por medio de una revelación especial de

Jesucristo. En Gálatas 1:11-12, Pablo describe esta expe-


riencia con mayor detalle: “Mas os hago saber, herma-
nos, que el evangelio anunciado por mí, no es según
hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre al-

guno, sino por revelación de Jesucristo”.


El propósito de Pablo de relatar esta experiencia única
es demostrar que su evangelio tiene un origen divino. Él
no está escribiendo para exaltarse a sí mismo o sugerir
que su evangelio de alguna manera era diferente del que
recibieron los otros apóstoles o la iglesia como un todo.

De hecho, más tarde relata en la misma carta él relata


que había sometido su evangelio a aquellos que tenían

cierta reputación en la iglesia de Jerusalén, y ellos ni le


corrigieron ni le comunicaron algo nuevo para su enten-
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dimiento.4 Pablo tiene la intención de demostrar que hay


un solo evangelio. Este evangelio nació en el corazón de

Dios y fue dado a la iglesia por medio de los apóstoles. Es

palabra eterna e inmutable que trasciende el tiempo y la

cultura. No debe modificarse o adaptarse para complacer


los paladares de las diferentes culturas o épocas; al con-
trario, debe tenérsele en la más alta estima como verdad

absoluta e inalterable.
Por esta razón, nosotros que somos recipientes y ad-

ministradores del evangelio debemos aprender a tratarlo


con gran cuidado, incluso con temor. Judas, el medio
hermano del Señor, nos exhorta a luchar ardientemente
por esta fe del evangelio que una vez fue dada a los san-

tos, y el apóstol Pablo nos advierte que lo guardemos


como un tesoro que nos ha sido confiado.5 Él incluso va
más allá al pronunciar una maldición sobre cualquier
hombre o ángel que altere su contenido por cualquier ra-
zón: “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anun-
ciare otro evangelio diferente del que os hemos anuncia-

do, sea anatema. Como antes hemos dicho, también aho-


ra lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del

que habéis recibido, sea anatema”.6


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Cada generación de cristianos debe comprender que


ha recibido un evangelio eterno.7 Como administrado-

res, es nuestra obligación preservar ese evangelio sin

añadir o quitar algo, sin hacerle cualquier clase de modi-

ficación. Alterar el evangelio en cualquier manera es


traer maldición sobre nosotros y pasar un evangelio co-
rrompido a las siguientes generaciones. Por esta razón, el

apóstol Pablo insta al joven Timoteo a que se ocupe en


las verdades que se le confiaron, y le promete que al ha-

cerlo así aseguraría la salvación para sí mismo y para


aquellos que lo escucharan.8
Nosotros que hemos recibido el evangelio tenemos el
terrible compromiso de entregarlo en su totalidad y pu-

reza apostólica. Este compromiso no es solamente para


con Dios sino también para con nuestra propia genera-
ción y las generaciones por venir. El apóstol Pablo decla-
ró a la iglesia en Roma que él estaba en deuda “a griegos
y a no griegos, a sabios y a no sabios”.9 De manera simi-
lar, nosotros también somos deudores a todos los hom-

bres que viven ahora y a las innumerables generaciones


de hombres que todavía estén por venir. En la medida

que seamos fieles al evangelio, seremos como luces bri-


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llando en la oscuridad y una fuente de bendición para las


siguientes generaciones. En la medida que seamos otra

cosa, seremos enemigos de la cruz de Cristo, piedras de

tropiezo en medio del reino y culpables del hundimiento

de la fe de muchos.10 Como ministros del evangelio, se ha


colocado sobre nosotros una responsabilidad que es tan
terrible como maravillosa. ¿Quién es suficiente para es-

tas cosas? ¿Quién es competente para esta tarea?11


Conociendo la seriedad de nuestro compromiso, pro-

curemos con diligencia presentarnos aprobados ante


Dios, como obreros que no tienen de qué avergonzarse y
que usan bien la palabra de verdad.12 Imitemos a Esdras
el escriba, quien “había preparado su corazón para inqui-

rir la ley de Jehová y para cumplirla, y para enseñar en


Israel sus estatutos y decretos”.13 Sigamos el ejemplo del
sacerdote piadoso a quien Dios honró por medio del pro-
feta Malaquías: “Mi pacto con él fue de vida y de paz, las
cuales cosas Yo le di para que me temiera; y tuvo temor
de Mí, y delante de Mi nombre estuvo humillado. La ley

de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada


en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a

muchos hizo apartar de la iniquidad. Porque los labios


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del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el


pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de

los ejércitos”.14

Hay algo peor que permanecer en silencio mientras

los perdidos de este mundo corren apresuradamente ha-


cia el infierno: el crimen de predicar un evangelio distin-
to al que fue dado a los santos. Por esta razón, debemos

censurar el evangelio del cristianismo evangélico con-


temporáneo, pues está diluido, esculpido culturalmente,

un evangelio mutilado que permite que los hombres


mantengan alguna forma de santidad mientras niegan su
poder, profesan conocer a Dios mientras lo niegan con
sus obras, y llaman a Jesús “Señor, Señor”, mientras que

no hacen la voluntad del Padre.15 ¡Ay de nosotros si no


predicamos el evangelio, pero mayor ay si lo predicamos
incorrectamente!16

UN EVANGELIO ENTREGADO CORRECTAMENTE

La ley del Antiguo Testamento contiene muchas prohibi-


ciones sobre mezclas de cualquier tipo.17 Cuando dos ti-

pos de cualquier cosa se mezclan, sus distinciones se


vuelven borrosas, y ambos se pierden. Lo mismo puede
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decirse del evangelio. El evangelio lo es todo en el cristia-


nismo y en la Escritura, pero no todo en el cristianismo o

la Escritura es el evangelio.18 La sanidad física, un matri-

monio sano, y el cuidado providencial de Dios, aunque se

basan y fluyen del evangelio, no son el evangelio.


Es muy riesgoso para un ministro pensar que todo lo
que predica es el evangelio de Jesucristo, o que todo en

su ministerio podría llamarse ministerio del evangelio.


El evangelio es un mensaje muy específico en la Escritu-

ra, y este texto lo define clara y concisamente: “Porque


primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí:
Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las
Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer

día, conforme a las Escrituras”.19


En las propias palabras de Pablo, nosotros aprende-
mos que el evangelio de Jesucristo descansa sobre dos
grandes pilares: Su muerte y resurrección. La referencia
a Su sepultura se debe a dos importantes razones. La pri-
mera es que la Escritura profetizó Su muerte y la profe-

cía debía cumplirse.20 La segunda es que confirma o de-


muestra Su muerte y sienta las bases para Su resurrec-

ción y ascensión. Fue sepultado porque realmente mu-


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rió, y puesto que Su muerte fue real, así también Su resu-


rrección.

Mientras avanzamos en esta labor, consideraremos

estas grandes verdades del evangelio, pero por el mo-

mento tenemos solo una meta: demostrar que se nos re-


quiere no solamente proclamar estas verdades, sino tam-
bién explicarlas. Cuando predicamos o comunicamos el

evangelio en cualquier forma, deberíamos preguntarnos


cuánto de su contenido esencial estamos realmente

transmitiendo. Muchos pueden citar de memoria los tres


hechos del evangelio registrados en nuestro texto: Cristo
murió, fue sepultado y resucitó. Sin embargo, ¿cuántos
comprenden lo que estas tres cosas significan? Y ¿por

qué rara vez se explican desde el púlpito? ¿Tenemos una


opinión tan pobre del evangelio que pensamos que no es
digno de una explicación minuciosa? O ¿tenemos un
punto de vista tan superficial que creemos que no requie-
re explicación? Quizá simplemente asumimos que todos
entienden el evangelio y no es necesario explicarlo.

COMPONENTES DE LA PREDICACIÓN CENTRADA EN


EL EVANGELIO
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El poder de las palabras está en su significado. No es sufi-


ciente citar ciertas proposiciones de memoria con rela-

ción al evangelio, sino que también debemos trabajar di-

ligentemente para explicarlas. Por esta razón, el evange-

lista debe ser además un escriba, y el predicador debe ser


además un maestro. ¡Nuestra proclamación valiente de
la muerte y resurrección de Cristo debe incluir una expli-

cación bíblica, reflexiva y clara de lo que significan exac-


tamente estas cosas! Las siguientes cuatro aplicaciones

demuestran esta necesidad.


Primero, la predicación del evangelio requiere que
proclamemos con valentía a los hombres que Cristo mu-
rió por sus pecados. Aunque no hay duda de que el Espí-

ritu Santo puede usar estas cinco palabras para salvar al


hombre más vil, no hay fundamento en la Escritura para
asumir que debemos dejar sin explicación esta verdad de
extrema importancia.21 Los hombres no pueden entender
adecuadamente el significado de la muerte de Cristo a
menos que entiendan algo de su propio pecado. Por con-

siguiente, debemos tratar de darles a conocer no solo la


naturaleza de su pecado y su propia pecaminosidad, sino

además esforzarnos en enseñarles acerca del carácter jus-


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to de Dios y Su respuesta al pecado de cada clase y mag-


nitud. Debemos hacerlo manteniendo el balance entre la

franqueza y la compasión, de la misma manera en que un

buen doctor busca explicar la grave naturaleza de la en-

fermedad de su paciente de manera que pueda buscar


una cura sin tardanza.22 Este trabajo preliminar, o de “la-
branza en el corazón humano”, es una necesidad absolu-

ta en la predicación del verdadero evangelio. Recorde-


mos que fue solamente después de la gran proclamación

del Señor de Sus propios atributos que Moisés “apresu-


rándose, bajó la cabeza hacia el suelo y adoró”.23 Y fue so-
lamente después de que Dios le reveló a Pablo los justos
requerimientos de la ley que su pecado fue expuesto y su

propia justicia destruida y que él fue convertido.24


Segundo, la predicación del evangelio requiere que le
digamos a los hombres que Cristo murió conforme a la
Escritura. Aunque esta es una de las declaraciones más
poderosas en la Escritura, su impacto en el corazón hu-
mano se incrementa exponencialmente a medida que la

predicación del evangelio desarrolla apropiadamente sus


verdades y da a conocer sus implicaciones. Por ello, de-

bemos trabajar con la Escritura para explicar a los hom-


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bres la naturaleza exacta y las implicaciones de la muerte


de Cristo. Cristo murió no solamente por nuestro peca-

do, sino también debido al carácter de Dios: Él es justo y

no puede justificar o perdonar al malvado sin satisfacer

primero las demandas que Su justicia tiene contra el pe-


cador.25 Cristo no solamente murió, sino que tomó el lu-
gar de Su pueblo, llevó su culpa, sufrió la ira de Dios y

derramó Su sangre.26 Por medio de Su sufrimiento, la


justicia divina fue satisfecha y la ira de Dios fue aplacada;

entonces Dios puede mostrarse ahora como justo y justi-


ficar a aquellos que colocan su fe en Él.27
Casi cada obra teológica clásica sobre la cruz de Cristo
identifica y explica estas verdades a través de doctrinas

como redención, sustitución penal, imputación, propi-


ciación y expiación. Estas doctrinas no son extravagan-
tes, innecesarias o inaccesibles, sino que son verdades
esenciales del evangelio. Pueden y deben predicarse a to-
dos los hombres, creyentes y no creyentes por igual.
¡Aquellos que argumentan que son doctrinas muy pro-

fundas para que el hombre común las entienda estarían


usando el mismo lenguaje de los papas del pasado que
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quemaban biblias porque declaraban que el pueblo de


Dios era muy ignorante para leerlas!

Tercero, la predicación del evangelio requiere que di-

gamos a todos los hombres que Cristo fue levantado de

entre los muertos al tercer día. Sin embargo, para que


esta proclamación influya en el hombre del siglo XXI, de-
bemos además explicar el significado y las implicaciones

de la resurrección. Debemos proclamar a los hombres


que la resurrección fue la vindicación pública de Dios Pa-

dre de que Jesús es Su Hijo, y fue la señal de que aceptó


la obra redentora de Cristo a favor de Su pueblo.28 Debe-
mos explicar cómo la resurrección sienta las bases para
la ascensión de Cristo, y es la evidencia de que Dios ha

hecho a este Jesús, a quien nosotros crucificamos, Señor


y Cristo.29 Debemos compartir que Dios ha exaltado a Je-
sús hasta lo sumo y le dio un nombre que es sobre todo
nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda
rodilla y toda lengua confiese que Jesucristo es el Se-
ñor.30 Debemos advertir a los hombres que la resurrec-

ción de Cristo demuestra no solamente que el mundo tie-


ne un Salvador, sino también que el universo tiene un

Rey quien reinará hasta que todo Su pueblo se reúna y


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Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies.31 Él


vendrá otra vez y juzgará al mundo con justicia.32 Por tal

razón, todos los hombres, independientemente de su po-

sición —mendigos y reyes por igual— deben mostrar dis-

cernimiento y rendirle culto al Hijo, no sea que se enoje


y perezcan. Pues Su ira se enciende de repente, y ¡biena-
venturados son los que confían en Él!33

Finalmente, la predicación del evangelio requiere que


roguemos a los hombres que vengan a Cristo. Sin embar-

go, nuestra súplica debe ser tan bíblica como nuestro


mensaje. No debemos reducir los grandes mandamientos
de arrepentimiento y fe a nada más que la repetición de
una oración. Nuestros oyentes deben entender que el

arrepentimiento es un cambio de la mente que abarca no


solo el intelecto sino además la voluntad y las emocio-
nes. Ellos deben comprender que la naturaleza de la fe
salvífica es “la certeza de lo que se espera, la convicción
de lo que no se ve”, estando plenamente convencidos que
lo que Dios ha prometido en Jesucristo es también capaz

de cumplirlo.34 Asimismo, debemos instruir a nuestros


oyentes sobre la evidencia de la conversión. Debemos ad-

vertirles que el arrepentimiento genuino trae el fruto de


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arrepentimiento, y que la fe sin obras es muerta.35 Debe-


mos exhortarles a que se examinen y se prueben a sí mis-

mos para ver si están en la fe, y sean diligentes para ase-

gurar su llamado y elección.36 No solamente debemos

predicar a los hombres un evangelio bíblico, sino que


este debe ser seguido de una invitación bíblica y de la
instrucción correcta. ¡No debemos arrojarlos hacia la

eternidad aferrados nada más que a una oración, con so-


lamente unas pobres palabras de seguridad sonando en

sus oídos!
Las breves explicaciones dadas anteriormente son
fragmentos del inescrutable evangelio de Jesucristo que
somos responsables de proclamar a las naciones. Debe-

mos decirle a cada criatura lo que Cristo ha hecho, pero


también explicar lo que significa y lo que debemos hacer
como respuesta al mismo. Las proclamaciones y las pala-
bras que las forman son importantes, pero solamente en
la medida que se definen y aplican correctamente. Este
es el caso con el evangelio.

La importante tarea del evangelista cristiano es pro-


clamar como un heraldo y explicar como un escriba.37 En

la Escritura abundan estos ejemplos. Felipe explica al


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etíope eunuco acerca de Cristo por medio de su explica-


ción de las profecías de Isaías.38 Priscila y Aquila toman a

Apolos aparte y le explican el camino de Dios con más

precisión.39 El apóstol Pablo se reúne con los judíos de

Tesalónica durante tres días de reposo, “declarando y ex-


poniendo por medio de las Escrituras que era necesario
que el Cristo padeciera y resucitase de los muertos”.40 Fi-

nalmente, está el más grande expositor de todos, nuestro


Señor Jesucristo, quien dio a conocer a Dios delante de

los hombres en Su encarnación y expuso el evangelio a


Sus desconcertados discípulos en el camino a Damasco:
“Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los
profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de Él

decían”.41

1 2 Pedro 1:21

2 2 Timoteo 3:16

3 Judas v. 3

4 Gálatas 2:1-10

5 Judas v. 3; Timoteo 1:14

6 Gálatas 1:8-9

7 Apocalipsis 14:6

8 1 Timoteo 4:15-16

9 Romanos 1:14
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10 Filipenses 3:18; Mateo 13:41; 1 Timoteo 1:19

11 2 Corintios 2:16

12 2 Timoteo 2:15

13
Esdras 7:10
14
Malaquías 2:5-7
15 2 Timoteo 3:5; Tito 1:16; Mateo 7:21

16 1 Corintios 9:16

17 Levítico 19:10

18 En el sentido que es la verdad esencial del cristianismo y la Escritura.

19 1 Corintios 15:3-4

20 Isaías 53:9; Mateo 27:57-60

21 Romanos 1:16; 1 Corintios 2:2; 2 Timoteo 2:15

22 2 Timoteo 2:25: “que corrija con manse-dumbre a los que se oponen, por

si acaso Dios les concede arrepentirse para que conozcan la verdad”.


23 Éxodo 34:8

24 Romanos 7:9-11

25 Proverbios 17:15; Éxodo 34:6-7; Romanos 3:23-26

26 Hebreos 9:22

27 Isaías 53:4-6, 10

28 Romanos 1:4; 4:25

29 Hechos 2:36

30 Filipenses 2:6-11

31 Lucas 20:41-44; Hechos 2:34-35; Hebreos 10:12-13

32 Hechos 17:31

33 Salmo 2:10-12

34 Hebreos 11:1; Romanos 4:21

35 Mateo 3:8; Santiago 2:14-26


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36 2 Corintios 13:5; 2 Pedro 1:10

37 En esta discusión, “Christian evangelist” [“El evangelista cristiano”] vaga-

mente se refiere a cualquier cristiano que predica o comparte el evangelio.


38 Hechos 8:26-35

39 Hechos 18:26

40 Hechos 17:3

41 En Juan 1:18, el término “dar a conocer” viene de la palabra griega exegéo-

mai, la cual significa sacar o extraer una enseñanza o verdad. Lucas 24:27:
Aquí, la palabra declarar viene de la palabra griega diermeneúo, la cual sig-

nifica revelar el significado de algo, explicarlo o exponerlo.


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PARTE DOS

El poder de Dios
para salvación
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Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es po-


der de Dios para salvación a todo aquel que cree; al ju-

dío primeramente, y también al griego.


—Romanos 1:16
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CAPÍTULO SEIS

El evangelio
Porque no me avergüenzo del evangelio.
—Romanos 1:16

Antes de que consideremos la valentía de Pablo en predi-

car el evangelio, debemos entender algo sobre el evange-


lio que predicaba. Es un sano principio de comunicación
definir términos antes de cualquier debate o discusión
apropiada. Esto empareja las condiciones y permite a los
involucrados saber dónde están los otros y qué quieren
decir cuando hablan. Los evangélicos hoy definen los tér-

minos teológicos de manera tan amplia que no podemos


suponer que estamos hablando de la misma cosa, aunque
estemos usando las mismas palabras. Esto es especial-
mente cierto con relación al evangelio.
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La primera cosa digna de considerar en nuestro texto


es el artículo definido el. Pablo no tenía un evangelio que

fuera suyo. No era un evangelio paulino a diferencia de

un evangelio petrino o un evangelio joánico.1 Aunque

algo de las personalidades de estos apóstoles brilla a tra-


vés de su presentación, el evangelio que ellos compartían
era el mismo. Ellos no apoyarían este frecuente lenguaje

de nuestros días, que habla de diferentes variaciones,


versiones y sabores del evangelio, como si pudiera haber

más de uno.2
Lo segundo es que Pablo no tenía un evangelio que
fuera propio de cierta cultura. Él no predicó una varia-
ción a los judíos y otra a los gentiles. Aunque estaba al

tanto de las diferencias culturales, y usó los avances sin-


gulares provistos por cada cultura, su evangelio no se
adaptó para que encajara en la cultura o le fuera menos
ofensivo a la misma. De hecho, lo ofensivo del evangelio
tanto para judíos como para gentiles fue lo que puso su
vida en constante peligro. Es poco probable que el após-

tol Pablo entendiera la preocupación abrumadora del


cristianismo evangélico contemporáneo en entender con

minuciosidad una cultura específica y adaptar su mensa-


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je y metodologías a la misma. Pablo entendió que, en úl-


tima instancia, todos los hombres de cualquier cultura

sufren del mismo mal, y solamente un mensaje tiene el

poder de salvarles.

Finalmente, Pablo no tenía un evangelio que fuera


propio de cierta época en la historia del mundo. Sin lu-
gar a dudas hubo cambios significativos en el Imperio

Romano con el paso de cada década de la vida de Pablo,


pero él predicó el mismo evangelio desde el comienzo de

su ministerio apostólico hasta su muerte. Sin duda, él se


sorprendería ante el cristianismo contemporáneo que
cree que con el paso de cada década viene una nueva ge-
neración que requiere una nueva presentación o adapta-

ción del evangelio.

SIMILITUDES ENTRE LAS ENSEÑANZAS DE JESÚS Y


PABLO
Es claro desde la Escritura que hubo una continuidad

ininterrumpida entre lo que Jesús hizo y comunicó a Sus


seguidores, y lo que Pablo creyó y predicó. En el evange-

lio de Jesús, Dios es amor. Él hace salir Su sol sobre ma-


los y buenos, y hace llover sobre justos e injustos.3 En el
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tiempo preciso, Él dio su mayor demostración de amor al


enviar a Su amado Hijo para que los hombres no perez-

can sino que tengan vida eterna por medio de Él.4

En el evangelio de Pablo, Dios es amor. Él no se ha

quedado sin testimonio de Su misericordia, sino que Él


colma de bienes a los hombres, les da lluvia del cielo y
hace fructificar la tierra, satisfaciendo sus corazones con

alimento y alegría.5 En el tiempo preciso, Su amor alcan-


zó su punto culminante al dar a Su Hijo para morir por

una raza caída aun siendo pecadores débiles y enemigos


de Dios.6
En el evangelio de Jesús, los hombres son malos y son
esclavos del pecado.7 Ellos son árboles malos que dan

frutos malos.8 Aborrecen la luz de la revelación de Dios y


no se acercan a ella por temor a que sus malas obras sean
expuestas.9 Sus corazones están llenos de malos pensa-
mientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos,
falsos testimonios y blasfemias. Aun el mayor moralista
entre los hombres no es más que un sepulcro blanqueado

lleno de huesos de muertos e inmundicia.10


Pablo hace las mismas acusaciones contra nuestra

raza caída: “Por cuanto todos pecaron y están destituidos


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de la gloria de Dios”.11 No hay ni uno solo que sea justo.


No hay quien entienda; no hay quien busque a Dios. To-

dos se desviaron y se han vuelto inútiles. No hay quien

haga lo bueno, y no hay temor de Dios delante de sus

ojos.12 Por esta razón, la ley sirve solamente para dar con-
vicción a los hombres de su pecado, destruir sus esperan-
zas basadas en su propia justicia, y dejarlos sin excusa,

totalmente dependientes de las misericordias de Dios.13


En el evangelio de Jesús, todos los hombres no cre-

yentes están condenados delante de Dios, y Su ira recae


sobre ellos.14 Los galileos que murieron a manos de Pilato
y los dieciocho sobre los cuales cayó la torre de Siloé no
sufrieron estas cosas porque fueran más pecadores que

los otros hombres, sino más bien todos los hombres me-
recen la misma suerte y es solamente la misericordia di-
vina la que los protege. Todos merecen la muerte bajo la
ira de Dios y morirán a su debido tiempo si no se arre-
pienten.15 En el evangelio de Pablo, la ira de Dios se reve-
la desde el cielo contra toda impiedad y maldad de los

hombres quienes injustamente restringen la verdad.16


Pero por la obstinación y dureza de sus corazones, van
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acumulando ira contra sí mismos para el día de la ira,


cuando Dios revelará Su justo juicio.17

En el evangelio de Jesús, la cruz es el hecho esencial y

la obra culminante de redención. Era necesario que el

Cristo padeciera antes de entrar otra vez en Su gloria.18


Por ello, Él enseñó a Sus discípulos que debía ir a Jerusa-
lén y padecer mucho, morir, y resucitar al tercer día.19

En Getsemaní y el Gólgota, reveló que Sus sufrimientos


no estaban confinados al maltrato de hombres o demo-

nios.20 Sobre la cruz, Él bebió la copa llena de la ira de


Dios y murió como un hombre desamparado.21
En el evangelio de Pablo, este mismo gran tema ocu-
rre en cada página. Pablo predicó a los hombres como de

absoluta importancia lo que él había recibido: “Que Cris-


to murió por nuestros pecados, conforme a las Escritu-
ras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, con-
forme a las Escrituras”.22 Pablo demostró con pruebas
irrefutables que Cristo fue el que llevó el pecado, se hizo
maldición y murió bajo la ira de Dios como propiciación

por Su pueblo.23 Él proclamó a Cristo crucificado, que


para los judíos era una piedra de tropiezo, y para los gen-

tiles una locura.24 La cruz no fue un tema de poca impor-


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tancia para Pablo. Lo era todo. Lo mantuvo cautivo y


constantemente le obligó a actuar.25

El evangelio de Jesús llama a los hombres al arrepen-

timiento de sus pecados y a creer.26 Él promete que aque-

llos que obedezcan el llamado recibirán vida eterna.27 Le


advierte al resto que ellos perecerán bajo la ira de Dios si
no se arrepienten y si no creen.28 El evangelio de Pablo

provee las mismas promesas y advertencias. El apóstol


testifica con toda solemnidad, a judíos y a griegos, sobre

la necesidad de volverse a Dios y poner la fe en nuestro


Señor Jesucristo. Proclamó que Dios ha mandado que to-
dos los hombres se arrepientan, y advirtió que no fueran
engañados con palabras vanas, porque por estas cosas

viene la ira de Dios sobre aquellos que no lo obedecen.29


En el evangelio de Jesús, el discipulado sincero y cos-
toso siempre acompaña a la conversión genuina. Jesús a
menudo dividió a las grandes multitudes que le seguían
al hacerles demandas radicales: “Si alguno viene a mí, y
no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y her-

manos, y hermanas, y aun también su propia vida, no


puede ser Mi discípulo”.30 Incluso advirtió a Sus propios

discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niégue-


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se a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el


que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda

su vida por causa de Mí, la hallará”.31

El evangelio de Pablo contiene las mismas demandas

radicales para el discipulado. En cuanto a la santidad, Pa-


blo exhorta a los creyentes a que salgan de este mundo y
se aparten.32 En cuanto a la justicia, manda a los creyen-

tes a que se consideren muertos al pecado y vivos como


instrumentos de justicia.33 En cuanto a la fidelidad, los

creyentes son animados a resistir a pesar de las muchas


tribulaciones y persecuciones que ciertamente padecerán
aquellos que desean vivir piadosamente en Cristo Je-
sús.34

El evangelio de Jesús enseña a los hombres que una


mera profesión de fe no es evidencia sólida de salvación.
Jesús advirtió que no todo el que le diga “Señor, Señor”,
entrará en el reino de los cielos, sino aquel que haga la
voluntad de Su Padre que está en los cielos.35 Jesús insis-
tió en que el fruto de la vida de uno es la prueba de salva-

ción, y que todo aquel que no produce frutos buenos es


cortado y echado en el fuego.36
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El evangelio de Pablo contiene las mismas adverten-


cias solemnes. Él exhorta a aquellos que han profesado fe

en Cristo a que se examinen y se prueben a sí mismos

para ver si están realmente en la fe.37 Les advierte acerca

de quienes tienen apariencia de piedad pero niegan su


eficacia, y dicen conocer a Dios pero lo niegan con sus
hechos.38

Finalmente, el evangelio de Jesús está lleno de adver-


tencias acerca del juicio futuro y los terrores del infier-

no. De hecho, Jesús habló más acerca de esta terrible


verdad que todos los otros profetas y apóstoles juntos.
Como dijo Jesús, un gran día de juicio viene cuando los
hombres serán separados como ovejas y cabras, y una

gran multitud escuchará: “Apartaos de mí, malditos, al


fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”.39 El
asunto era tan crucial para Jesús que dio la siguiente ad-
vertencia incluso a quienes consideraba Sus amigos: “No
temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más
pueden hacer. Pero os enseñaré a quién debéis temer: Te-

med a aquel que después de haber quitado la vida, tiene


poder de echar en el infierno; sí, os digo, a este temed”.40
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El evangelio del apóstol Pablo concuerda con Cristo


en el tema del juicio y el infierno. Escribe que los malos

están acumulando ira contra sí mismos para el día de la

ira, cuando Dios revelará Su justo juicio.41 Y advierte tan-

to a creyentes como a no creyentes a no ser engañados


con las palabras vanas de aquellos que niegan la realidad
de la retribución e ira divinas. Dios no será burlado.

Todo lo que el hombre siembre, eso también segará.42


Como Cristo, Pablo es explícito y no se disculpa por sus

palabras: “…cuando se manifieste el Señor Jesús desde el


cielo con los ángeles de Su poder, en llama de fuego, para
dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obede-
cen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales

sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la pre-


sencia del Señor y de la gloria de Su poder”.43
De los textos que hemos tomado en cuenta, es obvio
que no hay contradicción o desviación entre el evangelio
de Jesucristo y lo que el apóstol Pablo predicó y definió
en sus epístolas. De igual modo, Moisés y los profetas, los

escritores de los cuatro evangelios, y los otros colabora-


dores del Nuevo Testamento concuerdan perfectamente

con Cristo sobre esta “fe que ha sido una vez dada a los
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santos”.44 No hay sino un evangelio, el cual está por enci-


ma de la edición y la censura, y el cual no debe cambiar-

se, adaptarse o renovarse. Cualquier intento de hacerlo

así, sin importar la razón o la motivación, resultará en

un evangelio diferente que no es evangelio en lo absolu-


to.45 Debemos desechar toda noción insensata y peligrosa
de que podemos mejorar el evangelio por el bien del

evangelio, y presentarnos junto con una gran multitud


de testigos a través de la historia de la iglesia, quienes

predicaron al Cristo crucificado y resucitado, conforme a


las Escrituras.

1 Las palabras petrino y joánico se refieren al evangelio tal como lo predica-

ron Pedro y Juan respectivamente.


2 Las diferentes opiniones sobre el evangelio se categorizan a menudo como

diferentes variaciones de la misma verdad, o convergen en la misma verdad


desde ángulos diferentes, o enfatizan diferentes aspectos de la misma ver-

dad. Esto falla en reconocer que las diferentes “variaciones” suelen ser
evangelios completamente diferentes. El evangelio reformado es completa-

mente diferente del evangelio católico romano; un evangelio basado en la fe

está en directa contradicción a un evangelio basado en las obras; un evange-


lio verdaderamente evangélico se contrapone a un evangelio ultracarismáti-

co.
3 Mateo 5:45

4 Marcos 1:15; Juan 3:16

5 Hechos 14:17
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6 Gálatas 4:4; Romanos 5:6-10

7 Mateo 7:11; Juan 8:34

8 Mateo 7:17

9
Juan 3:20
10
Mateo 23:27; 15:19
11 Romanos 3:23

12 Romanos 3:10-18

13 Romanos 3:19

14 Juan 3:18, 36

15 Lucas 13:1-5

16 Romanos 1:18

17 Romanos 2:5

18 Lucas 24:26

19 Mateo 16:21

20 Getsemaní es el huerto donde Jesús oró y fue capturado la noche antes de

Su crucifixión, y Gólgota es el lugar de la cruz y Su crucifixión.


21 Lucas 22:42; Mateo 27:46

22 1 Corintios 15:3-4

23 2 Corintios 5:21; Gálatas 3:10-13; Romanos 3:23-26

24 1 Corintios 1:23

25 Romanos 1:1; 2 Corintios 5:14

26 Marcos 1:15

27 Juan 5:24

28 Lucas 13:1-5; Juan 3:18-36

29 Hechos 20:21; Efesios 5:6

30 Lucas 14:26

31 Mateo 16:24-25
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32 2 Corintios 6:14-18

33 Romanos 6:11-14

34 Hechos 14:22; 2 Timoteo 3:12

35
Mateo 7:21
36
Mateo 7:16, 19-20
37 2 Corintios 5:17

38 2 Timoteo 3:5; Tito 1:16

39 Mateo 25:41

40 Lucas 12:4-5

41 Romanos 2:5

42 Gálatas 6:7; Efesios 5:6

43 2 Tesalonicenses 1:7-9

44 Judas v. 3

45 Gálatas 1:6-7
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CAPÍTULO SIETE

Un evangelio
que escandaliza
Porque no me avergüenzo del evangelio.
—Romanos 1:16

Ahora que tenemos una comprensión general del evan-


gelio del apóstol Pablo, podemos entender algo del por-
qué generaba menosprecio y hostilidad entre aquellos

que lo escucharon. Aunque el evangelio es poder de Dios


para salvación a todo el que cree, aun así es un mensaje
increíble y escandaloso para un mundo caído.

RADICALMENTE EXCLUSIVO
Pablo, en su carne, tenía todos los motivos para sentirse

avergonzado del evangelio que predicaba porque contra-


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decía absolutamente todo lo que sus contemporáneos


sostenían como verdadero y sagrado. Para los judíos, el

evangelio era la peor clase de blasfemia porque afirmaba

que el Nazareno que murió bajo maldición en el Calvario

era el Mesías. Para los griegos, era la peor clase de absur-


do porque afirmaba que el Mesías judío era Dios en la
carne. Por ello, Pablo sabía que siempre que abriera su

boca para hablar el evangelio sería rechazado y ridiculi-


zado con desprecio, a menos que el Espíritu Santo inter-

viniera y moviera las mentes y los corazones de sus oyen-


tes. En nuestros días, el evangelio primitivo no es menos
ofensivo, pues contradice cada principio, o cada “ismo”,
de la cultura contemporánea: relativismo, pluralismo y

humanismo.1
Vivimos en una época de relativismo: un sistema de
creencia basado en la absoluta certeza de que no hay ab-
solutos. Aplaudimos hipócritamente a los hombres que
están buscando la verdad, pero mandamos a la horca pú-
blica a cualquiera que sea suficientemente arrogante

como para creer que la ha encontrado. Vivimos en una


autoimpuesta edad oscura. La razón para esto es clara. El

hombre natural es una criatura caída, moralmente co-


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rrupta, empeñada en la autonomía (esto es, en no depen-


der de nadie). Él aborrece a Dios porque Él es justo, y

aborrece Sus leyes porque reprueban y restringen su

maldad. Él aborrece la verdad porque le revela lo que es

y perturba lo que todavía queda de su conciencia. Por


consiguiente, el hombre caído busca reprimir la verdad,
especialmente la verdad acerca de Dios, tanto como pue-

da. Él llegará a cualquier extremo para suprimir la ver-


dad, incluso al punto de pretender que tal cosa no existe,

o que si existe, no puede ser conocida o no tiene relevan-


cia en nuestras vidas. Esto no es acerca de un Dios que se
esconde, sino de un hombre que se esconde. El problema
no es el intelecto sino la voluntad. Como un hombre que

entierra su cabeza en la arena para evitar la embestida de


un rinoceronte, el hombre moderno niega la verdad de
un Dios justo y de absolutos morales con la esperanza de
apaciguar su consciencia y sacar de su mente el juicio que
sabe que es inevitable. El evangelio cristiano escandaliza
al hombre y su cultura porque provoca lo único que quie-

re evitar: despertarse de su autoimpuesto letargo a la


realidad de su estado caído de rebelión, y lo insta a recha-
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zar la autonomía y someterse a Dios por medio del arre-


pentimiento y la fe en Jesucristo.

Vivimos en una época de pluralismo: un sistema de

creencia que pone fin a la verdad al declarar que todo es

verdad, especialmente en relación con la religión. Puede


ser difícil de comprender para el cristiano contemporá-
neo, pero los cristianos que vivieron durante los prime-

ros siglos de la fe fueron realmente marcados y persegui-


dos como ateos. La cultura que les rodeaba estaba inmer-

sa en el teísmo. Imágenes de deidades llenaban el mun-


do, y la religión era un negocio pujante.2 Los hombres no
solo toleraban las deidades de otros, sino que además las
intercambiaban y las compartían. El mundo religioso en-

tero se llevaba bastante bien hasta que aparecieron los


cristianos y declararon: “…no son dioses los que se hacen
con las manos”.3 Negaron a los césares el homenaje que
demandaban, rehusaron doblar su rodilla a los llamados
dioses, y confesaron que solo Jesús es el Señor de todo.4
Todo el mundo vio esto como una arrogancia impresio-

nante y reaccionó con furia ante la intolerable intoleran-


cia de los cristianos a la tolerancia.
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Este mismo escenario abunda en nuestro mundo hoy.


Contra toda lógica, escuchamos que todas las opiniones

relacionadas con la religión y la moralidad son verdad,

no importa cuán radicalmente diferentes o contradicto-

rias puedan ser. El aspecto más abrumador de todo esto


es que a través de los esfuerzos incansables de los medios
de comunicación y del mundo académico, esta ha llegado

a ser la opinión de la mayoría. Sin embargo, el pluralis-


mo no aborda el tema ni cura la enfermedad. Solamente

adormece al paciente de manera que ya no pueda sentir o


pensar. El evangelio escandaliza porque despierta al
hombre de su letargo y no le deja descansar sobre un fun-
damento ilógico. Lo obliga a llegar a una conclusión:

“¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensa-


mientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos
de él”.5
El verdadero evangelio es radicalmente exclusivo. Je-
sús no es un camino; Él es el camino, y todos los otros ca-
minos no son caminos en lo absoluto. Si el cristianismo

se moviera solamente un pequeño paso hacia un ecume-


nismo más tolerante y cambiara el artículo definido el

por el artículo indefinido un, el escándalo acabaría, y el


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mundo y el cristianismo podrían convertirse en amigos.


Sin embargo, cada vez que esto ocurre, el cristianismo

deja de ser cristianismo, se niega a Cristo y el mundo no

tiene un Salvador.

Vivimos en una época de humanismo: en las últimas


décadas, el hombre ha luchado por eliminar a Dios de su
conciencia y su cultura. Él ha derribado cada altar visible

para el único Dios verdadero y ha levantado monumen-


tos para sí mismo con el fervor de un fanático religioso.

Él ha hecho de sí mismo el centro, la medida y el fin de


todas las cosas. Él elogia su valor intrínseco, demanda
pleitesía a su amor propio, y promueve el logro de metas
personales o la realización personal como el mayor bene-

ficio. Él justifica su insistente conciencia como el rema-


nente de una religión anticuada de culpa, y se exime, al
culpar a la sociedad, de cualquier responsabilidad por el
caos moral que le rodea, o al menos esa parte de la socie-
dad que todavía no ha alcanzado la iluminación que él ya
tiene. Cualquier sugerencia de que su conciencia tenga

razón en su testimonio contra él o que él sea responsable


por las casi infinitas variaciones de males en el mundo le

es inconcebible. Por esta razón, el evangelio escandaliza


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al hombre caído porque expone sus delirios acerca de sí


mismo y reprueba su estado caído y su culpa. Esta es la

primera obra esencial del evangelio, y es el motivo por el

cual el mundo odia tanto la predicación del verdadero

evangelio. Esta predicación arruina su fiesta, llueve so-


bre su desfile, expone su fantasía y señala que el empera-
dor no tiene ropa.

La Escritura reconoce que el evangelio de Jesucristo


es “tropezadero” y “locura” para los hombres de cual-

quier época y cultura.6 Sin embargo, intentar eliminar el


escándalo del mensaje es anular la cruz de Cristo y su po-
der salvífico.7 Debemos comprender que el evangelio no
solo escandaliza: ¡se supone que sea escandaloso! A tra-

vés de la locura del evangelio, Dios ha ordenado destruir


la sabiduría del sabio, frustrar la inteligencia de las men-
tes más brillantes y humillar el orgullo de todos los hom-
bres con el fin de que no haya nadie que pueda jactarse
en Su presencia.8 Como está escrito: “El que se gloría,
gloríese en el Señor”.9

El evangelio de Pablo no solo contradijo la religión, fi-


losofía y cultura de su tiempo: les declaró la guerra.

Rehusó cualquier tregua o tratado con el mundo y no se


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conformó con nada que no fuera la rendición total de la


cultura al señorío de Jesucristo. Haríamos bien en seguir

el ejemplo de Pablo. Debemos ser cuidadosos de apartar-

nos de cualquier tentación de adaptar nuestro evangelio

a las tendencias del día o los deseos del hombre carnal.


No tenemos derecho a diluir su ofensiva o civilizar sus
demandas radicales para hacerlo más llamativo a un

mundo caído o a miembros carnales de la iglesia.


Nuestras iglesias tienen suficientes estrategias para

presentar el evangelio sin ofender, removiendo el trope-


zadero, y quitando el borde de la espada para que sea más
aceptable a los hombres carnales. Debemos ser amigables
con el inconverso, pero debemos percatarnos de esto:

hay uno solo que verdaderamente busca: Dios. Si esta-


mos esforzándonos en hacer que nuestra iglesia y nues-
tro mensaje sean complacientes, hagámoslos compla-
cientes para Él. Si estamos esforzándonos en construir
una iglesia o ministerio, construyámoslos sobre la pasión
de glorificar a Dios y un deseo de no ofender Su majes-

tad. Que se lleve el viento lo que el mundo piense acerca


de nosotros. No es buscar los honores del mundo, sino

buscar el honor del cielo lo que debe ser nuestro deseo.


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UN EVANGELIO INCREÍBLE
Como hemos sostenido, Pablo, en su carne, tenía todos

los motivos para sentirse avergonzado del evangelio que

predicaba porque contradecía absolutamente todo lo que

sus contemporáneos sostenían como verdadero y sagra-


do. Pero existe aún otra razón para que se sintiera aver-
gonzado en la carne: el evangelio es un mensaje absoluta-

mente increíble, una palabra aparentemente absurda


para el sabio del mundo.

Como cristianos, algunas veces no nos damos cuenta


de lo absolutamente sorprendente que es cuando alguien
verdaderamente cree nuestro mensaje. De cierto modo,
el evangelio es tan inverosímil que su propagación a tra-

vés del Imperio Romano es prueba de su naturaleza so-


brenatural. ¿Qué podría traer a un gentil, completamen-
te ajeno al Antiguo Testamento y arraigado en la filoso-
fía griega o en supersticiones paganas, a creer este men-
saje acerca de un hombre llamado Jesús?

• Nació bajo circunstancias cuestionables, dentro del


seno de una familia pobre en una de las regiones más
despreciadas del Imperio Romano, sin embargo el
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evangelio afirma que Él era el Hijo eterno de Dios,


concebido por el Espíritu Santo en el vientre de una

virgen judía.

• Era un carpintero de oficio y un maestro religioso iti-

nerante con ninguna capacitación, sin embargo el


evangelio afirma que Él superaba la sabiduría combi-
nada de todos los filósofos griegos y sabios romanos

clásicos.
• Era pobre y no tenía un lugar donde recostar su cabe-

za, sin embargo el evangelio afirma que por tres años


Él alimentó a miles con Su palabra, sanó todo tipo de
enfermedad entre los hombres, y aun levantó a los
muertos.

• Fue crucificado a las afueras de Jerusalén como un


blasfemo y un enemigo del estado, sin embargo el
evangelio afirma que Su muerte fue el acontecimien-
to crucial en toda la historia de la humanidad y es el
único medio de salvación del pecado y de reconcilia-
ción con Dios.

• Fue colocado en una tumba prestada, sin embargo el


evangelio afirma que al tercer día se levantó de entre

los muertos y se presentó a muchos de Sus seguido-


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res. Cuarenta días más tarde, ascendió al cielo y se


sentó a la diestra de Dios.

• Así pues, el evangelio afirma que un pobre judío car-

pintero, quien fue rechazado como un lunático y un

blasfemo por Su propio pueblo y crucificado por el es-


tado, es ahora el Salvador del mundo, el Rey de reyes
y Señor de señores. En Su nombre, toda rodilla, inclu-

yendo la del César, se doblará.

¿Quién podría haber creído este mensaje excepto por


el poder de Dios? No hay otra explicación. El evangelio
nunca habría salido de Jerusalén, y mucho menos habría
llegado más allá del Imperio Romano y a cada nación del
mundo, a menos que Dios se hubiera ocupado de esto. El

mensaje hubiera muerto al nacer si hubiera dependido


de habilidades organizacionales, elocuencia o poderes
apologéticos de sus predicadores. Todas las estrategias
de misiones en el mundo y todos los planes de mercado
prestados de Wall Street nunca podrían haber hecho

avanzar este mensaje.


Esta verdad debe alentarnos y alertarnos a los que nos
esforzamos para que la fe en la cual hemos creído avan-
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ce. Primero, nos alienta saber que la simple y fiel procla-


mación del evangelio asegurará su continuo avance en el

mundo. Segundo, nos alerta para que no sucumbamos a

la mentira de que podemos hacer avanzar el evangelio a

través de nuestra brillantez, elocuencia o estrategias in-


teligentes. Estas cosas no tienen poder para llevar a cabo
la “imposible” conversión de los hombres.10 Debemos

apoyarnos con un sentido de urgencia en los medios bí-


blicos para el avance del evangelio: la proclamación clara

y valiente del mensaje del cual no debemos sentirnos


avergonzados “porque es poder de Dios para salvación a
todo aquel que cree”.11
Vivimos en una época de incredulidad y escepticismo.

La cultura ridiculiza nuestra fe como si fuera un mito sin


esperanza, nos ve como fanáticos intolerantes o personas
de mentes débiles víctimas de una artimaña religiosa.
Este ataque a menudo nos pone a la defensiva, y trata-
mos de responder y demostrar nuestra posición y rele-
vancia por medio de la apologética. Aunque algunas for-

mas de esta disciplina son bastante útiles y necesarias,


debemos comprender que el poder descansa en la procla-

mación del evangelio. No podemos convencer a un hom-


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bre a creer así como no podemos levantar a un muerto.


Estas cosas son obra del Espíritu de Dios. Los hombres

vienen a la fe solamente a través de la obra sobrenatural

de Dios, y Él ha prometido hacerlo ¡no a través de la sabi-

duría humana o conocimiento intelectual, sino a través


de la predicación de Cristo crucificado y resucitado de
entre los muertos!12

Debemos enfrentar el hecho de que nuestro evangelio


es un mensaje increíble. No debemos esperar que alguien

nos escuche, y menos que nos crea, aparte de la obra po-


derosa del Espíritu de Dios. ¡Cuán inútil es nuestra predi-
cación aparte del poder de Dios! ¡Cuán dependiente de
Dios es el predicador! Todo nuestro evangelismo no es

más que una misión imposible a menos que Dios mueva


los corazones de los hombres. Sin embargo, Él ha prome-
tido hacerlo, si nosotros somos fieles en predicar el men-
saje que tiene el poder de salvar: ¡el evangelio!

1 El término primitivo se refiere al evangelio del primer siglo, el cual fue

predicado por Jesús y los apóstoles.


2 Hechos 19:27

3 Hechos 19:26

4 Romanos 10:9

5 1 Reyes 18:21
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6 1 Corintios 1:23

7 1 Corintios 1:17,23

8 1 Corintios 1:19-20, 29

9
1 Corintios 1:31
10
1 Corintios 1:17-25
11 Romanos 1:16

12 1 Corintios 1:22-24
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CAPÍTULO OCHO

Un evangelio
poderoso
Porque es poder de Dios para salvación.
—Romanos 1:16

La incapacidad total del hombre de salvarse a sí mismo


de su pecado y de la condenación es un tema constante a
través de la Escritura. Job declaró: “Aunque me lave con

aguas de nieve, y limpie mis manos con la limpieza mis-


ma, aún me hundirás en el hoyo, y mis propios vestidos
me abominarán”.1 El salmista lamentaba que su pecado
estuviera siempre delante de él, y el apóstol Pablo con to-
tal desesperación exclamaba: “¡Miserable de mí! ¿quién
me librará de este cuerpo de muerte?”.2
La total impotencia e incapacidad del hombre de sal-
varse a sí mismo es una de las verdades más oscuras en la
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Escritura. Sin embargo, sirve para humillar al hombre y


engrandecer el poder que tiene el evangelio para salvar.

En su carta a la iglesia en Roma, Pablo declaró que debi-

do a la impotencia o total incapacidad del hombre de sal-

varse a sí mismo fue que Cristo murió por el pecador.3 Si


fuera cosa suya, el hombre no podría salvarse. Pero Dios
no ha dejado al hombre solo, sino que ¡ha provisto un

medio de salvación a través del evangelio de Su Hijo! Lo


que es imposible para los hombres no lo es para Dios.4 Él

es poderoso para salvar, y puede salvar para siempre.5

EL PODER DE DIOS EN EL EVANGELIO

La Escritura abunda con demostraciones del poder de


Dios. Él crea el mundo por medio de Su palabra.6 Él
cuenta Su ejército de estrellas; a todas las llama por su
nombre, y debido a la grandeza de Su fuerza y el poder
de Su dominio, ninguna de ellas falta.7 Él separa las
aguas del mar con el soplo de Su aliento.8 Los montes se

derriten bajo Sus pies como la cera ante el fuego y las


aguas vertidas en el abismo.9 Juega con Leviatán como

con un ave.10 Él hace lo que quiere con el ejército de los


cielos y con los habitantes de la tierra, y no hay quien
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pueda impedírselo, ni cuestionar lo que hace.11 Tal es el


poder de nuestro Dios. Sin embargo, ninguna de estas

demostraciones de potencia divina pueden compararse

con el poder revelado a través del evangelio de Jesucris-

to.
En nuestro texto, Pablo se refiere al evangelio como el
poder de Dios. La palabra se traduce del término griego

dúnamis. Aunque la palabra misma no es excepcional,


toma un significado extraordinario dentro del contexto

de la Escritura. Aquí, sin lugar a dudas, Pablo está apo-


yándose en las referencias innumerables en el Antiguo
Testamento al poder de Dios que se manifestó en la sal-
vación de Su pueblo. Dios sacó a Israel de la tierra de

Egipto con gran poder y con mano fuerte.12 Dios levantó


a faraón para mostrar en él Su poder y proclamar Su
nombre en toda la tierra.13 Él salvó a Su pueblo por Su
gran amor y para dar a conocer Su gran poder.14 Final-
mente, Él le recordó a Israel una y otra vez que su salva-
ción no se debió a su propio poder, sino al Suyo.15

Aquí en el primer capítulo de Romanos la palabra dú-


namis ocurre en otros dos lugares distintos al versículo

16. Al comienzo del capítulo, se refiere al poder que le-


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vantó a Jesús de entre los muertos y que le declaró Hijo


de Dios.16 Después de nuestro texto, se refiere al poder

como un atributo de Dios que se manifiesta en la crea-

ción y sustentación del universo.17 Ambas referencias

son dos de las mayores demostraciones de la omnipoten-


cia de Dios en las Escrituras. No obstante, el evangelio
está al mismo nivel, pues es el poder de Dios para la sal-

vación de los hombres, una salvación que incluye no solo


su liberación de la condenación por el pecado, sino tam-

bién su resurrección espiritual como nueva creación y su


preservación continua, o santificación.
En cuanto al poder del evangelio, es útil hacernos dos
preguntas. La primera es: “¿reconocemos el gran poder

que se requiere para salvar a los hombres pecadores?”.


La salvación no es una obra ligera; es imposible para to-
dos excepto para Dios.18 Esto es debido al estado caído y
la corrupción moral del hombre. La Escritura enseña que
la imagen de Dios en el hombre ha sido seriamente desfi-
gurada y la corrupción moral ha contaminado todo su

ser.19 Así, el hombre le ha declarado la guerra a Dios y


hace todo lo que está en su poder para restringir o acallar

Su verdad.20 La Escritura muestra que el hombre no pue-


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de venir a Dios porque él no quiere venir a Dios, y no


quiere venir porque su corazón es malo. Jesús enseñó

esta verdad en Juan 3:19-20: “Y esta es la condenación:

que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las

tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque


todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a
la luz, para que sus obras no sean reprendidas”.

Las paredes de la depravación alrededor del corazón


de un hombre son mucho más sólidas y de un material

más duro que las que rodeaban Jericó. Si los hombres no


pudieron derribar las paredes de esa gran ciudad con su
propio poder, tampoco pueden conquistar la deprava-
ción de sus propios corazones. Se necesita el poder de

Dios. Por esta razón, a menudo escuchamos que el poder


de Dios manifestado en la salvación de un hombre sobre-
pasa ese poder manifestado en la creación del universo.
Dios creó el mundo ex nihilo, de la nada. Pero cuando
Dios salva a un hombre, hace algo extremadamente difí-
cil. Es mucho más fácil crear lo bueno de la nada que re-

crear lo bueno de una humanidad caída.


Arriesgando ser redundante, debemos reiterar que no

podemos apreciar verdaderamente el poder del evangelio


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en la salvación del hombre hasta que comprendemos


algo del estado caído y la corrupción moral del hombre.

Mientras más entendamos las profundidades de la depra-

vación del hombre, más entenderemos y apreciaremos el

poder del evangelio. Además, estaremos plenamente


conscientes que las metodologías y las estrategias de
mercado y la utilería y las tretas que exhibe en buena

parte el cristianismo evangélico contemporáneo son va-


nidades inútiles. Si los hombres van a ser salvos, ¡lo se-

rán por el poder sobrenatural de Dios manifestado en la


predicación del evangelio!
La segunda pregunta que debemos hacernos es: “¿Re-
conocemos que el poder para salvar se encuentra única-

mente en el evangelio?”. El evangelio de Jesucristo es el


poder de Dios para la salvación. No es solamente lo esen-
cial, o parte de lo que se necesita: es el todo. Para que
tenga un gran efecto sobre los hombres, solo necesita ser
proclamado. No requiere una revisión para hacerlo rele-
vante, o una adaptación para hacerlo inteligible, o una

defensa para validarlo. Si nos levantamos y lo proclama-


mos, él mismo hará la obra. Un simple predicador que se

ha despojado de todo su armamento carnal y lucha sola-


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mente con la proclamación del evangelio, la obra de in-


tercesión, y la labor del amor sacrificial hará más por el

mundo que todos los planes de estrategas e innovadores

combinados.

Aunque la Escritura y la historia de la iglesia confir-


man esta verdad, un estudio del cristianismo evangélico
contemporáneo muestra que los evangélicos ya no creen

esto. Suena bien en los viejos himnos, pero realmente


creerlo y aplicarlo les parecería ingenuo. Así pues, mu-

chas de las “iglesias modelo” de nuestros días se parecen


más a un parque de diversiones que a una verdadera co-
munidad que sigue a Jesucristo. No solamente ofrecen
un evangelio reducido o modificado, sino que además

promueven tantas otras atracciones que un evangelio bí-


blico se convierte en algo difícil, sino imposible, de en-
contrar. El poder ya no reside en un mensaje sencillo
sino en un liderazgo audaz, estrategias innovadoras, sen-
sibilidad cultural, y la habilidad de cambiar la iglesia en
lo que sea que la cultura dicte.

Mientras nuestro mundo es cada vez más irreligioso y


anticristiano, el cristianismo evangélico corre sin rum-

bo, buscando un remedio. Estudiamos atentamente las


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modas y tendencias de la cultura, y entonces hacemos los


cambios necesarios en el evangelio para mantenerlo rele-

vante. Cuando nuestra cultura ya no desee lo que tene-

mos, entonces le damos lo que quiere. Cuando un deter-

minado modelo de ministerio atraiga una multitud de


hombres carnales, escribimos un manual de instrucción
que establezca una estrategia para que el resto la siga.

Sin embargo, en todo esto no logramos ver que no esta-


mos haciendo al evangelio relevante. Solo estamos satis-

faciendo a una cultura sin Dios para lograr mantenerlos


dentro de nuestras paredes. A la larga, el evangelio se es-
fuma, Dios no es honrado, y la cultura se irá al infierno.
La iglesia necesita hombres que permanezcan firmes

ante las masas que se oponen, sin nada que les ayude o
les defienda excepto el evangelio y el Dios que ha prome-
tido operar a través del mismo. ¿Cuán molesta era la ar-
madura de Saúl para David, y cuán ridículo se veía David
cuando se la puso? Su peso socavaba su agilidad y fuerza.
Así que él tomó la decisión de no ponérsela y enfrentar al

gigante con nada más que el nombre del Señor. Igual-


mente, debemos negarnos a usar la armadura y las armas

de Saúl e ir a la batalla con nada más que las piedras lisas


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del evangelio. Debemos tomar la decisión crucial de des-


hacernos de las estrategias y técnicas del evangelismo

moderno encarando a los gigantes de la incredulidad y el

escepticismo con Biblias abiertas y el claro y firme men-

saje de Cristo crucificado y resucitado de entre los muer-


tos. Entonces veremos el poder de Dios manifestado en la
conversión genuina de aun los mayores pecadores. ¿Hay

algo difícil para Dios?21


Ahora que reconocemos la depravación del hombre y

la imposibilidad de su salvación a través de cualquier


medio aun remotamente asociado con la carne, entonces
podemos comenzar a apreciar el gran gozo de Pablo por
causa del poder del evangelio. ¡Por esta razón fue capaz

de ponerse en medio del Areópago y declarar acerca de


un judío crucificado que es Dios del universo y el Salva-
dor del mundo!22 No necesitaba de un argumento persua-
sivo o una gran elocuencia. Sabía que los hombres se
convertirían si les predicaba este simple mensaje clara y
valientemente.23 Esta es la misma confianza que sustentó

a William Carey y a un sinnúmero de misioneros a través


de los largos años de sequía antes de la cosecha. El evan-
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gelio es poder de Dios para la salvación. ¡Los hombres se


convertirán si se les predica!

UN EVANGELIO QUE SALVA


En las Escrituras leemos que la salvación es el fin, la
meta, de la fe.24 Lo mismo es verdad del evangelio. Según

Pablo, el mayor don que el evangelio le ofrece al hombre


es la salvación de su alma. Dios envió a Su Hijo al mundo

para que el mundo pudiera ser salvo por Él.25 A través de


las épocas, la salvación ha sido el tema glorioso de la igle-
sia y de los grandes himnos. Los santos de la antigüedad
veían la salvación no como uno de los grandes beneficios

a considerar, sino como el único gran beneficio que


cuando se recibía, consumía de tal manera la vida del
creyente que él no quería nada más. ¡La salvación perso-
nal y del pecado, la liberación del juicio y de la ira, la re-
conciliación con Dios y el conocimiento de Cristo eran
suficientes!

Lamentablemente, en décadas recientes parece que la


salvación ha perdido un poco de valor. En la opinión de

muchos, la promesa de salvación ya no es una fuerte mo-


tivación para mover al pecador al arrepentimiento o al
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santo a la verdadera devoción, así que debemos añadir


muchas otras promesas para hacer el llamado del evan-

gelio más atractivo. La salud, la riqueza, el propósito, el

poder y sacar el máximo provecho de la vida son las

atracciones del cristianismo contemporáneo. De hecho,


las mismas cosas que el púlpito promete y que las perso-
nas en las bancas de las iglesias buscan más son a menu-

do las mismas cosas que Jesús advirtió que podrían per-


derse durante el verdadero discipulado.26 Según Él, un

hombre puede perder todo el mundo para ser salvo y, en


Su estimación, era una ganga obtener su salvación a tan
pequeño costo.27
A la luz del inmenso valor que la Escritura pone sobre

la salvación, ¿por qué es que la sola promesa de salvación


ya no emociona al alma moderna? ¿Por qué debemos
añadir al evangelio otras promesas terrenales para ha-
cerlo más atractivo al hombre contemporáneo? Primero,
porque los hombres no comprenden su deplorable condi-
ción. Como un hombre rico no ve razón para regocijarse

en un mísero regalo de pan hasta que un giro imprevisto


lo deja empobrecido, así el pecador no encuentra gozo en

la salvación hasta que la horrenda naturaleza de su peca-


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do se revela y se ve a sí mismo como desventurado, mise-


rable, pobre, ciego y desnudo.28 Segundo, porque los

hombres no entienden el gran peligro en que se encuen-

tran. Un hombre estimará la salvación solo en la medida

que entienda algo de los terrores de los cuales es salvado.


Una visión más clara del infierno y de la ira de Dios dará
al hombre un reconocimiento más apropiado de la salva-

ción ofrecida por medio del evangelio. Tercero, porque


los hombres no entienden el costo infinito que fue paga-

do para asegurar su salvación. La redención de un alma


tiene un alto precio y ningún dinero será jamás suficien-
te.29 Solamente Dios poseía el pago del precio, y Él lo
pagó completo con la preciosa sangre de Su propio

Hijo.30 Los pecadores que permanecen ignorantes en


cuanto al valor de Cristo tienen poca esperanza de reco-
nocer lo que Él ha hecho por ellos en el evangelio. Cuar-
to, porque los hombres no regenerados son siempre así.
Los ciegos no ven la belleza de un atardecer, los sordos
no pueden emocionarse por incluso la más hermosa so-

nata, y las bestias brutas no aprecian el arte. De manera


similar, los hombres carnales, no regenerados, no con-

vertidos están espiritualmente ciegos, sordos a la Palabra


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de Dios, y esclavos de un corazón embrutecido que más


bien alimentaría su lascivia animal antes que probar y

ver la bondad del Señor.31 Por esta razón, Jesús exclama

que a menos que un hombre nazca de nuevo no puede

“ver” el reino de Dios y menos apreciar su valor.32 Por


esta razón, la gente carnal llena los listados de nuestras
iglesias: personas que han venido por cualquier razón

distinta de la de Cristo y de tener sed de justicia.33 Las


promesas más prácticas que se han añadido al evangelio

lo hacen más atractivo a ellos, y ellos permanecerán en la


iglesia mientras continúen obteniendo lo que quieren.
Esto alimenta su carne de manera religiosa, pero sus al-
mas permanecen muertas para Dios y para la esperanza

de la verdadera salvación.

DEFINICIÓN DE LA SALVACIÓN
El apóstol Pablo escribe que el evangelio es el poder de
Dios para salvación. Parece simple, pero una vez más,

hay una gran necesidad de definir nuestros términos.


¿Qué quiere decir Pablo por salvación? Hay un exceso de

ideas contradictorias con relación al asunto, y sería inco-


rrecto asumir que todos tenemos la misma opinión. La
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salvación que ofrece el evangelio es multifacética, pero


nosotros nos ocuparemos con sus tres temas primarios:

salvación de la pena del pecado, del poder del pecado y,

en último término, de la presencia del pecado. Estos mis-

mos temas pueden ordenarse siguiendo un esquema tem-


poral o cronológico: pasado, presente y futuro. El que
cree en el evangelio ha sido salvado de la condenación

del pecado, está siendo salvado del poder del pecado, y fi-
nalmente será salvado de la presencia del pecado.

En el tiempo pasado, el cristiano ha sido salvado de la


pena del pecado. La Escritura enseña que todos los hom-
bres están condenados en Adán y en sus propias obras
pecaminosas.34 Esta condenación toma lugar ante el tro-

no de juicio de Dios, donde el pecador es expuesto, juzga-


do y desterrado al infierno.35 Sin embargo, para el cris-
tiano el escenario es completamente diferente. Al mo-
mento en que un hombre se arrepintió y creyó el evange-
lio, su posición delante de Dios cambió completamente
para siempre.36 Él fue justificado por la fe y tiene paz con

Dios.37 Como lo declara la Escritura: “Ahora, pues, nin-


guna condenación hay para los que están en Cristo Je-

sús”.38
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En el tiempo presente, el cristiano está siendo salvado


del poder del pecado. El Dios que comenzó la buena obra

en él ha prometido perfeccionar esa obra hasta el día fi-

nal, y limpiarlo de todas sus impurezas e ídolos.39 En la

Escritura, Dios es el Dios que no solamente justifica sino


además santifica.40 Cada cristiano, sin excepción, es obra
de Dios.41 Él opera poderosa y efectivamente en la vida de

todos los verdaderos creyentes, dirigiendo sus volunta-


des y facultándolos para actuar de acuerdo con lo que

más le complace.42 Esta obra de santificación es un ele-


mento esencial de la salvación, y cada verdadero cristia-
no ha entrado en este inescapable proceso que está dise-
ñado y dirigido por Dios, quien también lo hace posible.

Es una verdad del evangelio que la mayor evidencia de


haber sido justificados es que estamos al presente siendo
santificados. Estamos seguros de que Dios nos salvó de la
condenación del pecado porque en este momento esta-
mos siendo salvados de su poder. Debido a nuestras debi-
lidades humanas, este proceso es una lucha real, y nues-

tro progreso en la santidad puede estar caracterizado por


tres pasos hacia adelante y uno hacia atrás. No obstante,

a lo largo de la vida de cada cristiano habrá un marcado


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progreso. Solamente un evangelio débil y pervertido pre-


senta la posibilidad de salvación sin santificación. Como

lo declara la Escritura: “Seguid… la santidad, sin la cual

nadie verá al Señor”, y “si se os deja sin disciplina, de la

cual todos han sido participantes, entonces sois bastar-


dos, y no hijos”.43
En el tiempo futuro, el cristiano será salvo de la pre-

sencia del pecado y su influencia corruptiva. Para esta


obra, se requieren dos cosas. La primera: el cristiano

debe ser transformado, su carne corrupta destruida y su


cuerpo redimido.44 Esto sucederá en un abrir y cerrar de
ojos, cuando suene la trompeta, cuando el cuerpo sea re-
sucitado incorruptible y lo mortal se vista de inmortali-

dad.45 La segunda: un cielo nuevo y una tierra nueva de-


ben ser preparados. Una creación libre de maldición y
corrupción, para así alcanzar la libertad gloriosa de los
hijos de Dios.46 Aunque todavía en el futuro, este estado
final de salvación es tan cierto como los otros dos. La Es-
critura lo establece de esta manera: “Y a los que predesti-

nó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos tam-


bién justificó; y a los que justificó, a estos también glori-

ficó”.47
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El inmensurable poder de Dios se manifiesta en el


evangelio. Solo el evangelio puede llevar a un hombre al

arrepentimiento y a la fe. Solo el evangelio puede trans-

formar a un hombre de pecador a santo. ¡Solo el evange-

lio puede llevar muchos hijos a la gloria!48

1 Job 9:30-31

2 Salmo 51:3; Romanos 7:24

3 Romanos 5:6. La palabra débiles viene de la palabra griega asthenés que

significa impotente, ineficaz, sin fuerza, enfermizo.


4 Marcos 10:24-27

5 Isaías 63:1: “¿Quién es este que viene de Edom, de Bosra, con vestidos ro-

jos? ¿este hermoso en su vestido, que marcha en la grandeza de su poder?


Yo, el que hablo en justicia, grande para salvar”. Hebreos 7:25: “por lo cual

puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, vi-

viendo siempre para interceder por ellos”.


6 Génesis 1:3; Hebreos 11:3

7 Isaías 40:26

8 Éxodo 15:8

9 Miqueas 1:4

10 Job 41:5

11 Daniel 4:35

12 Éxodo 32:11; Deuteronomio 9:29; 2 Reyes 17:36; Nehemías 1:10; Salmo

77:14-15
13 Éxodo 9:16

14 Salmo 106:8

15 Deuteronomio 8:16-17
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16 Romanos 1:4

17 Romanos 1:20

18 Mateo 19:26

19
La corrupción moral invade el cuerpo (Romanos 6:6, 12; 7:24; 8:10, 13), la
razón (Romanos 1:21; 2 Corintios 3:14-15; 4:4; Efesios 4:17-19), las emociones

(Romanos 1:26-27; Gálatas 5:24; 2 Timoteo 3:2-4), y la voluntad (Romanos


6:17; 7:14-15).
20 Romanos 1:18, 30; 5:10

21 Génesis 18:14

22 Hechos 17:22

23 Hechos 17:34

24 1 Pedro 1:9

25 Juan 3:17

26 Mateo 16:24-26

27 Marcos 8:36-37

28 Apocalipsis 3:17

29 Salmo 49:8

30 1 Pedro 1:18-19

31 Salmo 34:8

32 Juan 3:3

33 Mateo 5:6

34 Romanos 5:12-19; 3:23

35 Apocalipsis 20:11-15

36 Marcos 1:15

37 Romanos 5:1. La pala-bra justificado es un término legal o forense. Ser

justificado significa que uno ha sido legalmente declarado justo delante de

Dios, no por su propia virtud o mérito, sino por la virtud y mérito de Jesu-
cristo y Su muerte en el Calvario.
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38 Romanos 8:1

39 Filipenses 1:6; Ezequiel 36:25

40 1 Tesalonicenses 5:23

41
Efesios 2:10
42
Filipenses 2:13
43 Hebreos 12:14, 8. La palabra disciplina se refiere a la intervención de Dios

en la vida del creyente para formarlo en la santidad.


44 1 Corintios 15:50; Romanos 8:23

45 1 Corintios 15:52-53

46 Apocalipsis 22:3; Romanos 8:21-22

47 Romanos 8:30

48 Hebreos 2:10
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CAPÍTULO NUEVE

Un evangelio
para todo aquel que cree
Para salvación a todo aquel que cree; al judío prime-
ramente, y también al griego.

—Romanos 1:16

El llamado del evangelio es universal. La obra redentora


de Cristo no tomó lugar en un rincón remoto del planeta,
sino en el mismo centro del mundo religioso.1 Las noti-
cias acerca de Su muerte y resurrección se esparcieron
rápidamente a través de todo el mundo conocido.2 Asi-

mismo, Cristo no vino solo a salvar a cierto grupo de per-


sonas, sino que derramó Su sangre para redimir a gente
de toda raza, lengua, pueblo y nación.3 Las profecías del

Antiguo Testamento declaraban que el Mesías recibiría


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las naciones como herencia, y la Gran Comisión es el de-


sarrollo de esa promesa.4 Cristo ha mandado a Su iglesia

a que vaya a todo el mundo y predique el evangelio a

toda criatura. Aquellos que crean y muestren su fe al

identificarse públicamente con Cristo a través del bautis-


mo serán salvos, pero aquellos que no crean serán conde-
nados.5

SALVACIÓN A TODO AQUEL QUE CREE


Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento ofrecen el
amplio testimonio de que los hombres pueden recibir los
beneficios del evangelio únicamente por la fe. El credo

de Habacuc es el fundamento de la verdadera religión:


“el justo por la fe vivirá”.6 Estas palabras son la llave
para la salvación y la chispa de cada verdadero reaviva-
miento religioso. Sin estas palabras, la puerta de la salva-
ción está sellada. La única contraseña a la gloria es “Yo
creo”. Pablo transmite esta verdad en un pasaje que es

extraordinario por su redundancia: “Sabiendo que el


hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por

la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Je-


sucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por
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las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley na-
die será justificado”.7

La salvación no es por obras debido a dos razones fun-

damentales. La primera: el hombre no tiene obras de las

cuales gloriarse. No hay nada en su vida que merezca la


salvación, sino que todo provoca la condenación de un
Dios santo. La Escritura testifica que no hay justo ni aun

uno. No hay quien haga lo bueno.8 En realidad, los mejo-


res esfuerzos del hombre y sus mayores actos de altruis-

mo no son nada más que trapos de inmundicia delante de


Dios.9 Estas verdades devastan el orgullo del hombre,
pero se deben usar para presionar su conciencia con el
fin de extinguir cualquier esperanza de presentarse como

justo ante Dios, y destrozar todo pensamiento de ganar el


favor de Dios por su propio esfuerzo. Un hombre viene a
Dios por la fe solamente después que se ha dado cuenta
de su pobre condición y grita junto con el escritor del an-
tiguo himno: “Nada traigo para ti, mas Tu cruz es mi sos-
tén”.10

La segunda razón: la salvación no es por obras porque


no glorifica a Dios. Haría de Él un deudor, obligado a re-

compensar la supuesta virtud de la criatura. La salvación


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por obras no es más que humanismo vestido de religión.


Es el hombre mitológico que se levanta a sí mismo del

polvo por su propia fuerza de voluntad para superar to-

dos los obstáculos y ganar su galardón. Por el contrario,

la fe es verdadera religión. Es el hombre tal como verda-


deramente es: arruinado por la caída, vaciado de toda
confianza en sí mismo, confiando en las promesas fieles

de un Dios que salva.11 En el drama épico de la salvación


por la fe, Dios es el héroe, y solamente sobre Él prodiga-

mos alabanzas. Así como está escrito: “No a nosotros, oh


Jehová, no a nosotros, sino a Tu nombre da gloria”, y “El
que se gloría, gloríese en el Señor”.12
Dado que la salvación es solamente por la fe, es impe-

rativo que entendamos algo de la fe. Después de todo, los


demonios creen e incluso tiemblan, y aun muestran más
piedad que algunos hombres que afirman tener fe.13 De
acuerdo con la Escritura, fe es estar completamente se-
guro de lo que Dios ha prometido y de que Él está en la
capacidad de cumplir Sus promesas.14 Respecto al evan-

gelio, significa que el pecador arrepentido le ha dado la


espalda a toda vana esperanza en la carne y se ha rendido

a Cristo. Al hacerlo así, él está plenamente seguro de que


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la muerte de Cristo hizo propiciación por su pecado y le


reconcilió con Dios. Esto es fe, pero ¿cómo sabemos que

esta es la fe que tenemos? ¿Cuáles son las evidencias de

la verdadera fe salvífica? ¿Cómo se valida? Afortunada-

mente, la Escritura no nos ha dejado solos en este asun-


to. El apóstol Santiago contesta nuestras preguntas con
marcada simpleza y claridad: “Pero alguno dirá: Tú tie-

nes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y


yo te mostraré mi fe por mis obras”.15 Es una interpreta-

ción errónea del texto incluso sugerir que Santiago po-


dría estar promoviendo la salvación por medio de las
obras. Su argumento no es que las obras resultan en sal-
vación, sino que la verdadera salvación resulta en obras.

En otras palabras, el fruto de la vida de cada cual es la


evidencia de realmente ser salvos por la fe.
Esta enseñanza no es exclusiva de Santiago. Juan el
bautista exhortó a los hombres a producir “frutos dignos
de arrepentimiento”. Jesús advirtió: “Por sus frutos los
conoceréis… No todo el que me dice: Señor, Señor, en-

trará en el reino de los cielos, sino el que hace la volun-


tad de Mi Padre que está en los cielos”.16 Pablo mandó a

aquellos que profesaron fe en Cristo a “examinar” y a


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“probar” sus vidas para encontrar evidencia o prueba de


su fe.17 Asimismo, advirtió acerca de aquellos hombres

que profesan conocer a Dios pero que lo niegan con sus

obras.18 Finalmente, Pedro amonesta a sus lectores para

que sean diligentes en “hacer firme su vocación y elec-


ción” al examinar sus vidas para encontrar evidencia de
crecimiento en la virtud cristiana o en un carácter pare-

cido a Cristo.19 De estos textos y de otros podemos con-


cluir correctamente que la salvación viene a todo el que

cree. Sin embargo, la vida de un hombre prueba la vali-


dez de su confesión de fe.
Antes que dejemos atrás esta breve discusión en cuan-
to al evangelio de Cristo y la salvación por la fe solamen-

te, debemos tratar otro asunto muy importante. La Es-


critura no enseña únicamente que el evangelio es para
todo aquel que cree, sino además advierte que el evange-
lio es contrario a todo aquel que no cree. Jesús lo explica
así: “El que en Él cree, no es condenado; pero el que no
cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el

nombre del unigénito Hijo de Dios… El que cree en el


Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo

no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.20


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¡Cuán importante es ver el cuadro completo! El evangelio


es una moneda con dos lados, con perdón y vida en un

lado, y condenación y muerte en el otro. No es “salva-

ción para todos”; es únicamente para “todo aquel que

cree”. Para el resto, el evangelio es una sentencia de


muerte, un constante recordatorio de que permanecen
condenados ante Dios y que Su ira caerá sobre ellos. Por

esta razón, el mundo pagano aborrece el evangelio y hace


todo lo posible para suprimir o detener sus verdades.21

Por este motivo, el no creyente detesta a los mensajeros


del evangelio y busca silenciarlos. Los mensajeros del
evangelio son como aguijones en sus ojos y espinas en
sus costados.22 Ellos son los que “turban a Israel” y “tras-

tornan el mundo entero”.23 Aunque sean aroma fragante


de vida para el creyente, son olor de muerte para todos
los demás.24

UN EVANGELIO PARA TODOS

A lo largo de la historia del Antiguo Testamento, dos


grupos distintos componían el mundo: los descendientes

de Abraham, y todos los demás. El primer grupo lo


conformaban los israelitas, quienes recibieron la adop-
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ción como hijos, los pactos, la ley, el templo y las prome-


sas.25 El segundo grupo lo conformaban los gentiles,

quienes vivían de acuerdo con su mente vacía, dureza de

corazón, y ajenos de la vida que proviene de Dios.26 Estos

dos grupos eran polos opuestos, con casi nada en común


excepto su humanidad. Sin embargo, una terrible tarde
de un viernes, todo cambió cuando el Salvador de ambos

pueblos inclinó Su cabeza y dio Su vida. Por medio de Él,


una multitud de judíos y gentiles estaría unida como un

solo hombre y reconciliada con Dios.27 Como está escrito:


“Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros
que estabais lejos [gentiles], y a los que estaban cerca [ju-
díos]”.28

En la muerte de Cristo, la puerta de la salvación se


abrió para todos, a gente de toda raza, lengua, pueblo y
nación. El hecho de que Dios no se restringió en forma
alguna para proveer salvación a cualquiera simplemente
engrandece esta increíble demostración de gracia. Si Él
hubiera ignorado la condición del hombre y permitido

que cada hijo de Adán se precipitará directamente al in-


fierno, Él habría sido justo, y Su reputación habría per-

manecido impecable. Si Él hubiera mandado un Salvador


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solo a Israel y si hubiera dejado a los gentiles que siguie-


ran en su exilio autoimpuesto, ninguna acusación podría

haberse hecho contra Su trono. Los ángeles fueron he-

chos de una “substancia” superior a los hombres, pero

Dios los ignoró y los dejó a su propia destrucción.29 ¡Él


pudo haber hecho lo mismo con nosotros! ¡Él no le debía
un Salvador al mundo!

Uno puede preguntarse acerca de los beneficios de


discutir este tema tan oscuro e inquietante. Sin embargo,

es únicamente a la luz de estas verdades que podemos


apreciar la gracia dada a nosotros en el evangelio. Éra-
mos una raza caída y pecadora. Habíamos tomado nues-
tra decisión, declarado nuestra independencia, y trazado

nuestro propio curso de destrucción. No había virtud en


nosotros que Él hubiera encontrado, ni valor en nosotros
por el cual debiera redimirnos. Su gloria no disminuiría,
y la creación no perdería si Él simplemente nos hubiera
dejado seguir nuestro curso directo al infierno, sin inter-
vención alguna. Sin embargo, Él ha abierto la puerta de

la salvación para toda raza, lengua, pueblo y nación por


medio del pago de un precio muy elevado: ¡la sangre pre-

ciosa de Su único Hijo!30


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Aunque el evangelio es para todos, cabe señalar que


este es primero para los judíos y luego para los gentiles.

Esta es una de las muchas demostraciones de la sobera-

nía de Dios que recorre la historia bíblica completa. De-

muestra que Dios trata con el hombre de acuerdo con Su


carácter y elección, no con las virtudes del recipiente.31
Dios escogió a Israel y lo colocó sobre todas las naciones

de la tierra, no a causa de algún mérito que encontró en


ellos, sino por Su buena voluntad y amor soberano:

Porque tú eres pueblo santo para Jehová tu Dios;


Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo
especial, más que todos los pueblos que están so-
bre la tierra. No por ser vosotros más que todos los

pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido,


pues vosotros erais el más insignificante de todos
los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó.32

La única explicación para el amor especial de Dios ha-


cia Israel debe descansar en Dios mismo. Él les amó por-
que les amó.33 No hay virtud que causara Su amor. No
encontró algo en los judíos que les faltara a los gentiles.
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Uno no era mejor que el otro. El apóstol Pablo demuestra


esto cuando pregunta: “¿Qué, pues? ¿Somos nosotros

mejores que ellos? En ninguna manera; pues ya hemos

acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo peca-

do”.34 Dios escogió manifestar Su salvación a Israel por la


misma razón que Él ahora ha abierto una puerta de sal-
vación para los gentiles: porque era agradable a Sus ojos.

Él nos amó porque nos amó, no debido a mérito o valor


humano, sino a pesar de nuestra carencia de ambos. Él

pudo habernos dejado a nuestra cuenta. Pudo habernos


entregado a los deseos de nuestros corazones, y a la prác-
tica de toda clase de impurezas.35 Él pudo haber extendi-
do la prohibición: “Por camino de gentiles no vayáis”.36

Sin embargo, según Su buena voluntad, y para demos-


trar Su gran misericordia, el llamado del evangelio se ex-
tiende a los confines de la tierra. La Escritura ofrece
abundante testimonio de esta gloriosa y gran verdad: “El
pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asenta-
dos en región de sombra de muerte, luz les resplande-

ció”.37 “He aquí Mi siervo, a quien he escogido… Y a los


gentiles anunciará juicio… Y en su nombre esperarán los

gentiles”.38 “Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de


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que seas para salvación hasta lo último de la tierra”.39 Y


otra vez Él dice: “Alegraos, gentiles, con Su pueblo”.40

El llamado universal del evangelio es una gran parte

de su belleza. Dios se ha ocupado personalmente en for-

mar un pueblo compuesto por judíos y gentiles, abriendo


una puerta ancha de fe para todo el que quiera: griego y
judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, siervo y

libre.41 A través del evangelio, la esperanza de los genti-


les ha superado la de la madre sirofenicia, quien rogaba

comer de las migajas que caían de la mesa de Israel.42 Por


la fe, el más grande pecador del pueblo más infame y
atrasado puede ahora sentarse a la mesa del Señor y ce-
nar como un hijo.

Dios ofrece el evangelio libremente tanto al judío


como al gentil, y esto nos lleva a una verdad más que
debe exponerse: el evangelio que salva al judío es el mis-
mo que salva al gentil. Aunque debemos estar al tanto de
las diferencias en las culturas, no debemos permitir que
la cultura moldee nuestro evangelio o nos dicte cómo de-

bemos comunicarlo. Nuestro punto de partida siempre


debe ser la Escritura. Solo la Biblia nos dice qué es el

evangelio y cómo enseñarlo a los hombres. Consecuente-


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mente, tanto el exégeta (quien se dedica a la interpreta-


ción de la Escritura) como el teólogo entre nosotros de-

ben ser los que den forma a nuestro mensaje, no el antro-

pólogo, el sociólogo o el experto en crecimiento de la

iglesia o misiones.
En los años recientes se observa una creciente preocu-
pación por la sensibilidad cultural y la necesidad de

adaptar el mensaje del evangelio a las circunstancias es-


pecíficas de la cultura. La gran mayoría de evangélicos

parecen estar convencidos de que el evangelio primitivo


no funcionará y de que el hombre, de alguna manera, se
ha convertido en un ser muy complejo o muy simple
para ser salvado y transformado por este mensaje. Ahora

hay más énfasis en entender y satisfacer a la cultura que


en entender y proclamar el único mensaje que tiene el
poder para salvarla.
Debemos afianzarnos en las Escrituras hasta que nue-
vamente haga nacer en nosotros la convicción de que
solo el evangelio es poder de Dios para salvación. Si bien

es cierto que es un mensaje insondable y que escandaliza,


también es cierto que es el único mensaje por medio del

cual Dios ha prometido salvar al hombre caído. ¡Modifi-


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car el evangelio con la esperanza de causar un mayor im-


pacto en una cultura específica es pervertir la verdad del

evangelio, reducir su poder, y dejar al mundo sin el úni-

co mensaje que tiene el poder de salvarlo!

1 Hechos 26:26

2 Colosenses 1:5-6

3 Apocalipsis 5:9

4 Salmo 2:8

5 Marcos 16:15; Mateo 28:18-20

6 Habacuc 2:4; Romanos 1:17

7 Gálatas 2:16

8 Romanos 3:10-12

9 Isaías 64:6

10 Augustus M. Toplady. “Rock of Ages” [“Roca de la eternidad”]. 1775.

11 Joseph Hart. “I Will Arise and Go to Jesus” [“Ven, oh pobre descarriado”].

1759.
12 Salmo 115:1; 1 Corintios 1:31; Romanos 3:27

13 Santiago 2:19

14 Romanos 4:21

15 Santiago 2:18

16 Mateo 3:8; 7:16, 21

17 2 Corintios 13:5

18 Tito 1:16

19 2 Pedro 1:5-10

20 Juan 3:18-36

21 Romanos 1:18
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22 Números 33:55

23 1 Reyes 18:17; Hechos 17:6

24 2 Corintios 2:15-16

25
Romanos 9:4-5
26
Efesios 4:17-19
27 Efesios 2:13-16

28 Efesios 2:17

29 Hebreos 2:7

30 Apocalipsis 5:9; 1 Pedro 1:18-19

31 Romanos 9:15-16

32 Deuteronomio 7:6-8

33 Deuteronomio 7:8

34 Romanos 3:9

35 Hechos 14:16; Romanos 1:24, 26; Efesios 4:17-19

36 Mateo 10:5

37 Mateo 4:16

38 Mateo 12:18, 21

39 Hechos 13:47

40 Romanos 15:10

41 Hechos 15:14; 14:27; Colosenses 3:11

42 Marcos 7:28
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PARTE TRES

La acrópolis
de la fe cristiana
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Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la


gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por

su gracia, mediante la redención que es en Cristo Je-


sús, a quien Dios puso como propiciación por medio de

la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a cau-


sa de haber pasado por alto, en su paciencia, los peca-

dos pasados, con la mira de manifestar en este tiempo


su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica

al que es de la fe de Jesús. ¿Dónde, pues, está la jactan-


cia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las
obras? No, sino por la ley de la fe.
—Romanos 3:23-27
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CAPÍTULO DIEZ

Dándole la debida importancia


al pecado
Por cuanto todos pecaron.
—Romanos 3:23

El centro del evangelio es la muerte de Cristo, y Cristo


murió por el pecado. Por tanto, no puede haber procla-
mación del evangelio aparte de un enfoque bíblico del
pecado. Este incluye explicar la atrocidad del pecado y

exponer a los hombres como pecadores. Aunque el tema


del pecado está de alguna manera fuera de moda, incluso
en algunos círculos evangélicos, cualquier consideración
honesta de la Escritura en relación con la cultura con-

temporánea demostrará que todavía hay mucho que de-


cir relacionado con el tema.
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La necesidad de una clara comunicación sobre el pe-


cado es crucial, puesto que vivimos en una generación

nacida y cultivada por el pecado.1 Bebemos la iniquidad

como agua, y no podemos discernir nuestra condición

caída como tampoco un pez puede saber que está moja-


do.2 Debido a esto, debemos esforzarnos en redescubrir
un enfoque bíblico del pecado y la pecaminosidad del

hombre. Nuestra comprensión de Dios y del evangelio


depende de esto.

Como administradores del evangelio de Jesucristo,


no ayudamos a los hombres restándole importancia al
pecado, eludiendo el asunto, o evitándolo del todo. Los
hombres tienen solamente un problema: están bajo la ira

de Dios a causa de su pecado.3 Negar esto es negar una de


las doctrinas más fundamentales del cristianismo. No es
falta de amor decirles a los hombres que son pecadores,
pero ¡es la forma más repugnante de inmoralidad el no
decirles! En realidad, Dios declara que su sangre estará
en nuestras manos si no les advertimos de su pecado y

del juicio venidero.4 Buscar predicar el evangelio sin ha-


cer del pecado un problema es como tratar de sanar su-
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perficialmente lo quebrantado de las personas, diciendo:


“Paz, paz”, cuando no hay paz.5

El libro a los Romanos es lo más cercano que tenemos

a una teología sistemática en la Escritura. En esta carta,

el apóstol Pablo presenta su teología ante la iglesia en


Roma. Él buscaba prepararles para su próxima visita y
esperaba que ellos se le unieran en su esfuerzo misionero

en España.6 Es imperante notar que los primeros tres ca-


pítulos de esta carta, con excepción de una breve intro-

ducción, están dedicados a la hamartiología, o la doctri-


na del pecado.7 A lo largo de tres capítulos, ¡el apóstol
trabaja con todo su intelecto, bajo la guía del Espíritu
Santo para demostrar conclusivamente la pecaminosi-

dad del hombre y condenar al mundo entero!


Es común para los cristianos insistir que Dios no nos
ha dado un ministerio de condenación y muerte, sino de
justificación, reconciliación y vida.8 Esto es muy cierto,
pero no significa que no hablemos acerca del pecado o no
usemos la Escritura para que los hombres sean convenci-

dos de su pecado por la obra del Espíritu Santo. Es cierto


que ahora no hay condenación “en Jesucristo”, pero no

hay nada sino condenación aparte de Él.9


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La Escritura nos dice que la ley no fue dada como un


medio de salvación, sino como un instrumento para ex-

poner tanto la vileza del pecado (es decir, que el pecado a

través del mandamiento llegara a ser extremadamente

pecaminoso) como la pecaminosidad del hombre (es de-


cir, que todo el mundo fuera culpable ante Dios).10 Aun-
que nosotros rara vez usamos la ley para este propósito,

no hay evidencia en el Nuevo Testamento de que este mi-


nisterio de la ley no debe continuar como una parte esen-

cial de la proclamación de nuestro evangelio. Los predi-


cadores del pasado lo llamaban arar el campo, remover
las piedras y abrir las cortinas.11 Ellos vieron la necesidad
de sostener la ley de Dios frente a los hombres como un

espejo para que pudieran ver su condición miserable y


rogaran por misericordia. Por supuesto, esto no debe ha-
cerse con un espíritu de orgullo o arrogancia, y no debe-
mos tratar a la gente bruscamente. Dios no nos ha llama-
do a ser beligerantes o gente ofensiva, aunque la verdad
que predicamos con toda humildad puede ser de gran

ofensa para muchos.


El ministerio del apóstol Pablo no tenía la condena-

ción como su meta, pero insistió en este asunto con la es-


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peranza de que los hombres condenados pudieran reco-


nocer su absoluta ruina moral y se volvieran a Cristo en

arrepentimiento y fe. En el libro de Romanos, Pablo de-

termina demostrar la corrupción moral del mundo ente-

ro, su hostilidad hacia Dios, y su absoluta negación a so-


meterse a la verdad que el mundo conoce.12 Luego centra
su atención hacia el judío, y demuestra que aunque este

fue bendecido excepcionalmente a través del don de la


revelación especial, él es tan culpable ante Dios como el

gentil.13 Finalmente, él concluye su argumento al presen-


tar algunas de las acusaciones más directas y ofensivas
contra el hombre que se encuentran en toda la Escritu-
ra.14 ¿Cuál es su propósito? Él nos dice en sus argumen-

tos finales: “Para que toda boca se cierre y todo el mundo


quede bajo el juicio de Dios”.15
Como Jeremías antes que él, Pablo no solo fue llama-
do a “edificar y plantar” sino también a “arrancar y des-
truir, arruinar y derribar”.16 Y también, en sus propias
palabras, a “[derribar] argumentos y toda altivez que se

levanta contra el conocimiento de Dios”.17 Bajo el minis-


terio del Espíritu Santo y mediante la Escritura, Pablo

trata de poner fin a la esperanza del pagano moralista, el


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judío religioso, y todo el mundo en el medio. Él escribió y


predicó para cerrar las bocas de los hombres, para que

nunca más se jactaran de su propia justicia y dieran excu-

sas por el pecado. Él les deja sin otra esperanza que no

sea Cristo.
¿Era el apóstol Pablo simplemente un hombre amar-
gado o enojado? ¡No! Él amaba a la humanidad a tal gra-

do que derramó su vida como libación a favor de los gen-


tiles, e incluso deseó ser él mismo maldito y separado de

Cristo por amor a sus hermanos judíos.18 Pablo predicó


contra el pecado por la misma razón que el médico traba-
ja para diagnosticar la enfermedad de su paciente y está
dispuesto a decirle la peor de las noticias. Es una labor de

amor para la salvación del oyente. Cualquier otra res-


puesta por parte del médico o el predicador sería inmoral
y sin amor.
Tal vez sea apropiado en este momento preguntarnos
si la predicación de nuestro evangelio tiene este propósi-
to. ¿Amamos lo suficiente para enseñar la verdad, expo-

ner el pecado y confrontar a nuestros oyentes? ¿Posee-


mos una compasión bíblica que dice a los hombres la ver-

dad con la esperanza de que sus corazones sean quebran-


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tados bajo el peso de su pecado y miren solo a Cristo?


¿Estamos dispuestos a arriesgarnos a ser malinterpreta-

dos y difamados para que la verdad sea dicha y los hom-

bres sean salvos? Parece haber una convicción creciente

incluso entre evangélicos que el hombre moderno de Oc-


cidente ya tiene tantas fracturas psicológicas y tanta cul-
pa que no debemos presionarlo más, no sea que lo aplas-

temos. Esta consideración no toma en cuenta que hay


una tremenda diferencia entre la fractura psicológica y el

arrepentimiento bíblico que lleva a la vida. El hombre


moderno se ha vuelto de carácter débil porque está preo-
cupado por sí mismo y viviendo en rebelión contra Dios.
Está cargado con culpa porque él es culpable. Necesita

que la Palabra de Dios exponga su pecado y lo lleve al


arrepentimiento. Solo entonces habrá un quebranta-
miento bíblico que lleve a la vida.
El trato de Dios con la nación de Israel provee un
ejemplo maravilloso de esta verdad. A través del profeta
Isaías, Dios describe la condición de Israel: “¿Por qué

querréis ser castigados aún? ¿Todavía os rebelaréis?


Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Des-

de la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa


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sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga; no están


curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite”.19 La na-

ción de Israel estaba tan fracturada y débil como uno

pueda imaginarse; sin embargo Dios trató con ellos por

su propio bien al señalarles su rebelión, y los llamó al


arrepentimiento. Él usó muchas palabras duras contra
ellos, pero cada una fue necesaria para exponer su peca-

do y alejarlos de él: “¡Oh gente pecadora, pueblo cargado


de maldad, generación de malignos, hijos depravados!

Dejaron a Jehová, provocaron a ira al Santo de Israel, se


volvieron atrás”.20 Les dice además: “Venid luego… y es-
temos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la gra-
na, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos

como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana. Si qui-


siereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra”.21
Identificar una enfermedad y explicar su seriedad son
siempre los primeros pasos para encontrar una cura. Un
hombre que no tiene conocimiento de su cáncer no bus-
cará la ayuda de la medicina; y un hombre no huirá de

una casa en llamas a menos que sepa que hay un incen-


dio. De la misma forma, un hombre no buscará la salva-

ción hasta que sepa que está totalmente perdido; y no irá


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a Cristo hasta que sepa que no hay otro medio de salva-


ción. Los hombres deben saber de su pecado antes de que

lo reconozcan; deben saber del peligro de este antes que

se alejen de él; y deben estar convencidos de que la salva-

ción se encuentra solo en Cristo antes de que dejen atrás


sus esperanzas de confiar en su propia justicia y corran
hacia Él.

A la luz de las verdades anteriores, es una farsa que


muchos dentro de la comunidad evangélica ni siquiera

consideren darle la debida importancia al pecado. Inclu-


so parece haber un esfuerzo consciente para catalogar tal
predicación como negativa y destructiva, aun cuando
este es uno de los ministerios primarios del Espíritu San-

to: “Y cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado,


de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en
Mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis
más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha
sido ya juzgado”.22
Según el Señor Jesucristo, Dios envió al Espíritu San-

to al mundo para convencer a los hombres de pecado,


justicia y juicio. Traer el pecado a la luz y presionar al pe-

cador al arrepentimiento es uno de Sus ministerios pri-


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marios. ¿No debemos como ministros del evangelio te-


ner el mismo objetivo? ¿No debe nuestra predicación re-

flejar la misma función? ¿Es posible evangelizar en el po-

der del Espíritu Santo mientras nos negamos a trabajar

con el Espíritu en este ministerio esencial? Aunque el Es-


píritu Santo no depende de instrumentos humanos, Dios
ha ordenado que los hombres vengan a la convicción de

pecado, arrepentimiento y fe salvífica a través de la pre-


dicación.23 Sin embargo, ¿cómo puede el Espíritu usar

nuestra predicación si no estamos dispuestos a exponer


el pecado o llamar a los hombres al arrepentimiento? La
Escritura nos enseña que la espada del Espíritu es la Pala-
bra de Dios, pero si los ministros de Dios usan solo de

mala gana la espada para convencer a los hombres de pe-


cado, ¿no apagarán tanto el ministerio como la persona
del Espíritu Santo?24 No debemos temer seguir el ejem-
plo del Espíritu al tratar con los pecadores. Si Él conside-
ra necesario convencer a los hombres de pecado, noso-
tros debemos unirnos a Él en esta función. Aquellos pre-

dicadores e iglesias que han encontrado una “mejor” for-


ma no tienen razón para esperar que el Espíritu de Dios
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esté operando entre ellos para traer a los hombres a Cris-


to.

Antes que concluyamos este capítulo, es importante

hacer una observación final. La mayor razón para darle

la debida importancia al pecado es que esto exalta el


evangelio. Tú no puedes ver la belleza de las estrellas
cuando el sol está en su cénit, porque la luz del sol las

eclipsa. Sin embargo, después de que el sol se pone y el


cielo se oscurece, puedes ver las estrellas en toda la fuer-

za de su esplendor. Así es con el evangelio de Jesucristo.


Nosotros solo podemos ver su verdadera belleza en el
contexto de nuestro pecado. Mientras más oscuro luce el
hombre, brilla aún más el evangelio.

Parece que los hombres no se dan cuenta de la belleza


de Cristo ni consideran Su valor hasta que no ven la na-
turaleza atroz de su pecado y se ven a sí mismos como ab-
solutamente miserables, sin mérito alguno. Hay innume-
rables testimonios de cristianos a través de las épocas
quienes ni una vez estimaron a Cristo hasta el día en que

el Espíritu Santo vino y les convenció de pecado, justicia


y juicio. Después de la inexorable oscuridad de su propio

pecado que los envolvía, Cristo apareció como la estrella


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resplandeciente de la mañana y llegó a ser precioso para


ellos.25

Es sorprendente que cuando verdaderos creyentes en

Jesucristo escuchan un sermón sobre la depravación del

hombre, salen de la iglesia llenos de gozo y con un nuevo


fervor para seguir a Cristo. Esto no es debido a que to-
man el pecado ligeramente o que encuentran alguna sa-

tisfacción en su estado pecaminoso anterior. Más bien,


¡la verdad les llena con gozo inefable, porque en la mayor

oscuridad ellos vieron más de Cristo! Nosotros les priva-


mos a los hombres de una visión más grande de Dios por-
que no les ofrecemos una visión inferior de ellos mismos.

1 Salmos 51:5; 58:3

2 Job 15:16

3 Juan 3:36

4 Ezequiel 33:8

5 Jeremías 6:14

6 Romanos 15:23-24

7 Hamartiología se deriva de las palabras griegas hamartia, que significa

“pecado”, y lógos, que significa “palabra” o “discurso”. Hamartiología es li-

teralmente un discurso sobre el pecado.


8 Esta declaración está basada en 2 Corintios 3:7-9 y 2 Corintios 5:17-18.

9 Romanos 8:1; 5:18

10 Romanos 7:13; 3:19


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11 Jeremías 4:3; Oseas 10:12

12 Romanos 1:18-32

13 Romanos 2:1-29

14
Romanos 3:1-18
15
Romanos 3:19
16 Jeremías 1:10

17 2 Corintios 10:5

18 Filipenses 2:17; Romanos 9:3

19 Isaías 1:5-6

20 Isaías 1:4

21 Isaías 1:18-19

22 Juan 16:8-11

23 1 Corintios 1:21

24 Efesios 6:17

25 2 Pedro 1:19; Apocalipsis 22:16


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CAPÍTULO ONCE

Dándole la debida importancia


a Dios
Por cuanto todos pecaron.
—Romanos 3:23

Contra Ti, contra Ti solo he pecado.


—Salmo 51:4

El veredicto divino emitido contra el hombre en los tex-


tos anteriores tendrá poco significado para una cultura
que se ríe del pecado y lo hace suyo como si fuera una
virtud. ¡Nuestra cultura llama a lo bueno malo y a lo

malo bueno; sustituimos oscuridad por luz y luz por os-


curidad!1 Para frenar la ola debemos predicar de tal ma-
nera que demostremos a los hombres la gravedad de su

pecado. El mejor método para hacerlo es enseñando no


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solo lo que la Biblia enseña sobre el hombre, sino tam-


bién lo que enseña sobre Dios. Para entender la terrible

naturaleza del pecado que están cometiendo, los hom-

bres deben entender la visión exaltada de la Escritura de

Aquel contra el cual están pecando. Si el impío más en-


durecido entendiera incluso la porción más pequeña de
quién es Dios, inmediatamente colapsaría bajo el peso de

su pecado.
Si el pecado se menciona en nuestro contexto con-

temporáneo, es el pecado contra el hombre, el pecado


contra la sociedad, o incluso el pecado contra la naturale-
za, pero raras veces nuestra cultura consideraría el peca-
do contra Dios. En contraste, la Escritura ve todo pecado

en última instancia y sobre todo como pecado contra


Dios. El rey David traicionó la confianza de su pueblo,
cometió adulterio, e incluso orquestó el asesinato de un
hombre inocente. Con todo, cuando la reprensión del
profeta Natán finalmente lo lleva al arrepentimiento, él
confesó a Dios: “Contra Ti, contra Ti solo he pecado, y

he hecho lo malo delante de tus ojos”.2


De este texto nosotros aprendemos dos verdades im-

portantes. La primera verdad es que aunque el pecado


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sea cometido contra otras personas e incluso contra la


creación misma, todo pecado es en primer lugar y ante

todo contra Dios. La segunda verdad es que el pecado es

atroz no meramente debido a la devastación que puede

traer sobre otros hombres o sobre la creación como un


todo, sino principal y especialmente porque es una ofen-
sa cometida contra un Dios infinitamente glorioso quien

es digno del más perfecto amor, devoción y obediencia


de parte de Su creación. Por consiguiente, mientras más

comprenda el hombre sobre la gloria y la supremacía de


Aquel contra el cual ha pecado, más comprenderá la na-
turaleza horrenda de su pecado. Un verdadero conoci-
miento de Dios llevará a los hombres a tratar incluso la

más pequeña infracción de la ley de Dios como un cri-


men incalificable; sin embargo, una ignorancia de Dios
los llevará a tratar el pecado como un pequeño asunto
sin mayores consecuencias.
Es una premisa fundamental de la fe cristiana que un
verdadero conocimiento de Dios es esencial si uno quiere

tener una visión correcta de la realidad. Una compren-


sión incorrecta de Dios finalmente llevará a una com-

prensión incorrecta sobre todo lo demás. Esto es particu-


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larmente cierto con relación al pecado. En el Salmo 50,


Dios reprende al pueblo de Israel por haber olvidado o

rechazado las verdades más esenciales de Su carácter.

Ellos habían llegado a creer que Él era como uno de ellos:

apático e indiferente hacia la maldad.3 Su comprensión


equivocada de Dios les llevó a tener una comprensión
equivocada del pecado. Ellos desecharon toda restricción

moral y pervirtieron su camino sin temor o vergüenza.


Su rebelión los condujo a la destrucción. Perecieron por

falta de conocimiento.4 Es por esta razón que el profeta


Jeremías declaró que un verdadero conocimiento de
Dios era de mucho más valor que todos los otros méritos,
virtudes o bendiciones: “Así dijo Jehová: No se alabe el

sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valien-


te, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto
el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocer-
me… dice Jehová”.5
No es una exageración decir que una ignorancia de los
atributos de Dios abunda en las calles y en las iglesias.

Los hombres pueden tener algunas opiniones sobre Dios


cercanas a la Biblia en ciertos asuntos, pero la gran ma-

yoría han sido completamente engañados acerca del pe-


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cado y la disposición de Dios hacia este. Los hombres


pueden decir grandes cosas acerca del amor, la compa-

sión, y la misericordia de Dios, pero están silentes acerca

de Su santidad, justicia y soberanía. Debido a esto, mu-

chos tienen una visión distorsionada de Dios y están cie-


gos a la verdadera naturaleza de su pecado.
En la predicación del evangelio, debemos exponer la

pecaminosidad del pecado al difundir el verdadero cono-


cimiento de Dios. Debemos proclamar todo el consejo de

la Escritura concerniente a Sus atributos, especialmente


aquellos que son menos populares y menos agradables al
hombre carnal: Su supremacía, soberanía, justicia y
amor.

LA SUPREMACÍA DE DIOS
Debemos enfrentar la época retorcida en la cual vivimos,
donde el hombre se ha hecho a sí mismo la medida de to-
das las cosas. El humanista secular ve hacia abajo y con-

sidera que él está en lo más alto de la escala evolutiva. Él


ve hacia arriba y no encuentra nada. Por ello, él es rey, el

que define su propio destino, el que hace las normas, y el


encargado de cuidar el planeta. Puesto que no tiene al-
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guien mayor con quien compararse, él vive un engaño,


sin darse cuenta que aun en su plenitud no puede respi-

rar por sí mismo, que es como hierba que desaparece con

el viento, o como la neblina, que en un momento apare-

ce, y luego se evapora.6


El humanista religioso no está mejor que su contra-
parte secular, aunque se vista con ropa evangélica.7 Su

sentido de importancia, junto con las influencias de la


psicología moderna sobre el logro de metas personales o

la realización personal, ha sido devastador. Para empeo-


rar las cosas, los mismos predicadores llamados a expo-
ner este error ahora lo promueven. Aunque mucha de la
enseñanza acerca de Dios es ortodoxa, Su gloria ha sido

subordinada a las supuestas necesidades del hombre, de


manera que Dios exista para el hombre y no al revés. Asi-
mismo, los propósitos de Dios y Su buena voluntad se
ven completamente dependientes de la bondad del hom-
bre y entrelazados con esta, de manera que Dios no pue-
de estar satisfecho ni completo sin nosotros. Aunque es-

tas declaraciones parecen una exageración, una conside-


ración honesta de lo que la comunidad evangélica está
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realmente comunicando al mundo demostrará que no lo


son.

Esta tendencia humanista en el cristianismo contem-

poráneo ha tenido un efecto desastroso en el evangelio

que predicamos al mundo. Nuestra visión distorsionada


de Dios, manifestada en nuestra predicación, ha permiti-
do que nuestros oyentes continúen en su comprensión

herética acerca de sí mismos, sin temor al Señor, sin an-


helar Su persona, o sin encontrar su bien último y satis-

facción en la exaltación de Su gloria. Hemos caído tan


bajo en nuestra forma de pensar y en nuestra proclama-
ción, que la respuesta a la primera y más grande pregun-
ta en la mayoría de los catecismos más respetados y orto-

doxos es totalmente desconocida para la vasta mayoría


de evangélicos: “¿Cuál es el fin principal y más noble del
hombre? El fin principal y más noble del hombre es el de
glorificar a Dios y gozar de Él para siempre”.8
A la luz de todo el ruido y confusión, ¿qué se puede
hacer? El curso que debemos tomar es tan simple como

difícil. Debemos comprometernos a proclamar los atri-


butos de Dios tal como aparecen en la Escritura, comple-

tos, no editados o filtrados por las filosofías humanistas


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de nuestra época. Dios no necesita nuestra defensa. ¡Si lo


proclamamos como se revela a Sí mismo en la Escritura,

Él se defenderá a Sí mismo!9 Debemos estar firmes en

medio de hombres ególatras, desafiar sus creencias y se-

ñalarles el cielo a través de la proclamación de la verdad.


Debemos decirles que el Señor es el único Dios, eterno,
inmortal e invisible, el que es “excelso sobre toda la tie-

rra”.10 Debemos advertirles que para Él las naciones son


como una gota de agua que cae del cubo, y las considera

como granos de polvo en las balanzas.11 Debemos guiarles


a la conclusión de que a Él le pertenecen la magnificencia
y el poder, la gloria y la majestad, todo lo que está en los
cielos y arriba y debajo de la tierra.12 Ciertamente, todas

las cosas son de Él, y por Él, y para Él.13 Debemos procla-
mar con claridad y precisión que este es el Dios contra
quien hemos pecado, y porque Él es tan grande es que
nuestro pecado es tan malo.

LA SOBERANÍA DE DIOS
Sin duda, el hombre carnal ve la soberanía de Dios como

el menos aceptable de Sus atributos. Esto es especial-


mente cierto en el Occidente moderno, donde el indivi-
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dualismo y la democracia son temas sagrados, derechos


inherentes y verdades evidentes. Aunque estos son te-

mas nobles que deberían definir y limitar cómo el hom-

bre debe gobernar al hombre, no debemos suponer que

Dios está limitado en el ejercicio de Su gobierno. La Es-


critura, sin disculparse, declara que el Señor ha estable-
cido Su trono en los cielos y Su reino domina sobre todos

los reinos.14 No hay límites a Su gobierno, ni hay criatura


o actividad más allá de los confines de Su autoridad.

Todo ser viviente, toda cosa creada, y todos los eventos


de la historia son Suyos. Él hace todo lo que quiere en to-
dos los ámbitos de la creación.15 Todo lo hace según el de-
signio de Su voluntad y nadie puede hacerlo cambiar.16 Él

da la vida y la quita.17 Él hace la paz y crea la adversi-


dad.18 Él hace lo que quiere en el cielo y la tierra, y no hay
quien pueda impedírselo o cuestionar lo que hace.19 Su
consejo permanece para siempre y los planes de Su cora-
zón son por todas las generaciones.20 No hay sabiduría,
entendimiento o consejo que prevalezca contra Él.21 Su

dominio es sempiterno, y Su reino permanece por todas


las edades.22 Él siempre será el Señor con quien nosotros

debemos tratar.
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Los hombres deben entender que cuando pecan, no se


han rebelado contra algún dios menor o el superinten-

dente de alguna pequeña provincia, sino contra el Rey

que está sobre todos los dioses, el Señor del cielo y de la

tierra, el bendito y Soberano, Rey de reyes y Señor de se-


ñores.23 Ellos deben ver cada pecado como una declara-
ción de guerra contra Aquel que creó el universo con Su

palabra y lo gobierna sin reservas y sin ningún esfuerzo.


Él ordenó a las estrellas vigilar en el cielo de mediano-

che, y ellas le obedecieron. Él mandó a los planetas que


se ubicaran en sus órbitas, y así lo hicieron. Él ordenó a
los valles que se bajaran y a los montes que se alzaran, y
obedecieron en temor. Él trazó una línea en la arena y le

dijo al bravo mar que no pasara más allá, y se inclinó en


reverencia. Y a pesar de la inalterada obediencia de los
grandes poderes de la creación, el hombre continúa le-
vantando su puño delante de Dios. El hombre es tan pa-
tético como un ácaro que se golpea contra un mundo de
granito, o tan autodestructivo como un enfermo que está

con un respirador y busca arrancar el cable de la corrien-


te de la pared.
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Como predicadores del evangelio, debemos darle la


importancia debida a la soberanía de Dios y así demos-

trar a los hombres que su pecado es un crimen atroz que

revela la locura y la naturaleza autodestructiva del cora-

zón caído. Sin embargo, si nos negamos a dar a conocer


la plenitud de Dios y hablar estas duras verdades a nues-
tros oyentes, entonces les estamos haciendo una gran in-

justicia y condenándolos a una vida de ignorancia e ido-


latría. La Escritura nos dice que Dios se reveló a Israel

para que le temieran.24 A la vez, nosotros debemos predi-


car todo el consejo de la revelación de Dios concerniente
a Él, de manera que todas las naciones teman y sean sal-
vadas. En la medida que le conozcan a Él, ellos compren-

derán algo de la terrible naturaleza de su pecado y posi-


blemente busquen un remedio para esto en el evangelio
de Jesucristo.

LA SANTIDAD DE DIOS

Ambos testamentos de la Escritura describen a Dios


como santo, santo, santo.25 Esta fórmula de tres partes se

refiere a menudo al término trisagion y es la forma más


fuerte del superlativo en la lengua hebrea.26 Los escrito-
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res de la Biblia exaltan ampliamente este atributo. Su


santidad no es solamente un atributo entre muchos, sino

que es el mismo contexto en el cual todos los otros atri-

butos divinos se definen y se entienden. Por consiguien-

te, sobre todas las cosas, ¡los hombres deben conocer que
Dios es santo! Lo que ellos entiendan acerca de este atri-
buto determinará lo que entienden acerca de Dios, de sí

mismos, del pecado, la salvación, y de toda la realidad. El


sabio de proverbios nos enseña que el conocimiento del

Santísimo es inteligencia.27 Ser ignorante sobre este atri-


buto tan importante es ser ignorante sobre Dios y abrirse
a la mala interpretación de todos los otros atributos y
obras divinas. Además, la falta de conocimiento sobre el

Santísimo llevará a los hombres a una comprensión dis-


torsionada acerca de sí mismos. Así pues, si los hombres
van alguna vez a entender la naturaleza horrenda de su
pecado, ¡deberán primero comprender algo de la natura-
leza santa de Dios!
La palabra santo viene de la palabra hebrea qadosh, la

cual significa separado, delimitado, colocado aparte, sa-


cado del uso común. En cuanto a Dios, la palabra denota

dos importantes verdades. La primera verdad es que la


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santidad de Dios se refiere a Su trascendencia.28 Como


creador, Él está por encima de toda Su creación y es to-

talmente distinto de todo lo que ha hecho y sustenta.

Esta distinción o separación entre Dios y todo lo demás

no es meramente cuantitativa (es decir, Dios es más


grande), también es cualitativa (es decir, Dios es un ser
completamente diferente). Independientemente del es-

plendor personal, todos los otros seres en la tierra y en el


cielo son meras criaturas. Solo Dios es Dios, separado,

trascendente e inaccesible.29 El ángel más sublime que


está delante de Dios no es más semejante a Dios que lo
que lo es el más pequeño gusano que se arrastra sobre la
tierra. Nadie es santo como el Señor.30 ¡Él es incompara-

ble!
Esta condición de alteridad (de “ser otro”) de Dios
causa que los hombres se maravillen y le teman. Las cria-
turas más asombrosas y terribles en el cielo y en la tierra
siguen siendo criaturas como nosotros. Aunque nos ha-
gan parecer pequeños, nos superen en fuerza, y nos aver-

güencen con su sabiduría y belleza, siguen siendo criatu-


ras, y su diferencia es meramente cuantitativa. Pero Dios

es santo, único y separado; no solamente más grande,


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sino íntegra y completamente otro. Por esta razón, Moi-


sés y el pueblo de Israel cantaron: “¿Quién como tú, oh

Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en

santidad...?”.31

La segunda verdad es que la santidad de Dios se refie-


re a Su trascendencia sobre la corrupción moral de Su
creación. Él está separado de todo lo que es profano y pe-

caminoso. Él es impecable y puro.32 Él es luz, y en Él no


hay ningunas tinieblas.33 Él es el Padre de las luces, en

quien no hay cambio ni sombra de variación.34 Él no


tienta a nadie, ni tampoco el mal puede tentar a Dios.35
Por la pureza de sus ojos, no soporta ver el mal ni los
agravios.36 Todo pecado es una abominación para Él, una

aversión, algo que provoca aborrecimiento y disgusto.


Todo aquel que actúa injustamente es una abominación
ante Su trono, y los malvados no pueden habitar con Él.37
Por este motivo, los hombres más santos y devotos de la
Escritura, a quienes se les concedió una mirada más de
cerca a la persona de Dios, cayeron ante Él como muertos

y exclamaron a gran voz: “¡Ay de mí! que soy muerto;


porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando
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en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto


mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”.38

Hay una especie de progresión lógica en la salvación

de los hombres. Ellos deben saber que están perdidos an-

tes de poder ser salvos. Sin embargo, deben saber que


son pecadores antes de que puedan darse cuenta que es-
tán realmente perdidos. Y finalmente, deben entender

que Dios es santo antes de que puedan comprender ínte-


gramente la grave naturaleza de su pecado. A la luz de es-

tas verdades, debería ser claro para nosotros que no ha-


cemos ningún bien a los hombres cuando retenemos la
verdad sobre su pecado, y no les hacemos ningún favor
cuando no les instruimos en el conocimiento del Santísi-

mo. El Señor Jesucristo insistió en que el evangelio y el


reino avanzarían solo en la medida en que los hombres
aprendieran a “santificar” el nombre de Dios, o estimarle
como santo.39 Por tanto, la predicación del evangelio no
se ha llevado a cabo con fidelidad a menos que se le haya
dado la debida importancia a la santidad de Dios.

LA JUSTICIA DE DIOS
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La palabra justo se traduce de la palabra hebrea tsaddik y


el término griego correspondiente dikaíos. Ambos térmi-

nos denotan la rectitud, lo correcto y la excelencia moral

de Dios. Según las Escrituras, la justicia de Dios no es so-

lamente algo que Él decide ser o hacer, sino que es esen-


cial a Su misma naturaleza. Él es un Dios justo; Su justi-
cia es eterna, y Él no cambia.40 Él es un Dios de verdad

que no retuerce el derecho.41 Él siempre actuará de ma-


nera consistente con quien es Él. Por ello, todas Sus

obras son perfectas y todos Sus caminos son justos.42


Los tratos justos de Dios con Su creación revelan es-
pecialmente Su carácter justo. Su Palabra nos asegura
que la rectitud y la justicia son el fundamento de Su tro-

no, y que Él gobierna sobre todo capricho, parcialidad o


injusticia.43 Siendo un Dios justo, Él ama la justicia con
todo Su ser y aborrece lo contrario.44 Por esta razón, Él
no puede ser moralmente neutral o indiferente hacia el
carácter y obras de los hombres o ángeles, sino que Él los
juzgará con justicia firme y equidad. Como dice el sal-

mista: “Pero Jehová permanecerá para siempre; ha dis-


puesto su trono para juicio. El juzgará al mundo con jus-

ticia, y a los pueblos con rectitud”.45


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Con base en estas verdades, ¡tenemos la garantía de


que el día cuando Dios juzgue las obras de todos los hom-

bres, incluso los condenados se inclinarán y declararán

que Él es justo! Pues “Jehová de los ejércitos será exalta-

do en juicio, y el Dios Santo será santificado con justi-


cia”.46 Nunca habrá una acusación de haber obrado mal
que se sostenga frente a Él, pues Él es un Dios justo cuyas

obras, decretos y juicios son perfectos.47


Estas noticias relacionadas con la rectitud o la justicia

de Dios son tanto buenas como malas. Son buenas noti-


cias en el sentido de que querríamos que un Dios todopo-
deroso y soberano sea recto y justo. Sería difícil imaginar
algo más aterrador que un ser omnipotente y malo. Una

deidad inmoral con poderes ilimitados haría lucir a los


Hitler de este mundo como criminales insignificantes,
culpables de una mera infracción. Si hay un Dios, ¡quere-
mos que sea justo!
Por otro lado, un Dios justo presenta grandes proble-
mas para el hombre. En realidad, puede decirse que el

problema más grande del hombre es la justicia de Dios.


La lógica lleva a esta conclusión:
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Primera premisa: El Creador y Soberano del uni-


verso es justo y bueno.

Segunda premisa: Un Dios justo y bueno se opon-

drá y traerá a juicio todo lo que es injusto y malo.

Tercera premisa: Todos los hombres son malos y


culpables de injusticia.
Conclusión: Por tanto, Dios se opondrá y traerá jui-

cio a todos los hombres.

La justicia de Dios es una buena noticia para las cria-


turas justas, pero es una noticia aterradora para los in-
justos. El escritor de Proverbios confirma esta verdad:
“Alegría es para el justo el hacer juicio; mas destrucción
a los que hacen iniquidad”.48

Si fuéramos justos como Dios es justo, entonces las


noticias de juicio serían motivo de celebración. Pero no
somos justos; en realidad, no hay justo ni aun uno.49 Por
lo tanto, la expectativa del justo juicio de Dios debería
producir un gran terror en cada hombre y llevarlo a bus-

car un defensor. El hecho de que la mayoría de los hom-


bres permanezcan impasibles ante la noticia de un juicio
venidero puede solo llevarnos a una de las siguientes
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conclusiones: La primera conclusión es que su concien-


cia está cauterizada, y creen que todo es un mito. La se-

gunda conclusión es que ellos piensan que son más justos

de lo que realmente son. La tercera conclusión es que

ellos piensan que Dios es menos justo de lo que Él es. La


cuarta conclusión es que ellos simplemente ignoran estos
temas, porque el púlpito evangélico raras veces los pro-

clama con claridad.


En muchas culturas a través del mundo, la justicia a

menudo se retrata como una señora con una balanza en


sus manos y un velo cubriéndole sus ojos. La imagen in-
tenta mostrar que la justicia es ciega a la parcialidad o al
soborno, pero para el hombre caído la imagen demuestra

algo mucho menos noble: nosotros estamos ciegos a la


justicia, la rectitud y la equidad. Somos personas de pe-
sas falsas y pesos no cabales.50 Miramos la paja en el ojo
del vecino y no miramos la viga que está en nuestro pro-
pio ojo.51 Protestamos contra los déspotas políticos co-
rruptos que despojan a su propio pueblo y contra la codi-

cia sin control de las grandes corporaciones, pero no ve-


mos que hay sorprendentes similitudes entre ellos y no-

sotros. La diferencia está solamente en grados. Nosotros


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también comemos pan robado, nos limpiamos la boca y


decimos que no hemos hecho nada malo. No entendemos

que cuando rogamos por juicio divino contra los grandes

pecadores de este mundo, traemos juicio sobre nuestras

cabezas. Parece que olvidamos la acusación universal de


la Escritura contra todos nosotros: “No hay justo, ni aun
uno”.52

Como predicadores del evangelio, debemos procla-


mar la justicia de Dios y en consecuencia exponer la in-

justicia de los hombres. Debemos mostrar la severidad


de la justicia de Dios y demostrar que la más pequeña
desviación de Su estándar perfecto descalifica y condena.
Los hombres deben saber que solo se requirió un acto de

injusticia por parte de nuestros primeros padres para


traer condenación a todos los hombres y lanzar al mun-
do en un caos aparentemente irreversible.53 Solo enton-
ces se darán cuenta de que sus innumerables actos de in-
justicia los descalifican de cualquier relación favorable
con Dios basada en su propia virtud o mérito. Cuando el

mundo incrédulo nos pregunte qué deben hacer los hom-


bres para morar en la presencia de Dios, nuestra respues-

ta debe ser precisa y punzante: “Si un hombre busca una


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relación con Dios, entonces Dios demanda solo una cosa


de él: que tenga una vida de absoluta perfección moral,

sin errores o fracasos, cada momento de cada día de su

vida”.54 Cuando nuestros oyentes admiten la imposibili-

dad de esto, entonces debemos señalar a Cristo.

EL AMOR DE DIOS
Nada expone la depravación y el pecado del hombre

como la predicación clara y coherente sobre el amor de


Dios. Cuando un predicador contrasta este atributo del
Altísimo con la apatía y la hostilidad de Sus criaturas ha-
cia Él, expone la vileza del hombre y muestra que el peca-

do es extremadamente pecaminoso.55
El predicador del evangelio debe inundar a los hom-
bres con el amor de Dios. Los hombres deben saber que
no hay mérito o virtud, sino que es el amor de Dios el
que le mueve a darse a Sí mismo generosa y libremente a
otros, para su beneficio y su bien.56 Ellos deben saber que

Su amor es mucho más que una actitud, emoción u obra.


Es un atributo, una parte de Su mismo ser o naturaleza.

Dios no solo ama, Él es amor.57 Él es Dios de amor.58 Él es


la misma esencia de lo que es el verdadero amor, y todo
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el amor verdadero fluye de Él como su fuente última. Los


hombres deben saber que sería más fácil contar cada es-

trella en los cielos o cada grano de arena en la tierra que

medir o incluso describir el amor de Dios. Su altura, pro-

fundidad y anchura están más allá de la comprensión de


incluso las más grandes y sagaces criaturas.
El predicador del evangelio debe mostrar el amor de

Dios hacia los hombres pecadores al mostrar Su benevo-


lencia: Su disposición a buscar el bien de los demás, de

bendecirlos y promover su bienestar. Es el testimonio de


la Escritura que Él es un Creador amoroso que busca la
bendición y el bien de los ángeles, los hombres, y todas
las criaturas inferiores.59 Él es exactamente lo contrario

de cualquier opinión que lo retrate como una deidad ca-


prichosa o vengativa que busca la caída y la miseria de Su
creación. Él es bueno con todos y se compadece de toda
Su creación.60 Él hace salir Su sol sobre malos y buenos, y
hace llover sobre justos e injustos.61 Él es benigno con los
ingratos y con los malvados.62 Toda buena dádiva y todo

don perfecto descienden de Él.63


El predicador del evangelio debe mostrar el amor de

Dios hacia los hombres pecadores al definir e ilustrar Su


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misericordia y Su gracia. Los hombres deben conocer la


misericordia de Dios como una referencia a Su bondad y

compasión aun a la más pobre y miserable de Sus criatu-

ras. La Escritura lo llama el Señor de la misericordia y lo

describe como “grande en” y “rico en” misericordia.64


Los hombres deben conocer la gracia de Dios como una
referencia a Su disposición de tratar a Sus criaturas no

según sus propios méritos o dignidad, sino según Su pro-


pia bondad y generosidad. Él es el Dios de toda gracia.65

Él anhela ser misericordioso con los hombres y espera te-


ner compasión de ellos.66 Por gracia, Él salva a los hom-
bres cuando son incapaces de salvarse a sí mismos, para
mostrar en los tiempos venideros las abundantes rique-

zas de Su gracia y Su bondad para con los indignos.67


El predicador del evangelio debe mostrar las excelen-
cias del amor de Dios al darle importancia a Su paciencia
o longanimidad. Los hombres deben saber que Dios
siempre ha demostrado un deseo de “sufrir mucho” y
“tener paciencia con” las debilidades y actos malos de

Sus criaturas. Él contiene Su enojo y calma Su ira, por-


que se acuerda que los hombres son mortales, ¡un simple

soplo que se va y no vuelve!68 Él es lento para la ira por-


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que no desea que ninguno se pierda, sino que todos se


vuelvan a Él.69 Él quiere que todos los hombres sean sal-

vos y lleguen a conocer la verdad.70 Para Él no es placen-

tero que el malo muera; más bien quiere que se vuelva a

Él y viva.71
Finalmente y lo más importante, el predicador del
evangelio debe constantemente exaltar el amor de Dios a

través de la proclamación del evangelio. El amor de Dios


va más allá de toda comprensión humana, y se manifies-

ta a todas Sus criaturas en un casi infinito número de


formas. No obstante, la Escritura nos enseña que hay
una manifestación del amor de Dios que se levanta por
encima de todas: la entrega de Su único Hijo para la sal-

vación de Su pueblo. La Escritura testifica que Dios es


amor, y que Él ha manifestado Su amor para con noso-
tros en que Él envió a Su Hijo unigénito para morir, para
que los hombres pudieran vivir por medio de Él. Nuestra
disposición y hechos no definen o miden el amor; el
amor verdadero de Dios por nosotros se muestra al en-

viar a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados.72 Es


bien sabido que alguien difícilmente moriría por un jus-

to, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una
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persona buena. Pero Dios muestra su amor para con no-


sotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por

los impíos y los hombres totalmente impotentes.73 Es en

pagar este precio de redención que el amor de Dios resul-

ta más precioso y nuestro pecado más atroz.


Estas son solo unas pocas de las verdades que debe-
mos poner delante de los hombres si van a tener una vi-

sión bíblica de Dios y comprender la verdadera naturale-


za del pecado que han cometido contra Él. Todo pecado

es fundamentalmente y finalmente malo porque es co-


metido contra un Dios infinitamente bueno, quien es
digno de todo amor, devoción, y obediencia. Mientras
más presentemos a este Dios en nuestra predicación, más

hombres verán la magnitud de su pecado y su gran nece-


sidad de salvación.

1 Isaías 5:20

2 Salmos 51:4

3 Salmos 50:21

4 Oseas 4:6

5 Jeremías 9:23.24

6 Isaías 2:22; Salmo 103:15; Santiago 4:14

7 Se refiere al vestido y metafóricamente describe una apariencia externa

que traiciona la realidad interna.


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8 Catecismo Mayor de Westminster

9 El autor prestó este pensamiento de Spurgeon, quien hace una afirmación

similar sobre la Escritura: “La Escritura es como un león. ¿Quién alguna vez
escuchó defender a un león? Solo suéltenlo y él mismo se defenderá”.
10
Salmos 97:9; Isaías 57:15; 1 Timoteo 1:17
11 Isaías 40:15-18

12 1 Crónicas 29:11

13 Romanos 11:36

14 Salmos 103:19

15 Salmos 115:3; 135:6

16 Efesios 1:11; Job 23:13

17 1 Samuel 2:6

18 Isaías 45:7

19 Daniel 4:34-35

20 Salmos 33:11

21 Proverbios 21:30

22 Daniel 4:34-35

23 Salmos 95:3; Hechos 17:24; 1 Timoteo 6:15

24 Éxodo 20:20

25 Isaías 6:3; Apocalipsis 4:8

26 Del griego, tris: tres; agion: santo. John N. Oswalt. The Book of Isaiah:

Chapters 1-39 [El libro de Isaías: capítulos 1-39], The New International
Commentary of the Old Testament. Grand Rapids: Eerdmans, 1986:181.
27 Proverbios 9:10

28 La palabra trascendencia viene del verbo latino transcendere (trans: so-

bre; scandere: subir), que significa ir más allá, estar por encima o sobrepa-

sar.
29 Deuteronomio 4:35; 1 Timoteo 6:16
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30 1 Samuel 2:2

31 Éxodo 15:11

32 La palabra impecable viene de la palabra latina impeccabilis (im: no; pe-

care: pecar; abilis: capaz), que significa no ser capaz de pecar o libre de falta

o culpa.
33 1 Juan 1:5

34 Santiago 1:17

35 Santiago 1:13

36 Habacuc 1:13

37 Deuteronomio 25:16; Salmo 5:4

38 Isaías 6:5

39 Mateo 6:9

40 Salmos 7:9; 119:142

41 Deuteronomio 32:4; Job 8:3

42 Deuteronomio 32:4

43 Salmos 89:14

44 Salmos 11:7; 5:5

45 Salmos 9:7-8

46 Isaías 5:16

47 Job 36:23

48 Proverbios 21:15

49 Romanos 3:10

50 Proverbios 11:1

51 Mateo 7:3-4

52 Romanos 3:10

53 Romanos 5:12-19

54 Le debo este pensamiento al pastor Michael Durham de la Iglesia Bautista

Oak Grove en Paducah, Kentucky.


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55 Romanos 7:13

56 Deuteronomio 7:7-8

57 1 Juan 4:8, 16

58
2 Corintios 13:11
59
Jonás 4:11; Proverbios 12:10
60 Salmos 145:9

61 Mateo 5:45

62 Lucas 6:35

63 Santiago 1:17

64 Salmos 145:8; 2 Corintios 1:3; Efesios 2:4

65 1 Pedro 5:10

66 Isaías 30:18

67 Efesios 2:7-8

68 Salmos 78:38-39

69 Éxodo 34:6; 2 Pedro 3:9

70 1 Timoteo 2:4

71 Ezequiel 18:23, 32

72 1 Juan 4:8-10

73 Romanos 5:6-8
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CAPÍTULO DOCE

Pecadores
todos y cada uno
Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de
Dios.
—Romanos 3:23

Aparte de una comprensión bíblica acerca de Dios, la ne-


cesidad más grande del hombre es una comprensión bí-

blica acerca de sí mismo. Aquí descubrimos un gran con-


traste entre el pensamiento secular y la verdad bíblica.
La visión contemporánea es que el hombre es básicamen-
te bueno, y que sus problemas más grandes proceden de
influencias externas malsanas: factores sociales, políti-

cos, económicos y educacionales, por nombrar algunos.


Por el contrario, las Escrituras enseñan que el hombre es
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una criatura caída y que la corrupción moral de su cora-


zón es la fuente de todos sus males.

Al predicar el evangelio de Jesucristo, debemos tratar

de comunicar a nuestros oyentes una visión bíblica del

pecado y del pecador. La exposición de la Escritura en el


poder del Espíritu Santo es la única manera de llevar a
cabo esta tarea. El trabajo es difícil y muchas veces ma-

lentendido, pero es tan necesario como el arar antes de


lanzar las semillas. Es nuestra tarea hablar acerca del

tema que la mayoría de los hombres preferirían ignorar.


Nuestro trabajo es inusual porque el grado de convic-
ción, quebrantamiento y arrepentimiento creado en los
corazones de nuestros oyentes es nuestra medida para el

éxito. Es un camino difícil, pero es el único camino a la


salvación.
En Romanos 3:23, la frase todos pecaron se traduce de
la palabra griega más común para pecado, hamartáno,
que significa errar el blanco, equivocarse, o desviarse del
camino. La palabra hebrea más común para pecado es

chata, y tiene el mismo significado. El escritor de Jueces


comunica la idea detrás de estas palabras cuando nos

dice que los hombres de Benjamín “tiraban una piedra


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con la honda a un cabello, y no erraban”.1 El sabio de Pro-


verbios también advierte que “aquel que se apresura con

los pies, peca [o, se desvía de su camino]”.2 Desde el punto

de vista bíblico, el blanco hacia el cual un hombre debe

apuntar y el camino en el cual debe caminar es la volun-


tad de Dios. Cualquier pensamiento, palabra o hecho que
no se conforma perfectamente a este estándar es pecado.

Incluso la más mínima desviación trae culpa. Por esta ra-


zón, el Catecismo Mayor de Westminster define pecado

como “la falta de conformidad con la ley de Dios” (Pre-


gunta 24). Es importante notar que la Escritura nunca
presenta “errar el blanco” como una equivocación ino-
cente o un error honesto. Es siempre un acto de desobe-

diencia voluntaria como resultado de la corrupción mo-


ral y la enemistad del hombre hacia Dios.
En nuestro texto, la acusación de pecado ha sido pues-
ta a los pies de cada hombre sin excepción: “Por cuanto
todos pecaron”. Este mismo sentimiento resuena a tra-
vés de toda la Escritura. En el Antiguo Testamento, noso-

tros leemos: “Si pecaren contra ti (porque no hay hom-


bre que no peque)” y “porque no se justificará delante de

Ti ningún ser humano”.3 El sabio y sombrío rey Salomón


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vio a través de la delgada capa de moralidad y declaró:


“Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga

el bien y nunca peque”.4 Finalmente, el profeta Isaías ob-

servó la humanidad entera y exclamó: “Todos nosotros

nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su


camino”.5
Los escritores del Antiguo Testamento fueron impla-

cables en su condenación al hombre, pero no debemos


pensar que los escritores del Nuevo Testamento tuvieron

una opinión diferente o que su censura fue menos resuel-


ta. En Romanos 3, el apóstol Pablo enlaza una colección
de citas del Antiguo Testamento para demostrar la uni-
versalidad del pecado y las profundidades de la deprava-

ción del hombre. Esta es una de las denuncias más largas


y directas con relación a la humanidad en toda la Escritu-
ra: “¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? En
ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a
gentiles, que todos están bajo pecado. Como está escrito:
No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay

quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicie-


ron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni si-

quiera uno”.6
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Desde la Escritura, nosotros vemos que el pecado no


es un fenómeno inusual o raro, limitado a una pequeña

minoría de la humanidad, sino que es universal en su al-

cance. Cada miembro de la raza de Adán se ha unido a él

en la rebelión que él comenzó. Aquellos que nieguen esta


verdad deben negar el testimonio de la Escritura, de la
historia humana, y de sus propios pensamientos, pala-

bras y hechos pecaminosos. El apóstol Juan va más lejos


al decirnos que aquellos que nieguen la realidad de su pe-

cado están haciendo a Dios mentiroso y estamos demos-


trando que queremos evitar alguna relación con Él: “Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a noso-
tros mismos, y la verdad no está en nosotros… Si deci-

mos que no hemos pecado, le hacemos a Él mentiroso, y


su palabra no está en nosotros”.7
Una mirada ligera a la Escritura nos mostrará que el
pecado es el mayor mal del hombre; sin embargo no pue-
de negarse ni remotamente que el pecado se toma como
poca cosa en nuestra cultura contemporánea y en el su-

puesto cristianismo que esta ha producido. Por esta ra-


zón, todos debemos ser cuidadosos en seguir el ejemplo

de los escritores de la Escritura, quienes trabajaron con


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esfuerzo intenso para exponer el pecado y hacerlo com-


pletamente pecaminoso. No debemos hablar acerca del

pecado usando generalidades inofensivas que tienden a

dejar el alma indiferente e inalterada, sino que debemos

emplear un lenguaje preciso que defina su verdadero ca-


rácter y exponga su misma manifestación. Nuestra meta
es pintar un cuadro tan horrendo del pecado en los cora-

zones y mentes de nuestros oyentes que no pueda ser re-


movido excepto por la sangre del Cordero. Para lograr

esta meta, debemos examinar algunas de las característi-


cas más comunes y frecuentes del pecado.

EL PECADO ES TRANSGRESIÓN
“Clama a voz en cuello, no te detengas. Alza tu voz como
trompeta, declara a Mi pueblo su transgresión y a la casa
de Jacob sus pecados”.8
En este texto, Dios manda a Su vocero Isaías a expo-
ner clara y apasionadamente las transgresiones de Su

pueblo. Dios dirige al profeta a clamar, a levantar su voz


como una trompeta, a declarar, publicar y explicar los

pecados que pronto resultarían en la destrucción de Is-


rael. Dios, además del mandato, le da una advertencia di-
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vina al profeta: no te detengas. Él no debe contenerse en


su predicación contra el pecado debido a un falso sentido

de compasión. Él debe dejar de lado su temor de herir. Is-

rael debe ser cortado con la espada del Espíritu. Una ci-

rugía profunda y dolorosa se requería si iba a ser salva-


do. Esto es tanto una reprensión como una exhortación
para el evangelizador contemporáneo, quien es negligen-

te en cuanto a este elemento necesario en la verdadera


predicación del evangelio.

En el Antiguo Testamento, la palabra transgresión se


traduce de la palabra hebrea abar, la cual significa cru-
zar, pasar por encima, o pasar por. En el Nuevo Testa-
mento, el término se traduce de la palabra griega para-

baino, la cual significa ir por el lado de, pasar por enci-


ma, o pasar sobre. Pecar es pasar sobre o darle la vuelta a
la ley de Dios con total desprecio por Su persona y auto-
ridad. Su ley se nos impone. Es correr más allá del muro
y entrar sin autorización a lugares que no nos pertene-
cen, como ovejas que se han descarriado y se apartaron

por su propio camino.9 A diferencia de los grandes océa-


nos que obedecen la voz de Dios y permanecen dentro de

los límites que Él ha trazado, los hombres están constan-


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temente buscando atravesar y traspasar los límites que


Él ha marcado para ellos.

Predicar sobre el pecado como transgresión tiene mu-

chos beneficios. Primero, revela la arrogancia que mora

en el corazón del hombre. ¿Quién es esta insignificante


criatura que corre con atrevimiento más allá de los lími-
tes que Dios ha colocado? ¡Él es un escándalo y una ver-

güenza para el resto de la creación! El buey y el asno tie-


nen mayor entendimiento.10 Segundo, expone nuestra

insensatez. Nosotros nacimos ayer, y lo que sabemos


puede verterse en un dedal y todavía sobraría espacio.11
Sin embargo, nosotros escogemos rebelarnos contra el
consejo del Dios eterno cuyo conocimiento no tiene lími-

tes y cuya sabiduría no tiene igual. Tercero, nos dice la


verdadera razón de todos nuestros males: hemos despre-
ciado al Santísimo y nos hemos alejado de Él.12 Debido, a
nuestras transgresiones, nuestras cabezas están enfer-
mas y nuestros corazones están débiles. Desde la planta
de nuestros pies hasta la coronilla de nuestras cabezas,

no hay nada sano en nosotros. Estamos cubiertos de ma-


gulladuras, llagas y heridas abiertas, todas autoinfligi-

das.
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EL PECADO ES REBELIÓN E INSUBORDINACIÓN


“Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y

como ídolos e idolatría la obstinación”.13 Vivimos en una

cultura que define y clasifica el pecado de acuerdo con su

propia conveniencia. Aunque la mayoría admitiría algún


fracaso moral en sus vidas, no consideraría que es mala o
que su pecado es tan malo como el de otros. La gran utili-

dad de 1 Samuel 15:23 que leímos más arriba es que de-


muestra que no hay pecados pequeños. Ante los ojos de

Dios, la más ligera rebelión es tan mala como participar


en algún ritual satánico, y aun un indicio de insubordi-
nación es como la más asquerosa iniquidad o la adora-
ción de falsos dioses. Aunque ciertos actos pecaminosos

tienen consecuencias más devastadoras que otros, la base


de cada pecado es la misma rebelión e insubordinación.
El niño que arruina la alfombra al tirar intencionalmen-
te su plato sobre el piso y el niño que se niega a recoger
sus juguetes, ambos están unidos en la misma rebelión
contra la autoridad de sus padres. Aunque las consecuen-

cias de sus actos pecaminosos pueden diferir de grado, la


rebelión que nace de ellos es la misma.
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1 Samuel 15:23 describe el pecado en términos de re-


belión e insubordinación. La palabra rebelión se refiere a

una revuelta, levantamiento, insurgencia o motín. La pa-

labra insubordinación se traduce de la palabra hebrea pat-

sar, la cual literalmente significa “apretar o empujar”. Se


aplica a alguien que es testarudo, agresivo, insolente,
presuntuoso y arrogante. Estas definiciones nos ayudan

a ver la horrenda naturaleza de la desobediencia del


hombre. El pecador es un traidor amotinado contra Dios.

Él se opone al reino del cielo e insta al avance de su pro-


pio reino. Él está haciendo el trabajo de su padre, el dia-
blo, quien atacaría el trono de Dios y sacrificaría a Dios
en Su propio templo.14 El pecador es una bestia testaruda

e insolente que no solo rechaza la voluntad de su Hace-


dor sino que busca imponer sobre Él su propia voluntad.
A la luz de lo que nos enseña la Escritura acerca de la
supremacía, soberanía y poder de Dios, nuestro pecado
debe verse como la más repulsiva forma de arrogancia y
apogeo de la locura. ¿Deberían los hombres que son

como neblina y menos que nada rebelarse contra el Dios


eterno?15 ¿Deberían los fragmentos rotos de cerámica re-

chazar la mano del Maestro? Sin embargo, los hombres


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niegan la soberanía de Dios y buscan su propia autono-


mía. No solo rechazan Su voluntad, sino que buscan do-

blegar a Dios a su propia voluntad. El hombre moderno

pocas veces se ve a sí mismo bajo esta luz, y difícilmente

clasificaría su pecado como rebelión e insubordinación.


Por lo tanto, es el trabajo del predicador del evangelio
ayudarle a que vea lo que puede serle difícil de aceptar,

aunque es necesario para que sea salvo.

EL PECADO ES INFRACCIÓN DE LA LEY


“Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley;
pues el pecado es infracción de la ley”.16 No hay duda que

este texto demuestra la gravedad de cada clase o tipo de


pecado. Cada hecho pecaminoso, del más grande al más
pequeño según la estimación humana, es infracción de la
ley, y practicar cualquier clase de pecado es infringir la
ley. La expresión infracción de la ley se traduce de la pala-
bra griega anomia, la cual significa literalmente “no ley”

o “sin ley”. Infringir la ley es vivir como si Dios fuera


moralmente neutral o indiferente, o vivir como si Dios

nunca hubiera revelado Su voluntad a la humanidad.


Ambas opiniones contradicen la Escritura. Según la Es-
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critura, Dios es un ser justo. Él ha revelado Su ley, o vo-


luntad, a todos los hombres a través de la obra de la ley

escrita en el corazón, y a algunos hombres a través de

una mayor forma de revelación: la Escritura.17 En cual-

quier caso, la Escritura testifica que todos los hombres


han tenido suficiente luz en cuanto a la voluntad de Dios,
así que no tendrán excusa en el día del juicio.18 Lo que el

profeta Miqueas dijo a los judíos puede decírsele en dis-


tintos grados a cada hombre: “Oh hombre, Él te ha decla-

rado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente


hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu
Dios”.19
Es importante entender que un hombre puede infrin-

gir la ley al desafiar abiertamente la ley de Dios, o sim-


plemente al ser indiferente e ignorarla voluntariamente.
En cualquier caso, él muestra desprecio hacia Dios y Su
autoridad. Es, además, imperativo que entendamos que
la severidad de la rebelión de uno no depende de la su-
puesta grandeza o pequeñez de la ley que se ha infringi-

do. Todo pecado es infracción de la ley, y “cualquiera


que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se

hace culpable de todos”.20 Además, el hecho de que el


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Anticristo se conozca como “el hijo de perdición” mues-


tra la abominable naturaleza de infringir la ley; y Jesús

manda a los que la infringen que se aparten de Él en el

día del juicio.21 Todo pecado es infracción de la ley, en-

gendrado en el infierno, y merece toda condenación.22


Como predicadores del evangelio, Dios nos llama a
exponer tal infracción de la ley y contener la ola de su

avance entre los hombres. Esto podemos lograrlo sola-


mente a través de la proclamación de todo el consejo de

Dios. El escritor de Proverbios nos advierte: “Sin profe-


cía el pueblo se desenfrena; mas el que guarda la ley es
bienaventurado”.23 Los hombres y sus sociedades corren
desenfrenadamente infringiendo la ley cuando no hay

revelación de la voluntad de Dios. Sin embargo, Dios li-


mita esta infracción de la ley cuando confronta a los
hombres con Su ley, y el Espíritu Santo los convence y
los trae a un conocimiento salvífico de Jesucristo. La
predicación del evangelio no es un trabajo para hombres
con corazones débiles. Dios nos llama a permanecer fir-

mes en medio de la ola y contra la corriente para exponer


el pecado como infracción de la ley y a los hombres como
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transgresores, y señalarles a Cristo, el único mediador


entre Dios y los hombres.24

EL PECADO ES ENEMISTAD
“Por cuanto los designios de la carne son enemistad con-
tra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampo-

co pueden”.25 Una de las verdades más perturbadoras


acerca del pecado del hombre es que es una expresión o

manifestación de su hostilidad, enemistad, e incluso abo-


rrecimiento hacia Dios. Para entender esta verdad, debe-
mos primero explorar la razón detrás. ¿Por qué el hom-
bre, como una criatura dependiente, alberga tal antago-

nismo contra un Dios infinitamente bueno? Según la Es-


critura, esto se debe a que el hombre caído es un ser mo-
ralmente corrupto, que ama la injusticia y demanda la
autonomía (es decir, un estado libertad y de autogobier-
no) para hacer lo que le parezca correcto.26 Consecuente-
mente, él aborrece a Dios, quien es justo, y aborrece Su

ley, la cual es una expresión de justicia.27 Así pues, como


nuestro texto nos enseña, el hombre no puede obedecer o

sujetarse a sí mismo a la ley de Dios porque él no quiere, y


no quiere porque él aborrece a Dios. El problema no es el
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libre albedrío, sino el albedrío enfermo. El hombre caído


aborrece tanto a Dios que no se someterá a Él aunque im-

plique la condenación eterna.

El Señor Jesús enseñó: “Si me amáis, guardad mis

mandamientos”.28 Esto es más evidencia de que hay una


relación directa entre nuestra disposición hacia Dios y
nuestra relación a Su voluntad. La obediencia genuina a

la voluntad de Dios revela un amor genuino hacia Él. El


pecado demuestra lo contrario, una aversión o enemis-

tad. Esta disposición despreciable e inexcusable hacia


Dios se encuentra en cada clase de pecado cometido. Por
ello, todo pecado, ya sea grande o pequeño a los ojos de la
sociedad, es un mal inmensurable porque procede de un

corazón que está en guerra con el mismo Dios que es infi-


nitamente digno de todo amor, gratitud y adoración.
El predicador del evangelio debe hablar estas verda-
des al mundo. El pecado es solo un síntoma de una enfer-
medad interna mucho más oscura, un corazón deprava-
do que ama el mal y es hostil hacia los dictados sobera-

nos de un Dios justo. Todas las reglas y reformas religio-


sas de cada institución eclesiástica juntas no pueden

cambiar a un hombre internamente o remover la hostili-


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dad de su corazón. El caso del hombre estaría perdido de


no ser por la obra genuina del evangelio, fielmente pre-

dicado y acompañado del poder regenerador del Espíritu

Santo.

EL PECADO ES TRAICIÓN

“Pero ellos, como Adán (la humanidad), han transgredi-


do el pacto; allí me han traicionado”.29 Todo pecado de

cualquier clase es una forma de traición. La palabra trai-


cionado se traduce de dos términos hebreos, maal y ba-
gad, los cuales significan “actuar traicioneramente, en-
gañosamente o deslealmente”. El término significa la

violación a un juramento, traicionar la confianza, un


acto de traición. El texto de Oseas 6:7 que acabamos de
leer describe el primer pecado de nuestro padre Adán
como “traición” contra el Señor y, a través de la Escritu-
ra, traición es un elemento común en todo pecado.30 En-
contramos pecado en el acto de rebelión, en abandonar

al Dios verdadero por los ídolos, y en cualquier forma de


apostasía o rechazo de Dios.31

Cuando consideramos la naturaleza y las obras del


Dios contra el cual el hombre comete traición o desleal-
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tad, vemos la traición o la deslealtad del pecado más cla-


ramente. Él es el Dios fiel, cuya fidelidad alcanza hasta

las nubes y se extiende a todas las generaciones.32 Él lleva

a cabo todos Sus planes y toda su obra es hecha con fide-

lidad.33 Él permanece confiable para siempre y no cam-


bia.34 Él cumple Su pacto y Su misericordia hasta mil ge-
neraciones, y ninguna de Sus palabras o promesas ha fa-

llado.35 Por lo tanto, cuando el hombre peca contra Dios,


él traiciona al que es digno de su lealtad, compromiso y

deber. Por este motivo, el pecado es la peor de las traicio-


nes, la mayor traición, y provoca sobre sí la pena de
muerte.36 Cada pecado que el hombre comete demuestra
su afinidad o hermandad con Judas, el que fue guía de

los que prendieron a Jesús.37 Como predicadores del


evangelio, debemos proclamar estas duras palabras acer-
ca de la traición del hombre, no sea que traicionemos al
Dios que nos ha llamado a servir, al evangelio que hemos
sido llamados a predicar, y a los hombres que desespera-
damente necesitan escuchar la verdad.

EL PECADO ES ABOMINACIÓN
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“Seis cosas aborrece Jehová, y aun siete abomina su


alma”. “Para aquellos que hacen tales cosas, todos los

que se comportan injustamente, son una abominación al

Señor tu Dios”.38 “Porque abominación es a Jehová tu

Dios cualquiera que hace esto, y cualquiera que hace in-


justicia”.39 De todas las palabras empleadas para descri-
bir la naturaleza horrenda del pecado, la palabra abomi-

nación puede ser la más apropiada. Esta palabra viene de


la palabra hebrea towˋebah y la palabra griega bdélugma.

En ambos idiomas, es una de las palabras más fuertes


para denotar algo que es infame, repugnante o asquero-
so. El término significa algo digno de aborrecer, algo re-
pugnante, detestable o que causa asco. Para ponerlo sim-

ple, todas y cada una de las formas de pecado son una


abominación delante del Señor, lo que resulta en Su dis-
gusto, aversión y aborrecimiento. Estas son palabras du-
ras, pero no debemos esperar menos de un Dios santo y
justo, cuyos ojos son tan puros que no soportan el mal,
quien no puede ver el agravio.40

Según la Escritura, cualquiera que hace injusticia es


una abominación para el Señor,41 y pecar es actuar abo-

minablemente.42 En realidad, el impío desagrada al Se-


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ñor, y aun sus rituales religiosos son una abominación


para Él.43 El escritor de Proverbios nos dice que el pecado

no es solamente abominación al Señor sino también ob-

jeto de Su justa indignación o aborrecimiento.44 Él, ade-

más, nos advierte que aquellos que se han hecho a sí mis-


mos una abominación a través de su desobediencia cier-
tamente no quedarán sin castigo.45 El libro de Apocalip-

sis concluye con la advertencia que el abominable y los


que practican abominaciones sufrirán el castigo eterno y

no entrarán en la presencia de Dios.46


¿Cómo podemos nosotros conocer y creer estas cosas
acerca del pecado y no dárselas a conocer a otros? ¿Acaso
debemos retener esta información de los hombres en el

nombre de la cortesía y la etiqueta? ¿Será erróneo usar


las mismas palabras que Dios emplea para exponer los
pecados de nuestros semejantes que desfallecen en igno-
rancia y mueren sin Cristo? El pecado es una abomina-
ción y lleva a la destrucción de innumerables vidas.
Como predicadores del evangelio, debemos olvidarnos

de la autopreservación y del deseo de ser estimados por


los hombres. Con amor y con valentía debemos emplear

las palabras que mejor expongan la infamia del pecado,


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de modo que los hombres se alejen de este como una pla-


ga y corran hacia la salvación en Cristo.

CONCLUSIÓN Y ADVERTENCIA
Habiendo llegado al final de este capítulo, el lector puede
estar pensando: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede

oír?”.47 La verdad acerca del pecado es perturbadora y el


lenguaje es áspero. Sin embargo, debemos entender la

franca enseñanza sobre el pecado como una parte esen-


cial del evangelio de Jesucristo. Los hombres deben en-
tender lo que ellos son y lo que han hecho. Aunque estas
verdades son inquietantes e incluso dolorosas, son bíbli-

cas y necesarias.
En raras ocasiones usamos la palabra pecado en nues-
tra cultura contemporánea. Esto no se debe a que ha sido
reemplazada por una que es más apropiada, sino a que la
idea misma se ha perdido. Vivimos entre gente que es in-
capaz o reticente a practicar discernimiento moral o pro-

nunciar juicio sobre cualquier cosa. Incluso sugerir que


algo pudiera estar mal es intolerable, proclamar que algo

es pecado es inconcebible, y enseñar que los hombres son


pecadores es criminal. No obstante, nuestra cultura debe
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conocer que un Dios santo, justo e inmutable un día los


juzgará. Lo que fue pecado en los días antiguos es todavía

pecado hoy, y lo que ha llevado a una incontable multi-

tud a la ruina eterna continuará devorando a muchos

más.
Como predicadores del evangelio, debemos recalcar
estas verdades. Aunque los hombres consideren nuestro

lenguaje duro y cuestionen nuestros motivos, no debe-


mos retroceder de usar el lenguaje de Dios y llamar a las

cosas por su nombre, de modo que los hombres puedan


ver las cosas como son.

1 Jueces 20:16, énfasis añadido

2 Proverbios 19:2, énfasis añadido

3 1 Reyes 8:46; Salmos 143:2

4 Eclesiastés 7:20

5 Isaías 53:6

6 Romanos 3:9-12

7 1 Juan 1:8, 10

8 Isaías 58:1, Nueva Biblia Latinoamericana (NBLH).

9 Isaías 53:6

10 Isaías 1:3

11 Job 8:9

12 Isaías 1:4

13 1 Samuel 15:23
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14 Juan 8:44

15 Santiago 4:14

16 1 Juan 3:4

17
Romanos 2:14-16; 2 Timoteo 3:15-17
18
Romanos 1:20
19 Miqueas 6:8

20 1 Juan 3:4; Santiago 2:10

21 2 Tesalonicenses 2:3; Mateo 7:23

22 Todo pecado es del diablo (Juan 8:44). Ver Santiago 3:6, el cual contiene

una frase similar en cuanto a la lengua: “ella misma es inflamada por el in-

fierno”.
23 Proverbios 29:18

24 1 Timoteo 2:5

25 Romanos 8:7

26 Romanos 3:12; Isaías 64:6; Job 15:16; Jueces 17:6; Proverbios 14:12

27 Romanos 1:30

28 Juan 14:15

29 Oseas 6:7 NBLH

30 Ezequiel 18:24

31 Isaías 48:8; 1 Crónicas 5:25; Salmo 78:57

32 Deuteronomio 7:9; Salmos 36:5; 100:5

33 Salmos 33:4; Isaías 25:1; 1 Tesalonicenses 5:24

34 Salmos 146:6; Malaquías 3:6

35 Deuteronomio 7:9; Josué 23:14; 1 Reyes 8:56

36 Ezequiel 18:24

37 Hechos 1:16

38 Proverbios 6:16

39 Deuteronomio 25:16
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40 Habacuc 1:13

41 Deuteronomio 25:16

42 Ezequiel 16:52

43
Proverbios 15:8
44
Proverbios 6:16
45 Proverbios 16:5

46 Apocalipsis 21:27

47 Juan 6:60
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CAPÍTULO TRECE

Los pecadores
se quedan cortos
Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de
Dios.
—Romanos 3:23

La frase están destituidos viene de la palabra griega huste-


réo, que significa “fracasar en alcanzar la meta” o que-

darse corto o no llegar al final. Según el texto citado, la


meta o la marca final, la cual el hombre no ha alcanzado,
es la gloria de Dios. A través de la historia de la iglesia se
han dado muchas opiniones acerca del significado de
esta frase, sin embargo, la interpretación más común y

aceptada es esta: que el hombre se queda corto de la glo-


ria de Dios significa que ha fracasado en glorificar a Dios
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como debería hacerlo, y ha perdido su singular privilegio


de llevar o reflejar la gloria de Dios.

GLORIFICANDO A DIOS
Las Escrituras enseñan que Dios hizo al hombre para Su
honra, Su alabanza y Su gloria. La capacidad de respirar

nos fue dada para que pudiéramos alabarlo y adorarlo.


Nuestros corazones palpitan de manera que puedan pal-

pitar para Él y estar completamente satisfechos. Nues-


tras mentes tienen una gran complejidad para que pue-
dan pensar grandes cosas acerca de Él y maravillarnos.
Nuestra fortaleza física nos da la capacidad de servirle y

de hacer Su voluntad. En resumen, somos de Él, por Él y


para Él.1 Nosotros encontramos nuestro summum bonum
en amarlo con todo nuestro corazón, nuestra alma, nues-
tra mente y nuestras fuerzas, y en hacer todo lo que ha-
cemos para Su gloria.2
El hombre debe estar cautivado –totalmente fascina-

do– por Dios. Cualquier satisfacción que no se origine en


Él es un ídolo, y cualquier actividad, por insignificante

que parezca, como comer y beber, debe ser hecha para su


gloria, o mejor no hacerla.3 El Catecismo Menor de West-
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minster está en lo correcto cuando declara: “El fin últi-


mo del hombre es glorificar a Dios y gozarse en Él para

siempre” (Pregunta 1). El hombre tiene el privilegio y el

deber de valorar a Dios sobre todas las cosas, de estar

completamente satisfecho en Él, y de vivir delante de Él


con reverencia, gratitud, obediencia y adoración. Así es
como era el hombre en su estado original antes de la caí-

da, y nunca estará completo hasta que no regrese a lo que


era y al propósito para el cual fue creado.

El testimonio de la Escritura es claro: Dios hizo al


hombre para Su propia gloria, pero el hombre volunta-
riamente se ha quedado corto en este propósito. La carta
de Pablo a la iglesia en Roma ilustra muy bien esta terri-

ble realidad: “Pues habiendo conocido a Dios, no le glori-


ficaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se en-
vanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue
entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios,
y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejan-
za de imagen de hombre corruptible, de aves, de cua-

drúpedos y de reptiles”.4 Según este texto, todos los


hombres conocen lo suficiente acerca del único y verda-

dero Dios para ser inexcusables delante de Él cuando se


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presenten para el juicio. Sin embargo, el hombre repri-


me lo que él sabe que es cierto y se rebela en contra del

propósito para el que fue creado: la gloria y la honra de

Dios. Al apartarse de la verdad, el hombre es tragado por

la oscuridad y la vanidad. Y en lugar de arrepentirse, lu-


cha en contra de lo que sabe que es verdadero y continúa
en una espiral descendente, en una cada vez mayor oscu-

ridad moral, degradación e insignificancia.


El pecado que marca la vida de todos los hombres es

exactamente lo opuesto a glorificar a Dios, y demuestra


cuán separado y fuera de lugar ha llegado a estar el hom-
bre.5 Él se ha torcido a sí mismo del propósito para el
cual lo hizo Dios y se ha removido de la única razón para

su existencia. Él ha desechado la gloria del incorruptible


Dios y se ha hecho a sí mismo el objeto de la adoración.6
Ha rechazado la voluntad de Dios y se ha sometido él a sí
mismo. No es de extrañar que busque significado a tien-
tas y en vano, y que sus mayores esfuerzos por obtenerlo
sean totalmente absurdos.

Es importante notar que el fracaso del hombre en glo-


rificar a Dios no solo conduce a una existencia sin propó-

sito; también es el origen de todos los demás pecados. La


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larga lista de vicios registrados en la introducción que


Pablo hace en la carta a los Romanos es puramente el re-

sultado de un gran pecado sobre todos: el rechazo que

hace el hombre de reconocer a Dios y de honrarlo como

tal.7 Es la caja de Pandora de la Escritura y que llena el


mundo entero con caos y destrucción.8
Esta breve discusión sobre la gloria de Dios es particu-

larmente importante en cualquier momento cuando tra-


temos con el tal “buen” ateo. La gente con frecuencia

trata de desvanecer las afirmaciones del cristianismo al


referirse al ateo que no cree en Dios, ni adora a Dios,
pero es un hombre moral, que busca el bien de sus congé-
neres. El argumento es que es injusto traer a ese hombre

a juicio y condenación solo porque no ve suficiente evi-


dencia que apoye la creencia en la existencia de Dios.
Este argumento, aunque popular, no pasa el examen
de la Escritura. Primero, la Escritura plantea que no hay
verdaderos ateos. Todos los hombres tienen conocimien-
to del único y verdadero Dios, porque lo que de Él se co-

noce, les es evidente; porque Dios se los manifestó a tra-


vés de las cosas creadas, de modo que no tienen excusa.9
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Segundo, la Escritura afirma que el problema del ateo


no es intelectual, sino moral. Según el salmista, “Dice el

necio en su corazón, no hay Dios”, y no lo hace por razo-

nes intelectuales, sino por su propia corrupción y deseo

de hacer lo malo. No desea a Dios ni a Su moralidad, por


eso rechaza a ambos.10 No es el refinamiento intelectual
del ateo lo que le impide creer, sino su impiedad e injus-

ticia que lo mueven a restringir la verdad.11


Tercero, la Escritura razona en contra de la posibili-

dad de un ateo moralista, porque aparte de la gracia de


Dios, “No hay justo, ni aun uno”.12 El hecho de que el
hombre se enorgullezca de su moralidad no lo hace mo-
ral. No son los oidores o los proponentes de la moralidad

quienes son verdaderamente justos, sino quienes en rea-


lidad hacen lo que defienden.13
Cuarto, el argumento de que es injusto condenar a un
ateo moralista representa una visión de la realidad clara-
mente humanista y centrada en el hombre. En un uni-
verso centrado en el hombre, el hombre le rinde cuentas

al hombre; pero en un universo centrado en Dios, el


hombre es responsable primeramente delante de Dios y

después delante de los hombres. Aun si el ateo, con ra-


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zón, se llega a enorgullecer de ser justo delante de los


hombres, él ha fracasado en su relación principal y en la

responsabilidad que tiene delante de Dios, quien le dio la

vida, el aliento y todas las cosas.14 Este pecado contra

Dios es infinitamente mayor que cualquier acto de inmo-


ralidad que él pudiera cometer contra cualquier ser hu-
mano.

Quinto y último, el ateo que parece moralista es cul-


pable no solo de rehusar darle la gloria a Dios, sino tam-

bién de buscar robársela para sí mismo. Todos los hom-


bres nacen moralmente corruptos y radicalmente depra-
vados. La única cosa que los frena del mal y hace que re-
flejen algo de bueno en ellos es la gracia común de Dios.

Si Dios retirara Su gracia, y a los hombres se les dejara


gobernarse por la depravación de sus corazones, la raza
humana rápidamente se aniquilaría a sí misma; sería un
infierno literal en la tierra, por cuanto tiempo durase. La
gracia divina mantiene a la sociedad con el propósito de
que Dios haga la obra de redención en medio de una hu-

manidad depravada y sin esperanza. No es el ateísmo hu-


manista ni algún tipo de moralidad altamente evolucio-

nada la que impide al hombre convertirse en un asesino


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en serie y le da la capacidad de reflejar alguna forma de


bondad, sino la providencia de Dios que hace todas las

cosas según el designio de Su voluntad.15 Entonces, el cri-

men del ateo es que, en su terquedad, niega al Dios que lo

restringe de su mal y que le permite reflejar el bien de Su


gracia. El ateo, entonces, se atribuye tal obra como pro-
pia, y recibe la gloria que debe darse a Dios. Es un ladrón

de la peor clase, un despreciable charlatán. Su condena-


ción es justa.16

LLEVANDO LA GLORIA DE DIOS


Dios creó al hombre para que llevara algo de Su gloriosa

imagen.17 No entendemos la plenitud de esta terminolo-


gía, pero sabemos que por decreto divino Dios hizo al
hombre para que fuera más que barro: un recipiente y
una persona que refleja Su gloria. Él recibió el incom-
prensible e inefable privilegio de caminar en comunión
con Dios y de ser transformado “de gloria en gloria”,

mientras el hombre mira a Dios “a cara descubierta”.18


Sin embargo, el hombre perdió todo cuando Adán se

exaltó a sí mismo sobre la Divinidad y escogió la autono-


mía de una criatura finita a cambio del señorío de un in-
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finitamente sabio y bondadoso Dios. Como resultado,


Adán fue despojado de la gloria que una vez había sido

suya en abundancia. El pecado desfigura la gloria de

Dios, e Icabod fue escrito en la frente del hombre, porque

la gloria del Señor se había ido.19 Así, Adán llegó a ser lo


opuesto de aquello para lo cual fue creado, un espejo
arruinado, quebrado e inútil.20 Su corazón se hizo hueco

y vacío por dentro, y quedó encerrado en una bóveda tan


dura como el granito. Su hombre exterior llegó a ser la

imagen de su condición interior. Llegó a ser una criatura


deformada y torcida que había perdido su lugar, y per-
virtió la razón esencial de su existencia.
Esta es la herencia que Adán le dejó a sus hijos e hijas.

Aunque han transcurrido varios milenios, el hombre ha


sido incapaz de recuperar la fortuna de su familia. Todos
nacen a la imagen de una imagen caída, la cual ya no es
la misma con la que Adán fue creado21. La humanidad
ahora lucha para mantener su existencia bajo la maldi-
ción, pero todavía hay lo suficiente de la imagen de Dios

en el hombre, de manera que no puede estar satisfecho


con ninguna persona o cosa excepto con Aquel de quien

él huye.22 El hombre puede vestirse con fama y fortuna


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de este mundo, y aun así estará desnudo. Se puede lavar


a sí mismo en autoestima y rodearse de grupos de apoyo

que ratifiquen todos sus pensamientos y hechos, pero no

podrá escapar de las implacables acusaciones de su con-

ciencia. Puede ganar el mundo y mucho más, pero su po-


breza real continuará carcomiéndole sus entrañas. Dios
hizo el corazón del hombre para que fuera Su morada, el

cual no puede llenarse con nada, excepto con Él. Como


escribió Agustín: “Tú nos mueves para deleitarnos en

alabarte, porque nos hiciste para Ti, y nuestros corazo-


nes estarán inquietos hasta que no descansemos a Ti”.23
Aunque la realidad del hombre es extremadamente
oscura, esta debacle hecha por el hombre tiene un lado

brillante: le provee a la iglesia una excelente oportuni-


dad para la predicación del evangelio, pero únicamente
si la iglesia y su mensaje son verdaderamente cristianos.
Primero, debemos liberarnos de las superficialidades de
la era presente y sus inútiles intentos de encontrar un
sustituto para Dios. Para ser testigos a un mundo vacío,

Dios tiene que llenarnos y tenemos que satisfacernos en


hacer Su voluntad. Esta debe ser una señal en nuestra

contra: que con todo y que los cristianos del Occidente


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son los más ricos y los más protegidos en la historia de la


iglesia, también son los más vacíos. Nuestras librerías

cristianas son un testigo en nuestra contra. ¿Cómo es

que se han escrito tantos libros para sanar nuestro vacío,

corregir nuestra falta de propósito y mejorar nuestra au-


toestima? Aun así estamos vacíos por las razones que Je-
sús nunca lo estuvo. Él frecuentemente estuvo cansado y

hambriento, fue malentendido, perseguido, abandona-


do, pero nunca estuvo vacío. La razón que Jesús dio para

Su llenura es también la explicación de nuestras caren-


cias: “Él les dijo: Yo tengo una comida que comer, que
vosotros no sabéis […] Mi comida es que haga la voluntad
del que me envió, y que acabe Su obra”.24 El cristiano de

Occidente está vacío porque está lleno del mundo, absor-


bido en sí mismo y entregado a hacer su propia voluntad.
El moverse de estar vacío a la verdadera llenura requiere
de un cambio drástico del yo a Dios y de la voluntad pro-
pia a la de Él.
Segundo, la iglesia debe procurar ser bíblica en lugar

de ser relevante. No vamos a dejar una marca en nuestra


cultura porque hayamos estudiado sus caminos y nos ha-

yamos adaptado a ella. Dejaremos una marca y seremos


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luz únicamente en el grado en que estudiemos los cami-


nos de Dios y permanezcamos fieles a ellos, en medio de

una cultura feroz y siempre cambiante. No somos rele-

vantes al mundo por ser como el mundo. ¡Somos rele-

vantes cuando rechazamos totalmente al mundo y somos


su polo opuesto!
Esta oscuridad presente provee una gran oportunidad

para que la iglesia sea la sal de la tierra, pero si la mezcla-


mos con las mismas impurezas que se supone que debe-

mos exponer, no serviremos para nada, excepto para ser


echada fuera y hollada por los hombres.25 Tenemos la
más grande oportunidad de ser una ciudad asentada so-
bre un monte, pero si la luz que sale de nosotros no es

más que un reflejo cristianizado de las ideas y deseos de


nuestra cultura, entonces seremos tan inútiles como
nuestra cultura ya cree que lo somos.26 Debemos con-
frontar el vacío de nuestra generación con las constantes
e inflexibles verdades del evangelio bíblico. Debemos es-
tar satisfechos solo con Dios y nada más, comprometidos

a hacer solo Su voluntad, y hechos conforme a Su ima-


gen y a ninguna otra. Entonces seremos irreprensibles y

sencillos hijos de Dios. Seremos sin mancha en medio de


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una generación maligna y perversa. Nos pararemos en


medio de las tinieblas como luminares en el mundo, asi-

dos de la palabra de vida hasta el día de Cristo.27

Esta manera de vivir requiere gran valor. Debemos

estar dispuestos a pararnos y decir a los hombres que


ellos están radical y fundamentalmente equivocados en
su búsqueda de significado, autoestima y autorrealiza-

ción. Debemos desenmascarar las falsas esperanzas del


humanismo y el materialismo, y debemos poner en evi-

dencia cualquier forma de cristianismo que busque sanar


a los hombres guiándolos a una versión “bautizada” de lo
mismo. Debemos resistir todos los esfuerzos de aprove-
charnos de Jesús, tratando de encontrar el propósito de

la vida en el propósito mismo, o alcanzar lo mejor de la


vida ahora. No debemos adoptar la visión del mundo y
luego adaptarla levemente para hacerla cristiana. Debe-
mos trazar una línea en la arena y permanecer firmes en
las enseñanzas radicales de Cristo y Su evangelio. Debe-
mos estimar todas las cosas como pérdida por la excelen-

cia del conocimiento de Cristo Jesús, nuestro Señor…y


tenerlo todo por basura, para ganar a Cristo, y ser halla-

dos en Él.28
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1 Romanos 11:36

2 Summum bonum es una frase latina que significa “el sumo bien”. El hom-

bre encuentra su más grande propósito o fin en Dios. Mateo 22:37; 1 Corin-
tios 10:31.
3
1 Corintios 10:31
4 Romanos 1:21-23

5 El pecado es la antítesis o lo opuesto a darle gloria a Dios.

6 Romanos 1:23

7 Romanos 1:21-32

8 En la mitología griega, la caja de Pandora contenía todos los males de la

humanidad. Zeus se la dio a Pandora, quien la abrió en contra del mandato

que le había dado de no hacerlo.


9 Romanos 1:19-20

10 Salmos 14:1-3; 53.1-3. La palabra necio es traducida del hebreo nabal, que

denota una persona tonta e insensata. Se debe puntualizar que nabal es un

término moral y no se refiere a una víctima de la ignorancia que desea la sa-


biduría, sino a uno que menosprecia la sabiduría y que es voluntariamente

ignorante.
11 Romanos 1:18

12 Romanos 3:10-12

13 Romanos 2:13; Santiago 1:22

14 Hechos 17:25

15 Efesios 1:11

16 Romanos 3:8

17 Génesis 1:26

18 2 Corintios 3:18

19 1 Samuel 4:21

20 Romanos 3.12. Una de las características del hombre caído es su total inu-
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tilidad: “A una se hicieron inútiles”.


21 Génesis 5:3

22 Génesis 3:16-24; Santiago 3:9

23 Agustín de Hipona. The Confessions of St. Augustine, Bishop of Hippo

[Las confesiones de St. Agustín, Obispo de Hipona]. Londres: J.M. Dent,

1950:1.1.
24 Juan 4:32, 34

25 Mateo 5:13

26 Mateo 5:14-16

27 Filipenses 2:15-16

28 Filpenses 3:7-9
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CAPÍTULO CATORCE

Absolutamente pecadores
Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de
Dios.
—Romanos 3:23

En este capítulo trataremos con una verdad crucial: los


hombres pecan porque nacen moralmente corruptos.1
Uno de los términos más importantes que utilizan los
teólogos para describir la profundidad de la corrupción
moral heredada por el hombre es depravación. La palabra
se deriva del prefijo de-, el cual comunica intensidad, y la

palabra latina pravus, que significa torcido o distorsiona-


do. Llamar a algo depravado significa que su estado o

forma original ha sido totalmente pervertido. Decir que


la raza humana es depravada significa que esta ha caído
de su estado original de justicia y que todos los hombres
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nacen como pecadores moralmente corruptos por natu-


raleza. Para describir el alcance de esta corrupción mo-

ral, los teólogos frecuentemente emplean varios térmi-

nos que comunican la misma verdad. Los términos más

comunes: depravación total, muerte espiritual e incapaci-


dad moral.

DEPRAVACIÓN TOTAL

La frase depravación total ha sido empleada desde hace


mucho tiempo por teólogos reformados y por otros para
describir el estado caído del hombre. Aunque el lenguaje
es adecuado cuando se define correctamente, las frases

depravación invasiva y depravación radical podrían ser


más adecuadas.2 Decir que todo hombre es totalmente
depravado no significa que el hombre es tan malo como
podría ser, o que cada uno de sus hechos es entera y per-
fectamente malo. Lo que se quiere decir con depravación
o corrupción moral es que esta ha afectado el ser comple-

to: cuerpo, intelecto y voluntad. A continuación conside-


raremos lo que depravación significa y lo que no signifi-

ca.
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Primero, la depravación no significa que la imagen de


Dios en el hombre fue totalmente perdida en la caída. En

varios textos, la Escritura se refiere al hombre como un

ser hecho “a la imagen de Dios”.3 La depravación total sí

significa que la imagen de Dios en el hombre ha sido se-


riamente dañada o desfigurada, y que la corrupción mo-
ral ha contaminado a toda la persona: cuerpo, razón,

emociones y voluntad.4
Segundo, la depravación total no significa que el

hombre no tenga conocimiento de la persona o de la vo-


luntad de Dios. La Escritura nos enseña que todos los
hombres conocieron lo suficiente acerca del verdadero
Dios y de Su voluntad para ser inexcusables delante de Él

en el día del juicio.5 Lo que significa es que aparte de una


obra de gracia especial, todos los hombres rechazan la
verdad de Dios y escogen sus inútiles especulaciones.
Ellos son hostiles hacia la verdad de Dios y buscan dete-
nerla, de manera que no les cause molestias en lo que
queda de sus conciencias.6 Los hombres saben lo sufi-

ciente de Dios como para odiarlo, y lo suficiente de Su


voluntad como para rechazarla y luchar contra ella.
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Tercero, la depravación total no significa que el hom-


bre no tiene conciencia o que sea totalmente insensible

al bien y al mal. La Escritura enseña que todos los hom-

bres poseen una conciencia, la cual, si no está cauteriza-

da, es capaz de guiarlos a admirar el carácter y las accio-


nes virtuosas.7 Lo que sí significa la depravación total es
que los hombres no obedecen de todo corazón a las indi-

caciones de su conciencia. Un hombre no es justo porque


sabe lo que es bueno o porque denuncia lo que es malo,

sino porque hace el bien que conoce.8


Cuarto, la depravación total no significa que el hom-
bre es incapaz de demostrar alguna virtud. Hay hombres
que aman a sus familias, sacrifican sus vidas para salvar

a otros, cumplen con sus deberes cívicos, y realizan bue-


nas obras en nombre de la religión. Lo que significa es
que tal virtud no está motivada por un genuino amor a
Dios o por un deseo verdadero de obedecer Sus manda-
mientos. La Escritura testifica acerca de que ningún
hombre ama a Dios de una manera correcta o como la ley

manda, y tampoco hay ningún hombre que glorifique a


Dios en cada pensamiento, palabra o hecho.9 Todos los

hombres se prefieren a sí mismos antes que a Dios, y es el


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amor propio o de otros –pero no el amor de Dios– lo que


los mueve a realizar actos altruistas, heroicos, deberes cí-

vicos, y el bien religioso externo.10

Quinto, la depravación total no significa que todos los

hombres son tan inmorales como pudieran serlo, tampo-


co que todos los hombres son igualmente inmorales, o
que todos los hombres se permiten toda forma de mal

que exista. No todos los hombres son delincuentes, forni-


carios o asesinos. Lo que sí significa es que todos los

hombres nacen con una tendencia o inclinación hacia el


mal, y que todos los hombres son capaces de hacer crí-
menes impensables y de practicar las más vergonzosas
perversiones. Como un todo, la humanidad está inclina-

da a una cada vez mayor corrupción moral, y este dete-


rioro moral sería incalculablemente más rápido si no
fuera por la gracia común de Dios, la cual lo limita.11 El
hombre no puede liberarse o recuperarse de esta espiral
descendente en la que se encuentra por sus propias fuer-
zas.12

Sexto y final, la depravación total no significa que los


hombres no posean las facultades necesarias para obede-

cer a Dios. El hombre no es una víctima que desea obede-


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cer, pero que es incapaz de hacerlo debido a factores fue-


ra de su control. Dios le ha dado al hombre un intelecto,

una voluntad, y una libertad para escoger. Por eso el

hombre es responsable delante de Dios como un agente

moral. La depravación total significa que el hombre no


puede someterse a Dios porque él no quiere, y él no quie-
re por causa de su propia hostilidad contra Dios.13

LA MUERTE ESPIRITUAL
Otra importante frase que utilizan los teólogos para des-
cribir la profundidad de la corrupción moral del hombre
es muerte espiritual. En Edén, Dios advirtió a Adán que él

ciertamente moriría el día que comiera del árbol prohibi-


do.14 Aunque Adán no murió físicamente hasta muchos
años más tarde, hay un sentido real en el que murió espi-
ritualmente cuando escogió gobernarse a sí mismo en lu-
gar de someterse, pecando contra Dios.15 A través de su
fatídica decisión, Adán pasó a estar alienado de Dios, y la

muerte ocurrió sobre esa parte de su ser, la que le permi-


tía conocer y tener comunión con su Creador. Él se con-

virtió en un cadáver espiritual. Estaba físicamente vivo,


pero espiritualmente muerto. Se hizo receptivo a toda
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clase de estímulo perverso, tanto humano como demo-


níaco, pero insensible a la persona y voluntad de Dios.

Las Escrituras nos enseñan que estas devastadoras

consecuencias de la desobediencia de Adán no fueron li-

mitadas solo a él, sino que todos los miembros de la raza


adámica nacen espiritualmente muertos. Este es el senti-
do de la afirmación fundacional que hace Pablo a los efe-

sios: “Y Él os dio vida a vosotros, cuando estabais muer-


tos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvis-

teis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mun-


do, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíri-
tu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre
los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiem-

po en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad


de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturale-
za hijos de ira, lo mismo que los demás”.16 En este texto
encontramos que todos los hombres entran a este mundo
como mortinatos espirituales, y vacíos de verdadera vida
espiritual e insensibles a la persona y voluntad de Dios.

Ellos están “ajenos de la vida de Dios” y viven como si es-


tuvieran muertos para Él, y Él para ellos.17 Es por esta ra-

zón que el salmista nos dice que los hombres caídos no


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buscan a Dios, y en sus pensamientos no hay lugar para


Él.18 El hombre caído no toma en consideración la reali-

dad de Dios o la necesidad de caminar de acuerdo con

Sus mandamientos. Vive como un ateo práctico. Aunque

pueda reconocer la existencia de Dios o de algún tipo de


divinidad, no tiene un efecto práctico o real en su vida.
Está muerto aunque viva y se enorgullezca de la vida.19

Tiene un corazón de piedra para con Dios, y es como los


árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarrai-

gados.20 Es un cadáver viviente cuya justicia es como tra-


pos de inmundicia, y cuyos actos más religiosos son
obras muertas.21

LA INCAPACIDAD MORAL
Otra frase que se relaciona muy de cerca con la doctrina
de la muerte espiritual es la incapacidad moral. Esta fra-
se se utiliza comúnmente para describir el alcance de la
corrupción moral del hombre, y esta doctrina enseña

que el hombre caído es incapaz de amar, obedecer y agra-


dar a Dios.

Al escuchar tal doctrina uno podría preguntar:


“¿Cómo es que el hombre es responsable delante de Dios
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si él es incapaz de hacer lo que Dios manda?”. La res-


puesta es muy importante. Si un hombre no amara ni

obedeciera a Dios porque carece de las facultades menta-

les para hacerlo, o porque tuviera limitaciones físicas,

entonces sería injusto que Dios le pidiera cuentas. El


hombre sería una víctima. Sin embargo, este no es el
caso con el hombre. Su incapacidad es moral y surge de

su hostilidad hacia Dios.22 El hombre es incapaz de amar


a Dios porque él odia a Dios.23 Es incapaz de obedecer

porque menosprecia Sus mandamientos. Es incapaz de


agradarlo porque no valora la gloria y la buena voluntad
de Dios como una meta digna.24 El hombre no es una víc-
tima: es culpable. Él no puede porque no quiere. Su co-

rrupción y enemistad contra Dios son tan grandes que


preferiría sufrir la condenación eterna antes que recono-
cer a Dios como Dios y someterse a Su soberanía.
Por esta razón, su incapacidad moral puede también
ser llamada hostilidad voluntaria. La relación entre José
y sus hermanos ilustra esta verdad: “Viendo sus herma-

nos que su padre lo amaba más que a todos sus herma-


nos, le aborrecían, y no podían hablarle pacíficamen-

te”.25 El texto dice que los hermanos de José no podían


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hablarle en términos amigables. No era porque no tuvie-


ran la habilidad física para hablar, sino porque su odio

hacia él era tan grande que no deseaban ser amigables

con él. De la misma manera, la hostilidad del hombre

caído hacia Dios es tan grande que no puede amar a Dios


o someterse a Sus mandamientos.
Imagina un prisionero político justamente encerrado

en una celda por su traición al rey y al país. Un día, el


justo y misericordioso rey visita la celda y abre la puerta.

Él promete darle perdón total al prisionero y restaurarle


su libertad con una sola condición: que renuncie a su re-
belión, honre al rey, y se someta a la ley del rey. Después
de oír la palabra del rey, el prisionero corre hacia la

puerta y la cierra de un golpe, encerrándose a sí mismo


de nuevo en el horrible calabozo. Entonces en un arran-
que de ira escupe al rey y exclama: “Prefiero podrirme en
esta celda antes que doblar mi rodilla delante de ti”. Este
es el caso con el corazón no regenerado. La enemistad del
hombre para con Dios es tan grande que preferiría el

hombre perderse en el infierno antes que mostrarle el re-


conocimiento, gloria y obediencia que Dios merece.
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Es una verdad bíblica que la voluntad del hombre está


sujeta a su naturaleza. Si el hombre poseyera una natura-

leza moralmente pura, entonces su voluntad se inclina-

ría hacia actos moralmente puros: él amaría a un santo y

justo Dios, lo apreciaría y obedecería Sus mandamientos.


Sin embargo, el hombre caído posee una naturaleza mo-
ralmente corrupta, y su voluntad está inclinada a hacer

actos moralmente corruptos. Él odia al santo y justo


Dios, se aparta de Su verdad, y se rebela contra Sus man-

damientos.
Es en esta relación inseparable entre la naturaleza y la
voluntad del hombre caído donde encontramos la res-
puesta a la frecuentemente debatida pregunta: ¿Tiene el

hombre libre albedrío? La respuesta escritural es que el


hombre es libre para escoger como él desee, pero porque
es depravado, le place escoger el mal. En otras palabras,
el hombre caído tiene libre albedrío, pero no tiene una
buena voluntad. Su voluntad está esclavizada a su propia
naturaleza depravada, y por lo tanto, siempre escoge li-

bremente lo opuesto a la persona y voluntad de Dios. La


severa reprensión de Jesús a los fariseos claramente re-
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vela esto: “¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar


lo bueno, siendo malos?”.26

La verdad bíblica sobre la incapacidad moral movió a

Martín Lutero a escribir su famoso tratado La esclavitud

de la voluntad. El título comunica que el hombre no pue-


de escapar de lo que él es. Es malo por naturaleza, y vo-
luntaria y libremente hace obras de maldad. El hombre

caído produce malos frutos porque es un “árbol malo”.27


Su voluntad está sujeta o en esclavitud a su naturaleza

corrupta. En las siguientes páginas, consideraremos al-


gunas de las funestas consecuencias de esta verdad.

EL HOMBRE CAÍDO NO PUEDE CONOCER A DIOS


A través de la generosa providencia de Dios, la raza hu-
mana ha alcanzado grandes logros intelectuales en áreas
como la ciencia, la tecnología y la medicina. Sin embar-
go, el conocimiento de Dios que tienen los hombres caí-
dos no es más que un laberinto retorcido de herejía y

pensamientos vanos.28 Esta ignorancia no es el resultado


de un Dios escondido, sino de un hombre escondiéndose.

Dios se ha revelado claramente a los hombres a través de


Su creación, Sus obras soberanas en la historia, las Escri-
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turas, y por último, a través de su Hijo encarnado.29 Sin


embargo, el hombre ha respondido a esta revelación ce-

rrando sus ojos y cubriendo sus oídos. No puede conocer

la verdad porque la odia y la detiene.30 Está en contra de

la verdad porque es la verdad de Dios. Esta verdad habla


en su contra, por eso no la puede tolerar.

EL HOMBRE CAÍDO NO PUEDE AMAR A DIOS

La mayoría de los hombres, incluso los no religiosos, di-


cen tener algún grado de amor o afecto hacia Dios. Sin
embargo, la Escritura testifica que los hombres caídos no
pueden amar a Dios. De hecho, la Escritura enseña que,

antes de la conversión, toda la raza adámica odia a Dios y


vive en guerra contra Él.31 Esta hostilidad existe porque
una criatura moralmente corrupta simplemente no pue-
de tolerar a un santo y justo Dios ni tampoco puede so-
meterse a Su voluntad.
Es importante notar que la mayoría de los que dicen

tener un amor genuino por Dios conocen muy poco acer-


ca de Sus atributos y Sus obras como los describen las Es-

crituras. Por lo tanto, el dios que ellos aman no es más


que una fantasía de su propia imaginación. Han hecho
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un dios a su propia imagen, y aman lo que han hecho.


Como Dios declara a través del salmista: “Pensabas que

de cierto sería Yo como tú; Pero te reprenderé”.32

Si la mayoría de los hombres, incluso aquellos que se

consideran a sí mismos religiosos, investigaran las Escri-


turas, lo más seguro es que encontrarían a un Dios muy
diferente del dios que ellos dicen es el objeto de sus afec-

tos. Si tomaran la enseñanza de la Escritura de una ma-


nera llana, tal cual se presenta, sobre los atributos divi-

nos tales como santidad, justicia, soberanía e ira, lo más


probable es que responderían con disgusto y dirían: “Mi
dios no es como ese” o “Nunca podría amar a un Dios
como ese”. Así, rápidamente se podría ver que cuando el

hombre caído se encuentra con el Dios de las Escrituras,


su única reacción es repulsión y rechazo. ¿Por qué esta
reacción adversa? Otra vez, tiene que ver con quien es el
hombre en la misma esencia de su naturaleza. Si el hom-
bre fuera santo y justo por naturaleza, entonces él podría
fácilmente amar a un santo y justo Dios. Sin embargo, el

hombre es depravado por naturaleza, y por lo tanto no


puede.
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EL HOMBRE CAÍDO NO PUEDE BUSCAR A DIOS


Vivimos en un mundo lleno de personas que se autopro-

claman como “buscadores de Dios”, pero la Escritura

destruye toda esa arrogancia con una simple declaración:

“No hay quien busque a Dios”.33 Frecuentemente escu-


chamos de recién convertidos al cristianismo que inician
sus testimonios con estas palabras: “Durante años estuve

buscando a Dios”, pero las Escrituras le responden de


nuevo: “No hay quien busque a Dios”.34 El hombre es

una criatura caída, odia a Dios porque Él es santo, y se


opone a la verdad de Dios porque manifiesta su deprava-
ción y rebelión.35 Por eso, no viene a Dios y hará todo lo
que pueda para evitarlo y para remover cualquier por-

ción de la ley divina de su conciencia. Los predicadores


antiguos frecuentemente resumían esta verdad de la si-
guiente manera: “El hombre está tan inclinado a buscar
a Dios como lo está un criminal a buscar a un oficial de la
ley”.36 Jesús está de acuerdo: “Y esta es la condenación:
que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las

tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque


todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a

la luz, para que sus obras no sean reprendidas”.37


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EL HOMBRE CAÍDO NO PUEDE OBEDECER NI AGRADAR


A DIOS

Hay un denominador común que une a todas las demás

religiones fuera del cristianismo: la creencia de que una

persona puede estar bien delante de Dios por obedecer,


por el mérito personal, o por alguna habilidad para agra-
dar a Dios. El cristianismo es único en declarar que de no

ser por una obra especial de la gracia de Dios el hombre


no puede obedecer a Dios ni agradarlo.38 Puesto que el

hombre está verdaderamente contaminado, no tiene


ningún mérito. Incluso, sus mejores obras son como tra-
pos de inmundicia delante de un Dios santo y justo.39
Esta es una de las verdades más humillantes de las Escri-

turas, que nos enseña acerca de nuestra bajeza; y es una


de las realidades más odiadas y rechazadas por la raza de
Adán. Sin embargo, es una parte esencial del evangelio
que debe presentársele al hombre hasta que le comuni-
que el peso de su verdad. El hombre no tiene esperanza y
está totalmente perdido. Si llega a ser salvo, será solo por

la obra de Dios.

EL HOMBRE CAÍDO NO PUEDE REFORMARSE A SÍ MIS-


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MO
El siglo XX inició con gran optimismo ante la capacidad

del hombre de evolucionar y llegar a ser una criatura

más grande y noble. Se suponía que estábamos en la era

de la reforma, pero terminó en un estupor de desespera-


ción y confusión. Las Escrituras claramente enseñan que
el hombre nace espiritualmente muerto y moralmente

depravado. Todo intento de rehacerse a sí mismo es inú-


til y termina en un fracaso rotundo.40 El patriarca Job

clamó: “Yo soy impío; ¿Para qué trabajaré en vano? Aun-


que me lave con aguas de nieve, y limpie mis manos con
la limpieza misma, aún me hundirás en el hoyo, y mis
propios vestidos me abominarán”.41 A través del profeta

Jeremías, Dios declaró: "Aunque te laves con lejía, y


amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado per-
manecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor”.42 Y
de nuevo dice: “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo
sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien,
estando habituados a hacer mal?”.43 El hombre solo tiene

una esperanza, pero antes de que la pueda ver, él debe es-


tar convencido de su total incapacidad y debe ser llevado
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hasta “tocar fondo”. Esta es una de las obras esenciales


de la predicación del evangelio.

EL HOMBRE CAÍDO ES UN ESCLAVO DE SATANÁS


En el principio, Adán era libre para obedecer a Dios y
ejercer dominio sobre toda la tierra.44 Por causa de su re-

belión contra Dios, él y su descendencia cayeron en co-


rrupción y esclavitud. Desde la caída todo hombre es na-

cido en cautividad a su naturaleza corrupta y en esclavi-


tud a Satanás. Aunque pocos hombres se considerarían a
sí mismos seguidores del maligno, la Escritura testifica
que todos los hombres viven “conforme al príncipe de la

potestad del aire”, (el diablo), y que él obra poderosa-


mente aun en todos los que viven en desobediencia a
Dios.45 Además, las Escrituras testifican que todo el mun-
do está bajo el poder del maligno, y que todos los hom-
bres nacen bajo su dominio, y que Satanás tiene a todos
los hombres cautivos para que hagan su voluntad.46

Aunque es correcto utilizar el término esclavitud para


describir la relación del hombre con Satanás, debemos

entender que el hombre no es una víctima mantenida


bajo cautiverio en contra de su voluntad. El hombre ha
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rechazado el gobierno de Dios y “se ha entregado” al go-


bierno de Satanás. Tanto el cautivo como quien lo captu-

ra son criaturas caídas, y hay gran afinidad entre am-

bos.47 Son semejantes en su corrupción moral y en su

enemistad contra Dios. Aunque sea repulsivo para la ma-


yoría, sigue siendo cierto: hay tanta semejanza moral en-
tre el hombre caído y Satanás que, antes de la conver-

sión, todos los hombres pueden justamente ser llamados


hijos del diablo.48

¿DE VERDAD SOMOS TAN MALOS?


Vivimos en un tiempo decididamente optimista, pero en-

gañoso, en el que se ha puesto al hombre como el centro


del universo y se le da honor como si fuera la medida de
todas las cosas. En contra del testimonio de su propia pá-
lida historia, de su afligida conciencia, y de la enseñanza
de la Escritura, el hombre hace grandes declaraciones de
virtud y mérito y se jacta de un futuro brillante. Cubre

sus incontables inmoralidades y degeneración continua


simplemente cambiando las reglas de la moralidad, cris-

tianizando lo que una vez fue malo y llamándolo bue-


no.49 Por causa de este poderoso engaño, no es sorpren-
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dente que respondamos a la acusación de las Escrituras


con esta pregunta: ¿De verdad somos tan malos? La res-

puesta bíblica es: ¡Sí! ¡Sí somos tan malos!

La Escritura claramente testifica que Dios trajo un

gran diluvio sobre todo el mundo durante los días de


Noé.50 La razón para este acto divino de juicio fue la im-
piedad y la extrema inmoralidad del hombre. La Escritu-

ra nos provee la siguiente explicación: “Y vio Jehová que


la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que

todo designio de los pensamientos del corazón de ellos


era de continuo solamente el mal. Y se arrepintió Jehová
de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su cora-
zón”.51 El pensamiento que sobresale de este texto no es

solo la maldad del hombre, sino también la extensión del


mismo: “Todo designio de los pensamientos del corazón
de ellos era de continuo solamente el mal”. Esta es una
de las más poderosas afirmaciones de las Escrituras con
relación a lo que hemos llamado “la depravación total,
radical, o invasiva del hombre”. Al inicio, la acusación

puede parecer extrema y aplicable solo a unas pocas infa-


mes personas en la historia, cuyas conciencias fueron

completamente cauterizadas. Sin embargo, después de


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una investigación cuidadosa, se hace claro que la acusa-


ción se aplica a todos y cada uno de nosotros.

Imaginemos si poseyéramos un aparato que fuera ca-

paz de transformar todo pensamiento que ha estado en

nuestras mentes en una imagen visual, y luego colocara


todas esas imágenes en una película que todos pudieran
ver. Imaginemos que toda nuestra familia, amigos y

compañeros fueran a ver el filme. ¿No haríamos todo lo


posible para evitar que lo vieran? Si vieran la película,

¿no sería difícil, si no imposible, verles a los ojos? Pero,


si en contra de toda razón, mantuviéramos una atrevida
expresión facial y dijéramos que no nos avergonzamos de
nada, ¿no sería esa una evidencia de que estamos min-

tiendo, estamos locos, o de que nuestra conciencia está


cauterizada? La verdad es que el mejor de nosotros ha
pensado cosas tan perversas que no las compartiríamos
ni con nuestros más cercanos amigos. Todo esto demues-
tra que hay algo en nosotros que simplemente no está co-
rrecto. Tenemos una tendencia hacia el mal, y estamos

inclinados hacia aquellas cosas que nuestra conciencia


rechaza y censura. Esta ha sido la mayor dificultad de

casi todos los iluminados filósofos, moralistas, y teólogos


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a través de la historia. El apóstol Pablo resume este dile-


ma cuando él se lamenta: “Porque lo que hago, no lo en-

tiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrez-

co, eso hago”.52

Es importante entender que la maldad que hemos


descrito no está restringida al periodo antediluviano.53
En otras palabras, el diluvio no se llevó la tendencia del

hombre hacia el mal. Noé no fue capaz de dejar un lega-


do mejor que el de Adán. Inmediatamente después de

que pasó el diluvio y de que Dios le mandó a Noé a dejar


el arca, Dios mostró la continua depravación que se man-
tuvo en el corazón del hombre y que marcaría su carác-
ter no regenerado hasta el fin del mundo: “Y percibió

Jehová olor grato; y dijo Jehová en su corazón: No volve-


ré más a maldecir la tierra por causa del hombre; porque
el intento del corazón del hombre es malo desde su ju-
ventud; ni volveré más a destruir todo ser viviente, como
he hecho”.54
Antes del diluvio, Dios declaró que todo intento de los

pensamientos del corazón del hombre era continuamen-


te malo.55 Después del diluvio, poco cambió. La intención

del corazón del hombre no solo es mala, también el ori-


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gen de ese mal es expuesto. El mal reside en el corazón


del hombre desde que nace. Esa es la herencia de Adán.56

Aunque la Escritura no nos explica el misterio, sí lo con-

firma como verdadero. El hombre es concebido en peca-

do, y formado en maldad; se ha apartado desde la matriz


y se descarrió desde el nacimiento.57 Por esta razón no
hay necesidad de enseñar a los niños a ser egoístas o

mentirosos. Al contrario, los padres y otros deben traba-


jar diligentemente para enseñar a los niños a restringir

su egoísmo, hablar la verdad, y a preocuparse del bienes-


tar de otros. Cualquiera que espera que los niños un día
pudieran llegar a gobernar el mundo nunca ha presen-
ciado las brutales e inmisericordes mordisqueadas que

ocurren cuando un niño codicia el juguete de otro. Cual-


quiera que diga lo contrario tiene en su contra la historia
y los periódicos del día.
La Escritura enseña que el hombre hace el mal porque
tiene el mal residiendo en él. Esta depravación que reside
en él permea y afecta todo pensamiento, palabra y he-

cho. Este lamento del profeta Isaías ilustra poderosa-


mente esta verdad: “Si bien todos nosotros somos como

suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de in-


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mundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nues-


tras maldades nos llevaron como viento”.58 Hay muchas

opiniones en relación a lo que Isaías quiso decir con “tra-

po de inmundicia”. Sin embargo, la mayoría piensa que

se refiere a una pieza de vestir que ha llegado a ser cere-


monialmente contaminada por estar en contacto con un
muerto, flujo de sangre o lepra. Trataremos sobre el últi-

mo de los tres.
A lo largo de la historia, la lepra ha sido considerada

como una de las enfermedades más aterradoras; por lo


tanto provee una poderosa y gráfica ilustración del peca-
do. La lepra desfigura el cuerpo hasta que no queda más
que una masa podrida y maloliente. Se vuelve insoporta-

ble para quien sufre esta afección, y es igualmente ina-


guantable para aquellos alrededor de quien la padece. A
la luz de esta información, imaginemos que el club local
de optimistas decide recibir a un pobre leproso y hacerlo
presentable. Lo lavan y cuidadosamente disimulan el
mal olor con los más caros perfumes. Finalmente, lo vis-

ten con un traje blanco hecho de la más fina seda, y lo


presentan a todo el mundo. Aunque sus esfuerzos po-

drían producir un beneficio temporal para el leproso, y


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podría atraer aplausos para sí mismos, no tomaría mu-


cho tiempo antes de que la fachada se caiga. Lo podrido

del cuerpo del hombre rápidamente sangrará a través de

la ropa y su mal olor pronto superará a las fragancias.

Dentro de poco tiempo, el hombre, el vestido, y todo lo


que toque llegará a estar contaminado y leproso.
Lo mismo puede decirse del hombre. No importa qué

reformas morales o religiosas se pueda imponer a sí mis-


mo, él permanece igual en su interior. Jesús lo describe

como un vaso que es limpio por fuera, pero que adentro


está lleno de inmundicia; tumbas blanqueadas por fuera
y por dentro llenas de huesos de muertos.59 Como el le-
proso, cuya corrupción sale a través de su ropa y la con-

tamina como él lo está, así la corrupción del corazón del


hombre o naturaleza sangra a través de cada pensamien-
to, palabra, y hecho, contaminándolo todo. Por esta ra-
zón, el hombre no regenerado es incapaz de obtener una
relación correcta con Dios por sus obras o méritos. Lo
mejor de todo lo que haga es como un trapo asqueroso e

inmundo delante de Dios.


Nuestra comprensión de la naturaleza del hombre es

fundamental para comprender el evangelio y la evangeli-


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zación. Si un hombre es básicamente bueno o si hay un


remanente o una chispa de bondad residiendo en el hom-

bre, entonces el predicador tiene el poder de convencer y

los hombres tienen el poder de responder. Sin embargo,

si los hombres son radicalmente depravados, entonces


únicamente el poder sobrenatural de Dios puede abrir
sus corazones y mentes, permitirles arrepentirse, y dar-

les fe que les lleve a la salvación.60


Como cristianos y ministros del evangelio, Dios nos

llama no solo a proclamar su grandeza y las riquezas de


Su gracia, sino también a exponer la verdadera condi-
ción del corazón del hombre, según la luz de la Palabra
de Dios y el poder del Espíritu Santo. Es esta obra de ex-

poner la corrupción moral del hombre la que lleva a los


hombres a no confiar en su carne y a glorificar a Cristo
Jesús.61 La oscuridad moral del hombre sirve como el
marco de una noche oscura sobre la cual brillan las estre-
llas gemelas de la gracia y la misericordia de Dios.

1 Salmos 51:5; 58:3; Génesis 8:21

2 La palabra invasiva significa que penetra y se expande, que llega a difun-

dirse a través de cada parte. De este modo la depravación se relaciona con la

raíz de quienes somos por naturaleza; la depravación procede directamente

de la raíz de nuestra alma.


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3 Génesis 9:6; 1 Corintios 11:7; Santiago 3:9

4 El cuerpo (Romanos 6:6, 12; 7:24; 8:10, 13), la razón (Romanos 1:21; 2 Corin-

tios 3:14-15; 4:4; Efesios 4:17-19), las emociones (Romanos 1:26-27; Gálatas
5:24; 2 Timoteo 3:2-4) y la voluntad (Romanos 6:17; 7:14-15).
5
Romanos 1:20
6 Romanos 1:21-23; 1:18

7 Romanos 2:15; 1 Timoteo 4:2

8 Romanos 3:10-12; 2:13, 17-23; Santiago 4:17

9 Deuteronomio 6:4-5; Mateo 22:37; 1 Corintios 10:31; Romanos 1:21

10 2 Timoteo 3:2-4

11 A. A. Hodge. Outlines of Theology [Bosquejos de teología]. Edinburgh:

Banner of Truth. 329.


12 Jeremías 13:23; Romanos 7:23-24

13 Romanos 8:7-8

14 Génesis 2:17

15 Génesis 5:5

16 Efesios 2:1-3

17 Efesios 4:18

18 Salmos 10:4 RVA60 “El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios;

No hay Dios en ninguno de sus pensamientos”. La NVI dice: “El malvado le-

vanta insolente la nariz, y no da lugar a Dios en sus pensamientos”.


19 1 Timoteo 5.6; Apocalipsis 3:1

20 Ezequiel 11:19; Judas 12

21 Isaías 64:6; Hebreos 6:1; 9:14

22 Romanos 5:10; 8:7-8

23 Romanos 1:30

24 Romanos 1:21

25 Génesis 37:4
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26 Mateo 12:34

27 Mateo 7:18

28 Romanos 1:21-23; Efesios 4:17-19

29
Romanos 1:19-20; 2 Timoteo 3:16; Juan 1:18
30
Romanos 1:18; Job 21:14-15
31 Romanos 1:30; 5:10

32 Salmos 50:21

33 Romanos 3:11

34 Romanos 3:11

35 Juan 3:19-20

36 El intento inútil de “esconderse” de Adán y Eva en Génesis 3:8 claramente

ilustra esto.
37 Juan 3:19-20

38 Romanos 7:14-24; Efesios 2:4-5

39 Isaías 64:6

40 Job 9:29-31

41 Job 9:29-31

42 Jeremías 2:22

43 Jeremías 13:23

44 Génesis 1:27-28

45 Efesios 2:2

46 1 Juan 5:19; Hechos 26:18; 2 Timoteo 2:26

47 Por causa de esta afinidad, en Juan 8:44 Jesús llama al diablo “el padre”

de los no creyentes.
48 1 Juan 3:8; Juan 8:44

49 Isaías 5:20-21

50 Génesis 7-9

51 Génesis 6:5-6
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52 Romanos 7:15

53 El periodo en la historia anterior al diluvio de Noé.

54 Génesis 8:21

55
Génesis 6:5-6
56
Génesis 5:3; Romanos 5:12
57 Salmos 51:5; 58:3

58 Isaías 64:6

59 Mateo 23:25-28

60 Hechos 16:14; Lucas 24:45; 2 Timoteo 2:25; Efesios 2:8; Romanos 12:3.

61 Filipenses 3:3
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CAPÍTULO QUINCE

Indignación justa
Dios es juez justo, y Dios está airado contra el impío todos los
días.
—Salmos 7:11

Los insensatos no estarán delante de tus ojos;aborreces a to-


dos los que hacen iniquidad.
—Salmos 5:5

La mayoría de la comunidad evangélica ha olvidado los


versículos citados arriba, al punto que han dejado de ser
controversiales. ¿Qué tan frecuentemente anuncian los

predicadores a los pecadores la justa indignación de Dios


contra el pecador? ¿Con qué frecuencia desde el púlpito

se tratan temas como la ira divina o el aborrecimiento


santo? ¿Será porque ya no estudiamos la Escritura? ¿O
hemos concluido que ciertas partes no son inspiradas o
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son obsoletas? ¿Será que nos hemos acobardado bajo la


sombra de ser “políticamente correctos” y bajo los capri-

chos de la cultura?¿O consideramos que la predicación

de la verdad no es una manera de hacer crecer la iglesia?

Sin importar si es agradable a nuestra era presente, la


indignación justa de Dios es una realidad en las Escritu-
ras y una parte esencial de la verdadera proclamación del

evangelio. Por tanto, debemos entender esta doctrina y


las verdades que la rodean. Debemos tener en mente

también que, una vez son entendidas, tales verdades de-


ben ser proclamadas. El fin de nuestro estudio no es solo
obtener una teología balanceada para nosotros mismos,
sino que proclamemos las verdades que descubrimos

para el beneficio del pueblo de Dios. Hay poco riesgo en


aprender, pero hay mucho en proclamar lo que hemos
aprendido. Las verdades que sabemos causarán poco
efecto y traerán poco beneficio a la iglesia si las mantene-
mos encerradas en nuestras bibliotecas.

¿QUEREMOS UN DIOS JUSTO?

La primera pregunta que debemos hacer, tanto a otros


como a nosotros mismos, es esta: ¿De verdad queremos
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un Dios justo? Puede parecer una pregunta inusual, in-


cluso innecesaria, pero en realidad nos revela mucho

acerca de nuestra condición humana y de nuestro pro-

blema delante de Dios.

Por un lado, queremos un Dios justo. Sería aterrador


incluso pensar en vivir en un universo bajo la soberanía
de un ser injusto y omnipotente. Los Hitler de este mun-

do aparecen solo por momentos en el teatro de la histo-


ria, y su propio mal pronto los elimina; pero la estela de

su destrucción parece llegar más allá de su propia gene-


ración. Entonces, ¿cómo sería vivir eternamente bajo el
gobierno de una deidad injusta e inmoral? Solo pensarlo
causa pesadillas. Su injusticia lo haría inconsistente y ca-

prichoso. Su poder lo haría aterrador. Incluso, si fuera


bueno para con nosotros durante un largo periodo, no
habría certeza de que su bondad continuaría. Seríamos
como marineros en un mar calmado, que enloquecen es-
perando una posible tormenta fatal. No habría certeza,
ni una base razonable para la fe. No habría esperanza de

un futuro en el que se rectifiquen las injusticias del mun-


do presente, que se tambalea bajo el peso de una injusti-

cia impune y de una inmoralidad desenfrenada. Por tan-


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to, si todo se redujera a un voto, los sensatos entre los


hombres votarían por un Dios perfectamente justo, en

quien “no hay injusticia”.1 Un Dios que es absolutamente

confiable juzgará al mundo con justicia y ejecutará el jui-

cio con una justicia perfecta e imparcial.2


Un Dios justo es la clase de Dios que la mayoría de los
hombres querrían e incluso exigirían. Cuando en nuestro

mundo se hacen grandes injusticias sin que aparente-


mente haya intervención o juicio divino, los ignorantes

se levantan como bestias brutas y exigen justicia del cie-


lo. Pero el hombre pensante se sienta en silencio en una
esquina, con su cabeza sostenida entre sus manos. Él
sabe que él mismo está entre la espada y la pared. Por el

dedo acusador de su propia conciencia, él sabe que si


Dios da a los hombres la justicia que ellos exigen, enton-
ces todos los hombres, incluyendo aquellos más exigen-
tes, serán condenados. Como está escrito: “No hay justo,
ni aun uno”.3 Quienes exigen que otros sean llevados al
tribunal de justicia deben darse cuenta que ellos están

haciendo una petición que incluye su propio juicio en el


mismo tribunal. Aunque no todos han cometido las mis-

mas atrocidades, todos han pecado y todos están bajo


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condena de muerte y separación eterna del santo y justo


Dios. Todos aquellos que pretenden separarse de los más

grandes pecadores son ciegos a su propia depravación y a

la maldad de sus obras.

Este es el dilema que hace surgir la pregunta: ¿De ver-


dad queremos un Dios justo? ¿Querríamos que Él escu-
driñase cada aspecto de nuestras vidas –pensamientos,

palabras y hechos–, y que entonces nos diera la sentencia


que merecemos? Solo el hombre o la cultura cuya con-

ciencia ha sido cauterizada se atrevería a presentarse


para tal escrutinio y recibir lo que se disponga en el tri-
bunal de un Dios totalmente justo.
La verdad de que Dios es un Dios justo es una espada

de dos filos. Da consuelo saber que un ser inmoral y om-


nipotente no gobierna el mundo. Pero para aquellos que
todavía tienen una conciencia, la verdad es absolutamen-
te aterradora. Si Dios es verdaderamente justo, amante
de todo lo que es justo, con un perfecto amor, y aborrece
la injusticia, ¿cuál debe ser Su respuesta a nuestra propia

maldad?

¿ESTÁ DIOS AIRADO?


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No es poco común que los predicadores contemporáneos


y los evangelizadores aseguren a sus oyentes que Dios no

es un Dios de ira, pero esta afirmación, en el mejor de los

casos, está equivocada; y en el peor de los casos, es una

herejía.4 Esto no puede ofrecer ningún consuelo a los


hombres. Según las Escrituras, Dios es un Dios de ira, y
es una buena cosa para nosotros que lo sea. Las Escritu-

ras declaran lo siguiente: “Jehová es Dios celoso y venga-


dor; Jehová es vengador y lleno de indignación; se venga

de sus adversarios, y guarda enojo para sus enemigos”.


“Dios es juez justo, y Dios está airado contra el impío to-
dos los días”. “Tú, temible eres Tú; ¿y quién podrá estar
en pie delante de Ti cuando se encienda Tu ira?”.5

Cuando la santidad, justicia y amor de Dios se en-


cuentran con la depravación, injusticia y la ausencia de
amor del hombre, el resultado inevitable es la ira divina
o indignación, una ira tan grande que el salmista clama:
“¿Quién conoce el poder de Tu ira, y Tu indignación se-
gún que debes ser temido?”.6 La palabra traducida como

ira en el Antiguo Testamento viene de tres palabras he-


breas. La primera es qetsep, la cual se refiere a ira, enojo

o indignación. La segunda, hema, denota ira, enojo, dis-


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gusto, furia, calor, e incluso veneno. La tercera es ´aph,


la cual se traduce literalmente “orificio nasal” o “nariz”.

Esta palabra representa la ira de Dios de la misma mane-

ra que ensanchar los orificios nasales representan la ira

de un animal furioso. La representación no es refinada,


pero sí es poderosa.
En el Nuevo Testamento, la palabra ira es traducida

de dos palabras griegas. La primera es orge, la cual se re-


fiere a la ira o enojo. La segunda es thumos, la cual deno-

ta ira, indignación, pasión y furia. En el sentido amplio


de las Escrituras, la ira divina se refiere al disgusto santo
de Dios, y la justa indignación dirigida hacia el pecador y
su pecado.

Al considerar la ira de Dios, es importante entender


que no es una emoción incontrolable, irracional ni egoís-
ta, sino que es un resultado de Su santidad, justicia y
amor. Es también un elemento necesario de Su gobierno.
Por causa de quien es Dios, Él debe responder adversa-
mente al pecado. Dios es santo. Por lo tanto, el mal le re-

pugna y rompe la comunión con el perverso. Dios es amor


y celosamente ama todo lo bueno. Tal amor intenso por

la justicia se manifiesta con el mismo aborrecimiento in-


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tenso por todo lo malo. De manera que el amor de Dios


no niega Su ira; al contrario la confirma y la garantiza.

Dios es justicia. Por tanto, Él debe juzgar la maldad y con-

denarla. Si el hombre es un objeto de la ira de Dios, es

porque el hombre ha escogido desafiar la soberanía de


Dios, violar Su santa voluntad y exponerse a sí mismo al
juicio.

En Su santidad, justicia y amor, Dios aborrece el peca-


do y responde con una terrible y frecuentemente violen-

ta ira en su contra. Ante Su ira, la tierra tiembla y las ro-


cas se quiebran. Las naciones no pueden sufrir Su ira, y
nadie puede mantenerse firme frente a Su indignación.7
El más fuerte entre los hombres y los ángeles se derreti-

ría delante de Él, como si se tratase de una diminuta esta-


tuilla de cera ante un horno ardiente.8
Hoy muchos rechazan la doctrina de la ira divina o
cualquier enseñanza similar que sugiera que un Dios
amoroso y misericordioso pueda estar lleno de ira o que
pudiera manifestar tal ira en juicio y condenación del pe-

cador. Ellos argumentan que tales ideas son solo conclu-


siones erróneas del hombre primitivo que vio a Dios

como hostil, vengativo, e incluso cruel. Dicen que noso-


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tros, como cristianos, deberíamos rechazar toda doctrina


que retrata a Dios como cruel o que ignora Su compa-

sión. Sin embargo, no debemos abandonar la enseñanza

clara de la Escritura sobre la doctrina de la ira divina y

del castigo. Hay suficientes referencias en las Escrituras


con relación al enojo y la ira de Dios para hacerlo un
tema tan prominente como Su amor, bondad y compa-

sión.
Dios es misericordioso y piadoso, tardo para la ira y

grande en misericordia, pero aun así, Él castigará a los


pecadores que no se arrepientan, para administrar justi-
cia entre Sus criaturas, y vindicar Su santo nombre.9 En
la grandeza de Su excelencia, Él derriba a aquellos que se

levantan en Su contra y envía Su ira para que los consu-


ma como hojarasca.10 Incluso en el Nuevo Testamento, Él
es descrito como fuego consumidor y como un Dios
quien derrama Su ira de tal forma que los grandes entre
los malos pedirán a las montañas y a las rocas que caigan
sobre ellos, para esconderse de la ira del Cordero.11 Por

esta razón, Pablo ruega a los hombres que no sean enga-


ñados, sino que vivan a la luz de la verdad, porque la ira

de Dios vendrá sobre los hijos de desobediencia.12


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La afirmación frecuentemente repetida de que Dios


no es un Dios de ira es falsa y no puede ofrecer ningún

consuelo al hombre. ¿Qué consuelo puede ser hallado en

un Dios que es indiferente hacia el mal y que no demues-

tra indignación en su contra? ¿Cómo puede Dios ser bue-


no, amoroso o incluso moral si no arde en indignación
sobre asuntos como el comercio de esclavos, los campos

de concentración de Auschwitz, o el asesinato de millo-


nes de niños no nacidos en el nombre de la convenien-

cia? Cuando oímos de tales atrocidades, experimentamos


un abrumador sentido de indignación moral o enojo.
Además, consideraríamos que cualquier hombre que no
sea movido por tales horrores inmorales es un monstruo

como quienes realizaron tales hechos. Entonces, ¿qué es-


tamos comunicando cuando decimos que Dios no es un
Dios de ira? ¿Podemos justificar nuestra propia indigna-
ción hacia la injusticia, pero por otro lado negar tal dere-
cho a Dios?
En contraste con las contemplaciones poéticas de los

predicadores que desean hacer a Dios aceptable a este


mundo carnal, las Escrituras nos enseñan que el infinita-

mente santo, justo y amoroso Dios es también un Dios de


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ira. Nunca es indiferente al mal. Él arde en fuego inex-


tinguible contra el mal. Dirige Su justa indignación hacia

el casi infinito número de pecados cometidos contra Él

en cada tictac del reloj. “He aquí que el nombre de Jeho-

vá viene de lejos; Su rostro encendido y con llamas de


fuego devorador; Sus labios llenos de ira y Su lengua
como fuego que consume”.13 “Los pecadores se asombra-

ron en Sion, espanto sobrecogió a los hipócritas. ¿Quién


de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de

nosotros habitará con las llamas eternas?”.14 “He aquí, la


tempestad de Jehová sale con furor; la tempestad que se
prepara sobre la cabeza de los impíos reposará”.15
No debemos ser engañados creyendo que el inextin-

guible fuego consumidor de Dios es encendido solo por


los crímenes más horribles o que se aplicará solo a los
más despreciables entre nosotros. En la mente de Dios no
hay dos categorías separadas para el pecado: una que lo
enoja y otra que no. Las Escrituras nos enseñan que todo
pecado es rebelión, y toda forma de rebelión es como la

brujería, y todo acto de insubordinación es la más per-


versa inmoralidad e idolatría.16 Por todos y cada uno de
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los pecados la ira de Dios viene sobre los hijos de desobe-


diencia, y la paga del pecado es muerte.17

El pecado de nuestros primeros padres y la ira suscita-

da en Dios claramente demuestran la atroz naturaleza de

toda forma o categoría de pecado. Comer el fruto prohi-


bido pareciera no ser tan grave cuando lo comparamos
con las atrocidades en la historia humana y con aquellos

actos que aparecen en los títulos de los noticieros noctur-


nos, pero ese único acto de rebelión provocó la ira de

Dios y la condenación del mundo. Por lo menos nos ense-


ña que el pecado es atroz delante de un Dios santo y jus-
to, y que todos quienes cometen tal pecado son objetos
de Su ira.18

¿ABORRECE DIOS?
¿Aborrece Dios? ¿Es ese odio alguna vez dirigido hacia
los hombres? La mayoría nunca ha oído un sermón sobre
este tema o incluso pensado en que tal sermón pudiera

darse. La pregunta misma es suficiente para causar con-


troversia e indisponer aun al moderadamente religioso.

Solo sugerir la posibilidad de tal afirmación contradice


mucho de lo que los predicadores evangélicos enseñan
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hoy. Sin embargo, en las Escrituras el aborrecimiento de


Dios es tan real como lo es Su amor. De acuerdo a las Es-

crituras, hay cosas que un santo y amoroso Dios aborre-

ce, detesta e incluso adversa. Además, ese aborrecimien-

to es con frecuencia dirigido hacia los hombres caídos.


Muchos objetarían cualquier enseñanza acerca del
aborrecimiento de Dios basándose en la falsa suposición

de que Dios es amor y que por lo tanto, no puede odiar.


Mientras que el amor de Dios es una realidad que va más

allá de nuestra comprensión, también es importante ver


que el amor de Dios es la misma razón para Su aborreci-
miento. No deberíamos decir que Dios es amor y que por
lo tanto no puede aborrecer; al contrario, Dios es amor y

por lo tanto, Él debe aborrecer. Si una persona verdade-


ramente ama la vida, reconoce su santidad, estima a los
niños como un don de Dios, entonces esa persona debe
aborrecer el aborto. Es imposible amar a los niños apa-
sionadamente y con toda pureza y ser indiferente hacia
aquello que los destruye en el vientre. De la misma ma-

nera, si Dios ama con enorme intensidad todo lo justo y


bueno, entonces Él, con igual intensidad, debe aborrecer

todo lo perverso y malo.


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Las Escrituras no solo nos enseñan que Dios aborrece


el pecado, sino que dirige ese aborrecimiento hacia aque-

llos que lo practican. A todos se nos ha enseñado el popu-

lar eslogan: “Dios odia al pecado pero ama al pecador”,

pero esta enseñanza es una negación de las Escrituras


que claramente declaran lo contrario. El salmista, con la
dirección del Espíritu Santo, escribió que Dios no solo

aborrece la iniquidad, sino que aborrece también a “los


hacedores de iniquidad”.19

Debemos entender que es imposible separar al pecado


del pecador. Dios no castiga el pecado, castiga a quien lo
hace. No es el pecado el que es castigado en el infierno,
sino el hombre que lo practica. Por esta razón el salmista

declaró: “Los insensatos no estarán delante de tus ojos;


aborreces a todos los que hacen iniquidad”.20 Y, “Jehová
está en Su santo templo; Jehová tiene en el cielo Su tro-
no; Sus ojos ven, Sus párpados examinan a los hijos de
los hombres. Jehová prueba al justo; pero al malo y al
que ama la violencia, Su alma los aborrece. Sobre los ma-

los hará llover calamidades; fuego, azufre y viento abra-


sador será la porción del cáliz de ellos. Porque Jehová es

justo, y ama la justicia”.21


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Es importante entender que los textos citados arriba


no están solos en la Escritura, sino que están acompaña-

dos por otros pasajes que fortalecen el argumento. En el

libro de Levítico, el Señor advierte al pueblo de Israel

que ellos no deben seguir las costumbres de las naciones


que Él echa fuera delante de ellos, y entonces añade:
“Porque ellos hicieron todas estas cosas, y los tuve en

abominación”.22 Otra vez, en el libro de Deuteronomio,


Él advirtió a Su pueblo que los cananeos serían echados

porque ellos fueron “abominación para Jehová”, y cual-


quiera que hubiera participado en los mismos actos de
injusticia sería una “abominación” a Él.23 En el libro de
Salmos, Dios describe Su sentencia hacia los israelitas in-

crédulos que rehusaron entrar en la tierra prometida di-


ciendo: “Por cuarenta años me repugnó aquella genera-
ción”.24 Finalmente, en el libro de Tito, Pablo describe a
aquellos que han hecho una vacía o superficial confesión
de fe en Dios como “abominables” delante de Él; y Juan
en la isla de Patmos describe el lago de fuego como la mo-

rada eterna de todos los que son “abominables”.25

EL ABORRECIMIENTO DIVINO EXPLICADO


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¿Qué significa cuando las Escrituras declaran que Dios


aborrece a los pecadores? Primero, el Diccionario Webs-

ter (en inglés) define aborrecimiento como un sentimien-

to de extrema enemistad hacia alguien, ver a otro con

hostilidad activa, o tener una fuerte aversión hacia otro:


detestar, odiar o abominar. Aunque estas son palabras
duras, la Escritura usa la mayoría, si no todas ellas, para

describir la relación de Dios con el pecado y el pecador.


Segundo, debemos entender que el aborrecimiento de

Dios existe en perfecta armonía con Sus otros atributos.


A diferencia del hombre, el aborrecimiento de Dios es
santo, justo, y es resultado de Su amor. Tercero, debe-
mos entender que el aborrecimiento de Dios no es una

negación de Su amor. El Salmo 5:5 no es una negación de


Juan 3:16 o de Mateo 5:44-45. Aunque la ira de Dios per-
manezca sobre el pecador, y aunque Él esté enojado con
el malvado cada día, y aunque Él aborrezca a todo aquel
que hace iniquidad, Su amor es de tal naturaleza que le
permite amar a aquellos que son el mismo objeto de Su

aborrecimiento y obra en su favor para su salvación.26


Cuarto, aunque Dios es muy paciente hacia aquellos que

son el objeto de Su aborrecimiento, y les ofrece la salva-


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ción, vendrá un tiempo cuando Él retirará su oferta y no


será posible reconciliarse con Él.27

1 2 Crónicas 19:7

2 Deuteronomio 7:9; Salmos 9:8

3 Romanos 3:10

4 Muchos predicadores sin saberlo le han cambiado el título al sermón de

Jonathan Edwards, “Los pecadores en las manos de un Dios airado”, a “Los


individuos un poco disfuncionales en las manos de una Deidad poco disgus-
tada”.
5 Nahum 1:2; Salmos 7:11; 76:7

6 Salmos 90:11

7 Jeremías 10:10; Nahum 1:6

8 Le debo este pensamiento al pastor Charles Leiter de Lake Road Chapel, en

Kirksville, Missouri.
9 Éxodo 34:6-7

10 Éxodo 15:7

11 Hebreos 12:29; Romanos 3:5; Apocalipsis 6:16

12 Efesios 5:6

13 Isaías 30:27

14 Isaías 33:14

15 Jeremías 30:23

16 1 Juan 3:4; 1 Samuel 15:23

17 Efesios 5:6; Romanos 6:23

18 Efesios 2:3; 5:6; Colosenses 3:6

19 Salmos 5:5: “Aborreces a todos los que hacen iniquidad” (RV60); “Pues

aborreces a los malhechores” (NVI); “Aborreces a todos los que obran ini-
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quidad” (RVA).
20 Salmos 5:5

21 Salmos 11:4-7

22 Levítico 20:23

23 Deuteronomio 18:12; 25:16

24 Salmos 95:10 (LBLA)

25 Tito 1:16; Apocalipsis 21:8

26 Juan 3:16; Salmos 7:11; 5:5

27 Romanos 10:21
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CAPÍTULO DIECISÉIS

Guerra santa
Mas ellos fueron rebeldes, e hicieron enojar Su santo

Espíritu; por lo cual se les volvió enemigo, y Él mismo


peleó contra ellos.

—Isaías 63:10

Jehová es Dios celoso y vengador; Jehová es vengador


y lleno de indignación; se venga de Sus adversarios, y
guarda enojo para Sus enemigos.

—Nahum 1:2

Habiendo considerado la justa indignación de Dios mani-


festada en Su enojo e ira, ahora enfocaremos nuestra

atención en un tema relacionado: la hostilidad que existe


entre Dios y el pecador no arrepentido. Es la obligación
del predicador del evangelio advertir a los hombres de la
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guerra santa que Dios ha declarado a Sus enemigos y su-


plicar a los pecadores que se reconcilien con Él antes de

que sea muy tarde. La promesa de Dios de amnistía para

el rebelde es genuina, pero no debe darse por sentada.

Viene un día cuando la rama de olivo será retirada y la


oferta de paz sea anulada. Entonces, todo lo que quedará
para el pecador será “una horrenda expectación de jui-

cio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversa-


rios... ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!”.1

¿QUIÉN ESTÁ EN GUERRA CON QUIÉN?


La expresión popular: “Dios odia al pecado pero no al pe-

cador” a menudo va junto con otra similar: “El hombre


está en guerra con Dios, pero Dios nunca está en guerra
con el hombre”. Consecuentemente, se da mucha impor-
tancia a la enemistad del pecador y su continua guerra
contra Dios, pero poco se dice de la continua guerra de
Dios contra el pecador.

Independientemente de esta tendencia presente en el


pensamiento evangélico, es extremadamente importante

entender que la hostilidad entre Dios y el pecador no es


unilateral: es mutua. Cuando los hombres le declaran la
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guerra a Dios, se vuelve Su enemigo y Él mismo pelea


contra ellos.2 Aunque es una verdad inquietante, la Escri-

tura claramente enseña que Dios considera al pecador no

arrepentido Su enemigo, y ha escrito una declaración de

guerra contra él. La única esperanza del pecador es en-


tregar sus armas y levantar la bandera blanca de rendi-
ción antes de que sea demasiado tarde eternamente.3

El libro de Nahum nos dice: “Jehová es vengador y


lleno de indignación; se venga de sus adversarios, y guar-

da enojo para sus enemigos”.4 La primera verdad que nos


enseña este texto es que Dios es el que considera al impío
Su adversario. Él no lamenta que el hombre le ha hecho a
Él un enemigo, sino que Él declara Su posición contra el

hombre. Dios es el que traza la línea de batalla y reúne a


las tropas. La segunda verdad que aprendemos es que
Dios está a la ofensiva. Él no solo resiste contra los ata-
ques de los hombres impíos, sino que Él mismo da el gri-
to de batalla y entabla combate contra ellos con toda la
fuerza de Su ira. Como advierte el salmista: “Si no se

arrepiente [el impío], Él afilará Su espada; armado tiene


ya Su arco, y lo ha preparado. Asimismo ha preparado

armas de muerte, y ha labrado saetas ardientes”.5


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Es fundamental que entendamos y aceptemos que


esta verdad de la “guerra santa” no es un vestigio del An-

tiguo Pacto o alguna visión primitiva de Dios anulada

por la revelación progresiva del Nuevo Testamento. Más

bien, es una verdad bíblica y permanente encontrada a


través de las Escrituras. En el libro de Romanos, el após-
tol Pablo escribe: “Porque si siendo enemigos, fuimos re-

conciliados con Dios por la muerte de su Hijo”.6 Aunque


este texto comunica la idea de mutua hostilidad entre

Dios y el hombre, el énfasis mayor no está en la hostili-


dad del pecador hacia Dios sino en la oposición de Dios al
pecador. Comprendiendo que este concepto es ajeno a la
gran mayoría de evangélicos contemporáneos, los si-

guientes estudiosos ofrecen una confirmación más am-


plia. Charles Hodge afirma: “No hay solamente una opo-
sición impía del pecador a Dios, sino una oposición santa
de Dios al pecador”.7 Louis Berkhof dijo: “No que los
hombres sean hostiles a Dios, sino que son el objeto del
santo disgusto de Dios”.8 Y Robert L. Reymond expuso:

“La palabra ‘enemigos’ muy probablemente debería


construirse en la voz pasiva (‘aborrecidos por Dios’) en

vez de la voz activa (‘aborreciendo a Dios’). Dicho de otra


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manera, la palabra enemigos’ no enfatiza nuestro abo-


rrecimiento profano a Dios, sino más bien el aborreci-

miento santo de Dios a nosotros”.9

Según nuestro texto, el hombre ha pecado, y Dios es

la parte ofendida. Para que ocurra la reconciliación, la


ofensa del hombre debe removerse, la justicia de Dios
debe satisfacerse, y la ira de Dios contra el hombre debe

aplacarse. Sabemos que la muerte de Cristo no predispu-


so a los hombres a favor de Dios, porque la mayoría de

los hombres continúan en su oposición llena de odio a Su


persona y voluntad. Sin embargo, la muerte de Cristo sa-
tisfizo las justas demandas de un Dios santo para que Él
se predisponga a favor de Sus enemigos y extienda una

rama de olivo de paz hacia ellos a través del evangelio.


Aquellos que se arrepientan y crean en Cristo serán sal-
vos, pero aquellos que rehúsen están acumulando ira
para ellos mismos para el día de la ira cuando se revele el
justo juicio de Dios.10
Nunca debemos olvidar que el Cristo que dio Su vida

por las naciones es el mismo que las herirá y las regirá


con vara de hierro.11 El Siervo Sufriente quien recorrió el

camino hacia el Calvario un día pisará el lagar del vino


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del furor y de la ira de Dios Todopoderoso.12 El Salvador


que derramó Su sangre por Sus enemigos aparecerá una

segunda vez con Su ropa teñida en la sangre de Sus ene-

migos.13 El Cordero que cargó la ira de Dios sobre el ma-

dero es el mismo que derramará la ira de Dios sobre


aquellos reunidos en Su contra hasta el punto que cla-
men a los montes para que caigan sobre ellos y los escon-

dan de Su presencia.14 El Príncipe de paz que proclamó el


año favorable del Señor un día anunciará el día de Su

venganza.15 Él es el mismo que juzgará, hará la guerra y


guiará a los ejércitos del cielo contra los enemigos de
Dios.16 Es por esta razón que el salmista amonesta a las
naciones a que honren al Hijo, para que no se enoje y pe-

rezcan en el camino, pues Su ira puede inflamarse de


pronto.17
Como predicadores del evangelio, debemos procla-
mar el amor de Dios hacia los hombres y Su deseo de sal-
var, pero no debemos dejar a un lado las advertencias
que son obvias y frecuentes en la Escritura. Los hombres

deben estar listos para encontrarse con su Dios.18 Ellos


deben ponerse “de acuerdo con [su] adversario pronto”,

entre tanto que están con Él en el camino.19 Pues si ellos


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no se arrepienten, Él afilará Su espada y ya ha tensado Su


arco de ira.20 A aquellos que creen, el predicador debe

proclamar la promesa de la amnistía total y la certeza de

paz. Sin embargo, a aquellos que rehúsan obedecer el

evangelio, el mensajero fiel debe decirles que la ira de


Dios permanece sobre ellos.21
¡Qué llamado terrible y maravilloso ha sido otorgado

al ministro del evangelio! Para algunos es olor de vida,


pero para otros es olor de muerte. ¿Quién es suficiente

para estas cosas?22

¿ES LA VENGANZA ALGO DIGNO DE DIOS?

La venganza de Dios está estrechamente relacionada con


Su ira. El salmista le llama “Dios de las venganzas”, y el
profeta Nahum lo introduce como el Señor celoso y ven-
gador quien “se venga de Sus adversarios, y guarda enojo
para Sus enemigos”.23 El canto de Moisés incluso exalta
la venganza de Dios. Es una de las imágenes más aterra-

doras de Dios en la Escritura: “Ved ahora que Yo, Yo soy,


y no hay dioses conmigo; Yo hago morir, y Yo hago vivir;

Yo hiero, y Yo sano; y no hay quien pueda librar de Mi


mano. Porque Yo alzaré a los cielos Mi mano y diré: vivo
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Yo para siempre, si afilare Mi reluciente espada, y echare


mano del juicio, Yo tomaré venganza de Mis enemigos, y

daré la retribución a los que me aborrecen. Embriagaré

de sangre Mis saetas, y Mi espada devorará carne; en la

sangre de los muertos y de los cautivos, en las cabezas de


larga cabellera del enemigo”.24
¿Cómo podemos leer este texto y no temblar? ¿Cómo

podemos creer esta verdad y no proclamarla? El profeta


Amós declaró: “Si el león ruge, ¿quién no temerá? Si ha-

bla Jehová el Señor, ¿quién no profetizará?”.25 El apóstol


Pablo escribió: “nosotros también creemos, por lo cual
también hablamos”.26 Asimismo, si nosotros creemos
que la Escritura es infalible y que Dios es inmutable,

¿cómo no podríamos declarar estas cosas? ¿Es acaso la


advertencia de Nahum más que poesía infructuosa sin
aplicaciones prácticas? ¿Es alegoría sin interpretación
concreta? ¿Fue escrita para una cultura mucho más sana
que la nuestra, demasiado fuerte para el alma frágil del
hombre moderno? Si en el tiempo de Nahum era palabra

verdadera acerca de Dios y necesaria para el hombre, en-


tonces es lo mismo hoy: ¡un elemento esencial en nues-

tra proclamación del evangelio!


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Según la Escritura, se debe advertir a los hombres que


Dios es un Dios de venganza. Sin embargo, ¿cómo recon-

ciliar esta verdad con otros textos de la Escritura que cla-

ramente describen la venganza como un vicio del hom-

bre impío?27 ¿Cómo puede un Dios santo y amoroso ser


además un Dios de venganza? Primero, debemos enten-
der que la venganza divina es un tema constante de la Es-

critura y es por tanto innegable. Segundo, debemos en-


tender que la venganza de Dios difiere de la venganza del

hombre caído; Su celo por la santidad, rectitud y justicia


motivan Su venganza. Dios es compasivo y clemente,
lento para la ira, grande en misericordia, pero además es
justo. Él castigará al pecador con el propósito de vindicar

Su nombre y administrar justicia entre Sus criaturas.28 A


la luz de la horrenda naturaleza de pecado del hombre,
Dios tiene razón de vengarse. Tres veces en el libro de Je-
remías Dios pregunta: “¿No los he de castigar por estas
cosas?... De tal nación, ¿no se vengará Mi alma?”.29 En
otras partes en la Ley y los profetas encontramos la res-

puesta a estas preguntas: Moisés afirma que Dios no se


demorará en pagarles en persona a aquellos que le odian,

e Isaías declara que Él se librará de Sus adversarios y se


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vengará de Sus enemigos.30


Hoy, muchos rechazan la doctrina de la venganza di-

vina o cualquier otra enseñanza que incluso sugiera que

un Dios amoroso y misericordioso podría ser vengativo.

Aun aquellos ministros que aceptan la doctrina como la


enseñanza clara de la Escritura, en raras ocasiones la
proclamarán desde el púlpito. Como resultado, el mundo

incrédulo, así como el cristiano sincero, desconocen el


verdadero carácter de Dios y Su respuesta radical a los

hechos pecaminosos de los hombres.


La Escritura nos advierte que la ira de Dios viene so-
bre los hijos de los hombres y nos amonesta para que nos
preparemos para encontrarnos con nuestro Dios.31 Los

hombres pecadores deberían considerar estas verdades


con temor y temblor, pero primeramente los predicado-
res deben dar a conocer estas verdades. Con un “toque de
clarín”, es nuestra responsabilidad alertar a los hombres
acerca de la certeza de la ira por venir.32 Si rehusamos
cumplir esta faceta ominosa de nuestro ministerio, se

nos pedirán cuentas, y la sangre de nuestros oyentes se


requerirá de nuestras manos. Como Dios advirtió al pro-

feta Ezequiel: “Cuando Yo dijere al impío: Impío, de cier-


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to morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío


de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su

sangre Yo la demandaré de tu mano”.33

A la luz de estos pocos textos que hemos considerado

con relación a la venganza de Dios, ¡uno solo puede llorar


al pensar en cuán torpe y desequilibrada se ha converti-
do nuestra predicación! ¡Nuestros sermones nos traicio-

nan y revelan cuán parciales somos sobre algunas verda-


des y cuán prejuiciosos somos contra otras! ¡Somos lla-

mados a proclamar todo el consejo de Dios, y no debe-


mos eludirlo!34 No se nos ha dado autoridad para escoger
lo que debemos y no debemos predicar a la luz de lo que
pensamos que conocemos acerca de las necesidades del

hombre moderno. Aquellos de nosotros a quienes se nos


ha concedido el privilegio de instruir a otros debemos
preguntarnos cuán frecuentemente proclamamos lo que
más necesitan los hombres entender, que es lo que me-
nos desean escuchar: el juicio de Dios. Debemos entender
que la ausencia de esta predicación expone las inconsis-

tencias en nuestros púlpitos y explica la razón de la igno-


rancia en las bancas de las iglesias respecto a algunas de
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las verdades más fundamentales sobre el carácter de Dios


y Su trato a los hombres.

Vivimos en una época de gran desequilibrio teológico.

Mucho se dice del amor de Dios –y con mucha razón–

pero casi nada se dice de Su ira. Si un predicador predica-


ra todo un sermón sobre el amor de Dios sin una sola
mención sobre Su ira, él seguramente no sería puesto en

entredicho. Sin embargo, si él predicara solo una por-


ción de un sermón sobre la ira de Dios, él seguramente

sería censurado por ser mezquino, desequilibrado y falto


de amor. Esta es la época en la cual vivimos. “Porque
vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino
conforme a sus propias concupiscencias… apartarán de

la verdad el oído”.35

1 Hebreos 10:27, 31

2 Isaías 63:10

3 El pastor Charles Leiter llamó mi atención a esta idea.

4 Nahum 1:2

5 Salmos 7:12-13

6 Romanos 5:10

7 Charles Hodge. A Commentary on the Epistle to the Romans [Un comenta-

rio de la Epístola a los Romanos]. Londres: Banner of Truth, 1989:138.


8 Louis Berkhof. Systematic Thelogy [Teología sistemática]. Edinburgh:
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Banner of Truth, 1993:374


9 Robert L. Reymond. A New Systematic Theology of the Christian Faith

[Una nueva Teología Sistemática de la fe cristiana]. Nashville: Thomas Nel-

son, 1998:646.
10 Romanos 2:5

11 Apocalipsis 19:15

12 Apocalipsis 19:15

13 Apocalipsis 19:13

14 Apocalipsis 6:16-17

15 Isaías 9:6; 61:2; Lucas 4:19

16 Apocalipsis 19:11, 14

17 Salmos 2:12

18 Amós 4:12

19 Mateo 5:25

20 Salmos 7:12-13

21 Juan 3:36

22 2 Corintios 2:16

23 Salmos 94:1; Nahum 1:2

24 Deuteronomio 32:39-42

25 Amós 3:8

26 2 Corintios 4:13

27 Levítico 19:18; 1 Samuel 25:25, 30-33

28 Éxodo 34:6

29 Jeremías 5:9, 29; 9:9

30 Deuteronomio 7:10; Isaías 1:24

31 Amós 4:12

32 Efesios 5:6

33 Ezequiel 33:8
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34 Hechos 20:27

35 2 Timoteo 4:3-4
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CAPÍTULO DIECISIETE

Un don con
un altísimo costo
Siendo justificados gratuitamente por Su gracia, me-
diante la redención que es en Cristo Jesús.

—Romanos 3:24

En varios de los capítulos anteriores, hemos considerado


la condición moral del hombre caído, su rebelión univer-
sal contra Dios, y las terribles consecuencias del juicio di-
vino: todos los hombres están condenados delante de
Dios. Sin embargo, en el texto que tenemos por delante

descubriremos que un cambio radical ha ocurrido en la


condición del cristiano delante de Dios: ya no es tenido
como un pecador, sino que ha sido justificado por la fe en

el Señor Jesucristo.
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JUSTIFICACIÓN
Aprendemos de las Escrituras que Dios es un Dios justo.1

Sus obras son perfectas, y todos sus caminos son justos.

Él es un Dios de fidelidad que no tuerce el derecho.2 Sien-

do justo, Él no puede ser moralmente neutral o indife-


rente. Ama la justicia y aborrece el mal.3 Sus ojos son
muy limpios para aprobar el mal, y Él no puede ver la

maldad con beneplácito.4 Él ha establecido Su trono para


hacer justicia, y juzgará al mundo con justicia.5 Es un

Dios que se indigna cada día. Si un hombre no se arre-


piente, Él afilará su espada y preparará su arco para el
juicio.6
El testimonio de la Escritura sobre la justicia de Dios

y la maldad del hombre nos lleva a un gran problema


teológico y moral: ¿Cómo puede el hombre pecador pre-
sentarse ante la justicia de Dios? ¿Cómo puede un Dios
justo tener comunión con hombres malos? El salmista
describe el problema de esta manera: “¿Quién subirá al
monte de Jehová? ¿Y quién estará en el lugar santo? El

limpio de manos y puro de corazón; el que no ha elevado


su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño. Él recibirá

bendición de Jehová, y justicia del Dios de salvación”.7


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Estar en una correcta relación con Dios requiere una


perfección moral absoluta. Cada pensamiento, palabra y

obra, desde el momento del nacimiento hasta el momen-

to de la muerte, debe ser hallado en conformidad perfec-

ta con la naturaleza y voluntad de Dios. La más mínima


falla o desviación de este estándar resulta en una descali-
ficación inmediata. Solo necesitamos ver el pecado y caí-

da de Adán para aprender que la justicia de Dios es muy


estricta y severa. Por esta razón, cuando el moralista pre-

gunta: ¿Qué debo hacer para ser salvo?, debemos decir


que la exigencia es obediencia perfecta. Si por la gracia
de Dios, el moralista está confundido y traído a la deses-
peración, entonces lo referimos a Cristo.

El hombre que trate de lograr por sus medios una re-


lación correcta con Dios es el más digno de lástima y sin
esperanza entre todas las criaturas. Desde la caída de
Adán, ningún hombre jamás ha cumplido con las exigen-
cias de la justicia de Dios. Nuestras manos están conta-
minadas y nuestros corazones impuros.8 Corremos hacia

la mentira desde la matriz, y de nuestros corazones salen


cosas engañosas.9 No tenemos fortaleza ni derecho para

presentarnos delante de Él. Nos hemos descalificado ab-


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solutamente a nosotros mismos. Si algo, alguna vez, será


hecho para corregir nuestra infracción, Dios debe hacer-

lo. La justificación es un don dado por Su gracia.10

La palabra justificado viene del verbo griego dikaióo,

el cual significa probar o declarar a alguien justo o como


debe serlo. En el contexto de la Escritura y la doctrina de
la salvación, la palabra justificado es un término forense

o una declaración legal.11 El hombre que cree en Dios es


justificado, lo que significa que justicia le ha sido acredi-

tada a su cuenta. Es considerado o declarado en una co-


rrecta relación con Dios, y Dios lo trata como tal. En su
carta a la iglesia en Roma, el apóstol Pablo escribió: “Por-
que ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le

fue contado por justicia”.12


Es importante notar que el término justificado no sig-
nifica que en el momento en el que el hombre cree en
Dios es hecho justo. Si así fuera, el creyente sería trans-
formado en un ser perfectamente justo que no pecaría o
sería incapaz de hacerlo. Tampoco significa que el cre-

yente es lleno con una gracia especial que le permite vi-


vir una vida más justa y así poder lograr una relación co-

rrecta con Dios, basado en sus obras. Si ese fuera el caso,


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la salvación no sería por fe, y la gracia ya no sería gra-


cia.13 La Escritura, las más útiles confesiones de fe, y los

ministros a través de la historia de la iglesia testifican

que la justificación es una posición legal delante del tro-

no de Dios. El hombre que cree el testimonio de Dios con


relación a Su hijo es perdonado de todos sus pecados y es
declarado justo delante del trono de Dios.14 La confesión

de Westminster (XI.1) lo dice así: “Aquellos a quienes


Dios llama eficazmente, también justifica libremente; no

por infundir justicia en ellos, sino por perdonarles sus


pecados, y considerar y aceptar sus personas como jus-
tas, no a causa de algo originado en ellos o hecho por
ellos, sino solamente por Cristo… al imputarles la obe-

diencia y propiciación de Cristo”.

LOS BENEFICIOS DE LA JUSTIFICACIÓN


La justificación es una bendición maravillosa y multifa-
cética recibida por fe en la persona y obra de Cristo Je-

sús. Con relación al cristiano que ha sido justificado, de-


bemos decir lo siguiente: Primero, todos sus pecados pa-

sados, presentes y futuros han sido perdonados y nunca


serán presentados delante del tribunal de Dios. El após-
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tol Pablo cita a David diciendo: “Bienaventurados aque-


llos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados

son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor

no inculpa de pecado”.15

Para aquellos que piensan que Dios no es muy dife-


rente de ellos, esta verdad puede traerles una apreciación
pálida y condescendiente.16 Para quienes piensan que son

“la gran cosa” y no entienden o creen la arcaica y temible


doctrina de la depravación total, esta verdad es placente-

ra, pero no les sorprende. Pero para el hombre que ha


visto la depravación de su corazón y la vergüenza de sus
actos delante de un Dios santo, esta verdad es maravillo-
sa. Es asombrosa, impactante, imponente, espectacular,

fenomenal, extraordinaria, sorprendente, que deja con la


boca abierta, casi increíble, totalmente estupenda. ¡Debe
anunciarse con repique de campanas, lágrimas de gozo,
gritos de gloria! Esto demuestra, una vez más, la necesi-
dad de enseñar sobre temas oscuros, de manera que la
aparición de la luz sea absolutamente encantadora.

En segundo lugar, la justicia de Cristo imputada al


creyente significa que el creyente es declarado justo de-

lante de Dios. La palabra imputar es un término de extre-


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ma importancia teológica, traducido del griego logízoma,


que significa contar o atribuir. Con relación al creyente,

significa que la justicia de Cristo le ha sido contada o

acreditada a su cuenta. De este modo, el creyente es justo

delante de Dios, no por su propia virtud o mérito, sino a


través de la vida perfecta y muerte expiatoria del Señor
Jesucristo. El apóstol Pablo dice: “Mas por él estáis voso-

tros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios


sabiduría, justificación, santificación y redención”.17

Durante Su vida terrenal y ministerio, el Señor Jesu-


cristo caminó en perfecta obediencia delante de Dios. El
apóstol Pablo testifica que Cristo “no conoció pecado”.18
El escritor de la carta a los Hebreos nos dice que Él fue

tentado en todo, como somos nosotros, pero sin peca-


do.19 Esta es una de las más asombrosas verdades en las
Escrituras con relación a la persona de Jesús. La mejor
manera de comprender algo de esta magnitud es por me-
dio de la comparación: nunca ha habido un momento en
nuestras vidas donde hemos amado al Señor nuestro

Dios como Él se lo merece. Sin embargo, nunca hubo un


momento en la vida de Jesús donde Él no amara al Señor

Su Dios con todo Su corazón, alma, mente y fuerzas.20 De


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nuevo, nunca hubo un momento en nuestras vidas don-


de hayamos hecho para la gloria de Dios sin tener ningu-

na motivación perversa. Sin embargo, nunca hubo un

momento en la vida de Jesús donde Él haya fallado en

glorificar a Dios perfecta y completamente con cada fibra


de su ser. Por esta razón, el testimonio del Padre con re-
lación a Jesús nunca cambió: “Este es Mi Hijo amado, en

quien tengo complacencia”.21


Lo increíble acerca de la justificación es que esta vida

perfecta que Jesús vivió es imputada al creyente; es colo-


cada a su cuenta. Además, esto es según la voluntad del
Padre y del Hijo. Cristo da su justicia libremente, supera-
bundantemente, y con gozo ilimitado. El patriarca José,

quien fue un tipo de Cristo, poseyó una túnica espléndi-


da de muchos colores, la cual él no compartiría con sus
hermanos. Sin embargo, Cristo, uno más grande que
José, se deleita en abrigar a sus hermanos en su multifa-
cética túnica de indescriptible justicia. Es una túnica de
belleza que provee gloria al más pobre desdichado, y una

túnica de cota de malla para estar firmes contra los dar-


dos ardientes del maligno.22 Habiendo sido vestidos en

Cristo, Dios ahora mira a cada creyente y declara sin va-


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cilar: “Este es Mi Hijo amado, en quien tengo complacen-


cia”.

En tercer lugar, habiendo sido declarado justo delante

del trono de Dios, el creyente es ahora tratado como jus-

to. Las Escrituras declaran que Jesucristo fue hecho pe-


cado en lugar nuestro, para que nosotros llegáramos a
ser justicia de Dios en Él.23 Dios hizo que la iniquidad de

todos nosotros cayera sobre Cristo en la cruz,24 y Dios lo


trató severamente, como si Él hubiera sido culpable de

los pecados que cargó sobre Sí. Él fue abandonado por


Dios, herido y afligido, molido por nuestras iniquidades
y humillado para nuestro bien.25 Él llevó la maldición di-
vina y sufrió la ira de Dios que provocamos con nuestro

pecado, y finalmente, por Sus sufrimientos, la deuda que


no podíamos pagar fue saldada en su totalidad.26 Conse-
cuentemente, el creyente es ahora declarado justo y reci-
be el beneficio infinito e inmensurable de la justicia:
¡Dios ahora nos trata como a hijos! Esta es una maravillo-
sa verdad que transformará la manera como el creyente

se ve a sí mismo. Somos los beneficiarios de un gran in-


tercambio: “el justo por los injustos”.27
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En cuarto y último lugar, el cristiano tiene paz con


Dios por la fe en la obra redentora de Cristo. El apóstol

Pablo escribe: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz

para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”.28

A la luz de la antigua hostilidad que existía, esta es una


bendición casi inimaginable. A través del don de la justi-
ficación, el cristiano ya no es un hijo de ira, sino un hijo

de Dios.29 Habiendo sido justificados por la muerte re-


dentora de Cristo, seremos salvos de la ira de Dios, por

medio de Él.30 Es esta gloriosa verdad la que llevó al após-


tol Pablo a describir al cristiano de la siguiente manera:
“os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios
vivo y verdadero, y esperar de los cielos a Su Hijo, al cual

resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira


venidera”.31

LA GRACIA
Quizá lo más impresionante acerca de la justificación es

que es por la gracia de Dios, o un favor inmerecido. Con


esta verdad, toda la Escritura unánimemente está de

acuerdo: el creyente ha sido “justificado gratuitamente


por Su gracia”.32
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La palabra gratuitamente viene del adverbio griego


doreán, que literalmente significa: “gratuito, inmereci-

do, o sin causa”. Es la misma palabra utilizada por Jesu-

cristo para mostrar a los discípulos que la hostilidad del

mundo hacia Él era inmerecida. “Pero esto es para que se


cumpla la palabra que está escrita en su ley: Sin causa me
aborrecieron”.33

Cristo no cometió pecado.34 Incluso, sus enemigos no


pudieron presentar acusaciones justas contra Él.35 Él

nunca le dio motivo a nadie para ser odiado. De la misma


manera, nosotros nunca le dimos un motivo a Dios o ra-
zón para que nos declarara justos delante de Él. El exa-
men más superficial de nuestras vidas, previo a nuestra

conversión, probará la absoluta imposibilidad de que pu-


diéramos obrar para obtener nuestra justificación por
nuestros méritos o que nuestra salvación fuera por otra
causa, excepto por gracia. Dios no nos declaró justos de-
lante de Él por causa de nosotros, sino a pesar de noso-
tros. Tampoco un valor inherente o mérito personal mo-

vió a Dios a salvarnos. ¡Fue gracia, y solo gracia!


La doctrina de la justificación por gracia, a través de

la fe, distingue al cristianismo de todas las demás religio-


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nes del mundo. Imagine una entrevista entre un reporte-


ro secular y los representantes de las tres religiones con

más miembros en el mundo: el Judaísmo, el Islam y el

Cristianismo. Primero, el reportero se le acerca al judío

ortodoxo y le pregunta: “¿Si tú murieras en este momen-


to, a dónde irías, y cuál es la razón de tu esperanza?”.
El judío respondería: “Iré al cielo. Amo y obedezco la

Torá o la Ley de Dios. He caminado en el camino de la


justicia. Mis obras dan testimonio de mí”.

A continuación el reportero se vuelve hacia el musul-


mán con la misma pregunta: “¿Si tú murieras en este
momento, a dónde irías, y cuál es la razón de tu esperan-
za?”.

El musulmán respondería: “Yo iré al cielo. Amo el Co-


rán. He seguido las enseñanzas del más grande profeta de
Alá. He realizado los santos peregrinajes, he sido fiel en
las oraciones, he dado limosnas a los pobres. Soy un
hombre justo”.
Finalmente, el reportero se le acerca al cristiano con

la misma pregunta: “¿Si tú murieras en este momento, a


dónde irías, y cuál es la razón de tu esperanza?”.
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El cristiano respondería: “Iré al cielo”. Pero luego,


con una mirada de gozo y de tristeza, el diría: “En pecado

me concibió mi madre, y en pecado crecí. He violado to-

das las leyes de Dios y merezco la condenación”.

En este momento el reportero lo detiene y exclama:


“No entiendo la razón de tu esperanza. Entiendo la del
judío ortodoxo y la del devoto musulmán. Ellos irán al

cielo y estarán en la presencia de Dios por causa de su


propio mérito y obras, pero tú dices que no posees estas

cosas que son necesarias. ¿Cómo puedes tú estar bien de-


lante de Dios? ¿Cuál es el fundamente de tu esperanza?
El cristiano sonríe y responde: “Mi esperanza para en-
trar en la presencia de Dios está fundamentada sobre la

virtud y mérito de otra persona: Jesucristo, mi Señor”.


Este ha sido el testimonio personal de todo creyente
que ha caminado sobre la tierra, desde el primer día de
los apóstoles hasta ahora, y permanecerá el mismo testi-
monio del cristianismo hasta el fin de los tiempos. El
apóstol Pablo escribió: “Y ciertamente, aun estimo todas

las cosas como pérdida por la excelencia del conocimien-


to de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he per-

dido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y


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ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es


por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que

es de Dios por la fe”.36

El famoso ministro y escritor de himnos, Augusto To-

plady, hace eco de los mismos fuertes sentimientos del


apóstol Pablo en su conocido himno, “Roca de la eterni-
dad”:

Roca de la eternidad fuiste abierta Tú por mí;

Sé mi escondedero fiel, paz encuentro solo en Ti:


Rico, limpio manantial en el cual lavado fui.

Aunque sea siempre fiel, aunque llore sin cesar


Del pecado no podré justificación lograr
Solo en Ti teniendo fe sobre el mal podré triunfar

Mientras haya de vivir, y al instante de expirar


Cuando vaya a responder en Tu augusto tribunal
Sé mi escondedero fiel, Roca de la eternidad.

Quienes se jactan de tener una relación correcta con


Dios basados en la virtud o mérito personal no entienden
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quién es Dios y quiénes somos nosotros. Una mirada su-


perficial a la justicia de Dios o a la depravación moral del

hombre es suficiente para eliminar cualquier esperanza

de obtener salvación por las obras. La entrada a Su pre-

sencia demanda perfección moral absoluta. Su santidad


es tal que Él no puede mirar el mal o contemplar la ini-
quidad.37 El pecado único de Adán resultó en su exilio y

cubrió al mundo con condenación y muerte. ¿Cómo, en-


tonces, nosotros que hemos pecado más allá de lo que

pensamos, podríamos presentarnos delante de Él con al-


guna esperanza de que estaremos bien? Cada uno de no-
sotros ha pecado tanto como para tirar mil mundos a la
destrucción. Si hemos de ser salvos, será solo por Él. Si

algo ha de ser hecho, debe ser logrado por la obra de gra-


cia de un Dios salvador.

REDENCIÓN
Hay algunas palabras que deben ser dichas suavemente,

con reverencia y con labios temblorosos. La palabra re-


dención es una de esas. Se traduce de la palabra griega

apolútrosis, que se refiere a una liberación que ha sido


hecha posible por medio del pago de un precio o rescate.
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Esta palabra es frecuentemente utilizada en la literatura


antigua en relación con la liberación de esclavos o prisio-

neros de guerra. En el Nuevo Testamento, redención se

refiere a la liberación de los hombres de la condenación y

esclavitud del pecado a través del sacrificio de sangre de


Cristo Jesús.
Algunos preguntan: “¿A quién le fue pagado el resca-

te?”, y “¿De qué hemos sido liberados?”. Aunque muchas


opiniones ingenuas y erróneas han sido dadas, el Nuevo

Testamento es claro: nuestro pecado ofendió la justicia


de Dios y encendió Su ira. Nosotros estábamos “encerra-
dos” para juicio y condenación sin ningún recurso que
nos permitiera obtener nuestra libertad.38 La justicia de

Dios demandó satisfacción a través de la muerte del cul-


pable, porque “la paga del pecado es muerte” y “el alma
que pecare morirá”.39 “Pero Dios que es rico en miseri-
cordia, por su gran amor con que nos amó” intervino y
pagó por nosotros enviando a Su único Hijo a morir
nuestra muerte y pagar nuestra deuda.40

Esta habría sido una noble obra si hubiéramos sido


leales súbditos del reino de Dios, hechos cautivos sin te-

ner culpa de ello, pero este no es el caso. Él nos redimió


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aunque no éramos víctimas, sino criminales. Nosotros


llevábamos la culpa. Nosotros corrimos apresuradamen-

te en rebelión contra nuestro Dios. Nuestra condenación

y encarcelamiento bajo Su justicia e ira la causamos no-

sotros mismos. Nuestro pecado formó los grilletes y pro-


vocó el hacha del verdugo.
Esta triste realidad de nuestra culpa es lo que hace la

verdad de nuestra redención mucho más espectacular. Si


Él hubiera muerto por siervos honorables, hubiera sido

un incomprensible acto de gracia, pero Él murió por mu-


cho menos. Como escribe el apóstol Pablo: “Ciertamente,
apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser
que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra

su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores,


Cristo murió por nosotros”.41
La justificación del creyente es un don que viene a
través de la redención, hecha posible a través de la perso-
na y obra de Cristo Jesús. Aunque gratuitamente dada al
creyente, no podemos comprender el costo exigido y el

precio pagado por Jesús. De hecho, los santos en el cielo


podrían encontrar que su principal empleo sea investigar

el valor de tal sacrificio. No hay conocimiento más mara-


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villoso o digno de buscar que el conocimiento de la obra


redentora de Cristo por Su pueblo. El apóstol Pedro es-

cribe: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana

manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no

con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la san-


gre preciosa de Cristo”.42
Aun el más escaso conocimiento del precio pagado

por nuestra redención debe mover a ambos, al pecador y


al santo, a responder en fe, devoción y adoración. Aque-

llos que actualmente no creen deben arrepentirse de su


incredulidad y correr hacia Cristo, porque cómo escapa-
rán si descuidan una salvación tan grande.43 Aquellos de
nosotros que creemos no deberíamos vivir para nosotros

mismos, sino para Aquel quien murió en nuestro lugar.


Como razona el apóstol Pablo: “Porque el amor de Cristo
nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por to-
dos, luego todos murieron; y por todos murió, para que
los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que
murió y resucitó por ellos”.44

Cualquier consideración real del pago que hizo Cristo


por la redención del creyente debe moverlo a inclinarse

en agradecimiento y clamar: “¿Cómo, entonces, debo vi-


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vir?”. Como cristianos, no debemos hacer cosas solo por-


que sean buenas o sensatas o porque conduzcan a una

vida próspera. Debemos hacerlas por Cristo, porque Él

derramó Su sangre por nuestras almas. Esta debe ser la

gran motivación de la vida cristiana y la razón por la que


busquemos conducirnos con reverencia durante nuestro
peregrinaje terrenal.45

SOLO EN JESÚS
Hubiera sido difícil para el apóstol Pablo hacer alguna
mención de la justificación o redención sin incluir que
todo esto es solo en Cristo. En los primeros trece versícu-

los de Efesios, él usa la frase en Cristo o su equivalente


once veces, con el fin de demostrar que todo lo que el
creyente tiene delante de Dios, lo tiene en Cristo. No hay
manera de enfatizar lo suficiente esta verdad o de men-
cionarla con demasiada frecuencia.
Decimos a menudo que Jesús es todo lo que necesita-

mos, pero sería más apropiado decir que Él es todo lo que


tenemos. Fuera de Él, no tenemos parte con Dios.46 La

Escritura testifica que todas las cosas fueron creadas en


Él, por Él y para Él, y lo mismo puede ser dicho de nues-
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tra salvación.47 Que hayamos sido liberados de la cautivi-


dad y que tengamos una correcta relación con Dios es po-

sible solo en Cristo, por Él y para Él. Todo hombre en

este planeta está en Adán y condenado, o en Cristo y jus-

tificado. Un niño puede estar en un hogar piadoso, y un


hombre puede estar en una iglesia bíblica, pero a menos
que ellos estén en Cristo, no tienen esperanza y están sin

Dios en el mundo.48 Solo Cristo es el camino, la verdad y


la vida, y nadie viene al Padre si no es por Él.49 No hay

salvación en nadie más, porque no hay otro nombre bajo


el cielo dado a los hombres en el cual podamos ser sal-
vos.50
Es esta sola verdad la que hace a Cristo precioso para

el creyente, mientras que es “piedra de tropiezo y piedra


que escandaliza” al mundo.51 Para nosotros que creemos,
Cristo es nuestro más grande valor y es digno de nuestra
más alta devoción. Debemos con prontitud renunciar a
cualquier reclamo de mérito personal y señalar a Cristo
con la gozosa afirmación: “Pero lejos esté de mí gloriar-

me, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por


quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”.52

Hacer la más mínima sugerencia de que somos justifica-


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dos por nuestras obras o que le hemos añadido algo a la


obra de Cristo en nuestro favor, debe sernos totalmente

repulsivo. Nos unimos al salmista al declarar: “No a no-

sotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a Tu nombre da

gloria, por Tu misericordia, por Tu verdad”.53


Para quienes rehúsan creer, Jesucristo es el epítome a
la arrogancia e intolerancia. ¿Cómo se atreve Él a parar-

se delante del mundo y afirmar que Él es el único Salva-


dor entre nosotros, especialmente en medio de otros can-

didatos sinceros compitiendo por tal posición? ¿Cómo se


atreve la iglesia a estar en oposición al único absoluto
que queda en la cultura, la creencia de que nadie está
equivocado, excepto quien dice estar en lo correcto?

¿Cómo se atreve el cristiano a creer que su camino es el


único en exclusión de todos los demás? Para un mundo
posmoderno, tal afirmación no es más que una atroz de-
mostración de idiotez e intolerancia.
Por esta razón, el cristianismo siempre ha sido un es-
cándalo para el mundo. Los cristianos primitivos, duran-

te el Imperio Romano, fueron acusados y perseguidos


como si fueran ateos, porque ellos negaban la existencia

de todos los otros dioses y afirmaban su lealtad solo a


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Cristo. El cristiano moderno sigue en la misma tradición


escandalosa, cuando él se levanta solo en Cristo y lo de-

clara como la única esperanza para el mundo. Sin embar-

go, si el mensaje cristiano pierde su exclusividad, deja de

ser cristiano, y deja de ser poder para salvación.

1 Salmos 7:9

2 Deuteronomio 32:4; Job 8:3

3 Salmos 11:7; 5:5

4 Habacuc 1:13

5 Salmos 9:7

6 Salmos 7:11-12

7 Salmos 23:3-5

8 Jeremías 17:9

9 Salmos 58:3; Mateo 15:18-19

10 Romanos 3:24

11 La palabra forense es de la palabra latina forensis, que pertenece al merca-

do o al foro. El término forense denota aquello que pertenece a las cortes o a


los asuntos legales, tal como medicina forense, que aplica hechos médicos a

casos legales.
12 Romanos 4:3; Gálatas 3:6; Santiago 2:23

13 Romanos 11:6

14 1 Juan 5:11

15 Romanos 4:7-8

16 Salmos 50:21

17 1 Corintios 1:30

18 2 Corintios 5:21
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19 Hebreos 4:15

20 Marcos 12:30; Lucas 10:27

21 Mateo 3:17; 17:5; Marcos 1:11; 9:7; Lucas 3:22; 2 Pedro 1:17

22
Efesios 6:16
23
2 Corintios 5:21
24 Isaías 53:6

25 Salmos 22:1; Mateo 27:46; Marcos 15:34; Isaías 53:5

26 Juan 19:30

27 1 Pedro 3:18

28 Romanos 5:1

29 Efesios 2:3; Gálatas 4:5

30 Romanos 5:9

31 1 Tesalonicenses 1:9-10

32 Romanos 3:24

33 Juan 15.25

34 Hebreos 4:15; 2 Corintios 5:21

35 Juan 8:46

36 Filipenses 3:8-9

37 Habacuc 1:13

38 Romanos 11:32 (LBLA)

39 Romanos 6:23; Ezequiel 18:4

40 Efesios 2:4

41 Romanos 5:7-8

42 1 Pedro 1:18-19

43 Hebreos 2:3

44 2 Corintios 5:14-15

45 1 Pedro 1:17-18
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46 1 Juan 5:12

47 Colosenses 1:16 “Porque por Él fueron creadas todas las cosas”. La frase

por Él es derivada de la frase en griego en auto, la cual puede traducirse “en


Él”. Si el significado es “por Él”, esto indica que el Hijo fue el agente o ins-

trumento de la creación. El sentido más probable es “en Él”, e indica que el


Hijo fue la esfera en la cual la creación tuvo lugar. Todas las cosas en el cielo

y en la tierra están relacionadas con Él; todas las cosas directamente se rela-
cionan con Él y se mantienen en relación con Él.
48 Efesios 2:12

49 Juan 14:6

50 Hechos 4:12

51 1 Pedro 2:7-8

52 Gálatas 6:14

53 Salmos 115:1
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CAPÍTULO DIECIOCHO

El dilema divino
A quien Dios exhibió públicamente como propiciación

por Su sangre a través de la fe.

—Romanos 3:25 (NBLH)

Si Romanos 3:23-27 es la acrópolis de la fe cristiana, en-


tonces el versículo 25 es la fortaleza de la ciudad. Este
texto explica la cruz de Cristo como ningún otro. Aquí
podemos ver más allá del velo para descubrir la razón de

la cruz. Aquí podemos conocer la naturaleza de los sufri-


mientos de Cristo. Aquí entendemos lo que debía lograr-
se, y lo que se logró, a través de Su muerte. Es el eslabón
perdido en mucho de la predicación del evangelio en es-
tos días, y la razón por la cual tan pocos, aun dentro del
pueblo de Dios, entienden la cruz.
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Muchos teólogos y predicadores a través de los tiem-


pos estarían de acuerdo que Romanos 3:25 es uno de los

versículos más importantes en toda la Escritura. Esta

opinión nace del hecho que contiene el mismo corazón

del evangelio: Cristo murió como propiciación. Toda la


fe cristiana descansa sobre esta verdad, sin embargo es
desconocida dentro del cristianismo evangélico contem-

poráneo. ¿Cuántos evangélicos han escuchado alguna


vez la palabra propiciación? De aquellos que lo han he-

cho, ¿cuántos entienden su significado o comprenden


algo de su gran trascendencia? Esta falta de conocimien-
to es una acusación contra nuestra época, y demuestra
cuán poco conocemos verdaderamente acerca del evan-

gelio. Un sinnúmero de sermones sobre el evangelio son


predicados, y miles de tratados y libros son escritos cada
año, sin embargo, este texto esencial pocas veces, si algu-
na vez, se encuentra entre ellos. No es sorpresa que haya
tan poco poder en la presentación contemporánea del
evangelio.

UNA EXHIBICIÓN PÚBLICA


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Romanos 3:25 nos dice que Dios “puso” o “exhibió públi-


camente” (NBLH) a Su Hijo como propiciación. La pala-

bra exhibió viene de la palabra griega protithemai, la

cual significa presentar para exponer a la vista pública.

Sobre la cruz del Calvario, Dios literalmente “exhibió a


Su Hijo”.1 En ese preciso momento en la historia, Él le le-
vantó en un madero en el lugar más importante del cen-

tro religioso del universo para que todos lo vieran.2


Aunque no es explícito en la Escritura, sería un error

suponer que Dios podría haber guardado el pecado en un


armario, o que Cristo podría haber muerto de una mane-
ra privada. El hecho de que fuera exhibido públicamente,
ante el mundo, demuestra que Dios tenía la intención de

que Su sufrimiento y muerte fueran instrumentos, o me-


dios, de revelación. A través de la cruz, Dios determinó
revelar a los hombres y a los ángeles ciertas verdades
acerca de Sí mismo que no podían revelarse de otra ma-
nera.3 Es el antiguo testimonio de la iglesia que la cruz de
Jesucristo es la mayor revelación de Dios y de la realidad

misma. La cruz es la palabra final de Dios para el hombre


que explica todo lo que debe explicarse y responde a pre-
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guntas de hace mucho tiempo acerca del propósito y la


obra de Dios entre los hombres.

Está más allá del alcance de este capítulo intentar dar

una visión general de todo lo que revela la cruz de Cristo.

Tomando prestado del lenguaje del apóstol Juan, pode-


mos decir que si todo lo revelado a través de la cruz se re-
gistrara en detalle, ni aun el mundo mismo podría conte-

ner los libros que se escribirían.4 Por lo tanto, debemos


limitarnos al texto y seguir la guía de Pablo. Bajo la guía

directa e infalible del Espíritu Santo, él omite todas las


otras incontables verdades preciosas reveladas a través
de la cruz y señala una de las más grandes del evangelio:
Dios públicamente exhibió a Su Hijo para demostrar que

Él es un Dios justo.5
Al principio, esta verdad no parece extraordinaria o
sorprende a aquellos que han estudiado la Escritura. De
principio a fin, la Escritura testifica que Dios es un Dios
justo, que todas Sus obras son perfectas, y que todos Sus
caminos son justos.6 ¿Por qué entonces debe Dios demos-

trar tanto a los hombres como a los ángeles que Él es jus-


to? ¿Qué ha hecho para poner en duda Su justicia para

que tenga que explicar Sus caminos o defenderse a Sí


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mismo? El apóstol Pablo explica que era necesario que


Dios una vez y para siempre defendiera Su justicia y de-

mostrara Su rectitud, “a causa de haber pasado por alto,

en su paciencia, los pecados pasados”.7 En otras palabras,

Dios vio que era necesario probar Su justicia a los hom-


bres y a los ángeles porque a través de la historia huma-
na Él ha evitado Su juicio de los pecadores y concedido

perdón a los impíos. Aunque estas son buenas noticias


para el hombre pecador, presenta el más grande proble-

ma moral y teológico en las Escrituras: ¿Cómo puede


Dios ser justo y al mismo tiempo contener Su juicio y
ofrecer perdón a aquellos que deberían ser condenados?
¿Cómo puede Dios ser justo pero justificar a la gente im-

pía?

EL DILEMA DIVINO
En la Escritura, el mayor de todos los dilemas está puesto
ante nosotros en casi cada página: ¿Cómo puede un Dios

justo perdonar al impío?


En el último capítulo, nosotros trabajamos extensa-

mente para probar que Dios libremente justifica incluso


al más impío de los hombres que se convierte a Él por la
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fe. Esta verdad es el gozo más grande de la iglesia y el


tema de sus himnos más maravillosos y estimados. Nos

regocijamos con David: “Bienaventurado aquel cuya

transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado”.8

Sin embargo, el problema permanece: ¿cómo puede Dios


ser justo pero perdonar al impío? ¿No debe el Juez de
toda la tierra hacer lo correcto?9 ¿Puede un Dios justo ser

indiferente hacia el pecado u ocultarlo como si nunca hu-


biera sucedido? ¿Puede un Dios santo traer al impío a la

comunión con Él y todavía ser santo?


En el libro de Proverbios, la Escritura plantea una
máxima que parece negar toda posibilidad del perdón de
Dios o justificación de los hombres pecadores. Declara:

“El que justifica al impío, y el que condena al justo,


ambos son igualmente abominación a Jehová”.10 Según
este texto, todo el que justifica a los hombres impíos es
abominación al Señor. La palabra abominación viene de
la palabra hebrea tow`ebah, la cual denota algo que es
abominable, detestable o execrable. ¡Es una de las pala-

bras más fuertes en la Escritura hebrea! La verdad comu-


nicada es que Dios aborrece y detesta toda persona, espe-

cialmente toda autoridad o juez, quien justifica o exone-


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ra a una persona culpable. Sin embargo, ¡este es el mis-


mo tema del mensaje del evangelio! A través de la histo-

ria, Dios ha hecho esta misma cosa. Él ha justificado a los

hombres impíos, perdonado sus obras ilícitas, y cubierto

sus pecados.
Entonces ¿cómo puede Él todavía ser justo? La si-
guiente ilustración puede ayudar a explicar el problema

más claramente: Supón que un hombre retorna a su ho-


gar una noche y encuentra a toda su familia asesinada so-

bre el piso de la sala, y el asesino todavía está de pie junto


a ellos con sangre en sus manos. Supón que el hombre
capturó al agresor y lo entrega a las autoridades con toda
la evidencia en su contra. Supón que el día de la senten-

cia del agresor, el juez hace la siguiente declaración: “Yo


soy un juez muy amoroso, lleno de compasión y miseri-
cordia. Yo, por tanto, te declaro inocente ante este tribu-
nal y libre de cualquier castigo prescrito en la ley”.
¿Cuál sería la respuesta de la víctima a este veredicto?
¿Estaría de acuerdo en que se hizo justicia? ¡Para nada!

Estaría consternado por la justificación del juez a este


hombre malvado, y pediría su remoción inmediata. ¡Le

escribiría a su representante en el congreso, pondría ar-


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tículos en el periódico y trataría de decirle a todo el mun-


do que hay un juez en los tribunales que es mucho más

corrupto y abominable que los mismos criminales que

pone en libertad! Probablemente, todos estaríamos de

acuerdo con su apreciación; sin embargo, ahí reside el


problema. Si nosotros demandamos esta justicia de nues-
tros jueces terrenales, ¿deberíamos esperar menos del

Juez de toda la tierra? Prestando del discurso de Eliú:


“Sí, por cierto, Dios no hará injusticia, y el Omnipotente

no pervertirá el derecho”.11

¿PERDONAR Y OLVIDAR?

Todavía uno podría preguntar, ¿por qué no puede Dios


simplemente olvidar el pecado del hombre y terminar
con esto? La Escritura nos manda a perdonar sin reser-
vas, entonces ¿por qué estaría mal que Dios hiciera lo
mismo? Hay una triple respuesta a esta pregunta.
Primero, Dios no es como nosotros. Él es de un valor

o dignidad infinitamente mayor que toda Su creación


junta. Por tanto, no es solamente correcto, sino también

es necesario para Él buscar Su propia gloria y defenderla.


Dado quien es Él, incluso la más mínima forma de rebe-
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lión es una ofensa grotesca hacia Su persona, un crimen


de alta traición, digna de la más estricta amonestación.

Para Él, permitir que toda ofensa contra Su persona salga

impune sería una doble injusticia. Él le haría injusticia a

Su propia deidad al negarse Él mismo la gloria que legíti-


mamente le pertenece. Él le haría injusticia a Su creación
al permitir que esta negara la misma razón para su pro-

pia existencia (esto es, la gloria de Dios) y corriera apre-


suradamente hacia la futilidad. Si esto es tan difícil para

que el hombre lo acepte, es solo porque tiene en poca es-


tima a Dios.
Segundo, Dios no puede simplemente perdonar el pe-
cado del hombre y listo, porque no hay contradicciones

en Su carácter. Él no puede simplemente negar Su justi-


cia, con tal de manifestar Su amor, al conceder el perdón
al impío. Él debe ser ambas cosas, justo y amoroso, y no
puede ser una a expensas de la otra. Muchos evangelistas
bien intencionados han declarado equivocadamente a las
multitudes perdidas que en vez de ser justo con el hom-

bre pecador, Dios ha determinado ser amoroso. La con-


clusión lógica es que el amor de Dios es injusto o que Él

es capaz de darle la espalda a Su propia justicia en nom-


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bre del amor. Esta declaración revela ignorancia del


evangelio y de los atributos de Dios. La maravilla del

evangelio no es que Dios escoge el amor sobre la justicia,

sino que Él es capaz de seguir siendo justo mientras con-

cede perdón en amor.


Tercera, Dios es el Juez de toda la tierra. Es Su papel
imponer justicia, castigar el mal y defender el derecho.

No sería apropiado para el Juez celestial indultar al mal-


vado más de lo que sería para un juez terrenal indultar al

criminal en un tribunal. Es nuestra queja constante que


nuestro sistema de justicia es corrupto, y nos estremece-
mos cuando criminales convictos son perdonados. ¿De-
beríamos esperar menos justicia de Dios que de nuestros

propios jueces? Es una verdad bien fundamentada que si


la justicia no se hace cumplir, todas las naciones, las gen-
tes y las culturas correrían apresuradamente hacia la
anarquía y destrucción. Si Dios ignorara Su propia justi-
cia, concediera el perdón sin la satisfacción de la justicia,
y dejara sin juicio final al mal, la creación simplemente

no podría soportarlo.

LA PROPICIACIÓN
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Habiendo demostrado la necesidad absoluta de la justicia


de Dios y Su juicio del impío, la pregunta sigue siendo:

“¿Cómo puede Dios ser justo, y a la vez justificar a la gen-

te impía?”. La respuesta se encuentra en una de las pala-

bras más grandes de la Escritura: propiciación. La palabra


se deriva de la palabra latina propicio, la cual significa
“misericordia”. En el Nuevo Testamento, se traduce de

la palabra griega hilastérion, la cual se refiere a una cosa


que propicia, apacigua, aplaca.

El único otro lugar en el Nuevo Testamento donde la


palabra hilastérion ocurre es en el libro de Hebreos donde
se refiere al propiciatorio que cubría el arca del pacto.12
Los querubines cubrían el propiciatorio, y estaba hecho

de oro.13 En la dispensación del Antiguo Testamento, la


presencia de Dios aparecía en una nube sobre el propicia-
torio en el lugar santísimo, y era ahí donde Dios prome-
tió encontrarse con Su pueblo y darles Sus mandamien-
tos.14 Sobre todo, era sobre y delante del propiciatorio
que una vez al año en el Día de Expiación el sumo sacer-

dote rociaba la sangre del macho cabrío siete veces.15 Fue


desde este propiciatorio que Dios pronunció el perdón

sobre Su pueblo y declaró que estaban reconciliados a


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través de la muerte del sacrificio. Es por esta razón que la


cubierta sobre el arca se llama propiciatorio, pues ahí era

donde el pecado se expiaba y se alcanzaba misericordia.

En nuestro texto, la palabra propiciación se refiere es-

pecíficamente al sacrificio de Jesucristo sobre la cruz del


Calvario.16 Explica que la muerte de Jesús quita nuestro
pecado, satisface la justicia divina, y aplaca Su ira. Por-

que Jesucristo una vez y para siempre pagó por los peca-
dos de Su pueblo, Dios puede justamente extender mise-

ricordia al culpable y ser “el justo, y el que justifica al


que es de la fe en Jesús”.17
Según la Escritura, el hombre ha pecado, y la paga del
pecado es muerte.18 Dios es justo, y la culpa no puede per-

donarse hasta que las demandas de Su ley sean satisfe-


chas.19 En el cumplimiento del tiempo, el Hijo de Dios se
hizo hombre y caminó sobre esta tierra en perfecta obe-
diencia a la ley de Dios.20 Al término de Su vida, y de
acuerdo con la voluntad del Padre, Él fue crucificado por
manos de hombres impíos.21 Sobre la cruz, se puso en el

lugar de Su pueblo culpable, y su pecado le fue imputado


a Él.22 Como el que llevó el pecado, Él vino a ser maldito

por Dios, abandonado de Dios, quebrantado bajo el peso


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de Su ira.23 Su muerte pagó la deuda por el pecado, satis-


fizo las demandas de la justicia de Dios, y aplacó Su ira.

De esta manera, Dios resolvió el gran dilema. Él justa-

mente ha castigado los pecados de Su pueblo en la muer-

te de Su único Hijo y por tanto puede sin reservas justifi-


car a todos quienes colocan su esperanza en Él. Nosotros
dedicaremos los próximos capítulos a investigar esta

gran verdad.

1 Exhibir es colocar a la vista pública para que pueda ser visto.

2 Gálatas 4:4

3 Efesios 3:10; 1 Pedro 1:12

4 Juan 21:25

5 La palabra demostrar se deriva de la frase en griego eís éndeixin, literal-

mente: “para demostración” o “para probar”.


6 Deuteronomio 32:4

7 Romanos 3:25

8 Salmos 32:2; Romanos 4:7

9 Génesis 18:25

10 Proverbios 17:15

11 Job 34:12

12 Hebreos 9:5: “y sobre ella los querubines de gloria que cubrían el propicia-

torio [hilastérion]; de las cuales cosas no se puede ahora hablar en detalle”.

Es importante notar que la misma palabra griega se usa también con refe-

rencia al propiciatorio en la Septuaginta (la versión en griego de las Escritu-


ras hebreas).
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13 Éxodo 25:17-18

14 Levítico 16:2; Éxodo 25:22

15 Levítico 16:14-15

16
1 Juan 2:22: “Y Ël es la propiciación [hilasmós] por nuestros pecados; y no
solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”.
17 Romanos 3:26

18 Romanos 3:23; 6:23

19 Proverbios 17:15

20 Gálatas 4:4

21 Hechos 2:23

22 2 Corintios 5:21

23 Gálatas 3:13; Mateo 27:46; Isaías 53:10


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CAPÍTULO DIECINUEVE

Un Redentor calificado
Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros.
—Juan 1:14

A quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en Su


sangre.

—Romanos 3:25

Antes de que nos enfoquemos en un estudio más profun-


do de Cristo como nuestra propiciación, será de ayuda
considerar los requerimientos demandados para desem-
peñar este papel. Para decirlo claramente, la muerte del
sacrificio carece de sentido a menos que el que ofrece su

vida como propiciación esté verdaderamente calificado


para hacerlo. En otras palabras, el valor del acto depende
del carácter de quien lo lleva a cabo. La mayoría de los
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evangélicos, cuando consideran la cruz de Cristo, enfati-


zan lo que Él hizo, y con toda razón; pero a menudo no

enfatizan en quién es Él. Jesús es Dios y hombre, impeca-

ble (sin pecado) y de infinito valor. Si Él no llenara estos

requisitos, entonces Su ofrenda a nuestro favor no ha-


bría logrado nada. Sin embargo, nosotros vemos que Él
era todas estas cosas y mucho más. Por tanto, Jesús esta-

ba excepcionalmente calificado para ofrecer Su vida


como sacrificio expiatorio y ser el Salvador del mundo.1

UNA PALABRA DE PRECAUCIÓN


Debemos ser cautelosos cada vez que hablamos o escribi-

mos acerca de la persona de Jesucristo. No podemos


comprender completamente el misterio del Dios encar-
nado y el papel exacto de Sus naturalezas divina y huma-
na en nuestra redención. Como el apóstol Pablo escribe:
“E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad:
Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu,

visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el


mundo, recibido arriba en gloria”.2

A lo largo de la historia de la iglesia ha habido mu-


chas herejías respecto a la exacta relación entre la natu-
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raleza divina y la humana en la persona de Jesucristo.


Algunas de estas falsas enseñanzas han salido de herejes

que buscaban negar la deidad de Cristo o Su humanidad.

Sin embargo, otras enseñanzas erróneas han salido de

cristianos sinceros que simplemente asumieron sobre sí


mismos la tarea de explicar el asunto y no dejaron espa-
cio para el misterio. Por tanto, debemos esforzarnos en

hablar y escribir con cautela. En este asunto, es mejor de-


cir poco que decir mucho, relegar mucho a la categoría

de misterio en vez de intentar remover todo el misterio


al añadir a la Escritura. Como nos advierte Moisés: “Las
cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las
reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para

siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta


ley”.3

DOS NATURALEZAS Y LA OBRA DE SALVACIÓN


Es el testimonio permanente de la Escritura que solo

Dios es Salvador y que no comparte esta prerrogativa di-


vina con nadie. Hablando a través del profeta Isaías, Dios

declaró: “Yo, Yo Jehová, y fuera de Mí no hay quien sal-


ve”.4 Aun en esta era secular, no hay escasez de dioses y
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salvadores. Sin embargo, contra esta oleada de una gran


variedad de dioses y libertadores, la Escritura se levanta

sola al declarar que la salvación es la obra exclusiva del

único Dios verdadero quien hizo los cielos y la tierra.

Como lo declaró el profeta Jonás desde el vientre del


gran pez: “La salvación es de Jehová”.5 Por ello, atribuir
la obra de la salvación o conceder el título de “Salvador”

a cualquier otro ser que no sea Dios es una gran blasfe-


mia.

Esta verdad bíblica presenta un problema para todo el


que considere las afirmaciones del Nuevo Testamento
con relación a la persona y obra de Jesucristo. A la luz de
lo que sabemos acerca de la salvación como la obra exclu-

siva de Dios, y a la luz de las incontables referencias a Je-


sús como el Salvador, permanecen las siguientes conclu-
siones: Si Jesús es el Salvador, entonces Él es Dios en el
sentido más estricto del término. Si Jesús no es Dios en
el sentido más estricto del término, entonces Él no es el
Salvador.

Aquellos que niegan la deidad de Cristo y aún así re-


claman los beneficios de Su muerte son una gran contra-

dicción. Él no puede salvar si Él no es Dios. Sin embargo,


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si Jesús es verdadera deidad, entonces no hay contradic-


ción cuando el profeta Isaías declara que no hay otro sal-

vador sino Jehová, y el apóstol Pedro proclama que en

ningún otro hay salvación, sino en Jesús.6 Además,

Isaías puede correctamente amonestar a los confines de


la tierra para que se vuelvan a Dios para la salvación, y el
apóstol Pablo puede exclamar que “… todo aquel que in-

vocare el nombre del Señor, será salvo”.7


Para ser el Salvador del mundo era necesario que Je-

sús fuera Dios, aunque es también verdad que la justicia


de Dios requería que el pecado fuera castigado en la mis-
ma naturaleza en la cual se había cometido.8 Por ello, el
que murió tenía que ser un hombre. Era hombre el que

quebrantó la ley de Dios, y era hombre el que debía mo-


rir. Como Dios habló mediante el profeta Ezequiel: “El
alma que pecare, esa morirá”.9 Para que esta alma esté li-
bre de la sentencia justa de Dios, era necesario que otra
alma de semejante naturaleza muriera en su lugar. El es-
critor a los hebreos sostiene esta verdad cuando declara

que es imposible que la sangre de los toros y los machos


cabríos quiten los pecados de la humanidad, siendo esta

de naturaleza superior a aquellos.10 Solamente un hom-


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bre que fuera verdaderamente uno de la raza de Adán po-


día tomar el lugar de la culpa y expiar por su pecado.

La Escritura enseña que Jesús de Nazaret era ese

hombre. El escritor a los hebreos nos dice que puesto que

Él vino a ayudar a los descendientes de Abraham, era ne-


cesario que Él fuera semejante a Sus hermanos en todas
las cosas, y puesto que los hijos participan de carne y

sangre, Él mismo participó de lo mismo.11 Fue por este


motivo que cuando el apóstol Pablo escribió acerca de

Cristo como el único mediador entre Dios y los hombres,


se refirió a Él como “Jesucristo hombre”.12 Para ser el
Salvador del pueblo de Dios, era necesario que el Verbo
se hiciera carne y habitara entre nosotros, y que, “siendo

en forma de Dios”, se hiciera semejante a los hombres.13


¡La famosa declaración de Pilato “Ecce Homo” (“He aquí
el hombre”) es solo otro recordatorio de que Jesús era
ese hombre!14

DOS NATURALEZAS Y LA IRA DE DIOS


Según la Escritura, el poder de la ira e indignación de

Dios está más allá de toda comprensión.15 La tierra mis-


ma tiembla ante Sus juicios, ni siquiera las naciones jun-
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tas pueden sufrir Su indignación.16 No es sin razón que


los hombres más poderosos un día clamarán a las monta-

ñas que caigan sobre ellos para esconderse de Su ira.17 In-

cluso el salmista y los profetas que habitaron en la pre-

sencia de Dios se sobrecogieron ante el poder devastador


de Su furia. Al contemplarla preguntaron: “¿Y quién po-
drá estar en pie delante de Ti cuando se encienda Tu

ira?”.18 “¿Quién permanecerá delante de Su ira? Y ¿quién


quedará en pie en el ardor de Su enojo?”.19 Al no encon-

trar respuesta a sus temerosas reflexiones, solo podían


concluir: “Tú, temible eres Tú”.20
A la luz de lo que sabemos acerca de la ira de Dios, es
correcto concluir que si Jesús de Nazaret hubiera sido

solo hombre o un ser creado, Él nunca podría haber su-


frido la ira de Dios contra los pecados de Su pueblo. Sin
embargo, Él fue capaz de soportarlo hasta el final y re-
gresar victorioso porque Él era Dios en la carne y fue sos-
tenido por Su omnipotencia divina. El Catecismo Mayor
de Westminster (Pregunta 38) coincide con esta noción:

“¿Por qué el Mediador debía ser Dios? Respuesta: hubo


necesidad de que el Mediador fuera Dios para que pudie-
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ra sostener y guardar la naturaleza humana de sucumbir


bajo la ira infinita de Dios y bajo el poder de la muerte”.

A la luz del poder de la ira de Dios, debemos recono-

cer la verdad de la deidad de Cristo, pero debemos ser ex-

tremadamente cuidadosos de no negar o reducir una ver-


dad igualmente esencial: Cristo sufrió la ira del Dios To-
dopoderoso como un hombre. Debemos tener cuidado de

ver eso en la cruz del Calvario, ira real sobre un hombre


real que le causó sufrimiento real de magnitud indescrip-

tible. Aunque la deidad de Cristo le sostuvo, de ninguna


manera mitigó la ira derramada sobre Él. Él sufrió “en su
cuerpo”21 la medida exacta de la ira divina que era nece-
saria para satisfacer la justicia divina y traer paz entre

Dios y Su pueblo. Por esta razón, Él era verdaderamente


un “varón de dolores, experimentado en quebranto”.22

DOS NATURALEZAS Y EL VALOR DEL SACRIFICIO


Los escépticos suelen preguntar: “¿Cómo puede un hom-

bre sufrir en la cruz por unas pocas horas, pagar por los
pecados de una multitud de hombres y salvarlos de una

eternidad de sufrimiento? ¿Cómo puede la vida de un


solo hombre satisfacer la justicia que muchos deben pa-
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gar?”. Una de las doctrinas más bellas de la Escritura en-


cierra la respuesta a estas preguntas: el valor infinito y la

perfecta obediencia del Hijo de Dios.

El que fue clavado sobre la cruz del Calvario fue Dios,

y la vida que Él dio por el bien de Su Pueblo, era de infi-


nito valor. El que estuvo colgado del madero fue un hom-
bre cuya obediencia perfecta a la ley de Dios le dio valor

a Su sacrificio y proveyó la justicia perfecta para que fue-


ra imputada a Su pueblo. Por ello, nosotros contestamos

a la pregunta del escéptico de cómo uno puede pagar por


muchos señalándole a Jesucristo, el que fue capaz de re-
dimir a una multitud casi innumerable de hombres debi-
do a Su valor infinito como Dios y Su perfecta obediencia

como hombre.
Con relación a la deidad de Jesucristo, debemos afir-
mar nuevamente que Él era Dios en el uso más estricto y
completo del término. Y fue esta “plenitud de la deidad”
la que le dio dignidad infinita a Su persona e infinito va-
lor a Su sacrificio.23 El gran reformador ginebrino Fran-

cis Turretin bellamente ilustra esta verdad: “Aunque el


dinero no tiene mayor valor en la mano de un rey que en

la mano de un prisionero, la cabeza y la vida del rey son


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de más valor que la vida de un vil esclavo (como la vida


de David fue estimada de mayor valor que la de la mitad

del ejército israelita, 2 Samuel 18:3). De esta manera, solo

Cristo debe estimarse con un valor mayor que todos los

hombres juntos. La dignidad de una persona infinita en-


gulle y absorbe todos los eternos castigos que merecía-
mos”.24 Y John Newton hace eco a estas palabras cuando

afirma:

Si el Mesías hubiera sido un hombre perfecto y sin


pecado, y nada más, él se hubiera sometido en to-
tal obediencia a la voluntad de Dios, pero lo hubie-
ra hecho solo para Sí mismo. La criatura más exce-
lente y enaltecida no puede exceder a la ley de Su

creación. Como una criatura, él está sujeto a servir


a Dios con todo su ser, y sus obligaciones siempre
serán iguales a sus habilidades. Pero una obedien-
cia aceptable y disponible para otros, para miles y
millones, para quienes voluntariamente la supli-

quen, esta debe estar conectada con una naturale-


za [divina] la cual no necesariamente está sujeta a
ninguna ley.25
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Nuevamente preguntamos: ¿cómo puede la vida de


un solo Hombre satisfacer la justicia divina que muchos

debían satisfacer? ¡Es porque Él era verdaderamente di-

vino y Su vida tenía mucho más valor que las vidas de to-

dos los demás! Imagina por un momento que toda la


creación es colocada en una balanza: las montañas y los
granos de arena, el polvo y las estrellas, los ratones y los

hombres, todo lo que ha sido o será. Entonces imagina


que Cristo pisa el contrapeso. Inmediatamente la escala

se inclina a Su favor, pues su valor sobrepasa infinita-


mente el conjunto de todo lo demás.
Si hubiera habido un hombre sin pecado o un ángel
sin culpa dispuesto a morir, su muerte no habría sido

provechosa contra nuestro pecado. Si toda la miríada de


ángeles ofreciera sus vidas sin mancha sobre ese madero,
su sacrificio no contaría por el pago demandado. Nuestra
salvación requirió de un sacrificio de infinito valor, y
“nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” tiene ese va-
lor.26 ¡Nosotros no hemos sido redimidos con cosas que

perecen como la plata y el oro, sino con la sangre precio-


sa, la sangre de un cordero sin mancha y sin corrupción,

la sangre de Cristo, la misma sangre de Dios!27


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Habiendo demostrado la necesidad de la deidad de


Cristo, lo cual le da dignidad infinita a Su persona y va-

lor infinito a Su sacrificio, nuevamente debemos ser cau-

telosos en no descuidar una verdad igualmente esencial:

Cristo fue un hombre cuya perfecta obediencia a la ley de


Dios le permitió morir por los pecados de Su pueblo e im-
putarle una justicia perfecta.28 Primero, debemos enten-

der que el hombre que murió por los pecados de otros


debe él mismo ser un hombre perfecto y sin pecado. De

lo contrario, su propia vida se perdería, y él estaría bajo


condenación de muerte y castigo eterno por sus fecho-
rías. Por tanto, fue la activa obediencia de Cristo (Su per-
fecta obediencia a la ley de Dios) que hizo Su obediencia

pasiva (la ofrenda de Sí mismo como un sacrificio por los


pecados) aceptable a Dios. Sencillamente, un pecador no
puede ofrecer su vida por los pecados de otro, sino que
está obligado a morir por su propia culpa. Puesto que Je-
sucristo fue un hombre sin pecado, Él pudo ofrecerse a Sí
mismo sin reservas por los pecados de Su pueblo.29

Segundo, debemos entender que la salvación del


hombre requiere más que únicamente la remoción de la

culpa; también demanda la imputación de justicia. Para


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que un hombre esté en paz con Dios, debe ser más que
perdonado o absuelto: debe ser justo delante de Dios. Da-

vid claramente ilustra esta verdad cuando responde a la

vieja pregunta con relación a quién subirá al monte del

Señor y quién estará en Su lugar santo: “El limpio de ma-


nos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a co-
sas vanas, ni jurado con engaño”.30

El único gran requisito para entrar en la presencia de


Dios es justicia; conformidad absoluta a la ley de Dios,

perfecta obediencia sin desviación en el corazón o la con-


ducta. Esta verdad presenta un obstáculo insuperable
para el hombre caído. La Escritura claramente testifica
que ninguno es justo, que todos hemos pecado, que nues-

tro constante fracaso moral ha hecho imposible la justifi-


cación mediante la ley.31 En pocas palabras, somos cria-
turas absolutamente injustas, moralmente en bancarrota
y totalmente descalificados para comparecer ante Dios.
Estamos sin fuerza y sin esperanza en nosotros mismos.32
Las buenas nuevas del evangelio son que Jesús de Na-

zaret vivió una vida de perfecta rectitud delante de Dios.


Cada pensamiento, palabra y hecho se conformaron a la

voluntad de Dios sin la más mínima desviación. Cada


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momento de Su vida, Él amó al Señor Su Dios con todo


Su corazón, alma, mente y fuerza.33 Todo lo que hizo, in-

cluso la más insignificante tarea de comer y beber, lo

hizo para la gloria de Su Dios.34 Por ello, el Padre pudo

siempre testificar de Él: “Este es Mi Hijo amado, en


quien tengo complacencia”.35
Lo que debemos entender es que Cristo no solo murió

por Su pueblo, también vivió una vida perfecta por ellos.


Y esta vida perfecta se le imputa, se coloca en la cuenta, a

todo aquel que cree.36 Es por este motivo que el apóstol


Pablo nos dice que somos “hechos justicia de Dios en
él”.37 Pablo lo explica de la siguiente manera: “Pero aho-
ra, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios,

testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios


por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen
en él. Porque no hay diferencia”.38
Esta amada doctrina de la imputación claramente de-
muestra la relación entre el primer y último Adán.39 El
primer Adán encabezó a su raza. En el Edén, él vivió y

transgredió por él mismo y sus descendientes. Por tanto,


el apóstol Pablo concluye que “por la desobediencia de

un hombre, los muchos fueron constituidos pecadores”,


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y “por la transgresión de aquel uno, murieron los mu-


chos”.40 De manera similar pero mayor, el segundo

Adán, Jesucristo, encabezó a Su pueblo, y no solamente

murió por ellos, sino que además vivió por ellos, de

modo que Su vida perfecta de obediencia pudiera ser im-


putada a ellos como un don por la fe. Por esta razón, el
apóstol Pablo concluye que mediante la obediencia de

uno, muchos son constituidos justos.41


Era necesario que Cristo fuera Dios para que Su dei-

dad le diera valor infinito a Su sacrificio por Su pueblo.


Asimismo, era también necesario que Cristo fuera hom-
bre para que viviera una vida perfecta de obediencia,
muriera en lugar de los pecadores, y luego imputara Su

vida justa a todo aquel que cree.

DOS NATURALEZAS Y UN MEDIADOR APROPIADO


El diccionario Webster define “mediador” como alguien
que está calificado y es capaz de intervenir entre dos par-

tes para reconciliarlas o para que se entiendan entre sí.


Para ser un mediador apropiado entre Dios y el hombre,

era necesario que Jesús de Nazaret fuera Dios y hombre


en una persona. La verdadera humanidad era necesaria
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para que pudiera poner Su mano sobre el hombre para su


salvación y consuelo. La verdadera divinidad se requería

para que pudiera poner Su mano sobre Dios y tratara con

Él. ¿Qué simple criatura podría o intentaría algo así y so-

breviviría? Desde la Escritura, entendemos que el serafín


más poderoso no se atrevería a extender su mano y tocar
al que es fuego consumidor y quien habita en luz inacce-

sible.42 Toma toda la fuerza del serafín simplemente para


estar en la presencia de Dios con la cabeza inclinada y el

rostro cubierto.43 Esta es una prueba más que aunque


nuestro mediador debe ser un hombre, Él debe ser más
que el más poderoso de los ángeles y más grande que to-
dos los seres por Él creados. Él debe ser Dios para que

pueda tratar con Dios en representación nuestra.


Jesús de Nazaret llena ambos requisitos. Él es un
hombre como nosotros en que participó de nuestra carne
y sangre y no se avergüenza de llamarnos hermanos.44
“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue

tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin peca-


do”.45 Al mismo tiempo, Él es el Hijo de Dios, santo, ino-

cente, puro, apartado de los pecadores y exaltado más


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allá de los cielos.46 Después de llevar a cabo la purifica-


ción por nuestros pecados, se sentó a la diestra de la Ma-

jestad en las alturas.47 Por nosotros, Él traspasó los cielos

y puso Su mano en el Todopoderoso.48

Lo que estas pocas páginas describen con relación a la


persona de Cristo no representan ni las bajas colinas en
la base de una cadena montañosa. Sin embargo, el pro-

pósito de decir lo que se ha dicho es instar a los ministros


y laicos a explorar las glorias de la persona de Cristo y

darlas a conocer mediante el evangelio. Siempre debe-


mos recordar y atesorar en nuestros corazones el hecho
de que no somos salvos únicamente por lo que Cristo ha
hecho por nosotros, sino ¡por quien Él fue, es y será eter-

namente!

1 Juan 4:42; 1 Juan 4:14

2 1 Timoteo 3:16

3 Deuteronomio 29:29

4 Isaías 43:11; ver además Oseas 13:4

5 Jonás 2:9

6 Hechos 4:12

7 Isaías 45:22; Romanos 10:13

8 Francis Turretin. Institutes of Elenctic Theology [Instituto de teología

elenctica] Vol. 2. Phillipsburg, N.J.: P&R. 1994:303.


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9 Ezequiel 18:4

10 Hebreos 10:4

11 Hebreos 2:14-17

12
1 Timoteo 2:5
13
Juan 1:1, 14; Filipenses 2:6-8
14 Juan 19:5

15 Salmo 90:11

16 Jeremías 10:10

17 Apocalipsis 6:16

18 Salmo 76:7

19 Nahum 1:6

20 Salmo 76:7

21 1 Pedro 2:24

22 Isaías 53:3, énfasis añadido

23 Dabney escribe: “Si no hubiera habido una naturaleza divina que reflejara

una dignidad infinita sobre Su persona, Su sufrimiento por la maldición del

pecado por unos pocos años no habría sido una satisfacción suficiente para

apaciguar a Dios por los pecados del mundo”. Robert Lewis Dabney. Syste-
matic Theology [Teología sistemática], Edinburgh: Banner of Truth.

1985:201.
24 Turrentin, Elenctic Theology [Teología elenctica] Vol. 2:437.

25 John Newton. The Works of John Newton [Las obras de John Newton]

Vol. 4. Edinburgh: Banner of Truth. 1985:60.


26 Tito 2:13

27 1 Pedro 1:18-19; Hechos 20:28

28 La palabra imputar significa tomar en cuenta o acreditar. Con relación al

creyente, esto significa que la justicia de Cristo (Su obediencia perfecta) se le


toma en cuenta o se le acredita al creyente. En otras palabras, la justicia de
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Cristo se acredita en la cuenta del creyente. Así pues, Dios considera al cre-

yente justo.
29 Hebreos 4:15

30 Salmo 24:4

31
Romanos 3:10, 20-23; Gálatas 2:16
32 Romanos 5:6; Efesios 2:12

33 Marcos 12:30

34 1 Corintios 10:31

35 Mateo 3:17; 17:5

36 Romanos 4:22-24; 5:1

37 2 Corintios 5:21

38 Romanos 3:21-22

39 La Escritura presenta a Adán y a Cristo como el primer y último Adán res-

pectivamente. Ver Romanos 5:14 y 1 Corintios 15:45.


40 Romanos 5:15-19

41 Romanos 5:19

42 Hebreos 12:29; 1 Timoteo 6:16

43 Isaías 6:2-3

44 Hebreos 2:11, 14

45 Hebreos 4:15

46 Hebreos 7:26

47 Hebreos 1:3

48 Hebreos 4:14
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CAPÍTULO VEINTE

La cruz de Jesucristo
Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo:

“Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?” que traducido es: “Dios


Mío, Dios Mío, ¿por qué me has desamparado?”.

—Marcos 15:34

Y Él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de


piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si
quieres, pasa de Mí esta copa; pero no se haga Mi vo-
luntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo

para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más in-


tensamente; y era Su sudor como grandes gotas de
sangre que caían hasta la tierra.

—Lucas 22:41-44

Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consuma-


do es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espí-

ritu.
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—Juan 19:30

Ante nosotros está el capítulo más importante en este li-

bro, o como coincidiría la mayoría de cristianos, el capí-


tulo más importante de la historia humana. Este tema no
puede dividirse en porciones más pequeñas, incluso para

conveniencia del lector. Este es el corazón del evangelio,


y si debemos darnos a esta ardua tarea, ¡es una digna la-
bor!
Uno de los mayores males de la predicación del evan-

gelio contemporáneo es que en raras ocasiones explica la


cruz de Cristo. No es suficiente decir que Él murió: todos
los hombres mueren. No es suficiente decir que murió
noblemente: los mártires hacen lo mismo. Debemos en-
tender que no hemos proclamado completamente la

muerte de Cristo con poder salvífico hasta que no haya-


mos eliminado la confusión que la rodea y explicado su
verdadero significado a nuestros oyentes: Él murió car-

gando sobre Sí mismo las transgresiones de Su pueblo y


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sufrió el castigo por sus pecados. Él fue abandonado por


Dios y quebrantado bajo la ira de Dios en nuestro lugar.

ABANDONADO POR DIOS


Uno de los pasajes más perturbadores, incluso inquietan-
tes, en la Escritura es el registro de Marcos de la pregun-

ta del Mesías mientras colgaba de la cruz romana. A gran


voz, Él clamó: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traduci-

do es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desampara-


do?”.1
En vista de lo que sabemos acerca de la naturaleza im-
pecable del Hijo de Dios y Su perfecta comunión con el

Padre, las palabras del Mesías son difíciles de compren-


der. Pero ellas revelan el significado de la cruz y la razón
por la cual Él murió. El hecho de que Sus palabras estén
registradas en el hebreo original nos dicen algo de su
gran importancia. ¡El autor no quería que malinterpretá-
semos nada!

En estas palabras, Cristo no solo está clamando a


Dios, sino, como el maestro consumado, está orientando

a Sus espectadores y futuros lectores a una de las profe-


cías mesiánicas más importantes del Antiguo Testamen-
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to: el Salmo 22. Aunque todo el salmo abunda con profe-


cías detalladas de la cruz, solo nos ocuparemos de los pri-

meros seis versículos:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desampara-

do? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de


las palabras de mi clamor? Clamo de día, y no res-

pondes; y de noche, y no hay para mí reposo. Pero


Tú eres santo, Tú que habitas entre las alabanzas

de Israel. En Ti esperaron nuestros padres; espera-


ron, y Tú los libraste. Clamaron a Ti, y fueron li-
brados; confiaron en Ti, y no fueron avergonza-
dos. Mas yo soy gusano, y no hombre; oprobio de
los hombres, y despreciado del pueblo.

En los días de Cristo, las Escrituras hebreas no esta-


ban ordenadas en capítulos y versículos como están hoy.
Por eso, cuando un rabí quería dirigir a sus oyentes hacia
un determinado salmo o porción de las Escrituras, él lo
haría recitando las primeras líneas del texto. En este cla-
mor desde la cruz, Jesús nos dirige al Salmo 22 y nos re-
vela algo del carácter y el propósito de Sus sufrimientos.
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En los primeros dos versículos escuchamos la queja


del Mesías: Él se considera abandonado por Dios. Marcos

usa la palabra griega egkataleípo, que significa abando-

nar, desamparar o desertar.2 El salmista usa la palabra

hebrea azab, que significa dejar o abandonar.3 En ambos


casos, la intención es clara. El mismo Mesías sabe que
Dios le ha abandonado y que hace caso omiso de Su cla-

mor. Este no es un abandono o desamparo simbólico o


poético. ¡Es real! Si alguna vez una persona sintió el

abandono de Dios, ¡esa persona fue el Hijo de Dios en la


cruz del Calvario!
En el cuarto y quinto versículos de este salmo, la an-
gustia que sufrió el Mesías se hace mucho más aguda

cuando recuerda el pacto de fidelidad de Dios hacia Su


pueblo. Él declara: “En Ti esperaron nuestros padres;
esperaron, y Tú los libraste. Clamaron a Ti, y fueron li-
brados; confiaron en Ti, y no fueron avergonzados”. La
aparente contradicción es clara. Nunca ha habido un mo-
mento en la historia del pueblo del pacto de Dios que un

hombre justo clamara a Dios y no fuera liberado. Sin em-


bargo, ahora el Mesías sin pecado está colgado de un ma-

dero completamente abandonado. ¿Cuál podría ser la ra-


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zón de la retirada de Dios? ¿Por qué se alejó de Su Hijo


unigénito?

Jesús entrelaza la respuesta a estas inquietantes pre-

guntas en Su queja. En el versículo 3, Él hace la firme de-

claración que Dios es santo, y luego en el versículo 6, Él


admite lo indecible: Él se había hecho un gusano y había
dejado de ser un hombre. ¿Por qué Cristo hablaría de Sí

mismo en términos tan denigrantes y despectivos? ¿Se


veía a Sí mismo como un gusano porque se hizo “oprobio

de los hombres, y despreciado del pueblo” o había una


razón mayor y más terrible para menospreciarse a Sí
mismo?4 Después de todo, Él no clamó: “Dios Mío, Dios
Mío, ¿por qué la gente me ha abandonado?”, sino más

bien Él procura saber la razón por la cual Dios lo había


hecho. La respuesta puede encontrarse en una amarga
verdad: Dios había determinado que toda nuestra iniqui-
dad cayera sobre Él, y como un gusano, fue abandonado
y quebrantado en nuestro lugar.5

UNA SERPIENTE Y UN MACHO CABRÍO

Esta oscura metáfora sobre el Mesías muriendo como un


gusano no es la única que aparece en la Escritura. Hay
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otras que nos llevan mucho más profundo al corazón de


la cruz y nos revelan lo que Él debe sufrir para llevar a

cabo la redención de Su pueblo.6 Si nos estremecemos

con las palabras del salmista, nos impresionará aún más

leer que el Hijo de Dios es también semejante a una ser-


piente levantada en el desierto, y a dos machos cabríos
que llevaban sobre sí los pecados: uno para que fuera sa-

crificado y el otro para que saliera del campamento.


La primera metáfora ocurre en el libro de Números.

Debido a la rebelión casi constante de Israel contra el Se-


ñor y su rechazo a Su bondadosa provisión, Dios envió
“serpientes ardientes” que mordían al pueblo, y muchos
murieron.7 Sin embargo, como resultado del arrepenti-

miento de la gente y la intercesión de Moisés, Dios una


vez más hizo provisión para su salvación. Él ordenó a
Moisés: “Hazte una serpiente ardiente, y ponla sobre una
asta”. Entonces prometió que “cualquiera que fuere mor-
dido y mirare a ella, vivirá”.
A primera vista, parece irracional que “aquello que

sanaba tenía la semejanza de lo que causaba la herida”.8


Sin embargo, provee una imagen poderosa de la cruz.

Los israelitas estaban muriendo por el veneno de las ser-


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pientes. Los hombres mueren debido al veneno de su


propio pecado. Dios ordenó a Moisés que colocara la cau-

sa de la muerte sobre un poste. Dios colocó la causa de

nuestra muerte sobre Su propio Hijo que colgaba de una

cruz. Él vino “en semejanza de carne de pecado”, y fue


hecho pecado por nosotros.9 Los israelitas que creyeran
en Dios y miraran la serpiente de bronce vivirían. El

hombre que cree el testimonio de Dios en cuanto a Su


Hijo y lo mira con fe será salvo.10 Como está escrito: “Mi-

rad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra,


porque Yo soy Dios, y no hay más”.11
El libro sacerdotal de Levítico contiene la segunda
metáfora. Ya que era imposible que una sola ofrenda

ilustrara o tipificara completamente la muerte expiatoria


del Mesías, Dios requirió del pueblo una ofrenda que in-
cluía dos machos cabríos para el sacrificio.12 El primer
macho cabrío debía ser sacrificado como una ofrenda por
el pecado delante del Señor, y su sangre debía esparcirse
sobre el propiciatorio y delante del propiciatorio detrás

del velo en el lugar santísimo.13 Tipifica a Cristo, quien


derramó Su sangre en la cruz para expiar los pecados de

Su pueblo. Es una bella ilustración de la muerte de Cristo


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como propiciación: Él derramó su sangre para satisfacer


la justicia de Dios, apaciguar Su ira, y traer paz. El sumo

sacerdote presentaba el segundo macho cabrío delante

del Señor como el macho cabrío expiatorio.14 El sumo

sacerdote tenía que colocar “sus dos manos sobre la cabe-


za del macho cabrío vivo, y [confesar] sobre él todas las
iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y

todos sus pecados”.15 El sacerdote enviaba al macho ca-


brío al desierto, llevando este sobre sí todas las iniquida-

des de la gente a tierra inhabitada. Allí, vagaría solo,


abandonado por Dios y separado del pueblo de Dios. El
macho cabrío expiatorio tipifica a Cristo, “quien llevó él
mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” y

sufrió y murió solo “fuera del campamento”.16 Es una


hermosa ilustración de la muerte de Cristo como expia-
ción: Él llevó nuestros pecados. El salmista escribió:
“Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de
nosotros nuestras rebeliones”.17

EL MESÍAS ES HECHO PECADO

¿Cómo no asombrarnos que un gusano, una serpiente


venenosa y un macho cabrío sean símbolos de Cristo?
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Identificar al Hijo de Dios con estas cosas desagradables


sería blasfemo si no vinieran del mismo Antiguo Testa-

mento, y no hubieran sido confirmadas por los autores

del Nuevo Testamento, quienes van más allá en su oscu-

ra descripción de Su muerte sacrificial. Guiados por el


Espíritu Santo, ellos nos dicen que el Mesías, quien no
conoció pecado, fue hecho “pecado”; y el que era amado

del Padre fue “hecho […] maldición” delante de Él.18


Todos nosotros hemos escuchado antes estas verda-

des, pero ¿les hemos dado suficiente consideración para


realmente entenderlas y ser quebrantados por ellas? En
la cruz, aquel que es declarado “santo, santo, santo” por
el coro de serafines es “hecho” pecado.19 La travesía por

el significado de esta frase parece demasiado peligrosa.


Nos resistimos a tomar el primer paso. ¿Qué significa
que Aquel en quien “habita corporalmente toda la pleni-
tud de la Deidad” fue hecho pecado?20 No debemos ale-
jarnos de la verdad en un intento por proteger la reputa-
ción del Hijo de Dios, pero debemos ser cautelosos en no

hablar cosas terribles contra Su carácter impecable e in-


mutable. ¿Cómo fue que Él fue hecho pecado? De la Es-

critura concluimos que Cristo fue hecho pecado de la


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misma manera que el creyente “es hecho justicia de


Dios” en Él.21 En su segunda carta a la iglesia en Corinto,

el apóstol Pablo escribe: “Al que no conoció pecado, por

nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuéramos he-

chos justicia de Dios en él”.22


En esta vida presente, el creyente es la “justicia de
Dios”: no a causa de alguna obra de purificación que

afecte su carácter, mediante lo cual llega a ser un ser per-


fectamente justo o sin pecado, sino más bien como resul-

tado de la imputación, por la cual es considerado justo


ante Dios mediante la obra de Cristo a su favor. De la
misma manera, Cristo fue hecho pecado no a causa de al-
guna degeneración moral en Su carácter por la cual Él

realmente se hizo corrupto o injusto, sino como resulta-


do de la imputación que le hizo culpable delante del tro-
no de justicia de Dios en nuestro lugar. En la cruz, Cristo
no se hizo pecaminoso; más bien nuestros pecados le fue-
ron imputados, y Dios lo consideró culpable de nuestros
crímenes, y lo trató con el juicio que nosotros merecía-

mos. Él no se hizo pecado al participar en nuestra co-


rrupción, sino al llevar nuestra culpa. No debemos olvi-

dar que incluso cuando llevó nuestros pecados, Él perma-


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neció como el Cordero de Dios sin mancha y sin contami-


nación, y Su sacrificio fue un aroma fragante a Su Pa-

dre.23

Debemos ser cuidadosos de entender que esta verdad

no subestima el hecho aterrador de que Cristo fuera he-


cho pecado por nosotros. Aunque era una culpa imputa-
da, era una culpa real, trayendo angustia indecible a Su

alma. Él verdaderamente se presentó en nuestro lugar,


llevó nuestro pecado, cargó nuestra culpa, y experimen-

tó la medida completa de la ira de Dios que nuestro peca-


do merecía.
El gran contraste entre lo que Él ciertamente era y lo
que Él “fue hecho” revela mucho más acerca de la agonía

que Cristo experimentó. Es terrible para el pecador reco-


nocer su propio pecado y sentir el peso de su propia cul-
pa. Es otra cosa muy distinta para “[Aquel] que no cono-
ció pecado” cargar la inmundicia que era totalmente aje-
na a Él y sentir la culpa de una multitud incontable de
pecadores. Es un terror indescriptible para el pecador ser

tratado como culpable ante el tribunal de Dios, pero es


otra cosa muy diferente para Él, que es “santo, inocente,

inmaculado y apartado de los pecadores”, ser tratado de


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tal manera.24 Es una cosa para el pecador ser condenado


por Dios, con quien no mantiene relación y por quien no

tiene afecto. Es otra cosa muy distinta para el amado

Hijo de Dios ser juzgado y condenado por Su propio Pa-

dre, con quien ha compartido la más íntima comunión


por la eternidad y a quien ama más allá de toda defini-
ción y medida.

EL MESÍAS ES HECHO MALDICIÓN


Que Cristo fue hecho pecado es una verdad tan terrible
como incomprensible, pero apenas cuando pensamos
que ya no hay palabras más oscuras que puedan pronun-

ciarse en contra suya, el apóstol Pablo enciende una lám-


para y nos lleva mucho más abajo del abismo de la humi-
llación y el abandono de Cristo. Entramos en la caverna
más profunda para encontrar al Hijo de Dios colgado de
la cruz y llevando sobre Sí el título más infame: “¡Maldi-
to de Dios!”.

La Escritura declara que toda la humanidad está bajo


la maldición de Dios por violar los preceptos de la ley di-

vina. Como escribe el apóstol Pablo a la iglesia en Gala-


cia: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas
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las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”.25 La


palabra maldito viene de la palabra griega katára, la cual

denota execración, imprecación o maldición. En el Nue-

vo Testamento, se refiere al estado de estar bajo la desa-

probación o reprobación divina que lleva a juicio y con-


denación. La maldición divina es el antónimo de la ben-
dición divina; por tanto, al usar las bienaventuranzas

como nuestro estándar, podemos aprender algo de lo que


significa estar bajo la maldición de Dios.

Los bienaventurados tienen entrada al reino de los


cielos. A los malditos se les niega la entrada.Los
bienaventurados reciben el consuelo divino. Los
malditos son objeto de la ira divina.Los bienaven-

turados reciben la tierra por herencia. Los maldi-


tos son cortados de ella.Los bienaventurados son
saciados. Los malditos son miserables y desdicha-
dos.Los bienaventurados reciben misericordia.
Los malditos son condenados sin misericordia.Los

bienaventurados verán a Dios. Los malditos son


echados de Su presencia.Los bienaventurados son
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hijos e hijas de Dios. Los malditos son repudiados


en deshonra.26

Desde la perspectiva del cielo, aquellos que quebran-


tan la ley de Dios son viles y dignos de aborrecimiento.

Desdichados y justamente expuestos a la venganza divina


y entregados a la destrucción eterna. No es una exagera-

ción decir que la última cosa que el pecador maldito de-


bería escuchar y escuchará cuando dé su primer paso ha-

cia el infierno es a toda la creación de pie aplaudiendo a


Dios porque se ha deshecho de él. Tal es la vileza de los
que quebrantan la ley de Dios, y tal es el desdén de lo
santo hacia lo impío.
Este lenguaje es una ofensa flagrante al mundo y a

muchos en la comunidad evangélica contemporánea. No


obstante, es lenguaje bíblico y debe decirse. Si por asun-
tos de etiqueta nos rehusamos a explicar e ilustrar los di-
chos difíciles de la Escritura, entonces Dios no será con-
siderado santo, los hombres no entenderán su terrible

condición, y el precio que Cristo pagó jamás será calcula-


do o apreciado. A menos que comprendamos lo que sig-
nifica para el hombre estar bajo la maldición divina,
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nunca comprenderemos lo que significó para Cristo ser


“hecho por nosotros maldición”. ¡Nunca comprendere-

mos totalmente el horror y la belleza de lo que Él hizo

por nosotros sobre ese madero! “Cristo nos redimió de la

maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (por-


que está escrito: Maldito todo el que es colgado en un
madero)”.27

La verdad transmitida en Gálatas 3:10 es lo que hizo a


Jesucristo y Su evangelio un escándalo para los judíos

del primer siglo. Ellos estaban familiarizados con la te-


rrible verdad de la Escritura que dice: “maldito por Dios
es el colgado”.28 ¿Cómo podía entonces el Mesías ser el
Libertador y el Rey de Israel y morir de manera tan de-

gradante y acusado de tal forma? Tal idea era más que un


escándalo: ¡era blasfemia! Sin embargo, los judíos no
comprendieron que este era un “intercambio de la mal-
dición” y que era necesario para el Cristo ser hecho lo
que eran ellos para redimirlos de lo que merecían.29 Él se
hizo gusano y no hombre, la serpiente levantada en el

desierto y el macho cabrío enviado a tierra inhabitada; el


cargó sobre Sí el pecado y sobre Él cayó la maldición de

Dios. ¡Y lo hizo todo en lugar de Su pueblo!


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En Deuteronomio 27-28, Dios dividió la nación de Is-


rael en dos campamentos separados, puso uno sobre el

monte Gerizim y el otro sobre el monte Ebal. Los que es-

taban sobre el monte Gerizim pronunciarían las bendi-

ciones que vendrían sobre aquellos que diligentemente


obedecieran al Señor Su Dios.30 Los que estaban sobre el
monte Ebal pronunciarían las maldiciones que vendrían

sobre aquellos que no obedecieran.31 Aunque Cristo tenía


el derecho a las bendiciones de Gerizim, fue desde el

monte Ebal que Su propio Padre se pronunció con voz de


trueno contra Él cuando estaba colgado del madero. Des-
de detrás de las puertas cerradas del cielo, el Padre humi-
lló a Su único Hijo con todos los terrores que deberían

caer sobre aquellos por quienes Él murió. Cuando levan-


tó Sus ojos al cielo para encontrar el rostro de Dios, Su
Padre le dio la espalda. Cuando Él clamó: “Dios Mío, Dios
Mío, ¿por qué me has desamparado?”, Su Padre, como
Su juez, replicó: “El Señor, el Señor tu Dios, te conde-
na”.32 Cristo llevó las maldiciones de Deuteronomio 28

por Su pueblo.
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Y Jehová enviará contra ti la maldición, quebran-


to y asombro

[…] hasta que seas destruido, y perezcas.33

Jehová te herirá con locura, ceguera y turbación

de espíritu;
y palparás a mediodía como palpa el ciego en la os-
curidad

[…] y no habrá quien te salve.34


[…] así se gozará Jehová en arruinaros y en des-

truiros.35
Maldito serás tú en la ciudad, y maldito en el cam-
po.36
Maldito serás en tu entrada, y maldito en tu sali-

da.37
Y los cielos que están sobre tu cabeza serán de
bronce,y la tierra que está debajo de ti, de hierro.38
Y serás motivo de horror, y servirás de refrán y de
burla a todos los pueblos a los cuales te llevará
Jehová.39

Y vendrán sobre ti todas estas maldiciones, y te


perseguirán,

y te alcanzarán hasta que perezcas;


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por cuanto no habrás atendido a la voz de Jehová


tu Dios,

para guardar sus mandamientos y sus estatutos,

que él te mandó.40

Como Cristo cargó sobre sí nuestro pecado, Él fue


maldito como un hombre que hace un ídolo y lo levanta

en secreto.41 Él fue maldito como uno que deshonra a su


padre y madre, mueve los límites del campo de su próji-

mo, o engaña al ciego en el camino.42 Él fue maldito


como uno que distorsiona la justicia debida al extranjero,
huérfano o viuda.43 Él fue maldito como uno que es cul-
pable de toda forma de inmoralidad y perversión, que
hiere a su prójimo en secreto, o acepta soborno para qui-

tar la vida al inocente.44 Él fue maldito como uno que no


confirma las palabras de la ley para hacerlas.45 El sabio
de Proverbios escribió: “Como el gorrión en su vagar, y
como la golondrina en su vuelo, así la maldición nunca
vendrá sin causa”.46 Sin embargo, la maldición vino con

causa sobre el vástago, y esto no por alguna falla en Su


carácter o error en Sus hechos, sino porque cargó sobre
Sí los pecados de Su pueblo y llevó su iniquidad ante el
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tribunal de justicia de Dios.47 Allí se presentó descubier-


to, desprotegido, vulnerable a toda repercusión del juicio

divino. David clamó: “Bienaventurado aquel cuya trans-

gresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Biena-

venturado el hombre a quien Jehová no culpa de iniqui-


dad, y en cuyo espíritu no hay engaño”.48 Sin embargo,
en la cruz el pecado imputado a Cristo fue expuesto ante

Dios y el ejército de los cielos. Él fue humillado delante


de los hombres y hecho espectáculo delante de los ánge-

les y los demonios.49 Las transgresiones que cargó no le


fueron perdonadas, y los pecados que llevó no fueron cu-
biertos. Si un hombre es considerado bienaventurado
porque su iniquidad no le es imputada, entonces Cristo

fue maldito más allá de toda medida porque la iniquidad


de todos nosotros cayó sobre Él.50 Por esto, Él fue tratado
como aquel que quebranta el pacto, según las palabras
del pacto que Jehová celebró con los hijos de Israel en
Moab:

No querrá Jehová perdonarlo, sino que entonces


humeará la ira de Jehová y Su celo sobre el tal
hombre, y se asentará sobre él toda maldición es-
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crita en este libro, y Jehová borrará su nombre de


debajo del cielo; y lo apartará Jehová de todas las

tribus de Israel para mal, conforme a todas las

maldiciones del pacto escrito en este libro de la

ley.51

En el Calvario, el Mesías soportó toda adversidad, y

toda maldición escrita en el libro de la ley cayó sobre Él.


En esta semilla de Abraham, todas las familias de la tie-

rra son benditas, pero solamente porque Él fue maldito


más que cualquier hombre que alguna vez caminó sobre
la tierra.52 El libro de Números contiene una de las más
hermosas promesas de bendición que alguna vez Dios ha
dado al hombre. Se refiere a la bendición aarónica o

sacerdotal: “Jehová te bendiga, y te guarde; Jehová haga


resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericor-
dia; Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz”.53
Aunque bellísima, esta bendición presenta un gran pro-
blema teológico y moral. ¿Cómo puede un Dios justo

conceder esta bendición a gente pecadora sin comprome-


ter Su justicia? Nuevamente encontramos la respuesta
en la cruz. El pecador puede ser bendito solamente por-
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que el Santo y Justo fue maldito.54 Cada bendición de


Dios que alguna vez ha sido concedida o será concedida a

Su pueblo es solamente porque en el madero Cristo reci-

bió lo opuesto a esta bendición sacerdotal.55 A nosotros

se nos dice: “Jehová te bendiga” solamente porque a Él


se le dijo: “El Señor te maldice y te entrega a la destruc-
ción; el Señor te quita la luz de Su presencia y te conde-

na; el Señor esconde Su rostro y te llena de miseria”.


El salmista describe a los bienaventurados como

aquellos llenos de gozo y alegría en la presencia de Dios,


quienes saben aclamarle y caminan a la luz de Su ros-
tro.56 Por nuestro bien, Cristo fue entristecido con la au-
sencia del Padre, conoció el sonido de la trompeta del jui-

cio, y soportó en la oscuridad el enojo atroz de Dios. De-


bido a la fatídica decisión de Adán, la corrupción y la va-
nidad esclavizaron a toda la creación que gime bajo la
maldición.57 Para liberar a la creación, el último Adán
tomó sobre Sí mismo los pecados de Su pueblo y gimió
bajo el terrible yugo: “Cristo nos redimió de la maldición

de la ley, hecho por nosotros maldición”.58


Es la tragedia más grande que el verdadero significa-

do del “clamor de Cristo en la cruz” se haya perdido en


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un cliché romántico. No es inusual escuchar a un predi-


cador declarar que el Padre se apartó de Su Hijo porque

no podía soportar el sufrimiento infligido a Él por manos

de hombres impíos. Como hemos aprendido, estas inter-

pretaciones son una completa distorsión del texto y de lo


que realmente ocurrió en la cruz. El Padre no se apartó
de Su Hijo porque le faltara la entereza de presenciar Sus

sufrimientos, sino porque “al que no conoció pecado, por


nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuéramos he-

chos justicia de Dios en él”.59 Él cargó nuestros pecados


sobre Él y se apartó, pues sus ojos son demasiado puros
como para aprobar el mal y no puede ver al impío con
agrado.60

Hay una buena razón por la cual muchos tratados que


presentan el evangelio muestran la imagen de un abismo
infinito o separación entre un Dios santo y el hombre pe-
cador. La Escritura coincide con esta ilustración. Como
clamaba el profeta Isaías: “He aquí que no se ha acortado
la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído

para oír”.61 Según este texto, y muchos otros, todos los


hombres deben vivir y morir separados de la presencia

favorable de Dios y bajo ira divina. Por esta razón, el Hijo


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de Dios se presentó en nuestro lugar, cargó nuestro peca-


do, y fue “abandonado de Dios”. Para que la brecha se ce-

rrara y la comunión fuera restaurada, “¿no era necesario

que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su

gloria?”.62

CRISTO SUFRIÓ LA IRA DE DIOS


Para obtener la salvación de Su pueblo, Cristo sufrió el

terrible abandono de Dios, bebió la copa amarga de la ira


de Dios, y murió una muerte violenta en lugar de Su pue-
blo. Solo entonces la justicia divina podía ser satisfecha,
la ira de Dios aplacada y la reconciliación hecha posible.

En el huerto, Cristo oró tres veces para que la copa


fuera removida de Él, pero cada vez Su voluntad se some-
tió a la del Padre.63 Debemos preguntarnos, ¿qué había
en la copa que le motivó a orar tan fervientemente?
¿Qué cosa terrible contenía que le ocasionó tal angustia
que Su sudor estaba mezclado con sangre?64

Suele decirse que la copa representa la cruel cruz ro-


mana y la tortura física que le esperaba: que Cristo pre-

vió los azotes en Su espalda, la corona de espinas perfo-


rando Su frente, y los burdos clavos atravesando Sus ma-
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nos y pies. Sin embargo, aquellos que creen que estas co-
sas son la fuente de Su angustia no entienden la cruz o lo

que sucedió allí. Aunque las torturas que se acumularon

sobre Él, infligidas por manos de hombres, eran parte del

plan de redención de Dios, hubo algo mucho más omino-


so que provocó Su grito por la liberación.
En los primeros siglos de la iglesia primitiva, miles de

cristianos murieron crucificados. Se dice que Nerón los


sacrificaba con la cabeza hacia abajo, cubiertos con brea,

y los encendía para proveer alumbrado para la ciudad de


Roma. Desde entonces, una oleada de cristianos ha expe-
rimentado las torturas más indecibles, pero es el testi-
monio del amigo y del enemigo que muchos enfrentaron

la muerte con gran valentía. ¿Hemos de creer que los se-


guidores del Mesías enfrentaron muertes físicamente
crueles con gozo indescriptible mientras el capitán de su
salvación se acobardó en un huerto, temiendo la misma
tortura?65 ¿Se sintió amedrentado el Cristo de Dios por
los azotes y las espinas, las cruces y las lanzas? ¿O la copa

representaba un terror infinitamente superior a la ma-


yor crueldad de los hombres?
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Para entender el contenido ominoso de la copa, debe-


mos remitirnos a la Escritura. Hay dos pasajes en par-

ticular que debemos considerar, uno de los Salmos y otro

de los Profetas: “Porque el cáliz está en la mano de Jeho-

vá, y el vino está fermentado, lleno de mistura; y él de-


rrama del mismo; hasta el fondo lo apurarán, y lo bebe-
rán todos los impíos de la tierra”.66 Y, “Porque así me

dijo Jehová Dios de Israel: Toma de mi mano la copa del


vino de este furor, y da a beber de él a todas las naciones

a las cuales Yo te envío. Y beberán, y temblarán y enlo-


quecerán, a causa de la espada que Yo envío entre
ellas”.67
Debido a la incesante rebelión del impío, la justicia de

Dios ha decretado juicio en su contra. Él con toda razón


derramará Su indignación sobre las naciones. Él pone la
copa del vino de Su ira en sus bocas y los obliga a beber
hasta el final.68 El simple pensamiento de que ese destino
le espera al mundo es absolutamente aterrador, sin em-
bargo, este habría sido el destino de todos, excepto que la

misericordia de Dios procuró la salvación del pueblo, y la


sabiduría de Dios desarrolló un plan de redención aun

antes de la fundación del mundo.69 El Hijo de Dios se ha-


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ría hombre y caminaría sobre la tierra en perfecta obe-


diencia a la ley de Dios. Él sería como nosotros en todas

las cosas, tentado en todo como nosotros, pero sin peca-

do.70 Él viviría una vida totalmente justa para la gloria de

Dios y para el beneficio de Su pueblo. Entonces, en el


tiempo señalado, Él sería crucificado por manos de hom-
bres impíos, y en esa cruz Él cargaría sobre Sí la culpa de

Su pueblo y sufriría la ira de Dios contra ellos. El verda-


dero Hijo de Adán, quien es además el verdadero Hijo de

Dios, tomaría la copa amarga de la ira de la misma mano


de Dios y la bebería hasta el final. La tomaría hasta decir:
consumado es, y la justicia de Dios sería completamente
satisfecha.71 La ira divina que debería haber sido derra-

mada sobre nosotros sería agotada sobre el Hijo, y por Él,


sería extinguida.
Imagina una inmensa represa que está llena hasta el
borde y ejerciendo una gran presión contra el peso detrás
de la misma. De repente, las paredes se rompen y el po-
der destructor masivo del aluvión de agua se desata. Con

certeza la destrucción corre hacia un pequeño poblado


en el valle cercano, pero de pronto el suelo se abre y se

traga el agua que de otra manera se hubiera llevado todo


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lo que estaba a su paso. De manera similar, el juicio de


Dios estaba corriendo con toda razón hacia cada hombre.

El escape no podía encontrarse en el monte más alto o el

abismo más profundo. El más rápido de los corredores

no podía escapar ni el más fuerte de los nadadores podía


soportar el torrente. La represa se abrió y nada podía re-
parar su ruina. Pero cuando toda esperanza humana es-

taba agotada, en el tiempo preciso, el Hijo de Dios se in-


terpuso entre la justicia divina y Su pueblo. Él bebió la

ira que nosotros habíamos encendido y el castigo que no-


sotros merecíamos. Cuando Él murió, ni una gota del
aluvión de agua quedó. ¡Él la bebió toda por nosotros!
Imagina dos piedras de molino, una girando encima

de la otra. Imagina que un solo grano de trigo está atra-


pado entre las dos piedras y es prensado por el gran peso.
Primero, las piedras trillan la cáscara, luego sus partes
internas son molidas y hechas polvo. No hay esperanza
de recuperarlo o reconstruirlo. Todo está perdido y más
allá de reparación. De manera similar, le complació al

Señor quebrantar a Su único Hijo y sujetarlo a sufri-


miento.72 Así pues, le complació al Hijo someterse a tal
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sufrimiento para que Dios fuera glorificado y Su pueblo


redimido.

No deberíamos pensar que Dios encontró algún delei-

te en el sufrimiento de Su amado Hijo, pero mediante Su

muerte, se cumplió la voluntad de Dios. No hay otro me-


dio que tenga el poder de anular el pecado, satisfacer la
justicia divina y apaciguar la ira divina en contra nues-

tra. A menos que el grano divino de trigo hubiera caído


al suelo y muerto, habría quedado solo sin un pueblo o

una novia.73 El deleite no se encontró en el sufrimiento,


sino en todo lo que el sufrimiento lograría: Dios se reve-
laría en una gloria aún desconocida a los hombres y a los
ángeles, y un pueblo sería llevado a una comunión sin

impedimentos con su Dios.


El amado escritor puritano John Flavel escribió una
vez un diálogo entre el Padre y el Hijo en relación a la hu-
manidad caída y el gran precio que se requeriría para ob-
tener su redención. Vamos a suponer las palabras que
dijo el Padre cuando hacía el trato con Cristo por ti:

PADRE: Hijo mío, aquí hay una compañía de pobres


almas miserables que se han destruido a sí mis-
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mas totalmente, y ahora se encuentran a la dis-


posición de Mi justicia. La justicia demanda sa-

tisfacción de su parte, o se satisfará ella misma

en su eterna perdición. ¿Qué se hará por estas

almas?
HIJO: Oh Padre mío, tal es Mi amor y compasión
por ellos que en lugar de que perezcan eterna-

mente Yo me haré responsable por ellos como


su Garante; tráeme todas sus deudas para que

vea lo que te deben; Señor, tráelas todas para


que no haya ningún ajuste de cuentas en el fu-
turo; de Mi mano toma lo que demandas. Antes
bien escojo sufrir la ira que deberían ellos su-

frir: sobre Mí, Padre, sobre Mí sea toda su deu-


da.
PADRE: Pero, Hijo Mío, si te comprometes por ellos,
debes pagarlo todo, hasta el último centavo. No
esperes reducciones; si a ellos los perdono, a Ti
no te perdonaré.

HIJO: Estoy conforme Padre, que así sea; todo pon-


lo en Mi cuenta, Yo soy capaz de pagarla: y

aunque esto de alguna forma me arruinara,


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aunque redujera todas Mis riquezas, aunque


vaciara todos Mis tesoros, ¡aún estoy contento

de comprometerme!74

Algunas veces la gente piensa e incluso predica que el

Padre miró hacia abajo desde el cielo, presenció el sufri-


miento que se había acumulado sobre Su Hijo por manos

de hombres, y contó esa aflicción como pago por nues-


tros pecados. Esto es herejía de la peor clase. Cristo satis-

fizo la justicia divina no solamente al soportar la aflic-


ción de los hombres sino al soportar la ira de Dios. Toma
más que las cruces, los clavos, las coronas de espinas, y
las lanzas para pagar por el pecado. El creyente es salvo,
no simplemente a causa de lo que los hombres le hicie-

ron a Cristo en la cruz, sino a causa de lo que Dios le hizo


a Él: Le quebrantó bajo todo el rigor de Su ira contra no-
sotros.75 Raras veces nuestra predicación del evangelio
plantea esta verdad con suficiente claridad.

DIOS PROVEERÁ
En una de las narrativas épicas del Antiguo Testamento,
Dios ordena al patriarca Abraham llevar a su hijo Isaac al
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monte Moriah para sacrificarlo ahí. “Y dijo: Toma ahora


tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Mo-

riah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los mon-

tes que Yo te diré” (énfasis añadido).76

¡Qué carga la que llevaba Abraham! No podemos ni


imaginarnos la tristeza que llenaba el corazón del ancia-
no y que le torturó durante cada paso en el camino. La

Escritura es cautelosa en decirnos que se le mandó ofre-


cer “su hijo, su único hijo, Isaac, a quien amaba”. La pre-

cisión del lenguaje parece diseñada para llamar nuestra


atención y hacernos pensar que las palabras quieren de-
cir mucho más que lo que a primera vista parece. ¡Este
hombre y este muchacho son simplemente tipos, o som-

bras, de un Padre más grande, un Hijo más grande, y un


sacrificio más grande!
Al tercer día, los dos llegaron al lugar señalado, y el
padre ató a su amado hijo con sus propias manos. Por úl-
timo, en obediencia a lo que debía hacerse, colocó su
mano sobre la frente del muchacho y “tomó el cuchillo

para degollar a su hijo”.77 En ese momento, la misericor-


dia de Dios intervino, y la mano del anciano se detuvo.

Dios lo llamó desde el cielo y dijo: “Abraham, Abraham…


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No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas


nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no

me rehusaste tu hijo, tu único”.78

Al sonido de la voz del Señor, Abraham levantó sus

ojos y encontró a un carnero trabado en un zarzal por sus


cuernos. Él tomó al carnero y lo ofreció en lugar de su
hijo.79 Entonces, Abraham llamó aquel lugar YHWH-jireh

o “Jehová proveerá”. Así pues, es un dicho fiel que per-


manece hasta hoy: “En el monte de Jehová será provis-

to”.80
El telón se cierra al aproximarse a su fin este momen-
to épico en la historia. No solo Abraham sino todos los
demás que han escuchado esta narración respiran alivia-

dos porque el muchacho es librado. Pensamos: “qué final


más hermoso”, pero este no es un final, ¡es un simple in-
termedio!
Dos mil años más tarde, el telón se abre nuevamente.
El trasfondo es oscuro y ominoso. El Hijo de Dios está en
el centro del escenario en el monte Calvario. Él está ata-

do a la voluntad del Padre por una obediencia que de-


muestra amor. Está colgado de un madero cargando so-

bre Sí el pecado de Su pueblo. Está maldito, traicionado


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por Su creación y abandonado de Dios.81 Entonces el es-


peluznante trueno de la ira de Dios rompe el silencio. El

Padre toma el cuchillo, extiende Su brazo, y mata a “Su

Hijo, Su único Hijo, a quien ama”, cumpliendo las pala-

bras de Isaías el profeta: “Ciertamente llevó él nuestras


enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le
tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas

él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nues-


tros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por

su llaga fuimos nosotros curados… Con todo eso, Jehová


quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento”.82
El telón se cierra sobre el Hijo muerto, el Mesías cru-
cificado, con el propósito de abrirse a una nueva escena

para los pecadores dignos del infierno. A diferencia del


registro de Isaac, no hay un carnero que muera en Su lu-
gar. Él es el Cordero que murió por los pecados del mun-
do.83 Él es la provisión de Dios para la redención de Su
pueblo. Él es el cumplimiento del cual Isaac y el carnero
eran solamente un anuncio. En Él, ese terrible lugar lla-

mado Gólgota tiene ahora un nuevo nombre: YHWH-ji-


reh o “Jehová proveerá”. Así pues, es un dicho fiel que
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permanece hasta hoy: “En el monte de Jehová será pro-


visto”.84

El Calvario es el monte, y la salvación es la provisión.

Dios una vez lo llamó desde el cielo y dijo: “Abraham,

Abraham… ya conozco que temes a Dios, por cuanto no


me rehusaste tu hijo, tu único”.85 Aquellos de nosotros
que creemos clamamos a Dios con una prosa similar:

“Dios, mi Dios, ahora sé que me amas porque no has re-


tenido a Tu Hijo, Tu único Hijo, a quien amas, por mí”.86

El Mesías está muerto, pero todavía no es el final.


¡Una escena más queda… una resurrección y una gran
coronación!

1 Marcos 15:34

2 Marcos 15:34

3 Salmos 22:1

4 Salmos 22:6

5 Isaías 53:5-6

6 Lucas 24:26

7 Números 21:5-9

8 Matthew Henry. Matthew Henry´s Commentary on the Whole Bible [Co-

mentario de Matthew Henry de toda la Biblia] Vol. 1. Peabody, Mass.: Hen-

drickson, 1991:665.
9 Romanos 8:3; 2 Corintios 5:21

10 1 Juan 5:10-11
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11 Isaías 45:22

12 Levítico 16:5-10

13 Levítico 16:9, 15, 20

14
Levítico 16:10
15
Levítico 16:21
16 1 Pedro 2:24; Hebreos 13:11-12 (NBLH)

17 Salmos 103:12

18 2 Corintios 5:21; Gálatas 3:13

19 Isaías 6:2-3

20 Colosenses 2:9

21 Le debo este pensamiento a Juan Calvino y su comentario de 2 Corintios

5:21
22 2 Corintios 5:21’

23’’ 1 Pedro 1:19; Efesios 5:2’

24 Hebreos 7:26

25 Gálatas 3:10; Deuteronomio 27:26

26 Paráfrasis de Mateo 5:3-12

27 Gálatas 3:13

28 Deuteronomio 21:23

29 Richard N. Longenecker. Galatians [Gálatas], vol. 41 of Word Biblical

Commentary [Comentario de palabras bíblicas]. Waco, Tex.: Word Books.

1990:122-23.
30 Deuteronomio 28:1

31 Deuteronomio 28:15

32 Le debo este pensamiento a R. C. Sproul y su sermón sobre Gálatas 3:13

predicado en la Conferencia “Together for the Gospel”. 2008.


33 Deuteronomio 28:20

34 Deuteronomio 28:28-29
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35 Deuteronomio 28:63

36 Deuteronomio 28:16

37 Deuteronomio 28:19

38
Deuteronomio 28:23
39
Deuteronomio 28:37
40 Deuteronomio 28:45

41 Deuteronomio 27:15

42 Deuteronomio 27:16-18

43 Deuteronomio 27:19

44 Deuteronomio 27:20-25

45 Deuteronomio 27:26

46 Proverbios 26:2

47 Isaías 11:1

48 Salmos 32:1-2

49 Romanos 3:25: “exhibido públicamente”.

50 Isaías 53:6

51 Deuteronomio 29:20-21

52 Génesis 12:3

53 Números 6:24-26

54 Hechos 3:14

55 Números 6:22-27. Le debo este pensamiento a R. C. Sproul y su sermón

sobre Gálatas 3:13 predicado en la Conferencia “Juntos por el evangelio”.

2008.
56 Salmos 21:6; 89:15

57 Romanos 8:20-22

58 Gálatas 3:13

59 2 Corintios 5:21

60 Isaías 53:6; Habacuc 1:13


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61 Isaías 59:1

62 Lucas 24:26

63 Lucas 22:44

64
Lucas 22:44
65
Hebreos 2:10
66 Salmos 75:8

67 Jeremías 25:15-16

68 Incluyendo el poso o residuo que queda en la botella de vino.

69 Mateo 25:34; Efesios 1:4; 1 Pedro 1:20; Apocalipsis 13:8; 17:8

70 Hebreos 2:17; 4:15

71 Juan 19:30

72 Isaías 53:10

73 Juan 12:24

74 John Flavel, The Fountain of Life: A Display of Christ in His Essential

and Mediatorial Glory [La fuente de vida: Una presentación de Cristo en su


gloria esencial y mediadora], en The Works of John Flavel [Las obras de

John Flavel], vol. 1. Londres: Banner of Truth. 1968:61


75 Isaías 53:10

76 Génesis 22:2.

77 Génesis 22:10

78 Génesis 22:11-12

79 Génesis 22:13

80 Génesis 22:14

81 Juan 1:11; Hechos 3:14; Mateo 27:46

82 Isaías 53:4-5, 10

83 Juan 1:29

84 Génesis 22:14

85 Génesis 22:11-12
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86 Génesis 22:12; Romanos 8:32


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CAPÍTULO VEINTIUNO

La vindicación de Dios
A quien Dios exhibió públicamente como propiciación

por Su sangre a través de la fe, como demostración de


Su justicia, porque en Su tolerancia, Dios pasó por
alto los pecados cometidos anteriormente, para de-
mostrar en este tiempo Su justicia, a fin de que Él sea

justo y sea el que justifica al que tiene fe en Jesús.

—Romanos 3:25-26 (NBLH)

El inicio de Romanos 3:25-26 nos dice que fue la voluntad


de Dios poner, exhibir públicamente, colocar un letrero,
a Su Hijo en la cruz del Calvario. Como ya lo hemos afir-
mado, en ese preciso momento en la historia, Dios le le-
vantó en un madero en el lugar más importante del cen-
tro religioso del universo, para que todos lo vieran.1 Se-
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gún nuestro texto, Dios escogió el lugar más público para


el sacrificio de Su Hijo para vindicarse a Sí mismo al de-

mostrar una vez y para siempre que Él es un Dios justo.

Sin embargo, debemos preguntar: ¿por qué era necesaria

tal vindicación?2 El texto nos da la razón: “porque en Su


tolerancia, Dios pasó por alto los pecados cometidos an-
teriormente”.3

Según el apóstol Pablo, era necesario que Dios se vin-


dicara a Sí mismo, o demostrara Su justicia, porque en

Su tolerancia había pasado por alto los pecados de Su


pueblo y no había administrado la justicia o el castigo
que ellos debían pagar. A lo largo de la historia humana,
Él había mostrado gracia y concedido perdón a una mul-

titud incontable de hombres que Él había apartado del


mundo y declarado como Su pueblo. Sin embargo, al ha-
cerlo así Él se había abierto a múltiples acusaciones de
injusticia: ¿Cómo puede un Dios justo conceder perdón
al impío, y cómo puede un Dios verdaderamente santo
llamarlos a la comunión con Él? Si Dios es justo, ¿por

qué no administra justicia? ¿Con qué fundamento conce-


de Él perdón a esa gran multitud de santos del Antiguo

Testamento? Según el claro testimonio de la Escritura,


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los antiguos sacrificios de toros y machos cabríos no te-


nían el poder de quitar el pecado.4 ¿Cómo entonces podía

Dios perdonarlos? ¿Su tolerancia hacia su pecado de-

muestra que Él no es justo? ¿Demuestra que Él es tan in-

diferente hacia el mal que puede pasar por alto el pecado


asintiendo con la cabeza o concediendo el perdón a su
antojo? ¿Ha comprometido el Dios del cielo Su justicia al

conceder el perdón a aquellos que justamente deberían


ser condenados?5 ¿No debería el Juez de toda la tierra

hacer justicia?6
La cruz del Calvario provee la respuesta a todas estas
preguntas. Allí, Dios puso los pecados de Su pueblo sobre
la cabeza de Su único Hijo. Allí, la justicia de Dios que de-

bía el pueblo de Dios en todas las épocas –pasado, presen-


te y futuro– fue derramada sobre Jesús de Nazaret. Des-
de el primer hombre perdonado en la dispensación del
Antiguo Testamento hasta el último hombre que sea per-
donado en el final mismo del mundo, todos deberán su
perdón al hecho de que Cristo murió por sus pecados. A

través de la cruz, es como si Dios declarara a Sus acusa-


dores:
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¿Tú cuestionas cómo pude convocar a un pueblo


aun de la era impía antediluviana y declararlos

Míos? ¿Tú demandas una explicación del porqué

perdoné a Noé cuando en realidad él debería haber

muerto en el diluvio? ¿Tú me llamas a rendir


cuentas porque llamé al pagano Abraham de esa
ciudad malvada de Ur, le acredité justicia y le hice

Mi amigo? ¿Te sorprendes porque salvé a un re-


manente de la nación de Israel y los adopté como

Mi especial tesoro aunque sus pecados demanda-


ban rechazo? ¿Te esfuerzas en saber cómo pude
perdonar la multitud de pecados de David y lla-
marlo Mi hijo?

Suficiente de tus acusaciones. Yo ahora te he con-


testado en la cruz de Mi amado Hijo, quien fue ele-
gido para morir por los pecados de Mi pueblo aun
antes de la fundación del mundo. A lo largo de
todo el tiempo en que les toleré, Mi ojo estuvo fijo

en ese madero donde Él sufriría por ellos. Todo lo


que he hecho por ellos en el pasado estuvo basado
en lo que Mi Hijo ha hecho por ellos ahora. Sí, Yo
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he perdonado sin reservas a una gran multitud de


hombres impíos, he perdonado sus hechos ilícitos,

he cubierto sus pecados, y no tomé en cuenta sus

transgresiones, pero ¡fue porque había determina-

do satisfacer toda demanda de justicia contra ellos


a través de la obra expiatoria de Mi amado Hijo!

La cruz del Calvario calla toda boca y muestra que


toda acusación contra Dios es falsa. En ese madero, Él

condenó los pecados de Su pueblo con justicia perfecta y


expió por sus crímenes con un amor que no puede medir-
se. Sobre ese altar de madera, “La misericordia y la ver-
dad se encontraron; la justicia y la paz se besaron”.7 Dios
se ha defendido a Sí mismo. Ha demostrado que Él es jus-

to y es el que justifica a todo aquel que tiene fe en Jesu-


cristo.8 La cruz elimina toda incertidumbre en cuanto a
Su justicia o intolerancia hacia el pecado. La cruz de-
muestra que toda duda en cuanto a Su amor no tiene
fundamento y ya no debería albergarse en los corazones

de Su pueblo.

DIOS HA DEMOSTRADO QUE ABORRECE EL PECADO


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Hay un sinnúmero de pasajes en el Antiguo y el Nuevo


Testamentos que demuestran que Dios aborrece el peca-

do y la realidad de Su ira hacia el impío. Sin embargo, la

más grande demostración de la aversión de Dios y la san-

ta violencia contra toda forma de injusticia se encuentra


en la cruz de Su amado Hijo. ¿Cuánto aborrece Dios el
pecado y cuál será Su reacción en su contra? Él aborrece

de tal manera el pecado que cuando Su propio hijo cargó


nuestro pecado, Él le quebrantó y no le perdonó, mas le

abandonó.
En medio de todo el romanticismo evangélico que ro-
dea la cruz de Cristo, hemos olvidado (si alguna vez lo su-
pimos) que ¡el Calvario era terrible! Causaba un horror

indescriptible. Los clavos que sostenían los pies y las ma-


nos a un poste y un travesaño; la corona de espinas retor-
cidas arrancando la piel; la burda y ancha lanza enterra-
da en el costado; el trato brutal del cuerpo por hombre
impíos y repugnantes… estas cosas no eran ni el comien-
zo del horror que ocurrió sobre ese monte con forma de

calavera llamado Gólgota.9 Estas cosas formaban parte


de un cuadro mucho más aterrador. No fue la voluntad

de un hombre la que hizo que el sol se oscureciera y hu-


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biera tinieblas.10 No fue el poder del ejército romano lo


que hizo temblar la tierra y partió las rocas como secos

terrones de arcilla.11 ¡Fue la ira del Dios Todopoderoso

concentrada en toda su fuerza sobre Su Hijo unigénito!

Comparada la medida de la ira divina derramada sobre


Cristo, el gran diluvio en los días de Noé fue como una
gota de rocío sobre una hoja de hierba, y el fuego que

cayó del cielo sobre Sodoma y Gomorra fue como una


chispa inofensiva que no podría haber incendiado el bos-

que más seco. Aquel día en el Calvario fue un día de ira,


un día de dificultad y angustia, un día de destrucción y
desolación, un día de oscuridad y tinieblas.12 En aquel
día, el fuego consumidor y las llamas eternas del Todo-

poderoso cayeron desde el cielo sobre Cristo.13 En aquel


madero, Dios sopló sobre Él con el fuego de Su ira que
derrite las montañas como cera delante del fuego y como
las aguas que corren por un precipicio.14 Por esto Cristo
clamó: “He sido derramado como aguas, y todos mis hue-
sos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derri-

tiéndose en medio de mis entrañas”.15


El Señor Jesucristo fue escogido para soportar toda

adversidad de la vasta multitud de la humanidad, y toda


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maldición escrita en la ley descansó sobre Él. Cuando se


encontraba colgado del madero, la plenitud de la ira divi-

na contra el pueblo de Dios humeó sobre Él solamente, y

la plenitud de Su enojo ardió contra Él.16

¿Cuánto aborrece Dios el pecado? Cuando Su propio


Hijo llevó nuestro pecado, Dios le quebrantó. A la luz de
esta terrible verdad, deberíamos ser cuidadosos de aten-

der las advertencias del escritor de Hebreos: “¿Cómo es-


caparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan

grande?”.17 Si rechazamos el evangelio después de tener


un correcto conocimiento acerca de él, ya no queda más
sacrificio por nuestro pecado. Podemos buscar por cielo
y tierra hasta que estos dejen de ser, pero no encontrare-

mos otro remedio para nuestro pecado, ni otro medio


para limpiarnos, ni otro nombre por el cual podamos ser
salvos.18 Lo que encontraremos será una horrenda expec-
tación de juicio y la furia de fuego que nos consumirá
como adversarios de Dios. La Escritura advierte que cual-
quiera que viola la ley de Moisés morirá sin misericordia.

¿Cuánto más severo será el castigo para aquellos que re-


chazan a Cristo y Su sacrificio? Aunque nosotros no ve-

mos nuestra apatía e incredulidad como un gran crimen,


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Dios lo ve de manera diferente. A sus ojos, hemos piso-


teado a Su Hijo, hemos considerado inmunda la sangre

que Él derramó, y hemos insultado al Espíritu de gracia,

quien hizo estas cosas conocidas a nosotros. Por esto, de-

bemos retener el evangelio y rogar a todos los hombres


que se arrepientan y se vuelvan a Cristo antes que sea de-
masiado tarde. Y es que, “¡Horrenda cosa es caer en ma-

nos del Dios vivo!”.19

DIOS HA DEMOSTRADO QUE AMA A SU PUEBLO


Si el pecador alguna vez duda acerca de la justicia de
Dios, él solo necesita mirar hacia la cruz. Sin embargo, es

igualmente cierto que si el cristiano alguna vez duda del


amor de Dios, él solo necesita mirar hacia el mismo ma-
dero. Allí se logró nuestra salvación.20 Allí, la enemistad
se removió y se hizo la paz con Dios.21 Allí, ¡Dios demos-
tró Su amor para Su pueblo en una manera que no deja
lugar a dudas! Por esto, el apóstol Juan escribe: “En esto

se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios


envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos

por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros ha-


yamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros,
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y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros peca-


dos”.22

De la pluma de Juan nosotros entendemos que la ma-

nifestación más grande del amor de Dios hacia Su pueblo

es que Él envió a Su Hijo para ser una propiciación por


sus pecados.23 Este singular acto revela tanto el carácter
como la magnitud del amor de Dios de una manera sin

precedentes. En la cruz, el Padre demostró Su amor hacia


nosotros, causando que nuestra iniquidad cayera sobre

Su amado Hijo y le abatiera bajo Su ira divina, la cual de-


bería haber sido nuestra.24 En la cruz, el Espíritu demos-
tró Su amor hacia nosotros en que Él preparó y dirigió
todo lo que era necesario para la ejecución del Hijo.25 En

la cruz, el Hijo demostró Su amor hacia nosotros en que


Él puso Su vida por Sus amigos.26 Aunque Él era rico, por
nosotros, Él se hizo pobre, de manera que nosotros, a
través de Su pobreza, fuéramos enriquecidos.27 Aunque
Él existía en forma de Dios, se vació a Sí mismo, toman-
do forma de siervo, y se humilló a Sí mismo haciéndose

obediente al punto de la muerte, y muerte de cruz.28


Aunque Él no conoció pecado, Él cargó nuestro pecado y
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se hizo maldición por nosotros, como está escrito: “Mal-


dito todo el que es colgado en un madero”.29

El costo terrible que significa que un Dios infinita-

mente bueno pagara por nuestros pecados debería con-

movernos a llorar y a que se nos desgarren nuestros co-


razones. Como el profeta Zacarías predijo, nosotros mi-
raremos a quien traspasaron, y lloraremos por Él, como

uno que llora por un hijo unigénito, y lloraremos amar-


gamente por Él como el llanto amargo por el primogéni-

to.30 Pero, al mismo tiempo, Dios es capaz de tomar las


pinceladas oscuras de la cruz y pintar Su más hermoso
cuadro. En el Calvario, Él revela Su amor para los hom-
bres y los ángeles de manera que trasciende la belleza y el

poder de todas las otras revelaciones. Nuestro pecado y


los sufrimientos incomprensibles de Cristo por nosotros
actúan como una noche oscura sobre la cual brillan, glo-
riosamente, las estrellas de la gracia y la misericordia de
Dios.
Si el valor de un regalo demuestra amor, entonces el

Calvario demuestra que el amor de Dios por Su pueblo es


incalculable. ¿Quién puede medir el valor de Cristo? Se-

ría más fácil contar las estrellas en los cielos y cada grano
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de arena en el mar. Su valor es infinitamente mayor que


toda la creación. ¿Quién puede medir el amor del Padre

por el Hijo? Aunque el mundo despreciara al Hijo, e in-

cluso Su propio pueblo no le estimara, Él es escogido por

Dios y precioso delante de Él.31 Los hombres y los ángeles


no pueden comprender el valor que el Padre le atribuye
al Hijo y la estima que tiene por Él. El hijo siempre ha

sido el amado del Padre y en quien tiene complacencia.32


Él siempre ha sido Su suprema delicia.33 Por tanto, cuan-

do el Padre entregó a Su Hijo, Él nos dio todo y no retuvo


nada.
El amor de Dios manifestado en dar a Su Hijo como
propiciación por nuestros pecados se magnifica aún más

cuando nos damos cuenta que no merecemos Su amor.


Este surge del carácter de Dios y es totalmente indepen-
diente de la virtud o dignidad de Su pueblo. Él no nos
ama por nosotros sino a pesar de nosotros. El apóstol
Juan escribe: “En esto consiste el amor: no en que noso-
tros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a no-

sotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pe-


cados”.34
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El amor de Dios no es una respuesta a nosotros; más


bien, es contrario a todo lo que nosotros merecemos. Él

nos ama aunque no poseamos ninguna virtud o mérito

para ganar ese amor.35 Él nos ama aunque hemos sido

hostiles a Él en nuestra mente y nuestros actos.36 ¡Él nos


ama aunque le hemos odiado sin una causa!37
Este es el aspecto del amor de Dios que más cautivó el

corazón del apóstol Pablo y debería cautivar el nuestro.


Pablo se consideraba a sí mismo el primero de los peca-

dores, un blasfemo, y un violento agresor de la iglesia.38


Por eso, la única explicación que podía encontrar para la
muerte de Cristo a su favor era el amor inmerecido de
Dios. Era un amor del cual no podía liberarse. Le cons-

treñía, le obligaba, le dirigía, le persuadía en toda mane-


ra posible.39 La naturaleza inmerecida del amor de Dios
fue el gran tema de su corazón, y se esforzó en hacerlo
conocido a todos los hombres. Él sabía que el amor de
Dios solamente podría comprenderse y apreciarse en la
medida en que nosotros entendiéramos cuán indignos

somos de ese amor. Por eso escribió a la iglesia de Roma:


“Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con

todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno.


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Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que


siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.40

A medida que aprendemos a estimar con más preci-

sión el amor del Padre por el Hijo y la magnitud de nues-

tros pecados contra Dios, entonces podremos comenzar a


descifrar el amor del Padre hacia nosotros. Este debe ser
inmenso más allá de toda medida si Él dio a Su único

Hijo mientras nosotros no merecíamos nada, sino Su ira.


Si el Padre nos hubiera dado mil mundos perfectos por

cada día de la eternidad, el valor de estos regalos no se


compararía al valor singular de Su Hijo. ¡Ellos no refleja-
rían ni una fracción del amor que fue manifestado cuan-
do dio a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados!

Si pensamos que esto es una hipérbole o la más mínima


exageración, nosotros estamos ciegos a las glorias de
Cristo y no entendemos Su valor. En las palabras de
John Flavel:

Permíteme decirte, el mundo entero no es un tea-

tro lo suficientemente grande sobre el cual mos-


trar la gloria de Cristo, o revelar aun la mitad de
las inescrutables riquezas que yacen ocultas en Él.
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Estas cosas serán mejor entendidas y habladas en


el cielo, con toda claridad, donde inmediatamente

la asamblea llena de luz pregona sus alabanzas; y

no por esta lengua que tartamudea, y esta pluma

mía que hace garabatos, que solo las arruinarán.


¡Ay de mí! Yo escribo sus alabanzas, pero con la
luz de la luna; yo no puedo alabarlo, sino a medias.

Sin duda, ninguna lengua sino la suya (como dijo


Nacianceno de Basilio) es suficiente para empren-

der esa tarea. ¿Qué diré de Cristo? La gloria excel-


sa enceguece todo temor, y engulle toda palabra.
Cuando hayamos escudriñado las metáforas de
cada criatura que tiene alguna excelencia de bien

singular en ella, hasta que hayamos despojado a la


creación entera de todos sus ornamentos, y vesti-
do a Cristo con toda esa gloria; cuando hayamos
agotado nuestras lenguas, alabándole, ¡ay de mí!
Cuando todo esté hecho, no habremos hecho
nada.41

1 Gálatas 4:4

2 El diccionario Webster (en inglés) define vindicación como la defensa de


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algo, una justificación contra una negación o censura, o contra objeciones o

acusaciones.
3 Romanos 3:25

4 Hebreos 10:4

5
Proverbios 17:15
6 Génesis 18:25

7 Salmos 85:10

8 Romanos 3:26

9 El nombre Gólgota es de origen arameo y se traduce calavera. Es el nombre

del lugar afuera de Jerusalén donde Jesús fue crucificado. Se le dio este
nombre porque tenía la forma de una calavera.
10 Lucas 23:44-45

11 Mateo 27:51

12 Sofonías 1:15

13 Isaías 33:14

14 Ezequiel 22:18-22; Miqueas 1:4; Nahum 1:4

15 Salmo 22:14

16 Deuteronomio 29:20-21

17 Hebreos 2:3

18 Hechos 4:12

19 Este párrafo está adaptado de Hebreos 10:26-31.

20 Juan 19:30

21 Romanos 5:21

22 1 Juan 4:9-10

23 Traducido del sustantivo griego hilasmos, el cual denota apaciguamiento

a o conciliación; los medios de apaciguar y conciliar.


24 Isaías 53:4-10

25 El Espíritu Santo preparó todo lo que era necesario para nuestra reden-
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ción, desde la concepción de Cristo (Lucas 1:35; Mateo 1:20) hasta su crucifi-

xión a manos de hombres inicuos (Hechos 2:23).


26 Juan 15:13

27 2 Corintios 8:9

28
Filipenses 2:6-8
29 Gálatas 3:13; 2 Corintios 5:21; Deuteronomio 21:23

30 Zacarías 12:10

31 1 Pedro 2:4

32 Mateo 3:17; 17:5; Marcos 1:11; 9:7; Lucas 3:22

33 Proverbios 8:30

34 1 Juan 4:10, énfasis añadido

35 Isaías 64:6

36 Romanos 8:7; Colosenses 1:21

37 Romanos 1:30; Juan 15:25

38 1 Corintios 15:9; 1 Timoteo 1:13-15

39 2 Corintios 5:14-15

40 Romanos 5:7-8

41 Flavel. The Fountain of Life Opened Up [La fuente de vida abierta].

1:xviii.
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CAPÍTULO VEINTIDÓS

La resurrección de Jesucristo
¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No

está aquí, sino que ha resucitado.

—Lucas 24:5-6

Fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de


santidad.
—Romanos 1:4

El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y


resucitado para nuestra justificación.

—Romanos 4:25

En el capítulo 21, el telón se cerró cuando el Hijo de Dios

fue ejecutado. Él había cargado los pecados de Su pueblo,


sufrido la ira de Dios, y abandonado Su espíritu.1 Pero
este no era el final. Nosotros nos unimos con los cristia-
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nos primitivos de siglos pasados al proclamar con gozo y


con confianza: “¡Él ha resucitado! ¡Ha resucitado en ver-

dad!”.

La resurrección histórica de Jesucristo es uno de los

grandes pilares de la fe cristiana. Si una persona no cree


en este hecho, entonces no es cristiana. Si este hecho no
se proclama, entonces el evangelio no se ha predicado.

Por tanto, todo predicador, teólogo, escriba, o supuesto


profeta que no abraza firmemente la resurrección física e

histórica de Jesús no tiene nada que decir a la iglesia. No


necesitamos aprender de ellos, entenderlos, o tener co-
munión con ellos. Ellos no son cristianos.
Puede que haya habido una era dorada en el cristia-

nismo cuando no había necesidad de dar estas adverten-


cias con relación a la resurrección de Cristo, pero, triste-
mente, ese ya no es el caso. La resurrección está en la lí-
nea de fuego de la guerra del evangelio, y recibe la mayor
fuerza del ataque del enemigo. El diablo entiende que
todo el cristianismo se levanta o recae sobre esta doctri-

na.2 Por tanto, su objetivo primario es su negación. Si


esto no puede lograrse, el enemigo está contento cuando

aquellos que buscan ser más ecuménicos tratan la resu-


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rrección como algo secundario, y además le gusta ver


que aquellos que verdaderamente creen descuidan la re-

surrección en su proclamación del evangelio.

Las grandes doctrinas de la cristiandad siempre han

estado bajo ataque por todos los flancos, y la resurrec-


ción no es una excepción. Sin embargo, la singularidad
de nuestra época es que los ataques más peligrosos vie-

nen de aquellos que afirman ser cristianos e incluso


evangélicos. Ellos no niegan la resurrección directamen-

te, e incluso pueden declararla con firmeza. Pero no re-


quieren esa convicción de otros, ni la abrazan como una
doctrina esencial para la entrada al cristianismo. Han es-
cogido una forma falsa de tolerancia en cuanto a la ver-

dad y una compasión retorcida hacia la humanidad por


encima del temor de Dios y la fidelidad a las Escrituras.
Como Judas, ellos besan al Salvador como un acto de res-
peto, mientras lo traicionan a la misma vez.3
Negar la resurrección de Cristo –o tratarla como algo
secundario– devasta al cristianismo genuino. Sin embar-

go, los que creemos esta doctrina y buscamos proclamar


con fidelidad el evangelio también podemos poner en

práctica un mal menor: no dar a la resurrección su lugar


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correcto en nuestra predicación. Esta doctrina no es algo


que añadiríamos al final de nuestro largo sermón sobre

la cruz, sino que debería dársele la misma importancia

que a la cruz. Un estudio a fondo de la predicación de los

apóstoles en el libro de Hechos demostrará que la resu-


rrección de Jesucristo fue el tema principal de su evange-
lio. No fue un mensaje predicado el Domingo de resu-

rrección una vez al año. ¡Fue el canto de victoria de la


iglesia primitiva!

Es importante tener presente que el debate que hace


estragos en el cristianismo y el evangelio no es la histori-
cidad de la muerte de Cristo. Solamente los pseudointe-
lectuales, plagados con delirios posmodernos, ignorantes

del método histórico, negarían que hubo un hombre lla-


mado Jesús de Nazaret que vivió en Palestina y murió
bajo el gobierno de Poncio Pilato. La disputa es en cuanto
a la resurrección. Por ello, la resurrección es tan escan-
dalosa como la cruz, y debe proclamarse con la misma in-
tensidad y profundidad. Si le damos un mayor énfasis a

la proclamación de la resurrección, tendremos un evan-


gelio más bíblico y presenciaremos una mayor demostra-

ción del poder del evangelio.


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EL REGISTRO BÍBLICO
Antes que consideremos el significado y relevancia de la

resurrección de Cristo, será útil tener al menos una com-

prensión general del registro histórico, como nos lo reve-

la la Escritura.
Es muy temprano en la mañana del tercer día. Las
mujeres se dirigen tímidamente al huerto donde el cuer-

po de Cristo ha sido sepultado. Su diligencia no es de es-


peranza, sino de pena. Su único deseo es honrar el cuer-

po de su amado Jesús con una sepultura adecuada. Su


conversación se limita a lo que sería un pequeño tecnicis-
mo: “¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del se-
pulcro?… que era muy grande”.4 Ellas no están pensando

en resurrección.
Sin embargo, la pena se convierte en temor; el temor
en esperanza, y la esperanza en glorioso gozo indescripti-
ble. Ellas encuentran la piedra removida, la entrada
abierta, la tumba vacía, y la proclamación angelical de
las buenas nuevas: “¿Por qué buscáis entre los muertos al

que vive? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos


de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea, dicien-

do: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en


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manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y re-


sucite al tercer día”.5

Las mujeres rápidamente partieron del sepulcro “con

temor y gozo”. Ellas corrieron para dar las nuevas a los

discípulos, pero su testimonio parecía palabrería y locu-


ra a los mismos que debieron haberles creído.6 Entonces,
sin perder la esperanza, Pedro y Juan corrieron hacia la

tumba vacía. Después de una breve y desconcertante in-


vestigación, regresaron a los otros sin una palabra segu-

ra: “Porque aún no habían entendido la Escritura, que


era necesario que Él resucitase de los muertos”.7
En su rápida partida, dejaron atrás a la llorosa María
Magdalena, la primera que ve al Señor resucitado. Él le

encarga que retorne una vez más a los discípulos incré-


dulos con todavía otra confirmación de Su resurrección.8
Después hay una segunda aparición a las mujeres que re-
gresaban de la tumba, y luego una tercera a Cleofas y
otro discípulo en el camino a Emaús.9 Y por fin, Jesús se
le aparece a Pedro, y luego a los once.10 Incluso se le apa-

rece a su incrédulo medio hermano Jacobo en un en-


cuentro que lo altera de tal manera que se convierte en

parte del grupo apostólico y un pilar en la iglesia de Jeru-


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salén.11 Por último, se le aparece “como a un abortivo” a


Saulo de Tarso en el camino a Damasco.12 Es innecesario

escribir acerca de este encuentro o el efecto del mismo.

El mismo hombre que se había jurado a sí mismo la des-

trucción del cristianismo se convierte en su más ardiente


partidario y defensor.13 Como síntesis, tenemos la pala-
bra segura de la Escritura de que, antes de Su ascensión,

nuestro Señor se le apareció a un gran número de testi-


gos, a individuos y fue visto por “más de quinientos her-

manos a la vez”.14

LA SINGULARIDAD DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

Con demasiada frecuencia los hombres usan términos in-


definibles e incomprensibles. Esto es muy peligroso, es-
pecialmente para los cristianos que somos llamados a vi-
vir de acuerdo con la voluntad de Dios revelada en pala-
bras. Esto es particularmente cierto con relación a la
obra de Cristo y la resurrección. ¿Qué es lo que realmen-

te significa?
La palabra resurrección viene del latín resurrectio, la

cual viene de resurrectus, el participio de resurgere (vol-


ver a levantarse). Resurgere está compuesto del prefijo
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re- (de nuevo) y surgere (levantarse, surgir). La palabra


en el Nuevo Testamento se traduce del sustantivo griego

anástasis (ana: arriba, de nuevo; stasis: estar en pie). Así

pues, la palabra literalmente significa pararse o levantar-

se de nuevo. Tanto en la literatura antigua como en la


moderna la palabra describe a un ser muerto que vuelve
a la vida. Sin embargo, cuando se aplica a Cristo, el tér-

mino toma un significado único para Él.


Es absolutamente esencial que reconozcamos que la

resurrección de Cristo no fue una mera revivificación.


En el Antiguo Testamento, el hijo de la viuda de Sarepta
y el hijo de la sunamita fueron vueltos a la vida por el po-
der de Dios obrando a través de los profetas Elías y Eli-

seo.15 El Nuevo Testamento enseña que Lázaro fue levan-


tado de los muertos, así como la hija de Jairo, un mucha-
cho, Tabita y Eutico.16 Sin embargo, aunque fueron cier-
tamente revividos de los muertos, todavía estaban some-
tidos al dominio de la muerte. Como lo explica Pablo a la
iglesia en Corinto, sus cuerpos eran mortales y corrupti-

bles.17 Ellos morirían nuevamente y estarían sujetos a la


deshonra de la tumba.
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La resurrección de Cristo fue única en que fue levan-


tado de los muertos para nunca más morir. Como Él se lo

declaró a Juan en la isla de Patmos: “[Yo soy Cristo] el

que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los

siglos de los siglos”.18 En su carta a la iglesia en Roma, Pa-


blo establece esta verdad con claridad: “Sabiendo que
Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere;

la muerte no se enseñorea más de Él. Porque en cuanto


murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto

vive, para Dios vive”.19


Una verdad igualmente poderosa que demuestra la
singularidad de la resurrección de Cristo es que Él fue le-
vantado por Su propia autoridad y poder. Aunque la Es-

critura enseña que la resurrección fue una obra del Padre


y el Espíritu Santo, también se le atribuye a Cristo mis-
mo.20 Cuando se le preguntó por una señal que demostra-
ra Su autoridad para limpiar el templo, Jesús respondió:
“Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”.21 Ha-
blando sobre su vida, Él declaró a los fariseos: “Nadie me

la quita, sino que Yo de Mí mismo la pongo. Tengo poder


para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar”.22
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La resurrección de Jesucristo fue única para Él. No


fue una mera revivificación que extendería su vida hasta

el próximo encuentro con la muerte. Más bien, Él ha

triunfado sobre la muerte, el infierno y la tumba. ¡Él vive

para nunca más morir!

LA RESURRECCIÓN COMO UNA VINDICACIÓN DE


CRISTO

Hemos estudiado el registro histórico de la resurrección


de Cristo y considerado su singularidad. Ahora nos enfo-
caremos en su relevancia. Aunque el tema es profundo y
digno de varios libros, consideraremos solo dos de sus

implicaciones más importantes: la resurrección vindicó


a Cristo, y confirma nuestra fe.
En los capítulos previos, aprendimos que la muerte de
Cristo vindicó a Dios de cualquier acusación de injusticia
por Su pasada tolerancia y justificación del impío.23 A
continuación, descubriremos que Dios también vindicó a

Jesús al levantarlo de entre los muertos. Mediante la re-


surrección, Dios declaró pública y poderosamente que

Jesús es Su Hijo y el Mesías prometido de Israel. La tum-


ba vacía fue, y permanece hasta hoy, como una señal al
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mundo del origen divino de Jesús. El apóstol Pablo escri-


bió a la iglesia en Roma que Jesús fue “declarado Hijo de

Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la re-

surrección de entre los muertos”.24 La palabra declarado

viene de la palabra griega horizo, la cual significa deter-


minar, establecer, nombrar, designar o señalar. La pala-
bra no sugiere que Cristo se hizo o fue nombrado Hijo de

Dios en la resurrección, sino más bien que mediante este


evento milagroso, Él fue señalado pública e irrefutable-

mente como el Hijo de Dios.


El Padre había confirmado el origen divino de Jesús a
través de todo Su ministerio por todos los milagros que
realizó en el nombre de Su Padre, por una voz audible

desde el cielo en Su bautismo, e incluso por Su transfigu-


ración en la presencia de Pedro, Jacobo y Juan.25 Sin em-
bargo, nada se compara con la gran y final declaración de
su origen divino que ocurre cuando el Padre levanta a Su
amado Hijo de entre los muertos. Mediante la tumba va-
cía, Él fue declarado el Hijo de Dios en una manera “po-

derosa, asombrosa y victoriosa”.26 En cuanto al uso y sig-


nificado de la palabra horizo, John MacArthur escribe:

“La palabra griega, de la cual viene la palabra horizonte,


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significa ´diferenciar o distinguir´. Así como el horizon-


te sirve como una línea que limita, dividiendo la tierra y

el cielo, la resurrección de Jesucristo claramente le sepa-

ra del resto de la humanidad, proveyendo evidencia irre-

futable de que Él es el Hijo de Dios”.27


Considerar la resurrección de Cristo como la gran
prueba o señal del hecho de que Jesús es el Mesías y el

Hijo de Dios no es un tema foráneo a los evangelios.


Cuando los incrédulos judíos le pidieron a Jesús por una

señal o prueba de Su autoridad para limpiar el templo, Él


señala a Su futura resurrección: “Destruid este templo, y
en tres días lo levantaré”.28 Cuando los escribas y los fari-
seos le pidieron más señales que demostraran que era el

Mesías, otra vez les señaló hacia Su poder sobre la muer-


te: “Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez
tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en
el corazón de la tierra tres días y tres noches”.29
La resurrección de Jesús es la gran e imbatible prueba
de quién es Él y lo que ha hecho por Su pueblo. Es la gran

vindicación de Cristo ante Sus enemigos. Los escribas lo


desecharon como un hombre sin estudios, los dirigentes

lo despreciaron como un profeta inadaptado de Galilea y


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los fariseos se mofaron de Él como un asociado de Beelze-


bú y un amigo de pecadores.30 Sin embargo, todos sus

ataques fracasaron y sus argumentos se derrumbaron

cuando al que crucificaron fue “declarado Hijo de Dios

con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrec-


ción de entre los muertos”.31 Los soldados escarnecieron
a Jesús en Su camino al Calvario diciendo: “¡Salve, Rey

de los judíos!”.32 Pero temblaron de miedo y se quedaron


como muertos cuando el ángel removió la piedra.33 Los

principales sacerdotes, los escribas y los ancianos le lan-


zaron insultos diciendo: “A otros salvó, a Sí mismo no se
puede salvar”.34 Pero se asombraron cuando Él salvó
como tres mil en el día de Pentecostés.35 Ellos le escarne-

cieron con sus lenguas en Su hora más oscura diciendo:


“si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y cree-
remos en Él”.36 Pero temblaron cuando los pescadores,
llenos de poder por la resurrección de su Señor, les decla-
raron: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Is-
rael, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios

le ha hecho Señor y Cristo”.37

LA RESURRECCIÓN COMO CONFIRMACIÓN DE NUES-


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TRA FE
La tumba vacía no solo fue una vindicación de Jesu-

cristo ante el mundo: fue además una confirmación de la

fe cristiana. El hecho de que Dios le levantara de entre

los muertos demuestra que Dios aceptó Su sacrificio ex-


piatorio por los pecados de Su pueblo. El apóstol Pablo
describió esto a la iglesia en Roma: “[Él] fue entregado

por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra


justificación”.38 La clave para entender este texto se en-

cuentra en la repetición de la preposición griega día, la


cual se traduce “por, por causa de”. Cristo fue entregado
a la muerte porque Él cargó sobre Sí nuestras transgre-
siones, y Dios le levantó de entre los muertos porque Él

aceptó Su muerte como el sacrificio expiatorio por nues-


tros pecados. Por esto, la resurrección de Cristo es la con-
firmación que los pecados de Su pueblo se han expiado y
su justificación es segura. Thomas Schreiner escribe:
“Decir que Jesús resucitó para nuestra justificación es
decir que Su resurrección autentica y confirma que nues-

tra justificación es segura. La resurrección de Cristo es


prueba suficiente de que Su obra por nosotros está com-

pleta”.39
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Es importante notar que Cristo no resucitó para que


nosotros fuéramos justificados o porque la expiación no

se cumplió en la cruz. Según las propias palabras de Cris-

to, Su obra redentora a favor de Su pueblo “fue cumpli-

da” en el momento de Su muerte.40 Tampoco hemos sido


justificados en el momento en que resucitó. La Escritura
claramente enseña que la justificación se le concede a

una persona en el momento en que cree: nosotros somos


justificados por una fe personal en la persona y obra de

Cristo.41 Este texto enseña que Cristo resucitó porque Él


verdaderamente es el Mesías y Su muerte fue aceptada
por Dios como pago por los pecados de Su pueblo. En la
resurrección tenemos la promesa divina de que por la fe

en Su sacrificio somos justificados ante Dios. Dios levan-


tó a Jesús de Nazaret de entre los muertos porque Él era
exactamente quien dijo que era, y Su muerte cumple
exactamente lo que Él dijo que haría. Cristo vindicó a Su
Padre cuando murió en el Calvario y demostró que el
Dios que justifica al impío está más allá de todo repro-

che. El Padre vindicó a Su Hijo cuando le levantó de en-


tre los muertos y demostró que Él era el Hijo de Dios y el

Salvador del mundo más allá de toda duda.


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Antes de la crucifixión de Cristo los discípulos espera-


ban “que Él era el que había de redimir a Israel”.42 Sin

embargo, todas sus esperanzas se desvanecieron cuando

la muerte parecía tener la palabra final. ¿Cómo podría

Jesús ser el cumplimiento de las promesas de Dios si Él


yacía muerto en una tumba prestada? Pero, entonces
¿cómo podría Isaac ser la semilla de la promesa, a través

de la cual los descendientes de Abraham serían nombra-


dos, si iba a morir sobre el altar por mano de su propio

padre?43 ¿Podría Abraham atreverse a creer que Dios le


levantaría de entre los muertos?44 Y ¿cómo podrían to-
dos los sueños de José hacerse realidad si él yacía como
un muerto en una prisión egipcia?45 ¿Podría Dios, un día,

presentarlo y ponerlo sobre toda la tierra de Egipto?46 La


Escritura responde nuestras preguntas con otra: “¿habrá
algo que sea difícil para mí?”.47
Isaac fue desatado y devuelto a su padre. José fue li-
berado de la prisión y elevado a la posición de segundo
del faraón. Cristo fue levantado de entre los muertos y

exaltado a la diestra del Padre. Él resucitó porque es el


Hijo de Dios, y Su Padre aceptó Su muerte como el sacri-

ficio expiatorio por nuestros pecados.


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1 Lucas 23:46

2 1 Corintios 15:14

3 Mateo 26:49-50

4
Marcos 16:2-4
5
Lucas 24:5-8
6 Lucas 24:11

7 Juan 20:9

8 Juan 20:11-18

9 Mateo 28:9-10; Lucas 24:13-32

10 Lucas 24:34-43

11 1 Corintios 15:7; Hechos 1:14; 15:13

12 1 Corintios 15:8; Hechos 9:3-19

13 Hechos 9:1-2; 1 Corintios 15:10

14 1 Corintios 15:6

15 1 Reyes 17:17-24; 2 Reyes 4:18-37

16 Juan 11:23-25, 43; Marcos 5:41-42; Lucas 7:14-15; Hechos 9:36-43; 20:7-12

17 1 Corintios 15:53

18 Apocalipsis 1:18

19 Romanos 6:9-10

20 Romanos 6:4; Gálatas 1.1; Romanos 1:4; 8:11

21 Juan 2:19

22 Juan 10:18

23 Romanos 3:25-26

24 Romanos 1:4

25 Juan 10:37-38; Mateo 3:17; 17:5

26 Marvin Richardson Vincent. Word Studies in the New Testament [Estu-

dios de palabras en el Nuevo Testamento] Vol. 3. Peabody, Mass.: Hendrick-

son. 1887:4
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27 The MacArthur Study Bible: New King James Version [Biblia de estudio

MacArthur: Nueva versión del Rey Jacobo]. Nashville: Word Bibles.


1997:1691
28 Juan 2:19

29
Mateo 12:40
30 Juan 7:15, 52; Marcos 3:22; Mateo 11:19; Lucas 7:34

31 Romanos 1:4

32 Mateo 27:29

33 Mateo 28:4

34 Mateo 27:42

35 Hechos 2:41

36 Mateo 27:42

37 Hechos 2:36

38 Romanos 4:25

39 Thomas R. Schreiner. Romans: Baker Exegetical Commentary on the

New Testament [Romanos: Comentario exegético Baker del Nuevo Testa-

mento]. Grand Rapids: Baker Books. 1988:244.


40 Juan 19:30 (NBLH)

41 Romanos 5:1

42 Lucas 24:21

43 Génesis 21:12; Romanos 9:7

44 Hebreos 11:19

45 Génesis 37:5-10

46 Génesis 41:41

47 Jeremías 32:27
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CAPÍTULO VEINTITRÉS

La fe se fundamenta
en la resurrección
¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios
resucite a los muertos?

—Hechos 26:8

Los enemigos del cristianismo están en lo correcto al


concentrar sus ataques en la resurrección histórica de
Jesucristo, porque nuestra fe depende enteramente de
ese hecho. Si Cristo no resucitó, entonces nuestra fe es
totalmente vana.1 Nosotros que creemos estaríamos aún

en nuestros pecados, y quienes murieron, perecieron


para siempre.2 Además, nosotros que predicamos la resu-
rrección somos testigos falsos de Dios, porque testifica-

mos que Él resucitó a Cristo, al cual no resucitó.3 Final-


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mente, si Cristo no resucitó, nuestras vidas son dignas de


lástima. Sufrimos dificultades sin ninguna razón, somos

odiados por causa de un falso profeta que no tiene poder

para salvarnos. Como dice el apóstol Pablo: “Si en esta

vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dig-


nos de conmiseración de todos los hombres”.4
Admitimos que la resurrección es todo para la fe cris-

tiana. Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra religión


sería falsa. Por lo tanto, hacemos bien si nos planteamos

estas importantes preguntas: “¿Cómo sabemos que Él ha


resucitado? ¿Por qué creemos?”. En las siguientes pági-
nas consideraremos dos muy importantes pero diferen-
tes maneras que confirman y dan a conocer la realidad

de la resurrección. Primero, el Espíritu Santo revela esta


realidad por medio de Su obra de iluminar y regenerar, y
segundo, las evidencias históricas y legales alrededor del
evento mismo confirman la resurrección. La obra del Es-
píritu Santo es absolutamente esencial. Las evidencias
proveen una sólida confirmación de la fe cristiana y es

una herramienta efectiva para dialogar con el mundo no


creyente.
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LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO


La iglesia evangélica con frecuencia trata de validar su fe

en la resurrección al señalar la tumba vacía, la incapaci-

dad de los enemigos de Cristo de presentar un cuerpo, la

transformación de los discípulos, y muchas otras piezas


de la evidencia histórica y legal. Sin embargo, aunque es-
tas evidencias muestran que la fe cristiana no es ilógica o

que contradice la historia, estas no son la base o funda-


mento de la fe cristiana. Los siguientes hechos demues-

tran por qué.


Primero, los apóstoles no utilizaron esta forma de
apologética en su predicación.5 Ellos no se esforzaron en
probar la resurrección, sino en proclamarla.6 Su confian-

za no descansó en sus poderosos argumentos, sino ¡en el


poder del evangelio para salvar! Esta es la evidencia en la
carta de Pablo a los corintios:

Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para


anunciaros el testimonio de Dios, no fui con exce-

lencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse


no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesu-
cristo, y a este crucificado. Y estuve entre vosotros
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con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi


palabra ni mi predicación fue con palabras persua-

sivas de humana sabiduría, sino con demostración

del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté

fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el


poder de Dios.7

Segundo, la enorme mayoría de aquellos que se han


convertido al cristianismo a través de la historia, inclu-

yendo a sus grandes intelectuales, no fueron traídos a la


fe por estudiar la evidencia histórica y legal de la resu-
rrección, sino al escuchar la proclamación del evangelio.
Tercero, si nuestra fe en la resurrección estuviera funda-
da sobre las evidencias históricas y legales del evento,

¿cómo podríamos explicar la fe de innumerables creyen-


tes que creyeron y murieron por su fe sin el mínimo co-
nocimiento de tal evidencia? ¿Cómo explicaríamos al
cristiano de las tribus, que apenas puede leer y que es in-
capaz de ofrecer un argumento histórico para explicar la

resurrección? Él soporta las más detestables persecucio-


nes, incluso el martirio, con tal de no negar la fe, la cual
no es capaz de defender lógicamente. Ante estas verda-
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des debemos concluir que, aunque las evidencias históri-


cas y legales para la resurrección son útiles de muchas

formas, no son el fundamento de nuestra fe en la resu-

rrección.

¿Cuál, entonces, es el fundamento de la fe del creyen-


te en la resurrección? ¿Cómo sabemos que Cristo resuci-
tó? La respuesta de la Escritura es clara. Nosotros le de-

bemos el conocimiento y la inquebrantable fe en la resu-


rrección a la obra regeneradora e iluminadora del Espíri-

tu. En el momento del nuevo nacimiento, Dios sobrena-


turalmente da la convicción sobre la realidad de la resu-
rrección de Jesucristo y la validez de la fe cristiana.8 Sa-
bemos que Cristo ha resucitado de los muertos porque el

Espíritu Santo ha iluminado nuestras mentes a la verdad


de las Escrituras, las cuales dan testimonio de Cristo.9 En
consecuencia, también creemos porque el Espíritu rege-
nera nuestros corazones impartiendo fe y afecto por el
Cristo, quien nos ha sido revelado. El apóstol Pablo des-
cribe esta obra milagrosa del Espíritu de la siguiente ma-

nera: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas res-


plandeciera la luz, es el que resplandeció en nuestros co-
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razones, para iluminación del conocimiento de la gloria


de Dios en la faz de Jesucristo”.10

Quienes han nacido de nuevo no pueden negar la re-

surrección de Jesucristo, así como no pueden negar su

propia existencia. Por el soberano decreto de Dios y el


testimonio del Espíritu Santo, la resurrección ha llegado
a ser una indiscutible realidad para ellos.11 Como rápida-

mente aprendieron los perseguidores de la fe cristiana:


“Para los infectados con la religión de Jesús, no hay

cura”.12
Las verdades que hemos aprendido sirven como una
advertencia y como una guía. Aunque la apologética tie-
ne su lugar, el reino de los cielos avanza a través de la

predicación del evangelio. Los hombres vendrán a la fe,


no a través de nuestra elocuencia o los argumentos lógi-
cos, sino a través de nuestra fiel predicación de la vida,
muerte y resurrección de Jesucristo. No debemos olvidar
nunca que nuestra misión es una causa perdida, y nues-
tro trabajo es un desperdicio de tiempo y esfuerzo, a me-

nos que el Espíritu de Dios esté trabajando para iluminar


las mentes y regenerar los corazones de los oyentes. Por

esta razón, debemos rehusar apoyarnos sobre el bastón


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quebrado de la sabiduría humana y aferrarnos a la ver-


dad de que “solo el evangelio es poder de Dios para salva-

ción de todo aquel que cree”.13

EVIDENCIA HISTÓRICA O LEGAL


La fe de un individuo en Cristo no depende de su habili-

dad para recitar la evidencia histórica o legal sobre la re-


surrección de Cristo. Tampoco se mantiene firme o cae

dependiendo de la habilidad del creyente para defender


su fe a través del uso de la apologética o la lógica clási-
ca.14 Sin embargo, es importante reconocer y proclamar
que la fe cristiana no es contraria a la historia o al más

claro y refinado uso de la razón. El verdadero cristianis-


mo no encuentra virtud en transformar un mito en una
narrativa útil con el propósito de promover algún tipo de
bien moral en el mundo. Al contrario, la fe cristiana y la
resurrección de Jesucristo están fundamentadas en
eventos históricos reales que pueden ser abundantemen-

te confirmados a través de los mismos tipos y clases de


evidencias usadas por un historiador secular.

Quienes rechazan las afirmaciones del cristianismo


como si no fueran históricas o si fueran mitológicas lo
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hacen por causa de presuposiciones viciadas que no per-


mitirán que la evidencia hable por sí misma.15 Su lógica

es peligrosa: ellos ya han decidido que la resurrección es

imposible, por lo tanto, la evidencia en su favor debe ser

errónea, y toda afirmación debe ser una deducción de un


tonto o la invención de un charlatán.
La adversidad de los hombres pecadores hacia el

evangelio es una razón más para afirmar que, aparte de


la gracia de Dios y de la obra regeneradora del Espíritu

Santo, ningún hombre aceptará lo que Cristo dijo ser. El


hombre ignorará las afirmaciones que pueda ignorar,
distorsionará las afirmaciones que no pueda ignorar, y
resistirá las que no pueda distorsionar. En otras pala-

bras, el hombre invertirá más energía negando la verdad


que la que tendría que invertir al someterse a ella. Aun-
que está más allá de nuestro objetivo explorar todas las
piezas de evidencia que confirman la resurrección de
Cristo, en las siguientes páginas consideraremos unas
pocas que ayudan tanto a la fe del creyente como a las

preguntas del que busca.

UN EVENTO PREDICHO
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La muerte y la resurrección de Jesucristo no fueron


eventos repentinos que lo tomaron por sorpresa. Cada

uno fue claramente predicho como el cumplimiento ne-

cesario de la voluntad de Dios. Esto es evidente en la ins-

trucción de Jesús a Sus discípulos que dudaban después


de Su resurrección: “Entonces él les dijo: ¡Oh insensatos,
y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas

han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera es-


tas cosas, y que entrara en su gloria?”.16

Cientos de años antes de Su venida, unas importantes


profecías del Antiguo Testamento claramente revelaron
la resurrección del Mesías. David predijo que Dios no
abandonaría al Mesías en la tumba, no permitiría que su

cuerpo viera corrupción.17 El profeta Isaías miró adelante


y vio que Dios honraría grandemente al Mesías después
de que Él hubiera sufrido la muerte por los pecados de Su
pueblo.18 Cristo mismo predijo Su muerte y Su resurrec-
ción mucho antes de Su crucifixión. Como hemos visto,
cuando los judíos incrédulos le pidieron una señal de Su

autoridad para limpiar el templo, Él declaró: “Destruid


este templo, y en tres días lo levantaré”.19 Cuando los es-

cribas y los fariseos le pidieron más pruebas de ser el Me-


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sías, la promesa de su futura resurrección acompañó a su


reprensión: “La generación mala y adúltera demanda se-

ñal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta

Jonás. Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran

pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre
en el corazón de la tierra tres días y tres noches”.20
Estas profecías prueban que los discípulos de Cristo

no inventaron la resurrección como un intento desespe-


rado de mantener vivo el sueño mesiánico. Cristo la

anunció claramente y con tanta frecuencia que incluso


Sus enemigos sabían Sus predicciones de que Él resucita-
ría.21 “Al día siguiente, que es después de la preparación,
se reunieron los principales sacerdotes y los fariseos ante

Pilato, diciendo: Señor, nos acordamos que aquel enga-


ñador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucita-
ré”.22

LA TUMBA VACÍA

Con toda la atención prestada al cuerpo de Jesús después


de Su muerte, no solamente por Sus discípulos, sino tam-

bién por Sus enemigos, una tumba vacía y un cuerpo que


no se encuentra presentan una fuerte evidencia de la re-
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surrección. Desde el primer día, todo lo que se necesitaba


para destruir el cristianismo era presentar el cuerpo

muerto del hombre Jesús. Los líderes judíos, quienes pi-

dieron Su muerte, y las autoridades romanas, quienes lo

crucificaron, sabían el lugar exacto de la tumba y tuvie-


ron todas las posibilidades de exhumar el cuerpo. Con
solo una acción ellos pudieron haber demostrado al

mundo que el mensaje de la resurrección era un fraude, y


pudieron haber expuesto a los apóstoles como los retor-

cidos autores de un mito. El cristianismo hubiera muerto


en su infancia. ¿Por qué razón el cuerpo nunca fue pre-
sentado?
Los escépticos se han inventado tres teorías en res-

puesta a esta pregunta. Las tres son igual de absurdas. La


primera es que Jesús no murió sobre la cruz romana; Él
solo perdió la conciencia y las autoridades erróneamente
lo declararon muerto.23 Más tarde, cuando lo colocaron
en la tumba fría, Él recobró la conciencia y escapó. Los
argumentos en contra de esta teoría se encuentran en la

naturaleza misma de la crucifixión: Su corazón fue atra-


vesado con una lanza romana y declarado muerto des-

pués de que lo examinaron los expertos.24 Incluso, si hu-


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biera sobrevivido al gran sufrimiento, no hubiera estado


en condiciones de mover la pesada piedra que bloqueaba

la entrada de la tumba. Además, es improbable que al-

guien con la personalidad de Jesús hubiera sido capaz de

escapar e irse a una región desconocida de Palestina para


vivir allí el resto de Su vida en anonimato.
La segunda teoría es que sus discípulos se robaron Su

cuerpo y lo enterraron de nuevo en un lugar desconoci-


do. Los argumentos en contra de tal teoría vienen de dos

fuentes. La primera es la violenta reputación de la guar-


dia romana, cuyo carácter y eficiencia son legendarios.
La segunda es el registro del Nuevo Testamento sobre el
temor de los discípulos de Jesús durante y después de su

muerte. Las Escrituras nos dicen que inmediatamente


después de la muerte de Cristo, el sumo sacerdote y los
fariseos le pidieron a Pilato que asegurara la tumba con
guardias romanos para evitar que los discípulos se roba-
ran su cuerpo e inventaran el mito de que Jesús había re-
sucitado.25 Es muy improbable que un pequeño grupo de

atemorizados discípulos subyugara a toda la guardia ro-


mana y robara el cuerpo de Jesús. Los discípulos ya ha-

bían mostrado su falta de valor cuando abandonaron a


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Cristo durante la crucifixión, y el líder entre ellos, Simón


Pedro, ni siquiera pudo responderle con valor a una jo-

ven sierva cuando ella lo identificó como uno de los se-

guidores de Cristo.26 Es igualmente improbable que toda

la guardia romana se hubiera dormido mientras estaban


en servicio, como lo sugirió el sumo sacerdote.27 De he-
cho, requiere más fe creer esta teoría que la que se re-

quiere para aceptar la resurrección.


La tercera teoría es que los discípulos simplemente

fueron a la tumba equivocada. Esto también es improba-


ble a la luz del hecho de que la tumba le pertenecía a José
de Arimatea, un miembro del Sanedrín,28 Ambos, él y Ni-
codemo, “un hombre de los fariseos… [y] principal entre

los judíos”, fueron quienes prepararon el cuerpo de Je-


sús para su sepultura y lo colocaron en la tumba.29 Ade-
más, las Escrituras nos dicen que las mujeres, que habían
seguido a Jesús desde Galilea, también sabían el lugar
exacto de la tumba.30 Si los discípulos hubieran ido a la
tumba equivocada, es cierto que tanto amigos como ene-

migos los hubieran corregido de su error, llevándolos a


la tumba correcta, le hubieran quitado los lienzos al

cuerpo, y les hubieran mostrado los restos de Jesús.31


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Otra vez, esta teoría se une a las otras igualmente dispa-


ratadas.

TESTIGOS ADMISIBLES
Para que un evento sea confirmado como histórico o real
se requieren tres cosas: debe haber un testigo ocular,

debe haber más de uno, y los testigos deben demostrar


ser íntegros y confiables.32 Es significativo que el testi-

monio de las Escrituras con relación a la resurrección de


Jesucristo cumple con todos estos requisitos.
Primero, el reporte de testigos oculares del ministerio
de Jesús, la resurrección y la ascensión provee la base

para el testimonio de las Escrituras. Cada autor del Nue-


vo Testamento se une a Pedro en su declaración: “Porque
no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nues-
tro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino
como habiendo visto con nuestros propios ojos su majes-
tad”.33 Los escritores del Nuevo Testamento claramente

reconocen la importancia de un testimonio de primera


mano, es decir, de un testigo ocular. Para unirse a los

once, Matías tenía que haber sido testigo ocular de la


vida y ministerio de Cristo, iniciando con el bautismo de
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Juan, siguiendo hasta la resurrección y llegando hasta el


día cuando Cristo ascendió al cielo.34 Al escribir su evan-

gelio, Lucas lo hizo con gran diligencia, enfatizando que

estaba escribiendo un registro ordenado de las cosas que

les fueron enseñadas por “los que desde el principio lo


vieron con sus ojos”.35 El apóstol Juan inicia su primera
epístola afirmando poderosa y elocuentemente la rela-

ción personal con el Hijo, la cual todos los apóstoles tu-


vieron, una relación que también formó la base para la

doctrina y la proclamación a otros:

Lo que era desde el principio, lo que hemos oído,


lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que he-
mos contemplado, y palparon nuestras manos to-

cante al Verbo de vida (porque la vida fue manifes-


tada, y la hemos visto, y testificamos, y os anun-
ciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre,
y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso
os anunciamos, para que también vosotros tengáis

comunión con nosotros; y nuestra comunión ver-


daderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesu-
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cristo. Estas cosas os escribimos, para que vuestro


gozo sea cumplido.36

Debería ser claro a cualquier investigador no prejui-


ciado que los apóstoles no solo tuvieron un conocimiento

personal, de primera mano, de la vida, muerte y resu-


rrección de Cristo, sino que también reconocieron la im-

portancia de afirmar la naturaleza de su conocimiento


como tal. Ellos querían que el mundo supiera que ellos

no habían sido engañados por rumores, sino que habían


tocado las manos, pies y costado del Cristo resucitado.37
Ellos habían tenido comunión con Él, y Él les había ins-
truido.38 Por último, ellos lo habían adorado cuando fue
alzado, delante de sus ojos, al cielo.39

Segundo, para que un evento sea confirmado como


real e histórico, debe haber varios testigos oculares. Para
decirlo con más claridad, al ser mayor el número de tes-
tigos, hay más credibilidad del evento. Este mismo prin-
cipio es también encontrado en la ley del Antiguo Testa-

mento y en los mandamientos del Nuevo Testamento da-


dos a la iglesia, donde un evento puede ser confirmado
únicamente por el testimonio de dos o tres testigos.40
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La resurrección de Cristo también cumple con este re-


querimiento. Las Escrituras reportan que hubo cientos

de testigos creíbles, quienes se encontraron con el Cristo

resucitado en variadas situaciones y circunstancias. El

domingo de la resurrección, Él se apareció a María Mag-


dalena en el huerto, y a un pequeño grupo de mujeres
que estaban retornando de la tumba.41 El mismo día, se

unió a Cleofas y a otro discípulo cuando caminaban en el


camino a Emaús.42 Antes de que terminara el día, se le

apareció a Pedro, y también a los diez discípulos en el


aposento alto.43 El siguiente domingo se les apareció a los
once y tuvo la famosa conversación con el incrédulo To-
mas.44 Después de esto, le apareció a más de quinientos

testigos a la vez, y a su medio hermano Jacobo.45 Tam-


bién se le presentó, en un tiempo no establecido, a Pedro,
a Juan y a otros cinco discípulos cuando estaban pescan-
do en el mar de Galilea.46 Finalmente, Él ascendió al cielo
en la presencia de sus discípulos en el Monte de los Oli-
vos.47

A la luz del testimonio de las Escrituras, es imposible


desacreditar el registro de la resurrección de Cristo basa-

dos sobre una falsa noción de que no hubo suficientes


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testigos oculares. Sobre esta verdad el gran predicador


inglés, Charles Spurgeon, elocuentemente testifica:

¿No le impresiona pensar que muchos eventos de


gran importancia registrados en la historia y co-

múnmente creídos no pudieron, por su misma na-


turaleza, ser presenciados por una décima parte de

quienes fueron testigos de la resurrección de Cris-


to? La firma de famosos tratados afectando a las

naciones, el nacimiento de príncipes, comentarios


hechos por ministros del gabinete, proyectos de
conspiradores y asesinatos. Ninguno de todos es-
tos hechos se ha convertido en un punto de infle-
xión en la historia, y nunca son cuestionados

como hechos, pero pocos han podido estar presen-


tes para atestiguar de ellos… Si la resurrección ha
de ser negada, se le pone fin a todos los testigos, y
hubiéramos dicho deliberadamente lo que David
dijo espontáneamente: “Todos los hombres son

mentirosos”, y desde ahora en adelante todo hom-


bre debe ser escéptico de su prójimo, al grado que
nunca creerá nada que no haya visto; el siguiente
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paso será dudar de toda evidencia percibida por


sus propios sentidos; y luego en qué otros dispara-

tes se meterá el hombre, ni me atrevo a predecir.48

Tercero y final, para que un evento sea confirmado

como histórico o real, los testigos oculares deben demos-


trar su integridad. En otras palabras, ellos deben demos-

trar que son confiables. No es secreto que a lo largo de la


historia del cristianismo, innumerables escépticos se han

esforzado para desacreditar a los testigos del Nuevo Tes-


tamento. Sin embargo, nunca han podido refutar su sin-
ceridad o descalificarlos ética o moralmente. Esto obliga
a los escépticos a dirigir sus ataques a la posibilidad de
autoengaño o a histeria masiva.

Se ha discutido que los discípulos y muchos de los ju-


díos del primer siglo estaban predispuestos a creer en la
resurrección, y por lo tanto, ellos simplemente vieron lo
que quisieron ver. Primero, la nación judía luchaba bajo
la intolerable opresión del Imperio Romano. Por causa

de esto, los judíos de los días de Jesús anhelaban la veni-


da del Mesías y hubieran sido convencidos fácilmente.
Muchos judíos habían seguido varios falsos mesías que se
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habían levantado entre el pueblo, probando que estaban


dispuestos a creer cualquier cosa.49 Segundo, Jesús hizo

muchas predicciones de su futura resurrección. Cuando

se combina con el gran amor de los discípulos por su

maestro, tales profecías hubieran sido un campo perfec-


to para que germinara el autoengaño y la histeria masi-
va.

Varios hechos se levantan contra estas teorías popula-


res. Primero, la gran mayoría de la nación judía rechazó

a Jesús de Nazaret como el Mesías. Su ministerio terre-


nal y su muerte fueron piedra de tropiezo para ellos.50
Añadirle la resurrección a su escandaloso mensaje de la
cruz no hubiera hecho que las afirmaciones mesiánicas

de Jesús fueran más convincentes para los judíos. Ade-


más, esta teoría no toma en cuenta el hecho de que du-
rante las siguientes dos décadas, la gran mayoría de cre-
yentes fueron gentiles, quienes no tenían ninguna pre-
disposición a creer algo del evangelio. Como escriben Le-
wis y Demarest: “El evento ocurrió en aguda antítesis a

lo que ellos, los judíos, habían esperado teológicamente,


y estaba en genuino conflicto con el marco de referencia

de la cosmovisión secular de su tiempo. Para el judío era


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piedra de tropiezo y para el griego era locura, porque la


evidencia requería una Revolución Copernicana en su

teología y cosmología”.51

Segundo, los judíos y gentiles no estaban predispues-

tos a creer en la resurrección, y lo mismo puede definiti-


vamente ser dicho de los discípulos. María Magdalena
fue la primera que vio a Jesucristo después de la resu-

rrección, sin embargo cuando vio la tumba vacía, ella


creyó que alguien se había robado el cuerpo del Señor, y

lo había llevado a un lugar desconocido.52 Incluso, des-


pués de que el reporte de la resurrección de Cristo co-
menzó a divulgarse, los discípulos no lo creyeron. Lucas
registra que las noticias de la resurrección de Cristo “les

parecían locura”, y Marcos escribe que “ellos no creye-


ron”.53 Durante los primeros encuentros con el Cristo re-
sucitado, ellos pensaron que se trataba de un jardinero,
un fantasma, o un mero viajero en el camino a Emaús.54
Estas confusiones sin sentido y hasta cómicas fueron co-
rregidas solo con más apariciones de Cristo y con Su cui-

dadosa exposición de la Ley y los Profetas55. Antes de que


la duda de Tomás pudiera ser removida, ¡él tuvo que ver

las marcas de los clavos en las manos de Cristo, meter su


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dedo en la herida, y su mano en su costado!56 Por esto,


Cristo les reprochó su incredulidad y dureza de corazón,

y los regañó como a hombres necios, quienes eran tardos

de corazón para creer en todo lo que los profetas habían

hablado.57 ¡Estos hechos difícilmente apoyan la afirma-


ción de que los discípulos estaban predispuestos a creer
en la resurrección!

Tercero, un delirio específico o alucinación es usual-


mente limitado a un solo individuo. Pensar que cientos

de personas, quienes afirmaron ser testigos oculares, su-


frieron la misma alucinación es extremadamente impro-
bable. Además, una histeria masiva requiere la ayuda de
poderosas instituciones religiosas o políticas, las cuales

ejercen dominio sobre las masas. Sin embargo, en el caso


de la resurrección de Cristo y del evangelio, las podero-
sas instituciones de ese tiempo se unieron en oposición al
mensaje e hicieron todo lo posible para desacreditarlo.
Quienes difundieron el mensaje eran hombres mayor-
mente sin educación, hombres con poca formación, sin

poder político, religioso o económico para promover su


causa.58
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UNA MENTIRA SIN MOTIVO


Un argumento extremadamente convincente para la rea-

lidad histórica de la resurrección, y frecuentemente pa-

sado por alto, es la dedicación de por vida al evangelio

que hicieron los apóstoles, sin importar el sufrimiento y


pérdida que tal dedicación les significó. Si Cristo no hu-
biera resucitado y los discípulos simplemente hubieran

inventado la historia, entonces podríamos descubrir un


motivo para el engaño. ¿Qué esperaban lograr al inven-

tar tal mentira? Es un hecho histórico que los apóstoles y


la gran mayoría de los primeros discípulos murieron po-
bres, difamados, perseguidos, y odiados. Como escribió
el apóstol Pablo: “Nos difaman, y rogamos; hemos veni-

do a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el dese-


cho de todos” y “Si en esta vida solamente esperamos en
Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos
los hombres”.59
Si estos hombres hubieran inventado la historia de la
resurrección, por las razones típicas por las que los hom-

bres usualmente crean y propagan tales mentiras –rique-


za, fama y poder–, entonces ellos se hubieran retractado

al ver que no lograban su meta deseada. Sin embargo, la


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historia prueba que la mayoría de ellos murieron como


mártires bajo terrible persecución, en lugar de renunciar

a su fe en el evangelio o en la resurrección de Jesucristo,

sobre la cual descansa el evangelio. La única explicación

para tal tenacidad y persistencia a la luz de tal sufrimien-


to y muerte es que la resurrección es verdadera, una rea-
lidad histórica, y los apóstoles y otros cristianos estaban

simplemente comunicando lo que ellos verdaderamente


habían presenciado. Como escribió el apóstol Juan: “Lo

que hemos visto y oído, eso os anunciamos”.60 James


Montgomery Boice escribe: “¿Sobre qué se basó la creen-
cia que tuvieron los discípulos en la resurrección? En
ninguna otra cosa sino en la resurrección misma. Si no

podemos explicar la fe de los discípulos de esta manera,


entonces estaremos frente al mayor enigma de la histo-
ria. Si la consideramos como una resurrección real y apa-
riciones reales del Cristo resucitado, entonces el cristia-
nismo puede entenderse y ofrece una segura esperanza
para todos”.61

Otro factor importante en la ecuación fue contar con


mujeres como testigos. Hombres fraudulentos, esperan-

do propagar una mentira para su propio provecho, nun-


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ca hubieran hecho esto. En el tiempo y la cultura del


Nuevo Testamento, las mujeres no eran consideradas

testigos legítimos en un proceso judicial. Sin embargo,

en los cuatro evangelios las mujeres asumieron un papel

prominente como las primeras testigos de la resurrec-


ción de Jesucristo.62 María Magdalena fue la primera
persona que vio al Señor después de la resurrección, y

ella fue la primera que habló a otros acerca de la resu-


rrección. De hecho, ella es retratada algo así como una

heroína, porque ella creyó y obedeció, frente a la incre-


dulidad de los apóstoles.63 Las mujeres que habían acom-
pañado a María Magdalena a la tumba el domingo en la
mañana fueron las siguientes en ver al Señor, y ellas fue-

ron las primeras comisionadas para llevar las noticias a


otros.64 Si los escritores del Nuevo Testamento hubieran
tratado de realizar un fraude, ellos no hubieran utilizado
a las mujeres como sus principales testigos, al contrario,
ellos hubieran seleccionado a hombres, los testigos más
creíbles delante de los demás.

LA TRANSFORMACIÓN DE LOS DISCÍPULOS


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Uno de los obstáculos más grandes que deben vencer los


escépticos en su negación de la resurrección de Cristo es

la obvia transformación de los discípulos. Si la resurrec-

ción no es una realidad histórica, o peor, si es un fraude,

entonces es inexplicable la supuesta milagrosa transfor-


mación que ocurrió en el carácter y en las obras de los
apóstoles y de otros testigos oculares.

Antes de la resurrección, los discípulos eran tímidos,


temerosos y motivados por su autopreservación. Ellos

abandonaron al Señor cuando fue arrestado, lo negaron


durante su juicio, se ocultaron en su incredulidad, y fue-
ron absorbidos por la desesperación durante los tres días
después de Su muerte.65 Las mujeres entre ellos mostra-

ron mucho más fortaleza moral y esperanza que los mis-


mos hombres que habían sido personalmente comisiona-
dos por Cristo para ser Sus apóstoles. Fueron las mujeres
quienes, el domingo temprano, salieron hacia la tumba,
mientras que los hombres se encerraron en el aposento
alto. Y fueron las mujeres quienes primero creyeron y

proclamaron la resurrección mientras que los hombres


estaban enmudecidos por la duda.
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Sin embargo, después de la resurrección, estos mis-


mos hombres y mujeres llegaron a ser valientes e indó-

mitos defensores de la fe. En Hechos aprendemos que

ellos se enfrentaron al mundo y “lo trastornaron” con el

mensaje del evangelio y la resurrección de Jesucristo.66


Cuando las más poderosas instituciones religiosas y polí-
ticas entre los judíos o gentiles les mandaron que “no ha-

blaran o enseñaran en el nombre de Jesús”, ellos resistie-


ron a su autoridad con un inquebrantable e imparable

compromiso con la persona y mensaje de Cristo.67 El


apóstol Pedro y Juan demostraron esto en su declaración
al Sanedrín: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer
a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de

decir lo que hemos visto y oído”.68


Aunque fueron amenazados, golpeados, encarcelados
y martirizados, los discípulos de Cristo rehusaron negar
o dejar de proclamar lo que ellos habían “visto y oído”.69
En una generación, estos hombres y mujeres, fortaleci-
dos por la verdad de la resurrección de Jesús, extendie-

ron el evangelio a través de todo el mundo conocido.70


Ellos no tenían ningún poder político, religioso o econó-

mico. No tenían credenciales académicas, sin embargo,


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cambiaron el mundo al punto que ninguna maquinaria


política o militar nunca les ha igualado. Si Cristo no hu-

biera resucitado, ¿cómo podría ser explicada tal transfor-

mación en sus vidas? Y ¿cómo podría ser explicado el

éxito de su misión? R. A. Torrey escribe: “Algo tremendo


debió haber ocurrido para explicar tan radical y sorpren-
dente transformación moral como esta. Nada menos que

la resurrección, el hecho de haber visto al Señor, es lo


que la explica”.71

LA CONVERSIÓN DE SUS ENEMIGOS


La transformación radical de los seguidores de Jesucris-

to, después de Su resurrección, no es el único problema


del escéptico. También debe explicar la subsecuente con-
versión de aquellos quienes se opusieron a Jesús y persi-
guieron el movimiento que lo seguía. Aparte de la resu-
rrección, ¿cómo pudo el cristianismo afectar a algunos
de los primeros y más grandes oponentes, especialmente

el medio hermano de Jesús y el infame Saulo de Tarso?


La Escritura dice claramente que durante la vida y

ministerio de Jesús, ni Santiago ni Judas creyeron en Él,


sino que ambos fueron antagónicos hacia su persona y
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ministerio.72 De hecho, la familia de Jesús una vez viajó


de Nazaret a Capernaúm con el propósito de prenderle,

porque ellos pensaban que Él estaba “fuera de sí”.73 Sin

embargo, después de la resurrección, ambos hermanos

se convirtieron radicalmente y llegaron a ser líderes de la


iglesia.74 Podemos ver su devoción a Cristo y su sumisión
a Su señorío en las introducciones a sus epístolas, donde

ellos se refieren a sí mismos como esclavos del Señor Je-


sucristo.75 Ellos fueron transformados de antagonistas

incrédulos a esclavos fieles que voluntariamente some-


tieron sus vidas a Su señorío. ¿Cómo pudo ser posible tal
transformación, aparte de haber aceptado el testimonio
de la Escritura? ¡Ellos habían visto al Cristo resucitado!76

Otro enemigo de la iglesia primitiva, cuya conversión


le añade peso a la proclamación apostólica de la resurrec-
ción, es Saulo de Tarso. En el libro de los Hechos y en sus
propios escritos, Saulo sobresale como el más grande y
feroz enemigo del cristianismo primitivo. En su ignoran-
cia e incredulidad, él vio a Jesús de Nazaret como a un

impostor y a un blasfemo, y pensó que todos quienes lo


seguían eran dignos de cárcel y muerte.77 El Libro de los

Hechos primero lo presenta como alguien que da su total


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aprobación al martirio de Esteban.78 Después lo vemos


yendo donde el sumo sacerdote, “respirando amenazas y

muerte contra los discípulos del Señor”, pidiendo cartas

“a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de

este Camino, los trajera presos a Jerusalén”.79 Sin em-


bargo, en el camino a Damasco, Saulo experimenta una
transformación radical. Él llega a estar convencido de

que Jesús es el Mesías de Israel, es bautizado en Su nom-


bre, e inmediatamente comienza a proclamar a Jesús en

las sinagogas, diciendo: “Él es el Hijo de Dios”.80 Sus


compatriotas judíos respondían con gran asombro di-
ciendo: “¿No es este el que asolaba en Jerusalén a los que
invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos

presos ante los principales sacerdotes?”.81


Las noticias pronto se esparcieron a través de las igle-
sias de Judea de que aquel que antes perseguía la fe aho-
ra estaba predicando la misma fe que en un tiempo trató
de destruir.82 Sin embargo, Saulo había sido un adversa-
rio tan violento con la iglesia que los creyentes no se

atrevían a juntarse con él. Todos le tenían miedo, hasta


que Bernabé lo presentó delante de los apóstoles y ellos

confirmaron su testimonio.83 De esta manera, Saulo de


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Tarso, el mayor enemigo de la fe cristiana, llegó a ser su


más grande defensor y predicador. William Neil escribe:

“Algo que no admite dudas, históricamente, es que el fa-

nático opresor de los nazarenos, que dejó Jerusalén “res-

pirando amenazas y muerte”, entró a Damasco mental-


mente destrozado y físicamente ciego y llegó a ser, des-
pués de recuperarse, el mayor líder de las creencias que

anteriormente él había tratado de destruir”.84


Puesto que el escéptico no puede negar las realidades

históricas de la conversión de Saulo y la transformación


radical de su vida, tiene la obligación de ofrecer una ex-
plicación razonable para este caso. Después de dos mil
años, ¡la iglesia todavía la está esperando!

LAS MULTITUDES A TRAVÉS DE LA HISTORIA


Durante el primer año del cristianismo, un respetado
maestro de los fariseos, Gamaliel, se dirigió al Sanedrín
con gran sabiduría con relación a los seguidores de Je-

sús. Este discurso es digno de citarse completo:

Varones israelitas, mirad por vosotros lo que vais


a hacer respecto a estos hombres. Porque antes de
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estos días se levantó Teudas, diciendo que era al-


guien. A este se unió un número como de cuatro-

cientos hombres; pero él fue muerto, y todos los

que le obedecían fueron dispersados y reducidos a

nada. Después de este, se levantó Judas el galileo,


en los días del censo, y llevó en pos de sí a mucho
pueblo. Pereció también él, y todos los que le obe-

decían fueron dispersados. Y ahora os digo: Apar-


taos de estos hombres, y dejadlos; porque si este

consejo o esta obra es de los hombres, se desvane-


cerá; mas si es de Dios, no la podréis destruir; no
seáis tal vez hallados luchando contra Dios.85

Antes de la venida de Jesucristo, dos falsos mesías ha-

bían aparecido delante de la nación de Israel. Ambos


atrajeron seguidores, pero después de la muerte de los
dos, sus seguidores rápidamente se dispersaron, y nada
más se oyó de sus movimientos. Por lo tanto, Gamaliel
dijo que si la historia de la resurrección era verdadera,

entonces Jesús era el Mesías, y el movimiento continua-


ría, y aquellos que se oponían estarían luchando contra
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Dios. Los últimos dos mil años de historia parecen con-


firmar el argumento de Gamaliel.

Una de las más grandes pruebas de la resurrección de

Jesucristo es la continuación de la fe cristiana a través de

la historia, a través de las naciones, tribus y pueblos del


mundo. Al tiempo presente, ha habido cientos o miles de
millones de personas que testifican tener una relación

personal con Cristo Jesús y que afirman que Él dramáti-


camente les cambió el rumbo de sus vidas. Es importante

notar que este grupo de personas no está limitado a un


subgrupo étnico, político, económico o académico, sino
que incluye a individuos de toda etnia, estrato económi-
co y nivel académico. La iglesia primitiva estaba formada

por individuos que nunca se hubieran reunido por nin-


guna otra circunstancia. Habían griegos y judíos, circun-
cisos e incircuncisos, bárbaros, escitas, esclavos y libres,
pero Cristo era todo en todos.86 Lo mismo puede ser di-
cho hoy.
Es también importante notar que una incontable

multitud de hombres, mujeres y niños quienes han se-


guido a Cristo lo han hecho con gran sacrificio personal.

Algunas estadísticas estiman que el número de los márti-


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res ha alcanzado más de cincuenta millones de creyentes.


Otras, incluso, dicen que el número es mucho mayor.

Todo esto nos lleva a una persistente pregunta: ¿Cuál es

la razón detrás de tal devoción y sacrificio y qué podría

explicar la continuidad de la iglesia en medio de enemi-


gos que han jurado exterminarla? ¡Esto lo hace a uno
confiar que algo verdaderamente pasó la mañana del do-

mingo, cuando las mujeres encontraron la piedra remo-


vida!

1 1 Corintios 15:14, 17

2 1 Corintios 15:17-18

3 1 Corintios 15:15

4 1 Corintios 15:19

5 Apologética es la disciplina de la fe cristiana, la cual emplea la lógica o ar-

gumentos razonados para defender la fe y demostrar los errores en los argu-

mentos de aquellos que se opondrían.


6 Hechos 4:2, 33; 17:18; 24:21

7 1 Corintios 2:1-5. Ver Romanos 1:16 y 1 Corintios 1:18-24

8 Juan 3:3

9 Juan 5:39; 1 Juan 5:6-10

10 2 Corintios 4:6

11 Mateo 12:25: “En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre,

Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de

los entendidos, y las revelaste a los niños”.


12 Esto se dice que fue el testimonio de los soldados soviéticos, quienes trata-
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ron de alejar a los cristianos de su fe en el Cristo viviente.


13 Isaías 36:6; Romanos 1:16

14 Esto lo aprendí del pastor Charles Leiter.

15 Robert Reymond escribe que quienes rechazan las afirmaciones del cris-

tianismo como si no fueran históricas o que fueran mitológicas lo hacen so-

bre “fundamentos críticos y filosóficos muy cuestionables, con los cuales


ellos están simplemente más cómodos psicológica y religiosamente” (A New
Systematic Theology of the Christian Faith [Una nueva teología sistemática
de la fe cristiana]. 1998:581.
16 Lucas 24:25-26

17 Salmos 16:8-11

18 Isaías 53:12

19 Juan 2:19

20 Mateo 12:39-40

21 Mateo 16:21

22 Mateo 27:62-63

23 Esta es conocida como la “teoría del desmayo”, por razones obvias.

24 Juan 19:31-34

25 Mateo 27:64

26 Marcos 14:27; Mateo 26:56; Lucas 22:55-62

27 Mateo 28:11-15

28 Mateo 27:57-61; Marcos 15:42-47; Lucas 23:50-56; Juan 19:38-42

29 Juan 3:1; Lucas 23:50-53; Juan 19:38-42

30 Mateo 27:61; Marcos 15:47; Lucas 23:55

31 Reymond, A New Systematic Theology [Una nueva Teología Sistemáti-

ca]:566
32 Henry Thiessen. Introductory Lectures in Systematic Theology [Leccio-

nes introductorias en Teología Sistemática]. Grand Rapids: Eerdmans.


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1961:246
33 2 Pedro 1:16

34 Hechos 1:21:26

35 Lucas 1:1-4

36 1 Juan 1:1-4

37 Lucas 24:39; Juan 20:27

38 Lucas 24:13-32, 41-49; Juan 21:12-14

39 Hechos 1:9-11

40 Deuteronomio 17:6; 19:15; Mateo 18:16

41 Marcos 16:9-11; Juan 20:11-19; Mateo 28:9-10

42 Marcos 16:12-13; Lucas 24:13-32

43 Lucas 24:34-43; Juan 20:19-25

44 Marcos 16:14; Juan 20:26-31; 1 Corintios 15:5

45 1 Corintios 15:6-7

46 Juan 21:1-23

47 Lucas 24:44-49; Hechos 1:3-8

48 Charles Spurgeon. The Metropolitan Tarbernacle Pulpit [Púlpito del Tar-

bernáculo Metropolitano], 8:218-219.


49 Hechos 5:36-37

50 1 Corintios 1:23

51 Bruce Demarest y Gordon Lewis. Integrative Theology [Teología integra-

dora] Vol.2. Grand Rapids: Baker Academic. 1990:466. Nicolás Copérnico


(1473-1543) fue el primero en sugerir una cosmología heliocéntrica, un mo-

delo del sistema solar en el cual el sol reemplazaba a la tierra como el centro

de los planetas. Esta teoría era un apartarse radicalmente del status quo y
llegó a ser una inflexión en la historia de la ciencia moderna, ahora conoci-

da como Revolución Copernicana. Así, cualquier teoría igualmente radical

suele denominarse como una “Revolución Copernicana”.


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52 Juan 20:2, 13, 15

53 Lucas 24:9-11; Marcos 16:11

54 Juan 20:15; Lucas 24:13-31, 37

55
Lucas 24:25, 44-46
56
Juan 20:24-29
57 Lucas 16:14; 24:25-26

58 Hechos 4:13

59 1 Corintios 4:13; 15:19

60 1 Juan 1:3

61 James Montgomery Boice. Foundations of the Christian Faith: A Com-

prehensible and Readable Theology [Los fundamentos de la Fe Cristiana:


Una teología comprensible y amena]. Downers Grove, ILL: InterVarsity

Press. 1986:358.
62 Mateo 28:1-10; Marcos 16:1-8; Lucas 24:1-12; Juan 20:1-18

63 Marcos 16:9-11; Juan 20:11-18

64 Mateo 28:8-9

65 Mateo 26:56, 69-75; Marcos 16:14; Juan 20:19; Lucas 24:17

66 Hechos 27:6

67 Hechos 4:18

68 Hechos 4:19-20

69 1 Juan 1:1-3

70 Colosenses 1:5-6

71 R.A. Torrey. The Bible and Its Christ [La Biblia y Su Cristo]. Old Tappan,

NJ: Fleming H. Revell. s.f.:92


72 Juan 7:3-4

73 Marcos 3:21

74 Santiago: Hechos 1:14; 12:17; 15:13; 1 Corintios 9:5; 15:7; Gálatas 1:19; 2:9;

Santiago 1:1 y Judas: Judas v. 1; Hechos 1:14; 1 Corintios 9:5


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75 Santiago 1:1; Judas 1:1

76 1 Corintios 15:7

77 1 Timoteo 1:13; 2 Corintios 5:16

78
Hechos 7:58; 8:1
79
Hechos 9:1-2
80 Hechos 9:18-20

81 Hechos 9:21

82 Gálatas 1:22-23

83 Hechos 9:26-27

84 William Neil. The Acts of the Apostles [Los hechos de los apóstoles]. Lon-

dres: Oliphants. 1973:128


85 Hechos 5:35-39

86 Colosenses 3:11
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CAPÍTULO VEINTICUATRO

La ascensión de Jesucristo
como Sumo sacerdote de Su pue-
blo
Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos voso-
tras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.

¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valien-


te, Jehová el poderoso en batalla. Alzad, oh puertas,
vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eter-
nas,y entrará el Rey de gloria. ¿Quién es este Rey de
gloria? Jehová de los ejércitos, Él es el Rey de la gloria.

—Salmos 24:7-11

Por tanto, teniendo un gran Sumo sacerdote que tras-


pasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nues-
tra profesión. Porque no tenemos un Sumo sacerdote
que no pueda compadecerse de nuestras debilidades,
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sino uno que fue tentado en todo según nuestra seme-


janza, pero sin pecado.

—Hebreos 4:14-15

Las Escrituras afirman que cuarenta días después de la


resurrección Cristo ascendió al cielo, delante de un gran
grupo de Sus discípulos. Leemos en el libro de los He-

chos: “Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue


alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos”.1
El evangelio de Lucas testifica: “Y aconteció que bendi-
ciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cie-

lo”.2 Marcos declara: “Y el Señor, después que les habló,


fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de
Dios”.3 El apóstol Pablo lo describe así: “Dios fue mani-
festado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los
ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, re-

cibido arriba en Gloria”.4


La resurrección y la ascensión de Cristo fueron las
pruebas precursoras de su coronación y entronización a

la diestra de Dios. Según la Escritura, el Padre ha glorifi-


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cado al Hijo junto a Sí mismo con la gloria que tuvo con


Él antes de la fundación del mundo.5 Sin embargo, la glo-

ria que ha vuelto a recibir es mayor que la gloria que Él

rehusó ejercer cuando vino al mundo.6 Ahora Él se sienta

a la diestra del Padre no solo como la plenitud de la Dei-


dad, sino como el Hombre glorificado; no solo como el
Gobernador, sino como el Redentor y Sumo sacerdote. Él

es Dios el Hijo y el segundo Adán; Él es el Rey con cora-


zón de león y el Cordero que fue inmolado; Él es el Juez

de toda la tierra y el Gran Sumo Sacerdote que se ofreció


a sí mismo como propiciación por los pecados de Su pue-
blo.

LA ASCENSIÓN DE CRISTO
Para iniciar nuestra consideración sobre este majestuoso
tema de la ascensión, debemos poner nuestra atención
en las Escrituras del Antiguo Testamento. El Salmo 24 es
una liturgia procesional que celebra la entrada del Señor

en Sion. La iglesia por largo tiempo ha interpretado este


salmo como una celebración de la ascensión de Cristo a

la Jerusalén celestial y al “más grande y más perfecto ta-


bernáculo no hecho de manos de hombre”.7 Aunque has-
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ta qué punto este salmo debe ser aplicado a Cristo ha sido


un debate en años recientes, los reformados, puritanos y

algunos de los más grandes teólogos y expositores a lo

largo de la historia de la iglesia lo han interpretado cris-

tológicamente. Aquí seguimos su dirección y encontra-


mos en este salmo la gloria de Cristo al ascender a la dies-
tra de Dios.

Los primeros seis versículos del Salmo 24 tratan una


pregunta sumamente importante: “¿Quién puede entrar

en la presencia del Señor?” Como veremos, los requisitos


son estrictos e inflexibles: “¿Quién subirá al monte de
Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de
manos y puro de corazón; El que no ha elevado su alma a

cosas vanas, Ni jurado con engaño”.8 Después de leer el


texto, debemos inmediatamente reconocer que nosotros
no calificamos para ascender al monte del Señor o entrar
en Su lugar santo. Nuestras manos no son limpias, nues-
tros corazones son impuros, nuestras almas están llenas
de idolatría, y nuestros labios son contaminados con en-

gaño. Nuestros pecados han hecho una separación entre


nosotros y Dios, y han cerrado la entrada al cielo como

fue difícil entrar a Jericó, de manera que ninguno puede


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salir ni entrar.9 El veredicto en contra nuestra es justo:


no hay justo, no, ni siquiera uno.10 Abandonados a nues-

tra suerte, no tenemos recursos, excepto cerrar nuestras

bocas y esperar nuestra condenación.11 Aunque nos lavá-

ramos con nieve y nos limpiáramos con lejía, la mancha


de nuestra iniquidad está delante de Él.12 No podemos en-
trar ni acercarnos.

De toda forma imaginable la humanidad está total-


mente descalificada, pero hay Uno entre nuestra raza

que ha atravesado los cielos y está de pie delante del tro-


no de Dios como abogado, representando a Su pueblo:
Jesucristo el justo.13 Él es un descendiente de Adán y, por
lo tanto, es verdaderamente uno de los nuestros. En su

peregrinaje terrenal fue como nosotros en todo, pero sin


pecado.14 Glorificó a Dios en cada pensamiento, palabra,
y hecho; amó al Señor Su Dios con todo Su corazón,
alma, mente y fuerzas.15 Una obediencia continua marcó
el curso de Su vida.16 Fue intachable respecto a la ley, y
delante de la resplandeciente luz blanca de la santidad de

Dios que expone todas las tinieblas, se paró sin sombra ni


mancha. Las Escrituras declaran que Dios juzga todo

error, aun de Sus ángeles, pero en Jesús solo encontró


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santidad perfecta e infinita justicia.17 Él fue santo, ino-


cente, sin mancha, apartado de los pecadores; el único

miembro de la raza de Adán quien fue aprobado por Dios

sobre la base de sus propios méritos.18 Fue el único de

quien Dios dijo: “Este es Mi Hijo amado, en quien tengo


complacencia”.19
En el Salmo 24:7, vemos a este Hombre impecable,

Jesús de Nazaret, que ascendió y está delante de las puer-


tas de los cielos. Allí levanta su voz y exclama: “Alzad, oh

puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eter-


nas, y entrará el Rey de gloria”.20 ¡Cuánto aumentaría
nuestro aprecio por Jesucristo si pudiéramos captar solo
un destello de lo que está pasando aquí! Por causa de Su

virtud, Él se para frente a las puertas de los cielos y les


manda que se abran. Al sonido de su voz, los ángeles co-
rren a la orilla para dar una mirada sobre el muro y así
lograr captar un destello de Él.21 Ellos preguntan:
“¿Quién es este Rey de gloria que las puertas de los cielos
le ceden el paso? ¿Quién es este Hombre que viene en Su

propio nombre y exige la entrada por causa de su propia


virtud?”. Incluso los grandes serafines inclinan su rostro

y se cubren a sí mismos en la presencia de Dios, recono-


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ciendo que ellos no tienen justicia propia, y demostrando


que su virtud y gloria se derivan de Dios y son resultado

de Su gracia.22 Ellos no se enorgullecen de su virtud y no

demandan nada en su propio nombre. Sin embargo, ¡este

Hombre no solo reclama el cielo, sino el trono mismo de


Dios! Entonces, ¿quién es este Rey de gloria? En respues-
ta a la pregunta, Cristo levanta su voz una segunda vez y

exclama: “Jehová el fuerte y valiente, Jehová el podero-


so en batalla. Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y al-

zaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de glo-


ria”.23
Este segundo mandato deja en silencio todas las de-
más preguntas. La fortaleza de Su voz revela Su identi-

dad. Es el Verbo hecho carne, el Hijo del Hombre ascen-


diendo a donde estaba antes.24 Sin retraso, los antiguos
pernos se quiebran, la madera tiembla y las puertas ce-
den el paso a Jesús de Nazaret:

El Hijo de Dios,25 el Hijo de Adán,26con cebido por

el Espíritu Santo,27 nacido del linaje de David,28la


plenitud de la deidad, en forma corporal.29
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El León de la tribu de Judá,30 el Cordero que quita


el pecado del mundo.31Sin aver gonzarse delante

del trono de Dios,32 no se avergüenza de llamarnos

hermanos,33El Juez de los vi vos y de los muertos,34

el Intercesor por Su pueblo.35

Los ángeles repetirán la gloria de ese momento a tra-

vés de las edades. El victorioso Hijo regresa, llevando las


cicatrices que prueban Su triunfo. Él ha pagado la deuda,

el acta de los decretos en contra de Su pueblo, y la clavó


en la cruz.36 Él venció e hizo un espectáculo público del
maligno, quien había esclavizado a Su pueblo bajo pena
de muerte.37 Vindicó la justicia de Dios, quien justifica al
impío.38 Por esto, todos los cielos miran al que fue traspa-

sado y gritan con fuerte voz: “El Cordero que fue inmola-
do es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría,
la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza”.39
Al pasar el Cristo victorioso a través de las puertas
eternas, el Padre le indica que suba al trono y tome Su lu-

gar legítimo a Su lado. Allí se sentó más alto que todo


principado y autoridad y poder y señorío y nombre algu-
na vez nombrado, no solo en esta era, sino en la por ve-
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nir, con el propósito de que todos honren al Hijo como


honran al Padre.40 De esta forma, la profecía de David

fue totalmente cumplida: “Jehová dijo a mi Señor, sién-

tate a Mi diestra”.41

Jesús de Nazaret, nuestro hermano, es el Rey de glo-


ria. Él no es un dios advenedizo o una buena criatura que
subió de rango. Él es el eterno Hijo de Dios, quien no es-

timó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino


que se despojó a Sí mismo de Su gloria, se vistió de hu-

manidad y murió en propiciación por los pecados de Su


pueblo.42 Al tercer día resucitó de entre los muertos, y
después de presentarse vivo con muchas pruebas indubi-
tables, ascendió a los cielos y se sentó a la mano derecha

de la Majestad en las alturas.43 Allí fue entronizado como


el Sumo sacerdote y Precursor de Su pueblo, como el Se-
ñor y Juez de todo.

CRISTO COMO EL MEDIADOR

Cuando el Hombre Jesucristo ascendió a la mano dere-


cha de Dios, Él tomó sobre Sí la mediación de todo entre

Dios y la creación. El propósito del Padre al darle esta


función tiene varias facetas, y cada una demuestra la su-
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premacía del Hijo y el infinito amor del Padre hacia Él. El


rol de Cristo como mediador es una manifestación en el

tiempo y en la creación de una relación entre el Padre y

el Hijo que ha existido a través de la eternidad. Primero,

debemos entender que siempre ha sido el propósito del


Padre y Su beneplácito que Su Hijo tenga preeminencia
sobre todas las cosas y que nada sea hecho independien-

temente de Él.44 Por esta razón, Dios siempre ha estado


complacido de tratar con la creación a través de Su Hijo,

y Él redime al mundo a través de Su Hijo.45 Un día, el Pa-


dre juzgará al mundo a través de Su Hijo.46
Segundo, debemos entender que la obra de mediación
del Hijo en el Calvario siempre será el epicentro de la re-

velación de Dios a su creación. Su centralidad y preemi-


nencia no va a menguar a través de la eternidad, sino que
aumentará mientras la creación redimida continúe su in-
terminable búsqueda de las glorias del evangelio.
Tercero, siempre debemos recordar y gloriarnos en el
hecho de que todo bien y don perfecto viene de Dios, que

ha bendecido a la creación, lo cual ha sido a través de y


para la honra de Su Hijo.47 Tanto los que adoran a Dios

como aquellos que lo maldicen le deben todo bien, que


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jamás han conocido, a la mediación de Su Hijo.48 La co-


rrecta relación de la iglesia con Dios y con los dones que

le fueron dados es por causa de y para la gloria de Su

Hijo.49 ¡La lluvia que cae sobre los impíos y el sol que ca-

lienta sus rostros son dados a través de Él!


Cuarto, debemos entender que la encarnación trajo
un nuevo y maravilloso aspecto de la obra mediadora del

Hijo. El Hombre Jesucristo, el eterno Hijo de Dios y ver-


dadero Hijo de Adán ahora sustenta, gobierna e interce-

de en el universo, todo por Su encarnación y final glorifi-


cación en la carne. Las implicaciones de esta verdad son
asombrosas. La culminación del propósito para la crea-
ción ha sido alcanzada por Jesús de Nazaret y a través de

Él.

CRISTO NUESTRO PRECURSOR


El registro de la creación en Génesis nos explica que Dios
creó al hombre a Su imagen y deseaba que gobernara so-

bre la tierra como Su representante.50 El hecho de que


Dios le confiriera tal privilegio a una criatura de barro

movió al salmista a exclamar con asombro:


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Cuando veo tus cielos, obra de Tus dedos, la luna y


las estrellas que Tú formaste, digo: “¿Qué es el

hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo

del hombre para que lo visites? Le has hecho poco

menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de


honra. Le hiciste señorear sobre las obras de Tus
manos; todo lo pusiste debajo de sus pies.51

Dios puso todas las cosas bajo los pies de nuestro pa-

dre Adán. Lo hizo para que fuera la corona de la crea-


ción, la cabeza de la raza y el gobernador sobre las obras
de Dios. Sin embargo, rápidamente cayó bajo el engaño
de la serpiente y se unió a ella en su rebelión.52 Como re-
sultado el hombre perdió su lugar exaltado, lanzando a

toda la creación al caos, la vanidad y la esclavitud de la


corrupción.53 Además, el hombre tuvo que dejar la pre-
sencia de Dios y quedó bajo la justicia divina, resultando
en su muerte.54
Desde la perspectiva del hombre, el paraíso se perdió

y la recuperación era absolutamente imposible. Pero, en


el misterio de la providencia de Dios, una gran obra pla-
neada antes de la fundación del mundo sería manifesta-
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da.55 Cuando llegó el cumplimiento de los tiempos, Dios


envió a Su Hijo para unirse a la raza caída de Adán, para

redimir un pueblo para Dios, y a restaurarlo a una gloria

que excedería con creces aquella que había sido perdi-

da.56 Este es el gran argumento del capítulo 2 del libro a


los Hebreos:

Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero,


acerca del cual estamos hablando; pero alguien

testificó en cierto lugar, diciendo: “¿Qué es el


hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del
hombre, para que le visites? Le hiciste un poco
menor que los ángeles, Le coronaste de gloria y de
honra, y le pusiste sobre las obras de Tus manos;

todo lo sujetaste bajo sus pies”. Porque en cuanto


le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea suje-
to a él; pero todavía no vemos que todas las cosas
le sean sujetas. Pero vemos a Aquel que fue hecho
un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado

de gloria y de honra, a causa del padecimiento de


la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la
muerte por todos.57
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Según la sabiduría dada al escritor de Hebreos, Dios


tiene un plan para una nueva creación, para un mundo

que está por venir.58 Este nuevo mundo no estará sujeto a

los ángeles, sino a aquellos que han sido redimidos de la

raza caída de Adán. Por esto, el eterno Hijo de Dios fue


hecho un poco menor que los ángeles, de manera que Él
gustase la muerte, por todo Su pueblo, redimiéndolo de

la pena de la muerte, y lo restaurara a la gloriosa posi-


ción que Dios había designado para ellos.

Al presente, es obvio que todo este diseño no ha sido


completamente cumplido, porque no vemos todavía to-
das las cosas sujetas al pueblo redimido de Dios.59 Sin
embargo, vemos a Jesús resucitado de entre los muertos,

que ascendió a la mano derecha de la Majestad en las al-


turas, y coronado con gloria y honor.60 Él fue delante de
Su pueblo, como el Autor de su salvación.61 ¡Él es la pro-
mesa de una presente esperanza y el Precursor quien lle-
vará consigo muchos hijos a la gloria! Las Escrituras de-
claran que la creación misma desea con ansiedad la ma-

nifestación de los hijos de Dios, y gime por su liberación


de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria

de los hijos de Dios. ¡Por causa de este Hombre, Jesús, la


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creación no será decepcionada, y nosotros tampoco lo se-


remos!

CRISTO NUESTRO SUMO SACERDOTE


A lo largo de la historia, el gran problema del hombre
caído ha sido la necesidad de un mediador, que sea capaz

de tratar con Dios en igualdad de condiciones, y también


que pueda tratar con el hombre en su miserable condi-

ción caída. Para calificar como el mediador entre Dios y


el hombre, fue necesario que ambas naturalezas de ese
mediador, la divina y la humana, fueran “inseparable-
mente unidas en una persona, sin conversión, composi-

ción o confusión”.62 Siendo la plenitud de la Divinidad y


siendo igual a Dios, tal persona sería capaz de tratar con
Dios.63 Siendo un verdadero hombre, capaz de ser tenta-
do en todo, pero sin pecado, Él podría comprender las
debilidades del hombre e interceder por él.64 Estas son
las cualidades requeridas para el mediador, y para la glo-

ria de Dios y la consolación de las almas, todas han sido


cumplidas en la persona de Jesús de Nazaret. Él es Dios

en su plenitud y comparte por igual todos los atributos,


glorias y alabanzas de la Deidad.65
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De la misma manera, Él es completamente hombre.66


En la encarnación, Él fue hecho semejante a sus herma-

nos en todas las cosas, y fue tentado en todas las cosas,

pero sin pecado.67 Por esta razón, Él es un fiel y miseri-

cordioso Sumo sacerdote que puede tratar con los igno-


rantes y equivocados, y compadecerse de sus debilida-
des.68 Por su propia virtud, Él ha pasado a través de las

puertas de los cielos para defender nuestra causa delante


del mismo trono de Dios.69 Él se para delante de Dios sin

nada de que avergonzarse, y tampoco se avergüenza de


llamarnos hermanos.70 Vestido con humanidad glorifica-
da, Él ha llegado a ser el Hombre “que ha ido delante de
nosotros” a la gloria y el Hombre que nos representa de-

lante del trono de Dios. Allí, Él se sienta en el trono como


el representante de Su pueblo, y Él vive para siempre
para interceder por ellos.71
El patriarca Job deseaba un mediador quien fuera
particularmente calificado para poner su mano entre
Dios y el hombre.72 Aquel que Job deseó está ahora fir-

memente establecido a la mano derecha de Dios. Al final


de los tiempos, Él erradicará el pecado por Su sacrificio,

y ha entrado al cielo para presentarse delante de Dios por


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Su pueblo.73 Por medio de Él tenemos un ancla para


nuestra alma, una segura y firme esperanza que penetra

hasta dentro del velo.74 Él puede salvarnos perpetuamen-

te, porque Él vive para siempre para interceder por noso-

tros.75
Aunque Cristo logró nuestra redención en el Calvario
y llenó todos los requisitos para nuestra justificación, las

Escrituras enseñan que Cristo continúa intercediendo


por su pueblo.76 Esta es una de las doctrinas más bellas,

pero es frecuentemente malentendida. El destacado eru-


dito bíblico, Charles Hodge escribió: “Con relación a la
naturaleza de la intercesión de Cristo, poco puede decir-
se. Hay un error en llevar muy lejos las representaciones

de la Escritura, y hay error también en restarles impor-


tancia”.77 John Murray escribió lo siguiente:

El carácter de la intercesión de nuestro Señor al-


gunas veces ha sido grotescamente tergiversado
en el pensamiento cristiano popular. No debe pen-

sarse de Él como alguien que está orando de pie


por siempre, delante del Padre, con los brazos al-
zados, como las figuras que aparecen en los mosai-
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cos de las catacumbas, y con fuertes gritos y lágri-


mas suplicando por nuestra causa en la presencia

de un Padre reacio, sino debe entenderse como un

Sacerdote-Rey sentado en el trono, pidiendo lo

que Él desea del Padre, quien siempre lo escucha y


le concede sus peticiones. La vida de nuestro Se-
ñor en el cielo es Su oración. La ofrenda de Sí mis-

mo entregada una sola vez es totalmente aceptable


y eficaz, Su contacto con el Padre es inmediato e

ininterrumpido, Su ministerio sacerdotal por Su


pueblo es para siempre y, por lo tanto, la salva-
ción, la cual Él les asegura, es absoluta.78

Ante las advertencias de tan renombrados eruditos,

debemos preguntarnos: “¿Qué significa realmente que


Cristo sea nuestro Sumo sacerdote que vive siempre para
hacer intercesión por nosotros?79 En la siguiente sección
consideraremos cuatros verdades relacionadas con lo di-
cho.

JESÚS PAGÓ POR SU PUEBLO


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Primero, la intercesión de Cristo incluye el que se haya


presentado una vez por todas delante de Dios, a favor

nuestro, como el sacrificio por nuestros pecados. No de-

bemos pensar que la intercesión permanente de Cristo es

necesaria para completar algo que faltó a su expiación o


para buscar el perdón de los pecados de Su pueblo. Las
Escrituras son claras en decir que Cristo fue manifestado

cuando se cumplió el tiempo para quitar el pecado una


sola vez y para siempre, y para obtener nuestra reden-

ción eterna al ofrecerse a Sí mismo.80 El autor de la carta


a los Hebreos lo afirma de esta manera: “Y ciertamente
todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo
muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden

quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una


vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha
sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperan-
do hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de
sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para
siempre a los santificados”.81

La muerte de Cristo una vez y para siempre resuelve


el asunto de los pecados pasados, presentes y futuros del

creyente. Por esta razón no debemos pensar en Cristo pa-


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rado o postrado delante del Padre, suplicando perdón


por los continuos pecados de su pueblo. Su sesión82 (estar

sentado) a la mano derecha de Dios es la gran y eterna

conmemoración de que el pago fue hecho. Es el monu-

mento permanente que no debe olvidarse.

JESÚS ORA POR SU PUEBLO


Segundo, el rol de Jesucristo como intercesor no es me-

ramente representativo, sino que también implica real


intercesión o presentar oraciones y peticiones a Dios a
favor de Su pueblo. Para demostrar esto, consideraremos
brevemente tres textos:

“¿Quién es el que condenará? Cristo es el que mu-


rió; más aun, el que también resucitó, el que ade-
más está a la diestra de Dios, el que también inter-
cede por nosotros”.83

“Por lo cual puede también salvar perpetuamente


a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siem-
pre para interceder por ellos”.84
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“Por tanto, Yo le daré parte con los grandes, y con


los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó

Su vida hasta la muerte, y fue contado con los pe-

cadores, habiendo Él llevado el pecado de muchos,

y orado por los transgresores”.85

Cuando el apóstol Pablo y el escritor de Hebreos se re-

fieren al ministerio intercesor de Cristo, ellos utilizan la


misma palabra griega: entugcháno, la cual claramente

denota el acto de orar, suplicar o interceder.86 En esta


profecía sobre el futuro ministerio intercesor del Mesías,
Isaías emplea el verbo hebreo paga, el cual significa ha-
cer peticiones o intervenir.87 Por lo tanto, para ser fiel al
significado original y el contexto de los términos, debe-

mos concluir que la intercesión de Cristo también inclu-


ye Sus peticiones a Dios por Su pueblo.
Es en este ministerio de intercesión, en el que brilla el
poder y la majestad de la doble naturaleza de Cristo.
Como omnisciente Dios, Él conoce toda prueba, tenta-

ción y necesidad de Su pueblo, inmediatamente, sin es-


fuerzo, simultánea y exhaustivamente.88 Como un hom-
bre que fue tentado en todo, Él puede compadecerse de
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Su pueblo y venir en su auxilio cuando atraviesa proble-


mas.89 Como el Dios-Hombre, Él puede entrar al mismo

trono de Dios e interceder por Su pueblo con un perfecto

conocimiento de su necesidad, una perfecta compasión

hacia ellos, y una perfecta comprensión de la voluntad


de Dios.
Aunque desearíamos una descripción más detallada

de la naturaleza exacta de la intercesión celestial de Cris-


to por Su pueblo, la cual no tenemos, debemos tratar el

asunto con mucha cautela. La Escritura casi guarda silen-


cio sobre el tema. Sin embargo, nosotros podemos tener
una idea al considerar la naturaleza de la intercesión de
Cristo durante su ministerio terrenal. John Murray es-

cribe:

La enseñanza y obra de Cristo en la tierra debió


haber animado a Sus discípulos a reconocer en Él a
su principal intercesor. “He rogado por Ti –le dijo
a Simón Pedro durante la Santa Cena– que tu fe no

falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus herma-


nos” (Lucas 22:32). Si se preguntara qué forma tie-
ne Su intercesión celestial, ¿qué mejor respuesta
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puede darse que decir que Él todavía hace por Su


pueblo, estando a la mano derecha de Dios, lo mis-

mo que hizo por Pedro en la tierra? Y la oración

registrada en Juan 17, también pertenece a la mis-

ma noche en la cual Él fue traicionado, es bien lla-


mada Su “oración sacerdotal” y un cuidadoso estu-
dio de ella nos ayuda mucho a entender cual es la

intención aquí, cuando se describe a nuestro Se-


ñor intercediendo por aquellos que vendrán a Dios

a través Suyo.90

JESÚS DEFIENDE A SU PUEBLO DE SATANÁS

Tercero, la intercesión de Cristo incluye Su defensa del


creyente contra las acusaciones del Diablo, y de cualquie-
ra que se alinee con él. Las Escrituras se refieren al Dia-
blo como el acusador de los hermanos, quien los acusa
delante de Dios, día y noche.91 De hecho, el nombre Dia-
blo es traducido de la palabra griega diábolos, la cual sig-

nifica un acusador o uno propenso a acusar o difamar.


En esta vida, el Diablo constantemente calumnia y acusa

a los cristianos, pero Cristo los defiende delante del tro-


no de Dios. Es importante notar que esta defensa no se
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fundamenta en la inocencia del creyente, su mérito o en


la credibilidad de la acusación del Diablo. Si así fuera,

podría fracasar, porque nosotros frecuentemente somos

culpables y el Diablo está en lo correcto de lo que nos

acusa. Por el contrario, nuestra defensa se fundamenta


en la perfecta e inmutable obra de Cristo a favor del cre-
yente. Él ha pagado totalmente por cada crimen que he-

mos cometido y así ha anulado toda acusación que el Dia-


blo –con razón- pudiera presentar en contra nuestra. Es

esta confianza la que llevó a Pablo a escribir: “¿Quién es


el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que
también resucitó, el que además está a la diestra de Dios,
el que también intercede por nosotros”.92 La pregunta

del apóstol es, desde luego, retórica. Él sabe que el único


que tiene el derecho de condenarnos es el mismo que
murió para librar al creyente de toda condenación. Las
acusaciones del Diablo no pueden de ninguna manera re-
sistir a lo hecho por la sangre de Cristo. Incluso, el más
débil entre el pueblo de Dios vencerá al más grande entre

los demonios, por causa de la sangre del Cordero.93 Ade-


más, también es importante señalar que Cristo no solo

intercede por Su pueblo contra las acusaciones del Dia-


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blo, sino que también intercede por ellos mientras son


atacados por el maligno. La noche anterior a la crucifi-

xión, Jesús le dijo a Pedro que Satanás lo había pedido

para zarandearlo como a trigo, pero Jesús le dijo que Él

había orado para que su fe (la de Pedro) no faltara.94 Él ha


hecho lo mismo por un sinnúmero de creyentes a través
de los dos mil años de historia de la iglesia, y continuará

haciéndolo hasta el fin del tiempo.

JESÚS CONSUELA A SU PUEBLO


Cuarto y final, la intercesión de Cristo es el más grande
consuelo para Su pueblo. El creyente tiene una relación

correcta con Dios e inmutable, a través de la expiación.


Además, la obra de regeneración y morada del Espíritu
Santo le da un nuevo poder sobre el pecado. Sin embar-
go, el creyente está dolorosamente consciente de sus de-
bilidades y de sus frecuentes fracasos. Esto lo dejaría aba-
tido y sin esperanza, si él no tuviera a un misericordioso

Sumo sacerdote en los cielos, quien es capaz de tratar


amorosamente con el ignorante y extraviado.95

Los capítulos cuatro y cinco del libro a los Hebreos


claramente demuestran esta verdad. Allí aprendemos
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que hay dos verdades poderosas que operan en la vida de


cada creyente. La primera tiene que ver con el poder de

la Palabra de Dios para exponer, incluso, los más ocultos

pensamientos y hechos en la vida del creyente. “Porque

la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que


toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y
el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los

pensamientos y las intenciones del corazón”.96 Él conoce


cada pensamiento, palabra y hecho del creyente, -“no

hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia;


antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los
ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta”.97
Estas dos verdades, el poder de la Palabra de exponer

nuestro pecado y la omnisciencia de Dios, de quien el


hombre no se puede esconder, serían suficientes para pa-
ralizar al creyente y echarlo a un mar de incertidumbre y
duda. Sin embargo, esto no es lo que ocurre, porque el
creyente encuentra en Jesucristo un misericordioso y
fiel Sumo sacerdote que puede compadecerse de él, en

sus debilidades, porque Él fue tentado en todo, pero sin


pecado.98 Por esta razón, la duda y el temor no apartan al

creyente, sino que tenemos confianza para acercarnos al


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trono de gracia, para que podamos alcanzar misericordia


y hallar gracia para el oportuno socorro.99 El siguiente

himno, escrito por Charitie L. Bancroft, poderosamente

retrata esta gloriosa verdad:

Ante el trono celestial Él intercede hoy por mí


Gran sacerdote es amor

Quien vive por la eternidad


Y en sus manos por su amor

Mi nombre ya grabado está


Y mientras en el cielo esté
Nadie de Él me apartará
Nadie de Él me apartará

Cuando enfrente tentación

De sentir condenación
Al ver al cielo encontraré
Al inocente que murió
Porque el perfecto Hijo de Dios
Manchó sus manos con dolor
Y el Padre justo me aceptó
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Al ver a su Hijo en esa cruz


Al ver a su Hijo en esa cruz100

Allí el Cordero redentor


Mi amado y santo salvador

El inmutable gran Yo Soy


El Rey de gracia y majestad

Unido a Él no moriré
Pues con Su sangre me compró

Mi vida escondida está


Con Cristo Dios mi Salvador
Con Cristo Dios mi Salvador

¡Aleluya al fiel Señor,


Aleluya al Rey de amor!

1 Hechos 1:9

2 Lucas 24:51

3 Marcos 16:19

4 1 Timoteo 3:16

5 Juan 17:5

6 Filipenses 2:6-8

7 Hebreos 9:11, 24
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8 Salmos 24:3-4

9 Isaías 59:2; Josué 6:1

10 Romanos 3:10

11
Romanos 3:19
12
Job 9:30-31; Jeremías 2:22
13 Hebreos 4:14; 1 Juan 2:1

14 Hebreos 4:15

15 1 Corintios 10:31; Mateo 22:37; Marcos 12:30; Lucas 10:27

16 Juan 8:29

17 Job 4:18

18 Hebreos 7:26

19 Mateo 3:17; 17:5; Marcos 1:11; 9:7; Lucas 3:22

20 Salmos 24:7

21 Este pensamiento viene del comentario de Charles Spurgeon sobre el sal-

mo 24 en The Treasury of David [El tesoro de David] Vol.1. Grand Rapids:


Zondervan. 1950:377
22 Isaías 6:1-2

23 Salmos 24:8-9

24 Juan 1:1, 14; 6:62

25 Juan 1:34

26 Lucas 3:23-38; 1 Corintios 15:45

27 Mateo 1:20

28 Romanos 1:3

29 Colosenses 2:9

30 Apocalipsis 5:5

31 Juan 1:29

32 Hebreos 9:24

33 Hebreos 2:11
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34 Hechos 10:42; 2 Timoteo 4:1

35 1 Juan 2:1. Poema compuesto por el autor.

36 Colosenses 2:14

37
Colosenses 2:15; Hebreos 2:14-15
38
Romanos 3:25-26
39 Apocalipsis 5:12

40 Efesios 1:21; Juan 5:23

41 Salmos 110:1

42 Filipenses 2:6-9; Romanos 3:25; 1 Juan 2:1-2

43 Hechos 1:3; Hebreos 1:3

44 Colosenses 1:18; Juan 1:3

45 Juan 1:3; Colosenses 1:16; Hebreos 1:3; Juan 1:1, 14, 18; 3:17; 12:41; Isaías

61:1-3; Hechos 4:12


46 Juan 5:22; Hechos 10:42; 17:31; Romanos 2:16

47 Santiago 1:17

48 Juan 1:3-4

49 Efesios 1:7-8

50 Génesis 1:26

51 Salmos 8:3-6

52 Génesis 3:1-7

53 Génesis 3:14-19; Romanos 8:20-22

54 Génesis 3:24; 2:16-17; Romanos 6:23

55 1 Pedro 1:20; Isaías 46:9-10

56 Gálatas 4:4

57 Hebreos 2:5-9

58 Hebreos 2:5

59 Hebreos 2:8
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60 Hebreos 2:9; 1:3

61 Hebreos 2:10 “Capitán de su salvación” (New King James Version); “Autor

de su salvación” (New American Standard Bible); “Fundador de su salva-


ción” (English Standard Version).
62
1689 London Baptist Confession [La confesión bautista de Londres de

1689] capítulo 8.2. http://www.chapellibrary.org/files/archive/pdf-spa-


nish/lbcos.pdf
63 Colosenses 2:9; Filipenses 2:6

64 Hebreos 4:15

65 Juan 1:1, 14; Filipenses 2:6

66 1 Timoteo 2:15

67 Juan 1:1, 14; Hebreos 2:14-18; 4:15; 2 Corintios 5:21

68 Hebreos 2:17; 4:15; 5:1-4

69 Hebreos 4:14-15; 9:11-12

70 Hebreos 2:11

71 Hebreos 7:25

72 Job 9:28-35

73 Hebreos 9:24-26

74 Hebreos 6:19

75 Hebreos 7:25

76 Juan 19:30; Romanos 4:25

77 Charles Hodge. Systematic Theology [Teología sistemática], 2 vol. New

York: Scribner, Armstrong and Co. 1871-1872:593


78 John Murray. The Epistle to the Romans, The International Commen-

tary on the New Testament [La epístola a los Romanos, El comentario inter-
nacional del Nuevo Testamento]s.f:155. El texto dentro de una cita más ex-

tensa fue tomada de H.B. Swete. The Ascended Christ [El Cristo ascendido].

Londres. 1921:95
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79 Hebreos 7:25

80 Hebreos 9:12, 26-28 (Ver también Hebreos 7:27; 10:10; 1 Pedro 3:18).

81 Hebreos 10:11-14

82
La palabra sesión, o la expresión sesión de Cristo suelen utilizarlas los
teólogos para referirse a Cristo “sentado” a la mano derecha de Dios.
83 Romanos 8:34

84 Hebreos 7:25

85 Isaías 53:12

86 Romanos 8:34; Hebreos 7:25. Ver a Wayne Grudem. Systematic Theology

[Teología sistemática]. Grand Rapids: Zondervan. 1994:627-628.


87 Isaías 53:12

88 Paul David Washer. The One True God [El único y verdadero Dios]. Han-

nibal, Miss: Granted Ministries Press. 2009:40.


89 Hebreos 4:15; 2:16:18

90 Murray. The Epistle to the Romans [La epístola a los Romanos]: 154-155

91 Apocalipsis 12:10

92 Romanos 8:34

93 Apocalipsis 12:11

94 Lucas 22:31-32

95 Hebreos 5:1-2

96 Hebreos 4:12

97 Hebreos 4:13

98 Hebreos 2:16, 18; 4:14-15

99 Hebreos 4:16

100 Charitie L. Bancrof. “Before the Throne of God Above” [Ante el trono ce-

lestial]. 1863. https://www.facebook.com/ mishimnoscristianos/ videos/

vb.1399624026951596/1412103715703627/ ?type=3&permPage=1. Letra y mú-


sica adicional adaptada por Vikki Cook.
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CAPÍTULO VEINTICINCO

La ascensión de Jesucristo
como Señor de todo
Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le
dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en

el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que es-


tán en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y
toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para
gloria de Dios Padre.

—Filipenses 2:9-11

La cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos


y sentándole a Su diestra en los lugares celestiales, so-
bre todo principado y autoridad y poder y señorío, y

sobre todo nombre que se nombra, no solo en este si-


glo, sino también en el venidero; y sometió todas las
cosas bajo Sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las
cosas a la iglesia.
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—Efesios 1:20-22

La ascensión de Cristo no solo nos asegura que la Iglesia

tiene un Mediador, sino también que el universo tiene


un Señor y Juez. El salmo 24 se refiere al Cristo que as-
cendió como el Rey de gloria, a quien las puertas del cielo

están sujetas.1 Porque Él es soberano sobre el reino más


alto de la creación, podemos asumir que Él también rei-
na sobre todo reino menor, y que incluso las mismas
puertas del infierno están sujetas a Él.2

El tema del señorío de Cristo es predominante en las


profecías en cuanto al Mesías en el Antiguo Testamento
y en la proclamación de los apóstoles en el Nuevo Testa-
mento. Jesús no es solo el Salvador del mundo, sino que
es además su Soberano absoluto. Por tanto, no podemos

ser fieles a la presentación del Nuevo Testamento acerca


de Cristo o Su evangelio si enfatizamos la función de
Cristo como Salvador y excluimos Su función de ejercer

autoridad sobre todo. La realidad del señorío de Cristo es


tan esencial para la proclamación del verdadero evange-
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lio como la exclusividad de la función de Cristo como


Salvador. No es una coincidencia que Pedro concluyera

su primera proclamación del evangelio en el día de Pen-

tecostés con una declaración sobre el señorío de Jesús:

“Porque David no subió a los cielos; pero él mismo dice:


‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a Mi diestra, hasta
que ponga a Tus enemigos por estrado de Tus pies’.

Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a


este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha he-

cho Señor y Cristo”.3


La ascensión y exaltación de Cristo como Señor no
debe tratarse como una doctrina de poca importancia,
algo que se agregaría al final de un largo sermón sobre la

cruz, ni debería minimizarse para evitar ofender a una


cultura que le cuesta mucho integrar a un rey soberano
en su cosmovisión. Más bien, debe dársele un lugar entre
las doctrinas más esenciales y prominentes del evange-
lio. Junto con la resurrección, la exaltación de Cristo a la
diestra de Dios fue un tema prominente en la proclama-

ción de los apóstoles y la iglesia primitiva. Por tanto, de-


bería ser un tema prominente en el evangelio que predi-

camos hoy. Debemos predicar a Cristo como el Salvador


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que llama a los que están trabajados y cargados para que


vengan a Él sin reservas.4 ¡Debemos predicar a Cristo

como Señor, el que demanda la lealtad de las naciones y

gobierna sobre ellas con vara de hierro! 5 Aunque podría-

mos escribir libros sobre el tema del señorío de Cristo,


intentaremos abordar algunas verdades relacionadas con
esta doctrina que tienen que ver con nuestro entendi-

miento y proclamación del evangelio.

EL FUNDAMENTO DEL SEÑORÍO DE CRISTO


La primera pregunta para examinar es: ¿cuál es la base o
fundamento del señorío de Cristo? ¿De quién o por me-

dio de quién viene Su designación? Según las Escrituras,


la designación es Suya por decreto divino. En Pentecos-
tés, Pedro manifestó que a este Jesús a quien crucifica-
ron, Dios le hizo Señor y Cristo.6 Es decir, el mismo Dios
que le dijo: “Tú eres sacerdote para siempre según el or-
den de Melquisedec”, también lo ha designado como Se-

ñor y Soberano de todo.7


En Sus palabras finales a Sus discípulos, Cristo decla-

ró: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la


tierra”.8 De esta declaración entendemos que Su título
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como Soberano absoluto no es algo que tomó de Sí mis-


mo, sino más bien que Dios el Padre se lo confiere.

David, escribiendo bajo la guía del Espíritu, profetizó

esta verdad: “Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a Mi dies-

tra, hasta que ponga a Tus enemigos por estrado de Tus


pies”.9 En Su confrontación con los fariseos y saduceos,
Jesús citó este texto para demostrar que el Mesías sería

más que un hombre y que Su soberanía se extendería


más allá de este ámbito terrenal.10 Según las Escrituras,

Dios hizo realidad que David fuera el rey más poderoso y


destacado de Israel, pero David, en el Espíritu, se refirió
a su futuro Hijo mesiánico como su Señor, quien se sen-
taría a la diestra de Dios. El apóstol Pablo confirmó el

cumplimiento de esta profecía en varias de sus epístolas.


Él escribió a la iglesia en Filipos que Dios había exaltado
a Jesús y “le dio un nombre que es sobre todo nombre”.11
A la iglesia en Éfeso, le explicó que Dios había sentado a
Jesús a Su diestra, sobre todo principado y autoridad y
poder y señorío.12

Es importante notar que cada texto que hemos citado


presenta la concesión de autoridad del Padre al Hijo

como un evento consumado. Aunque la vindicación uni-


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versal de Cristo y la confesión de Su señorío es un evento


todavía en el futuro, es no obstante una realidad presen-

te, una certeza absoluta de la cual todos los hombres de-

ben conocer y en la cual Su pueblo debería confiar. Debi-

do a quien es Él, y como una recompensa por lo que Él ha


cumplido, Jesucristo ha recibido del Padre toda autori-
dad sobre todo reino de la creación. Los judíos querían

tomar a Jesús por la fuerza y hacerle rey sobre Israel.13


Satanás le ofreció todos los reinos de este mundo si Él so-

lamente se postraba y le adoraba.14 Sin embargo, Cristo


venció todas estas tentaciones y se dedicó al servicio de
Aquel quien realmente poseía el poder para concederle
esa autoridad. Por esto, Él fue exaltado a lo sumo por el

Padre. El apóstol Pablo lo explica en esta manera:

Y estando en la condición de hombre, se humilló a


sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó
hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre

todo nombre, para que en el nombre de Jesús se


doble toda rodilla de los que están en los cielos, y
en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua
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confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de


Dios Padre.15

LA IRREFUTABILIDAD DEL SEÑORÍO DE CRISTO


La realidad de que el señorío universal de Jesús se funda-
menta sobre decreto divino tiene muchas implicaciones,

y una de ellas es que garantiza que Su señorío es inmuta-


ble y no se puede impugnar. El salmo 2 poderosamente

demuestra esta verdad, y tanto judíos como cristianos lo


han interpretado como un salmo real, el cual describe el
reino del Mesías:

¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos

piensan cosas vanas? Se levantarán los reyes de la


tierra, y príncipes consultarán unidos contra
Jehová y contra Su Ungido, diciendo: ‘Rompamos
sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas’.
El que mora en los cielos se reirá; el Señor se bur-

lará de ellos. Luego hablará a ellos en Su furor, y


los turbará con Su ira. Pero Yo he puesto Mi rey
sobre Sion, Mi santo monte.16
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En este salmo leemos de un rey del linaje de David


cuyo reino tendría absoluta autoridad y jurisdicción sin

límites. Asimismo, aprendemos que la entrega al rey del

trono del universo sería un acto de Dios. La decisión se-

ría Su prerrogativa divina y sería hecha independiente-


mente de la creación. No requeriría la aprobación de los
hombres o los ángeles, y su permanencia o subsistencia

no dependería de su ayuda. De hecho, si toda criatura en


los cielos, en la tierra, y en el infierno se juntaran para

pelear contra el Rey de Dios, no tendría más efecto que si


el más débil entre los hombres se quedara solo. ¡Su rebe-
lión sería tan frívola y cómica como un ácaro golpeando
su cabeza contra un mundo de granito! ¡Esto viene a ser

absolutamente evidente al considerar aun ligeramente


este salmo!
En los primeros tres versículos de este texto, nosotros
presenciamos la hostilidad del mundo hacia Cristo y el
avance de Su Reino. Nosotros estamos al tanto de la anti-
gua batalla entre la semilla maligna de la serpiente y la

semilla de la mujer.17 Una ola violenta y hostil de la raza


humana se ha puesto en contra de la voluntad de Dios y

Su Rey. Los hombres consideran el reino justo de Cristo


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y Su voluntad como grilletes para su impiedad. Ellos de-


sean hacer trizas los grilletes y desecharlos, y se sienten

destrozados a menos que sean libres para hacer lo malo.

Por esto, las naciones están alborotadas. Son como un ca-

ballo de guerra enfurecido atacando en la batalla contra


el Soberano designado de Dios. Incluso sus mayores líde-
res están en el motín. Los reyes de la tierra toman su po-

sición, y los gobernantes se aconsejan entre sí para opo-


nerse al Señor y Su designado. Con todas sus maquina-

ciones y confabulaciones, sus planes mejor trazados son


vanidad, y sus más grandes esfuerzos no logran nada.
Son como una minúscula araña tejiendo una red con la
esperanza de atrapar un león que ataca. Toda su hostili-

dad, intriga y beligerancia son intrascendentes. Han ol-


vidado que no hay sabiduría, ni entendimiento, ni conse-
jo contra el Señor.18 No reconocen que son como una
gota en un cubo, que son considerados como una mota
de polvo en la balanza. En todo su poder y gloria, ellos
son como nada ante Él, y Él los considera como menos

que nada e insignificantes.19 En su arrogancia, han recha-


zado el consejo sabio de David, quien dio la siguiente ad-

vertencia a todas las naciones y pueblos en todo lugar:


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“Tema a Jehová toda la tierra; teman delante de él todos


los habitantes del mundo. Porque Él dijo, y fue hecho; Él

mandó, y existió. Jehová hace nulo el consejo de las na-

ciones, y frustra las maquinaciones de los pueblos. El

consejo de Jehová permanecerá para siempre; los pensa-


mientos de Su corazón por todas las generaciones”.20
Dios ha puesto a Jesús de Nazaret como Su rey, y la

oposición es insignificante, incluso hilarante, y digna del


menosprecio divino. Escribiendo bajo la guía del Espíritu

Santo, David nos hace saber que Aquel que está sentado
en los cielos Se mofa y Se burla de sus oponentes. Sus
constantes maquinaciones y confabulaciones lo entretie-
nen; Se mofa de sus fanfarronadas y amenazas; Se ríe de

sus ataques y les hace retroceder con nada más que una
palabra. Charles Spurgeon comenta: “Observa la serena
dignidad del Omnipotente, y el desaire que derrama so-
bre los príncipes y sus pueblos airados. Él no se ha toma-
do la molestia en levantarse y contender con ellos: Él los
desprecia, sabe cuán absurdos, cuán irracionales, cuán

vanos son sus intentos contra Él; por eso se ríe de


ellos”.21 Juan Calvino también comenta: “Asegurémo-

nos, por lo tanto, que si Dios no extiende inmediatamen-


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te Su mano contra el impío, es ahora Su momento de


risa”.22

La distancia entre Dios y las naciones rebeldes es tan

grande que Él no tiene necesidad de levantarse o incluso

cambiar de posición en Su trono. Cuando haya acabado


de entretenerse con su beligerancia, les hablará con una
mínima demostración de Su enojo, y se paralizarán con

horror. Él les declara Su decreto inmutable con relación


a Su Hijo. Es como si les dijera: “Dejen que las naciones

se enfurezcan y que los gobernantes de la tierra tomen su


posición. Pero Yo he puesto Mi Rey sobre Mi santo mon-
te. La suerte está echada por Mi mano, y toda oposición
es vana. ¡Su reino vendrá y Su voluntad será hecha!”.

Jesucristo es la piedra que vio el profeta Daniel.23 Esta


piedra fue cortada de la montaña por decreto divino sin
la ayuda de poder o consejo humano. Esta piedra aplasta
a los reinos rivales de la tierra y los lleva a su fin. Esta
piedra fue hecha un gran monte que llenó toda la tierra.
El reino de esta piedra perdurará por siempre y no será

entregado a otro pueblo. Por esto, las naciones están fu-


riosas. Están fuera de sí. ¡Cómo se atreve Dios a imponer

Su rey y Sus leyes sobre ellos! Pero sus actitudes y accio-


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nes no tienen poder contra el decreto de Dios. Nunca ha-


brá una abdicación del trono, el cargo nunca estará

abierto para elecciones, nunca habrá un cambio de la

guardia, y no hay posibilidad de revuelta. El Dios de la

Escritura es un Dios absolutamente soberano, y ha con-


cedido a Su Hijo un trono inmutable y que no se puede
impugnar.

Vivimos en una época y dentro de una cultura que


exalta el individualismo por encima de la soberanía de

Dios y coloca la libertad de expresión sobre las leyes de


Dios. De hecho, el individualismo y la libertad de expre-
sión son las dos vacas sagradas del hombre moderno.24
Ahora, considera este texto: “Pero si él determina una

cosa, ¿quién lo hará cambiar?Su alma deseó, e hizo”.25


“Todos los habitantes de la tierra son considerados como
nada; y Él hace según Su voluntad en el ejército del cielo,
y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga
Su mano, y le diga: ¿Qué haces?”.26 Estas verdades bíbli-
cas enfurecen a la inmensa mayoría de la humanidad. No

obstante, son una parte esencial del evangelio y no deben


ocultarse o minimizarse por conveniencia o por el deseo

de hacer inocuo el mensaje del evangelio.


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Dios ha hecho a este Jesús, a quien nosotros crucifica-


mos, Señor y Cristo.27 La piedra que desecharon los edifi-

cadores se ha convertido en la piedra angular.28 Por de-

signio divino, Cristo ahora es dueño del trono del univer-

so. El ponerlo en esta posición de autoridad no está


abierto a la crítica o el debate. Él siempre será el Señor y
Juez con el que cada hombre debe tratar. Esta gran ver-

dad debe ser proclamada a todos sin ninguna reserva y


no esconderse al público del predicador. Sin embargo,

debemos recordar que no estamos suplicando a los hom-


bres que hagan a Jesús Señor de sus vidas. Más bien, ¡es-
tamos suplicándoles que reconozcan y se sometan al que
Dios ha hecho Señor!29

EL ALCANCE DEL SEÑORÍO DE CRISTO


Habiendo considerado el fundamento y la irrefutabilidad
de la autoridad de Cristo, ahora nos enfocaremos en el
alcance, o jurisdicción, de Su autoridad. Según la Escri-

tura, Su autoridad es universal y absoluta. En Sus pala-


bras finales a Sus discípulos, Jesús declaró: “Toda autori-

dad me ha sido dada en el cielo y en la tierra”.30 No debe-


mos permitir que la brevedad de Su declaración nos haga
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dudar de su importancia. Es una de las afirmaciones más


asombrosas que Jesús alguna vez hizo. La palabra autori-

dad se traduce del griego exousia, la cual denota potes-

tad, derecho y poder. En el contexto de la ascensión, sig-

nifica que se le ha dado a Cristo toda autoridad en toda


jurisdicción o reino de la creación, sin límites o excep-
ción. La referencia al cielo y la tierra demuestra también

la imposibilidad de que algo esté más allá de Su autori-


dad o poder. Las profecías del Antiguo Testamento y las

enseñanzas de las epístolas del Nuevo Testamento lo


confirman. Desde el Antiguo Testamento:

Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con


las nubes del cielo venía uno como un hijo de

hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hi-


cieron acercarse delante de Él. Y le fue dado domi-
nio, gloria y reino, para que todos los pueblos, na-
ciones y lenguas le sirvieran; Su dominio es domi-
nio eterno, que nunca pasará, y Su reino uno que

no será destruido.31
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Y en el Nuevo Testamento: “… la cual operó en Cris-


to, resucitándole de los muertos y sentándole a Su dies-

tra en los lugares celestiales, sobre todo principado y au-

toridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se

nombra, no solo en este siglo, sino también en el venide-


ro; y sometió todas las cosas bajo Sus pies, y lo dio por
cabeza sobre todas las cosas a la iglesia”.32

“Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le


dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el

nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en


los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda len-
gua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de
Dios Padre”.33

Moisés registra cómo Faraón llamó a José, el cual fue


sacado apresuradamente de la cárcel y presentado ante
Él.34 Así, Cristo fue traído de la tumba y presentado ante
el Anciano de días.35 Otra vez, Moisés registra lo que fa-
raón le dijo a José: “Nadie levantará su mano ni su pie
sin tu permiso en toda la tierra de Egipto”.36 Así Dios el

Padre le dijo al Cristo exaltado: “Nadie levantará su


mano ni su pie sin Tu permiso en todo el cielo y la tie-

rra”. Desde su lugar en la historia, Daniel dirigió su mi-


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rada al futuro y vio la promesa del Cristo exaltado que


fue presentado ante el Anciano de días y le fue dado el

dominio, la gloria y el reino para que todos los pueblos

de toda lengua le sirvieran.

Desde su lugar en la historia, Pablo dirigió su mirada


hacia la exaltación de Cristo y la vio como un hecho con-
sumado y una realidad presente. Él nos afirma que Cristo

está ahora sentado a la diestra de Dios, sobre todo princi-


pado y autoridad y poder y señorío. El salmista vio solo

la periferia de la gloria de Cristo cuando escribió que las


naciones le serían dadas como herencia y los confines de
la tierra serían Su posesión para hacer como le plazca.37
El apóstol Pablo amplía nuestra visión al incluir no solo

la tierra y sus habitantes, sino además el universo ente-


ro. Todo lo que existe, visible e invisible, ya sean tronos
o dominios o poderes o autoridades, todo ha sido creado
por medio de Él y para Él, y está sujeto a Él.38 ¡Desde el
eje (o centro) del universo hasta sus confines más leja-
nos, Jesús de Nazaret es Señor! ¡Desde la simple célula de

vida más primitiva hasta el serafín de indescriptible


complejidad y poder, Jesús de Nazaret es Señor! ¡Desde

el corazón de su seguidor más devoto hasta el puño de su


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enemigo más hostil, Jesús de Nazaret es Señor! ¡Desde


las alturas de los cielos hasta las profundidades del in-

fierno, Jesús de Nazaret es Señor! Su soberanía no tiene

límites y no hay nada que la estorbe, ¡y esto no puede

exagerarse!

EL SEÑORÍO DE CRISTO Y LA LEALTAD DEL HOMBRE


Todas las criaturas morales, humanas y angelicales, ami-

gos y enemigos de Cristo, tienen un destino final: ellos


doblarán sus rodillas y confesarán con su boca que Jesu-
cristo es el Señor.39 Ante esta verdad, y ante la naturaleza
y alcance del señorío de Cristo, debería ser evidente a to-

das las criaturas razonables que su respuesta personal a


Cristo es absolutamente crucial. Porque Dios ha hecho a
este Cristo Señor y Juez de todo el universo, entonces
cualquier otra preocupación para el hombre es secunda-
ria, incluso trivial, en comparación. Estar reconciliado
con el Soberano absoluto del universo debería ser la ma-

yor de las preocupaciones de todo hombre.


La Escritura dista de disculparse cuando proclama y

determina que todos los hombres, sin excepción, le de-


ben a Cristo su completa lealtad, y habrá graves conse-
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cuencias para cualquiera y todos quienes lo rechacen.40


Para el hombre contemporáneo, esta declaración es más

que escandalosa: es indignante, ofensiva, intolerable, in-

cluso criminal. Por esto, sin la menor consideración de la

posible validez de las demandas de Cristo sobre él, el


hombre toma la ofensiva y lanza un ataque de preguntas
para mostrar su desdén hacia cualquier Dios que deman-

de su lealtad o que incluso sugiera que él no es una cria-


tura totalmente independiente. Sin embargo, tales voci-

feraciones no son novedad; están registradas en la Escri-


tura como la respuesta común de los hombres rebeldes a
las demandas de un Dios soberano:

“¿Quién te ha puesto a Ti por príncipe y juez sobre

nosotros?”.41“¿Quién es Jeho vá, para que yo oiga


Su voz y deje ir a Israel?”.42“¿Quién es el To dopo-
deroso, para que le sirvamos?”.43

Ante la majestad de Cristo, el apóstol Pablo hace mu-


cho tiempo escribió la única respuesta que estas objecio-
nes merecen: “Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú,
para que alterques con Dios?”.44 La Escritura enseña que
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Dios ha hecho a Jesús de Nazaret Señor y Cristo.45


¿Quién es entonces el hombre para que contradiga o in-

cluso exija una explicación? Aprendemos de Job que

aquellos que cuestionan a Dios oscurecen su consejo sin

sabiduría, se exhiben como tontos y cruzan los límites


más peligrosos; apresuran su paso donde los ángeles te-
men pisar.46 No obstante, a pesar de la insolencia del

hombre, Dios se ha mostrado como un Dios compasivo y


clemente, lento para la ira y grande en misericordia.47

Por esto, Él a menudo condesciende a estas preguntas e


instruye aun al más rebelde entre los hombres de por
qué deben seguir Su directriz y someterse a Su decreto.
Nosotros consideraremos algunas razones para honrar a

Cristo en las páginas siguientes.

CRISTO: NUESTRO CREADOR Y SUSTENTADOR


Primero, todos los hombres deben honrar al Hijo porque
Él es su Creador y Sustentador. En el prólogo del evange-

lio según Juan, nosotros aprendemos: “Todas las cosas


por Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido he-

cho, fue hecho”.48 El escritor de Hebreos y el apóstol Pa-


blo confirman que lo que el Hijo creó, Él lo continúa sus-
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tentando: “y quien sustenta todas las cosas con la pala-


bra de Su poder”, y “todas las cosas en Él subsisten”.49 A

partir de estas afirmaciones, podemos concluir que toda

criatura en el cielo y en la tierra debe su comienzo y con-

tinua existencia al Hijo de Dios. Que un hombre niegue


su lealtad al mismo que le dio la vida y sustenta cada res-
piración suya es una gran arrogancia; que luche en con-

tra de quien depende toda su existencia es una locura;


que desprecie al que le bendice a pesar de su pecado es el

epítome de la ingratitud.
En un intento por justificar su ignorancia, el hombre
caído a menudo pregunta: “Si Dios es bueno, ¿por qué
permite que cosas malas le sucedan a la gente buena?”.

Sin embargo, una pregunta más apropiada sería: “¿Por


qué permite que cosas buenas le sucedan a la gente
mala?”, o incluso: “¿Por qué suceden cosas buenas?”.
Nosotros somos una raza caída y corrupta que restringe
la verdad de Dios con injusticia y rechaza categóricamen-
te Su autoridad. Por esto, deberíamos recibir nada más

que ira y muerte. El mundo entero debería ser estéril y


sin vida. El hecho de que haya alguna generosidad, belle-

za, gozo, amor y propósito en el ámbito de la existencia


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humana puede explicarse solamente a la luz de la gracia


y bondad del Hijo de Dios hacia los hombres malos. En

Él, nosotros vivimos, nos movemos y existimos.50 Él da

vida y aliento a todas las cosas.51 Él hace salir Su sol sobre

el malo, y hace llover sobre el injusto.52 Él llena de sus-


tento y alegría los corazones de aquellos que le odian.53
Todo esto demuestra que le debemos nuestra lealtad ab-

soluta.

CRISTO: NUESTRO REDENTOR


Segundo, todos los hombres deben honrar al Hijo por
causa de Su obra redentora en el Calvario. Aunque está

más allá de nosotros expresar las profundidades de la


providencia de Dios en la redención, podemos declarar
sin reservas que la obra expiatoria de Cristo ha beneficia-
do al universo entero, y que incluso aquellos que recha-
zan Su oferta de salvación ya se han beneficiado de ella
mucho más allá de lo que puedan decir las palabras. Dios

dio a Su Hijo, y Su Hijo voluntariamente dio Su vida para


expiar por el pecado para que aquellos que pongan su

confianza en Él no perezcan sino que tengan vida eter-


na.54
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Aunque las bendiciones del Calvario han sido infini-


tas, dos beneficios son más aplicables a la presente discu-

sión. El primero es la oferta universal de perdón de peca-

dos, reconciliación con Dios, y la esperanza de la vida

eterna. El evangelio manifiesta un llamado universal a


todos los hombres en todo lugar a creer en sus corazones
y confesar con sus bocas que Jesucristo es Señor.55 Ade-

más, manifiesta la promesa universal de que ninguno de


los que vienen a Él será echado fuera.56 Esto debería ser

suficiente para asegurar la lealtad de todos los hombres.


Nuestros corazones eran engañosamente perversos,
nuestros pecados estaban sobre nuestras cabezas, y nues-
tra condenación era justa. Pero el Señor, quien tenía el

derecho de condenarnos, voluntariamente se dio a Sí


mismo a la muerte para nuestra salvación. ¡Esto es infi-
nitamente sorprendente! La Escritura nos recuerda que
apenas morirá alguno por un justo, pero siendo aún pe-
cadores, Cristo murió por nosotros.57 Este amor de Cristo
hacia nosotros es el que debería ganar nuestros corazo-

nes y movernos a darle toda nuestra lealtad. ¡Es lo que


debería llevarnos a concluir que si Él murió por todos,

entonces ya no debemos vivir para nosotros mismos,


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sino para el que murió y resucitó por nosotros!58 En el día


del juicio, ¡una gran vergüenza cubrirá los rostros de

aquellos que negaron su lealtad a este Señor lleno de mi-

sericordia! Ellos tendrán una eternidad para reflexionar:

“¿Cómo pudimos rechazar un amor tan grande? ¿Cómo


pudimos descuidar una salvación tan grande?”.
El segundo beneficio universal del Calvario consiste

en las bendiciones multiformes que emanan en cada es-


quina del globo: bendiciones físicas, materiales, econó-

micas, políticas y culturales. Todos los hombres, incluso


aquellos que continúan en su rebelión contra Cristo, se
han beneficiado de los efectos del evangelio sobre ellos y
su cultura. Aunque Cristo ha sido difamado a causa de

los hechos abominables de aquellos que indebidamente


se llaman cristianos, el verdadero evangelio ha sido la
luz resplandeciente que ha guardado al mundo de la
completa oscuridad y la sal que lo ha guardado de la total
decadencia moral.59 Aunque la mente secular pueda mo-
farse de esta afirmación, será plenamente confirmada en

el día del juicio. En aquel día, la verdadera historia será


revelada, y todos verán que todo lo bueno de lo cual se

han beneficiado en todo ámbito de la existencia humana


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estaba íntimamente relacionado con la obra de Cristo en


el Calvario, la proclamación de Su evangelio, y el avance

de Su reino. Esta vindicación será un gran gozo para el

pueblo de Dios cuando vean a Su Señor recibir el honor

que por mucho tiempo se le debía. Sin embargo, será un


día de gran vergüenza para aquellos que no vieron nin-
gún beneficio en Cristo, pero cosecharon los beneficios

de Su revelación, Su muerte, y Su constante providencia.

CRISTO: EL REY ESCOGIDO DE DIOS


Tercero, todos los hombres deben honrar al Hijo y darle
su lealtad porque Dios lo planeó así. Dios ha determina-

do que todos deben honrar al Hijo como honran al Padre.


El que no honra al Hijo, no honra al Padre, y está sujeto a
juicio.60 En definitiva, habrá beneficios infinitos para
aquellos que obedezcan al Señor Jesucristo y crean en Su
nombre. Sin embargo, habrá terribles consecuencias
para aquellos que lo rechacen. Es por esta razón que Da-

vid da la siguiente amonestación solemne a las naciones:


“Ahora, pues, oh reyes, sed prudentes; admitid amones-

tación, jueces de la tierra. Servid a Jehová con temor, y


alegraos con temblor. Honrad al Hijo, para que no se
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enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pron-


to Su ira. Bienaventurados todos los que en Él confían”.61

En este texto encontramos tres frases que juntas a una

sola voz declaran a todos los hombres lo que Dios deman-

da del mundo en cuanto a Su Hijo. Primero, está el man-


damiento que ordena a toda la humanidad adorar al Se-
ñor con reverencia. La frase “servid a Jehová con temor”

denota adoración y servicio; son dos lados de la misma


moneda: una no puede existir sin la otra. Dios no solicita

la tolerancia de los hombres o suplica lástima para Su


Hijo. Más bien, Él exige que todos los hombres le rindan
a Él su adoración y servicio más reverente.
Segundo, está el mandamiento que ordena a toda la

humanidad alegrarse ante el Hijo con temblor. La combi-


nación de estas dos emociones opuestas –alegría y te-
mor– es foránea al hombre contemporáneo, pero a me-
nudo se encuentran juntas en la Escritura.62 Alegrarse es
el resultado de la gracia y la misericordia de Cristo hacia
aquellos que se someten a Su señorío. El temor es el re-

sultado de Su majestad y poder. Su pueblo se alegra por-


que Él no se avergüenza de llamarlos hermanos, y aun así

le muestra a Él reverencia a causa de Su supremacía y


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preeminencia entre ellos.63 Solo a Él se le dio un nombre


que es sobre todo nombre.64

Tercero, está el mandamiento que ordena a toda la

humanidad a rendir homenaje al Hijo. La frase se tradu-

ce literalmente: “Besa al Hijo no sea que se enoje y seas


destruido”. Estas palabras son duras a nuestro oído con-
temporáneo, pero siguen siendo ciertas. Hay dos desti-

nos extremos ante todo hombre: uno de infinita dicha y


otro de infinito terror. El factor determinante entre los

dos es nuestra respuesta a Jesús de Nazaret. Dios le ha


establecido como el Señor del universo y ha exigido que
todas las criaturas morales, angelicales y humanas se so-
metan a Su autoridad con gozo, gratitud y reverencia.

Dios no ha puesto el nombre de Cristo ante los hombres


como una opción para que la examinen y debatan sobre
ella. Dios ha ponderado el valor de Cristo y dado Su pro-
pia opinión sobre Él. En la tierra, Él públicamente vindi-
có a Cristo al levantarlo de entre los muertos. En el cielo,
Él hizo conocida Su estima hacia el Hijo al sentarlo a Su

diestra. Ahora todo lo que queda para la creación es obe-


decer a Dios y darle al Hijo toda la alabanza, la honra, la

gloria, y el dominio por los siglos de los siglos.65


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ADVERTENCIAS OPORTUNAS
Dios ha hecho a este Jesús, a quien las naciones crucifi-

caron, Señor y Cristo de todos.66 Él ha tomado la piedra

rechazada y la hizo la piedra angular de todas Sus

obras.67 Es un decreto irrevocable. Por esto, Jesús de Na-


zaret siempre será el Soberano con quien todos los hom-
bres deben tratar.

La Escritura enseña que Jesús es un sumo sacerdote


fiel y misericordioso quien se ha convertido en una fuen-

te de salvación eterna para quienes le obedezcan.68 No


obstante, para aquellos que le rechazan, Él es piedra de
tropiezo y roca que hace caer.69 Quien cayera sobre Cris-
to en incredulidad será quebrantado, y sobre quien Cris-

to cayere en juicio será desmenuzado.70 Jesucristo es el


Salvador, pero también es el Señor. Ninguna de estas
verdades debe exaltarse a expensas de la otra, sino que
deben estar en balance bíblico. El escritor a los Hebreos
poderosamente ilustra esto: “Pero Cristo, habiendo ofre-
cido una vez para siempre un solo sacrificio por los peca-

dos, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante


está esperando hasta que sus enemigos sean puestos por

estrado de sus pies”.71


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Esta Escritura dice que el Cristo es el Salvador que se


sacrifica para quitar el pecado de Sus enemigos, pero es

también el Señor quien somete a Sus enemigos que con-

tinúan en rebelión y los pone por estrado de sus pies.

Ambos enunciados son igualmente extremos, pero son


igualmente ciertos. Los hombres no deben engañarse a sí
mismos aceptando ciertas metáforas sobre el Hijo mien-

tras rechazan otras. Aunque es verdad que Cristo es el


Cordero que quita el pecado del mundo, Él es también el

Cordero de quien los hombres más grandes y poderosos


de la tierra tratarán de esconderse en el día de Su veni-
da.72 Al no encontrar misericordia en el rostro de Cristo,
ellos rogarán por misericordia de las rocas y las monta-

ñas, clamando a gran voz: “Caed sobre nosotros, y escon-


dednos del rostro de aquel que está sentado sobre el tro-
no, y de la ira del Cordero”.73 El apóstol Juan relata lo si-
guiente:

Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo

blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Ver-


dadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran
como llama de fuego, y había en su cabeza muchas
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diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno


conocía sino Él mismo. Estaba vestido de una ropa

teñida en sangre; y Su nombre es: el Verbo de

Dios. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino fi-

nísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos


blancos. De Su boca sale una espada aguda, para
herir con ella a las naciones, y Él las regirá con

vara de hierro; y Él pisa el lagar del vino del furor


y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en Su vestidu-

ra y en Su muslo tiene escrito este nombre: Rey de


reyes y Señor de señores.74

El señorío de Jesucristo es una bendita esperanza


para algunos y una pesadilla aterradora para otros. Sin

embargo, independientemente de nuestra respuesta, es


una realidad inalterable. En cuanto a Dios, el patriarca
Job anunciaba: “Él es sabio de corazón, y poderoso en
fuerzas; ¿quién se endureció contra Él, y le fue bien?”.75
Sin exagerar, lo mismo puede decirse de Cristo. Él es y

siempre será el Señor y Juez ante quien cada hombre


será llamado a rendir cuentas. Podemos ser guiados con
el cayado del pastor o podemos ser guiados con la vara de
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hierro.76 En cualquiera de los dos casos, Cristo guiará y


nosotros seremos guiados. Por esto, seríamos sabios si se-

guimos el consejo de David y le rendimos homenaje al

Hijo para que no se enoje y perezcamos en el camino. Su

ira puede encenderse de repente, y benditos son los que


se refugian en Él.77

1 Salmos 24:7

2 Mateo 16:18; Apocalipsis 1:18

3 Hechos 2:34-36

4 Mateo 11:28

5 Salmos 2:9-12

6 Hechos 2:36

7 Salmos 110:4; Hebreos 5:6; 7:17, 21

8 Mateo 28:18 (LBLA), énfasis añadido

9 Mateo 22:44; Hechos 2:34-35; Salmos 110:1

10 Mateo 22:43-45

11 Filipenses 2:9

12 Efesios 1:20-22

13 Juan 6:15

14 Mateo 4:8-9

15 Filipenses 2:8-11

16 Salmos 2:1-6

17 Génesis 3:15

18 Proverbios 21:30

19 Isaías 40:15-17
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20 Salmos 33:8-11

21 Spurgeon. Treasure of David [Tesoro de David]. 1:11.

22 John Calvin. Commentary on the Book of Psalms [Comentario sobre el li-

bro de Salmos]. Vol. 4 of Calvin´s Commentaries [Vol 4 de los Comentarios

de Calvino]. Grand Rapids: Baker. 1996:14.


23 Daniel 2:34-35, 44-45

24 La frase vacas sagradas es una referencia a la religión hindú que conside-

ra el ganado vacuno como santo o incluso divino. Decir que una idea, tradi-
ción o costumbre es una vaca sagrada significa que se considera que está por
encima de cualquier duda o crítica, a menudo, inaceptable.
25 Job 23:13

26 Daniel 4:35

27 Hechos 2:36

28 Salmos 118:22; Mateo 21:42; Marcos 12:10; Lucas 20:17; Hechos 4:11; 1 Pe-

dro 2:7
29 Hechos 2:36

30 Mateo 28:18 (LBLA), énfasis añadido

31 Daniel 7:13-14

32 Efesios 1:20-22

33 Filipenses 2:9-11

34 Génesis 41:14

35 Daniel 7:13

36 Génesis 41:44 (LBLA)

37 Estos son los bordes de Sus caminos; ¡y cuán leve es la palabra que de El

oímos! Pero Su potente trueno, ¿quién lo puede comprender?”. También

Salmos 2:8-9.
38 Colosenses 1:16

39 Filipenses 2:9-11
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40 Salmos 2:10-12

41 Éxodo 2:14; Hechos 7:27, 35

42 Éxodo 5:2

43
Job 21:15
44
Romanos 9:20
45 Hechos 2:36

46’ Job 38:2

47 Éxodo 34:6; Nehemías 9:17; Salmos 86:15; 103:8; 145:8; Joel 2:13; Jonás 4:2

48 Juan 1:3

49 Hebreos 1:3; Colosenses 1:17

50 Hechos 17:28

51 Hechos 17:25

52 Mateo 5:45

53 Hechos 14:17

54 Juan 3:16

55 Hechos 17:30; Romanos 10:9-10

56 Juan 6:37

57 Romanos 5:7-8

58 2 Corintios 5:14-15

59 Romanos 2:24. Esto ha sido un mal común a lo largo de la historia reden-

tora. A causa de aquellos que falsamente se identifican con Cristo y Su pue-

blo, el camino de la verdad es difamado (ver Isaías 52:5; Ezequiel 36:20; 2 Pe-
dro 2:2). Referencias a la luz: Juan 1:4-5, 9; Mateo 4:16; 5:14. La sal se ha usa-

do desde tiempos inmemoriales para preservar la comida de la descomposi-

ción (ver Mateo 5:13).


60 Juan 5:23

61 Salmos 2:10-12

62 Salmos 22:23: “Los que teméis a Jehová, alabadle; glorificadle, descen-


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dencia toda de Jacob, y temedle vosotros, descendencia toda de Israel”. Sal-

mos 40:3: “Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios.

Verán esto muchos, y temerán, y confiarán en Jehová”. Jeremías 33:9: “Y


me será a Mí por nombre de gozo, de alabanza y de gloria, entre todas las

naciones de la tierra, que habrán oído todo el bien que Yo les hago; y teme-

rán y temblarán de todo el bien y de toda la paz que Yo les haré”. Filipenses
2:12-13: “Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como
en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos

en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros


produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad”. Apocalipsis
19:5: “Y salió del trono una voz que decía: Alabad a nuestro Dios todos sus
siervos, y los que le teméis, así pequeños como grandes”.
63 Hebreos 2:11; Colosenses 1:18

64 Efesios 1:20-23; Filipenses 2:9

65 Apocalipsis 5:13

66 Salmos 2:1; Hechos 4:25-27; 2:36

67 Mateo 21:42; Lucas 20:17

68 Hebreos 2:17; 5:9

69 Romanos 9:32-33; 1 Pedro 2:8

70 Mateo 21:44; Lucas 20:18: “… el que cayere sobre esta piedra será que-

brantado; y sobre quien ella cayere, la desmenuzará”. Este versículo signifi-


ca que quien se sienta ofendido por Cristo y rehúse reconocer Su suprema-

cía será destruido por el juicio de Dios.


71 Hebreos 10:12-13

72 Juan 1:29

73 Apocalipsis 6:16

74 Apocalipsis 19:11-16

75 Job 9:4 (RVR 60). En la versión LBLA se lee: “Sabio de corazón y robusto

de fuerzas, ¿quién le ha desafiado sin sufrir daño?


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76 Salmos 23:1-4; Juan 10:9-11; Salmos 2:9

77 Salmos 2:12
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CAPÍTULO VEINTISÉIS

La ascensión de Jesucristo
como Juez de todo
Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de
esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en

todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha estable-


cido un día en el cual juzgará al mundo con justicia,
por Aquel varón a quien designó, dando fe a todos con
haberle levantado de los muertos.

—Hechos 17:30-31

Cuando el Hijo del Hombre venga en Su gloria, y todos


los santos ángeles con él, entonces se sentará en Su
trono de gloria, y serán reunidas delante de Él todas

las naciones; y apartará los unos de los otros, como


aparta el pastor las ovejas de los cabritos.

—Mateo 25:31-32
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Una de las implicaciones más grandes del señorío de


Cristo es que Él juzgará al mundo. Inmersos en una seve-

ra confrontación con los líderes judíos que buscaban ma-

tarlo, Jesús declaró que el Padre le había dado absoluta

autoridad para ejecutar todo juicio sobre la tierra.1 La


predicación y los escritos de los apóstoles repiten una y
otra vez esta radical afirmación. En el primer sermón de

Pedro a los gentiles en Cesarea, él declaró: “A Este levan-


tó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo

el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de


antemano, a nosotros que comimos y bebimos con Él
después que resucitó de los muertos. Y nos mandó que
predicásemos al pueblo, y testificásemos que Él es el que

Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos”.2


El sermón de Pedro revela tres grandes verdades que
constituirán el bosquejo para nuestra discusión de la
exaltación de Cristo al cargo de juez. La primera verdad
es que todos los hombres deben reconciliarse con Dios ya
que habrá una consumación del mundo y un día de juicio

final. La segunda verdad es que en ese día, Jesucristo


presidirá como Señor y Juez de todo. La tercera y final

que demanda nuestra atención es que Dios le ha comisio-


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nado a la iglesia no solo proclamar los beneficios del


evangelio, sino además ¡advertir a los hombres del gran e

irrevocable juicio que viene sobre el mundo!

LA CERTEZA Y LA EQUIDAD DEL JUICIO


El predominante punto de vista materialista del universo

interpreta la existencia del hombre como algo que ocurre


por accidente, su historia como una serie de eventos for-

tuitos, su futuro es una incertidumbre absoluta y no hay


ningún propósito cuando llegue el fin. A diferencia, la
Escritura ve la existencia del hombre como algo con un
propósito, una obra creativa de un Dios soberano y mo-

ral que se ha revelado a los hombres a través de la crea-


ción, a través de Sus obras de providencia, a través de Su
Palabra escrita, y por último y completamente a través
de la encarnación de Su Hijo. Asimismo, la Escritura en-
seña que Dios llamará a todos los hombres a cuentas en
un juicio final en la consumación de todas las cosas. En

aquel día, Dios juzgará a todos los hombres según su res-


puesta a la revelación que han recibido.

A la luz de estas afirmaciones, el cristiano reconoce


que la historia humana no es algo al azar o incluso cícli-
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co, sino lineal. Tuvo un principio y tendrá un fin según


el decreto irrevocable del Dios soberano que lo trajo a la

existencia. Hablando claramente, ¡la historia humana

avanza, incluso se apresura, hacia una consumación final

en la cual todo hombre será juzgado y recompensado de


acuerdo con lo que ha hecho o no ha hecho! El apóstol
Pablo escribe: “[Dios] el cual pagará a cada uno conforme

a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien


hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y

enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la ver-


dad, sino que obedecen a la injusticia”.3
Para el individuo o la cultura que se juzga según sus
propios estándares, la declaración de Pablo del juicio uni-

versal parece esperanzador. Es el error común de los


hombres juzgarse a sí mismos como rectos ante sus pro-
pios ojos. Sin embargo, para aquellos que todavía escu-
chan la voz de la conciencia, y especialmente aquellos
que conocen la Escritura, estas palabras son más que des-
concertantes. Porque es el testimonio tanto de la Escritu-

ra como de la conciencia que todos han pecado y no al-


canzan (están cortos) de la gloria de Dios.4 No hay ningu-

no que ha perseverado en hacer lo bueno y ninguno ha


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buscado la gloria, el honor y la inmortalidad que vienen


de Dios.5 En cambio, la ambición egoísta ha impulsado a

todos los hombres, y todos los hombres han detenido la

verdad en injusticia.6 Por tanto, todos están sujetos a la

ira e indignación de un Dios santo y justo.7 Es por esta ra-


zón que Dios intervino y envió a Su Hijo para que expia-
ra por los pecados del hombre. Ahora, todos los que escu-

chan y creen en el Hijo serán salvos. Ahora bien, aque-


llos que rehúsan al Hijo serán juzgados por Él.8

Esta declaración de juicio universal a menudo resulta


en cuestionar la imparcialidad de Dios: ¿Cómo puede
Dios juzgar a aquellos que nunca han escuchado la predi-
cación del evangelio o han tenido acceso a las Escrituras?

Para contestar esta pregunta debemos primero apoyar-


nos en el testimonio de la Escritura respecto a la justicia
de Dios. Aunque no seamos capaces de remover todos los
misterios de este evento, conocemos el carácter de Dios y
podemos descansar en quien Él es. Como Moisés testifi-
caba, todo lo que Él hace es recto: “Él es la Roca, cuya

obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud;


Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; es justo y

recto”.9
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Otra afirmación para considerar con relación a la


equidad de Dios al juzgar al mundo es que la Escritura

declara que incluso los individuos más aislados en el área

más remota del mundo han recibido la revelación de

Dios en alguna medida y no tendrán excusa en el día del


juicio.10 Siendo hecho a la imagen de Dios, todo hombre
tiene un conocimiento inherente de Él.11 Tres realidades

innegables confirman más ampliamente este conoci-


miento. Primero, la creación de Dios testifica de Su exis-

tencia, atributos invisibles, poder eterno y naturaleza di-


vina.12 Segundo, la providencia de Dios determinó el or-
den de los tiempos y los límites de las naciones y los indi-
viduos para que lo busquen y lo encuentren, aunque Él

no está lejos de nadie.13 Y tercero, la ley de Dios ha sido


escrita en el corazón de cada hombre y sirve como una
guía moral y testimonio del hecho de que Dios es un Dios
justo que juzgará a todos los hombres según sus obras.14
Una afirmación más para considerar con relación a la
equidad de Dios al juzgar el mundo es que la Escritura da

testimonio de que los hombres no han respondido ade-


cuadamente a la revelación que han recibido. Es decir,

ellos no son víctimas por las cuales compadecerse; más


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bien, son rebeldes que merecen desaprobación. Ellos han


restringido la verdad injustamente.15 Aunque conocían a

Dios, no le honraron como a Dios ni le dieron las gra-

cias.16 Ellos cambiaron la gloria y la verdad de Dios por

idolatría hacia sí mismos y la adoración de criaturas infe-


riores a ellos.17 No tuvieron a bien reconocer a Dios ni
obedecer Sus ordenanzas, sino que se entregaron a toda

forma de injusticia y depravación moral.18 Dios puede


rectamente juzgar a todos los hombres en todo lugar por-

que son verdaderamente culpables. Aunque han recibido


diferentes grados de revelación, todos se han rebelado
contra la revelación que han recibido.
La última afirmación para considerar sobre la equi-

dad de Dios al juzgar el mundo es que la Escritura da tes-


timonio de que todos los hombres serán juzgados según
la revelación que han recibido. Es un principio sensato
de la Escritura que a quien se le haya dado mucho, mu-
cho se le demandará.19 Todos los que han pecado contra
la revelación que recibieron a través de la creación serán

juzgados por su desobediencia. Todos lo que han pecado


contra la revelación de Dios que recibieron por medio de

la Escritura y el evangelio serán juzgados por sus peca-


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dos.20 Sin embargo, estos serán juzgados más severamen-


te debido a la abundante verdad que han recibido. En

todo caso, podemos estar seguros que en aquel día, la jus-

ticia de Dios será vindicada en el juicio. Como testifica el

salmista: “Pero Jehová permanecerá para siempre; ha


dispuesto Su trono para juicio. El juzgará al mundo con
justicia, y a los pueblos con rectitud”.21

EL SEÑOR DE TODO ES JUEZ DE TODO


La segunda gran verdad que recogemos del sermón de
Pedro es que Dios ha designado a Jesucristo como Juez
de los vivos y los muertos.22 Esta no es una aseveración

aislada en las Escrituras, sino que es un tema frecuente


en los Evangelios, Hechos, las Epístolas, y Apocalipsis.
En su sermón a los atenienses en el Areópago, el apóstol
Pablo declaraba: “Por cuanto [Dios] ha establecido un día
en el cual juzgará al mundo con justicia, por Aquel varón
a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado

de los muertos”.23
La Escritura y la iglesia cristiana testifican que todo

ser humano, sin excepción, estará de pie delante de Cris-


to para ser juzgado, y Él determinará el destino de todo
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ser humano. Es una realidad absolutamente asombrosa


que hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Je-

sucristo hombre, y que hay un juez entre Dios y los hom-

bres, Jesucristo hombre.24

Hay otra prueba más de la universalidad del reinado


de Cristo. Él no es alguna deidad local con limitada auto-
ridad sobre un área restringida. Él no es algún miembro

de un consejo conjunto que gobierna el universo o un tri-


bunal conjunto que presidirá la corte en el día del juicio.

Solo Él es Rey, Señor y Juez de todo. Toda autoridad le es


dada en el cielo y en la tierra.25 Solo Él está sentado a la
diestra de Dios, “sobre todo principado y autoridad y po-
der y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no

solo en este siglo, sino también en el venidero”.26 Jesús


de Nazaret, el hombre, quien fue crucificado durante el
reinado de Poncio Pilato, no solo determinará el destino
de todo ser humano que ha caminado sobre esta tierra,
sino juzgará a ángeles y demonios, tronos y dominios,
poderes y autoridades, tanto en los cielos como en la tie-

rra, visibles e invisibles.27 Asimismo, Él juzgará a los fun-


dadores de todas las religiones del mundo quienes procu-
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raron suplantarlo o disminuir Su gloria. Ellos se presen-


tarán ante Él con gran vergüenza y temor.

El mundo tiene un Legislador y un Juez que es capaz

de salvar y destruir.28 En Su segunda venida, Él traerá a

la luz las cosas ocultas en la oscuridad y manifestará las


intenciones de los corazones.29 Entonces, Él recompensa-
rá a cada hombre según lo que ha hecho y pagará a cada

hombre según sus obras.30 Para el moralista, esto no pa-


rece alarmarle. Sin embargo, para el hombre sensato que

ha seguido el consejo del filósofo: “Conócete a ti mismo”,


la posibilidad de que cada pensamiento, palabra, y obra
sean colocados bajo el escrutinio de un Dios perfecta-
mente justo y omnisciente es la noción más aterradora

que puede concebir.31 Por esta razón, el apóstol Pablo es-


cribió: “Porque es necesario que todos nosotros compa-
rezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno
reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el
cuerpo, sea bueno o sea malo. Conociendo, pues, el te-
mor del Señor, persuadimos a los hombres”.32

Habiendo demostrado repetidamente que el hombre


está completamente arruinado y que carece de poder

para obtener una posición correcta delante de Dios, el


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mayor consuelo es que el que juzgará a todos los hom-


bres es el mismo que murió por los pecados de Su pue-

blo.33 Si el Señor señalara nuestras iniquidades, ninguno

podría presentarse delante de Dios para ser juzgado, pero

todavía hay perdón en la persona y obra de Cristo.34 De-


bemos volvernos a Él antes de que sea demasiado tarde.
Debemos aceptar la realidad de nuestro pecado, el temor

al juicio, y la disposición de Cristo para salvar y llevarnos


a Él sin tardanza, y aferrarnos a Él permanentemente. Al

presente, Cristo extiende Su mano todo el día a un pue-


blo desobediente y obstinado.35 Sin embargo, no debe-
mos fiarnos de Su paciencia. La Escritura nos advierte
que la ira del Hijo puede pronto ser encendida, y es ho-

rrenda cosa caer en las manos de un Dios vivo.36 Por esto,


refugiémonos en Él antes de que sea demasiado tarde.37
Pongámonos de acuerdo con nuestro Adversario, entre
tanto estamos con él en el camino, para que no seamos
juzgados y echados en la prisión eterna. Porque ¡no sere-
mos liberados hasta que hayamos pagado el último cen-

tavo!38

LA COMISIÓN DE LA IGLESIA
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La tercera y última verdad que demanda nuestra aten-


ción es que la iglesia ha sido comisionada no solo a pro-

clamar los beneficios del evangelio, sino además a adver-

tir a los hombres del gran e irrevocable juicio que viene

sobre el mundo. A los gentiles reunidos en la casa de Cor-


nelio, Pedro declaraba: “Y [Cristo] nos mandó que predi-
cásemos al pueblo, y testificásemos que Él es el que Dios

ha puesto por Juez de vivos y muertos”.39 La palabra


mandó viene de la palabra griega paraggéllo, la cual tam-

bién se traduce como “orden” o “encargo”. En esto des-


cubrimos una realidad extremadamente importante: la
proclamación de Cristo como Juez era un elemento esen-
cial en el evangelio apostólico. Las buenas noticias predi-

cadas por la iglesia primitiva no estaban limitadas al pro-


nunciamiento de Cristo como Salvador, o incluso Cristo
como Señor, sino también incluían Su cargo como el
Juez de todos los hombres, los muertos y los vivos. Con
una valentía inusual, ellos proclamaron de Cristo a peca-
dores, sumos sacerdotes, esclavos y césares, como Aquel

que los juzgará y determinará sus destinos eternos. Esta


realidad, proclamada por un pequeño grupo de predica-

dores amonestados acerca de un judío que fue crucifica-


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do en Palestina, debe haber parecido, como mínimo, au-


daz. No es de asombrarse que algunos se burlaran, otros

se maravillaran, y aun otros se alejaran con temor.40

En su carta a la iglesia en Roma, el apóstol Pablo des-

cribe “en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los se-
cretos de los hombres, conforme a mi evangelio”.41 Como
la declaración anterior de Pedro, esta es una afirmación

extraordinaria. Pablo nos está diciendo que el juicio uni-


versal de la humanidad a través del hombre Jesucristo

era un elemento fundamental y esencial del evangelio


que proclamaba. Esta es una palabra de exhortación para
el predicador contemporáneo del evangelio que puede
sentirse tentado a evitar las verdades menos apetecibles

del evangelio para soslayar el conflicto que generan.


Además, advierte a aquellos ministros que creen que
Dios les ha llamado a predicar solo los elementos positi-
vos del evangelio y excluir toda “palabra dura”.42 Según
Pablo y Pedro, no podemos ser fieles predicadores del
evangelio si la proclamación del juicio de Dios a través de

Jesucristo está ausente o escasea en nuestra predicación.


Si queremos estar en la gran línea de los predicadores

que ha habido a lo largo de la historia de la iglesia, no


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solo debemos predicar a Cristo como el Salvador, ¡debe-


mos proclamarlo como el Juez, y advertir a los hombres

que se preparen para el encuentro con Su Dios!43

Es una gran realidad que Dios no envió al Hijo al

mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo


pudiera ser salvo por medio de Él.44 Sin embargo, Él ha
determinado un día en el cual Él juzgará al mundo con

justicia por medio de un Hombre que Él ha designado,


habiendo mostrado la prueba a todos los hombres al le-

vantarlo de entre los muertos.45 Cuando el Hijo regrese


por segunda vez, Él asumirá el cargo para juzgar y deci-
dir el destino de todos los hombres. Pedro nos advierte
que Cristo está preparado para juzgar a los vivos y a los

muertos.46 Santiago declara que el Juez está a la puerta,


listo para prorrumpir una vez más en la historia huma-
na.47 Jesús termina Su revelación a Juan con la adver-
tencia, “He aquí Yo vengo pronto, y mi galardón conmi-
go, para recompensar a cada uno según sea su obra”.48 A
causa de estas advertencias, siempre debemos considerar

y proclamar la inminencia de la segunda venida de Cristo


y el juicio final.49
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La idea de una consumación de la historia y un juicio


final para cada criatura mortal presidido por un Dios so-

berano pareciera ser el material de un mito para el hom-

bre moderno. No obstante, no debemos ser reacios en

proclamarlo. El escepticismo de nuestra época no es


nada nuevo. El apóstol Pedro enfrentó cinismo similar
cuando escribe: “Sabiendo primero esto, que en los pos-

treros días vendrán burladores, andando según sus pro-


pias concupiscencias, y diciendo: ¿Dónde está la promesa

de su advenimiento? Porque desde el día en que los pa-


dres durmieron, todas las cosas permanecen así como
desde el principio de la creación”.50
Aparte de la obra del Espíritu Santo, el hombre caído

siempre reaccionará negativamente a la predicación del


evangelio, especialmente cuando incluye una discusión
“acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio ve-
nidero”.51 Independientemente de cuánto intente librar-
se del Dios de la Escritura, siempre será acechado por el
hecho de que Él es, de que Él le ha revelado Su voluntad,

y de que a Él deberá rendirle cuentas por sus obras. Se


agotará buscando restringir la verdad y hará lo que sea

necesario para acallar las acusaciones de su conciencia.52


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Es más, él luchará contra cualquier predicador que le re-


cuerde lo que decidió olvidar o despierte el temor que

busca enterrar. Se burlará de las advertencias de juicio

como delirios de un fanático o argucias de un charla-

tán.53 No obstante, esto no cambia el hecho que en la


consumación de los tiempos (o el fin del mundo), todos
los hombres serán reunidos en el Valle de la Decisión.54

Allí será juzgado, y se pronunciará su destino eterno. En


la isla de Patmos, el apóstol Juan vio ese día y profetizó

lo siguiente:

Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado


en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cie-
lo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los

muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y


los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto,
el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los
muertos por las cosas que estaban escritas en los
libros, según sus obras… Y el que no se halló ins-

crito en el libro de la vida fue lanzado al lago de


fuego.55
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Nuestra proclamación del evangelio debe explicar no


solo la oferta universal de salvación, sino además el se-

ñorío universal de Jesucristo. Asimismo, debemos no

solo proclamar los beneficios de la fe y la obediencia a

Cristo, sino además hacer un llamado a la acción respec-


to a las terribles consecuencias de rechazar a Cristo, ya
fuera por hostilidad o mera negligencia. En consecuen-

cia, debemos desechar la noción de que hay una manera


de predicar el evangelio sin escandalizar u ofender. De-

bemos tener en cuenta que no estamos buscando una tre-


gua con el mundo, sino que estamos demandando la leal-
tad del mundo a Cristo. No estamos suplicando la apro-
bación del mundo, sino que le estamos dando un ultimá-

tum: “Ahora, pues, oh reyes, sed prudentes; admitid


amonestación, jueces de la tierra. Servid a Jehová con te-
mor y alegraos con temblor. Honrad al Hijo, para que no
se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de
pronto su ira. Bienaventurados todos los que en Él con-
fían”.56

Si predicamos el evangelio de esta manera, seremos


una señal de división entre nuestros pueblos. Como el

apóstol Pablo, seremos fragancia de Cristo entre aquellos


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que han sido salvos y entre aquellos que están perecien-


do; para uno seremos fragancia de vida, y para el otro se-

remos olor de muerte.57 Para algunos seremos honrados

como heraldos de buenas nuevas y mensajeros de vida,

pero para otros seremos despreciados como ociosos par-


lanchines, la basura del mundo, la escoria de todas las
cosas, las molestias que perturban el mundo, los hom-

bres a los cuales no se les debería permitir vivir.58


Por esto, el predicador del evangelio debe prepararse

para gran oposición. Sin embargo, conociendo el poder


de nuestro Rey, ya no deberíamos temer el poder conjun-
to de las naciones. Deberíamos compadecernos y suplicar
porque se reconcilien. Charles Spurgeon escribe:

Como Jesús es el Rey de reyes y el juez de jueces,


así el evangelio es el maestro de los grandes y más
sabios. Si hay alguno tan grande como para des-
preciar sus amonestaciones, Dios hará poco de
ellos, y si son tan sabios como para despreciar sus

enseñanzas, su sabiduría imaginaria les hará ne-


cios. El evangelio tiene un tono alto ante los go-
bernantes de la tierra, y los que predican, al igual
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que Knox y Melville, ensalzan su oficio mediante


reprensiones valientes y expresiones viriles inclu-

so en la presencia real. Un clérigo adulador solo es

apto para ser un ayudante de cocina en la cocina

del diablo.59

Dios ha mandado que todos los hombres en todo lu-

gar se arrepientan y crean en el Hijo, porque “ha estable-


cido un día en el cual juzgará al mundo con justicia” a

través de Él.60 Hay “un solo Dios, y un solo mediador en-


tre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”.61 Tampoco
hay salvación en ningún otro, “porque no hay otro nom-
bre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser
salvos”.62 El destino eterno de toda la raza humana de-

pende de su conocimiento correcto del evangelio, inclu-


yendo el gran juicio que viene sobre el mundo a través de
su único Soberano, el Señor Jesucristo. Estas son cues-
tiones de suma importancia, y son tan urgentes como so-
lemnes. El evangelio no trata con trivialidades; más bien

trata con lo que verdaderamente importa más dentro del


reino de la existencia humana: vida eterna y muerte eter-
na. Por esto, deberíamos tomar del apóstol Pablo nuestra
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dirección en la vida, ministerio, y predicación. Él escri-


bió: “Por tanto procuramos también, o ausentes o pre-

sentes, serle agradables. Porque es necesario que todos

nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para

que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras


estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo. Conociendo,
pues, el temor del Señor, persuadimos a los hombres;

pero a Dios le es manifiesto lo que somos; y espero que


también lo sea a vuestras conciencias”.63

En cuanto a nosotros, debemos tener una única ambi-


ción que se eleve por encima de toda otra pasión: ser
agradables a Dios en todo aspecto de nuestras vidas.
Aunque nuestra mayor motivación siempre debería ser

el amor de Dios, no debería ser la única.64 El apóstol Pa-


blo no solamente se sintió constreñido por el favor de
Dios en Cristo, sino además le conmovió la realidad so-
lemne que él aparecería un día ante el tribunal de Cristo
y sería recompensado por cada hecho, fuere bueno o
malo.65 En cuanto a otros, no solo debemos proclamar el

evangelio a los hombres, sino debemos emplear todos los


medios bíblicos a nuestra disposición para persuadirlos a

que se reconcilien con Dios por medio de Cristo y vivan


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sus vidas con temor y temblor.66 En realidad, como em-


bajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de

nosotros, deberíamos suplicar a los hombres, en nombre

de Cristo, que se reconcilien con Dios.67

1 Juan 5:22. 26

2 Hechos 10:40-42

3 Romanos 2:6-8

4 Romanos 3:23

5 Romanos 3:12

6 Romanos 1:18

7 Romanos 2:8

8 Juan 3:18, 36

9 Deuteronomio 32:4

10 Romanos 1:20. La revelación que se ha dado a todo hombre mediante la

creación, providencia divina y la conciencia se denomina a menudo como


revelación general, a diferencia de la revelación específica, la cual viene me-

diante la Escritura y la predicación del evangelio.


11 Romanos 1:19

12 Romanos 1:20

13 Hechos 17:26-27

14 Romanos 2:14-15

15 Romanos 1:18

16 Romanos 1:21

17 Romanos 1:23, 25

18 Romanos 1:28-29, 32

19 Lucas 12:47-48: “Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no


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se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el


que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a

todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que


mucho se le haya confiado, más se le pedirá”.
20 Romanos 2:12: “Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también

perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados”.
21 Salmos 9:7-8

22 Hechos 10:40-42

23 Hechos 17:31

24 1 Timoteo 2:5

25 Mateo 28:18

26 Efesios 1:21

27 Colosenses 1:16

28 Santiago 4:12

29 1 Corintios 4:5

30 Apocalipsis 22:12; Mateo 16:27

31 La frase conócete a ti mismo (gnothi seauton) es una popular máxima o

aforismo griego supuestamente inscrita en la entrada al templo de Apolos

en Delfos. Está escrita en latín: nosce te ipsum.


32 2 Corintios 5:10-11

33 Romanos 5:6

34 Salmos 130:3-4

35 Romanos 10:21

36 Hebreos 10:31

37 Salmos 2:12

38 Mateo 5:25-26

39 Hechos 10:42

40 2 Pedro 3:3-4; Hechos 4:13. Hechos 24:25: “Pero al disertar Pablo acerca de
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la justicia, del dominio propio y del juicio venidero, Félix se espantó, y dijo:

Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré”.


41 Romanos 2:16

42 Juan 6:60

43
Amós 4:12
44 Juan 3:17

45 Hechos 17:30-31; Hebreos 9:27

46 1 Pedro 4:5

47 Santiago 5:9

48 Apocalipsis 22:12

49 La inminencia de la venida de Cristo es un artículo esencial de la fe cris-

tiana. Esta sostiene que la venida de Cristo es inminente, o posiblemente en

cualquier momento. Por este motivo, el llamado del evangelio es siempre


urgente.
50 2 Pedro 3:3-4

51 Hechos 24:25

52 Romanos 1:18; 2:14-15

53 Hechos 26:24

54 Joel 3:11-14: “Juntaos y venid, naciones todas de alrededor, y congregaos;

haz venir allí, oh Jehová, a tus fuertes. Despiértense las naciones, y suban al
valle de Josafat; porque allí me sentaré para juzgar a todas las naciones de

alrededor. Echad la hoz, porque la mies está ya madura. Venid, descended,

porque el lagar está lleno, rebosan las cubas; porque mucha es la maldad de
ellos. Muchos pueblos en el valle de la decisión; porque cercano está el día

de Jehová en el valle de la decisión”.


55 Apocalipsis 20:11-12, 15

56 Salmos 2:10-12

57 2 Corintios 2:15-16
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58 Hechos 17:18; 1 Corintios 4:13; Hechos 17:6; 22:22

59 Spurgeon. Treasure of David [El tesoro de David], 1:18. Un adulador es un

lisonjero rastrero o servil, o una persona que busca ganar el favor de otro.
Un ayudante de cocina es un sirviente asignado a las tareas más denigrantes

de la cocina. Un clérigo adulador es el peor de los hombres porque no solo


adula a los hombres y se arrastra ante ellos, sino que además niega a Cristo

para ganar su aprobación.


60 Hechos 17:30-31

61 1 Timoteo 2:5

62 Hechos 4:12

63 2 Corintios 5:9-11

64 2 Corintios 5:14

65 2 Corintios 5:10

66 Filipenses 2:12-13

67 2 Corintios 5:20

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