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Obras singulares del Arte Venezolano

Juan Calzadilla

Prefacio

Obras singulares del arte en Venezuela apareció por primera vez en una
edición lanzada por la editora española “La gran enciclopedia vasca”, con
sede en Bilbao, en 1979. El libro reunía un conjunto apreciable de
reproducciones de obras de pintura y escultura seleccionadas en
colecciones privadas y museos de Venezuela, con el propósito de ofrecer a
los lectores una reseña antológica del arte nacional de los siglos XIX y XX.
Pero más allá de la intención de mostrar individualmente y en conjunto un
número considerable de obras, el propósito del autor del libro, fue revelar
la coherencia y continuidad que a lo largo del proceso de construcción del
arte del período republicano se ponen de manifiesto en la relación entre las
obras de arte y los acontecimientos históricos, como parte de la formación
de la nacionalidad. La progresión cronológica y diacrónica que en el libro
se le proporciona a la secuencia de las obras reproducidas no sólo facilita la
lectura y comparación de éstas, sino que también contribuye a insertarlas
en el contexto histórico sin el cual se haría más difícil comprender sus
aportaciones. En este sentido, el texto introductorio nos proporciona una
herramienta para abundar en el estudio, el análisis y la periodización de las
obras y autores incluidos, facilitando con ello una visión de conjunto de la
producción artística que abarca el libro.
Esta segunda edición revisada de Obras singulares del arte en Venezuela
responde a la necesidad de proveer textos de utilidad didáctica para su
empleo en escuelas, planteles de secundaria y universidades de nuestro
país. Cumplimos así con el objetivo de ofrecer, en forma de tratado, una
historia sintetizada del arte venezolano relatada a través de reproducciones
de obras representativas del proceso de formación de nuestro arte, a lo
largo de un extenso periplo que se corresponde con lo que se conoce como
período republicano.
Para tener una idea del enfoque bajo el cual se articulan los materiales de
este libro, haremos de seguida una caracterización de los principales
períodos o etapas que fijan las pautas o ejes centrales en la evolución del
arte venezolano.

I Período post-colonial. Durante el cual apreciamos el surgimiento de un


arte que se nutre de la herencia del legado técnico de los imagineros
coloniales. Sus cultores adoptan los iconos, mitos y símbolos de la naciente
República, apartándose cada vez más de la temática religiosa del período
colonial o asumiéndola en sus obras al mismo tiempo que se dedican a
realizar un arte laico, de características primitivas, siguiendo el patrón
técnico de los imagineros. El ejemplo más destacado nos lo da la obra de
Juan Lovera.

II Período de la Ilustración. Irrumpe a partir de la segunda mitad del siglo


XIX y está caracterizado por un arte testimonial, absorbido por el proyecto
civilizatorio del siglo y aliado al esfuerzo que hacen los creadores y
especialmente los pintores viajeros e ilustradores por reflejar de modo
veraz la naturaleza, el ser y las costumbres del país, utilizando
preferentemente las técnicas sobre papel, y materiales como lápiz, tinta
china, acuarela y notoriamente la litografía.

III Período republicano. Asistimos a una etapa en que, dejando atrás la


herencia de la imaginería religiosa, y de cierto modo condenándola, los
pintores ponen empeño en resolver el problema de la representación del
espacio naturalista, siguiendo modelos inspirados en el canon académico
del Renacimiento europeo, en cuyo aprendizaje reciben apoyo del Estado
para estudiar en el viejo continente. En Caracas surgen, todavía en un grado
muy rudimentario, talleres y escuelas de arte para la enseñanza de la
pintura, el dibujo y la escultura, y se dan los primeros pasos en orden a la
fundación de una crítica comparativa del arte, cuyo máximo representante
será el general Ramón de la Plaza, fundador de los estudios de pintura en
Venezuela.

IV La generación del Centenario. Comprende el arte del último tercio de


siglo XIX. Coincidiendo con el apogeo de la obra de Martín Tovar y Tovar,
este período se llama así porque se inicia justamente con la celebración de
la fecha centenaria del nacimiento de Bolívar, en 1883, a propósito de la
cual se llevó a cabo en Caracas la famosa exposición de pintura donde se
revelaron los nombres de Herrera Toro, Cristóbal Rojas, Arturo Michelena,
entre otros. Nuestro arte alcanza en ese momento su plena madurez
conforme al logro de un modelo naturalista dentro del cual van a producirse
los primeros atisbos de la modernidad.

V Período de transición. En esta etapa se incluyen las últimas


manifestaciones del academicismo que se practicaba en la Academia de
Bellas Artes de Caracas, pero también los ensayos que dentro y fuera de
aquel plantel proponían reformar el canon clásico establecido en la
enseñanza oficial, modificándolo para introducir, aunque tímidamente en
principio, elementos propios de lenguaje modernista inspirado en el
Impresionismo.
VI Etapa del Círculo de Bellas Artes y los paisajistas de Caracas. El
Círculo de Bellas Artes y la Escuela de Caracas juegan en la pintura
venezolana papel fundamental: asumen la responsabilidad de relevar al
realismo y emplear los elementos que conducen a una renovación de la
pintura. Por primera vez en el país presenciamos la formación de una
agrupación de artistas que se ocupará de conducir el movimiento artístico,
de echar las bases de una estética criollista basada en la observación de la
naturaleza y en la pintura al aire libre, y de crear el primer salón de arte que
tuvo el país. La voluntad de cambio se traducirá también en la
modernización del gusto artístico, en el surgimiento del coleccionismo y en
el interés por las tendencias artísticas que se desarrollaron en Europa y que
servirán de estímulo a los nuevos artistas. La etapa comprende un período
que va de 1912 a 1942, caracterizado por el auge del paisajismo y de la
pintura de temática vernácula.

VI La contemporaneidad. Ocurre aquí el lanzamiento de las vanguardias


fundadas en el arte europeo de la modernidad tomado como modelo para
ensayar unas propuestas y búsquedas que llevarán en poco tiempo, a partir
de 1950, al arte abstracto en sus distintas manifestaciones. Se efectúa la
renovación de la enseñanza artística y paralelamente se crea el primer
museo como medio para la valoración y difusión del arte venezolano a
través de llamado Salón Oficial. El régimen de vanguardias y el modelo
educacional surgido por entonces han continuado vigentes hasta hoy. A lo
largo del siglo XX prevalece en los artistas una conciencia que asume la
producción de arte como un hecho autónomo, librado a sus propias leyes, a
través de gran diversidad de planteamientos y programas de acción y
manifiestos. La contemporaneidad es un proceso vivo, irreversible,
dinámico, y Venezuela ofrece a este respecto, en materia de arte, una
plataforma de gran importancia debido a la gran diversidad de lenguajes y
manifestaciones, en todas las disciplinas, que ocupan el extenso e
inagotable espectro de nuestro arte actual.

Juan Calzadilla
Obras singulares
del arte en Venezuela

NOTA: El presente CD es sólo para consumo interno del personal


profesoral y alumnado de la Escuela de Artes Plásticas «Arturo
Michelena».
—Valencia, Venezuela, 1 de septiembre del 2005
Obras singulares
del arte en Venezuela

Textos, selección de obras e índice


biográfico de

Juan Calzadilla

Editorial La Gran Enciclopedia Vasca — Bilbao Euzko Americana de


Ediciones, C.A. — Caracas
© EUZKO AMERICANA DE EDICIONES S. A. - 1979
Urbanización La California Norte. Avda. Budapest. Quinta Any Telfnos.

22 38 30 - 61 35 53 CARACAS (Venezuela)
© EDITORIAL «LA GRAN ENCICLOPEDIA VASCA» - 1979 Calzadas
de Mallona, 8. Apartado 1510 -BILBAO - 6 Telfnos. 416 96 11 - 415 68 11
Director: José María Martín de Retana

Textos: Juan Calzadilla


Diseño y diagramación: José Antonio Sangroniz y Miguel Ángel Diez
García
Fotocomposición: Printzen, S. A.
Selecciones color: Fotomecánica Scala
Fotografía y coordinación: María Luz Pérez Álvarez
Impresión y encuadernación: Edit. Eléxpuru Hnos., S. A.
Papel especial para esta edición: Torras Domenech, S. A.

Printed in Spain
Impreso en España
ISBN. 84-248-0505-4
Depósito Legal: BI-2684-79
El Taller Libre de Arte
La Exposición francesa de 1948

Los disidentes
El abstraccionismo geométrico
Dogmatismo versus livismo
La alternativa: La destrucción de los géneros
Evolución de la escultura abstracta en la década del 50
La Ciudad Universitaria y un ensayo de integración de las artes en Venezuela
Las corrientes figurativas o neofigurativas
Los informalistas
Informalismo y automatismo psíquico
Informalismo y expresionismo
Desarrollo del informalismo
El cinetismo en Venezuela
La arquitectura gráfica de Soto
El acontecimiento en la fisicromía
Los nacidos después de 1940
Los pintores ingenuos
Lo nuevo
Láminas
Índice biográfico
No son pocos los ensayos que se han hecho para presentar una historia escrita
del arte venezolano. No tenemos mas que remitirnos a los ejemplos ya
clásicos de los textos de Ramón de La Plaza, Enrique Planchart y Alfredo
Boulton. Tener presente los trabajos de estos autores es lo menos que podría
hacer quien, como nosotros, se proponga dar una visión de la continuidad
histórica de los movimientos artísticos del país. Sus estudios, llenos de
erudición, han contribuido a cimentar las bases de una tradición del ensayo de
arte en Venezuela. Y es evidente, por otro lado, que el arte mismo se ha
enriquecido con el análisis y la sistematización que, en orden a la elaboración
de una historia plástica coherente, nos ofrecen los estudios de esos
historiadores.
No creemos, en principio, que la reseña que ensayamos hacer en este libro se
aparte considerablemente de la forma cómo se ha venido estudiando el arte
venezolano, en sus etapas y en su desarrollo. Pero hemos delimitado el campo
de nuestro enfoque a un período que comprende escasamente dos siglos de
historia, Trataremos, hasta donde sea posible, de revisar las principales
realizaciones plásticas que se escalonan, en lo que se refiere a Venezuela, al
período de vida republicana, aun cuando tengamos que admitir que, desde el
punto de vista artístico, la emancipación del imperio español no representó
para el país una ruptura tan marcada como la que se aprecia en el terreno de
las ideas políticas.
Hay que decir que, en el mejor de los casos, la tradición técnica de los
imagineros de la Colonia continuó operando en muchos buenos artistas del
siglo XIX que, por el estilo de Juan Lovera, comenzaron a encontrar
inspiración en temas civiles y patrióticos. Es bien sabido que durante la
dominación española el temario artístico estaba reducido principalmente al
repertorio de imágenes religiosas que satisfacían la necesidad de proveer
figuras para el culto católico, tanto privado como oficial. Desde el punto de
vista de la representación espacial, este arte se corresponde conceptualmente
con los estilos románico y gótico europeos —incluso hasta por su anonimismo
— en el que se manifiesta un espíritu de realización colectiva. Ello lleva
implícita la noción de un enorme retraso histórico.
Sin embargo, hay que reconocer en el siglo XVIII venezolano condiciones
sociales particularmente proclives a la formación de una cultura plástica.
De los talleres del último tercio del siglo XVIII salen los primeros pintores
republicanos. Y en cuanto a la pintura popular —tan ligada a la metamorfosis
de las imágenes infinitamente reinterpretadas de un artista a otro— ésta se
prolonga a través de todo el siglo XIX, conservando las características
técnicas que ofreció durante la Colonia.
De resto, seguimos en nuestro libro un desarrollo cronológico que se atiene al
orden en que los historiadores suelen estudiar la secuencia del arte de la
centuria pasada. Se trata de una historia más conocida. Pero creemos que no se
puede pasar por alto, como lo hacen algunos estudiosos, la etapa que va de
1850 a 1870, tal vez la menos conocida del siglo, debido a la carencia de
testimonios, y durante la cual et artista venezolano, desprovisto de ambiciones
y estímulos, se consagró preferentemente al dibujo y a la acuarela para
satisfacer propósitos muy circunstanciales. Hemos identificado este período
con el nombre de “la ilustración”, no sólo por el contenido de las ideas
positivistas que dominan en ese momento, sino también por la intención
puramente documental o descriptiva —el arte se vuelve aliado de la crónica
científica— que guió a la mayoría de los creadores de esta época. Martín
Tovar y Tovar supera esa contingencia que al artista le impone el prestigio de
la ciencia en una época en que sólo podía pensarse en la pintura en términos
de una óptica renacentista para lo cual los artistas venezolanos no estaban
suficientemente capacitados. El éxito de Tovar y Tovar se debe, sobre todo, a
las condiciones socio-políticas que lo llevan a convertirse en el artista oficial,
y esto explica en qué medida el creador es siempre resultado no tan sólo de su
talento sino también de las circunstancias que contribuyen a que él encarne,
con su obra, los ideales de una época. Por esto, la obra de Tovar y Tovar es
uno de los productos más genuinos del guzmancismo. Cuando desfallecen las
energías sociales, capaces de infundirle carácter creativo a una época, el arte
se empobrece y cae en las mixtificaciones y el manierismo, tal como sucede
en los últimos años del siglo XIX y comienzos del presente. El estímulo
oficial ya no es capaz de encontrar en la obra de los artistas otra cosa que el
reflejo del cansancio de una época sin mitos, insensibilizada. Artistas como
Herrera Toro no pueden menos que sucumbir a la apatía del momento
histórico.
Los tiempos modernos ofrecen lógicamente menos problemas al estudioso, y
aquí debiéramos referirnos en primer lugar al paisaje, que constituye, también,
en Venezuela, el gran crisol de los nuevos rumbos que toma la pintura. Con el
paisaje aparece en nuestro país la moderna conciencia artística, y este hecho
conlleva un alto grado de influencia de la pintura francesa. Pero aún parece
estar en vigencia la opinión de Enrique Planchart según la cual el paisajismo
se inicia en Venezuela, con los pintores del Círculo de Bellas Artes.
Preferimos colocarnos en una perspectiva más alejada, remontándonos a los
artistas que a fines de siglo estudiaban con Herrera Toro y Emilio Mauri en la
Academia. De este centro surgen los primeros brotes de airelibrismo, e incluso
es necesario tener muy presente las obras de Tovar y Tovar y Jesús María de
Las Casas. Estos nos sitúan en la vía que conduce a Reverón y sus nombres se
unen, en el tiempo, a los de Abdón Pinto, Pedro Zerpa, J.J. Izquierdo,
Francisco Sánchez y Francisco Valdés, entre los forjadores del paisaje.
Se comprende que, en adelante, a partir del Círculo de Bellas Artes, optemos
por hablar de movimientos y corrientes, antes que de períodos cronológicos.
Y es que a lo largo del siglo XX domina en nuestro arte la actitud de los
grupos que asumen conciencia del hecho estético, propugnando su evolución a
través de planteamientos y programas de acción. El Círculo fue un primer
paso en esta dirección histórica. Pero el grupo, en el cual prevalecen los
conceptos, no invalida a las individualidades, y se podría decir que éstas
vienen a ser, en última instancia, la justificación última de los grupos.
Reverón, por ejemplo, supera al Círculo de Bellas Artes; Rafael Monasterios y
Marcos Castillo —para dar dos ejemplos tomados al azar— interesan a partir
del momento en que no pueden ser asociados más que a sus obras mismas.
En lo sucesivo, no es posible afirmar algo sobre las corrientes artísticas sin
que el juicio mismo, por tocar a cosas actuales, no nos comprometa. La
contemporaneidad es un proceso vivo y dinámico, y Venezuela ofrece en
materia de arte un panorama prolífico en manifestaciones que suministran una
imagen demasiado compleja y cambiante para que una reseña, como la que da
él intentamos dar, pueda agotar su conocimiento.

EVOLUCIÓN DEL REALISMO DURANTE EL SIGLO XIX


El siglo XIX aparejó cambios en la cultura venezolana; la declaración de
Independencia, formulada en 1811, fue seguida por una guerra de liberación
que sólo culminaría diez años más tarde, en 1821. Estos hechos profundizaron
el abismo que, en el orden espiritual, se había tendido entre las naciones
americanas, independizadas, y el imperio español. La emancipación significó
también, paralelamente a la fractura política, al menos en apariencia, un
rompimiento de la tradición artística recibida de España. La gran guerra
quebró la continuidad de un desarrollo cultural que había llegado a su apogeo
en el último tercio del siglo XVIII y que, justo hasta el momento de producirse
la declaración de Independencia, había seguido un curso espontáneo y
tranquilo, nunca interrumpido a lo largo de dos centurias.
Pero el arte del siglo XVIII hacía referencia a un mundo de valores
sobrenaturales, expresado de modo jerárquico, en una escala donde la figura
humana apenas cuenta, o cuenta sólo en la medida en que se le atribuye un
papel de intermediario de los dioses; divinidades, santos, patronos y miembros
del clero conforman el repertorio iconográfico del arte. La pintura y la
escultura sirven para gratificar al reino de Dios; el arte llena una función
religiosa y el artesano anónimo prima sobre el artista. Podemos decir que el
arte colonial es a Hispanoamérica lo que el gótico a Europa.
La guerra de Independencia no representó un hito que interrumpía como un
sobresalto la continuidad de una tradición respetable, que se remontaba al
siglo XVII. En realidad constituyo un estadio que se prolongó por mucho
tiempo más en las luchas que la siguieran para sumir al país en la postración,
en la inercia. Sacudida la estructura entera del país, el impacto de la contienda
hizo blanco, también, en el corazón de los creadores. No hubo tiempo para la
creatividad, las artes y la literatura sufren una postergación, vienen a menos.
Los primeros treinta años del siglo son de una casi completa indigencia
espiritual.
La misma cultura colonial es la que mejor resiste a la postración del primer
período republicano. Con el país abrasado por la guerra, la nueva estructura
social dista mucho de poder ofrecer algo que no fueran ideales y programas
utópicos. Será necesario acudir a los hombres formados en las últimas décadas
de la Colonia, dentro del ámbito de la cultura española, para encontrar los
pilares que todavía sustentan al bamboleante edificio espiritual de la
República. Andrés Bello y Juan Lovera son los ejemplos más cabales, en
literatura y en pintura, de una tradición colonial que se inserta profundamente
en el siglo XIX. Por eso resulta difícil hablar, en el caso de la Independencia,
de una revolución. Si los cambios políticos son verdaderamente radicales, en
apariencia, no lo son así las que se dan en el plano de la cultura.
Durante mucho tiempo más, la arquitectura seguirá aplicando métodos
constructivos de la Colonia y, mientras se aguardan las directivas del
eclecticismo europeo, se construirá según las normas de los alarifes coloniales.
Las artes populares, sin poderse librar de la influencia religiosa, continuarán
regidas por el espíritu de los imagineros, cuya tradición permanece viva a lo
largo de todo el siglo XIX para perdurar hasta bien entrada nuestra centuria.
La escultura debió esperar muchos años para independizarse de la función
religiosa a la que se veta confinada por su carácter mismo de arte subordinado
a las necesidades del culto. Imbuida de ingenuidad y primitivismo, la pintura
da, sin embargo, el primer paso para confesarse solidaria de un orden nuevo:
el de la República. El tema —antes que la técnica— no tarda en experimentar
una metamorfosis. Degradados y disminuidos los valores religiosos, el retrato
civil y, luego, el motivo militar, tomarán el sitio reservado anteriormente al
santoral ya los representantes de la iglesia y la nobleza criolla. La temática se
diversifica y, un poco después, gracias al interés por las ciencias naturales,
aparecen los primeros paisajes. La evolución es lenta; los cambios pausados.
También con cautela despierta fa imaginación.
De allí que los pintores que inician el siglo arrastren con sus estilos los
defectos y las virtudes de la educación colonial. En primer lugar se muestran
torpes para representar la perspectiva conforme a la exigencia naturalista que
pide la sociedad republicana. Nuestros pintores nacidos en el siglo XVIII
habían formado su ojo dentro de una concepción puramente simbólica de las
imágenes. La atmósfera de sus cuadros carece de profundidad real, refiere un
espacio simbólico, donde se mueven jerarquías ideales, sin realidad humana,
que atañen al reino inmóvil de las divinidades. Nuestros primeros pintores
republicanos heredan aquella peculiar visión: ésta es arcaica y conserva tos
rasgos de todo primitivismo. Pero ellos se saben conscientes de la tarea de
echar las bases de una tradición nueva que, al nivel de las manifestaciones
cultas, pretende destruir los valores del pasado.

LOS INICIOS DE UNA TRADICIÓN REPUBLICANA: JUAN LOVERA

Juan Lovera fue el más notable de los pintores que alcanzaron su madurez en
los momentos iniciales de la guerra de Independencia. De acuerdo con Alfredo
Boulton, había nacido en Caracas, donde llegó a ser aprendiz en el taller de los
hermanos Landaeta, a fines del siglo XVIII. Sus primeras obras son,
lógicamente, de tema religioso, y se mantienen dentro de los moderados
convencionalismos aceptados por los imagineros para representar el espacio y
la figura, sin mucho ingenio. La Galería de Arte Nacional conserva un cuadro
de Lovera correspondiente a este primer período: La Divina Pastora, pero nada
parece anticipar aquí al pintor de El 19 de abril. Es un cuadro desabrido y frío,
carente de imaginación.
Pero el movimiento independentista encuentra en Lovera, hacia 1810, a uno
de sus más fervientes partidarios. El pintor había sido testigo visual de los
hechos ocurridos en la oportunidad en que el Congreso Constituyente de
Venezuela proclamaba la independencia. La escena debió quedar grabada en
la memoria del pintor, quien la plasmaría veinte años más tarde en el cuadro
que con el título de El 5 de Julio de 1811 se conserva en el Capitolio Federal.
El otro acontecimiento importante llevado a la pintura por Lovera, fue E1 19
de Abril de 1810, tal vez su obra más significativa.
Tomada la ciudad de Caracas por José Tomás Boves, el sanguinario jefe
español, de tan triste recuerdo para la causa patriótica, nuestro artista fue
arrojado al exilio junto a los oficiales que debieron huir a las Antillas, tras el
episodio conocido como la Emigración a Oriente. Por espacio de 20 años
estuvo Lovera ausente del país, sus pasos se borran y sus cuadros se extravían.
Concluida la guerra de Independencia retornó a Caracas, guiado por la
intención, tal como él mismo lo expresó, de poner sus conocimientos al
servicio de la patria. Mientras se desempeñaba como profesor de pintura, en su
escuela particular, Lovera realiza entre 1825 y 1843 su obra más conocida: un
conjunto de retratos civiles y los dos lienzos históricos, ya mencionados.
Es en tanto que retratista que importa destacar su obra de pintor; su estilo
entronca, evidentemente, con el de los imagineros que, a fines del siglo XVIII,
logran imprimirte a los últimos retratos seglares un tono tan verista como el
que puede apreciarse en la efigie del Obispo Juan Antonio Viana, atribuida a
la escuela de los Landaeta, y que se encuentra en la colección de la Catedral
de Caracas. Para sus retratos, Lovera se apoya en un principio expositivo de
gran sencillez, de modo que el personaje, abstraído de lo que no es esencial,
resulta elocuente, tanto por la elección del contexto ambiental como por la
acusada expresión fisonómica que contrasta con la austeridad de la
descripción. La rigidez gótica de tas poses es compensada, en su primitivismo,
por la agudeza con que Lovera describe la psicología del modelo, que parece
ser lo que más le interesa. El rostro se convierte así en el principal centro del
cuadro. En realidad, Lovera trata sus figuras con un concepto escultórico, casi
se diría que modelándolas en un primer plano, plantándolas severamente
delante de una ambientación escueta formada por libros, muebles, cortinas y
objetos que cumplen una función simbolizadora para definir la condición
social del personaje, como si no bastara el estudio fisonómico que lo lleva a
ensañarse con el modelo. Escasamente manifiesta interés por la perspectiva
aérea y el espacio en profundidad deviene plano. La iluminación determina los
efectos de espacialidad y volumen en los planos alejados. Al fondo ubica los
símbolos, entre los que destaca el escudo familiar, que indica la procedencia
genealógica del personaje o su rango en la jerarquía social. El traje y el
mobiliario, dentro de una atmósfera severa, explican el rol del hombre en la
sociedad; la condición es destacada por objetos que simbolizan el oficio
gracias al cual el personaje, aunque sea de humilde cuna, se hace digno dé ser
retratado; el mulato Lino Gallardo muestra el violín y la hoja de una partitura,
que le hacen acreedor del prestigio que su imagen pintada le otorga. Si se trata
de un hombre como el Dr. Cristóbal Mendoza, primer Presidente del
Triunvirato creado en 1811 para regir al país, el personaje aparece al lado de
un severo anaquel de libros en fila, hojeando un grueso tratado de leyes. Esta
manera de contraponer rasgos expresionistas en la definición del personaje y
de formas simbolizantes para referir su condición social, sus grados
jerárquicos y sus títulos, procura a Lovera un lenguaje extremadamente
ingenuo y eficaz. Pero también puede prescindir de todo simbolismo,
obteniendo en el retrato manifestaciones más puras, elocuentes por sus valores
plásticos mismos, que el artista reduce a la mayor economía, tal como puede
apreciarse en el retrato de Francisco Antonio (Coto) Paúl, en la colección de
Alfredo Boulton. En retratos como el de Nicolás Rodríguez del Toro y el
llamado Hombre del chaleco, Lovera alcanza, hasta por su esquematismo
brutal, un poder de síntesis que no encontraremos en los retratistas que le
sucedieron.
Es probable que Lovera haya vista grabados de Goya o, por lo menos, de
imitadores del genial aragonés, pues la influencia de éste puede rastrearse en
sus dos grandes composiciones históricas. Piénsese en el parecido —aunque
éste sea remoto— que hay entre ciertas figuras de La Familia de Carlos IV,
obra pintada por Goya en 1800, y los personajes centrales de El 19 de Abril de
1810, realizada por Lovera en 1838. Lovera revela aquí su escasa experiencia
en la pintura de género y, sin duda, desde el punto de vista perspectívico,
queda mal librado al entregar al espectador una composición defectuosa, en
donde los personajes históricos aparecen parcamente individualizados,
resueltos como una suma de unidades aisladas, no como un todo, es decir,
como una multitud. Cada personaje está hecho como un retrato. La escena del
19 de abril, combina el tono alegórico y algo teatralizado, propio de la
intención de representar un momento tan memorable, con el apunte
costumbrista que le permite al artista dar una connotación realista y vivida,
casi anecdótica, del ambiente de la época, con sus gentes, sus personajes
populares, e incluso con sus animales domésticos. Todos son testigos, más que
del hecho histórico, de la vida de 1800. De modo que la obra tiene también el
sabor de crónica en medio de ese aire grandilocuente, que compensa
ingenuamente las torpezas de la ejecución.
En El 5 de Julio de 1811, pintado tres años después, Lovera supo ceñirse a las
limitaciones o, si se quiere, a la eficacia de su lenguaje de retratista que
dispone del espacio como de una superficie sabiamente regulada, puesta al
servicio de la alegoría y de la vida, simultáneamente. Los personajes están aún
más individualizados que en El 19 de Abril, pero también la composición
funciona mejor en su totalidad cromática, sabiamente balanceada por el juego
de sombras y blancos, y en donde la hiriente animación de los personajes nace
del nerviosismo de un dibujo extremadamente incisivo. El carácter gráfico de
esta obra está acentuado por la intención bien lograda de Lovera de identificar
todos los personajes, en el mismo orden en que se encuentran en el cuadro, en
una banda dibujada horizontalmente al pie de la tela.

LA ENSEÑANZA OFICIAL Y LA EVOLUCIÓN DEL RETRATO

No faltaron en los primeros tiempos de la República los intentos de crear


escuelas para la enseñanza del arte, especialmente en Caracas. El 19 de
Febrero de 1812 la Gaceta de Caracas insertaba un anuncio en el cual el pintor
francés M.H. Garnezey, “domiciliado en la Calle de Venezuela, Nº 12”,
ofrecía su academia particular a tos interesados en recibir lecciones de pintura.
Con toda seguridad, los acontecimientos que siguieron se encargaron de
frustrar la encomiable idea de Garnezey. En cambio, fue necesario esperar a
que terminara la contienda y el país recobrara, aunque sólo en apariencia, la
calma para que el Estado, a partir de 1830, comenzara a interesarse por la
enseñanza del arte. Un poco más tarde, en 1835, la Sociedad de Amigos del
País abrió una escuela para el dibujo artístico y topográfico. Este ensayo,
destinado a rivalizar con la modesta escuela que desde 1832 mantenía abierta
Juan Lovera, no tuvo éxito y el local de la naciente institución dio sitio a un
cuartel. Hubo que esperar a 1839, cuando por iniciativa de don Feliciano
Montenegro y Colón fue establecida en el Colegio Independencia, una cátedra
de dibujo. Nuevamente este año reabrió sus puertas la escuela auspiciada por
la Sociedad de Amigos del País, con el nombre de Escuela Normal de Dibujo,
y de cuya dirección sería encargado el pintor Joaquín Sosa. Sustituyó a éste,
en 1842, el joven Antonio José Carranza, en momentos en que la escuela
funcionaba adscrita a la Diputación Provincial de Caracas. Elevada al rango de
Academia de Bellas Artes en 1849, la escuela vio aumentar su prestigio con la
creación de una cátedra de retrato. Carranza iba a desempeñarse como director
de la Academia hasta el año de 1867, pero ya en 1852 se le había hecho un
reconocimiento público, según consta en una memoria del Concejo Municipal
del Cantón de Caracas, de 1850, donde se asienta que “más de 60 alumnos
asisten diariamente a este establecimiento dirigido por el señor Antonio José
Carranza, que con la más eficaz asiduidad concurre sin faltar un solo día por
cuatro o cinco horas y aun más, según es necesario; debiéndose
principalmente a sus desvelos y esperada contracción, el progreso positivo que
se observa en los numerosos alumnos, cuyas obras más adelantadas presenta,
constituyendo esta vez una exhibición más brillante y variada que en los años
anteriores. No poco han contribuido a este notable progreso las recompensas
que en calidad de premios acordó la Honorable Diputación el año próximo
pasado. Tales estímulos producen siempre satisfactorios resultados”.

EVOLUCIÓN DE LA PINTURA POPULAR DURANTE EL SIGLO XIX


Como podrá verse en adelante, el retrato civil fue el género más cultivado
durante el siglo XIX. Desde el punto de vista técnico, puede decirse, que en un
principio la pintura siguió nutriéndose, a lo largo de esta centuria, de los
conceptos estilísticos heredados de la Colonia. Hemos dicho que el pintor más
notable del primer período republicano fue Juan Lovera, quien combina en su
obra de retratista un concepto arcaizante en el tratamiento de la perspectiva y
la composición con una intención marcadamente expresionista (y por lo tanto
vitalista) en la solución de la figura humana y, particularmente, del rostro.
Estos mismos conceptos encuentran en otros pintores del mismo período,
como es el caso de Emeterio Emazábel (activo en Caracas hacia 1830), en
quien hallamos de nuevo la típica solución arcaizante con que los pintores
resolvieron el retrato seglar a fines del período colonial. Cuando se trata de
pintar a un personaje importante, éste es visto en majestad, mientras recibe el
homenaje de sus acólitos o alumnos que, prosternándose o en actitudes
reverentes, le presentan pergaminos donde se puede leer el motivo del
homenaje, sea éste un reconocimiento público, la presentación de una tesis de
grado, o un título. La ordenación jerárquica del arte religioso pasa al retrato
civil y mantiene las mismas convenciones estilísticas. Es así como Emeterio
Emazábel ve al Arzobispo Coll y Prat y a su alumno Vicente de Arámburu, en
un cuadro de 1834, que pertenece a la colección de la Catedral de Caracas. Si
de algo se adoleció en los primeros cincuenta años del siglo fue de un estilo.
La Colonia, en cambio, lo poseyó con creces, en la obra de los imagineros.
Pero al producirse la ruptura con el orden colonial y entrar en crisis los valores
que habían inspirado al artista criollo bajo la dominación española, la nueva
estructura social surgida de los movimientos de independencia no parecía
autorizada a exigir de los artistas lo que ellos no podían darle: un arte que
exaltara valores civiles y militares y cuyas imágenes ya no alcanzarían a tener,
lógicamente, la función que el sistema colonial le había atribuido a la obra de
arte. Un cambio como el que se experimentó con la Independencia en el plano
ideológico planteaba al arte una situación similar a la que encontramos en
Italia cuando el antropocentrismo del Renacimiento sustituye al viejo
concepto teocéntrico de la Edad Media. Lógicamente, el naturalismo
renacentista, como concepción formal, iba a convertirse en el ideal estético
republicano, al consolidarse los intereses nacientes.
En otras palabras: el valor estético humano privará sobre el valor religioso; la
realidad sobre la divinidad. En consecuencia, quedó abierto el camino para
que el artista asumiera el espacio y la representación naturalista, en términos
tales que hubo necesidad de tomar conciencia de la pobreza del medio, en
punto a la capacidad de nuestros artistas para realizar un arte más ambicioso.
Los pintores del primer período estaban ayunos de conocimientos técnicos
para expresar —en términos renacentistas— los valores del nuevo
humanismo. La sociedad hacía lo posible para llenar las lagunas, a la espera
del genio; miraba hacia Europa; hacía venir de ésta profesores salidos de las
academias clásicas; se quiso, incluso, establecer teóricamente una
correspondencia entre ciencia y arte, tal como hiciera el matemático Juan
Manuel Cajigal cuando, en 1839, en la ocasión en que dejaba inaugurada la
primera clase de dibujo, dijo: “Debemos proteger el dibujo y considerarlo no
como un arte frívolo y estéril que sólo halaga los sentidos, sino como la base
de todos los trabajos industriales. Debemos, por lo mismo, trabajar con más
ahínco; a la sombra de la paz que disfrutamos, en echar los cimientos de
nuestra futura grandeza, fomentando aquellos estudios que encuentran su
aplicación en las necesidades de la vida”.
Los dirigentes del país, y la burguesía en general, desconfiaban de los rasgos
de torpeza primitiva que se ponían al descubierto en la obra de artistas de gran
talento y escasa capacidad técnica, como era el caso de Juan Lovera; y de
igual manera comenzó a perderse todo respeto por el legado colonial y el arte
de los imagineros, que a duras penas logró sobrevivir. Mucho más tarde se
llegó a afirmar que la historia de la pintura venezolana comenzaba con Tovar
y Tovar, y que antes de éste no hubo nada que mereciera ser recordado.
El retrato se prestaba a disimular el autodidacticismo de los pintores y era, por
la misma razón, el único género compatible con una sociedad que quería
contemplarse a sí misma, puesta en plan de rivalizar con la sociedad europea.
Por otra parte, la ruptura con la tradición colonial sólo se dio al nivel de lo que
podríamos denominar el arte culto u oficial. En el fondo, el pueblo siguió
abrazando por mucho tiempo más, en su ignorancia, las antiguas creencias que
encontraban satisfacción artística en la imaginería de los artesanos anónimos.
Pintores y tallistas, sin el prestigio de los talleres de la Colonia, continuaban
nutriendo el “fervor religioso de las masas, y así ocurrió hasta las primeras
décadas del siglo XX. De la misma manera, el retrato civil y militar originó a
la par, una iconografía de características ingenuas entre los cultores de la
imaginería religiosa. Aparecen, así, a todo lo largo del siglo XIX, versiones de
los retratos de los próceres y de sucesos históricos que conservan todas las
características técnicas de la pintura religiosa popular.
No pueden pasarse por alto, así, pues, las manifestaciones del arte popular que
durante todo el siglo XIX mantienen una viva tradición iniciada con la llegada
de los conquistadores. A través de este arte el pueblo pone de relieve su propia
dinámica creativa, proporcionando una versión marginal, pero verdadera —
incluso más verdadera que la del llamado arte culto— de los mitos y las
realidades, o sea, de la historia, a través de las imágenes pintadas.
EL PAISAJE EN LA FORMACIÓN DE LA PINTURA VENEZOLANA

El paisaje procede, en nuestro país, de otras tradiciones y fuentes y no


exactamente del estilo colonial que perdurará como ya se dijo, al nivel de las
artes populares. Conocemos las privaciones de las escuelas de arte a lo largo
del siglo XIX, y en qué medida et retrato, desde Lovera, va a convertirse en el
género por excelencia. Quizás se trataba del único tipo de arte con el cual
podía justificarse un artista que no hubiese seguido estudios en Europa. Su
tradición era más o menos respetable, aunque se mantuviese como un género
mediocre, si hacemos excepción de Lovera. Este no encontró continuadores
inmediatos, y su estilo mismo, en vida suya, fue desmerecido por sus
contemporáneos que vieron sólo sus defectos. Se tenía nostalgia por el
Renacimiento, ya lo hemos dicho, y el ideal era la pintura de género, para
cuya ejecución no estaba debidamente capacitado el artista venezolano. Los
aciertos, aquellas búsquedas que hubieran podido conducir al paisaje, incluso
a un paisaje costumbrista, eran ensayos marginales o se inscribían en una
tradición poco prestigiosa como la del arte popular.
Ramón Irazábal, por ejemplo que inicia el paisajismo caraqueño, permanece
en el misterio y no hay indicio de que haya estudiado seriamente pintura. Se
encuentra por primera vez figurando en la Exposición de Productos Naturales,
organizada en 1844 por el Instituto Tovar, en Caracas. Conservando cierto
sabor ingenuo, que revela su procedencia técnica, hay un paisaje caraqueño
pintado por Irazábal hacia 1840. Es una de las primeras vistas panorámicas de
Caracas donde se pone de manifiesto, más allá de lo puramente documental,
un sentimiento artístico.
Los antecedentes de esta imagen se encuentran en el siglo XVIII. Ya un pintor
de la escuela de los Landaeta, al hacer una imagen advocativa. Nuestra Señora
de Caracas, dibuja el plano de Caracas, tal como la ciudad se prestaba a ser
divisada desde la colina del Calvario. Este plano panorámico se repite en
grabados del siglo XIX y entronca con una rica tradición de ilustradores.

CARACAS Y LA TRADICIÓN PAISAJÍSTICA

La belleza plástica de Caracas —y aun del litoral guaireño, que constituye el


paso obligado de todo viajero— atrajo la atención de numerosos viajeros,
Humboldt en primer lugar. La ciudad había sido descrita por el cronista de
Indias Juan de Castellanos, como más digna de ser plasmada por los pintores
que loada por los poetas. Una topografía ricamente accidentada y muy
particular, que da forma a un estrecho valle surcado por ríos cristalinos y
alrededor del cual se levantan pequeñas colinas, ofrece a la vista del viajero
una perspectiva cuya belleza compite con la bondad de su clima siempre
primaveral. La serranía del Ávila era comparada por el poeta Pérez Bonalde
con el sultán ante cuya figura yace rendida la ciudad, como una odalisca. Pero
para los artistas, sin necesidad de ir muy lejos a buscar imágenes exóticas, el
valle de Caracas, ceñido por los verdes variadísimos de sus cultivos, no fue
más que una bella realidad inmediata, en la que el ojo podía satisfacerse
llanamente.
Es fácil comprender que la emoción con que describen a la ciudad el conde de
Ségur en 1783 y Robert Temple en 1902 no era distinta a la que
experimentaron los primeros pintores y dibujantes de la ciudad, entre éstos Sir
Robert Kerr Porter, Cónsul de la Gran Bretaña en nuestro país, que ha dejado
del Valle de Caracas una serie de excelentes dibujos. Si John Ruskin hubiese
visto estos trabajos, sin duda, hubiera elogiado en Kerr Porter no tanto a un
naturalista atinado como a un dibujante elegante y minucioso en extremo. Kerr
Porter evoca las ruinas del terremoto de Caracas con afán descriptivo al que el
dibujo comunica cierta monumentalidad. Con Kerr Porter se iniciará una
tradición de ilustradores que, tomando como motivo la arquitectura y el valle
de Caracas, desembocaría más tarde en el magnífico paisajismo de fines de
siglo.
Más notable fue, sin duda, la actuación del inglés Lewis B. Adams (1808-
1853), quien será el retratista más notable que trabajó en Caracas, donde
fallece. Puede decirse que realiza su principal obra en Venezuela, y Alfredo
Boulton le reconoce muchos méritos. Su estilo robusto y desenfadado, que se
resiente de cierta dureza, satisfizo a aquella sociedad de comerciantes y
militares que le posa convencida de la importancia que tiene el retrato como
manifestación de poder.
Mientras la pintura al óleo permanece atada a las convenciones del retrato
académico, el dibujo sale al encuentro de la naturaleza para describirla. Y este
mismo afán naturalista se halla, también, fundando las bases de nuestro
paisaje, en ese grupo de pintores que, a mediados del siglo XIX, visita nuestro
país. El barón Jean Baptiste Gros, diplomático de carrera y pintor, a su paso
por Caracas, deja dos buenos paisajes de los alrededores de la ciudad.
Pero quizás sea Ferdinand Bellermann, nativo de Erfürt, Alemania, el más
notable de los paisajistas que nos visitaron durante el siglo XIX. Aunque no
pueda dejarse de reconocer en su obra ciertas notas del romanticismo alemán,
cierta ampulosidad a la manera de Karl Rottmann, es evidente que Bellermann
se muestra como un excelente intérprete de nuestra luz, tal como lo reconoce
Boulton. Su factura es sólida y su composición arquitectónica bien construida,
mostrando además gran variedad de texturas en su empaste, en medio de cierta
nota idílica que contrasta con el realismo de la descripción humana. Las
riscosas montañas envueltas por la neblina están lejos de evocar aquí las
brumas wagnerianas. Por el contrario, estamos delante de un pintor que se
esfuerza exitosamente en entonar con la luz, a la manera moderna.
Los artistas viajeros suelen sentir mayor emoción frente al paisaje que en las
ciudades donde son recibidos. Y así ocurrirá con el joven Camille Pissarro,
quien con el tiempo devendría famoso pintor impresionista, pero al que, en
1852, lo encontraremos haciendo sus primeras armas de dibujante en La
Guaira y Caracas. Había llegado al país bajo la tutela de su joven instructor, el
pintor danés Fritz Melbye, y ambos provienen de la pequeña isla de Saint
Thomas, donde el primero de los dos había nacido. Los jóvenes artistas son
festejados por la sociedad caraqueña lo que no priva a Camille de realizar
entre nosotros una obra variada y sumamente esclarecedora para su porvenir
de gran pintor, ni tampoco a nosotros mismos de un notable documento visual
sobre la Caracas de mediados de siglo. Pues a diferencia de otros viajeros,
Pissarro se interesa por el aspecto humano de la ciudad, a la par que por las
formas arquitectónicas, lo que nos permite seguir los pasos de la antigua
Caracas, en el punto en que la había dejado el dibujante Kerr Porter. Su joven
guía, Melbye, actúa también como un cronista atento, que dibuja del natural,
incluso cuando toma apuntes para hacer al óleo finos paisajes del litoral. Hay
algo de refinado e intelectual en Melbye que no apreciamos en Bellermann, un
toque más romántico y delicado que la luminosidad del trópico no saca de su
presunción nórdica. Pissarro nos deja gran cantidad de apuntes al lápiz sobre
nuestra vegetación, follajes, hojas y bosques en donde, a tiempo que se
muestra como un esmerado observador, se comprende ya desde entonces su
tendencia a captar los juegos de luces sobre las formas en movimiento.
Desde Humboldt hasta Antón Góering, los trabajos de nuestros dibujantes
parecen dirigidos a sentir admiración por las ciencias, en virtud de
considerarlas como objeto principal, del arte. Surge así una expresión que se
pone al servicio de la descripción. El dibujo y la acuarela devienen
mayormente los medios para llevar la naturaleza a la hoja del libro donde las
imágenes rendidas de esa manera jugarán el rol que llena la reproducción
fotográfica. El artista se ha convertido en auxiliar del botánico para cubrir el
aspecto visual del cometido científico registrado en libros y revistas, y más de
una vez termina en un aficionado de la ciencia.
Por esta vía nos vamos aproximando al positivismo de los años 70 y 80.
Conscientes de que el medio social es demasiado mezquino y limitado para
permitir que el artista vocacional desarrolle su talento, los creadores de la
época forman filas en lo que ellos mismos consideraban un arte menor,
aplicado a los requerimientos circunstanciales y referido casi siempre a
ejercicios costumbristas, muy en boga por la época. Hubiera sido mucho
menos fácil dedicarse a la pintura al óleo, ya que faltaban los elementos
académicos indispensables a una formación como la que se le pedía a un
artista, en el sentido renacentista. El retrato continuaba siendo prácticamente
el único género cultivado y los conocimientos de los pintores no daban para
más. Ante el obstáculo representado por la carencia de una disciplina
académica, el artista criollo prefería mantenerse en el rol de aficionado, y para
esto nada mejor que consagrar sus esfuerzos al dibujo del natural, a la
ilustración de escenas costumbristas y al apunte ligero, susceptible de ser
llevado a las páginas de algún libro de viajero.
La versatilidad de Carmelo Fernández explica en qué medida la pintura no es
capaz por sí misma de llenar una función. Dibujante topográfico, grabador,
pintor y retratista miniaturista, Fernández es igualmente un artista ubicuo, un
humanista que entiende que su papel, siempre que se relacione con alguna
rama científica, está allí donde se requiere de sus servicios; ilustrador de
expediciones científicas, profesor de dibujo, de igual manera se dedica a la
enseñanza .de idiomas en Caracas que cruza el Atlántico en misiones
diplomáticas, o emprende un largo viaje por los Andes colombianos, detrás de
los pasos de Codazzi, para hacer lo que en nuestra época le correspondía hacer
a un fotógrafo: documentar visualmente la realidad. Sus trabajos ocupan una
vida larga e infatigable, pero de ellos es poco lo que, desde el punto de vista
artístico, retendrá la posteridad. Como dibujante es acucioso y muestra
sensibilidad al expresar el carácter del personaje, cuando le toca hacer las
ilustraciones para la Historia de Venezuela de Baralt y Díaz. Pero no dejó obra
suficiente para medir realmente su talento pictórico. Sus acuarelas del álbum
de la Expedición Corográfica encargada de trazar los límites de Colombia
parecen responder a una motivación episódica de un carácter meramente
ilustrativo. Hacia 1870, Fernández vivió en Maracaibo, durante la última
gestión de Venancio Pulgar, probablemente llamado por este gobernante para
realizar trabajos de ingeniería, como la remodelación de la Plaza de la
Concordia (hoy Plaza Bolívar). Por encargo del gobierno estatal realizó
Fernández varias pinturas a la témpera, donde desarrolló motivos
característicos del paisaje, la flora y la fauna de las regiones adyacentes al
Lago de Maracaibo. De estas pinturas de técnica un tanto primitiva se
conservan cuatro composiciones de gran tamaño en donde el tratamiento
descriptivo y naturalista de los temas pone en evidencia una intención
decorativa en el autor, tal como lo demuestra el hecho de que las obras no
fueron firmadas. Del análisis de los paisajes zulianos de Fernández se han
podido sacar los rasgos característicos de su estilo: composición horizontal
baja y abierta; cielos límpidos, amplios e iluminados a contraluz, cruzados por
celajes horizontales de tonos románticos.

LA EXPOSICIÓN DEL CAFE DEL ÁVILA 1872

En 1872 se presentó en Caracas un acontecimiento insólito en aquellos


tiempos: la exposición del Café del Ávila, llamada así por haberse celebrado
en un famoso sitio de reunión, del mismo nombre. El evento quedó registrado
como una de las primeras exhibiciones de arte que se hicieron en Caracas. El
feliz suceso ofreció; sin embargo, un aspecto lamentable, y fue que con esa
muestra Venezuela se despedía de un importantísimo legado de obras que el
comerciante inglés James Mudie Spence, tras exponerlo se llevaría consigo a
Inglaterra.
Gran parte de las obras reunidas pertenecía a artistas de quienes no se tiene
hoy día otros trabajos. Y, para colmo, los ejemplares sacados al exterior, se
extraviaron en su totalidad, con lo cual desapareció todo vestigio de la obra de
esos artistas. Al referirnos al catálogo de aquella exposición, Santiago Key
Ayala escribió en su artículo titulado “Folleto raro” (Boletín de la Biblioteca
Nacional, 1o de abril de 1926), lo siguiente: “Sabido es que Spence causó una
pequeña revolución. Spence, con el prestigio del nombre extranjero, con el
espíritu de iniciativa propio de sociedades más avanzadas, fue centro de varias
empresas de cultura. Rodeáronlo personas prominentes de la época, poetas,
escritores, artistas, hombres de ciencia y de la política. Hiciéronse
excursiones. Se repitió la ascensión a la Silla del Ávila. Se escaló por primera
vez el Pico de Naiguatá y se realizó la primera exposición de arte venezolano
de que se tenga memoria. Fue en este ramo donde más se hizo sentir la
influencia de Spence. El culto viajero pagó con liberalidad los trabajos de
dibujo y pintura de los artistas caraqueños y abrió en verdad la vía al estímulo
del arte nacional”

EL PERIODO DE LA ILUSTRACIÓN

Hemos dado el nombre de Ilustración a un período de nuestra historia plástica


que abarca más o menos de 1865 a 1880. Es una etapa que permanece también
un tanto al margen del desarrollo de la Academia y que se caracteriza por la
tendencia cientificista de que, conforme al ideal del positivismo, hacen gala
nuestros mejores artistas. Estos llegan a despreciar la vanidad de alcanzar el
título de artistas para adecuar sus posibilidades creativas a una realidad que, a
falta de verdaderos estímulos, sólo puede inquietarlos desde el punto de vista
del conocimiento de ella. Son artistas que dan origen a una especie de
costumbrismo y que se nos revelan, ante todo, como hábiles dibujantes y, en
todo caso, como artistas aficionados, continuando con ello una disposición
para la gráfica y el trabajo de ilustrar libros que ya tenía entre nosotros una
tradición que viene de Irazábal y Thomas. No creemos que los creadores de
aquel momento hayan estado conscientes de esta situación como para darse
cuenta de que estaban definiendo un movimiento, pero, en todo caso, se
observa en todos ellos una identificación con el objetivo de poner el arte al
servicio de las ideas progresistas de la sociedad. En el discurso de Juan
Manuel Cajigal, mencionado ya, y con el que este sabio dejaba inaugurada la
primera clase de dibujo que funcionó en el país, se asentaba lo siguiente sobre
la compatibilidad de arte y ciencia: “Su incompatibilidad está en contradicción
con las verdaderas nociones del entendimiento, que por naturaleza repugna
toda especie de límites y cuyas producciones, por variadas que sean, deben
considerarse como ramas de un mismo tronco o frutos de un mismo árbol”. Y
añadía: “De aquí se deduce que las ciencias y las artes frutos del estudio y de
la inteligencia, no presentan más diferencia que la que existe entré el
raciocinio y el sentimiento; que ambas facultades son la base de todas las
operaciones del espíritu”.
A esta disposición naturalista contribuyó en aquella época el hecho de que
gran parte de los científicos y exploradores que recorría Latinoamérica, estaba
capacitada para el dibujo, tenía inclinaciones artísticas o, como sucedía a
menudo, se veía precisada a requerir para ilustrar sus obras del concurso de los
artistas nativos. Carmelo Fernández había demostrado poder ser un excelente
auxiliar (como lo es hoy un fotógrafo respecto a un arquitecto) del cartógrafo
Agustín Codazzi, para quien ejecutó croquis, dibujos y diseños. Ramón Páez,
hijo del General Páez y residente en Nueva York, donde publicó un libro de
viajes, será el ilustrador de su propia literatura.

INICIOS DEL GRABADO: LOS HERMANOS MARTÍNEZ

Otros dos artistas importantes de aquel período son los hermanos Celestino y
Gerónimo Martínez. Las escasas obras que de ambos nos quedan, no nos
permiten formarnos una idea cabal del valor de su arte, pero si hemos de dar
crédito a los historiadores, se trató de dos pioneros del grabado en Venezuela;
en efecto, Celestino Martínez, el mayor de los dos hermanos, había estudiado
fotografía y litografía en París. A esta última actividad (la litografía) se dedicó
a su regreso a Caracas, en 1839, Acerca de Celestino Martínez escribió José
Nucete Sardi: “En la primera litografía que funcionó en Caracas —dirigida
por los alemanes Muller y Stapler— trabajó y colaboró Celestino Martínez en
la primera obra con ilustraciones que se editó: Los Misterios de París.
Grabador en piedra, era a la vez profesor de dibujo y cuando los teutones
abandonaron la empresa, los hermanos Martínez —nos dice Ramón de la
Plaza— revivieron en su taller el arte litográfico. En 1847 fue llamado
Celestino Martínez a Bogotá por el gobierno de Colombia para establecer una
litografía. El hermano lo siguió, y ambos regentaron allí clases de dibujo. En
el taller bogotano produjeron por primera vez grabado en piedra, viñetas y
rótulos, y los discípulos acudieron para conocer esta disciplina. En cuanto a
Gerónimo Martínez, se sabe que fue discípulo de su hermano. Se dedicó a la
fotografía y después del viaje que, junto a Celestino hizo a Bogotá para fundar
un taller litográfico, trabajó en la fotografía, tras abrir taller propio.
Gerónimo Martínez fue un fino acuarelista, técnica en la cual llegó a adquirir
fama como buen retratista. El retrato de dama que se encuentra en la colección
del Concejo Municipal del Distrito Federal revela, en efecto, que Martínez no
estaba desprovisto de talento pictórico.

RAMÓN BOLET Y LA LITOGRAFÍA

Ramón Bolet es un caso sui generis. Dotado excepcionalmente para el dibujo,


no parece haber asistido metódicamente a una escuela de arte. Se levantó en
un hogar adusto, bajo la tutela de su padre, un médico famoso y contumaz
periodista que supo hacer de él el ilustrador de quijotescas empresas
editoriales. Se inició en Barcelona, donde su padre había fundado la revista el
Oasis. Luego la familia Bolet se instaló en Caracas y Ramón pudo, así,
desarrollar aun más su estilo ilustrativo, tal como pudo apreciarse en la más
importante de sus series litográficas “Álbum de Caracas y de Venezuela”. De
esa formación moralista que su padre le inculca, deriva en el talento de Ramón
Bolet un vigor constructivo y una disciplina puritana para el trabajo que
justifica una obra extensa y variada, a despecho de haber vivido el artista tan
sólo 40 años. Bolet no pudo librarse, sin embargo, de las limitaciones de la
ilustración científica y fue lo bastante autodidacta para no celebrar en su
dibujo (que el impresor Henrique Neun llevó pacientemente a la litografía) un
cierto candor que procede de su concepción primitiva, como la de un poeta. Y
si no es capaz de programar un trabajo más ambicioso, esto no lo priva de
aceptar el Consejo de James Mudie Spence de trasladarse a Londres para
estudiar con John Ruskin; éste encuentra que las obras del joven venezolano
“son positivamente buenas y llenas de sentimiento y poder; sus retratos son en
verdad maravillosos”. Juicio un tanto lacónico con el que se oculta la verdad
sobre la carencia de una formación más exigente que el país no estaba en
capacidad de poder proporcionar a sus jóvenes artistas de mayor talento. Bolet
regresó al cabo de un año para morir silenciosamente, víctima de la
tuberculosis.
La época venezolana le impuso marcos demasiado estrechos a su imaginación
encajonada en aquellas visiones simétricas de la ciudad, en donde
comprendemos hasta qué punto el guzmancismo se interesa por la arquitectura
como en una estampa coloreada que complace el gusto de la gente. Expresan
estas visitas tan minuciosas de Caracas asombro ante esas construcciones
novedosas que acaba de inaugurar Guzmán Blanco. Bolet, como buen
provinciano (y ésta era una de sus cualidades) presencia con ojos admirados la
modernidad de una bella época importada... y salvada para la posteridad no
por el contenido de la imagen que él recrea, sino por las formas de su hermoso
dibujo de elegante línea.

DEL RETRATO FAMILIAR A LA GRAN EPOPEYA: TOVAR Y TOVAR

Con la figura de Martín Tovar y Tovar cambia el rumbo un tanto provinciano


que la pintura venezolana había seguido desde la muerte de Juan Lovera. Hijo
del fervor patriótico de un país deslumbrado por su propia historia e incapaz
de repetir en el campo de las conquistas civiles lo que había hecho en el
campo militar, este pintor caraqueño hará de la guerra un espectáculo digno de
vivir en la memoria. Su obra es expresión del romanticismo venezolano del
último tercio del siglo, y encuentra paralelo en la crónica apasionada de un
Juan Vicente González o en las descripciones olímpicas de don Eduardo
Blanco, en su “Venezuela Heroica”. El héroe criollo es presentado a la
imaginación como un personaje de Homero. Pero, sobre todo, el arte de Tovar
es producto de una be tas voluntades artísticas más claras e inteligentes que
dio el arte venezolano en el siglo XIX.
Más que un pintor, Tovar fue un historiador que desplegó las páginas de las
crónicas en sus grandes lienzos. No se limitó a ser el excelente retratista, que
reflejara en su obra una emotiva biografía de su tiempo, sino que,
condicionado por el afán cientificista de su época, tradujo a la pintura, con la
corrección de un clásico, complejas acciones de la vida real. El Renacimiento
penetra en la pintura venezolana a través de sus obras. Primero que ningún
otro, Tovar se ocupó de nuestro paisaje, en un sentido puro, y se adelantó en la
observación de la naturaleza pintando al aire libre. La precisión de su estilo es
adecuada a cada uno de los fines que se propone, y logra lo que quiere de la
realidad con los medios más justos y exactos. Su técnica le proporciona éxito
en todos los temas. Incluso puede permitirse; con facilidad prodigiosa, innovar
en su propia época, al registrar en una misma composición histórica episodios
que ocurren en distintos lugares y horas, como sucede, por ejemplo en su
célebre Batalla de Carabobo. Tovar es un estudioso de la psicología humana a
la par que un investigador de la naturaleza. Su mérito no reside en la
elocuencia, que sobra en sus personajes, sino en el fondo de veracidad con que
los encarga.
Naturalista cuando compone sus escenarios, en extremo fieles a la
observación, sabe imprimir a la composición y a las figuras el movimiento
vertiginoso de un romántico, pero planta a sus personajes con la nitidez de
contornos y la precisión de un neoclásico. Su estilo es el de un ecléctico. De
sus estudios en España y en Francia ha conservado lo que justamente
necesitaba su temperamento reposado para servir a su propósito de trabajar en
un estilo que le permitiera expresar con seguridad y sin sobresalto la emoción
contenida y la imagen justa y exacta, sin faltar a la verdad histórica ni caer en
excesos retóricos. No es sentimental. Es elocuente sin ser extrovertido; narra,
no cuenta, Su meta es la objetividad y, por lo tanto, rechazando un naturalismo
grosero que pudiera traicionar sus sentimientos, alcanza la serenidad del
clásico. No son los detalles los que le importan, sino los hechos centrales,
sobre los que construye sus escenas, procurando destacar, con propósito
moralizador o pedagógico, lo que dentro de cada episodio tiene mayor relieve
o significación. No sucumbe nunca a los arrebatos de la improvisación y, sin
embargo, su imaginación es fértil; su memoria, aguda; su temperamento, vivo,
aunque no tuviera el don de expresarse ni de halagar con palabras.
Dice todo lo que tiene que decir en et cuadro. No ha dejado testimonios
personales, ni cartas, manuscritos ni fotografías. Diríase que su biografía la
componen sus personajes: tiene de éstos la grandeza de sentimientos: puede
recrear los hechos, reconstruir situaciones y lugares complejos haciendo
siempre de la pintura un espectáculo que agrada a la vista, pero que impone
respeto. Y no necesita recurrir a la fantasía, o a una fantasía desmedida. Logra
ser decorativo y realista al mismo tiempo, porque impone moderación a su
propio ingenio. La exaltación y el comedimiento permanecen en su obra en
constante equilibrio.
Tovar divide al siglo XIX; pone fin a una época y comienza y llena lo que será
el período heroico de nuestra pintura. Nace cuando ha llegado a su fin una
concepción de la guerra; inicia sus estudios en el optimista ambiente que se ha
creado alrededor de la personalidad del brillante matemático Juan Manuel
Cajigal, iniciador de las bases de la pedagogía artística en Venezuela; se forma
en España y Francia, y en los aciagos momentos —ya de regreso en
Venezuela— que rodean al episodio de la Guerra Federal; llega a su madurez
durante el gobierno progresista de Guzmán Blanco. En su obra se cumple, así
pues, un largo e intenso periplo, que es el mismo que abarca el nacimiento,
auge y decadencia del estilo del cual Tovar es figura descollante. El solo
hubiera llenado una época. Durante medio siglo es la figura señera, el pintor
oficial y el maestro por antonomasia de la pintura venezolana. Es el gran
retratista venezolano del siglo XIX. Su mérito aquí estriba en haber
encontrado el secreto de la intimidad. El misterio de unos labios mudos, la
sonrisa en los ojos serenos que avanzan tranquilamente desde la muelle pose
hacia todos los puntos donde se coloque el observador; fisonomías revestidas
de una gracia sin complejidad, peripuestas damas en quienes se reconoce
inmediatamente el esfuerzo de posar; reposo y comedida elegancia que desafía
al tiempo. Tovar es el retratista de la burguesía venezolana. Pero también es el
retratista de las figuras de los héroes de la Independencia. Es su primer trabajo
histórico importante, y para llevarlo a cabo Tovar se instala en París, en 1874.
El mérito de estas obras reside, sin embargo, más que en su calidad plástica en
el ingenio de que echa mano Tovar para restituir en el lienzo, sobre una pobre
iconografía, la imagen de tos personajes. Sucre, Urdaneta, Páez, toman
imaginarias actitudes, se sienten allí como abstracciones, como modelos
ideales, como ya lo eran en las páginas de la crónica, son héroes deshu-
manizados que van al encuentro de una humanidad nueva.
De La Firma del Acta de Independencia puede decirse que es, no sin razón, el
cuadro más popular de la pintura venezolana. Prodigio de elocuencia
renacentista, como no se había visto antes en Venezuela, esta obra constituyó
el gran atractivo de la Exposición del Centenario de Bolívar, en 1883, cuando
fuera expuesta.
En La Batalla de Carabobo, a cuya realización dedicó Tovar mayor estudio
que a todos sus otros trabajos, la presencia del paisaje es avasallante, como si
se tratara de un personaje contra el que los hombres parecieran librar otra
encarnizada batalla; es un paisaje dinámico. El lienzo se adapta a la
concavidad de la elipsis del Salón Elíptico, donde se encuentra, para desplegar
en difícil perspectiva los varios escenarios de la batalla; simultáneamente son
expuestos todos los momentos decisivos del episodio, sin dividir el espacio en
cuadros y manteniendo el mismo punto de vista central; efecto de
simultaneidad muy ingenioso, al que se presta la forma del espacio, para poder
presentar tos hechos en varias secuencias agrupadas en cuatro episodios
centrales, que dan idea del tiempo, y que por lo mismo describen los
accidentes de la llanura bajo diferentes grados de luminosidad, desde la
madrugada hasta el atardecer.
No hay en este cuadro sombrías ni patéticas imágenes ni el acento está puesto,
como en obras anteriores, en una representación ideal: el triunfo de las fuerzas
patrióticas. Más alegórico que realista, el lienzo de Carabobo es el himno a la
victoria; todo está en él idealizado. La realidad, por el contrario, es cruel y
caótica. En apoyo del ritmo cinematográfico —por decirlo así— de la pintura
viene el colorido vivo y contrastado, con el que inaugura Tovar una manera
más clara y brillante, un colorido que acentúa aún más el carácter plano de la
composición y su valor decorativo, mayor aquí que en otras obras, en
desmedro de la profundidad y la perspectiva aérea.

EPÍGONOS Y CONTINUADORES

La década de 1880 es la más prolífica de la pintura venezolana en el siglo


XIX. Los acontecimientos más importantes han sido: la Exposición del
Centenario de Bolívar, de 1883, donde se revelaron con obras de carácter
histórico Antonio Herrera Toro, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena. La
realización de los grandes lienzos de Tovar para el gobierno de Guzmán
Blanco, entre 1881 y 1887. El triunfo de Michelena en el Salón de los Artistas
Franceses, en París, y su regreso apoteósico a Venezuela en 1889. La trágica
obra de Cristóbal Rojas, puntada entre 1885 y 1890. La remodelación
arquitectónica del centro de Caracas, emprendida por Guzmán Blanco; la
construcción del Capitolio Federal, la Universidad, el Instituto Nacional de
Bellas Artes, en 1887 y el nombramiento de Emilio Mauri para dirigirlo.
Como se ve, había aparecido, tras Tovar y Tovar, una segunda generación de
pintores que en cierto modo comienza su obra en et punto donde Tovar y
Tovar había dejado a la pintura narrativa e histórica. Herrera Toro, por
ejemplo, no sólo había sido alumno de aquél, sino también su ayudante y
principal colaborador en las pinturas de batallas. Sin embargo, la obra de
Herrera Toro carece del aliento épico que posee la de Tovar, y es evidente
que, a despecho de su buen oficio, no contó este pintor con el favor de un
mecenas magnánimo como Guzmán Blanco. La muerte de Bolívar y el
Ricaurte en San Mateo, sus pinturas más características dentro del género
histórico, revelan una manera más anecdótica y un menor talento de narrador,
quedando en deuda tales obras con el estilo de Tovar.
Menos relacionado con éste, Arturo Michelena se siente, al igual que Herrera
Toro, cómodo en los grandes formatos, y su maestría es tan prodigiosa como
su imaginación; sus obras históricas no tienen, sin embargo, la unidad de estilo
de Tovar, y la ejecución es en ellas menos esmerada; tal ocurre, por ejemplo,
en cuadros como Vuelvan Caras o El Panteón de los Héroes. Hay más
solemnidad en la obra de Tovar, pero su tono viene resultando más verídico,
mientras que Michelena, famoso por su facilidad de improvisación, se apoya
quizás exageradamente en la anécdota o en un realismo cargado de acentos
sombríos, como se observa en Miranda en la Carraca o en La muerte de Sucre
en Berruecos. No fue Michelena un historiador de la estirpe de Tovar, ni
parece haberle interesado, en especial, el tema de la epopeya nacional; como
tampoco lo .fue Cristóbal Rojas, mejor dotado para un estilo intimista que para
el realismo de sus grandes lienzos patéticos. Rojas fue el autor de un retrato
del Presidente Rojas Paúl, que puede situarse en la tradición de Tovar, lo
mismo que del algo convencional Girardot en Bárbula, que se encuentra en el
Museo Bolivariano de Caracas.
Muertos Michelena y Rojas, el continuador de Tovar no será Herrera Toro, a
quien faltábale entusiasmo en su última época para empeñarse en
composiciones de gran formato, sino Tito Salas; se trata del pintor que está
más cerca del título de historiador oficial, que ostentó Tovar y Tovar. Pero los
de ambos son estilos completamente diferentes.

LOS DONES MUNDANOS DE HERRERA TORO

El sombrío y mezquino panorama político de los años anteriores parece


cambiar con el ascenso al poder del dictador progresista Antonio Guzmán
Blanco; el país entra así en una etapa de transformación social, de reformas
administrativas y de cambios culturales que, de modo imprevisto, otorgarán
gran significación histórica a la arquitectura y a la pintura. En Caracas se
opera un rápido cosmopolitismo que era estimulado por el propio Guzmán
Blanco y que llevará a la sociedad a adoptar las últimas modas de París. La
ciudad se transforma arquitectónicamente y se requiere, dentro de una política
que apoya el surgimiento de artistas, de la presencia de pintor, el escultor y el
decorador capaces de ejecutar obras más ambiciosas. Los pintores van a
beneficiarse de esta situación. La década del 80 prepara el advenimiento del
más brillante período artístico de nuestra historia. Herrera Toro y Cristóbal
Rojas serán los primeros pintores de talento en recibir la protección del
Estado. En 1875 Herrera Toro, que había sido alumno de Tovar y Tovar en la
Academia, parte becado hacia Europa. Aunque en principio pensaba estudiar
en París, se decide finalmente por Italia. En Roma estudiará con los pintores
Faustino Maccari y Santoro. Participa, además, en las exposiciones del
Círculo Internacional de Bellas Artes, del cual es miembro, y en 1878, de paso
por París visita la Gran Exposición Universal, en la que están exponiéndose
dos obras suyas. Regresa a Caracas para ocuparse de pinturas de encargo.
Quizás fueron los primeros años en Caracas, a su regreso de Italia, entre 1880
y 1890, los más afortunados en la trayectoria de Herrera. A sus obras de gran
aliento como La caridad y La Muerte de Bolívar siguió un lienzo cuya idea ha
debido venirle de los triunfos de Tovar y Tovar y Michelena en el género
histórico. La batalla de Carabobo de Tovar fue concluida en 1887. Sin el
entusiasmo de los años anteriores, le cupo sostener durante algunos años más
el prestigio, del realismo. Y cuando en la Academia de Bellas Artes —donde
él enseñaba paisaje— entraron aires de renovación, lógicamente Herrera
tomaría partido por la tradición. Á fines de siglo lo encontramos ocupado en
tareas muy ajenas a su vocación: Director del Tesoro en el Ministerio de
Hacienda, escritor humorístico y colaborador literario de la revista El Cojo
Ilustrado. Es evidente que su trabajo pictórico se resiente por falta de
continuidad y, aunque se desempeña como solicitado retratista, está ya ausente
en él esa convicción que lo determinó a ejecutar sus mejores obras en la
década del 80. Fue su mejor momento y el más inspirado, pues cuando
Herrera llegó a su madurez de artista, el arte se hizo de pronto demasiado
joven y revolucionario.
Si su visión, alejada de toda modernidad, es la de un académico (aun más
cuando impone a sus alumnos pesados modelos), ello no es óbice para quitarle
méritos. Como paisajista es mediocre y desigual, incapaz de renovarse para
salir de una factura de grises y ocres, que pone entre la pintura y la naturaleza
la distancia del taller donde continúa trabajando como los pintores del siglo
XIX. Sus paisajes, por otra parte, son escasos, si pedimos ver más que trozos
de escenográfa como los que encontramos en cuadros como La muerte de
Ricaurte y La Batalla de Ayacucho; en todo caso. Herrera Toro sigue
experimentando nostalgia por el Salón de los artistas franceses.
Su significación hemos de buscarla, paradójicamente, en aquella actividad
donde fue más combatido: la de docente, ya que fue el verdadero maestro de
aquellos que, tomando la revancha, lo cuestionaron en 1909, tras haber sido
nombrado director de la Academia de Bellas Artes.
Pero ¿qué disciplina auténtica no tiene por origen, en arte, la sujeción a una
disciplina severa que debe ser experimentada antes de ser violada? Los
integrantes del Círculo de Bellas Artes reconocerían, al fin, la importancia de
la lección recibida de aquel maestro que continuaba usando la plomada y que
exigía que los paisajes fueran acabados en el taller, donde no podían escapar al
correctivo de su ojo adusto.
Aquel estilo sombrío pero correcto, poco imaginativo, ausente de verdes, que
pareciera regodearse solamente en las calidades terrosas de tapias y cerros
erosionados, es propiciado por ese método que, antes que la libertad, busca ser
realista. Estilo crepuscular que llena la última década del siglo pasado y los
primeros años del nuevo, y del cual Herrera Toro es, a todas luces, su
inspirador.

CRISTÓBAL ROJAS

De la generación de pintores románticos de Venezuela fue Cristóbal Rojas el


incomprendido; incomprensión que no se mantiene sólo en el plano de su obra
extraña y singular, sino que, con signos todavía más amargos, participa de
toda su vida.
A los 22 años, viviendo en Caracas, encuentra un maestro en Herrera Toro,
quien lo emplea como ayudante para los trabajos que aquél realizaba en la
Catedral de Caracas. Poco después, cuando comenzaba ya a desesperar,
obtiene un triunfo en la Exposición del Centenario, en 1883. Su cuadro La
muerte de Girardot le hace merecedor a un Segundo Premio, y recibe una beca
del Estado para estudiar en Europa. Lo que sigue es lo más conocido; el
tormento en París, durante siete años más que invierte en pintar. Ha trabajado
sin el sosiego necesario, en forma lenta (aunque pertinaz), razón por la cual su
obra resulta breve, muy breve. Las indecisiones traban su evolución. Progresa
a base de grandes tanteos; invierte hasta un año en realizar una obra; no posee
ni la facilidad ni la imaginación de Michelena.
Muy pocos lienzos pertenecen a su período de Caracas; cuando los pintó era
aún un principiante, a una edad en que un joven de la época actual ya podría
estar de regreso de Europa, si hubiese sido becado. No había sido como
Michelena: un niño prodigio, pero en sus primeros trabajos, que datan de 1881
y 1882, un fresco encanto se desprende de dos magníficos paisajes de 1881 y
1882, que tienen por tema las ruinas de Cúa. Estos trabajos habían hecho
lamentarse a Enrique Planchan de que Rojas no hubiese persistido en un
género como el paisaje, para el cual revelaba “ingenio natural”. Pero Rojas
andaba por este tiempo a la caza de temas trascendentales, salvo su empeño de
aprender en la lección de Tovar, La Muerte de Girardot, óleo anecdótico con
el que se iniciaba como pintor de Salón, no mostraba nada original.
Después, a partir de 1884, viene la lucha para ser aceptado en el Salón de los
Campos Elíseos. Las constantes fugas al Museo del Louvre, tras las huellas de
los clásicos; la impresión que le causa Chardin, en cuyas naturalezas muertas
se ha detenido lo suficiente para extraer una lección propia: véanse las dos
obras de este género que de Rojas se conservan en la Galería de Arte
Nacional.
De La miseria a El Plazo vencido. Rojas se detiene en una pintura donde lo
que importa es el tema, una pintura sentimental y anecdótica en su pretensión
de dar un mensaje. Vale la pena observar detenidamente su lienzo La Taberna,
título inspirado en una novela de Emilio Zola; una rápida ojeada al extremo
izquierdo del cuadro nos descubre, en primer término, la bien modelada mano
de la cantinera aproximándose a la luz que juega entre las botellas y los
objetos del estante. El detalle, aislado del resto, es de una plasticidad que
contrasta con el aspecto grotesco de la anécdota del cuadro. Es lo más noble y
mejor concebido de la pintura. Porque el detalle en Rojas está siempre lleno de
una vivacidad tensa, espiritual, como si él hubiese puesto más vida aquí que
en la totalidad del cuadro; sus grandes lienzos realistas perdurarán gracias a
esos toques singulares donde la luz llega a penetrar la soledad misma de los
objetos comunicándoles un aura recóndita.
Aún podría discutirse la opinión de que El Bautizo es la obra culminante de
Rojas. De cualquier manera era una obra importante en su evolución. No sólo
se trata de la pintura que pone fin a un ciclo de óleos naturalistas y
monumentales, trabajados con una técnica laboriosa, sino también la tela
donde la transición del estilo parecía abrirse hacia formas más actuales; a ese
paso contribuyen tos fracasados intentos que hace Rojas para interesar a los
jurados en sus composiciones. Rojas mismo no habría sabido explicar el
cambio de su estilo ni mucho menos comprendido la actitud del jurado: El
Bautizo ha gustado mucho menos que los cuadros que envió en los tres años
anteriores. El énfasis está puesto ahora en la atmósfera total, no en el
modelado de las figuras; la luz comienza a sentirse como algo vivo que
cohesiona las formas dentro de una profundidad aérea, que es a la vez la que
da unidad al cuadro. A la influencia de Daumier sucede ahora la de Degas; el
toque de color vivo anuncia la paleta clara de sus últimos trabajos.
La nota resaltante del último período de Rojas es su interés en dar preferencia
al colorido por sobre el tema; incluso puede decirse que en su obra final ya no
le interesa nada el tema; su actitud es experimental, tímida, y dentro de esos
intentos se queda; deja el lienzo de gran formato para explorar la superficie
pequeña, el tema íntimo, muy personal, que pinta en atmósferas de taller,
aclaradas por una luz violenta, que agudiza los contrastes pero que hace vibrar
el color. Sin duda, la compañía de Emilio Boggio, a quien Rojas encuentra en
el taller de Jean Paul Laurens, ha sido más provechosa que la de Maurice
Denis y Serusier; el estilo “nabis” lo influye, es cierto en su inconcluso lienzo
Dante y Beatriz, donde emplea sin éxito los colores puros. Pero la tela es
demasiado grande, y el tema algo fantástico para su temperamento de realista;
no puede haber nada. Fracasa. Luego es la preocupación por la materia y la
vibración del color, sin llegar a emplear la fórmula impresionista de
yuxtaponer las pinceladas de color. ¿Ignorancia del impresionismo? Quizás
no. Es que para Rojas la atmósfera de trabajo sigue siendo el taller, no el aire
libre; acaso por su formación académica, sigue siendo fiel a sí mismo; los
cambios en él son lentos y se suceden después de pensarlos mucho. En su
apunte Los amantes, que representa una escena romántica al pie de una
escalera, el tratamiento anuncia, sin embargo, un impresionismo en ciernes.
En el balcón se puede apreciar la aplicación de los principios de la nueva
teoría del color: las sombras dadas con tonos cálidos y la profundidad espacial
dejada a la retina del espectador; en este estilo abocetado muestra mayor
interés por el color que en otra de sus mejores obras del último período: la
Naturaleza muerta del Faisán, donde Rojas se esfuerza en analizar las formas a
través del tono. En Techos de París, el color del cielo está dado con un
empaste casi grueso, en tanto que los grises del paisaje hacen pensar
nuevamente en la escuela de Barbizón.
Establecer la contemporaneidad de Rojas en relación con las ideas de su
tiempo no es tan urgente como indagar el mérito de sus cuadros tomando en
cuenta tos accidentes de su carrera, los obstáculos con que tropezó y la poca
orientación que, en un sentido moderno, pudo haber recibido. Rojas se hubiera
expresado mejor en una pintura que reflejara su anhelo de serenidad: un
equilibrio como el conseguido en las naturalezas muertas, que pintó bajo la
intuición de que era un gran pintor, pero cuya significación quizás no pudo
comprender.

ARTURO MICHELENA

Arturo Michelena fue el artista de mayor éxito en su tiempo. Su carrera se


consume brevemente, tras una obra precipitada, llena de altibajos, en la que
tan pronto reconocemos al dibujante genial, al pintor de facilidad prodigiosa,
como sentimos el empeño no siempre bien logrado de realizar obra académica
y efectista, cuya laboriosidad resta impulso a la naturaleza espontánea de este
artista. Aunque desde su adolescencia dio muestras de ingenio y de una
obsesiva voluntad de estudio, fue sólo en 1883, año en que ejecuta un gran
cuadro de tema histórico (La entrega dé la Bandera, Museo Bolivariano de
Caracas), cuando Michelena logra atraer la atención de su obra como para
hacerse merecedor de la beca que dos años más tarde, en 1885, le concedió el
Presidente Joaquín Crespo. En París, Michelena supo encontrar en Jean Paul
Laurens un maestro comprensivo y generoso; sus éxitos en el Salón de
Artistas Franceses no se hacen esperar. En 1887 recibe la recompensa Fuera
de Concurso, la más alta que se otorgaba a un artista extranjero, por su cuadro
El Niño Enfermo; y en 1889 gana una Medalla de Oro en la Gran Exposición
Universal de París. Estos reconocimientos, unidos a otros éxitos, colman la
expectativa de los venezolanos que hacen a Michelena en 1889 un
recibimiento de héroe nacional. Aclamado en Valencia y Caracas (como antes
sólo lo fuese el mismo Bolívar), se convierte en el hijo mimado de la sociedad,
que quiere hacer de él su retratista oficial. Michelena sucumbe, sin embargo, a
los encargos, mientras realiza obras ambiciosas, de gran formato, de tema
venezolano, en el género histórico. Por esa vía supera la influencia de Laurens
cuyas recomendaciones se hacen patentes en su cuadro Carlote Corday (1889).
Está preparado así para entrar en la segunda etapa de su obra, que se inicia
hacia 1891, cuando reinstalado en París cree poder encontrar nuevamente, en
el Salón, el éxito conquistado dos años atrás. El cuadro Pentesilea (1891) atrae
la atención de la crítica, pero es evidente que esta manera efectista, de gran
movilidad escénica, comienza a pasar de moda, y lamentablemente Michelena
no lo comprende sino cuando ya ha enviado, en 1892, su un tanto truculento
cuadro La Vara rota, el cual pone fin a su aventura del Salón. Este mismo año,
tras algunos intentos de pintar con la libertad de los impresionistas, sufre una
crisis de hemotipsis y es obligado por los médicos a regresar a Venezuela. Los
seis años restantes de su vida constituyen un período de intenso trabajo; pero
fundamentalmente es acechado por el encargo de retratos. Los aciertos de su
obra se espacian entre las obligaciones oficiales y las crisis de la enfermedad
(tuberculosis) que lo determinan a cambiar incesantemente de residencia;
paralelamente experimenta un sentimiento místico, estimulado por la iglesia
que le hace encargos, algunos de proporciones murales, como los que ejecuta
para la Santa Capilla y la Catedral de Caracas. El gobierno lo utiliza del
mismo modo en proyectos de decoración y en el retrato oficial, desviando a
Michelena de sus más profundas intenciones: trabajar libremente en obras de
su gusto; éstas se satisfacen someramente en el boceto y, sobre todo en la
pequeña obra siempre inconclusa; los estudios y apuntes se amontonan en el
taller, sin que la enfermedad o el tiempo le permitan concluirlos.
La obra de Michelena ofrece diferentes facetas que responden a las tendencias
del gusto dominante, que este artista más que ningún otro en Venezuela,
reflejó. Se deduce de lo dicho que ía obra de Michelena se resiente de los
riesgos de la versatilidad, a veces complaciente y amanerada, de su gran
talento. Durante su época realista de París, estudiando con Laurens, o ya
egresado de la Academia Julian, realiza pinturas de espíritu audaz, en las que
sabe unir la corrección de la factura y la libertad, tales como El Niño Enfermo
(Museo de Bellas Artes de Caracas) y el Retrato ecuestre de Bolívar (Palacio
Legislativo de Valencia). La tendencia realista, demasiado marcada por las
recomendaciones de Laurens, resulta, sin embargo, exacerbada en una obra
como Carlota Corday (Galería de Arte Nacional de Caracas), donde el ensayo
de reconstrucción histórica desmerece ante una composición humana
excesivamente teatral en la obsesión por lograr la instantaneidad de la escena
descrita.
En los cuadros de género, donde los temas son episodios de la historia
universal o nacional, Michelena pone en juego una imaginación viva y
sensibilidad para reproducir los escenarios al aire libre en ambientes de
movimiento vertiginoso que producen asombro en el público de los salones,
tal como pudo apreciarse en Pentesilea (Círculo Militar, Caracas). Sus escasos
paisajes nos muestran, igualmente, a un fino observador de la naturaleza, si
bien, no parece interesado en pintar al aire libre. En cuanto a otros géneros,
dentro de una vasta producción Irregular, es necesario reconocer en los
retratos infantiles de Michelena los más bellos que haya pintado artista
venezolano alguno.
Un signo trágico se cierne sobre el destino del realismo académico. Rojas
fallece en 1890. Michelena en 1838. Quedan vivos Emilio Mauri y Herrera
Toro, que ensayan enderezar el perdido prestigio del realismo, a través de sus
lecciones en la Academia. El primero de ellos, Emilio Mauri destacará como
un preceptor atinado y bondadoso, cuya paciencia se ha puesto a prueba en la
actuación que ha cumplido al frente de la Academia de Bellas Artes, desde
1887.
Después de haber estudiado con Jean León Gérome, en París, Mauri está de
regreso a su patria sin dar muestras de haberse librado del refinamiento con
que la bella época ha marcado su espíritu. Por mucho tiempo más seguirá
siendo en Venezuela un pintor francés. Contentándose con ello, no será capaz
de acometer un camino propio, como Rojas, y abandonándose a su función de
maestro sabe confiarse a un papel discreto, con que la posteridad le
recompensa. Buen dibujante, Mauri no deja que desear en punto a corrección
académica, y sin embargo, ¿qué falta en estos retratos saludables bajo los
cuales aparecen las figuras de nuestros héroes, peripuestos y airosos, que
Mauri ha pintado, incluso, con gran esmero? Falta el brío y la inspiración, en
una palabra, el genio de los mejores momentos de Michelena.

EL FIN DEL SIGLO


Carlos Rivero Sanabria había sido compañero de Rojas y Michelena por breve
tiempo en la Academia Julian. Había estudiado también en Alemania con el
pintor Oehme, dedicando gran parte de su esfuerzo al estudio de la figura
humana. Incluso, siguiendo los pasos de Rojas, ensaya pintar escenas de
realismo social y en el Salón de 1889, el mismo año en que Rojas expone El
Bautizo, le es aceptada su obra El porvenir roto. Su formación de retratista,
una vez instalado en Caracas, desdice, sin embargo, de lo que se esperaba de
un alumno de Jean Paul Laurens. En vano, Rivero Sanabria intenta corregir
sus propias fallas. Sus retratos adolecen casi siempre de primitivismo técnico,
ausente de visa; sus defectos están demasiado a la vista para que el artista no
se dé cuenta de ellos. Una extraña circunstancia lo lleva a la invalidez. El
artista postrado en la cama para el resto de su vida realizará su mejor obra en
el único género para el que su sensibilidad se mostraba en adelante atenta: la
naturaleza muerta, el bodegón, el tema de flores. De este modo, en la tradición
de nuestros clásicos, Rivero Sanabria parece ser el puente que une al
intimismo de Rojas con nuestros grandes maestros de la pintura de interior en
el siglo XX: Federico Brandt y Marcos Castillo.
Otro pintor que ve en su obra la marca de la decadencia del estilo realista es
Antonio Esteban Frías, antiguo alumno de Arturo Michelena que, al igual que
éste, y siguiéndole los pasos a Rojas, viajó a París para inscribirse en la
Academia Julian. El borracho (Museo de Bellas Artes) es una obra esmerada
dentro del espíritu académico. Frías mismo lo comprende cuando decide
concluir su carrera como profesor en la Academia de Bellas Artes de Caracas,
de la cual él mismo había salido egresado.

LOS AVANCES DEL ARTE MODERNO


Una coincidencia histórica daría a la generación de pintores del Círculo de
Bellas Artes el rol de precursora del arte moderno en Venezuela. La juventud
de esta generación coincide con la época en que se difunden tas proposiciones
del impresionismo y postimpresionismo, desde Francia y Europa al resto del
mundo. No fue extraño así que un venezolano —Emilio Boggio— que había
vivido continuamente en Francia, desde su primera juventud se convirtiese al
impresionismo entre 1890 y 1900.
Pero el impresionismo no fue adoptado al pie de la letra por los artistas que
vivían en Venezuela; ni estaba planteado para ellos, en 1910, pintar como los
vanguardistas franceses de fines de siglo. La pintura venezolana había
elaborado, paralelamente a las corrientes francesas, su propia tradición
paisajística en la cual encontrarían una base las nuevas generaciones. Esto fue
una ventaja, ya que la declinación del realismo académico en Caracas, con la
muerte de Michelena, daría, paso a ta larga a un movimiento que fue mucho
más importante y que, aunque negó a la escuela del siglo XIX, no dejó de
basarse, inicialmente, en los ensayos de paisajismo intentados por los realistas
mismos, al estilo de Rojas, Michelena y Tovar.
Caracas, que desde el siglo XVIII había adquirido supremacía como centro de
la actividad artística del país, había inspirado a lo largo del siglo pasado a
pintores, dibujantes y grabadores que vieron el paisaje de la ciudad bajo varios
aspectos: desde el paisaje en grande por el estilo del que en 1840 haría el casi
anónimo pintor Ramón Irazábal; o del que, teniendo como marco la imponente
serranía del Ávila, Tovar y Tovar ejecutaría a fines del siglo pasado, hasta el
apunte de naturaleza costumbrista como los que realizaron en Venezuela
Melbye y Camille Pissarro. El más antiguo paisaje de la ciudad se encuentra
en un cuadro atribuido a la escuela de los Landaeta y que muestra el plano de
Caracas, sobre el cual se yergue la representación de Nuestra Señora de
Caracas. La fama de la ciudad correspondía a la belleza de su paisaje. Los
primeros paisajes de Caracas obedecían a una intención ilustrativa, por lo
menos hasta 1870, cuando se desarrolló en la ciudad un movimiento integrado
por dibujantes y científicos aficionados al dibujo, que vieron en éste un medio
adecuado para reproducir variados aspectos de la ciudad, la arquitectura, la
flora y la fauna, el habitante y sus costumbres. Fue, como hemos explicado,
una tendencia que tuvo repercusión en las ciencias, tal como puede apreciarse
en los trabajos de Carmelo Fernández para el geógrafo Agustín Codazzi, o de
Antón Góering para sus observaciones de Venezuela.
El paisaje como género artístico aparece definido ya en algunas obras aisladas
de Michelena —Paisaje del Paraíso, colección Fundación Boulton—,
Cristóbal Rojas —Paisaje, colección Galería de Arte Nacional— y sobre todo
en producción final del maestro Martín Tovar y Tovar. Pero el paisaje fue
también consecuencia de la enseñanza impartida en la academia de Bellas
Artes, en la que daban clases Emilio Mauri y Antonio Herrera Toro. A este
último pintor se debe, en particular, el énfasis que desde fines de siglo se puso
en el aprendizaje de la técnica del paisaje y en el cultivo de éste como género
independiente de la pintura narrativa. Sin embargo, el paisajismo de la
Academia, como lo practicaba y enseñaba Herrera Toro, aun cuando se
aconsejase pintar al aire libre —lo que no dejaba de ser una mera fórmula—
carecía de color y continuaba siendo una manifestación del realismo. Las
gamas grises de la paleta del taller y las armonías tierras y pardas daban al
paisaje así visto, tímida entonación romántica, que ponía de relieve el carácter
literario de la inspiración. Hay mucho de romanticismo en los primeros atisbos
de la generación que daría forma definitiva al paisajismo: Cabré, Monsanto,
Reverón, Vidal, Brandt; y en ello se traduce la influencia de los realistas que
desde la academia ocasionalmente iban a influir sobre el nuevo paisaje.
Una excepción entre los pintores del siglo XIX fue Jesús María de las Casas,
un contemporáneo de Rojas y de Herrera Toro que, trabajando en Caracas,
supo mantenerse al margen del medio artístico para realizar durante más de
veinte años solitaria labor de paisajista. De las Casas obtuvo el título de
ingeniero durante el Quinquenio de Guzmán Blanco, pero disgustado con este
mandatario, abandonó la carrera, dedicándose en los ratos libres, como
aficionado, al cultivo del paisaje. Por no haberse formado en la Academia, y
sin compromisos con ésta, pudo rechazar decididamente la orientación realista
de la pintura oficial: Un viaje de estudios por Italia y Francia le había puesto
en contacto con la obra de Corot y, luego, con la de Renoir y de otros
impresionistas. Se dedicó especialmente a la naturaleza muerta y al paisaje,
interesado menos en la realidad representada que en el resultado global de su
experiencia. A fines de la década del 90 comenzó a pintar en el litoral de
Macuto, cuya luz se empeñó en captar, no sin éxito, en obras de pequeño
formato, ejecutadas con un colorido tenue y empaste delicado. De las Casas
murió completamente desconocido. Una exposición llevada a cabo en 1966 en
la Sala de la Fundación Mendoza, en Caracas, rescató del olvido su obra.
Emilio Boggio había nacido en Caracas, de padre italiano y madre venezolana;
sin embargo vivió en Francia seguidamente desde los 17 años hasta 1919,
fecha en que retornó a Caracas por breves meses; su regreso constituye un
hecho bien conocido, por las implicaciones que tuviera para los jóvenes
pintores de la época: su exposición de 53 óleos realizada en la Academia de
Bellas Artes. Por formación y obra Boggio es un pintor francés; en su estilo
pueden reconocerse las principales influencias que, después de 1885 actuarían
en su carrera: Henri Martin, Monet y Pissarro. No fue sino después de 1900
que realizó su obra más trascendental, librado de las influencias del
romanticismo y del simbolismo que todavía se aprecian en uno de sus
primeros y grandes paisajes (Labor, expuesto en el Salón Oficial de París, en
1899). Boggio siguió la ruta de los impresionistas en la búsqueda de la
luminosidad: el mediodía francés, Auvers-sur-Oise e Italia, en donde estuvo
durante un año muy significativo para su carrera en 1907; Las vistas de París,
los paisajes de Nervi (Italia} y la serie de cuadros pintados durante tos años de
la Primera Guerra Mundial en las cercanías de su residencia en Auvers, se
cuentan entre sus obras más notables. Como Monet, a quien siguió en cierto
momento, Boggio se revela ante todo como un colorista apasionado por los
problemas de la luz y que se adentra en los misterios de la materia, llegando a
trabajar con un empaste cargado de color en espesor, con el cual se propone
simplificar la composición hasta píanos muy abstractos en donde la raya del
horizonte llega a desaparecer. Y esto último puede apreciarse, incluso, en un
sentido serial como en Monet, en marinas y paisajes que tienen por tema las
costas italianas y el río Oise. La obra de Boggio, en su totalidad, reitera y
prolonga los planteamientos y motivos familiares a los impresionistas. Pero
influido también por Van Gogh consigue a partir de 1902 dramatizar la factura
del cuadro de manera expresionista, determinando en su propio estilo una
tendencia figurativa para la cual se basó preferentemente en el retrato y el
cuadro de interior. De este modo, partiendo de Monet y Pissarro, Boggio
reinterpretó el impresionismo y, a través de una obra numerosísima, aportó
una visión personal que, dentro de la tradición francesa, estaba también
impregnada de la fogosidad del temperamento latinoamericano y de la
sensualidad un tanto exquisita de la tradición de la escuela francesa. La obra
de Boggio mostrada en 1919 en Caracas influenció a los jóvenes pintores que
vacilaban aún entre la orientación heredada de la enseñanza de la Academia y
la libertad sin reglas del auto didactismo.

EL CÍRCULO DE BELLAS ARTES

El Círculo de Bellas Artes asume la responsabilidad de relevar al realismo


que, a comienzos de siglo, sobre todo después de la muerte de Michelena,
daba señales de decadencia. La pintura histórica y literaria en la cual ponían
énfasis todavía a comienzos del siglo los concursos de la Academia, iba a ser
rechazada violentamente por los jóvenes más enterados de los recientes
movimientos de pintura europea. Manuel Cabré, A.E. Monsanto, Leoncio
Martínez, Carlos Otero y otros jóvenes pintores encabezaron en 1909 una
protesta contra el status docente, tomando como pretexto la designación de
que había sido objeto Herrera Toro para dirigir, en reemplazo de Emilio
Mauri, la Academia de Bellas Artes. Ya por entonces Leo (Leoncio Martínez)
y Jesús Semprum, asumiendo la defensa de los peticionarios, señalaban en
artículos de periódicos y revistas la mediocridad y falta de ambiciones en que
transcurrían las actividades de aquel centro de enseñanza. La huelga, que
elevó un plan de reformas hasta el Ministerio de instrucción Pública, no
condujo a nada, y los estudiantes, negándose a seguir asistiendo a los talleres,
se conformaron con poner en la práctica las medidas renovadoras que
deseaban para la Academia. Así fue como se gestó el brote inicial que el 2 de
agosto de 1912 conduciría a la instalación del Círculo de Bellas Artes,
“organización fundada, según Fernando Paz Castillo, para combatir la
enseñanza extremadamente pobre de la Academia”. Tal vez los objetivos
tenían un mayor alcance, puesto que, rotos los nexos con la Academia, se
trataba ahora de orientar las actividades artísticas —asumiendo la dirección de
ellas— en dos sentidos: la creación y la divulgación. El Círculo estableció su
sede en un local del abandonado Teatro Calcaño, cedido generosamente por su
dueño el ingeniero Eduardo Calcaño Sánchez; allí se formó un taller libre, sin
profesores ni limitaciones estéticas, donde los miembros asistentes abonaban
los costos ocasionados por los materiales y el pago de la modelo; Para
divulgar el trabajo realizado se crearon los Salones del Círculo, que
organizaban anualmente con gran libertad Monsanto y Cabré. Entre 1913 y
1916 se realizaron en total tres salones, “sin premios ni medallas”. En 1912
había circulado una hoja impresa con el programa del Círculo de Bellas Artes;
puede deducirse de su lectura que éste no constituía una organización de
grupo, que respondiese a determinados estatutos o normas, como suele
suceder en la asociación artística. En efecto, se decía en el programa que
“pueden pertenecer al Círculo de Bellas Artes todos aquellos que por amar a la
belleza eleven su espíritu sobre el nivel común de las gentes. Quienquiera,
profesional, estudiante o aficionado, tendrá franca acogida en el seno de la
Asociación sin que se lo impidan el estar inscrito en otro grupo, Academia,
Ateneo o Escuelas, ni las tendencias de sus ideas en materia de arte”. Incluso
se había llamado a participar a los intelectuales más destacados del momento,
susceptibles de hacer causa común con los jóvenes artistas, como Rómulo
Gallegos, Manuel Segundo Sánchez, José Rafael Pocaterra, Julio Planchart,
Jesús Semprum —orador de orden en el acto de inauguración del Círculo. Más
tarde ingresarían Fernando Paz Castillo y Enrique Planchart. De estos tiempos
data un fructífero acercamiento entre escritores y artistas que buscaban,
mediante la comprensión mutua de sus actividades un apoyo para defenderse
de la inquebrantable apatía en que el régimen despótico de Juan Vicente
Gómez había sumido a la vida cultural y política del país.

ETAPAS DEL CÍRCULO

Pueden estudiarse en la obra del Círculo de Bellas Artes dos etapas claramente
definidas: la primera abarca de 1909 a 1918 y se caracteriza por ser un período
de búsquedas durante el cual sus pintores se libran de la influencia del
realismo de la Academia y comienzan a indagar por propia cuenta, aplicando
algunos principios del impresionismo y pintando al aire libre. Ciertos
paisajistas como Brandt ensayan una aplicación muy personal de la técnica
puntillista. Entre 1918 y 1919, se encuentran de paso en Caracas dos
impresionistas: Samys Mützner y Emilio Boggio. Por otra parte, Reverón y
Monasterios, que han estado en España largo tiempo, traerán a Venezuela la
influencia de Zuloaga, Sorolla y Regoyos.
La segunda etapa corresponde a la afirmación y madurez y está marcada, en
un comienzo, por la huella que dejaron en la pintura venezolana Samys
Mützner, Nicolás Ferdinandov y Emilio Boggio; concluye a finales de la
década del 20. Desde el punto de vista de su aportación al arte venezolano los
años comprendidos del 20 al 30 fueron los más significativos en la historia del
Círculo de Bellas Artes. Los siguientes se refieren más que a la historia del
Círculo, a la evolución trazada por la obra de sus principales representantes,
en un sentido personal.
Una de las premisas del Círculo de Bellas Artes fue el rechazo de las técnicas
y motivaciones que habían prevalecido en la pintura venezolana de fines de
siglo. De acuerdo con esto puede decirse que el Círculo respondió a un
programa, si bien éste nunca fue tan bien definido en la teoría como en la
práctica. Aún más: se careció de una teoría. El énfasis fue puesto en la pintura
al aire libre y en todo lo que se derivó de la negación del realismo y la
tendencia dominante de utilizar una paleta de tonos oscuros y grises, como la
que se empleaba en el taller. Los jóvenes iban a valerse más libremente del
color, y se trató de estudiar su empleo más adecuado de acuerdo con la
experiencia a que se fue llegando en la observación directa de los tonos, luces,
sombras y valores, tal como estos elementos se ofrecen en la naturaleza, y en
la medida en que se trabaja al aire libre. Ello implicó, como había sucedido en
Francia, el desprecio de la literatura y la anécdota como fuentes de
inspiración; tanto menos un artista se apoya en la anécdota cuanto más tiene
que apelar a los recursos de la pintura misma. Al inclinarse a preferir una
temática literaria o histórica, el realismo del siglo XIX desvió a la pintura del
carácter profundamente visual que ella siempre tuvo, incluso en los tiempos en
que los artistas se basaban en la anécdota y en los temas literarios. La
corrupción de la lectura de un cuadro, y por lo tanto la corrupción del gusto
artístico, en general, es un fenómeno que se acentuó en el mundo en las
últimas tres décadas del siglo XIX. Algo parecido ocurrió en Caracas en
relación con los cambios que tuvieron lugar en Francia y Europa con el
impresionismo. Había que devolverle a la pintura su base sensorial, a costa de
perder su elocuencia para cautivar al público, es decir, las razones mismas de
éxito. Surgieron así, entre los pintores de Caracas, los temas anónimos en los
cuales se encontró ahora un pretexto para hacer del cuadro nada más que un
cuadro; éste no sería en adelante una referencia topográfica que enmarcaba un
hecho extraído caprichosamente de la Biblia o de la historia; la pintura recobró
su soberanía. Y en la misma medida, queriendo que fuese solamente pintura,
sin renunciar a la naturaleza que se observó ahora con mayor atención que
antes, con el cuidado extremo que nunca se había puesto en ella, el pintor
lentamente se aprestó a modificar los datos de la realidad para llevarlos a la
pintura con el propósito de ser más fiel a las exigencias de su propia
expresividad.
El colorido se usó a partir de la lección de los impresionistas y
postimpresionistas, sin acudirse a fórmulas ni recetas, sino volviéndolo
obediente a lo que cada pintor buscaba individualmente a partir de la
observación directa de la naturaleza, en la que con facilidad podían
comprobarse los problemas ya estudiados por los impresionistas: la coloración
de las sombras y la impresión de avivamiento de los colores por efecto de la
yuxtaposición de los complementarios, la mezcla óptima que se obtenía en la
retina por división del color en la tela, preferiblemente a la mezcla de los
colores en la paleta, etc. El paisaje del trópico fue en definitiva el gran
maestro.
Aunque en un comienzo algunos integrantes del Círculo habían dedicado sus
esfuerzos al retrato y la pintura de género, como M. Cabré y F. Brandt; aunque
la naturaleza muerta siguió siendo para pintores como M. Castillo y Brandt
mismo un tema de incansables elaboraciones, hay que decir que fue el paisaje
la temática que mejor definió la orientación principal de los pintores del
Círculo de Bellas Artes.
Dentro del paisaje podemos estudiar dos fases que corresponden
cronológicamente a las etapas de formación y madurez de los pintores del
Círculo. En la primera fase se advierte entre los paisajistas que trabajaban
preferentemente sobre motivos del valle de Caracas una tendencia a hacer
énfasis en el problema específico del color por sobre la identidad del motivo, y
en la forma como la luz actúa sobre el paisaje. Este es un planteamiento más
característico del expresionismo que del impresionismo, y gracias a él puede
decirse que el artista se expresa a sí mismo efectivamente cuando elige un
determinado aspecto de la realidad para establecer a través de la pintura un
vínculo sentimental con él. Un ejemplo característico de esta primera manera
son los paisajes y figuras de la época azul de Reverón, también los paisajes de
Caracas pintados por Cabré antes de 1920; las pinturas sobre temas
caraqueños que Brandt realizó entre 1914 y 1920 bajo la influencia de
Mützner, e incluso las que pintó al final de su vida aproximándose al
dramatismo dibujístico de Van Gogh, tipifican una tendencia general de los
artistas de este período a un expresionismo cromático que está lejos de
plantearse radicalmente en los términos en que lo hicieron los grandes
expresionistas del arte moderno. Pero oponemos esta tendencia a la que se
inicia entre los pintores del Círculo, llegados éstos a su madurez cabal, a partir
de los años treinta, por ser esta última tendencia mucho más fiel a la realidad
tomada como motivo del cuadro y no como mero pretexto. Las obras de
Manuel Cabré y Pedro Ángel González, máximos exponentes del paisaje del
Ávila, son las que mejor caracterizan a la evolución final de las búsquedas del
Círculo de Bellas Artes en favor de la representación de la luz y de la
atmósfera exactas del motivo captado. El fin es también aquí no representar a
la naturaleza tal como es, sino servirse de un tema, que puede ser reconocido
en el cuadro, para realizar una pintura que responda a sus propios e intrínsecos
valores.
Es evidente que fue esta derivación naturalista del paisajismo del Círculo de
Bellas Artes a la que Enrique Planchart quiso bautizar con el nombre de
Escuela de Caracas. Por temperamento hubo pintores, cuyos nombres han sido
asociados a esta escuela, que se avienen en su estilo a exigencias más
espontáneas o expresionistas, como sucedió, por ejemplo, con Rafael
Monasterios, en quien una mayor inocencia poética de la visión lo lleva a
interesarse más en el colorido que en la representación, aunque se sirva de un
motivo pintado al natural, con acuerdo a la manera cómo las formas del
paisaje se organizan en profundidad, manteniendo en el cuadro la identidad
plena del motivo y de la luz que se manifiesta a través del color. También
Marcos Castillo apuntó en su estilo, sin renegar de la pintura al natural, hacia
un cromatismo expresionista en el que interesa mucho más el tono afectivo
comunicado a las formas y el color, que la belleza o la identidad en sí del
objeto representado. La obra de Federico Brandt fue una de las más
influyentes del período que va de 1918 a 1930 en la pintura venezolana. Ella
ofreció resoluciones originales en las que encontrarían apoyo para sus
búsquedas personales, artistas de temperamentos tan opuestos como Rafael
Monasterios, César Prieto y Marcos Castillo. Pintor culto, de gustos muy
refinados y visión intimista de las cosas, Brandt vivió apartado, consagrado
modestamente a una obra que apenas si fue conocida en su tiempo por los
amigos más cercanos del artista. Brandt, en cierta forma como Monsanto, pero
más dotado de talento pictórico que éste, se colocó frente a su obra como un
crítico demasiado lúcido para pretender mostrarse a sí mismo como un pintor
profesional. Por esta razón decidió ganarse la vida en una actividad comercial
que le permitía dedicar las horas libres a su verdadera vocación, la pintura.
El recorrido cronológico de Brandt es el siguiente: 1896, alumno de
Michelena, en Caracas. 1899, egresa de la Academia de Bellas Artes tras
haber recibido el Premio de Pintura del concurso de fin de año. 1903, alumno
de J.P. Laurens, en París; pinta en Brujas paisajes impresionistas; viaja hasta
Holanda para ver la obra de Rembrandt. 1905, continúa asistiendo a la
Academia de Caracas, donde encuentra a Monsanto. 1912-16: participa en tas
actividades del Círculo de Bellas Artes, como uno de los miembros de éste.
1918-1932, realiza su obra más significativa.
Federico Brandt había sido estudiado hasta ahora como un pintor moderno de
obra intimista en la que se creía reconocer un parentesco con Vuillard y
Bonnard; sin embargo, se había olvidado el entronque que su estilo nos ofrece
con el siglo XIX y particularmente con la pintura de Michelena y de Cristóbal
Rojas. Se puede ver la influencia de estos dos maestros en sus primeros
autorretratos y pinturas de género, obras ejecutadas entre 1900 y 1910, que
revelan la fase final del realismo de la Academia, con sus características
armonías terrosas, ocres y marrones. Desde un comienzo, Brandt se había
revelado como pintor de naturalezas muertas, género del cual constituye, junto
a Marcos Castillo, el más importante exponente venezolano. En la naturaleza
muerta, que tiene su origen en una tradición local fuertemente arraigada en la
Academia —Rivera Sanabria, Rojas, JJ. Izquierdo, De las Casas, etc.—,
Brandt alcanzó hacia 1915 soluciones de tipo personal que determinarían la
evolución general de su obra, a partir de este mismo año, cuando realizó
también, valiéndose de una técnica de pinceladas menudas, sus primeros
paisajes decididamente modernos, por el estilo de los que en la misma época
ejecutaba Manuel Cabré. Brandt encontraría luego en Samys Mützner un
estímulo muy importante para continuar una obra en la que, simultáneamente,
asomaban varias direcciones. Fue hacia 1918 cuando su estilo aparece
definido en los géneros en que Brandt iba a destacar en adelante y que hacen
de él a uno de los pintores venezolanos de temática más compleja y variada.
En sus paisajes siguió la inclinación constructiva de su temperamento:
compone por medio de planos definidos, valiéndose casi siempre de una
ambientación arquitectónica, con preferencia por los motivos coloniales; los
volúmenes están demarcados por un contorno lineal y el ángulo de visión
suele estar concentrado en aspectos muy íntimos: corrales, puertas, patios,
callejuelas, desechando el paisaje de perspectiva panorámica que se hizo
característico en la Escuela de Caracas. Había recibido la influencia de Van
Gogh y de Cézanne; la de este pintor francés obró significativamente en la
naturaleza muerta, género en el que Brandt trabajó intensamente a partir de
1922, alcanzando entre 1927 y 1932 el rigor y la síntesis que le permitieron
afirmar definitivamente su convicción de la pintura como una realidad en sí
misma, obediente a sus propias leyes. Esta misma comprobación puede
apreciarse en sus cuadros de interior, que le han valido, en razón de su calidad
plástica, fama de ser el más notable pintor intimista que produjo el siglo XX
en Venezuela.
Samy Mützner nació en Rumania. Vivió en Venezuela entre 1916 y 1918.
Después de haber pintado en la isla de Margarita, se radicó en Caracas, donde
intimó con los pintores del Círculo de Bellas Artes, en un momento propicio,
pleno de iniciativas ambiciosas, cuando la nueva generación de artistas estaba
a punto de dar obra definitiva o perecer tragada por la mediocridad del medio;
de allí que un impresionista estimable, como Mützner, podía con su obra y su
presencia ayudar mucho en la orientación de búsquedas y ensayos que, por
escaso conocimiento de la técnica impresionista, no lograban canalizarse, en
algunos pintores que iban a recibir su influencia, hacia el estilo paisajístico al
que tendían todos los experimentos importantes de la época. Mützner expuso
87 obras en el Club Venezuela, en 1918, obteniendo con ello un éxito de
ventas y público sin precedentes hasta entonces, y que garantizaría para los
nuevos artistas la aceptación de las corrientes consideradas más atrevidas.
Mützner pintó numerosos aspectos de Venezuela, antes de abandonar el país,
luego de una corta permanencia en Maracaibo; su manera llamativa, de
ejecución libre y vivo colorido impresionista, policromo, cautivó a los
caraqueños. Cuidó combinar en su obra el interés propiamente costumbrista de
las escenas típicas que llevó a sus pequeños cuadros, con la novedosa técnica
que manejaba con gran maestría, en provecho de lo que en aquella época, al
ver su obra, la crítica juzgó como “un estilo decorativo”.
Protagonista principal de la historia del Círculo de Bellas Artes, A.E.
Monsanto, en opinión de los que le conocieron, fue además de pintor el crítico
más oído de su tiempo. Había participado activamente en la creación del
Círculo en la instalación de éste en el Teatro Calcaño y en “El Cajón de los
Monos”, en Pagüita. En 1904 había ingresado a la Academia de Bellas Artes,
donde encontraría a Brandt y, más tarde, a Reverón y Monasterios. En 1909
intervino en la huelga que se oponía a la designación de Herrera Toro como
Director de la Academia, en la cual poco antes (1907) había obtenido uno de
los premios de pintura que se otorgaban en el concurso de fin de año. El
conocimiento de la historia del arte lo atrajo vivamente y a través del estudio
de ésta en forma autodidáctica llegó a alcanzar una sólida cultura en la que
encontrarían apoyo principalmente sus compañeros de generación; porque,
demasiado riguroso con su propia obra, sometida por él mismo al análisis y
comparación con la de los modernos maestros europeos, Monsanto consideró
que no debía seguir pintando. Esto ocurrió en 1925, año después del cual sólo
ocasionalmente volvió a trabajar en alguno que otro cuadro. Su obra, menos
numerosa, por supuesto, que la de sus compañeros de generación, fue
mostrada en 1957 en la Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza. La
significación de Monsanto puede medirse mejor en el campo de la pedagogía
y de las ideas estéticas, que en el de su poco convincente trabajo pictórico, al
cual él comprendió que debía renunciar. La dinámica de la evolución de los
estilos, a través del tiempo, lo sedujo demasiado para poder escapar a la magia
del análisis plástico, del cual fue el primero en Venezuela en hacer uso para
explicar el arte moderno. Monsanto llegó a conocer en sus profundas
implicaciones estilísticas e históricas, la obra de Cézanne, al cual divulgó
entre sus alumnos de la Escuela de Artes Plásticas, cuya dirección desempeñó
desde 1936 hasta el año de su muerte. En el campo del análisis de la pintura
moderna, aplicado a la enseñanza en las escuelas de arte para la formación de
pintores, puede decirse sin equivocación que la obra de Monsanto no solo no
ha sido superada, sino que tampoco encontró continuadores de su talento.
Nacido en Barcelona (España) en 1890, Manuel Cabré vino de pocos años al
país, traído por su padre, el escultor Ángel Cabré y Magriñá, quien estaba
encargado, desde los tiempos de Joaquín Crespo, de la cátedra de escultura en
la Academia de Bellas Artes. En este instituto fue inscrito a los 8 años de
edad. Desde un principio manifestó, Cabré, un instinto constructivo que se
trasluce en la solidez de sus retratos de la primera época, realizados antes de
1915. A partir de este año pinta sus primeros paisajes del Ávila, con una
visión de artista moderno imbuido ya de los conceptos del impresionismo y
postimpresionismo. El Ávila sería, a la larga, el gran tema de la pintura de
Cabré. Ya lo había anunciado Leoncio Martínez cuando escribió, en 1915:
“Desde hace unos dos o tres años, el Ávila es para Cabré sus amores, y ha
llegado a poseerlo”. Antes de llegar Boggio a Venezuela, en 1919, Manuel
Cabré había realizado obra importante dentro del paisaje y su concepción
plástica apuntaba hacia una síntesis arquitectónica del color y los volúmenes
definidos en la distancia y fuertemente caracterizados con planos audaces en
los primeros términos, con tendencia a la indicación de edificaciones o zonas
urbanizadas. De modo que pudo exponer en Caracas sus obras para, siguiendo
los consejos de Boggio, dirigirse inmediatamente a París, en donde residió
hasta 1930. La obra francesa de Cabré es la menos conocida en su carrera. En
ella se reafirma por un lado la inclinación constructiva ya señalada en sus
primeros trabajos de carácter realista, en los que había sido influido por
Herrera Toro; existen en obras de este período francés referencias a un
cubismo arquitectónico asociado, probablemente, a las ideas de André Lhote,
quien propugnaba un nuevo realismo a partir de las adquisiciones del cubismo.
Pero también se encuentran obras de marcada orientación impresionista en las
que podría observarse el interés que despertaba entre los jóvenes artistas, las
últimas obras de Monet. A su regreso, Cabré expuso en el Club Venezuela, en
1931. Al radicarse nuevamente en Caracas, su pintura iba a conocer una neta
definición técnica y formal: el paisaje avileño apareció entonces en toda la
monumentalidad que los ilustradores del siglo XIX se habían esforzado en
captar.
En un sentido técnico, es posible hallar, en el paisaje de Cabré, un parentesco
con el método de Cézanne, en lo concerniente al papel atribuido al color en la
construcción de las formas y en la solución de la estructura de la composición,
movida y quieta a la vez, en equilibrio tenso. Sin embargo, la misión de Cabré
es la de un naturalista cautivado por la profundidad y la extensión, con las que
sabe jugar, distribuyendo el interés del cuadro, con instinto barroco, en
numerosos planos, pliegues y zonas de diferente intensidad y colorido y fuerte
atractivo visual. Podría decirse con Cézanne, invirtiendo la frase: Cabré es un
ojo; pero un ojo que cuida la apariencia tanto como la estructura en función de
una verdad topográfica, testimonial antes que confesional, clásica por su
sobrecogedora serenidad, llena de encanto eglógico en sus grandes paisajes
del Ávila. Con el tiempo, la crítica encontrará, en Manuel Cabré, al único
paisajista que, por la majestuosidad de su visión, puede ser comparado con el
mexicano José María Velasco.
Nicolás Ferdinandov llegó a Venezuela en 1916, estableciéndose en la isla de
Margarita, de donde pasó a Caracas, una ciudad que para la época, de acuerdo
con la descripción de Fernando Paz Castillo, “está rodeada de haciendas de
café, de sembrados de caña de azúcar y de rústicos del valle de Caracas,
dentro de sus cuatro alcabalas, alegres y pintorescas; era una pequeña villa de
ambiente andaluz, muy acogedora en su sencillez ciudadana y un poco rural”.
Aquí conoció Ferdinandov a Rafael Monasterios, con quien trabajó en
Margarita, y a Reverón sobre quien ejercería decisiva influencia,
contribuyendo a revelar el aspecto mágico de su personalidad. Ferdinandov
murió en 1925, a los 39 años de edad. Realizó su obra de pintor mientras se
desempeñaba como decorador, diseñador de muebles y de joyas y promotor de
exposiciones. Puede ser considerado como el artista más característico del Art
Nouveau que haya trabajado en Venezuela; su tendencia simbolista, con cierta
influencia de Steiner y Klimdt, lo inclinaba también a la búsqueda del misterio
tanto como a las refinadas estilizaciones de sus cuadros invariablemente
pintados con guache, y así lo vemos empeñado en captar los grados más
sutiles de los azules de la naturaleza—, la noche, el mar, el cielo, de todo lo
cual dejó muestra en una breve pero importante obra realizada en un
significativo momento del arte venezolano.
Aunque se inició algo tarde en el estudio de la pintura, Rafael Monasterios
llegó a ser uno de los paisajistas más característicos de la Escuela de Caracas;
una especie de instinto pictórico, que sólo poseen los primitivos, lo llevaría a
encontrar un estilo poético y personal sin necesidad de someterse a un estudio
demasiado riguroso ni a formulaciones teóricas que conducían a la autocrítica
y en que fácilmente se caía en la época. Monasterios fue directamente a su
obra, trabajando el paisaje de manera espontánea y viajando incansablemente
por todo el país, por pura necesidad física. Inscrito en la Academia de Bellas
Artes en el curso de 1908, supo renunciar a ésta dos años después para
dirigirse a España e inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona;
en España permaneció hasta 1914. De regreso en Caracas, ingresó al Círculo
de Bellas Artes, iniciando desde entonces su vida trashumante, especialmente
por los pueblos de su región nativa, el Estado Lara; en 1919 pintó en la isla de
Margarita; en 1928 volvió a España por breve tiempo; en 1937 fundó la
Escuela de Artes Plásticas de Barquisimeto, emprendiendo luego una larga
gira por los estados andinos. Después de una primera época en que su obra se
resintió de las influencias naturales que operaban en el medio, Monasterios
orientó su búsqueda en el paisaje empleando una técnica de pinceladas
divididas que bacía contrastar con amplios planos de color; técnica usual por
la época entre los pintores de su generación. Hacia 1930 trabajaba la
naturaleza muerta e intensificaba el colorido de sus paisajes bajo la influencia
de Federico Brandt. Esta época fue decisiva para la depuración a que llegó en
su obra. Monasterios encontró una poética en el encanto del medio rural y en
los paisajes iluminados del valle de Caracas, derivando en su arte hacia una
inocencia de la visión diferente de las preocupaciones luminosas (de gran
objetividad) que siguieron otros pintores como Cabré; su obra fue así una de
las de mayor belleza y calidad testimonial que sobre el paisaje venezolano, en
el más amplio sentido geográfico y plástico, haya realizado pintor alguno.
Como Monasterios, César Prieto poseía una rara sensibilidad de primitivo que
le hizo posible descubrir espontáneamente lo que otros encontraban a través
de arduos estudios. Fue así como César Prieto, quien había ayudado a Reverón
en sus primeros tiempos, descubrió en la técnica puntillista (posiblemente
estudiada en ilustraciones de libros y revistas pues hasta 1950 no viajó a
Europa) un estilo de exacta adecuación a los valores y armonías que se
observan en el paisaje luminoso. Como Brandt, que lo ayudó mucho a lograr
su estilo, César Prieto reveló en su madurez una inclinación constructiva que
iba a encontrar cauce en el paisaje arquitectónico, resuelto con pulcritud y
solidez clara en los mejores momentos de su obra. Se anticipó a Reverón en el
problema de la vibración luminosa de la materia aplicada a la composición de
cuadros de atmósferas completamente blancas, en los que el color está
fragmentado y potencialmente dado en estado puro “como el oxígeno
naciente”. Lamentablemente Prieto se inclinó a una vida de silencio, de retiros
y ocultamientos, de vagar por sus tierras nativas, lo que privó a su obra de
mejor fortuna.
El éxito de varios artistas se debió no sólo a la perseverancia sino también al
estímulo que hallaron. En este sentido debemos convenir en que muchos
pintores perseverantes que se habían formado a partir de 1887 en la Academia
de Bellas Artes, desfallecieron a la larga por haberles sido el medio y las
circunstancias históricas demasiado hostiles. El artista venezolano —con
excepción del que vivió en los años del Guzmancismo— no llegó a obtener
verdadero reconocimiento y éxito económico sino después de 1940. Todos los
tiempos anteriores, incluidos los que van de 1920 a 1930, especialmente,
fueron heroicos. Pero es obvio que dentro de este gran abandono, de esta
miseria, hubo períodos relativamente afortunados en que los artistas
encontraron —si no reconocimiento de la sociedad— estímulos en la
solidaridad mutua engendrada por los grupos, en la similitud de las búsquedas
y en la emulación de los mejores ejemplos; esta fue una de las lecciones de la
obra del Círculo de Bellas Artes. Pero no todos los artistas que participaron en
las actividades de esta agrupación tuvieron la misma suerte. Hemos visto que
entre los miembros de la sección de pintura y escultura se hallaban inscritos
los nombres de muchos artistas que con frecuencia son citados en los
recuentos de arte venezolano, pero que no alcanzaron notoriedad ni dejaron
obra numerosa o significativa. Nos ocuparemos, de pasada, de los más
importantes de ellos.
J.J. Izquierdo fue alumno predilecto de Herrera Toro y se consagró a la pintura
de flores, no sin gracia y buen oficio en el que revelaba una tendencia general
de los artistas de fines de siglo a preferir este tipo de naturaleza muerta.
Ocasionalmente pintó escenas al aire libre, vistosas y de vivo colorido.
Pedro Zerpa se había inscrito en la Academia al inaugurarse ésta en 1887, y en
1902 lo encontramos participando en la creación del Círculo de Bellas Artes.
De escasa obra, Zerpa explotó el paisaje con figura humana, de factura
ambiciosa y esmerada, y empaste denso que recuerda a ciertas obras de
Boggio anteriores a 1900; salido del taller de Herrera Toro, con alguna
influencia de Mauri, Zerpa es de los primeros paisajistas en hacer
señalamientos de tipo impresionista en Venezuela. Compañero de Federico
Brandt en la Academia, Francisco Valdez siguió en un comienzo el estilo
realista de la pintura de Cristóbal Rojas, como puede apreciarse en su obra La
Miseria (G.A.N.). Más tarde, con la fundación del Círculo de Bellas Artes, su
nombre aparece como autor de varios paisajes en los que Enrique Planchart
reconoció ciertas disposiciones innatas, que revelaban talento pictórico,
truncadas sin embargo por la temprana muerte del artista.
Con más suerte, Francisco Sánchez hubiera podido llegar a ser magnífico
pintor. Ejecutó en la época del Círculo algunos retratos y paisajes de buena
factura y solidez formal, que demostraban que Enrique Planchart no se había
equivocado cuando, recordando las obras expuestas por Sánchez en los
salones del Círculo de Bellas Artes, llamó la atención sobre este pintor
fallecido en plena juventud durante la epidemia de gripe española. Con cierta
tendencia al decorativismo, las obras de Victoriano de Vicente Gil, quien
había estudiado en la Academia de Bellas Artes, ponen de manifiesto un
conocimiento de la pintura impresionista que nos hace dispensar en ella su
carácter un poco ilustrativo y simbólico, con algo de Art Nouveau. Marcelo
Vidal había sido compañero de Reverón y Monasterios en la Academia y
participó en la creación del Círculo de Bellas Artes. En los primeros tiempos,
bajo la influencia del realismo, ejecutó una serie de paisajes sobre los
alrededores de Caracas, en los que revelaba inclinación al empleo de gamas
grises, pero luego, por la misma vía de sus compañeros del Círculo, comenzó
a utilizar un color claro, a partir de 1920. Más tarde abandonaría la pintura
para intentar, al final de su vida, un retorno, acerca del cual escribiera Enrique
Planchart: “Vidal volvió a pintar con el mismo entusiasmo de los años
juveniles y como si afanosamente quisiera recuperar el tiempo perdido. Sin
embargo las obras de esta última etapa adolecen, naturalmente, de cierta
inseguridad de oficio, aunque traslucen su fina sensibilidad de paisajista”.
Como Vidal, también Pedro Castrellón y Pablo W. Hernández incursionaron
en el paisaje bajo la influencia de sus maestros de la Academia, Álvarez
García, Mauri y Herrera Toro. Fue muy corriente un género de paisaje de
armonías terrosas cuyos motivos son, con frecuencia, tejerías, caballerizas y
patios traseros de antiguas casas de tapia, obras frecuentemente reproducidas
como ilustraciones en la revista El Cojo Ilustrado, y entre otros autores
figuraban los mencionados y F, Brandt, Monsanto, Vidal y otros. Las
Chamiceras (recogedoras de ramas y hojas secas para avivar fuego) es un
motivo muy característico de la época, que encontramos en uno de los cuadros
más conocidos de Pablo W. Hernández. La ambientación crepuscular se
prestaba en estos temas de paisajes con figuras, a un tratamiento de la factura
basado en una gama de marrones y sienas, con destellos amarillos y plateados
para las sombras ligeramente iluminadas como se aprecia, por ejemplo, en el
paisaje Sabana del Blanco, de Federico Brandt. Esta clase de pintura fue el
testamento paisajístico de Herrera Toro.
Próspero Martínez, alumno de la Academia de Bellas Artes en 1906, tuvo
destacada actuación en los primeros tiempos del Círculo de Bellas Artes, en
cuya creación participó para desaparecer un poco más tarde de la escena
artística. Pasó mucho tiempo antes de que Martínez diera a conocer
nuevamente su obra. En 1960, viviendo en un pueblecito del Estado Miranda
(Carrizales) se dedicaba a realizar paisajes de la región del Tuy no
desprovistos de delicadeza poética y de un encanto muy subjetivo en la
interpretación de la naturaleza que ya Enrique Planchart había elogiado en la
personalísima creación de este maestro.
Armando Reverón, Creador de la luz. La obra de Armando Reverón es una de
las más extrañas y apasionantes realizadas por pintor venezolano alguno. En
ella el paisaje naturalista desaparece, destruido por el fuego solar que incendia
las playas del litoral donde vivió el artista, y de este modo, transfigurado ese
paisaje lleno de colorido y exactitud topográfica en la pintura de Manuel
Cabré, alcanza la abstracción, convertidlo en espíritu de la materia, en
Reverón mismo.
Reverón, nació en Caracas, en 1889. Su infancia transcurrió en Valencia
(Venezuela); en 1908 fue inscrito en la Academia de Bellas Artes de Caracas.
Poco antes de egresar de ésta, en 1910, figuraba como alumno de Herrera
Toro en la clase de paisaje; en 1911 viajó a España y se inscribió en la Escuela
de Artes y Oficios de Barcelona. Al año siguiente viajó por el resto de España,
trasladándose luego a Madrid para inscribirse en la Academia San Femando,
donde estudió de 1912 a 1913. Regresó a Venezuela al año siguiente.
Manifestaba entonces gran admiración por la vida, la cultura y la pintura
españolas. Velázquez, Goya y Zuloaga eran sus dioses. No debe sorprender
que a todo lo largo de su producción sea posible percibir, en cierta forma, la
huella de estos artistas.
A su retorno a Caracas, Reverón participó en las actividades del Círculo de
Bellas Artes, donde encontró a sus compañeros de Academia: Cabré, Vidal y
Monsanto. En 1918, trabajando en lo que se ha llamado su “época azul”, trabó
amistad con Nicolás Ferdinandov, quien ejercería gran influencia personal en
su carrera. En 1919, luego de haber visto la obra de Boggio expuesta ese
mismo año en Caracas, inició una manera impresionista mientras pintaba al
lado de sus compañeros en el litoral guaireño. En 1921 se fue a vivir a
Macuto, donde más tarde construyó una casa de piedra, con forma de
fortificación, en la cual residió por el resto de su vida, cada vez más aislado, a
partir de 1930, de sus semejantes. Reverón expuso individualmente en el
Ateneo de Caracas (1932), en el Centro Venezolano Americano (1951) y en el
Taller Libre de Arte (1948), aunque no intervino personalmente en la
organización de ninguna de esas muestras. Obtuvo el Premio Nacional de
Pintura de 1953, el mismo año en que fuera internado por segunda vez en la
clínica psiquiátrica del Dr. José Báez Finol. El 17 de septiembre de 1954
falleció en esta misma clínica. Al año siguiente se llevó a cabo en el Museo de
Bellas Artes una gran retrospectiva de su obra.
Para su estudio, los críticos convienen en dividir la producción de Reverón en
cuatro períodos, atendiendo ajos materiales y el colorido empleados en su
obra.
1. Época azul. De influencia española en un comienzo —1912-1918—,
luego deja traducir rasgos de las maneras características de Ferdinandov y
Boggio, combinadas de modo muy personal en un grupo de obras realizadas
entre 1919 y 1921. El colorido tiende a la monocromía, en base a una
dominante azul que, junto con la estilización en arabescos de la vegetación, le
fue sugerida por el estilo de Ferdinandov. El comportamiento extravagante de
este pintor ruso, inclinado al humorismo y a la soledad, obró decididamente en
la conducta que seguiría Reverón a partir de 1922.
2. Época blanca. Se inicia más o menos hacia 1923 y se caracteriza por
una transición formal y por un cambio técnico trascendentales en su obra: la
adopción del temple y las pinturas con base de cola —pigmentos naturales y
colorantes artificiales— que el pintor mismo preparaba para conseguir planos
amplios, rápidamente ejecutados. Motivos más luminosos y atmosféricos, con
tendencia a la simplificación, manteniendo el interés en formas esquemáticas,
casi reducidas a signos, como una escritura en el espacio. El color tiende a ser
sustituido por la materia y se destacan en el cuadro las notas violentas de
blancos crudos que, a la postre, después de 1930, caracterizarán a la factura
propiamente blanca, con ausencia casi total de color, de la mencionada época.
3. Época sepia. Etapa de transición, donde puede ubicarse una serie de
obras pintadas después de 1940, caracterizadas por un gradual retorno al color
y sobre todo por el empleo de una entonación terrosa. Si bien Reverón
continúa trabajando del natural, se aprecia sin embargo, cierta tendencia a
sugerir elementos fantásticos, bien sea en los ambientes con figuras para las
cuales comienza a usar a sus muñecas como modelos, o bien sea en la
sugestión de atmósferas extrañas, de gran espiritualidad, en el paisaje.
Entronca directamente con la época que sigue, que es una época
fundamentalmente figurativa.
4. Período expresionista. Retorno al color, aunque manteniendo la
fragmentación impresionista y el interés por la materia; empleo del pastel,
carboncillo, lápices de color y pigmentos combinados para trabajar en el taller
o al aire libre, tomando como modelos a su mujer (Juanita) o a las muñecas de
trapo (que él mismo realizaba) en poses de bailarinas. Es el período de los
autorretratos; las marinas son muy escasas y llegan a desaparecer al final de
esta etapa. Se intensifican, en cambio, los rasgos expresionistas de la
figuración, a la vez que aparecen los contrastes acusados entre planos oscuros
e iluminados.
La pasión por la vida se tradujo en Reverón en una obra de rango universal. Su
exploración del misterio de la luz está orientada a mostrarnos el aspecto
cambiante de la realidad, con los medios más libres y una seguridad que
comunica a su obra indiscutible actualidad (Reverón anuncia la pintura
gestual). Su concepción de que el hombre se debe destruir a sí mismo a tiempo
que realiza su obra, para restituirse a tos valores indestructibles de la materia,
nos pone en la pista de su obra excepcional. Y es que existencias como la de
Reverón necesitan para expresarse, más que de la obra misma, del sacrificio
de sus vidas. Son los grandes idealistas los que menos pueden escapar a la
abrumante presencia de sus propios dramas. He aquí por qué artistas como
Van Gogh, Soutine o Reverón, se consumen en un ideal que implica mucho
más que el oficio de pintor, con el cual no se satisfacen. También como los de
Van Gogh, los paisajes de Reverón son personajes autobiográficos.
Reverón es con seguridad el único artista del Círculo de Bellas Artes que ha
conquistado la adhesión incondicional de todo el medio artístico venezolano.
Desde luego, esta adhesión se produjo paralelamente a un reconocimiento que
sólo se le otorgó después de muerto. Que sea así, es lógico: no porque su obra
se haya conocido póstumamente, sino porque en Venezuela la fama es un
artículo de fe en el cual se cree, si la obra tiene calidad, a partir del momento
en que su creador deja de existir. Desdeñada en vida del autor, la obra de
Reverón necesitó ser incorporada al más firme mercado de valores para que
entonces se pudiera comenzar a descubrir que como hombre Reverón era
digno, no de lástima como antes lo fuera, sino de admiración. En parte la
leyenda, si no reforzó el poder de convicción de su obra, por lo menos sirvió
de señuelo para darla a conocer. He aquí al único pintor venezolano —si
exceptuamos quizás a Cristóbal Rojas— cuya vida es tan intensa como su obra
misma. Porque aquí la existencia, rica en lucidez y drama, encarna en la
pintura y hace un todo indestructible con ella, de modo que ambas se
complementan recíprocamente. Este hombre que vivió lo más cerca posible de
la luz, a corta distancia de la furia del mar, persiguió la expresión del misterio
de las cosas como algo con lo cual, pintándolo, debía consustanciarse
plenamente, y terminó él mismo por enloquecer. Reverón es el artista
cenestésico por excelencia; siente con sus vísceras la realidad ambiente,
trastocada en el cuadro, convertida así en una especie de piel, en un tacto
uniforme en el que se oyen los golpes de la claridad que repercute con las
pulsaciones de su corazón. Esta realidad que se compone de una sola
sustancia, en donde lo físico y lo espiritual se fusionan constituyendo una
materia única en la que todo, tanto los seres como las cosas más inanimadas,
el paisaje y el hombre, son absorbidos; una estructura viva en la cual las
formas muestran su vaga apariencia detrás de la cual pretenden ser eternas.
La concepción del mundo como algo animado, total e indivisible le exige a
Reverón un método que consiste en verse a sí mismo como un ser anónimo,
integrado a ese mundo y excluido de él para poder interpretarlo mediante el
desencadenamiento de un impulso telúrico, sutil y misterioso. La manera de
pintar se reviste, por lo tanto, de un carácter mágico, ritual. Ya no se trata de
acatar el dictado de una necesidad a la cual el oficio aprendido o la maestría
son capaces de responder para representar la realidad, sino de asumir un gesto
omnímodo frente al acto de pintar; gracias a este gesto la pintura se reinventa
a sí misma. Una voluntad que quiere ser ella misma, sin el concurso de la
civilización, necesita no sólo crear su propio mundo en términos materiales,
sino también que el artista portador de ese mundo se encierre dentro de él para
adueñarse del reino de sus sombras, fantasmas y sueños. Es el mundo de la
fábula creado por él para que le sirviera de escenario en el cual hace mutis
escapándose del público y a la vez burlándose de éste. Mundo de ficción en el
que sólo bastaba creer profundamente con la convicción irracional que
Reverón mantuvo hasta su muerte, y creer en ese mundo para que en adelante
no fuese ficción, sino locura. Su acción pictórica corresponde a esa actitud de
asumir la pintura como formando parte de la naturaleza, en una sola corriente
de materia y luz en la que el artista mismo estaba sumergido. Es una acción
diferente a todas las conocidas, porque la gestualización de Reverón está
precedida de un ceremonial cuya capacidad de conjuro y exorcismo queda
demostrada por el clima misterioso alcanzado en la obra pintada; un ritual
acompañado de gestos, aproximaciones y alejamientos, que a despecho de su
aparente teatralidad, tienen un valor absolutamente plástico, puesto que esos
gestos constituyen, en su totalidad de rito, una técnica de pintar, la más
insólita del mundo. Concebido así, el cuadro se acerca en su desarrollo a esa
pura perceptibilidad incesante de la cosa misma intemporal, que quería
Cézanne, y a la que Reverón comunica un carácter fiero, salvaje.
Por esta vía nos encontramos ante un artista contemporáneo, en contradicción
con los temas de su pintura y con su formación naturalista, gracias a esa
técnica que es de índole revulsiva y que, por lo mismo, constituye un acto de
rebeldía. En cuanto a su técnica, consiste en una acción que, como lo reconoce
Miguel G. Arroyo, anuncia la gestualización de la pintura informal. Y no sólo
esto: considerando el efecto mismo de una pintura de Reverón, observando
que en ella la materia revista igual importancia que su tratamiento en el
cuadro, podemos hablar de un parentesco mucho más profundo con el
informalismo, puesto que las figuras y el paisaje van a integrarse en las formas
y éstas a desintegrarse en esa materia áspera y terrosa que para Reverón,
utilizando su propia expresión, en “un alma”. La materia es principio y fin de
la realidad, incluida en ésta al hombre mismo y a su creador.
Nacido en Caracas en 1887, Carlos Otero fue compañero de estudios de Cabré
y Monsanto en la Academia, y tuvo un rol destacado en la huelga de 1909
contra Herrera Toro; sin embargo, de acuerdo con L.A. López Méndez, Otero
“no perteneció propiamente al Círculo”. Habiendo ganado el concurso de la
Academia en 1907, viajó a Francia donde continuó estudios y residió por largo
tiempo. En París, Otero continuó la tradición de seguir la disciplina realista
impartida en las academias francesas, a que se sometían voluntariamente casi
todos los artistas venezolanos que llegaban a París, y como tal realizó para el
Salón Oficial obras de género que como Barrio Latino (Colección Galería de
Arte Nacional) denotaban cierta intención de acercarse al mundo de los
personajes de Toulouse Lautrec. Otero residió después en Buenos Aires. Junto
a aquella manera cultivó también el paisaje, dentro de las formulaciones de la
Escuela de Caracas en la cual es considerado como uno de sus representantes
contemporáneos.
Aunque no formó parte del Círculo de Bellas Artes, Tito Salas perteneció por
edad a la Generación de Monsanto, Cabré, Reverón, Monasterios. Nacido en
Caracas en 1887, estaría llamado a prolongar la tendencia épica que en nuestro
país iniciaran Lovera y Tovar y Tovar. Pero Salas fue más que todo un
realista, en cuyo estilo revivió la pintura de género aplicada a cuadros de
costumbres como los que ejecutara en París entre 1907 y 1913 bajo la
influencia de su maestro de la Academia Julian, Lucien Simón y de los
llamados pintores de la “banda negra”, que habían logrado destacarse en el
Salón. También como éstos Salas buscó sus temas entre las primitivas
costumbres de los campesinos de Bretaña y España, y las cuales reflejó en un
grupo de grandes lienzos a que dio comienzo con su obra premiada en el Salón
Oficial con el título de La San Genaro, y que data de 1907, obra en la cual A.
Boulton reconoce al “primer testimonio, en nuestra pintura, del tratamiento de
la figura humana a partir de un nuevo concepto estilístico”. Según Boulton
“Salas es el primer venezolano que visualiza la naturaleza de manera
moderna”. La influencia española también dejó huellas en el período
formativo de Salas. Es una influencia que sigue pesando a lo largo de toda su
obra, y que se manifiesta en la tendencia del artista a apoyarse en soluciones
costumbristas, de un carácter ilustrativo, y en un colorido en el cual Enrique
Planchan veía “a un continuador del movimiento europeizante”. Mariano
Picón Salas hizo la misma observación cuando, en 1940, escribió sobre Salas:
“cierto pintoresquismo español, su propia facilidad narrativa, su tendencia a
considerar el arte más como impresión que como forma, no han permitido, sin
duda, que el pródigo talento de Tito Salas se realice en la más perdurable
calidad. Frente al arte de los antiguos pintores venezolanos, a la grave
honradez de un Tovar y Tovar, al clasicismo linean de Michelena, al patetismo
atormentado de un Cristóbal Rojas.
A partir de 1911, cuando dio término por encargo oficial al Tríptico de
Bolívar, Salas se inició como pintor histórico, y dos años más tarde empezó la
decoración de la Casa Natal del Libertador; a esta obra siguieron los murales
del Panteón Nacional, que había sido reinaugurado en 1933 y cuya decoración
Salas concluyó en 1942. Se hace evidente que la obra más apreciada, o por lo
menos la más numerosa de Tito Salas, corresponde al género histórico. Y
dentro de ésta destacan sus pinturas de carácter alegórico de la epopeya
bolivariana y sus cuadros de costumbres coloniales o que tienen como tema
episodios de la vida del Libertador, y que se encuentran en instituciones de
Caracas, como el Banco de Venezuela y la Casa Natal de Bolívar. En ambas
tendencias, tanto en lo alegórico como en lo costumbrista, prevalece la
habilidad y la destreza que en este pintor conducen a un realismo epidérmico,
de soluciones efectistas pero eficaces en su intención de conmover por un
primer impacto, gracias a un uso desenfadado del color que, salvo en contadas
excepciones, no toca la estructura profunda del cuadro.
Este facilismo, advertido ya por Picón Salas, resta valor a la pintura histórica
de Salas para resistir un parangón con el serio y metódico esfuerzo cumplido
en este género por Tovar y Tovar, con quien se ha querido comparar a Salas.
Se podría decir que Tovar representa a la historia mientras que Salas la ilustra.
Aquel es un historiador; éste, un cronista.
Pero aún resta por juzgar aquellas producciones de la juventud de Tito que a
nuestro juicio, fundan su aporte más culminante. Nos referimos a sus paisajes
anteriores a 1906 donde, trabajando en Caracas dentro de la tradición de sus
maestros de la Academia, Salas hace en el tratamiento de la luz hallazgos
importantes para definir la estética del airelibrismo de los años siguientes, si
bien es necesario convenir con Enrique Planchart, en lo que concierne a la
evolución de Salas después de 1910, que él “no se ha visto obligado a
enfrentarse con los problemas propios de nuestro ambiente lumínico, sino que
ha seguido empleando, sin variación notable, casi la misma técnica y hasta el
mismo sentido de la luz y del color que se formó durante su permanencia en
talleres europeos”. Pero el núcleo más significativo de su obra nos remite al
ambicioso período que va de 1906 y 1911, en el cual se ubican sus
composiciones anecdóticas basadas en rústicos temas de Bretaña y España, y
que corresponden a esa etapa formativa en que Salas trabajó bajo la influencia
de tos pintores de la “banda negra” (Lucien Simón, su maestro, en particular).
El Círculo de Bellas Artes iba a hallar resonancia en una segunda generación
de paisajistas, que proyectaría la obra de aquél, ampliando el horizonte de sus
búsquedas y haciendo el hallazgo de nuevos enfoques en la interpretación del
motivo vernáculo, que se impuso definitivamente en la pintura venezolana. En
esta segunda generación pueden ser ubicados: Marcos Castillo, Pedro Ángel
González, Rafael Ramón González, Luis Alfredo López Méndez, Francisco
Fernández, Cruz Álvarez Sales, Antonio Alcántara, Elisa Elvira Zuloaga,
Tomás Golding, entre otros. No todos los mencionados estuvieron
directamente vinculados a las actividades del Círculo, aunque casi todos
pasaron por la Academia de Bellas Artes. Pero es evidente que un
planteamiento idéntico respecto al tema nacional tratado de manera
francamente visual, sin literatura, relaciona estilísticamente a todos los
nombrados no sólo entre sí, sino con los fundadores del Círculo de Bellas
Artes, de cuya enseñanza aquellos iban a nutrirse.
Enrique Planchart, siempre atinado cuando enjuicia a su época, creó el
término “Escuela de Caracas” cada vez que se refería a esta generación de
paisajistas. En realidad aludía con este término no al hecho de que casi todos
se hubiesen formado en Caracas, sino al tema que en adelante fue el más
común de la pintura venezolana: el valle del Ávila. Desde 1898, Tovar y
Tovar y De Las Casas habían ensayado captar la escala luminosa del valle en
paisajes y perspectivas dilatadas que tenían por fondo la imponente silueta del
Ávila.
Bellermann intentó hacer lo mismo, sin abrigar un propósito estético, a
mediados del siglo XIX. Pero es sólo a partir de 1915 cuando las búsquedas
originales del grupo de pintores del Círculo fueron orientadas con preferencia
a este tema de Caracas que alcanzaría en la obra de Cabré y Pedro Ángel
González un desarrollo monumental.
Por derivación, el término Escuela de Caracas comenzó a utilizarse para
designar con él a todos los artistas en cuyas obras se habían tipificado las
características del estilo paisajista, así trabajaran, como Monasterios, Orozco,
La Madrid, Castor Vázquez, o Arístides Arena, en la provincia.
En su generación, Marcos Castillo fue uno de los pintores de temperamento
poético y aquel cuya obra puede asociarse más fácilmente con los valores
universales de la pintura, por la libertad con que se enfrentó a la expresión de
su visión de la realidad sin quedar atado a las convenciones de la
representación o a la rigidez de una técnica preelaborada. Fue uno de los
pintores de la época que dejó obra más numerosa en todos los géneros. En este
sentido, Castillo fue un gran individualista y su estilo se aparta de toda
fórmula para responder con su obra a esa necesidad del pintor contemporáneo
que lo hace expresar la naturaleza más como un sentimiento de lo que la une a
ella que como imagen reflejada. Ninguno fue más visual, más atento a la
observación de los valores y el color locales para traducirlos plásticamente, sin
esfuerzo, en la tela. En tanto que estudioso de la correspondencia entre pintura
y realidad, Castillo se reveló como un artista riguroso, espíritu constructivo,
por la vía de Paul Cézanne, a quien admiraba por encima de todos; y así,
muchos cuadros suyos están resueltos como estructuras sólidas que
constituyen realizaciones en sí mismas, en donde se cumplen estrictas leyes de
organización interna de la obra como tal, y la percepción es dinámica. Pero en
tanto que artista intuitivo, dominado por la necesidad interior de expresarse,
incluso pasando por encima de la realidad, aparece como un artista en la vía
de Matisse, sutil y sensualmente decorativo, informal y espontáneo hasta
conseguir la ligereza volátil de la simple impresión o de la mancha cromática.
Castillo, que había estudiado cuidadosamente la obra de Cristóbal Rojas,
abordó con espíritu atrevido todos los géneros, incluido el retrato realista, pero
fue particularmente en la naturaleza muerta donde obtuvo mejores resultados;
y por eso puede ser considerado como el último gran representante de una
tradición en la que habían trabajado destacados pintores como el propio
Cristóbal Rojas, Rivero Sanabria y Federico Brandt.
Natural de la Isla de Margarita, Pedro Ángel González ha desarrollado todo un
código de la representación de las formas del paisaje tomando como objeto
motivos del valle de Caracas que trata, pintando directamente en el campo,
interesado por la síntesis y la luminosidad. En un comienzo González se
identificó con Cabré en la elección de los temas caraqueños que mejor
caracterizarían a su producción. Ha conseguido la impresión de solidez de las
formas a la par que la atmósfera luminosa exacta valiéndose de gamas de
valores muy ajustados a un tipo de visualización a distancia, con exclusión en
su paleta de los negros para las sombras; todo lo cual pone de manifiesto una
maestría largamente ejercitada y un adiestramiento singular del ojo para
revelar el plano general y el detalle de cada zona del cuadro con una técnica
derivada del tratamiento abocetado que encontramos por primera vez en los
impresionistas.
Pero González no sólo es un pintor sino también un artista lúcido para la
comprensión de la obra de arte, y su actividad crítica en este sentido ha estado
inteligentemente orientada a la historia de los salones oficiales en los cuales le
ha tocado juzgar la obra de las nuevas promociones, en su calidad de miembro
de la Junta de Conservación y Fomento del Museo de Bellas Artes y como
integrante de los jurados de los diversos Salones que se celebran en el país.
Alumno de la Academia de Bellas Artes, donde fue inscrito en 1914, “hizo
contacto en 1921 con los pintores del Círculo de Bellas Artes, y en particular
con A.E. Monsanto quien influyó en la decisión tomada por González, en
1926 de abandonar la pintura, y la cual mantuvo hasta 1936, a raíz de haber
sido llamado para participar en la reforma de la Escuela de Artes Plásticas. “A
partir del 36 —confesó luego Pedro Ángel González— comencé a pintar con
un criterio formado. Empecé haciendo una obra más sincera, sin las grandes
preocupaciones que mueven a los pintores a hacer una obra que sea nueva”.
En cuanto a la técnica empleada, el propio González reveló lo siguiente: “El
problema no es lo que se busca, sino lo que se logra. Mi pintura ha
evolucionado espontáneamente hacia una mayor luminosidad en el cuadro y la
depuración de las formas. La luz es mi problema fundamental. Si el paisaje
que empiezo a pintar con buen sol, de pronto se nubla, nada puedo agregar a
mi pintura, vuelvo al día siguiente”.
Un poco mayor es Rafael Ramón González, nacido en 1894 en Araure, y
quien vino a Caracas por primera vez en 1909 para inscribirse en la Academia
de Bellas Artes. En 1920 Rafael Monasterios influyó en su decisión de
consagrarse a la pintura. Reformada la Escuela de Artes Plásticas en 1936, fue
llamado por Monsanto para regentar la clase de paisaje que dirigió
ininterrumpidamente hasta 1965. En la evolución del paisaje venezolano cabe
a Rafael Ramón González un papel muy personal. Su obra, variada y
numerosa, carece de la objetividad de la de Pedro Ángel González y del
lirismo ingenuo de un Monasterios, pero hay en ella mayor diversidad de
motivaciones que la de cualquier otro pintor de su generación, exceptuando a
Marcos Castillo y López Méndez.
Esta diversidad no se ve constreñida al paisaje que Rafael Ramón trata al aire
libre, sino que comprende también en su temática figuras, escenas alegóricas,
motivos de naturaleza folklórica o anecdótica, llevados al cuadro mediante
una técnica que se caracteriza por su espontaneidad, próxima al arte popular.
El tema social, extraño a la mayoría de los pintores del Círculo de Bellas
Artes, tampoco le resulta ajeno y puede decirse que a diferencia de los
paisajistas de la Escuela de Caracas, con la sota excepción de Alberto Egea
López, Rafael Ramón González es el pintor de su generación de mayor raíz
social.
Tomás Golding es, estilísticamente hablando, el más barroco de los paisajistas
de la Escuela de Caracas, en la misma medida en que Cabré es el más clásico.
Al egresarle la Academia en 1922 trabajó durante un tiempo al lado de
Reverón en Macuto y La Guaira para consagrarse luego, pintando en diversas
regiones del país, y sobre todo, en el Estado Miranda y en Caracas, al estilo de
paisajes, ya definido formalmente en 1940, que en los últimos años hace de él
a uno de los pintores de la Escuela de Caracas más solicitados. Seleccionando
con preferencia las gamas del verde y los tonos rojos y parduscos que en el
cuadro dan la impresión de laderas y caminos agrestes y erosionados, Golding
se interesó desde el primer momento por imprimir a las formas de paisaje un
mayor dinamismo, preocupado por el movimiento y la luz, como si tuviera
necesidad de animar los elementos del cuadro con un movimiento que
descubrimos menos en la representación que en la existencia física del color.
Un empaste nervioso da forma a la estructura del cuadro marcando los
arabescos y remolinos de las masas de vegetación, que una brisa continua
agita, siguiendo un ritmo de líneas ondulantes que dan al paisaje de Golding
un aspecto muy característico.
La vía no fue siempre la de un nuevo naturalismo de las formas. Hemos visto
que en Marcos Castillo es mayor el grado de sujetivación de la realidad y
conduce a la libertad y autonomía de la obra. También dentro de lo que se ha
llamado la Escuela de Caracas hubo intérpretes que tendían a concebir el
paisaje como una realidad simbólica, de rasgos geometrizantes, y que
prescindían de lo que hasta ahora parecía ser una norma incuestionable: la
naturaleza pintada directamente para identificarla en el cuadro, el airelibrismo
que pone énfasis en la luminosidad, como problema principal. Elisa Elvira
Zuloaga había estudiado en París en la Escuela de André Lhote, antiguo
cubista que propugnaba una nueva pintura humanista a partir del concepto de
abstracción de tas formas naturales que había explotado el cubismo.
Lógicamente, era la justificación racional de la pintura como “cosa mental”; se
puede recrear la naturaleza con formas absolutamente caprichosas, aunque
reales en sí, sin necesidad de estarla viendo como se pinta. Elisa Elvira
Zuloaga no hizo abstracción total del paisaje venezolano, sino que abstrajo de
éste, por medio de una estilización rítmica, las formas que mejor llegaban a
expresar la síntesis buscada por ella y de manera que las formas actuaran
ahora como símbolos. Era un idealismo, es cierto, que conduciría
necesariamente a un mayor grado de abstracción, con prescindencia del
paisaje atmosférico o simbólico, como en efecto ocurrió. La simplificación de
los complejos arabescos de las ramas entretejidas volcaba redes de brazos
ondulantes en el cielo, sobre lagunas tranquilas, en aparente intento de
humanizar a los árboles, como en los cuentos de hadas. El ritmo se
independizó mucho más de las formas y desapareció la perspectiva simbólica
en sus cuadros. E.E. Zuloaga encontraría en el grabado el medio para expresar
esta voluntad empeñada en ver en la obra no un lugar de representación, sino
de evocación.
De un temperamento vehemente y controvertible fue Alberto Egea López, el
único pintor de su generación que paralelamente a su carrera hizo intensa vida
política. Se había iniciado precozmente en una exposición que realizó en 1919
y luego exhibió en 1920 y 1923, en Caracas, antes de ser expulsado del país
por Juan Vicente Gómez. Residenciado en los Estados Unidos durante más de
diez años, Egea López se ganó la vida haciendo diseño publicitario y portadas
de revistas, con cierta influencia del Art Nouveau. En los Estados Unidos
realizó posiblemente su mejor obra, sobre motivos de calles de Nueva York,
en una manera expresionista a la que renunciaría cuando a su regreso a
Caracas en 1936 reasumió la tendencia luminosa, característica de la Escuela
de Caracas, en la que se había iniciado bajo la influencia de los pintores del
Círculo. Encarcelado en 1954 por el Gobierno de Marcos Pérez Jiménez,
contrajo en la prisión la enfermedad que pondría fin a sus días. A pesar de un
intento de hacerle justicia a su obra (1959, exposición en el Museo de Bellas
Artes), puede decirse que Egea López sigue siendo objeto en la pintura
venezolana de un inmerecido destierro.
En el marco de la Escuela de Caracas incluimos a Antonio Alcántara, quien
había recibido algunos consejos de Emilio Boggio poco antes de realizar su
primera exposición. Pero al comentar sus obras exhibidas en 1920, Enrique
Planchan apreció reticentemente que “el autor se empeña en conseguir efectos
semejantes a los que obtiene Cabré y para esto impone una factura semejante
en todo a la de su guía”. Alcántara realizó otras exposiciones y luego
abandonó la pintura; fue después de 1952, tras un viaje por Europa, cuando
comenzó a mostrar las obras de una nueva etapa que fue el punto de partida
para la retrospectiva que con toda la obra de Alcántara se hizo en 1965 en la
Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza.
Era un adolescente cuando se unió a los pintores del Círculo de Bellas Artes
para rendir homenaje a Emilio Boggio, en 1919. Animado por este maestro,
López Méndez hizo su primera exposición, exitosamente, en la Escuela de
Música de Caracas. Los viajes, el ejercicio de la diplomacia e, incluso, de la
política, no han interrumpido la obra de este artista prolífico y gran conocedor
de la historia del arte; pintor de la inmediatez y lo sensual, López Méndez nos
comunica el goce que experimenta ante una realidad tropical, hecha de flores
y frutas, de objetos, bosques, playas cálidas, poblados, que lleva a sus cuadros
sin pretender pasar —como él mismo dice— por un genio ni por un
innovador.
Si algún pintor cabe ser incluido por mérito propio en la Escuela de Caracas,
ese no es otro que Raúl Moleiro, nacido en 1903 y contemporáneo de Pedro
Ángel González, con cuya obra ofrece cierta semejanza, por la forma reiterada
en que el tema del valle de Caracas aparece constructivamente resuelto en sus
mejores paisajes.
Por más que existen formulaciones generales en una escuela, los matices en la
interpretación surgen siempre de las diferencias de las personalidades, y esto
se aprecia en el curso que tomaría el paisajismo de Caracas con varios artistas
nacidos entre 1908 y 1915. Humberto González, por ejemplo, uno de los
paisajistas más dotados, había recibido la influencia de Rafael Monasterios y
de Reverón mientras pintaba al aire libre temas de los alrededores de Caracas,
en un estilo por momentos muy cromático, que lo indujo a introducir una
técnica puntillista. En otra fase de su trabajo, menos atado a la naturaleza,
adopta una manera más libre y resuelta en formas amplias y estilizadas, pero
apegado aún al paisaje. A despecho de la importancia de su escasa obra,
fallece en la miseria en 1958, en Caracas.
Un caso parecido al de Humberto González fue el de Elbano Méndez Osuna,
quien recibió en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas el estímulo temprano
de Monsanto que lo impulsa a viajar a París, donde se entrega al estudio de las
ideas de André Lhote, entre 1955 y 1956. En Chile había tenido una rápida
experiencia de muralista trabajando como asistente de David Alfaro Siqueiros,
en 1942. Pero la influencia de Lhote parece ser ia más definitiva. De regreso a
su patria, Méndez Osuna se retrae marginalmente a la soledad de su apartada
ciudad natal (Tovar, Estado Mérida) para consagrarse a un paisajismo lírico,
de escaso apoyo visual en la realidad y basándose en formas estilizadas que
reflejan su empeño en lograr una síntesis de color y dibujo.
Muchos artistas incorporan un matiz expresivo muy regional. Trino Orozco,
por ejemplo, también ha sido agrupado entre los pintores de la Escuela de
Caracas, no obstante que ha realizado su obra más importante en el Estado
Lara, una región venezolana donde la luz rojiza del paisaje alcanza matices
particularmente vivos e intensos. De allí pueden proceder ciertos acentos
expresionistas de Orozco, así como su tendencia a emplear tonos espectrales.
Hacia 1940, pintaba en Caracas de manera independiente y evitando la
influencia de los maestros del Círculo de Bellas Artes; ya desde entonces pudo
apreciarse en su manera un empleo suelto de la pincelada para conseguir una
factura de apariencia lavada, combinando los tonos del rojo con las tierras y
esforzándose en lograr una luz muy personal.
Por los años 40 estuvo activo un hijo del escultor petareño Cruz Álvarez
García, antiguo profesor de la Academia; Cruz Álvarez Sales había hecho su
aprendizaje en la Escuela que dirigía Monsanto. Como Humberto González,
su compañero de curso, estuvo abocado a un fin temprano, que no lo libró del
anonimato, pese a su estimable obra. Fallece en 1947. Su legado: paisajes de
Caracas y de Barlovento cuyo dinamismo constructivo recuerda la semejanza
estilística que el trabajo de Álvarez Sales guarda con el de Tomás Golding y
Luis Ordaz, de la misma época. El ritmo de las masas está fuertemente
marcado por el movimiento circular que imprime a la pasta de color. En otra
parte de su breve obra, Álvarez Sales quiere aproximarse a los tonos
blancuzcos reflejados por la intensa luz del mediodía tropical tal como se
observa en el tratamiento que al mismo problema da Reverón en sus cuadros
del período blanco. También Álvarez Sales, por otra vía técnica, ensaya
despojar de color al paisaje, empleando, en su caso, tonos agrisados de la
paleta.
Por el carácter fantástico de su paisajismo, Luis Ordaz es un caso sui géneris.
Se vincula a Rafael Monasterios con quien funda en 1937 la Escuela de Artes
Plásticas de Barquisimeto. Había estudiado en la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas y más o menos hasta 1945 su obra puede ser ubicada, por tema y
factura, dentro de la corriente paisajística tradicional. En 1953 Ordaz fue
recogido moribundo en una calle de Caracas. Internado en el Hospital
Psiquiátrico de Caracas, Ordaz logró recuperarse del alcoholismo para
comenzar a trabajar en la etapa de su obra en la cual aún se mantenía en 1975.
Se trata de un paisaje subjetivado, de connotaciones fantásticas, según el
método que sigue el artista cuando confiesa: “no necesito ir al campo; los
paisajes que pinto los llevo dentro de mí y me basta pensarlos para darles
vida”. Más que paisajes, se trata de visiones subconscientes; parajes
incendiados con mares flotantes, con cielos tenues que dan cabida a .los
elementos de la naturaleza desatados en zonas informales tratadas libremente
con amarillos, azules, violetas, rojos encendidos; formas esfumadas dónde la
perspectiva desaparece, mientras personajes y animales, más como signos que
como figuras, intentan establecer una relación humana que otorgue forma
conocida a sus extraños parajes: cascadas, mares furiosos y embarcaciones en
peligro.
Pablo Benavides Álvarez cabe en la categoría de paisajistas por el estilo de
Tomás Golding y Álvarez Sales, con quienes tiene en común el hecho
generacional de haber estudiado en la Academia de Bellas Artes. Sin embargo,
Benavides es un artista en ascenso, que ha llegado ala plenitud en los últimos
años y cuya frescura parece nacer de una necesidad cada vez más íntima de
entrar en contacto con la naturaleza. Sus paisajes rotundos y vigorosamente
estructurados, si bien quedan ligados al tema observado, buscan su autonomía
a través de un bien modulado sentimiento del color.
Si puede hablarse de una agrupación de artistas en el caso de la Escuela de
Caracas, es evidente que ésta se enriqueció con la aportación de varios artistas
llegados de otros países. Algunos habían venido al país para incorporarse al
proceso de reformas docentes que se iniciaron en 1936 y una de las cuales
transformaría radicalmente a la vieja Academia de Bellas Artes, convertida
desde este año en plantel moderno, provisto de talleres artesanales y orientado
por nuevos criterios estéticos. Uno de estos artistas fue Armando Lira quien
participó en la elaboración del nuevo programa de la Escuela, incorporándose
a la misma en calidad de profesor de los cursos de formación docente. Lira
logra avenirse con 1as búsquedas de los paisajistas de Caracas, aportando a
este movimiento un grafismo cromático muy personal y recibiendo a su vez la
influencia de los pintores que de algún modo habían contribuido a formular el
problema de la interpretación de la luz tropical.
En la Escuela de Artes Plásticas también enseñaba el español Ramón Martín
Durbán, que tuvo a su cargo la cátedra de dibujo lineal. La influencia de
Durbán tuvo un peso decisivo en el curso que iba a tomar en nuestro país el
trabajo gráfico para la ilustración de libros y publicaciones y, por extensión, el
desarrollo de la caricatura, dado que el dibujante español tenía entre sus
alumnos a aquellos que más tarde se encargarían de impulsar estas
manifestaciones, que con tiempo devendrían en notables dibujantes, como
Guevara Moreno, Zapata y Jacobo Borges (sin olvidarnos del Carlos Cruz
Diez de la primera época).

DESARROLLO MODERNO DE LA ESCULTURA EN VENEZUELA


La escultura, tal como la entendemos actualmente en Venezuela, es una
manifestación cuya tradición se remonta al siglo XIX. Es cierto que durante la
Colonia hubo expresiones de carácter escultórico. La talla en madera, por
ejemplo, conoció un esplendor que desaparecería al venir a menos la función
de una profusa y rica imaginería religiosa producida casi siempre de manera
artesanal. Pero sólo comenzamos a hablar de escultura, en sentido moderno,
ya bien entrado el siglo XIX, con la institucionalización de las nuevas
estructuras sociales y al plantearse la sociedad republicana otras convenciones
culturales.
Así nacieron las escuelas de arte, que sustituyeron a los viejos talleres de los
imagineros, y que abogarían en adelante por un estilo ecléctico inspirado en el
academicismo europeo, encauzando la enseñanza a la formación de artistas
individuales, que se consagrarían al retrato y a los temas históricos.
Para la escultura los comienzos fueron aún mucho más difíciles que para la
pintura, porque si ésta última pudo evolucionar durante el siglo XIX a partir
de las técnicas heredadas de los representantes del estilo religioso, la escultura
quedó aislada de toda tradición al romperse la continuidad de la práctica de la
talla en madera. Hubo necesidad, entonces, de que los nuevos escultores
fueran a estudiar a Europa donde elegían a sus maestros dentro del
monumentalismo en boga. La escultura no comenzó a enseñarse en el país
sino a partir de 1887 y, aún así, fue vista como manifestación secundaria,
destinada a alcanzar a través de la copia de yesos y a la producción de obras
de ornato público o de interés funerario.
Uno de los primeros escultores que encontramos en el siglo XIX fue Rafael
De la Cova, alumno de Antonio José Carranza y de Tovar y Tovar. De la Cova
marchó muy joven a Italia donde realizó algunos estudios. De regreso a
Caracas, se ocupó de proyectos importantes, como el Bolívar Ecuestre que se
halla en el Parque Central, en Nueva York, y que él mismo vació en bronce.
Su obra más conocida, sin embargo, es el Monumento a Cristóbal Colón que
está hoy ubicado en el Paseo Colón, en Caracas, obra característica del
novecientos venezolano. Fiel trasunto de las imitaciones francesas a que eran
dados nuestros gobernantes, el Monumento a Colón condensa todo el espíritu
prepotente, retórico y algo cursi del Guzmancismo.
Cristóbal Colón corona el monumento, de pie sobre un ábaco constituido por
la proa de la nave. Su gravedad sencilla, con que ofrece la tierra descubierta,
está realzada por el porte neoclásico que el escultor dio a la solución de la
figura. Pero la unidad de la obra, no estando bien relacionadas las partes a una
escala comprensible, pierde mucho de eficacia estética al quedar demasiado
aisladas las figuras dentro de un marco donde la columna u obelisco se
convierte en la forma predominante.
Eloy Palacios es el escultor venezolano más importante del siglo XIX. Muy
niño fue enviado por sus padres a Munich, Alemania, en cuya Academia de
Bellas Artes estudió escultura. Palacios adquirió una educación satisfactoria
en este arte y llegó a establecer en Munich un taller de escultura dotado de
horno de fundición. En 1973, intentó establecerse en Venezuela y el gobierno
de Guzmán Blanco creó una cátedra en la Universidad Central a fin de que
Palacios pudiera regentarla. Mal avenido con el autocrático gobernante, optó
por el exilio y vivió durante algunos años en países de Las Antillas donde
logró hacerse de una importante clientela. Al instalarse nuevamente en
Munich, Palacios pudo desarrollar un trabajo de escultor monumentalista que
pronto comenzó a dar sus primeros resultados. Su Monumento a José Félix
Rivas en la Victoria, para cuya instalación vino por segunda vez a Venezuela,
data de 1892. El éxito de esta obra sólo fue superado veinte años más tarde,
cuando Palacios concluye su ambicioso Monumento a Carabobo erigido por
Juan Vicente Gómez en una plazuela de El Paraíso, en 1911. De acuerdo con
lo dicho por Palacios, se comprende que el Monumento a Carabobo da idea de
un mito representado por formas orgánicas y naturales; pero no se aprecia en
la obra un empleo de los elementos en función de transformar la materia en
tensiones abstractas, carentes de valor alegórico. Palacios yuxtapone y
superpone elementos realistas y hace, con respecto al empleo de éstos, lo que
a un pintor le es licito hacer cuando representa en su cuadro un paisaje. Su
originalidad consiste en valerse de representaciones de formas naturales a las
que no era habitual conferirles carácter escultórico: palmeras, rocas, cóndores.
No hay en esto una voluntad de estilo ni nos quedan de Palacios ejemplos de
otras obras en las que hubiera podido confirmarse su propósito de llevar este
naturalismo a categoría de lenguaje de formas. Si se da aquí una intención de
expresar lo autóctono, ello no es más que a través de una visión de escultor
europeo. Así lo prueba el testimonio de Enrique Planchart: “No logró Palacios
llevar estos elementos naturales a la categoría de patrones estéticos; pero
siempre le cabrá el mérito de haber sido el primero en asentar pie por este
camino. No alcanzó la realización estética que seguramente ambicionaba, pero
impuso en tal forma el valor autóctono en su obra que, cosa lógica y extraña a
la vez, la figura que remata el monumento, eh la cual no se advierte ninguno
de los caracteres raciales de los aborígenes americanos, es denominada y
conocida por todo Caracas como “La India del Paraíso”.
Andrés Pérez Mújica estaba dotado para consagrarse a la escultura, por la que
se inclinó desde sus comienzos en la Academia de Bellas Artes de Caracas.
Egresado de ésta, ganó el premio de fin de curso que le valiera una beca para
continuar estudios en Francia. En 1906, en París, siguiendo las tendencias
anecdotistas de la Sociedad de Artistas Franceses, le encontramos exponiendo
en el Salón Oficial. Cultiva un estilo nativista, de temas indígenas no
desprovistos de tensiones dramáticas que lo acercan a Querol y, más tarde a
Rodin. Incide en los temas eróticos, en el desnudo femenino en el que logra
destacar. Entre 1905 y 1914 ha realizado su obra más importante. Empujado
por la Primera Guerra Mundial, se ve precisado a abandonar Francia, viaja por
España y regresa a Caracas, en donde se instala. Ha ejecutado ya su obra más
importante, La Bacante, que se encuentra en una plaza de Valencia. Instalado
en Venezuela, en plena madurez, a punto de recomenzar una obra de
envergadura, se desencadena sobre él la fatalidad de una dolencia que le
impide trabajar y que lo lleva pronto a la muerte.
La actuación de Pérez Mújica se inscribe dentro de la tradición francesa del
desnudo femenino, que tendrá en Rodin a su exponente más genial. En este
sentido, por su intención de expresar en la materia la vida interior del
sentimiento, Pérez Mújica es el más rodaniano de nuestros escultores. Y si no
lo es, en todo caso, por la sutileza del modelado, lo es por los apoyos literarios
con que, a la manera de Rodin, apela a la imaginación del espectador. El
fuerte de Pérez Mújica es el desnudo femenino y en este género podría ser
considerado como el más completo de nuestros escultores y el primero en
inaugurar un nuevo estilo, que se opone al monumentalismo heroico del siglo
XIX.
Contemporáneo de Pérez Mújica fue Lorenzo González (1877-1948), quien
descendía de una familia de escultores establecida en Caracas y uno de cuyos
miembros, Manuel Antonio González, había heredado el oficio de los
imagineros coloniales. Egresado de la Academia de Bellas Artes, marchó
becado a París en donde fue alumno de los escultores Alouard e lljabert.
Su obra no puede entenderse fuera del marco de influencia del naturalismo
francés. González ha necesitado exponer en el Salón de los Artistas Franceses
y para ello ha de adaptarse al gusto anecdótico dominante. Se perfecciona en
el retrato y en la escultura monumental, con el propósito de trabajar para
Venezuela. Se le encarga el monumento a Francisco de Miranda, en el Campo
de Valmy, Francia. Pero los escultores nacionales que regresan al país,
después de realizar estudios en Europa, no encuentran aquí condiciones para
una obra creativa, por lo que deberán limitarse, como Lorenzo González, a
vegetar al frente de las cátedras de escultura de la Academia, a la espera de las
voces del encargo de retratos o monumentos funerarios. Lorenzo González se
ve solicitado por las precarias exigencias porqué pasan todos nuestros
escultores desde Eloy Palacios. Regenta en dos ocasiones la dirección de la
Academia de Bellas Artes, cuyo triste destino rige para 1936, cuando este
instituto es objeto de una radical reforma.
González prefiere los grupos humanos al retrato y el desnudo, es un buen
narrador, tal como lo ha demostrado en la que parece ser su obra más notable:
La tempestad (Colección G.A.N.). La anécdota está aquí implícita en el titulo
que la refuerza: Una anciana y una niña que experimentan desasosiego ante la
inminencia de la tempestad que se constituye en protagonista invisible del
tenso conjunto. Es obra que refleja las tendencias del siglo XIX con su
efectismo destinado a sustraer el valor expresivo de lo que es específico a una
escultura: la materia en tanto que lenguaje táctil y visual. Así también es la
obra restante de González: Eva después del pecado (195), El llanto y estas
tienden a satisfacer las escasas exigencias de escultura monumental
consagrada al urbanismo municipal o a las exégesis funerarias que agotaron la
vena de nuestros mejores escultores.
Otro monumentalista fue Pedro Básalo (886-1948), artista con gran talento
para la escultura, que recibió el elogio de Eloy Palacios por una obra que
envió al concurso de fin de año de la Academia, en 1904: un busto del pintor
Emilio Mauri. Sin embargo, Básalo nunca pudo viajar a Europa, como habían
hecho otros escultores que le precedieron.
Dotado de fuertes instintos y un buen oficio, Básalo no tarda en establecerse
en Caracas como retratista y creador de proyectos monumentales que, con la
misma insistencia que los propone, reciben el rechazo de los funcionarios del
Estado, más atentos a las ideas de los artistas que venían del extranjero. En
1919 viaja a Nueva York y entra en contactó con un grupo de escultores
norteamericanos a quienes expone su idea de crear una asociación
internacional de artistas, que no llega a concretarse. Si sus retratos son poco
convincentes y no agregan nada a su obra, hay que decir que Básalo ganó
méritos por haber desarrollado un estilo que se puso de moda a comienzos de
siglo: lo que se llamó, en lenguaje académico, “cabezas de expresión”. El
médium. La protesta, Cabeza de obrero venezolano, entre otras, se encuentran
entre sus mejores obras de retratista.
Los escultores venezolanos no podían vivir de su obra más que cuando ésta se
ponía al servicio del encargo oficial. El monumento histórico o funerario
resume la mayor aspiración para quien se siente escultor en un país donde se
destina la labor creativa, el trabajo personal, la búsqueda de un estilo propio.
No existían en ninguna parte del territorio colecciones de escultura; las
exposiciones incluían únicamente a las obras de pintores; sólo a éstos se les
consideraba artistas en un sentido personal. Es curioso que a lo largo de medio
siglo desde 1900, las únicas exhibiciones de escultura que se abren en Caracas
son las que reúnen el trabajo de los alumnos de la Academia de Bellas Artes,
cada fin de año. Lo que ésta produce es, entonces una, estatuaria escolar, copia
de yesos y modelos en poses retóricas, grupos y escenas que exaltan
sentimientos nacionales, reproducciones de tipos y formas folklóricas. Pocos
escultores, para no decir que ninguno, habían expuesto individualmente en
Caracas antes de que lo hiciera por primera vez Francisco Narváez.
La apatía y el desinterés de los coleccionistas venezolanos frente a la
escultura, en todo tiempo, incluso hasta hoy, ha sido causa de frustración para
muchos artistas de talento que, ante la dificultad de poder vivir de su obra
personal, tuvieron que dedicarse a la docencia, donde vegetaron. Ejemplo
dramático es Cruz Álvarez García (1870-1950), sempiterno profesor de la
Academia, autor de una raquítica obra, cuya confesión no podría ser más
elocuente a este respecto: “Fui también catedrático de anatomía artística, con
esta que influyó en la Santa Capilla. El Doctor Razetti, que era antirreligioso,
dijo que mi obra era anatómica, más que religiosa. Teófilo Leal posó para la
figura de Cristo. Yo lo concebía más que todo como obra de arte, y no con
intenciones místicas.
“En Villa de Cura está una estatua del general Francisco de Miranda, hecha
por mí desde sus cimientos, pero no aparece mi firma. También es mía la
estatua de Anzoátegui, en Barcelona. Pero yo no he querido practicar el arte
comercial, por ello no soy autor de monumentos. Mi vida está refundida en
cuarenta y dos años de profesorado, todos esos jóvenes fueron mis discípulos.
Fui más que todo, una especie de pedagogo del arte. Sí, esa fue mi misión”
Podemos considerar a Ernesto Maragall y a Francisco Narváez (1908) como
los iniciadores de la moderna escultura en Venezuela. Cabe a ellos, y sobre
todo a Narváez, ser pioneros de la plástica integrada al paisaje urbano, en lo
que corresponde al siglo XX.
Maragall residió desde 1940 en caracas, donde se desempeñó como profesor
de escultura en la Escuela de Artes Plásticas. Alumno de Pablo Gargallo en su
ciudad natal, Barcelona, España, hereda de la tradición mediterránea su gusto
por la composición clara y reposada, sensual. Formas macizas y rotundas
caracterizan a su extraordinario grupo de bañistas para la fuente ornamental
originariamente instalada en la Plaza Venezuela y en la actualidad en el
Parque Los Caobos, en Caracas. Este conjunto poderoso alude al vigor de la
raza mestiza y está inteligentemente integrado por seis figuras femeninas
yacentes, en actitud de bañistas, lo que introduce una nota de verismo, puesto
que el eje de la composición lo constituye el chorro de agua central de la
fuente que, elevándose a gran altura arroja sobre las figuras una fina lluvia
coloreada, como si ésta proviniera de una cascada. Al efecto monumental
contribuye el tamaño, realzado sobre el natural, de las bañistas vaciadas en
piedra artificial. La concepción estática, con predominio de la horizontal, no
priva de dinamismo al juego rítmico de las masas.
Narváez ha sido el escultor venezolano más importante del siglo XX. Su obra
que se inicia hacia la década del 30 con un neto estilo criollista, entronca por
una parte con la tradición y se mantiene vinculada con el arte abstracto al que
servirá de puente. Narváez ha sido probablemente el único escultor
venezolano en quien las circunstancias se unieron al talento personal para
asumir con su obra la representación del estilo de una época. Su obra de
escultor monumental representó una estilización muy espontánea y natural de
elementos de la iconografía vernácula, cuyo valor moderno reconocemos en
obras de una concepción plástica, vigorosa y espontánea.
El período que va de 1938 a 1950 señala la contribución más importante de
Narváez a la escultura venezolana, y es, sin duda, el de mayor validez social
—en términos arquitectónicos— cumplido por escultor venezolano alguno en
el siglo XX.
Si el criollismo de Narváez inauguró una nueva época de la estatuaria
venezolana, hay que decir que el arte venezolano a partir de los años 40
experimentó un gran cambio hacia las corrientes internacionales. La afluencia
de información que procedía de Europa y la posibilidad que tuvieron los
jóvenes de viajar a aquel continente, concluida la gran guerra e iniciado el
proceso de expansión económica que aportó la producción petrolera,
determinaron una mayor influencia de las escuelas europeas en la plástica de
vanguardia.
El Cubismo sería la referencia básica, la piedra angular de una metamorfosis
que culminaría en el estilo de la abstracción geométrica (hacia el año 1952),
primera fase de una franca adhesión a los principios del arte internacional,
cuyo desarrollo llega a su apogeo hacia los años 55, cuando volvió a ponerse
en vigencia el concepto de integración artística. Es una época optimista,
marcada por el acceso a una nueva tecnología que rompe con el pasado y
proclama la autonomía de la obra de arte. El contenido comienza a perder
importancia frente a la forma y al medio o material. La creencia en la
posibilidad de restablecer para el arte la función social que tuvo en otros
tiempos, privó en el entusiasmo de los artistas que se planteaban, por esta
época, un arte diseñado para la arquitectura y el ambiente urbano, capaz de
superar las dificultades de comunicación del cuadro de caballete y deja
escultura de bulto. Tal planteamiento contó con el respaldo de arquitectos de
formación, como era el de Carlos Raúl Villanueva, quien supo dar forma a sus
ideas sobre la integración artística, al concebir el experimento de la Ciudad
Universitaria, para la cual obtuvo la colaboración de artistas de la talla de
Fernand Léger, Arp, Laurens, Calder, Pevsner, Vasarely, Sophie Tauber y
varios venezolanos.
Francisco Narváez desembocó en la escultura abstracta hacia 1952 o 1953, o
sea, hacia la misma fecha en que Carlos González Bogen desarrolló sus
primeros diseños de objetos escultóricos integrables, con sus Movibles y
estables, expuestos en 1954 en la Galería 4 Vientos, iniciándose con esto un
proceso que muy pronto daría al hierro un papel protagónico. Otro artista
avanzado fue Omar Carreño quien al igual que Luis Guevara Moreno ensayan
lograr una fusión de pintura y objeto en un tipo de obra que transgredía el
formato ortogonal y los planos virtuales de una pintura, para obtener formas
dinámicas transformables. Carreño y, sobre todo, Víctor Valera se sumaron al
esfuerzo inicial de Narváez empleando el hierro como nuevo medio. De hecho
iniciaron una aventura nueva, crear un lenguaje coincidente con lo que por
entonces se llamó abstraccionismo geométrico. Se trataba de producir obras
que pudieran expresar las relaciones de una forma nueva, absolutamente
concreta con un espacio arquitectónico abierto. En adelante el hierro fue el
material consagrado por et escultor abstracto. Víctor Valera lo lleva a sus
últimas consecuencias, lo aborda para obtener resultados que pudieran serle
contradictorios a la índole de un material rígido, la escultura de bulto con tema
figurativo, atraído por la presencia grave y vigorosa de un mineral negro, en
que queda fijada una estatuaria que aspira a lo épico. Más tarde Valera retorna
a los planteamientos constructivistas, retomando el problema de la
fragmentación de la forma sobre un espacio dinámico, interactivo. Casi
podríamos decir que durante la década del 50, hasta 1962 aproximadamente,
vivimos en Caracas y otras ciudades venezolanas, una especie de edad del
hierro, material que se torna fundamento común no sólo para el arte concreto,
sino también para toda clase de informalismos interesados en el rescate de
piezas de fabricación industrial, dispuestos ahora en bizarros ensamblajes
como los que propicia el grupo que integraban Daniel González y Fernando
Irazábal. Pedro Briceño, Domenico Casasanta y Gilberto Martínez no quedan
ajenos a esta experiencia. Pero si Briceño es, ante todo, el más fiel exponente
de la escultura en hierro de la Venezuela de nuestros días, Domenico
Casasanta pasó del ensamblaje de piezas de hierro al empleo del mármol con
igual fin.

LA OFENSIVA DEL REALISMO SOCIAL


LA INFLUENCIA DEL MURALISMO MEXICANO

Entre 1934 y 1945 ocurre un período de particular significación en el


desarrollo de las artes plásticas en Venezuela. Se trata de una década durante
la cual se produce una serie de acontecimientos que tendrán decisiva
influencia sobre el trabajo de nuestros pintores. Es un momento marcado sobre
todo por la inquietud social que conmovió al país justamente con la muerte del
tirano Juan Vicente Gómez (1935), quien había gobernado a Venezuela con
mano de hierro. Ideales, pasiones y anhelos contenidos durante tres decenios
de opresión y oscurantismo estallaron en un día, y el artista mismo obedeció
en un primer momento a esta suerte de reclamo social que engendraba en él
una profunda necesidad de participar en el debate ideológico que se abría. Uno
de los principales problemas que se planteó fue el del logro de un arte popular,
dirigido a las masas y, por oposición al autonomismo de la pintura abstracta,
que estuviese imbuido de un contenido ideológico. Lógicamente, los modelos
no podían encontrarse en la tradición artística del país.
La dormida conciencia fue sacudida por repentinos acontecimientos que
anunciaban una nueva era: el auge de las masas, la fractura del inquebrantable
orden feudal impuesto por el tirano; hubo una marejada de agitación popular.
En aquel despertar los grandes problemas eran de orden político. Un pueblo
largamente frustrado y reprimido veía llegar la hora de la lucha por la
conquista de las libertades democráticas. La sensibilidad política se hacía aún
más aguda con la angustia que causaban las noticias sobre la gravedad de la
situación internacional: la guerra de España, la subida del fascismo en Europa,
la agresión a Etiopía, la política del partido nazi en el poder, etc.
Estas circunstancias iban a gestar en el plano artístico una reacción contra las
tendencias dominantes en Caracas. Las influencias jugaron aquí, como en
otras oportunidades, un papel significativo. Quizás la más notable de estas
influencias fue la del muralismo mexicano, con su énfasis populista y su
monumentalidad. La pintura mexicana contaba con la aprobación de los
teóricos del realismo social adoptado por los dirigentes de la Unión Soviética
y practicado por los artistas de este país. Sin embargo, el muralismo mexicano
difería formalmente del realismo soviético. En éste privó una dirección
naturalista por el estilo del realismo europeo de fines del siglo XIX, y si bien
el contenido del arte supo trasladar su enfoque hacia los temas de la
construcción del socialismo y la epopeya del trabajo, etc., la técnica y los
procedimientos fueron calcados del arte burgués europeo, contra el cual se
lanzaban anatemas. Por tanto, hubo una “revolución de los temas”, pero la
concepción misma del arte era reaccionaria.
El realismo mexicano, por el contrario, tuvo un fondo expresionista que
provenía de la violencia y la inmediatez de los hechos en que se basaron los
artistas, y que parecía también corresponder a la idiosincrasia del ser
latinoamericano y a las influencias recibidas de las artes primitivas y
populares. En el plano internacional el muralismo mexicano gozó de gran
simpatía en los medios políticos e intelectuales de Sudamérica que veían un
modelo a seguir en la revolución mexicana. El carácter mesiánico bajo el cual
se presentaba la imagen del destino latinoamericano a través de alegorías que
se inspiraban con frecuencia en los mitos de las brillantes culturas maya y
azteca, no dejaba de ser un estímulo mágico que actuaba en los espíritus
interesados en reencontrar para el arte la proyección social que se había
perdido con los tiempos modernos. Puede decirse que la influencia de los
artistas mexicanos (desde los grabadores populares hasta los grandes
muralistas), rivalizando con la de la Escuela de París, se extendió a todo lo
largo de Suramérica, desde Colombia hasta Chile para propiciar estilos
regionales. Las variantes que esa influencia determinó en cada país estaban
fuertemente marcadas por los modos propios bajo los cuales aparecían los
problemas sociales en las distintas naciones. En Ecuador, por ejemplo, la
repercusión del mexicanismo se tradujo (Guayasamín, Kingman) en una suerte
de crónica de los padecimientos del indio.
Hablando en propiedad, en Venezuela no existió una tradición popular del arte
y el realismo social, por otra parte, se limitó a uno que otro exponente, en el
pasado. La obra que Cristóbal Rojas había realizado en París no tuvo
continuadores de su talento, y los pintores de la Academia de Caracas
estuvieron lejos de asumir una posición crítica frente a la sociedad, empeñados
como estaban en seguir la tradición de las escuelas europeas. El país iba a
vivir las tres primeras décadas del siglo XX en una opresiva calma, donde
todo gesto de rebeldía se extinguía rápidamente en la indolencia general o era
reducido policialmente al silencio. La pintura, como el periodismo y la
gráfica, no podía darse el lujo de protestar. Era lógico que, en condiciones
como las reinantes, prosperara un arte dado a la contemplación o enfrentado a
la problemática de la expresión personal, por la vía del ejemplo impresionista
y postimpresionista. El paisaje de los pintores del Círculo de Bellas Artes fue
manifestación depurada de ese aislamiento a que, dentro de los estrictos
límites de su lenguaje, se vio condenado el artista en una época en que se
pintaba casi únicamente por el placer de pintar. Lejos de los pintores del
Círculo de Bellas Artes estuvo el propósito de asumir una actitud crítica,
susceptible de traducirse en una pintura de contenido ideológico.
La tradición de la gráfica fue también muy limitada y no contó en nuestro país
con artistas de la talla del mexicano José Guadalupe Posada; la litografía, que
había tenido cultores en Venezuela desde mediados del siglo XIX, fue
aplicada a la estampa ilustrativa de un carácter más que todo testimonial, y no
se practicaron metódicamente las técnicas del aguafuerte y el grabado en
madera sino hasta después de 1936. Es fácil comprender que una tentativa
venezolana por el orden de la experiencia mexicana estaba llena de
limitaciones que partían de las condiciones de nuestra experiencia y, sobre
todo, del contexto social de nuestro arte.
Conviene decir aquí que el realismo venezolano practicado en la década que
estamos estudiando representó una reacción contra la tendencia purista de la
Escuela de Caracas, que concebía el paisaje con exclusión total de la anécdota.
Al exaltar el tema social y la imagen figurativa como elementos plásticos
preponderantes, el realismo se encontró así, sin proponérselo, luchando contra
una larga tradición paisajística.
Por lo menos un representante del realismo de influencia mexicana iba a
alcanzar renombre internacional: Héctor Poleo, quien había egresado de la
Academia de Bellas Artes en 1937. En un comienzo, Poleo se orientó en la
dirección de sus maestros Rafael Monasterios y Marcos Castillo, ganado por
un lirismo que se manifestaba en la sensualidad refinada de un colorido que
también recordaba a Bonnard y Federico Brandt. Antes de terminar la década
del 30, Poleo marchó becado a México para estudiar pintura mural. Fue esta
una etapa decisiva en su carrera: Poleo descubrió a Diego Rivera y la poderosa
elocuencia de su mundo de imágenes primitivas. También miró hacia el
esculturismo de la pintura renacentista y extrajo de ambas lecciones un
sincretismo tan despojado como poético y emocionante, con el cual ensayaría
hacer una pintura en principio comprometida con la temática del campo
venezolano. Con una técnica de puntuaciones muy precisas y finas en la
aplicación de un colorido parecido al del fresco, Poleo construyó un universo
original, cerrado y comedido, donde la exposición del tema estaba
simplemente insinuada por el silencio de esas figuras que, sin gesticular,
mantienen la vista del espectador fija en un gran primer plano escultural.
Poleo realizó entre 1940 y 1943 tal vez lo más significativo de su obra a través
de una gira que emprendió por varios países andinos, al cabo de la cual
ejecutaría en Caracas su serie de contenido social conocida como Los
Comisarios (1943): una sátira sobre las prácticas conspirativas que, como
residuos del gomecismo, todavía perduraban en la vida nacional. Después de
esto, instalado en Nueva York, Poleo atravesó por su experiencia surrealista,
en la que algunos críticos creyeron reconocer cierta influencia de la pintura de
Salvador Dalí, por la identidad de los contenidos escatológicos: imágenes de
ojos inmensos, erosiones y abismos, arborescencias humanas, cráteres y
desiertos de gran magnitud. Esta experiencia ha sido explicada por Poleo
como resultado de las ideas pesimistas que lo embargaban durante la II Guerra
Mundial, mientras vivía en Nueva York.
La evolución de Poleo a partir de 1948, cuando se instala en Paris, no deja de
estar ligada a las tendencias arcaizantes que puso de moda la vanguardia. En
un primer momento, en París, su pintura parece evocar retratos romanos del
Fayún o figuras del antiguo arte románico, a través del puente representado
por la obra del maestro italiano Campigli. Son rostros femeninos, de
apariencia académica, en los que se diluyen los últimos trazos surrealistas de
su estilo, para dar paso finalmente a una figuración geométrica, donde ya no
importa más el volumen, sino el plano. Rechazando el esculturismo de su obra
de tendencia social, Poleo pasó ahora a una pintura donde la perspectiva es
completamente simbólica y la anécdota se limita a simple pretexto; las formas
se convierten en grandes planos de color puro; el paisaje, sirviendo de fondo,
está geometrizado. Los rudos campesinos, envueltos por un hosco ambiente
dado por los tonos estratificados para los planos lejanos, dejan lugar en sus
nuevos cuadros a esos personajes idealizados, prototipos simbólicos que
exaltan la belleza de los tipos raciales en que parecieran autocomplacerse.
Toda la pintura de Poleo hasta ahora había sido esencialmente dibujística y la
composición estaba en ella casi siempre determinada racionalmente por un
plan previo, dentro de un concepto de estructura mural. En la época siguiente,
en los años sesenta, posiblemente bajo la influencia del informalismo, Poleo
se libera completamente de toda sujeción planimétrica para apoyarse en la
mancha dejada al color y al hallazgo resultante del trabajo mismo. Lo que
sigue es una obra de mayor sugerencia poética, que más que sintetizar
actitudes, como antes, revela ahora climas de encantamiento, zonas oníricas
donde las figuras vagamente aludidas, como en los sueños, tienden a borrarse
cuanto más se alejan de la memoria que intenta recuperarlas.
Héctor Poleo es el artista que evoluciona de una época a otra solicitado por el
reclamo de contemporaneidad de los conceptos artísticos, y que al renovarse
técnicamente no sacrifica a su nuevo cambio estilístico los valores esenciales
de su arte ni su personalidad. Lo qué sí ha sacrificado es la actitud inicial del
artista comprometido, en beneficio de un arte cada vez más autonómico y
subjetivo.

LA EVOLUCIÓN DEL REALISMO SOCIAL

La evolución del realismo social, después de Poleo, tampoco fue muy


coherente y afortunada por lo que se refiere a la claridad en la formulación de
un arte de contenido ideológico. Por una parte sucedió que el realismo fracasó
en su intento de llegar al mural como un medio de comunicación más amplio,
puesto que careció de vivencias y del apoyo de gobiernos de doctrina popular,
como sucedió en México, donde el muralismo resultó ser un complemento
ideológico del programa político estatal. El capitalismo liberal que ha regido
al país desde 1958 no ha sido el sistema más indicado para propiciar una
pintura de contenido social, por razones obvias. De modo que las tentativas
del muralismo se han restringido a tímidas interpretaciones de la cosmogonía
indígena (César Rengifo: Amalivaca, mural en el Centro Simón Bolívar de
Caracas), o de temas parecidos que cumplían una función ornamental en
edificios y entidades bancarias.
El realismo social se mantuvo, así pues, dentro de la típica unidad cerrada del
cuadro del caballete, destinado finalmente a la oferta y demanda de un
mercado cada vez más poderoso. Sin vivencias directas de la realidad, sin la
posibilidad inmediata de un cambio de la estructura socio-política, su función
y significado no difieren apenas de los que actualmente pueden acordarse a la
pintura abstracta.

CONTINUIDAD DEL MOVIMIENTO REALISTA

De la generación de Poleo fueron también Pedro León Castro y César


Rengifo. En un primer momento, bajo la influencia de los mexicanos, León
Castro se abocó a un realismo crítico, manteniendo el énfasis en la figura
humana. Hizo paisajes de Caracas donde introducía, en primeros términos,
escenas de cerros; y esta forma de composición pronto sería seguida por los
pintores que adherían a la escuela realista. León Castro no se desprendió
radicalmente de la tradición figurativa de la Escuela de Caracas (estudió en la
Academia de Bellas Artes) y como Juan Vicente Fabbiani evolucionó hacia
una figuración de planos amplios y esquemáticos y colorido claro. En algunos
momentos continuó el trabajo de su maestro Marcos Castillo como pintor de
naturalezas muertas, género por el cual se sintió igualmente atraído.
Como el primer Héctor Poleo, César Rengifo ha tratado la problemática del
campo venezolano; el éxodo campesino, la injusticia social, la miseria de los
despojados, en resumidas cuentas, una temática rural. La anécdota hace bien
evidente la disposición del artista de lograr una pintura de mensaje en la que
enunciado el conflicto, se indica algún tipo de solución o esperanza por medio
de símbolos: la flor en las manos de la campesina grávida es el símbolo de la
fe en la vida sobre una tierra calcinada; los hombres en éxodo buscan en el
horizonte de un destierro, por donde huyen, la señal de una tierra generosa que
los espera. La factura de Rengifo es esmerada y en su técnica prevalecen las
armonías ocres y terrosas, con cierta reminiscencia de la pintura primitiva en
el empaste liso y en la nitidez del enfoque logrado tanto para los planos
cercanos como alejados.
Gabriel Bracho, en cambio, fue el abanderado teórico del realismo después de
1950, tras haber mostrado su obra en el Museo de Bellas Artes (1952).
Influido en un primer momento por David Alfaro Siqueiros, el estilo de
Bracho fue también como el del mexicano, alegórico y de gran elocuencia
formal, a despecho de que no utilizó las técnicas de los mexicanos, su pintura
tiene características de mural, tanto por las dimensiones de sus formatos como
por la composición movida para producir efectos contrastados de grandes
masas y violentas soluciones de perspectiva corporal que recuerdan a su
maestro Siqueiros.

EL TALLER DE ARTE REALISTA Y EL ESTILO PAISAJISTA DE LOS


PINTORES MARGINALES

Después de 1952 el realismo había fortalecido su posición frente al arte


abstracto gracias al clima de polémica que se vivía. Muchos jóvenes que
habían pasado por la Escuela de Artes Plásticas no tardaron en agruparse en
torno a los críticos del abstraccionismo geométrico para abogar por un arte
comprometido. La enseñanza recibida de los maestros de la Escuela de
Caracas, como Rafael Ramón González, Rafael Monasterios y Marcos
Castillo, fue puesta al servicio de un paisaje que delataba en su ejecución
escolar el hacinamiento y la miseria de la vida en los cerros y cañadas de
Caracas.
Por otra parte, pintores del interior del país como José Requena, quien dirigía
la Escuela de Barquisimeto, orientaron su obra y sus lecciones hacia un
paisajismo humano, que dejaba de interesarse por el aspecto puramente formal
del cuadro para volcar los ojos sobre una tierra descarnada, llena de cactus y
cujíes, por donde transitan humildes pobladores.
No es inexacto decir que la mayoría de las búsquedas realistas de la época
adolecieron de coherencia en sus conceptos, de unidad en el estilo y de
continuidad en los planteamientos. Por un lado se vio el empeño de imponer el
mural de contenido ideológico, como pudo apreciarse en las actividades del
polémico Taller de Arte Realista que dirigió Gabriel Bracho desde 1957.
Claudio Cedeño, Jorge Arteaga, Sócrates Escalona, Márquez y otros realistas,
se inclinaron por esta solución y realizaron murales en planteles escolares del
interior. La experiencia no podía prosperar. Otros integrantes del Taller
mantuvieron posiciones menos radicales respecto a la abstracción y la nueva
figuración, como eran los casos de Jacobo Borges, José Antonio Dávila, Luis
Luksic y Perán Erminy, lo que determinó una ruptura del grupo cohesionado
hasta ahora por las ideas políticas que, más que la pintura misma, unían a sus
miembros frente a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
Una excepción dentro del moderno realismo social la constituye en nuestro
país el pintor Rafael Ramón González, de quien nos hemos ocupado en otro
capítulo. Rafael Ramón González es el único artista de la generación del
Círculo de Bellas Artes, (*) que intentó reflejar en su obra la realidad social
del país; muchos de sus paisajes están basados en escenas de barriadas de
Caracas, humildes calles de tierra y apartados rincones donde no ha llegado el
progreso; su arte tiene una profunda raíz popular; los personajes están
incluidos en el paisaje para expresar en su obra una realidad que no se ofrece
sólo como disfrute de la vista, sino también como verdad humana, simple y
sencilla. En gran parte se debe a González, a través de sus lecciones en la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas, el haber sido el principal animador de
ese estilo al que nos hemos referido y dentro del cual trabajaron muchos
pintores que pasaron por aquella Escuela (desde Manaure y Alejandro Otero
hasta Gabriel Marcos); estilo en el que la intención del pintor estaba puesta no
únicamente en la plasticidad; sino también en cierta sinceridad para revelar las
condiciones de vida de las clases marginales que viven en los barrios y debajo
de los puentes de Caracas.
No cabría dentro de la perspectiva anterior situar á un artista muy discutido
como es el caso de Pedro Centeno Vallenilla, pintor singular por su
individualismo frente a la tradición de una y otra escuela y por una temática
alegórica donde puede apreciarse el intento fallido de aplicar una óptica
renacentista. Su pintura pretende pasar por una exaltación de la raza indígena
aun cuando él resultado de este afán mitificador sólo se traduzca con una
amanerada tipología mestiza cuyo valor tal reside en su simbología erótica y
subyacente.

VANGUARDISTAS, ABSTRACTOS Y DISIDENTES


LOS PRIMEROS SIGNOS CONTEMPORÁNEOS

La post-guerra, después de 1945, aportaría violentos signos de transformación


en la cultura venezolana. Hay que tomar en cuenta la estrechez de miras en
que venían desarrollándose las formas culturales para comprender con qué
fuerza la juventud iba a intentar comunicarse con el mundo en esta nueva
etapa que parecía poner término a tantos años de aislamiento durante los
cuales el artista vivió materialmente enclaustrado en su país. Venezuela no
conocía aún un movimiento de vanguardia que se insertase en las corrientes
del arte contemporáneo, tal como venía ocurriendo en otros países, en
Argentina, por ejemplo, donde había llegado a establecerse contacto con el
surrealismo en la misma década de la publicación del primer manifiesto de
André Bretón. Entre 1940 y 1945 casi ningún egresado de la Escuela de Artes
Plásticas había podido viajar para continuar sus estudios en Europa. La
renovación de los conceptos plásticos fue en principio lenta y entre 1940 y
1950 los artistas del día seguían siendo prácticamente los pintores del Círculo
de Bellas Artes que habían llegado a su madurez hacia los años 20. Al
terminar la Segunda Guerra se abrieron las fronteras, posibilitándose que los
jóvenes viajaran al exterior. Y junto con esto hubo otra circunstancia: el auge
de la economía petrolera transformaría rápidamente las estructuras
semifeudales del país al ritmo trepidante de la riqueza que en poco tiempo nos
haría una opulenta sociedad, mucho más de lo que cambió entre 1800 y 1900.
El símbolo de este progreso serían las fábricas de las nuevas edificaciones, los
superbloques y las autopistas. La ciudad que en 1940 contaba con apenas
250.000 habitantes alcanzaría una población de millón y medio en los
próximos veinte años.

LA INFLUENCIA DE CEZANNE EN LA ESCUELA DE ARTES


PLÁSTICAS A PARTIR DE 1936

Aislado el país del resto del mundo es lógico que la tradición nacional
continuara pesando en la enseñanza que se impartía en la Escuela de Artes
Plásticas de Caracas. Este plantel seguía siendo el principal centro donde se
gestaban las búsquedas renovadoras. Sin embargo, privaba aún en éstas el
espíritu del impresionismo y el postimpresionismo, de donde salían las
influencias más determinantes, y todavía en 1940 los más osados partidarios
del arte nuevo se resistían a atribuirle seriedad al arte abstracto, sólo conocido
a través de ilustraciones de revistas. Picasso era para muchos jóvenes y
aficionados un irreverente y su obra se discutía en cenáculos muy
especializados, sin que se lograse aún comprenderlo del todo. La reproducción
de la obra de arte, que empezó a invadir el mercado al terminar la guerra, y
luego los viajes y las becas de estímulo, iban a desencadenar un cambio
importante en la mentalidad de la época.
En la Escuela de Artes Plásticas, gracias a E.E. Monsanto, se había
comenzado a explicar a Cézanne. Esto significó un gran paso, puesto que por
la vía del análisis visual una obra como la de Cézanne puede llegar a justificar
la supremacía de los valores plásticos sobre la representación y, en
consecuencia, de la abstracción misma. El análisis podía ser aplicado, en los
mismos términos, a cualquier período histórico, y así también a las obras más
futuristas, para los cuales aún la mentalidad no estaba suficientemente
preparada, pero hacia donde se sabía que tendía por evolución lógica el arte
moderno. Fue importante la función encomendada por entonces al análisis
plástico y ello contribuyó a reforzar enormemente la investigación que
llevaban a cabo los estudiantes de la Escuela. Junto con la difusión de nuevas
técnicas —el aguafuerte introducido en la Escuela a partir de 1936, por
ejemplo— que diversificaban el campo casi limitado a la pintura al óleo en
que habían trabajado los artistas de las generaciones anteriores, aparecieron
nuevas motivaciones y tendencias, y esto redundó en un acercamiento audaz a
los estilos de los maestros de la Escuela de París y a las obras figurativas de
pintores postimpresionistas como Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Gauguin. Es
curioso el hecho de que la puesta en juego de conceptos que aparecen como
nuevos a los de una generación, sea capaz de poner en un mismo plano de
contemporaneidad a artistas tan alejados entre sí como pueden estarlo Picasso
de Renoir y Monet, y Matisse de Van Gogh y Toulouse-Lautrec;
indistintamente retomados, no importaban en esos artistas las diferencias de
estilo; lo importante en ellos, lo que les unía, era la pintura misma.
Pero el verdadero maestro fue Cézanne. La historia del moderno arte
venezolano debe mucho, irrestrictamente, a este gran artista. En Cézanne se
recogió, sobre todo, la lección de la construcción por medio de planos
yuxtapuestos y en profundidad, según leyes inherentes a la organización
misma del cuadro y atendiendo en primer lugar a un proceso de selección de
las formas tratadas por medio de una síntesis de color. La pintura se revelaba,
ante todo, como una estructura que debía basarse en la realidad, pero que
terminaba independizándose de su representación.
La diversificación de los temas y el rechazo de la anécdota condujeron a
experiencias fructíferas que a la larga iban a llenar en Venezuela el papel que
el fauvismo y el cubismo habían desempeñado cuarenta años atrás en Europa.
El cubismo nunca fue bien comprendido antes de esta época. Hacia 1930 hubo
un intento de realizar composiciones muy geométricas, con formas figurativas,
bajo la influencia de aquel movimiento, pero el prejuicio de que el
geometrismo se prestaba sólo al juego ilustrativo redujo estos ensayos a
tímidas realizaciones de carátulas para revistas ilustradas, como las que
ejecutaron para la revista Élite Rafael Rivero O. y Mas Salvatierra.
De los pintores de la llamada Escuela de Caracas, Marcos Castillo, que había
ingresado como profesor de la Academia en 1922, fue el más atento, por
intuición, a los movimientos modernos; como colorista excesivamente
sensible, poseyendo un ojo como el de Matisse, Castillo estaba en capacidad
de simpatizar con el arte que más tendía a lo abstracto. Hacia 1930 ejecutaba a
la espátula paisajes en los que desglosaba brillantemente la lección del
fauvismo. Pero lo que privó, a la larga, en la evolución del paisaje venezolano
fue la tendencia a la luminosidad y a la forma plana y objetiva que caracterizó
a las búsquedas de la Escuela de Caracas.
Se insistió en la temática de Cézanne: la figura despersonalizada, un rostro no
es más expresivo que una fruta), el paisaje tratado en base a nuevas
coordenadas, esencialmente como un problema de síntesis de elementos
previamente escogidos, a partir de una serie de ejercicios de composición, en
la realidad; se insistió quizá con demasiada frecuencia en la naturaleza muerta,
género en el que el Círculo de Bellas Artes había dado un maestro
incomprendido hasta entonces: Federico Brandt.

LA HUELGA DE 1945

Los cambios generacionales tuvieron el carácter de enfrentamientos. A finales


de 1345 se produjo una primera huelga para exigir una serie de reformas en la
Escuela. Intervinieron en el conflicto: Luis Guevara Moreno, Narciso
Debourg, Pedro León Zapata, Régulo Pérez, Celso Pérez, Alirio Oramas,
Sergio González, Raúl Infante, Enrique Sarda, Zapowsky, Rubén Núñez y
Perán Erminy. Expulsados de la Escuela, los huelguistas crearon el grupo
conocido con el nombre de la Barraca de Maripérez. Fue el comienzo del
éxodo: algunos jóvenes, siguiendo los pasos de Héctor Poleo, marcharon a
México, cuyo muralismo recién alcanzaba el tope de la fama. Otros se fueron
a París, entre ellos Alejandro Otero, convertido desde entonces en líder de su
generación. Salones y becas estimularon el enfrentamiento generacional. El
Museo de Bellas Artes había sido inaugurado en 1938; como parte de las
actividades de éste se creó en 1940 el Salón Oficial de Arte, por el modelo de
París. La fuerza que dentro de la Escuela de Artes Plásticas había adquirido el
movimiento plástico de los jóvenes, determinó al Ministerio de Educación a
crear en 1947, en el marco del Salón Oficial, un premio nacional
especialmente destinado a los nuevos artistas egresados de aquel plantel, y que
consistía en una bolsa de viaje. Ya desde 1942 existía una sección para los
trabajos de los alumnos de la Escuela en el Salón, provista de un premio de
estímulo. El premio nacional creado en 1947 se otorgó durante cinco ocasiones
y sus ganadores (Manaure, González Bogen, Gramas) irían a sumarse en París
a otros jóvenes como Alejandro Otero, Guevara Moreno, Erminy y Navarro
para constituir la primera generación de artistas abstractos que encontramos en
la historia de nuestro arte.

EL TALLER LIBRE DE ARTE

A la vez, los que permanecían en Caracas o estaban de regreso de París se


agrupaban para buscar una mayor coherencia a través de la solidaridad del
equipo. El Salón Oficial vivió por entonces —entre 1947 y 1950— su edad de
oro, para luego entrar en decadencia después de 1955 y desaparecer
completamente en 1969. El Taller Libre de Arte, que contó con el subsidio del
Ministerio de Educación, fue una de las mejores respuestas que la convivencia
artística, al nivel de la vanguardia, encontró en aquella época. En realidad no
fue un grupo, sino una asociación por el estilo del Círculo de Bellas Artes,
aunque sin la importancia que llegó a tener este último. Recordando la
fundación del Taller Libre de Arte, uno de sus testigos, el crítico Sergio
Antillano, escribió que “el T.L.A. se abre en 1948, en un local de la casi
desaparecida esquina de Mercaderes. El director es Alirio Oramas. Allí se
juntan Luis Guevara Moreno, Mario Abreu, Régulo Pérez, Rubén Núñez,
Marius Sznajderman, Narciso Debourg, Oswaldo Vigas, César Henríquez,
Perán Erminy, Lourdes Armas, Feliciano Carvallo, Virgilio Trómpiz, Carlos
Cruz Diez, Luis Rawlinson. Al poco tiempo se produce una nueva debacle en
la Escuela (de Artes Plásticas) y se suman al taller Víctor Valera, Omar
Carreño, Jacobo Borges, Jaime Sánchez y otros”.
Como, sucedió en la época del Círculo de Bellas Artes (1912) volvemos a
encontrar aquí una alianza —tampoco muy bien definida— entre intelectuales
y artistas. También ahora los escritores parecían los más indicados para
interceder ante un público reacio a comprender el violento lenguaje del arte
nuevo. Acerca de esta colaboración entre pintores e intelectuales existen
varios testimonios: uno de ellos es la revista Taller, de tendencia vanguardista,
pero que aun no llegó a tomar partido radicalmente por el arte abstracto. Su
primer número apareció en 1950.
Lo que sí se hizo por entonces fue profundizar desde el Taller Libre la brecha
que se había abierto entre las generaciones pasadas y la nueva. El Taller
representaba al vanguardismo frente a la tradición simbolizada por el Museo
de Bellas Artes, el profesorado de la Escuela de Artes Plásticas.
Esta definición de los campos que, en el fondo no era tan drástica como la que
plantearía el grupo de Los Disidentes, desde París, preparó el terreno para el
auge del arte abstracto.
Vemos la forma en que Sergio Antillano resume la actividad cumplida por el
Taller Libre de Arte: “En todo aquel grupo activo de pintores predominaban
características expresionistas. Figurativistas a la manera de Matisse, Chagall o
Rouault, sus más aventuradas incursiones se orientaban en dirección a Klee o
a los surrealistas. El descubrimiento y luego la presencia en persona de
Wilfredo Lam, será un enorme impacto. Los surrealistas, Marx Ernst y
Picasso. Nadie se atreverá a ir más allá. Se examinaban libros y revistas que
llegaban de Europa. Los abstractos en general no alcanzaban a levantar
entusiasmo. El Nacional registra la fundación de la revista Taller en las
prensas de Ávila Gráfica. Van a salir tres números, con diagramación de
Carlos Cruz Diez, quien trabaja en la publicidad MacErickson. Su ayudante es
Jacobo Borges, un jovencito de diecisiete años, quien para entonces comienza
a visitar el local de Mercaderes y despierta la admiración de todos con unos
gouaches vibrantes. En la revista colaborarán Rafael Pineda, Alfredo Armas
Alfonzo, Héctor Mujica, Ida Gramcko, Oswaldo Trejo, Román Chalbaud y
Sergio Antillano. Allí publica Alejo Carpentier capítulos inéditos de Los
Pasos Perdidos. Carpentier mantiene estrecha vinculación con el Taller,
Descubre a un pintor policía, Federico Sandoval. Feliciano Carvallo trae de La
Guaira a otro ingenuo: Víctor Millán. Todos van a exponer en una colectiva
que organiza Oramas. Carpentier participa en un acto de homenaje a Orozco y
luego dicta un curso sobre música concreta. Ha iniciado su columna “Letra y
Solfa” en El Nacional que va a durar diez años consecutivos, donde habla
frecuentemente de las modernas corrientes en las artes plásticas. Es una
información de primera mano que todos devoran. En Taller se da noticia de la
fundación de Los Disidentes en París y se insertan numerosas ilustraciones de
la obra de Pascual Navarro, de González Bogen, de Manaure”.
El polo de atracción fue nuevamente París, mientras México era desplazado de
la ruta de aprendizaje de los jóvenes que, en 1948, negaban vigencia al
realismo social. La teoría del arte moderno tiende a restar importancia a toda
obra que no se revele por sus valores inherentes: el color, la línea, la forma. El
contenido o mensaje y, con más razón, la anécdota, interesan en menor
medida o son elementos secundarios de los cuales puede incluso prescindirse
llegado el momento de analizar una obra. Esta no representa nada. Es. Se trata
de una concepción que se origina en tos movimientos de arte contemporáneo
europeo y comienzan a arraigar en nuestro país, definitivamente, entre 1945 y
1950, justo con el predominio de la influencia de la Escuela de París. Los
jóvenes reconocerán esta tradición como la suya misma, puesto que aceptaban
la tradición del arte moderno como un desarrollo universal de la conciencia
estética.

LA EXPOSICIÓN FRANCESA DE 1948

Si el cezannismo había sido, por decirlo así, el método mismo seguido en la


Escuela para el aprendizaje de la pintura, en la etapa del Taller Libre de Arte
las búsquedas se caracterizaron, en líneas generales, por un marcado
expresionismo; pero no un expresionismo con nombre y apellido, es evidente;
la actitud dominante fue la subjetivación progresiva del objeto a partir de los
modelos iniciales encontrados en las obras de Picasso, Klee, Kandinsky,
Chagall, Rouault, Modigliani, los surrealistas, etc. Fue, ante todo una etapa de
liberación y descubrimientos con respecto a las sujeciones de la escuela, y los
jóvenes trataron de encontrarse a sí mismos, sin maestros, siguiendo sus
propios impulsos o intentando rehacer los caminos sugeridos por la
información visual que encontraban a la mano.
Las actividades del Instituto Venezolano-Francés, dirigidas por el crítico
Gastón Diehl, jugaron un papel fundamental en el estudio de la información.
Diehl mismo llegó a convertirse durante algunos años en uno de los
principales animadores de las corrientes de vanguardia. Él organizó la primera
gran exposición de arte francés moderno que se llevó a cabo en Caracas, en el
Museo de Bellas Artes (1948) y este solo hecho tuvo incalculables
consecuencias. Las búsquedas de naturaleza americanista no tuvieron un
rechazo total. Es verdad que el realismo mexicano y su influencia entre los
pintores que negaban validez al arte abstracto fueron cuestionados. Pero no así
la posibilidad de una interpretación del americanismo en base a una
morfología abstracta, de sugestión mágica, con exclusión del realismo y lo
anecdótico. Las ideas de Alejo Carpentier fueron en este sentido positivas. Y
aún más el ejemplo de la obra de ciertos pintores de ascendencia surrealista en
quienes podría encontrarse todo un código poético de los mitos americanos,
desde las raíces indígenas hasta la supervivencia de una poderosa cultura
afroamericana: Lam, Matta, Mérida, Tamayo. Se creía reconocer en la
escultura y la cerámica prehispánicas signos capaces de inspirar al nacimiento
de una gramática abstracta como la que, a partir del dibujo de los niños, Paul
Klee había recreado. En Uruguay el constructivista Torres García, partiendo
de cierta morfología cubista, intentó elaborar sistemáticamente una pintura de
implicaciones místicas, en donde los valores actuarían no sólo como
ordenaciones plásticas, sino también como claves de una simbología legible
más allá de la pintura misma. Algunos pintores, como el venezolano Juan
Vicente Fabbiani, seducidos por el arte africano ensayaron expresarse con la
simpleza rotunda y escultórica de ciertas figuras del período negro de Picasso.
En todo ello se planteaba un nuevo enfoque de la situación. Un americanismo
de nuevo cuño quería hacer las paces con la abstracción triunfante sin tomar
en cuenta para nada las tendencias indigenistas que buscaban una salida en el
muralismo o, cuando no, en una pintura muy al gusto de la época, como la del
ecuatoriano Guayasamín.
En Caracas, los jóvenes, más que todo inspirados en el ejemplo de Lam, se
apoyaban en prototipos arqueológicos de la cerámica precolombina que se
exhibían en el Museo de Ciencias Naturales, para tratar de conseguir un estilo
propio. Fue el caso de Jacobo Borges, Jaime Sánchez y Oswaldo Vigas. Este
último logró imágenes más personales y depuradas por una poética formal en
la serie de obras conocida como Las brujas. Convertidas en presencias visibles
del inconsciente del artista, las brujas cortaron, sin embargo, el hilo umbilical
que podía unirlas con sus ancestros americanos. Otros hallaron los colores
selváticos, las insinuaciones totémicas que el pasado indígena levantaba por
todas partes, en la trama delirante dejos árboles y los pájaros de todos colores.
Y hubo los que, como Mateo Manaure, desarrollaron escalas de signos muy
embrionarios, en los que crecían la noche y los sexos de la fauna. Algo más
tarde Manuel Quintana Castillo, imaginándose la realidad como un poeta,
trataba de imbricar en una estructura de formas de inspiración cubista, sueños
y fantasías de encanto erótico, agrandando hasta una dimensión monumental
sus figuras mestizas, como en un cuento. Mario Abreu, entre los que en un
momento dado buscaban enfatizar el aspecto mágico de la pintura, fue el más
auténtico, tal vez a causa de que no se propuso demostrar nada, sino que
desarrolló su inventiva preso de un instinto fiero, casi salvaje, para crear una
mitología personal, próxima a lo primitivo, en donde se hicieron frecuentes los
símbolos y alegorías. Perán Erminy llamó “el estilo de los gallos” a una época
en la cual Mario Abreu impuso entre los jóvenes artistas un animalismo de
fuerte acento picassiano; “el tema de los gallos, decía Erminy, se prestaba a la
ejecución de ejercicios estilísticos con despliegues cromáticos variados y
pinceladas rápidas y anchas. No había exposición donde no estuvieran
presentes los gallos”.
Pero no fueron las tendencias mágico-poéticas, tan llenas de sugerencias
sociales, las que prevalecieron en definitiva, sino por el contrario una
tendencia racionalista que procedía de la tradición cubista. Fue decisivo a este
respecto el papel cumplido por Alejandro Otero, quien residía en París desde
1945. La exposición de su serie Las Cafeteras, suscitó gran revuelo en 1949
cuando el artista regresó a Caracas con el objeto de dar a conocer la original
obra. Otero iba a ser el líder natural de su generación. Por primera vez se pudo
apreciar en Caracas una tentativa global de desmontar y armar sucesivamente
todas las fases que llevaban del objeto a la abstracción, de la destrucción de la
forma a su construcción, por una vía de análisis y síntesis muy similar al
proceso de “purificación” que practicaba Mondrian. Este inusual planteo que
en las obras de Otero tomaba como base temática un vulgar utensilio fue el
toque que faltaba para que los jóvenes abordaran, en Caracas, el problema allí
donde el autor de Las Cafeteras lo dejaba: la abstracción pura, los valores
plásticos aislados de todo naturalismo, actuando dinámicamente en la tela.

LOS DISIDENTES

Más tarde, en París, tuvo lugar una reagrupación de los nuevos artistas que
sería definitiva para el destino de la vanguardia; ello dio origen a la formación
del grupo Los Disidentes, nombre dado en principio a una modesta revista
publicada por los venezolanos que residían en Francia y que circuló en
Caracas entre mayo y septiembre de 1950. Revista de aspiraciones juveniles,
casi exclusivamente enfocada al cuestionamiento de la problemática cultural
de nuestro país, Los Disidentes estuvo lejos de desarrollar el pensamiento
teórico de que precisaba el prometedor movimiento plástico que se venía
gestando desde 1945; por el contrario, los esfuerzos se malgastaron en una
pequeña guerra local, sin opositores, contra los cenáculos, los jurados, las
escuelas, concursos y estilos pictóricos que estaban en boga en Caracas. Tal
vez hubiera sido más útil canalizar la discusión por la vía en que Narciso
Debourg comenzó a plantearla en un artículo insertado en el Nº 4 de dicha
publicación, y donde se decía lo siguiente: “Salidos de un mundo en el que por
razones históricas hemos adquirido una formación casi exclusivamente
romántica, al enfrentarnos a Europa, este mundo se nos presenta con un
enorme nivel de desarrollo intelectual por el que nosotros no hemos pasado
todavía”. Pero Los Disidentes dieron origen a un nuevo planteo en la
evolución del arte venezolano. Ahora se trató de cerrar filas en el
abstraccionismo, de un modo radical y beligerante a través de un movimiento
coherente. Mucho más importante que los ataques a la Escuela y al Salón
Oficial fueron las realizaciones en sí de Los Disidentes. Para la época, el arte
abstracto estaba en auge en Europa. La enseñanza de los grandes maestros de
la primera generación de pintores abstractos, Kandinsky, Mondrian, Albers,
Hoffmann, Moholy-Nagy, había sido puesta al día al término de la Segunda
Guerra, y pronto entró en escena un grupo notable de artistas maduros
decididos a llevar más adelante las realizaciones de aquéllos. Schneider,
Soulages, Poliakof, Max Bill, Hartung, Herbin, Dewasne, Vasarely, Magnelli,
Arden Quin. A propósito de la expansión del arte abstracto tal como, la
experimentaron los disidentes en un momento de gran optimismo, Alejandro
Otero nos dejó un significativo testimonio cuando escribió en la mencionada
revista: “El año de 1946 fue decisivo en la transformación actual del panorama
de la pintura joven en Francia. De él arranca la reacción más total contra la
pintura del pasado, y más radicalmente todavía, contra la influencia de los
grandes contemporáneos, Braque, Matisse y Picasso, que habían absorbido el
primer plano de la actualidad y atención del mundo durante los últimos
cuarenta años. Se redescubren los iniciadores del arte abstracto (poniéndose en
evidencia, sobre todo, la figura de Wasily Kandinsky) y alrededor de sus
continuadores más inmediatos, Magnelli, Hartung y Schneider, un núcleo de
fuerzas nuevas se asienta. Este movimiento que cuenta entre sus filas nombres
como los de Dewasne, Soulages y Vasarely, emprende una acción de tal vigor
que en poco tiempo toma proporciones de “verdadero mar de leva” que no
cesa de crecer y profundizarse cada vez más. Las tendencias de vanguardia,
sin hablar de los émulos de Matisse y Picasso de los últimos años, habían
hecho un buen salto atrás removiendo las bases del fauvismo y del
expresionismo, en su contenido propiamente colorista y afectivo, para crear, a
través de una reconstitución intelectual eminentemente lírica y liberada de la
traducción sensorial directa del mundo exterior, un arte nuevo, que se sitúa al
límite mismo de la pintura abstracta de hoy, cuya atracción no deja de
ejercerse en ellos o, al menos, en la salida que propone (Bazaine, Esteve,
Lapicque, LeMoal, Manessier, Singier)”.
Puede apreciarse que Otero habla en el último de los párrafos transcritos de un
abstraccionismo de “contenido propiamente afectivo y colorista”, que es fácil
de identificar con lo que posteriormente fue conocido como abstraccionismo
lírico o libre. En la época en que Otero escribió el anterior juicio eran muy
marcadas las dos tendencias en que se dividiría, hasta hoy, el arte abstracto.
Por un lado estaba el abstraccionismo que no renunciaba del todo a dar
testimonio de la realidad sensible y que continuaba en el fondo apoyándose en
el poder expresivo que caracterizó a la pintura tradicional. En cierto modo era
una pintura que no rompía con los medios de percepción clásicos puestos en
juego en la relación entre público y obra, incluso era, en la mayoría de los
casos, una pintura de caballete. El otro abstraccionismo procedía de una fuente
más racional y planteaba el problema plástico como la necesidad de una
ruptura radical con el pasado. Los creadores trataban de asumir a conciencia el
programa del arte de los nuevos tiempos; el lenguaje del futuro debía marchar
sobre los rieles del progreso ininterrumpido de los conceptos. En ese sentido,
el abstraccionismo geométrico asumía la herencia de las principales teorías
estéticas desde Cézanne, pasando por el cubismo, hasta el constructivismo
ruso y el neoplasticismo. Las ideas más influyentes alrededor de las cuales se
teorizaba habían sido expuestas por el solitario Piet Mondrian, quien
estableció una diferencia entre la forma particular —realismo— y la forma
universal —abstracción—, para llegar a la conclusión de que esta última se
realiza en el arte plástico puro —arte abstracto—. “A través de la historia de la
cultura, el arte ha demostrado que la belleza universal no surge del carácter
particular de la forma, sino del ritmo dinámico de sus relaciones inherentes, o
en una composición de las relaciones mutuas de las formas. El arte ha probado
que se trata de determinar las relaciones. Ha revelado que las formas crean
relaciones y que éstas crean formas. Gradualmente el arte purifica sus medios
plásticos, produciendo así relaciones entre sí. De este modo, en nuestros días,
aparecen dos tendencias: una mantiene la figuración, la otra la elimina” (*).
Mondrian, así pues, distinguía entre la forma histórica y particular que es la
“que siempre nos dice algo”: “es descriptiva, toda vez que acentúa en la obra
de arte la expresión individual”, y la forma universal gracias a la cual “el arte
se libera de factores opresivos que velan la expresión pura de la vida. En otros
tiempos la forma limitativa era lógica y necesaria en el arte plástico. Ella
sustenta a las obras maestras del pasado. En nuestra época toda manifestación,
tanto en la vida como en la expresión plástica, demuestra su deseo de
liberación”. Para Mondrian la forma liberadora, universal, es por oposición a
la limitativa la que permite “la expresión de la verdadera realidad y de la
auténtica vida humana, constante y sin embargo siempre palpable”. Se
propone así un orden de elementos puros, despersonalizados, que al entrar en
combinación en la obra de arte manifiestan un acuerdo esencial con la ley
principal del arte y la vida: la del equilibrio”. Mondrian dio el nombre de “arte
plástico puro” a su proposición, basada como se sabe en la ordenación
suprema de los colores primarios, más el blanco y el negro, en planos
octogonales divididos por barras horizontales y verticales. Acerca de esta
organización dijo: “El arte tiene que obtener un exacto equilibrio por medio de
la creación de formas plásticas puras compuestas en oposiciones absolutas. De
esta manera, las dos oposiciones (vertical y horizontal) están en equivalencia,
es decir, tienen el mismo valor: una necesidad primordial de equilibrio. Por
medio de la abstracción el arte ha interiorizado la forma y el color ha llevado
la línea curva a su máxima tensión: la línea recta (La línea recta es una
expresión más fuerte y profunda que la curva). Usando la oposición
rectangular —la constante relación— establece la dualidad universal
individual: la unidad”. Esta unidad está claramente expresada por lo que
Mondrian denominó el equilibrio dinámico, por oposición al equilibrio
estático que rige a las relaciones de la forma particular y limitativa (arte
clásico y figurativo). “El equilibrio dinámico, unifica las formas a través de la
oposición continua, en cantidad absoluta”. A través de su desarrollo —agrega
Mondrian— la cultura del arte plástico ha revelado progresivamente que
cuanto más determinante sea la expresión del movimiento dinámico, en la
misma medida desaparece la expresión particular de la forma. Es lógico que la
forma más neutral sea la más adecuada para expresar nítidamente el
movimiento dinámico”.
Una última cita de Mondrian aclarará la idea que éste tenía de las relaciones
entre arte y medio ambiente: “En un futuro presenciaremos el fin del arte
como algo separado del medio ambiente, que es la verdadera realidad
plástica”. Las proposiciones de Mondrian tenían un marcado acento social y
nacían de una profunda reflexión moral sobre el mundo; de allí su interés en
un arte que, actuando como la vida, pudiese ocupar un sitio en la realidad
diaria, integrado espontánea y sencillamente a las actividades del hombre, en
la calle, en los sitios de trabajo, en los parques y teatros. El camino era la
integración, es decir “la unificación de la arquitectura, la escultura y la pintura
en función de una nueva realidad plástica”. De este modo, reconocía
Mondrian, “la pintura y la escultura no se manifestarán como objetos
separados, ni como artes murales que destruyen a la arquitectura misma ni
como “artes aplicadas”, sino que, por ser puramente constructivas, ayudarán a
la creación de un medio no solamente utilitario o racional, sino también puro y
completo en su belleza”. Esta predicción de Mondrian es de 1937. Hubo que
esperar 10 años para que fuese retomada por las nuevas generaciones de
constructivistas. Pero no fueron ideas exclusivas de Mondrian. Los
constructivistas rusos habían teorizado sobre el mismo aspecto del arte
integrado y concibieron toda expresión artística como manifestación pura y
simple del diseño, con fines destinados a abolir la separación entre vida y arte
que había institucionalizado el museo tradicional, cuya destrucción pedía el
poeta Maiacovsky. La experiencia rusa dio resultados positivos en la práctica
y aunque fue interrumpida hacia 1923, ella se vio respaldada, casi
simultáneamente, por movimientos de la importancia de la Bauhaus de
Weimar, creada por W. Gropius en 1922, o del neoplasticismo holandés.
Indirectamente, el movimiento venezolano de Los Disidentes se nutrió de
estas ideas que la vanguardia europea reelaboró cohesionadamente después de
1946. Esto en cuanto a la teoría. Respecto a la práctica, los resultados no se
vieron sino después de 1952, cuando, ya instalados en Caracas, los integrantes
del movimiento disidente radicalizaron más sus objetivos de enfrentarse a la
realización de sus proyectos. Fue un movimiento que favoreció la integración
de las artes, para dar origen a un lenguaje plástico coherente con las
tendencias del diseño nuevo y de la arquitectura. Fue como diseñador que el
artista nuevo comenzó a verse a sí mismo en un momento de gran revuelo
internacional. Internamente, en el país, coincidiendo con la explosión
económica, una corriente derivada de las proposiciones integracionistas iba a
conocer un éxito sin precedentes: el abstraccionismo geométrico.

EL ABSTRACCIONISMO GEOMÉTRICO

Hubo una gran diferencia entre la posición de Los Disidentes, en París en


1950, y la que dos o tres años después estos mismos artistas mantendrían en
Caracas. Aquélla implicaba una toma de posición agresiva contra el status
cultural, tal como se vio en el manifiesto No (Revista Los Disidentes, Nº 5):
“No es la tradición que queremos instaurar”. Ahora, bajo el rótulo del
abstraccionismo geométrico se adoptó una posición conformista frente al
poder económico de una burguesía snobista; se aceptó entusiastamente
participar en los proyectos artísticos del sistema.
Se trazó un borrón sobre el pasado de protesta para que los artistas pudiesen
ponerse a la altura de los programas de integración que en parte eran ideas de
los pintores mismos; la integración, es decir, la colaboración del arquitecto y
el artista, fue más que todo una coyuntura, no es una verdadera alianza como
se pedía. Fue un proyecto sin articulación orgánica con una filosofía de la
forma para saber por qué y para qué se hacía lo que se hacía. ¿Sobre qué bases
se construía? en general, fue resultado de la aplicación eufórica de los
principios del internacionalismo plástico a soluciones arquitectónicas
improvisadas, en un país dispuesto a pagar con oro su título de nuevo rico. Se
llevó a cabo la colaboración, pero de un modo epidérmico como una
yuxtaposición decorativa de la pintura y la escultura antes que como síntesis
orgánica en la que el artista hubiese estado comprometido desde un principio.
Por supuesto, como ocurre siempre en Venezuela, el abstraccionismo
geométrico no fue un movimiento planteado en base a objetivo de largo
alcance que justificaran el progreso de una experimentación sostenida a
cualquier precio, ni que tomara muy en cuenta las tradiciones históricas o
plásticas del país. Logrados ciertos objetivos inmediatos, que respondían más
o menos al nivel de exigencia de los proyectos del momento, el geometrismo
comenzaría, al cabo de un lustro, a extinguirse. Se comprobaba así que las
condiciones óptimas para desarrollar una experiencia importante sirven de
muy poco cuando no se tiene suficiente claridad sobre los objetivos y el
significado de esa experiencia y, sobre todo, cuando esa experiencia carece de
raíces firmes en la realidad, en la tradición artística. Ni el artista ni el
arquitecto estaban preparados para esta empresa. Quedaron los murales como
expresión del camino más fácil: cubrir, en extensión con colores planos un
espacio dado, para producir un determinado ritmo dinámico, no
necesariamente ortodoxo con respecto al neoplasticismo de Mondrian. Las
policromías que cubrían externamente a los edificios constituían la clásica
solución de mano de obra a una composición volumétrica que sólo era
afectada superficialmente por la intervención del artista: ninguna comprensión
del espacio y de la cohesión de las partas puesto que la colaboración del artista
comenzaba cuando ya el proyecto estaba en marcha o terminado. Lo que
demuestra que el artista siguió pensando como el pintor habituado a resolver
el problema de la forma en dos dimensiones, extendiendo, doblando o
curvando el plano sin preocuparle el espacio interno, el espacio físico.
Alejandro Otero, principal teórico del abstraccionismo iba a reconocerlo
mucho más tarde cuando, en 1972, declaró para El Nacional: “Tuve que hacer
escultura para resolver problemas que me había planteado como pintor; creo
que la escultura es consecuencia de la pintura. Los elementos utilizados en la
pintura no me daban para transformar el espacio, para que la obra misma fuera
el espacio, ir al espacio verdadero”.

DOGMATISMO VERSUS LIRISMO

Con todo, los abstractos geométricos jugarían un papel decisivo que la historia
tendrá que reconocerles con parecida justificación a la que suele dársele al
Círculo de Bellas Artes. Fueron los grandes renovadores del momento y
expresaron ideales de contemporaneidad que por primera vez se manifestaban
simultáneamente con la vanguardia europea. Es evidente que la capacidad
mimética de nuestra conciencia de país subdesarrollado se reveló aquí
nuevamente, y en un grado de diletantismo sin precedentes. Pero el esfuerzo
fue honesto y, en cierto modo, obstinadamente combativo. La aceptación del
arte abstracto y su difusión hasta la fase en que se encuentra actualmente se
originó en aquella época tan optimista. Gracias, a la prosperidad económica de
la burguesía caraqueña de entonces, el interés por el arte nuevo ascendió a un
punto en la escala de estimación que no se ha vuelto a repetir. La renovación
se experimentó en todos los órdenes y, por primera vez la escultura traspasó el
umbral del monumento funerario y de la decoración arquitectónica. La
renovación ocurrió también en la pedagogía artística, en el diseño gráfico y,
sobre todo, en la divulgación estética a través de las galerías que se crearon y,
sobre todo del Museo de Bellas Artes, cuya reorganización fue emprendida en
1956 por uno de los antiguos miembros del movimiento disidente, el pintor
Armando Barrios. Le debemos a esta época el afán de divulgar el estilo de los
grandes maestros mediante exposiciones de carácter internacional y el interés
que los coleccionistas iban a tomar desde entonces por el arte moderno de
todos los países.
Dos generaciones se levantaron dentro de las proposiciones del
abstraccionismo geométrico, cuyo predominio como corriente de actualidad
fue casi absoluto, por espacio de ocho años. Los salones oficiales de 1957 y
1958 fueron los mejores exponentes de este auge; el abstraccionismo
geométrico puso a la orden del día toda una gramática de fácil empleo por
parte de todos los que se sumaban o llegaban tarde al movimiento. No faltaron
las actitudes arribistas. De cualquier manera, entre los artistas que
constituyeron el grupo inicial de los abstractos geométricos reunidos en
principio alrededor de la revista, se encuentran: Alejandro Otero, Pascual
Navarro, Luis Guevara Moreno, Mateo Manaure, Carlos González Bogen,
Perán Erminy, Narciso Debourg, Rubén Núñez y Aimé Battistini;
posteriormente ingresaron Armando Barrios, Miguel Arroyo, Alirio Oramas y
Oswaldo Vigas; en el aspecto teórico, como colaborador de la revista, figuró
el filósofo J.R. Guillent Pérez. Entre los artistas agrupados al comienzo en el
Taller Libre de Arte y que a continuación se sumarían al movimiento
abstracto-geométrico debemos citar también a Omar Carreño, Víctor Valera y
Alfredo Maraver. Alejandro Otero representó para su generación lo que A.E.
Monsanto para el Círculo de Bellas Artes: fue el teórico por excelencia y su
nombre estuvo íntimamente relacionado con los movimientos capitales que se
sucedieron de 1945 a 1960. Si en el aspecto teórico Otero se ha pronunciado a
favor de la aceptación plena de una contemporaneidad que no reconoce
fronteras conceptuales ni geográficas, dando por sentado la necesidad de
transformar constantemente los medios y las formas, en la práctica ha actuado
como un artista extremadamente sensible a los valores de la obra de arte
tradicional. Los trabajos de juventud de Otero, no obstante el espíritu
iconoclasta que los animaba, quedarán seguramente entre las más importantes
obras de aquella época en Venezuela, no sólo por el rigor puesto en juego,
sino también por una clara conciencia del problema de la pintura como
lenguaje. En este sentido, Otero fue el pintor de su generación más capacitado
para comprender y sentir a Cézanne, cuya obra le sedujo a tiempo que,
mientras estudiaba en la Escuela de Artes Plásticas, ponía en práctica el
método analítico del pintor francés, partiendo del objeto tradicional; la
naturaleza muerta, la figura, el paisaje. Por esta vía Otero impulsó el
movimiento renovador que se gestó en la Escuela de Artes Plásticas desde
1943. Instalado en París a partir de 1945, superó la influencia de Picasso para
orientar su interpretación del cubismo en la dirección de Mondrian, llegando
hacia 1947 a crear su famosa serie de las cafeteras, y candeleras, que se
situaba al borde del abismo de una abstracción conceptual. Otero sería el
primero en abandonar la figuración y en asumir la proposición neoplástica de
la forma y el color puros, no representativos. De este modo, condujo su
experiencia a los brillantes resultados de 1955: los cotorritmos, que eran
abstracciones geométricas individualizadas; ellas tendían a subrayar la
impresión de dinamismo y vibración del color a partir de una escala de barras
negras constantes, verticales u horizontales; posteriormente, al entrar en crisis
la abstracción pura, Otero retomó algunos planteos del collage cubista y
dadaísta para incursionar en un arte de objetos en el que se apreciaba la
intención de darle organización al desorden inforrnalista, a través de una obra
de relaciones muy sutiles, en el collage donde combinaba cartas caligrafiadas
con postigos y recortes de prensa, en una totalidad de contenido expresivo.
Después, de esta operación Otero volvió al constructivismo, pero manteniendo
para sus nuevas obras una escala arquitectónica de realización en la cual las
proposiciones neoplásticas de 1953 parecen cobrar nueva vigencia, en el
sentido de la obra integrada al ambiente y concebida en su globalidad.
Como Otero, Mateo Manaure se levantó bajo el signo de la experimentación.
Alumno de Monsanto en la Escuela de Artes Plásticas, desde un comienzo
afirmó un temperamento introvertido y poético que encontró cauce en una
pintura subjetiva, incluso cuando tomaba el objeto tradicional. Al
expresionismo de su figuración inicial siguió en 1947 una exposición en el
Museo de Bellas Artes y la obtención del Premio Nacional de Artes Plásticas,
que Manaure ganó a los 21 años tras lo cual viajó a Francia. En París
desarrollaría un figurativismo caligráfico, de alusión biomórfica y acento
surrealista. Este fue el camino para desembocar en el abstraccionismo, con el
que se identificó plenamente a partir de 1952, ya instalado el artista en
Caracas. Manaure desplegó una particular inclinación por el diseño gráfico,
del cual llegó a ser pionero en Venezuela, cuando a la sazón trabajaba en sus
murales geométricos proyectados para la Ciudad Universitaria de Caracas. Fue
una de las etapas de mayor rigor en la larga trayectoria de este prolífico artista.
Después de 1960, Manaure retornó a la figuración lírica, con su serie Los
suelos de mi tierra, que eran paisajes subjetivos para cuya realización se
apoyaba en medios tradicionales como el óleo y la tela. Esta búsqueda no fue
justamente un impedimento para que, al mismo tiempo, Manaure dejara a un
lado su obra de signo constructivista que venía realizando
ininterrumpidamente desde 1952 y que ahora presentaba bajo la fórmula de
sus Cuvisiones.
Pascual Navarro iba a desarrollar un prodigioso instinto plástico estudiando
bajo la dirección de A.E. Monsanto en la Escuela de Artes Plásticas. Después
de exponer en 1947 en el Museo de Bellas Artes se dirigió a París en donde se
convertiría en uno de (os principales animadores del movimiento de Los
Disidentes. Como sus compañeros. Navarro evolucionó hacia el
abstraccionismo geométrico, asumiendo las teorías del momento y realizando
una serie de obras que expuso en la Galería Arnaud, en 1952. Tras de recibir
el encargo de un mural para la Ciudad Universitaria de Caracas, Navarro se
concentró ahora en un planteamiento cromático, de carácter abstracto-lírico,
por la vía de Manessier y de Moal, y abandonó la abstracción fría, tal como
puede apreciarse en sus obras enviadas a la Bienal de Valencia, en 1955.
Retornó al país natal en 1967, y aunque no superó su obra realizada hasta
1947, puede decirse que Navarro tiene un puesto asegurado en la historia del
moderno arte venezolano.
Carlos González Bogen fue como Navarro uno de los más brillantes alumnos
de la Escuela de Artes Plásticas en donde había pintado obras figurativas a las
que habrá que remitirse siempre para comprobar la calidad de las búsquedas
que se ensayaban por entonces en aquel plantel. Instalado en París, González
Bogen partió del constructivismo y el neoplasticismo para afirmar un concepto
plástico que en adelante estaría en su obra fuertemente relacionado con la
integración arquitectónica. En efecto, de su generación González Bogen fue el
que más rápida y consecuentemente se aproximó al planteo de la síntesis
artística, y sus trabajos, en este sentido, llegaron a caracterizarse por su
severidad formal. Interesado por la escultura realizó en 1954 sus Móviles y
estables que expusiera en Caracas en la Galería 4 Muros, fundada por él
mismo. Luego, adherido al abstraccionismo geométrico, participó en los
ensayos de integración del arquitecto Carlos Raúl Villanueva, realizando dos
murales que se encuentran en el patio cubierto del Aula Magna de la Ciudad
Universitaria. Como Manaure, González Bogen experimentó un vuelco radical
de sus conceptos a finales de la década del 60, cuando retomó un estilo, de
figuración conceptual a la que daría una proyección mural que él ha tenido la
posibilidad de ver realizada en algunos edificios de Caracas, como el que
ocupa el Banco Ítalo-Venezolano, para el cual ejecutó una alegoría de la
revolución latinoamericana (1969). También Perán Erminy, Rubén-Núñez y
Alirio Dramas tomaron parte en el movimiento de Los Disidentes. Núñez
realizó obras de características cinéticas entre 1950 y 1951, pero de regreso en
Caracas se consagró a una experimentación artesanal con el vidrio, sin haber
dado fin a sus búsquedas iniciales, interrumpidas desde 1951. Gramas
desembocó en la abstracción geométrica dentro de la cual realizó un mural
para la ciudad Universitaria de Caracas, y en cuanto a Erminy, hemos
preferido incluirlo entre los artistas que dieron su principal aporte en la década
del 60. Igualmente tuvo relativa participación en el movimiento abstracto
geométrico Miguel G. Arroyo C, quien dotado de un fuerte espíritu autocrítico
abandonaría la pintura. Nombrado director del Museo de Bellas Artes en
1959, Arroyo se consagró a una tarea de crítico y conservador de arte a través
de la cual ha realizado su principal contribución a la cultura del país. En
cuanto a Rubén Núñez, ha conducido su investigación más reciente a la
holografía, cuyo medio fundamental es el rayo láser, experimentando en un
campo cuyo desarrollo sólo es admisible, por ahora, en una sociedad
altamente tecnificada. Más tarde lo encontraremos encabezando el
movimiento neo-figurativo de Caracas, fue de los primeros venezolanos en
arribar a la abstracción geométrica. Formaba parte del movimiento Madi, de
tendencia constructivista, entre 1951 y 1954, y en esa época adhería a las
siguientes proposiciones: ruptura del formato ortogonal y del plano
bidimensional, concretización del color en elementos sólidos, conversión del
muro en espacio, concepción de la obra como un objeto. Identificación muy
circunstancial con las ideas más avanzadas, puesto que, en París mismo,
Guevara Moreno iniciaría su retorno a la figuración, como ya veremos.
Omar Carreño llegó a París hacia 1951. Obsedido por la dinámica progresiva
de los conceptos, participó desde este mismo de manera activa en los nuevos
movimientos constructivistas. Con sus polípticos de 1954 rompería el formato
cuadrado para movilizar el plano de la obra añadiendo al soporte elementos
mutables que modifican las relaciones con la armonía de colores puros del
soporte fijo. En 1960, luego de una crisis, Carreño, tuvo una experiencia en el
informalismo y poco después (1966) fundó en Caracas el movimiento
expansionista con el que daba su propia contribución al cinetismo a través de
la introducción de factores motrices y modificantes de la obra: la luz, la
manipulación de los componentes giratorios, etc.
Hubo otros artistas que sin haber participado directamente en el movimiento
de Los Disidentes desarrollaron en Caracas un lenguaje geométrico, después
de 1955. Tales serían, entre otros, Elsa Gramcko y Luis Vázquez Brito. La
primera hacía contrastar oposiciones de formas planas, vivas y rotundas en
cuadros de un carácter muy lírico y autónomo respecto a los sofisticados
requerimientos de la integración arquitectónica, por lo que conservaban su
cualidad expresiva que esta artista ha mantenido a lo largo de toda su
trayectoria. Tentado por los planteamientos de Mondrian, en el sentido de la
obra incorporada al ambiente físico, R. Vázquez Brito trabajó en proyectos de
murales de concepción ascética y despojada, desplegando esquemas rítmicos
horizontales.
Pero no se quedó en eso. La evolución lo impelió a buscar su propio camino
en la forma particular. Profesor de pintura durante muchos años en la Escuela
de Artes Plásticas, donde había sido alumno de A.E. Monsanto, Vázquez Brito
pudo superar la crisis de la abstracción geométrica y así lo encontramos desde
1962 empeñado en reelaborar la imagen informalista, a la que había llegado
poco antes, para ordenarla a partir de una recreación del espacio real; el
paisaje marino, reverberante a la acción de la luz y el azul intensos del cielo y
el mar (apenas separados por la raya del horizonte) deviene transformado en
una imagen de orden visual y táctil por lo que la materia le concede a la
factura, y de concepción mental, por lo que ella toma de la memoria.

LA ALTERNATIVA: LA DESTRUCCIÓN DE LOS GÉNEROS

Ya desde aquella época se apreciaba que los límites de los géneros


tradicionales, como definiciones cerradas, cedían frente al empeño de los
artistas de encontrar un lenguaje único y específico; comenzaba a verse en la
realidad la forma posible de un arte que ya no se quería circunscrito por las
paredes de los museos y las casas. ¡Cuántos proyectos se concibieron para
obras al aire libre que se resistían a ser llamadas esculturas o murales, a secas!
Eran, en suma, totalidades. La cuestión principal que se planteaba era la
destrucción de la bidimensionalidad en términos de lenguaje tradicional; se
luchaba contra la pintura y la escultura, tal como estos géneros habían sido
formulados separadamente hasta hoy. Una de las salidas fue el urbanismo,
puesto que éste se prestaba a una interpretación en la que no quedaba residuo
alguno de la antigua expresividad; por el contrario, las obras manifestaban una
nueva voluntad de diseño que exigía, para plasmarse, la utilización de
materiales de insospechable asepsia; el hierro y los plásticos, los soportes
laqueados, el empleo de pistolas de aire y pinturas industriales, garantizaba
que el famoso “toque” del artista, el “trazo de la mano”, estaba fuera de todo
alcance. Lograr un arte integrado al urbanismo, que fuese expresión de las
posibilidades asomadas por los nuevos materiales, no pasaba de ser una utopía
más. Los que accedieron a ella, deslumbrados por el poder de la arquitectura,
terminaron volviendo al viejo individualismo artístico, aunque no renunciaran
del todo a los materiales novedosos, ni al racionalismo de su concepción. No
hubo más remedio que volver a pensar en los espacios cerrados, donde la obra
también resultaba concreción cerrada.
Quedó de ello la ambivalencia de los géneros fusionados, la destrucción de los
linderos. El pintor era a la vez el escultor, y viceversa. Y entre uno y otro
oficio no se interpuso en adelante la profunda diferencia de conceptos
formales y técnicos: el volumen o el plano; el material o el color y la línea; lo
visual o lo táctil.
Este fue el camino seguido por algunos artistas que experimentaron el fracaso
del integracionismo, como es el caso de Víctor Valera (1327), —quien había
trabajado en el taller de Dewasne en París, en 1951. Su clara adhesión al
geometrismo lo determinó, ya desde entonces; a interesarse por ciertos
aspectos del movimiento real, al igual que Rubén Núñez; búsqueda que derivó
en los planteos geométricos que Valera se hace en la etapa siguiente de su
trabajo, ya en Caracas. Pero desde 1956 desemboca en lo tridimensional,
optando a partir de 1959 por el trabajo en hierro, en un comienzo con tímidas
reminiscencias líricas, que evocan a Julio González, y luego articulando
formalmente su sintaxis severa a un diseño que, en un momento de vacilación,
lo induce a elaborar formas realistas, dentro de la tradición estatuaria
universal.

EVOLUCIÓN DE LA ESCULTURA ABSTRACTA EN LA DECADA DEL


50

La escultura tuvo siempre en Venezuela pocos cultivadores. En el Círculo de


Bellas Artes no figuró un solo escultor. Esto es explicable: no hubo
propiamente una escultura impresionista (si exceptuamos la de Rodin),
Francisco Narváez, nuestro mejor escultor, es de una generación bastante
reciente. Entre Los Disidentes no hubo quien se propusiera, en un principio,
ser escultor. Víctor Valera lo será mucho más tarde, Alejandro Otero en los
tiempos recientes. Tan escasa inclinación por arte tan severo no puede
explicarse solamente como carencia de tradición; ello es también conse-
cuencia de una cierta impotencia del temperamento del trópico para la
expresión volumétrica. La escultura, empero, floreció en las regiones
mediterráneas donde la clara atmósfera destaca las formas de la naturaleza y el
clima es propicio a la sensualidad táctil de la materia. La cuenca del Caribe,
que está más cerca de la sensibilidad mediterránea que países como Argentina
o el Uruguay, no ha producido, sin embargo, muchos escultores notables.
En la Escuela de Artes de Caracas faltaron siempre profesores de escultura
que no vieran el arte como asunto académico. Elia tenía un rango secundario
en el estudio del arte puro. Todos se proponían ser pintores.
Después de 1940 está en actividad el escultor Francisco Narváez, quien había
estudiado en Europa. El primer realismo de Narváez es tranquilo y amable,
aunque salva el riesgo de un simple folklorismo morfológico en virtud de la
armoniosa estilización que hace de la figura humana en provecho de formas
rítmicas y de calidades en la textura de los materiales, piedra y madera.
Narváez continuó pacientemente esta línea de estilización figural que lo
convertiría durante esta década en el primer artista venezolano empeñado
seriamente en encontrar soluciones artísticas para el urbanismo. Su obra
encuentra un sitio en el estilo arquitectónico de la época: relieves para
fachadas, frisos y fuentes imponen a su trabajo un desarrollo monumental,
desusado en aquel tiempo. Después de ejecutar la fuente central de la Plaza de
El Silencio, Narváez declinó en su actividad integracionista; pudo así
desarrollar su búsqueda personal en el sentido de una depuración que lo
llevaría a la forma abstracta, después de 1952. El torso humano, más que las
formas embrionarias de la vegetación, siguió siendo el resorte de su
inspiración. El volumen cerrado es su gran medio y ahora pasó de la
utilización de maderas como el carreto, la caoba o el guayacán al empleo del
bronce, el hierro y diferentes piedras de mar, así como de un registro
inagotable de nuevas maderas, de una dignidad poderosa, que él mismo fue
descubriendo a lo largo de su trabajo. La abstracción no era más que la
consecuencia lógica de una estilización gradual que surgía de la necesidad de
apropiación de la plasticidad de la materia antes que del deseo de representar
el modelo humano.
El abstraccionismo geométrico inauguró una nueva época para el hierro, en la
escultura. El pintor trabajó ahora sobre bocetos resueltos como estructuras de
metal que debían integrarse en forma de relieves a la arquitectura de edificios
y jardines. Abel Vallmitjana, aceptó el reto de la integración, que pedía
materiales más resistentes; pero sin sacrificarle la figuración, logró realizar
obras de formas orgánicas, donde se mantenía el recuerdo de la figura, en
parques y ambientes urbanos.
Para el hierro laminado diseñaron, con rigor geométrico, Omar Carreño y
Víctor Valera; los dos eran pintores sometidos a una lógica rigurosa a tiempo
que se consagraron a una escultura estable, armada con varillas y planchas de
hierro, en cuyo conjunto la materia apenas era sentida como tal.
Privaba un concepto de diseño, y si se usaba hierro era porque su resistencia a
la intemperie era más prolongada. Hubieran podido emplearse plásticos, y así
también se hizo.
No fue la integración la meta de Pedro Briceño, alumno de Francisco Narváez
en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y de Robert Adams, en Londres.
Briceño no se planteó el acceso a un diseño geométrico programado, sino que
sencillamente trató de continuar la tradición artesanal, realizando él mismo sus
obras directamente con el soplete de acetileno. Y si bien desembocó, con-
forme a la naturaleza del hierro, en un arte constructivista, su obra termina
apoyándose en valores expresivos (textura, color, plano en tensión, espacios
negativo-positivos, ritmo) que le otorgan, dentro de la abstracción, una
coherencia orgánica.

LA CIUDAD UNIVERSITARIA Y UN ENSAYO DE INTEGRACIÓN DE


LAS ARTES EN VENEZUELA

Puede decirse que uno de los mayores aciertos del arquitecto Carlos Raúl
Villanueva fue haber intentado llevar a la práctica un ideal perseguido y casi
nunca logrado por artistas, teóricos y arquitectos de diferentes épocas: la
integración de las artes. Sólo el optimismo y el grado de audacia con que se
plantearon las ideas artísticas durante la época en que fuera construido el
núcleo central de la Ciudad Universitaria de Caracas pudieron haber brindado
a Villanueva la oportunidad de demostrar su concepción original de la síntesis
artística y la posibilidad de realizarla con los medios, materiales y técnicas que
le ofrecía nuestra época. La Ciudad Universitaria ha quedado así no sólo como
su obra arquitectónica más importante, sino también como un ensayo de
integración que es ejemplo único en el mundo. Ella representa, en su conjunto,
una etapa culminante del desarrollo del arte contemporáneo, y su resultado
motiva interés en todas partes. “En la Ciudad Universitaria —escribió Sir John
Rothenstein en el “Times” de Londres, el 9 de abril de 1961— no solamente
he visto un conjunto arquitectónico que despierta mi absoluta admiración, sino
que se confirma además una convicción que ha sustentado por largo tiempo: la
de que buena parte del arte abstracto de nuestros días fracasa totalmente como
experiencia aislada, pero asumirá vasta significación si se integrara a un todo
arquitectónico. Sirve menos como elementó de comunicación individual de lo
que muchos de sus creadores y defensores quieren hacernos creer”.
Para un arquitecto que ha subrayado con inteligencia en toda su obra los
valores expresivos de los medios empleados por encima de la función
deshumanizada, y que ha partido de la creencia de que la arquitectura es un
arte, pero por sobre todo una totalidad que satisface necesidades vitales y que
nace a la vez de la historia y de la época, la integración artística es un proceso
que no se explicaría sin tener en cuenta su pensamiento de arquitecto. Dice
Villanueva, en efecto: “No me atraen los sistemas cerrados. Me interesan
todos los aportes, las formas nuevas y todos los contenidos que ellas
encierran; todos los nuevos avances constructivos de cualquier parte que
vengan, constituyen un estímulo para mí”. Esta universalidad de criterio puede
entenderse menos como un eclecticismo que como necesidad de interpretar la
arquitectura como un desarrollo de la historia. De allí que, afirmando el valor
de las técnicas contemporáneas, únicas apropiadas para resolver los graneles
problemas de vivienda y comunicación de nuestra época, Villanueva siente
urgencia de encontrar en el pasado motivaciones estéticas y funcionales que
interpretó en base a la búsqueda expresiva de un espacio arquitectónico nuevo.
Ciertos motivos del barroco colonial se funden de este modo en las arcadas y
portadas de los edificios de la urbanización “El Silencio”; y a lo largo de toda
su obra encontramos estos recursos, propios de una visión muy humanista y
personal de la arquitectura. En muchas de sus obras, aun entre las de carácter
más audaz, Villanueva, se ha inspirado en la funcionalidad de los espacios de
la arquitectura colonial. En su obra se aprecia un principio de fusión de
soluciones formales y técnicas muy distantes en el tiempo pero que reflejan la
misma preocupación por el espacio en función de la vida. Y este interés por la
organización total de la arquitectura implica la consideración de la obra de arte
como parte fundamental de la cultura de una comunidad humana.
“Me preocupa el problema de una nueva síntesis —escribió Villanueva— de
los distingos medios expresivos. Es para mí una inspiración reconducir la
arquitectura, la pintura y la escultura a la cohesión íntima, inextricable,
significativa”. En la Ciudad Universitaria de Caracas, y sobre todo en el
núcleo que rodea al Aula Magna, desarrolló Villanueva esta vieja aspiración
de arquitectos y artistas. También aquí tuvo en cuenta experiencias anteriores,
y partió de la crítica de ellas y de una definición de principios. La idea
fundamental de Villanueva reside en la diferencia que establece entre la
síntesis y la integración: “En el caso de la síntesis, las artes, conservando sus
características tradicionales, particularmente la pintura y la escultura
confluyen en el espacio arquitectónico; dando cuerpo a una “unidad de nueva
calidad, pero antigua en características, pueden estructurarse las demás
expresiones artísticas, aceptando así primacía de la arquitectura y dando lugar
a los mejores ejemplos de síntesis”. Muy distinto es el caso de la integración.
“En la integración no hay marcó previo porque es la misma conformación, la
misma actitud del trabajó humano, lo que va a dar significado unitario, con
cohesión de forma al mundo funcional y espacial del ciudadano. A la base de
la integración estará el proceso de producción mecánico y un sistema de
relaciones económico-sociales”. Otros puntos de referencia de Villanueva son
la arquitectura del Brasil y los ensayos del muralismo mexicano. En el primer
caso, la obra arquitectónica de Villanueva lleva implícita una crítica a la
marcada preferencia de los brasileños por las áreas extensas y descubiertas y
por la arquitectura de grandes espacios y escala algo inhumana, como se
aprecia, por ejemplo, en Brasilia o en el moderno urbanismo de Sao Paulo,
con sus grandes rascacielos, expresiones ambas de un medio físico
desmedidamente dilatado y de una actividad socio-económica ambiciosa. Pero
como lo ha probado Malraux, la extensión no puede confundirse con lo
monumental y, sin embargo, él parte de una Concepción del espacio, y hasta
podríamos decir que de un espacio intimista, a la medida y escala del hombre.
“Considero —dice— que el medio expresivo específico de la arquitectura es
el espacio interno, el espacio fluido usado, gozado por los hombres. A partir
de la invención esencial del espacio como lugar privilegiado de la
composición, como clave secreta de todo el proyecto, se articula la caja
volumétrica. Se concreta la estructura portante. Vibra el color y la textura.
Vive con las pulsaciones de las instalaciones de energía, con los movimientos
de los servicios mecánicos”. Estas ideas explican claramente no sólo la actitud
de Villanueva, sino también, en parte, lo que se propuso lograr en la Ciudad
Universitaria.
En cuanto al muralismo mexicano, es evidente que, pese a su contenido
ideológico y a la fuerza comunicativa de su mensaje —como lo reconoce
Villanueva—, no resuelve el problema de la integración de las artes.
Sencillamente, la experiencia mexicana se reduce a una yuxtaposición que se
emparenta con el decorativísimo de las soluciones murales del Renacimiento.
No otra solución nos ofrece el edificio de la Biblioteca de la Universidad
Autónoma de México, obra de Juan O’Gorman, y cuyos muros exteriores
están cubiertos con un amplio mosaico de motivos simbólico-figurativos.
Evidentemente, Villanueva tuvo presente la experiencia de O’Gorman para su
discutido Bloque de la Biblioteca de la Ciudad Universitaria de Caracas, que
casi está concebido como una masa escultórica. Sólo que para subrayar el
valor expresivo del volumen, Villanueva cubrió los muros exteriores no de
pinturas figurativas sino de un tono rojo uniforme e intenso, logrando un
efecto muy austero y a la vez atrevido, y que es esencialmente una respuesta
que se opone a la yuxtaposición de O’Gorman. Para Villanueva, el color
superpuesto, el color superficial, es tan importante como el valor natural de la
textura del medio empleado y tanto como la luz para los efectos visuales de la
arquitectura, y es con el juego de todos estos elementos combinados que
creemos nosotros él ha concebido el espacio elocuente y grandioso de la Plaza
Cubierta de la Ciudad Universitaria, tal vez su obra más representativa. Aquí
se encuentran, distribuidas racionalmente, varias obras de .pintura y escultura
que, gracias al tenaz desempeño de Villanueva para conseguirlas y a despecho
de las críticas que se le han hecho, convierten a Caracas en una encrucijada
del arte internacional.
En parte el logro de Villanueva reside no sólo en la selección misma de las
obras, de lo cual él se ocupó personalmente, sino también en la disposición
concertada de ellas, de modo de mantener la independencia de cada estructura,
a la vez que una interacción regulada por el plano distributivo del espacio y
por la función vital. Aunque artistas famosos como Férnand Léger, Arp,
Pevsner y Vasarely, entre otros, no estuvieron nunca en Venezuela,
limitándose ellos a trabajar con planos y fotografías, fue posible una
comprensión cabal del problema espacial como lo demuestra la propia
declaración de Léger: “Desde que Villanueva vino a verme (en 1954) con los
planos y bocetos de su Ciudad Universitaria bajo el brazo, tuve el
presentimiento de que, si este proyecto se realizaba, significaría para la
arquitectura un acontecimiento contemporáneo. Por lo tanto, decidí colaborar
creando un mural en mosaico y un vitral en pasta de vidrio”.
Si es verdad que la obra de integración de Villanueva no se explica sin el
optimismo de la época en la síntesis de las artes y, sobre todo, por el auge del
diseño artístico internacional a consecuencia del desarrollo de las ideas
neoplásticas en que habían trabajado especialmente los pintores abstractos,
también hay que decir que la actitud humanística de este gran arquitecto fue
determinante para que su elección no se limitara, con criterio estrecho y
dogmático, a preferir obras del abstraccionismo geométrico, en un momento
en que esta corriente artística estaba de moda. En esto supo ser también
ecléctico para combinar formas de arte tradicionales con las creaciones
abstractas que estaban de moda. Así podemos comprobar cómo la escultura
Anfión, de Laurens, responde a una concepción figurativo-expresionista, sin
que por ello pierda su interrelación con el espacio donde fue colocada y, sobre
todo, con el mural de Léger que le sirve de fondo y que, lejos de aprisionarla,
la vuelve más monumental y viva. Buscó Villanueva, con la obra de Léger, un
efecto cromático muy explosivo y la hizo contrastar con la escultura de
Laurens, en un juego muy luminoso; hay que decir también que Léger no es
en propiedad un artista abstracto y su obra pertenece a la mejor tradición
muralística, que encontró en este artista tal vez al más notable representante
francés de los tiempos modernos.
Es necesario puntualizar que una de las críticas que se le hicieron al ensayo de
integración de la Ciudad Universitaria consiste en señalar las fallas debidas a
la improvisación en la elección de las obras y los tipos de materiales en que
ellas fueron realizadas. De Hecho, sólo en algunos casos se logró un diseño
ajustado de la ambientación de la obra en función del espacio, los materiales,
la luz, la escala y el color. En otros aspectos, sucedió que se les dio a muchas
obras un carácter de decoración mural; al programar obras para la intemperie
no se previó la resistencia de medios cuyo procesamiento —como en el caso
de las cerámicas empleadas— no fue suficientemente comprobado, tomando
en cuenta que estarían expuestas al sol y las lluvias; debido a esta carencia,
algunas obras, como el techo exterior de la Sala de Concierto, se perdieron
irremediablemente; y, en general, puede decirse que el experimento fue mucho
más afortunado en la teoría que en el destino que le tocó vivir y que ha
condenado al patrimonio artístico de la Ciudad Universitaria al más completo
abandono físico y a la destrucción, si no se toman medidas de mantenimiento.
En verdad, el primer problema que debió resolver Villanueva, antes de llevar
adelante el plan, fue el punto tocante a la educación del gusto. Es decir, saber
si estaba preparada la élite universitaria para comprender el valor del
experimento, de modo que ella hubiera podido contribuir, más adelante, a
salvarlo, ya no siquiera por el valor artístico de las obras incorporadas, sino
por el valor económico de éstas.

LAS CORRIENTES FIGURATIVAS Y NEOFIGURATIVAS

Es cierto que la figuración de los últimos 20 años entronca parcialmente con la


rica tradición realista de la pintura venezolana; a la vez hay que referirse a la
evolución que estas corrientes experimentarían bajo la influencia del
expresionismo y el fauvismo europeos a través del puente que representó la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas, a partir de 1936. Como en el
abstraccionismo, también aquí las formas del estilo tienden a subrayar el
carácter internacional que define a las búsquedas, siempre apoyadas en el
concepto de pintura como lenguaje y rechazando los delineamientos
americanistas del realismo social o del moderno arte mexicano que había,
influenciado a los pintores venezolanos de los años 30 y 40.
Esta figuración ha tenido diversas fases y una de ellas ha sido estudiada más
arriba cuando nos referimos al Taller Libre de Arte, cuya experiencia se
caracterizó por el afán de los pintores de estudiar y fundir en sus obras las
tendencias principales de los maestros de la Escuela de París. Hemos hablado
de la ruptura que este estilo encausó frente a las tendencias paisajísticas. Hacia
los años 44 y 45 el surrealismo encontraba resonancia en la obra de Poleo,
Abreu y O. Vigas. Por la misma época el movimiento de vanguardia, con una
mayor conciencia de la autonomía de la obra respecto a la realidad, superó la
atracción negativa que el poderoso movimiento de pintura mexicana siguió
irradiando sobre el arte latinoamericano.
La abstracción y la figuración iban a convertirse en estilos rivales. Figurativos
con inclinación a un eclecticismo en el que se expresaban por igual la
nostalgia por los temas vernáculos en los cuales aquéllos se inspiraban, y por
las formas estilizadas del moderno arte, fueron Francisco Narváez, Armando
Barrios y Juan Vicente Fabbiani. El primero fue nuestro escultor más
representativo de la primera mitad del siglo XX. En su pintura Narváez
conservó una tendencia a la solidez concisa y rotunda de las formas y un
carácter fantasista en el dibujo y el color, con la cual demostraba escasa
disposición para trabajar del natural, no obstante que este artista elegía sus
motivos de la realidad venezolana (personajes típicos y paisajes rurales). Una
tendencia similar se encuentra en los comienzos de Armando Barrios, quien
explotó las escenas folklóricas de sus primeras obras en beneficio de un
colorido armonioso y vivo y una estilización de las figuras que servía para
enfatizar el ritmo ondulante de la composición. A Barrios lo encontramos
luego alineado con los abstractos venezolanos que vivían en París; más o
menos hacia 1955, retornó gradualmente al punto figurativo de donde por
progresiva reducción de la forma humana, había partido. Pero fue un
figurativismo nominal, que permitía reconocer en sus obras el siluetado de
figuras ubicadas en ambientes de suave penumbra, como en un vitral; el ritmo
lineal enlazaba los planos geométricos en una estructura en la que fondo y
forma constituyen aspectos yuxtapuestos de un mismo espacio. La
musicalidad que hace de la pintura de Barrios una especie de partitura plástica
se apoya en las poses lánguidas y sublimadas de las figuras, generalmente
personajes femeninos agrupados en ambientes en penumbra.
Continuando la lección de Marcos Castillo, Juan Vicente Fabbiani llegó a
definir un estilo de figuras y retratos de limpio colorido y sólida construcción;
no planteó una pintura de tesis, aunque llegó a inspirarse en el tema social.
Hay que distinguir entre una figuración que se basa directamente en la
realidad lógica, sobre cuyos datos inicia su trabajo el artista para quedar fiel en
alguna medida a la transcripción de dichos datos y una figuración imaginista
donde se reconocen formas identificables, pero extraídas de la memoria o
simplemente inventadas. Ha sido esta última concepción la que ha prevalecido
en las búsquedas figurativas de los últimos tiempos. Por una parte el
desprestigio de la enseñanza tradicional establecida sobre el principio
académico de la pintura al natural y la copia del modelo, y por otra la
tendencia autonomista del arte moderno, de acuerdo con la cual se considera
que la obra es una realidad en sí misma, con sus propias leyes, independiente
de toda relación de parecido con la naturaleza han contribuido a una mayor
libertad en el manejo del proceso creativo, en provecho de una gran diversidad
de tendencias y estilos, tanto abstractos como figurativos.
El surrealismo influyó en algunos pintores, si bien no tuvo en Venezuela
representantes de la talla de Matta y de Lam, ni tampoco su búsqueda pudo ser
orientada hacia el realismo mágico explorado por aquellos dos grandes
pintores latinoamericanos. Acabamos de decir que Héctor Poleo recibió la
influencia surrealista (de Dalí) por la época en que trabajaba en Nueva York,
durante la Segunda Guerra Mundial. Algunas individualidades aisladas como
O. Vigas y Manaure explotaron el simbolismo implícito en la expresión de
contenidos oníricos inconscientes, propuesto primeramente por los
surrealistas, pero fue Mario Abreu quien llevó más lejos esta búsqueda, muy
poco ortodoxa en él, desarrollando en un comienzo una temática convencional
que Abreu aprovechó con desenfado primitivo y fiero instinto de gran
colorista. En el Estado Zulia José Francisco Bellorín y en Caracas el pintor
Ladislao Racz se convirtieron en fecha reciente en los representantes
venezolanos más ortodoxos, por sus imágenes mismas, del programa
surrealista. Lo mismo puede decirse de Alberto Brandt, quien practicó el
surrealismo en la vida misma, y de Shirley Smith.
Pero fue más imperativo para la evolución del figurativismo el dictado de la
tradición. Y así, después de 1950, se destacó Ivan Petrovszky cuya obra
parecía emerger de un fondo caricaturesco, evidentemente comprometido para
denunciar el anonimismo triste y silencioso del individuo-multitud. La obra de
Petrovszky se ha vuelto con el tiempo más depurada y densa, ganando en los
últimos años (sobre todo después de una larga permanencia del pintor en
Nueva York) calidad y profundidad de textura, sin que hubiese abandonado
por eso el tema del hombre urbano y sus carencias.
Virgilio Trómpiz había tomado parte en las actividades del Taller Libre de
Arte y como alumno de la Escuela de Artes Plásticas reflejó inicialmente la
influencia del cubismo de Braque y Picasso. A diferencia de sus compañeros
de generación (Manaure, Navarro, Guevara Moreno, etc.), no transita el
camino del abstraccionismo y aunque no despreció el color plano sintió, como
Poleo en los últimos tiempos, predilección por la figura femenina ambientada
sobre fondos decorativos donde juegan el armonioso colorido de una
escenografía tropical formada por telas, cortinas y alfombras.
En los últimos años Trómpiz empleó un colorido más sensual y sugerente,
marcando fuertes contrastes con el claroscuro y aproximándose a la
luminosidad de la materia de Armando Reverón, pero con gran cuidado de
limitar su repertorio temático a las figuras femeninas.
Enrique Sarda, Quintana Castillo y Hugo Baptista representan búsquedas de la
figuración muy distintas, bajo un común denominador poético. Sarda partió de
ciertas imágenes de Paul Klee para desmontar y articular sus personajes
mecánicos con los que obtuvo en 1955 el Segundo Premio del Salón
Planchart. Quintana Castillo, moviéndose entre el realismo y la abstracción
logró, bajo la influencia de Tamayo, combinar el grafismo y el plano de color
en telas donde el lirismo del tema fue tratado con una solución monumental:
figuras femeninas erguidas hasta la altura de las nubes. Baptista explotó
inicialmente las últimas consecuencias del fauvismo y arribó a una pintura
muy personal, de brillantes efectos cromáticos.
Una importante corriente figurativa logró cohesionar hacia 1957 a un grupo de
pintores que se encontraron exponiendo juntos, bajo un mismo programa, Luis
Guevara Moreno, Régulo Pérez y Jacobo Borges. Estos tres artistas que
acababan de regresar de Francia tomaban partido por un arte comprometido,
pero deponiendo ante éste las rígidas posiciones del realismo social. La
experiencia europea indicaba que era posible lograr un tratamiento original del
tema humano valiéndose de un planteo investigativo del color y a partir de la
experiencia abstracta, siempre que pudiera superarse la antinomia realismo-
abstracción. En definitiva, se trataba de hacer legible un determinado tema
sacado de la realidad venezolana en una estructura plástica a la que se dejaba
toda la eficacia de la expresión. De este modo podía obtenerse una dualidad
expresiva en la pintura. La función de la anécdota, literariamente hablando, no
interesó para nada. Luis Guevara Moreno se reveló como el más constructivo
de los tres artistas mencionados. Partía de la revelación del color como
materia activa para abordar telas de grandes dimensiones; los quiebres y
facetamientos de la estructura plástica originaban una profunda interacción
entre colorido, luminosidad y expresión del ambiente que se quería captar.
Hacia 1950, en momentos en que ganaba el Premio Nacional de Pintura,
Guevara Moreno realizaba su principal aporte dentro de la tendencia
figurativa.
Régulo Pérez descomponía el cuadro en ritmos de planos acusados por una
línea rápida y sinóptica; la perspectiva era el plano mismo y la escena donde
se agrupaban los personajes era abreviada al extremo para recalcar la fuerza
del color distribuido en planos. Al modo de Guevara Moreno, Régulo tomaba
el cuadro como medio para decir algo, no para narrar; de tal manera que lo
dicho era la pintura misma, en términos de realidad. Régulo fue afirmando con
los años el carácter social de su arte, y de la descripción pasó a la acusación,
utilizando símbolos e imágenes deformadas del hombre y aparecen más tarde
murciélagos y animales extraños; la descripción va cediendo terreno a un
lenguaje cada vez más cercano a la sátira y la caricatura políticas.
Jacobo Borges iba a convertirse en el pintor figurativo de mayor influencia
sobre las nuevas generaciones. Su evolución había sido, sin embargo, lenta;
rechazado sistemáticamente en los salones oficiales, logró imponerse en 1957
con una pintura alegórica: La pesca, realizada dentro de una estructura propia
del vitral, para consagrarse luego al dibujo bajo la influencia dé José Luis
Cuevas. Ha sido como dibujante que Borges ha tenido más éxito; su tendencia
satírica lo llevó a preferir los temas brutales, con los que ensayó hacer una
crónica real donde sin embargo, se dejaba a la línea misma toda la función
expresiva: Borges es, fundamentalmente, un calígrafo. Este realismo de su
escritura ha sido conducido por Borges a la tela y al cuadro de dimensiones
murales, ya con una intención episódica, ya aislando en actitudes grotescas a
esos personajes prepotentes e individualizados que suele instalar en un
ambiente teatral y barroco. A menudo sus cuadros son comentarios de la vida
real, se basan en una anécdota política o hay una considerable utilización de
materiales tomados de la publicidad y el periodismo, que Borges maneja
siempre con intención satírica. Como pintor no se limita a expresar su visión y
sus sentimientos, sino que aspira a registrar situaciones que puedan hacer
reflexionar al espectador en un plano alejado de la pintura, pero donde todo
pueda ser encontrado en el cuadro mismo, y mediante un trabajo que si es
reflexivo en su propósito resulta profundamente intuitivo en su realización.
Borges ha confesado: “Concibo mi pintura como una épica y por lo tanto
como una posibilidad de expresión social. Me propongo representar
personajes que puedan ser identificados y reconocidos en la realidad, ser
señalados con el dedo”. Afortunadamente, Borges no ha llegado a una fórmula
realista como la anunciada en la cita que acabamos de hacer de sus palabras.
Pero, de cualquier modo, ello es testimonio de una personalidad vehemente y
controversial, que propone con obras e intenciones ese anhelo permanente de
la historia: hacer que el artista tenga un papel más activo en la transformación
de la sociedad.
A los nombres mencionados debe agregarse el de José Antonio Dávila, pintor
egresado de la Escuela de Artes Plásticas y comprometido en sus primeros
tiempos con un realismo social, que tan pronto explotaba los temas del trabajo
obrero, como el agreste paisaje suburbano y rural. Bajo la influencia de
Guevara Moreno, Dávila comenzó a interesarse por la materia cromática y
después de 1960 orientó su profundidad, de arriba a abajo; sus temas
continuaron siendo el mundo del trabajo, y por esta vía desembocó en una
figuración de factura lisa y colorido tímbrico, resuelto por planos y
dentro de una ordenación geométrica perfectamente diseñada, que se apoya en
las formas de las cabinas de camiones y tractores: reiterado —y constante
pretexto temático para lo que es su obra más sólida y segura: la etapa en la que
se encuentra actualmente.
A fin de la década del 50 estuvo activo, al lado de Borges y Régulo Pérez, el
pintor Manuel Espinoza, cuyo expresionismo fue comentado por. Clara
Diament de Sojo: “El tratamiento de los temas populares con propósitos de
reivindicación social constituye para Manuel Espinoza motivación primordial.
En tanto que su pintura acoge tales temas, los elementos plásticos de que se
vale tienden a precisar un sistema constructivo del espacio, que es quebrado y
recompuesto para condensar un clima de gran tragicidad”.
Uno de los figurativos más coherentes en su evolución ha sido Alirio
Rodríguez, quien ha realizado su obra más importante en Caracas, después de
regresar de Italia en 1962. Como Francis Bacon, Alirio Rodríguez siente
inclinación por las reacciones primarias: el grito, el horror, el alumbramiento,
el vacío total. En este sentido es un pintor del vértigo, a cuyo logro se presta
una técnica gestual que es desarrollada por medio de un color en espiral, tenso
y continuo, que describe elipses y órbitas alrededor de los personajes; hay
grandes espacios, blancos y negros, delineados en torno a figuras pintadas en
su desnudez monstruosa e inicial, flotantes o acostadas, pero en todo caso,
solitarias, como si se encontraran impedidas de asumir su verdadero ser. Pero
también, a veces. Rodríguez pinta la salvación: explicándonos el ascenso que
nos eleva del detritus de las experiencias miserables hasta las alturas en que el
cosmonauta, vagando por el espacio vacío, nos suministra una imagen
renacentista, délfica y poderosa del hombre creador.
Del mismo modo ha sido muy esclarecedora para el desarrollo de la figuración
la obra de Luisa Richter, antigua alumna de Willy Bumeister que se radicó en
Venezuela en 1955. Partiendo de una experiencia abstracto-expresionista,
Luisa Richter ha creado, por una vía parecida a la de Borges, una tabulación
expectante, formada por seres que surgen de la Oquedad y que se niegan a ser
otra cosa que materia de ellos mismos, en descomposición. En la pintura de
Luisa Richter el hombre es consignado siempre a ese punto en que comienza
para él una extraña metamorfosis.

LOS INFORMALISTAS

Fernando Irazábal trabajó en un comienzo con materiales nuevos, interesado


en la experimentación y, sobre todo, en las texturas negras, que él relacionó
con extrañas víctimas de la violencia, otorgando a sus exposiciones, en
conjunto, la significación de una ceremonia funeraria. Beligerante y
conceptual, creyó más en la manifestación que en la forma en sí, y supo
combinaren sus obras varias técnicas, operando también en el campo de la
caligrafía y de la escultura fundida en bronce.
El problema que se planteó hacia 1959 Daniel González, al hacer su primera
exposición en el Museo de Bellas Artes, fue el de la acción sobre un plano de
los materiales industriales y la posibilidad de dotarlos de una tensión orgánica,
como la que se encuentra en la materia abandonada, en las texturas naturales.
Utilizaba lacas de automóviles que combinaba con el collage empleando
recortes de revistas y periódicos; su técnica era gestual, y dejaba chorrear la
pintura desde el pomo. Realizó también acciones de intención política, como
el “Homenaje al petróleo”, y fue sobre todo el diseñador gráfico de las
publicaciones iniciales del grupo informalista y de El Techo de la Ballena.
J.M. Cruxent fue el gran animador del movimiento informalista, a pesar de
que no procedía del ambiente artístico, sino del campo científico. En efecto,
este arqueólogo sentía la fascinación de los tejidos vegetales y las resinas de la
selva y no pudo escapara la seducción de crear obras con estos materiales, que
empleaba en forma de collages y derramando sobre ellos pinturas industriales,
hasta obtener imágenes en relieve rodeadas de atmósferas ensombrecidas.
Desde 1964 Cruxent comenzó a trabajar en experiencias cinéticas, sin
abandonar su trabajo informalista. Dio el nombre de paracinética al tipo de
ilusión de movimiento que lograba mediante enrejados finos y la luz eléctrica.
Participó desde 1960 en las actividades del movimiento informalista, dentro
del cual realizó, muy cerca de la experiencia del español Feito, una pintura
matiérica, interesado por las texturas y el grafitti. Luego de una etapa
abstracto-lírica, trabajaba con un colorido vivo y vibrante, pasó a un período
figurativo, de cierta intención social. Radicado en París desde 1967 trabajó
con Jesús Soto, consagrándose desde entonces a la investigación cinética, en
tres dimensiones.
Fallecida trágicamente en 1971, Maruja Rotando empleó, al estilo de Cruxent,
las texturas en relieve, manteniendo el valor gestual, pero lentamente derivó
hacia un tipo de pintura de mayor organización formal, capaz de sugerir, sin
que esa fuese su finalidad, paisajes soterrados, poéticos, horizontales.
Consagrada al grabado en los últimos años, M.R. fue una artista culta y
solitaria.
Los informalistas pusieron demasiado empeño en revelar los materiales
elegidos para la obra, como si el hecho de demostrar el uso que se podía hacer
de ellos fuera más importante que la organización que se les daba. Fue, en este
sentido, una pintura epidérmica.
De nacionalidad húngara, Milos Jonic emigraría más tarde a Nueva York,
después de participar en el Salón Espacios Vivientes. Su evolución había sido
lenta y sostenida y en su juventud había sido caricaturista; de lo que tomó un
rasgo de humor, expresado caligráficamente en su pintura realizada con tintas
de colores primarios y remarcada con trazos caligráficos espaciales y
sencillos, incluso utilizando textos poéticos.
En Maracaibo se dio el caso de un artista solitario, excepcionalmente
investigativo, como lo fue Renzo Vestrini, un constructor italiano dedicado en
los ratos de ocio a la pintura. Ya desde 1956, sin conocer experiencias
similares que se realizaban en Europa, Vestrini comenzó a trabajar en una
pintura de la que se excluía el empleo de colores y tintas conocidas para
utilizar colores industriales substancias químicas y, sobre todo, arcillas y
arenas de la región. Practicando un matierisrno monocromo, cuya utilización
se extendió entre jóvenes pintores después de 1960, Vestrini se convirtió, así
pues, en una especie de abanderado, por lo que el crítico Perán Erminy dijo de
él: “No solamente fue un pintor meritorio y valioso sino que, aún más, es un
artista de la estirpe de los innovadores que han hecho avanzar el arte
contemporáneo”.
Representó a la línea más poética del informalismo. Su entronque con Fautrier
fue en un primer momento evidente, pero también debió algo, de su manera a
la época blanca de Reverán; seducido no por las texturas de la naturaleza o por
los desechos urbanos, sino por las representaciones viscerales, por las
imágenes internas de la carne y el cerebro, Morera preparó en 1962 la más
importante de sus exposiciones, con el título de “Cabezas Filosóficas”;
renuente a participar en grupos, gran lector de Henry Miller, Morera vivía en
permanente fuga; terminó instalándose en Nueva York, desde donde
incursionó en alguna forma de Pop Art (1965) y luego alcanzó notable éxito
en Caracas con una serie de objetos de refinada tendencia óptico-surrealista
(1968).

INFORMALISMO Y AUTOMATISMO PSÍQUICO

No faltaron intentos de acercar el informalismo y el surrealismo, términos


aparentemente antípodas si consideramos que el surrealismo había venido
aperando en base a imágenes figurativas de ajan nitidez, en espacios Si se
quiere renacentistas por su perspectiva óptica. Sin embargo, no dejaron de
aparecer tendencias, sobre todo en Francia, que veían en el azar y el
casualismo propios del método informalista una analogía con el sistema de la
escritura automática, gracias a la cual los contenidos del inconsciente, dejados
al azar del funcionamiento de la mente en blanco afloran a ese plano de
conciencia que se puede apreciar, como resultado, en el cadáver exquisito.
Desde otro ángulo, estuvo el humor y la actitud contra el orden establecido y
contra la concepción del artista único y genial, contra la obra de arte
insustituible y excepcional. Esto pudo apreciarse sobre todo en las
manifestaciones del grupo literario El Techo de la Ballena que inició su
actividad en 1961 con una exposición agresiva, y que desapareció en 1963 tras
cumplir un papel muy significativo dentro del campo de la actividad editorial
de vanguardia. “El Techo de la Ballena” jugó un rol estimulante también en el
ambiente plástico a través de la alianza que se quería lograr por entonces entre
los poetas y los artistas; el humor surrealista se alió en esta actitud con la
libertad de la gestualización pictórica. Hubo también política en el carácter
que tuvieron las exposiciones marginales realizadas en los sótanos y garajes
transformados en eventuales salas de refugio de los artistas balleneros. La
época misma tuyo ese carácter de afrenta y de toma de partido y se hicieron
frecuentes, aun más que en cualquier momento anterior, los manifiestos y
panfletos. Con esta beligerancia de los artistas, que rivalizaba con la
agresividad de los críticos de la vanguardia, se buscaba restablecer la actitud
comprometida que el artista venezolano había asumido en épocas cruciales de
su historia más reciente: en los años 30 y entre 1956 y 1958. Una forma de
respuesta al medio fue el humor, que sirvió siempre para manifestar el
desprecio que se sentía por la cultura adocenada y oficial. La historia de la
vanguardia en Venezuela ha sido, en cierto modo, la historia de la lucha, no
contra los valores del pasado, sino contra la mediocridad del presente. Las
manifestaciones escandalosas dirigidas a comprometer al público en formas de
provocación de las cuales se mantenían prudentemente alejados aquellos
contra quienes estaban dirigidas, estuvieron a la orden del día.
El Techo de la Ballena asumió en su tiempo el papel contestatario del que
están conscientes muchos movimientos artísticos cuando protestan contra las
bienales y contra el juicio financiero que prevalece en las relaciones entre la
sociedad y el artista. Una de esas primeras manifestaciones en Venezuela fue
la exposición de Carlos Contramaestre en la Galería de “El Techo de la
Ballena” en 1962: Homenaje a la necrofilia; se trataba en propiedad, de algo
más que de una exposición contra el buen gusto y contra el arte de museos; era
evidente que constituía una suma de símbolos, una sátira, en la que se
pretendía ver representada a la agresividad, siempre ejercida contra la
inocencia, de los organismos policiales del Estado; las instituciones
intervinieron para hacer cerrar la exposición y el catálogo fue confiscado; los
cuadros estaban hechos con vísceras y huesos “más o menos frescos” de reses,
con objetos de desecho y prendas de vestir, utilizados en forma de collages.
Lo agresivo no fue tanto la exposición como la actividad y el texto del
catálogo. La necrofilia no era para Contramaestre el arte de hacer el amor con
los muertos, sino el acto por el cual toda tendencia, asesina expresa, de
acuerdo con Georges Bataille, no sólo fascinación, sino también amor por la
muerte. Y esta tentación le era atribuida, por mampuesta, al sistema político
bajo el cual se vivía.
También en un grupo iconoclasta como el que formaban tácitamente Perán
Erminy y Alberto Brandt, el surrealismo se instalaba en el único reducto que
nuestra sociedad podía depararle en aquel momento: esa marginalidad que en
Alberto Brandt se trocaba en hilarante fanfarronería, en cómico gesto suicida.
Erminy y Brandt, que admiraron en sus primeros tiempos a Pollock, en
Caracas, hacia 1956. El público tomó en broma el ensayo de pintar utilizando
como técnica el dripping (chorreado) que hizo famoso a Pollock, Luego, se
arrojaba todo lo que estaba al alcance de la mano sobre el soporte. Como en
las películas cómicas del cine mudo, público y artistas, provocados
mutuamente, terminaban por arrojarse a sí mismos la pintura. Alberto Brandt
fue el gran provocador de esta época; aparte de que su pintura era muy
sensible y poética, fue un artista que llevó el gesto a la calle, haciéndolo
público en medio de una locuacidad fantástica, inventiva; sus cuadros se
revestían de títulos igualmente escandalosos, absurdos, de tradición
surrealista: “Las zonas erógenas de una concubina alerta”, “Fenomenología de
una Diócesis en pugna con Eritreo”, y así por el estilo. Ateo empedernido, su
obsesión principal fueron los temas místicos de la Edad Media, explotados
siempre con la intención de hacer hincapié en lo erótico.
INFORMALISMO Y EXPRESIONISMO

El informalismo es una rama del expresionismo; en otras palabras: fue un


expresionismo abstracto. Precisamente éste fue el hombre que terminó por
darse a la Escuela de Nueva York, cuyos máximos representantes, Pollock y
De Kooning, ejercieron enorme influencia sobre el arte informalista. El
expresionismo primario, tal como se dio en Alemania a principios de siglo, se
caracterizó por la exacerbación del sentimiento del artista y por la
subordinación del dato sensible de la realidad a la subjetividad que introduce
modificaciones en la visión del artista; pero hasta entonces, históricamente
hablando, el expresionismo se concibió como una tendencia figurativa o, si se
quiere naturalista; siempre el pintor expresionista se apoyó en la naturaleza, de
tal modo que se habló de expresionismo en el sentido de que la realidad
resultaba transfigurada, modificada en la obra. El arte abstracto, en cambio,
era considerado como la expresión de la subjetividad pura y esencial, que no
se apoyaba en los datos de la realidad. A partir de los años cincuenta se
fusionaron en esas dos concepciones aparentemente opuestas: abstracción y
figurativismo al punto de que la dicotomía, que había originado tantas
polémicas, fue superada. Muchos artistas que procedían del arte abstracto
lírico insertaron formas figurativas en una pintura-relieve que estaba dirigida a
exaltar la fuerza bruta de los materiales; toda figuración en el arfe moderno es
de naturaleza simbólica, y en esto difiere de la figuración realista que
caracteriza a los estilos pictóricos del siglo XIX. Jean Dubuffet, en Francia,
fue de los primeros en desmitificar esa separación establecida entre la forma
abstracta y la figurativa, dotando a la obra de un contenido primitivo, a la vez
gráfico y profundamente táctil, físico. La pintura es una escritura y, por lo
tanto, un lenguaje. No representa sino que hace inteligible y traduce la
realidad en un orden que es absolutamente privativo de la organización
plástica. El antagonismo entre abstracción y figuración se debilitó y llegó a
desaparecer.

DESARROLLO DEL INFORMALISMO

En San Francisco, E.E.U.U., Teresa Casanova había visitado el taller de Mark


Tobey. En su pintura se encontraban alusiones a texturas de cortezas de
árboles y a velados parajes que la imaginación siempre está lista para
descubrir detrás de las formas inventadas por el artista, aunque la intención de
éste no haya sido representar algo en concreto. Bajo la influencia de cierta
tipología propartista, discretamente difundida en Caracas, Teresa Casanova
llegó a expresarse con mayor propiedad en el grabado experimental. Luisa
Richter también cultivaría las artes gráficas, de acuerdo con una tendencia que
se generalizó mucho en los años 60. Luque, Maruja Rolando, Humberto
Jaimes Sánchez abordarían, a su turno, el grabado, y a ello contribuyó en gran
medida la labor de pionera que había realizado Luisa Palacios.
Pero quizás el artista de obra más sólida dentro de la tendencia matierista fue
Humberto Jaimes Sánchez, quien había participado en algunas exposiciones
del movimiento informalista, en Caracas y en la provincia. J.S. había
encontrado un camino muy personal y su evolución fue diferente a la de los
informalistas porque no era un recién llegado y tampoco un artista dispuesto a
tomar posición iconoclasta; se había formado en la Escuela de Artes Plásticas
y perteneció a la clase de 1950 que terminó expulsada de aquel plantel a raíz
de una huelga contra las autoridades docentes. Dotado de un oficio singular,
magnífico colorista, J.S. partió de una obra realizada en París en la cual
recibió la influencia de Pollakof y De Stael Al exponer en Nueva York, en
1959 obtuvo el elogio de la célebre crítico de arte Dore Ashton. Dio a conocer
su nueva búsqueda en Caracas en la que ha sido hasta hoy su mejor exposición
en el Museo de Bellas Artes. “El valor de su obra, dijimos en esa oportunidad,
reside en la cualidad de realidad que J.S. otorga a cada una de sus
composiciones, realidad que existe separadamente fuera de la relación entre
imagen y significado: pintura y significado son una misma cosa. La intensidad
del empaste en grosor es la característica de estos cuadros. La forma de una
masa sin bordes de una materia cuyas tensiones, representadas en la tela por
armonías de colores matizados en espesor para aproximarse a los tonos de la
naturaleza, y que tienden a librar energías vibrantes sobre un espacio texturado
que semeja parte de una extensión mayor recortada”. Algo parecido ofrecía
Elsa Gramcko en punto al tratamiento telúrico del espacio, aunque su obra se
aproximaba más al relieve y al objeto que a la pintura misma, lo que
determinó que esta artista se pasara al campo de la escultura; comenzó por
preferir la organización de la materia a espacios íntimamente arquitectónicos
donde la materia sugería muros neutros y las falsas perspectivas terminaban en
postigos, herrajes inútiles, ojos de buey, en una disposición de collage espacial
muy geométrico; luego aparecieron imágenes más fantásticas, sin conexión
real y para lo cual la artista incrustaba silvines de automóviles en una como
áspera y monocroma textura lunar. Gramcko desembocó en un tipo de
escultura emparentada con el concepto de estructura primaria para revelar que
en ella terminó por triunfar su espíritu constructivista.
Con frecuencia sucede que no son los artistas, más Ortodoxos, dentro de un
movimiento los que saben, por disposición natural, sacar mejor partido a los
recursos puestos en juego por la tendencia representada por ese movimiento.
Al menos esto sucedió con Francisco Hung, quien regresó de su primer viaje a
París en 1963, cuando el informalismo se extinguía sin haber explotado toda la
riqueza de una gesticulación a la que nos inclinaban las características
barrocas de la tradición latinoamericana. En el fondo, el informalismo buscaba
la liberación incontrolada de energías inconscientes, concentradas y dormidas
por efecto de una larga historia de represiones sociales, de complejos, de
refinamiento, de educación del gusto y de sacralización y mitificación de
valores universales, etc., etc. Pero si el gesto físico era el vehículo para esta
liberación, sucedió por otra parte que ese gesto fue convertido en el fin, por lo
que, carente de contenidos; los pintores no alcanzan a personalizar sus estilos
y las energías quedaron diluidas en maneras, reacciones y actitudes
homogenizadas, anónimas.
Hung supo encontrar en el gesto eso que la pintura venezolana no había
logrado aún: una escritura amplia y dramática que fuera al mismo tiempo su
propio contenido; una caligrafía espontánea y enriquecida por su propia
plasticidad desbordante. Demasiado personal, por otra parte, para no dar a
entender inmediatamente que en Hung afloraba el componente oriental de su
personalidad. Nacido de padre chino y de madre mestiza, natural de
Maracaibo, Hung revelaba el potencial anímico del mestizaje americano, y lo
demostró en el deslumbrante trabajo que realizó, abordando los grandes
formatos y los murales, entre 1964 y 1966, intervalo durante el cual ganó el
Premio Nacional de Pintura y participó exitosamente en la Bienal de Sao
Paulo (1965).
También Carlos Hernández Guerra había entrado en contacto con la pintura
gestual europea; pero estuvo más condicionado que Hung por la educación
recibida en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, donde había estado, y
aunque pintó en grandes formatos, su gesto, envuelto en el rigor de las
armonías de tonos grises, marrones y negros, con que trabajaba, fue más
comedido, más clásico. Hernández Guerra no llevó a las últimas
consecuencias su facilidad gestual, y desvió su búsqueda hacia un realismo
social que se originó probablemente como respuesta lógica al agotamiento de
la tendencia abstracto-informativa.
Al realismo de sus primeros años, sucede en Luis Chacón una tentativa por
librarse de toda ortodoxia que no sea la del grabado, género dentro del cual
fue uno de nuestros pioneros en la década del 60. Hacia este año llega a la
expresión abstracta, dentro de un concepto informalista, para luego pasar a un
tipo de abstracción geométrico simbólico que él desarrollaría en series que
tituló Los planetas, con un conjunto de las cuates obtuvo en 1965 el premio
nacional en la especialidad. Después de esto se abocó a la idea de aplicar a sus
grabados el concepto de obra única, como si se tratara de pinturas, evitando la
reproducción. Por este orden de preocupaciones llega después de 1970 a
formas óptico-constructivas, que si bien se inscriben básicamente en el
esquema compositivo que iniciara con Los planetas, lo hacen desembocar en
el campo experimental.
Marietta Berman es una artista de formación expresionista, nacida en
Checoslovaquia y radicada entre nosotros. Apareció en principio como
dibujante y se dio a conocer en el Salón Oficial tras obtener el Premio
Nacional de Dibujo. En su pintura, espacial y muy sintética, ha buscado
establecer una alianza con lo conceptual, incluso ensayando el ensamblaje dé
objetos pegados o añadidos a sus grandes telas: Una tendencia mística la ha
llevado, en los últimos años, al rechazo de toda expresión automática y, por la
vía del grabado, nos ha dejado sus mejores obras en sus ilustraciones para la
Biblia que ha reunido con el título de El cantar.
Egresado de la Escuela de Artes Plásticas, Ángel Hurtado marchó a París
donde permaneció hasta 1959. Sus primeras obras realizadas en Caracas lo
orientan hacia un grafismo esquemático, que luego desarrolla en Europa en
formas pictóricas articuladas en torno al juego dinámico de varias barras
negras que destacan sobre una atmósfera oscura, de efecto nocturno
(generalmente un círculo plateado hace las veces de luna). Hay aquí, así pues,
una sugestión de naturaleza figurativa que distingue a su obra de la del francés
Soulages, quien lo influye. Son climas de encantamiento, como los que logra
en su serie titulada “Signos Zodiacales”, con una de las cuales obtiene el
Premio Nacional de Pintura, en 1961.
Aunque es mejor conocida como grabadora, Luisa Palacios ha realizado
también obra pictórica. Se dio a conocer hacia 1958 en el Salón Planchart con
un estilo-figurativo donde la anécdota era reducida a un envolvente y rítmico
trazado lineal. Quedaba así mostrada la estructura de desarrollo del cuadro y la
atmósfera era monocroma; Concepción básicamente lineal que ella ha
profundizado en su importante obra grabada. Después de una etapa abstracta,
vuelve, a la figuración en 1973.
Paul Klose, nacido en Dinamarca y establecido en Caracas, representó
también a una abstracción de contenido sugerente. Gamas frías trabajadas con
una pincelada corta en profundidad hasta obtener una apariencia de estructura
cristalina, que renuncian sin embargo a todo parecido con la naturaleza. Etapa
superada luego de una exposición en el Museo de Bellas Artes en 1965, para
derivar hacia una suerte de neogeometrismo libre, que este artista traduce a la
estampa serigráfica con excelente resultado.
Por la línea de Hung, Manuel Mérida comienza con una obra gestual, donde el
objeto se destruye rápidamente en atmósferas espaciales, donde abundan
cubos y artefactos violentos; luego pasa a un ensamblaje del tipo Pop, que
combina e1 plano pintado con el objeto saliente donde la imagen se
materializa. En Francia se consagra a la experimentación y cuando regresa a
Caracas en 1973 trae consigo una exposición de obras de un carácter cinetista
muy singular, cajas casi planas llenas de fina arena y que giran con apariencia
de cuadros frente al espectador, hasta combinar una incesante orografía, de
naturaleza sutilmente poética.

EL C1NETISMO EN VENEZUELA

Una de las tendencias de mayor prestigio, y, aparentemente la más


determinante, es el cinetismo, aunque la influencia de éste no sea tan marcada
como la que, en su tiempo, ejerció el abstraccionismo geométrico. También
como en el caso de este movimiento, el cinetismo es manifestación de un afán
Contemporáneo de formular una relación directa entre la tecnología y la
evolución del arte. Expresa el ideal de hacer del arte una totalidad en la que
puedan intervenir, para su percepción, todos los sentidos. El cinetismo ya no
es un hecho puramente visual; intervienen en su captación lo táctil, lo físico-
arquitectural y los conceptos. La idea de movimiento rige esta nueva relación
que se pretende crear con un espectador cuya participación; en el plano
viviente, se estimula por todas las vías de la percepción. El espectador debe
apreciar la obra como un acontecimiento siempre renovándose a sí mismo, y
que exige adoptar puntos de vista cambiantes, que implican la inserción del
público dentro del radio de acción de la obra.
El cinetismo es una tendencia del arte venezolano que se lleva a cabo
principalmente en Europa. Sin duda alguna, está asociado a las primeras
experiencias de los años 50 con el abstraccionismo geométrico y las
derivaciones de la obra de Mondrian. Los pintores venezolanos residenciados
para esta época en París, se planteaban los problemas de la vibración, la
ruptura de la forma y la desmaterialización de la obra. Rubén Núñez fue un
entusiasta promotor —aunque sin continuidad— de estas búsquedas. Luis
Guevara Moreno y Omar Carreño estuvieron en contacto con las ideas de
Carmelo Arden Quin y su movimiento Martí y dieron sus aportes a los
conceptos de la obra como objeto, el muro como espacio y el planteo de una
serie de transformaciones lineales que permitirían la expansión de signos
cromáticos y formas geométricas hacia una progresiva separación del plano.
Por su lado, el húngaro Víctor Vasarely también contribuirá a fundar las bases
del arte óptico que relaciona la obra con un campo de activación de energía
luminosa que modifica la percepción visual del espectador y suscita en su obra
imágenes en movimiento.
El prestigio obtenido en el exterior por Jesús Soto y Carlos Cruz Diez, ha
tenido mucha influencia sobre los jóvenes realizadores venezolanos. Después
de la gran exposición del argentino Julio Le Parc en Caracas, en 1966, muchos
de ellos sé dedicaron a esbozar argumentos cinéticos en forma sistemática. Se
produce una verdadera escalada que plena los salones de arte y las galerías
con precarios experimentos que reproducen ingenuamente proposiciones
hechas a veces cincuenta años atrás en Europa (no hay que olvidar que en
1922 Naum Gabo propuso su “Volumen Virtual” a base de una lámina
metálica movida por un motor), o que imitan descaradamente la obra de
artistas contemporáneos como Hugo Demarco, el mismo Le Parc, Yvaral, etc.
Para ubicarse en una supuesta vanguardia, los jóvenes retomaron los
problemas que la generación de “Los Disidentes” había investigado en París
en 1950.

LA ARQUITECTURA GRÁFICA DE SOTO

Jesús Soto se trasladó a París en 1950 y desde entonces ha residido


ininterrumpidamente en Europa. Con una retina excitada por la vibración de la
luz tropical, se va a encontrar en el viejo continente con la obra de Mondrian y
un clima conceptual apoyado en una sociedad de altos niveles de
industrialización, ciencia, tecnología e información que será el marco propicio
para la búsqueda cinética. Una sociedad, además que ha sufrido un vertiginoso
período de transformación. Las composiciones estáticas de Mondrian, el
vigoroso equilibrio de las ortogonales y la obstinada superficie de los planos
de color, como un rígido modelo de la realidad que la hace comenzar y
terminar en la mateira, pero que excluye toda noción del movimiento, es un
punto de partida para los venezolanos radicados en París que en esa época
deseaban encontrar un camino huevo para el arte. Soto propone la vibración
mediante la repetición serial de los elementos, qué más tarde va a desembocar
en esa apretada trama de líneas paralelas, con intersticios en blanco, que
dispone, en el fondo de sus obras para dinamizar el campo perceptual. En su
investigación, Soto da un gran paso adelante con estructuras cinéticas
obtenidas por la superposición de láminas de plexiglás transparente, sobre las
cuales diseña espirales que, unidas en la visión del observador, y mediante sus
desplazamientos ante la obra, producen la sensación de movimiento. Pero el
procedimiento que va a caracterizar definitivamente la obra de este artista,
para lograr la inestabilidad de la forma, se basa en un patrón de relaciones
entre el fondo y los elementos colocados contra el mismo, y que consiste en
suspender una estructura de alambres sobre una trama de líneas paralelas. De
aquí saldrán diversas versiones con distintos materiales, que le permitirán
actualmente trazar verdaderas caligrafías en el espacio o distribuir serialmente
frente al plano desglosados elementos en “T” cuyo eje central es perpendicular
al fondo, y que él mismo llama “Tes”. A partir de 1959, de acuerdo con el
interés por la materia y sus calidades físicas promovido por el informalismo en
el ambiente artístico europeo. Soto, continúa desarrollando su proposición
cinética entre la pintura y la escultura, aprovechando bloques de madera vieja,
con heridas y descortezamientos, clavos oxidados, bisagras y otros elementos.
En sus obras siguientes vuelve a interesarse por los problemas de la
composición, en lo que es una mayor profundización dentro del espíritu del
arte geométrico, y se preocupa por resolver en la imagen aspectos de simetría,
ritmo y equilibrio. También utiliza él color y la forma integrados al
movimiento para determinar la totalidad de la obra. Introduce cuadrados y
dispone las estrías sobre ellos y contra estos elementos suspende barras
sostenidas por hilos de nylon. Lo que se rompe aquí es el ritmo ortogonal y los
bordes de las barras tienden a desaparecer, como si la materia se volviera
energía allí donde termina su superficie, gracias a la vibración del fondo. En
otros casos, los cuadrados son los elementos que se desmaterializan y la trama
de líneas paralelas está en el plano de fondo. Siempre gracias al
desplazamiento del observador frente a la obra se produce la vibración.
El cinetismo habría surgido como el opuesto del arte geométrico. Las obras de
Soto plantean esa contraposición estático-dinámica que les da una animación
profunda, otra forma de virtualidad, que no es aparente ni sensible, pero que
resulta responsable de su estructura íntima. La ordenación lógica, racional por
entero y absolutamente controlada que establece por medio de la composición,
constituye el soporte estático. Al mismo se contrapone la vibración, prevista,
sin duda, y buscada como efecto, pero aleatoria en cuanto al momento y al
sujeto dentro del cual se va a producir el fenómeno óptico, y también en
cuanto a la transformación que sufren las relaciones dentro de la obra
cuando sus elementos se modifican en el : tiempo, en el espacio y en el sujeto.
Ésta es la proposición dinámica. Tesis y antítesis se resuelven luego en la
transformación, que asegura la relación íntima entre ambas y la estructura
profunda de la obra. Posteriormente Soto llevará la proposición cinética hasta
una consecuencia ambiental con sus penetrables, una masa de elementos
colgantes entre los cuales debe circular el espectador para sentir cómo está
relacionado con el espacio y cómo la modifica con su propia presencia.

EL ACONTECIMIENTO EN LA FISICROMIA

Carlos Cruz Diez se incorpora más tardíamente que Soto al arte cinético.
Hasta 1959 hace una pintura figurativa, de tema folklórico. Viaja a París en
1960, donde reside ininterrumpidamente desde entonces, salvo breves visitas a
Venezuela, y desde allí inicia una serie de investigaciones que lo llevan a las
“Fisicromías”. En estas obras los colores están dispuestos en tiras verticales
colocadas contra un plano. Generalmente son conjuntos de cuatro o cinco
colores, que al combinarse entre sí en la retina del espectador, crean todo un
campo energético. El Observador debe desplazarse frente a la obra para
inducir las transformaciones que ocurren en ella. En las “Transcromías”, Cruz
Diez dispone láminas teñidas de color y ensambladas según un diseño
definido. La mezcla óptica se produce por la superposición de los colores, lo
cual es posible porque esas láminas son transparentes. En las “Cromo-
interferencias” se introduce la animación mecánica, gracias a un motor que
mueve un disco con tiras de color en dos planos. Para Cruz Diez es
fundamental la luz descompuesta en colores. Soto la necesita para establecer
las relaciones de movimiento en sus obras, captada en las estrías de sus fondos
o deslizándose por los elementos que integra en su espacio. A través de la luz,
Alejandro Otero obtiene ritmos cromáticos o desmaterializa sus volúmenes. Y
Juvenal Ravelo la identifica con el tiempo, en forma análoga al ritmo en la
música, para animar sus relieves como una moderna coreografía luminosa.
Esto los emparenta necesariamente, con la mejor tradición pictórica
venezolana, que ha visto en la luz una preocupación constante. Cruz Diez, al
igual que sus colegas, trata de hacer evidente ese cambio continuo que es la
realidad física. Pero al igual que ellos, tiene la misma limitación e
imposibilidad: expresar esa forma superior de movimiento que es la realidad
social. Quizás de aquí provenga la preocupación de Cruz Diez por plantear
grandes obras de integración de la arquitectura y el paisaje, que le permitan
contener al hombre, y que se inician con sus cabinas de Cromo, saturación o
compartimientos cerrados que se comunican entre sí. En cada ambiente hay un
solo color primario, producido por bombillos teñidos o por decoloración del
plástico transparente de las cabinas. Con esto se propone sensibilizar más al
espectador a la luz y modificar la percepción del paisaje a través del color.
Cada cabina actúa corrió un filtro, y al pasar de una a otra, bajo tales
condiciones de saturación, la retina queda impregnada de los tres primarios y
los mezcla aunque el estímulo haya desaparecido. Grandes murales en
espacios públicos, paredes interiores de túneles y otros ambientes,
han recibido la aplicación de los principios de Cruz Diez en un intento por
comunicarse con el hombre que usa esos espacios.
Juvenal Ravelo fue un pintor dedicado al paisaje expresionista, hasta que se
trasladó a París en 1964, donde vive desde entonces. Su aporte más importante
dentro del cinetismo es lo que el ha llamado “la fragmentación de la luz”.
Sobre la base de estructuras monocromas, logra revelar unas frecuencias
luminosas que equivalen al ritmo dentro del lenguaje abstracto de la música.
En su caso, se trata de analizar selectivamente esa masa de información visual
que es la luz, y darle un movimiento, un sentido y una duración. Sus obras son
campos luminosos modulados por la distribución serial de relieves sobre el
soporte, en el caso de sus estructuras, y de ritmos lineales en sus serigrafías.
Por otra serie de sus obras prevé descomponer la luz ambiente en colores, por
medio de reflejos entre la pigmentación de los relieves y el plano de fondo,
que se mezclan en la retina para crear otros colores que no existen físicamente.
El observador debe moverse ante los cuadros para provocar con sus distintos
ángulos de visión, las relaciones luminosas. Entonces desaparecen los
elementos en relieve, ópticamente se integran con el plano de fondo y surge
una estructura que se crea en el ojo.
El cinetismo venezolano es una manifestación artística que se ha anticipado al
país. Contemporánea de Europa en un momento histórico, integrada a su
pasado, actualmente, anticipa el país que Venezuela todavía no ha llegado a
ser. Habla de un país desarrollado, con ciencia y tecnología propias,
completamente industrializado. En este sentido, es más representativo de la
realidad europea quede la nuestra. Pero el hecho de que venezolanos como
Otero, Soto, Cruz Diez y Ravelo sean creadores cinéticos, además de
evidenciar un talento indiscutible y una voluntad que se opone a todos los
obstáculos en su aventura con la luz y el movimiento, es una consecuencia del
internacionalismo del arte planteado en nuestro medio hacia 1950, pero que
sólo han sido capaces de resolver los que residen o han trabajado fuera del
mismo.
En otra dirección, pero simplemente vinculados a la problemática de la luz,
trabajan artistas como Gerd Leufert, Nedo M.F. y Mercedes Pardo. También
Omar Carreño, Francisco Salazar, Gabriel Morera y alguien tan joven como
José Rosario Pérez.
Gerd Leufert establecido en Caracas desde 1959, se ha destacado como
diseñador gráfico y pintor. De armonías monocromáticas, con bastidores
dotados de forma y volumen pasó a realizar una obra donde el color tiene una
importancia fundamental como agente de la vibración visual y surgen nuevas
relaciones entre tintas asociadas en su registro a las empleadas en las artes
gráficas, con armonías completamente inéditas en la pintura.
Nedo (Mario Ferrario) realiza una obra de diseñador gráfico desde que llega a
Venezuela en 1950. En su pintura asocia al principio un signo gráfico con el
color, hasta que en su experiencia informalista llega a realizar un tratamiento
textura con el blanco. De aquí parte necesariamente su trabajo constructivista
que lo lleva a proponer relieves blancos sobre fondos blancos. Es una manera
de interpretar la luz, pues cuando ésta incide sobre sus estructuras surge todo
un claroscuro que le da profundidad al espacio sobre un ritmo de entrantes y
salientes, reversiones de fondo y forma y perspectivas virtuales.
Francisco Salazar reside actualmente en Francia. Ha sabido realizar con
marcado estilo personal una obra monocroma á base de blancos. Aprovecha
finos relieves seriales que apenas sobresalen de la superficie como laminillas
curvadas, y con ellos modula formas y ritmos virtuales. La luz, al incidir sobre
esa superficie estriada, activa toda la composición y valoriza los blancos.
LOS NACIDOS DESPUÉS DE 1940

No es poco lo que puede decirse —en pro y en contra— para definir las
circunstancias en que se han formado los artistas plásticos nacidos después de
1940, y que se iniciaron luego de esa etapa de escepticismo en que se
sumergió la vanguardia, entre 1962 y 1966, a lo largo de un debate en el cual
la nueva figuración y el constructivismo, como manifestaciones extremas, se
lanzaban toda clase de acusaciones. Uno de los planteamientos más frecuentes
de oír por entonces negaba con insistencia que podría tener sentido seguir
pintando o, en pocas palabras, expresándose. Las convicciones artísticas, en lo
tocante a programas de grupo, suelen ser extremadamente radicales. Artistas
protestatarios que tenían clara ascendencia expresionista, acusaban toda
manifestación ligada en alguna forma con el mercado artístico de complicidad
con et status, y lejos de buscar soluciones a los esquemas expresivos, se
negaban a seguir trabajando, lo cual condujo en más de un artista de talento a
contradicciones y vacilaciones que aún afectan a la figuración nueva. De otro
lado, se experimentó un propósito de encajonamiento, tan obstinado como el
que se había vivido hacia 1955, y según el cual la única salida se encontraba
en las prédicas del arte concreto. Muchos, artistas jóvenes, incluso reclutados
entre los más iracundos cuestionadores de la sociedad., se lanzaron por el
camino del cinetismo y el arte retinal, originando alrededor de estas corrientes
y de otras de signo parecido, todo un movimiento que tuvo su centro de
operaciones en París. Hechas las excepciones, se vino a demostrar así que por
las dos vías podía llegarse a la frustración, o en el mejor de los ejemplos, al
autoexilio, como le ha ocurrido, en este último caso, a muchos artistas que,
cualquiera sea el resultado de la obra, no parecen encontrar suficientes
incentivos para adaptarse a nuestro suelo, luego de realizar fructuosas
experiencias en Europa. Felizmente los movimientos surgidos después
demostraron mayor amplitud de miras y la compleja y nunca respondida
interrogante de crear para qué no parece conducir a una valla final. Ni
prosperan, en este camino y los cortapisas excluyentes. Es aquí donde los
nuevos artistas, sin que esto nos obligue a ser optimistas del todo, tienen una
clara ventaja. Ellos han arrojado una especie de borrón y cuenta nueva;
trabajan en mayor silencio, sin el estímulo de programas y manifiestos de
grupo (tan abundantes hacia 1960) ni los tours force de compromisos, pero
evidentemente abiertos a los signos de un lenguaje nuevo, que de ningún
modo puede ser unívoco, como quisieran muchos. Un recuento de estas
tendencias recientes pondría en evidencia en primer lugar el alto número de
artistas que se ha dado a conocer en los últimos cinco años, especialmente a
través de los salones de jóvenes y de las exposiciones de grupo que con
regularidad promueven algunas instituciones como la Sala de la Fundación
Mendoza y la Galería Banap. Este contingente posibilita un despliegue
sumamente amplio de expresiones, desde el realismo nuevo hasta el arte
conceptual, y ello pudo apreciarse en la primera muestra del Premio “Ernesto
Avellán” en 1973. Remitirnos a los que participan en éste, vale tanto como
establecer un balance parcial aunque esclarecedor del nuevo arte venezolano.
En primer lugar tropezamos con la figuración misma, que sus representantes
ensayan despojar del lastre expresionista y del peso de técnicas y materiales de
la tradición para devolverle interés y mayor poder de activación del
espectador. En muchos de sus artistas se observa un rechazo del plano y de los
efectos de ilusión visual, como ocurre por ejemplo en las ambientaciones de
Beatriz Blanco, quien echa mano de diversos recursos para insistir en
trasponer la separación entre obra y público, creando un símil tridimensional
del Comportamiento de las multitudes. En los casos en que el planteo no
desborda el plano., quedando la pintura fiel a ella misma, se comprueba, como
sucede en la obra de José Campos un instinto de depuración y una negativa a
valerse de los recursos de la gestualización tradicional, para programar el
cuadro en función de asociaciones de parentescos surrealistas; extrañas
metamorfosis operan realidades cotidianas en un espacio de gran precisión
óptica. Algo parecido, pero con evidente gusto por el “revival” llevado a una
escala de la mitología personal, se da en las obras, tan evocativas y
sorprendentes de un desarrollo a otro, que crea la imaginación de José Antonio
Quintero, quien no desdeña hacer implicaciones conceptuales en su tentativa
de contemporizar con los estilos clásicos. En lo escultórico, si cabe la palabra,
destaca el nombre de Lilia Valbuena, cuya obra desmitifica los materiales
nobles en beneficio de medios más humildes que se prestan, en la obra de ella,
a liberar el juego de una fantasía formal desbordada en cuerpos simples y
rebosantes como globos fácilmente accionables. Henry Bermúdez, por su lado,
expresa un término medio entre la escritura caligráfica y la figuración racional
que exige para desenvolverse en el espacio ilusorio un plano
extraordinariamente imbricado en un extenso tejido proteico, del que nacen, a
partir del signo, vegetaciones, extrañas faunas, en medio de una gran labia
tropical. En otro campo muy opuesto. La obra de Eugenio Espinoza representa
en esta confrontación el reto solitario y empecinado de un artista conceptual,
para quien la intención parece ser más importante que el resultado, queriendo
cuestionarla, Espinoza opone a la productividad artística un trabajo progresivo
y proliferante, en el cual se repiten ideas, unidades y esquemas para satisfacer
la posibilidad de su desarrollo infinito, con lo cual desmonta el mecanismo de
la obra cerrada e irrespeta los límites e intenciones de los géneros
tradicionales.
Diego Barboza es, entre los jóvenes de hoy, tal vez el que está más cerca de
las actitudes primarias, en el sentido de que para él la manifestación biológica
(como puede ser la presencia de un público trocado en actor) ha llegado a
concretarse, en un momento de su actividad, en medio de expresión. A mitad
de camino entre el espectáculo y el signo de valor plástico, Barboza parece
tomar en serio el factor sorpresa para llevar a cabo una suerte de
acontecimiento, que él denomina “Expresiones”. ¿Cómo reaccionará el
público ante la otra que Barboza presentará en esta exposición? Es evidente
que no se tiene la menor idea, pues las obras que prepara este artista siempre
constituyen, hasta el último momento, una incógnita.
Para último término he dejado a William Stone y María Zabala, por coincidir
ambos, me parece, en una suerte de programa común: el del equipo de
Sensaciones Perdidas que realizó el dispositivo venezolano enviado a la
Bienal de Sao Paulo. Las obras de estos dos plásticos están aquí, sin embargo,
suficientemente individualizadas, y es a esto a lo que habría que referirse.
William Stone investiga en una dimensión aún inédita del arte abstracto: lo
táctil como valor concreto de la obra que se organiza virtualmente para
envolver al espectador en la siempre reprimida necesidad de palpar lo que ve.
Es, por lo dicho, un planteo de gran actualidad en un momento en que “la
magia tecnológica” nos procura materiales y objetos de una nueva sensualidad
que exigen de nosotros modos de percepción más globales. Hay que reconocer
en María Zabala a uno de esos valiosos artistas provenientes del campo de la
gráfica que han arribado a experiencias tridimensionales, de naturaleza
constructivista; ella ha presentado últimamente obras que se encuentran al
final de sus investigaciones del color virtual, proyectado aquí a estructura
transformables, que constan de elementos básicos.
Rolando Dorrego, junto con otros contados jóvenes que también pertenecen a
la nueva generación, es uno de los pocos artistas que en nuestra país han
manifestado alguna asimilación de las influencias del pop art norteamericano,
que en su obra se ha venido reflejando en su interés por los modelos del
diseño gráfico publicitario, tanto en la concepción temática y formal de sus
imágenes como en el uso de técnicas despersonalizadas y deliberadamente
“frías”.
Desde cuando se dio a conocer con sus experimentaciones sobre la interacción
de los colores planos según sus dimensiones e intensidades, y sobre todo
desde sus series de pinturas realizadas con franjas cromáticas irregulares, el
trabajo de Héctor Fuenmayor se ha caracterizado por una constante y audaz
actitud de investigación y de rechazo a las limitaciones de lo establecido y lo
convencional. En 1973 realizó una especie de exposición individual, en la Sala
de Exposiciones de la Fundación Mendoza, en la cual sólo había, “para uso
del público”, un color amarillo cubriendo uniformemente todas las paredes de
la galería. En el catálogo se ofrecía alguna información sobre la identidad
personal del artista y sobre la marca y el nombré del color industrial
empleado.
Al abandonar definitivamente su iniciación figurativa, Enrique Krohn se
entusiasma por el arte cinético, cuyo impacto lo había seducido desde su
llegada a París en 1966 y, a partir de la influencia de Jesús Soto, comienza ese
mismo año sus primeras experiencias ópticas y cinéticas con los trabajos que
él llamó Kinecromías y que, según sus propias palabras... son estructuras
cromáticas que producen, por el desplazamiento del espectador, una ilusión
óptica de movimiento, de transparencia, de transformación visual del color en
el devenir espacio-tiempo.
Con el tema único y obsesivo de sus fajos de papeles en blanco, dispuestos de
un modo que siempre es diferente y cada vez más sugestivo. Pacheco Rivas ha
venido expresando su mundo interior con un estilo inconfundiblemente
personal. Su dibujo pulcro y fino va delineando los perfiles de las hojas
blancas que tan pronto aparecen apiladas como amontonadas o agrupadas en
haces, destacándose primero sobre espacios vacíos y luego acomodadas sobre
objetos sólidos y simples, de formas geométricas angulosas, coloreadas en
tonos pálidos y planos.
Las “figuraciones del absurdo”, con las que se ha hecho muy conocido en
nuestro medió artístico el nombre de Freddy Pereira, han venido
desarrollando, desde hace varios años, el estilo muy original de este joven
artista, de expresión esencialmente gráfica y dibujística, y de técnica
impecablemente limpia y precisa.
Dentro de un movimiento plástico de tan excepcional calidad como el de los
jóvenes artistas zulianos, el nombre de Ángel Peña sobresale como uno de sus
más valiosos representantes. Y si para referirnos a su trabajo hemos
comenzado situándolo en una región del país, no es porque su interés y
su valor no sobrepasen los límites locales, sino porque el caso de la nueva
plástica del Zulia reviste características singulares de extraordinario vigor y
coherencia que lo hacen aparecer como un verdadero movimiento cuya
importancia nacional apenas comienza a ser conocida. La obra de Ángel
Peña comparte una serie de afinidades estéticas y de rasgos comunes con las
de otros jóvenes artistas no menos valiosos de Maracaibo, ciudad que se ha
convertido en el gran baluarte de la nueva figuración en nuestro país. En el
trabajo de Peña, como en el de Niño, Cepeda y otros, así como también en el
de Felisberto Cuevas, el tema único de la figura humana (o del grupo humano)
aparece descompuesto en deformaciones monstruosas, expresando de un
modo vehemente un mundo tenso y extraño, cargado de repulsiones y delirios.
Acaso lo que une mejor a estos creadores es el sentido de separación del
sistema, de rechazo, de asco, como si les resultara intolerable la humanidad
opresiva de la sociedad zuliana, que ellos sienten como una sobrecarga
afectiva a punto de estallar.

LOS PINTORES INGENUOS

Desde el descubrimiento de Feliciano Carvallo, en 1948, son numerosos los


pintores ingenuos que, con mayor o menor fortuna, han aparecido en
Venezuela. Ello puede tener explicación en las características visuales de la
sensibilidad del hombre criollo, así como también en la persistencia marginal
—especialmente en los pueblos del interior— de una artesanía popular cuyo
espíritu habría que remontar a los tiempos de la Colonia. Y ha sido tal la
contribución del artista popular a la cultura plástica de nuestro país que no
sería osado atribuirle a la pintura ingenua una significación parecida a la que
desde aquella lejana fecha —1948— ha venido teniendo para nosotros el arte
abstracto.
Hemos tomado 1948 como punto de partida, como el año en que se reveló en
Venezuela, cronológicamente hablando, el primer pintor ingenuo; no
sugerimos de ningún modo que sólo a partir de esa fecha ha habido
manifestaciones de este género popular en Venezuela. Muchas creaciones de
los siglos XVIII y XIX en las cuales las torpezas e incorrecciones se
convierten en valores expresivos, en los más lejanos antecedentes de nuestros
actuales primitivos.
Un arte al margen de escuelas y academias, al margen —por así decirlo— de
la historia del arte, existió siempre en todas partes. Se trata de esa creación
subterránea de los pueblos equivalentes a lo que en otro plano de la creación
Jorge Zalamea ha llamado, en un magistral ensayo, “la poesía ignorada y
olvidada”. Se necesitó una revolución de forma y contenido, como la que
ocurrió a comienzos de nuestro siglo en Francia, para que la concepción de la
obra de arte se desarrollara en libertad hasta un extremo que hizo posible
valorar en adelante una serie de creaciones que a lo largo de la historia habían
tenido tan sólo un significado etnográfico o cultural. Hasta ahora nadie se
había atrevido a confrontar, en el mismo plano cualitativo, una máscara negra
con una escultura griega del período clásico. Pero el arte negro había influido
notablemente sobre el expresionismo y el cubismo europeos; la escultura
azteca fue elevada al rango de gran estatuaria; los genios del Renacimiento, y
en general la preceptiva renacentista, no serían en adelante los únicos patrones
en base a los cuales podría seguirse haciendo la valoración del arte desde un
punto de vista que concierne estrictamente a la capacidad y la técnica. De esa
ruptura operada a comienzos de siglo, que trasladó el punto de mira desde el
valor externo de las formas a la intensidad de la expresión, librando al artista
moderno de la “tiranía óptica” del Renacimiento, arranca la historia del arte
abstracto; a la par de éste, como parte de una nueva concepción del mundo,
resurge el interés por esas creaciones marginadas de las civilizaciones, hasta
ahora estudiadas únicamente desde un punto de vista sociocultural: el arte de
los ingenuos, la pintura de los niños y los locos, las artes salvajes actuales.
Poco antes de inventarse el cubismo, hacia 1908, Europa había sufrido el
impacto del genio pictórico del Aduanero Rousseau, el primer naíf de la
historia del arte, cuyo éxito dio pie a una serie de hallazgos de igual género, en
los que, como sucede en todo fenómeno artístico, la mistificación corrió pareja
con la publicidad comercial y lo auténtico.
¿La torpeza del dibujo, las incorrecciones de la perspectiva, cierta falta de
oficio, bastan para considerar todas las obras ingenuas como auténticas
creaciones? Hay que guardar ciertas reservas. Como lo reconoce Michael
Ragon, la proliferación del estilo ingenuo en el mundo (al igual de lo que
sucede con el dibujo infantil) ha acarreado cierto “academicismo” peligroso y
una clase de impostura que consiste en pretender calificar de “ingenua” a toda
pintura en donde se encuentren aquellos defectos aludidos. Los que califica a
un pintor ingenuo no es tanto el oficio imperfecto como el mundo personal
que expresa: habría que definir al pintor ingenuo como el artista que, cuando
pinta (o esculpe) retorna al mundo de su infancia, revelándolo por medio de
símbolos atávicos, visiones y mitos de gran belleza poética. Raras veces uno
de estos pintores se interesa por la realidad en el sentido en que se interesa un
paisajista culto, por ejemplo; el ingenuo obra como un niño desatento en clase:
es demasiado imaginativo para ver la realidad como es; pinta no lo “que ve”
sino lo que “cree ver”.
Que arte abstracto y arte naíf estén asociados, se explica porque son formas
antípodas de una misma concepción de la realidad: ambas artes ponen de
manifiesto la primacía de la subjetividad: el abstraccionismo por exceso de
cultura, y el ingenuismo por falta de técnica, reducen el significado de la
pintura a la especificidad por sus propios medios: uno, sabiéndolo; el otro, sin
proponérselo. Expresan, por vía imaginativa o anímica, no las cosas, sino las
ideas que tenemos de las cosas. De allí el entusiasmo de Kandinsky, uno de
los grandes pioneros del arte figurativo, cuando saludó al Aduanero Rousseau
—tan realista en sus pormenorizaciones primitivas, pero tan alejado de la
técnica naturalista— como a un artista abstracto, como a uno de su propia
estirpe.
Esta revolución conceptual a que hemos aludido arriba no afectó de manera
brusca al arte venezolano, sino que incidió en él de manera gradual y lenta, a
lo largo de una evolución que tuvo su origen en los movimientos de
vanguardia de los años 1945. Por esta época el modeló de la pintura europea
contemporánea —en especial la llamada Escuela de París— sustituyó a los
modelos mexicanos y postimpresionistas que venían inspirando a las nuevas
generaciones. El interés por la pintura ingenua surgió de este paralelo, en el
que, por otra parte, no se dio una actividad imitativa respecto de lo ocurrido en
Francia hacía treinta años (con el Aduanero Rousseau), sino una respuesta
lógica ante un cambio de visión que cuestionaba lo académico y lo
convencional en nuestra propia tradición. En la búsqueda de una nueva
pureza, ningún horizonte parecía más promisor que el arte popular: una fuente
excepcionalmente rica en Venezuela (rica espiritualmente en proporción
inversa a la pobreza material de la clase campesina que produce este arte).
Todo verdadero artista ingenuo tiene su propia concepción del mundo y su
obra es casi siempre una explicación parcial de una interpretación mítica que
rebasa el puro significado plástico de la obra. Lo que crea lo supone lleno de
un sentido que trasciende los términos materiales del cuadro. Por ejemplo,
Bárbaro Rivas creía firmemente en la virtud milagrosa de las imágenes que
pintaba. Estas le eran inspiradas por Dios mientras él dormía, y
constantemente hablaba de ángeles “que le llevaban la mano”. Feliciano
Carvallo, de acuerdo con su raza, invoca selvas e historias de animales que
son en sí mismas expresión de un ritual, y a través de las cuales se filtra un
mundo atávico, el del África, con su música de tambores que sugieren la
extensión monótona de los colores planos y el ritmo intensísimo de las
simbólicas aglomeraciones de signos. Son los signos vivientes de una cultura
trascendida. Por su parte, Salvador Valero se hace dueño de una impresionante
cultura mítica, que ha recibido de la tradición oral: pero no le basta con pintar,
ha de recurrir al testimonio escrito, al cuento y la leyenda para transmitir
enteramente no sólo el contenido episódico de esos mitos, sino también el
sentimiento poético que suscita como hecho de la sensibilidad.
Si la pintura culta es la manera propia en que el pintor se presenta al mundo a
través de sus sentidos, para el artista ingenuo la pintura vendría a ser la forma
cómo ese mundo se le revela espontáneamente. Esta afirmación puede
constatarse en la obra de Bárbaro Rivas, ingenuo venezolano descubierto en
Petare por el crítico Francisco Da Antonio, en 1953.
Da Antonio ha estudiado bastante bien la pintura de Rivas y siguió la
trayectoria de su trabajo a lo largo de unos quince años de actividad, lapso en
que puede ubicarse la mayor parte de su obra, o sea entre 1953, cuando fue
descubierto, y 1968, año en que el pintor falleció, a los 74 años de
edad. Lo que caracterizaba al arte ingenuo no es tanto la espontaneidad con
que es librado como la sinceridad que expresa o como la libertad a través de la
cual se nos revela; de tal modo que en una auténtica expresión ingenua, la
pintura se reduce a plantearse en sus propios términos: la fantasía y el lirismo.
La pintura de Bárbaro Rivas emana de una profunda experiencia vital:
manifiesta el distanciamiento necesario entre esa experiencia y el acto por el
cual, pasado cierto tiempo, la memoria la rescata y restablece en el cuadro.
A 1926 se remontan los primeros cuadros de Rivas mostrados en la
retrospectiva que Da Antonio organizara en el Museo de Bellas Artes, en
1956, y que fue la primera exposición que de este artista vio el público de
Caracas antes de que participara por primera vez en el Salón Oficial de Arte
Venezolano. El mayor número de sus obras se localiza entre 1955 y 1960,
período intensamente creador durante el cual Bárbaro Rivas recibiría sostenida
protección por parte del círculo de amigos quejo había rodeado en su modesta
casa del barrio El Calvario, de Petare.
En un estudio de Da Antonio publicado en ocasión de la retrospectiva de
Rivas en el Museo, aquel critico señala en la pintura ingenua venezolana dos
tipos de sensibilidades: una sensibilidad puramente colorística, de meras
imágenes, como juegos sensuales, no referidos a una situación social ni
provenientes de la experiencia vital; y otra sensibilidad para la cual el color
sirve de instrumento a un dramatismo interior que, no obstante plasmarse en
imágenes de valor intrínseco, se proyecta fuertemente en la realidad social,
interpretada a través de mitos y símbolos desgarrados. Pues bien, este último
es el caso de la sensibilidad de Bárbaro Rivas;
En su agreste y sórdido rincón de Petare, donde pasó todos sus días, sin
medida del valor del dinero, generoso, solitario, vociferante, colocado como
Reverón al margen de los beneficios de la civilización occidental y dueño de
un poderoso mundo de tabulación, Bárbaro Rivas era, más que un pintor
religiosa, en la tradición de los imagineros del siglo pasado, un auténtico
ingenuo, un místico en estado primitivo. Su pintura al igual que su mundo de
alucinaciones reales, entraña una significación que va más allá de la simple
presencia de las imágenes que pintaba y a las cuales asignaba un poder
mágico. Para él esas pinturas estaban asistidas de un poder milagroso.
La pintura de Bárbaro Rivas nace de una fe atormentada, caótica, de una
necesidad involuntaria de absoluto, que requiere ser y es iluminada por el acto
de pintar, a través del cual el pintor consigue ese estado de gracia que le estaba
negado a su condición humana. La verdadera pintura ingenua es la que
comprueba la eficacia de una cierta creencia mágica en cuya base está una
experiencia de iluminación interior.
La vida de Bárbaro Rivas fue dura, trágica y, a la vez llena de una desbordante
alegría que compensaba en su espíritu la humillación y el vejamen que a diario
recibía del trato con gentes de todo tipo. A despecho de unos cuantos amigos,
de una pensión del Concejo Municipal de Petare, a despecho del prestigio de
su obra, del valor de sus cuadros en el mercado, Rivas vivió hasta el fin de sus
días en la peor miseria, incomprendido, orgulloso en su gran indigencia. Su
vida fue ejemplo del más absoluto desprecio a los valores materiales. Mezcla
de visionario, de niño y de salvaje, dotado de una mentalidad mágica. Bárbaro
Rivas es el pintor en trance, el intuitivo absoluto, el artista, que recibe la
inspiración de una fuerza sobrenatural, incomprensible para él. Sus temas, en
la mayoría de los casos interpretaciones de pasajes bíblicos, tienen por
escenario el ambiente y la arquitectura accidentada de Petare, ciudad que amó
y de la que fue su víctima y su mejor intérprete.
Pintor innato, colorista intuitivo, en el se fundan la necesidad de expresión con
una voluntad oscura de crear un mensaje, de otorgar significación moral a la
obra, por vía de la experiencia y el recuerdo. Cada cuadro de Bárbaro Rivas es
un mundo que, si para nosotros vale por su plasticidad inmanente, para el
pintor era una manera de traducir a parábolas una imagen trascendente, a
menudo experimentada en el sueño, para otorgárnosla como si se tratara de
una fábula o una enseñanza. Toda su pintura está impregnada de un
dramatismo incomparable, de una religiosidad de vitral medieval, de tabla
antigua; posee un rigor interno, una profundidad de visión y una poesía llena
de encanto y delicadeza, que sublimiza el horror, la pesadilla y el caos de la
vida del artista.
Bárbaro Rivas representó también el drama de nuestras grandes ciudades, el
duro contraste entre los valores materiales que siembran a título de progreso la
injusticia social y la aspiración de los humildes a escapar del mundo de la
alienación a que han quedado reducidos. Su obra, teniendo un carácter
religioso, resulta por eso eminentemente social. Es la metáfora del anhelo de
una vida mejor expresada con la mayor espiritualidad que hayamos conocido
en la pintura venezolana. Anhelo de un orden y una justicia materiales en
donde puedan fundarse las bases de una sociedad más justa.
Feliciano Carvallo es un hijo moderno de esa cultura afroamericana que
alcanzó a tener manifestaciones propias en el litoral central venezolano y que
se extendió desde las selvas de Barlovento hasta las pequeñas poblaciones
situadas al este de La Guaira. La segregación de que fueron objeto los
esclavos negros durante la Colonia determinó que éstos se aislaran en sus
propios centros urbanos, donde surgiría una fuerte cultura que iba a mezclar
las formas de los ritos tribales con las creencias católicas que, junto con su
sometimiento, les fueron impuestas a los negros explotados. Estas culturas
afroamericanas lograron subsistir hasta hoy, conservando solamente las
expresiones que estaban poderosamente marcadas por el espíritu de la
tradición y por la sensibilidad natural de la raza: la música y el canto, tal como
estas manifestaciones se dan actualmente en las poblaciones negras de
Barlovento. Sin embargo, el elemento africano, al contrario de lo que sucedió
en Bahía, Brasil, o en Haití, no elaboró paralelamente a la evolución de su
música formas escultóricas relacionadas con la magia totémica, por la razón
de que al serles arrebatadas sus creencias primitivas, los negros debieron
abrazar la religión cristiana. Por ello se quedaron sin imágenes autóctonas.
En la obra de Feliciano Carvallo se hace presente, sin él advertirlo, un mundo
que tiene de la cultura afroamericana lo que sus visiones nos entregan de
capacidad de simbolizar musicalmente la realidad a través del color. Lo
mágico nos resulta trasladado en su obra a una interpretación de las
ceremonias religiosas y de las fiestas populares relacionadas con el ritual
católico. Conforme al dictado atávico de su raza, Feliciano Carvallo ofrece
una concepción de la pintura completamente alejada de cualquier naturalismo.
Para él el espacio es el plano donde los objetos nos revelan no su identidad,
sino los símbolos de lo que el pintor cree ver más allá de una relación
puramente armónica, relación que es en verdad el verdadero problema que
Feliciano resuelve. A sus visiones ingenuas y sencillas de fiestas de pueblos,
episodios narrados por el folklore, pintados con un colorido refinado y con
armonías contrastadas, sin basarse nunca en la observación. Carvallo añade su
fuerza para invocar mitos y fábulas de encanto poético. Su técnica es de una
rara minuciosidad en la representación de escenas con imágenes abigarradas y
nítidas, de efecto decorativo. Sus cuadros se fundan en el desarrollo de una
anécdota, si bien no es el asunto lo que termina por cautivar al espectador.
Por alguna razón deben figurar en este capítulo dedicado a la pintura ingenua
artistas en quienes se hace discutible la aplicación del calificativo de naíf.
Emerio Darío Lunar es uno; otro es Salvador Valero, un pintor nacido en
Valera (Estado Trujillo) en 1908, que parece entroncar directamente con una
escuela de pintura popular cuya tradición se remonta a la Colonia. Su obra tan
polifacética entraña, además, conocimientos y experiencias que sobrepasan el
dominio de la visualidad pura que caracteriza al pintor ingenuo. En un sentido
amplio podemos definir al ingenuo como a un creador que parte de cero. Si
existen antecedentes en su obra, si existe una tradición en la que se apoya, es
evidente que él no toma conciencia de estas fuentes. Su obra expresa
generalmente un mundo que se cierra en él mismo, en lo que concierne al
contenido y a los medios de representación. Practica una técnica sui géneris.
Es muy difícil que en su caso se pueda hablar, en una palabra, de una escuela
ingenua con determinadas características, comunes a un grupo de artistas. El
ingenuo se tiene a sí mismo por maestro y alumno. Salvador Valero, al
contrario, arraiga en las convicciones sociales de la comunidad, en creencias
firmemente arraigadas en el pueblo y compartidas por él de un modo
que lo hace intérprete de ellas. Se está, además, ante el caso de un artista
formado bajo el signo del aprendizaje y la inquietud intelectual y que, por
añadidura, no se siente cómodo en el papel de pintor.
Valero es un poeta en la medida en que reconocemos en él a un creador de
mitos, tan pronto registrados en sus grandes pinturas de coleto como en los
cuadernos donde, día a día, va haciendo acopio, con su escritura llena de
faltas, de todo cuanto su memoria ha recibido de una inagotable tradición oral
que él enriquece .con su propia experiencia. Una vasta audiencia de monjas,
murmuradoras de pueblo, decapitados, brujos y ensalmadores, músicos y
muchachas se dan cita en sus cuadros, en congregaciones de todo tipo, fiestas
de pueblo, nocturnos en el campo, actividades religiosas, sesiones de brujería,
mientras una atmósfera densa interpone colores ocres y ásperos como la tierra.
La vigorosa mitología indígena de la región resume’ un largo capítulo de la
obra de Valero.
El pintor de brocha gorda que una vez trocara el enlucido de los zaguanes de
casa en murales sobre los episodios bíblicos se sintió, desde su comienzo,
llamado por una vena narrativa, que había heredado de antiguos muralistas
que habían vivido en el Estado Trujillo. Lo que es interesante en Valero es el
hecho de que en él convivan lo sagrado y lo profano: el espíritu racionalista y
crítico que tiene en la pintura un medio para expresar ideas, y una religiosidad
aprendida de los mayores que se manifiesta en el misticismo de muchos de sus
temas. Valero alberga en sí mismo al ateo y al feligrés. Y resulta así porque es
un espíritu profundamente crítico. Su obra variada, extensa y desigual es un
vasto repertorio en donde ningún motivo, por más extraño que parezca, resulta
ajeno a su curiosidad socarrona de mestizo con mirada de águila que, aferrado
a su tierra para exaltar sus valores, no pierde por un instante la perspectiva de
lo que está ocurriendo en el mundo. Valero termina siendo un cronista de todo
cuanto hiere su sensibilidad: lo local, lo nacional y lo mundial. Y si se siente
llamado ante todo a ser cronista plástico de nuestro mestizaje cultural es
porque como poeta experimenta la esencia universal de sus valores.
Antonio José Fernández, apodado El hombre del anillo, nació en Escuque,
Estado Trujillo, en 1915. Descubierto en 1963 por Carlos Contramaestre,
Fernández es un caso excepcional, no sólo por ser el primer escultor ingenuo
que aparece en Venezuela, sino también por la variedad de las técnicas y
medios que emplea: la madera, el cemento, el color, la piedra de río. Tal
riqueza de procedimientos corresponde naturalmente a sus intenciones y a la
profundidad de su concepción mítica de la realidad. Antonio José Fernández
coloca en su paisaje natal mitos cristianos como el de Adán y Eva y hace del
Trópico un paraíso; desarrolla escenas con la imaginación de un indígena,
envolviéndolas en poética fascinación, describe ante el espectador el horror de
los partos. Su candidez está a un paso del humor. Muy original y moderna
solución nos ofrece en sus relieves policromados en los que incrusta espejos
donde no sólo los personajes del cuadro se miran, sino también es espectador
incorporado (una solución ingenua). Fernández concibe la forma como un
volumen y cuando pinta se le hace necesario tallar la madera misma que le
sirve de soporte logrando intercalar (como en cierto pop art) planos pintados
con formas en relieve. Esto implica una concepción escultórica que ha
desarrollado con éxito en sus tallas de piedra de canto rodado y también en sus
objetos policromados modelados directamente en cemento. En estas
creaciones escultóricas, que se acercan a la concepción de los imagineros, se
perpetúa la tradición de la artesanía colonial, según la cual las figuras en
madera debían ser policromadas, lo que exigía también virtudes de colorista
de que tan poco está carente A. J. Fernández.
Víctor Millán es nativo de Araya, Estado Sucre, y fue descubierto hacia los
años 50 en el litoral de La Guaira, donde trabajaba como estibador del puerto.
Por muchos años había sido marinero, la temática marinera se hace presente
en casi toda su obra. Millán ha realizado una pintura numerosa y variada, que
constituye una enumeración entusiasta de escenas de fiesta, de pueblos,
plazas, embarcaciones, imágenes de procesiones y retratos de personajes
populares. Ha cultivado también, con igual fortuna y variedad de motivos la
escultura en madera y en piedra y, como sucede con Carvallo, sabe canalizar
su fantasía en la creación de objetos de artesanía, a todo lo cual imprime su
característica ingenua. “A él debemos —escribió Francisco Da Antonio—
esos ambiciosos paisajes donde las casas semejan proas de grandes buques
multicolores, abigarradas escenas donde el pájaro guarandol cae abatido por el
fogonazo de confitería que el cazador oculto entre cintas de papel acierta con
la gracia estallante de la escopeta de juguete. Exquisitas naturalezas muertas
—flores por lo regular— donde el azul impone su timbre más profundo y, por
sobre todo, las más hermosas estampas marineras de nuestro ingenuismo
pintadas con el decidido amor de quien conoció el secreto más puro de las
viejas balandras pesqueras del Caribe”.
Rafael Vargas era un modesto campesino oriundo del Estado Falcón y
avecindado en Cabimas, donde se había dedicado, a la agricultura. Obligado
por una enfermedad a dejar el conuco. Vargas se dedicó, mientras convalecía
en el Hospital de Cabimas, a tallar en madera formas de aves de corral y de
anímales que atrajeron la atención de Carlos Contramaestre, quien se interesó
en darlo a conocer, proporcionándole materiales de pintura y organizando una
exposición con sus obras en la Galería XX2, en 1967. Desde entonces Vargas
ha trabajado ininterrumpidamente en el Estado Zulia y ha realizado aquí y en
otras regiones del país muestras de su obra. Pequeñas pinturas de temática
folklórica o religiosa, las bodas en los pueblos con su cortejo de festejantes,
fachadas de vivos colores de la arquitectura de Maracaibo, que enmarcan
diferentes sucesos, escenas con animales y episodios cotidianos, en algunos
casos resueltos como anécdotas. Su estilo ofrece características netamente
ingenuas, con notas de un sabor muy infantil, incorrección en la perspectiva
colores planos y vivos, torpeza del dibujo y memorización que sustituye a la
observación.

LO NUEVO
Intentar un balance de las artes plásticas, incluso para referirse a Venezuela,
no es una tarea fácil; y dado que su dificultad aumenta con la tentación de la
escritura a querer, abarcarlo todo, me siento inclinado, a causa de la
complejidad de la situación, a limitarme aquí a emborronar unos cuantos
puntos de vista encaminados al entendimiento y, si se quiere, a la discusión.
La abstracción, y sobre todo la abstracción geométrica, se abre curso en
nuestro país con la polémica y nunca bien estudiada generación de Los
Disidentes. Estos artistas partieron de la formación cubista recibida en la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas para ensayar un lenguaje de formas
puras que se situaba al extremo de los estilos de transición procedentes de una
estilización figurativa voluntariamente asumida. En su dirección más
ortodoxa, que es la que interesa recalcar, constituye lo que se ha llamado un
etilo epocal, es decir, una forma de lenguaje que pretendía responder a la
conciencia ya las necesidades estéticas de un momento de la sociedad,
necesidades que se suponían debían ser canalizadas y estimuladas por un
artepatrón. Para esto se hizo necesario manejar ideas, un conjunto de
conceptos (prestados en gran parte) que daban respuestas claras a las
diferentes cuestiones, ya estéticas, ya sociales, que plantea la relación ente arte
y públicos. Este apoyo teórico, que han seguido manejando los artistas
abstractos de tendencia constructivista —y que cada día se debilita más ante el
hecho de que ya puede darse todo por aceptado— ha significado a la larga una
importante adquisición conceptual incorporada a las ideologías y que hoy
podemos considerar en bloque como la tradición constructivista del arte
venezolano.
El estilo geométrico que se impuso en los años 50 tuvo por objetivo la
integración de las artes en un sistema de relaciones arquitectónicas y fue su
aspiración, siguiendo en esto las ideas contemporáneas de Mondrian y la
revista de Stijl, reordenar la actividad creativa dentro de una gramática
espacial regida por la convivencia humana. El eje de esta interacción era
cerrado por la arquitectura dentro de un proyecto integral. Tal fue lo que, al
menos teóricamente, se pudo hacer en el modelo más completo que nos queda
del experimento: la Ciudad Universitaria de Carlos Raúl Villanueva.
Lo que deseo puntualizar de modo objetivo es la articulación que guardan los
estilos geométricos a lo largo de un período de tres décadas durante las cuales
la abstracción ha experimentado cambios, ha progresado y ha sido sometida,
como el arte figurativo mismo, del que nos ocuparemos más adelante, a
cambios, crisis, alternabilidades y tensiones. Este camino, como se apreciará
en la obra de los artistas, nacionales, se constituye en una secuencia de la que
se hace, además, necesario separar los estilos de abstracción orgánica o
expresionista que si bien tienen un mismo origen que el arte geométrico,
conducen a modos de percepción sensible análogos a los que privan en la
lectura del arte figurativo o tradicional.
Dentro de la perspectiva del constructivismo se instalan, por supuesto,
movimientos de gran actualidad como el cinetismo, hacia el cual la cultura
latinoamericana dirige ahora la mirada, luego del fehaciente homenaje que el
Centro Pompidou acaba de rendirle a Jesús Soto, máximo representante de
aquella corriente. El cinetismo y las líneas de abstracción que se le
emparentan dentro del mismo tronco genealógico parecen enfrentadas a una
cuestión esencial: la de interpretar el arte como forma de vida, tal como este
principio fue formulado en los proyectos de la década del 50. De acuerdo con
esto, un arte que aspira a ser expresión de una época nueva no puede dejar de
plantearse el problema del espacio vital en función de una síntesis, de una
unidad orgánica y múltiple; la mayoría de las obras que se elaboran con
formas programadas, abstracto-concretas, siguen llenando el mismo papel de
la obra de caballete, en el sentido de que constituye objetos cuya finalidad es
yuxtaponerse a un espacio museográfico o, mayormente, doméstico, orientado
en la dirección impuesta por la demarcación, como obras cerradas,
individualizadas por sus bordes o marcos. Los ensayos de difundir la obra al
espacio, de penetrar las estructuras sensibles de un lenguaje global, de acuerdo
de un sistema de formas programado a escala, resultan por ahora empresas
costosas y poco comprensibles —por su terminología misma— a los
urbanistas y constructores. Se precisa entrar en un nuevo tiempo. Tanto Soto
como Cruz Diez y, en menor medida, Otero y otros, comprenden esta
disyuntiva y la encaran en condiciones que garantizan el éxito o al menos una
lealtad al viejo principio que busca desde hace varias décadas un lenguaje
común a la época, un arte incurso en los fenómenos de la vida capaz de
superar las fronteras del marco y el muro. Los diferentes ensayos para
establecer una relación más directa con el público, en espacios ambientales
cerrados o abiertos, o frente al paisaje, indican la dirección más cónsona con
la teoría, tal como lo anuncian los proyectos de ambientación más ambiciosos,
ejecutados en plazas, parques o factorías; estas soluciones representan la
salida natural del cinetismo, si se desea escapar a un arte de laboratorio cuyo
fin sería necesariamente permanecer ahogado entre muros.
Reverón capitaliza la atención de todos por el carácter inconcluso y sugestivo
de una obra integral, que se manifiesta fundamentalmente como forma de vida
y que, por la misma razón, toca a la existencia humana y al lenguaje como
totalidad expresiva. Artista, ecólogo, inventor de mitologías, y sobre todo
hombre de comportamiento teatral. Reverón nutrió las técnicas pictóricas de
una fuerza biológica, de una morfología corporal que le permitía, en tanto que
realización, entender su trabajo como una escritura excesivamente abierta,
compleja y misteriosa, en la cual el artista como ejecutor se fundía con la
creación y la completaba como parte de ella.
El año reveroniano, este hecho se enlaza por azar a una circunstancia a la que
hace honor: el reciclaje figurativo, el robustecimiento de los lenguajes de la
realidad, el reencuentro de formas surrealistas derivadas de la transcripción
automática del gesto. En un alto porcentaje, el nuevo artista venezolano, el
emergente, hace causa de la figuración, en la que se apoyan sus búsquedas por
una vía que parece eludir, en virtud de su nivel técnico, los tanteos, la
complementareidad en que naufragaron los mejores intentos de la nueva
figuración de ayer. ¿Se trataría de una reacción en cadena contra el
prolongado reino de los estilos abstractos? En todo caso, la vertiente
figurativa, por la que se lanza la gran mayoría de jóvenes que comienza a
hacer armas, no constituye un movimiento en sí, ni obedece a grupos y no
hace alarde más que en pequeña medida del compromiso político. En cierto
modo, estamos asistiendo a una especie de operación correctiva de la tradición
figurativa de ayer, con todos los peligros y ventajas que se derivan de una
lección dada por alumnos que, como dijo alguien por allí, superan a sus
maestros.
Durante la década del 60 la nueva figuración jugó un rol importante y prueba
de ello es el trabajo de Jacobo Borges y del Círculo El Pez Dorado,
agrupación en la que participaron figurativos como Régulo, Palacios,
Espinoza, Luque y Moya, cuyas obras, junto a la de otros que no he
nombrado, sientan las bases de las búsquedas siguientes.
Pero entre la gente joven, debido al peso de esta tradición, la balanza no
parece inclinarse hacia el cinetismo o la abstracción ni la adhesión a estas
modalidades alcanza a tener la intensidad de ayer.
El número y la variedad del trabajo que siguen las nuevas tendencias
figurativas es impresionante y permite ser optimista con los resultados que ya
se están viendo, especialmente a través de salones y muestras colectivas. Lo
más destacado hasta ahora, como característica general, es la capacidad
técnica y el alto grado de rigor para demostrar que la disciplina no es menos
importante que la inspiración. Esta voluntad laboriosa, esta obsesiva y agitada
necesidad de precisión parece resistirse a la idea de improvisación y
gestualidad que privó en la década pasada. Expresa, en la mayoría de los
casos, una crítica silenciosa pero persistente al pasado; los artistas de la nueva
generación, los que hoy no llegan a los 30 años, trabajan como si quisieran
plantearse de nuevo las cosas, partir desde un lugar en que el lenguaje debería
ser inventado. De allí que, aun tratándose de jóvenes que proceden de escuelas
y centros de enseñanza, como el Instituto de Diseño Neumann-Ince, el
CEGRA o las escuelas de artes plásticas, se ejercitan en fa mayoría de los
casos como verdaderos autodidactas.
Por otra parte, la alta elaboración técnica que se observa en nuestra tradición
constructivista ha podido ejercer alguna influencia —cuanto a esa misma
exigencia técnica— sobre la disciplina y el oficio que en el mejor de los
sentidos apreciamos en el nuevo artista figurativo. No veo por qué esta
relación de dos concepciones tan opuestas, no sea susceptible de incidir en el
desarrollo actual de nuestra conciencia plástica originando consecuencias que
podrían ser importantes.
Se entiende que para muchos el dibujo es como la encrucijada actual, el lugar
de reflujo para una coincidencia generacional que se pide a gritos. Ahora
algunos comenzarán a empujar las puertas del lenguaje para abrir salidas que
en un momento dado resultaban demasiado estrechas si faltan la imaginación
y, sobre todo, la teoría de que tanto adolece el arte venezolano. Una buena
parte de los expositores de hoy ha comprendido el papel subalterno que había
venido cumpliendo el dibujo en la historia del arte como instrumento
mediador de la pintura y la escultura. Se trata, en nuestro caso, en la particular
coyuntura venezolana, de relevarlo de este rol para darle autonomía,
oponiéndolo a toda mediación e, incluso, castrándolo de la condición limitante
que implica la designación, el término de dibujo. En todo caso, para los que no
se han embarcado en el carro de la contemporaneidad, para los que no tienen
necesidad de exceder las fronteras, el dibujo —si por éste se define a cierto
uso dado a ciertos materiales de la tradición— será una expresión completa en
sí misma, tal como ha sido entendida por grandes dibujantes al estilo de Wols,
Sonderborg, Michaux y el propio Klee.
Que el grado de innovación urgido por la época no se corresponda con la
necesidad que lleva a emplear los nobles elementos de la tradición, en pos del
dominio sensible de un mundo poetizado, no debe entenderse como delito de
extemporaneidad o reaccionarismo que obligue, en nombre del progreso o la
tecnología, al suicidio o al desafuero.
No hay que olvidar que el dibujo es una de las mejores expresiones de este
momento y ello viene en favor de lo que decíamos más arriba: para el nuevo
artista dibujar, con la libertad y la paciencia que pone en juego, es reingresar
al origen de una experiencia inédita. Este comienzo se orienta a. cualquier
cosa y no necesariamente al dibujo. Por eso, los dos últimos salones
organizados por Fundarte nos remiten exclusivamente, tal como lo ha
reconocido Roberto Guevara, a una confrontación de dibujantes. Sus
manifestaciones son indicios de un proceso más complejo, en marcha, que
busca una nueva forma, en cualquiera de los grandes géneros. Por otra parte,
muestra una procedencia igualmente fértil, pues la provincia, a menudo
discriminada y frustrada, tiene representantes y a veces escuelas que se suman
al movimiento de renovación que se inicia, y que como en el caso de
Maracaibo vienen dando qué hacer en confrontaciones nacionales e
internacionales. Las obras de éstos siempre se caracterizaron por una laboriosa
técnica, por un dibujo que incidía en los temas de la realidad circundante, en el
hombre y el paisaje oníricos, en esta ciudad violentamente caricaturizada,
cuyos personajes eran transmutados a una especie de realismo popular, con
gran dosis de humor o sarcasmo.
Así ha surgido un grupo muy homogéneo en sus proposiciones críticas:
Carmelo Niño, Ender Cepeda, Ángel Peña, se habían adelantado al dibujo;
pero éstos no son los únicos, también están en Maracaibo Henry Bermúdez,
con sus planos caligráficos, expresión de un mundo profundamente
entretejido, y Juan Mendoza, cuyos cuadros de fachadas tienen una
neutralidad poética que responde a los motivos de la arquitectura en que este
artista basa sus transposiciones geométricas.
Como en Maracaibo, que tiene el grupo de figurativos más cercano a la actitud
comprometida. Valencia es por tradición un centro formativo de importancia.
Aparte de que aquí se celebra el salón de artes plásticas más antiguo de
Venezuela y el único de su especie que sobrevive, en esta ciudad se mantiene
desde hace tiempo una vocación investigativa que permite que en la capital
carabobeña convivan el arte conceptual de un Carlos Zerpa, prolífico y vario,
con las búsquedas constructivas de Zerep y Darío Pérez, y el dibujo de
Edmundo Vargas, Maricarmen Pérez, Ramón Belisario y Rafael Campos, los
dos últimos ganadores en el reciente IX Salón Avellán. Hago hincapié en que
cito nombres que recuerdo en este momento entre los artistas más jóvenes,
pues del mismo modo podría mencionar a aquellos que han desarrollado
actividades responsables al frente de planteles de enseñanza de cierto
prestigio, como es el caso de Wladimir Zabaleta, de una generación anterior,
autor de un mundo simbólico muy personal, o el de Humberto Jaimes
Sánchez, quien reside en Valencia donde fue hasta hace poco director de la
Escuela de Artes Plásticas. Freddy Villarroel, que labora en San Felipe, Estado
Yaracuy, no sólo realiza una gráfica de signo conceptual poco conocida entre
nosotros, sino que como el propio Zabaleta es animador del trabajo de
renovación que se lleva a cabo en la escuela de artes de la región.
Hace algún tiempo se evaluaba el aporte cultural de la provincia a través de la
obra de los creadores que habían abandonado sus lugares de origen para
establecerse en la capital. Ahora ocurre lo contrario, muchos artistas de la
capital han optado por instalarse en provincia, y a su vez el artista local
prefiere trabajar en el sitio de origen. Todo esto se traduce en una creciente
interacción que se va reflejando en la calidad de las confrontaciones, en su
aspecto diverso e inédito. Diáspora, éxodo o recogimiento, que ensanche el
panorama artístico de zonas tan dotadas visualmente como el oriente del país,
en particular Barcelona y Puerto La Cruz, en donde Pedro Barreto y Gladys
Meneses, recobrando la solidaridad que obsedió a Reverón, han construido un
taller de trabajo que podría servir de ejemplo para las escuelas o laboratorios
que se creen en el país. Muchos otros artistas regados por todo el país:
Montenegro, Contramaestre, Granados, De la Fuente, Grisolia y Lobo, en
Mérida; Hung, Bellorín y Lía Bermúdez en Maracaibo; José Rosario Pérez, en
Ciudad Bolívar; Eduardo Lezama, en Tucupita; Latouche y Narciso Olivares,
en El Tigre.
En todo caso, los salones sirven de lugar de encuentro y confrontación,
mientras no existan medios distributivos de la obra de mayor adecuación, tal
como lo ha probado el Salón de Fundarte, el Salón de Jóvenes del Conac y el
Premio Avellán.
Los salones de arte que aún se ofrecen como alternativas válidas para la
confrontación y el estímulo creativo, tienden a convertirse por su naturaleza
competitiva en manifestaciones francamente juveniles, pletóricas de efectos,
pero de una abrumadora presencia de estilos en proceso que obligan a los
jurados de selección a realizar una poda escalofriante. El Salón Arturo
Michelena, desasistido, como antes el Salón Oficial, de los artistas
consagrados, viene otorgando desde hace seis años sus premios mayores a
jóvenes que no tenían para el momento de recibirlos 35 años: Rafael Martínez,
Felisberto Cuevas, Wladimir Zabaleta, Campos Biscardi, Julio Pacheco Rivas,
Margot Rómer. A fin de atraer un consenso generacional más amplio a sus
salas de exposición, el Salón Michelena se ha visto precisado a reformular sus
bases. Así se introdujo en éste una sección de homenajes que estuvo consa-
grada en 1978 a los pintores que han sido galardonados con el Premio Arturo
Michelena desde la creación del certamen. Se consideran obras actuales de
esos artistas ganadores, expuestas fuera de concurso y como marco de
referencia para la historia del Salón. Es evidente que se ha tratado de
introducir una mirada paralela. Todo ello debería ser materia para la
investigación y se espera que los promotores del salón Michelena, así como de
otros, prevean la importancia del estudio sistemático de la obra de arte en la
posibilidad que le brinda la coyuntura de un salón de nuevo tipo.
No escapa a nadie que nuestro arte atraviesa por serias dificultades de
comunicación que van desde las que se refieren al público como a los medios
y centros de difusión, escasa funcionalidad de las salas, pocos espacios
disponibles, falta de recursos para el montaje y los apoyos didácticos que
deben brindarse a las obras de lectura especial. El mensaje lineal de la
presentación puramente expositiva debe ser sustituido por mecanismos de
intelección más exigentes en el propósito de sacar al espectador de la
pasividad que caracteriza a nuestra actual relación de público y obra de arte.
Nota: Si no ve el título de la obra en la página que está visitando,
busque una página antes o una página después para ubicarlo.

Nota: El presente CD es sólo para consumo interno del personal profesoral


y alumnado de la Escuela de Artes Plásticas «Arturo Michelena».
— Valencia, Venezuela, 1 de septiembre del 2005 —

ÍNDICE BIOGRÁFICO

HARRYABEND (272*) Nació en Yaroslau (Polonia), el 5 de mayo de 1937.


Vive en Venezuela desde 1948. Es arquitecto en la Universidad Central de
Venezuela y diseñador de joyas. En su carrera de escultor, iniciada en 1958
bajo la orientación de Miguel Arroyo, es de significativa importancia su
trabajo al lado del escultor inglés Kenneth Armitage, en Caracas, en 1964.
Con su obra más reciente puede decirse que Abend es de los pocos escultores
venezolanos en replantearse, en términos propios, las proposiciones de una
síntesis de las artes, concebida ésta como una única y necesaria fusión de las
partes funcionales en juego, y así lo prueban sus esculturas modulares, en
*
Los números entre paréntesis corresponden a las páginas donde se reproducen las obras de cada autor.
concreto, que Abend presentó, con gran éxito, en la Sala Mendoza, en
Caracas, en 1973.

MARIO ABREU (232, 239, 240, 241) Nació en Turmero (Estado Aragua) el
22 de agosto de 1919. Cursó estudios iniciales de dibujo y pintura en la
Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas y al regresar de ésta formó
parte del Taller Libre de Arte. En 1952 marchó a París, donde residió durante
nueve años. Desde un comienzo estuvo comprometido en la búsqueda de su
identidad de hombre americano, búsqueda que él orientó hacia el objeto,
interesado en explorar el mundo de la magia, lo cual lo llevó a formular un
tipo de ensamblaje en donde se combinan la pintura y los objetos de
fabricación industrial, a menudo formando parte del desecho urbano,
elementos a los que otorga una organización formal parecida a la que
reencontramos inconscientemente en los altares populares.

GERARDO AGUILERA SILVA (416, 417) Nació en Barcelona, Estado


Anzoátegui, en 1919, y falleció en esta misma ciudad el 13 de octubre de
1976. Este pintor dejó una de las obras más singulares dentro del género
popular. Expresionista para unos, naif para otros, como se le quiera llamar.
Aguilera es, ante todo, un pintor de la estirpe de Armando Reverón. Una
técnica muy peculiar: cartones encolados que se van añadiendo a medida que
el crecimiento del cuadro lo requiere, violencia cromática, simbolismo erótico.
El delirio paranoico lo lleva a autorretratarse en la figura de Bolívar, que pinta
obsesivamente. Extensa iconografía sobre los héroes independentistas, que
llevaba a Aguilera a admitir que él sólo podía ser comparado con Michelena y
Tito Salas.
J.R. AGUIN (49) Pocos datos se poseen de este artista nacido en la última
década del siglo pasado. Compañero de Monsanto y Cabré en la Academia de
Bellas Artes, donde ha sido alumno de Herrera Toro, para 1907 destacaba
como alumno brillante de la clase de paisaje. Una obra suya, la que se
reproduce en este libro, obtiene el Premio del Concurso de fin de año de la
Academia. Agüin destacó también como estudiante de escultura. Para 1912
figuraba en la sección de pintura del recién creado Círculo de Bellas Artes.

ANTONIO ALCÁNTARA (102, 103, 104, 105) Nació en Caracas, el 27 de


junio de 1898. Hizo estudios en la Academia de Bellas Artes de Caracas, con
Cruz Álvarez García y Cirilo Almeida Crespo. Aunque se creyó descubrir en
su obra inicial la influencia muy marcada de Manuel Cabré, Alcántara apuntó
en su primera exposición, celebrada en 1918, como notable paisajista.
Lentamente, a partir de 1920, fue abandonando la pintura, hasta retomarla
hacia 1945, cuando adopta un procedimiento divisionista que ha conservado
hasta hoy. Tonalidades tornasoladas bajo el efecto de la descomposición de la
luz solar, junto a la insistente reiteración del paisaje del valle de Caracas,
caracterizan su obra.

CRUZ ÁLVAREZ SALES (121, 122) Nació en Caracas en 1904 y falleció en


esta misma ciudad, en 1947. Era hijo del escultor Cruz Álvarez García, de
quien había sido alumno en la Academia de Bellas Artes. Estudió también en
la academia de San Femando, en Madrid. Dedicó su tiempo a la pintura y el
periodismo, actividad esta última que le permitía sobrevivir. Su obra es poco
conocida y puede considerarse dentro de una generación de paisajistas del
valle de Caracas perfectamente identificados por la técnica y los temas de
serranías abruptas y motivos costaneros: Tomás Golding, Trino Orozco, Luis
Ordaz y Humberto González. En sus paisajes del litoral se nota cierta
influencia reveroniana.

DOMINGO ÁLVAREZ (293, 294) Nació en Santo Domingo, República


Dominicana, el 6 de noviembre de 1935. Realizó estudios de arquitectura en la
Universidad Central de Venezuela. Ha destacado en el campo de la
investigación audiovisual. Propone en sus obras la obtención de un espacio
virtual, concebido como environment destinado a introducir al espectador en
una situación irreal pero experimentable sensorialmente. Espacios ficticios
que a menudo se reducen a cuartos de paredes rodeados internamente de
vidrios. Álvarez ensaya romper absolutamente con las dimensiones de
espacio, proponiendo a los sentidos la posibilidad de penetrar en una escala
imponderable, ingrávida, para lo cual, acude a medios virtuales.
vecho.

ANÓNIMOS. Retratos de Eladia Gallardo y Asunción Ascanio Sanabria (2,


3). Aún durante el siglo XIX se mantuvo vigente entre los pintores de
formación independiente no firmar sus obras. Se continuaba así una tradición
que venía de la Colonia. El poder emergente de una clase de terratenientes
encontró expresión en una serie de retratos que, en algunos casos,
evidenciaban excelente técnica. Los retratos de Eladia Gallardo y Asunción
Ascanio Sanabria, son de los mejores ejemplos que tenemos de una retratística
civil de rasgos muy autóctonos, tanto por el tema como por el estilo.
ANÓNIMOS. Retratos de N.A. y M.A. (4, 5). La pintura popular, con su
tendencia a la exaltación cromática y a la representación simbólica, mantiene
vigencia a lo largo del siglo XIX para conformar un capítulo autónomo en la
historia de nuestro arte. En el planismo de muchas de estas obras se observan
rasgos de gran sintetismo, que hacen pensar en la pintura moderna, tal como
se aprecia en los retratos de NA. y M.B., obras en las cuales se combinan el
gusto de lo decorativo, propio del arte naíf, con una sofisticada intención
descriptiva, que se traduce en un gran refinamiento.

ANÓNIMO. Vista del Palacio de Miraflores (39). El Palacio de Miraflores es


una de las construcciones más representativas de la arquitectura caraqueña de
fines del siglo XIX. Construido bajo la administración del Presidente Joaquín
Crespo, fue durante mucho tiempo residencia del primer magistrado de la
República, y hasta hoy sigue sirviendo de sede al despacho presidencial.
Decorado por Herrera Toro y Arturo Michelena, su imagen exterior suscitó
siempre el interés de los paisajistas que vieron en él una presencia
monumental en todo acorde con la soberbia mole del Ávila, que lo enmarca y
embellece.

JOSÉ VICENTE APONTE, (426, 427, 428) Nació en Caracas el 22 de abril


de 1925. Hizo estudios en la Escuela de Artes y Oficios de la capital y fue
alumno durante algún tiempo del escultor Eduardo Francis, quien le inculcó
nociones de dibujo. Se reveló como naíf en una exposición celebrada en la
Galería El Muro en 1968. Pero Aponte ha evolucionado hacia un
impresionismo sui géneris, caracterizado por una factura monocromática, rica
en tonos vibrantes y por el carácter fantástico y obsesivamente serial de una
obra que parece ser la ilustración de los sueños del pintor.

ARISTIDES ARENA, (415) Nació en Caracas el 8 de agosto de 1893.


Falleció en Puerto Cabello, en 1975. Su obra, de extremada serenidad, no
escapa a cierta influencia naíf, notablemente en los últimos años. En una
época, establecido en Barquisimeto, trabajó al lado de Rafael Monasterios, a
quien puede considerársele como su único maestro. Fue director de bandas
musicales durante muchos años y retornó a la pintura casi al final de su
carrera, presentando una muestra de su obra en la Galería Durbán, Caracas, en
1972, con la cual salía por primera vez del anonimato.

LOURDES ARMAS (402) Nació en Cumaná, Estado Sucre, el 11 de


diciembre de 1927. Falleció en Houston, Texas, el 28 de abril de 1977. Hizo
estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas, y al regresar
de este centro participó en las actividades de renovación emprendidas por el
Taller Libre de Arte. Notable ilustradora de publicaciones, la obra de Lourdes
Armas presenta ciertos rasgos preservados del mundo de la infancia y que se
manifiestan en el planismo de una caligrafía extremadamente minuciosa y
descriptiva. En sus últimos años preparó cartones que, bajo su dirección, eran
trasladados a tapices por artesanos guajiros, en el Estado Zulia, donde residió
en los últimos años.

JULIO ÁRRAGA (63, 64) Nació el 28 de julio de 1872, en Maracaibo, y


murió en esta misma ciudad el 18 de julio de 1928. Julio Árraga es la figura
más sobresaliente del arte zuliano de fines del siglo XIX y comienzos del XX.
En sus primeros tiempos, luego de una corta temporada de estudios en
Florencia, Italia, hizo obra académica, consagrado a la pintura de género y a la
historia, sin mucho éxito. Pero a partir de 1910 su trabajo comienza a
experimentar un cambio que lo lleva a un impresionismo muy peculiar. Pintó
los más diversos motivos de Maracaibo, de cuya vida portuaria fue una
especie de cronista. Su obra se caracteriza por el gusto de la materia, por los
efectos cambiantes de la atmósfera y por el intenso dinamismo que comunicó
a la expresión de multitudes.
JULIO TEODORO ARZE (34) Nació en Carora, Estado Lara, el 20 de enero
de 1868 y falleció en esta misma ciudad el 7 de enero de 1934. Hizo estudios
en la escuela de Artes y Oficios de Barquisimeto y en la Academia de Bellas
Artes de Caracas, con Emilio Mauri. Efectuó un corto viaje de Estudios a
Roma, en 1897, becado por el general Aquilino Juárez. De escasa y poco
divulgada obra, Arze cultivó el retrato y el género histórico, siguiendo la
tradición del realismo venezolano del siglo XIX. El escritor Samuel Darío
Maldonado le consideró como el sucesor de Michelena. Pero Arze regresó
desalentado a su pueblo natal, en 1933, sin haber alcanzado a realizar la obra
que prometía su talento.

GILBERTO BEJARANO (355) Nació en Caracas, en 1940. Estudió en la


Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas “Cristóbal Rojas”. Vivió algunos años
en París, orientándose aquí al arte constructivo. A su regreso, regentó una
cátedra en la Escuela de Artes Plásticas “Armando Reverón”, de Barcelona,
Estado Anzoátegui. Dirige la Galería Municipal de Puerto La Cruz, en este
mismo Estado. El color es un elemento fundamental en la obra de Bejarano,
quien funde la impresión del color en movimiento (por traslación del
espectador) con la ordenación formal de la composición en estructuras que se
inscriben en la tradición del neoplasticismo.

HUGO BAPTISTA (333, 334) Nació en La Grita, Estado Táchira, el 27 de


mayo de 1935. Después de regresar de la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas, en 1956, viajó por varios países de Europa, en gira de
estudios. Su obra ha quedado marcada por la temprana influencia del
expresionismo abstracto, dentro del cual ha seguido preferentemente una
orientación figurativa, de temas que sugieren a menudo el esplendor del
paisaje, y trabajando en un sentido serial: Barcos, Puertos, Robos y
exhibiciones, Acumulaciones, han sido los temas de sus principales
exposiciones. Libertad compositiva y vivo cromatismo.

PEDRO BARRETO (269, 270, 271) Nació en Tucupita, Territorio Delta


Amacuro, el 17 de abril de 1935. Hizo estudios en la Escuela de Artes
Plásticas de Caracas, en la Academia de Bellas Artes de Roma y en la Escuela
Superior de Bellas Artes de París. Trabajó durante algún tiempo en el Japón,
atendiendo a una invitación oficial. Su concepción escultórica se basa
fundamentalmente en su conocimiento de las posibilidades de la madera, y
aunque ha trabajado también en bronce, es básicamente en aquel material
donde se ha realizado plenamente. A una etapa de formas embrionarias y
totémicas, sigue ahora su actual obra constructivista. Visión extremadamente
simple y esencial de la presencia monumental y racionalizada de la madera,
mostrada como metáfora de los ritmos de crecimiento de la vida orgánica.
Tensión y color se unen aquí a las texturas naturales.
ARMANDO BARRIOS (199, 200, 201 y 202) Nació en Caracas, el 21 de
septiembre de 1920. Inició sus estudios en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas; luego asistió al Taller de Arte Abstracto de Dewasne,
en París, tras su primer viaje a París, en 1948. Aquí llega hacia 1950 a la
pintura abstracta y participa en el grupo “Los Disidentes”, cuyo manifiesto
suscribe. Aunque emplea el caballete y la tela, Barrios pasa inmediatamente a
una etapa abstracto-geométrica, realizando dentro de este estilo varios murales
para la Ciudad Universitaria de Caracas. Retorna a la figuración hacia 1955, si
bien conserva los principios esenciales de la estilización abstracta y el
planismo cromático del abstraccionismo, en cuya vía lleva a cabo la obra de su
madurez.

PEDRO BÁSALO (156) Escultor nacido en Caracas en 1886 y fallecido en


esta misma ciudad en Í948. Estudió en la Academia de Bellas Artes, de la cual
fue profesor de escultura durante muchos años. Aunque dejó extensa obra de
retratista, Básalo sobresalió en su época más temprana por sus estudios o
“cabezas de expresión”, obras que reflejan la intención de depurar la forma
para concentrar el efecto en la interpretación psicológica, tal como se aprecia
en Médium, en la colección de la Galería de Arte Nacional, y expuesta en el
Salón de los Artistas Franceses. Igualmente señalan una significativa
sintetización de la forma, sus obras Cabeza de Muchacho y Obrero
Venezolano. Menos afortunado como retratista. Básalo modeló un grupo de
próceres para el Monumento de la Batalla de Carabobo, en el Campo de
Carabobo. Como monumentalista, sus numerosos proyectos fueron frustrados
por la sombría y poco estimulante época en que le tocó vivir su madurez de
artista.

FERDINAND BELLERMANN (12) Nació en Erfurt, Alemania, el 14 de


marzo de 1814. Murió en Berlín el 11 de agosto de 1889. Estudió en la
Academia de Bellas Artes de Berlín. Fue enviado a Venezuela por el rey
Federico Guillermo IV, con el fin de estudiar la naturaleza y las costumbres
del Trópico. Arribó al país en 1842. Bellermann se cuenta entre los muchos
pintores extranjeros que atravesaron el país con el objeto de registrar
visualmente elementos para una experiencia científica que podía oscilar entre
la descripción geográfica (resaltando lo botánico) y la indagación tímida de
los rasgos étnicos para una posible antropología. El artista alemán, sin
embargo, se inclina por una experiencia plástica del Trópico que, pese a las
limitaciones de su marcado estilo europeo, sólo se verá continuada por
Camille Pissarro y Anton Goéring a su paso por el país, años más tarde.

FRANCISCO BELLORIN (321) Nació en Caripito, Estado Monagas, el 28 de


octubre de 1941. Estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas y en la Real Academia de Bellas Artes, Bruselas, Bélgica. Reside en
Maracaibo, ciudad en donde ha alcanzado a realizar pionera labor en el campo
de las artes gráficas y del diseño. Gusto del color y las simbologías eróticas,
obsesiva temática de maniquíes y de formas embrionarias, que revelan en este
artista marcada inclinación al surrealismo.

PABLO BENAVIDES (142, 143l Nació en Caracas, el 8 de enero de 1918.


Hizo sus estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas,
entre 1940 y 1945, con los profesores Marcos Castillo, A.E. Monsanto y
Ramón Martín Durbán. Desde un comienzo de su carrera se ha mantenido fiel
al estilo de la Escuela de Caracas, y en tal sentido puede ser considerado como
uno de nuestros últimos paisajistas tradicionales. Pero Benavides aportó una
técnica menos sujeta a la observación de la naturaleza, manifestando con ello
cierto gusto por la pastosidad y la textura de color, de un carácter
expresionista. Más que los aspectos generales y panorámicos del Ávila,
Benavides nos ha familiarizado con los espacios íntimos del paisaje, vale
decir, los jardines/patios, viveros, cultivos de flores, motivos que él explana en
un estilo efusivo aunque comedido y riguroso.

MARIETTA BERMAN (267, 268) Nació en Praga, Checoslovaquia, el 10 de


agosto de 1917. Reside en Venezuela desde 1948. Alcanzó la abstracción a
través de un planteo riguroso del espacio, en cuadros de gran formato que
combinaban el grafismo con ciertos símbolos alusivos a la tecnología actual.
Había destacado por la pureza metafísica de su dibujo extremadamente
sintético. Últimamente se ha consagrado a la escultura, habiéndose presentado
con éxito en Nueva York. El hierro, en tanto que puede ser revestido de
tensiones formales de gran riqueza expresiva, se constituye en el medio para
esta nueva etapa de su trabajo.

HENRY BERMUDEZ (400,401) Nació en Maracaibo, Estado Zulia, en 1950.


Hizo estudios en la Escuela de Artes Plásticas Julio Árraga, de Maracaibo,
donde obtuvo el grado de profesor de Educación Artística. A partir de un
dibujo prolijo e incisivo, Bermúdez ha ido configurando un universo mítico,
en el cual los reinos animal y vegetal se mezclan en una proliferación de
formas profundamente ordenadas en un espacio dimensional. La arquitectura,
avara del espacio, como los árboles y las bandas de ángeles, vienen a añadirse
a sus últimas composiciones, en las cuales el color, dejando de ser un mero
soporte, aparece para contribuir a definir categóricamente la topología insólita
de estas grandes fábulas.

EMILIO BOGGIO (54, 55, 56, 57) Nació en Caracas el 15 de junio de 1857.
Falleció en Auvers-sur-Oise, Francia, el 7 de junio de 1920. Después de pasar
su infancia y adolescencia en Caracas, el pequeño Boggio fue llevado a París
en donde sus padres intentaron iniciarlo en la carrera del comercio. En 1879 se
decidió por la pintura, inscribiéndose en la Academia Julián, donde tuvo como
condiscípulos a Rojas y Michelena. Su evolución dentro del academicismo fue
al comienzo lenta, pero ya desde 1900 adopta vigorosamente el modo
impresionista de pintar al aire libre. No están lejos de su obra ciertos rasgos
expresionistas que aparecen en forma temprana, entre 1902 y 1904, bajo cierta
influencia de Van Gogh, y que se hacen patentes en su producción figurativa,
menos conocida que su obra paisajística, a la que le debe el reconocimiento
que ha tributado Venezuela, al consagrarle un Museo que reúne gran parte de
su obra (Concejo Municipal de Caracas).

RAMÓN BOLET PERAZA (21) Nació en Barcelona, Estado Anzoátegui el


13 de diciembre de 1837. Murió en Caracas el 27 de agosto de 1876. De
formación autodidacta, Bolet es uno de los pintores que alcanza más mérito
para la época, llegando incluso a ser situado junto a Tovar y Tovar, como los
dos grandes pintores de Caracas. Frente a éste, que habla desarrollado una
técnica a la altura del arte europeo de ese tiempo, Bolet representa una
tendencia predominante en el medio cultural del país, que es complementaria
al arte cosmopolita de Tovar, auspiciado por el gobierno de Guzmán Blanco.
Se trata del costumbrismo, primer movimiento cultural complejo que se gesta
en el país y que abarcaba, además de la pintura, cuyo principal exponente
encarna Bolet, a la literatura. Esta tendencia que desarrolla Bolet mediante
estampas folklóricas, retratos, paisajes, y que parece nacida de la resignación a
no poder ejecutar un arte de valor universal (en virtud de ciertas condiciones
históricas), le valió al artista, no obstante, un elogioso juicio del crítico inglés
John Ruskin.

JACOBO BORGES (244, 245, 246, 247) Nació en Caracas, el 28 de


noviembre de 1931. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas, de la cual fue expulsado en 1950 por haber participado en una huelga
que pedía la reforma del pénsum. Residió en París entre 1952 y 1956. Ha
representado a Venezuela en varios eventos internacionales y es uno de los
pintores figurativos de mayor prestigio con que cuenta Venezuela. Dibujante
por excelencia, Borges combina las virtudes de un temperamento
expresionista con una intención ideológica que le permite exponer al mismo
tiempo ideas criticas sobre la sociedad en un lenguaje exuberante, barroco,
visceral, tan pronto trágico como lírico. Borges parece negado a aceptar el
profesionalismo en arte, dedicándose también a muchas otras expresiones,
como el cine y la política. A menudo, sus cuadros son comentarios de la vida
real, expresan situaciones, se apoyan en la utilización de clisés publicitarios,
imágenes de la tradición plástica, esterotipos y slogans que maneja con una
libertad poco conocida en Venezuela.

GABRIEL BRACHO (171, 172, 173) Nació en Los Puertos de Altagracia.


Estado Zulia, el 25 de mayo de 1915. El nombre de Gabriel Bracho es
asociado con la escuela realista, aunque se trata más bien de un pintor
expresionista, en la tradición de Siqueiros, a cuya influencia pueden remitirse
sus comienzos. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas en
Caracas, y luego en Chile y México, interesándose en el muralismo. Su obra,
vista en su totalidad, no es ajena a un impulso épico, lo mismo cuando trata
los temas sociales que cuando interpreta los temas históricos, tal como se
aprecia en la más importante de sus obras: el vitral que se encuentra en el
Fuerte Tiuna, en Caracas. El mismo ha dicho: “Concibo la utilidad del arte
como un afán dirigido a las mayorías que, además, va acompañada de
principios de moral política”.

FEDERICO BRANDT (70, 71. 72, 73) Nació el 17 de mayo de 1878 en


Caracas, ciudad donde murió el 25 de julio de 1932. Se educó en la Academia
de Bellas Artes de Caracas y en Hamburgo, Alemania, a donde había sido
enviado por su padre para que estudiara Comercio. A menudo agrupado por
los críticos en la generación del Círculo de Bellas Artes, Brandt fue, sin
embargo, un artista solitario e insatisfecho pero, por encima de todo, un
investigador que había aprendido en la obra de Paul Cézanne. Afirmando la
tradición de la cual partió, trataba de liberarse de ella para crear un orden que
debía basarse en el valor de la pintura como lenguaje. La naturaleza muerta y
la pintura de interior tienen en Federico Brandt al pintor intimista más notable
que dio la pintura venezolana.

MARY BRANDT (359) Nació en Caracas, en 1917. Estudió en la Escuela de


Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas, donde fue alumna de A.E. Monsanto.
Se había iniciado en el taller de su padre, el pintor Federico Brandt. Comenzó
en la pintura figurativa de técnica moderna y temática tradicional (el bodegón,
las flores), pero hacia 1952 alcanzó la abstracción lírica, por la vía del color,
rehusando adscribirse a las tendencias geométricas en boga. Evolucionó luego
hacia el informalismo, movimiento del cual deriva en ella su gusto de la
materia y el collage, la amplia exhuberancia de sus composiciones agresivas,
de franca tendencia espacialista. Es también notable dibujante caligráfica.
PEDRO BRICEÑO (274, 275) Nació en Barcelona, Estado Anzoátegui, el 22
de mayo de 1931. Hizo estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas
de Caracas; Escuela de Arte Ornamentales de Roma y Central School of Arts
and Crafts de Londres. Ha sido de los primeros artistas que en Venezuela hizo
escultura abstracta y que abordó el problema de los materiales nuevos. Trabaja
dentro de la no figuración, por una vía constructivista, aunque no
rigurosamente geométrica. Definió su estilo a fines de la década del 50
utilizando el hierro procesado, que él caracteriza como una síntesis entre
pensamiento e intuición.

LYA BERMUDEZ (276, 277) Nació en Caracas, el 5 de agosto de 1930.


Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas, y fue alumna
de Jesús Soto cuando éste dirigía la Escuela de Artes “Julio Árraga”, de
Maracaibo, en 1950. En esta última ciudad, Lya Bermúdez ha cumplido labor
pionera en el desarrollo y difusión del arte nuevo, a lo que ha contribuido su
propia obra. Formada en las ideas neoplásticas, ella trabaja fundamentalmente
con metales y, sobre todo, hierro para concebir la escultura como una
estructura de formas concretas, ya expresiva del material en algunos casos, ya
como obra incorporada al urbanismo.
C

MANUEL CABRÉ (80, 81, 82, 83, 84) Nació en Barcelona, España, el 25 de
enero de 1830. Hijo del escultor Ángel Cabré y Magriñá, vino con éste a
Caracas cuando contaba pocos años. Ingresa a la Academia de Bellas Artes de
Caracas en 1904, donde es alumno de Herrera Toro y Mauri. En 1909
contribuyó al movimiento insurreccional conocido tres años más tarde como el
Círculo de Bellas Artes, agrupación que sirvió de puente al desarrollo de los
principios del impresionismo en Venezuela. Su carrera ha sido una de las más
fecundas del arte nacional, y se inicia en 1907 cuando obtiene uno de los
premios de la exposición de fin de curso en la Academia. Vivió en París entre
1920 y 1931. Obtiene el Premio Nacional de Pintura en 1948. Cabré puede ser
considerado como el más notable de los pintores de la Escuela de Caracas, a la
que su concepción arquitectónica de formas y volúmenes en perspectiva ayuda
a definir, su obra se caracteriza por la monumentalidad del espacio y por una
precisión en la representación a distancia que pareciera anunciar, desde la
década del 40, al hiperrealismo.

JOSÉ CAMPOS BISCARDI (391, 392) Nació en Bucaramanga, Colombia, el


22 de diciembre de 1944. Reside en Venezuela desde 1953. Estudió en las
escuelas de artes plásticas de Cúcuta, Colombia, y de San Cristóbal, Estado
Táchira, Venezuela. Desde sus comienzos hasta su etapa más reciente, ha
trabajado dentro de la nueva figuración, en una temática con implicaciones
surrealistas, caracterizada por el uso de técnicas de distanciamiento. El
simbolismo erótico alude a asociaciones a menudo humorísticas, que implican
una ironía sobre los clisés y estereotipos de la sociedad actual, en atmósferas
crípticas, asépticas, donde la anécdota está siempre obviada, sintetizada.

OMAR CARREÑO (296, 297, 298, 299) Nació en Porlamar, Estado Nueva
Esparta, el 7 de febrero de 1927. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas. Egresado de ésta, vivió en Europa por espacio de doce
años, siguiendo cursos de especialización. Intervino en las actividades del
Taller Libre de Arte, en Caracas. Llegó a la abstracción en fecha temprana,
hacia 1952; sus obras transformables (Polípticos) de 1954, rigurosamente
geométricas, marcaron el comienzo de una evolución constructiva que llega
hasta hoy y que tuvo uno de sus principales momentos en lo que el propio
Carreño llamó “expansionismo”, movimiento iniciado en 1966 con un
manifiesto de grupo; las Imágenes transformables, en que trabaja actualmente,
continúan aquella proposición inicial contenida en los polípticos, sólo que
ahora entran en juego elementos tecnológicos, como luz artificial,
micromotores, etc.

FELICIANO CARVALLO (405, 406, 407, 408) Nació en Naiguatá,


Departamento Vargas, el 11 de noviembre de 1920. Feliciano fue el primer
naíf que apareció en Venezuela. Su descubrimiento en 1947 señala el auge de
este tipo de manifestación en Venezuela. A sus visiones ingenuas y sencillas
de fiestas de pueblos, episodios del folklore, pintados con un colorido refinado
y plano. Carvallo añade un poder de invocación de mitos y fábulas de encanto
poético que refieren un mundo afroamericano de origen ancestral. Raramente
minucioso, descriptivo, los cuadros de Feliciano Carvallo comienzan con una
anécdota: pero terminan en la exaltación del color puro como lenguaje
autónomo.

TERESA CASANOVA (364) Nació en Caracas, el 13 de noviembre de 1928.


Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas y en el Instituto de
Diseño de la Fundación Neumann. Desde 1958 desarrollaba una búsqueda
propia en la abstracción lírica, punto de partido para evolucionar al
informalismo. Influida por el diseño, reformuló sus planteamientos para
orientarse finalmente al constructivismo geométrico y, dentro de éste, al
planteo de un problema de color asociado a la construcción de estructuras
básicas, hechas a partir de la forma del cubo.

DOMENICO CASASANTA (307, 308) Nació en Bugnara, Italia, en julio de


1935. Reside en Caracas desde 1958. Estudios en la Escuela Estatal de Arte de
Sulmona y en los institutos de arte de Nápoles y de Roma. Su evolución toma
como punto de comienzo construcciones en hierro realizadas en la década del
60. Estructuras espaciales cerradas, jugando con volúmenes geométricos,
cubos, esferas, óvalos interinsertados. Su obra más reciente difiere de cuanto
pueda parecérsele conceptualmente: está realizada en mármol blanco y pone
en juego una concepción óptico-espacial que consiste en destruir la noción de
pesantez de la materia para entrar en el terreno de lo ingrávido. Bloques
geométricos en los que se han practicado cortes paralelos en dirección
horizontal o vertical, circular o en profundidad, con lo cual se origina un
enrejado a manera de grafismo lineal donde se integran formas virtuales y
reales.

MARCOS CASTILLO (117, 118, 119, 120) Nació en Caracas el 3 de abril de


1897. Murió en Caracas el 19 de marzo de 1966. Ingresó a la Academia de
Bellas Artes en 1917, pasando a ser profesor de la misma a partir de 1922.
Recibió en sus comienzos la influencia de Emilio Boggio y Federico Brandt.
Expone por primera vez en el Club Central, en 1926, y este mismo año realiza
un corto viaje a París. Estudioso de Cézanne, tal como se aprecia en una serie
de bodegones pintados entre 1930 y 1945, Castillo ha sido considerado el
mayor colorista de la moderna pintura venezolana y su obra, en la que se
alternan el rigor constructivo y la espontaneidad, es la más numerosa que nos
queda de pintor alguno de su generación.
Su trabajo puede apreciarse mejor desde la perspectiva que forman las dos
vertientes que influyen en su estilo maduro: el Circulo de Bellas Artes (y a
través de éste la escuela realista del siglo XIX) y la pintura francesa moderna
anterior al cubismo. La síntesis de una y otra vertiente condensa las virtudes
de su pintura: cromatismo sensual, espontáneo y refinado, profundidad en la
percepción de las notas del ambiente y de la luz del trópico.

PEDRO CASTILLO (13, 14) En fecha no determinada, este polifacético


artista, abuelo materno del pintor Arturo Michelena, nació en Valencia, ciudad
donde falleció en 1859. Su obra pictórica conocida es poco numerosa, aunque
se sabe, por el Diario del cónsul norteamericano Williamsom, que José
Antonio Páez guardaba una colección de miniaturas de su familia pintadas por
Castillo. Precisamente esta relación de Castillo con Páez nos ha deparado una
serie de frescos en ¡os que el artista representa las principales batallas ganadas
por el caudillo (Casa Páez, Valencia). Como escultor. Castillo realizó La
esperanza, obra que le fue encomendada en 1827 para la Catedral de Valencia.
Entre sus óleos tenemos: Retrato a un caballero perteneciente a la colección de
la Galería de Arte Nacional; retrato del obispo José Vicente de Unda, retrato
del Libertador y retrato de Juan José Páez (Valencia, 1833).

PEDRO CASTRELLON NIÑO (50, 51) Nació en Táriba, Estado Táchira, a


fines del siglo XIX. Murió muy joven en Barcelona, España, hacia 1918.
Estudiante destacado de la Academia de Bellas Artes de Caracas, Castrellón
perteneció a la generación del Círculo de Bellas Artes. Temas de patios,
tejerías, ruinas antiguas y aledaños de Caracas, tratados con una paleta
sombría formada por tonos marrones, tierras y ocres, configuran un estilo que
se popularizó entre los estudiantes de la Academia a comienzos de siglo, estilo
posiblemente derivado de la enseñanza de Herrera Toro, y del cual fue
Castrellón Niño tal vez el alumno más aprovechado.

PEDRO CENTENO VALLENILLA (145, 146, 147) Nació en Barcelona,


Estado Anzoátegui, el 13 de junio de 1914. Es doctor en Derecho por la
Universidad Central de Venezuela. Comenzó sus estudios de pintura en la
Academia de Bellas Artes en 1915. La obra de Centeno Vallenilla tiene
características especiales que no permiten asociarla con la de otros pintores
venezolanos de su generación. Ella se aparta de las tendencias paisajistas, del
naturalismo de la Escuela de Caracas y de la tradición del realismo social.
Tiene generalmente un contenido simbólico y es de carácter figurativo, de un
refinamiento que cae a veces en el amaneramiento. El dibujo es la piedra
angular de estas composiciones sensuales, que aluden al mestizaje americano,
al indigenismo o a la historia, dentro de un marco alegórico. Persistencia de lo
erótico que se expresa a través de una sensualidad dura, de formas
hermafroditas, fundamentalmente escultóricas.
ENDER CEPEDA (398, 399) Nació en Maracaibo, Estado Zulia, el 14 de
noviembre de 1945. Estudió en el Centro Experimental de Arte de la
Universidad Los Andes, Mérida, y en la Escuela de Artes Plásticas “Neptalí
Rincón” de Maracaibo. Dibujante y caricaturista, Cepeda está ligado a un
grupo de artistas que ha dado gran impulso a la nueva figuración en el Estado
Zulia. Como la de Ángel Peña o Carmelo Niño, su obra caracteriza un aspecto
muy particular de la vida del maracaibero, concretamente, en el caso de
Cepeda, del obrero portuario o maleconero, a cuya imagen bonachona le ha
consagrado una importante serie de sus trabajos más recientes. Amplitud de la
composición, claridad de concepto, sentido de la exposición planimétrica del
volumen y empleo de colores primarios, nutren el contenido popular de esta
obra.

CIUDAD UNIVERSITARIA DE CARACAS. Plaza cubierta de la Ciudad


Universitaria de Caracas. Mural de Fernand Leger y Escultura de Henri
Laurens, Mural de Pascual Navarro frente al Paraninfo (232, 233). La Ciudad
Universitaria fue uno de los experimentos de integración artística más notables
de la década del 50. Su principal autor fue el arquitecto Carlos Raúl
Villanueva (1900-1976), quien concibió en la Plaza Cubierta un ambiente
íntimo y monumental, un museo abierto, un lugar en donde la obra de arte se
concibe interrelacionada e integrada a la función vital de la arquitectura: la
convivencia humana, la vida en acción.

ALEJANDRO COLINA (1571 Nació en Caracas, en 1901. Estudió en la


Academia de Bellas Artes con Cruz Álvarez García y Pedro Basalo. Después
de servir durante algunos años como mecánico de abordo en barcos de la
marina mercante. Colina tomó la decisión de consagrarse a la escultura. El
tema indígena, se encuentra en el origen de sus motivaciones, no es ajeno a
una expresión anatómica y vigorosa de la forma humana, tal como puede
apreciarse en sus más importantes monumentos: María Lionza, en la Autopista
Francisco Fajardo, El indio Tuina, Plaza Tiuna y el Monumento al Indio, en
Caracas. Ritmos musculares enfatizados, dinamismo brutal, elocuencia y
monumentalismos no quedan excluidos en sus obras y proyectos de una severa
voluntad de orden y definición lineal.

CARLOS CONTRAMAESTRE (322) Nació en Tovar, Estado Mérida, en


1935. Médico graduado en la Universidad de Salamanca, España,
Contramaestre es conocido como crítico y promotor de las actividades
plásticas en la región occidental del país. Formó parte del grupo de tendencia
surrealista “El techo de la ballena” y se ha caracterizado por el espíritu
controversial y punzante de sus búsquedas, ligadas por otra parte al humor y a
un sentimiento satírico. La principal de sus actuaciones como artista se resume
en su fiero “Homenaje a la necrofilia”, Caracas, 1962, exposición que se
inscribía en la tradición del dadaísmo.

J.M. CRUXENT (318) Nació en Barcelona, España, el 16 de enero de 1911.


Más conocido como arqueólogo e indigenista, J.M. Cruxent tuvo sin embargo
participación destacada en el movimiento informalista de Caracas por los años
1959-62. Fue de los primeros en proclamar una estética del desecho urbano.
Experimentó con materiales orgánicos para dramatizar los efectos de textura
por una vía que parecía exaltar la potencia de los gestos más viscerales.
CARLOS CRUZ DIEZ (289, 290, 291, 292) Nació en Caracas, el 17 de
agosto de 1922. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas, de la cual fue más tarde profesor de artes gráficas. Ha dirigido la
cátedra de investigaciones cinéticas en la Escuela Nacional Superior de Bellas
Artes, en París. Fundándose en la investigación del color y sus propiedades de
reflexión, creó hacia 1959 sus primeras Fisicromías, punto de partido de todo
su trabajo hasta hoy. Dado que Cruz Diez, como dice Maurice Besset,
“Llevaba a la obra, no el movimiento real de las cosas, sino la movilidad
esencial de la percepción coloreada, no era impensable extrapolar la mayor
parte de esas investigaciones a la escala del medio ambiente. Fue así como se
decidió llevar la escala de sus obras a realizaciones monumentales a una
escala que muy pocos artistas han tenido hasta el presente la ocasión de
afrontar ya sea para ampliar los volúmenes interiores de dimensiones
excepcionales, ya sea para modificar las estructuras técnicas dominando
paisajes enteros” (Maurice Besset: Revista Imagen, Caracas, Nº 109 p. 67).

CH

LUIS CHACÓN, (278, 279) Nació en Maracaibo, Estado Zulia, el 2 de


noviembre de 1927. Hizo estudios en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas y en la Academia de San Jorge, en Barcelona, España.
Se inició como pintor de tendencia social, bajo cierta influencia del realismo
mexicano, pero luego se consagró al grabado sobre metal, cuyo conocimiento
había perfeccionado en España. Tras breve experiencia informalista,
desarrolló una técnica de impresión muy original, basada en el grabado al
buril, y obtuvo una serie de estampas que llamó Los planetas (1967). A partir
de aquí se ha orientado a la investigación de problemas óptico-constructivos y
por esta vía ha alcanzado la escultura en metal.

HUGO DAINI (192,193) Nació en Roma donde hizo estudios en la Academia


de Bellas Artes. Se estableció en Caracas en 1950, año a partir del cual
aparece exponiendo en el Salón Oficial de Arte Venezolano. Al concepto
académico, de soluciones casi monolíticas, que aplica Daini a su estatuaria
monumental realizada por encargo oficial (el monumento de los fundadores de
Cumaná, el retrato del General Urdaneta, en Maracaibo el de Santiago Marino
en Turmero, etc.) se contrapone, a partir de 1966, un estilo mucho más libre y
audaz de la escultura de bulto, tal como se aprecia en su obra personal, reunida
en parte en la exposición de la Galería de Arte Moderno, en Caracas, en 1972.
La ruptura del volumen y la sugestión totalizadora de éste en base a algunos
datos, le aproximan a los planteamientos especialistas del cubismo y en
algunos casos a Gargallo. Falleció en Caracas, en 1977.

JOSÉ ANTONIO DÁVILA (252, 253, 254) Nació en Nueva York, el 13 de


enero de 1935. Vive en Venezuela desde corta edad. Estudió en la Escuela de
Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas. La evolución de su obra desde el
realismo social hasta hoy se cumple sobre una temática a la que ha quedado
básicamente fiel: el mundo del trabajo, las relaciones siempre frías pero
agresivas entre el hombre y la máquina, el espacio de fábricas y canteras en
donde el hombre se torna un minúsculo eslabón. Confiriendo más
independencia al color, Dávila alcanza un estilo sintético no exento de cierta
influencia pop. Formas geométricas, duras y metálicas, imágenes
esquemáticas de cabinas y compartimientos cerrados, se apoyan en un
colorido plano y brillante, en donde la figura humana constituye la
contradicción; lo gestual puntualiza la intención social de Dávila.

NARCISO DEBOURG (295) Nació en Caracas, el 14 de marzo de 1925.


Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas. En París
desde 1949, Debourg perteneció a la primera generación de abstractos que
funda la revista Los disidentes (1950). Desde 1951 trabaja en planteamientos
retínales, combinando planos y volúmenes por una vía en la que ha
perseverado hasta hoy. Emplea formas cilíndricas, cúbicas y poliédricas que
ensambla sobre un plano coloreado para producir la fragmentación o cohesión
de esas formas matemáticamente relacionadas por el tiempo y los efectos de la
luz.

MANUEL DE LA FUENTE (195, 196) Nació en 1932 en Cádiz, España.


Estudió en la Real Academia Santa Isabel de Hungría, en Sevilla, con el
escultor Juan Luis Vasallo. Vive en Venezuela desde 1958 con residencia en
Mérida, donde se ha consagrado por entero a la escultura, tanto en el campo de
la enseñanza como en el de la realización personal. En este sentido, es de los
pocos escultores establecidos en el interior del país que han cumplido obra
continua y coherente. De la Fuente ha ido desarrollando una obra personal, por
una vía figurativa y moviéndose, en cuanto a influencias, dentro de un
eclecticismo que le ha llevado, en su trabajo actual, a un estilo de
configuraciones condensadas en el que entran en choque la interpretación de
la fría organización racional de la sociedad (bloques compactos, maquinarias,
medios de transporte, etc., y el ímpetu vital que fluye reprimido y denso del
ritmo de la vida urbana.

JESÚS MARÍA DE LAS CASAS (41, 42) Nació en Caracas en 1854. Falleció
en la misma ciudad en 1926. J.M. de las Casas no sería lo que es (un precursor
del paisajismo venezolano), si no hubiese mediado un hecho feliz: la
retrospectiva que de su obra se hiciera en la Sala de la Fundación Mendoza, en
1966. Pintor de domingo, ingeniero graduado y comerciante de profesión, De
las Casas, quien frecuentaba en Caracas los talleres de Herrera Toro y Tovar y
Tovar, dejó la obra paisajística más numerosa de pintor venezolano alguno del
siglo XIX. Trabajó al aire libre, obsedido por la observación directa, en
Caracas y en el litoral guaireño. Gusto del apunte, de la notación fugaz de la
atmósfera, de la percepción del efecto a distancia, convierten a De las Casas,
en nuestro primer pintor de espíritu impresionista.

COLETTE DELOZANNE l265, 266) Nació en París en 1934. Radicada en


Venezuela desde 1955 Colette Delozanne destaca entre los mejores ceramistas
del país y como tal participó en 1973 en el Simpósium Internacional de
Cerámica, en Menphis, USA. Lentamente, sin embargo, ha evolucionado
hacia la escultura, en la medida en que su obra se torna independiente de la
función decorativa, para asumir valores expresivos que la emparentan con
formas telúricas y mágicas. Una simbología primitiva emana de sus constantes
referencias totémicas, del conjuro de las fuerzas elementales que traduce su
materia.
GABRIEL ADOLFO D’EMPAIRE (107) Nació en Maracaibo el 11 de agosto
de 1885. Murió en Caracas, el 24 de octubre de 1971. Alumno de Herrera
Toro en la Academia de Bellas Artes, D’Empaire tomó parte en las
actividades del Círculo de Bellas Artes, de cuya estética se apartó luego para
trabajar dentro de un estilo muy peculiar, caracterizado por una minuciosidad
fotográfica que recuerda la técnica de los primitivos. Murió completamente
desconocido, pero en su juventud había sido director artístico de la famosa
revista “El Cojo Ilustrado”. Realizó extensa obra de copista, con lo que se
ganaba la vida.

VICTORIANO DE VICENTE GIL (100) Nació en España hacia mediados del


siglo XIX, en fecha indeterminada. En 1887 figura como alumno de la
Academia de Bellas Artes de Caracas, de la cual fue por muchos años profesor
de pintura. Dejó en Venezuela escasa y poco conocida obra. A partir de 1910
trabajó bajo la influencia impresionista en un estilo luminoso, con cierta
tendencia a lo decorativo: motivación fantasista que procede de la influencia
del simbolismo; que este artista asimiló en sus viajes a Europa.

LUIS DOMÍNGUEZ SALAZAR (248l Nació en Uracoa, Estado Monagas, el


10 de septiembre de 1931. Estudios de Derecho en la U.C.V. y de pintura y
dibujo en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas, de la cual llegó a ser
director, entre 1961 y 1965. Dibujante y pintor figurativo, su obra se
caracteriza por una temática alegórica, en la que combina ciertos rasgos de
ejecución expresionista con el gusto por las mixtificaciones fantásticas, no
exentas de humor. En 1965, a raíz de un viaje a los EEUU., recibió la
influencia del pop-art.

ROLANDO DORREGO (356) Nació en La Habana (Cuba) el 24 de diciembre


de 1943. Graduado en el Instituto de Diseño de la Fundación Neunann-lnce,
de Caracas, estudió grabado con Luis Chacón y Luisa Palacios. Puede ser
adscrito a la generación influida por el pop-art, que apareció en Caracas hacia
1967. Los estereotipos publicitarios le inspiran obras de intención poética,
utilizando una corbata. Combinó formas tridimensionales y planas en una
misma obra, para eludir al ambiente. Diseños estereotípicos de nubes y
montañas le sirven para mezclar formas de significado puramente asociativo y
en donde el humor se alía con lo erótico para estimular un sutil juego de
relaciones conceptuales.

RAMÓN MARTIN DURBAN (144l Nació en Zaragoza, España, el 11 de


febrero de 1904. Falleció en Caracas, en donde había residido por más de
treinta años, et 17 de febrero de 1967. Se desempeñó durante 20 años en la
cátedra de dibujo de la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas.
Ilustrador de revistas de destacada figuración en las décadas del 30 al 40,
contribuyó a imprimir carácter al diseño gráfico de esta época. Aun cuando
trató de entender el espíritu de nuestra tradición plástica, Durbán fue ante todo
un gran ilustrador y su influencia marcó el espíritu de la literatura publicada
en Caracas en la década del 40.

ALBERTO EGEA LÓPEZ (137, 138). Nació en Caracas, el 29 de agosto de


1903. Murió en Barcelona, España, el 12 de diciembre de 1958. Realizó
estudios de dibujo y pintura en la Academia de Bellas Artes de Caracas y en
The National Academy de Nueva York. Perteneció a la misma generación de
paisajistas en la que se cuentan Pedro Ángel González, López Méndez y
Marcos Castillo. Sin embargo, desterrado por el dictador Juan Vicente Gómez,
vivió de 1923 a 1935 en Nueva York, donde se ganaba la vida haciendo
diseño publicitario. Al retomar a Venezuela, asimiló rápidamente el estilo
paisajístico habitual en nuestro medio: luminosidad, temática autóctona, en
algunos casos de intención social.

MANUEL ESPINOZA (255, 2561. Nació en San José de Guaribe, Estado


Guárico, el 1o de enero de 1937. Realizó estudios de pintura y artes gráficas en
la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas, con especialización en
Alemania y Francia. Desde sus comienzos la obra de Manuel Espinoza ha
permanecido fiel a un impulso expresionista de naturaleza orgánica que lo
lleva a obtener en su pintura un símil del movimiento y la vitalidad de la
naturaleza, impronta gestual, intensidad sígnica y cromática de las formas
embrionarias, cualidad impactante del efecto, ejecución impulsiva pero
razonada, amplitud del formato, son características de su trabajo.

JUAN VICENTE FABBIANI (174, 175, 176l. Nació en Panaquire, Estado


Miranda, el 15 de junio de 1910. Estudió en la Academia de Bellas Artes de
Caracas, de la cual, convertida ésta en Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas
en 1936, pasó a ser profesor de pintura y, más tarde, su director. Su principal
vínculo con la tradición figurativa proviene de Marcos Castillo, con quien
guarda más de un parentesco. Como éste maestro, Fabbiani se ha empeñado en
estilizar las formas para adecuarlas a principios subjetivos; la observación del
natural le sirve como pretexto, se transforma en una realidad nueva en el
cuadro a partir de las relaciones de color que reordenan el tema en función de
la expresividad.

NICOLÁS FERDINANDOV (68, 69). Nació en Moscú, el 14 de abril de


1886. Falleció en Willernstad, Curazao, el 7 de marzo de 1925. Estudió en las
academias de Moscú y San Petersburgo, hasta graduarse de arquitecto, en
1910. La Primera Guerra Mundial, de la cual intentaba desertar, le trajo a
nuestras costas. En 1917 está instalado en la Isla de Margarita donde pinta,
una serie de paisajes. En 1918 emigra a Caracas; encuentra aquí a Armando
Reverón, sobre quien ejerce notable influencia. Inquieto, investigativo,
obsedido por el misterio, Ferdinandov se convirtió en un animador de la vida
cultura de la Caracas de entonces, reclamado por una exhuberancia vital que
no conocía límites. Abandonó el país en 1923, pero dejó a su paso un recuerdo
intenso y una obra de acuarelista que, no por ser breve, queda sin significación
en la pintura venezolana.

ANTONIO JOSÉ FERNANDEZ (418). Nació en Escuque, Estado Trujillo, el


24 de mayo de 1927. Reside en Valera, Estado Trujillo. Comenzó a tallar y a
modelar directamente en cemento a partir de 1952, bajo la influencia del
también artista ingenuo Salvador Valero. Descubierto en 1963 por Carlos
Contramaestre, fue revelado en una exposición en la Galería del Techo de la
Ballena, en 1965, en Caracas. Talló también relieves sobre madera,
particularmente en la serie de los Paritorios (1965).

CARMELO FERNANDEZ (15, 16). Nació en Guama, Estado Yaracuy, el 20


de junio de 1810 y murió en Caracas el 9 de febrero de 1887. Realizó estudios
en Caracas, Nueva York y Francia. En 1831 se encarga de la clase de dibujo
en la recién fundada Academia Militar de Matemáticas, Caracas, siguió la
carrera militar y hacia 1836 figura como Teniente. Participó como jefe del
grupo de dibujantes, en la Expedición Geográfica de Agustín Codazzi
encargada de trazar los límites entre Venezuela y Colombia. Realiza
ilustraciones para el libro “Resumen de la Historia de Venezuela”, de Rafael
María Baralt y Ramón Díaz, publicado en París en 1841. Formó parte, en
1842, de la Comitiva Oficial a Santa Marta para trasladar a Caracas los restos
del Libertador. Hace veintidós dibujos de este acontecimiento. Participó en la
“primera Exhibición de Productos Venezolanos” (1844). Es nombrado
director del Instituto Nacional de Bellas Artes en 1876. Fue maestro de Martín
Tovar y Tovar.

FRANCISCO FERNANDEZ RODRÍGUEZ (108, 109) Nació en San


Fernando, Estado Apure, el 10 de mayo de 1900. Estudió en la Academia de
Bellas Artes de Caracas y en las academias Colarossi y la Grand Chaumiére,
de París. Pertenece a la segunda generación de paisajistas de la llamada
Escuela de Caracas, junto a L.A. López Méndez, E.E. Zuloaga y Pedro Ángel
González; con éste último mantiene más de un punto en común, en cuanto a
técnica y temas. Como González, prefiere las vistas panorámicas del Valle de
Caracas, si bien Fernández ha cultivado otros géneros, como la naturaleza
muerta, el retrato y el interior. Su producción es muy numerosa. Su factura
está conseguida, a diferencia de otros pintores del Ávila, con capas de color
muy tenues y transparentes, con lo cual, aproximándose a los efectos
fotográficos, profundiza en un espacio de gran óptica.

MARCEL FLORIS (302). Nació en Hyeres (Francia), el 11 de septiembre de


1914. Reside en Venezuela desde 1950. Artista cinético. Diseñador gráfico,
después de una etapa durante la cual trabajó los acrílicos laminados para
activar una composición de colores puros, pintada en lienzos fijos, Floris fue
desprendiéndose cada vez más de la noción del medio, para depurar su
búsqueda hasta un grado en que el espacio se convierte en e! lugar de la obra,
conseguida ya la sensibilización máxima de sus elementos: hilos de acero,
láminas, volúmenes de acrílico transparente, etc. dirigido todo a producir la
virtualidad.

ANTONIO ESTEBAN FRÍAS (40). Nació en Caracas, el 26 de diciembre de


1868. Murió en esta misma ciudad el 9 de febrero de 1944. Fue alumno de
Arturo Michelena y de Antonio Herrera Toro. Durante muchos años, hasta
1937, se desempeñó como profesor de pintura en la Academia de Bellas Artes.
Su obra, poco conocida y nunca resumida en una exposición, cae dentro de la
esfera de influencia del realismo del siglo XIX, aunque también cultivó, en
forma tímida, el paisaje. Aspectos deplorables de la vida, siguiendo la
tendencia de Cristóbal Rojas, la figura humana aislada, como sucede en El
borracho, su obra más conocida.

MARTÍN LEONARDO FUNES (194). Nació en Camaguán, Estado Guárico,


el 6 de noviembre de 1921. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas, en la Academia La Esmeralda de México y en la
Academia de Bellas Artes de Roma. Funes es un escultor figurativo de
tendencia moderna; estilización abstracta de la forma humana, y autor también
de retratos y monumentos públicos. Como pintor siguió la escuela realista, de
influencia mexicana, basándose en una temática criolla y enfatizando la
expresión cromática.

G
JOSÉ GALLARDO (419). Nació en 1922 en Málaga, España. Reside en
Mérida. Estado Mérida, desde la década del 50, dedicado a atender un
comercio de ferretería. Autodidacta, ha sido clasificado entre los niveles por el
carácter evocativo de sus imágenes, que aluden al paisaje de la infancia. Estilo
pormenorizado y técnica precisa y depurada, uso de una perspectiva múltiple,
son rasgos propios de los artistas espontáneos, que Gallardo sabe combinar
con un sentido poco común de la observación del natural, tal como se
comprueba en sus paisajes de los páramos andinos.

GEGO (GERTRUDIS GOLDMICHDT) (304, 305). Nació en Hamburgo,


Alemania, en 1912. Estudió en Stuttgart, Alemania, en donde obtuvo titulo de
arquitecto. Gego se formó como artista de tendencia constructiva en el
ambiente de Caracas, al calor del neoplasticismo que se expandió rápidamente
entre 1952 y 1958. Aunque ha sido considerada como cinetista por su interés
en el movimiento, Gego es, sin embargo, una artista inclasificable; se empeña
en desmaterializar de manera gráfica una estructura reticular construida casi
siempre con módulos metálicos. La obra produce un símil de crecimiento
orgánico, parecido al de un follaje. Gran austeridad de medios y líneas
esenciales para lograr el pase de lo visual a lo táctil.

TOMAS GOLDING (148, 149, 150). Nacido en Caracas el 10 de agosto de


1909. Ingresó en la Academia de Bellas Artes en 1922, siendo alumno aquí de
Marcos Castillo y Pedro Zerpa. Entre 1925 y 1931 residió en Nueva York,
Autor de obra numerosísima, pintada con frecuencia del natural, al aire libre;
destacan sus paisajes del Ávila y sus marinas, aunque también se ha dedicado
a la naturaleza muerta, al motivo de flores. Lo que caracteriza a Golding es el
vigor de su factura enérgica y movida, rica en empaste, para traducir efectos
conseguidos en el proceso mismo del trabajo. Se puede definir como el más
barroco de la Escuela de Caracas.

CARLOS GONZÁLEZ BOGEN (225, 226, 227). Nació en Upata, Estado


Bolívar, el 6 de junio de 1920. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas. Artista constructivo, ha intervenido en los movimientos
de vanguardia que afirmaron en nuestro país al arte abstracto. Sus Móviles y
Estables datan de 1954. González Bogen participó también en el movimiento
de integración artística que se cumplió en la Ciudad Universitaria de Caracas.
Interesado en el problema de la síntesis, ha realizado numerosas obras para
fachadas y espacios arquitectónicos. Desde 1966 vuelve al figurativismo, bajo
una propuesta que incluye un mayor compromiso y en este sentido ha
ensayado el muralismo, tal como puede apreciarse en una obra suya para el
Banco Ítalo-venezolano, en Caracas.

HUMBERTO GONZÁLEZ (127, 128). Nació en San José de Río Chico,


Estado Miranda, en 1919. Falleció en Caracas, en 1958. Estudió en la antigua
Academia, donde fue alumno de Marcos Castillo y Antonio Esteban Frías.
Adoptó frente a la rigidez de conceptos con que trabajaba la generación
anterior de paisajistas, una manera más libre, un estilo más cromático e
independiente. Se le considera, en general, como estimable paisajista de la
Escuela de Caracas, si bien su obra es escasa.

LORENZO GONZÁLEZ (155). Nació en Caracas, el 10 de agosto de 1877.


Falleció en la misma ciudad, el 16 de septiembre de 1948. Este artista y
pedagogo descendía de una familia de escultores que se remonta a los
imagineros coloniales. Estudió en la Academia de Bellas Artes, donde fue
condiscípulo de Federico Brandt. En 1899 marchó a París con una beca de
estudios, y aquí fue alumno de Allouard e Injalbert. Carente de estímulos, su
obra escultórica se vio limitada al encargo de retratos históricos. Su obra más
importante es La tempestad, en la colección de la Galería de Arte Nacional,
escultura anecdótica con la que González habla participado en el Salón de los
Artistas Franceses, y que le valiera reconocimiento del jurado de premiación,
en aquella oportunidad.

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ (123, 124, 125, 126). Nació en Santa Ana del
Norte, Estado Nueva Esparta, el 19 de septiembre de 1901. Ingresa en 1916 a
la Academia de Bellas Artes de Caracas, donde tiene como profesor de pintura
a Pedro Zerpa. En 1921 traba amistad con Antonio Edmundo Monsanto y el
grupo del Círculo de Bellas Artes. Al efectuarse la renovación de la
Academia, transformada a partir de 1936, en una moderna Escuela de Artes
Plásticas, González es llamado para crear el Taller de Artes Gráficas y enseñar
en éste el grabado en metal. Después de este año reanuda su trabajo pictórico,
interrumpido en 1924. La obra de P.A.G. se caracteriza por la solidez en la
representación de las formas y por el interés que da a la luz y las variaciones
del tiempo en paisajes que pinta a cielo abierto, cuidadoso de lograr la
fidelidad a un principio que une la técnica minuciosa y constructiva con una
pasión casi científica por la observación de la naturaleza.

RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZ (110, 111, 112, 113). Nació en Araure,


Estado Portuguesa, el 24 de noviembre de 1894. Murió en Caracas en 1975.
Se traslada a Caracas en 1909 con una beca para estudiar en la Academia de
Bellas Artes. En 1936, con la reforma de que es objeto la Academia, pasa a
dictar la cátedra de paisaje, en la que se mantendrá durante años. En 1946
obtiene el Premio Nacional de Pintura en el Salón Oficial. Su obra incorpora a
las modalidades de la Escuela de Caracas el rasgo de lo anecdótico que con
tanto énfasis había desechado el Círculo de Bellas Artes. Muchos de sus temas
de carácter folklórico y costumbrista lo emparentan con dos vertientes, bien
disímiles, que en el futuro entrarán en vigencia: la pintura ingenua, por una
parte, y las corrientes realistas que resaltarán el aspecto social.

GIORGIO GORI (158, 316). Nació en Paris, el 1 o de junio de 1910. Estudió


en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París, entre 1927 y 1938.
Vive en Caracas desde 1949, donde ha obtenido los premios para pintura y
escultura del Salón Anual de Arte Venezolano. Como escultor es autor de
retratos y monumentos históricos para diferentes lugares, como el Ateneo de
Trujillo, Plaza Rómulo Gallegos, de Maturín, Plaza Boyacá, de Caracas.
Como pintor ha cumplido varias etapas, desde el realismo estilizado que le
valiera el Premio de Pintura en 1955 hasta una figuración lírica, en base a
composiciones con objetos, en su última época, pasando por una etapa
abstracto-informalista, basada en la expresión textural, conforme al estilo en
boga durante los años 60.

ELSA GRAMCKO (314, 315). Nació en Puerto Cabello, Estado Carabobo, el


19 de abril de 1925. Estudios autodidácticos; conocida como pintora abstracta
en un círculo relativamente privado, desde 1959 se dio a conocer en los
salones oficiales que se celebraban en Caracas. En 1961 hizo su primera
exposición en el Museo de Bellas Artes. Luego de un abstraccionismo
geométrico, entró en una fase de experimentación con materiales y creó así
una primera serie de obras texturales donde empleaba placas de acumuladores,
y a la cual siguieron sus pinturas en que concebía símiles de espacios
fuertemente murados y la serie de ensamblajes donde empleó silvines de faros.
Su estilo escultórico nace de explorar las vías del objeto, a partir de esas obras,
en 1967.

ALBERTO GERARDO GUEDEZ, (263). Nació el 22 de abril de 1942 en El


Tocuyo, Estado Lara. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas “Cristóbal
Rojas” y en el Instituto Pedagógico Universitario. Escultor figurativo de
tendencia expresionista, sigue la orientación al empleo del modelado y
fundido en bronce. La forma humana está sometida a una voluntad estilística
que no rompe, sin embargo, la contención lineal que la define como
pensamiento de la forma, más que como representación de un modelo.

LUIS GUEVARA MORENO (211, 212, 213, 214). Nació en Valencia, Estado
Carabobo, el 26 de enero de 1926. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas y en la Escuela Superior de Bellas Artes de París.
Residió en París desde 1949, participando allí en el grupo Madi, cuyo
principal animador era el argentino Gyula Kosice, de tendencia neo-
plasticista, y haciéndose luego miembro de Los Disidentes. De regreso a
Caracas ocupa la dirección de la Escuela de Artes Plásticas, en 1959, con la
reforma que ésta había sufrido. Fue uno de los pintores venezolanos que más
temprano encuentra el abstraccionismo, pero también, luego, el más decidido
partidario de la tendencia neo-figurativa, que, robustecida con la experiencia
que ha arrojado por saldo una revitalización de los elementos propiamente
plásticos, se presenta dispuesta a afrontar la tangibilidad de lo real con una
expresión más sensible y poética.

EDGAR GUINAND (365). Nació en Caracas el 12 de junio de 1943. Estudió


en la Escuela de Arte Plásticas “Cristóbal Rojas” hasta 1965. De 1969 a 1971
residió en Europa. Ha sido director de la Escuela de Artes Plásticas de
Maracay. En un primer momento en que fundía sus obras en bronce, Guinand
llegó a interesarse en ciertas asociaciones de formas y símbolos con el relieve
precolombino, en obras de carácter abstracto a lo cual renunció para
desembocar en una especie de transposición retinal del plano a un volumen
virtual, mediante una serie de paralelas pintadas sobre una lámina metálica
erigida verticalmente.

CARLOS HERNÁNDEZ GUERRA (343, 344, 345). Nació en El Callao,


Estado Bolívar, el 1o de junio de 1939. Estudió en la Escuela de Artes
Plásticas y Aplicadas de Caracas y en la Escuela Nacional Superior de Bellas
Artes de París. Informalista de tendencia gestual en un comienzo, trabajó
sobre todo en formatos grandes, en cuadros de atmósfera obscura y efectos
dramáticos, fiel a un trazado caligráfico de naturaleza abstracta. Más tarde
inició una etapa figurativa, de motivaciones políticas. En la época actual logra
una simbiosis del gestualismo sígnico de su primera época y la imagen
objetiva, en este caso un paisaje extremadamente amplio y sintético,
internalizado en la conciencia, fijo y obsesivo como el escenario de ese
recuerdo del primer plano en que se sitúa la mirada de un espectador
imaginario.

PABLO W. HERNÁNDEZ (44, 45). Nació en Valencia, Estado Carabobo, en


1890. Falleció en 1928. Contemporáneo de los integrantes del Círculo de
Bellas Artes, compañero de Reverón y Monasterios en la Academia de Bellas
Artes de Caracas, donde fue alumno destacado de Herrera Toro. Llego a ser,
además, ilustrador de la revista El Cojo Ilustrado; su obra es relativamente
escasa y difícil de localizar.

ANTONIO HERRERA TORO (22, 23, 24, 25). Nació en Valencia, Estado
Carabobo, el 16 de enero de 1857. Murió en Caracas el 26 de junio de 1914.
Recibe lecciones de Tovar y Tovar en la Escuela Normal de Dibujo y Pintura
de Caracas, de la que egresa en 1875. Este mismo año recibe una beca oficial
y viaja a Europa, estudiando en Francia (donde encuentra a Tovar y Tovar) y
en Roma. Aquí figura como socio del Círculo Internacional de Bellas Artes,
en cuyos salones expone su obra. Dos obras suyas están participando en la
Gran Exposición Universal de París, en 1878. De regreso en Caracas para
1880, se consagra a la pintura histórica y trabaja como ayudante de Tovar y
Tovar en los lienzos de las batallas de Carabobo y Junín, que este último
realizaba por encargo del Presidente Guzmán Blanco. De estilo ecléctico.
Herrera Toro destacó sobre todo en el retrato, por su dibujo correcto y su
factura cuidada y vigorosa y un justo empleo de los valores. Su paleta es
sensual, pastosa, formada por tonalidades marrones y grises.

FRANCISCO HUNG (330, 331, 332). Nació en Cantón, China, el 16 de junio


de 1937. Estudió en la Escueta de Artes Plásticas de Maracaibo y en la
Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París, hasta 1962. Su pintura, y
en particular su exitosa serie Materias flotantes (1964-1966), despierta
inmediatamente el sentimiento de velocidad, reacciones elementales frente a
un mundo mecánico y caótico que Hung expresa con imágenes y signos
caligráficos en vértigo, a modo de impactos y colisiones de masas que
parecieran desbordar materialmente el espacio que ocupan en el cuadro.

ÁNGEL HURTADO (335, 336). Nació en El Tocuyo, Estado Lara, el 27 de


octubre de 1927. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas. Se ha consagrado también al cine y es, en este sentido, autor de una
extensa filmología consagrada al documental de arte. Abstracto-lírico,
Hurtado está interesado en el signo y el espacio, dentro de un esquema de
sugestión atmosférica que se caracteriza por su síntesis y su densidad textural.

RAMÓN IRAZABAL (1). Se desconoce la fecha y el lugar de su nacimiento,


así como de su muerte. Formó parte de un grupo de artistas y artesanos que
fundó en 1841 una sociedad gremial denominada Compañía Artística de
Caracas, en la cual figuraba Juan Lovera. Concurrió a la Exposición de la
Industria Venezolana, en 1844, acreditándose un premio por su participación
en la Sección de Pintura. Las pocas obras del artista que se conocen revelan su
carencia de instrucción académica. Las limitaciones del dibujo y las
dificultades en el modelado de las imágenes se ven compensadas por el uso
del color, que parece esbozar los primeros intentos de captar de una manera
propia la luminosidad del paisaje tropical, rasgo ausente en la obra de los
ilustradores europeos de técnica mucho más depurada, a quienes seguramente
Irazábal quería imitar.

JUAN DE JESÚS IZQUIERDO (52, 53). Nació en Caracas el 6 de mayo de


1876. Falleció en esta misma ciudad, el 14 de enero de 1952. Izquierdo
representa al estilo de transición entre la Academia y el Círculo de Bellas
Artes; compañero de Reverón en la clase de pintura, Izquierdo tenía grandes
condiciones de pintor y fue sensible a la observación de la luz y la naturaleza,
pero las dificultades porque atravesó le llevaron a ganarse la vida como
decorador de interiores y como copista. En la naturaleza muerta es
continuador de la tradición romántica de Herrero Toro, quien fue su maestro
en la Academia. Murió en la mayor miseria.

HUMBERTO JAIMES SÁNCHEZ (337, 338, 339, 340). Nació en San


Cristóbal, Estado Táchira, el 25 de junio de 1930. Estudió en la Escuela de
Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas. De 1954 a 1957 viajó por Europa y se
residenció en Estados Unidos por espacio de un año. En 1958 obtuvo el
Premio Nacional de Pintura. Ha ocupado el cargo de director de la Escuela de
Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas y del Instituto de Diseño Neuman-
INCE, como también en la Escuela de Artes Plásticas Arturo Michelena, de
Valencia. Estado Carabobo. Influenciado en principio por De Stael y Poliakof,
Jaimes Sánchez desarrolla un abstraccionismo lírico de expectación con los
materiales que lo llevará a emparentarse luego con el movimiento
informalista. Jaimes ha llamado “paisajes psicológicos” a estas obras en las
que trata de estructurar la visión poética del sentimiento que nos une a la
naturaleza, combinando textura y color para lograr una especie de símil de la
corteza terrestre, de lo mineral, de los espacios oníricos de la materia.

PAUL KLOSE (362, 363) Nació en Kolding, Dinamarca, el 13 de diciembre


de 1914. Reside en Caracas desde 1955. Estudios en la Academia Bonen de
Copenague y en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París. Pintor
abstracto-lírico en los años 60, Klose fue evolucionando hacia una pintura
constructiva, de base geométrica, aunque sin renunciar al soporte de tela ni al
contenido poético que dimana de estas formas amplias, rigurosas y concretas.

LEOPOLDO LA MADRIZ (129). Nació en Valencia, Estado Carabobo, en


1904. Hizo estudios en la Academia de Bellas Artes, donde estudió hasta
1926. A partir de entonces vive en su región nativa, dedicado a la pintura de
paisajes, dentro del estilo de la Escuela de Caracas. En 1960 viajó por España.
Gusto de la síntesis y tendencia al paisaje semirrural, mezcla de aldea y
campo, caracteriza una tendencia que tiene en La Madriz a un continuador de
la obra de Monasterios y R.R. González.

PEDRO LEÓN CASTRO (168, 169, 170). Nació en Caguas, Puerto Rico, el
10 de enero de 1913. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Caracas.
Apartado de la tradición del paisajismo caraqueño, Pedro León Castro
representa junto con Poleo a la escuela realista que innovó la temática de
nuestra pintura en la década del 40. Después de una manera escultórica con la
que aludía a motivos sociales, León Castro pasó a una tendencia más plástica,
renunciando a la anécdota y a lo episódico. Naturalezas muertas y paisajes
alternan con figuras y desnudos en un estilo de gran amplitud de planos, con
tendencia a lo épico y a los enfoques de precisión objetiva.

GERD LEUFERT (303). Nació en Klaipeda, Lituania, el 9 de junio de 1914.


Estudió en la Academia de Bellas Artes de Munich y en Hannover, Alemania,
Pintor y diseñador gráfico establecido en Caracas desde 1959. La obra de
Leufert está profundamente ligada a su actividad de diseñador gráfico y en tal
sentido se enmarca dentro de proposiciones constructivistas que este artista ha
manejado con gran libertad, buscando siempre una síntesis de intuición y
concepto. Básicamente le ha preocupado el problema del color y la forma,
aunque también trabajó en un arte de texturas, interesado en la luz. Propuesta
ambiental en torno al marco como contenido plástico, en 1972.
ARMANDO LIRA (130). Nació en Ungay, Chile, el 12 de noviembre de
1903. Llegó a Venezuela en 1936 contratado para enseñar en la Escuela de
Artes Plásticas de Caracas. Murió en esta última ciudad en 1959.
Expresionista en un primer momento. Lira asimiló muy pronto la lección de la
Escuela de Caracas, dentro de cuyo estilo dio su principal contribución al arte
venezolano. Carácter vivo y policromo de su factura nerviosa, dibujo amplio y
movido, entonación cálida y eufórica, caracterizan a su obra venezolana.

LUIS ALFREDO LÓPEZ MÉNDEZ (133, 134, 135, 136). Nació en Caracas,
el 23 de noviembre de 1901. Estudió en la Academia de Bellas Artes de
Caracas. Aquí se unió al grupo de pintores que integraban el Círculo de Bellas
Artes, asociación en la cual se ha incluido su nombre. Sin embargo, López
Méndez difiere del resto de sus compañeros por su amplia visión temática, por
su tendencia erudita, que parece apartarlo del naturalismo paisajístico. Ha
viajado por numerosos países, en actividades diplomáticas: Cuba, México,
Estados Unidos, Francia, Italia, Grecia. Define la pintura como una actividad
destinada a producir goce; goce, sobre todo, del hecho mismo de pintar.

JUAN LOVERA. (7, 8, 9, 10). Nació en Caracas el 26 de diciembre de 1778.


Murió en la misma ciudad et 20 de enero de 1841. Hace sus primeros estudios
en el Convento de los Dominicos, al cuidado de frailes que solían distinguirse
por la práctica y enseñanza de la pintura y la escultura. Activo partidario de la
causa independentista, presencia los acontecimientos del 19 de abril de 1810
(declaración de la Independencia) y del 5 de julio de 1811 (Firma del Acta de
Independencia), que servirán de tema a sus dos obras más difundidas.
Apoyándose en técnicas que datan de la Colonia y que se habían desarrollado
en la aplicación a los temas religiosos y espirituales predominantes hasta el
siglo XVIII, Lovera realiza el retrato de una sociedad que conserva la
resonancia del heroísmo reciente, pero que, más que nada, revela al ojo del
iniciador del costumbrismo la presencia dominante de rasgos muy propios,
que van desde la trama psicológica de los rostros hasta el apunte de género y
la pintura de interior.

EMERIO DARÍO LUNAR (257, 258, 259). Nació en Cabimas, Estado Zulia,
el 27 de enero de 1940. Pintor autodidacta, de tendencia surrealista. Se reveló
en 1968 al ganar el Premio de la Universidad del Zulia en el Salón D’Empaire,
en Maracaibo. Su obra no deja de llamar la atención de críticos y
coleccionistas, por su carácter extraño y fantástico, no exento de un acento
naíf que le ha valido ser catalogado erróneamente entre los artistas primitivos.
Un mundo solitario de gran profundidad y nitidez arquitectónicas, evocación
nostálgica de un clasicismo totalmente absurdo, poblado de símbolos eróticos,
nos muestra aquí un escenario en donde se mezcla lo efímero y la aspiración a
lo eterno, a una belleza inaccesible.

ÁNGEL LUQUE (319). Nació en Córdoba, España, el 20 de octubre de 1927.


Residió en Venezuela entre 1955 y 1967. Participó en las actividades del
grupo “Artistas de Hoy”, que se reunía en la Librería Fernando Fe, en Madrid.
Tras dejar la figuración, se sumó al movimiento de los informalistas de
Caracas en 1960, integrando varias exposiciones de grupo. Muy cerca del
español Feito, hizo una pintura matérica, interesado en la textura. Retornó a
partir de 1965 a la abstracción lírica y, por esta misma vía, evolucionó, ya
radicado en París desde 1967, hacia el cinetismo, bajo la influencia de Soto.
M

MATEO MANAURE (234, 235, 236, 237). Nació en Uracoa, Estado


Monagas el 18 de octubre de 1926. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas. En 1947 obtiene el Premio Nacional de Artes Plásticas
y, con una bolsa de viaje que éste le reporta, viaja seguidamente a París.
Formó parte de Los disidentes. En Caracas participa desde 1952 en la
corriente abstraccionista, dejando como muestra relevante sus murales en la
Ciudad Universitaria, y otros espacios. El carácter poético, que siempre
caracterizó la obra del artista, aun en los momentos más intensos de su etapa
constructivista, lo llevó luego, para 1960, a un retorno a la figuración.
Figuración que se mueve en lo onírico y que, centrándose en el entorno
misterioso de las figuras, encontrará su expresión más nítida en un paisajismo
imaginario .y subjetivo. La obra más reciente de Manaure parece incorporar a
sus primeras búsquedas constructivistas su experiencia dentro del diseño
gráfico, así como una visión depurada del color que despuntaba en su serie
figurativa más notable: “Los Suelos de mi tierra”.

ERNESTO MARAGALL (159). Nació en Barcelona, España, en 1903.


Estudió en la Escuela de Bells Ofici de Barcelona, donde tuvo por maestro a
Pablo Gargallo. Al término de la guerra civil española, se estableció en
Caracas, en cuya Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas, se ocupó de regentar
los cursos libres de escultura. En Caracas encontró un ambiente estimulante
para el desarrollo de su trabajo y aunque su obra no fue muy numerosa, por
impedírselo su consagración a la tarea docente en la Escuela, puede decirse,
tal como lo han reconocido sus alumnos, que Maragall contribuyó en mucho a
la renovación del concepto tradicional de monumento que se hacía en Caracas,
al punto de que su insuperable fuente de la antigua Plaza de Venezuela
(actualmente en el Parque Los Caobos), es una de las obras fundamentales de
la escultura paisajística con que cuenta Caracas

GABRIEL MARCOS (368). Nació en Caracas el 19 de noviembre de 1938.


Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas; en la
Academia Nacional Superior de Bellas Artes, en el Colegio de Francia y en la
Escuela del Louvre, en París. Formó parte del grupo El León de Oro, de 1965
a 1968. Ensamblajes de objetos, conforme a un plan constructivo que permite
la manipulación de los componentes de la obra, un arte de participación.
Empleo de micromotores para impulsar el movimiento físico. Estructuras
metálicas transformables mediante la acción del espectador.

MARISOL (MARISOL ESCOBAR) (197, 1981. Nació en París, de padres


venezolanos, en 1930. Estudió en la Escuela Nacional Superior de Bellas
Artes de París, en la Jepson School de Los Angeles y en Art Students League
de Nueva York. El centro de interés de Marisol es la figura humana, vista
como manifestación de la soledad. Su aporte fundamental a la escultura
moderna proviene de sus virtudes de tallista en madera, que ella sabe
combinar con un sentido innovador del ensamblaje, para lograr efectos de
ambientación mediante la mezcla del plano ilusorio con volúmenes
escultóricos extremadamente sintéticos. Los bloques tallados, cilindros y
poliedros, constituyen las estructuras sólidas preferidas por Marisol; sobre
ellas dibuja, colorea, añade materiales mixtos de elaboración propia o de la
industria, y remata con una cabeza también labrada, en algunos casos vaciada
en yeso o en bronce. Esta operación de conjunto adquiere, por un solo detalle,
carácter totémico. Adviértese en ella una franca tendencia al
monumentalismo.

LEONCIO MARTÍNEZ (LEO) (101). Nació en Caracas en octubre de 1888 y


falleció en esta misma ciudad, en diciembre de 1941. Notable caricaturista e
ilustrador, autor de trabajos críticos sobre pintura venezolana, Leoncio
Martínez fue uno de los fundadores del movimiento de pintura nacionalista
que se inició con el Círculo de Bellas Artes, en 1912. Sin embargo, la
notoriedad la debe Leo a la literatura y el periodismo, llegando a ser dentro de
éste el más notable de los humoristas y caricaturistas que dio Venezuela en el
pasado.

PROSPERO MARTÍNEZ (87, 88). Nació en Caracas el 28 de julio de 1885.


Murió en Carrizales, Estado Miranda, el 13 de septiembre de 1966. Estudió en
la Academia de Bellas Artes de Caracas, donde fue condiscípulo de Reverón y
Monasterios. Como estos últimos, Martínez era un poeta. Contribuyó a fundar
el Círculo de Bellas Artes. Durante muchos años desempeñó un modesto
cargo en la Gobernación de Caracas, y prácticamente había dejado de pintar.
Rara frescura la de este paisajista instintivo, indagador de lo inefable, del
toque fino y espiritual, mediante pinceladas nerviosas y rápidas; preferencia
del formato pequeño, intimismo.

RAFAEL MARTÍNEZ (309, 310). Nació en San Fernando de Apure el 19 de


octubre de 1940. Estudió en las Escuelas de Artes Plásticas Arturo Michelena,
de Valencia, Estado Carabobo, y Rafael Monasterios, de Maracay, Estado
Aragua. Estudios en la Escuela del Louvre y en la Escuela Práctica de Altos
Estudios, en París. Residió en Francia y en Italia. La representación del
movimiento en este cinetista toma como punto de partida las formas básicas
del cubo y el cuadrado. Impresión vibratoria para producir nuevas formas
virtuales a partir de alambres o varillas que contienen aquellas formas básicas.
Interacción del color, la luz como elemento.

EMILIO MAURI (35, 36). De padres franceses, nació en La Guaira, Distrito


Federal, el 9 de marzo de 1855. Falleció en Caracas el 18 de febrero de 1908
Estudió en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, en París, donde fue
alumno de Jean León Gérome, y en la Academia Julián, de esa misma ciudad,
con J.P. Laurens. Exponía con frecuencia en el Salón Oficial de París.
Restauró los frescos del castillo del marqués de Saint Paul, en Francia.
Nombrado director de la Academia de Bellas Artes de Caracas en 1887, tuvo
un papel fundamental en la enseñanza artística del país.

ANA MARÍA MAZZEl (389, 390). Nació en Caracas, el 15 de octubre de


1941. Hizo estudios en la Escuela de Bellas Artes de Torino, Italia; siguió
cursos libres en la Escuela de Artes Plásticas “Cristóbal Rojas” y en el Centro
Gráfico, Caracas. La experimentación en Ana María Mazzei se origina en una
reflexión sobre el tema de la libertad humana, a que ella alude constantemente
ya sea cuando pinta sobre un soporte duro o cuando hace arte conceptual. En
el primero de los casos, su obra expresa la posibilidad combinatoria de los
materiales hasta un extremo lírico y grave; simulación de texturas utilizando
una técnica de trompe l’oeil, para expresar la relación, siempre opresiva, pero
a la vez nostálgica, entre el hombre y el espacio libre. Uso del ensamblaje de
alambres, cuerdas, etc., para subrayar la ambivalencia entre lo físico y los
planos de ficción.

MAURO MEJIAZ (354). Nació en Biscucuy, Estado Portuguesa, el 22 de


noviembre de 1930. Estudios en la Escuela de Artes Plásticas de Valencia,
Estado Carabobo. Director fundador de la Escuela de Bellas Artes “Armando
Reverón”, de Barcelona, Estado Anzoátegui. Reside en París desde 1964.
Expresión surrealista de un mundo intermedio entre lo figurativo y lo
orgánico. Paisajismo de atmósfera onírica, concreciones de lo invisible,
imágenes líricas.

ELBANO MÉNDEZ OSUNA (178, 179). Nació en Tovar, Estado Mérida, en


1915 y murió en Tovar, el mismo Estado, el 17 de diciembre de 1973. Realizó
estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas, de 1936 a
1939, y en la Escuela de Artes Aplicadas de la Universidad de Chile, hasta
1943. Trabajó como asistente de David A. Siqueiros en los murales de
Chillano. Alumno de André Lhote en París, Méndez Osuna se mantuvo
durante muchos años apegado a un esquema de composición postcubista que
se hizo muy frecuente entre los estudiantes de nuestra Escuela de Artes
Plásticas. Tendencia al sintetismo y a la división por planos de la
composición, en paisajes andinos y temas de naturalezas muertas que
acusaban su carácter un tanto nostálgico y poético.

JUAN ALI MÉNDEZ (422). Nació en Bodoque, Bailadores, Estado Mérida,


el 24 de junio de 1938. Este hombre humilde trabajaba como peón en los
trapiches de la región andina, cuando descubrió la talla en madera. De los
utensilios pasó a la elaboración de imágenes caracterizadas por su rigidez y
vivo colorido, que Méndez tallaba en maderas de la región. Representaciones
del Libertador e imágenes religiosas del culto popular, constituyen en la obra
de Méndez exponentes de una tradición de imaginería popular que se remonta
a la Colonia y que permanece viva en muchos lugares del país.

CARLOS MENDOZA (273). Nació en Caracas el 9 de mayo de 1953,


aventajado alumno de Juan Jaén en el curso de escultura de la Escuela de
Artes Plásticas “Cristóbal Rojas”, Mendoza hace su primera exposición en
1977, en la Galería del CONAC. A propósito de esta obra escribió Pedro
Briceño en el catálogo: “El volumen constituye aquí el punto de partida hacia
una escultura que poco a poco se despoja de toda sugerencia fenoménica. Los
huecos o vacíos aparecen como el mejor expediente para penetrar y crear el
espacio mismo. Sus formas, llenas de vitalidad, van surgiendo y
organizándose para luego cortarse abruptamente, pero cambiando su
superficie en una nueva textura”.

JUAN MENDOZA (393, 394). Nació en Maracaibo en 1946. Egresó de la


Escuela de Artes Plásticas “Neptalí Rincón”, en Maracaibo. Ha residido en
Londres y en Nueva York. En 1977 se dio a conocer en una exitosa exposición
realizada en la Galería Adler-Castillo, en Caracas. Mendoza es profesor de
pintura en la Escuela “Neptalí Rincón”, de Maracaibo. Bajo la óptica de la
pintura fotográfica, que sensibiliza hasta un grado poético, Mendoza da la
imagen candorosa de la arquitectura popular de Maracaibo, a través de
fachadas y enfoques que, al agrandar el detalle, hacen más evidentes los
efectos del azar, sin excluir el absurdo y el humor.

MANUEL MÉRIDA (360, 361). Nació en Valencia, Estado Carabobo, el 25


de noviembre de 1936. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas “Arturo
Michelena” de esta ciudad. Atraído por los aspectos mecánicos de nuestra
civilización, este artista pasó de la abstracción expresionista a un
experimentalismo que le ha ido exigiendo, de más en más, la búsqueda de una
situación nueva a partir del movimiento. Cajas, movibles o fijas, accionadas
por micromotores que producen modificaciones muy sutiles, de apariencia
telúrica, en la masa de una materia formada por arena o pigmentos; las cajas
giran, el contenido se mueve, las cosas cambian atendiendo a la ley simple que
ensaya siempre una nueva organización.

ARTURO MICHELENA (30, 31, 32, 33). Nació en Valencia, Estado


Carabobo, el 16 de junio de 1863. Murió en Caracas el 29 de julio de 1893. A
una edad precoz, muestra ser un dibujante de gran talento. Es su padre quien
gula sus primeros pasos en la pintura. En 1883 obtiene una medalla en el
Salón del Centenario en Caracas. En 1885 viaja a París, donde, coincidiendo
con Cristóbal Rojas, hace estudios en la Academia Julián, en el taller de Jean
Paul Laurens. Pintor de un virtuosismo asombroso, triunfa en París, llegando a
obtener en el Salón Oficial de 1887, Medalla en Segunda Clase, máxima
recompensa para un artista extranjero. En la gran mayoría de sus obras, el
talento y la espontaneidad creativa de Michelena resultan escamoteados por el
cuidado y la aspiración a una reafirmación muy fin de siglo, que como
contrapartida, le valiera el reconocimiento, tanto en Francia como en el país.
Deja una de las obras más numerosas de la pintura venezolana y aunque su
fama se le debe a la pintura de género, destacó también en el retrato, el paisaje
y la pintura épica.

CARMEN, DE MILLAN (422). Nació en Maiquetía, Departamento Vargas, el


15 de julio de 1910. Falleció en Mamo, en el litoral de Caracas, en 1974.
Autodidacta de sensibilidad expresionista, su obra es de gran riqueza de color
y de agradable efecto ingenuo, que recuerda al arte de los niños. Temática
imaginativa donde predomina la figura femenina, en un contexto festivo,
evocador de la infancia de la artista, entre muñecas, parques, desposorios,
fiestas.

VÍCTOR MILLAN (410, 411). Nació en Araya, Estado Sucre, el 15 de agosto


de 1919. Autodidacta, es de los primeros pintores ingenuos en ser descubiertos
en Venezuela. Fue dado a conocer en una exposición individual en el Taller
Libre de Arte de Caracas, en 1954. En un comienzo trabajó cerca de Feliciano
Carvallo, con quien su nombre es asociado. De su vida de marino ha
conservado el gusto de las embarcaciones y cierta arrogancia campechana que
no desentona con la euforia de su colorido brillante y movido. Fiestas
religiosas y folklóricas, bailes de tambor, vistas de plazas y atrios de iglesias,
al lado de un profuso y uniforme despliegue de procesiones y muchedumbres,
caracterizan la obra de este artista.

RAÚL MOLEIRO (131, 132). Nació en Zaraza, Estado Guárico, el 5 de mayo


de 1903. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Caracas con Pedro Zerpa
y Cirilo Almeida Crespo. Pertenece al grupo de artistas siguiente a la
generación del Círculo de Bellas Artes que continuó la enseñanza de éste.
Podría asociársele a los nombres de Pedro Ángel González y Francisco
Fernández Rodríguez como acólito de una escuela de la objetividad naturalista
que ha hecho del Ávila su gran tema. Definición de volúmenes y masas por
distanciamiento del espectador, interesado en el espacio atmosférico que la luz
modifica y realza.

RAFAEL MONASTERIOS (89, 90, 91, 92). Nació en Barquisimeto, Estado


Lara, en 1884. Murió en la misma ciudad, el 1 de noviembre de 1961. Inicia
sus estudios en 1908, en la Academia de Bellas Artes de Caracas. Dos años
más tarde viaja a España para ingresar en la Escuela de Artes y Oficios y
Bellas Artes de Barcelona, ciudad en la que se halla para ese momento
Armando Reverón. En 1914 regresa a Caracas y se suma al Circulo de Bellas
Artes En 1937 obtiene Medalla en la Exposición Internacional de París. Ese
mismo año funda la Escuela de Artes Plásticas de Barquisimeto. A diferencia
de Cabré quien está obsesionado por la objetividad casi científica de la
representación, Monasterios se caracteriza por un espíritu de exploración en
cuyo ejercicio mismo se diluyen los límites de lo visiblemente objetivo y de la
visión propia de la realidad, poniendo de manifiesto en sus paisajes el lirismo
que lo llevó a confundirse con los pintores viajeros que atravesaron el país
durante el siglo pasado.

ANTONIO EDMUNDO MONSANTO (78, 79). Nació en Caracas el 10 de


septiembre de 1890 y murió en esta misma ciudad el 16 de abril de 1947.
Estudió pintura en la Academia de Bellas Artes de Caracas, a la que ingresó
en 1903. Aquí encontró a Manuel Cabré y Carlos Otero, con quienes organizó
una huelga contra Antonio Herrera Toro, nombrado director de la Academia
en sustitución de Emilio Mauri, en 1909. Habiendo adquirido profundos
conocimientos de pintura moderna, especialmente francesa, desempeñó papel
teórico en su generación y, posteriormente, terminaría su carrera como
profesor de análisis plástico. Fue uno de los principales animadores del
Círculo de Bellas Artes. Pero dejó de pintar hacia 1925, por decisión
autocrítica. Nombrado en 1936 director de la nueva Escuela de Artes Plásticas
y Aplicadas de Caracas, estuvo al frente de ésta hasta el año de su muerte.

GABRIEL MORERA (317). De padres venezolanos, nació en Madrid,


España, el 26 de enero de 1933. Estudió en la Academia de San Fernando, en
Madrid. Tomó parte en las actividades del grupo “El Techo de la Ballena”, de
influencia surrealista. Pasó por una etapa informalista que lo llevó a
interesarse en el problema de la luminosidad. Luego, residenciado por un
tiempo en Nueva York, experimentó la influencia del neo-dadaísmo y el pop-
art, e hizo ensayos de nueva figuración mediante la impresión serigráfica de
imágenes convencionales integradas en ensamblajes con formas de cajas o
nichos, tendencia que lleva a su concreción en Orthos, cubos de pequeño
formato que encerraban objetos asociados nostálgicamente.

ANTONIO MOYA (249). Nació en Valencia, España, el 27 de octubre de


1942. Radicado en Caracas desde 1962, Antonio Moya puede ser adscrito a un
realismo de signo comprometido, que en su obra tiene marcada ascendencia
expresionista, tal como pudo apreciarse en su primera exposición, en la cual
ensayó, en términos abstractos, hacer una interpretación del llano venezolano
(1965). Luego derivó hacia un arte político, como fue el caso de Notario de
Muertes, una exposición temática que contenía una acerba crítica a los
métodos empleados por la policía en la década del 60. Esta exposición fue
cancelada antes de que pudiera abrirse en el Museo de Bellas Artes (1966).

MANUEL VICENTE MUJICA (177). Nació en Duaca, Estado Lara, el 26 de


septiembre de 1924. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas, donde fue alumno de Marcos Castillo, cuya influencia fue
determinante en su propia obra. En 1967 viajó por España, becado por el
Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes. Bajo el denominador estilístico
de la Escuela de Caracas, M.V. Mújica recrea en sus obras una temática
figurativa, acercándose a veces a la pincelada de los fauves, en motivos de
naturalezas muertas, retratos e interiores.

SAMYS MUTZNER (66, 67). Nació en Bucarest, Rumania, en 1869. Falleció


en esta misma dudad, en 1958. Estudios en la Academia de Bellas Artes de
Bucarest y en Alemania. Fugitivo de la Primera Guerra Mundial, vivió en
Venezuela entre 1916 y 1919, coincidiendo con otro artista moderno de gran
influencia sobre la pintura venezolana: Nicolás Ferdinandov. Trabajó en la isla
de Margarita y en Caracas. En 1918, expuso en el Club Venezuela, en
Caracas, una serie de 87 pequeñas obras, la cual tuvo enorme impacto sobre
los pintores caraqueños, especialmente sobre Federico Brandt y Armando
Reverón. Empaste vibrante, carácter policromo de la factura, apariencia
esmaltada de ésta y dibujo preciso, caracterizan su obra.

FRANCISCO NARVAEZ (186, 187, 188, 189). Nació en Porlamar, Estado


Nueva Esparta, el 4 de octubre de 1905. Estudió en la Academia de Bellas
Artes de Caracas y en la Academia Julián, de París, con los profesores
Landosky y Bernard, entre 1927 y 1931. Director de la Escuela de Artes
Plásticas y Aplicadas de Caracas entre 1953 y 1956, Narvaéz ofrece en la
escultura venezolana una de (as voluntades más coherentes y de más completo
desarrollo a lo largo de una evolución que llega hasta hoy.
Una exposición retrospectiva de su obra, en el Museo de Arte Contemporáneo
de Caracas, en 1977, permitió apreciar las dos grandes fases en que puede
dividirse su obra: la escultura integrada, de desarrollo monumental, para la
arquitectura y el paisaje, tendencia dentro la cual tal vez sea nuestro máximo
escultor; y la escultura autónoma, librada a su propia presencia,
individualizada. También en esta dirección Narváez muestra un trabajo
evolutivo, cuyas etapas son marcadas por la naturaleza de los materiales que
en cada época y en relación al concepto formal va descubriendo y empleando.
Profundamente respetuoso del material, Narváez quedará como el escultor que
entre nosotros mejor supo aprovechar las grandes posibilidades plásticas que
ofrecen los medios autóctonos, entre éstos la madera, de una expresividad
realmente infinita, y las piedras de Araya y de Cumarebo en las que Narváez
ha recogido tal vez lo más denso de su pensamiento escultórico.

PASCUAL NAVARRO (206, 207). Nació en Caracas el 17 de mayo de 1923.


Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas y en el Taller
de Dewasne y Pillet, en París. Egresado de la Escuela, se instaló en 1947 en
París, en donde residió hasta 1967. En un comienzo recibió la influencia de
Reverón. Evolucionó del expresionismo a la abstracción y entre 1951 y 1954
realizó obra constructivo-geométrica. De regreso a Caracas, retomó la
figuración en los términos en que la había dejado en 1947.

NEDO M.F. (304). Nació en Milán, Italia, el 23 de septiembre de 1926.


Reside en Caracas, donde trabaja como diseñador gráfico. La fase constructiva
más reciente de Nedo la constituyen sus Reversámbitos y Estructuras y
Relieves: la luz al actuar sobre el plano blanco del cuadro origina
modificaciones ópticas que dinamizan la composición creando espacios
reversibles y falsas perspectivas. La arquitectura de lo inefable crea la ilusión
de lo tangible. Y lo tangible se escapa hacia ámbitos reversibles, inapresables.
CARMELO NIÑO (395, 396, 397). Nació en Maracaibo, Estado Zulia, el 30
de agosto de 1951. Entre 1967 y 1970 cursó estudios de arte puro en la
Escuela de Artes “Neptalí Rincón”, en su ciudad natal. Su obra, una de las
más apreciadas entre las de la nueva generación, alude a un mundo figurativo
crispado de luces expectantes y de asombro; realismo mágico de
localizaciones precisas, dotado de una organización espacial de extraña fuerza
asociativa con elementos fantásticos, o con un clima que se encuentra fuera
del cuadro. Hábil creador de interiores cuyo barroquismo está fuertemente
compensado por la ordenación fríamente geométrica de las formas.

RUBÉN NUÑEZ (313). Nació en Valencia, Estado Carabobo, el 27 de abril


de 1930. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas.
Vivió en París en la época formativa del arte geométrico y se interesó a partir
de 1950 por los efectos de movimiento, presentando su obra en el Salón des
Realités Nouvelles entre 1951 y 1953. Durante algún tiempo se consagró al
trabajo en vidrio, lo que le valió ganar el Premio Nacional de Artes Aplicadas
en el Salón Oficial de Caracas, en 1959. Luego de algún período de escasa
actividad pública, Núñez extendió la exploración del color al campo óptico
mediante la refracción de la luz al penetrar en esculturas de vidrio grabado e
inflado. Por esta vía alcanzó su mayor descubrimiento: la holografía: placas de
cristal cubiertas por una emulsión fotográfica con un rayo láser que proyecta
imágenes mediante un sistema de espejos.

PEDRO MANUEL OPORTO (422). Nació en Barcelona, Estado Anzoátegui


el 8 de julio de 1902. Reside en Cabimas, en donde estuvo consagrado hasta
hace poco al ramo de odontología. Pintor autodidacta, apartado de toda
escuela, Oporto es, ante todo, el pintor de domingo. Marcado por la influencia
del retrato popular, por la decoración de telones de fotógrafo, Oporto parece
encontrar sus modelos de inspiración en los simbolistas ingleses. Imágenes
oníricas, recreación de mitos, aproximación nostálgica a un mundo ideal.

ALIRIO ORAMAS (219, 220, 221). Nació en Caracas el 30 de agosto de


1934. Estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas y en la
Escuela del Louvre, en París, ciudad en donde se adhirió al movimiento
abstracto-geométrico como integrante del grupo Los Disidentes. Dentro de
esta búsqueda realizó algunas obras para la arquitectura de Caracas. Luego de
esto tuvo una corta experiencia informalista, retomando la técnica del collage
por cuya vía desembocó en una figuración lírica. Virtuosismo técnico, empleo
de plantillas y sobreimpresiones, siluetado de formas y uso de aerosoles, le
permiten conseguir un clima onírico que parece inspirado en la tradición
simbolista.
LUIS ORDAZ (139, 140, 141). Nació en Cúa, Estado Miranda, en julio de
1912. Falleció en el Hospital Psiquiátrico de Caracas, en 1973. Se inició en los
cursos nocturnos de la Academia de Bellas Artes de Caracas. En 1937 fundó
con Rafael Monasterios la Escuela de Artes Plásticas de Barquisimeto, de la
cual fue profesor durante cuatro años. Se le ha considerado pintor de la
escuela larense, aunque su obra parece resistirse a toda clasificación. Visiones
subconscientes, parajes incendiados, estilización figurativa, colores esfumados
y en movimiento, hasta bordear la abstracción, temática obsesiva: mares
cascadeantes, extraños ríos que cruzan parajes desiertos.

MANUEL OSOR1O VELASCO (106). Nació a comienzos de siglo en San


Cristóbal, Estado Táchira. Después de haber estudiado en la Academia de
Bellas Artes de Caracas, regresó a su región natal, donde ha realizado una
obra poco divulgada y, en todo caso, al margen de las corrientes oficializadas.
Paisajista, cultivó también la temática social, retratos, motivos rurales y
campesinos que le han consagrado maestro de la región.

ALEJANDRO OTERO (228, 229, 230, 231). Nació en El Manteco, estado


Bolívar, el 7 de marzo de 1921. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas y en la Escuela de Altos Estudios de La Sorbona, en
París, ciudad en la que residió desde 1945 hasta 1949; regresa a Caracas y
expone su serie de Las Cafeteras, muestra clave en la evolución hacia el
abstraccionismo geométrico que se pone en boga en la plástica nacional. En
1950, de nuevo en París, encabeza al grupo Los Disidentes. En 1951 destaca
por su participación en el proyecto de integración de las artes que tiene su
materialización más notable en la Ciudad Universitaria de Caracas. En 1958
obtuvo el Premio Nacional de Artes Plásticas. En 1967 comienza a trabajar en
las esculturas que le valieron en 1971 la obtención de la beca Guggenheim
para realizar proyectos de estructuras espaciales en los Estados Unidos. Otero
ejerció la mayor influencia en su generación y en el movimiento abstracto
nacional. Su obra pictórica, guiada por la lucidez y la ambición que siempre le
animaron, tuvo por consecuencia lógica la experimentación con la escultura,
en la que Otero ha querido dilucidar la presencia de un espacio que la
tecnología ha abierto a nuestro tiempo.

CARLOS OTERO (98, 99). Nació en Caracas el 23 de marzo de 1887.


Estudió en la Academia de Bellas Artes con Emilio Mauri y Pedro Zerpa.
Egresado de ésta, siguió cursos en París en donde expuso su obra, entre 1913 y
1925, en el Salón de Artistas Franceses. Fue director del Museo de Bellas
Artes en dos oportunidades. En sus primeros trabajos, concebidos dentro del
espíritu del siglo XIX, se aprecia cierta influencia de Renoir y Lautrec, en
obras que tienen como tema el Barrio Latino de París. Sin embargo, desde
1919 adhirió a la pintura al aire libre, de colorido claro y observación directa,
si bien no participó en las actividades del Círculo de Bellas Artes. Se le ha
ubicado en la Escuela de Caracas.

JULIO PACHECO RIVAS (379, 380). Nació en Caracas el 25 de julio de


1953. Autodidacta, se reveló en el Salón Centro Plaza, en Caracas, en 1974,
presentando obras de tema único: fajos de papeles en blanco dispuestos en un
espacio que devino de más en más arquitectónico. Dibujo fino y técnica
depurada hasta la decantación de grandes arquitecturas interiores, cuya
proyección tiende a dar impresión infinita y modular del vacío habitado. En
medio de esto, indicando las líneas de fuga, elementos concretos, objetos que
establecen referencias surrealistas.

ALIRIO PALACIOS (348, 349, 350). Nació en Tucupita, Territorio Delta


Amacuro, el 1° de diciembre de 1944, estudió pintura en la Escuela de Artes
Plásticas y Aplicadas de Caracas y diseño gráfico en Pekín, China, y en Praga,
Checoslovaquia. Rasgos surrealistas dentro de un estilo de figuración
expresionista a que ha sido fiel durante toda su carrera. Su formación gráfica
se hace evidente en el dominio de los grises y negros de que se vale para crear
atmósferas intensas y profundas, conforme a su gusto de los temas mórbidos,
en ambientes poblados de animales, desvanes o grandes salones cuyas líneas
de perspectiva se incorporan a la imagen de un recuerdo, al sueño sin filiación
de los rincones oscuros.

ELOY PALACIOS (152, 153). Nació en Maturín, Estado Monagas, el 27 de


junio de 1847. Murió en La Habana en 1919. Estudió en la Academia de
Bellas Artes de Munich, ciudad donde vivió desde los diez años hasta 1873,
cuando regresó al país. Otra larga temporada en Munich, desde 1874 hasta
1911, con algunas breves interrupciones por varios viajes a Venezuela, le
permitió hacer carrera de escultor en el extranjero y de disponer en Munich,
que era uno de los grandes centros de desarrolló de la escultura alemana del
siglo XIX, de un taller de fundición. La obra de Palacios se inscribe en la
esfera de influencia del naturalismo europeo y está marcada por la tendencia
monumentalista de la época, que tuvo derivaciones en Latinoamérica,
particularmente a través del espíritu de exaltación nacionalista que siguió a las
guerras de Independencia. En Venezuela, el estilo conmemorativo nace con el
gobierno de Guzrnán Blanco para quien trabajó durante algún tiempo Eloy
Palacios. Después de un período naturalista (Monumento a José Félix Ribas)
siguió en la manera ecléctica de Palacios, un estilo imbuido de referencias
simbolistas en el que se ha creído ver la influencia de Gaudi (Monumento a
Carabobo o La India del Paraíso). Si bien es cierto que Palacios no alcanza a
ser un escultor de expresión moderna y sus interpolaciones biomórficas, como
palmeras y cóndores, no dejan de estar tratadas de una manera linealmente
naturalista, como reproducciones de un escenario tropical, para reflejar en
suma, una visión europea de América.

ANITA PANTIN (383). Nació en Caracas en 1949. Hizo cursos libres en la


Escuela de Artes Plásticas “Cristóbal Rojas”, en el Instituto de Diseño
Neumann y en el Centro Ginebrino de Grabado. Su serie de dibujos dedicados
al cerro del Ávila se enmarcaron dentro de un contexto conceptual con el que
la nueva generación se había propuesto revisar los temas de nuestros
paisajistas. Por esta vía se ha interesado en el color, como medio expresivo y
como representación que, en su caso, se vincula a la búsqueda de formas
simbólicas.

LUISA PALACIOS (341, 342). La trayectoria de esta artista ha dejado huella


en la tradición del moderno grabado venezolano. Como pintora, su obra se
enmarca dentro del espíritu de la nueva figuración, a la que se ha mantenido
leal, si hacernos salvedad de un lapso de los años 60 en que hizo abstracción
lírica. Desde la contraposición de un trazado en las primeras obras el ritmo de
sus figuras sobre un fondo monocromático, Luisa Palacio ha evolucionado
hasta una expresión orgánica de gran síntesis, tal como se aprecia en los
espacios abstractos de estos paisajes en donde la simplificación del tema
humano está apenas esbozada por un signo gestual.

MERCEDES PARDO (357, 358). Nació en Caracas el 20 de julio de 1922.


Realizó estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas.
Residió en Santiago de Chile de 1945 a 1948 y en París, de 1949 a 1952. Su
evolución dentro de la abstracción lírica se cumple entre 1952 y 1958, cuando
persigue la autonomía del cuadro a través del tratamiento sensorial del color.
Seguidamente realizó una serie de monotipias y luego los collages de 1965,
interesada en el comportamiento del color frente al azar. Básicamente, la
organización del collage es el punto de partida para su obra geométrica actual.
Expansión del color y equilibrio de la composición en base a las relaciones de
color según los tres principios clásicos formulados por Mondrian: área o
extensión, intensidad y distribución en el plano.

MAX PEDEMONTE (264). Nació en La Habana, Cuba, el 22 de julio de


1936. Estudios en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de
Venezuela. Premio Nacional de Escultura en el Salón Oficial de 1962.
Pedemonte adoptó en un primer momento la técnica del fundido en bronce
para ensayar un tipo de obra figurativa. Luego trabajó con el escultor inglés
Kenneth Armitage (1963), de cuya experiencia derivó una mayor
conceptualización, tal como se apreció en su serie de los Monumentos.
Naturalezas muertas y bodegones, que se inscriben en el orden de los
ensamblajes a partir de objetos de desecho, constituyen su última indagación
en la escultura.

FREDDY PEREYRA (386). Nació en San Cristóbal, Estado Táchira, el 12 de


julio de 1948. Estudios de pintura en la escuela de arte de la localidad.
Grafismo expresionista en un primer momento, búsqueda que el propio
Pereira denominó “Figuración del absurdo”. Simbología erótica con elementos
del comic que ha continuado empleando en sus últimas obras, inscritas ya
dentro de una pintura figurativa que toma sus temas de la mitología popular y
del folklore.

DARÍO PÉREZ FLORES (369). Nació en Valera, Estado Trujillo, en 1936.


Estudios en la Escuela de Artes Plásticas “Arturo Michelena”, de Valencia, y
en la Universidad de París, Francia. Partió de la abstracción geométrica para
su proposición actual: el color como movimiento de una superficie trasladada,
utilizando para ello un sistema cerrado, una caja que contiene una banda de
filamentos cromáticos que se desplaza sobre una ventana en rectángulo. La
coloración virtual derivada debe combinarse con un sentimiento de vértigo e
inquietud.

ANDRÉS PÉREZ MUJICA (153, 154). Nació en Valencia, Estado Carabobo,


el 15 de noviembre de 1879. Murió en esa misma ciudad el 18 de diciembre de
1920. Hizo estudios en la Academia de Bellas Artes de Caracas, donde fue
alumno de Ángel Cabré y Magriñá. Egresado de la Academia y tras haber
obtenido el Premio Único para la erección de un monumento al General Páez,
que hoy se encuentra en la Plaza de la República, en Caracas, Pérez Mujica
marchó a París donde asistió a los cursos libres de Antonin Mercier. Desde
1906 concurrió con sus obras al Salón de los Artistas Franceses. Había
establecido su taller en París y trabajaba en varios encargos del gobierno
venezolano, así como en su obra personal cuando, en 1915, ante la presión de
las tropas prusianas, Pérez Mujica se vio en el caso de seguir las instrucciones
que ordenaban a la población abandonar París, lo cual hizo después de destruir
buena parte de su mejor obra. Se instaló en Madrid y a poco, aquejado por una
dolencia fatal, regresó a Venezuela. Considerando a Pérez Mujica dentro de la
perceptiva naturalista del siglo XIX, es posible admitir que fue el más notable
escultor que dio Venezuela antes de que hubiese condiciones para el arte
moderno.

IVAN PETROVSZKY (183, 184, 185). Nació en Egyyek, Hungría, el 9 de


marzo de 1913. Estudió en Budapest bajo la dirección del pintor Esteban Szyl.
Reside en Venezuela desde 1945. Petrovszky es un intérprete de la vida
urbana, a la que confiere una relación entre la figura y el espacio, entre el
hombre y una arquitectura gigante. Esta relación se basa en la comprensión de
la soledad y en la sublimación de ella por la alegría del color, por el esfuerzo
de alcanzar en la pintura una síntesis equivalente de la espiritualidad.

ÁNGEL PEÑA (400, 401). Nació en Santa Bárbara, Estado Zulia, en 1949.
Estudios en la Escuela de Artes Plásticas “Neptalí Rincón”, Maracaibo, de
donde egresa en 1969. Aunque participa activamente en el movimiento de
artistas zulianos desde 1970, Peña alcanzó reconocimiento con la exposición
que presentó en el Centro Euroamericano, en Caracas, en 1978. Esta muestra
lo revela como un innovador de la figuración, a la que aporta un estilo
anecdótico, de inspiración popular, voluntariamente ingenuo. La crueldad, la
violencia y la deformación de la cultura neocolonizadora, especialmente
ligada a la acción de la TV, son objetos en esta obra de una sátira encantadora
a la sociedad nuevorriquista de hoy.

ABDÓN PINTO (62). Nació en Valencia, Estado Carabobo, a fines del siglo
pasado y falleció en Caracas, víctima de la gripe española, en 1918. Alumno
de Antonio Herrera Toro en la Academia, Pinto forma parte de un grupo de
paisajistas que todavía mantiene nexos con el realismo académico del siglo
XIX, pero en el que aparecen ya los primeros signos de renovación
impresionista. Son famosas sus puestas del sol en los aledaños de Caracas, que
le valieron el epíteto del “más corotiano de los paisajistas de la Escuela de
Caracas”. Su obra, como la de Pedro Zerpa, ha sido reivindicada en los
últimos años, después de haber caído en el olvido.

PEDRO PIÑA (370). Nació el 2 de julio de 1952 en Maracaibo, ciudad en


donde realizó estudios de pintura. Virtualidad del color óptico en formas
ortogonales puras, conforme a un programa. Construcción en un plano y
exaltación de las relaciones cromáticas dentro de una secuencia de forma y
fondo; su obra se sitúa en la fuerte tradición constructiva que arraigó en el país
desde los años 50.

JOSE PIZZO (190, 191). Nació en Bra, Italia, el 19 de abril de 1912. Estudió
en la Academia de Bellas Artes de Milán con el maestro Adolfo Wildt.
Egresado de ésta adhirió al movimiento futurista italiano. En 1947 se
estableció en Caracas y a partir de ese mismo año empieza a enviar a los
salones oficiales. Realizó durante una época escultura animalista, para luego
ensayar un modelado gestual que evoca la pastosidad impresionista de una
obra de carácter figurativo que él ha manejado con sentido experimental, hasta
desmaterializar el Volumen, presentando la figura humana facetada y a
menudo descarnada, a tiempo que aumentaba la expresión de las superficies o
las volvía sumamente transparentes.

HÉCTOR POLEO (160, 161, 162, 163, 164). Nació en Caracas, el 1 o de julio
de 1918. Entró a los doce años de edad a la Academia de Bellas Artes de
Caracas, donde fue alumno de Marcos Castillo y Rafael Monasterios. Al
egresar de ésta viajó a México y recibió la influencia de Rivera. Establecido
en Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial, atravesó por un periodo
surrealista con el que expresó su visión un tanto pesimista del mundo. Pero,
luego, estimulado por los cambios aportados por el nuevo lenguaje de la
abstracción geométrica, evolucionó hacia un lenguaje cromático más
independiente del tema, en el que, si bien mantuvo cierta escala monumental
en la composición del cuadro, la anécdota devino cada vez menos importante.
Por esta vía derivó hacia una figuración atmosférica, lindante con lo abstracto,
aunque de contenido poético, imbuido de intemporalidad.

CARLOS PRADA (260, 261, 262). Nació en Cumaná estado Sucre, el 14 de


noviembre de 1944. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas
“Cristóbal Rojas”. En 1965 viajó por Francia e Inglaterra. Desde sus inicios,
Prada ha sido un escultor básicamente interesado por la temática humana pero,
al contrario de los escultores de bulto, él se siente más atraído por los
conjuntos que por la figura individualizada, por las proliferaciones donde el
hombre es visto como parte de un todo, haciendo vida fragmentaria, anónima.
Si lo esencial continúa siendo para Prada la forma, se aparta de las referencias
circunstanciales, de toda anécdota, para expresar más bien una concepción
agónica y solitaria del individuo al que refiere en su desnudez esencial.

CESAR PRIETO (74, 75, 76, 77). Nació en Santa María de Ipire, Estado
Guárico, el 28 de diciembre de 1882. Estudió en la Academia de Bellas Artes
de Caracas. Artista trashumante, vivió durante largas temporadas en la
provincia en el anonimato, hombre profundamente solitario. Seguro de sí
mismo, realizó sin embargo una obra espaciada y sólida. Más constructivo que
los demás paisajistas de su generación, Prieto se muestra sobre todo como un
arquitecto del paisaje, y aún cuando ha adoptado un principio
neoimpresionista para componer laboriosamente su obra, procede de la
manera más intuitiva y libre para alcanzar el mayor grado de objetividad
visual en la representación de los efectos de luz, fiel a la observación de la
naturaleza, de la que no se apartó nunca.

M.A. PUCHI FONSECA (65). Nació en Maracaibo, Estado Zulia, en 1871 y


falleció en esta misma ciudad, en 1946, Estudios en la Academia de Bellas
Artes de Florencia, entre 1896 y 1897. Fundador de la Escuela de Artes
Plásticas “Julio Árraga”, de Maracaibo, que dirigió hasta el año de su muerte.
Pintor de género y de temas históricos en sus comienzos, Puchi Fonseca
experimentó, al igual que muchos artistas de su edad y formación, una
evolución de tipo impresionista que le llevó en los últimos tiempos a dedicarse
al paisaje, tal como ocurrió con su compañero Julio Árraga.
ADRIÁN PUJOL (378). Nació en Palma de Mallorca, España, en 1948.
Realiza estudios en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de
aquella ciudad. Ha sido alumno del Centro de Enseñanza Gráfica del CONAC,
Caracas. Se dio a conocer a través de una exposición individual en la Sala de
Exposiciones de la Fundación Mendoza, en julio de 1978. La vida y el tiempo
se expresan en la obra de Pujol mediante un tratamiento visual muy objetivo
de una arquitectura de fachadas destinada a mostrar siempre el espacio en
extensión de texturas y volúmenes. La calidad serena de lo que está sujeto a la
intemperie, el símil fotográfico, el espíritu constructivo y la búsqueda de
monumentalidad caracterizan esta obra.

JOSÉ ANTONIO QUINTERO (346, 347). Nació en Caracas en 1942. Estudió


en el Instituto de Diseño de la Fundación Neumann y en el Centro Gráfico del
INCIBA. Al comienzo, trabajó con la influencia del pop-art y del simbolismo,
en obras minuciosamente dibujadas, de un carácter gráfico. Esto lo llevó a una
suerte de recapturación del paisaje de Caracas, que ha traducido a un
monumentalismo amplio y simple de los grandes espacios que rodean e
incluyen a la ciudad, mediante una técnica muy sui géneris, que puede
relacionarse con un neo-impresionismo. Estilo voluntariamente naíf que
algunos han interpretado como un revival, no exento de ironía, del paisajismo
de la Escuela de Caracas.

MANUEL QUINTANA CASTILLO (323, 324, 325). Nació en Caucagua,


Estado Miranda, en 1928. Estudió de forma autodidáctica y siguió cursos en la
Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas con el dibujante español
Martín Ramón Durbán. Al principio influido por Klee y Rugino Tamayo,
Quintana Castillo supo unir su comprensión del cubismo con una visión
mágica del trópico, y de allí el rigor y el carácter poético de sus primeras
obras. Una lenta y laboriosa evolución lo impulsa hacia formas en que se
interrelaciona el grafismo y el color en una expresión de contenido abstracto, a
la búsqueda de un lenguaje autónomo que, al consignar una expresión
subjetiva personal, pueda inscribirse en un vocabulario de formas universales.

JUVENAL RAVELO (300). Nació en Caripito, Estado Monagas, el 23 de


diciembre de 1931. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas y en la Escuela de Altos Estudios de la Sorbona, París. Vinculado en
París al movimiento cinético, tras una experiencia figurativa en Caracas,
Ravelo se orientó al cinetismo. Parte de efectos retínales con ayuda de la
técnica serigráfica para llegar a la fragmentación de la luz, utilizando un
espejo-color. El tono uniforme de la forma refleja los colores del ambiente, el
volumen es fragmentado por la luz que se vuelve dinámica con el
desplazamiento del espectador.

RÉGULO (RÉGULO PÉREZ) (222, 223, 224). Nació en Caicara del Orinoco,
Estado Bolívar, el 19 de diciembre de 1929. Estudios en la Escuela de Artes
Plásticas y Aplicadas de Caracas. Intervino en las actividades del Taller Libre
de Arts hasta 1952, cuando viajó a Francia e Italia. Realismo de intención
crítica, asociado al carácter dibujístico de una obra desarrollada casi siempre
de modo serial. La caricatura, el tema político y el humorismo, se reflejan en
la actitud total de este pintor para quien el arte es una forma de comunicación,
de presencia de la imaginación en la vida cotidiana.

CÉSAR RENGIFO (165, 166, 167). Nació en Caracas el 14 de mayo de 1915.


Estudió en la Academia de Bellas Artes de Caracas, con Rafael Monasterios y
Cruz Álvarez García. Al egresar de ésta, en 1936, marchó a Chile para
estudiar técnica y pedagogía de las artes plásticas. Vivió también en México,
entre 1937 y 1939, interesándose aquí en las técnicas murales. Temática
fundamentalmente rural y suburbana expresada en una técnica minuciosa, de
gran precisión en las formas y el espacio, hasta definir una atmósfera tensa,
cargada de drama, como conviene al simbolismo de la anécdota o el tema.
Tipología mestiza y paisaje desolado y desértico, mensaje político, afirmación
de la vida, el desamparo y el amor ingenuo, lucha de clases, constituyen los
temas o contenidos de esta obra que se propone una épica de lo marginal.

JOSÉ REQUENA (151). Nació en San Casimiro, Estado Aragua, en 1914.


Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas. Durante
muchos años director de la Escuela de Artes Plásticas “Rafael Monasterios”,
de Barquisimeto, ciudad donde reside, José Requena puede ser considerado
como uno de los fundadores de la escuela paisajística del Estado Lara. Ha
destacado en el paisaje, luego de un período realista, evidenciando en la
pintura al aire libre las calidades terrosas y ocres del medio suburbano que ha
reflejado en la última etapa, la más lograda de su obra.

ARMANDO REVERON (93, 94, 95, 96, 971. Nació en Caracas el 10 de


mayo de 1889. Falleció en la misma ciudad, el 18 de septiembre de 1954.
Estudió a partir de 1908 en la Academia de Bellas Artes de Caracas, con
Herrera Toro y Pedro Zerpa. Egresado de ésta, marchó a España y luego a
Francia, donde residió hasta 1914. En Caracas, se incorporó al Círculo de
Bellas Artes y luego recibió la influencia de Nicolás Ferdinandov y de Emilio
Boggio. Desde 1921 se radicó en Macuto, en el litoral guaireño, donde creó su
propio ambiente, iniciando aquí un tipo de vida primitiva, aislado cada vez
más del exterior. La influencia impresionista despertó en él un sentido de
observación poco común, y al tiempo que realiza una obra paisajística de gran
originalidad, surge en su actividad subconsciente un profundo universo de
imágenes y símbolos oníricos que revelará a través de una pintura de
contenido fantástico. En esta contradicción entre el mundo objetivo de la
impresión visual con que traduce las formas del paisaje iluminadas por una luz
intensa y aniquiladora del color, y el rico mundo subjetivo que le impele al
expresionismo, se debate una de las voluntades más extraordinarias que dio el
arte venezolano.

LUISA RICHTER (242, 243). Nació en Besigheim, Alemania, el 30 de junio


de 1928. Estudió en el Taller de Willy Baumeister y en la Academia de Bellas
Artes de Stuttgart, Alemania, entre 1949 y 1953. Reside en Caracas desde
1955. Aunque por formación y carácter Luisa Richter es básicamente una
artista abstracta, en la que se mezclan lo sígnico y la gestualidad, el trazo y el
color en función de una expresión subjetiva, ella ha destacado igualmente
como una retratista de insólita fuerza; la intuición de la psicología del
personaje no está desligada de la espontaneidad de un gesto que en ella busca
captar lo esencial de la vida.
BÁRBARO RIVAS (412, 413, 414). Nació en Petare, Estado Miranda, el 4 de
diciembre de 1893. Falleció en la misma ciudad el 12 de marzo de 1967.
Pintor autodidacta, considerado por la crítica como el más notable de los
ingenuos venezolanos, fue peón de ferrocarril y pintor de brocha gorda antes
de ser descubierto en 1956. Ha sido comparado, igualmente, con los
imagineros coloniales, a causa del profundo sentimiento religioso de su obra.
La tipología de sus personajes y el ambiente de su extraña obra están, sin
embargo, tomados de Petare, ciudad donde siempre vivió. Peculiar e intuitivo
uso de los colores, espacio plano, colores vivos empleados por zonas definidas
por contornos sinuosos o lineales, figuras y objetos superpuestos sin guardar
escala entre sí, reiterado simbolismo del paisaje, con dentadas montañas cuyos
dramáticos arabescos contrastan con cielos grises, llenos de ángeles torpes,
nubes y aves.

CARLOS RIVERO SANABRIA (37, 38). Nació en Caracas en 1864. Falleció


en la misma ciudad, el 25 de julio de 1915. Estudió en la Academia de Bellas
Artes, donde fue alumno de Antonio José Carranza, y en la Academia Julián,
con Jean Paul Laurens. Aunque se inició como pintor de temas históricos y de
retratos. Rivero Sanabria es mejor conocido como pintor intimista y, sobre
todo, como autor de algunas de las más notables naturalezas muertas de
nuestra pintura. Son famosos sus cuadros con el tema de flores y adornos de
mesa, en donde reveló un sentimiento casi enfermizo del detalle laborioso, un
gusto minucioso del matiz delicado, un sentido decorativo de la composición
que por naturaleza pertenecen al espíritu del siglo XIX.
ALIRIO RODRÍGUEZ (326, 327, 328, 3291. Nació en El Callao, Estado
Bolívar, el 4 de abril de 1934. Hizo estudios en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas, entre 1947 y 1950. En Roma cursó técnicas de
vitralismo en el Instituto de Arte. Se inició con una pintura descarnada, alusiva
al hombre o que expresaba la ambición infinita de éste; masacres, ghettos,
inmolaciones evocan en sus temas las impresiones que dejó en Rodríguez su
experiencia europea, como recuerdo de la ti Guerra. Su pintura ha girado sobre
el tema de la situación original del hombre en el mundo: exploración humana
del espacio, el grito, el vértigo incesante, el autoconocimiento, expresado en la
elíptica o en los espacios demenciales del pánico, donde el individuo continúa
siendo una criatura.

MANASES RODRÍGUEZ (425). Nació en Caracas el 25 de julio de 1921.


Pintor autodidacta, su obra reiteró insistentemente el tema del rostro humano,
en un sentido gráfico y serial. Tendencia tonal, con efectos de textura y
transparencia que aproximan su obra a la calidad del grabado. Una temática de
la inocencia, del anonimismo como aspiración a la alegría en la vida urbana.
Toques expresionistas que han hecho evocar las máscaras de James Ensor.

CRISTÓBAL ROJAS (26, 27, 28, 29). Nació en Cúa, Estado Miranda, en
1858. Murió en Caracas el 8 de noviembre de 1890. Casi enteramente
autodidacta, sirve de ayudante a Herrera Toro en 1881. En 1883 obtiene un
premio en el Salón conmemorativo del Centenario del nacimiento del
Libertador. Ese mismo año viaja a París, donde sigue estudios con Jean Paul
Laurens. En los siguientes siete años, Rojas lleva a cabo un lento recorrido
que va del post-romanticismo de Laurens a las primeras manifestaciones del
simbolismo latinoamericano; su obra oscilará entre los grandes lienzos
compuestos para el Salón de los Campos Elíseos y los trabajos de pequeño
formato: retratos, estudios, paisajes, donde Rojas, silenciosamente, va
descubriéndose a sí mismo en Rembrandt, Delacroix, Chardin, Daumier,
Degas, trazando el inicio de una talentosa carrera a la que la muerte prematura
cortaría el paso.

MARUJA ROLANDO (320). Nació en Barcelona, Estado Anzoátegui, el 25


de diciembre de 1923. Falleció en Londres en 1971. Estudió pintura en el
Museum School of Boston, USA., y en Caracas con Armando Lira y Elisa
Elvira Zuloaga. Tuvo papel destacado en el movimiento informalista de los
años 60 a través de exposiciones individuales y de grupo. Al empleo de
materiales industriales bajo una fuerte intención gestual, que concluyó en sus
collages negros, volvió a una abstracción lírica de apariencia reposada y
serena. En los últimos años estuvo consagrada al grabado.

MARGOT ROMER (384, 385). Nació en Caracas el 7 de octubre de 1938.


Estudió informalmente en los cursos de la Escuela de Artes Plásticas
“Cristóbal Rojas”, y en el Centro Gráfico del Inciba. Partió de una especie de
arte perceptual, asimilando ciertos recursos asociativos entre significado y
objeto, procedentes de la tradición Dada, para desembocar en una figuración
que trasladaba aquella intención de escandalizar a una pintura brillante, a
imágenes pintadas con colores que imitan el efecto y la sensualidad de los
objetos del confort industrial, metáforas de piezas de lavabo, una épica de la
tactilidad visual.
RAFAEL ROMER (43). Rafael Romer desciende de una familia establecida
en Venezuela a mediados del siglo pasado. Contemporáneo de los integrantes
del Círculo de Bellas Artes, Romer integró la sección de artes plásticas al
fundarse esta famosa asociación en 1912. Se tienen pocos datos de su
actuación. Debió morir hacia 1928, todavía muy joven. Fue gran amigo de
Armando Reverón con quien estudió en la Academia de Bellas Artes. Se sabe
que salían a pintar juntos y se conservan obras, de los tiempos de la Academia,
realizadas por los dos artistas.

TITO SALAS (58, 59, 60, 61). Nació en Caracas el 8 de mayo de 1888 y
murió en esta misma ciudad, el 18 de marzo de 1974. Precoz al igual que
Michelena, Tito Salas entra a tierna edad en la Academia de Bellas Artes,
donde fue alumno de Mauri y Herrera Toro. A los 17 años obtiene el Premio
del concurso anual de la Academia y gana con ello una bolsa de trabajo que le
permite viajar a París para inscribirse en la Academia Julián, donde tiene por
maestro a Jean Paul Laurens. Fue alumno también de Lucien Simon, de quien
tomó el carácter sombrío y algo mórbido de sus escenas de género, con
muchos personajes, que le valen una Tercera Medalla de Oro en el Salón de
los Artistas Franceses con su obra “La San Genaro”, pintada en Italia en 1907.
Sin embargo, Tito Salas es más conocido por su obra de historiador de la
epopeya bolivariana, que ilustró a escala mural para varios monumentos de
Caracas: la Casa Natal del Libertador y el Panteón Nacional. Obra narrativa,
en la que se mezcla también la influencia del costumbrismo español con el
dramatismo de la escuela de Lucien Simon, la pintura histórica del Tito Salas
viene a constituir una proyección tardía del muralismo de Tovar y Tovar y es,
junto con la de éste, la obra venezolana más importante en el género épico.

BRAULIO SALAZAR (180, 181, 182). Nació en Valencia, Estado Carabobo,


el 23 de diciembre de 1917. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas. Residió en México y viajó por los Estados Unidos,
entre 1947 y 1948. Fundador de la Escuela de Artes Plásticas “Arturo
Michelena”, cuya dirección desempeñó hasta 1972. Al principio adscribió al
realismo social, interesándose en el vitral y en la pintura mural; temas
alegóricos desarrollados dentro de un diseño geométrico; formas estilizadas y
planas. Retoma la pintura de tradición impresionista para realizar su obra
actual; paisajes atmosféricos, armonías tenues, sentido textural del color.

FRANCISCO SALAZAR (303). Nació en Quiriquire, 3 de diciembre de 1937.


Estudios en la Escuela Aplicadas “Cristóbal Rojas”. Desde 1968 residió en
París, donde ha participado en exposiciones de grupo. Se interesa en los
efectos retinales de la luz actuando sobre una superficie monocroma,
generalmente tratada con un blanco uniforme que cubre un soporte de cartón
corrugado. El tono de base resulta así modificado siempre por la coloración
resultante de una percepción en movimiento.

EDGAR SÁNCHEZ (351, 352, 353). Nació en Aguada Grande, Estado Lara,
el 28 de septiembre de 1940. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas de
Barquisimeto, en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de
Venezuela. Proponiendo el detalle ampliado como una épica de los sentidos,
Edgar Sánchez se inscribe dentro de los movimientos interesados en la
recaptura de la nueva figuración. Et rostro humano encuentra en sus series de
dibujos las tensiones concentradas de un objeto sádica y objetivamente
analizado, biviseccionado, envilecido y magnificado en un gran ejercicio del
tacto. En su pintura, que sigue el curso de otra indagación de la piel y la
materia, la percepción de relaciones profundas de las formas conduce el
resultado a atmósferas ambiguas y fantásticas.

ENRIQUE SARDA (311, 312). Nació en Puerto Cabello, Estado Carabobo, el


24 de junio de 1923. Realizó estudios en la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas. Hizo un viaje de estudios por México y Europa y a su regreso a
Caracas pasó a ocupar una cátedra de pintura en la Escuela de Artes Plásticas
“Cristóbal Rojas”. Sus ejercicios cubistas de los años 50 lo conducen a su obra
actual, concebida en términos cinéticos: La transparencia refractaria es,
básicamente, un módulo de signos espaciales que se dinamizan infusamente a
través y a lo largo de una banda de acrílico, constituyéndose en objetos
cerrados o en relieves abiertos.

JORGE SEGUÍ (381, 382). Nació en 1945 en Misiones, República Argentina.


Reside desde 1972 en Caracas, en donde participa activamente en colectivas y
concursos. De influencia surrealista, ha llegado en su última obra a una
síntesis en la interrelación de pintura y escultura para hacer de la obra una
estructura que, participando de ambas nociones, combina lo virtual y lo real. A
partir de una forma semi-volumétrica y el rostro, se articulan los demás
elementos ensamblados en relación a un eje frontal: placas metálicas cubiertas
de colores prefiguran los elementos restantes: cuerpo y ambiente.
JESÚS SOTO (284, 285, 286, 287, 288). Nació en Ciudad Bolívar, Estado
Bolívar, el 5 de junio de 1923. Egresó de la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas de Caracas, donde tuvo su primer contacto con el cubismo.
Egresado de este centro, marchó a Maracaibo en donde dirigió por algún
tiempo la escuela de artes de la localidad. En 1950 se radicó en París. Es
fundador del Museo que lleva su nombre, en ciudad Bolívar. Sus primeros
trabajos cinéticos datan de 1953, desde entonces se interesa por las relaciones
de los materiales con el espacio y va accediendo lentamente a una
superposición de elementos que comienzan con lo que él llamó Estructuras
cinéticas, espirales trazadas sobre el plexiglás actuando en un fondo de
madera, determinan movimientos ópticos. Por este camino se orientó al uso de
elementos suspendidos, como en la Reja de hierro, exhibida en la Exposición
Universal de Bruselas, en 1958. Soto procede a través de descubrimientos de
orden plástico, utilizando principalmente fondos rayados que inquietan la
visión con el fin de dinamizarla. Se interna en un arte sin fronteras, que aspira
a la totalidad, consecuencia lógica de su concepto espacial, tal como ésta se
proyecta a sus ensayos de ambientación y estructuras integradas a la
arquitectura y el paisaje; si estas obras integradas encuentran su dinámica en la
traslación del espectador y en la óptica cromática del conjunto, en las
ambientaciones Soto ha propuesto la participación física del espectador, y así
se aprecia en los penetrables, destinados a que el público tenga una
experiencia viva con sensaciones táctiles y auditivas.

JORGE STEVER (371). Nació en Alemania, en 1941. Se inició en la pintura


en México y en 1973 se estableció en Caracas, donde reside. Básicamente el
trabajo de Stever se apoya en la tradición matérica del informalismo y en la
caligrafía, de uso frecuente en la década pasada para lograr la exploración de
un espacio topológico. Pero Stever añade a estos elementos una condición
nueva: un espacio virtual, obtenido por medio de una técnica de trompel’oeil
que explota recursos plásticos muy simples. “Crear un espacio delante del
espacio con la misma pintura”, tal como el propio Stever ha definido su obra.

WILLIAM STONE (372, 3731. Nació en Caracas el 17 de abril de 1945.


Estudió en la Escuela de Artes Plásticas “Cristóbal Rojas” y en el Instituto de
Diseño de la Fundación Neumann, en Caracas. Luego de un comienzo
expresionista, evolucionó, desde 1970, tras consagrarse a un trabajo
experimental que lo condujo a participar en experiencias de equipo,
especialmente en la ambientación titulada Sensaciones Perdidas del Hombre,
en la sala Mendoza, en 1973. Al año siguiente intervino en la obra colectiva
con que Venezuela se hizo presente en la Bienal de Sao Paulo; la exploración
del campo de la sensación táctil, empleando materiales nuevos y una
formulación que escapa al concepto tradicional del cuadro, preocupa desde
entonces a Stone, quien expuso ya en la Galería Estudio Actual obras
consistentes en bolsones de colores listeados y brillantes rellenos, para
producir efectos acolchados, muelles, voluptuosos.

OSWALDO SUBERO (365, 366). Nació en Caracas el 8 de enero de 1934.


Hizo estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas
y luego, egresado de ésta, marchó a Roma donde vivió hasta 1965. Su
comienzo en la escultura puede decirse que data de una primera etapa
informalista durante la cual se interesó por texturas y materiales que trabajaba
valiéndose del fuego y de allí el nombre que dio a sus obras de este periodo,
expuestas en 1967: Materias quemadas. En su evolución más reciente, a raíz
de un viaje a Europa, Subero arriba a un constructivismo óptico, estructuras
seriales en relieve o constituyendo objetos cuyos elementos fragmentados son
modificados por la reflexión del color.

JOSEFA SULBARÁN (424). Nació en los Cerrillos, Estado Trujillo, el 5 de


diciembre de 1923. Pinta ininterrumpidamente desde 1958. Su obra fue in-
cluida en una muestra del arte ingenuo del occidente del país efectuada en
Roma, Italia, bajo la organización de Carlos Contramaestre, en 1978. Podemos
considerar a J.S. dentro de lo que se ha llamado “arte campesino”,
manifestación de una vivencia rural extremadamente candorosa y nostálgica
que se expresa, sin embargo, en términos de presente: el paisaje amplio y
vistoso donde ha transcurrido la vida de esta artista: la recreación del mismo
es completamente imaginaria.

JOSHEP THOMAS (6). Pintor e ilustrador, de nacionalidad inglesa. Activo en


Caracas entre 1837 y 1844. Es autor de la obra una Vista panorámica de
Caracas, realizada en 1839 y que se conserva en una estampa editada
originalmente por Ackermann y Cía, en Londres. No desprovista de encanto
eglógico, esta estampa algo ingenua inspiró a otros artistas que, siguiendo el
ejemplo de Thomas, pintaron con sentido minuciosamente descriptivo el valle
de Caracas, desde la colina de El Calvario, punto de observación obligado
para todos los paisajistas de Caracas que usaron el mismo tema.
MARTIN TOVAR Y TOVAR (17, 18, 19, 20). Nació en Caracas el 10 de fe-
brero de 1827. Murió en la misma ciudad el 17 de diciembre de 1902. Alumno
de Carmelo Fernández, en 1850 partió para España donde estudió con José y
Federico Madrazo. De 1852 a 1955 estudió con León Cogniet, en París.
Retratista en sus comienzos, Tovar y Tovar devino nuestro máximo pintor de
historia gracias al estímulo que en 1874 recibió del Presidente Guzmán
Blanco, para quien ejecutó una serie de encargos, el más importante de los
cuales fue la Batalla de Carabobo (1886), que decora el Salón Elíptico del
Capitolio Federal. Su gran lienzo La declaración del Acta de Independencia
(1883) le convirtió rápidamente en uno de los grandes muralistas
latinoamericanos. Paisajista en quien los críticos reconocen cierta modernidad,
pintó en los últimos tiempos vistas de Caracas y el Litoral que parecen
anticiparse al Círculo de Bellas Artes.

VIRGILIO TROMPIZ (203, 204, 205). Nació en Coro, Estado Falcón, el 6 de


enero de 1927. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas entre 1940 y 1945. Intervino en el Taller Ubre de Arte. En 1954 viajó
por España, Francia e Italia. La búsqueda figurativa de Trómpiz se emparenta
con el movimiento de pintura que en los años 40 trataba los temas folklóricos
y afroamericanos utilizando elementos del análisis cubista. De aquí la
tendencia a esquematizar angularmente sus composiciones, procediendo por
planos y cortes de la perspectiva. Interés por los efectos de luz en atmósferas
intimistas donde la mujer es el tema constante; atmósferas azules y la
luminosidad de los blancos, refieren cierto vínculo con la época azul de
Armando Reverón.
L

LILIA VALBUENA (374). Nació en Caracas el 17 de septiembre de 1946.


Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas “Cristóbal Rojas”. Partió
de una temática reiterativa del desnudo femenino, aportando a ello técnicas de
la tapicería, empleo de lienzos crudos y goma artificial, para destruir la
pesantez en beneficio de una tactilidad sensual y voluntariamente ingenua. Las
formas monumentalizadas tienden a enfatizar el carácter del volumen
escultórico, su masa, color neutro y diseño básico, integrando últimamente
referencias al ambiente mediante un marco paisajístico concreto.

FRANCISCO VALDÉS (48l. Nació en Caracas en 1877. Falleció


anónimamente en esta misma ciudad durante la epidemia de influenza de
1918. Influido en un comienzo por el realismo de Cristóbal Rojas, pintó
escenas de ambiente social, temas mórbidos, pero más tarde, siguiendo las
tendencias de sus compañeros en la Academia, se orientó al paisajismo,
género en el cual dejó escasa pero significativa obra. Perteneció al Círculo de
Bellas Artes.

VÍCTOR VALERA (280, 281, 282, 283). Nació en Maracaibo, Estado Zulia,
el 18 de febrero de 1927. Estudió en la Escuela de artes plásticas de
Maracaibo y de Caracas. En parís hacia 1950, frecuentó el taller de arte
abstracto de Dewasne y Vasarely y el taller de Fernand Léger. Dedicado en
principio a la pintura, Valera comenzó su trabajo de escultor hacia 1955
cuando participó en el movimiento de integración de las Artes. En este sentido
puede decirse que fue uno de los primeros artistas venezolanos en adoptar el
hierro como medid plástico y, aunque en sus comienzos fue constructivista, al
experimentar una evolución de carácter figurativo, incluso en este momento,
siguió empleando el hierro. En su última época, Valera se inscribe plenamente
en el constructivismo, retomando sus primeros planteamientos en torno a la
fragmentación de formas seriales, para buscar efectos retinales donde la luz
juega papel fundamental. Esta nueva obra busca resolverse en la integración
arquitectónica a través de la estructura mural, incorporando el color y las
formas seriales programadas.

SALVADOR VALERO (409). Nació en Los Colorados, Caserío de Escuque,


Estado Trujillo, en 1908. Murió en Valera, Estado Trujillo, en 1976. Pintor
popular, formado de manera autodidáctica, Valero puede ser considerado
como un heredero de la tradición de los imagineros coloniales. Su obra se
inscribe en un amplio sistema de conocimiento, que incluye la escritura, la
crónica y la poesía, expresados en un lenguaje primitivo, tal como lo fue la
técnica que empleó. Temas folklóricos, elaboraciones míticas basadas en
leyendas indígenas, episodios históricos, como las grandes conflagraciones,
guerras e infiernos, nostalgia de la infancia y del amor juvenil, todo ello
constituye la vasta temática tratada por quien, más que pintor, fue un gran
cronista plástico.

RAFAEL VARGAS (471). Nació en Pedregal, Estado Falcón, ei 24 de


octubre de 1915. Falleció en Cabimas, en diciembre de 1978. Pintor popular,
de estilo naíf, localizado por Carlos Contramaestre en 1967. Tallista en
madera, comenzó a pintar atraído por los recuerdos de infancia, mientras
convalecía en el Hospital de Cabimas, donde había sido sometido a una
operación pulmonar. Temática folklórica o religiosa, bodas con sus cortejos de
festejantes, corrales de animales, cacerías de pájaros, escenas con animales
que reconstruyen el mundo rural en que transcurrió la niñez del pintor.

RAMÓN VÁZQUEZ BRITO (208, 209, 210). Nació en Porlamar, Estado


Nueva Esparta, el 28 de agosto de 1927. Estudió en la Escuela de Artes
Plásticas y Aplicadas de Caracas y en la Academia de Bellas Artes de Buenos
Aires. Después de un período de figuración cubista, tuvo una corta experiencia
dentro del abstraccionismo geométrico, realizando obra de proyección mural.
Pero, hacia 1960, retomó el problema de la pintura en un sentido tradicional,
lo que se tradujo en la vuelta al cuadro de caballete y la asunción, lenta y
gradual, a partir de una elaboración matérica, de la realidad. Paisajes blancos,
expansivos y amplios como el horizonte marino de su región natal, de la que
toma la iluminación alcalina, paisajes rutilantes como las salinas, que expresan
el punto en que el sentimiento se une con la imagen de lo entrevisto.

MARCELO VIDAL OROZCO (85, 86). De padres españoles, Marcelo Vidal


0. nació en Caracas el 26 de abril de 1889 y falleció en la misma ciudad en
1943. Estudió en la Academia de Bellas Artes, con Herrera Toro y Emilio
Mauri. Después de participar en las actividades del Círculo de Bellas Artes,
estuvo retirado durante muchos años del trabajo artístico, que retomó poco
antes de morir. Hacia 1919 experimentó la influencia de Emilio Boggio,
aclarando la paleta y aproximándose a la técnica impresionista, que desarrolló
sobre todo en los temas marinos, cerca de Reverón, con quien salía a pintar.

OSWALDO VIGAS (215, 216, 217, 218). Nació en Valencia, Estado


Carabobo, el 4 de agosto de 1926. Estudió en la Universidad de Los Andes,
Mérida, y en la Universidad Central, hasta graduarse de médico, profesión que
nunca ejerció, consagrándose a la pintura desde 1952, año en que obtuvo el
Premio Nacional de Pintura. De seguida, marchó a París, donde residió hasta
1967. Obra numerosa, de apariencia mural, y evolución coherente (orientada a
dar una imagen interna del vínculo que une al hombre latinoamericano con su
paisaje onírico), caracterizan a Oswaldo Vigas, temperamento polémico e
impulsivo, pintor de formación expresionista cuya serie Las brujas marcó
profundamente un período del arte venezolano. Obra de fuerte trazado sígnico
y morfología mágica.

VLADIMIR ZABALETA (387, 388). Nació en Valencia, Estado Carabobo,


en 1944. Hizo estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas “Arturo
Michelena”, entre 1958 y 1962. Vivió en París en 1966. Comienza con una
pintura texturalista para adherir luego al arte constructivo, mientras trabaja en
el Taller de Obras Multiplicables de la Galería Denise Rene (ejecutando obras
de Vasarely). Más tarde, ya en Caracas, realiza ensamblajes de madera, de
intención expresiva, aunque de efectos cinéticos; y pasa luego a su etapa
actual, caracterizada por el retorno al valor expresivo tradicional de la pintura,
asumida aquí como neofiguración lírica, atmósferas oníricas, formas
surrealistas.

PEDRO LEÓN ZAPATA (250, 251). Nació en la Grita, Estado Táchira, el 27


de febrero de 1928. Estudió en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas y en Ciudad México, donde residió por varios años. Perteneció al
movimiento disidente conocido como La Barraca de Maripérez, en 1945. La
pintura de Zapata responde a un mundo metafórico cuya referencia última
podría ser el humorismo. En tanto que artista es difícil separar sus facetas sin
advertir lo que la pintura le debe aquí a la caricatura, género dentro del cual
Zapata es considerado un verdadero maestro. La formación de Zapata es la de
un pintor, aunque el dibujo le proporcione uno de los instrumentos más
penetrantes y críticos de nuestra realidad social. Frente a sus caricaturas, la
pintura viene a ser el lado poético de su mundo.
PEDRO ZERPA (46, 47). En 1887, a raíz de la creación de la Academia de
Bellas Artes, Pedro Zerpa figuraba como alumno de este plantel del cual llegó
a ser más tarde profesor en la especialidad de paisaje. Fue alumno brillante de
Antonio Herrera Toro. Aunque no se tienen datos precisos sobre su
nacimiento y muerte, se sabe que fue muy apreciado en su época y que tuvo
cierta influencia sobre Armando Reverón. Buen oficio, factura cuidadosa,
síntesis y, sobre todo, gusto de los efectos poéticos, caracterizan su breve y
cada vez más apreciada obra.

CORNELIO ZITMAN (375, 376, 377). Nació en Leyden, Holanda, el 9 de


Diciembre de 1926. Realizó estudios en la Academia de Bellas Artes de la
Haya, de 1942 a 1947. Este último año se instaló en Venezuela.” Como
escultor, Zitman tuvo una etapa a la que Pedro Briceño atribuye “gran
dominio de las formas y el espacio; el escultor ha hecho experiencias
interesantes con elementos de uso industrial que recrean efectos de
potencialidad dramática”. Pero liberándose de la tradición constructivista,
abordó una figuración de espíritu sintético y tema nativo. La tipología criolla
que Zitman desarrolla a menudo en figuras aisladas, acude con frecuencia a
referencias contextuales, dadas por los objetos integrados bajo forma
escultórica a la obra: camastros, baúles, bicicletas, hamacas, balancines, etc.
Todo le sirve a Zitman para establecer una relación sutil y necesaria,
extremadamente sintética, entre el personaje y el ambiente: figuras resumidas
acremente en formas turgentes y punzantes, en estrecha analogía con la
laxitud, la sensualidad y el comportamiento del habitante del trópico.

ELISA ELVIRA ZULOAGA (114, 115, 116). Nació en Caracas el 25 de


noviembre de 1900. Estudió en el taller de André Lothe, en París, en el taller
del grabador inglés William Hayter, en la misma ciudad, y con Ozenfant, en
Nueva York. En un primer momento la obra de E.E.Z. se relaciona con el
estilo de la Escuela de Caracas, aunque ella busque rasgos más interpretativos
con la estilización de las formas del paisaje, lo que no se encuentra en la
tradición de los paisajistas de Caracas. Visión subjetiva de la naturaleza
tropical. E.E.Z. ha sido también una importante artista gráfica del país y en
este género alcanzó la abstracción dentro de la cual continúa expresándose a lo
largo de la década del 60, para volver al paisaje tradicional en su etapa más
reciente.

EL MAESTRO ZULOAGA (91). Activo a mediados del siglo XIX.


Desconocemos datos de nacimiento y muerte de este artista, así como
cualquiera otra información acerca de su vida. Se presume que fue el autor de
la obra Retratos de José Miguel Alfonzo Villasana y Gregoria Núñez Delgado,
según información suministrada por el historiador valenciano Ernesto Jiménez
Alfonzo, descendiente de los personajes que aparecen en el cuadro. La escena
tiene lugar en la hacienda “La Mata”, de la Victoria, propiedad de los
retratados. Este cuadro fue pintado en 1852 y para 1904 pertenecía a
Wenceslao Alfonzo Núñez, hijo de los personajes. A la muerte de éste en
1910, la obra pasó a manos de su madre y de su hermano, Julia Alfonzo
Núñez, quien la regaló a un importante personaje de Valencia, el Padre
Alfonzo. Posteriormente la obra fue propiedad de la señora Rosalía, hermana
del Padre Alfonzo, la cual la regaló al doctor Jorge LizÁrraga Zuloaga. En
1977 la Galería de Arte Nacional adquirió este doble retrato.

NOTICIA BIOGRÁFICA

Juan Calzadilla es uno de los críticos


venezolanos más sobresalientes del actual
momento. Su experiencia literaria — que le acredita
entre los poetas relevantes de su país—
se une a una visión humanística y a un
conocimiento de la materia de su especialidad,
para proveerlo de un lenguaje cuya
eficacia se pone a prueba en el rigor con
que Calzadilla sabe introducirnos en el
análisis e interpretación
de obras de arte, movimientos y estilos.

Autor de ensayos fundamenta/es dentro


de la bibliografía sobre arte en Venezuela,
Calzadilla destaca también por su rica
y dilatada experiencia en el
campo de la museografía nacional,
aspecto de su actividad que fundamenta,
por demás, la seriedad que en Venezuela se le
atribuye a su pensamiento crítico.
En este sentido, Calzadilla es un crítico de
formación ecléctica, para quien el problema
fundamental continúa siendo el papel
que corresponde jugar al arte como medio de
conocimiento y revelación de la realidad.

Venezuela, como podrá apreciarse en este libro,


posee un movimiento artístico serio
y fecundo, cuya unidad y coherencia se
explican por la profundidad de una tradición
preservada desde los tiempos de La Colonia
y enriquecida por el espíritu ampliamente
universalista del venezolano moderno.
Este libro documenta lo que acabamos
de decir y constituye un testimonio
de gran importancia, no sólo por el
prestigio de la mirada selectiva del autor
y por el contenido del texto
que la ilustra, sino también por el
carácter de suma visual de la historia
del arte venezolano, contada aquí a través
de numerosas láminas a color cuya secuencia nos
da justamente un modelo de la
periodización del arte venezolano que el
autor ensaya, de paso, hacer aquí.

Venezuela, que es uno de los países


más cultos de Latinoamérica,
se enorgullece de haber producido en los
últimos años una bibliografía sobre arte,
que corresponde a una alta exigencia
tecnológica, conforme a la importancia que
el nuevo venezolano concede a su propia cultura y
conforme al mérito de sus autores:
críticos e historiadores.

Esta realidad editorial nos obliga a asumir


la publicación de este libro como un
compromiso que no está desligado,
en el caso presente, del reconocimiento
que debemos a cuantos han colaborado
voluntariamente con nosotros
en la empresa de lanzarlo.
José María Martín de Retana.

OTRAS OBRAS DEL AUTOR


Pintores venezolanos (1963)
El arte en Venezuela (1967)
El ojo que pasa (1969)
Arturo Michelena (1972)
Federico Brandt (1973)
Escultura-Escultores (1976)
Bárbaro Rivas (1977)
Martín Tovar y Tovar (1977)
Cristóbal Rojas (1978)
Armando Reverón (1979)

El presente volumen de las


OBRAS SINGULARES DEL ARTE EN VENEZUELA
se publica con pie editorial de
LA GRAN ENCICLOPEDIA VASCA
en el marco del
AÑO REVERONIANO DE VENEZUELA.
Se terminó de imprimir
el día 29 de noviembre de 1979.

Miradas a la evolución
de las artes plásticas en Venezuela
por Juan Calzadilla

LA COLONIA

El arte colonial no alcanzó en Venezuela un esplendor comparable al logrado


en otras posesiones españolas en América, más favorecidas por el desarrollo
económico, por un más fácil poblamiento o por una mayor concentración de
poder en las tierras conquistadas. Una cuestión suficientemente aceptada por
los estudiosos es que las expresiones de arte en la América colonial fueron
determinadas por el signo evangelizador que suponía, en su más alto contexto
y en sus fines, la empresa de colonización llevada a cabo en nuestras tierras.
La producción artística tuvo, por lo tanto, valor funcional y se entendía como
manifestación que servía más a los fines de inculcación de la fe religiosa que a
la voluntad de los artistas, tal como esta voluntad se expresaba,
simultáneamente a los primeros hechos de la conquista de América, en la
Europa renacentista y del manierismo.
Este rasgo o carácter funcional contribuyó a la escasa evolución de las formas
artísticas y a la separación de Éstas de la comente universal de la que se
habían desprendido, para reflejar, en cada área o subregión americana,
modalidades fuertemente marcadas por el proceso de hibridación natural a que
las conduciría el aislamiento territorial.
El tránsito del siglo XVI al XVII es, por la profundidad de su aventura y por
sus alcances, un período relevante para el arte americano; es el momento en
que las influencias europeas obran más directamente en su destino,
prestándole caracteres definitorios; momento de universalismo trashumante
que se manifiesta en el continuo peregrinar de artistas que van de región en
región, transmitiendo el apostolado renacentista tanto como el de las ideas
religiosas. Artistas españoles, flamencos e italianos cruzan los mares y recalan
en América. Estilos, escuelas, oficios, se interpretan, y el conocimiento
adquiere carta de universalidad en todas partes. Pintores de cierto rango,
formados algunos en talleres de Roma, Amberes o Sevilla, dan fuerza y
prestancia a las escuelas que crecen en torno a la actividad de los grandes
centros poblados.
Simón Pereins, artista flamenco de la corte toledana de Felipe II, arriba a
México en 1566: Baltasar de Echave Orio llega a este mismo país en 1573;
Bernardo Bitti, entre tanto, se establece en el Perú en 1578, para generar desde
aquí el impulso que conduce a la formación de las escuelas del altiplano.
Aventura similar cumplió Angelino Medoro, pintor romano que instaló un
taller en Santa Fe de Bogotá hacia 1587.
Sin embargo, las grandes escuelas que, con ecos del manierismo, se
desarrollaron en México, Santa Fe de Bogotá y Quito durante el siglo XVI, no
tuvieron equivalentes en colonias menos afortunadas, apartadas de las grandes
rutas del comercio con la metrópoli. Este fue el caso de la Provincia de
Venezuela. La pobreza minera, el despoblamiento y el hecho de constituir
nuestros aborígenes comunidades dispersas y en extremo aguerridas dieron al
suelo venezolano un aislamiento dramático, al que contribuyó aún más la
inclemencia del clima tropical y la indefensión de nuestras costas ante el acoso
constante de las incursiones de los piratas. Se explica así la escasa incidencia
de testimonios artísticos traídos de Europa durante el siglo XVII y comienzos
del XVII.
No obstante, ya desde el siglo XVII, la crónica registra información sobre
artistas establecidos en esta parte del continente, como fue el caso de Juan del
Cocar (maestro del arte de pintar, experto y bueno), instalado en Coro hacia
1622, primer asiento de la Provincia de Venezuela; en torno a este
poblamiento surgió un centro de producción de imágenes artísticas que
constituiría más tarde, en El Tocuyo y Río Tocuyo, el empleo de una notable
escuela de imagineros. Casi paralelamente, en el occidente del país, en Mérida
y Trujillo, se hizo sentir la influencia de la pintura procedente del virreinato de
Santa Fe, influencia igualmente provechosa para la formación de una tradición
de artesanos e imagineros, uno de los cuales, José Lorenzo de Alvarado,
destacó en Mérida a fines del siglo XVIII. Estas escuelas , si así pueden
llamarse, tuvieron amplia irradiación hacia el centro del país.
El núcleo principal de la vida artística se conformará en Caracas, elevada a
capital provincial en momentos en que el crecimiento de la vida económica,
gracias a la floreciente agricultura, propiciaba una mayor vinculación de los
pobladores con el tráfico exterior, y posibilitaba la entrada de obras de arte
religioso procedentes de México y de Europa. En 1638, con la erección de
Caracas en sede episcopal, la imaginaría de fabricación local se incrementa de
forma considerable, con una tendencia ascendente que llega a su apogeo al
finalizar el siglo XVIIL La ciudad resultó prácticamente destruida por el
terremoto de 1641, y su reconstrucción se relaciona con la vida religiosa, cuyo
eje será la catedral de Caracas, empezada en 1638 y concluida a fines de la
centuria. La urbe cuenta ya con unos 6.000 pobladores a fines del siglo XVII,
y no tardará en formarse una clase criolla adinerada para la cual trabajaron
artistas allegados a la provincia o criollos educados en la imitación de obras
europeas; es a Éstos a quienes corresponde ejecutar los primeros retratos
civiles que nos han llegado del período colonial. Destaca el del alcalde don
Francisco Mijares de Solórzano. que data de 1638, y que da pie a una tradición
de buenos retratos que se prolonga, bajo ciertos caracteres de austeridad y
sobria elegancia, hasta la primera mitad del siglo XVIIL De los retratistas de
este período, tal vez el más importante fue el español fray Fernando de la
Concepción, quien, a fines de siglo, realiza el retrato de fray Antonio
González de Acuña, obispo de Venezuela, fundador, en 1673, del Colegio
Seminario de Santa Rosa de Lima, convertido con el tiempo en la Real y
Pontificia Universidad de Caracas.
A lo largo del siglo XVIII, la pintura, la orfebrería y la talla en madera
conocen un relativo esplendor; en Caracas se han instalado artistas
provenientes del sur de España y el estilo religioso, a través del auge del
barroco, alcanza expresiones de elevado misticismo, mientras que el retrato
civil pasa a un segundo término.
Simultáneamente, junto a la pintura culta, proliferan los pintores populares
que, en modestos talleres y al margen de la iconografía, crean un arte anónimo
de gran ascendiente popular y de rasgos ingenuos. Frente a la abundante
producción de estos imaginemos, cabe hablar de un estilo colectivo, con
variantes y matices de una escuela u otra según la región donde fueron creadas
las obras, pero en ningún caso puede hablarse de expresiones del genio
individual. La libertad con que trabajó el humilde artesano, olvidado de toda
intención académica, bien por falta de formación escolar o porque estaba más
empeñado en continuar la tradición local que en alcanzar una maestría que le
estaba vedada o que sencillamente no le interesaba, determinó que en sus
obras los valores expresivos fueran más acentuados que los valores formales.
Tal carácter expresionista otorga a las creaciones de los imagineros populares
un sello de ingenuidad, una frescura y un poder inventiva de la imagen que
explican el interés que por estas creaciones del ingenio popular manifiestan
estudiosos y coleccionistas del arte moderno.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII llega a su apogeo el arte colonial
venezolano. Alfredo Boulton ha establecido un parangón entre la pintura de
este período y el alto grado de desarrollo técnico alcanzado por la escuela de
música de Chacao. Aun a riesgo de no englobar la totalidad de sus
realizaciones principales, se pueden resumir los alcances del arte del siglo
XVIII entres hechos fundamentales: a) la obra de Francisco José de Lerma; b)
la escuela de los Landaeta, y c) la obra de Juan Pedro López. Lerma es,
cronológicamente, el primer pintor de la colonia venezolana a quien ha podido
atribuirse cierto número de obras estilísticamente unitarias. Activo hacia 1720,
sus modelos se encuentran en motivos flamencos e italianos; el carácter
monocromo de algunas de sus obras, como la gran Virgen de la Merced,
trabajada con tonos sepias, dorados y blancos, induce a pensar que se había
inspirado en efecto en antiguas estampas flamencas. Sin embargo, el trabajo
de Lerma está fuertemente caracterizado por rasgos personales que nos
permiten hablar, por primera vez, de una individualidad, de un pintor mestizo.
La forma de empastar las luces o brillos o de dibujar los ojos y la boca de sus
personajes le son particulares, escribió, a propósito de Lerma, el historiador
Carlos F. Duarte.
Al referirse a los Landaeta, los investigadores de nuestra pintura aluden a una
familia de pintores activos en Caracas en la última mitad del siglo XVIII, entre
los cuales los hermanos Antonio José y Juan José son los más destacados, con
obra reconocible. Antonio José fue maestro de Juan Lovera, dato que permite
atribuirle a aquél ciertos retratos de concepción vigorosa que muestran un
evidente parentesco con la obra del mismo género pintada por Lovera. Esta
relación puede establecerse, sobre todo, al examinar el retrato del obispo Juan
Antonio Viana, atribuido a Landaeta, y en donde la estilización de la figura, la
solidez del dibujo y la forma del acabado de prendas, libros y encajes,
acentúan este posible parentesco con retratos de las mismas características
ejecutadas por Lovera.
En cuanto a Juan Pedro López, es la figura más representativa de este
momento. Nacido en Caracas en 1724, fue abuelo, por línea materna, de don
Andrés Bello. Escultor, dorador y pintor, como convenía a un artista de su
tiempo, tuvo una actuación relevante en la sociedad colonial, y su nombre
aparece muchas veces en documentos de la Época, en actas de tasación y en
testamentos.
Muy característica es su manera de acentuar estilizadamente el movimiento y
el gesto de los personajes, sobre todo en las manos y los brazos, así como
también su colorido, basado en amplios planos de paños y vestiduras, con
predominio de azules y rosas muy ricos en matices. Pero donde puede
observarse el rasgo más realista de López es en el acabado de prendas y en el
brillo de los objetos del atuendo convencional. Fallecido en 1787, López
cierra un ciclo de la pintura venezolana dominado por el tema religioso.

LA INDEPENDENCIA

Con la independencia aparece en la cultura artística del país una conciencia


nacionalista que se traducirá en el abandono progresivo del tema religioso en
favor del motivo civil y militar que, en un primer momento, todavía bajo la
influencia de los talleres del siglo XVIII, seguirá expresando, hasta mediados
del XIX, ciertos arcaísmos en la representación de la figura. El estilo de vida
colonial había arraigado en todos los órdenes de la sociedad venezolana, y no
fue tarea fácil, en medio de las luchas facciosas que pugnaban por el poder,
conformar un nuevo estilo de vida y mucho menos formas de arte adaptadas a
la doctrina republicana.
Tardó, pues, en aparecer un movimiento artístico que representara al espíritu
laico forjado a partir de la independencia. El ejemplo temprano de Juan
Lovera (1770-1843) fue como una isla en medio de la incuria de los primeros
años de vida autónoma. Lovera reflejó las contradicciones entre las formas
del arte colonial de donde partió y el contenido patriótico de su obra. Heredero
de los últimos imagineros, se formó en el taller de Antonio José Landaeta, y
sus primeros trabajos fueron advocaciones religiosas. Pero el retrato civil
cobra en el vigoroso marco de su obra una espiritualidad severa y parca, que
bordea el primitivismo de sus soluciones austeras: es un arte evocador y
elocuente, lleno de expresividad. Fundador de la pintura histórica, dos lienzos
de Lovera, el 19 de abril de 1810 y el 5 de julio de 1811, constituyen los más
lejanos antecedentes del muralismo venezolano del siglo XIX. Son obras que
se adelantan en cuarenta años a las grandes obras históricas de Tovar y Tovar.
Entre las calamidades de la guerra no fue la menos grave el hecho de haberse
roto la continuidad de la tradición, que transmitía los conocimientos técnicos
de maestro a aprendiz. Las escuelas de arte tardan en constituirse en un país
asolado por luchas intestinas, y los menguados esfuerzos para restablecer el
aprendizaje artístico tropiezan con la apatía y la indiferencia de los
gobernantes o con toda clase de adversidades. En Caracas existía hacia 1840
una modesta escuela sufragada por la Diputación Provincial, pero la
enseñanza impartida en dicho centro era extremadamente pobre y se limitaba a
la práctica del retrato al óleo. Sin idiosincrasia propia, apartados de la
tradición, los nuevos artistas buscaron afanosamente sus modelos en Europa, a
la sombra de viejos preceptos renacentistas que la sociedad republicana se
empeñaba en adoptar, proponiendo ideales naturalistas inalcanzables a los ojos
de la sensibilidad criolla, tan desprovista de tradición académica como de
formación técnica. Mas, de nada valió el poco celo de las autoridades para
implantar patrones europeos, pues faltaban profesores idóneos, y la copia, que
tan efectiva había sido en el período colonial, produjo escasos resultados en la
pintura al óleo.
Pero el retrato civil se impuso en la primera Escuela de Dibujo y Pintura que
dirigía Antonio José Carranza (1817-1893), artista mediocre cuyo úrico mérito
consistió en echar las bases de la educación artística en Venezuela. Su
actividad se produjo entre 1840 y 1887, pero se conocen pocos ejemplos de su
trabajo. Los pintores que le sucedieron durante el oscuro período que va de
1850 a 1875 se consagraron igualmente al retrato y a la miniatura, géneros que
hasta la aparición de Tovar y Tovar no tuvieron representantes de la
significación de Juan Lovera.
Martín Tovar y Tovar

Martín Tovar y Tovar (1828-1902) fue el primer artista venezolano que siguió
de manera sistemática estudios en Europa, primero en España y luego en
Francia, y aunque no se dejó tentar por la moda, asumiendo en su estilo la
gravedad de un neoclásico, concurrió en una oportunidad al Salón de los
Artistas Franceses (1881) y satisfizo el gusto renacentista de sus
contemporáneos venezolanos de los tiempos de Guzmán Blanco. Este
mandatario logra hacer de él el pintor oficial, y Tovar obtiene así un contrato
para realizar sus primeras obras de carácter heroico, a las que seguirá un
nuevo encargo para pintar los grandes murales del Salón Elíptico del Palacio
Legislativo, concluido en 1877. Este mismo año da fin a la más ambiciosa de
sus obras: La Batalla de Carabobo. El artista se hace dueño de un estilo
pictórico de gran óptica, del cual no están ausentes, sin embargo, las virtudes
de un notable observador de la naturaleza; de ahí que sea, entre nuestros
pintores clásicos, el primero en ensayar el paisaje puro. Tovar no fue el típico
artista favorecido por el estímulo oficial que desde el poder ofrecía el dictador
Guzmán Blanco. Toda la década de los ochenta está impregnada por un tono
palaciego y marcial que hincha un tanto las ambiciones, en principio
modestas, de nuestros artistas, transformando a éstos en individualidades que
corren detrás de la fama y el éxito. Y Guzmán Blanco es el inspirador. Ama la
pintura histórica. Y quiere hacer un David de cada uno de los jóvenes de
talento que concurren a la fastuosa exposición de 1883, organizada en ocasión
del primer centenario de Bolívar.
Viajeros, ilustradores y costumbristas

Paralelamente a lo que podríamos considerar como la tradición académica,


cuyo rasgo definitorio descansa en el prestigio de la pintura al óleo, hay una
manifestación de carácter más marginal cuyos resultados atañen tanto a la
ciencia como al arte. Nos referimos a los dibujantes y acuarelistas que han
sido estudiados dentro del período conocido como la Ilustración. En éste
corresponde examinar a creadores que, desde la tercera década del siglo XIX,
trataban de dar, en un estilo poco presuntuoso, una imagen verídica de nuestra
naturaleza y de comunicar a esta imagen un contenido documental para el que
poco contaba el grado de expresividad o de interpretación estilística. Ya desde
los tiempos del barón de Humboldt, el artista criollo, inspirado en el trabajo de
viajeros y exploradores allegados al país, se sintió vivamente interesado en el
estudio de nuestra naturaleza y en un humanismo descriptivo. El paso de
numerosos artistas extranjeros que pretendían representar o dar testimonio
fidedigno de nuestra realidad, manteniendo frente a ésta una neutralidad
parecida a la del fotógrafo, resultó una significativa influencia que, desde
distintos ángulos, encauzó la empresa del reconocimiento visual de nuestra
identidad. Esta empresa, en los mejores casos, estuvo asociada a las ciencias
naturales y relacionó al científico con el dibujante o ilustrador, pero también
suscitó, algunas veces, expresiones que mantienen, respecto al carácter
funcional de la ilustración, cierta autonomía expresiva. Ejemplos de estas
manifestaciones los encontramos en las obras de Robert Kerr Porter (1772-
1842), Franz Melbye (1826-1869), Ferdinand Bellennan (1814-1889), Joseph
Thomas (activo entre 1840-1843) y Camille Pissarro (1830-1903), artistas que
trabajaron en Venezuela entre 1830 y 1852.
La Ilustración, si se quiere, tuvo un carácter más científico en la obra del
alemán Antón Goering (1836-1905) y en la del venezolano Carmelo
Fernández (1809-1887), quienes realizaron acuarelas para transcribir escenas
que van desde la descripción paisajística hasta el inventario de costumbres,
Apologías locales y documentación arquitectónica. Ambos estuvieron
asociados a expediciones científicas. Carmelo Fernández, sobrino del general
José Antonio Páez, es el más antiguo de los artistas venezolanos que entendió,
con sentido moderno, la relación siempre presente entre arte y diseño y cabe
decir, además, que fue nuestro primer artista litógrafo. Su vocación científica
enlaza con la herencia del creador plástico integral, que había desaparecido
con la colonia.
La litografía, el dibujo y la ilustración siguieron el mismo curso: eran medios
de expresión desligados de la pintura y determinados en su evolución por el
desarrollo de la imprenta y del periodismo, a los que, en el mejor de los casos,
prestaron sus imágenes. A partir de 1840, gracias al papel pionero de
Fernández, la litografía se popularizó en los medios de impresión de Caracas y
atrajo sobre sí la atención de la sociedad. Fernández llevó sus conocimientos a
Colombia, en donde trabajó entre 1850 y 1851 en calidad de dibujante de las
primeras expediciones de la famosa Comisión Corográfica; sus acuarelas,
realizadas en el marco de esta empresa científica, a más de considerarse obra
abanderado del arte colombiano del siglo XIX, constituyen la mayor
aportación a su obra de artista.
Otros dos venezolanos, Celestino Martínez (1820-1888) y Gerónimo Martínez
(1826-1895), contribuyeron a dar impulso a la litografía, introduciendo este
medio en Bogotá por la misma época en que Fernández trabajaba al lado de
Codazzi en la citada Comisión Corográfica.
El incipiente auge de los medios impresos, combinado con el interés que los
países latinoamericanos, convulsos y caóticos, pero esperanzadores,
despertaban en Europa, atrajo también a nuestras costas a numerosos artistas y
artesanos con experiencia en nuevas disciplinas, como eran la fotografía y la
litografía. La pintura vino a menos en el afán aventurero de los que cruzaron
los mares. Después de Melbye y de Pissarro, los que mejores frutos sembraron
entre nosotros fueron el escandinavo Torvaid Aagard y los alemanes Stapler,
Mulier, Loue y Federico Lessmann, este último notable fotógrafo y autor de
excelentes litografías. Posteriormente llegó Enrique Neun, a cuyo nombre se
asoció tal vez el más representativo de nuestros ilustradores del siglo XIX:
Ramón Bolet Peraza (1840-1876).
Bolet fue, hasta por la ingenuidad sorprendida de su visión, el mejor cronista
que, en materia de dibujo, tuvo la ciudad de Caracas. Fiel documentalista de la
ola de progreso arquitectónico que impulsó Antonio Guzmán Blanco, creó,
con finos rasgos no exentos de elegancia refinada, los dibujos y acuarelas que,
litografiados por Neun, constituyeron las publicaciones conocidas como
Álbum de Caracas y Venezuela (1876) y Álbum de los Estados (1876),
producciones que recogen casi toda su obra de dibujante.

La exposición del centenario

La moderna conciencia artística nace en Venezuela con el quinquenio


guzmancísta. Y la gran exposición conmemorativa del centenario de Bolívar,
en 1883, puede tomarse como punto de partida de la modernidad en el arte
venezolano. Antes de esta fecha, solamente Tovar y Tovar había alcanzado
prestigio individual como artista. La citada exposición de 1883 revela a
Cristóbal Rojas, Arturo Michelena, Manuel Otero, Jáuregui, y apuntala el
éxito inicial de Herrera Toro. Junto a Éstos, o paralelamente, comienzan a
desarrollarse Emilio Mauri y Rivera Sanabria. En resumen, un grupo de
artistas que, con Tovar a la cabeza, se sitúan en la perspectiva, técnica y
formalmente hablando, del arte europeo del siglo XIX, proyectando hacia
nuestro país la influencia del realismo académico, tal como lo apreciaremos en
sus tres principales representantes.

Antonio Herrera Toro, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena


Alumno de Tovar y Tovar, el valenciano Antonio Herrera Toro (1857-1914)
manifestó tempranas dotes que le valieron ser becado por Guzmán Blanco en
1878. Estudió en París y en Roma y pronto alcanzó una especial maestría para
el retrato, como lo demuestran sus dos vigorosos autorretratos (1881), que se
conservan en la Galería de Arte Nacional. Su carrera no fue, sin embargo, tan
afortunada como cabía esperar de sus primeros trabajos. Demostró poco vuelo
imaginativo en la pintura histórica, de la que, más que continuador, fue
seguidor de Tovar y Tovar. Y a partir de 1890 reveló escasa tenacidad para
perseverar en el género en que, en un principio, sobresalió sobre sus
contemporáneos: el retrato. Siendo director de la Academia de Bellas Artes
fue objeto de una protesta del alumnado, que más tarde formaría filas en el
Círculo de Bellas Artes. Defensor del realismo, Herrera Toro parecía encarnar
en su propia obra la tiranía del realismo, contra el cual luchaban por liberarse
los paisajistas del nuevo siglo.
Contemporáneo de Herrera Toro fue Cristóbal Rojas (1857-1890), quien se
siente atraído por temas de un realismo mórbido, y mientras apura una
existencia breve, realiza su obra en París, de 1883 a 1890, trabajando
intensamente en grandes lienzos con los cuales, creyendo perseguir la
modernidad, concurre al Salón de París. Sus últimas obras rozan, sin embargo,
la intuición del impresionismo, y aún conserva fuerzas para realizar pequeños
lienzos que quedan como lo más significativo de su trabajo, allí donde la
anécdota no se pone al servicio de la pintura.
Como Rojas, el valenciano Arturo Michelena (1863-1898) se educa en París
bajo la guía del célebre Jean-Paul Laurens. Más afortunado, aunque no menos
trágico, pero sin llegar al patetismo, Michelena alcanza a disfrutar del
reconocimiento de los venezolanos, a pesar de que sólo vive 35 años. Dejó
una abundantísima obra, en todos los géneros, evidencia de un talento fácil e
inspirado. A ratos decadente, combinando en sus cuadros trazos sueltos y
modernos con resabios de romanticismo, Michelena es el artista mimado,
afable y complaciente ante el halago de una sociedad que lo hace, a despecho
de su talento desperdiciado, un pintor de encargos. Para algunos historiadores,
Rojas y Michelena constituyen el punto culminante del desarrollo de la
plástica venezolana del siglo XIX, aunque esta apreciación se refiera al
realismo académico de influencia europea, es decir, a un período que va de
1880 al año 1900. Si Tovar es el máximo exponente de la pintura histórica,
Michelena y Rojas, que quedan sin continuadores, lo son de la pintura de
género, del cuadro anecdótico. Los que les siguen, sin el talento de ellos, sin
las condiciones históricas que propiciaron el movimiento de donde surgieron,
se limitan a asistir a la agonía del realismo, que vegeta en medio de la apatía
oficial. Herrera Toro, Emilio Mauri (1855-1908) y A. Esteban Frías (1868-
1944), sin negar sus méritos aislados, viven en un momento en que entran en
crisis los conceptos, y la modernidad, que no preocupó ni a Michelena ni a
Rojas, se encarga de establecer un brusco corte que coincide con el nuevo
siglo. El auge del academicismo concluye con ellos. Por mucho tiempo, Mauri
había sido celoso y puntual director de la Academia de Bellas Artes, donde las
nuevas generaciones, los nacidos entre 1880 y 1890, pugnaban por encontrar
un nuevo estilo.

Los adelantados del paisajismo

Hay artistas que comienzan a interrogar a la naturaleza autónoma; algunos,


como Tovar y Rojas, parecen estar al tanto del impresionismo y se interesan,
aunque tímidamente, por el paisaje. Paralelamente al realismo que los jóvenes
impugnan, aparece una primera generación de paisajistas, no libre todavía de
ciertos resabios de la factura del taller: J. J. Izquierdo, Pedro Zerpa y J. M.
Vera León. Estos tres artistas, que se consagraron a la pintura de paisajes entre
1900 y 1920, pueden ser considerados precursores y a ellos habrá que
remitirse cuando se escriba sobre los orígenes del paisajismo venezolano,
constituido definitivamente por J. M. de las Casas (1857-1928), Julio Árraga
(1872-1928) y, sobre todo, por Emilio Boggio (1857-1920).
A la postre fue un alumno de Herrera Toro, Tito Salas (1888-1974), el que, a
principios del siglo XX, llevaría a su última expresión, hasta agotarlo, aquel
muralismo que había iniciado con tanto éxito Tovar y Tovar. Después de sus
primeros triunfos como pintor realista, mientras estudiaba en la Academia
Jukien, en París, y recibía una moderada influencia impresionista a través de
Ignacio Zuloaga y de Joaquín Sorolia, Tito Salas consagraría su mayor
esfuerzo a la descripción mural de la epopeya bolivariana, que dejó plasmada,
entre 1911 y 1940, en la decoración de la casa natal del Libertador y en el
Panteón Nacional de Caracas, así como en una numerosa iconografía relativa a
la independencia venezolana, obra historicista realizada en detrimento de sus
excelentes dotes de paisajista, bien demostradas antes de 1906.
Aunque en la obra mural de Salas se ha criticado cierta elocuencia pintoresca,
cierto decorativismo, derivados quizá del carácter campechano y sensual de
este pintor, no debe perderse de vista, para una justa valoración de su trabajo,
más allá de la admiración que le tributó una Época y más allá de su estilo
habilidoso y superficial, al artista que, de acuerdo con A. Boulton, fue el
abanderado de la pintura moderna en Venezuela.

El Círculo de Bellas Artes

Los comienzos del siglo acentúan aún más la ruptura con el academicismo y
ven pasar por las aulas de la Academia de Bellas Artes a una generación bien
informada y deseosa de cambios. A la actitud de los escritores criollistas, que
piden una comprensión de lo vernáculo y que luchan contra los restos del
modernismo, con Leoncio Martínez (1888-1941) a la cabeza, sucede un clima
de franca revuelta, que exigía una renovación de los métodos de enseñanza en
la vieja Academia que, hacia 1909, tenía por director a Herrera Toro.
Pintar la naturaleza directamente, obedecer al impulso y no someterse a los
viejos preceptos de la enseñanza clásica son postulados que se pretende llevar
a la práctica tras la fracasada huelga que, en 1909, induce a los jóvenes
paisajistas a abandonar la Academia. Va a nacer entonces el Círculo de Bellas
Artes. Éste se crea en 1912, constituyendo en principio una especie de
asociación que reúne a artistas y escritores, sin programa estético ni
manifiesto. De sus numerosos integrantes, que asisten a las sesiones en el
foyer del destartalado Teatro Calcaño, mencionaremos tan sólo a los que han
pasado a la posteridad: Manuel Cabré (1890), A. E. Monsanto (1890-1958),
Federico Brandt (1878-1932), Armando Reverón (1890-1954), Rafael
Monasterios (1884-1961), César Prieto (1882-1976), Próspero Martínez
(1886-1965) y L. A. López Méndez (1901).
Si A.E. Monsanto es el pedagogo, el teórico del movimiento, Federico Brandt,
con sus años de formación europea, es el maestro de visión moderna, que
indica el camino antiacadémico. A la larga, Brandt se convertiría en un artista
de visión intimista, en el más místico de nuestros pintores de objetos. En
cuanto a Rafael Monasterios, prefiere los espacios abiertos, y aun más el
paisaje rural con el cual convive primitivamente, enfocándolo con una mirada
inocente, para apropiarse de la poesía que llevaba por dentro. En todo caso, no
se sitúa lejos de César Prieto, espíritu hosco y solitario, que combina su
sentido arquitecturas de la composición con una rudeza de llanero que no le
priva de ejercitar un tremendo poder de observación de la luz. También
Próspero Martínez queda renuente al éxito y a la publicidad y prefiere vivir en
los pueblos de provincia, donde trabaja con parsimonia, a la manera de Corot,
para expresar esencialmente una visión de poeta. Como Prieto, Rafael Ramón
González (1894-1975) era también un llanero enamorado de la provincia, que
recorre a la manera desenfadada de Rafael Monasterios para buscar los temas
de un paisaje recio y salvaje, torturado a veces por una inquietud social. Por
último, Luis A. López Méndez es, ante todo, el artista de oficio, capaz de
tomar de modo correcto cualquier tema de la tradición realista.
El paisaje del valle de Caracas es el principal protagonista de esta pintura y
constituye el carnet de identidad de la llamada Escuela de Caracas. Esta
topografía, con muchas facetas y en extremo compleja, llena de contrastes,
donde la colina y la empinada y colosal serranía se enfrentan o se continúan
para proyectar o modelar la luz, tamizándola o avivándola; esta topografía rica
en matices del verde, que combina sus efectos arcádicos, ofrece al ojo del
artista un escenario siempre cambiante, como un espejo en el cual luces y
sombras parecen descubrir, en la obra, un mundo inédito. En tan sorprendente
y siempre renovado espectáculo, en el que ya se habían fijado muchos
viajeros, desde Juan de Castellanos hasta Humboldt, nace y se gesta el más
importante de nuestros movimientos de pintura: el paisajismo de la Escuela de
Caracas.
Fijémonos ahora en sus dos artistas cimeros: Armando Reverón y Manuel
Cabré, dos temperamentos completamente opuestos, aunque obsesionados
ambos por la representación de la luz. Reverón se opone a la belleza para
introducirnos en el misterio de sus fenómenos, y Cabré exalta los dones de la
sensibilidad más manifiesta. Impresionista en una primera época, tras haber
asimilado la experiencia de sus estudios en España y en Francia y al contacto
con el arte de Emilio Boggio, Reverón va despojando lentamente su paleta de
todo cromatismo, para quedarse al fin con el blanco físico que con sus paisajes
de Macuto alcanza el grado de representación absoluta de la luz, que él
descubre mirando la naturaleza, el paisaje marino, el paso del viento, el juego
de celajes sobre el crepúsculo o el horizonte espumoso del mar, mientras vive
como un salvaje en una playa desierta del litoral cercano a Caracas. Su vida y
su obra, formando una sola unidad, nos descubren, en una época en que el
hombre se hallaba aun muy distanciado de la naturaleza, lo mucho que se
adelantó este artista prodigioso a las proposiciones de los artistas actuales que,
bajo distintos postulados, pugnan por interpretar una relación armónica, de
signo nuevo, entre individuo y ambiente natural. Con los medios, a menudo
rústicos, que tiene a su alcance, Reverón construye laboriosamente, a espaldas
de la sociedad, su propio mundo, y lo hace inexpugnable a fuerza de reconocer
que este mundo lo separa del resto de la gente. Sus paisajes se aproximan al
impresionismo por su capacidad para representar la acción del color físico, su
movimiento y su posibilidad de sugerir el cambio incesante de la naturaleza.
En cuanto a Cabré, y en un sentido técnico, es posible hallar en sus paisajes un
parentesco con el método objetivo de Cézanne, sobre todo en lo concerniente
al papel atribuido al color en la construcción de las formas y en la solución
estructural de la composición, movida y quieta a la vez, en equilibrio tenso.
Sin embargo, el propósito de Cabré es el de un naturalista cautivado por la
profundidad y la extensión con las que sabe jugar, distribuyendo el interés del
cuadro, con instinto barroco, en numerosos planos, pliegues y zonas de
diferente intensidad luminosa y fuerte atractivo visual.
Una segunda generación continúa la enseñanza del Círculo de Bellas Artes.
Los miembros de esta generación son, ante todo, paisajistas, como Pedro
Ángel González (1902-1981), Elisa Elvira Zuloaga (1902-1980) y Marcos
Castillo (1896-1966). El gusto de Marcos Castillo por la simplificación del
tema y por la pureza de los medios empleados, que elude toda anécdota, no
está reñido con una emoción desbordante que hace del color la materia del
sentimiento. Castillo es uno de nuestros grandes pintores y su importancia será
cada vez mayor para las generaciones venideras. Curiosamente, es un
constructivo que alberga en sí mismo a un intuitivo, una especie de Matisse
tropical que vivió exclusivamente para pintar y que, sin duda, dejó tras de sí la
obra más numerosa que un pintor venezolano haya dejado jamás.

Un maestro de la escuela de Caracas


El paisaje venezolano después del Círculo de Bellas Artes tiende a una óptica
precisa, parecida en algunos casos a la óptica fotográfica; con ésta se trata de
definir nítidamente la naturaleza visualizada, porque la iluminación del trópico
es entera y pareja y no coloca entre el objeto y el ojo más que una
transparencia cristalina. De este modo el artista aspira a ser sincero en su
actitud frente a la realidad, adoptando casi siempre una técnica reproductiva.
Manuel Cabré, a quien ya nos hemos referido, es el creador de este método
bajo el cual el paisaje iluminado uniformemente se nos muestra en cualquier
circunstancia bajo una absoluta plenitud, donde todas las formas quedan a la
vista y la luz sustituye a la atmósfera. Método concluyente que tendrá un
intérprete excepcional en Pedro Ángel González.
Nacido en la isla de Margarita, Pedro Ángel González (1901-1980) es el más
típico exponente de la llamada Escuela de Caracas. Para su generación
representó lo que Manuel Cabré para el Círculo de Bellas Artes. Y sin duda,
González, que se estableció en Caracas en 1916, significó, a lo largo de su
fecunda obra, el punto culminante de una óptica total de la representación a
distancia. Es lógico que, por esto mismo, pueda considerársele el más
científico de los pintores de su generación. Su mayor afinidad técnica la tiene,
por supuesto, con Cabré. Como éste, González evolucionó hacia un paisaje de
gran amplitud atmosférica, en el que la luminosidad es el problema principal.
Alumno de la Academia de Bellas Artes, González fue testigo de
acontecimientos decisivos para su futuro, como la exposición de Emilio
Boggio, en 1919, y las últimas reuniones de trabajo del Círculo de Bellas
Artes; pero no fue sino hasta 1920 cuando entró en verdadero contacto con el
grupo de A.E. Monsanto. Este ejercería mucha influencia sobre González, al
punto que, también como Monsanto, tomó momentáneamente, en 1925, la
decisión de no pintar más. Diez años más tarde se convertirá en el fundador de
la primera cátedra de grabado en metal que reseña nuestra historia docente.

El realismo social.

En 1936 se llevó a cabo la reforma de la Academia de Bellas Artes de


Caracas, hecho que no quedó sin consecuencias, pues fue el primer ensayo de
modernización de la enseñanza del arte y punto de partida de las vanguardias.
El país, como se sabe, surgía de un oscuro régimen caudillista que durante 30
años lo mantuvo atado a una férrea estructura feudal, y se orientaba ahora, en
medio de signos de violencia social, hacia el mundo del futuro. Junto al
descontento, la protesta y los brotes bertarios, incide también en la vida
cultural, por reflejo de la situación política, un sentimiento de compromiso.
Luego de la apatía y el conformismo, que han sometido las expresiones
artísticas a la representación del paisaje, prescindiendo del hombre, o, en todo
caso, con escasa inclusión del mismo, sucede a partir de 1936 un estilo más
adecuado a la etapa de revuelta y esperanza en que transcurre ahora la vida de
los venezolanos: un movimiento que reflejará los problemas del agro y de la
ciudad, más atento a lo universal. No es extraño, por tanto, que el llamado
realismo social, que se gesta en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas,
asuma enteramente la responsabilidad de producir un cambio.
El mensaje, desterrado de la obra de los paisajistas, vuelve a tener vigencia. El
realismo social fue una tendencia de pintores y grabadores y su origen no es
ajeno a una clara vinculación con el muralismo mexicano, cuyos máximos
representantes, Rivera, Orozco y Siqueiros, influyen en la formación de estilos
regionales, de contenido indigenista o contestatario, en varias naciones de
Latinoamérica, Venezuela incluida. La temática se centra en los conflictos
sociales, en el drama del hombre y de la tierra. El paisaje es secundario o, en
todo caso, constituye el escenario o el entorno de la anécdota; sólo en los
casos en que, elevándose a un papel de protagonista, como en la obra del
ecuatoriano Guayasamín o del venezolano Pedro León Castro (1920), conlleva
una alusión categórica a la soledad y preeminencia de la geografía americana.
En Venezuela, el realismo social ofreció características muy peculiares, y así
se desprende de las condiciones creadas en el país por la muerte de Juan
Vicente Gómez (1935), condiciones históricas propicias para una pintura
revolucionaria, tal como la entendió el principal intérprete del movimiento,
Héctor Poleo (1920). El modelo seguido por éste no se encuentra sino
parcialmente en la tradición realista de nuestra pintura, y proviene
principalmente de la obra de Rivera. No pueden destacarse, sin embargo,
factores endógenos, que se hallan en la tradición local y, sobre todo, en el
espíritu nacionalista despertado por el Círculo de Bellas Artes, algunos de
cuyos representantes ejercían como profesores en la Academia de Bellas Artes
en el momento de la eclosión de nuestro realismo social. Uno de estos
maestros pudo haber sido Marcos Castillo.
El realismo social cubre un lapso que va de 1938 a 1945, si bien su acción
puede extenderse un poco más allá a través de ramificaciones epigónicas de
este movimiento, en el que la crítica estudia a cuatro representantes
principales: Héctor Poleo, León Castro, Gabriel Bracho (1915) y César
Rengifo (1918-1980).
Harto conocida es, para los venezolanos, la obra de Héctor Poleo. Pedro León
Castro, en un comienzo, y Rengifo, a lo largo de toda su carrera de creador
polifacético, han visto la temática social (los problemas del agro en especial)
inmersa en un paisaje desolado, escenográficamente tratado con una técnica
que recuerda la de los primitivos, por su empeño en la representación precisa,
en la definición de los planos y por el énfasis puesto en el empleo de un
empaste liso. Bracho, por el contrario, representó una corriente más próxima a
la gestualidad del expresionismo en su versión mexicana, influencia que tuvo,
por otra parte, una importancia muy significativa en cierto momento de la
plástica venezolana.
Hay otros artistas plásticos cuya obra se relaciona con un realismo de
intención americanista, de igual o parecida importancia a la de los citados, con
la sola excepción de Poleo, uno de nuestros mayores figurativos. Cabe afiliar a
Francisco Narváez (1908-1982) y a J.V. Fabbiani (1920) a la misma
tendencia, por el énfasis que ponen en revelar el alma mestiza por una vía
contraria a la estética del Círculo. Igual podría decirse de gran parte de la obra
de A. Barrios (1920), R. Rosales y R.R. González (1894-1975). Sin embargo,
se aprecia en la obra de Fabbiani, Narváez y Barrios, como en otros
figurativos de la época, rasgos coincidentes. en tema y en forma, con los
movimientos europeos que un poco más tarde, a partir de 1945, marcarían con
su impronta el destino del nuevo arte venezolano.

Apertura a la contemporaneidad

Sin embargo, la verdadera apertura de Venezuela a la contemporaneidad se


inicia después de la segunda Guerra Mundial. Venezuela reanudó y reafirmó
entonces sus vínculos culturales con Europa y se abrió a la avalancha de
progreso que venía del norte. El afán de investigar, que estimula la libertad
artística, conducirá al descubrimiento de la pintura contemporánea, que el
cierre de las fronteras nacionales y el aislamiento en que vivía la sociedad nos
privaban de conocer. Las corrientes de arte contemporáneo, desde el cubismo
y el expresionismo hasta el surrealismo, atraen el interés principal de los
estudiantes de la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, transformada, desde
1936, en moderno centro de enseñanza.
La era del internacionalismo, que el progreso de los medios de comunicación
impulsa, se abre paso con la generación de 1945, que experimenta la sed de
viajar a Francia, donde a la sazón las corrientes de arte abstracto están en
auge. Los pintores que se reúnen en el Taller Libre de Arte, entre 1948 y 1952,
expresando anhelos de progreso, representarán en este momento para el arte
venezolano lo que el Círculo de Bellas Artes para la apacible Caracas de 1912.
Son estos pintores los abanderados del internacionalismo y se convierten en
los divulgadores y defensores del arte abstracto que comienza a practicarse en
Caracas.
A partir de 1950, la intensa acción de los movimientos de vanguardia, su
complejidad y extensión, ya no son fáciles de resumir en un recuento como
este. Se trata de un último período que llega hasta hoy y que se inscribe
ampliamente en un proceso creativo dominado por la abundancia de
información, por el flujo y reflujo de señales que llegan de todas partes, que
plantean respuestas de muy diversa índole y que van de la expresión más
auténtica al recurso del remedo y del mimetismo.

Los disidentes

Por lo pronto, puede decirse que la contemporaneidad arranca de la citada


fecha y éste es un hecho incontestable que tiene nombre y apellido en la
llamada generación de los disidentes, que integraron en París Pascual Navarro
(1923), Alejandro Otero (1922), Mateo Manaure (1926), Carlos González
Bogen (1920), Rubén Núñez (1928) y Perán Erminy (1929), entre otros. Estos
preparan el advenimiento del abstraccionismo, con lo cual va a identificarse la
burguesía progresista que impulsa, en Caracas, el desarrollo de la nueva
arquitectura. El símbolo de esta época será la Ciudad Universitaria, de Carlos
Raúl Villanueva (1900-1976), y el ideal la integración, la fusión de las artes
bajo el espíritu del constructivismo, que los artistas, atraídos por el prestigio
internacional de la abstracción geométrico, no tardan en abrazar, invocando a
Piet Mondrian, a los constructivistas rusos y a la Bauhaus. Si, por una parte,
Carlos Raúl Villanueva propugna la convivencia de los estilos bajo el techo de
la arquitectura nueva, que reúne a maestros figurativos y a jóvenes abstractos,
por otro lado prevalecen las posiciones dogmáticas, que rechazan todo
pluralismo de conceptos: los abstractos, aduciendo representar el arte nuevo,
asumen posiciones absolutas, se pronuncian en favor del diseño y la
tecnología, dan o creen dar muerte a la pintura de caballete. Y los partidarios
de esta última, por su parte, argumentando en favor del humanismo, reclaman
la importancia del mensaje, acuden a la exigencia del compromiso.

La reacción figurativa

A fines de la década del cincuenta se vigoriza un joven movimiento figurativo


de respuesta, que tendrá sus exponentes en Luis Guevara Moreno (1926),
Régulo Pérez (1928) y Jacobo Borges (1931); los tres acaban de regresar de
Europa y, olvidando la experiencia abstracta por la que quizá han pasado,
preconizan un arte critico bajo formas de un realismo nuevo. La experiencia
indicaba que era posible lograr un tratamiento original del tema humano
valiéndose de un planteamiento investigador del color y a partir de la
experiencia abstracta, siempre que pudiera superarse la antinomia realismo-
abstracción. En definitiva, se trataba de hacer legible un determinado tema
sacado de la realidad venezolana en una estructura plástica a la que se dejaba,
omitiendo la anécdota, toda la eficacia de la expresión. De este modo podría
obtenerse de la pintura una dualidad expresiva: ser ella misma forma y
mensaje, contenido y continente.
La abstracción geométrica parecía ser un fenómeno típico del optimismo de la
posguerra; pero, pasado éste, la vemos desaparecer absorbida por otras
emergencias. Integrar la pintura y la arquitectura bajo el propósito de hacer de
ellas un arte de masas era una utopía. Se salvarán, por el contrario, las
expresiones individuales: los Coloritmos de Alejandro Otero, los polípticos de
Omar Carreño, las geometrías de Mateo Manaure y los integrables de Carlos
González Bogen.
El informalismo, que se propaga desde comienzos de 1960, se hace cargo de
la vanguardia y, también, en su momento, se convierte en una fórmula
hegemónico a disposición de todos. Pero se instaura el caos tras alegarse que
el gesto es más importante que el resultado; se propone incluso el empleo de
cualquier clase de material que, presentado de modo bruto, toma el lugar de la
forma; el grito desplaza al contenido, el propósito a la construcción. Es
evidente que el informalismo mostraba una situación insostenible para sí
mismo. Pretendía destruir el postulado de la obra de arte como búsqueda
última del artista, pero a la vez no cesaba de proponer la realización de obras y
actos, de exposiciones y experimentos que no podían conducir a una
valoración de esas demostraciones. De este período se salvan apenas algunos
nombres: Maruja Rolando (1926-1971), Gabriel Morera (1933), Francisco
Hung (1938) y J.M. Cruxent (1912).

El cinetismo

El cinetismo se gesta como una derivación de las tendencias constructivas de


la década de 1950-1960. Jesús Soto (1923), el primero de esa tendencia,
desarrolla sus búsquedas iniciales en París. Parte del color plano y luego
combina dos sistemas lineales circulares pintados sobre dos superficies que
actúan recíprocamente, hasta producir, por separación de las dos, un efecto de
desplazamiento y vibración de las líneas. Soto utilizaba todavía el plexiglás
como superficie activadora cuando presentó en Caracas, en 1957, en el Museo
de Bellas Artes, su primera gran exposición, con la cual preparó el camino
para su obra siguiente, que lo llevaría a disponer de otros materiales, como el
hierro y el nylon. A las armonías en blanco y negro que actúan por oposición
en el fondo de sus planos, añade azules, rojos y amarillos intensos, mientras
dispone la animación de la estructura organizando sistemas de varillas
metálicas, horizontal o verticalmente, que actúan sobre planos cubiertos por
tramos de finas líneas interceptadas por las primeras. En toda esta obra el
principio es el movimiento: la agitación del espacio, la fragmentación de la
materia y su transformación en energía óptica en el interior de una formación
arquitectónica. Las ambientaciones son una extensión del mismo principio de
animación; la obra pasa a ser el ambiente porque ya contenía en sí,
arquitectónicamente hablando, las posibilidades de su desarrollo a escala.
Carlos Cruz-Diez (1923) es el otro gran representante venezolano del
cinetismo. A diferencia de Soto, para quien el espacio físico es una realidad en
movimiento, Cruz-Diez parte del análisis de las propiedades combinatorias del
color físico. Establece una nueva escala cromática y la somete a la reflexión y
refracción mediante un juego de láminas ensambladas por sus cantos y
dispuestas verticalmente hasta formar una superficie en relieve; allí el color ha
sido distribuido convenientemente para producir, por su expansión, campos
cromáticos que cambian incesantemente. El concepto de Cruz-Diez lleva
implícita una ambiciosa noción de diseño espacial, gracias a la cual su obra se
puede considerar un acontecimiento visual que se integra al paisaje o a la
arquitectura, tal como lo hubieran deseado los artistas del abstraccionismo
geométrico que, en los años 50, pedían la alianza de las artes.
Alejandro Otero ha seguido sus propias ideas para proponer una solución
arquitectónica con lo que él ha llamado esculturas cívicas, o sea estructuras de
grandes dimensiones y diseño geométrico que incorporan a los elementos
naturales el agua y el viento, como agentes del movimiento. Básicamente, la
idea de rotación anima todos estos proyectos, en los que Otero busca
desmaterializar el aspecto volumétrico y la cobertura de la construcción para
poner al desnudo las fuerzas de un movimiento que depende de los agentes
físicos. Su interés por relacionar de modo vivo la naturaleza y el paisaje con la
obra de arte que constantemente se hace a sí misma, para determinar que ella
se integra al juego de los elementos (agua o aire), constituye un enfoque
distinto al problema de la síntesis artística, puesto que se recalca en este caso
le preeminencia, la autarquía de la obra de arte. Esto revela en qué medida un
artista puede ser útil a la ciudad si sabe aplicar su visión de la forma a un
medio urbano, del cual sólo puede esperarse que sea tan humano como viva
debe ser la relación entre el hombre y la obra de arte.
Los estilos de abstracción libre

A fines de 1950 la pintura no figurativa o abstracta se dividía en dos grandes


estilos: el abstraccionismo geométrico y la abstracción libre u orgánica. Se
trata de estilos generales que agrupan las diversas tendencias del arte
abstracto, tanto en el plano internacional como, por reflejo de la situación
artística mundial, en Venezuela. El horizonte que se abre entre uno y otro polo
de atracción, al referirnos a la pintura abstracta, no ha variado sustancialmente
desde entonces. Las variables, en todos los casos, pueden reducirse a estas dos
opciones: voluntad de diseño y libertad de acción. La abstracción geométrica o
constructiva, que es uno de estos dos polos, define el programa más ambicioso
del arte de la década de los 50. Representaba a la vanguardia internacional que
intentaba formular un estilo, cuyos principios pudieran aplicarse
indistintamente a la producción tanto artística como funcional, bajo la idea de
que el arte también está comprometido a evolucionar con las leyes del
progreso, determinando ese progreso ininterrumpido por la asunción de una
tecnología nueva. La búsqueda de un estilo unitario, de valor funcional para
toda una época, es un antiguo programa estético que tiene su origen en el
constructivismo ruso y en el neoplasticismo holandés. Ambos movimientos
proponían un arte despojado de todo incidente expresivo, de naturaleza
orgánica, a partir de un proyecto de racionalización que debía conducir a la
creación de formas geométricas puras, susceptibles de desarrollo estructural, a
nivel de la arquitectura y de las artes decorativas. Nos hemos referido ya a este
estilo abstracto al hablar del grupo de los disidentes y de la proyección de su
obra en el marco de los planes de integración arquitectónica de los años 50.
La abstracción libre, llamada también abstracto-orgánica o abstracción lírica, a
causa de sus componentes expresionistas, ha constituido uno de los
movimientos, si así pudiera llamarse, de más continuidad y arraigo en la
evolución de nuestro arte contemporáneo. Fue el punto de partida que
conduciría inevitablemente a los diversos grados de racionalismo constructivo
de nuestro arte actual, y por ello se sitúa al final de los ensayos de
despojamiento de datos sensoriales en los que, bajo la influencia del cubismo,
se vieron comprometidos los artistas del Taller Libre de Arte.
Es difícil caracterizar los estilos de la abstracción libre; todos ellos se
inscriben en la tradición de la pintura de caballete, o sea, el tipo de pintura en
que se emplean materiales de la tradición o modos técnicos de ejecución que
no difieren sustancialmente de los de la pintura naturalista. Como ésta, la
pintura abstracto-lírica consiste en un mundo cerrado y autónomo en el que
poco cuenta la función arquitectónica de la obra en tanto que objeto de arte.
Son universos cerrados que se dirigen más a la sensibilidad que a la
inteligencia del receptor. La abstracción lírica presenta grados de pureza que
varían conforme a lo que la obra sugiere en contenidos naturalistas. Estos
contenidos pueden ser de carácter orgánico y aludir a formas embrionarias, del
reino vegetal o animal, pero también pueden transmitir alusiones a la figura
humana, a la naturaleza física, al paisaje y al espacio atmosférico. Es por ello
por lo que muchos estilos de abstracción, en los que hay una clara referencia a
formas humanas o naturalistas de cualquier especie, suelen recibir el nombre
de semifigurativos.
La abstracción libre difiere en sus expresiones por el modo en que se emplean
los materiales. A este respecto hay un primer tipo de obras de abstracción libre
llamadas texturalistas, en las que el color se da en capas o acumulaciones de
grueso espesor; en las obras así resultantes, la misma estructura que presentan
visualmente los materiales en la superficie del soporte queda incluida en la
suma de valores, visuales y táctiles, que conforman la composición pictórica.
En las obras texturalistas, la atmósfera o espacio interior sugerido tiene escasa
o nula prevalencia, dado que la carga significativa pasa a un primer plano.
Otro tipo de abstracción libre se caracteriza por el abandono de la pastosidad
en beneficio de las superficies lisas, que presuponen un mayor interés
otorgado al simbolismo de las formas o al espacio ilusorio considerado como
profundidad atmosférica.
Entre uno y otro grado de diferenciación formal se encuentran las obras en que
se funden o mezclan ambos términos, dando origen a estilos híbridos o
intermedios, siendo esta categoría la que se encuentra con mayor frecuencia en
el arte abstracto-lírico.
Sin pretender entrar en caracterizaciones estilísticas, nos permitimos ubicar de
modo general, en la abstracción libre, a un notable grupo de artistas
venezolanos, aunque debemos aclarar que ubicación no es clasificación
estanca, como podría suponerse. Pues si algo caracteriza al artista es el hecho
de que sus obras reflejan siempre un momento de tránsito en su búsqueda, en
relación a la cual la obra es siempre un estadio. Artistas consecuentes con el
principio de la abstracción libre serían: Humberto Jaimes Sánchez (1930),
Ángel Hurtado (1927), Maruja Rolando (1923-1971), Mercedes Pardo (1922).
Elsa Gramcko (1928) y Francisco Hung (1938), en todos los momentos
significativos de su obra; y Manuel Quintana Castillo (1928), Gerd Leufert
(1914), Mary Brandt (1917), Oswaldo Vigas (1926), Paul Klobe (1914).
Louise Richter (1930) y Marietta Bermann (1922), en algunas etapas
importantes de su producción.
El espacio de los dibujantes

El dibujo nunca fue considerado entre nosotros un género artístico, sino más
bien una disciplina auxiliar, de cuya práctica podía incluso prescindir el artista
en formación. Los paisajistas de Caracas, más atentos al color que a la
realidad, pintaban reproduciendo directamente la naturaleza, sin necesidad de
hacer bocetos o estudios previos. Rara vez cultivaron el dibujo, y cuando lo
hicieron lo privaban de valor autónomo, para servirse de él como un estudio,
una ejercitación o, en el mejor de los casos, como un proceso que conducía a
la pintura. La excepción entre los paisajistas del Círculo de Bellas Artes fue
Armando Reverón, quien empleó en su trabajo un método esencialmente
dibujístico, combinando los materiales de la tradición, como el carboncillo y
la tempera, con otros de su propia invención, con los que obtenía efectos
gestuales y táctiles de una sólida estructura dibujística. Reverón no se
preocupó mucho de diferenciar en su obra lo que pertenecía a la pintura y lo
que era del dominio del dibujo. Le interesaba sólo el resultado.
Desde el siglo pasado, el coleccionismo vio en el dibujo un género menor, que
desmerecía al lado de la pintura al óleo. No es casual, por tanto, que la obra
sobre papel del siglo XIX y que ha sobrevivido hasta hoy sea tan escasa. De la
producción del período romántico puede decirse que la más importante en
cuantía y calidad fue la de Arturo Michelena, para muchos el mayor dibujante
que dio nuestro país.
Aunque reivindicado hasta cierto punto por figurativos y realistas de la etapa
de la reforma de la Academia de Bellas Artes, entre 1936 y 1945, el dibujo
vino a menos durante el período de la abstracción geométrico. Menosprecio
que, asignando al dibujo un lugar en la tradición que se deseaba abolir, se
originó en una actitud de repulsa de toda manifestación expresiva, fuese
abstracta o figurativa. Es obvio que podían darse condiciones para el dibujo
como diseño o pauta en el marco racionalista del programa de integración
artística, a cargo de los pintores geométricos, pero no quedaron muchas
muestras de esta disposición, ya que, por lo general, nuestros plásticos
integracionistas fueron más que todo coloristas y casi ninguno dibujaba
previamente sus proyectos.
La contrapartida estuvo en la violencia con que, hacia 1957, un grupo de
jóvenes, entre los que se encontraban Guevara Moreno, Régulo, Borges y
Espinoza, ensayaban, por oposición al geometrismo, una figuración de nuevo
cuño, en la que se recogía primordialmente la experiencia del abstraccionismo,
tras renunciar estos artistas a la forma pura. Este nuevo movimiento generó un
polo de atracción cuya continuidad, si no su tradición, ha llegado hasta
nuestros días. El debilitamiento de la abstracción geométrico y la ulterior
influencia que sobre el arte tuvo el desarrollo de la lucha armada entre 1960 y
1965 contribuyeron a fortalecer el espíritu expresionista, ahora portador de
actitudes más comprometidas, que incidirían, lógicamente, en la práctica del
dibujo figurativo.
Al principio de la década de los 70 se inició en Caracas un proceso de revisión
de las tendencias que hasta entonces habían prevalecido, notoriamente del
informalismo y de la figuración expresionista. Este cuestionamiento —que
involucraba también al pujante cinetismo— fue reflejo de la falta de salidas
con que tropezaban los jóvenes que se negaban a aceptar pasivamente el juego
de las vanguardias. Nació, con estos jóvenes, una actitud más crítica y severa
frente al problema del oficio. Porque se encontraba la quiebra de valores en la
facilidad y en la improvisación con que los figurativos por un lado y los
abstractos y gestuales por otro echaban mano a fórmulas harto gastadas. El
informalismo había desvirtuado la técnica y reducía la ejecución del cuadro a
los impulsos matrices por los cuales la materia se convertía en una
prolongación de la mano. En las tendencias de los años 60 hubo escasa
disposición a entender el papel del dibujo en todo proceso de estructuración
formal de la obra. La reacción contra el informalismo no dejó de manifestarse
con la misma intensidad con que se rechazaba la excesiva importancia que la
figuración expresionista había dado al compromiso político. Se adujeron
nuevos temas y formas de comportamiento. El interés en la figura, para evitar
repetir las fórmulas de la generación anterior, condujo a replantear el
problema de la representación desde un ángulo que ponía en evidencia la
importancia de la técnica y la relación entre espacio y figura. Disciplinas hasta
ahora poco empleadas, como el grabado mismo, fueron reconsideradas en
muchos casos con intención interdisciplinaria. Antes que continuar, era
preferible comenzar a partir de cero. Y Ésa fue la propuesta que se hicieron
muchos, decididos a renovar el lenguaje de la pintura desde una primera
consideración: el dibujo.
Sin embargo, el desarrollo de esta disciplina hasta su grado actual de
autonomía data de fines de la década de los años 70, cuando aparece una
nueva generación. Los salones Fundarte, entre 1978 y 1980, fueron los
mejores expedientes de un auge dibujístico que trasladó el problema de la
realización a la destreza y al oficio. Un grupo numeroso de plásticos eligió
este camino, y algunos de ellos son de obligada mención en un estudio de
actualidad: Nadía Benatar (1951), Corina Briceño (1943), Pancho Quilici
(1954), Margot Romer (1938), Roberto González (1942). Felipe Herrera
(1947), Ana María Mazzei (1944), Carmelo Niño (1951), Iván Estrada (1950),
Nelson Moctezuma (1944), Jorge Seguí (1945), Diana Roche (1956), Alexis
Gorodine (1946), Mietec Detyniechi (1938), Gabriela Morawetz (1952),
Marisabela Erminy (1949), Cristóbal Godoy (1944), Rubén Calvo (1958),
Edmundo Vargas (1944), Maricarmen Pérez (1948) y otros.
Casi todos los artistas mencionados se iniciaron como dibujantes o grabadores
y emplearon técnicas expresivas propias de la tradición de la obra sobre papel.
En efecto, en gran porcentaje acudieron al papel y trabajaron con lápices de
colores y distintos tipos de grafitos.
Se comprende que el problema no se planteó exclusivamente como economía
de estos artistas para abaratar la obra y hacerla accesible a un público que
comenzaba a perder la fe en la pintura. Fue también un problema de acceso a
los orígenes del lenguaje, un volver a poner en marcha la maquinaria creadora
desde un lugar donde se había atollado, o donde se había perdido la antigua
relación que existía entre arte y público. Cuando se rompe con la tradición
anterior, todo nuevo punto de partida comienza de cero.

Ingenuismo y arte popular

La identificación de Feliciano Carvallo (1920), el más antiguo de nuestros


modernos naífs, data de 1948. Esta fecha es, por demás, significativa: es el
mismo año en que se funda el Taller Libre de Arte, en Caracas, asociación que
agrupaba a los vanguardistas de la época. Se comprende que el ingenuismo
aparezca, también entre nosotros, ligado al destino del arte contemporáneo.
Carvallo fue, para nuestras nacientes vanguardias, que repetían con unos
cuantos años de retraso los pasos seguidos a principios de siglo por los
movimientos europeos, lo que el Caduanero E. Rousseau para los pintores
cubistas. Así se justificaba hasta qué punto la sensibilidad puede hacerse
independiente de las tendencias cultas y de todo aprendizaje académico. Al
volcarse sobre los temas de la experiencia personal y de la memoria infantil, la
sensibilidad es capaz, sin haber tenido ningún contacto con escuelas, de
desencadenar mundos de invención de profundo contenido poético. Las obras
así producidas se apartan por completo de las corrientes cultas y no llegan a
formar tendencias ni estilos. Ya Kandinsky se había atrevido a calificar al
citado Rousseau de artista abstracto, aludiendo con ello a su capacidad de dar
forma visual a fantasías, que la sensibilidad capta inmediatamente con la
misma intensidad con que recibe el mensaje de la obra abstracta.
Lo que tuvo su origen en una actitud mimética por parte de nuestros artistas —
remedo frente a la Escuela de París, en este caso— generaría, a partir de 1948,
en Venezuela, un movimiento de vasta repercusión en nuestro horizonte
plástico. Carvallo había traído a la pintura un agudo sentido del color
combinado con el gusto por la geometría, que no eran en nada ajenos a las
proposiciones de los nuevos artistas que, en el Taller Libre, acogieron a este
pintor ingenuo con muestras de gran entusiasmo.
Poco después, hacia 1952, el Taller reveló la obra de Víctor Millán (1919),
ingenuo vinculado a Carvallo que aportaba una visión festiva de la vida
portuaria del litoral central. Casi paralelamente, en 1956, fueron identificados
Salvador Valero (1908-1976) y Bárbaro Rivas (1893-1967), el primero en
Valera, estado Trujillo, y el segundo en Petare. A diferencia de los dos
primeros, Rivas y Valero revelaban poseer una cultura acónica referida a la
tradición imaginaria. Mientras Carvallo y Millán remitían en sus imágenes a la
inmediatez de una experiencia sensorial directa, sin historia, aquéllos, en
cambio, favorecían una solución de continuidad con la cultura ancestral de
raíz popular, en la que sus obras encontraban lugar propio. En el caso de
Valero eso era más patente aun, pues este artista revelaba en su estilo haber
aprendido el oficio de antiguos imaginemos que todavía se mantenían activos
en el estado Trujillo en la época en que Valero era un adolescente. Rivas, por
su parte, copiaba imágenes del culto en las iglesias de Petare o sencillamente
las pintaba memo rizándolas. Su arte se llenó de misticismo por efecto tardío
de la educación familiar, recibida de una madre adoptiva de gran fervor
religioso. Valero fue, por el contrario, una especie de cronista, librepensador
que se dedicó a observar, con espíritu crítico, las creencias y costumbres de
sus paisanos. Interpretó una temática de gran variedad, que iba del universo
religioso a los mitos indígenas, pasando por los más variados temas de
actualidad nacional y política.
Se comprende, por lo expuesto, que la expresión arte naíf carece de sentido
cuando se aplica a estilos populares asociados al mundo de valores de una
comunidad, valores sociales o religiosos a menudo transmitidos de maestro a
alumno o de generación en generación. Originalmente, por arte naíf se
entendía un tipo de manifestación sensible surgida por generación espontánea,
sobre los datos inmediatos de la sensibilidad, tal como podía apreciarse en los
citados Carvallo y Millán. Valero representaba una concepción diferente. No
era, utilizando la terminología de Oswaldo Vigas, tan ingenuo o naíf como
artista popular o primitivo moderno. Desde entonces, a partir de estos casos, el
concepto de estas manifestaciones ha tomado, para la crítica, dos vertientes
generales, que a menudo se prestan a confusión al emplear la terminología
usual. En primer lugar, la de un arte puro, que nace de condiciones presentes,
a partir de datos inmediatos y sin referencia a las tradiciones de la comunidad
donde vive el creador; y en segundo lugar, la de un arte que aparece
impregnado de elementos propios de la tradición transmitida por la
colectividad y de la que el creador pasa a ser su intérprete.
Es cierto que no puede hablarse de tendencias en un sentido puro en el arte
naíf, sin embargo, para un mejor estudio de este fenómeno en nuestro país,
conviene tener presente las zonas de desarrollo que han polarizado en los
últimos años su actividad. Estas zonas están asociadas a los primeros artistas
identificados, cuales han continuado ejerciendo su influencia en sus lugares de
origen.
La zona del litoral central es la más antigua y se formó en torno a las
afortunadas producciones de Carvallo y de Millán, quienes no han dejado de
hacer sentir su influencia sobre los estilos alegres y campechanos de la región:
los temas festivos y un cromatismo exaltado y sensual caracterizan el trabajo
de los ingenuistas del litoral, cuya ubicación en la periferia de la zona
metropolitana redunda en la propagación de sus estilos hacia los barrios
marginales de Caracas. Aunque se han identificado numerosos naífs en esta
zona, a lo que han contribuido los salones organizados para servirles de
estímulo, los nombres más reconocidos son los de Esteban Mendoza (1945),
de sensibilidad religiosa; Carmen Millán, fallecida trágicamente en 1974,
Carlos Galindo (1933), Ercilia Ilarreta y Mario Enrique Hernández (1959).
La zona de Petare ha recibido un constante estímulo desde los tiempos de
Bárbaro Rivas, en torno a cuya identificación por Francisco Da Antonio, se
organizaron en el Bar Sorpresa, en Petare mismo, los primeros salones que se
consagraron al ingenuismo venezolano. De Petare proceden asimismo Víctor
Guitián, Cruz Amado Fagúndez (1910), Dionisio Veraméndez (1936),
Apolinar (1929) y Elsa Morales (1945).
La zona de los Andes agrupa a artesanos y autores con un particular sentido
del paisaje y de los mitos, diferente a la visión cromática del litoral central o a
la religiosidad petareña. La zona comprende los estados Trujillo y Mérida,
desde Escuque hasta Bailadores, con prolongaciones hacia las tierras bajas del
estado Táchira. Al desarrollo popular en la zona andina ha contribuido el
estímulo de la Universidad de los Andes, en cuyo departamento de extensión
cultural laboraron los pintores César Rengifo, Oswaldo Vigas y Carlos
Contramaestre, quienes promovieron, ya desde 1958, la actividad de los
creadores marginales de la región. El resultado se vio mucho más tarde, en
1978, con la creación del Museo Popular (Salvador Valero), ubicado en la
ciudad de Trujillo, y el primero que se consagró enteramente al ingenuismo
venezolano. Esta zona de los Andes es una de las más extensas y ricas en
peculiaridades temáticas. Entre sus representantes de mayor mérito destacan
Antonio José Fernández (el “Hombre del Anillo”, 1923) y María Isabel Rivas,
fallecida en 1972; de más reciente aparición son Homero Navas, Policarpo
Barón, Juan Alí Méndez (fallecido en 1980). Miguel Cabrera, Rafael
Márquez, Arciniegas, Josefa Zulbarán, Gallardo y Antonia Azuaje, esta última
revelada en Caracas, ciudad donde trabaja.
Si no tan variada en matices expresivos como la anterior, la zona de
Maracaibo y Cabimas se ha mostrado activa desde el descubrimiento de
Natividad Figueroa, en 1968. Su mayor impulso lo ha cobrado, sin embargo,
en la zona oriental del lago, y particularmente en Cabimas, ciudad donde fue
creado recientemente un museo de arte popular que lleva el nombre de Rafael
Vargas (1923-1976), pintor y tallista que hizo sentir su influencia en la región.
Maestro y pintor de rasgos ingenuistas, reivindicado por las últimas
generaciones, es Ramiro Borjas, cuya obra presenta un entronque directo con
los estilos populares del siglo XIX. Como éste, y de igual significación, Pedro
María Oporto perpetúa la tradición del retrato popular, siendo autor de obras
que combinan la espontaneidad propia del naíf con el simbolismo de la pintura
de herencia colonial.
Hay otras individualidades en el campo del ingenuismo que, ya sea por su
carácter excéntrico o porque han trabajado en forma aislada, no pueden
asociarse a las zonas citadas. Quizá faltaría referirse a Caracas, con su
explosiva marginalidad, como a uno de los núcleos más productivos de un arte
espontáneo, sin arraigo en lo histórico. En Caracas ha prosperado, por otra
parte, la obra de ingenuos allegados de la provincia, como es el caso de A.A.
Álvarez y su familia; Leonardo Tezara, de San Francisco de Macaira, y tal vez
el de uno de los más significativos valores populares: el tachirense Jesús
María Oliveros (1897-1972), que trabajaba como bedel del Ministerio de
Agricultura y Cría cuando se descubrió a sí mismo dibujando, con lápices de
colores, singulares y fascinantes arquitecturas. Añadamos asimismo a estos
nombres el de otro maestro recientemente reivindicado, Gerardo Aguilera
Silva (1915-1977), quizás el más notable de los artistas populares venezolanos
con rasgos expresionistas; y también, para concluir este recuento, los de
Claudio Castillo, de Santa Cruz de Aragua, y de Cleto Rojas y de Aguilera
Silva, iconógrafo de Bolívar y establecido en Cumaná.
Cristóbal Rojas

Nace en Cúa (Estado. Miranda) el 15.12.1857


Muere en Caracas el 08.11.1890

Es, junto a Arturo Michelena, uno de los más importantes pintores del siglo
XIX venezolano. Fueron sus padres el médico Cristóbal Rojas y Alejandra
Poleo. Los primeros estudios los realizó bajo la tutela de su abuelo José Luis
Rojas, quien estimuló su vocación para el dibujo. Al fallecer su padre y debido
a su condición de hijo primogénito, se vio en la necesidad de entrar a trabajar
en una fábrica de tabaco para ayudar económicamente a su familia (1870).
Como consecuencia del terremoto que en 1876 asoló la región, Cristóbal y su
familia se dirigieron a Caracas en donde no obstante prosiguió sus estudios de
pintura. Durante este tiempo asiste a las clases de José Manuel Maucó en la
Universidad Central de Venezuela. En 1881, realiza sus primeros óleos Ruinas
de Cúa y Ruinas del templo de la Merced, los cuales representan el desastre
sufrido por Cúa en 1876. Ese mismo año, conoce a Antonio Herrera Toro,
quien le ofrece un trabajo como ayudante en la decoración de la catedral de
Caracas.
En 1883, la presentación en el Salón del Centenario de su lienzo La muerte de
Girardot en Bárbula, le hace merecedor junto a Arturo Michelena de la
medalla de plata. Además de este galardón, el gobierno le confirió una pensión
de 50 pesos al mes, para estudiar en Europa. A mediados de 1884, entabla
amistad en París con Emilio Boggio, por cuyos consejos se inscribe en la
Academia Julián. Un año después se le une en la capital francesa, Arturo
Michelena. Inspirado en las obras que descubre en sus continuas visitas al
museo de Louvre, Rojas ambiciona alcanzar la maestría de los clásicos. No
obstante, los grandes lienzos elaborados para el Salón Oficial de París, pese a
que consumen todo su tiempo, se suceden sin que se de por satisfecho y sin el
éxito que esperaba. Entre los mismos se encuentran: La miseria y el violinista
enfermo (1886); La taberna (1877); El plazo vencido (1887); La primera y
última comunión (1888); El bautizo (1889). A partir de la última obra, se
observa un cambio de estilo en su pintura, el cual se caracterizó por una
percepción más aguda de la atmósfera cromática, lo que lo diferenció de los
sombríos acentos del claroscuro de los holandeses. Un ejemplo de esta
tendencia se puede apreciar en Dante y Beatriz a orillas del Leteo (1889), obra
de corte simbolista donde se aprecia la influencia de los nabis, que Boggio le
había hecho comprender.
En 1889, Rojas abandona la pintura de efectos dramáticos que era costumbre
enviar al Salón Oficial y aborda el paisaje y la figura, con un colorido próximo
al de los impresionistas. En 1890, minado por la tuberculosis regresa a
Venezuela una vez que su pensión había sido suspendida en 1887 por orden de
Antonio Guzmán Blanco. Entre las obras que trajo consigo, figuraban El
Purgatorio (1890), la cual había sido encargada por el Cabildo Eclesiástico y
un retrato del presidente Juan Pablo Rojas Paúl. Al poco tiempo de su regreso
al país, fallece. La actual Escuela de Artes Plásticas de Caracas lleva su
nombre. Sus restos reposan en el Panteón Nacional desde el 27 de diciembre
de 1958.

Manuel Cabré
Nació en Barcelona, España, el 25 de enero de 1890. Hijo del escultor Ángel
Cabré y Magriñá, vino con éste a Caracas cuando contaba pocos años. Ingresa
a la Academia de Bellas Artes de Caracas en 1904, donde es alumno de
Herrera Toro y Mauri. En 1909 contribuyó al movimiento insurreccional
conocido tres años más tarde como el Círculo de Bellas Artes, agrupación que
sirvió de puente al desarrollo de los principios del impresionismo en
Venezuela. Su carrera ha sido una de las más fecundas del arte nacional, y se
inicia en 1907 cuando obtiene uno de los premios de la exposición de fin de
curso en la Academia. Vivió en París entre 1920 y 1931. Obtiene el Premio
Nacional de Pintura en 1948, Cabré puede ser considerado como el más
notable de los pintores de la Escuela de Caracas, a la que su concepción
arquitectónica de formas y volúmenes en perspectiva ayuda a definir. Su obra
se caracteriza por la monumentalidad del espacio y por una precisión en la
representación a distancia que pareciera anunciar, desde la década del 40, al
hiperrealismo.
Nació en Barcelona, España, el 25 de enero de 1890 y falleció en Caracas el
28 de febrero de 1984. Vino a Venezuela con su padre el escultor y artista
decorador catalán Ángel Cabré Magriñá (1863-1940), quien había sido
invitado por el presidente Joaquín Crespo para realizar trabajos en las obras
públicas de la llamada Caracas crespista. Fiel a la tradición ancestral, Manuel
Cabré se inclina por la pintura y cursa sus primeros estudios en la Academia
de Bellas Artes de Caracas, desde 1904. Fue miembro fundador del Círculo de
Bellas Artes. Viaja a París en 1920 y permanece una década en Francia. Fue
director del Museo de Bellas Artes de Caracas (1942-1946). Obtiene el Premio
Nacional de Pintura en el XII Salón Anual de Arte Venezolano, en 1951.
Entre las exhibiciones más relevantes del artista deben ser citadas la
Exposición Retrospectiva (1910-1965), en la Sala de Exposiciones de la
Fundación Mendoza, 1965; la Exposición Retrospectiva (1915-1971), MBA,
1971; la exposición homenaje “Cabré el otro”, en la GAN, 1980 r y la
retrospectiva “Obras Maestras de Manuel Cabré (1914-1975)”, en el MACC,
198O.Entre las recompensas que obtuvo, recibió la Orden Andrés Bello, en su
primera clase, en 1971; y la Orden Francisco de Miranda, en su primera clase,
en 1978, con motivo del 40 Aniversario del Museo de Bellas Artes de
Caracas, junto a los demás ex-directores de esta institución.

Héctor Poleo
Nació en Caracas el 20 de agosto de 1918 y falleció en esta misma ciudad el
25 de junio de 1989. A los once años fue inscrito en la Academia de Bellas
Artes de Caracas, donde recibió clases de Marcos Castillo y Antonio Esteban
Frías. Al egresar de ésta, en 1937, realizó su primera exposición individual, en
el Ateneo de Caracas, y obtuvo su primera recompensa: Medalla de Plata, en
la Exposición Internacional de París. Al año siguiente partió a México y se
inscribió en la Academia de San Carlos, desde donde siguió de cerca el trabajo
de Diego Rivera, su principal influencia de esta época. Al comenzar los
cuarenta inició una gira por los países andinos y en 1944 se encuentra
instalado en Caracas. Al poco tiempo viajará a Nueva York, donde
permanecerá hasta 1948, a lo largo del período surrealista de su obra. En 1948
se trasladó por primera vez a Europa y se residenció en París, donde trabaja
continuamente hasta el año de su regreso a Caracas, en 1959. Empieza ahora
una etapa marcada por la influencia del estilo de la abstracción geométrica en
obras inspiradas en temas folclóricos o indígenas. En 1953 participó en la
Bienal de Sao Paulo y al año siguiente en la Bienal de Venecia, en
representación de Venezuela. A raíz de presentar su obra en la Feria
Internacional de Bruselas, se residenció definitivamente en París, en 1960.
Principales exposiciones individuales: MBA, 1941, 1946, 1950; en esta misma
institución se presentó una retrospectiva de su obra en 1974: Unión
Panamericana, 1945 y Biblioteca del Congreso, 1948, Washington, D.C.;
Galería de Arte Contemporáneo, 1957; Museo de Arte Moderno, Ciudad de
México, 1974; Embajada de Venezuela en París, 1978; Galería Acquavella,
1950. 1979, 1980, 1982; una segunda retrospectiva de su obra se efectuó en el
MACC, en 1986. Principales recompensas: segundo y primer premios del
Salón Arturo Michelena, Valencia, estado Carabobo, 1944 y 1950,
respectivamente; obtuvo el Premio Oficial de Pintura en el Salón Anual de
Arte Venezolano, 1947: Beca Guggenheim, Nueva York, 1947/1948: segundo
premio del II Salón Planchart; Premio Hispanoamericano de Arte, La Habana,
1955; mención, I Festival Internacional de Pintura, Cagnes-sur-Mer, Francia.

Héctor Poleo nació en Caracas, en 1918. En 1930, ingresó en la Academia de


Bellas Artes y permaneció en ella por siete años. Es en 1937 cuando realizó su
primera exposición individual en el Ateneo de Caracas y recibió una Medalla
de Plata en la Exposición Internacional de París. En 1938 obtuvo una beca,
con la que viajó a México atraído por la obra de los muralistas mexicanos, allí
asimiló sus técnicas y recibió gran influencia de los grandes maestros como
Rivera y Orozco.
En 1944 fue galardonado con el Primer Premio del Salón Arturo Michelena y
se marchó a Nueva York, en donde permaneció por cinco años. En 1947
recibió el Premio Oficial de Pintura y obtuvo una beca de la John Simon
Guggenheim Foundation. En 1948 visitó Europa y se residenció en París hasta
1952, cuando regresó a Venezuela para dedicarse a la pintura.
En 1953, 1955 y 1963 participó en la Bienal de Sao Paolo, pero es en 1953
cuando obtuvo una Placa de Plata y en 1955 una Mención Honorífica. En
1954, 1956 y 1960, ya residenciado en París, intervino en la Bienal de Venecia
y fue galardonado en su segunda oportunidad con el Premio de Adquisición.
En 1986, consiguió el Premio Nacional de Artes Plásticas.
Entre las diversas fases en las cuales se ubicó la obra de este artista se pueden
señalar: Etapa de contenido Mexicano, con figuras y paisajes. Etapa de
Composiciones inspiradas en los Andes venezolanos. Etapa metafísica, en la
que representó temas de la guerra. Etapa de los nuevos rostros. La Etapa de la
protesta, en la que utilizó símbolos como muros destruidos y puertas desechas
para demostrar el horror de la guerra. Etapa surrealista, en la cual su obra se
acercó mucho a la de Salvador Dalí. Posteriormente, aparecieron rostros de
mujeres de estilo romano y renacentista, que dieron paso a un período
geométrico en el que se presentó la alternancia de la figura humana y el
paisaje. Finalmente, en 1960 cambió su técnica para dar paso al acrílico y la
caseína, allí aparecieron nuevas formas de rostros, de un gran realismo y
belleza, creaciones a las que el mismo Poleo denominó “figuración poética”.
Caracas, Distrito Federal, 20.7.1918
Caracas, Distrito Federal, 26.5.1989

Pintor. Hijo de José María Poleo y Luisa Antonia Guadarrama, prima de


Cristóbal Rojas. En 1924 sufre un accidente que lo hace perder la visión del
ojo izquierdo. A partir de este año inicia estudios de violín que se prolongaron
durante siete años. En 1930 ingresó a la antigua Academia de Bellas Artes, de
la cual egresó en 1937. Fueron sus maestros Marcos Castillo, Antonio
Edmundo Monsanto y Antonio Esteban Frías. En 1937 expone por primera
vez en el Ateneo de Caracas. En 1938 viajó a México, se relaciona con el
grupo Gráfica Popular, entre los cuales estaban Chávez Morado y Zalea.
Asistió a la Academia San Carlos. En 1940 viajó por primera vez a Estados
Unidos y participó en la Exposición Latinoamericana del Riverside Museum
de New York. En 1941 regresó a Venezuela y expone individualmente en el
Museo de Bellas Artes (MBA). Visita con particular interés los estados
andinos. En 1942 pasó un mes con el pintor Pedro León Castro en San Rafael
de Mucuchíes. De este mismo año data Los Comisarios (colección GAN), de
la cual hizo luego dos versiones más. En esta obra aparecen tres personajes,
sobre una montaña, la composición es planimétrica y las tres figuras humanas
aparecen situadas verticalmente al cuadro, constituidas en un primer plano con
líneas firmes y uniformes (la línea es el elemento definitorio de la obra). Los
personajes son escultóricos como los de Rivera. En cuanto a la aplicación de
los colores son de poca intensidad. En 1944 con el óleo Fecundidad logró el
Primer Premio en el II Salón Arturo Michelena. Entre 1944 y 1949 vivió en
New York. Afectado por la guerra europea, las obras de estos años expresan
pesimismo, desolación y una acentuada factura y simbología surrealista.
Durante estos años Poleo comienza a modificar la técnica aprendida de los
fresquistas aztecas, según la cual el color carecía de densidad matérica y el
blanco no era otro que el mismo del soporte. “De esta suerte, el fileteo del
contorno, otro resabio muralístico se convertía en el factor dominante de un
cromatismo asordinado [...] poco después de concluir Panorama, aquel paisaje
en cuyo último plano las llamas del Gran Incendio consumen los restos del
Partenón, el color se materializa y compacta, haciéndose más cálido y jugoso
[...] Tratábase, en verdad, de un surrealismo más racional que onírico, más
ascético que sensual, más cerca de lo primitivo que de lo barroco [...] es la
época de su Autorretrato, del Regreso de la Noche, de Victoria y del Héroe
[...] con el cual prefiguraba la muerte de un período de su obra que no tardaría
en manifestarse a partir de 1949 que coincide, paradójicamente, con la última
instancia de lo surreal que traducen los homúnculos viscerales pintados en
New York” (Francisco Da Antonio, 1973). En 1945 expone en la Galleries of
Arnold Seligman, Rey & Co., New York, la revista Art News calificó esta
muestra como la mejor del año. En 1946 regresa a Venezuela y en el Museo
de Bellas Artes exhibe las 25 obras (1944-1946) expuestas anteriormente en la
Galleries of Arnold Seligman, Rey & Co. “Poleo combina la expresión y el
oficio con una maestría muy rara en nuestros días. Sus retratos y grupos sin
ser imitaciones propiamente dichas, recuerdan la gracia y la sólida fineza de
Boticelli” (Bulletin of the Panamerican Union, noviembre (1945). En 1947
recibió el Premio-Beca Guggenheim en New York. En 1948 junto a Portinari.
Rivera y Malla. entre otros, participó en la colectiva Dibujos
Latinoamericanos, organizada por el Consejo para la Cooperación
Interamericana del Departamento de Estados Unidos. Este mismo año expuso
en la Biblioteca del Congreso en Washington D.C. en ocasión de la visita del
presidente venezolano Rómulo Gallegos. Viajó por primera vez a Europa para
estudiar en la Escuela de París. En esta ciudad participó como miembro del
Comité Organizador de la Primera Exposición Latinoamericana, que se
inauguró en la Maison de l’Amérique Latine. Fue uno de los fundadores de la
Asociación Latinoamericana, que agrupaba a escritores y artistas de
vanguardia. Todavía en 1948, regresa a Caracas y a los pocos meses viaja otra
vez a París donde se establece hasta 1952. La temática de la guerra, abordada
durante su estadía en New York se dirigirá desde esta época hacia un
tratamiento de la figura inscrita dentro de una composición armónica y
vinculándola con los motivos a su etapa andina y con un tratamiento más
estilizado. “Poleo es un dibujante extraordinario, cuya técnica tocaba la
perfección. Por encima de todo, insiste en el tema de la destrucción física de la
humanidad. No obstante, tiene algo más profundo que lo lleva en el corazón.
Es la búsqueda de una satisfacción estética y una belleza real. El poder de su
espíritu contribuye a realzar la magia de sus pinturas” (Jane Walson Crane,
1949). En 1949 se casó con la ceramista venezolana Adela Rico Lander a
quien había conocido en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y se
encuentra nuevamente en París cuando ella asistía al Taller de Paul Savigny.
Adela le servirá de modelo para muchas de sus obras. Este mismo año, obtuvo
el Segundo Premio en el II Salón Anual de Pintura Planchart con la obra
Acecho (París. 1949). En 1950 viajó a Caracas y expuso en el Museo de
Bellas Artes. “El pintor ha logrado superar su pesimismo [...] ha vuelto los
ojos a los primitivos italianos, a la escuela de Siena influida por la iconografía
bizantina, a los mosaiquistas de Pompeya y Herculano, a las pinturas de las
catacumbas [...] Así han ido surgiendo, una a una, sus admirables temperas.
Son meros apuntes de diseño y colorido en los que se van resolviendo de
nuevo, por su propio esfuerzo, los más elementales problemas plásticos. Ya no
le preocupan los volúmenes, que lo obsesionaron en sus cuadros de guerra.
Para él, ahora, la tela es bidimensional” (Rafael Lozano, 1950). En 1951 junto
a Baltasar Lobo y Antonio Parido participó en la Exposición
Hispanoamericana en la Galería Henry Tronche de París. Este mismo año la
Editorial Orféa (París) publica un ensayo sobre la pintura de Héctor Poleo,
escrito por Waldemar George. En 1952 regresó a Venezuela. Formó parte del
equipo de artistas que colaboró con Carlos Raúl Villanueva en la Síntesis de
las Artes Mayores en la Ciudad Universitaria de Caracas, con un mural al
fresco para el Despacho del Rector donde trata el tema de la actividad
universitaria. En 1953 integró la II Bienal de Sao Paulo. En sus obras se
manifiesta una exactitud en el uso de la línea y la sobriedad del color lo
acercan a una pintura plana de contención geométrica. Investiga en temas
folklóricos. En 1954 fue parte de la representación venezolana en la XXVII
Bienal Internacional de Venecia y participó en el Salón de Mayo en París.
Concluye el mural de la Ciudad Universitaria (sin título). En 1955 obtuvo el
Premio Cervecería Caracas en la Exposición Internacional de Valencia con la
obra Recuerdos. En 1956 logró el Premio de Adquisición Galería
Internacional de Arte Moderno con Los Novios. En 1958 participa en el XIX
Salón Oficial Anual de Arte Venezolano (MBA) y obtiene el Premio Antonio
Herrera Toro por su obra Figuras (El desayuno). Desde este año se establece
en París. En 1960 integra nuevamente la representación venezolana en la
trigésima edición de la Bienal de Venecia. Comienza el período que el artista
denominó Figuración Poética. Sus obras recrearan accidentes imaginarios:
vegetales oceánicos, incendios apagados, devastaciones subacuáticas y
antiguas diosas, entre otros. Para esta época siguen presente los rostros
femeninos envueltos en velos. Sus pinturas adquieren una cualidad simbólica
de abstracción figurada o como él mismo la denominó figuración poética.
Introduce en su lenguaje pictórico personajes esbozados en una composición
agitada. Entre 1963 y 1964 algunos de sus trabajos fueron incluidos en la
Exposición Itinerante Venezuela, del paisaje a la expresión plástica. 10 artistas
contemporáneos, organizada por la Fundación Fina Gómez en la Casa de la
Cultura Le Havre, en el Museo Rath, Ginebra y en el Museo de Arte
Contemporáneo de Madrid. En 1964 expone en la II Bienal Americana de
Arte, Córdoba (Argentina); en el Festival de Arte Moderno de América Latina
presentado en Signáis Gallery y en el Center for Advanced Creative Study,
ambos en Londres. Asimismo participó en Venezolanisches Malerei von
Heute, Bielefeld, Alemania. En 1965 su obra es incluida en la itinerante
Artistas Latinoamericanos en París. Museo de Arte Moderno, Hotel de Ville.
París y en Pintura Venezolana, Fundación Neumann, Museo de Arte Peabody,
Nashville. En 1967 envía obras al II Salón de Pintura, organizado por el
Instituto Nacional de Hipódromos, La Rinconada, Caracas. En 1968 expone
seis de sus pinturas recientes junto a Vázquez, Brito, Armando Barrios y
Virgilio Trómpiz, en la Galería de Arte Moderno, Caracas. Desde 1970
expone en los Salones de Grandes y Jóvenes de Hoy en el Pavillon Baltard en
París. En 1973 sus tapices diseñados para los talleres d’Aubusson son
considerados por la critica una renovación en las artes textileras utilizando 120
colores diferentes. En 1974 con Miguel Arroyo organizó en el MBA una
retrospectiva con 405 obras realizadas entre 1940 y 1974. Esta misma
exposición se remontó en el Museo de Arte Moderno de Ciudad de México y
en el Centro para las Relaciones Interamericanas, en New York. En 1975 el
pintor y cineasta Ángel Hurtado realizó el documental Poleo y la Figuración
Poética. En 1977 formó parte del grupo de artistas seleccionados para ilustrar
la presencia del Ávila en la plástica venezolana, a través de Guaraira Repano,
la Gran Montaña en la Galería de Arte Nacional. En 1978 junto a Francisco
Narváez participa en Encuentros Internacionales de Arte Contemporáneo en el
Grand Palais de París y culmina un vitral para el Aeropuerto Internacional de
Maiquetía, inaugurado junto a obras de Cruz Diez. A partir de 1980 se dedicó
a la escultura plana y al diseño de joyas inspiradas en el arte precolombino. En
1986 recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas. Este mismo año el Museo
de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber (MACCSI) organizó la última
retrospectiva de la obra de Poleo en vida en la cual se exhibieron alrededor de
81 obras, la selección la llevó a cabo Alfredo Boulton. En 1987 el Metro de
Caracas C.A. editó una tarjeta de Navidad con la reproducción de El
Nacimiento del Hombre, un vitral que Poleo creara para la estación La Paz. En
1988 la empresa petrolera Lagoven S.A. produce el documental Héctor Poleo,
sobre la vida y obra del artista, bajo la dirección de Sergio Sierra y basado en
un guión de Leonardo Padrón y Gustavo Morales. La Fundación Galería de
Arte Nacional (FGAN) posee de Poleo varias obras, pertenecientes a sus
diversas etapas.

EXPOSICIONES INDIVIDUALES
1937: Ateneo de Caracas.
1940: Galería de Arte Decoración, Ciudad de México.
1941: Museo de Bellas Artes. Caracas.
1943: Galería Greco, Caracas.
1945: Galleries of Arnold Seligiriari, Rey & Co., New York. Unión
Panamericana, Washington D.C. San Francisco Museum of Art, San
Francisco, EE.UU.
1.946: Denver Art Museum, Colorado, EE.UU. Héctor Poleo, Museo de
Bellas Artes, Caracas.
1948: Biblioteca del Congreso, Washington D.C. Galería Arnold Seligmann-
Helft, New York.
1950: Héctor Poleo (óleos, dibujos, temperas), Museo de Bellas Artes,
Caracas. Librería Santos Luzardo, Barquisimeto, Edo. Lara.
1961: Galería Acquavella, Caracas.
1964: Poleo. Message d’ angoisse, Galería Drouant París. Poleo, Galería
Acquavella, Caracas.
1966: Galería Drouant, París.
1967: Galería Acquavella, New York.
1967: Galería Acquavella, Caracas.
1969: Galería Villand et Galanis, París.
1970: Galería Antañona, Caracas.
1971: Galería Acquavella, Caracas.
1974: Héctor Poleo. Retrospectiva, Museo de Bellas Artes. Retrospectiva,
Museo de Arte Moderno. Ciudad de México. Retrospectiva, Centro de
Relaciones Interamericanas, New York.
1978: Galería Isnard, París.
1979: Galería Acquavella, Caracas.
1980: Galería Acquavella, Caracas.
1982: Galería Acquavella, Caracas.
1986: Poleo, Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber.

EXPOSICIONES PÓSTUMAS
1992: Héctor Poleo, Exposición Itinerante, GAN, Caracas

PREMIOS
1937: Medalla de Plata, Exposición Internacional de París.
1941: Segundo Premio de Pintura, 11 Salón Oficial Anual de Arte
Venezolano, Museo de Bellas Artes, Caracas.
1943: Premio John Boulton, IV Salón Oficial Anual de Arte Venezolano,
Museo de Bellas Artes, Caracas. 1944: Premio Arturo Michelena, II Salón
Arturo Michelena, Ateneo de Valencia, Edo. Carabobo.
1947: Premio Oficial de Pintura, VIII Salón Oficial Anual de Arte
Venezolano, Museo de Bellas Artes, Caracas.
1949: Segundo premio, II Salón Anual de Pintura de A. Planchart y Cía.,
Caracas.
1950: Premio Federico Brandt, XI Salón Oficial Anual de Arte Venezolano,
Museo de Bellas Artes, Caracas. Premio Rotary Club, VIII Salón Arturo
Michelena, Ateneo de Valencia, Edo. Carabobo. Premio Club de Leones. VIII
Salón Arturo Michelena, Ateneo de Valencia, Edo. Carabobo.
1952: Primer Premio, V Salón Anual de Pintura de A. Planchart y Cía.,
Caracas. Premio Andrés Pérez Mujica, X Salón Arturo Michelena, Ateneo de
Valencia, Edo. Carabobo.
1953: Premio Antonio Esteban Frías, XIV Salón Oficial Anual de Arte
Venezolano, Museo de Bellas Artes, Caracas.
1954: Premio II Bienal Hispanoamericana de Arte, La Habana. Premio Arturo
Michelena, XV Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, Museo de Bellas
Artes, Caracas.
1955: Placa honorífica de Plata, III Bienal de Arte de Sao Paulo, Brasil.
Premio Cervecería Caracas,
Exposición Internacional de Pintura, Valencia. Edo. Carabobo.
1956: Premio Popular, VIII Salón Anual de Pintura de A. Planchart y Cía.,
Caracas. Premio de Adquisición, Galería internacional de Arte Moderno,
XXVIII Bienal de Venecia.
1958: Premio Antonio Herrera Toro, XIX Salón Oficial Anual de Arte
Venezolano, Museo de Bellas Artes. Caracas.
1969: Mención Especial, 1 Festival Internacional de Pintura, Cagnes-sur-Mer,
Francia. Premio Comisión Nacional de la UNESCO, V Gran Premio
Internacional de Arte Contemporáneo del Principado de Mónaco. Montecarlo,
Mónaco.
1986: Premio Nacional de Artes Plásticas, Caracas.

COLECCIONES
Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, Maiquetía. Edo. Vargas.
Ateneo de Trujillo, Edo. Trujillo.
Ateneo de Valencia, Edo. Carabobo.
Biblioteca del Congreso, Washington D.C. USA.
Círculo de las Fuerzas Armadas, Caracas, Distrito Federal.
Colección IBM, New York, USA.
Concejo Municipal del Distrito Federal, Caracas, Distrito Federal.
Embajada de Venezuela, Washington D.C. USA.
Galería Internacional de Arte Moderno, Venecia, Italia.
Galería Municipal de Arte Moderno, Puerto La Cruz, Edo. Anzoátegui.
Galería Nacional de Arte de Canadá.
Galería de Arte Nacional, Caracas, Distrito Federal.
Instituto de Arte de Chicago, Illinois, USA.
Instituto Nacional de Hipódromos, Caracas, Distrito Federal.
Instituto Zuliano de la Cultura, Maracaibo, Edo. Zulia.
MARAVEN, Caracas, Distrito Federal.
Museo de Arte Contemporáneo de América Latina y del Caribe, Washington
D.C. USA. Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, Sofía Imber, Caracas,
Distrito Federal.
Museo de Arte de Indianápolis, Indiana, USA.
Museo de Arte de San Francisco, California. USA.
Museo de Arte Moderno de New York, USA.
Museo de Arte Moderno, Bogotá, Colombia.
Museo de Tel Aviv, Israel
Museo del Estado Anzoátegui, Barcelona, Edo. Anzoátegui.
Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, Chile.
Museo Nacional de La Habana, Cuba.
ONU, New York, USA.
Organización de Estados Americanos (OEA), Washington D.C, USA.
Palacio Real Atenas, Grecia.
Residencia Presidencial La Casona, Caracas, Distrito Federal.
Sindicato de Escritores y Artistas, Varsovia.
Universidad Central de Venezuela, Caracas, Distrito Federal.

DOCUMENTOS AUDIOVISUALES CON REFERENCIA AL ARTISTA


Héctor Poleo. Serie Arte, Cuadernos Lagoven (Betacam / color / sonido /
español / 28 min.). Dirección: Sergio Sierra, Producción: Lagoven S.A.
Caracas, 1988. Ubicación: División Audiovisual. PDVSA.
Poleo y la Figuración Poética. (VHS / color / sonido / español / 28 min.).
Dirección: Ángel Hurtado, Producción: Consejo Nacional de la Cultura
CONAC. Caracas, s/f. Ubicación: Videoteca Museo de Arte Contemporáneo
de Caracas Sofía Imber.

FUENTES
Antillano, Sergio, Los Salones de Arte, Caracas Maravén S.A., 1976. CINAP,
FGAN P 51.
Boulton, Alfredo, Historia de la Pintura en Venezuela. Tomo 111: Época
Contemporánea. Caracas. Ernesto Armitano Editor, 1972.
Calzadilla, Juan, El Arte en Venezuela, Caracas Ediciones del Círculo
Musical, 1967.
Da Antonio, Francisco, “Héctor Poleo, del realismo a lo subreal” en El
Universal, Caracas, 9 de diciembre de 1972
—Espacio y Tiempo del Dibujo en Venezuela, Caracas. Maravén, 1981.
Lozano, Rafael “Héctor Poleo, pintor simbólico de la ruina y la decadencia de
occidente”, en El Universal. Caracas, 14 de mayo de 1950. Walson Crane,
Jane en el Washington Post 9 de marzo. 1949.

ENA.
CREDITOS: Textos: Esmeralda Niño Araque. Departamento de
Investigación. Fundación Galería de Arte Nacional. Investigación de Fuentes
y Selección de Imágenes: Luis Rafael Bergolla Caracas, 2000.

Mario Abreu
Nació en Turmero, Estado Aragua, el 22 de agosto de 1919. Cursó estudios
iniciales de dibujo y pintura en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas y al regresar de ésta formó parte del Taller Libre de Arte. En 1952
marchó a París, donde residió durante nueve años. Desde un comienzo estuvo
comprometido en la búsqueda de su identidad de hombre americano, búsqueda
que él orientó hacia el objeto, interesado en explorar el mundo de la magia, lo
cual lo llevó a formular un tipo de ensamblaje en donde se combinan la
pintura y los objetos de fabricación industrial, a menudo formando parte del
desecho urbano, elementos a los que otorga una organización formal parecida
a la que reencontramos inconscientemente en los altares populares.
Nació en Turmero, estado Aragua, el 22 de agosto de 1919. Estudió en la
Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas y, egresado de este
centro, intervino en las actividades del Taller Libre de Arte, fundado en 1948.
Da inicio, entre 1950 y 1952, a una pintura vivencial con temas como gallos,
catedrales vegetales, diablos danzantes. Esta pintura distinta le hace recibir un
accésit al Premio Nacional de Pintura en 1951. Con ello obtiene una beca para
continuar estudios en Europa. En 1952 se radicó en París, donde residió hasta
1959. Al retornar a Caracas comenzó a trabajar en su más célebre serie de
obras, conocida como “Objetos mágicos”, la cual dio a conocer en el MBA, en
una exposición realizada en 1965. Desde entonces Abreu mantuvo una
posición independiente, solitaria y alejada de la actividad institucional,
identificándose en su búsqueda de un realismo mágico con los grupos
literarios protestatarios o surrealizantes del país. En 1975 le fue otorgado el
Premio Nacional de Artes Plásticas. Falleció en Mamo, Departamento Vargas,
en 1993. Efectuó exposiciones individuales en el MBA. 1952, 1962 y 1965; en
el Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1966; en la Galería Durban, 1975, 1980
y 1992. En 1967 representó a nuestro país en la IX Bienal de Sao Paulo. En
1993 se le dio su nombre al Museo de Artes Visuales de Maracay, estado
Aragua, y en este mismo centro, de manera póstuma, se presentó la primera
exposición retrospectiva de su obra, en 1994. Otros galardones: Premio
Federico Brandt, 1951; Premio Andrés Pérez Mujica, 1951; tercer premio del
IV Salón Planchart, 1951; Premio Antonio Esteban Frías, XXV Salón Oficial
de Arte Venezolano, MBA, 1964; accésit al Premio Nacional de Pintura,
XXVII Salón Oficial de Arte Venezolano, MBA, 1967.

Jacobo Borges
Nació en Caracas el 28 de noviembre de 1931. Estudió en la Escuela de Artes
Plásticas y Aplicadas de Caracas, de la cual fue expulsado en 1960 por haber
participado en una huelga que pedía la reforma del pénsum. Residió en París
entre 1952 y 1956. Ha representado a Venezuela en varios eventos
internacionales y es uno de los pintores figurativos de mayor prestigio con que
cuenta Venezuela. Dibujante por excelencia, Borges combina las virtudes de
un temperamento expresionista con una intención ideológica que le permite
exponer al mismo tiempo ideas criticas sobre la sociedad en un lenguaje
exuberante, barrox, visceral, tan pronto trágico como lírico. Borges parece
negado a aceptar el profesionalismo en arte, dedicándose también a muchas
otras expresiones, como el cine y la política. A menudo, sus cuadros son
comentarios de la vida real, expresan situaciones, se apoyan en la utilización
de clisés publicitarios, imágenes de la tradición plástica, estereotipos y
slogans que maneja con una libertad poco conocida en Venezuela.

Nació en Caracas, el 28 de noviembre de 1931. Su infancia y adolescencia


transcurren en los barrios populares de El Cementerio y Catia. Adolescente
aún, trabaja como litógrafo y dibujante publicitario antes de entrar
formalmente en la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas,
donde permanece por poco tiempo, pues será del grupo que reclama reformas
en la enseñanza de la institución. 1949-1950. Exhibe sus primeros trabajos en
el Taller Libre de Arte, 1951. Gana el primer premio en el concurso de pintura
joven que organiza el diario El Nacional, la Embajada de Francia y la Metro
Goldwyn Mayer, consistente en un viaje a París. Logra permanecer en esa
ciudad cuatro años, y expone en el Salón de la Joven Pintura. Museo de Arte
Moderno de París. A su regreso a Caracas muestra su obra en la Galería Lauro
y en el MBA, 1956. A partir de entonces, el nombre y la obra de Jacobo
Borges han estado afianzados en las confrontaciones plásticas internacionales
y nacionales. Entre 1960 y 1963 recibe el Premio Arturo Michelena, 1960;
Premio Nacional de Dibujo 1961; los premios Puebla de Bolívar y Antonio
Esteban Frías, 1962, y Premio Nacional de Pintura, 1963, todos obtenidos
concurriendo al Salón Oficial de Arte Venezolano. Abandona la pintura por un
período de cuatro años en 1966, dedicándose al estudio y experimentación de
nuevos medios de comunicación visual: cine y multimedia. En 1982 la crítico
norteamericana Dore Ashton publica el libro Jacobo Borges. Su primera
muestra individual en la ciudad de Nueva York tiene lugar en la CDS Gallery
en 1983 y la segunda en 1985 en la misma sala. La Fundación John Simón
Guggenheím le concede una beca en 1985, residenciándose en Nueva York un
año más larde. Como un homenaje de la ciudad al artista, se inaugura en el
Parque del Oeste de Caracas el Museo Jacobo Borges con una exposición
antológica: “Lo humano en Jacobo Borges y en la pintura venezolana”, en
1995.
Luis Domínguez Salazar
Nació en Uracoa, estado Monagas, el 10 de septiembre de 1931. Desde su
infancia reside en Caracas, donde comenzó simultáneamente las carreras de
derecho y artes plásticas, esta última en la Escuela de Artes Plásticas y Artes
Aplicadas de Caracas, de la cual egresó en la especialidad de Formación
Docente, en 1958. En 1960 viajó por Estados Unidos y Europa, y vuelve a
Norteamérica en 1966. Al regreso del primer viaje ingresa como profesor de
dibujo y pintura a la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas. En un
principio de su carrera artística, Domínguez Salazar se inclina por la pintura
con intención social, por oposición a las corrientes abstracto-constructivistas y
geométricas que se cultivan en el país. Sin encontrar receptividad, explora
otros caminos de la pintura y el dibujo en el pop art, el verismo fantástico y el
postmodernismo. Domínguez Salazar ha ocupado cargos administrativos de
relevancia: como la jefatura de Artes Plásticas del antiguo 1NCIBA, jefatura
del Departamento de Arte del Instituto Universitario Pedagógico de Caracas,
la dirección de la GAN y fue miembro de Comisión de Reforma de la Escuela
de Artes Plásticas de Caracas, en 1959. Exposiciones individuales más
importantes: Galería Lauro, 1957; Centro Venezolano Americano, 1966;
Galería Viva México, 1976, 1977, 1978, 1979, 1980, 1981; Centro
Venezolano de Cultura, Bogotá, Colombia, 1987; Exposición Antológica
(1955-1987), Museo de Arte de Maracay, estado Aragua, 1987; Galería
Durban, 1988; Museo Abierto Fundación Museo Gran Mariscal de Ayacucho,
Cumaná, 1995. Recompensas: en 1982 se hizo merecedor del Premio Nacional
de Artes Plásticas, que confiere el CONAC; Premio Aunando Reverán de la
AVAP, 1993.
Manuel Espinoza
Nació en San José de Guaribe, estado Guárico, en 1937. En 1953 inició sus
estudios en la Escuela de Artes Plásticas Arturo Michelena, en Valencia, bajo
la dirección de Braulio Salazar. Al año siguiente ingresó a la Escuela de Artes
Plásticas de Caracas hasta graduarse en ésta en 1958, año en que viaja a
Europa para seguir cursos en técnicas gráficas e historia del arte, en Roma,
París y Berlín Oriental. De regreso a Venezuela, se consagró a la enseñanza
artística y en 1963 participa en la fundación del Círculo Galería El Pez
Dorado, una asociación para promover el trabajo de los nuevos artistas. Entre
1964 y 1965 dirige el Centro Experimental de Arte de la Universidad de Los
Andes y en 1973 enseña en el Instituto de Diseño Neumann-INCE, de
Caracas. En 1976 es nombrado director de la GAN, institución museística
creada este mismo año según proyecto elaborado por Miguel Otero Silva,
Alejandro Otero y el propio Espinoza. Fue fundador y primer director del
Instituto Superior de Artes Armando Reverón. Espinoza es autor de una
extensa obra en pintura, dibujo y artes gráficas, que ha sido mostrada en
exposiciones individuales realizadas en el MBA. 1959, 1961, 1963, 1972 y
1978; Sala Mendoza, 1965; MACC, 1976 y 1980: Galería Cinco, 1990.
Obtuvo el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1986.

Francisco Hung
Nació en Cantón, China, el 16 de junio de 1937. En 1956 entró a la Escuela de
Artes Plásticas Julio Árraga, de Maracaibo, para seguir estudios de pintura con
el profesor Carlos Áñez Urrutia. Egresado de este centro, marcha a París en
1958 con una beca de la municipalidad y se inscribe en la Escuela Superior de
Bellas Artes. De regreso a Maracaibo participa en las actividades del grupo
contestatario 40 Grados a la Sombra, y en 1963 presenta en una exposición
individual las primeras obras de su conocida serie “Materias flotantes” en el
MBA, acontecimiento que lo califica para obtener en 1965 el Premio Oficial
de Pintura, que se otorgaba en el Salón Anual de Arte Venezolano. Este
mismo año integra con Gerd Leufert y Jacobo Borges el envío de Venezuela a
la VIII Bienal de Sao Paulo y gana allí el Premio Felisa Lernier para un pintor
joven. Ha realizado exposiciones, además de las mencionadas, en la Galena
Logos y Galería 40 Grados a la Sombra, Maracaibo, y en el Círculo El Pez.
Dorado, Caracas, todas en 1965. También en la Sala del Ateneo de Caracas en
1969 y 1987 y en el Instituto Zuliano de la Cultura, Maracaibo, estado Zulia,
en 1975. En el Museo de Arte La Rinconada se celebró la primera exposición
retrospectiva de su obra, en 1985. Obtuvo también el primer premio del Salón
Arturo Michelena, de Valencia, estado Carabobo, y numerosas recompensas.

Mateo Manaure
Nació en Uracoa, estado Monagas, el 18 de octubre de 1926. Entre 1941 y
1946 realizó estudios en la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de
Caracas, en donde fue alumno aventajado de Antonio Edmundo Monsanto. En
1947 ganó el Premio Nacional de Artes Plásticas para artistas jóvenes y viajó
a París. Al año siguiente regresó a Caracas para intervenir en la fundación del
Taller Libre de Arte. En París adhirió al arte abstracto a tiempo que intervenía
en las actividades del grupo Los Disidentes, que él ayudó a fundar en 1950.
Regresó a Caracas en 1952 para trabajar activamente en el movimiento de
integración artística que se realizaba en torno a la construcción de la Ciudad
Universitaria. Para este recinto efectuó un conjunto de murales, policromías y
vitrales realizados dentro del concepto de abstraccionismo geométrico, que
representaba en aquel momento la vanguardia artística de nuestro país. A
comienzos de la década de los sesenta Manaure retomó al arte figurativo con
su serie “Suelos de mi tierra”, a lo cual siguió un período de experimentación
con un tipo de collages fotográficos que denominó “Sobremontajes”. De esta
época son sus principales obras de tendencia surrealista, especialmente objetos
y cajas. La abstracción geométrica no quedó sin embargo interrumpida y fue
así como en 1976 presentó en el MACC sus “Columnas policromadas”, en el
marco de una investigación de orden constructivo que el pintor continuó con
sus más recientes trabajos geométricos presentados en 1994 en la Galería
Durban. Otras exposiciones: MBA, 1947 y 1956; Galería Cuatro Muros, 1952;
Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza, 1960, 1962, 1965, 1967,
1970: MACC, 1977; Galería Durban, 1994; Galería Muci, 1996. Obtuvo
también el Premio John Boulton en el Salón Oficial, 1950 y 1965; el Primer
Premio del 1 Salón Marcos Castillo, Instituto Nacional de Hipódromos, La
Rinconada, 1966, y el Premio Armando Reverón, que concede la AVAC.

Mateo Manaure Uracoa, Edo. Monagas, 18.10.1926


Pintor. Inicia su formación artística en 1941 en el Taller de Pedro Ángel
González, de quien aprenderá técnicas gráficas y será asistente, y en la
Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas, de la cual egresa en
1946. Desde sus primeros años de estudio participa en el Salón Oficial Anual
de Arte Venezolano del Museo de Bellas Artes (MBA) y en el Salón Arturo
Michelena (Ateneo de Valencia). En 1947 obtiene el Premio Nacional de
Artes Plásticas con sus obras Bodegón, Desnudo y Paisaje, expone con
Pascual Navarro en el MBA y viaja a París, donde realiza Escuchando al
Idiota (1949, FGAN). Para el libro de edición limitada de Oswaldo Trejo,
realiza 1 carboncillo y 5 litografías. Al año siguiente regresa a Caracas y junto
con otros artistas funda el Taller Libre de Arte. Retoma a la capital francesa,
forma parte del grupo Los Disidentes en 1950 y participa en el V Salón Les
Realités Nouvelles. Nuevamente en Caracas funda en 1952, junto a Carlos
González Bogen, la Galería Cuatro Muros, donde organizan la Primera
Exposición Internacional de Arte Abstracto en el país. Asimismo, participa
activamente en el proyecto de Síntesis de las Artes Mayores, junto al
arquitecto Carlos Raúl Villanueva, en la supervisión de las obras de arte para
la Ciudad Universitaria de Caracas, así como con 26 obras de su propia
creación, entre murales, policromías, vitrales y mobiliario arquitectónico. Por
ello, participa también en las policromías para las Urbanizaciones 23 de Enero
y Simón Rodríguez. Realiza trabajos para el hall del Teatro París y para la
Maternidad Concepción Palacios, entre otros. Desde 1953 despliega un
particular interés por el diseño gráfico del cual llega a ser uno de los pioneros
en nuestro país; se interesa por la diagramación e ilustración de revistas,
afiches y libros entre los cuales destacarán El Tirano Aguirre (1979) de
Vicente Gerbasi y Resguardo Descampado (1979) de Alfredo Silva Estrada.
En el campo de las artes gráficas incursiona con una nueva técnica para la
litografía conocida como “impresos simultáneos” (1976) que consiste en el
color aplicado al entintado de la prensa permitiendo mantener la armonía en
varios tonos. Manaure participa en la fundación del Grupo Sardio, se dedica a
la pintura y a la docencia, así como al periodismo de opinión en el diario El
Nacional. En 1984 es designado Presidente de la Asociación Venezolana de
Artistas Plásticos (AVAP). A partir de esta década, experimenta en el campo
del cine y realiza algunos cortometrajes como Misterio de Amor, Trans e
Inocencia Mortal. En cuanto a su producción plástica, Manaure elabora una
obra que evoluciona de manera alternativa entre dos corrientes disímiles: la
Figuración y la Abstracción. En sus inicios presenta motivos tradicionales
propios a los primeros años de formación artística: desnudos, paisajes y
naturalezas muertas, caracterizados por un fuerte carácter expresionista. Entre
1948 y 1952 se aprecia una etapa de estilo surrealista, señalada por el crítico
Juan Calzadilla como “la transición del figurativismo de los años de Caracas a
un mundo de formas inorgánicas, embrionarias, infusas en espacios ambiguos,
en cuyas evoluciones se denuncia insistentemente un enigma erótico” (1967,
p. 7). Entre 1952 y 1954 se da un proceso de ruptura hacia la abstracción
geométrica, que lo llevará a la realización de murales en arquitecturas con las
ideas integracionistas de la época. La madurez que logra el artista en esta
tendencia se hace evidente en la muestra que presenta en 1956 en el MBA,
calificada como una de las más significativas dentro de este movimiento en
nuestro país. Sin embargo, en los últimos años de esta década Manaure
emprende una búsqueda que se acerca más a los impulsos internos y se aleja
de las construcciones racionales teniendo como prioridad la exploración de la
materia y el color, adentrándose así en los senderos de una abstracción lírica,
influencia del Movimiento Expresionista que tuvo lugar por esos años en
Caracas y que mostró un creciente interés por la materia pictórica en un orden
no racional. Esta subjetivización en el lenguaje condujo al artista a una nueva
búsqueda. En 1962 retorna a la figuración ejecutando paisajes imaginarios,
visiones de cerros y ranchos de atmósferas nocturnas y misteriosas, realizados
con gran economía de medios y en formatos pequeños. En 1965 desarrolla una
etapa de tono fantástico y surrealista. Su búsqueda en el arte de los objetos y
ensamblaje de los mismos lo acercan al mundo mágico de Mario Abreu. En
este mismo discurso de imágenes disociadas, recurre a la técnica del collage
combinando pinturas y fotografías. Bajo el título de Pinturas Sobremontaje
logra efectos visuales al contraponer ambas técnicas en un mismo espacio para
crear combinaciones oníricas. En 1967 realiza la serie titulada Los Suelos de
mi Tierra, en la cual explora el espacio bidimensional creando planos
imaginarios y atmósferas enrarecidas. La desaparición de formas y figuras
señalan una depuración del lenguaje que da paso a un paisaje de introspección
psíquica. Tras haber alcanzado esta síntesis en el lenguaje pictórico, retoma la
abstracción geométrica ahora con un sentido constructivista. Hacia 1970
realiza sus Cuvisiones, en las que la figura del cubo se convierte en eje del
discurso y donde la línea, el color y la forma se combinan para crear
construcciones de índole racional y matemático generando efectos retinianos
en la percepción del espectador. Los contrastes entre forma y espacio crean un
dinamismo que lo vinculan con el Arte Óptico. Alfredo Boulton señaló que
“esta etapa es el paso precedente para el empleo de su nueva forma lineal, El
cubo de las ‘cuvisiones’ busca su estructura física y se vuelve un objeto de
madera, el que a su vez, con esa increíble imaginación del artista, se vuelve
pantalla, taco, muro, separación de luz, y al mismo tiempo, y es ésta acaso su
mayor importancia, se vuelve prisma que recoge en su espacio de vidrio todo
el ambiente cromático y de formas que lo rodean y de pronto entra a vibrar
como un nuevo organismo que cobra presencia humana” (1969, p. 4). Por esta
misma vía de la abstracción Manaure desarrolla una nueva propuesta que en
1977 presenta bajo el título de Columnas Policromadas, composiciones
escultóricas de carácter serial y programado, basadas en elementos repetitivos,
como la línea y el color dispuestos a manera de franjas que abarcan casi la
totalidad de plano, crearlo así un ritmo de armonías cromáticas y lineales que
propicia efectos retinianos. Una de estas obras, de 20 metros y 5 murales, se
encuentran actualmente en la Plaza La Concordia de Caracas. Sin embargo, en
su intento por encontrar un lenguaje que exprese las fuentes de nuestra
identidad, Manaure retoma nuevamente la figuración en 1981 con Mirar a
América, imágenes inspiradas en los ídolos locales tomando como referencia
las figuras prehispánicas de Barrancas del Orinoco mediante líneas, colores y
formas primarias. Ese mismo año elabora Letanías para los tristes y
pesimistas, de tono caricaturesco y fuerte crítica política y social. En 1989
recurre nuevamente a la técnica del collage construyendo fotomontajes donde
lo real y lo ilusorio develan los signos de nuestra contemporaneidad. Lo
poético, lo sarcástico, lo erótico y lo místico denuncian los extravíos de una
sociedad en descomposición. Este mismo año, realiza la serie Orinoquia como
homenaje al pueblo de origen, un retorno a las atmósferas de color difusas que
sugieren paisajes imaginarios en tomo al río. En este mismo sentido y
vinculado a su lugar de origen, Uracoa, Manaure profundiza en la temática de
la identidad al buscar en los remotos orígenes de nuestra etnia un
acercamiento a lo ancestral y lo autóctono. Tras largos años de vivencia a las
orillas del río Uracoa y el Delta del Orinoco, pinta en 1992 la serie Ofrenda a
mi Raza en cuyas composiciones se delinea una figura esquematizada que
evoca símbolos metamorfoseados de épocas remotas. En 1994 regresa a la
abstracción geométrica desarrollando así una propuesta renovada y más
amplia que expone en 1996 con el título de Saludo al Tercer Milenio:
construcciones, cúpulas cromáticas y cubos que revelan un magistral dominio
del espacio mediante la utilización de construcciones geométricas, líneas y
colores. La Fundación Galería de Arte Nacional (FGAN) posee en su
colección varias obras de Manaure pertenecientes a sus distintos períodos:
Retrato de la Señora Palacios (1949), La Selva, Suelos de mi Tierra (1967),
Cuvisiones (1970) y Columna Policromada (1976).

EXPOSICIONES INDIVIDUALES
1948: Taller Libre de Arte, Caracas.
1950: Galería René Breteau, París.
1952: Galería Cuatro Muros, Caracas.
1954: Collages, Galería Cuatro Vientos, Caracas.
1956: Museo de Bellas Artes, Caracas.
1960: Obras Recientes, Sala de Exposiciones, Fundación Eugenio Mendoza.
Caracas.
1962: Sala de Exposiciones, Fundación Eugenio Mendoza, Caracas.
1965: Pinturas Sobremontaje, Sala de Exposiciones, Fundación Eugenio
Mendoza, Caracas.
1967: Suelos de mi tierra. Sala de Exposiciones, Fundación Eugenio
Mendoza, Caracas.
1969: Cuvisiones, Sala de Exposiciones, Fundación Eugenio Mendoza,
Caracas. Cuvisiones, Sala de Exposición Cinema Dos, Caracas.
1971: Cuvisiones, Suelos de mi tierra, Galería La Otra Banda, Mérida, Edo.
Mérida.
1973: Galería del Centro de Barcelona, Edo. Anzoátegui.
1977: Columnas policromadas. Museo de Arte Contemporáneo de Caracas.
Columnas policromadas. Museo Municipal dé Artes Gráficas, Maracaibo.
Edo. Zulia.
1981: Mirar a América, Galería Arca de Noé, Mérida, Edo. Mérida. Letanías
para los tristes y pesimistas. Mirar a América, Galería Cuatro Muros, Caracas.
Taller de Artes Visuales Mateo Manaure, Caracas.
1982: Galería La Otra Banda. Mérida. Edo. Mérida.
1987: Caraqueños Ilustres. Sala de Exposición, Gobernación del Distrito
Federal. Caracas.
1988: Suelos de mi Tierra, Galería Unión de Arte. Maracaibo.
1989: Collages, Galería A, Caracas. Orinoquia: obras recientes 1988-1989,
Galería Arte Armitano, Caracas.
Galería El Mundo del Arte. Maracaibo, Edo. Zulia.
1992: Ofrenda a mi Raza (itinerante por Maison de la Culture, Montreal;
Washington: Instituto ítalo-Latinoamericano, Roma; Espace Cardin, París y
Caracas).
1994: Reencuentro con el Espacio Geométrico. Galería Durban. Caracas.
1996: Saludo al Tercer Milenio, Galería Muci. Caracas. Comandancia General
de Aviación. Caracas.
1997: Disidencia: entre lo constructivo y lo figurativo, Escuela de Artes
Plásticas Eloy Palacios, Maturín,
Edo. Monagas.

PREMIOS
1943: Premio Especial para Alumnos de la Escuela de Artes Plásticas, IV
Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, Museo de Bellas Artes, Caracas.
1945: Premio para pintura, III Salón de Artes Plásticas Arturo Michelena,
Ateneo de Valencia, Edo. Carabobo.
1947: Premio Nacional de Artes Plásticas, VIII Salón Oficial Anual de Arte
Venezolano, Museo de Bellas Artes, Caracas. Premio José Loreto Arismendi.
VIII Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, Museo de Bellas Artes,
Caracas.
1950: Premio John Boulton. XI Salón Oficial Anual de Arte Venezolano,
Museo de Bellas Artes. Caracas.
1962: Premio Arístides Rojas, XXIII Salón Oficial Anual de Arte Venezolano,
Museo de Bellas Artes, Caracas.
1963: Premio Federico Brandt, XXIV Salón Oficial Anual de Arte
Venezolano, Museo de Bellas Artes. Caracas. Premio John Boulton. XXIV
Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, Museo de Bellas Artes, Caracas.
1966: Primer premio Marcos Castillo, I Salón Anual de Pintura Marcos
Castillo, Instituto Nacional de Hipódromos, Caracas.
1967: Premio Galería Acquavella, XXVIII Salón Oficial Anual de Arte
Venezolano, Museo de Bellas Artes. Caracas.
1994: Premio Aunando Reverán., Asociación Venezolana de Artista Plásticos.
AVAP. Caracas.

COLECCIONES
Aeropuerto de Porlamar, Edo. Nueva Esparta.
Banco Regional de Fomento, San Cristóbal, Edo. Táchira.
Compañía Anónima Teléfonos de Venezuela, CANTV, Caracas, Distrito
Federal (vitrales). Fundación Galería de Arte Nacional, Caracas, Distrito
Federal.
Industria Silsa, Caracas, Distrito Federal.
Maravén, Caracas, Distrito Federal.
Maternidad Concepción Palacios, Caracas, Distrito Federal
Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, Caracas, Distrito
Federal.
Museo de Arte de Barcelona, Edo. Anzoátegui.
Museo de Arte Moderno de Mérida, Edo. Mérida.
Residencia Presidencial La Casona, Caracas, Distrito Federal. Teatro París,
Caracas. Distrito Federal.
Universidad Central de Venezuela, Caracas, Distrito Federal.
Venezolana Internacional de Aviación, Viasa, New York, USA. Villa
Olímpica, San Cristóbal, Edo. Táchira.

OBRAS INTEGRADAS A LA ARQUITECTURA


Parque Infantil de La Lagunita, Caracas, Distrito Federal.
Plaza La Concordia, Caracas, Distrito Federal
Ciudad Universitaria de Caracas, Caracas, Distrito Federal.
Urbanización 23 de Enero. Caracas, Distrito Federal.
Urbanización Simón Rodríguez, Caracas, Distrito Federal.

DOCUMENTOS AUDIOVISUALES CON REFERENCIA AL ARTISTA


Arte Constructivo Venezolano, 1945-1965 Génesis y Desarrollo. Parte I y II
(VHS / color / sonido / español). Producción: CONAC / Galería de Arte
Nacional. Caracas, 1986. Ubicación: CINAP / Galería de Arte Nacional.

El Arte Constructivo Venezolano, 1945-1965 Génesis y Desarrollo. Parte I


Serie Arte, Cuadernos Lagoven (Betacam / color / sonido / español / 50 min.).
Dirección: Manuel de Pedro, Producción: Cochano Films. Caracas, 1986.
Ubicación: División Audiovisual — PDVSA

Mateo Manaure, Ofrenda a mi Raza. (VFIS / color / sonido / español / 30


min.). Dirección: Sergio Sierra, Producción: Prima Visión C.A. Caracas, s/f.
Ubicación: Videoteca Museo de Bellas Artes de Caracas.

FUENTES
Boulton, Alfredo, Cuvisiones (cat. exp.), Caracas, Fundación Eugenio
Mendoza. 1969.
Calzadilla, Juan, Mateo Manaure, Caracas, Editorial Arte, 1967.
CINAP, FGAN, M8.
Museo de Bellas Artes. Caracas. Mateo Manaure.
Rodríguez, Bélgica, La pintura abstracta en Venezuela, 1945-1965, Caracas,
Maraven; 1980 GYY

CRÉDITOS: Textos: Esmeralda Niño Araque, Departamento de


Investigación, Fundación Galería de Arte Nacional, Investigación de Fuentes
y Selección de Imágenes: Luis Rafael Bergolla, Caracas, 2000

Rafael Monasterios
Nació el 22 de noviembre de 1884 en Barquisimeto, estado Lara. En su
juventud se entregó a las más disímiles actividades como soldado en la
Revolución Libertadora, profesor de pintura y dibujo, escenógrafo de
zarzuelas y empacador de cigarrillos. Hasta que en 1908 se inscribe en la
Academia de Bellas Artes de Caracas, en la cual fue alumno de Antonio
Herrera Toro y de Emilio Mauri. Al egresar de este centro, y luego de exponer
aquí sus obras en 1911, obtiene una beca y parte a España en compañía de
Armando Reverón para inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios de
Barcelona. Regresa a Caracas en 1914 y se incorpora a las actividades del
Círculo de Bellas Artes, fundado en 1912 por sus antiguos compañeros de la
Academia. En Caracas conoce a Nicolás Ferdinandov, con quien durante
algunos meses de 1919 pinta en la isla de Margarita. En 1927 realiza su
primera exposición individual, en el Club Venezuela de Caracas. En 1928 está
presente en la Gran Feria internacional de Sevilla, a la cual asiste como
decorador del pabellón de Venezuela. Entre 1938 y 1942 se consagra a la
docencia en la provincia como fundador y director de las escuelas de arte de
Barquisimeto y de Maracaibo, respectivamente. En 1941 obtiene el Premio de
Pintura del Salón Oficial de Arte Venezolano. Residía en Barquisimeto
cuando fallece en esta ciudad el 2 de noviembre de 196L Exposiciones
individuales: MBA. 1945; Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza,
1958. Retrospectivas de la obra de Rafael Monasterios se celebraron en el
MBA, 1961 y en el MACC, 1981. Obtuvo entre otras distinciones: Premio
Nacional de Pintura, II Salón Oficial de Arte Venezolano, MBA, 1941; primer
premio del Salón Planchart, 1948; primer premio del Salón Arturo Michelena.
Valencia, 1949; accésit al Premio Oficial de Pintura en el XI Salón Oficial de
Arte Venezolano, MBA., 1950.

Francisco Narváez
Nació en Porlamar, estado Nueva Esparta, el 4 de octubre de 1905 y falleció
en Caracas el 13 de julio de 1982. Se inicia como artesano, estudia en la
Academia de Bellas Artes de Caracas y, más tarde, en París, en la Academia
Julián y en el taller del escultor Pompon. Su primera exposición la efectuó en
el Club Venezuela, en 1928, poco antes de irse a Europa a cursar estudios de
arte. Dos años después, inaugura en el mismo club una muestra en la que
recoge las influencias recibidas de la genéricamente llamada escuela de París.
Inclinado definitivamente hacia el campo escultórico, inicia en 1934 sus
primeros trabajos ornamentales para el urbanismo de Caracas, y ejecuta la
fuente del Parque Carabobo. En esa misma década le son encargados los
relieves para los edificios del Museo de Bellas Artes de Caracas y el Museo de
Ciencias Naturales, ambos proyectos del arquitecto Carlos Raúl Villanueva. El
criollismo cultivado por Narváez en su pintura, luego abandonado para
expresarse con postulados del modernismo urbano, será trasladado por el
artista a lo escultórico. Con el tiempo, Narváez abandonó la tendencia
figurativa y va hacia el campo de la abstracción, a menudo con escala
monumental. Entre las numerosas exposiciones realizadas en vida destacan:
Ateneo de. Caracas. 1934 y 1936; MBA. 1956. 1958: Sala de la Fundación
Mendoza, 1956, 1957, 1958, 1959. 1961; 1964, 1966; MACC 1976, 1980;
GAN, 1980 y 1982. Fue galardonado con los premios nacionales Escultura y
Pintura del Salón Oficial de Arte Venezolano, 1940 y 1948, respectivamente.

Alejandro Otero
Nació en El Manteco, estado Bolívar, en 1921. Estudió en la Escuela de Artes
Plásticas de Caracas entre 1939 y 1945. Este último año se trasladó a París en
donde, con la influencia de Picasso, inició su trayectoria hacia la abstracción.
Su serie de las “Cafeteras”, que expuso primeramente en la Unión
Panamericana, Washington, D.C., son ya un indicio. Con estas obras regresa a
Caracas y presenta su primera exposición individual en el MBA. En París, al
año siguiente, lidera el grupo Los Disidentes, cuya actuación es piedra angular
del arte abstracto venezolano. A sus primeros ensayos con formas geométricas
siguió su más famosa serie pintada: los “Coloritmos”, obras expuestas en
Caracas en 1960l Después de esta etapa abordó la escultura y trabajó en piezas
integradas que él llamará “esculturas cívicas”, punto de partida para retomar el
concepto de arte integrado a la arquitectura, al paisaje y al urbanismo. Sus
exposiciones individuales más importantes tuvieron lugar en: MBA, 1948.
3960, 1962; Taller Libre de Arte, 1949; Sala de Exposiciones de la Fundación
Mendoza. 1962, 1964, 1965; Signáis London, Londres, 1966; Galería
Conkright, 1971, 1972, 1973; Galería Adler-Castillo, 1975; Museo de Arte
Moderno de México, 3976; Museo de Arte Moderno Jesús Soto, Ciudad
Bolívar, estado Bolívar, 1991. Recompensas: Premio Nacional de Pintura y
Premio Nacional de Artes Aplicadas, ambos en el Salón Oficial de Arte
Venezolano, en 1958 y 1964 respectivamente; primer premio del II Salón
Interamericano de Pintura,. Barranquilla, Colombia; mención honorífica, V
Bienal de Sao Paulo, Brasil, 1959. El MACC le consagró a su obra una
exposición retrospectiva, en 1982. En Caracas, después de su muerte, ocurrida
en 1990, se le dio el nombre de Alejandro Otero al antiguo Museo de Arte La
Rinconada.

El Manteco, Edo. Bolívar, 7.3.1921


Caracas. Distrito Federal, 13.8.1990

Pintor y escultor. Hijo de José María Otero Fernández y María Luisa


Rodríguez. En 1939 inició sus estudios en la Escuela de Artes Plásticas y
Artes Aplicadas de Caracas bajo la tutela de Antonio Edmundo Monsanto, de
quien se reconoció como discípulo. Otero “fue el pintor de su generación más
capacitado para comprender y sentir a Cézanne, cuya obra lo sedujo a tiempo
que, mientras estudiaba [...] ponía el método analítico del pintor francés,
partiendo del objeto tradicional de la naturaleza, la figura, el paisaje” (Juan
Calzadilla, 1976, p. 86). Siendo aún estudiante, es nombrado profesor del
curso de Experimentación Plástica para niños (1942) y dos años después
profesor de la Cátedra de Vitrales en esta institución, de la cual egresó en
diciembre de 1944. En sus primeras obras pertenecientes al período escolar se
encuentran retratos, desnudos y paisajes. En ellos se evidencian las búsquedas
iniciales de síntesis de elementos, características en toda su producción
plástica. Paisaje de Los Flores de Catia (1941) y su Autorretrato (1943,
colección sucesión Alfredo Boulton) registran, por otra parte, su paso de la
construcción de los planos a las calidades matéricas del color. En 1944 realiza
su primera exposición, junto a César Enríquez, en el Ateneo de Valencia. El
Gobierno francés y posteriormente el Ministerio de Educación de Venezuela
le otorgaron en 1945 una beca para cursar estudios en París, hecho que
representó su primer viaje al exterior. En 1946 inició la serie de trabajos
conocidos como Cafeteras. La influencia de Picasso y las tendencias
gestualistas son evidentes en estas obras que, gradualmente, se despojaron de
toda representación hasta transformarse en líneas y estructuras de enorme
tuerza expresiva. Otero trabajó las formas básicas para asir la esencia plástica
de los objetos; la serie se inició en un principio con cacerolas (1946), cafeteras
(1946-47 en un grupo de 5), cráneos (1947, en un grupo de 5) potes (1947); en
1948 realizó el grupo más numeroso, 8 cafeteras rosa; asimismo trabajó
candelabros, botellas y lámparas. Sin duda las calaveras fueron una especie de
memento morí de la figuración, como en Calavera, de 1947 (colección Clara
Diament Sujo). En 1948 Otero es incluido en la muestra Les mains ebloués de
la célebre Galería Maeght en París. A mediados de enero de 1949 regresó a
Caracas. Las obras producidas en Francia se expusieron en el Museo de Bellas
Artes, en el Taller Libre de Arte y en el Instituto Pedagógico de Caracas,
provocando polémicas. En una reseña de la época, Guillermo Meneses
comentaba: “La pintura de Otero ha de asombrar, necesariamente. Es distinta
a todo lo que habíamos visto en nuestro país. Y, además, ofrece una sensación
de quien está seguro de sí mismo [...] Podríamos decir que las líneas, las
formas, los objetos han sido profundizados, llevados hasta la honda atmósfera
enmarcada que no existe jamás en la realidad: el propio espíritu, la propia
pasión, el tino cerebro del artista” (1949, cit. en 1982, p. 36). Regresó a París
en 1950 y junto a Pascual Navarro, Mateo Manaure, Carlos González Bogen,
Perán Erminy, Rubén Núñez, Narciso Debourg, Dora Herseh, Aimée Battistini
y J. R. Guillent Pérez editaron, en marzo de 1950. la revista Los Disidentes,
alrededor de la cual se articuló un grupo del mismo nombre. Desde esta
publicación propugnaron las tendencias del abstraccionismo, la puesta al día
de los artistas venezolanos en París y atacaron los lineamientos académicos de
los viejos maestros y las ideas reaccionarias que guiaban las artes plásticas, los
salones y los museos en Venezuela. Una nueva serie de su producción artística
se inició en 1951, las Líneas de color sobre fondo blanco. En estas obras Otero
se aleja del objeto y la representación para aislar la expresión pura de las
líneas que ya estaban presentes en las cafeteras. En 1951 participa en el Salón
des Realités Nouvelles en París, viaja a Holanda y bajo los preceptos del
Mondrian inicia sus Collages Ortogonales, barras horizontales y verticales que
se entrecruzan sobre un fondo de color en una relación cromática serial. La
primera obra de este período se presentó en la exposición Espace-Lumiére, de
la Galería Suzanne Michel (París. 1952). Ese año regresa a Venezuela y
participa en la experiencia colectiva de la “Síntesis de las Artes Mayores”
organizada por el arquitecto Carlos Raúl Villanueva en los espacios de la
Ciudad Universitaria de Caracas, proyecto que constituyó “el primer gran
conjunto de arquitectura y arte que se erige en América Latina” (Marta Traba,
1994, p. 83). Sus indagaciones en la abstracción encontraron en el hecho
arquitectónico una significativa posibilidad de desarrollo que se aprecia en el
campus de la Universidad Central de Venezuela, para la cual realizó cuatro
murales y un vitral para la Facultad de Ingeniería, en 1954, una Policromía
para la Facultad de Farmacia, (1957) y otra para la Facultad de Arquitectura y
Urbanismo (1956). Antes de su participación en el proyecto de Villanueva,
Otero había realizado cinco paneles en mosaico y aluminio para el Anfiteatro
José Ángel Lamas de Caracas de 1953, en dos de cuyos mosaicos ya se
aprecian los principios de los Coloritmos; así como Mástil Reflejante (torre
corrugada de aluminio y concreto) para la Estación de Servicio Las Mercedes,
Caracas 1954; y Panel en mosaico y aluminio, Banco Mercantil y Agrícola.
Caracas 1954. Otero realizó sucesivamente el plafón para el Teatro del Este,
Caracas 1956; un Vitral para la casa de Alfredo Boulton, Caracas 1956; la
Policromía de la Unidad Residencial El Paraíso, Caracas 1957; Policromía,
Edificio Easo, Caracas 1959; Panel en relieve monocromo, Acuario Colinas de
Carrizal, Carrizal 1959; Color Senital, Capilla del Ancianato Fundación Anala
y Armando Planchart, Tanaguarena, 1974. En la Escuela de Artes Plásticas y
Artes Aplicadas de Caracas se desempeñó como profesor de Composición y
Análisis (1954-55) y Vitrales (1956). Dictó clases de Apreciación Artística en
el Taller Libre de Arte. En esta época (1954-56) desarrolló la serie
Horizontales Activas, en las que replanteó problemas ópticos, búsquedas y
movimiento y el desarrollo de las posibilidades del color. Entre 1955 y 1960
trabajó en la etapa de los Coloritmos, tablones verticales pintados al duco.
Otero trabajó esta serie con pintura industrial aplicada con compresor y
plantillas sobre láminas de fórmica alejándose de esta manera de las calidades
pictóricas para insistir en las puramente compositivas. En 1956 el Museo de
Arte Moderno de New York adquiere el Coloritmo Nº 1. Este año Otero es
incluido en la representación venezolana a la XXXVIII Bienal de Venecia con
5 obras. Los Coloritmos tendrán repercusión latinoamericana y le merecerán a
Otero reconocimientos en Barranquilla (1957) y Sao Paulo (1959). Con
motivo del desacuerdo con los criterios manejados en la entrega de premios
del XVIII Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, en 1957, sostuvo una
célebre polémica con Miguel Otero Silva defendiendo el abstraccionismo y la
modernidad. Hasta ese momento Alejandro Otero había publicado artículos
combativos que habían despertado polémicas, como la que sostuvo con Mario
Briceño Iragorry en 1952, pero en esta ocasión, Otero Silva y él usaron las
páginas de El Nacional y El Universal, para revelar que a los abstraccionistas
se les reprochaba una tendencia cuyo “signo es la evasión” y el “frío
invernadero de una fórmula repetida” (Otero Silva, 1957, cit. en Alejandro
Otero, 1993, p. 145). Interesado en el teatro, Otero realizó la escenografía para
El Dios invisible, de Arturo Uslar Pietri (Teatro Nacional, 1957), experiencia
que repetirá con las escenografías de Calígula, de Albert Camus (Teatro
Municipal, 1958) y Fuenteovejuna, de Lope de Vega (Ateneo de Caracas,
1966). En esta última el artista no dudó en crear un escenario de estructuras
puras en contraste con los vestuarios de época. En 1958 obtuvo el Premio
Nacional de Pintura en el XIX Salón Oficial Anual de Arte Venezolano con su
Coloritmo Nº 35. “En ese instante la pintura abstracta, la pintura no objetiva,
queda no solamente reconocida oficialmente, lo cual ya había tenido lugar al
participar en salones anteriores, sino que resultaba premiada como expresión
de una de las principales corrientes de nuestro lenguaje plástico. Este hecho
hubo de revolucionar el concepto estético del mensaje pictórico, dentro del
pronunciamiento genérico de las diferentes tendencias que venían revisándose
desde años atrás en Venezuela” (Alfredo Boulton, 1972, 10, p. 178). Participó,
ese mismo año. en la reformulación conceptual de la Escuela de Artes
Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas que, a partir de ese momento, se llamó
Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas, institución en la que reinició
actividades docentes. Se desempeñó como Coordinador del Museo de Bellas
Artes entre 1959 y 1960. Otero participa en 1959 en la V Bienal de Sao Paulo
donde su serie de los Coloritmos queda consagrada. A finales de 1960 viaja
nuevamente a París, donde permaneció hasta 1964. En este período su obra
sufrió profundos cambios al abandonar el riguroso y colorido abstraccionismo
geométrico de los Coloritmos en la serie Telas Blancas, desarrollada a partir
de 1960 siguiendo los postulados de la monocromía. En estas obras, el color
prácticamente desaparece. Lo único que subsiste es la aproximación a la forma
plástica en superficies monocromáticas de naturaleza informalista y factura
pastosa. Movimientos como el informalismo, el pop art y el nuevo realismo
europeo, muy en boga en los primeros años de la década de los sesenta, fueron
determinantes en el surgimiento de una nueva serie dentro de su producción.
Es así como en 1962 desarrolló los Ensamblajes y Encolados que retoman los
postulados de Marcel Duchamp y variantes de artistas como Louise Nevelson,
en Collages de cartas manuscritas sobre puertas carcomidas por el tiempo,
como en Bonjour M. Braque, de 1961, o ensamblajes monocromos como El
Alicate Azul, de 1961 o Serrucho horizontal, de 1963. Ese año participa con 3
obras en la VII Bienal de Sao Paulo. Regresó a Caracas en 1964. Fue
nombrado vicepresidente del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes,
INCIBA, cargo que desempeñó hasta 1966. Comenzó a trabajar los Papeles
Coloreados, serie que constituyó una verdadera síntesis de sus búsquedas: el
rigor geométrico y la expresión informal expresadas a través de recortes de
periódico teñidos en diversos colores y pegados a manera de líneas y planos
puros. En estas obras “testimonio del tiempo al igual que las cartas, sitúa
Otero el color hecho forma en el espacio” (Inocente Palacios, 1969. p. XX).
Un año después, junto a Jesús Soto y Víctor Valera, representó a Venezuela en
la XXXIII edición de la Bienal de Venecia con 49 obras de diferentes
períodos. En 1967 inició una nueva etapa dentro de sus búsquedas al iniciar
obras tridimensionales. Hasta ese momento las obras de Otero habían
mantenido en su participación urbana una discreta fórmula bidimensional. “El
estallido se produjo cuando el soporte plano se volvió insuficiente para
contener ese espacio y expresarlo” (Alejandro Otero, 1990, p. 49). A partir de
ese momento el interés que Otero confiere a la ciencia y la tecnología perfiló
el nuevo rumbo de su obra. Frente a un equipo multidisciplinario inició, ese
mismo año, el proyecto de la Zona Feérica de El Conde, concebido como un
gran espectáculo en homenaje a Caracas en el cuatricentenario de su
fundación, coordinado por Inocente Palacios. En este proyecto, las estructuras
ideadas por los artistas participantes eran el centro de las actividades
recreativas. Dentro de este contexto desarrolló las esculturas Rotor, Vertical
vibrante oro y plata, Estructura sonovibrátil, Noria hidroneumática, Torre
acuática e Integral vibrante, inauguradas en 1968, año en el que se instaló
Vertical Vibrante en la ciudad de Maracay y en el que se desarrolló mi
especial interés por las artes gráficas realizando aguafuertes. Junto a
Humberto Sánchez Jaimes y Luisa Palacios produjo monotipos originales para
el libro Humilis herba con textos de Aníbal Nazoa en una edición de 40
ejemplares numerados. La Gobernación del Estado Bolívar creó, en 1971, el
Salón Anual de Pintura Alejandro Otero. Ese mismo año obtuvo la beca de la
John Simón Guggenheim Memorial Foundation. Gracias a ella se incorporó al
Centro de Estudios Visuales Avanzados del Instituto Tecnológico de
Massachusetts (MIT) donde continuó sus investigaciones sobre las esculturas
cívicas y sus nexos con la realidad natural (luz, viento, clima) para crear
“enormes volúmenes en acero inoxidable, dé aparente fragilidad,
transparentes, con aspas en direcciones contrarias, cuerpos con movimientos
internos y externos, torres astrales para una comunicación aún no codificada.
Esculturas que son ecos de luces y vientos” (Juan Carlos Palenzuela, 1990, p.
7). Durante su permanencia en el MIT, participó en equipos
multidisciplinarios que estudiaron y practicaron la relación entre arte y ciencia
en el mundo contemporáneo. Las obras realizadas durante su permanencia en
esta institución (maquetas para obra a escala cívica y doméstica) se expusieron
en la Galería Conkright en 1972. En 1973 Otero comenzó a trabajar en la serie
de pintura Tablones, “una variante de las ‘líneas de color sobre fondo blanco
de 1951, o como las obras preparatorias de los Coloritmos. Pero más
‘espaciales’ que éstos y en “puro color” (José Balza, op. cit., p. ,122). En los
Coloritmos, Otero había incluido el blanco como color pero en los Tablones
éste se vuelve elemento organizador. En 1975 asistió como invitado especial a
la XIII Bienal de Sao Paulo, Brasil, donde presentó un audiovisual con
películas, 1.000 diapositivas y 11 pantallas sobre sus investigaciones artísticas.
El Estado venezolano donó, en 1976. la escultura Ala Solar al Gobierno
colombiano. Esta fue instalada frente al Centro de Administración Distrital en
la avenida Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá. Junto con Miguel Otero Silva y
Manuel Espinoza, introdujo el proyecto de creación de la Galería de Arte
Nacional, que inició sus actividades en 1976, año en que Otero realizó, en
México, dos exposiciones individuales. En esa oportunidad donó la obra Casa
Solar para ser colocada en la entrada del futuro Museo Rufino Tamayo, artista
que al referirse a Otero expresó “hay en él una especial inquietud en descubrir
nuevas posibilidades plásticas [...] pero lo más importante es que, en cada
experimento que ha realizado, ha resuelto cosas, las ha convertido en hechos
definitivos. Creo que es un precursor, alguien que se adelanta a los
movimientos que vendrán” (El Nacional, Caracas, 31 de enero de 1976). En la
sede del Centro de Información y Turismo del Gobierno de Venezuela en
Nueva York, se presentó el audiovisual Presentation and scale models of
sculptures by Alejandro Otero. Fue nombrado Presidente de la Comisión
Especial de Artes Plásticas del Consejo Nacional de la Cultura (CONAC).
Con motivo del bicentenario de la independencia de Estados Unidos, el
Gobierno venezolano ofreció a este país la escultura Delta Solar. La donación
fue aceptada por el Congreso de Estados Unidos. La obra se instaló, un año
después, en el jardín oeste del Museo del Aire y del Espacio, en Washington,
lo que significó un alto reconocimiento a la trayectoria del artista. Otero
participó, en 1977, en el proyecto concebido por la Corporación Olivetti para
rendir homenaje a Leonardo da Vinci y a un artista contemporáneo que
resumiera algunas claves de la filosofía de la empresa, como la relación entre
el espacio y los sueños de los hombres, la integración de la técnica con los
elementos de la naturaleza. Esto le permitió presentar su Estructura Solar, un
paralelepípedo conformado por 54 aspas y más de 10 metros de altura. La obra
fue instalada en el patio de honor del Castello Sforzesco en Milán, lugar donde
Leonardo proyectó realizar un monumento ecuestre a Ludovico Sforza. En
1980 la obra fue colocada permanentemente en el Palacio Olivetti en Ivrea,
Italia. En 1979 ilustró el libro de Orlando Araujo Alejandro Otero, el niño que
llegó hasta el sol (Caracas, Ediciones María di Masse, 1979). Representó a
Venezuela en la XL Bienal de Venecia, celebrada en 1982. Allí se presentó
con 13 obras de mediano tamaño, maquetas, 50 dibujos, diapositivas y dos
estructuras: Abra Solar y Aguja Solar, las cuales fueron instaladas a la entrada
de la sede de la Bienal y en El Lido de Venecia. El cineasta Ángel Hurtado
realizó los videos Alejandro Otero en Venecia y Abra Solar y las cuatro
estaciones. Al año siguiente, las estructuras que participaron en la Bienal de
Venecia fueron instaladas en la Plaza Venezuela y frente a la sede de
Interalúmina, en Ciudad Guayana, respectivamente. La serie de Émbolos
vibratorios, llevarán a mediano formato las proposiciones ya formuladas y
cumplidas con sus esculturas a escala monumental. En los espacios del Museo
de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía lmber se realizó, en 1985, la más
grande exposición retrospectiva de su obra. La muestra incluyó 763 piezas que
abarcaban todas las etapas de su producción plástica. En 1986 instaló en la
Plaza La Democracia, en el Complejo Hidroeléctrico Raúl Leoni Guri, Estado
Bolívar, la Torre Solar, obra que, a juicio del artista, fue su obra más
importante hasta ese momento (Anne de Blanco, 1986, p.28). Se incorporó, en
1987, al Centro de Investigaciones IBM de Venezuela como investigador
visitante. Con la asistencia de Ana Margarita Blanco experimentó con las
posibilidades del diseño con computadora, cuyos resultados fueron
publicados, dos años más tarde, en Alejandro Otero: Saludo al siglo XXL libro
que el artista dedicó como un tributo a los hombres de ciencia. La Primera
Bienal de Arte de Guayana, celebrada en 1987, en el Museo de Arte Moderno
Jesús Soto sirvió de marco para rendirle homenaje. A esta institución
museística donó, al año siguiente, treinta y tres obras para su colección. En
1990 la Galería Propuesta Tres mostró, por primera vez al público, los
Monocromos. Con el artículo “Sólo quisiera ser puntual” obtuvo el Premio
Henrique Otero Vizcarrondo al mejor artículo de opinión, publicado en El
Nacional. Ese año fallece a los 69 años. Por decreto presidencial y como
homenaje póstumo el 14 de agosto la Fundación Museo de Arte La Rinconada
asumió el nombre de Fundación Museo de Artes Visuales Alejandro Otero. La
Gobernación del Estado Bolívar creó el Premio de Artes Plásticas Alejandro
Otero. Representó en 1991 a Venezuela en la XXI Bienal de Sao Paulo con 75
obras y le es otorgada una Mención Honorífica post-mortem. Se presentó en
ese evento el video Alejandro Otero: Arte para el siglo XX, realizado por
Xavier Sarabia. En conmemoración del primer aniversario de su fallecimiento,
el Museo de Artes Visuales Alejandro Otero organizó una exposición que
incluyó la versión definitiva de los Collages Ortogonales realizados por medio
de la computadora y el primer ensayo de escultura para la intemperie en color
Una flor para Nora. Dos de sus obras fueron restauradas e instaladas en la
autopista Caracas-La Guaira: Abra solar y Los Cerritos, esta última realizada
con Mercedes Pardo. La Fundación Galería de Arte Nacional (FGAN) posee
de Otero varias obras, pertenecientes a sus diversas etapas.

EXPOSICIONES INDIVIDUALES
] 945: Librería La Francia, Caracas.
1948: Still-life: Themes and Variations, Salón de Las Américas, Unión
Panamericana, Washington.
1949: Cafeteras, Museo de Bellas Artes, Caracas. Taller Libre de Arte,
Caracas. Instituto Pedagógico de Caracas.
1957: Coloritmos, Galería de Arte Contemporáneo, Caracas.
1960: Coloritmos de Alejandro Otero, Museo de Bellas Artes, Caracas.
1962: Coloritmos y relieves de París, Museo de Bellas Artes, Caracas. Líneas
Blancas sobre Fondo Blanco, Galería El Muro, Caracas. Obras de Alejandro
Otero. Sala de Exposiciones, Fundación Eugenio Mendoza, Caracas.
1963: Galería Wulfengasse, Klagenfurt, Austria.
1964: Ensamblajes y Encolados, Sala de Exposiciones, Fundación Eugenio
Mendoza, Caracas.
1965: Papeles Encolados, Sala de Exposiciones, Fundación Eugenio Mendoza,
Caracas.
1966: A Quarter of a Century of the Art of Alejandro Otero: 1940-1965,
Galería Signáis, Londres,
1971: Coloritmos 1960-1971, Galería Conkright, Caracas.
1972: Obra Serigráfica 1, Galería Conkright, Caracas. Alejandro Otero: A
Retrospective Exhibition, Universidad de Texas, Austin.
1973: Maquetas de Esculturas, Galería Conkright, Caracas.
1974: Tablones, Galería Conkright, Caracas.
1975: Retrospectiva, Galería Adler-Castillo, Caracas. A Retrospective The
University of Texas Art Museum, Austin.
1976: Retrospectiva, Museo de Arte Moderno, Ciudad de México. Otero:
Obra Serigráfica, Galería Pecanins, Ciudad de México.
1978: Centro de Arte El Parque, Valencia.
1980: Obra Serigráfica, Galería Rafael Monasterios, Escuela de Artes
Plásticas Rafael Monasterios, Maracay, Edo. Aragua.
1985: Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Allen/Wincor Gallery,
Nueva York. 4 x Otero para el 86, Galería Miguel & Fuenmayor, Caracas.
1987: 15 Tablones, Galería Oscar Ascanio, Caracas.
1990: Saludo al Siglo XXI, Museo de Arte de Coro, Edo. Falcón. Saludo al
Siglo XXI, Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber. Saludo al
Siglo XXI, Sala Ipostel, Caracas. Monocromos, Galería Propuesta Tres.
Caracas. La Búsqueda de las Estructuras de la Realidad, Museo, de Arte
Moderno Jesús Soto, Ciudad Bolívar, Edo. Bolívar.

EXPOSICIONES PÓSTUMAS
1990: Tributo al Maestro Alejandro Otero 1921-1990, Galería de Arte
Nacional, Caracas. Las Estructuras de la Realidad, Museo de Arte Moderno
Jesús Soto, Ciudad Bolívar. Edo. Bolívar.
1991: Las Estructuras de la Realidad, Museo de Bellas Artes, Caracas. Las
Estructuras de la Realidad, Museo de Arte Moderno Jesús Soto, Ciudad
Bolívar, Edo. Bolívar. Últimos Trabajos, Museo de Artes Visuales Alejandro
Otero, Caracas.
1993: Memorabilia, Sala de Arte Sidor, Ciudad Guayana, Edo. Bolívar.
Alejandro Otero: 1921-1990, Centro de las Artes, Edo. Bolívar.
1994: Líneas de Luz, esculturas virtuales de Alejandro Otero, Museo de Artes
Visuales Alejandro Otero. Caracas.
1995: Exploraciones Inéditas: Joyas de Alejandro Otero. Museo de Artes
Visuales Alejandro Otero, Caracas.
1997: Coloritmos de Alejandro Otero, Museo Alejandro Otero, Caracas.

PREMIOS
1941: Primer Premio y Mención Honorífica, Concurso de Carteles, II
Exposición del Libro Venezolano, Caracas.
1942: Premio de Mérito Especial para Alumnos de la Escuela de Artes
Plásticas, III Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, Museo de Bellas Artes,
Caracas.
1945: Premio Andrés Pérez Mujica y Premio Emilio Boggio, III Salón Arturo
Michelena, Ateneo de Valencia, Edo. Carabobo.
1957: Premio CAVA, IV Salón D’Empaire. Maracaibo, Edo. Zulia. Premio
John Boulton, XV1I1 Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, Museo de
Bellas Artes, Caracas.
1958: Premio Nacional de Pintura, XIX Salón Oficial Anual de Arte
Venezolano, Museo de Bellas Artes, Caracas.
1959: Mención Honorífica, V Bienal de Sao Paulo.
1960: Primer Premio. II Salón Interamericano de Pintura, Barranquilla,
Colombia.
1964: Premio Nacional de Artes Aplicadas (compartido con Mercedes Pardo),
XXV Salón Oficial Anual de Arte Venezolano. Museo de Bellas Artes,
Caracas.
1966: Premio de Esmalte (compartido con Mercedes Pardo), Muestra
Internacional de Artesanía Artística, Stuttgart, Alemania.
:
1991: Mención Honorífica post-mortem, XXI Bienal de Sao Paulo.

COLECCIONES
Air and Space Museum. Washington D.C., USA.
Ancianato Fundación Anala y Armando Planchart Tanaguarena, Edo.
Miranda.
Anfiteatro José Ángel Lamas, Caracas, Distrito Federal.
Ateneo de Valencia, Edo. Carabobo.
Banco Mercantil y Agrícola, Caracas. Distrito Federal.
Base Naval Contralmirante Agustín Armario, Puerto Cabello, Edo. Carabobo.
Cadafe, Caracas, Distrito Federal.
Compañía Anónima Teléfonos de Venezuela (CANTV), Caracas, Distrito
Federal.
Centro Artístico de Barranquilla, Colombia.
Centro de Administración Distrital. Bogotá, Colombia.
Dallas Museum of Fine Arts, Dallas, USA.
Edificio Banco Consolidado. Caracas. Distrito Federal.
Edificio Banco del Libro. Caracas, Distrito Federal.
Edificio Easo. Caracas, Distrito Federal.
Estación de Servicio Las Mercedes. Caracas, Distrito Federal.
Fundación Cisneros, Caracas, Distrito Federal.
Fundación Galería de Arte Nacional. Caracas, Distrito Federal
Fundación Museo de Artes Visuales Alejandro Otero, Caracas, Distrito
Federal.
Fundación Museo de Bellas Artes, Caracas, Distrito Federal.
Galería Municipal de Arte Moderno. Puerto La Cruz, Edo. Anzoátegui.
Hospital Clínico de Maracaibo, Edo. Zulia.
Instituto Autónomo Biblioteca Nacional, Caracas, Distrito Federal.
Interalúmina, Ciudad Bolívar, Edo. Bolívar.
Metro de Caracas, Caracas, Distrito Federal.
Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, Caracas, Distrito
Federal.
Museo de Arte Contemporáneo Francisco Narváez, Porlamar, Edo. Nueva
Esparta.
Museo de Arte de Barcelona, Edo. Anzoátegui.
Museo de Arte Latinoamericano, OEA, Washington D.C., USA.
Museo de Arte Moderno, Bogotá, Colombia.
Museo de Arte Moderno de Mérida, Edo. Mérida.
Museo de Arte Moderno Jesús Soto, Ciudad Bolívar, Edo. Bolívar.
Museo de la Universidad de Sao Paulo, Brasil.
Museo Jacobo Borges, Caracas, Distrito Federal.
Museo Rufino Tamayo, Ciudad de México, México.
Museum of Modern Art, New York, USA.
Museum of University of Arizona, USA.
Palacio Olivetti, Ivrea, Italia.
Residencia Presidencial La Casona, Caracas, Distrito Federal.
Teatro del Este, Caracas. Distrito Federal.
Sidor, Ciudad Guayana, Edo. Bolívar.
Unidad Residencial El Paraíso, Caracas, Distrito Federal.
Universidad Central de Venezuela, Caracas, Distrito Federal.
Universidad Simón Bolívar, Caracas, Distrito Federal.

DOCUMENTOS AUDIOVISUALES CON REFERENCIA AL ARTISTA


Alejandro Otero. Programa Viva el Arte (VHS / color / sonido / español).
Producción: Universidad Simón Bolívar. Caracas, 1987. Ubicación: Unidad de
Medios Audiovisuales — Universidad Simón Bolívar y Videoteca Museo de
Bellas Artes de Caracas.
Alejandro Otero: Arte para el siglo XXL Programa Reportaje Abierto
(BETA /color / sonido / español). Dirección: Xavier Sarabia, Producción:
Universidad Nacional Abierta. Caracas, 1991. Ubicación: Departamento de
Extensión Universitaria — Universidad Nacional Abierta y Videoteca Museo
de Bellas Artes de Caracas.
El Arte Constructivo Venezolano. 1945-1965 Génesis y Desarrollo. Parte í
Serie Arte, Cuadernos Lagoven (Betacam / color / sonido / español / 50 min.).
Dirección: Manuel de Pedro, Producción: Cochano Films.
Caracas, 3986. Ubicación: División Audiovisual — PDVSA.

FUENTES
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Archivo Museo de Bellas Artes.
Balza, José, Un color demasiado secreto, Caracas, Ediciones Maeca, 1985.
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Boulton, Alfredo. Alejandro Otero. Milán, O. Ascanio Editores. 1984.
Boulton, Alfredo, Alejandro Otero, Caracas, OCI, 1966.
Calzadilla. Juan. Pintura venezolana de los siglos XIX y XX, Caracas.
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—El arte en Venezuela, Caracas, Ediciones Especial del Círculo Musical,
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AMZ
CRÉDITOS: Textos: Esmeralda Niño Araque. Departamento de
Investigación, Fundación Galería de Arte Nacional, Investigación de Fuentes
y Selección de Imágenes: Luis Rafael Bergolla, Caracas, 2000.

Alirio Palacios
Nació en Tucupita, estado Delta Amacuro, el 7 de diciembre de 1938. Pasa su
infancia en el campo petrolero de San Tomé, donde cursa la primaria. Estudia
secundaria en la población de El Tigre, estado Anzoátegui. Se traslada a
Caracas para seguir arte puro y artes gráficas en la Escuela de Artes Plásticas
y Artes Aplicadas, donde estudia con Alejandro Otero, Mateo Manaure,
Rafael Ramón González. Gert Leufert y Gego. A su egreso del plantel, en el
año 1959, es un pintor paisajista, tendencia de la que se irá apartando. En el
Salón Oficial de 1961 recibe el Premio Roma, con el que da inicio a una serie
de viajes de estudio por ciudades y centros de enseñanza artística del mundo:
cursa pintura en la Academia de Bellas Artes de Roma, 1961; grabado en la
Universidad de Bellas Artes de Pekín, 1962-1965; aguafuerte y diseño en la
Universidad de Arte de Varsovia, 1968; grabado en la Academia de Arte de
Berlín Occidental, 1969; artes gráficas en el Centro de Grabado
Contemporáneo de Ginebra, 1973-1974; mezzotinta en la Universidad de
Cracovia, 1974-1975. y otros. Ha trabajado en el campo de la docencia del
diseño, además de ser cofundador del TAGA y del CEGRA. Ha sido
comisario en una serie de eventos artísticos nacionales en el extranjero, y
dirigió el Venezuelan Art Center en EE UU. Ha recibido numerosas
recompensas, siendo las más significativas el Premio Nacional de Artes
Plásticas 1977; primer premio. II Salón de Dibujo Actual de Venezuela,
FUNDARTE, Caracas, 1980; premio adquisición, 1 Bienal Nacional de Artes
Visuales, Museo de Bellas Artes, Caracas. 1981; y el Premio Andrés Pérez
Mujica. Salón Arturo Michelena, Valencia. 1981.
Héctor Poleo
Nació en Caracas el 20 de agosto de 1918 y falleció en esta misma ciudad el
25 de junio de 1989. A los once años fue inscrito en la Academia de Bellas
Artes de Caracas, donde recibió clases de Marcos Castillo y Antonio Esteban
Frías. Al egresar de ésta, en 1937, realizó su primera exposición individual, en
el Ateneo de Caracas, y obtuvo su primera recompensa: Medalla de Plata, en
la Exposición Internacional de París. Al año siguiente partió a México y se
inscribió en la Academia de San Carlos, desde donde siguió de cerca el trabajo
de Diego Rivera, su principal influencia de esta época. Al comenzar los
cuarenta inició una gira por los países andinos y en 1944 se encuentra
instalado en Caracas. Al poco tiempo viajará a Nueva York, donde
permanecerá hasta 1948, a lo largo del período surrealista de su obra. En 1948
se trasladó por primera vez a Europa y se residenció en París, donde trabaja
continuamente hasta el año de su regreso a Caracas, en 1959. Empieza ahora
una etapa marcada por la influencia del estilo de la abstracción geométrica en
obras inspiradas en temas folclóricos o indígenas. En 1953 participó en la
Bienal de Sao Paulo y al año siguiente en la Bienal de Venecia, en
representación de Venezuela. A raíz de presentar su obra en la Feria
Internacional de Bruselas, se residenció definitivamente en París, en 1960.
Principales exposiciones individuales: MBA, 1941, 1946, 1950; en esta misma
institución se presentó una retrospectiva de su obra en 1974; Unión
Panamericana. 1945 y Biblioteca del Congreso, 1948, Washington, D.C.;
Galería de Arte Contemporáneo, 1957; Museo de Arte Moderno, Ciudad de
México, 1974; Embajada de Venezuela en París, 1978; Galería Acquavella,
1950, 1979, 1980. 1982; una segunda retrospectiva de su obra se efectuó en el
MACC, en 1986. Principales recompensas: segundo y primer premios del
Salón Arturo Michelena, Valencia, estado Carabobo. 1944 y 1950,
respectivamente; obtuvo el Premio Oficial de Pintura en el Salón Anual de
Arte Venezolano. 1947: Beca Guggenheim, Nueva York, 1947/1948; segundo
premio del II Salón Planchart; Premio Hispanoamericano de Arte, La Habana,
1955; mención, I Festival Internacional de Pintura, Cagnes-sur-Mer. Francia.

César Rengifo
Nació en Caracas en 1915. Falleció en esta misma ciudad en 1980. Estudió en
la Academia de Bellas Artes de Caracas entre 1930 y 1935. Dentro del
proceso de reforma de esa institución fue enviado a Chile en 1936 por el
Ministerio de Educación para estudiar técnica y enseñanza de las artes
plásticas y artes aplicadas. Después permaneció en México desde 1937 hasta
1938, donde se aplicó al estudio de la pintura mural en la Academia de San
Carlos y Escuela La Esmeralda. En 1939 hizo un curso de artes gráficas en la
reformada Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas, Además
de pintor, Rengifo fue dramaturgo, poeta, periodista y promotor cultural. En
su gestión como director de Cultura de la Universidad de Los Andes, fundó en
1959 la Escuela de Artes Plásticas de Mérida. En 1954 obtuvo el Premio
Nacional de Pintura y también el Premio Arturo Michelena, en el Salón
Oficial y en el Salón Arturo Michelena, de Valencia, respectivamente.
Recibió, asimismo, los galardones Andrés Pérez Mujica y Antonio Esteban
Frías en el primero de los salones mencionados. En 1955 realizó el mural en
mosaico titulado El mito de Amalivaca en el Centro Simón Bolívar, Caracas.
En 1973 concluyó el mural Creadores de la Nacionalidad en el Paseo de Los
Próceres, Caracas. Principales exposiciones individuales: Club Caracas. 1938;
Nueva York, EE.UU, 1947; MBA, 1949; Galería Acquavella, 1980. En 1974
se efectuó una exposición retrospectiva de su obra en el Palacio de las
Industrias, Pro-Venezuela, Caracas.

Armando Reverón
Nació en Caracas el 10 de mayo de 1889. Hizo primeras letras en Valencia y
en 1908 entró a la Academia de Bellas Artes de Caracas, de la cual egresó en
1911 para dirigirse a España. Aquí estudió en la Escuela de Bellas Artes de
Barcelona y en la Academia San Femando, Madrid. En 1914 pasó seis meses
en el norte de Francia y en París, donde tomó contacto con la pintura
impresionista. Regresó a Caracas en 1915, para intervenir informalmente en
las actividades del Círculo de Bellas Artes, del cual se le considera un
representante. En 1919 conoció a Nicolás Ferdinandov, pintor ruso de paso
por Venezuela, quien tuvo notable influencia sobre él. Aconsejado por
Ferdinandov, Reverón se estableció en Macuto, donde en 1923 comenzó a
construir El Castillete, su morada y taller para el resto de su vida. Falleció en
mayo de 1954. De su obra se realizaron exposiciones individuales en la
Academia de Bellas Artes en 1911 y 1920 y en la UCV, 1921 (con Brandt
Monsanto y el propio Ferdinandov, organizador del evento); Taller Libre de
Arte, 1949; Centro Venezolano Americano, 1951; MBA (retrospectiva), 1955.
Póstumamente se le han consagrado retrospectivas en el MACC, 1979 y 1989;
GAN, 1989 y Museo Reina Sofía, Madrid, 1991. Obtuvo Premio Distinción
Sobresaliente en el Concurso de Fin de Año de la Academia de Bellas Artes,
1911; Premio John Boulton en el Salón Oficial de Arte Venezolano, 1948. En
1953 recibió el Premio Oficial de Pintura del mismo Salón.
Bárbaro Rivas
Nació en Petare, estado Miranda, el 4 de diciembre de 1893. No asistió a
escuela de primeras letras ni tampoco a academia o taller de pintor alguno.
Niño expósito, fue entregado para su crianza a un honorable matrimonio de
Petare, del que recibió los principios y la práctica de la fe católica. En 1925
descubrió la pintura y realizó sus primeros murales para fachadas y zaguanes
de Petare. En 1937 estableció su vivienda y taller en una casa situada a un
costado de la iglesia del Calvario, en Petare. En 1949 el crítico Francisco Da
Antonio identificó sus primeras obras, presentadas luego por primera vez en
una colectiva, junto a las de otros pintores ingenuos, en el Bar Sorpresa, de
Petare, en 1954. En 1956 fue revelada su obra en una exposición individual
celebrada en el MBA. Al año siguiente trabajos de Rivas fueron incluidos en
el colectivo enviado a la Bienal de Sao Paulo en representación de Venezuela.
Allí recibió una mención honorífica adjudicada a título de artista ingenuo.
Bárbaro Rivas falleció en Petare el 12 de marzo de 1967. Obtuvo el Premio
Arístides Rojas del Salón Oficial de Arte Venezolano en dos oportunidades,
en 1956 y en 1960. En ese mismo concurso, en 1963, ganó el Premio Federico
Brandt. Una exposición retrospectiva de su obra se llevó a cabo en la GAN,
con motivo del centenario de su nacimiento, en 1993. Otras exposiciones:
“Obra retrospectiva”, en la Galería del Círculo Musical, 1966 y “Obra
reciente”, en la Galería 22, 1966.

Braulio Salazar
Nació en Valencia, estado Carabobo, el 23 de diciembre de 1919. Aquí hizo
sus estudios de manera autodidacta. Hacia 1937 asistía informalmente a los
cursos de Antonio Edmundo Monsanto y Pedro Ángel González, en la Escuela
de Artes Plásticas de Caracas. Por esta época adhiere a la manera airelibrista
de los pintores de la escuela de Caracas. En 1945 fundó en Valencia el Taller
de Dibujo y Pintura del Rotary Club, el cual, bajo su orientación, iba a
convertirse en 1948 en la actual Escuela de Artes Plásticas Arturo Michelena,
la cual él mismo dirigió durante 23 años, hasta su jubilación en 1970. Aquel,
mismo año, 1948, Salazar viajó a México para a estudiar la técnica de la
pintura al fresco con los maestros del realismo social. En 1950 viajó por
Francia e Italia. Obtuvo el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1976. En dos
ocasiones, en 1948 y 1963, ganó el Premio Arturo Michelena en el Salón del
mismo nombre, en Valencia, estado Carabobo. Ha realizado hasta la fecha
numerosas exposiciones individuales, especialmente en el Ateneo de Valencia,
en 1937, 1938, 1940, 1942, 1945, 1963, 1965, 1979 y en la Sala de
Exposiciones de la Fundación Mendoza, 1966. En 1975 se celebró una
exposición retrospectiva de su obra en la Sala Pro-Venezuela, a la cual siguió,
en 1985, la exposición antológica que la GAN le consagró. El Museo de Arte
Moderno de Valencia lleva su nombre.

Jesús Soto
Nació el 5 de junio de 1923 en Ciudad Bolívar, estado Bolívar. Estudió en la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas entre 1947 y 1947. Egresado de ésta,
pasó a dirigir la Escuela de Artes Julio Árraga, de Maracaibo, hasta 1950.
Aquel 1950 viaja a Francia y se radica definitivamente en París (con
temporadas de residencia en Venezuela). De una obra tímidamente
estructurada bajo la influencia de los últimos paisajes de Cézanne, en París
Soto, da un salto creativo a la pintura abstracta con la invención súbita del
cinetismo, el cual, aunque lejanamente inspirado en varios antecedentes
históricos, surge en el caso de Soto de una indagación personal orientada a la
búsqueda de vibraciones visuales que provocan la impresión de movimiento
virtual. Exposiciones individuales más importantes: Taller Libre de Arte,
Caracas, 1949; Galerie Denise Rene. París, 1956, 1967; MBA, 1957, 1971;
London Signáis Gallery, Londres, 1965; Galería Estudio Actual, 1969; Museo
de Arte Moderno de la Ciudad de París, 1969: Museo de Arte Moderno de
Bogotá, Colombia, 1972: Salomón Guggenheim Museum, Nueva York, 1974;
Museo Nacional de Arte Moderno, Centro Georges Pompidou, París, 1979;
Palacio de Velázquez, Madrid, 1982; MACC, 1983; MBA, 1993. Desde 1995
la Galería Durban abrió una exposición permanente llamada “Espacio Soto”.
Recompensas: Premio Nacional de Artes Plásticas, Caracas, 1960; Medalla de
Picasso de la Unesco. 1981; entre otras muchas distinciones fue, además,
designado Miembro Titular de la Academia Europea de las Ciencias, las Artes
y las Letras, París, 1981; Premio Pedro Ángel González. Gobernación del
Distrito Federal, Caracas, 1995; Gran Premio Nacional de Escultura de
Francia, 1995. Además es Commandeur de L’Ordre des Arts et des Lettres de
Francia, 1993 y Gran Cordón de la Orden del Libertador, Venezuela, 1996.
Con motivo del gran premio que le otorgó el Gobierno de Francia, el Musée
Jeu de Paume prepara una retrospectiva de más de doscientos cincuenta obras
del artista, la cual viajará por distintos países del mundo a partir de 1996. La
representación de Soto en la Bienal de Sao Paulo, en 1996, dedicada al tema
de lo inmaterial en el arte (la desmaterialización), fue la más comentada en la
confrontación artística. “A Bienal de Jesús Soto” dice titular del Jornal do
Brasil.

Víctor Valera
Nació en Maracaibo, estado Zulia, el 17 de febrero de 1927. Estudió en la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas hasta 1950, fecha en que empezó a
asistir al Taller Libre de Arte. En 1950 regresó a Maracaibo para trabajar con
Jesús Soto en la Escuela de Artes Plásticas que este último dirigía. Por esta
época marchó a París, donde frecuentó el taller de arte abstracto de Vasarely y
Dewasne y comenzó a experimentar en formas ópticas resueltas sobre un
plano. De regreso en Caracas, en 1956, adoptó el hierro para su obra,
convirtiéndose en uno de nuestros primeros escultores en emplear este
material. Efectuó por entonces varios murales para la Ciudad Universitaria de
Caracas y sus primeras obras exentas fueron colocadas en la Urbanización 23
de Enero. En 1966 su obra formó parte del envío venezolano a la Bienal de
Venecia y al año siguiente realizó una gira por Estados Unidos. En 1970 inició
su labor docente en la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas. En 1958
obtuvo el Premio Nacional de Escultura en el XIX Salón Oficial, en Caracas.
Sus exposiciones individuales más importantes se han celebrado en el Ateneo
de Caracas, 1965; Sala Mendoza. 1966; Estudio Actual 1969, 1974, 1975,
1980; Centro de Bellas Artes de Maracaibo, estado Zulia, 1973; GAN, 1982;
Galería Durban, 1985. En Bogotá, Colombia, expuso en la Biblioteca Luis
Ángel Arango, 1974. Se hizo acreedor también del primer premio del II Salón
D’Empaire, Maracaibo, 1956; del primer premio del Salón Arturo Michelena,
Valencia, 1972 y en 1982 ganó el primer premio de la I Bienal Nacional de
Escultura. Francisco Narváez, Porlamar, estado Nueva Esparta.

Diego Barboza
Nació en Maracaibo, estado Zulia, el 4 de febrero de 1945. Hizo estudios en la
Escuela de Artes Julio Árraga, de Maracaibo, estado Zulia. Establecido en
Caracas, intervino en las actividades del Círculo El Pez Dorado, al que
adscribió en 1963. Barboza toma el camino de la nueva figuración, y continuó
mostrando sus obras en este estilo a lo largo de los años sesenta. Viaja a
Londres donde estudia e investiga en The London New Arts Lab, y aborda
aquí un arte participativo y conceptual, fundado en la actuación corporal, que
luego continuará desarrollando en Caracas, a su regreso a esta ciudad, en
1973. En los últimos tiempos, el artista ha vuelto a la pintura de vehemente
cromatismo, gestualización figurativa y factura expresionista. Expuso de
manera individual en la Galería el Círculo del Pez Dorado y en la Galería Polo
& Bot, esta última en 1966. Presentó en el Museo de Bellas Artes una serie de
obras con el título de “Seres y enseres”, 1991. Otras intervenciones
particulares: Galería Uno, 1993 y Galería Félix, 1994. Ha recibido
distinciones de importancia, tales como el primer premio de dibujo del Salón
el Círculo El Pez Dorado, 1965; el Premio Henrique Otero Vizcarrondo en el
Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, MBA. 1968: primer premio Ernesto
Avellán. Sala de la Fundación Mendoza, 1973; premios Emilio Boggio, y
Antonio Edmundo Monsanto en el Salón Arturo Michelena. Valencia, estado
Carabobo, 1973 y 1974, respectivamente, y Premio Municipal de Pintura del
Distrito Federal. 1986.

Emilio Boggio
Nació en Caracas el 2 de mayo de 1857 y murió en París el 7 de junio de
1920. Después de pasar su infancia y adolescencia en Caracas marchó en 1878
a París e inició allí sus estudios de pintura, asistiendo desde 1883 a la
Academia Julián, donde fue alumno de J. P. Laurens y tuvo por condiscípulos
a Cristóbal Rojas, Arturo Michelena y Rivero Sanabria. En este centro entró
en contacto con Henri Martin, en compañía del cual pintó en varios sitios en
Francia. En 1907 y 1909 trabajó en Italia, en donde realizó buen número de
marinas en un estilo vigoroso que marcó decisivamente el resto de su obra. En
el Salón de los Artistas Franceses fue galardonado en 1883 con una mención
de honor y en el mismo concurso, en 1899, obtuvo la medalla de segunda
clase, mención Hors de concours. En 1900 estableció contacto con Monet y
Pissarro e inició su evolución hacia el impresionismo, estilo dentro del cual se
ha estudiado toda su obra realizada desde entonces hasta 1920. En 1919
regresó por una corta temporada a su ciudad natal, Caracas, y aquí efectuó, en
la Escuela de Música y Declamación, una exposición de 53 de sus obras,
exposición que tuvo significativa influencia en la pintura venezolana. Boggio
también exhibió su obra de manera individual en las Galerías Georges Petit de
París, en 1925. Póstumamente se le consagró una retrospectiva en la Sala
Mendoza. A partir de esta fecha, Boggio fue alcanzando más y más reputación
internacional. En 1982, con motivo de la celebración de los 125 años de su
natalicio, la Sala de Exposiciones de la Gobernación del Distrito Federal
realizó una muestra de obras del artista titulada “Pinturas de Emilio Boggio”.

Martha Cabrujas
Nació en Caracas el 23 de noviembre de 1946. Cursó estudios de cerámica en
la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas, de 1963 a 1967. AI egreso de
ésta se consagró profesionalmente a las artes del fuego, realizando piezas no
utilitarias, con formas figurativas minuciosamente modeladas en arcilla. A
partir de los ochenta combinó su trabajo en cerámica con otras técnicas como
la talla en madera y las incrustaciones. Ha ejercido como docente en la
Escuela de Artes Visuales Rafael Monasterios, de Maracay, y en el Instituto
Politécnico de Barquisimeto. Se desempeñó también como jefe del Taller de
Cerámica del CONAC. Exposiciones individuales más importantes: Instituto
de Orientación en Arte. 1970; Galería del Centro Profesional, Barquisimeto,
estado Lara, 1971; Sala de Exposiciones de la Plaza Bolívar, 1973; Galería
Viva México. 1975 y 1978; Galería Euro Americana, 1984; Galería
Artisnativa, 1989; MACCSI, 1991.

J.M.Cruxent
Nació en Sarria, cerca de Barcelona, España, en 1911, símbolo de la gente que
va a pie, concuerda con mi personalidad, porque “soy un andariego”, expresa
él mismo. Su vida ha sido un continuo andar: “trota patria, trota bosque, trota
ríos y trota selva” lo definió con acierto don Alfredo Boulton, quien también
señala que caminar por Venezuela, recorrer sus rutas y explorar sus sitios, ha
sido la tarea esencial de José María Cruxent.
Adentrarse en la prehistoria de Venezuela ha sido su misión. Muy pocos como
el conocen el campo arqueológico venezolano, desde el Delta del Orinoco, río
de cuyas fuentes fue uno de los descubridores, hasta Los Andes, pasando por
Cariaco, Barinas, Falcón, Los Llanos y Nueva Cádiz de Cubagua, ciudad
cuyas ruinas desenterró”. El hilo conductor de ese camino, es el “alma de los
objetos”: “cualquier cosa que cae en mis manos” dice, si no tiene alma, no me
interesa”.
El testimonio de los profesionales, discípulos y amigos cercanos a Cruxent
ofrece una interesante visión acerca de su compleja y polémica personalidad.
Alberta Zucchi, antropóloga alumna, lo define como “un gran observador y un
hombre fundamentalmente de campo; un hombre de olfato, de percepción, de
conexión. Puede haber visto un objeto veinte años antes, quién sabe en qué
lugar, y puede conectarlo con algo que acaba de ver en estos momentos. Y
tiene el don, al mismo tiempo, de extraer de allí una nueva interpretación que
sirva modernamente para algo…”
Marcel Roche, fundador del Instituto Venezolano de Investigaciones
Científicas, expone una aguda definición del personaje. “Desde el inicio, en
1959, cuando colaboramos por primera vez, me llamó la atención su
curiosidad, su actividad febril y su tendencia a no aceptar ningún dato y
ninguna teoría por dados. En efecto, la originalidad es lo que caracteriza a
Cruxent, no pertenece a ningún dogma ni a ninguna escuela...
En el aspecto físico, Cruxent es una persona de enorme temple y fortaleza, en
sus expediciones, ha podido vivir en las peores condiciones por largo tiempo,
sin inmutarse. Tiene a la vez un candor y una agudeza que lo hacen
enormemente atractivo. Como todo hombre original con dejo de genio, es
polémico, pero su honestidad intelectual es absoluta y muchas veces
comprobada. Por ello, y a pesar de ser en gran parte autodidacta, ha podido
realizar una carrera brillante en las ciencias de la arqueología y la
antropología...
Hay un aspecto de Cruxent que no se puede dejar de lado, su actividad
artística. Cruxent ha dibujado y pintado y, en los principios de la década del
60 fue uno de los adalides del movimiento informalista del país. Detrás de
todo ello, está en Cruxent una admiración por el surrealismo de André Bretón
y otros, una creencia en la alquimia y lo acuito que, lejos de entorpecer su
obra científica, la enriquece. Y están los gatos, criaturas sutiles y algo
misteriosas que siempre lo rodean.
La infancia de J.M. Cruxent transcurrió en su pueblo natal. Las primeras
imágenes testimoniales, han sido armadas con los recuerdos narrados por él.
lodos ellos conducen hacia la estructura de una personalidad que integró,
desde niño, una extraordinaria sensibilidad hacia la naturaleza que le permitía
saber entenderse y comunicarse con el “hombre natural primigenio; una
inmensa fuerza intuitiva que le aproxima a la alquimia, al conocimiento de la
magia; un gran interés por el hallazgo, por la búsqueda de objetos entenados;
una imaginación desbordada hacia las leyendas que podría remitir a las
lecturas de viajes fantásticos por las cuales atraviesa todo niño (Julio Verne,
por ejemplo) y dotes hacia el dibujo y la pintura que ponía en práctica rayando
una pared.
Claudio Perna
Claudio (Giusseppe Antonio) Perna Fermín / Milán, 20.12.1938-Holguín,
Cuba, 10.2.1997
Artista conceptual y fotógrafo, hijo del italiano Berardo Perna y la venezolana
Isabel Fermín. Pasó su infancia y adolescencia en la Italia sacudida por los
sucesos de la Segunda Guerra Mundial y los duros años de la posguerra.
Terminó sus estudios primarios en Brescia y a finales de 1955 llegó a
Venezuela; en 1958 termina sus estudios secundarios en el liceo Andrés Bello
e ingresa a la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de
Venezuela, donde sigue cursos hasta 1961, sin terminar la carrera. Al año
siguiente viaja a Estados Unidos en un momento en que la obra de Marcel
Duchamp se ramificaba en las tendencias vanguardistas de la época. En 1963
comienza en la UCV sus estudios de geografía, que concluye con honores en
196S: gran parte de su obra creativa girará en torno a las revelaciones de esta
disciplina, de la cual fue profesor e investigador. En 1965 realizó obras
blancas a la manera de Fontana con papel, telas blancas sobre mazonite
(algunas de ellas en la colección de la Galería de Arte Nacional) y objetos
encontrados. En 1966 expuso con Elsa Gramcko en la galería Gamma y al año
siguiente comenzó su inquietante experimentación fotográfica, que lo llevará
desde la manipulación de los elementos de laboratorio hasta la realización de
imágenes-concepto más allá de valores fotográficos establecidos —aún
vigentes en aquel momento—, trastocando incluso los preceptos de autoría y
trascendencia artística.
Sobre este respecto María Teresa Boulton calificó sus fotos de “conceptuales
y extremadamente subjetivas” y a su autor de “uno de los personajes más
importantes de la fotografía venezolana” (1990, p. 71). Entre 1967 y 1968
realizó con Margarita D’Amico y Gladys Uzcátegui fotos documentales de
Caracas que llamó “fotografías dirigidas”. Siguiendo sus indagaciones
visuales, termina su primera película súper 8, Yolanda, en 1969, y al año
siguiente publica fotos sin cámara en la revista Letras Nuevas y filma Expe I
con Margarita D’Amico. De esta manera sus trabajos comienzan a ser
complicados ensamblajes multidisciplinarios que buscan recolectar y
condensar campos de imágenes como retroproyecciones, diapositivas y otros
recursos audiovisuales en experiencias en vivo. En 1971 viaja a México y
realiza experiencias visuales; en 1972 comienza a trabajar con polaroid y
publica sus fotos en la revista Extramuro. Junto con Eugenio Espinoza
emprende trabajos al aire libre en los médanos de Coro y Tucacas, siendo
éstas las primeras muestras de land art en Venezuela. En 1973 es incluido en
las referenciales exposiciones de la Sala Mendoza, Once tipos (en las que
participará hasta 1979), y emprende sus obras con fotocopiadora, de enorme
trascendencia: al volverlo un medio expresivo, revirtió los conceptos de obra
única haciendo “originales” con la cámara oscura de la xerox, de valor
plástico autónomo al concepto que las mueve. Incansablemente realizó
frottages con clichés de prensa y transferencias con rubbing. En 1975 expuso
fotografías y fotocopias en el Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá, junto
con Jaime Arduas y Camilo Lleras, colaboró con Charlotte Moorman en sus
dos presentaciones en Caracas, participó en el XII Festival de Vanguardia de
Nueva York y fundó los núcleos de las colecciones de las actuales División
Audiovisual y el Departamento de Cartografía de la Biblioteca Nacional y un
centro de documentación personal que llamó RADAR —Centro de Arte y
Ecología—. El interés de Perna por los mapas fue absorbido en su propia obra:
como señala Luis Ángel Duque, Perna y Miguel von Dangel “realizaron —
secreta y libremente— las primeras indagaciones conceptuales sobre la
constitución de nuestro territorio, utilizando cartografías impresas como
soporte” (“Nueva cartografía para el siglo XXI”, en Venezuela: nuevas
cartografías y cosmogonías, p. 8). Por otra parte, continuó sus actividades
experimentales: realizó proyecciones en la vidriera de la librería Cruz del Sur
(que repetirá en 1979), y en 1977 organiza el I Festival de Diapositivas en la
Sala Mendoza. Al año siguiente expone en la Galería de Arte Nacional
Fotografía anónima de Venezuela, donde subvierte el concepto de autor al
escoger fotos casuales y negativos desechados unidos en un discurso personal.
Sus trabajos de dibujo, que unieron la escritura y el trazo lineal siguiendo una
tradición venerable (como Brujo del estado Yaracuy [1978, FGAN]), llamaron
la atención de Juan Calzadilla: “Claudio Perna reconstituye escenas de género,
retratos o poses fotográficas, con una o más figuras, partiendo de una línea
formada por una escritura que, a tiempos que va silueteando las formas de la
representación figurativa, introduce en ésta, mediante la caligrafía, una lectura
paralela, antinómica” (1981. p. 56).
Como actividad docente de la exposición publicó en mimeografía Arte de
concepto, donde expuso por primera vez sus ideas. En 1981 apareció
Evolución de la geografía urbana en Caracas (UCV. Caracas), un clásico en su
materia, y La naturaleza, la huella y el hombre (libro xerox). En 1984
concluye Material para la invención y la creación y en 1992, Comprensión y
retos del ambiente Tierra(hombre, aún inéditos. Algunos de estos trabajos,
además de ser profundas reflexiones sobre los problemas del arte y su relación
con la corriente de la vida —temas caros a su autor—, son verdaderas puestas
en escena tipográficas no exentas de planteamientos plásticos unidos a una
metodología científica. En este sentido la influencia de Simón Rodríguez es
palpable. En la década de los ochenta Perna termina de elaborar sus conceptos
de “arte pensamiento” y “arte sentimiento”, derivados personales de la
corriente conceptual e inicia su iconografía pictórica en trabajos de acrílico
sobre tela. Hacia 1987-88 empieza a firmar obras que realiza en colaboración
con Luis González, con la fecha ‘‘s. XXF. Posteriormente trabaja a partir de
proyección de fotografías la figuración y sus llamadas “flores
impresionantes”. Cuando recibe el Premio Nacional de Artes Plásticas se
reconocía no sólo su trayectoria como pionero, e investigador sino como un
artista que se valía de cualquier, medio visual para indagar en la esencia del
arte mismo y sus efectos en el hombre. Después de una penosa enfermedad.
Perna fallece, en Holguín a comienzos de 1997. Parte de su colección
iconográfica fue donada por el artista a la Biblioteca Nacional. “Utilizando la
marginalidad de los medios artísticos. Claudio Perna ha terminado por definir
una estética de la marginalidad con sus trabajos en fotocopias, polaroids,
eventos conceptuales, grabados y dibujos en una personal proposición, donde
cada uno de estos dos últimos medios se convierte en una posibilidad de
renovación. Su trabajo ha sido una verdadera iconografía urbana y social a
partir de la experiencia personal. De tal modo que su obra, más que una
investigación sistemática se desarrolla como un diario abierto donde se
inscriben también algunos testimonios y testigos de afuera, no sólo el
acontecimiento íntimo. Ha tratado la imagen con pasión, tratando de producir
imágenes de intercambio, recurso para su verdadero propósito: el intercambio
de imágenes con un público que no soporta ver ajeno y pasivo. Quizás como
ningún otro, para Perna la fotografía utilizada con medios sencillos y casi
rústicos es tan sólo un medio para atrapar la mitología del instante. Pero al
detener lo fugaz, también se establece la serie y la metáfora. Y como una
evolución en el tiempo, de las fotos también pasa al trabajo que denomina
“fotografías”, manera de esencializar de un viejo clisé familiar o encontrado al
dudoso azar, aspectos sincréticos que dan base a una nueva obra. Algo
parecido sucede con sus “acupinturas” donde hay un volitivo olvido de las
facturas reconocidas y de los tratamientos efectistas, para ir al encuentro del
saber fresco del talento y la liviandad entusiasmante de las nuevas soluciones.
Todo un decir nuevo dentro de temas eternos” (Roberto Guevara, 1981, s.p.)

Edgar Sánchez
Nació el 28 de septiembre de 1940 en la aldea de Aguada Grande, estado Lara.
En 1954 ingresó a la Escuela de Artes Plásticas Martín Tovar y Tovar, de
Barquisimeto, donde estudió con José Requena. Entre 1960 y 1966 cursó
estudios en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UCV. Establecido
en Nueva York en 1970, trabaja en el Print-making Workshop hasta 1972, año
en que regresa a Caracas. Aquí se consagra a la pintura mientras realiza labor
docente en la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas, en el Instituto de
Diseño de la Fundación Neumann y en el CEGRA, del cual fue fundador junto
con Manuel Espinoza y Luisa Palacios. Entre sus numerosas exposiciones
individuales presentadas hasta ahora, destacan las celebradas en: MBA, 1968;
Universidad Centro Occidental, Barquisimeto, estado Lara; Robertson Center
for Arts and Sciences, Nueva York, 1973; Galería Estudio Actual, 1976 y
1979: GAN, 1977; Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza, 1982:
Museo de Barquisimeto, estado Lara, 1983; Galería Freites, 1987 y 1996.
Recompensas más importantes: primer premio para Dibujo y Grabado. Salón
Nacional de Dibujo y Grabado de la UCV, 1963; premios Roma, Henrique
Otero Vizcarrondo y José Loreto Arismendi, Salón Oficial de Arte
Venezolano. 1965; primer premio del Salón Nacional de Dibujo y Grabado,
Facultad de Arquitectura y Urbanismo, UCV, 1966; Premio Andrés Pérez
Mujica del Salón Arturo Michelena, Ateneo de Valencia, estado Carabobo;
tercer premio del Salón de Dibujo, Grabado y Diseño, Universidad de Los
Andes, Mérida, estado Mérida, 1975; tercer premio del Primer Salón
internacional de Artes Gráficas, Museo Municipal de Artes Gráficas,
Maracaibo, estado Zulia. 1977; segundo premio del XXXVÍ Salón Arturo
Michelena, Ateneo de Valencia, estado Carabobo; primer premio del Salón
Nacional del Dibujo Nuevo en Venezuela, FUNDARTE-BCV, 1979.

Ramón Vásquez Brito


Nació el 29 de agosto de 1927 en Porlamar, estado Nueva Esparta. Inició sus
estudios de arte en la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas,
de la que, una vez egresado, continúa siendo profesor. En 1949 viaja a Buenos
Aires para seguir un curso de litografía en la Escuela Superior de Bellas Artes
Ernesto de la Cárcova. De regreso en Caracas, reanuda su trabajo en la
Escuela asumiendo, además del taller de vitrales, las clases de grabado y luego
de pintura y dibujo. Comienza por esta época, bajo la influencia de Cézanne,
una labor de síntesis en su pintura que lo llevará de paso por el cubismo y,
después de 1954, al arte abstracto-geométrico, en el cual milita durante
algunos años, realizando varias policromías para los superbloques del 23 de
Enero. En 1958 pasa a ser subdirector de la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas, llamada a partir de 1959, Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas y
en la cual Vásquez Brito enseñó por algún tiempo más. En 1962 participa por
Venezuela en la Bienal de Venecia. Exposiciones individuales más
importantes; Galería Antú, Buenos Aires. 1950: MBA, 1962; Sala de
Exposiciones de la Fundación Mendoza, 1966; Galería de Arte Moderno,
1967, 1968, 1970, 1972, 1974; Galería Drouant, París, 1973; Centro de Arte
Alejandro Freites. 1978, 1981; Galería Arte Contacto, 1979. Recompensas:
Premio José Loreto Arismendi, X Salón Oficial de Arte Venezolano, MBA,
1949: Premio Nacional de Artes Plásticas, XI Salón Oficial de Arte
Venezolano, MBA, 1950; segundo premio. II Salón de Artes Plásticas y
Aplicadas del estado Aragua, Casa de la Cultura, Maracay, estado Aragua;
Premio Antonio Edmundo Monsanto, XXIV Salón Arturo Michelena.
Valencia, estado Carabobo; Premio Arturo Michelena, XXVI Salón Arturo
Michelena, Ateneo de Valencia, estado Carabobo.

Ender Cepeda
Nace en Maracaibo - Estado Zulia, Venezuela, en 1945

Estudios Realizados
. .
Escuela de Arte Neptalí Rincón, Maracaibo, Estado Zulia
Centro Experimental de Arte de la Universidad de Los Andes, Mérida. Estado
Mérida.
Reside actualmente en Caracas. Venezuela

Exposiciones Individuales
1974 — Galería Universitaria Víctor Valera. Maracaibo, Estado Zulia
1978 — Centro de Arte Euroamericano. Caracas, Distrito Federal
1981 — Sala Julio Amaga, Maracaibo, Estado Zulia
1988 — Centro de Arte Euroamericano, Caracas, Distrito Federal
1990 — La Alianza Francesa, Maracaibo, Estado Zulia
1993 — Ambrosino Gallery, Coral Gables. Florida, USA
1994 — Centro de Arte Euroamericano, Caracas, Distrito Federal
1995 — Galería de Arte de la Universidad Simón Bolívar, Caracas, Distrito
Federal
1995 — Galería Art Nouveau, Maracaibo, Estado Zulia
1999 — 700 Arte y Antigüedades, Maracaibo, Estado Zulia
2000 — Galería Medicci, Caracas, Distrito Federal
2001—Galería Medicci, Caracas. Distrito Federal

Exposiciones Colectivas
1972 — Primer Salón de Artistas Jóvenes — Maracaibo, Estado Zulia
1972 — Salón Río Hacha — Bogotá, Colombia
1973 —Encuentro Nacional de Artistas Plásticos — Maracay, Estado Aragua
1975 — Primer Salón de Pintura y Dibujo — Maracaibo, Estado Zulia
1977 — Taller Telemaco — Maracaibo, Estado Zulia
1978 — Salón Fondene — Porlamar, Estado Nueva Esparta
1980 — Indagación de la Imagen — Galería de Arte Nacional — Caracas,
Distrito Federal
1981 — Salón de Occidente — Mérida, Estado Mérida
1981 — 14th Bienal de Sao Paulo — Sao Paulo, Brasil
1982 — Los Nuevos Dibujantes — CANTV — Caracas, Distrito Federal
1982 — 30th Salón Arturo Michelena — Valencia, Estado Carabobo
1983 — 2da Bienal de Artes Visuales — MACCSI — Caracas. Distrito
Federal
1983 — Nuevos Retratos de Bolívar — GDF — Caracas, Distrito Federal
1983 — Centro de Arte Euroamericano — Caracas, Distrito Federal
1985 — Museo La Rinconada — Caracas, Distrito Federal
1986 — 2da Bienal de La Habana — La Habana. Cuba
1987 — Centro Arte Venezolano de New York — New York, N.Y, USA
1987 — La Alianza Francesa — Caracas, Distrito Federal
í 987 — Salón de Artes Visuales Dior — Caracas, Distrito Federal
1990 — Museo de Bella Artes, — Caracas. Distrito Federal
1991 —Ateneo de Caracas — Caracas, Distrito Federal
1991 — Museo de Arte Moderno — Bogotá. Colombia
1992 —Pabellón de Venezuela — Sevilla, España
1993 — Museo de Arte Contemporáneo Mario Abreu — Maracay. Estado
Aragua
1997 — Sala Celarg, Caracas, Distrito Federal
1997 — Casa de América — Madrid. España
Í998 — Museo de Arte Contemporáneo del Zulia, Maracaibo, Estado Zulia
1999 —Museo de Arte Contemporáneo del Zulia, Maracaibo. Estado Zulia
2000 — Palacio de las Academias. Caracas. Distrito Federal
Premios y Reconocimientos
1975 Beca de Trabajo — Salón de Pintura y Dibujo — Maracaibo, Estado
Zulia
1978 Segundo Premio — Salón Fondene — Porlamar. Estado Nueva Esparta
1981 Primer Premio Salón de occidente, Mérida, Estado Mérida
Mención de Honor — Salón de Artes Visuales Dior — Caracas, Venezuela

Representado
Galería de Arte Nacional — Caracas. Venezuela
Museo de Arte Moderno de Mérida — Mérida, Venezuela
Museo de Arte Contemporáneo — Punta del Este, República del Uruguay
Museo de Arte Moderno — Bogotá, Colombia
Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber — Caracas,
Venezuela
Museo del Bronx — New York, USA
Galería Medicci — Caracas — Venezuela

De Venus y Marianas /por Milagros Bello


Con el énfasis en la condición humana. CEPEDA crea un nuevo
planteamiento pictórico, dentro de la “Nueva Figuración Venezolana”,
tendencia que inscribe desde los años cincuenta, una fundamental ruptura con
el desgastado paisajismo. Originario del Zulia, de geografía tan particular, el
pintor marca en las telas, mitologías personales y memorias colectivas, donde
interjuegan ficción y realidad.
En la muestra, se presentan varios niveles de producción: un primer nivel, las
VENUS, donde domina la figuración erótica femenina; estampas y retratos
femeninos y desnudos de mujer. La serie “EL PINTOR Y SU MODELO “,
que enfatiza no solo el esplendor sensual de las Venus sino el autorretrato del
artista incluido en la tela. Como ejemplo, la obra. “... En la montaña de Sorte”.
La serie “ERÓTICAS”, de pequeño formato, explora el concepto del cuerpo y
sus deseos. Destacan “Autorretrato con Modelo “números 1, 2 y 5 de fuerte
expresividad erótica.
Un segundo nivel, la serie “Del Álbum Familiar “, temas de la memoria
individual. Destaca la obra.” Retrato de Dos Niños con Telón como Paisaje
“una gran teatralidad irónico-dramática; Dos niños sonríen sobre un borrico de
“juguete”: como fondo, un cuadro paisajístico, de fuertes cálidos, que los
enmarca y un ambiguo personaje de perfil a la izquierda, hay un relato
mágico-realista que enfatiza la incorrespondencia asociativa de los elementos.
Un tercer nivel, la serie de las “Marinas de Austria “madre de la infanta
Margarita, que Cepeda reconceptualiza.
Un cuarto nivel, los “ Autorretratos del Pintor “ propiamente dichos, entre
ellos, “ Autorretrato con un Ángel “: en un exterior, el pintor, con paleta y
pincel en mano, y de gran imponencia, nos mira fijamente; en las alturas, un
ángel femenino “vuela”; al fondo, un toro, una casa y el caballete a medio ver,
conforman una retórica discontinua metarrealista.
Un quinto nivel “Ensamblajes” con otro medio técnico logra nueva semiótica
de signo-objeto.

Figuraciones Femeninas: De Venus y Eróticas


CEPEDA transforma las anatomías femeninas en entidades eróticas. Figuras
de mujer, de gelatinosas y pastosas pinceladas, con amplias volumetrías de
imprevisibles contorsiones. Cuerpos sensuales de contundentes corporeidades
y “bruñidas” paletas grisáceas.
El eje es la figura femenina: mujer totalizante que atestigua su autónoma
fuerza.. Trasvasando el Renacimiento, el Barroco y la Escuela Veneciana, o
los despuntes picassianos o matissianos, el pintor construye, en el eclecticismo
más logrado, una figura de mujer que es a la vez, objetiva y dibujística, pero
también nebulosa y pastosa; que es descriptiva y emblemática pero a su vez,
también imaginaria y quimérica. Es una invención de contrapuestos, en
perfecta convivencia. Y en sentido simbólico, es una Venus Arquetipal,
odalisca de la modernidad.
Encontramos los siguientes géneros asociados a las Venus:
A — Estampas y retratos femeninos: heroínas de un mundo doméstico que la
enaltece y las resguarda. Como ejemplos: “Mujer en descanso con Ventana” y
“Mujer Sentada”.
B — Desnudos femeninos: en la más pura sensualidad: como ejemplo,
“Desnudo con Avión”: musculosa y geométrica, la frontal mujer sentada en
sofá, sostiene ilógicamente un avioncillo. Sobresalen sus descomunales parles
femeninas, de gran erotismo y presencia física. La obra “Desnudo con T.V. #1
y #2”: son inspirados en Goya. La mujer cu cada cuadro, reposa diagonal en
un canapé, acompañada de objetos no correspondientes; un pájaro volando, un
televisor. El ámbito metarrealista de la mitografía del artista se afianza.
C — La serie: “El pintor y su Modelo”: propone la eterna problemática del
pintor y de su musa; del creador, la realidad física y su transmutación a la tela.
La obra: “La espectadora # I”: la Venus posa seductora, ensimismada ante el
pintor de gruesos espejuelos, solo atento a su cuadro. Su tela, como en “Las
Meninas” de Velázquez, está a contracara y no vemos lo que pinta. Detrás de
él, una dama ubicada hacia nosotros, mira fijamente la pintura. Es un círculo
de secretos, un escenario doméstico de pasadizos laberínticos. A la derecha,
un fragmento de un pie de mujer, entaconado, “saliendo” del espacio visible
del cuadro. ¿Quien es? No sabemos.
CEPEDA incluye en cada escenario, objetos y personajes que no
corresponden al relato, creándose un misterio no develado: una
“umheimliche” o “inquietante extrañeza”, para decirlo con Freud. Un
escenario de localidades inquietantes, espacios cercados, donde surgen sujetos
o paisajes inexplicables.
D — La serie “Eróticas”: se plantea la exacerbación y la trascendencia
climática del cuerpo femenino, su poder extático, su potencia primordial, sus
límites paradisíacos: las visualidades del amor y del deseo. Destaca
la obra: “... Al Descubierto” Nº 5, en la composición arquitectónica de colores
cálidos, el pintor hace el gesto de arropar con un lienzo a su musa,
interactuando amorosamente con ella. Cromos cálidos promueven una gran
visualidad expresiva.

La Realeza Velazquiana: De Mariana de Austria.


La realeza, los soberanos, fueron iconografías de rigor en los tiempos del
poderío de las cortes. Pintores cortesanos como Velázquez y Goya, en la
pintura Española llegan a Suramérica como esquemas y transferencias
plástico-fórmales, pero también como herencias simbólicas del poder y la
autoridad jerárquica. CEPEDA retoma la estoica autoridad de Mariana de
Austria, así como otros artistas han fijado el esquema de la infanta. Es una
serie realizada mediante la reconceptualización de un original, creando
CEPEDA, un icono hierático, hipnótico, de mirada arrasante y postura
autoritaria, que aplasta cualquier mirada subalterna. El pintor supo transcribir
con sus medios personales, el rango del personaje, sin perder la sustancia
morfológica que lo caracteriza. Las Marianas de CEPEDA son materias
primitivas de una pronunciada metatextualidad, que interjuegan entre lo real y
lo metamundano.

Ensamblajes.
Objetos de la casa, de la calle, de la industria, interconectados para crear
figuras: “Personaje Freudiano”: un retrato de mujer con objetos de desecho
correctamente engranados. Sobresale un zapato del propio artista con dos
frutillas adentro, pintados con un rosado “kitsch”, en una alegoría al busto.
Cordeles, tablas, destapadores de jugo, conforman la silueta y las
corporeidades internas. Personaje Andrógino, con cabeza en madera recostada
y ojos hipnóticos, planta su porte indubitable. “Cabeza de Diablo”, con una
batea de madera pintada de blanco como fondo y calcomanías de mariposas,
inicia el delineamiento de un tótem antropológico.
La base de una plancha es el rostro, de corte africano; tornillos, alambres y
casquillos de balas forman los detalles de la cara que semeja una máscara
arcaica.
El conjunto es heterogéneo en sus temáticas pero en todos los trabajos
permanece el erotismo de la iconografía femenina, el misterio y la
incongruencia de los elementos mágicorrealistas de carácter Latinoamericano.
Los hilos conductores: la mirada del pintor a lo femenino y la capacidad de
crear el misterio y la extrañeza en la teatralidad de las escenas.

Caracas, Venezuela Enero del año 2000


GEGO

A modo de introducción / Iris Peruga

A la luz de hoy y cada vez de modo más evidente la obra de Gego aparece
como una de las más creativas, originales y conmovedoras de las realizadas en
nuestro país. Aunque producida simultáneamente al desarrollo del movimiento
cinético en Venezuela, desde la perspectiva actual se muestra totalmente
diferente al desarrollo a todo cuanto ha hecho el arte venezolano, y a mucho
de lo que ha hecho el internacional de los últimos treinta o cuarenta años. El
modo como Gego expresa directa e indistintamente sus temas en diversos
medios: dibujo, grabado o escultura, deja ver que en su obra se diluyen y
amalgaman desde temprano los límites tradicionales entre las diferentes
técnicas o modalidades artísticas.
Nacida en Hamburgo, Alemania. Gego (Gertrud Goldschmidt) llegó a
Venezuela en 1939. Penúltima de los siete hijos, de una reputada familia judía,
banquera por tradición, se había graduado en 1938 de arquitecto-ingeniero en
la Facultad de Arquitectura de la Escuela Técnica de Stuttgart (hoy
Universidad de Stuttgart). Hallándose a la sazón en el proceso de obtener su
diploma, en vísperas de la escalada nazi, Gego fue la última en dejar su país
de origen. Por ello, le correspondió liquidar las últimas pertenencias de la
familia y tirar la llave de la casa paterna al río, para emigrar, a los 27 años,
recién graduada, a donde el viento la llevara.
Siempre nos habíamos complacido en pensar que el viento quiso traerla aquí,
a Venezuela. Y algo de cierto podría haber en ello, ya que el modo en que le
fueron otorgados una visa y un contrato de trabajo en Caracas parece signado
por el destino. La carencia de un visado de residente había hecho imposible
que se quedara en Londres, donde se había refugiado su familia. Gego, que no
hablaba español y no había pensado nunca en Latinoamérica como una
opción, había tratado en Londres de conseguir un visado para algún país de
habla inglesa. Pero, todavía en Alemania, y pensando en una eventual
emigración, también había hecho llegar sus papeles a algunos amigos y.
cuando ya ni pensaba en ello, recibió este escueto mensaje: “Visa OK. Sigue
contrato. Firmado: Salomón, Caracas — Venezuela”. Hay que anotar que no
tenía idea de dónde quedaba Caracas, ni dónde Venezuela. Pero, ante la
necesidad de cumplir la palabra empeñada de salir de Inglaterra, se animó a
aceptar esa opción. Aquí conoció al poco tiempo al empresario alemán Ernst
Gunz, con quien contrajo matrimonio en 1940, y a quien dio dos hijos: Tomás
y Bárbara.
Es evidente que Gego tuvo, ya desde joven, la rara sabiduría de aceptar lo que
la vida le daba: lugares, personas, cosas. Y aquí le dio un entorno propicio
para que pudiera desplegar su talento creativo de un modo personal e
independiente. No podemos imaginar qué o cómo habría sido su obra en otro
lugar, pero sabemos que aquí conoció años más tarde, tras su divorcio de
Gunz, al publicista, dibujante, pintor y escultor Gerd Leufert, de origen
lituano-alemán. Convertido en su compañero y guía. Leufert estimuló
poderosamente sus capacidades innatas: “Él me enseñó a ver y descubrir, algo
que no se aprende con la ingeniería o la arquitectura” (Gego en Montero
Castro, 1977).
Entre 1953 y 1955, en la soledad de Tarma, pueblo de montaña cercano a
Caracas donde Gego y Leufert se mudaron poco después de conocerse,
tuvieron ocasión no sólo de practicar el castellano sino también de poner a
prueba sus capacidades como creadores. Su noción de lo moderno parece
haber sido por entonces afín a la de aquellos artistas europeos que habían
renovado el lenguaje a partir del postimpresionismo y del cubismo.
Gego realizó allí numerosos paisajes (a veces frente al motivo, pero con gran
libertad de interpretación) en colores saturados de acuarela o tempera, y
retratos al lápiz o en tinta. Son obras exquisitas, de vocación expresionista,
que ponen de relieve la gran sensibilidad de la artista para el color y las
formas sintéticas. Pero su camino no iba a ser el del color. Hacia 1955
comenzó a realizar dibujos de líneas paralelas, también al lápiz o en tinta, sin
referencia alguna al mundo de lo real De allí partirá su obra madura, que será,
fundamentalmente, la de las configuraciones espaciales de alambre,
transparentes, aéreas e ingrávidas.
Tal vez debido a su carácter, algo tímido y retraído. Gego comenzó a trabajar
de un modo retirado, privado, y aparentemente sin pretensión alguna de
obtener reconocimiento y figuración. De todos modos, es evidente que estaba
bien informada de lo que sucedía en el mundo, y al inicio de su carrera asumió
algunos de los principios del constructivismo. Sabemos que los
constructivistas en general se negaban a considerarse artistas, según la visión
romántica o bohemia que de estos últimos privaba en las primeras décadas del
siglo. Contrariamente, estaban convencidos de que su trabajo (en el que se
planteaba la necesidad de producir arte según un sistema calculable y racional
de construcción, es decir, mediante procedimientos de lo que ahora llamamos
diseño) (Fer. 1993:91), se justificaba por la contribución que representaba para
la creación de una nueva sociedad, de modo que se aceptaban de buen grado
como productores de objetos útiles.
Tras constatar que entonces no había campo en el país para una mujer
arquitecto, durante algunos años después de su matrimonio Gego regentó un
taller en el que diseñaba y producía objetos utilitarios: muebles, lámparas y
otros. Y también, como aquellos primeros constructivistas, años más tarde se
dedicó a la docencia del diseño y la arquitectura, lo que la impulsó a
capacitarse en sus métodos de enseñanza.
Sin embargo, el tiempo en que Gego comenzó a desarrollar su obra, a
mediados de los cincuenta, no era el de aquellos primeros constructivistas. Ni
tampoco el lugar, aunque Venezuela no estaba en esa época en modo
alguno aislada y el país experimentaba entonces una determinante
transformación económica y social basada en la producción petrolera, que
respondía al afán de modernidad despertado en el país a la caída de la
dictadura gomecista.
Los creadores que frecuentaban a Gego y Leufert en su casa de Tarma y con
quienes se relacionaron, de nuevo en Caracas, fueron principalmente los
abstractos geométricos, muchos de ellos recién llegados de su aventura
parisiense para colaborar con las obras de la Ciudad Universitaria, por
invitación del arquitecto Carlos Raúl Villanueva. Éstos se inclinaban hacia la
abstracción geométrica según era concebida por los grupos que en París,
después de la segunda guerra, quisieron rehabilitar el arte moderno mediante
la adopción de la abstracción. A través de ellos Gego y Leufert se interesaron
en la abstracción pura y comenzaron a trabajar de acuerdo a las posibilidades
que brinda la geometría.
El espíritu de Gego era en extremo libre y sus búsquedas respondían a su
propia necesidad de indagar por sí misma nuevas posibilidades creativas. De
modo que nunca se integró totalmente al grupo de abstractos geométricos
venezolanos, sino que trabajó en solitario, paso a paso, un tanto, al margen de
las corrientes en boga en el país y confiando sólo en sí misma, en sus propias
capacidades: las que su exigente formación le había proporcionado y las
adquiridas en el estudio y la práctica del arte moderno y el entrenamiento de la
visión que llevó a cabo al lado de Leufert en el entorno natural de Tarma.
A diferencia de buena parte de nuestros abstractos geométricos, cuya obra se
gestó en París en contacto con artistas abstractos que podrían ser considerados
como de tercera generación, la de Gego se gestó en Caracas en contacto con
las ideas más progresistas de la época y en un clima de efervescencia creativa
apoyado en el estudio y conocimiento de los grandes creadores del siglo. Por
otra parte, sin duda fueron muy importantes para la concreción de algunos de
sus recursos las visitas a museos y galerías de Nueva York, que tuvo ocasión
de realizar en los años sesenta. Es muy probable, por ejemplo, que en 1959-60
viera la muestra de Buckminster Lippold, un influyente escultor para la época.
La obra de Gego, por su carácter abierto, calado y transparente y por su
tendencia a lo curvo, tiende a lo dinámico. Parece que responde a un contexto
de posguerra (en el que podrían inscribirse las obras de Naum Gabo y Antoine
Pevsner) que, interesado en las teorías de la física nuclear, se inclinaría hacia
una concepción movida, ondulante y dinámica de las formas abstractas: una
concepción nacida, no de los conceptos mentales clásicos provenientes de una
geometría teórica, sino de un pensamiento que en lugar de formas estáticas
maneja relaciones y funciones. A mediados de los cincuenta, este concepto
dinámico de las formas extenderá su búsqueda hacia los procesos ópticos, que
en algunos casos llevarán al cinetismo.
Sin embargo, ya que Gego nunca planteó en su obra una búsqueda intencional
de la vibración o del movimiento real o virtual en el arte (aunque algunos de
sus trabajos de los primeros años lleguen a producir tales efectos), es difícil
considerarla como una artista cinética. Gego no asume la tecnología como
fundamento de sus investigaciones. Y si bien su material de trabajo más
frecuente fue el alambre o, en ciertas épocas, las tiras de chapa metálica, las
cabillas e, incluso, las cuerdas de nylon, materiales todos provenientes de la
industria, probablemente debido al modo como la artista los concibe,
considera y estructura van erosionado su carácter industrial para adquirir un
carácter estético. Pero el objetivo de Gego no es esteticista. Su trabajo nunca
esconde o disimula los recursos técnicos de construcción. De modo que si bien
su obra inicial podría ubicarse en el contexto general de las tendencias
constructivistas de posguerra, es notorio que no tardó en desestabilizarlas,
introduciendo múltiples retos a la concepción ortodoxa del constructivismo.

La línea en Gego
Sabemos que es suficiente el trazado de una sola, línea sobre el papel en
blanco para que se perciba la existencia del espacio. Y así surge la obra de
Gego, que de una línea pasa a muchas y del papel pasa al espacio real. En éste
la línea tiene cuerpo físico (por muy sutil que pueda ser), y para desplegarse
en él y relacionarse con otras líneas, según la estructura deseada, requiere de
puntos de apoyo y articulaciones. De acuerdo al modo como Gego concebía el
despliegue espacial de las líneas debían ser sus puntos de apoyo y conexión, y
al modificar o cambiar sus propuestas espaciales éstas requerían otros sistemas
o modos de conexión.
Tal como intentaremos demostrar, los cambios de un sistema estructural a otro
manifiestan cambios de sentimiento, concepto y comprensión de la naturaleza
del espacio en sí y ponen de relieve la relación objetiva y subjetiva que la
artista fue estableciendo con él. Parecen responder a una visión cada vez más
amplia, profunda y vital de sus cualidades.
Por ello, la obra de Gego no puede calificarse fuera de este proceso de cambio
de estructuras que indica cambio de visión. Observadas las diferencias que
producen estos cambios estructurales, se percibe en ellas la existencia de al
menos tres etapas mayores, producto de tres modos de aproximación a sus
elementos expresivos para el logro de esas configuraciones espaciales. Estos
diferentes modos estructurales son estrictamente diacrónicos; mientras la
artista se encuentra en el proceso de imaginar, ensayar y diseñar nuevas
configuraciones formales que, con frecuencia, tienen que ver con la
experimentación de nuevos y diferentes materiales, no deja de trabajar con los
materiales ya conocidos tratando de llevar al límite sus posibilidades
expresivas.

El sistema estructural
Podríamos considerar una primera etapa, la de las líneas paralelas, que se
inicia en 1957 y se prolonga, aunque con importante variaciones en los
materiales, hasta aproximadamente 1971. Pero en 1969 Gego desarrolla otro
sistema estructural que dará nacimiento a otra etapa durante algún tiempo
superpuesta a la primera. Gego trabaja en este primer período tanto en sus
dibujos y grabados como en sus esculturas casi exclusivamente con líneas
páratelas. Constituidas las esculturas inicialmente por líneas de materiales
rígidos, la búsqueda de la artista se abre cada vez en mayor medida hacia los
materiales y soluciones formales más flexibles que indican una libertad
creciente para la invención de configuraciones lineales que se despliegan en el
espacio y se confunden con él.
Con el uso de las paralelas la obra de Gego se presenta como perteneciente a
la más rigurosa actualidad. Es decir, pese a su singularidad, se ubica
conceptual y formalmente dentro de lo que podríamos considerar la gran
tradición estética del constructivismo. Esa actualidad, además, se concibe
como una relación con el espacio fenoménico, el espacio de la experiencia
cotidiana. Las obras se ubican como tales en el espacio real.
La segunda etapa, que surge en 1969 y se disuelve en la siguiente hacia
aproximadamente 1976, muestra un sistema de redes o mallas, cuyo punto
inicial parece haber sido la obra Reticulárea. 1969. No obstante. Gego siguió
trabajando durante años todavía en el sistema de líneas paralelas, aunque ya
estas paralelas, ahora preferentemente verticales, hubieran comenzado a
desvirtuar el paralelismo socavando los principios de la geometría. En las
obras concebidas como redes o mallas la visión del espacio es de tal modo
abierta que se llega a una sensación de infinitud, a la idea de que las obras
podrían desplegarse sin fin en un espacio cósmico, más allá del espacio
contingente de la realidad.
Hacia 1976 y hasta el final de su vida, Gego desarrolla una tercera etapa en la
que hace pequeñas piezas murales de alambre y otros materiales varios que
denomina dibujos sin papel. No hay en estas obras un sistema de
configuración lineal único y definido, y la artista recurre libremente y cada
vez en mayor medida tanto a diferentes sistemas y combinaciones como a la
incorporación de elementos de uso cotidiano (incluso con frecuencia a objetos
casuales recuperados del entorno). Parece haber surgido no sólo del deseo de
trabajar con la mayor libertad de invención y manipulación, sino del de evadir
la idea del Arte con mayúsculas, del “gran arte”. El concepto del espacio se
vuelve en estas obras personal, íntimo y limitado incluso al plano ante un
muro. El espacio conquistado parece ser el de la plena libertad interior: un
espacio posiblemente subterráneo, oscuro y silencioso, donde se producen las
más inesperadas conjunciones. Es por ello que podríamos proponer para estas
últimas obras, totalmente asistemáticas, la idea de trabajos rizomáticos, de
acuerdo con las teorías de Deleuze y Guattari (1976). Con ellos la artista
parece haberse liberado de cualquier constricción estética anterior, tanto en el
sentido conceptual como formal.
Su nombre profesional proviene de las dos primeras letras de su nombre y las
dos primeras de su apellido, “muy complicado para los venezolanos”, solía
explicar Gego (en Monsalve, 1990).
Gego, en un manuscrito en español hallado entre los papeles de la artista. Se
trata, de acuerdo con sus familiares, de la traducción (realizada por Erast Gunz
en 1998) de un texto escrito en alemán por Gego (Gego. ca. 1987: s.p.).
Véase al respecto el ensayo Gego. Construcción de una didáctica, de Ruth
Auerbach, en el libro Gego 1955-1990.
Hay que señalar, no obstante, que se trata de una modernidad cuyo medio está
“dominado por la miseria, el caos y la irracionalidad aun en los centros
urbanos que pretenden inscribirse miméticamente en el desarrollo” (Traba,
1974:38).
La instalación de pinturas murales abstractas en el núcleo cultural de la
Ciudad Universitaria de Caracas se inició en 1953.
Entre estos artistas se encuentran Magnelli, Dewasne, Bill, Bloc, Vasarely,
Degand y Pillet, Dewasne y Pillet tenían incluso una academia a la que
asistieron algunos de los venezolanos. Otros, sin embargo, (Otero y Soto), se
interesaron principalmente en la obra de Mondrian (Rodríguez, 1979: 6-21).
En la publicación del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas., Contrastes
de forma (1986) se establecen cronológicamente las diferentes etapas del
desarrollo de la abstracción geométrica (Cfr. Dabrowski, 1986).
En contacto con Leufert, nombrado director artístico de la revista El Farol
desde 1957, profesor de diseño de la Facultad de Arquitectura de la
Universidad Central de Venezuela, en 1958, y contratado en 1960 como
coordinador y diseñador por el Museo de Bellas Artes (Rodríguez, 1976: XII-
XIV) para que desde allí renovara los conceptos del diseño graneo en el país,
Gego tuvo ocasión de conocer no sólo a su director, Miguel Arroyo, quien
para los momentos estaba haciendo del Museo una institución de primera línea
en América, sino también a muchos creadores de vanguardia del momento.
Debo a Lourdes Blanco la información referente a estas exposiciones.
En 1954 fue incorporada una obra de Pevsner: Dinamismo en 30 grados, a
nuestra Ciudad Universitaria. Por otra parte, Gego, en cuya biblioteca se
encuentran varios libros sobre Gabo, tenía un gran interés por la obra de éste y
se reunió con él cuando estuvo, en Nueva York (Pantin, 1981: s.p.).
De hecho, Gego parece haber estado interesada en esas teorías. En uno de sus
papeles de trabajo anota: “la realidad nuclear, tal como es percibida por la
ciencia moderna, todavía tiene que ser actualizada en arte de manera
convincente” (Gego. Papeles de trabajo, s.d.).
Según las ideas de Rene Huyghe, se trata de un pensamiento que toma en
cuenta la dinámica de las formas vivas y se interesa en las torsiones y en las
superficies cambiantes y sinuosas que pueden adquirir los nuevos materiales
industriales (en especial los plásticos y el cemento, que son moldeados para
lograr las curvas que la nueva arquitectura incorporará desde mediados del
siglo) (Huyghe, 1972, II: 22.1 y ss.).
Manuel Quintana Castillo
Nació en Caucagua, Estado Miranda, en 1928. Estudió de forma autodidáctica
y siguió cursos en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas con el
dibujante español Martín Ramón Durbán. Al principio influido por Klee y
Rufino Tamayo, Quintana Castillo supo unir su comprensión del cubismo con
una visión mágica del trópico, y de allí el rigor y el carácter poético de sus
primeras obras. Una lenta y laboriosa evolución lo impulsa hacia formas en
que se interrelaciona el grafismo y el color en una expresión de contenido
abstracto, a la búsqueda de un lenguaje autónomo que, al consignar una
expresión subjetiva personal, pueda inscribirse en un vocabulario de formas
universales.
El Taller Libre de Arte
La Exposición francesa de 1948
Los disidentes
El abstraccionismo geométrico
Dogmatismo versus livismo
La alternativa: La destrucción de los géneros
Evolución de la escultura abstracta en la década del 50
La Ciudad Universitaria y un ensayo de integración de las artes en Venezuela
Las corrientes figurativas o neofigurativas
Los informalistas
Informalismo y automatismo psíquico
Informalismo y expresionismo
Desarrollo del informalismo
El cinetismo en Venezuela
La arquitectura gráfica de Soto
El acontecimiento en la fisicromía
Los nacidos después de 1940
Los pintores ingenuos
Lo nuevo
Láminas
Índice biográfico

No son pocos los ensayos que se han hecho para presentar una historia escrita
del arte venezolano. No tenemos mas que remitirnos a los ejemplos ya
clásicos de los textos de Ramón de La Plaza, Enrique Planchart y Alfredo
Boulton. Tener presente los trabajos de estos autores es lo menos que podría
hacer quien, como nosotros, se proponga dar una visión de la continuidad
histórica de los movimientos artísticos del país. Sus estudios, llenos de
erudición, han contribuido a cimentar las bases de una tradición del ensayo de
arte en Venezuela. Y es evidente, por otro lado, que el arte mismo se ha
enriquecido con el análisis y la sistematización que, en orden a la elaboración
de una historia plástica coherente, nos ofrecen los estudios de esos
historiadores.
No creemos, en principio, que la reseña que ensayamos hacer en este libro se
aparte considerablemente de la forma cómo se ha venido estudiando el arte
venezolano, en sus etapas y en su desarrollo. Pero hemos delimitado el campo
de nuestro enfoque a un período que comprende escasamente dos siglos de
historia. Trataremos, hasta donde sea posible, de revisar las principales
realizaciones plásticas que se escalonan, en lo que se refiere a Venezuela, al
período de vida republicana, aun cuando tengamos que admitir que, desde el
punto de vista artístico, la emancipación del imperio español no representó
para el país una ruptura tan marcada como la que se aprecia en el terreno de
las ideas políticas.
Hay que decir que, en el mejor de los casos, la tradición técnica de los
imagineros de la Colonia continuó operando en muchos buenos artistas del
siglo XIX que, por el estilo de Juan Lovera, comenzaron a encontrar
inspiración en temas civiles y patrióticos. Es bien sabido que durante la
dominación española el temario artístico estaba reducido principalmente al
repertorio de imágenes religiosas que satisfacían la necesidad de proveer
figuras para el culto católico, tanto privado como oficial. Desde el punto de
vista de la representación espacial, este arte se corresponde conceptualmente
con los estilos románico y gótico europeos —incluso hasta por su
anonimismo, en el que se manifiesta un espíritu de realización colectiva. Ello
lleva implícita la noción de un enorme retraso histórico.
Sin embargo, hay que reconocer en el siglo XVIII venezolano condiciones
sociales particularmente proclives a la formación de una cultura plástica.
De los talleres del último tercio del siglo XVIII salen los primeros pintores
republicanos. Y en cuanto a la pintura popular —tan ligada a la metamorfosis
de las imágenes infinitamente reinterpretadas de un artista a otro— ésta se
prolonga a través de todo el siglo XIX, conservando las características
técnicas que ofreció durante la Colonia.
De resto, seguimos en nuestro libro un desarrollo cronológico que se atiene al
orden en que los historiadores suelen estudiar la secuencia del arte de la
centuria pasada. Se trata de una historia más conocida. Pero creemos que no se
puede pasar por alto, como lo hacen algunos estudiosos, la etapa que va de
1850 a 1870, tal vez la menos conocida del siglo, debido a la carencia de
testimonios, y durante la cual el artista venezolano, desprovisto de ambiciones
y estímulos, se consagró preferentemente al dibujo y a la acuarela para
satisfacer propósitos muy circunstanciales. Hemos identificado este período
con el nombre de “la ilustración”, no sólo por el contenido de las ideas
positivistas que dominan en ese momento, sino también por la intención
puramente documental o descriptiva —el arte se vuelve aliado de la crónica
científica que guió a la mayoría de los creadores de esta época. Martín Tovar y
Tovar supera esa contingencia que al artista le impone el prestigio de la
ciencia en una época en que sólo podía pensarse en la pintura en términos de
una óptica renacentista para lo cual los artistas venezolanos no estaban
suficientemente capacitados. El éxito de Tovar y Tovar se debe, sobre todo, a
las condiciones socio-políticas que lo llevan a convertirse en el artista oficial,
y esto explica en qué medida el creador es siempre resultado no tan sólo de su
talento sino también de las circunstancias que contribuyen a que él encarne,
con su obra, los ideales de una época. Por esto, la obra de Tovar y Tovar es
uno de los productos más genuinos del guzmancismo. Cuando desfallecen las
energías sociales, capaces de infundirle carácter creativo a una época, el arte
se empobrece y cae en las mixtificaciones y el manierismo, tai como sucede
en los últimos años del siglo XIX y comienzos del presente: El estímulo
oficial ya no es capaz de encontrar en la obra de los artistas otra cosa que el
reflejo del cansancio de una época sin mitos, insensibilizada. Artistas como
Herrera Toro no pueden menos que sucumbir a la apatía del momento
histórico.
Los tiempos modernos ofrecen lógicamente menos problemas al estudioso, y
aquí debiéramos referirnos en primer lugar al paisaje, que constituye, también
en Venezuela, el gran crisol de los nuevos rumbos que toma la pintura. Con el
paisaje aparece en nuestro país la moderna conciencia artística, y este hecho
conlleva un alto grado de influencia de la pintura francesa. Pero aún parece
estar en vigencia la opinión de Enrique Planchart según la cual el paisajismo
se inicia en Venezuela, con los pintores del Círculo de Bellas Artes.
Preferimos colocarnos en una perspectiva más alejada, remontándonos a los
artistas que a fines de siglo estudiaban con Herrera Toro y Emilio Mauri en la
Academia. De este centro surgen los primeros brotes de airelibrismo, e incluso
es necesario tener muy presente las obras de Tovar y Tovar y Jesús María de
Las Casas. Estos nos sitúan en la vía que conduce a Reverón y sus nombres se
unen, en el tiempo, a los de Abdón Pinto, Pedro Zerpa, J.J Izquierdo,
Francisco Sánchez y Francisco Valdés, entre los forjadores del paisaje.
Se comprende que en adelante, a partir del Círculo de Bellas Artes, optemos
por hablar de movimientos y corrientes, antes que de períodos cronológicos.
Y es que a lo largo del siglo XX domina en nuestro arte la actitud de los
grupos que asumen conciencia del hecho estético, propugnando su evolución a
través de planteamientos y programas de acción. El Círculo fue un primer
paso en esta dirección histórica. Pero el grupo, en el cual prevalecen los
conceptos, no invalida a las individualidades, y se podría decir que éstas
vienen a ser en última instancia la justificación última de los grupos. Reverón,
por ejemplo, supera al Círculo de Bellas Artes; Rafael Monasterios y Marcos
Castillo —para dar dos ejemplos tomados al azar— interesan a partir del
momento en que no pueden ser asociados más que a sus obras mismas.
En lo sucesivo, no es posible afirmar algo sobre las corrientes artísticas sin
que el juicio mismo, por tocar a cosas actuales, no nos comprometa. La
contemporaneidad es un proceso vivo y dinámico, y Venezuela ofrece en
materia de arte un panorama prolífico en manifestaciones que suministran una
imagen demasiado compleja y cambiante para que una reseña, como la que da
él, intentamos dar, pueda agotar su conocimiento.

EVOLUCIÓN DEL REALISMO DURANTE EL SIGLO XIX


El siglo XIX aparejó cambios en la cultura venezolana; la declaración de
Independencia, formulada en 1811, fue seguida por una guerra de liberación
que sólo culminaría diez años más tarde, en 1821. Estos hechos profundizaron
el abismo que, en el orden espiritual, se había tendido entre las naciones
americanas, independizadas, y el Imperio español. La emancipación significó
también, paralelamente a la fractura política, al menos en apariencia, un
rompimiento de la tradición artística recibida de España. La gran guerra
quebró la continuidad de un desarrollo cultural que había llegado a su apogeo
en el último tercio del siglo XVIII y que, justo hasta el momento de producirse
la declaración de independencia, había seguido un curso espontáneo y
tranquilo, nunca interrumpido a lo largo de dos centurias.
Pero el arte del siglo XVIII hacía referencia a un mundo de valores
sobrenaturales, expresado de modo jerárquico, en una escala donde la figura
humana apenas cuenta, o cuenta sólo en la medida en que se le atribuye un
papel de intermediario de los dioses; divinidades, santos, patronos y miembros
del clero conforman el repertorio iconográfico del arte. La pintura y la
escultura sirven para gratificar al reino de Dios; el arte llena una función
religiosa y el artesano anónimo prima sobre el artista. Podemos decir que el
arte colonial es a Hispanoamérica lo que el gótico a Europa.
La guerra de Independencia no representó un hito que interrumpía como un
sobresalto la continuidad de una tradición respetable, que se remontaba al
siglo XVII. En realidad constituyó un .estadio que se prolongó por mucho
tiempo más en las luchas que la siguieran para sumir al país en la postración,
en la inercia. Sacudida la estructura entera del país, el impacto de la contienda
hizo blanco también en el corazón de los creadores. No hubo tiempo para la
creatividad, las artes y la literatura sufren una postergación, vienen a menos.
Los primeros treinta años del siglo son de una casi completa indigencia
espiritual.
La misma cultura colonial es la que mejor resiste a la postración del primer
período republicano. Con el país abrasado por la guerra, la nueva estructura
social dista mucho de poder ofrecer algo que no fueran ideales y programas
utópicos. Será necesario acudir a los hombres formados en las últimas décadas
de la Colonia, dentro del ámbito de la cultura española, para encontrar los
pilares que todavía sustentan al bamboleante edificio espiritual de la
República. Andrés Bello y Juan Lovera son los ejemplos más cabales, en
literatura y en pintura, de una tradición colonial que se inserta profundamente
en el siglo XIX. Por eso resulta difícil hablar, en el caso de la Independencia,
de una revolución. Si los cambios políticos son verdaderamente radicales, en
apariencia, no lo son así las que se dan en el plano de la cultura.
Durante mucho tiempo más, la arquitectura seguirá aplicando métodos
constructivos de la Colonia y, mientras se aguardan las directivas del
eclecticismo europeo, se construirá según las normas de los alarifes coloniales.
Las artes populares, sin poderse librar de la influencia religiosa, continuarán
regidas por el espíritu de los imagineros, cuya tradición permanece viva a lo
largo de todo el siglo XIX para perdurar hasta bien entrada nuestra centuria.
La escultura debió esperar muchos años para independizarse de la función
religiosa a la que se veía confinada por su carácter mismo de arte subordinado
a las necesidades del culto. Imbuida de ingenuidad y primitivismo, la pintura
da, sin embargo, el primer paso para confesarse solidaria de un orden nuevo:
el de la República. El tema —antes que la técnica— no tarda en experimentar
una metamorfosis. Degradados y disminuidos los valores religiosos, el retrato
civil y, luego, el motivo militar, tomarán el sitio reservado anteriormente al
santoral ya los representantes de la iglesia y la nobleza criolla. La temática se
diversifica y, un poco después, gracias al interés por las ciencias naturales,
aparecen los primeros paisajes. La evolución es lenta, los cambios pausados.
También con cautela despierta la imaginación.
De allí que los pintores que inician el siglo arrastren con sus estilos los
defectos y las virtudes de la educación colonial. En primer lugar se muestran
torpes para representar la perspectiva conforme a la exigencia naturalista que
pide la sociedad republicana. Nuestros pintores nacidos en el siglo XVIII
habían formado su ojo dentro de una concepción puramente simbólica de las
imágenes. La atmósfera de sus cuadros carece de profundidad real, refiere un
espacio simbólico, donde se mueven jerarquías ideales, sin realidad humana,
que atañen al reino inmóvil de las divinidades. Nuestros primeros pintores
republicanos heredan aquella peculiar visión: ésta es arcaica y conserva los
rasgos de todo primitivismo. Pero ellos se saben conscientes de la tarea de
echar las bases de una tradición nueva que, al nivel de las manifestaciones
cultas, pretende destruir los valores del pasado.

LOS INICIOS DE UNA TRADICIÓN REPUBLICANA: JUAN LOVERA


Juan Lovera fue el más notable de los pintores que alcanzaron su madurez en
los momentos iniciales de la guerra de Independencia. De acuerdo con Alfredo
Boulton, había nacido en Caracas, donde llegó a ser aprendiz en el taller de los
hermanos Landaeta, a fines del siglo XVIII. Sus primeras obras son,
lógicamente, de tema religioso, y se mantienen dentro de los moderados
convencionalismos aceptados por los imagineros para representar el espacio y
la figura, sin mucho ingenio. La Galería de Arte Nacional conserva un cuadro
de Lovera correspondiente a este primer período: La Divina Pastora, pero nada
parece anticipar aquí al pintor de El 19 de abril. Es un cuadro desabrido y frío,
carente de imaginación.
Pero el movimiento independentista encuentra en Lovera, hacia 1810, a uno
de sus más fervientes partidarios. El pintor había sido testigo visual de los
hechos ocurridos en la oportunidad en que el Congreso Constituyente de
Venezuela proclamaba la Independencia. La escena debió quedar grabada en
la memoria del pintor, quien la plasmaría veinte años más tarde en el cuadro
que con el título de El 5 de Julio de 1811 se conserva en el Capitolio Federal.
El otro acontecimiento importante llevado a la pintura por Lovera, fue El 19
de Abril de 1810, tal vez su obra más significativa.
Tomada la ciudad de Caracas por José Tomás Boves, el sanguinario jefe
español, de tan triste recuerdo para la causa patriótica, nuestro artista fue
arrojado al exilio junto a los oficiales que debieron huir a las Antillas, tras el
episodio conocido como la Emigración a Oriente. Por espacio de 20 años
estuvo Lovera ausente del país, sus pasos se borran y sus cuadros se extravían.
Concluida la guerra de Independencia retornó a Caracas, guiado por la
intención, tal como él mismo lo expresó, de poner sus conocimientos al
servicio de la patria. Mientras se desempeñaba como profesor de pintura, en su
escuela particular, Lovera realiza entre 1825 y 1843 su obra más conocida: un
conjunto de retratos civiles y los dos lienzos históricos, ya mencionados.
Es en tanto que retratista que importa destacar su obra de pintor; su estilo
entronca, evidentemente, con el de los imagineros que, a fines del siglo XVIII,
logran imprimirle a los últimos retratos seglares un tono tan verista como el
que puede apreciarse en la efigie del Obispo Juan Antonio Viana, atribuida a
la escuela de los Landaeta, y que se encuentra en la colección de la Catedral
de Caracas. Para sus retratos, Lovera se apoya en un principio expositivo de
gran sencillez, de .modo que el personaje, abstraído de lo que no es esencial,
resulta elocuente, tanto por la elección del contexto ambiental como por la
acusada expresión fisonómica que contrasta con la austeridad de la
descripción. La rigidez gótica de las poses es compensada, en su primitivismo,
por la agudeza con que Lovera describe la psicología del modelo, que parece
ser lo que más le interesa. El rostro se convierte así en el principal centro del
cuadro. En realidad, Lovera trata sus figuras con un concepto escultórico, casi
se diría que modelándolas en un primer plano, plantándolas severamente
delante de una ambientación escueta formada por libros, muebles, cortinas y
objetos que cumplen una función simbolizadora para definir la condición
social, del personaje, como si no bastara el estudio fisonómico que lo lleva a
ensañarse con el modelo. Escasamente manifiesta interés por la perspectiva
aérea y el espacio en profundidad deviene plano. La iluminación determina los
efectos de espacialidad y volumen en los planos alejados. Al fondo ubica los
símbolos, entre los que destaca el escudo familiar, que indica la procedencia
genealógica del personaje o su rango en la jerarquía social. El traje y el
mobiliario, dentro de una atmósfera severa, explican el rol del hombre en la
sociedad; la condición es destacada por objetos que simbolizan el oficio
gracias al cual el personaje, aunque sea de humilde cuna, se hace digno de ser
retratado; el mulato Lino Gallardo muestra el violín y la hoja de una partitura,
que le hacen acreedor del prestigio que su imagen pintada le otorga. Si se trata
de un hombre como el Dr. Cristóbal Mendoza, primer Presidente del
Triunvirato creado en 1811 para regir al país, el personaje aparece al lado de
un severo anaquel de libros en fila, hojeando un grueso tratado de leyes. Esta
manera de contraponer rasgos expresionistas en la definición del personaje y
de formas simbolizantes para referir su condición social, sus grados
jerárquicos y sus títulos, procura a Lovera un lenguaje extremadamente
ingenuo y eficaz. Pero también puede prescindir de todo simbolismo,
obteniendo en el retrato manifestaciones más puras, elocuentes por sus valores
plásticos mismos, que el artista reduce a la mayor economía, tal como puede
apreciarse en el retrato de Francisco Antonio (Coto) Paúl, en la colección de
Alfredo Boulton. En retratos como el de Nicolás Rodríguez del Toro y el
llamado Hombre del chaleco, Lovera alcanza, hasta por su esquematismo
brutal, un poder de síntesis que no encontraremos en los retratistas que le
sucedieron.
Es probable que Lovera haya vista grabados de Goya o, por lo menos, de
imitadores del genial aragonés, pues la influencia de éste puede rastrearse en
sus dos grandes composiciones históricas. Piénsese en et parecido —aunque
éste sea remoto— que hay entre ciertas figuras de La Familia de Carlos IV,
obra pintada por Goya en 1800, y los personajes centrales de El 19 de Abril de
1810, realizada por Lovera en 1838. Lovera revela aquí su escasa experiencia
en la pintura de género y, sin duda, desde el punto de vista perspectívico,
queda mal librado al entregar al espectador una composición defectuosa, en
donde los personajes históricos aparecen parcamente individualizados,
resueltos como una suma de unidades aisladas, no como un todo, es decir,
como una .multitud. Cada personaje está hecho como un retrato. La escena del
19 de abril, combina el tono alegórico y algo teatralizado, propio de la
intención de representar un momento tan memorable, con el apunte
costumbrista que le permite al artista dar una connotación realista y vivida,
casi anecdótica, del ambiente de la época, con sus gentes, sus personajes
populares, e incluso con sus animales domésticos. Todos son testigos, más que
del hecho histórico, de la vida de 1800. De modo que la obra tiene también el
sabor de crónica en medio de ese aire grandilocuente, que compensa
ingenuamente las torpezas de la ejecución.
En El 5 de Julio de 1811, pintado tres años después, Lovera supo ceñirse a las
limitaciones o, si se quiere, a fa eficacia de su lenguaje de retratista que
dispone del espacio como de una superficie sabiamente regulada, puesta al
servicio de la alegoría y de la vida, simultáneamente. Los personajes están aún
más individualizados que en El 19 de Abril, pero también la composición
funciona mejor en su totalidad cromática, sabiamente balanceada por el juego
de sombras y blancos, y en donde la hiriente animación de los personajes nace
del nerviosismo de un dibujo extremadamente incisivo. El carácter gráfico de
esta obra está acentuado por la intención, bien lograda, de Lovera, de identifi-
car todos los personajes en el mismo orden en que se encuentran en el cuadro,
en una banda dibujada horizontal mente al pie de la tela.

LA ENSEÑANZA OFICIAL Y LA EVOLUCIÓN DEL RETRATO


No faltaron en los primeros tiempos de la República los intentos de crear
escuelas para la enseñanza del arte, especialmente en Caracas. El 19 de
Febrero de 1812 la Gaceta de Caracas insertaba un anuncio en el cual el pintor
francés M.H. Garnezey, “domiciliado en la Calle de Venezuela, Nº 12”,
ofrecía su academia particular a los interesados en recibir lecciones de pintura.
Con toda seguridad, los acontecimientos que siguieron se encargaron de
frustrar la encomiable idea de Garnezey. En cambio, fue necesario esperar a
que terminara la contienda y el país recobrara, aunque sólo en apariencia, la
calma para que el Estado, a partir de 1830, comenzara a interesarse por la
enseñanza del arte. Un poco más tarde, en 1835, la Sociedad de Amigos del
País abrió una escuela para el dibujo artístico y topográfico. Este ensayo,
destinado a rivalizar con la modesta escuela que desde 1832 mantenía abierta
Juan Lovera, no tuvo éxito y el local de la naciente institución dio sitio a un
cuartel. Hubo que esperar a 1839, cuando por iniciativa de don Feliciano
Montenegro y Colón fue establecida en el Colegio Independencia, una cátedra
de dibujo. Nuevamente este año reabrió sus puertas la escuela auspiciada por
la Sociedad de Amigos del País, con el nombre de Escuela Normal de Dibujo,
y de cuya dirección sería encargado el pintor Joaquín Sosa. Sustituyó a éste,
en 1842, el joven Antonio José Carranza, en momentos en que la escuela
funcionaba adscrita a 1a Diputación Provincial de Caracas. Elevada al rango
de Academia de Bellas Artes en 1849, la escuela vio aumentar su prestigio con
la creación de una cátedra de retrato. Carranza iba a desempeñarse como
director de la Academia hasta el año ele 1867, pero ya en 1852 se le había
hecho un reconocimiento público, según consta en una memoria del Concejo
Municipal del Cantón de Caracas, de 1850, donde se asienta que “más de 60
alumnos asisten diariamente a este establecimiento dirigido por el señor
Antonio José Carranza, que con la más eficaz asiduidad concurre sin faltar un
solo día por cuatro o cinco horas y aun más, según es necesario; debiéndose
principalmente a sus desvelos y esperada contracción, el progreso positivo que
se observa en los numerosos alumnos, cuyas obras más adelantadas presenta,
constituyendo esta vez una exhibición más brillante y variada que en los años
anteriores. No poco han contribuido a este notable progreso las recompensas
que en calidad de premios acordó la Honorable Diputación el año próximo
pasado. Tales estímulos producen siempre satisfactorios resultados”.

EVOLUCIÓN DE LA PINTURA POPULAR DURANTE EL SIGLO XIX


Como podrá verse en adelante, el retrato civil fue el género más cultivado
durante el siglo Desde el punto de vista técnico, puede decirse, que en un
principio la pintura siguió nutriéndose, a lo largo de esta centuria, de los
conceptos estilísticos heredados de la Colonia. Hemos dicho que el pintor más
notable del primer período republicano fue Juan Lovera, quien combina en su
obra de retratista un concepto arcaizante en el tratamiento de la perspectiva y
la composición con una intención marcadamente expresionista (y por lo tanto
vitalista) en la solución de la figura humana y, particularmente, del rostro.
Estos mismos conceptos encuentran en otros pintores del mismo período,
como es el caso de Emeterio Emazábel (activo en Caracas hacia 1830), en
quien hallamos de nuevo la típica solución arcaizante con que los pintores
resolvieron el retrato seglar a fines del período colonial. Cuando se trata de
pintar a un personaje importante, éste es visto en majestad, mientras recibe el
homenaje de sus acólitos o alumnos que, prosternándose o en actitudes
reverentes, le presentan pergaminos donde se puede leer el1 motivo del
homenaje, sea éste un reconocimiento público, la presentación de una tesis de
grado, o un título. La ordenación jerárquica del arte religioso pasa al retrato
civil y mantiene las mismas convenciones estilísticas. Es así como Emeterio
Emezábel ve al Arzobispo Colt y Prat y a su alumno Vicente de Arámburu, en
un cuadro de 1834, que pertenece a la colección de la Catedral de Caracas. Si
de algo se adoleció en los primeros cincuenta años del siglo fue de un estilo.
La Colonia, en cambio, lo poseyó con creces, en la obra de los imagineros.
Pero al producirse la ruptura con el orden colonial y entrar en crisis los valores
que habían inspirado al artista criollo, bajo la dominación española, la nueva
estructura social surgida de los movimientos de independencia no parecía
autorizada a exigir de los artistas lo que ellos no podían darle: un arte que
exaltara valores civiles y militares y cuyas imágenes ya no alcanzarían a tener,
lógicamente, la función que el sistema colonial le había atribuido a la obra de
arte. Un cambio como el que se experimentó con la Independencia en el plano
ideológico planteaba al arte una situación similar a la que encontramos en
Italia cuando el antropocentrismo del Renacimiento sustituye al viejo
concepto teocéntrico de la Edad Media. Lógicamente, el naturalismo
renacentista, como concepción formal, iba a convertirse en el ideal estético
republicano, al consolidarse los intereses nacientes.
En otras palabras: el valor estético humano privará sobre el valor religioso; la
realidad sobre la divinidad. En consecuencia, quedó abierto el camino para
que el artista asumiera el espacio y la representación naturalista en términos
tales que hubo necesidad de tomar conciencia de la pobreza del medio, en
punto a la capacidad de nuestros artistas para realizar un arte más ambicioso.
Los pintores del primer periodo estaban ayunos de conocimientos técnicos
para expresar —en términos renacentistas— los valores del nuevo
humanismo. La sociedad hacía lo posible para llenar las lagunas, a la espera
del genio; miraba hacia Europa; hacía venir de ésta profesores salidos de las
“academias clásicas; se quiso, incluso, establecer teóricamente una
correspondencia entre ciencia y arte, tal como hiciera el matemático Juan
Manuel Cajigal cuando, en 1839, en la ocasión en que dejaba inaugurada la
primera clase de dibujo, dijo: “Debemos proteger el dibujo y considerarlo no
como un arte frívolo y estéril que sólo halaga los sentidos”, sino como la base
de todos los trabajos industriales. Debemos, por lo mismo, trabajar con más
ahínco; a la sombra de la paz que disfrutamos, en echar los cimientos de
nuestra futura grandeza, fomentando aquellos estudios que encuentran su
aplicación en las necesidades de la vida”.
Los dirigentes del país, y la burguesía en general, desconfiaban dé los rasgos
de torpeza primitiva que se ponían al descubierto en la obra de artistas de gran
talento y escasa capacidad técnica, como era el caso de Juan Lovera; y de
igual manera comenzó a perderse todo respeto por el legado colonial y el arte
de los imagineros, que a duras penas logró sobrevivir. Mucho más tarde se
llegó a afirmar que la historia de la pintura venezolana comenzaba con Tovar
y Tovar, y que antes de éste no hubo nada que mereciera ser recordado.
El retrato se prestaba a disimular el autodidactismo de los pintores y era, por
la misma razón, el único género compatible con una sociedad que quería
contemplarse a sí misma, puesta en plan de rivalizar con la sociedad europea.
Por otra parte, la ruptura con la tradición colonial sólo se dio al nivel de lo que
podríamos denominar el arte culto u oficial. En el fondo, el pueblo siguió
abrazando por mucho tiempo más, en su ignorancia, las antiguas creencias que
encontraban satisfacción artística en la imaginería de los artesanos anónimos.
Pintores y tallistas, sin el prestigio de los talleres de la Colonia, continuaban
nutriendo el “fervor religioso de las masas, y así ocurrió hasta las primeras
décadas del siglo XX. De la misma manera, el retrato civil y militar originó a
la par, una iconografía de características ingenuas entre los cultores de la
imaginería religiosa. Aparecen así, a todo lo largo del siglo XIX, versiones de
los retratos de los próceres y de sucesos históricos que conservan todas las
características técnicas de la pintura religiosa popular.
No pueden pasarse por alto, así pues, las manifestaciones del arte popular que
durante todo el siglo XIX mantienen una viva tradición iniciada con la llegada
de los conquistadores. A través de este arte el pueblo pone de relieve su propia
dinámica creativa, proporcionando una versión marginal, pero verdadera —
incluso más verdadera que la del llamado arte culto— de los mitos y las
realidades, o sea, de la historia, a través de tas imágenes pintadas.

EL PAISAJE EN LA FORMACIÓN DE LA PINTURA VENEZOLANA


El paisaje procede, en nuestro país, de otras tradiciones y fuentes y no
exactamente del estilo colonial que perdurará como ya se dijo, al nivel de las
artes populares. Conocemos las privaciones de las escuelas de arte a lo largo
del siglo XIX, y en qué medida et retrato, desde Lovera, va a convertirse en el
género por excelencia. Quizás se trataba del único tipo de arte con el cual
podía justificarse un artista que no hubiese seguido estudios en Europa. Su
tradición era más o menos respetable, aunque se mantuviese como un género
mediocre, si hacemos excepción de Lovera. Este no encontró continuadores
inmediatos y su estilo mismo, en vida suya, fue desmerecido por sus
contemporáneos, que vieron sólo sus defectos. Se tenía nostalgia por el
Renacimiento, ya lo hemos dicho, y el ideal era la pintura de género, para
cuya ejecución no estaba debidamente capacitado el artista venezolano. Los
aciertos, aquellas búsquedas que hubieran podido conducir al paisaje, incluso
a un paisaje costumbrista, eran ensayos marginales o se inscribían en una
tradición poco prestigiosa como la del arte popular.
Ramón Irazábal, por ejemplo que inicia el paisajismo caraqueño, permanece
en el misterio y no hay indicio de que haya estudiado seriamente pintura. Se
encuentra por primera vez figurando en la Exposición de Productos Naturales,
organizada en 1844 por el Instituto Tovar, en Caracas. Conservando cierto
sabor ingenuo, que revela su procedencia técnica, hay un paisaje caraqueño
pintado por Irazábal hacia 1840. Es una de las primeras vistas panorámicas de
Caracas donde se pone de manifiesto, más allá de lo puramente documental,
un sentimiento artístico.
Los antecedentes de esta imagen se encuentran en el siglo XVIII. Ya un pintor
de la escuela de los Landaeta, al hacer una imagen advocativa, Nuestra Señora
de Caracas, dibuja el plano de Caracas, tal como la ciudad se prestaba a ser
divisada desde la colina del Calvario. Este plano panorámico se repite en
grabados del siglo XIX y entronca con una rica tradición de ilustradores.
CARACAS Y LA TRADICIÓN PAISAJÍSTICA
La belleza plástica de Caracas —y aun del litoral guaireño, que constituye el
paso obligado de todo viajero— atrajo la atención de numerosos viajeros,
Humboldt en primer lugar. La ciudad había sido descrita por el cronista de
Indias, Juan de Castellanos, como más digna de ser plasmada por los pintores
que loada por los poetas. Una topografía ricamente accidentada y muy
particular, que da forma a un estrecho valle surcado por ríos cristalinos y
alrededor del cual se levantan pequeñas colinas, ofrece a la vista del viajero
una perspectiva cuya belleza compite con la bondad de su clima siempre
primaveral. La serranía del Ávila era comparada por el poeta Pérez Bonalde
con el sultán ante cuya figura yace rendida la ciudad, como Una odalisca. Pero
para los artistas, sin necesidad de ir muy lejos a buscar imágenes exóticas, el
valle de Caracas, ceñido por los verdes variadísimos de sus cultivos, no fue
más que una bella realidad inmediata, en la que el ojo podía satisfacerse llana-
mente.
Es fácil comprender que la emoción con que describen a la ciudad el conde de
Ségur en 1783 y Robert Temple en 1902 no era distinta a la que
experimentaron los primeros pintores y dibujantes de la ciudad, entre éstos Sir
Robert Kerr Porter, Cónsul de la Gran Bretaña en nuestro país, que ha dejado
del Valle de Caracas una serie de excelentes dibujos. Si John Ruskin hubiese
visto estos trabajos sin duda hubiera elogiado en Kerr Porter no tanto a un
naturalista atinado como a un dibujante elegante y minucioso en extremo. Kerr
Porter evoca las ruinas del terremoto de Caracas con afán descriptivo al que el
dibujo comunica cierta monumentalidad. Con Kerr Porter se iniciará una
tradición de ilustradores que, tomando como motivo la arquitectura y el valle
de Caracas, desembocaría más tarde en el magnífico paisajismo de fines de
siglo.
Más notable fue, sin duda, la actuación del inglés Lewis B. Adams (1808-
1853), quien será el retratista más notable que trabajó en Caracas, donde
fallece. Puede decirse que realiza su principal obra en Venezuela, y Alfredo
Boulton le reconoce muchos méritos. Su estilo robusto y desenfadado, que se
resiente de cierta dureza, satisfizo a aquella sociedad de comerciantes y
militares que le posa convencida de la importancia que tiene el retrato como
manifestación de poder.
Mientras la pintura al óleo permanece atada a las convenciones del retrato
académico, el dibujo sale al encuentro de la naturaleza para describirla. Y este
mismo afán naturalista se halla, también, fundando las bases de nuestro
paisaje, en ese grupo de pintores que a mediados del siglo XIX visita nuestro
país. El barón Jean Baptiste Gros, diplomático de carrera y pintor, a su paso
por Caracas, deja dos buenos paisajes de los alrededores de la ciudad.
Pero quizás sea Ferdinand Bellermann, nativo de Erfürt, Alemania, el más
notable de los paisajistas que nos visitaron durante el siglo XIX. Aunque no
pueda dejarse de reconocer en su obra ciertas notas del romanticismo alemán,
cierta ampulosidad a la manera de Karl Rottmann, es evidente que Bellermann
se muestra como un excelente intérprete de nuestra luz, tal como lo reconoce
Boulton. Su factura es sólida y su composición arquitectónica bien construida,
mostrando además gran variedad de texturas en su empaste, en medio de cierta
nota idílica que contrasta con el realismo de la descripción humana. Las
riscosas montañas envueltas por la neblina están lejos de evocar aquí las
brumas wagnerianas. Por el contrario, estamos delante de un pintor que se
esfuerza exitosamente en entonar con la luz, a la manera moderna:
Los artistas viajeros suelen sentir mayor emoción frente al paisaje que en las
ciudades donde son recibidos. Y así ocurrirá con el joven Camille Pissarro,
quien con el tiempo devendría famoso pintor impresionista, pero al que, en
1852, lo encontraremos haciendo sus primeras armas de dibujante en La
Guaira y Caracas. Había llegado al país bajo la tutela de su joven instructor, el
pintor danés Frítz Melbye; y ambos provienen de la pequeña isla de Saint
Thomas, donde el primero de los dos había nacido. Los jóvenes artistas son
festejados por la sociedad caraqueña lo que no priva a Camille de realizar
entre nosotros una obra variada y sumamente esclarecedora para su porvenir
de gran pintor, ni tampoco a nosotros mismos de un notable documento visual
sobre la Caracas de mediados de siglo. Pues a diferencia de otros viajeros,
Pissarro se interesa por el aspecto humano de la ciudad, a la par que por las
formas arquitectónicas; lo que nos permite seguir los pasos de la antigua
Caracas, en el punto en que la había dejado el dibujante Kerr Porter. Su joven
guía, Melbye, actúa también como un cronista atento, que dibuja del natural,
incluso cuando toma apuntes para hacer al óleo finos paisajes del litoral. Hay
algo de refinado e intelectual en Melbye que no apreciamos en” Bellermann,
un toque más romántico y delicado que la luminosidad del trópico no saca de
su presunción nórdica, Pissarro nos deja gran cantidad de apuntes al lápiz
sobre nuestra vegetación, follajes, hojas y bosques en donde, a tiempo que se
muestra como un esmerado observador, se comprende ya desde entonces su
tendencia a captar los juegos de luces sobre las formas en movimiento.
Desde Humboldt hasta Antón Góering, los trabajos de nuestros dibujantes
parecen dirigidos a sentir admiración por las ciencias, en virtud de
considerarlas como objeto principal del arte. Surge así una expresión que se
pone al servicio de la descripción. El dibujo y la acuarela devienen
mayormente los medios para llevar la naturaleza a la hoja del libro donde las
imágenes rendidas de esa manera jugarán el rol que llena la reproducción
fotográfica. El artista se ha convertido en auxiliar del botánico para cubrir el
aspecto visual del cometido científico registrado en libros y revistas, y más de
una vez termina en un aficionado de la ciencia.
Por esta vía nos vamos aproximando al positivismo de los años 70 y 80.
Conscientes de que el medio social es demasiado mezquino y limitado para
permitir que el artista vocacional desarrolle su talento, los creadores de la
época forman filas en lo que ellos mismos consideraban un arte menor,
aplicado a los requerimientos circunstanciales y referido casi siempre a
ejercicios costumbristas, muy en boga por la época. Hubiera sido mucho
menos fácil dedicarse a la pintura al óleo, ya que faltaban los elementos
académicos indispensables a una formación como la que se le pedía a un
artista, en el sentido renacentista. El retrato continuaba siendo prácticamente
el único género cultivado y los conocimientos de los pintores, no daban para
más. Ante el obstáculo representado por la carencia de una disciplina
académica, el artista criollo prefería mantenerse en el rol de aficionado, y para
esto nada mejor que consagrar sus esfuerzos al dibujo del natural, á la
ilustración de escenas costumbristas y al apunte ligero, susceptible de ser
llevado a las páginas de algún libro de viajero.
La versatilidad de Carmelo Fernández explica en qué medida la pintura no es
capaz por sí misma de llenar una función. Dibujante topográfico, grabador,
pintor y retratista miniaturista, Fernández es igualmente un artista ubicuo, un
humanista que entiende que su papel, siempre que se relacione con alguna
rama científica, está allí donde se requiere de sus servicios; ilustrador de
expediciones científicas, profesor de dibujo, de igual manera se dedica a la
enseñanza de idiomas en Caracas que cruza el Atlántico en misiones
diplomáticas, o emprende un largo viaje por los Andes colombianos, detrás de
los pasos de Codazzi, para hacer lo que en nuestra época le correspondía hacer
a un fotógrafo: documentar visualmente la realidad. Sus trabajos ocupan una
vida larga é infatigable, pero de ellos es poco lo que, desde el punto de vista
artístico, retendrá la posteridad. Como dibujante es acucioso y muestra
sensibilidad al expresar el carácter del personaje, cuando le toca hacer las
ilustraciones para la Historia de Venezuela de Baralt y Díaz. Pero no dejó obra
suficiente para medir realmente su talento pictórico. Sus acuarelas del álbum
de la Expedición Corográfica encargada de trazar los límites de Colombia
parecen responder a una motivación episódica, de un carácter meramente
ilustrativo. Hacia 1870, Fernández vivió en Maracaibo, durante la última
gestión de Venancio Pulgar, probablemente llamado por este gobernante para
realizar trabajos de ingeniería, como la remodelación de la Plaza de la
Concordia (hoy Plaza Bolívar), Por encargo del gobierno estatal realizó
Fernández varias pinturas a la tempera, donde desarrolló motivos
característicos del paisaje, la flora y la fauna de las regiones adyacentes al
Lago de Maracaibo. De estas pinturas de técnica un tanto primitiva se
conservan cuatro composiciones de gran tamaño en donde el tratamiento
descriptivo y naturalista de los temas pone en evidencia una intención
decorativa en el autor, tal como lo demuestra el hecho dé que las obras no
fueron firmadas. Del análisis de los paisajes zulianos de Fernández se han
podido sacar los rasgos característicos de su estilo: composición horizontal
baja y abierta; cielos límpidos, amplios e iluminados a contraluz, cruzados por
celajes horizontales de tonos románticos.

LA EXPOSICIÓN DEL CAFE DEL ÁVILA 1872


En 1872 se presentó en Caracas un acontecimiento insólito en aquellos
tiempos: la exposición del Café del Ávila, llamada así por haberse celebrado
en un famoso sitio de reunión, del mismo nombre. El evento quedó registrado
como una de las primeras exhibiciones de arte que se hicieron en Caracas. El
feliz suceso ofreció, sin embargo, un aspecto lamentable, y fue que con esa
muestra Venezuela sé despedía de un importantísimo legado de obras que el
comerciante inglés James Mudie Spence, tras exponerlo se llevaría consigo a
Inglaterra.
Gran parte de las obras reunidas pertenecía a artistas de quienes no se tiene
hoy día otros trabajos. Y, para colmo, los ejemplares sacados al exterior se
extraviaron en su totalidad, con lo cual desapareció todo vestigio de la obra de
esos artistas. Al referirnos al catálogo de aquella exposición, Santiago Key
Ayala escribió en su artículo titulado “Folleto raro” (Boletín de la Biblioteca
Nacional, 1o de abril de 1926), lo siguiente: “Sabido es que Spence causó una
pequeña revolución. Spence, con el prestigio del nombre extranjero, con el
espíritu de iniciativa propio de sociedades más avanzadas, fue centro de varias
empresas de cultura. Rodeáronlo personas prominentes de la época: poetas,
escritores, artistas, hombres de ciencia y de la política. Hiciéronse
excursiones. Se repitió la ascensión a la Silla del Ávila. Se escaló por primera
vez el Pico de Naiguatá y se realizó la primera exposición de arte venezolano
de que se tenga memoria. Fue en este ramo donde más se hizo sentir la
influencia de Spence. El culto viajero pagó con liberalidad los trabajos de
dibujo y pintura de los artistas caraqueños y abrió en verdad la vía al estímulo
del arte nacional”

EL PERIODO DE LA ILUSTRACIÓN
Hemos dado el nombre de Ilustración a un período de nuestra historia plástica
que abarca más o menos de 1865 a 1880. Es una etapa que permanece también
un tanto al margen del desarrollo de la Academia y que se caracteriza por la
tendencia cientificista de que, conforme al ideal del positivismo, hacen gala
nuestros mejores artistas. Estos llegan a despreciar la vanidad de alcanzar et
título de artistas para adecuar sus posibilidades creativas a una realidad que, a
falta de verdaderos estímulos, sólo puede inquietarlos desde el punto de vista
del conocimiento de ella. Son artistas que dan origen a una especie de
costumbrismo y que se nos revelan, ante todo, como hábiles dibujantes y, en
todo caso, como artistas aficionados, continuando con ello una disposición
para la gráfica y el trabajo de ilustrar libros que ya tenía entre nosotros una
tradición que viene de Irazábal y Thomas. No creemos que los creadores de
aquel momento hayan estado conscientes de esta situación como para darse
cuenta de que estaban definiendo un movimiento, pero en todo caso, se
observa en todos ellos una identificación con el objetivo de poner el arte al
servicio de las ideas progresistas de la sociedad. En el discurso de Juan
Manuel Cajigal mencionado ya, y con el que este sabio dejaba inaugurada la
primera clase de dibujo que funcionó en el país, se asentaba lo siguiente sobre
la compatibilidad de arte y ciencia: “Su incompatibilidad está en contradicción
con las verdaderas nociones del entendimiento, que por naturaleza repugna
toda especie de límites y cuyas producciones, por variadas que sean, deben
considerarse como ramas de un mismo tronco o frutos de un mismo árbol”. Y
añadía: “De aquí se deduce que las ciencias y las artes frutos del estudio y de
la inteligencia, no presentan más diferencia que la que existe entre el
raciocinio y el sentimiento; que ambas facultades son la base de todas las
operaciones del espíritu”.
A esta disposición naturalista contribuyó en aquella época el hecho de que
gran parte de los científicos y exploradores que recorría Latinoamérica estaba
capacitada para el dibujo, tenía inclinaciones artísticas o, como sucedía a
menudo, se veía precisada a requerir para ilustrar sus obras del concurso de los
artistas nativos. Carmelo Fernández había demostrado poder ser un excelente
auxiliar (como lo es hoy un fotógrafo respecto a un arquitecto) del cartógrafo
Agustín Codazzi, para quien ejecutó croquis, dibujos y diseños. Ramón Páez,
hijo del General Páez y residente en Nueva York, donde publicó un libro de
viajes, será el ilustrador de su propia literatura.

INICIOS DEL GRABADO: LOS HERMANOS MARTÍNEZ


Otros dos artistas importantes de aquel período son los hermanos Celestino y
Gerónimo Martínez. Las escasas obras que de ambos nos quedan no nos
permiten formarnos una idea cabal del valor de su arte, pero si hemos de dar
crédito a los historiadores, se trató de dos pioneros del grabado en Venezuela;
en efecto, Celestino Martínez, el mayor de los dos hermanos, había estudiado
fotografía y litografía en París. A esta última actividad (la litografía) se dedicó
a su regreso a Caracas, en 1839. Acerca de Celestino Martínez escribió José
Nucete Sardi: “En la primera litografía, que funcionó en Caracas —dirigida
por los alemanes Muller y Stapler— trabajó y colaboró Celestino Martínez en
la primera obra con ilustraciones que se editó: Los Misterios de París.
Grabador en piedra, era a la vez profesor de dibujo y cuando los teutones
abandonaron la empresa, los hermanos Martínez —nos dice Ramón de la
Plaza— revivieron en su taller et arte litográfico. En 1847 fue llamado
Celestino Martínez a Bogotá por et gobierno de Colombia para establecer una
litografía. El hermano lo siguió, y ambos regentaron allí clases de dibujo. En
el taller bogotano produjeron por primera vez grabado en piedra, viñetas y
rótulos, y los discípulos acudieron para conocer esta disciplina. En cuanto a
Gerónimo Martínez, se sabe que fue discípulo de su hermano. Se dedicó a la
fotografía y después del viaje que junto a Celestino hizo a Bogotá para fundar
un taller litográfico, trabajó en la fotografía, tras abrir taller propio.
Gerónimo Martínez fue un fino acuarelista, técnica en la cual llegó a adquirir
fama como buen retratista. El retrato de dama que se encuentra en la colección
del Concejo Municipal del Distrito Federal revela, en efecto, que Martínez no
estaba desprovisto de talento pictórico.

RAMÓN BOLET Y LA LITOGRAFÍA


Ramón Bolet es un caso sui generis. Dotado excepcionalmente para el dibujo,
no parece haber asistido metódicamente a una escuela de arte. Se levantó en
un hogar adusto, bajo la tutela de su padre, un médico famoso y contumaz
periodista que supo hacer de él, el ilustrador de quijotescas empresas
editoriales. Se inició en Barcelona, donde su padre había fundado la revista el
Oasis. Luego la familia Bolet se instaló en Caracas y Ramón pudo, así,
desarrollar aun más su estilo ilustrativo, tal como pudo apreciarse en la más
importante de sus series litográficas “Álbum de Caracas y de Venezuela”. De
esa formación moralista que su padre le inculca, deriva en el talento de Ramón
Bolet un vigor constructivo y una disciplina puritana para el trabajo que
justifica una obra extensa y variada, a despecho de haber vivido el artista tan
sólo 40 años. Bolet no pudo librarse, sin embargo, de las limitaciones de la
ilustración científica y fue lo bastante autodidacta para no celebrar en su
dibujo (que el impresor Henrique Neun llevó pacientemente a la litografía) un
cierto candor que procede de su concepción primitiva, como la de un poeta. Y
si no es capaz de programar un trabajo más ambicioso, esto no lo priva de
aceptar el consejo de James Mudie Spence de trasladarse a Londres para
estudiar con John Ruskin; éste encuentra que las obras del joven venezolano
“son positivamente buenas y llenas de sentimiento y poder; sus retratos son en
verdad maravillosos”. Juicio un tanto lacónico con el que se oculta la verdad
sobre la carencia de una formación más exigente que el país no estaba en
capacidad de poder proporcionar a sus jóvenes artistas de mayor talento. Bolet
regresó al cabo de un año para morir silenciosamente, víctima de la
tuberculosis.
La época venezolana le impuso marcos demasiado estrechos a su imaginación
encajonada en aquellas visiones simétricas de la ciudad, en donde
comprendemos hasta qué punto el guzmancismo se interesa por la arquitectura
como en una estampa coloreada que complace el gusto de la gente. Expresan
estas visitas tan minuciosas de Caracas asombro ante esas construcciones
novedosas que acaba de inaugurar Guzmán Blanco. Bolet, como buen
provinciano (y ésta era una de sus cualidades) presencia con ojos admirados la
modernidad de una bella época importada... y salvada para la posteridad no
por el contenido de la imagen que él recrea, sino por las formas de su hermoso
dibujo de elegante línea.

DEL RETRATO FAMILIAR A LA GRAN EPOPEYA: TOVAR Y TOVAR


Con la figura de Martín Tovar y Tovar cambia el rumbo un tanto provinciano
que la pintura venezolana había seguido desde la muerte de Juan Lovera. Hijo
del fervor patriótico de un país deslumbrado por su propia historia e incapaz
de repetir en el campo de las conquistas civiles lo que había hecho en el
campo militar, este pintor caraqueño hará de la guerra un espectáculo dignó de
vivir en la memoria. Su obra es expresión del romanticismo venezolano del
último tercio del siglo, y encuentra paralelo en la crónica apasionada de un
Juan Vicente González o en las descripciones olímpicas de don Eduardo
Blanco, en su “Venezuela Heroica”. El héroe criollo es presentado a la
imaginación como un personaje de Homero. Pero, sobre todo, el arte de Tovar
es producto de una de las voluntades artísticas más claras e inteligentes que
dio el arte venezolano en el siglo XIX.
Más que un pintor Tovar fue un historiador que desplegó las páginas de las
crónicas en sus grandes lienzos. No se limitó a ser el excelente retratista, que
reflejara en su obra una emotiva biografía de su tiempo, sino que,
condicionado por el afán cientificista de su época, tradujo a la pintura, con la
corrección de un clásico, complejas acciones de la vida real. El Renacimiento
penetra en la pintura venezolana a través de sus obras. Primero que ningún
otro, Tovar se ocupó de nuestro paisaje, en un sentido puro, y se adelantó en la
observación de la naturaleza pintando al aire libre. La precisión de su estilo es
adecuada a cada uno de los fines que se propone, y logra lo que quiere de la
realidad con los medios más justos y exactos. Su técnica le proporciona éxito
en todos los temas. Incluso puede permitirse, con facilidad prodigiosa, innovar
en su propia época, al registrar en una misma composición histórica episodios
que ocurren en distintos lugares y horas, como sucede, por ejemplo en su
célebre Batalla de Carabobo. Tovar es un estudioso de la psicología humana a
la par que un investigador de la naturaleza. Su mérito no reside en la
elocuencia, que sobra en sus personajes, sino en el fondo de veracidad con que
los encarga.
Naturalista cuando compone sus escenarios, en extremo fieles a la
observación, sabe imprimir a la composición y a las figuras el movimiento
vertiginoso de un romántico, pero planta a sus personajes con la nitidez de
contornos y la precisión de un neoclásico. Su estilo es el de un ecléctico. De
sus estudios en España y en Francia ha conservado lo que justamente
necesitaba su temperamento reposado para servir a su propósito de trabajar en
un estilo que le permitiera expresar con seguridad y sin sobresalto la emoción
contenida y la imagen justa y exacta, sin faltar a la verdad histórica ni caer en
excesos retóricos. No es sentimental. Es elocuente sin ser extrovertido; narra,
no cuenta. Su meta es la objetividad y, por lo tanto, rechazando un naturalismo
grosero que pudiera traicionar sus sentimientos, alcanza la serenidad del
clásico. No son los detalles los que le importan, sino los hechos centrales,
sobre los que construye sus escenas, procurando destacar, con propósito
moralizador o pedagógico, lo que dentro de cada episodio tiene mayor relieve
o significación. No sucumbe nunca a los arrebatos de la improvisación y, sin
embargo, su imaginación es fértil; su memoria, aguda; su temperamento, vivo,
aunque no tuviera el don de expresarse ni de halagar con palabras.
Dice todo lo que tiene que decir en el cuadro. No ha dejado testimonios
personales, ni cartas, manuscritos ni fotografías. Diríase que su biografía la
componen sus personajes: tiene de éstos la grandeza de sentimientos: puede,
recrear los hechos, reconstruir situaciones y lugares complejos haciendo
siempre de la pintura un espectáculo que agrada a la vista, pero que impone
respeto. Y no necesita recurrir a la fantasía, o a una fantasía desmedida. Logra
ser decorativo y realista al mismo tiempo, porque impone moderación a su
propio ingenio. La exaltación y el comedimiento permanecen en su obra en
constante equilibrio.
Tovar divide al siglo XIX; pone fin a una época y comienza y llena lo que será
el período heroico de nuestra pintura. Nace cuando ha llegado a su fin una
concepción de la guerra; inicia sus estudios en el optimista ambiente que se ha
creado alrededor de la personalidad del brillante matemático Juan Manuel
Cajigal, iniciador de las bases de la pedagogía artística en Venezuela; se forma
en España y Francia, y en los aciagos momentos —ya de regreso en
Venezuela—que rodean al episodio de la Guerra Federal; llega a su madurez
durante el gobierno progresista de Guzmán Blanco. En su obra se cumple, así
pues, un largo e intenso periplo, que es el mismo que abarca el nacimiento,
auge y decadencia del estilo del cual Tovar es figura descollante. El solo
hubiera llenado una época. Durante medio siglo es la figura señera, el pintor
oficial y el maestro por antonomasia de la pintura venezolana. Es el gran
retratista venezolano del siglo XIX. Su mérito aquí estriba en haber
encontrado el secreto de la intimidad. El misterio de unos labios mudos, la
sonrisa en los ojos serenos que avanzan tranquilamente desde la muelle pose
hacia todos los puntos donde se coloque el observador; fisonomías revestidas
de une gracia sin complejidad, peripuestas damas en quienes se reconoce
inmediatamente el esfuerzo de posar; reposo y comedida elegancia que desafía
al tiempo. Tovar es el retratista de la burguesía venezolana. Pero también es el
retratista de las figuras de los héroes de la Independencia. Es su primer trabajo
histórico importante, y para llevarlo a cabo Tovar se instala en París, en 1874.
El mérito de estas obras reside, sin embargo, más que en su calidad plástica en
el ingenio de que echa mano Tovar para restituir en el lienzo, sobre una pobre
iconografía, la imagen de los personajes Sucre, Urdaneta, Páez, toman
imaginarias actitudes, se sienten allí como abstracciones, como modelos
ideales, cómo ya lo eran en las páginas de la crónica, son héroes
deshumanizados que van al encuentro de una humanidad nueva.
De La Firma del Acta de Independencia puede decirse que es, no sin razón, el
cuadro más popular de la pintura venezolana. Prodigio de elocuencia
renacentista, como no se había visto antes en Venezuela, esta obra constituyó
el gran atractivo de la Exposición del Centenario de Bolívar, en 1883, cuando
fuera expuesta.
En La Batalla de Carabobo, a cuya realización dedicó Tovar mayor estudio
que a todos sus otros trabajos, la presencia del paisaje es avasallante, como si
se tratara de un personaje contra el que los hombres parecieran librar otra
encarnizada batalla; es un paisaje dinámico. El lienzo se adapta a la
concavidad de la elipsis del Salón Elíptico, donde se encuentra, para desplegar
en difícil perspectiva los varios escenarios de la batalla; simultáneamente son
expuestos todos los momentos decisivos del episodio, sin dividir el espacio en
cuadros y manteniendo el mismo punto de vista central; efecto de
simultaneidad muy ingenioso, al que se presta la forma del espacio, para poder
presentar los hechos en varias secuencias agrupadas en cuatro episodios
centrales, que dan idea del tiempo, y que por lo mismo describen los
accidentes de la llanura bajo diferentes grados de luminosidad, desde la
madrugada hasta el atardecer.
No hay en este cuadro sombrías ni patéticas imágenes ni el acento está puesto,
como en obras anteriores, en una representación ideal: el triunfo de las fuerzas
patrióticas. Más alegórico que realista, el lienzo de Carabobo es el himno a la
victoria; todo está en él idealizado. La realidad, por el contrario, es cruel y
caótica. En apoyo del ritmo cinematográfico —por decirlo así— de la pintura
viene el colorido vivo y contrastado, con el que inaugura Tovar una manera
más clara y brillante, un colorido que acentúa aún más el carácter plano de la
composición y su valor decorativo, mayor aquí que en otras obras, en
desmedro de la profundidad y la perspectiva aérea.
EPÍGONOS Y CONTINUADORES
La década de 1880 es la más prolífica de la pintura venezolana en el siglo
XIX. Los acontecimientos más importantes han sido: la Exposición del
Centenario de Bolívar, de 1883, donde se revelaron con obras de carácter
histórico Antonio Herrera Toro, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena. La
realización de los grandes lienzos de Tovar para el gobierno de Guzmán
Blanco, entre 1881 y 1887. El triunfo de Michelena en el Salón de los Artistas
Franceses, en París, y su regreso apoteósico a Venezuela en 1889. La trágica
obra de Cristóbal Rojas, pintada entre 1885 y 1890. La remodelación
arquitectónica del centro de Caracas, emprendida por Guzmán Blanco; la
construcción del Capitolio Federal, la Universidad, el Instituto Nacional de
Bellas Artes, en 1887 y el nombramiento de Emilio Mauri para dirigirlo.
Como se ve, había aparecido, tras Tovar y Tovar, una segunda generación de
pintores que en cierto modo comienza su obra en el punto donde Tovar y
Tovar había dejado a la pintura narrativa e histórica. Herrera Toro, por
ejemplo, no sólo había sido alumno de aquél, sino también su ayudante y
principal colaborador en las pinturas de batallas. Sin embargo, la obra de
Herrera Toro carece del aliento épico que posee la de Tovar, y es evidente
que, a despecho de su buen oficio, no contó este pintor con el favor de un
mecenas magnánimo como Guzmán Blanco. La muerte de Bolívar y el
Ricaurte en San Mateo, sus pinturas más características dentro del género
histórico, revelan una manera más anecdótica y un menor talento de narrador,
quedando en deuda tales obras con el estilo de Tovar.
Menos relacionado con éste, Arturo Michelena se siente, al igual que Herrera
Toro, cómodo en los grandes formatos, y su maestría es tan prodigiosa como
su imaginación; sus obras históricas no tienen, sin embargo, la unidad de estilo
de Tovar, y la ejecución es en ellas menos esmerada, tal ocurre, por ejemplo,
en cuadros como Vuelvan Caras o El Panteón de los Héroes. Hay más
solemnidad en la obra de Tovar, pero su tono viene resultando más verídico,
mientras que Michelena, famoso por su facilidad de improvisación, se apoya
quizás exageradamente en la anécdota o en un realismo cargado de acentos
sombríos, como se observa en Miranda en la Carraca o en La muerte de Sucre
en Berruecos. No fue Michelena un historiador de la estirpe de Tovar, ni
parece haberle interesado, en especial, el tema de la epopeya nacional; como
tampoco lo fue Cristóbal Rojas, mejor dotado para un estilo intimista que para
el realismo de sus grandes lienzos patéticos. Rojas fue el autor de un retrato
del Presidente Rojas Paúl, que puede situarse en la tradición de Tovar, lo
mismo que del algo convencional Girardot en Bárbula, que se encuentra en el
Museo Bolivariano de Caracas.
Muertos Michelena y Rojas, el continuador de Tovar no será Herrera Toro, a
quien faltábale entusiasmo en su última época para empeñarse en
composiciones de gran formato, sino Tito Salas; se trata del pintor que está
más cerca del título de historiador oficial, que ostentó Tovar y Tovar. Pero los
de ambos son estilos completamente diferentes.

LOS DONES MUNDANOS DE HERRERA TORO


El sombrío y mezquino panorama político de los años anteriores parece
cambiar con el ascenso al poder del dictador progresista Antonio Guzmán
Blanco; el país entra así en una etapa de transformación social, de reformas
administrativas y de cambios culturales que de modo imprevisto otorgarán
gran significación histórica a la arquitectura y a la pintura. En Caracas se
opera un rápido cosmopolitismo que era estimulado por el propio Guzmán
Blanco y que llevará a la sociedad a adoptar tas últimas modas de París. La
ciudad se transforma arquitectónicamente y se requiere, dentro de una política
que apoya el surgimiento de artistas, de la presencia de pintor, el escultor y el
decorador capaces de ejecutar obras más ambiciosas. Los pintores van a
beneficiarse de esta situación. La década del 80 prepara el advenimiento del
más brillante período artístico de nuestra historia. Herrera Toro y Cristóbal
Rojas serán los primeros pintores de talento en recibir la protección del
Estado. En 1875 Herrera Toro, que había sido alumno de Tovar y Tovar en la
Academia, parte becado hacia Europa. Aunque en principió pensaba estudiar
en París, se decide finalmente por Italia. En Roma estudiará con los pintores
Faustino Maccari y Santoro. Participa, además, en tas exposiciones del
Círculo Internacional de Bellas Artes, del cual es miembro, y en 1878, de paso
por París visita la Gran Exposición Universal, en la que están exponiéndose
dos obras suyas. Regresa a Caracas para ocuparse de pinturas de encargo.
Quizás fueron los primeros años en Caracas, a su regreso de Italia, entre 1880
y 1890, los más afortunados en la trayectoria de Herrera. A sus obras de gran
aliento como La caridad y La Muerte de Bolívar siguió un lienzo cuya idea ha
debido venirle de los triunfos de Tovar y Tovar y Michelena en el género
histórico. La batalla de Carabobo de Tovar fue concluida en 1887. Sin él
entusiasmo de los años anteriores, le cupo sostener durante algunos años más
el prestigio del realismo. Y cuando en la Academia de Bellas Artes —donde él
enseñaba paisaje— entraron aires de renovación lógicamente Herrera tomaría
partido por la tradición. A fines de siglo lo encontramos ocupado en tareas
muy ajenas a su vocación: Director del Tesoro en el Ministerio de Hacienda,
escritor humorístico y colaborador literario de la revista El Cojo Ilustrado. Es
evidente que su trabajo pictórico se resiente por falta de continuidad, y aunque
se desempeña como solicitado retratista, está ya ausente en él esa convicción
que lo determinó a ejecutar sus mejores obras en la década del 80. Fue su
mejor momento y el más inspirado, pues cuando Herrera llegó a su madurez
de artista, el arte se hizo de pronto demasiado joven y revolucionario.
Si su visión, alejada de toda modernidad, es la de un académico (aun más
cuando impone a sus alumnos pesados modelos), ello no es óbice para quitarle
méritos. Como paisajista es mediocre y desigual, incapaz de renovarse para
salir de una factura de grises y ocres, que pone entre la pintura y la naturaleza
la distancia del taller donde continúa trabajando como los pintores del siglo
XIX. Sus paisajes, por otra parte, son escasos, si pedimos ver más que trozos
de escenografía como los que encontramos en cuadros como La muerte de
Ricaurte y La Batalla de Ayacucho; en todo caso. Herrera Toro sigue
experimentando nostalgia por el Salón de los artistas franceses.
Su significación hemos de buscaría, paradójicamente, en aquella actividad
donde fue más combatido: la de docente, ya que fue el verdadero maestro de
aquellos que, tomando la revancha, lo cuestionaron en 1909, tras haber sido
nombrado director de la Academia de Bellas Artes.
Pero ¿qué disciplina auténtica no tiene por origen, en arte. La sujeción a una
disciplina severa, que debe ser experimentada antes de ser violada? Los
integrantes del Círculo de Bellas Artes reconocerían, al fin, la importancia de
la lección recibida de aquel maestro que continuaba usando la plomada y que
exigía que los paisajes fueran acabados en el taller, donde no podían escapar al
correctivo de su ojo adusto.
Aquel estilo sombrío pero correcto, poco imaginativo, ausente de verdes, que
pareciera regodearse solamente en las calidades terrosas de tapias y cerros
erosionados, es propiciado por ese método que, antes que la libertad, busca ser
realista. Estilo crepuscular que llena la última década del siglo pasado y los
primeros años del nuevo, y del cual Herrera Toro es, a todas luces, su
inspirador.

CRISTÓBAL ROJAS
De la generación de pintores románticos de Venezuela fue Cristóbal Rojas el
incomprendido; incomprensión que no se mantiene sólo en el plano de su obra
extraña y singular, sino que, con signos todavía más amargos, participa de
toda su vida.
A los 22 años, viviendo en Caracas, encuentra un maestro en Herrera Toro,
quien lo emplea como ayudante para los trabajos que aquél realizaba en la
Catedral de Caracas. Poco después, cuando comenzaba ya a desesperar,
obtiene un triunfo en la Exposición del Centenario, en 1883. Su cuadro La
muerte de Girardot le hace merecedor a un Segundo Premio, y recibe una beca
del Estado para estudiar en Europa. Lo que sigue es lo más conocido; el
tormento en París, durante siete años más que invierte en pintar. Ha trabajado
sin el sosiego necesario, en forma lenta (aunque pertinaz), razón por la cual su
obra resulta breve, muy breve. Las indecisiones traban su evolución. Progresa
a base de grandes tanteos; invierte hasta un año en realizar una obra; no posee
ni la facilidad ni la imaginación de Michelena.
Muy pocos lienzos pertenecen a su período de Caracas; cuando los pintó era
aún un principiante, a una edad en que un joven de la época actual ya podría
estar de regreso de Europa, si hubiese sido becado. No había sido como
Michelena un niño prodigio, pero en sus primeros trabajos, que datan de 1881
y 1882, un fresco encanto se desprende de dos magníficos paisajes de 1881 y
1882, que tienen por tema las ruinas de Cúa. Estos trabajos habían hecho
lamentarse a Enrique Planchart de que Rojas no hubiese persistido en un
género como el paisaje, para el cual revelaba “ingenio natural”. Pero Rojas
andaba por este tiempo a la caza de temas trascendentales: salvo su empeño de
aprender en la lección de Tovar, La Muerte de Girardot, óleo anecdótico con
el que se iniciaba como pintor de Salón, no mostraba nada original.
Después, a partir de 1884, viene la lucha para ser aceptado en el Salón de los
Campos Elíseos. Las constantes fugas al Museo del Louvre, tras las huellas de
los clásicos; la impresión que le causa Chardin, en cuyas naturalezas muertas
se ha detenido lo suficiente para extraer una lección propia: véanse las dos
obras de este género que de Rojas se conservan en la Galería de Arte
Nacional.
De La miseria a El Plazo vencido. Rojas se detiene en una pintura donde lo
que importa es el tema, una pintura sentimental y anecdótica en su pretensión
de dar un mensaje. Vale la pena observar detenidamente su lienzo La Taberna,
título inspirado en una novela de Emilio Zola; una rápida ojeada al extremo
izquierdo del cuadro nos descubre en primer término la bien modelada mano
de la cantinera aproximándose a la luz que juega entre las botellas y los
objetos del estante. El detalle, aislado del resto, es de una plasticidad que
contrasta con el aspecto grotesco de la anécdota del cuadro. Es lo más noble y
mejor concebido de la pintura. Porque el detalle en Rojas está siempre lleno de
una vivacidad tensa, espiritual, como si él hubiese puesto más vida aquí que
en la totalidad del cuadro; sus grandes lienzos realistas perdurarán gracias a
esos toques singulares donde la luz llega a penetrar la soledad misma de los
objetos comunicándoles un aura recóndita.
Aún podría discutirse la opinión de que El Bautizo es la obra culminante de
Rojas. De cualquier manera era una obra importante en su evolución. No sólo
se trata de la pintura que pone fin a un ciclo de óleos naturalistas y
monumentales, trabajados con una técnica laboriosa, sino también la tela
donde la transición del estilo parecía abrirse hacia formas más actuales; a ese
paso contribuyen los fracasados intentos que hace Rojas para interesar a los
jurados en sus composiciones. Rojas mismo no habría sabido explicar el
cambio de su estilo ni mucho menos comprendido la actitud del jurado: El
Bautizo ha gustado mucho menos que los cuadros que envió en los tres años
anteriores. El énfasis está puesto ahora en la atmósfera total, no en el
modelado de las figuras; la luz comienza a sentirse como algo vivo que
cohesiona las formas dentro de una profundidad aérea, que es a la vez la que
da unidad al cuadro. A la influencia de Daumier sucede ahora la de Degas; el
toque de color vivo anuncia la paleta clara de sus últimos trabajos.
La nota resaltante del último período de Rojas es su interés en dar preferencia
al colorido por sobre el tema; incluso puede decirse que en su obra final ya no
le interesa nada el tema; su actitud es experimental, tímida, y dentro de esos
intentos se queda; deja el lienzo de gran formato para explorar la superficie
pequeña, el tema íntimo, muy personal, que pinta en atmósferas de taller,
aclaradas por una luz violenta, que agudiza los contrastes pero que hace vibrar
el color. Sin duda la compañía de Emilio Boggio, a quien Rojas encuentra en
el taller de Jean Paul Laurens, ha sido más provechosa que la de Maurice
Denis y Serusier; el estilo “nabis” lo influye, es cierto en su inconcluso lienzo
Dante y Beatriz, donde emplea sin éxito los colores puros. Pero la tela es
demasiado grande, y el tema algo fantástico para su temperamento de realista;
no puede haber nada. Fracasa. Luego es la preocupación por la materia y la
vibración del color, sin llegar a emplear la fórmula impresionista de
yuxtaponer las pinceladas de color. ¿Ignorancia del impresionismo? Quizás
no. Es que para Rojas la atmósfera de trabajo sigue siendo el taller, no el aire
libre; acaso por su formación académica, sigue siendo fiel a sí mismo; los
cambios en él son lentos y se suceden después de pensarlos mucho. En su
apunte Los amantes, que representa una escena romántica al pie de una
escalera, el tratamiento anuncia, sin embargo, un impresionismo en ciernes.
En el balcón se puede apreciar la aplicación de los principios de la nueva
teoría del color: las sombras dadas con tonos cálidos y la profundidad espacial
dejada a la retina del espectador; en este estilo abocetado muestra mayor
interés por el color que en otra de sus mejores obras del último período: la
Naturaleza muerta del Faisán, donde Rojas se esfuerza en analizar las formas a
través del tono. En Techos de París, el color del cielo está dado con un
empaste casi grueso, en tanto que los grises del paisaje hacen pensar
nuevamente en la escuela de Barbizón.
Establecer la contemporaneidad de Rojas en relación con las ideas de su
tiempo no es tan urgente como indagar el mérito de sus cuadros tomando en
cuenta los accidentes de su carrera, los obstáculos con que tropezó y la poca
orientación que, en un sentido moderno, pudo haber recibido. Rojas se hubiera
expresado mejor en una pintura que reflejara su anhelo de serenidad: un
equilibrio como el conseguido en las naturalezas muertas, que pintó bajo la
intuición de que era un gran pintor, pero cuya significación quizás no pudo
comprender.

ARTURO MICHELENA
Arturo Michelena fue et artista de mayor éxito en su tiempo. Su carrera se
consume brevemente, tras una obra precipitada, llena de altibajos, en la que
tan pronto reconocemos al dibujante genial, al pintor de facilidad prodigiosa,
como sentimos el empeño no siempre bien logrado de realizar obra académica
y efectista, cuya laboriosidad resta impulso a la naturaleza espontánea de este
artista. Aunque desde su adolescencia dio muestras de ingenio y de una
obsesiva voluntad de estudio, fue sólo en 1883, año en que ejecuta un gran
cuadro de tema histórico (La entrega de la Bandera, Museo Bolivariano de
Caracas), cuando Michelena logra atraer la atención de su obra como para
hacerse merecedor de la beca que dos años más tarde, en 1885, le concedió el
Presidente Joaquín Crespo. En París, Michelena supo encontrar en Jean Paul
Laurens un maestro comprensivo y generoso; sus éxitos en el Salón de
Artistas Franceses no se hacen esperar. En 1887 recibe la recompensa Fuera
de Concurso, la más alta que se otorgaba a un artista extranjero, por su cuadro
El Niño Enfermo; y en 1889 gana una Medalla de Oro en la Gran Exposición
Universal de París. Estos reconocimientos, unidos a otros éxitos, colman la
expectativa de los venezolanos que hacen a Michelena en 1889 un
recibimiento de héroe nacional. Aclamado en Valencia y Caracas (como antes
sólo lo fuese el mismo Bolívar), se convierte en el hijo mimado de la sociedad,
que quiere hacer de él su retratista oficial. Michelena sucumbe, sin embargo, a
los encargos, mientras realiza obras ambiciosas, de gran formato, de tema
venezolano, en el género histórico. Por esa vía supera la influencia de Laurens
cuyas recomendaciones se hacen patentes en su cuadro Carlote Corday (1889).
Está preparado así para entrar en la segunda etapa de su obra, que se inicia
hacia 1891, cuando reinstalado en París cree poder encontrar nuevamente, en
el Salón, el éxito conquistado dos años atrás. El cuadro Pentesilea (1891) atrae
la atención de la crítica, pero es evidente que esta manera efectista, de gran
movilidad escénica, comienza a pasar de moda, y lamentablemente Michelena
no lo comprende sino cuando ya ha enviado, en 1892, su un tanto truculento
cuadro La Vara rota, el cual pone fin a su aventura del Salón. Este mismo año,
tras algunos intentos de pintar con la libertad de los impresionistas, sufre una
crisis de hemotipsis y es obligado por los médicos a regresar a Venezuela. Los
seis, años restantes de su vida constituyen un período de intenso trabajo; pero
fundamentalmente es acechado por el encargo de retratos. Los aciertos de su
obra se espacian entre las obligaciones oficiales y las crisis de la enfermedad
(tuberculosis) que lo determinan a cambiar incesantemente de residencia;
paralelamente experimenta un sentimiento místico, estimulado por la iglesia
que le hace encargos, algunos de proporciones murales, como los que ejecuta
para la Santa Capilla y la Catedral de Caracas. El gobierno lo utiliza del
mismo modo en proyectos de decoración y en el retrato oficial, desviando a
Michelena de sus más profundas intenciones: trabajar libremente en obras de
su gusto; éstas se satisfacen someramente en el boceto y, sobre todo en la
pequeña obra siempre inconclusa; los estudios y apuntes se amontonan en el
taller, sin que la enfermedad o el tiempo le permitan concluirlos.
La obra de Michelena ofrece diferentes facetas que responden a las tendencias
del gusto dominante, que este artista más que ningún otro en Venezuela,
reflejó. Se deduce de lo dicho que la obra de Michelena se resiente de los
riesgos de la versatilidad, a veces complaciente y amanerada, de su gran
talento. Durante su época realista de París, estudiando con Laurens, o ya
egresado de la Academia Jualian, realiza pinturas de espíritu audaz, en las que
sabe unir la corrección de la factura y la libertad, tales como El Niño Enfermo
(Museo de Bellas Artes de Caracas) y el Retrato ecuestre de Bolívar (Palacio
Legislativo de Valencia). La tendencia realista, demasiado marcada por las
recomendaciones de Laurens, resulta, sin embargo, exacerbada en una obra
como Carlota Corday (Galería de Arte Nacional de Caracas), donde el ensayo
de reconstrucción histórica desmerece ante una composición humana
excesivamente teatral en la obsesión por lograr la instantaneidad de la escena
descrita.
En los cuadros de género, donde los temas son episodios de la historia
universal o nacional, Michelena pone en juego una imaginación viva y
sensibilidad para reproducir los escenarios al aire libre en ambientes de
movimiento vertiginoso que producen asombro en el público de los salones,
tal como pudo apreciarse en Pentesilea (Círculo Militar, Caracas). Sus escasos
paisajes nos muestran, igualmente, a un fino observador de la naturaleza, si
bien no parece interesado en pintar al aire libre. En cuanto a otros géneros,
dentro de una vasta producción Irregular, es necesario reconocer en los
retratos infantiles de Michelena los más bellos que haya pintado artista
venezolano alguno.
Un signo trágico se cierne sobre el destino del realismo académico. Rojas
fallece en 1890. Michelena en 1898. Quedan vivos Emilio Mauri y Herrera
Toro, que ensayan enderezar el perdido prestigio del realismo, a través de sus
lecciones en la Academia. El primero de ellos, Emilio Mauri destacará como
un preceptor atinado y bondadoso, cuya paciencia se ha puesto a prueba en la
actuación que ha cumplido al frente de la Academia de Bellas Artes, desde
1887.
Después de haber estudiado con Jean León Gérome, en París, Mauri está de
regreso a su patria sin dar muestras de haberse librado del refinamiento con
que la bella época ha marcado su espíritu. Por mucho tiempo más seguirá
siendo en Venezuela un pintor francés. Contentándose con ello, no será capaz
de acometer un camino propio, como Rojas, y abandonándose a su función de
maestro sabe confiarse a un papel discreto, con que la posteridad le
recompensa. Buen dibujante, Mauri no deja que desear en punto a corrección
académica, y sin embargo, ¿qué falta en estos retratos saludables bajo los
cuales aparecen las figuras de nuestros héroes, peripuestos y airosos, que
Mauri ha pintado, incluso, con gran esmero? Falta el brío y la inspiración, en
una palabra, el genio de los mejores momentos de Michelena.

EL FIN DEL SIGLO


Carlos Rivero Sanabria había sido compañero de Rojas y Michelena por breve
tiempo en la Academia Julian. Había estudiado también en Alemania con el
pintor Oehme, dedicando gran parte de su esfuerzo al estudio de la figura
humana. Incluso, siguiendo los pasos de Rojas, ensaya pintar escenas de
realismo social y en el Salón de 1889, el mismo año en que Rojas expone El
Bautizo, le es aceptada su obra El porvenir roto. Su formación de retratista,
una vez instalado en Caracas, desdice, sin embargo, de lo que se esperaba de
un alumno de Jean Paul Laurens. En vano Rivero Sanabria intenta corregir sus
propias fallas. Sus retratos adolecen casi siempre de primitivismo técnico,
ausente de visa; sus defectos están demasiado a la vista para que el artista no
se dé cuenta de ellos. Una extraña circunstancia lo lleva a la invalidez. El
artista postrado en la cama para el resto de su vida realizará su mejor obra en
el único género para el que su sensibilidad se mostraba en adelante atenta: la
naturaleza muerta, el bodegón, el tema de flores. De este modo, en la tradición
de nuestros clásicos, Rivero Sanabria parece ser el puente que une al
intimismo de Rojas con nuestros grandes maestros de la pintura de interior en
el siglo XX: Federico Brandt y Marcos Castillo.
Otro pintor que ve en su obra la marca de la decadencia del estilo realista es
Antonio Esteban Frías, antiguo alumno de Arturo Michelena que, al igual que
éste, y siguiéndole los pasos a Rojas, viajó a París para inscribirse en la
Academia Julian. El borracho (Museo de Bellas Artes) es una obra esmerada
dentro del espíritu académico. Frías mismo lo comprende cuando decide
concluir su carrera como profesor en la Academia de Bellas Artes de Caracas,
de la cual él mismo había salido egresado.

LOS AVANCES DEL ARTE MODERNO


Una coincidencia histórica daría a la generación de pintores del Círculo de
Bellas Artes el rol de precursora del arte moderno en Venezuela. La juventud
de esta generación coincide con la época en que se difunden las proposiciones
del impresionismo y postimpresionismo, desde Francia y Europa al resto del
mundo. No fue extraño así que un venezolano —Emilio Boggio— que había
vivido continuamente en Francia desde su primera juventud se convirtiese al
impresionismo entre 1890 y 1900.
Pero el impresionismo no fue adoptado al pie de la letra por los artistas que
vivían en Venezuela; ni estaba planteado para ellos, en 1910, pintar como los
vanguardistas franceses de fines de siglo. La pintura venezolana había
elaborado, paralelamente a las corrientes francesas, su propia tradición
paisajística en la cual encontrarían una base las nuevas generaciones. Esto fue
una ventaja, ya que la declinación del realismo académico en Caracas, con la
muerte de Michelena, daría paso a la larga a un movimiento que fue mucho
más importante y que, aunque negó a la escuela del siglo XIX, no dejó de
basarse, inicialmente, en los ensayos de paisajismo intentados por los realistas
mismos, al estilo de Rojas, Michelena y Tovar.
Caracas, que desde el siglo XVIII había adquirido supremacía como centro de
la actividad artística del país, había inspirado a lo largo del siglo pasado a
pintores, dibujantes y grabadores que vieron el paisaje de la ciudad bajo varios
aspectos: desde el paisaje en grande por el estilo del que en 1840 haría el casi
anónimo pintor Ramón Irazábal; o del que, teniendo como marco la imponente
serranía del Ávila, Tovar y Tovar ejecutaría a fines del siglo pasado, hasta et
apunte de naturaleza costumbrista como los que realizaron en Venezuela
Melbye y Camille Pissarro. El más antiguo paisaje de la ciudad se encuentra
en un cuadro atribuido a la escuela de los Landaeta y que muestra el plano de
Caracas, sobre el cual se yergue la representación de Nuestra Señora de
Caracas. La fama de la ciudad correspondía a la belleza de su paisaje. Los
primeros paisajes de Caracas obedecían a una intención ilustrativa, por lo
menos hasta 1870, cuando se desarrolló en la ciudad un movimiento integrado
por dibujantes y científicos aficionados al dibujo, que vieron en éste un medio
adecuado para reproducir variados aspectos de la ciudad, la arquitectura, la
flora y la fauna, el habitante y sus costumbres. Fue, como hemos explicado,
una tendencia que tuvo repercusión en las ciencias, tal como puede apreciarse
en los trabajos de Carmelo Fernández para el geógrafo Agustín Codazzi, o de
Antón Göering para sus observaciones de Venezuela.
El paisaje como género artístico aparece definido ya en algunas obras aisladas
de Michelena —Paisaje del Paraíso, colección Fundación Boulton—,
Cristóbal Rojas —Paisaje, colección Galería de Arte Nacional— y sobre todo
en producción final del maestro Martín Tovar y Tovar. Pero el paisaje fue
también consecuencia de la enseñanza impartida en la academia de Bellas
Artes, en la que daban clases Emilio Mauri y Antonio Herrera Toro. A este
último pintor se debe, en particular, el énfasis que desde fines de siglo se puso
en el aprendizaje de la técnica del paisaje y en el cultivo de éste como género
independiente de la pintura narrativa. Sin embargo, el paisajismo de la
Academia, como lo practicaba y enseñaba Herrera Toro, aun cuando se
aconsejase pintar al aire libre —lo que no dejaba de ser una mera fórmula—
carecía de color y continuaba siendo una manifestación del realismo. Las
gamas grises de la paleta del taller y las armonías tierras y pardas daban al
paisaje así visto tímida entonación romántica, que ponía de relieve el carácter
literario de la inspiración. Hay mucho de romanticismo en los primeros atisbos
de la generación que daría forma definitiva al paisajismo: Cabré, Monsanto,
Reverón, Vidal, Brandt; y en ello se traduce la influencia de los realistas que
desde la academia ocasionalmente iban a influir sobre el nuevo paisaje.
Una excepción entre los pintores del siglo XIX fue Jesús María de las Casas,
un contemporáneo de Rojas y de Herrera Toro que, trabajando en Caracas,
supo mantenerse al margen del medio artístico para realizar durante más de
veinte años solitaria labor de paisajista. De las Casas obtuvo el título de
ingeniero durante el quinquenio de Guzmán Blanco, pero disgustado con este
mandatario, abandonó la carrera, dedicándose en los ratos libres, como
aficionado, al cultivo del paisaje. Por no haberse formado en la Academia, y
sin compromisos con ésta, pudo rechazar decididamente la orientación realista
de la pintura oficial. Un viaje de estudios por Italia y Francia le había puesto
en contacto con la obra de Corot y, luego, con la de Renoir y de otros
impresionistas. Se dedicó especialmente a la naturaleza muerta y al paisaje,
interesado menos en la realidad representada que en el resultado global de su
experiencia. A fines de la década del 90 comenzó a pintar en el litoral de
Macuto, cuya luz se empeñó en captar, no sin éxito, en obras de pequeño
formato, ejecutadas con un colorido tenue y empaste delicado. De las Casas
murió completamente desconocido. Una exposición llevada a cabo en 1966 en
la Sala de la Fundación Mendoza, en Caracas, rescató del olvido su obra.
Emilio Boggio había nacido en Caracas de padre italiano y madre venezolana;
sin embargo vivió en Francia seguidamente desde los 17 años hasta 1919,
fecha en que retornó a Caracas por breves meses; su regreso constituye un
hecho bien conocido, por las implicaciones que tuviera para los jóvenes
pintores de la época: su exposición de 53 óleos realizada en la Academia de
Bellas Artes. Por formación y obra Boggio es un pintor francés; en su estilo
pueden reconocerse las principales influencias que, después de 1885 actuarían
en su carrera: Henri Martin, Monet y Pissarro. No fue sino después de 1900
que realizó su obra más trascendental, librado de las influencias del
romanticismo y del simbolismo que todavía se aprecian en uno de sus
primeros y grandes paisajes (Labor, expuesto en el Salón Oficial de Paris, en
1899). Boggio siguió la ruta de los impresionistas en la búsqueda de la
luminosidad: el mediodía francés, Auvers-sur-Oise e Italia, en donde estuvo
durante un año muy significativo para su carrera en 1907. Las vistas de París,
los paisajes de Nervi (Italia) y la serie de cuadros pintados durante los años de
la Primera Guerra Mundial en las cercanías de su residencia en Auvers, se
cuentan entre sus obras más notables. Como Monet, a quien siguió un cierto
momento, Boggio se revela ante todo como un colorista apasionado por los
problemas de la luz y que se adentra en los misterios de la materia, llegando a
trabajar con un empaste cargado de color en espesor, con el cual se propone
simplificar la composición hasta planos muy abstractos en donde la raya del
horizonte llega a desaparecer. Y esto último puede apreciarse, incluso en un
sentido serial como en Monet, en marinas y paisajes que tienen por tema las
costas italianas y el río Oise. La obra de Boggio, en su totalidad, reitera y
prolonga los planteamientos y motivos familiares a los impresionistas. Pero
influido también por Van Gogh consigue a partir de 1902 dramatizar la factura
del cuadro de manera expresionista, determinando en su propio estilo una
tendencia figurativa para la cual se basó preferentemente en el retrato y el
cuadro de interior. De este modo, partiendo de Monet y Pissarro, Boggio
reinterpretó el impresionismo y, a través de una obra numerosísima, aportó
una visión personal que, dentro de la tradición francesa, estaba también
impregnada de la fogosidad del temperamento latinoamericano y de la
sensualidad un tanto exquisita de la tradición de la escuela francesa. La obra
de Boggio mostrada en 1919 en Caracas influenció a los jóvenes pintores que
vacilaban aún entre la orientación heredada de la enseñanza de la Academia y |
a libertad sin reglas del autodidactismo.

EL CÍRCULO DE BELLAS ARTES


El Círculo de Bellas Artes asume la responsabilidad de relevar al realismo que
a comienzos de siglo, sobre todo después de la muerte de Michelena, daba
señales de decadencia. La pintura histórica y literaria en la cual ponían énfasis
todavía a comienzos del siglo los concursos de la Academia, iba a ser
rechazada violentamente por los jóvenes más enterados de los recientes
movimientos de pintura europea. Manuel Cabré, A.E. Monsanto, Leoncio
Martínez, Carlos Otero y otros jóvenes pintores encabezaron en 1909 una
protesta contra el status docente, tomando como pretexto la designación de
que había sido objeto Herrera Toro para dirigir, en reemplazo de Emilio
Mauri, la Academia de Bellas Artes. Ya por entonces Leo (Leoncio Martínez)
y Jesús Semprum, asumiendo la defensa de los peticionarios, señalaban en
artículos de periódicos y revistas la mediocridad y falta de ambiciones en que
transcurrían las actividades de aquel centro de enseñanza. La huelga, que
elevó un plan de reformas hasta el Ministerio de Instrucción Pública, no
condujo a nada, y los estudiantes, negándose a seguir asistiendo a los talleres,
se conformaron con poner en la práctica las medidas renovadoras que
deseaban para la Academia. Así fue como se gestó el brote inicial que el 2 de
agosto de 1912 conduciría a la instalación del Círculo de Bellas Artes,
“organización fundada, según Fernando Paz Castillo, para combatir la
enseñanza extremadamente pobre de la Academia”. Tal vez los objetivos
tenían un mayor alcance, puesto que, rotos los nexos con la Academia, se
trataba ahora de orientar las actividades artísticas —asumiendo la dirección de
ellas— en dos sentidos: la creación y la divulgación. El Círculo estableció su
sede en un local del abandonado Teatro Calcaño, cedido generosamente por su
dueño el ingeniero Eduardo Calcaño Sánchez; allí se formó un taller libre, sin
profesores ni limitaciones estéticas, donde los miembros asistentes abonaban
los costos ocasionados por los materiales y el pago de la modelo. Para
divulgar el trabajo realizado se crearon los Salones del Círculo, que
organizaban anualmente con gran libertad Monsanto y Cabré. Entre 1913 y
1916 se realizaron en total tres salones, “sin premios ni medallas”. En 1912
habla circulado una hoja impresa con el programa del Círculo de Bellas Artes;
puede deducirse de su lectura que éste no constituía una organización de
grupo, que respondiese a determinados estatutos o normas, como suele
suceder en la asociación artística. En efecto, se decía en el programa qué
“pueden pertenecer al Círculo de Bellas Artes todos aquellos que por amar a la
belleza eleven su espíritu sobre el nivel común de las gentes. Quienquiera,
profesional, estudiante o aficionado, tendrá franca acogida en el seno de la
Asociación sin que se lo impidan el estar inscrito en otro grupo. Academia,
Ateneo o Escuelas, ni las tendencias de sus ideas en materia de arte”. Incluso
se habla llamado a participar a los intelectuales más destacados del momento,
susceptibles de hacer causa común con los jóvenes artistas, como Rómulo Ga-
llegos, Manuel Segundo Sánchez, José Rafael Pocaterra, Julio Planchart, Jesús
Semprum —orador de orden en el acto de inauguración del Círculo. Más tarde
ingresarían Fernando Paz Castillo y Enrique Planchart. De estos tiempos data
un fructífero acercamiento entre escritores y artistas que buscaban, mediante
la comprensión mutua de sus actividades un apoyo para defenderse de la
inquebrantable apatía en que el régimen despótico de Juan Vicente Gómez
había sumido a la vida cultural y política del país.

ETAPAS DEL CÍRCULO


Pueden estudiarse en la obra del Círculo de Bellas Artes dos etapas claramente
definidas: la primera abarca de 1909 a 1918 y se caracteriza por ser un período
de búsquedas durante el cual sus pintores se libran de la influencia del
realismo de la Academia y comienzan a indagar por propia cuenta, aplicando
algunos principios del impresionismo y pintando al aire libre. Ciertos
paisajistas como Brandt ensayan una aplicación muy personal de fa técnica
puntillista. Entre 1918 y 1919, se encuentran de paso en Caracas dos
impresionistas: Samys Mützner y Emilio Boggio. Por otra parte, Reverón y
Monasterios, que han estado en España largo tiempo, traerán a Venezuela la
influencia de Zuloaga, Sorolla y Regoyos.
La segunda etapa corresponde a la afirmación y madurez y está marcada, en
un comienzo, por la huella que dejaron en la pintura venezolana Samys
Mützner, Nicolás Ferdinandov y Emilio Boggio; concluye a finales de la
década del 20. Desde el punto de vista de su aportación al arte venezolano los
años comprendidos del 20 al 30 fueron los más significativos en la historia del
Círculo de Bellas Artes. Los siguientes se refieren más que a la historia del
Círculo, a la evolución trazada por la obra de sus principales representantes,
en un sentido personal.
Una de las premisas del Círculo de Bellas Artes fue el rechazo de las técnicas
y motivaciones que habían prevalecido en la pintura venezolana de fines de
siglo. De acuerdo con esto puede decirse que el Círculo respondió a un
programa, si bien éste nunca fue tan bien definido en la teoría como en la
práctica. Aún más: se careció de una teoría. El énfasis fue puesto en la pintura
al aire libre y en todo lo que se derivó de la negación del realismo y la
tendencia dominante de utilizar una paleta de tonos oscuros y grises, como la
que se empleaba en el taller. Los jóvenes iban a valerse más libremente del
color, y se trató de estudiar su empleo más adecuado de acuerdo con la
experiencia a que se fue llegando en la observación directa de los tonos, luces,
sombras y valores, tal como estos elementos se ofrecen en la naturaleza, y en
la medida en que se trabaja al aire libre. Ello implicó, como había sucedido en
Francia, el desprecio de la literatura y la anécdota como fuentes de
inspiración; tanto menos un artista se apoya en la anécdota cuanto más tiene
que apelar a los recursos de la pintura misma. Al inclinarse a preferir una
temática literaria o histórica, et realismo del siglo XIX desvió a la pintura del
carácter profundamente visual que ella siempre tuvo, incluso en los tiempos en
que los artistas se basaban en la anécdota y en los temas literarios. La
corrupción de la lectura de un cuadro, y por lo tanto la corrupción del gusto
artístico, en general, es un fenómeno que se acentuó en el mundo en las
últimas tres décadas del siglo XIX. Algo parecido ocurrió en Caracas en
relación con los cambios que tuvieron lugar en Francia y Europa con el
impresionismo. Había que devolverle a la pintura su base sensorial, a costa de
perder su elocuencia para cautivar al público, es decir, las razones mismas de
éxito. Surgieron así, entre los pintores de Caracas, los temas anónimos en los
cuales se encontró ahora un pretexto para hacer del cuadro nada más que un
cuadro; éste no sería en adelante una referencia topográfica que enmarcaba un
hecho extraído caprichosamente de la Biblia o de la historia; la pintura recobró
su soberanía. Y en la misma medida, queriendo que fuese solamente pintura,
sin renunciar a la naturaleza que se observó ahora con mayor atención que
antes, con el cuidado extremo que nunca se había puesto en ella, el pintor
lentamente se aprestó a modificar los datos de la realidad para llevarlos a la
pintura con el propósito de ser más fiel a las exigencias de su propia
expresividad.
El colorido se usó a partir de la lección de los impresionistas y
postimpresionistas, sin acudirse a fórmulas ni recetas, sino volviéndolo
obediente a lo que cada pintor buscaba individualmente a partir de la
observación directa de la naturaleza, en la que con facilidad podían
comprobarse los problemas ya estudiados por los impresionistas: la coloración
de las sombras y la impresión de avivamiento de los colores por efecto de la
yuxtaposición de los complementarios, la mezcla óptima que se obtenía en la
retina por división del color en la tela, preferiblemente a la mezcla de los
colores en la paleta, etc. El paisaje del trópico fue, en definitiva, el gran
maestro.
Aunque en un comienzo algunos integrantes del Círculo habían dedicado sus
esfuerzos al retrato y la pintura de género, como M. Cabré y F. Brandt; aunque
la naturaleza muerta siguió siendo para pintores como M. Castillo y Brandt
mismo un tema de incansables elaboraciones, hay que decir que fue el paisaje
la temática que mejor definió la orientación principal de los pintores del
Círculo de Bellas Artes.
Dentro del paisaje podemos estudiar dos fases que corresponden
cronológicamente a las etapas de formación y madurez de los pintores del
Círculo. En la primera fase se advierte entre los paisajistas que trabajaban
preferentemente sobre motivos del valle de Caracas una tendencia a hacer
énfasis en el problema específico del color por sobre la identidad del motivo, y
en la forma cómo la luz actúa sobre el paisaje. Este es un planteamiento más
característico del expresionismo que del impresionismo, y gracias a él puede
decirse que el artista se expresa a sí mismo efectivamente cuando elige un
determinado aspecto de la realidad para establecer a través de la pintura un
vínculo sentimental con él. Un ejemplo característico de esta primera manera
son los paisajes y figuras de la época azul de Reverón, también los paisajes de
Caracas pintados por Cabré antes de 1920; las pinturas sobre temas
caraqueños que Brandt realizó entre 1914 y 1920 bajo la influencia de
Mützner, e incluso las que pintó al final de su vida aproximándose al
dramatismo dibujístico de Van Gogh, tipifican una tendencia general de los
artistas de este período a un expresionismo cromático que está lejos de
plantearse radicalmente en los términos en que lo hicieron los grandes
expresionistas del arte moderno. Pero oponemos esta tendencia a la que se
inicia entre los pintores del Círculo, llegados éstos a su madurez cabal, a partir
de los años treinta, por ser está última tendencia mucho más fiel a la realidad
tomada como motivo del cuadro y no como mero pretexto. Las obras de
Manuel Cabré y Pedro Ángel González, máximos exponentes del paisaje del
Ávila, son las que mejor caracterizan a la evolución final de las búsquedas del
Círculo de Bellas Artes en favor de la representación de la luz y de la
atmósfera exactas del motivo captado. El fin es también aquí no representar a
la naturaleza tal como es, sino servirse de un tema, que puede ser reconocido
en el cuadro. Dará realizar una pintura que responda a sus propios e
intrínsecos valores.
Es evidente que fue esta derivación naturalista del paisajismo del Círculo de
Bellas Artes a la que Enrique Planchart quiso bautizar con el nombre de
Escuela de Caracas. Por temperamento hubo pintores, cuyos nombres han sido
asociados a esta Escuela, que se avienen en su estilo a exigencias más
espontáneas o expresionistas, como sucedió, por ejemplo, con Rafael
Monasterios, en quien una mayor inocencia poética de la visión lo lleva a
interesarse más en el colorido que en la representación, aunque se sirva de un
motivo pintado al natural, con acuerdo a la manera cómo las formas del
paisaje se organizan en profundidad, manteniendo en el cuadro la identidad
plena del motivo y de la luz que se manifiesta a través del color. También
Marcos Castillo apuntó en su estilo, sin renegar de la pintura al natural, hacia
un cromatismo expresionista en el que interesa mucho más el tono afectivo
comunicado a las formas y el color, que la belleza o la identidad en sí del
objeto representado. La obra de Federico Brandt fue una de las más
influyentes del período que va de 1918 a 1930 en la pintura venezolana. Ella
ofreció resoluciones originales en las que encontrarían apoyo para sus
búsquedas personales, artistas de temperamentos tan opuestos como Rafael
Monasterios, César Prieto y Marcos Castillo. Pintor culto, de gustos muy
refinados y visión intimista de las cosas, Brandt vivió apartado, consagrado
modestamente a una obra que apenas si fue conocida en su tiempo por los
amigos más cercanos del artista. Brandt, en cierta forma como Monsanto, pero
más dotado de talento pictórico que éste, se colocó frente a su obra como un
crítico demasiado lúcido para pretender mostrarse a sí mismo como un pintor
profesional. Por esta razón decidió ganarse la vida en una actividad comercial
que le permitía dedicar las horas libres a su verdadera vocación: la pintura.
El recorrido cronológico de Brandt es el siguiente: 1896, alumno de
Michelena, en Caracas. 1899, egresa de la Academia de Bellas Artes tras
haber recibido el Premio de Pintura del concurso de fin de año. 1903, alumno
de J.P. Laurens, en París; pinta en Brujas paisajes impresionistas; viaja hasta
Holanda para ver la obra de Rembrandt. 1905, continúa asistiendo a la
Academia de Caracas, donde encuentra a Monsanto. 1912-16: participa en las
actividades del Círculo de Bellas Artes, como uno de los miembros de éste.
1918-1932, realiza su obra más significativa.
Federico Brandt había sido estudiado hasta ahora como un pintor moderno de
obra intimista en la que se creía reconocer un parentesco con Vuillard y
Bonnard; sin embargo, se había olvidado el entronque que su estilo nos ofrece
con el siglo XIX y particularmente con la pintura de Michelena y de Cristóbal
Rojas. Se puede ver la influencia de estos dos maestros en sus primeros
autorretratos y pinturas de género, obras ejecutadas entre 1900 y 1910, que
revelan la fase final del realismo de la Academia, con sus características
armonías terrosas, ocres y marrones. Desde un comienzo, Brandt se había
revelado como pintor de naturalezas muertas, género del cual constituye, junto
a Marcos Castillo, el más importante exponente venezolano. En la naturaleza
muerta, que tiene su origen en una tradición local fuertemente arraigada en la
Academia —Rivera Sanabria, Rojas, JJ. Izquierdo, De las Casas, etc.—,
Brandt alcanzó hacia 1915 soluciones de tipo personal que determinarían la
evolución general de su obra, a partir de este mismo año, cuando realizó
también, valiéndose de una técnica de pinceladas menudas, sus primeros
paisajes decididamente modernos, por el estilo de los que en la misma época
ejecutaba Manuel Cabré. Brandt encontraría luego en Samys Mützner un
estímulo muy importante para continuar una obra en la que, simultáneamente,
asomaban varias direcciones. Fue hacia 1918 cuando su estilo aparece
definido en los géneros en que Brandt iba a destacar en adelante y que hacen
de él a uno de los pintores venezolanos de temática más compleja y variada.
En sus paisajes siguió la inclinación constructiva de su temperamento:
compone por medio de planos definidos, valiéndose casi siempre de una
ambientación arquitectónica, con preferencia por los motivos coloniales; los
volúmenes están demarcados por un contorno lineal y el ángulo de visión
suele estar concentrado en aspectos muy íntimos: corrales, puertas, patios,
callejuelas, desechando el paisaje de perspectiva panorámica que se hizo
característico en la Escuela de Caracas. Había recibido la influencia de Van
Gogh y de Cézanne; la de este pintor francés obró significativamente en la
naturaleza muerta, género en el que Brandt trabajó intensamente a partir de
1922, alcanzando entre 1927 y 1932 el rigor y la síntesis que le permitieron
afirmar definitivamente su convicción de la pintura como una realidad en sí
misma, obediente a sus propias leyes. Esta misma comprobación puede
apreciarse en sus cuadros de interior, que le han valido, en razón de su calidad
plástica, fama de ser el más notable pintor intimista que produjo el siglo XX
en Venezuela.
Samy Mützner nació en Rumania. Vivió en Venezuela entre 1916 y 1918.
Después de haber pintado en la isla de Margarita, se radicó en Caracas, donde
intimó con los pintores del Círculo de Bellas Artes, en un momento propicio,
pleno de iniciativas ambiciosas, cuando la nueva generación de artistas estaba
a punto de dar obra definitiva o perecer tragada por la mediocridad del medio;
de allí que un impresionista estimable, como Mützner, podía con su obra y su
presencia ayudar mucho en la orientación de búsquedas y ensayos que, por
escaso conocimiento de la técnica impresionista, no lograban canalizarse, en
algunos pintores que iban a recibir su influencia, hacia el estilo paisajístico al
que tendían todos los experimentos importantes de la época. Mützner expuso
87 obras en el Club Venezuela, en 1918, obteniendo con ello un éxito de
ventas y público sin precedentes hasta entonces, y que garantizaría para los
nuevos artistas la aceptación de las corrientes consideradas más atrevidas.
Mützner pintó numerosos aspectos de Venezuela, antes de abandonar el país,
luego de una corta permanencia en Maracaibo; su manera llamativa, de
ejecución libre y vivo colorido impresionista, policromo, cautivó a los
caraqueños. Cuidó combinar en su obra el interés propiamente costumbrista de
las escenas típicas que llevó a sus pequeños cuadros, con la novedosa técnica
que manejaba con gran maestría, en provecho de lo que en aquella época, al
ver su obra, la crítica juzgó como “un estilo decorativo”.
Protagonista principal de la historia del Círculo de Bellas Artes, A.E.
Monsanto, en opinión de los que le conocieron, fue además de pintor el crítico
más oído de su tiempo. Había participado activamente en la creación del
Círculo en la instalación de éste en el Teatro Calcaño y en “El Cajón de los
Monos”, en Pagüita. En 1904 había ingresado a la Academia de Bellas Artes,
donde encontraría a Brandt y, más tarde, a Reverón y Monasterios. En 1909
intervino en la huelga que se oponía a la designación de Herrera Toro como
Director de la Academia, en la cual poco antes (1907) había obtenido uno de
los premios de pintura que se otorgaban en el concurso de fin de año. El
conocimiento de la historia del arte lo atrajo vivamente y a través del estudio
de ésta en forma autodidáctica llegó a alcanzar una sólida cultura en la que
encontrarían apoyo principalmente sus compañeros de generación; porque,
demasiado riguroso con su propia obra, sometida por él mismo al análisis y
comparación con la de los modernos maestros europeos, Monsanto consideró
que no debía seguir pintando. Esto ocurrió en 1925, año después del cual sólo
ocasionalmente volvió a trabajar en alguno que otro cuadro. Su obra, menos
numerosa, por supuesto, que la de sus compañeros de generación, fue
mostrada en 1957 en la Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza. La
significación de Monsanto puede medirse mejor en el campo de la pedagogía
y de las ideas estéticas, que en el de su poco convincente trabajo pictórico, al
cual él comprendió que debía renunciar. La dinámica de la evolución de los
estilos, a través del tiempo, lo sedujo demasiado para poder escapar a la magia
del análisis plástico, del cual fue el primero en Venezuela en hacer uso para
explicar el arte moderno. Monsanto llegó a conocer en sus profundas
implicaciones estilísticas e históricas, la obra de Cézanne, al cual divulgó
entre sus alumnos de la Escuela de Artes Plásticas, cuya dirección desempeñó
desde 1936 hasta el año de su muerte. En el campo del análisis de la pintura
moderna, aplicado a la enseñanza en las escuelas de arte para la formación de
pintores, puede decirse sin equivocación que la obra de Monsanto no solo no
ha sido superada, sino que tampoco encontró continuadores de su talento.
Nacido en Barcelona (España) en 1890, Manuel Cabré vino de pocos años al
país, traído por su padre, el escultor Ángel Cabré y Magriñá, quien estaba
encargado, desde los tiempos de Joaquín Crespo, de la cátedra de escultura en
la Academia de Bellas Artes. En este instituto fue inscrito a los 8 años de
edad. Desde un principio manifestó, Cabré, un instinto constructivo que se
trasluce en la solidez de sus retratos de la primera época, realizados antes de
1915. A partir de este año pinta sus primeros paisajes del Ávila, con una
visión de artista moderno imbuido ya de los conceptos del impresionismo y
postimpresionismo. El Ávila sería a la larga el gran tema de la pintura de
Cabré. Ya lo había anunciado Leoncio Martínez cuando escribió, en 1915:
“Desde hace unos dos o tres años, el Ávila es para Cabré sus amores, y ha
llegado a poseerlo”. Antes de llegar Boggio a Venezuela, en 1919, Manuel
Cabré había realizado obra importante dentro del paisaje y su concepción
plástica apuntaba hacia una síntesis arquitectónica del color y los volúmenes
definidos en la distancia y fuertemente caracterizados con planos audaces en
los primeros términos, con tendencia a la indicación de edificaciones o zonas
urbanizadas. De modo que pudo exponer en Caracas sus obras para, siguiendo
los consejos de Boggio, dirigirse inmediatamente a París, en donde residió
hasta 1930. La obra francesa de Cabré es la menos conocida en su carrera. En
ella se reafirma por un lado la inclinación constructiva ya señalada en sus
primeros trabajos de carácter realista, en los que había sido influido por
Herrera Toro; existen en obras de este período francés referencias a un
cubismo arquitectónico asociado, probablemente, a las ideas de André Lhote,
quien propugnaba un nuevo realismo a partir de las adquisiciones del cubismo.
Pero también se encuentran obras de marcada orientación impresionista en las
que podría observarse el interés que despertaba entre los jóvenes artistas, las
últimas obras de Monet. A su regreso. Cabré expuso en el Club Venezuela, en
1931. Al radicarse nuevamente en Caracas, su pintura iba a conocer una neta
definición técnica y formal: el paisaje avileño apareció entonces en toda la
monumentalidad que los ilustradores del siglo XIX se habían esforzado en
captar.
En un sentido técnico, es posible hallar, en el paisaje de Cabré, un parentesco
con el método de Cézanne, en lo concerniente al papel atribuido al color en la
construcción de las formas y en la solución de la estructura de la composición,
movida y quieta a la vez, en equilibrio tenso. Sin embargo, la misión de Cabré
es la de un naturalista cautivado por la profundidad y la extensión, con las que
sabe jugar, distribuyendo el interés del cuadro, con instinto barroco, en
numerosos planos, pliegues y zonas de diferente intensidad y colorido y fuerte
atractivo visual. Podría decirse con Cézanne, invirtiendo la frase: Cabré es un
ojo; pero un ojo que cuida la apariencia tanto como la estructura en función de
una verdad topográfica, testimonial antes que confesional, clásica por su
sobrecogedora serenidad, llena de encanto eglógico en sus grandes paisajes
del Ávila. Con el tiempo, la crítica encontrará, en Manuel Cabré, al único
paisajista que, por la majestuosidad de su visión, puede ser comparado con el
mexicano José María Velasco.
Nicolás Ferdinandov llegó a Venezuela en 1916, estableciéndose en la isla de
Margarita, de donde pasó a Caracas, una ciudad que para la época, de acuerdo
con la descripción de Fernando Paz Castillo, “está rodeada de haciendas de
café, de sembrados de caña de azúcar y de rústicos del valle de Caracas,
dentro de sus cuatro alcabalas, alegres y pintorescas; era una pequeña villa de
ambiente andaluz, muy acogedora en su sencillez ciudadana y un poco rural”.
Aquí conoció Ferdinandov a Rafael Monasterios, con quien trabajó en
Margarita, y a Reverón sobre quien ejercería decisiva influencia,
contribuyendo a revelar el aspecto mágico de su personalidad. Ferdinandov
murió en 1925, a los 39 años de edad. Realizó su obra de pintor mientras se
desempeñaba como decorador, diseñador de muebles y de joyas y promotor de
exposiciones. Puede ser considerado como el artista más característico del Art
Nouveau que haya trabajado en Venezuela; su tendencia simbolista, con cierta
influencia de Steiner y Klimdt, lo inclinaba también a la búsqueda del misterio
tanto como a las refinadas estilizaciones de sus cuadros invariablemente
pintados con guache, y así lo vemos empeñado en captar los grados más
sutiles de los azules de la naturaleza, la noche, el mar, el cielo, de todo lo cual
dejó muestra en una breve pero importante obra realizada en un significativo
momento del arte venezolano.
Aunque se inició algo tarde en el estudio de la pintura, Rafael Monasterios
llegó a ser uno de los paisajistas más característicos de la Escuela de Caracas;
una especie de instinto pictórico, que sólo poseen los primitivos, lo llevaría a
encontrar un estilo poético y personal sin necesidad de someterse a un estudio
demasiado riguroso ni a formulaciones teóricas que conducían a la autocrítica
y en que fácilmente se caía en la época. Monasterios fue directamente a su
obra, trabajando el paisaje de manera espontánea y viajando incansablemente
por todo el país, por pura necesidad física. Inscrito en la Academia de Bellas
Artes en el curso de 1908, supo renunciar a ésta dos años después para
dirigirse a España e inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona;
en España permaneció hasta 1914. De regreso en Caracas, ingresó al Circulo
de Bellas Artes, iniciando desde entonces su vida trashumante, especialmente
por los pueblos de su región nativa, el Estado Lara; en 1919 pintó en la isla de
Margarita; en 1928 volvió a España por breve tiempo; en 1937 fundó la
Escuela de Artes Plásticas de Barquisimeto, emprendiendo luego una larga
gira por los estados andinos. Después de una primera época en que su obra se
resintió de las influencias naturales que operaban en el medio, Monasterios
orientó su búsqueda en el paisaje empleando una técnica de pinceladas
divididas que hacía contrastar con amplios planos de color; técnica usual por
la época entre los pintores de su generación. Hacia 1930 trabajaba la
naturaleza muerta e intensificaba el colorido de sus paisajes bajo la influencia
de Federico Brandt. Esta época fue decisiva para la depuración a que llegó en
su obra. Monasterios encontró una poética en el encanto del medio rural y en
los paisajes iluminados del valle de Caracas, derivando en su arte hacia una
inocencia de la visión diferente de las preocupaciones luminosas (de gran
objetividad) que siguieron otros pintores como Cabré; su obra fue así una de
las de mayor belleza y calidad testimonial que sobre el paisaje venezolano, en
el más amplio sentido geográfico y plástico, haya realizado pintor alguno.
Como Monasterios, César Prieto poseía una rara sensibilidad de primitivo que
le hizo posible descubrir espontáneamente lo que otros encontraban a través
de arduos estudios. Fue así como César Prieto, quien había ayudado a Reverón
en sus primeros tiempos, descubrió en la técnica puntillista (posiblemente
estudiada en ilustraciones de libros y revistas pues hasta 1950 no viajó a
Europa) un estilo de exacta adecuación a los valores y armonías que se
observan en el paisaje luminoso. Como Brandt, que lo ayudó mucho a lograr
su estilo, César Prieto reveló en su madurez una inclinación constructiva que
iba a encontrar cauce en el paisaje arquitectónico, resuelto con pulcritud y
solidez clara en los mejores momentos de su obra. Se anticipó a Reverón en el
problema de la vibración luminosa de la materia aplicada a la composición de
cuadros de atmósferas completamente blancas, en los que el color está
fragmentado y potencial mente dado en estado puro “como el oxígeno
naciente”. Lamentablemente Prieto se inclinó a una vida de silencio, de retiros
y ocultamientos, de vagar por sus tierras nativas, lo que privó a su obra de
mejor fortuna.
El éxito de varios artistas se debió no sólo a la perseverancia sino también al
estímulo que hallaron. En este sentido debemos convenir en que muchos
pintores perseverantes que se habían formado a partir de 1887 en la Academia
de Bellas Artes, desfallecieron a la larga por haberles sido el medio y las
circunstancias históricas demasiado hostiles. El artista venezolano —con
excepción del que vivió en los años del Guzmancismo— no llegó a obtener
verdadero reconocimiento y éxito económico sino después de 1940. Todos los
tiempos anteriores, incluidos los que van de 1920 a 1930, especialmente,
fueron heroicos. Pero es obvio que dentro de este gran abandono, de esta
miseria, hubo períodos relativamente afortunados en que los artistas
encontraron —si no reconocimiento de la sociedad— estímulos en la
solidaridad mutua engendrada por los grupos, en la similitud de las búsquedas
y en la emulación de los mejores ejemplos; esta fue una de las lecciones de la
obra del Círculo de Bellas Artes. Pero no todos los artistas que participaron en
las actividades de esta agrupación tuvieron la misma suerte. Hemos visto que
entre los miembros de la sección de pintura y escultura se hallaban inscritos
los nombres de muchos artistas que con frecuencia son citados en los
recuentos de arte venezolano, pero que no alcanzaron notoriedad ni dejaron
obra numerosa o significativa. Nos ocuparemos, de pasada, de los más
importantes de ellos.
J.J. Izquierdo fue alumno predilecto de Herrera Toro y se consagró a la pintura
de flores, no sin gracia y buen oficio en el que revelaba una tendencia general
de los artistas de fines de siglo, a preferir este tipo de naturaleza muerta.
Ocasionalmente pintó escenas al aire libre, vistosas y de vivo colorido.
Pedro Zerpa se había inscrito en la Academia al inaugurarse ésta en 1887, y en
1902 lo encontramos participando en la creación del Círculo de Bellas Artes.
De escasa obra, Zerpa explotó el paisaje con figura humana, de factura
ambiciosa y esmerada, y empaste denso que recuerda a ciertas obras de
Boggio anteriores a 1900; salido del taller de Herrera Toro, con alguna
influencia de Mauri, Zerpa es de los primeros paisajistas en hacer
señalamientos de tipo impresionista en Venezuela. Compañero de Federico
Brandt en la Academia, Francisco Valdez siguió en un comienzo el estilo
realista de la pintura de Cristóbal Rojas, como puede apreciarse en su obra La
Miseria (G.A.N.). Más tarde, con la fundación del Círculo de Bellas Artes, su
nombre aparece como autor de varios paisajes en los que Enrique Planchart
reconoció ciertas disposiciones innatas, que revelaban talento pictórico,
truncadas sin embargo por la temprana muerte del artista.
Con más suerte, Francisco Sánchez hubiera podido llegar a ser magnífico
pintor. Ejecutó en la época del Círculo algunos retratos y paisajes de buena
factura y solidez formal, que demostraban que Enrique Planchart no se había
equivocado cuando, recordando las obras expuestas por Sánchez en los
salones del Círculo de Bellas Artes, llamó la atención sobre este pintor
fallecido en plena juventud durante la epidemia de gripe española. Con cierta
tendencia al decorativismo, las obras de Victoriano de Vicente Gil, quien
había estudiado en la Academia de Bellas Artes, ponen de manifiesto un
conocimiento de la pintura impresionista que nos hace dispensar en ella su
carácter un poco ilustrativo y simbólico, con algo de Art Nouveau. Marcelo
Vidal había sido compañero de Reverón y Monasterios en la Academia y
participó en la creación del Círculo de Bellas Artes. En los primeros tiempos,
bajo la influencia del realismo, ejecutó una serie de paisajes sobre los
alrededores de Caracas, en los que revelaba inclinación al empleo de gamas
grises, pero luego, por la misma vía de sus compañeros del Círculo, comenzó
a utilizar un color claro, a partir de 1920. Más tarde abandonaría la pintura
para intentar, al final de su vida, un retorno, acerca del cual escribiera Enrique
Planchart: “Vidal volvió a pintar con el mismo entusiasmo de los años
juveniles y como si afanosamente quisiera recuperar el tiempo perdido. Sin
embargo las obras de esta última etapa adolecen, naturalmente, de cierta
inseguridad de oficio, aunque traslucen su fina sensibilidad de paisajista”.
Como Vidal, también Pedro Castrellón y Pablo W. Hernández incursionaron
en el paisaje bajo la influencia de sus maestros de la Academia, Álvarez
García, Mauri y Herrera Toro. Fue muy corriente un género de paisaje de
armonías terrosas cuyos motivos son, con frecuencia, tejerías, caballerizas y
patios traseros de antiguas casas de tapia, obras frecuentemente reproducidas
como ilustraciones en la revista El Cojo Ilustrado, y entre otros autores
figuraban los mencionados y F. Brandt, Monsanto, Vidal y otros. Las
Chamiceras (recogedoras de ramas y hojas secas para avivar fuego) es un
motivo muy característico de la época, que encontramos en uno de los cuadros
más conocidos de Pablo W. Hernández. La ambientación crepuscular se
prestaba en estos temas de paisajes con figuras, a un tratamiento de la factura
basado en una gama de marrones y sienas, con destellos amarillos y plateados
para las sombras ligeramente iluminadas como se aprecia, por ejemplo, en el
paisaje Sabana del Blanco, de Federico Brandt. Esta clase de pintura fue el
testamento paisajístico de Herrera Toro.
Próspero Martínez, alumno de la Academia de Bellas Artes en 1908, tuvo
destacada actuación en los primeros tiempos del Círculo de Bellas Artes, en
cuya creación participó para desaparecer un poco más tarde de la escena
artística. Pasó mucho tiempo antes de que Martínez diera a conocer
nuevamente su obra. En 1960, viviendo en un pueblecito del Estado Miranda
(Carrizales) se dedicaba a realizar paisajes de la región del Tuy no
desprovistos de delicadeza poética y de un encanto muy subjetivo en la
interpretación de la naturaleza que ya Enrique Planchart había elogiado en la
personalísima creación de este maestro.
Armando Reverón: Creador de la luz. La obra de Armando Reverón es una de
las más extrañas y apasionantes realizadas por pintor venezolano alguno. En
ella el paisaje naturalista desaparece destruido por el fuego solar que incendia
las playas del litoral donde vivió el artista, y de este modo, transfigurado ese
paisaje lleno de colorido y exactitud topográfica en la pintura de Manuel
Cabré, alcanza la abstracción, convertido en espíritu de la materia, en Reverón
mismo.
Reverón, nació en Caracas, en 1839. Su infancia transcurrió en Valencia
(Venezuela); en 1908 fue inscrito en la Academia de Bellas Artes de Caracas.
Poco antes de egresar de ésta, en 1910, figuraba como alumno de Herrera
Toro en la clase de paisaje; en 1911 viajó a España y se inscribió en la Escuela
de Artes y Oficios de Barcelona. Al año siguiente viajó por el resto de España,
trasladándose luego a Madrid para inscribirse en la Academia San Fernando,
donde estudió de 1912 a 1913. Regresó a Venezuela al año siguiente.
Manifestaba entonces gran admiración por la vida, la cultura y la pintura
españolas. Velázquez, Goya y Zuloaga eran sus dioses. No debe sorprender
que a todo lo largo de su producción sea posible percibir, en cierta forma, la
huella de estos artistas.
A su retorno a Caracas, Reverón participó en las actividades del Círculo de
Bellas Artes, donde encontró a sus compañeros de Academia: Cabré, Vidal y
Monsanto. En 1918, trabajando en lo que se ha llamado su “época azul”, trabó
amistad con Nicolás Ferdinandov, quien ejercería gran influencia personal en
su carrera. En 1919, luego de haber visto la obra de Boggio expuesta ese
mismo año en Caracas, inició una manera impresionista mientras pintaba al
lado de sus compañeros en el litoral guaireño. En 1921 se fue a vivir a
Macuto, donde más tarde construyó una casa de piedra, con forma de
fortificación, en la cual residió por el resto de su vida, cada vez más aislado, a
partir de 1930, de sus semejantes. Reverón expuso individualmente en el
Ateneo de Caracas (1932), en el Centro Venezolano Americano (1951) y en el
Taller Libre de Arte (1948), aunque no intervino personalmente en la
organización de ninguna de esas muestras. Obtuvo el Premio Nacional de
Pintura de 1953, el mismo año en que fuera internado por segunda vez en la
clínica psiquiátrica del Dr. José Báez Finol. El 17 de septiembre de 1954
falleció en esta misma clínica. Al año siguiente se llevó a cabo en el Museo de
Bellas Artes una gran retrospectiva de su obra.
Para su estudio, los críticos convienen en dividir la producción de Reverón en
cuatro períodos, atendiendo a los materiales y el colorido empleados en su
obra.
1.Época azul. De influencia española en un comienzo —1912-1918—, luego
deja traducir rasgos de las maneras características de Ferdinandov y Boggio,
combinadas de modo muy personal en un grupo de obras realizadas entre 1919
y 1921. El colorido tiende a la monocromía, en base a una dominante azul
que, junto con la estilización en arabescos de la vegetación, le fue sugerida por
el estilo de Ferdinandov. El comportamiento extravagante de este pintor ruso,
inclinado al humorismo y a la soledad, obró decididamente en la conducta que
seguiría Reverón a partir de 1922.
2.Época blanca. Se inicia más o menos hacia 1923 y se caracteriza por una
transición formal y por un cambio técnico trascendentales en su obra: la
adopción del temple y las pinturas con base de cola —pigmentos naturales y
colorantes artificiales— que el pintor mismo preparaba para conseguir planos
amplios, rápidamente ejecutados. Motivos más luminosos y atmosféricos, con
tendencia a la simplificación, manteniendo el interés en formas esquemáticas,
casi reducidas a signos, como una escritura en el espacio. El color tiende a ser
sustituido por la materia y se destacan en el cuadro las notas violentas de
blancos crudos que, a la postre, después de 1930, caracterizarán a la factura
propiamente blanca, con ausencia casi total de color, de la mencionada época.
3. Época sepia. Etapa de transición, donde puede ubicarse una serie de obras
pintadas después de 1940, caracterizadas por un gradual retorno al color y
sobre todo por el empleo de una entonación terrosa. Si bien Reverón continúa
trabajando del natural, se aprecia sin embargo, cierta tendencia a sugerir
elementos fantásticos, bien sea en los ambientes con figuras para las cuales
comienza a usar a sus muñecas como modelos, o bien sea en la sugestión de
atmósferas extrañas, de gran espiritualidad, en el paisaje. Entronca
directamente con la época que sigue, que es una época fundamentalmente
figurativa.
4. Período expresionista. Retorno al color, aunque manteniendo la
fragmentación impresionista y el interés por la materia; empleo del pastel,
carboncillo, lápices de color y pigmentos combinados para trabajar en el taller
o al aire libre, tomando como modelos a su mujer (Juanita) o a las muñecas de
trapo (que él mismo realizaba) en poses de bailarinas. Es el período de los
autorretratos; las marinas son muy escasas y llegan a desaparecer al final de
esta etapa. Se intensifican, en cambio, los rasgos expresionistas de la
figuración, a la vez que aparecen los contrastes acusados entre planos oscuros
e iluminados.
La pasión por la vida se tradujo en Reverón en una Obra de rango universal.
Su exploración del misterio de la luz está orientada a mostrarnos el aspecto
cambiante de la realidad, con los medios más libres y una seguridad que
comunica a su obra indiscutible actualidad (Reverón anuncia la pintura
gestual). Su concepción de que el hombre se debe destruir a sí mismo a tiempo
que realiza su obra, para restituirse a los valores indestructibles de la materia,
nos pone en la pista de su obra excepcional. Y es que existencias como la de
Reverón necesitan para expresarse, más que de la obra misma, del sacrificio
de sus vidas. Son los grandes idealistas los que menos pueden escapar a la
abrumante presencia de sus propios dramas. He aquí por qué artistas como
Van Gogh, Soutine o Reverón, se consumen en un ideal que implica mucho
más que el oficio de pintor, con el cual no se satisfacen. También como los de
Van Gogh, los paisajes de Reverón son personajes autobiográficos.
Reverón es con seguridad el único artista del Círculo de Bellas Artes que ha
conquistado la adhesión incondicional de todo el medio artístico venezolano.
Desde luego, esta adhesión se produjo paralelamente a un reconocimiento que
sólo se le otorgó después de muerto. Que sea así, es lógico: no porque su obra
se haya conocido póstumamente, sino porque en Venezuela la fama es un
artículo de fe en el cual se cree, si la obra tiene calidad, a partir del momento
en que su creador deja de existir. Desdeñada en vida del autor, la obra de
Reverón necesitó ser incorporada al más firme mercado de valores para que
entonces se pudiera comenzar a descubrir que como hombre Reverón era
digno, no de lástima como antes lo fuera, sino de admiración. En parte la
leyenda, si no reforzó el poder de convicción de su obra, por lo menos sirvió
de señuelo para darla a conocer. He aquí al único pintor venezolano —si
exceptuamos quizás a Cristóbal Rojas— cuya vida es tan intensa como su obra
misma. Porque aquí la existencia, rica en lucidez y drama, encarna en la
pintura y hace un todo indestructible con ella, de modo que ambas se
complementan recíprocamente. Este hombre que vivió lo más cerca posible de
la luz, a corta distancia de la furia del mar, persiguió la expresión del misterio
de las cosas como algo con lo cual, pintándolo, debía consustanciarse
plenamente, y terminó él mismo por enloquecer. Reverón es el artista
cenestésico por excelencia; siente con sus vísceras la realidad ambiente,
trastocada en el cuadro, convertida así en una especie de piel, en un tacto
uniforme en el que se oyen los golpes de la claridad que repercute con las
pulsaciones de su corazón. Esta realidad que se compone de una sola
sustancia, en donde lo físico y lo espiritual se fusionan constituyendo una
materia única en la que todo, tanto los seres como las cosas más inanimadas,
el paisaje y el hombre, son absorbidos; una estructura viva en la cual las
formas muestran su vaga apariencia detrás de la cual pretenden ser eternas.
La concepción del mundo como algo animado, total e indivisible le exige a
Reverón un método que consiste en verse a sí mismo como un ser anónimo,
integrado a ese mundo y excluido de él para poder interpretarlo mediante el
desencadenamiento de un impulso telúrico, sutil y misterioso. La manera de
pintar se reviste, por lo tanto, de un carácter mágico, ritual. Ya no se trata de
acatar el dictado de una necesidad a la cual el oficio aprendido o la maestría
son capaces de responder para representar la realidad, sino de asumir un gesto
omnímodo frente al acto de pintar; gracias a este gesto la pintura se reinventa
a sí misma. Una voluntad que quiere ser ella misma, sin el concurso de la
civilización, necesita no sólo crear su propio mundo en términos materiales,
sino también que el artista portador de ese mundo se encierre dentro de él para
adueñarse del reino de sus sombras, fantasmas y sueños. Es el mundo de la
fábula creado por él para que le sirviera de escenario en el cual hace mutis
escapándose del público y a la vez burlándose de éste. Mundo de ficción en el
que sólo bastaba creer profundamente con la convicción irracional que
Reverón mantuvo hasta su muerte, y creer en ese mundo para que en adelante
no fuese ficción, sino locura. Su acción pictórica corresponde a esa actitud de
asumir la pintura como formando parte de la naturaleza, en una sola corriente
de materia y luz en la que el artista mismo estaba sumergido. Es una acción
diferente a todas las conocidas, porque la gestualización de Reverón está
precedida de un ceremonial cuya capacidad de conjuro y exorcismo queda
demostrada por el clima misterioso alcanzado en la obra pintada; un ritual
acompañado de gestos, aproximaciones y alejamientos, que a despecho de su
aparente teatralidad, tienen un valor absolutamente plástico, puesto que esos
gestos constituyen, en su totalidad de rito, una técnica de pintar, la más
insólita del mundo. Concebido así, el cuadro se acerca en su desarrollo a esa
pura perceptibilidad incesante de la cosa misma intemporal, que quería
Cézanne, y a la que Reverón comunica un carácter fiero, salvaje.
Por esta vía nos encontramos ante un artista contemporáneo, en contradicción
con los temas de su pintura y con su formación naturalista, gracias a esa
técnica que es de índole revulsiva y que, por lo mismo, constituye un acto de
rebeldía. En cuanto a su técnica, consiste en una acción que, como lo reconoce
Miguel G. Arroyo, anuncia la gestualización de la pintura informal. Y no sólo
esto: considerando el efecto mismo de una pintura de Reverón, observando
que en ella la materia revista igual importancia que su tratamiento en el
cuadro, podemos hablar de un parentesco mucho más profundo con el
informalismo, puesto que las figuras y el paisaje van a integrarse en las formas
y éstas a desintegrarse en esa materia áspera y terrosa que para Reverón,
utilizando su propia expresión, en “un alma”. La materia es principio y fin de
la realidad, incluida en ésta al hombre mismo y a su creador.
Nacido en Caracas en 1887, Carlos Otero fue compañero de estudios de Cabré
y Monsanto en la Academia, y tuvo un rol destacado en la huelga de 1909
contra Herrera Toro; sin embargo, de acuerdo con L.A. López Méndez, Otero
“no perteneció propiamente al Círculo”. Habiendo ganado el concurso de la
Academia en 1907, viajó a Francia donde continuó estudios y residió por largo
tiempo. En París, Otero continuó la tradición de seguir la disciplina realista
impartida en las academias francesas, a que se sometían voluntariamente casi
todos los artistas venezolanos que llegaban a París, y como tal realizó para el
Salón Oficial obras de género que como Barrio Latino (Colección Galería de
Arte Nacional) denotaban cierta intención de acercarse al mundo de los
personajes de Toulouse Lautrec. Otero residió después en Buenos Aires. Junto
a aquella manera cultivó también el paisaje, dentro de las formulaciones de la
Escuela de Caracas en la cual es considerado como uno de sus representantes
contemporáneos.
Aunque no formó parte del Círculo de Bellas Artes, Tito Salas perteneció por
edad a la Generación XXX de Monsanto, Cabré, Reverón, Monasterios.
Nacido en Caracas en 1887, estaría llamado a prolongar la tendencia épica que
en nuestro país iniciaran Lovera y Tovar y Tovar. Pero Salas fue más que todo
un realista, en cuyo estilo revivió la pintura de género aplicada a cuadros de
costumbres como los que ejecutara en París entre 1907 y 1913 bajo la
influencia de su maestro de la Academia Julian, Lucien Simon y de los
llamados pintores de la “banda negra”, que habían logrado destacarse en el
Salón. También como éstos Salas buscó sus temas entre las primitivas
costumbres de los campesinos de Bretaña y España, y las cuales reflejó en un
grupo de grandes lienzos a que dio comienzo con su obra premiada en el Salón
Oficial con el título de La San Genaro, y que data de 1907, obra en la cual A.
Boulton reconoce al “primer testimonio, en nuestra pintura, del tratamiento de
la figura humana a partir de un nuevo concepto estilístico”. Según Boulton
“Salas es el primer venezolano que visualiza la naturaleza de manera
moderna”. La influencia española también dejó huellas en el período
formativo de Salas. Es una influencia que sigue pesando a lo largo de toda su
obra, y que se manifiesta en la tendencia del artista a apoyarse en soluciones
costumbristas, de un carácter ilustrativo, y en un colorido en el cual Enrique
Planchart veía “a un continuador del movimiento europeizante”. Mariano
Picón Salas hizo la misma observación cuando, en 1940, escribió sobre Salas:
“cierto pintoresquismo español, su propia facilidad narrativa, su tendencia a
considerar el arte más como impresión que como forma, no han permitido, sin
duda, que el pródigo talento de Tito Salas se realice en la más perdurable
calidad. Frente al arte de los antiguos pintores venezolanos, a la grave
honradez de un Tovar y Tovar, al clasicismo linean de Michelena, al patetismo
atormentado de un Cristóbal Rojas.
A partir de 1911, cuando dio término por encargo oficial al Tríptico de
Bolívar, Salas se inició como pintor histórico, y dos años más tarde empezó la
decoración de la Casa Natal del Libertador; a esta obra siguieron los murales
del Panteón Nacional, que había sido reinaugurado en 1933 y cuya decoración
Salas concluyó en 1942. Se hace evidente que la obra más apreciada, o por lo
menos la más numerosa, de Tito Salas corresponde al género histórico. Y
dentro de ésta destacan sus pinturas de carácter alegórico de la epopeya
bolivariana y sus cuadros de costumbres coloniales o que tienen como tema
episodios de la vida del Libertador, y que se encuentran en instituciones de
Caracas, como el Banco de Venezuela y la Casa Natal de Bolívar. En ambas
tendencias, tanto en lo alegórico como en lo costumbrista, prevalece la
habilidad y la destreza que en este pintor conducen a un realismo epidérmico,
de soluciones efectistas pero eficaces en su intención de conmover por un
primer impacto, gracias a un uso desenfadado del color que, salvo en contadas
excepciones, no toca la estructura profunda del cuadro.
Este facilismo, advertido ya por Picón Salas, resta valor a la pintura histórica
de Salas para resistir un parangón con el serio y metódico esfuerzo cumplido
en este género por Tovar y Tovar, con quien se ha querido comparar a Salas.
Se podría decir que Tovar representa a la historia mientras que Salas la ilustra.
Aquel es un historiador; éste, un cronista.
Pero aún resta por juzgar aquellas producciones de la juventud de Tito que a
nuestro juicio, fundan su aporte más culminante. Nos referimos a sus paisajes
anteriores a 1906 donde, trabajando en Caracas dentro de la tradición de sus
maestros de la Academia, Salas hace en el tratamiento de la luz hallazgos
importantes para definir la estética del airelibrismo de los años siguientes, si
bien es necesario convenir con Enrique Planchart, en lo que concierne a la
evolución de Salas después de 1910, que él “no se ha visto obligado a
enfrentarse con los problemas propios de nuestro ambiente lumínico, sino que
ha seguido empleando, sin variación notable, casi la misma técnica y hasta el
mismo sentido de la luz y del color que se formó durante su permanencia en
talleres europeos”. Pero el núcleo más significativo de su obra nos remite al
ambicioso período que va de 1906 y 1911, en el cual se ubican sus
composiciones anecdóticas basadas en rústicos temas de Bretaña y España, y
que corresponden a esa etapa formativa en que Salas trabajó bajo la influencia
de los pintores de la “banda negra” (Lucien Simon, su maestro, en particular).
El Círculo de Bellas Artes iba a hallar resonancia en una segunda generación
de paisajistas, que proyectaría la obra de aquél, ampliando el horizonte de sus
búsquedas y haciendo el hallazgo de nuevos enfoques en la interpretación del
motivo vernáculo, que se impuso definitivamente en la pintura venezolana. En
esta segunda generación pueden ser ubicados: Marcos Castillo, Pedro Ángel
González, Rafael Ramón González, Luis Alfredo López Méndez, Francisco
Fernández, Cruz Álvarez Sales, Antonio Alcántara, Elisa Elvira Zuloaga,
Tomás Golding, entre otros. No todos los mencionados estuvieron
directamente vinculados a las actividades del Círculo, aunque casi todos
pasaron por la Academia de Bellas Artes. Pero es evidente que un
planteamiento idéntico respecto al tema nacional tratado de manera
francamente visual, sin literatura, relaciona estilísticamente a todos los
nombrados no sólo entre sí, sino con los fundadores del Círculo de Bellas
Artes, de cuya enseñanza aquellos iban a nutrirse.
Enrique Planchart, siempre atinado cuando enjuicia a su época, creó el
término “Escuela de Caracas” cada vez que se refería a esta generación de
paisajistas. En realidad aludía con este, término no al hecho de que casi todos
se hubiesen formado en Caracas, sino al tema que en adelante fue el más
común de la pintura venezolana: el valle del Ávila. Desde 1898, Tovar y
Tovar y De Las Casas habían ensayado captar la escala luminosa del valle en
paisajes y perspectivas dilatadas que tenían por fondo la imponente silueta del
Ávila.
Bellermann intentó hacer lo mismo, sin abrigar un propósito estético, a
mediados del siglo XIX. Pero es sólo a partir de 1915 cuando las búsquedas
originales del grupo de pintores del Círculo fueron orientadas con preferencia
a este tema de Caracas que alcanzaría en la obra de Cabré y Pedro Ángel
González un desarrollo monumental.
Por derivación, el término Escuela de Caracas comenzó a utilizarse para
designar con él a todos los artistas en cuyas obras se habían tipificado las
características del estilo paisajista, así trabajaran, como Monasterios, Orozco,
La Madrid, Castor Vázquez, o Arístides Arena, en la provincia.
En su generación, Marcos Castillo fue uno de los pintores de temperamento
poético y aquel cuya obra puede asociarse más fácilmente con los valores
universales de la pintura, por la libertad con que se enfrentó a la expresión de
su visión de. la realidad sin quedar atado a las convenciones de la
representación o a la rigidez de una técnica preelaborada. Fue uno de los
pintores de la época que dejó obra más numerosa en todos los géneros. En este
sentido, Castillo fue un gran individualista y su estilo se aparta de toda
fórmula para responder con su obra a esa necesidad del pintor contemporáneo
que lo hace expresar la naturaleza más como un sentimiento de lo que la une a
ella que como imagen reflejada. Ninguno fue más visual, más atento a la
observación de los valores y el color locales para traducirlos plásticamente, sin
esfuerzo, en la tela. En tanto que estudioso de la correspondencia entre pintura
y realidad. Castillo se reveló como un artista riguroso, espíritu constructivo,
por la vía de Paul Cézanne, a quien admiraba por encima de todos; y así,
muchos cuadros suyos están resueltos como estructuras sólidas que
constituyen realizaciones en sí mismas, en donde se cumplen estrictas leyes de
organización interna de la obra como tal, y la percepción es dinámica. Pero en
tanto que artista intuitivo, dominado por la necesidad interior de expresarse,
incluso pasando por encima de la realidad, aparece como un artista en la vía
de Matisse, sutil y sensualmente decorativo, informal y espontáneo hasta
conseguir la ligereza volátil de la simple impresión o de la mancha cromática.
Castillo, que había estudiado cuidadosamente la obra de Cristóbal Rojas,
abordó con espíritu atrevido todos los géneros, incluido el retrato realista, pero
fue particularmente en la naturaleza muerta donde obtuvo mejores resultados;
y por eso puede ser considerado como el último gran representante de una
tradición en la que habían trabajado destacados pintores como el propio
Cristóbal Rojas, Rivero Sanabria y Federico Brandt.
Natural de la Isla de Margarita, Pedro Ángel González ha desarrollado todo un
código de la representación de las formas del paisaje tomando como objeto
motivos del valle de Caracas, que trata pintando directamente en el campo,
interesado por la síntesis y la luminosidad. En un comienzo González se
identificó con Cabré en la elección de los temas caraqueños que mejor
caracterizarían a su producción. Ha conseguido la impresión de solidez de las
formas a la par que la atmósfera luminosa exacta valiéndose de gamas de
valores muy ajustados a un tipo de visualización a distancia, con exclusión en
su paleta de los negros para las sombras; todo lo cual pone de manifiesto una
maestría largamente ejercitada y un adiestramiento singular del ojo para
revelar el plano general y el detalle de cada zona del cuadro con una técnica
derivada del tratamiento abocetado que encontramos por primera vez en los
impresionistas.
Pero González no sólo es un pintor sino también un artista lúcido para la
comprensión de la obra de arte, y su actividad crítica en este sentido ha estado
inteligentemente orientada a la historia de los salones oficiales en los cuales le
ha tocado juzgar la obra de las nuevas promociones, en su calidad de miembro
de la Junta de Conservación y Fomento del Museo de Bellas Artes y como
integrante de los jurados de los diversos Salones que se celebran en el país.
Alumno de la Academia de Bellas Artes, donde fue inscrito en 1914, hizo
contacto en 1921 con los pintores del Círculo de Bellas Artes, y en particular
con A.E. Monsanto quien influyó en la decisión tomada por González, en
1926 de abandonar la pintura, y la cual mantuvo hasta 1936, a raíz de haber
sido llamado para participar en la reforma de la Escuela de Artes Plásticas. “A
partir del 36 —confesó luego Pedro Ángel González— comencé a pintar con
un criterio formado. Empecé haciendo una obra más sincera, sin las grandes
preocupaciones que mueven a los pintores a hacer una obra que sea nueva”.
En cuanto a la técnica empleada, el propio González reveló lo siguiente: “El
problema no es lo que se busca, sino lo que se logra. Mi pintura ha
evolucionado espontáneamente hacia una mayor luminosidad en el cuadro y la
depuración de las formas. La luz es mi problema fundamental. Si el paisaje
que empiezo a pintar con buen sol, de pronto se nubla, nada puedo agregar a
mi pintura, vuelvo al día siguiente”.
Un poco mayor es Rafael Ramón González, nacido en 1894 en Araure, y
quien vino a Caracas por primera vez en 1909 para inscribirse en la Academia
de Bellas Artes. En 1920 Rafael Monasterios influyó en su decisión de
consagrarse a la pintura. Reformada la Escuela de Artes Plásticas en 1936, fue
Mamado por Monsanto para regentar la clase de paisaje que dirigió
ininterrumpidamente hasta 1965. En la evolución del paisaje venezolano cabe
a Rafael Ramón González un papel muy personal. Su obra, variada y
numerosa, carece de la objetividad de la de Pedro Ángel González y del
lirismo ingenuo de un Monasterios, pero hay en ella mayor diversidad de
motivaciones que la de cualquier otro pintor de su generación, exceptuando a
Marcos Castillo y López Méndez.
Esta diversidad no se ve constreñida al paisaje que Rafael Ramón trata al aire
libre, sino que comprende también en su temática figuras, escenas alegóricas,
motivos de naturaleza folklórica o anecdótica, llevados al cuadro mediante
una técnica que se caracteriza por su espontaneidad, próxima al arte popular.
El tema social, extraño a la mayoría de los pintores del Círculo de Bellas
Artes, tampoco le resulta ajeno y puede decirse que a diferencia de los
paisajistas de la Escuela de Caracas, con la sola excepción de Alberto Egea
López, Rafael Ramón González es el pintor de su generación de mayor raíz
social.
Tomás Golding es, estilísticamente hablando, el más barroco de los paisajistas
de la Escuela de Caracas, en la misma medida en que Cabré es el más clásico.
Al egresar de la Academia en 1922 trabajó durante un tiempo al lado de
Reverón en Macuto y La Guaira para consagrarse luego, pintando en diversas
regiones del país, y sobre todo, en el Estado Miranda y en Caracas, al estilo de
paisajes, ya definido formalmente en 1940, que en los últimos años hace de él
a uno de los pintores de la Escuela de Caracas más solicitados. Seleccionando
con preferencia las gamas del verde y los tonos rojos y parduscos que en el
cuadro dan la impresión de laderas y caminos agrestes y erosionados, Golding
se interesó desde el primer momento por imprimir a las formas de paisaje un
mayor dinamismo, preocupado por el movimiento y la luz, como si tuviera
necesidad de animar los elementos del cuadro con un movimiento que
descubrimos menos en la representación que en la existencia física del color.
Un empaste nervioso da forma a la estructura del cuadro marcando los
arabescos y remolinos de tas masas de vegetación, que una brisa continua
agita, siguiendo un ritmo de líneas ondulantes que dan al paisaje de Golding
un aspecto muy característico.
La vía no fue siempre la de un nuevo naturalismo de las formas. Hemos visto
que en Marcos Castillo es mayor el grado subjetivación de la realidad y
conduce a la libertad y autonomía de la obra. También dentro de lo que se ha
llamado la Escuela de Caracas hubo intérpretes que tendían a concebir el
paisaje como una realidad simbólica, de rasgos geometrizantes, y que
prescindían de lo que hasta ahora parecía ser una norma incuestionable: la
naturaleza pintada directamente para identificarla en el cuadro, el airelibrismo
que pone énfasis en la luminosidad como problema principal. Elisa Elvira
Zuloaga había estudiado en París en la Escuela de André Lhote, antiguo
cubista que propugnaba una nueva pintura humanista a partir del concepto de
abstracción de las formas naturales que había explotado el cubismo.
Lógicamente, era la justificación racional de la pintura como “cosa mental”; se
puede recrear la naturaleza con formas absolutamente caprichosas, aunque
reales en sE, sin necesidad de estaría viendo como se pinta. Elisa Elvira
Zuloaga no hizo abstracción total del paisaje venezolano, sino que abstrajo de
éste, por medio de una estilización rítmica, las formas que mejor llegaban a
expresar la síntesis buscada por ella y de manera que las formas actuaran
ahora como símbolos. Era un idealismo, es cierto, que conduciría
necesariamente a un mayor grado de abstracción, con prescindencia del
paisaje atmosférico o simbólico, como en efecto ocurrió. La simplificación de
los complejos arabescos de las ramas entretejidas volcaba redes de brazos
ondulantes en el cielo, sobre lagunas tranquilas, en aparente intento de
humanizar a los árboles, como en los cuentos de hadas. El ritmo se
independizó mucho más de las formas y desapareció la perspectiva simbólica
en sus cuadros. E.E. Zuloaga encontraría en el grabado el medio para expresar
esta voluntad empeñada en ver en la obra no un lugar de representación, sino
de evocación.
De un temperamento vehemente y controvertible fue Alberto Egea López, el
único pintor de su generación que paralelamente a su carrera hizo intensa vida
política. Se había iniciado precozmente en una exposición que realizó en 1919
y luego exhibió en 1920 y 1923, en Caracas, antes de ser expulsado del país
por Juan Vicente Gómez. Residenciado en los Estados Unidos durante más de
diez años, Egea López se ganó la vida haciendo diseño publicitario y portadas
de revistas, con cierta influencia del Art Nouveau. En los Estados Unidos
realizó posiblemente su mejor obra, sobre motivos de calles de Nueva York,
en una manera expresionista a la que renunciaría cuando a su regreso a
Caracas en 1936 reasumió la tendencia luminosa, característica de la Escuela
de Caracas, en la que se había iniciado bajo la influencia de los pintores del
Círculo. Encarcelado en 1954 por el Gobierno de Marcos Pérez Jiménez,
contrajo en la prisión la enfermedad que pondría fin a sus días. A pesar de un
intento de hacerle justicia a su obra (1959, exposición en el Museo de Bellas
Artes), puede decirse que Egea López sigue siendo objeto en la pintura
venezolana de un inmerecido destierro.
En el marco de la Escuela de Caracas incluimos a Antonio Alcántara, quien
había recibido algunos consejos de Emilio Boggio poco antes de realizar su
primera exposición. Pero al comentar sus obras exhibidas en 1920, Enrique
Planchart apreció reticentemente que “el autor se empeña en conseguir efectos
semejantes a tos que obtiene Cabré y para esto impone una factura semejante
en todo a la de su guía”. Alcántara realizó otras exposiciones y luego
abandonó la pintura; fue después de 1952, tras un viaje por Europa, cuando
comenzó a mostrar las obras de una nueva etapa que fue el punto de partida
para la retrospectiva que con toda la obra de Alcántara se hizo en 1965 en la
Sala de Exposiciones de la Fundación Mendoza.
Era un adolescente cuando se unió a los pintores del Círculo de Bellas Artes
para rendir homenaje a Emilio Boggio, en 1919. Animado por este maestro,
López Méndez hizo su primera exposición, exitosamente, en la Escuela de
Música de Caracas. Los viajes, el ejercicio de la diplomacia e, incluso, de la
política, no han interrumpido la obra de este artista prolífico y gran conocedor
de la historia del arte; pintor de la inmediatez y lo sensual, López Méndez nos
comunica el goce que experimenta ante una realidad tropical, hecha de flores
y frutas, de objetos, bosques, playas cálidas, poblados, que lleva a sus cuadros
sin pretender pasar —como él mismo dice— por un genio ni por un
innovador.
Si algún pintor cabe ser incluido por mérito propio en la Escuela de Caracas,
ese no es otro que Raúl Moleiro, nacido en 1903 y contemporáneo de Pedro
Ángel González, con cuya obra ofrece cierta semejanza, por la forma reiterada
en que el tema del valle de Caracas aparece constructivamente resuelto en sus
mejores paisajes.
Por más que existen formulaciones generales en una escuela, los matices en la
interpretación surgen siempre de las diferencias de las personalidades, y esto
se aprecia en el curso que tomaría el paisajismo de Caracas con varios artistas
nacidos entre 1908 y 1915. Humberto González, por ejemplo, uno de los
paisajistas más dotados, había recibido la influencia de Rafael Monasterios y
de Reverón mientras pintaba al aire libre temas de los alrededores de Caracas,
en un estilo por momentos muy cromático, que lo indujo a introducir una
técnica puntillista. En otra fase de su trabajo, menos atado a la naturaleza,
adopta una manera más libre y resuelta en formas amplias y estilizadas, pero
apegado aún al paisaje. A despecho de la importancia de su escasa obra,
fallece en la miseria en 1958, en Caracas.
Un caso parecido al de Humberto González fue el de Elbano Méndez Osuna,
quien recibió en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas el estímulo temprano
de Monsanto que lo impulsa a viajar a París, donde se entrega al estudio de las
ideas de André Lhote, entre 1955 y 1956. En Chile había tenido una rápida
experiencia de muralista trabajando como asistente de David Alfaro Siqueiros,
en 1942, pero la influencia de Lhote parece ser la más definitiva. De regreso a
su patria, Méndez Osuna se retrae marginalmente a la soledad de su apartada
ciudad natal (Tovar, Estado Mérida) para consagrarse a un paisajismo lírico,
de escaso apoyo visual en la realidad y basándose en formas estilizadas que
reflejan su empeño en lograr una síntesis de color y dibujo.
Muchos artistas incorporan un matiz expresivo muy regional. Trino Orozco,
por ejemplo, también ha sido agrupado entre los pintores de la Escuela de
Caracas, no obstante que ha realizado su obra más importante en el Estado
Lara, una región venezolana donde la luz rojiza del paisaje alcanza matices
particularmente vivos e intensos. De allí pueden proceder ciertos acentos
expresionistas de Orozco, así como su tendencia a emplear tonos espectrales.
Hacia 1940, pintaba en Caracas de manera independiente y evitando la
influencia de los maestros del Círculo de Bellas Artes; ya desde entonces pudo
apreciarse en su manera un empleo suelto de la pincelada para conseguir una
factura de apariencia lavada, combinando los tonos del rojo con las tierras y
esforzándose en lograr una luz muy personal.
Por los años 40 estuvo activo un hijo del escultor petareño Cruz Álvarez
García, antiguo profesor de la Academia; Cruz Álvarez Sales había hecho su
aprendizaje en la Escuela que dirigía Monsanto. Como Humberto González,
su compañero de curso, estuvo abocado a un fin temprano, que no lo libró del
anonimato, pese a su estimable obra. Fallece en 1947. Su legado: paisajes de
Caracas y de Barlovento cuyo dinamismo constructivo recuerda la semejanza
estilística que el trabajo de Álvarez Sales guarda con el de Tomás Golding y
Luis Ordaz, de la misma época. El ritmo de las masas está fuertemente
marcado por el movimiento circular que imprime a la pasta de color. En otra
parte de su breve obra, Álvarez Sales quiere aproximarse a los tonos
blancuzcos reflejados por la intensa luz del mediodía tropical tal como se
observa en el tratamiento que al mismo problema da Reverón en sus cuadros
del período blanco. También Álvarez Sales, por otra vía técnica, ensaya
despojar de color al paisaje, empleando, en su caso, tonos agrisados de la
paleta.
Por el carácter fantástico de su paisajismo, Luis Ordaz es un caso sui géneris.
Se vincula a Rafael Monasterios con quien funda en 1937 la Escuela de Artes
Plásticas de Barquisimeto. Había estudiado en la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas y más o menos hasta 1945 su obra puede ser ubicada, por tema y
factura, dentro de la corriente paisajística tradicional. En 1953 Ordaz fue
recogido moribundo en una calle de Caracas. Internado en el Hospital
Psiquiátrico de Caracas, Ordaz logró recuperarse del alcoholismo para
comenzar a trabajar en la etapa de su obra en la cual aún se mantenía en 1975.
Se trata de un paisaje subjetivado, de connotaciones fantásticas, según el
método que sigue el artista cuando confiesa: “no necesito ir al campo; los
paisajes que pinto los llevo dentro de mí y me basta pensarlos para darles
vida”. Más que paisajes, se trata de visiones subconscientes; parajes
incendiados con mares flotantes, con cielos tenues que dan cabida a los
elementos de la naturaleza desatados en zonas informales tratadas libremente
con amarillos, azules, violetas, rojos encendidos; formas esfumadas donde la
perspectiva desaparece, mientras personajes y animales, más como signos que
como figuras, intentan establecer una relación humana que otorgue forma
conocida a sus extraños parajes: cascadas, mares furiosos y embarcaciones en
peligro.
Pablo Benavides Álvarez cabe en la categoría de paisajistas por el estilo de
Tomás Golding y Álvarez Sales, con quienes tiene en común el hecho
generacional de haber estudiado en la Academia de Bellas Artes. Sin embargo,
Benavides es un artista en ascenso, que ha llegado a la plenitud en los últimos
años y cuya frescura parece nacer de una necesidad cada vez más íntima de
entrar en contacto con la naturaleza. Sus paisajes rotundos y vigorosamente
estructurados, si bien quedan ligados al tema observado, buscan su autonomía
a través de un bien modulado sentimiento del color.
Si puede hablarse de una agrupación de artistas en el caso de la Escuela de
Caracas, es evidente que ésta se enriqueció con la aportación de varios artistas
llegados de otros países. Algunos habían venido al país para incorporarse al
proceso de reformas docentes que se iniciaron en 1936 y una de las cuales
transformaría radicalmente a la vieja Academia de Bellas Artes, convertida
desde este año en plantel moderno, provisto de talleres artesanales y orientado
por nuevos criterios estéticos. Uno de estos artistas fue Armando Lira quien
participó en la elaboración del nuevo programa de la Escuela, incorporándose
a la misma en calidad de profesor de los cursos de formación docente. Lira
logra avenirse con 1as búsquedas de los paisajistas de Caracas, aportando a
este movimiento un grafismo cromático muy personal y recibiendo a su vez la
influencia de los pintores que de algún modo habían contribuido a formular el
problema de la interpretación de la luz tropical.
En la Escuela de Artes Plásticas también enseñaba el español Ramón Martín
Durbán, que tuvo a su cargo la cátedra de dibujo lineal. La influencia de
Durbán tuvo un peso decisivo en el curso que iba a tomar en nuestro país el
trabajo gráfico para la ilustración de libros y publicaciones y, por extensión, el
desarrollo de la caricatura, dado que el dibujante español tenía entre sus
alumnos a aquellos que más tarde se encargarían de impulsar estas
manifestaciones, que con tiempo devendrían en notables dibujantes, como
Guevara Moreno, Zapata y Jacobo Borges (sin olvidarnos del Carlos Cruz-
Diez de la primera época).

DESARROLLO MODERNO DE LA ESCULTURA EN VENEZUELA

La escultura, tal como la entendemos actualmente en Venezuela, es una


manifestación cuya tradición se remonta al siglo XIX. Es cierto que durante la
Colonia hubo expresiones de carácter escultórico. La talla en madera, por
ejemplo, conoció un esplendor que desaparecería al venir a menos la función
de una profusa y rica imaginería religiosa producida casi siempre de manera
artesanal. Pero sólo comenzamos a hablar de escultura, en sentido moderno,
ya bien entrado el siglo XIX, con la institucionalización de las nuevas
estructuras sociales y al plantearse la sociedad republicana otras convenciones
culturales.
Así nacieron las escuelas de arte, que sustituyeron a los viejos talleres de los
imagineros, y que abogarían en adelante por un estilo ecléctico inspirado en el
academicismo europeo, encauzando la enseñanza a la formación de artistas
individuales, que se consagrarían al retrato y a los temas históricos.
Para la escultura los comienzos fueron aún mucho más difíciles que para la
pintura, porque si ésta última pudo evolucionar durante el siglo XIX a partir
de las técnicas heredadas de los representantes del estilo religioso, la escultura
quedó aislada de toda tradición al romperse la continuidad de la práctica de la
talla en madera. Hubo necesidad, entonces, de que los nuevos escultores
fueran a estudiar a Europa donde elegían a sus maestros dentro del
monumentalismo en boga. La escultura no comenzó a enseñarse en el país
sino a partir de 1887 y, aún así, fue vista como manifestación secundaria,
destinada a alcanzar a través de la copia de yesos y a la producción de obras
de ornato público o de interés funerario.
Uno de los primeros escultores que encontramos en el siglo XIX fue Rafael
De la Cova, alumno de Antonio José Carranza y de Tovar y Tovar. De la Cova
marchó muy joven a Italia donde realizó algunos estudios. De regreso a
Caracas, se ocupó de proyectos importantes, como el Bolívar Ecuestre que se
halla en el Parque Central, en Nueva York, y que él mismo vació en bronce.
Su obra más conocida, sin embargo, es el Monumento a Cristóbal Colón que
está hoy ubicado en el Paseo Colón, en Caracas, obra característica del
novecientos venezolano. Fiel trasunto de las imitaciones francesas a que eran
dados nuestros gobernantes, el Monumento a Colón condensa todo el espíritu
prepotente, retórico y algo cursi del Guzmancismo.
Cristóbal Colón corona el monumento, de pie sobre un ábaco constituido por
la proa de la nave. Su gravedad sencilla, con que ofrece la tierra descubierta,
está realzada por el porte neoclásico que el escultor dio a la solución de la
figura. Pero la unidad de la obra, no estando bien relacionadas las partes a una
escala comprensible, pierde mucho de eficacia estética al quedar demasiado
aisladas las figuras dentro de un marco donde la columna u obelisco se
convierte en la forma predominante.
Eloy Palacios es el escultor venezolano más importante del siglo XIX. Muy
niño fue enviado por sus padres a Munich, Alemania, en cuya Academia de
Bellas Artes estudió escultura. Palacios adquirió una educación satisfactoria
en este arte y llegó a establecer en Munich un taller de escultura dotado de
horno de fundición. En 1973, intentó establecerse en Venezuela y el gobierno
de Guzmán Blanco creó una cátedra en la Universidad Central a fin de que
Palacios pudiera regentarla. Mal avenido con el autocrático gobernante, optó
por el exilio y vivió durante algunos años en países de Las Antillas donde
logró hacerse de una importante clientela. Al instalarse nuevamente en
Munich, Palacios pudo desarrollar un trabajo de escultor monumentalista que
pronto comenzó a dar sus primeros resultados. Su Monumento a José Félix
Rivas en la Victoria, para cuya instalación vino por segunda vez a Venezuela,
data de 1892. El éxito de esta obra sólo fue superado veinte años más tarde,
cuando Palacios concluye su ambicioso Monumento a Carabobo erigido por
Juan Vicente Gómez en una plazuela de El Paraíso, en 1911. De acuerdo con
lo dicho por Palacios, se comprende que el Monumento a Carabobo da idea de
un mito representado por formas orgánicas y naturales; pero no se aprecia en
la obra un empleo de los elementos en función de transformar la materia en
tensiones abstractas, carentes de valor alegórico. Palacios yuxtapone y
superpone elementos realistas y hace, con respecto al empleo de éstos, lo que
a un pintor le es lícito hacer cuando representa en su cuadro un paisaje. Su
originalidad consiste en valerse de representaciones de formas naturales a las
que no era habitual conferirles carácter escultórico: palmeras, rocas, cóndores.
No hay en esto una voluntad de estilo ni nos quedan de Palacios ejemplos de
otras obras en las que hubiera podido confirmarse su propósito de llevar este
naturalismo a categoría de lenguaje de formas. Si se da aquí una intención de
expresar lo autóctono, ello no es más que a través de una visión de escultor
europeo. Así lo prueba el testimonio de Enrique Planchart: “No logró Palacios
llevar estos elementos naturales a la categoría de patrones estéticos; pero
siempre le cabrá el mérito de haber sido el primero en asentar pie por este
camino. No alcanzó la realización estética que seguramente ambicionaba, pero
impuso en tal forma el valor autóctono en su obra que, cosa lógica y extraña a
la vez, la figura que remata el monumento, en la cual no se advierte ninguno
de los caracteres raciales de los aborígenes americanos, es denominada y
conocida por todo Caracas como “La India del Paraíso”.
Andrés Pérez Mújica estaba dotado para consagrarse a la escultura, por la que
se inclinó desde sus comienzos en la Academia de Bellas Artes de Caracas.
Egresado de ésta, ganó el premio de fin de curso que le valiera una beca para
continuar estudios en Francia. En 1906, en París, siguiendo las tendencias
anecdotistas de la Sociedad de Artistas Franceses, le encontramos exponiendo
en el Salón Oficial. Cultiva un estilo nativista, de temas indígenas no
desprovistos de tensiones dramáticas que lo acercan a Querol y, más tarde a
Rodin. Incide en los temas eróticos, en el desnudo femenino en el que logra
destacar. Entre 1905 y 1914 ha realizado su obra más importante. Empujado
por la Primera Guerra Mundial, se ve precisado a abandonar Francia, viaja por
España y regresa a Caracas, en donde se instala. Ha ejecutado ya su obra más
importante. La Bacante, que se encuentra en una plaza de Valencia. Instalado
en Venezuela, en plena madurez, a punto de recomenzar una obra de
envergadura, se desencadena sobre él la fatalidad de una dolencia que le
impide trabajar y que lo lleva pronto a la muerte.
La actuación de Pérez Mújica se inscribe dentro de la tradición francesa del
desnudo femenino, que tendrá en Rodin a su exponente más genial. En este
sentido, por su intención de expresar en la materia la vida interior del
sentimiento, Pérez Mújica es el más rodaniano de nuestros escultores. Y si no
lo es, en todo caso, por la sutileza del modelado, lo es por los apoyos literarios
con que, a la manera de Rodin, apela a la imaginación del espectador. El
fuerte de Pérez Mújica es el desnudo femenino y en este género podría ser
considerado como el más completo de nuestros escultores y el primero en
inaugurar un nuevo estilo, que se opone al monumentalismo heroico del siglo
XIX.
Contemporáneo de Pérez Mújica fue Lorenzo González (1877-1948), quien
descendía de una familia de escultores establecida en Caracas y uno de cuyos
miembros, Manuel Antonio González, había heredado el oficio de los
imagineros coloniales. Egresado de la Academia de Bellas Artes, marchó
becado a París en donde fue alumno de los escultores Alouard e Iljabert.
Su obra no puede entenderse fuera del marco de influencia del naturalismo
francés. González ha necesitado exponer en el Salón de los Artistas Franceses
y para ello ha de adaptarse al gusto anecdótico dominante. Se perfecciona en
el retrato y en la escultura monumental, con el propósito de trabajar para
Venezuela. Se le encarga el monumento a Francisco de Miranda, en el Campo
de Valmy, Francia. Pero los escultores nacionales que regresan al país,
después de realizar estudios en Europa, no encuentran aquí condiciones para
una obra creativa, por lo que deberán limitarse, como Lorenzo González, a
vegetar al frente de las cátedras de escultura de la Academia, a la espera de las
voces del encargo de retratos o monumentos funerarios. Lorenzo González se
ve solicitado por las precarias exigencias porque pasan todos nuestros
escultores desde Eloy Palacios. Regenta en dos ocasiones la dirección de la
Academia de Bellas Artes, cuyo triste destino rige para 1936, cuando este
instituto es objeto de una radical reforma.
González prefiere los grupos humanos al retrato y el desnudo, es un buen
narrador, tal como lo ha demostrado en la que parece ser su obra más notable:
La tempestad (Colección G.A.N.). La anécdota está aquí implícita en el título
que la refuerza: Una anciana y una niña que experimentan desasosiego ante la
inminencia de la tempestad que se constituye en protagonista invisible del
tenso conjunto. Es obra que refleja las tendencias del siglo XIX con su
efectismo destinado a sustraer el valor expresivo de lo que es específico a una
escultura: la materia en tanto que lenguaje táctil y visual. Así también es la
obra restante de González: Eva después del pecado (195), El llanto y estas
tienden a satisfacer las escasas exigencias de escultura monumental
consagrada al urbanismo municipal o a las exégesis funerarias que agotaron la
vena de nuestros mejores escultores.
Otro monumentalista fue Pedro Básalo (1886-1948), artista con gran talento
para la escultura, que recibió el elogio de Eloy Palacios por una obra que
envió al concurso de fin de año de la Academia, en 1904: un busto del pintor
Emilio Mauri. Sin embargo, Básalo nunca pudo viajar a Europa, como habían
hecho otros escultores que le precedieron.
Dotado de fuertes instintos y un buen oficio. Básalo no tarda en establecerse
en Caracas como retratista y creador de proyectos monumentales que, con la
misma insistencia que los propone, reciben el rechazo de los funcionarios del
Estado, más atentos a las ideas de los artistas que venían del extranjero. En
1919 viaja a Nueva York y entra en contactó con un grupo de escultores
norteamericanos a quienes expone su idea de crear una asociación
internacional de artistas, que no llega a concretarse. Si sus retratos son poco
convincentes y no agregan nada a su obra, hay que decir que Básalo ganó
méritos por haber desarrollado un estilo que se puso de moda a comienzos de
siglo: lo que se llamó, en lenguaje académico, “cabezas de expresión”. O
médium. La protesta, Cabeza de obrero venezolano, entre otras, se encuentran
entre sus mejores obras de retratista.
Los escultores venezolanos no podían vivir de su obra más que cuando ésta se
ponía al servicio del encargo oficial. El monumento histórico o funerario
resume la mayor aspiración para quien se siente escultor en un país donde se
destina la labor creativa, el trabajo personal, la búsqueda de un estilo propio.
No existían en ninguna parte del territorio colecciones de escultura; las
exposiciones incluían únicamente a las obras de pintores; sólo a éstos se les
consideraba artistas en un sentido personal. Es curioso que a lo largo de medio
siglo desde 1900, las únicas exhibiciones de escultura que se abren en Caracas
son las que reúnen el trabajo de los alumnos de la Academia de Bellas Artes,
cada fin de año. Lo que ésta produce es, entonces una, estatuaria escolar, copia
de yesos y modelos en poses retóricas, grupos y escenas que exaltan
sentimientos nacionales, reproducciones de tipos y formas folklóricas. Pocos
escultores, para no decir que ninguno, habían expuesto individualmente en
Caracas antes de que lo hiciera por primera vez Francisco Narváez.
La apatía y el desinterés de los coleccionistas venezolanos frente a la
escultura, en todo tiempo, incluso hasta hoy, ha sido causa de frustración para
muchos artistas de talento que, ante la dificultad de poder vivir de su obra
personal, tuvieron que dedicarse a la docencia, donde vegetaron. Ejemplo
dramático es Cruz Álvarez García (1870-1950), sempiterno profesor de la
Academia, autor de una raquítica obra, cuya confesión no podría ser más
elocuente a este respecto: “Fui también catedrático de anatomía artística, con
esta que influyó en la Santa Capilla. El Doctor Razetti, que era antirreligioso,
dijo que mi obra era anatómica, más que religiosa. Teófilo Leal posó para la
figura de Cristo. Yo lo concebía más que todo como obra de arte, y no con
intenciones místicas.
“En Villa de Cura está una estatua del general Francisco de Miranda, hecha
por mí desde sus cimientos, pero no aparece mi firma. También es mía la
estatua de Anzoátegui, en Barcelona. Pero yo no he querido practicar el arte
comercial, por ello no soy autor de monumentos. Mi vida está refundida en
cuarenta y dos años de profesorado, todos esos jóvenes fueron mis discípulos.
Fui más que todo una especie de pedagogo del arte. Sí, esa fue mi misión”
Podemos considerar a Ernesto Maragall y a Francisco Narváez (1908) como
los iniciadores de la moderna escultura en Venezuela. Cabe a ellos, y sobre
todo a Narváez, ser pioneros de la plástica integrada al paisaje urbano, en lo
que corresponde al siglo XX.
Maragall residió desde 1940 en caracas, donde se desempeñó como profesor
de escultura en la Escuela de Artes Plásticas. Alumno de Pablo Gargallo en su
ciudad natal, Barcelona, España, hereda de la tradición mediterránea su gusto
por la composición clara y reposada, sensual. Formas macizas y rotundas
caracterizan a su extraordinario grupo de bañistas para la fuente ornamental
originariamente instalada en la Plaza Venezuela y en la actualidad en el
Parque Los Caobos, en Caracas. Este conjunto poderoso alude al vigor de la
raza mestiza y está inteligentemente integrado por seis figuras femeninas
yacentes, en actitud de bañistas, lo que introduce una nota de verismo, puesto
que el eje de la composición lo constituye el chorro de agua central de la
fuente que, elevándose a gran altura arroja sobre las figuras una fina lluvia
coloreada, como si ésta proviniera de una cascada. Al efecto monumental
contribuye el tamaño, realzado sobre el natural, de las bañistas vaciadas en
piedra artificial. La concepción estática, con predominio de la horizontal, no
priva de dinamismo al juego rítmico de las masas.
Narváez ha sido el escultor venezolano más importante del siglo XX. Su obra
que se inicia hacia la década del 30 con un neto estilo criollista, entronca por
una parte con la tradición y se mantiene vinculada con el arte abstracto al que
servirá de puente. Narváez ha sido probablemente el único escultor
venezolano en quien las circunstancias se unieron al talento personal para
asumir con su obra la representación del estilo de una época. Su obra de
escultor monumental representó una estilización muy espontánea y natural de
elementos de la iconografía vernácula, cuyo valor moderno reconocemos en
obras de una concepción plástica, vigorosa y espontánea.
El período que va de 1938 a 1950 señala la contribución más importante de
Narváez a la escultura venezolana, y es, sin duda, el de mayor validez social
—en términos arquitectónicos— cumplido por escultor venezolano alguno en
el siglo XX.
Si el criollismo de Narváez inauguró una nueva época de la estatuaria
venezolana, hay que decir que el arte venezolano a partir de los años 40
experimentó un gran cambio hacia las corrientes internacionales. La afluencia
de información que procedía de Europa y la posibilidad que tuvieron los
jóvenes de viajar a aquel continente, concluida la gran guerra e iniciado el
proceso de expansión económica que aportó la producción petrolera,
determinaron una mayor influencia de las escuelas europeas en la plástica de
vanguardia.
El Cubismo sería la referencia básica, la piedra angular de una metamorfosis
que culminaría en el estilo de la abstracción geométrica (hacia el año 1952),
primera fase de una franca adhesión a los principios del arte internacional,
cuyo desarrollo llega a su apogeo hacia los años 55, cuando volvió a ponerse
en vigencia el concepto de integración artística. Es una época optimista,
marcada por el acceso a una nueva tecnología que rompe con el pasado y
proclama la autonomía de la obra de arte. El contenido comienza a perder
importancia frente a la forma y al medio o material. La creencia en la
posibilidad de restablecer para el arte la función social que tuyo en otros
tiempos, privó en el entusiasmo de los artistas que se planteaban, por esta
época, un arte diseñado para la arquitectura y el ambiente urbano, capaz de
superar las dificultades de comunicación del cuadro de caballete y de la
escultura de bulto. Tal planteamiento contó con el respaldo de arquitectos de
formación, como era el de Carlos Raúl Villanueva, quien supo dar forma a sus
ideas sobre fa integración artística, al concebir el experimento de la Ciudad
Universitaria, para la cual obtuvo la colaboración de artistas de la talla de
Fernand Léger, Arp, Laurens, Calder, Pevsner, Vasarely, Sophie Tauber y
varios venezolanos.
Francisco Narváez desembocó en la escultura abstracta hacia 1952 o 1953 o
sea hacia la misma fecha en que Carlos González Bogen desarrolló sus
primeros diseños de objetos escultóricos integrables, con sus Movibles y
estables, expuestos en 1954 en la Galería 4 Vientos iniciándose con esto un
proceso que muy pronto daría al hierro un papel protagonice Otro artista
avanzado fue Omar Carreño quien al igual que Luis Guevara Moreno ensayan
lograr una fusión de pintura y objeto en un tipo de obra que transgredía el
formato ortogonal y los planos virtuales de una pintura, para obtener formas
dinámicas transformables Carreño y, sobre todo, Víctor Valera se sumaron al
esfuerzo inicial de Narváez empleando el hierro como nuevo medio. De hecho
iniciaron una aventura nueva, crear un lenguaje coincidente con lo que por
entonces se llamó abstraccionismo geométrico. Se trataba de producir obras
que pudieran expresar las relaciones de una forma nueva, absolutamente
concreta con un espacio arquitectónico abierto. En adelante el hierro fue el
material consagrado por el escultor abstracto. Víctor Valera lo lleva a sus
últimas consecuencias, lo aborda para obtener resultados que pudieran serle
contradictorios a la índole de un material rígido, la escultura de bulto con tema
figurativo, atraído por la presencia grave y vigorosa de un mineral negro, en
que queda fijada una estatuaria que aspira a lo épico. Más tarde Valera retorna
a los planteamientos constructivistas, retomando el problema de la
fragmentación de la forma sobre un espacio dinámico, interactivo. Casi
podríamos decir que durante la década del 50, hasta 1962 aproximadamente,
vivimos en Caracas y otras ciudades venezolanas, una especie de edad del
hierro,’material que se torna fundamento común no sólo para el arte concreto,
sino también para toda ciase de informalismos interesados en el rescate de
piezas de fabricación industrial, dispuestos ahora en bizarros ensamblajes
como los que propicia el grupo que integraban Daniel González y Fernando
Irazábal. Pedro Briceño, Domenico Casasanta y Gilberto Martínez no quedan
ajenos a esta experiencia. Pero si Briceño es ante todo, el más fiel exponente
de la escultura en hierro de la Venezuela de nuestros días, Domenico
Casasanta pasó del ensamblaje de piezas de hierro al empleo del mármol con
igual fin.

LA OFENSIVA DEL REALISMO SOCIAL


LA INFLUENCIA DEL MURALISMO MEXICANO
Entre 1934 y 1945 ocurre un período de particular significación en el
desarrollo de las artes plásticas en Venezuela. Se trata de una década durante
la cual se produce una serie de acontecimientos que tendrán decisiva
influencia sobre el trabajo de nuestros pintores. Es un momento marcado sobre
todo por la inquietud social que conmovió al país justamente con la muerte del
tirano Juan Vicente Gómez (1935), quien había gobernado a Venezuela con
mano de hierro. Ideales, pasiones y anhelos contenidos durante tres decenios
de opresión y oscurantismo estallaron en un día, y el artista mismo obedeció
en un primer momento a esta suerte de reclamo social que engendraba en él
una profunda necesidad de participar en el debate ideológico que se abría. Uno
de los principales problemas que se planteó fue el del logro de un arte popular,
dirigido a las masas y, por oposición al autonomismo de la pintura abstracta,
que estuviese imbuido de un contenido ideológico. Lógicamente, los modelos
no podían encontrarse en la tradición artística del país.
La dormida conciencia fue sacudida por repentinos acontecimientos que
anunciaban una nueva era: el auge de las masas, la fractura del inquebrantable
orden feudal impuesto por el tirano; hubo una marejada de agitación popular.
En aquel despertar los grandes problemas eran de orden político. Un pueblo
largamente frustrado y reprimido veía llegar la hora de la lucha por la
conquista de las libertades democráticas. La sensibilidad política se hacía aún
más aguda con la angustia que causaban las noticias sobre la gravedad de la
situación internacional: la guerra de España, la subida del fascismo en Europa,
la agresión a Etiopía, la política del partido nazi en el poder, etc.
Estas circunstancias iban a gestar en el plano artístico una reacción contra las
tendencias dominantes en Caracas. Las influencias jugaron aquí, como en
otras oportunidades, un papel significativo. Quizás la más notable de estas
influencias fue la del muralismo mexicano, con su énfasis populista y su
monumentalidad. La pintura mexicana contaba con la aprobación de los
teóricos del realismo social adoptado por los dirigentes de la Unión Soviética
y practicado por los artistas de este país. Sin embargo, el muralismo mexicano
difería formalmente del realismo soviético. En éste privó una dirección
naturalista por el estilo del realismo europeo de fines del siglo XIX, y si bien
el contenido del arte supo trasladar su enfoque hacía los temas de la
construcción del socialismo y la epopeya del trabajo, etc., la técnica y los
procedimientos fueron calcados del arte burgués europeo, contra el cual se
lanzaban anatemas. Por tanto, hubo una “revolución de los temas”, pero la
concepción misma del arte era reaccionaria.
El realismo mexicano, por el contrario, tuvo un fondo expresionista que
provenía de la violencia y la inmediatez de los hechos en que se basaron los
artistas, y que parecía también corresponder a la idiosincrasia del ser
latinoamericano y a las influencias recibidas de las artes primitivas y popula-
res. En el plano internacional el muralismo mexicano gozó de gran simpatía
en los medios políticos e intelectuales de Sudamérica que veían un modelo a
seguir en la revolución mexicana. El carácter mesiánico bajo el cual se
presentaba la imagen del destino latinoamericano a través de alegorías que se
inspiraban con frecuencia en los mitos de las brillantes culturas maya y azteca,
no dejaba de ser un estímulo mágico que actuaba en los espíritus interesados
en reencontrar para el arte la proyección social que se había perdido con los
tiempos modernos. Puede decirse que la influencia de los artistas mexicanos
(desde los grabadores populares hasta los grandes muralistas), rivalizando con
la de la Escuela de París, se extendió a todo lo largo de Suramérica, desde
Colombia hasta Chile para propiciar estilos regionales. Las variantes que esa
influencia determinó en cada país estaban fuertemente marcadas por los
modos propios bajo los cuales aparecían los problemas sociales en las distintas
naciones. En Ecuador, por ejemplo, la repercusión del mexicanismo se tradujo
(Guayasamín, Kingman) en una suerte de crónica de los padecimientos del
indio.
Hablando en propiedad, en Venezuela no existió una tradición popular del arte
y el realismo social, por otra parte, se limitó a uno que otro exponente, en el
pasado. La obra que Cristóbal Rojas había realizado en París no tuvo
continuadores de su talento, y los pintores de la Academia de Caracas
estuvieron lejos de asumir una posición crítica frente a la sociedad, empeñados
como estaban en seguir la tradición de las escuelas europeas. El país iba a
vivir las tres primeras décadas del siglo XX en una opresiva calma, donde
todo gesto de rebeldía se extinguía rápidamente en la indolencia general o era
reducido policialmente al silencio. La pintura, como el periodismo y la
gráfica, no podía darse el lujo de protestar. Era lógico que, en condiciones
como las reinantes, prosperara un arte dado a la contemplación o enfrentado a
la problemática de la expresión personal, por la vía del ejemplo impresionista
y postimpresionista. El paisaje de los pintores del Círculo de Bellas Artes fue
manifestación depurada de ese aislamiento a que, dentro de los estrictos
límites de su lenguaje, se vio condenado el artista en una época en que se
pintaba casi únicamente por el placer de pintar. Lejos de los pintores del
Círculo de Bellas Artes estuvo el propósito de asumir una actitud crítica,
susceptible de traducirse en una pintura de contenido ideológico.
La tradición de la gráfica fue también muy limitada y no contó en nuestro país
con artistas de la talla del mexicano José Guadalupe Posada; la litografía, que
había tenido cultores en Venezuela desde mediados del siglo XIX, fue
aplicada a la estampa ilustrativa, de un carácter más que todo testimonial, y no
se practicaron metódicamente las técnicas del aguafuerte y el grabado en
madera sino hasta después de 1936. Es fácil comprender que una tentativa
venezolana por el orden de la experiencia mexicana estaba llena de
limitaciones que partían de las condiciones de nuestra experiencia y, sobre
todo, del contexto social de nuestro arte.
Conviene decir aquí que el realismo venezolano practicado en la década que
estamos estudiando representó una reacción contra la tendencia purista de la
Escuela de Caracas, que concebía el paisaje con exclusión total de la anécdota.
Al exaltar el tema social y la imagen figurativa como elementos plásticos
preponderantes, el realismo se encontró así, sin proponérselo, luchando contra
una larga tradición paisajística.
Por lo menos un representante del realismo de influencia mexicana iba a
alcanzar renombre internacional: Héctor Poleo, quien había egresado de la
Academia de Bellas Artes en 1937. En un comienzo Poleo se orientó en la
dirección de sus maestros Rafael Monasterios y Marcos Castillo, ganado por
un lirismo que se manifestaba en la sensualidad refinada de un colorido que
también recordaba a Bonnard y Federico Brandt. Antes de terminar la década
del 30, Poleo marchó becado a México para estudiar pintura mural. Fue esta
una etapa decisiva en su carrera: Poleo descubrió a Diego Rivera y la poderosa
elocuencia de su mundo de imágenes primitivas. También miró hacia el
esculturismo de la pintura renacentista y extrajo de ambas lecciones un
sincretismo tan despojado como poético y emocionante, con el cual ensayaría
hacer una pintura en principio comprometida con la temática del campo
venezolano. Con una técnica de puntuaciones muy precisas y finas en la
aplicación de un colorido parecido al del fresco, Poleo construyó un universo
original, cerrado y comedido, donde la exposición del tema estaba
simplemente insinuada por el silencio de esas figuras que, sin gesticular,
mantienen la vista del espectador fija en un gran primer plano escultural.
Poleo realizó entre 1940 y 1943 tal vez lo más significativo de su obra a través
de una gira que emprendió por varios países andinos, al cabo de la cual
ejecutarla en Caracas su serie de contenido social conocida como Los Comi-
sarios (1943): una sátira sobre las prácticas conspirativas que, como residuos
del gomecismo, todavía perduraban en la vida nacional. Después de esto,
instalado en Nueva York, Poleo atravesó por su experiencia surrealista, en la
que algunos críticos creyeron reconocer cierta influencia de la pintura de
Salvador Dalí, por la identidad de los contenidos escatológicos: imágenes de
ojos inmensos, erosiones y abismos, arborescencias humanas, cráteres y
desiertos de gran magnitud. Esta experiencia ha sido explicada por Poleo
como resultado de las ideas pesimistas que lo embargaban durante la II Guerra
Mundial, mientras vivía en Nueva York.
La evolución de Poleo a partir de 1948, cuando se instala en París, no deja de
estar ligada a las tendencias arcaizantes que puso de moda la vanguardia. En
un primer momento, en París, su pintura parece evocar retratos romanos del
Fayún o figuras del antiguo arte románico, a través del puente representado
por la obra del maestro italiano Campigli. Son rostros femeninos, de
apariencia académica, en los que se diluyen los últimos trazos surrealistas de
su estilo, para dar paso finalmente a una figuración geométrica, donde ya río
importa más el volumen, sino el plano. Rechazando el esculturismo de su obra
de tendencia social, Poleo pasó ahora a una pintura donde la perspectiva es
completamente simbólica y la anécdota se limita a simple pretexto; las formas
se convierten en grandes planos de color puro; el paisaje, sirviendo de fondo,
está geometrizado. Los rudos campesinos, envueltos por un hosco ambiente
dado por los tonos estratificados para los planos lejanos, dejan lugar en sus
nuevos cuadros a esos personajes idealizados, prototipos simbólicos que
exaltan la belleza de los tipos raciales en que parecieran autocomplacerse.
Toda la pintura de Poleo hasta ahora había sido esencialmente dibujística y la
composición estaba en ella casi siempre determinada racionalmente por un
plan previo, dentro de un concepto de estructura mural. En la época siguiente,
en los años sesenta, posiblemente bajo la influencia del informalismo. Poleo
se libera completamente de toda sujeción planimétrica para apoyarse en la
mancha dejada al color y al hallazgo resultante del trabajo mismo. Lo que
sigue es una obra de mayor sugerencia poética, que más que sintetizar
actitudes, como antes, revela ahora climas de encantamiento, zonas oníricas
donde las figuras vagamente aludidas, como en los sueños; tienden a borrarse
cuanto más se alejan de la memoria que intenta recuperarlas.
Héctor Poleo es el artista que evoluciona de una época a otra solicitado por el
reclamo de contemporaneidad de los conceptos artísticos, y que al renovarse
técnicamente no sacrifica a su nuevo cambio estilístico los valores esenciales
de su arte ni su personalidad. Lo qué sí ha sacrificado es la actitud inicial del
artista comprometido, en beneficio de un arte cada vez más autonómico y
subjetivo.

LA EVOLUCIÓN DEL REALISMO SOCIAL


La evolución del realismo social, después de Poleo, tampoco fue muy
coherente y afortunada por lo que se refiere a la claridad en la formulación de
un arte de contenido ideológico. Por una parte sucedió que el realismo fracasó
en su intento de llegar al mural como un medio de comunicación más amplio,
puesto que careció de vivencias y del apoyo de gobiernos de doctrina popular,
como sucedió en México, donde el muralismo resultó ser un complemento
ideológico del programa político estatal. El capitalismo liberal que ha regido
al país desde 1958 no ha sido el sistema más indicado para propiciar una
pintura de contenido social, por razones obvias. De modo que las tentativas
del muralismo se han restringido a tímidas interpretaciones de la cosmogonía
indígena (César Rengifo: Amalivaca, mural en el Centro Simón Bolívar de
Caracas), o de temas parecidos que cumplían una función ornamental en
edificios y entidades bancarias.
El realismo social se mantuvo, así pues, dentro de la típica unidad cerrada del
cuadro del caballete, destinado finalmente a la oferta y demanda de un
mercado cada vez más poderoso. Sin vivencias directas de la realidad, sin la
posibilidad inmediata de un cambio de la estructura socio-política, su función
y significado no difieren apenas de los que actualmente pueden acordarse a la
pintura abstracta.

CONTINUIDAD DEL MOVIMIENTO REALISTA


De la generación de Poleo fueron también Pedro León Castro y César
Rengifo. En un primer momento, bajo la influencia de los mexicanos, León
Castro se abocó a un realismo crítico, manteniendo el énfasis en la figura
humana. Hizo paisajes de Caracas donde introducía en primeros términos
escenas de cerros, y esta forma de composición pronto sería seguida por los
pintores que adherían a la escuela realista. León Castro no se desprendió
radicalmente de la tradición figurativa de la Escuela de Caracas (estudió en la
Academia de Bellas Artes) y como Juan Vicente Fabbiani evolucionó hacia
una figuración de planos amplios y esquemáticos y colorido claro. En algunos
momentos continuó el trabajo de su maestro Marcos Castillo como pintor de
naturalezas muertas, género por el cual se sintió igualmente atraído.
Como el primer Héctor Poleo, César Rengifo ha tratado la problemática del
campo venezolano; el éxodo campesino, la injusticia social, la miseria de los
despojados, en resumidas cuentas, una temática rural. La anécdota hace bien
evidente la disposición del artista de lograr una pintura de mensaje en la que
enunciado el conflicto, se indica algún tipo de solución o esperanza por medio
de símbolos: la flor en las manos de la campesina grávida es el símbolo de la
fe en la vida, sobre una tierra calcinada; los hombres en éxodo buscan en el
horizonte de un destierro, por donde huyen, la señal de una tierra generosa que
los espera. La factura de Rengifo es esmerada y en su técnica prevalecen las
armonías ocres y terrosas, con cierta reminiscencia de la pintura primitiva en
el empaste liso y en la nitidez del enfoque logrado tanto para los planos
cercanos como alejados.
Gabriel Bracho, en cambio, fue el abanderado teórico del realismo después de
1950, tras haber mostrado su obra en el Museo de Bellas Artes (1952).
Influido en un primer momento por David Alfaro Siqueiros, el estilo de
Bracho fue también como el del mexicano, alegórico y de gran elocuencia
formal, a despecho de que no utilizó las técnicas de los mexicanos, su pintura
tiene características de mural, tanto por las dimensiones de sus formatos como
por la composición movida para producir efectos contrastados de grandes
masas y violentas soluciones de perspectiva corporal que recuerdan a su
maestro Siqueiros.

EL TALLER DE ARTE REALISTA Y EL ESTILO PAISAJISTA DE LOS


PINTORES MARGINALES
Después de 1952 el realismo había fortalecido su posición frente al arte
abstracto gracias al clima de polémica que se vivía. Muchos jóvenes que
habían pasado por la Escuela de Artes Plásticas no tardaron en agruparse en
torno a los críticos del abstraccionismo geométrico para abogar por un arte
comprometido. La enseñanza recibida de los maestros de la Escuela de
Caracas, como Rafael Ramón González, Rafael Monasterios y Marcos
Castillo, fue puesta al servicio, de un paisaje que delataba en su ejecución
escolar el hacinamiento y la miseria de la vida en los cerros y cañadas de
Caracas.
Por otra parte, pintores del interior del país como José Requena, quien dirigía
la Escuela de Barquisimeto, orientaron su obra y sus lecciones hacia un
paisajismo humano, que dejaba de interesarse por el aspecto puramente formal
del cuadro para volcar los ojos sobre una tierra descarnada, llena
de cactus y cujíes, por donde transitan humildes pobladores.
No es inexacto decir que la mayoría de las búsquedas realistas de la época
adolecieron de coherencia en sus conceptos, de unidad en el estilo y de
continuidad en los planteamientos. Por un lado se vio el empeño de imponer el
mural de contenido ideológico, como pudo apreciarse en las actividades del
polémico Taller de Arte Realista que dirigió Gabriel Bracho desde 1957.
Claudio Cedeño, Jorge Arteaga, Sócrates Escalona, Márquez y otros realistas,
se inclinaron por esta solución y realizaron murales en planteles escolares del
interior. La experiencia no podía prosperar. Otros integrantes del Taller
mantuvieron posiciones menos radicales respecto a la abstracción y la nueva
figuración, como eran los casos de Jacobo Borges, José Antonio Dávila, Luis
Luksic y Perán Erminy, lo que determinó una ruptura del grupo cohesionado
hasta ahora por las ideas políticas que, más que la pintura misma, unían a sus
miembros frente a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
Una excepción dentro del moderno realismo social la constituye en nuestro
país el pintor Rafael Ramón González, de quien nos hemos ocupado en otro
capítulo. Rafael Ramón González es el único artista de la generación del
Círculo de Bellas Artes, (*) que intentó reflejar en su obra la realidad social
del país; muchos de sus paisajes están basados en escenas de barriadas de
Caracas, humildes calles de tierra y apartados rincones donde no ha llegado el
progreso; su arte tiene una profunda raíz popular; los personajes están
incluidos en el paisaje para expresar en su obra una realidad que no se ofrece
sólo como disfrute de la vista, sino también como verdad humana, simple y
sencilla. En gran parte se debe a González, a través de sus lecciones en la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas, el haber sido el principal animador de
ese estilo al que nos hemos referido y dentro del cual trabajaron muchos
pintores que pasaron por aquella Escuela (desde Manaure y Alejandro Otero
hasta Gabriel Marcos); estilo en el que la intención del pintor estaba puesta no
únicamente en la plasticidad, sino también en cierta sinceridad para revelar las
condiciones de vida de las clases marginales que viven en los barrios y debajo
de los puentes de Caracas.
No cabría dentro de la perspectiva anterior situar á un artista muy discutido
como es el caso de Pedro Centeno Vallenilla, pintor singular por su
individualismo frente a la tradición de una y otra escuela y por una temática
alegórica donde puede apreciarse el intento fallido de aplicar una óptica
renacentista. Su pintura pretende pasar por una exaltación de la raza indígena
aun cuando él resultado de este afán mitificador sólo se traduzca con una
amanerada tipología mestiza cuyo valor tal reside en su simbología erótica y
subyacente.

VANGUARDISTAS, ABSTRACTOS Y DISIDENTES LOS PRIMEROS


SIGNOS CONTEMPORÁNEOS
La post-guerra, después de 1945, aportaría violentos signos de transformación
en la cultura venezolana. Hay que tomar en cuenta la estrechez de miras en
que venían desarrollándose las formas culturales para comprender con qué
fuerza la juventud iba a intentar comunicarse con el mundo en esta nueva
etapa que parecía poner término a tantos años de aislamiento durante los
cuales el artista vivió materialmente enclaustrado en su país. Venezuela no
conocía aún un movimiento de vanguardia que se insertase en las corrientes
del arte contemporáneo tal como venía ocurriendo en otros países, en
Argentina, por ejemplo, donde había llegado a establecerse contacto con el
surrealismo en la misma década de la publicación del primer manifiesto de
André Breton. Entre 1940 y 1945 casi ningún egresado de la Escuela de Artes
Plásticas había podido viajar para continuar sus estudios en Europa. La
renovación de los conceptos plásticos fue en principio lenta y entre 1940 y
1950 los artistas del día seguían siendo prácticamente los pintores del Círculo
de Bellas Artes que habían llegado a su madurez hacia los años 20. Al
terminar la Segunda Guerra se abrieron las fronteras, posibilitándose que los
jóvenes viajaran al exterior. Y junto con esto hubo otra circunstancia: el auge
de la economía petrolera transformaría rápidamente las estructuras
semifeudales del país al ritmo trepidante de la riqueza que en poco tiempo nos
haría una opulenta sociedad mucho más de lo que cambió entre 1800 y 1900.
El símbolo de este progreso serían las fábricas de las nuevas edificaciones, los
superbloques y las autopistas. La ciudad que en 1940 contaba con apenas
250.000 habitantes alcanzaría una población de millón y medio en los
próximos veinte años.

LA INFLUENCIA DE CEZANNE EN LA ESCUELA DE ARTES


PLÁSTICAS A PARTIR DE 1936
Aislado el país del resto del mundo es lógico que la tradición nacional
continuara pesando en la enseñanza que se impartía en la Escuela de Artes
Plásticas de Caracas. Este plantel seguía siendo el principal centro donde se
gestaban las búsquedas renovadoras. Sin embargo, privaba aún en éstas el
espíritu del impresionismo y el postimpresionismo, de donde salían las
influencias más determinantes, y todavía en 1940 los más osados partidarios
del arte nuevo se resistían a atribuirle seriedad al arte abstracto, sólo conocido
a través de ilustraciones de revistas. Picasso era para muchos jóvenes y
aficionados un irreverente y su obra se discutía en cenáculos muy
especializados, sin que se lograse aún comprenderlo del todo. La reproducción
de la obra de arte, que empezó a invadir el mercado al terminar la guerra, y
luego los viajes y las becas de estímulo, iban a desencadenar un cambio
importante en la mentalidad de la época.
En la Escuela de Artes Plásticas, gracias a E.E. Monsanto, se había
comenzado a explicar a Cézanne. Esto significó un gran paso, puesto que por
la vía del análisis visual una obra como la de Cézanne puede llegar a justificar
la supremacía de los valores plásticos sobre la representación y, en conse-
cuencia, de la abstracción misma. El análisis podía ser aplicado, en los
mismos términos, a cualquier período histórico, y así también a las obras más
futuristas, para los cuales aún la mentalidad no estaba suficientemente
preparada, pero hacia donde se sabía que tendía por evolución lógica el arte
moderno. Fue importante la función encomendada por entonces al análisis
plástico y ello .contribuyó a reforzar enormemente la investigación que
llevaban a cabo los estudiantes de la Escuela. Junto con la difusión de nuevas
técnicas —el aguafuerte introducido en la Escuela a partir de 1936, por
ejemplo— que diversificaban el campo casi limitado a la pintura al óleo en
que habían trabajado los artistas de las generaciones anteriores, aparecieron
nuevas motivaciones y tendencias, y esto redundó en un acercamiento audaz a
los estilos de los maestros de la Escuela de París y a las obras figurativas de
pintores postimpresionistas como Van Gogh, Toulouse-Láutrec y Gauguin. Es
curioso el hecho de que la puesta en juego de conceptos que aparecen como
nuevos a los de una generación, sea capaz de poner en un mismo plano de
contemporaneidad a artistas tan alejados entre sí como pueden estarlo Picasso
de Renoir y Monet, y Matisse de Van Gogh y Toulouse-Lautrec;
indistintamente retomados, no importaban en esos artistas las diferencias de
estilo; lo importante en ellos, lo que les unía, era la pintura misma.
Pero el verdadero maestro fue Cézanne. La historia del moderno arte
venezolano debe mucho, irrestrictamente, a este gran artista. En Cézanne se
recogió, sobre todo, la lección de la construcción por medio de planos
yuxtapuestos y en profundidad, según leyes inherentes a la organización
misma del cuadro y atendiendo en primer lugar a un proceso de selección de
las formas tratadas por medio de una síntesis de color. La pintura se revelaba,
ante todo, como una estructura que debía basarse en la realidad, pero que
terminaba independizándose de su representación.
La diversificación de los temas y el rechazo de la anécdota condujeron a
experiencias fructíferas que a la larga iban a llenar en Venezuela et papel que
el fauvismo y el cubismo habían desempeñado cuarenta años atrás en Europa.
B cubismo nunca fue bien comprendido antes de esta época. Hacia 1930 hubo
un intento de realizar composiciones muy geométricas, con formas figurativas,
bajo la influencia de aquel movimiento, pero el prejuicio de que el
geometrismo se prestaba sólo al juego ilustrativo redujo estos ensayos a
tímidas realizaciones de carátulas para revistas ilustradas, como las que
ejecutaron para la revista Élite Rafael Rivero O. y Mas Salvatierra.
De los pintores de la llamada Escuela de Caracas, Marcos Castillo, que había
ingresado como profesor de la Academia en 1922, fue el más atento, por
intuición,, a los movimientos modernos; como colorista excesivamente
sensible, poseyendo un ojo como el de Matisse, Castillo estaba en capacidad
de simpatizar con el arte que más tendía a lo abstracto. Hacia 1830 ejecutaba a
la espátula paisajes en los que desglosaba brillantemente la lección del
fauvismo. Pero lo que privó, a la larga, en la evolución del paisaje venezolano
fue la tendencia a la luminosidad y a la forma plana y objetiva que caracterizó
a las búsquedas de la Escuela de Caracas.
Se insistió en la temática de Cézanne: la figura despersonalizada, (un rostro no
es más expresivo que una fruta), et paisaje tratado en base a nuevas
coordenadas, esencialmente como un problema de síntesis de elementos
previamente escogidos, a partir de una serie de ejercicios de composición, en
la realidad; se insistió quizá con demasiada frecuencia en la naturaleza muerta,
género en el que el Círculo de Bellas Artes había dado un maestro
incomprendido hasta entonces: Federico Brandt.

LA HUELGA DE 1945
Los cambios generacionales tuvieron el carácter de enfrentamientos. A finales
de 1945 se produjo una primera huelga para exigir una serie de reformas en la
Escuela. Intervinieron en el conflicto: Luis Guevara Moreno, Narciso
Debourg, Pedro León Zapata, Régulo Pérez, Celso Pérez, Alirio Oramas,
Sergio González, Raúl Infante, Enrique Sardá, Zapowsky, Rubén Núñez y
Perán Erminy. Expulsados de la Escuela, los huelguistas crearon el grupo
conocido con el nombre de la Barraca de Maripérez. Fue el comienzo del
éxodo: algunos jóvenes, siguiendo los pasos de Héctor Poleo, marcharon a
México, cuyo muralismo recién alcanzaba el tope de la fama. Otros se fueron
a París, entre ellos Alejandro Otero, convertido desde entonces en líder de su
generación. Salones y becas estimularon el enfrenta miento generacional. El
Museo de Bellas Artes había sido inaugurado en 1938; como parte de las
actividades de éste se creó en 1940 el Salón Oficial de Arte, por el modelo de
París. La fuerza qué dentro de la Escuela de Artes Plásticas había adquirido el
movimiento plástico de los jóvenes determinó al Ministerio de Educación a
crear en 1947, en el marco del Salón Oficial un premio nacional especialmente
destinado a los nuevos artistas egresados de aquel plantel, y que consistía en
una bolsa de viaje. Ya desde 1942 existía una sección para los trabajos de los
alumnos de la Escuela en el Salón, provista de un premio de estímulo. El
premio, nacional creado en 1947 se otorgó durante cinco ocasiones y sus
ganadores (Manaure, González Bogen, Oramas) irían a sumarse en Paris a
otros jóvenes como Alejandro Otero, Guevara Moreno, Erminy y Navarro
para constituir la primera generación de artistas abstractos que encontramos en
la historia de nuestro arte.

EL TALLER LIBRE DE ARTE


A la vez, los que permanecían en Caracas o estaban de regreso de París se
agrupaban para buscar una mayor coherencia a través de la solidaridad del
equipo. El Salón Oficial vivió por entonces —entre 1947 y 1950— su edad de
oro, para luego entrar en decadencia después de 1955 y desaparecer com-
pletamente en 1969. El Taller Libre de Arte, que contó con el subsidio del
Ministerio de Educación, fue una de las mejores respuestas que la convivencia
artística, al nivel de la vanguardia, encontró en aquella época. En realidad no
fue un grupo, sino una asociación por el estilo del Círculo de Bellas Artes,
aunque sin la importancia que llegó a tener este último. Recordando la
fundación del Taller Libre de Arte, uno de sus testigos, el crítico Sergio
Antillano, escribió que “el T.L.A. se abre en 1946, en un local de la casi
desaparecida esquina de Mercaderes. El director es Alirio Oramas. Allí se
juntan Luis Guevara Moreno, Mario Abreu, Régulo Pérez, Rubén Núñez,
Marius Sznajderman, Narciso Debourg, Oswaldo Vigas, César Henríquez,
Perán Erminy, Lourdes Armas, Feliciano Carvallo, Virgilio Trómpiz, Carlos
Cruz-Diez, Luis Rawlinson. Al poco tiempo se produce una nueva debacle en
la Escuela (de Artes Plásticas) y se suman al taller Víctor Valera, Omar
Carreño, Jacobo Borges, Jaime Sánchez y otros”.
Como sucedió en la época del Círculo de Bellas Artes (1912) volvemos a
encontrar aquí una alianza —tampoco muy bien definida— entre intelectuales
y artistas. También ahora los escritores parecían los más indicados para
interceder ante un público reacio a comprender el violento lenguaje del arte
nuevo. Acerca de esta colaboración entre pintores e intelectuales existen
varios testimonios: uno de ellos es la revista Taller, de tendencia vanguardista,
pero que aun no llegó a tomar partido radicalmente por el arte abstracto. Su
primer número apareció en 1950.
Lo que sí se hizo por entonces fue profundizar desde el Taller Libre la brecha
que se había abierto entre las generaciones pasadas y la nueva. El taller
representaba al vanguardismo frente a la tradición simbolizada por el Museo
de Bellas Artes y el profesorado de la Escuela de Artes Plásticas. Esta
definición de los campos, que en el fondo no era tan drástica como la que
plantearía el grupo de Los Disidentes, desde París, preparó el terreno para el
auge del arte abstracto.
Vemos la forma en que Sergio Antillano resume la actividad cumplida por el
Taller Libre de Arte: “En todo aquel grupo activo de pintores predominaban
características expresionistas. Figurativistas a la manera de Matisse, Chagall o
Rouault, sus más aventuradas incursiones se orientaban en dirección a Klee o
a los surrealistas. El descubrimiento y luego la presencia en persona de
Wilfredo Lam, será un enorme impacto. Los surrealistas, Marx Ernst y
Picasso. Nadie se atreverá a ir más allá. Se examinaban libros y revistas que
llegaban de Europa. Los abstractos en general no alcanzaban a levantar
entusiasmo. El Nacional registra la fundación de la, revista Taller en las
prensas de Ávila Gráfica. Van a salir tres números, con diagramación de
Carlos Cruz-Diez, quien trabaja en la publicidad MacErickson. Su ayudante es
Jacobo Borges, un jovencito de diecisiete años, quien para entonces comienza
a visitar el local de Mercaderes y despierta la admiración de todos con unos
gouaches vibrantes. En la revista colaborarán Rafael Pineda, Alfredo Armas
Alfonzo, Héctor Mujica, Ida Gramcko, Oswaldo Trejo, Román Chalbaud y
Sergio Antillano. Allí publica Alejo Carpentier capítulos inéditos de Los
Pasos Perdidos. Carpentier mantiene estrecha vinculación con el Taller.
Descubre a un pintor policía, Federico Sandoval. Feliciano Carvallo trae de La
Guaira a otro ingenuo: Víctor Millán. Todos van a exponer en una colectiva
que organiza Oramas. Carpentier participa en un acto de homenaje a Orozco y
luego dicta un curso sobre música concreta. Ha iniciado su columna “Letra y
Solfa” en El Nacional que va a durar diez años consecutivos, donde habla
frecuentemente de las modernas corrientes en las artes plásticas. Es una
información de primera mano que todos devoran. En Taller se da noticia de la
fundación de Los Disidentes en París y se insertan numerosas ilustraciones de
la obra de Pascual Navarro, de González Bogen, de Manaure.
El polo de atracción fue nuevamente París, mientras México era desplazado de
la ruta de aprendizaje de los jóvenes que, en 1948, negaban vigencia al
realismo social. La teoría del arte moderno tiende a restar importancia a toda
obra que no se revele por sus valores inherentes: el color, la línea, la forma. El
contenido o mensaje y, con más razón, la anécdota, interesan en menor
medida o son elementos secundarios de los cuales puede incluso prescindirse
llegado el momento de analizar una obra. Esta no representa nada. Es. Se trata
de una concepción que se origina en los movimientos de arte contemporáneo
europeo, y comienzan a arraigar en nuestro país, definitivamente, entre 1945 y
1950, justo con el predominio de la influencia de la Escuela de París. Los
jóvenes reconocerán esta tradición como la suya misma, puesto que aceptaban
la tradición del arte moderno como un desarrollo universal de la conciencia
estética.

LA EXPOSICIÓN FRANCESA DE 1948

Si el cezannismo había sido, por decirlo así, el método mismo seguido en la


Escuela para el aprendizaje de la pintura, en la etapa del Taller Libre de Arte
las búsquedas se caracterizaron en líneas generales por un marcado
expresionismo; pero no un expresionismo con nombre y apellido, es evidente;
la actitud dominante fue la subjetivación progresiva del objeto a partir de los
modelos iniciales encontrados en las obras de Picasso, Klee, Kandinsky,
Chagall, Rouault, Modigliani, los surrealistas, etc. Fue, ante todo una etapa de
liberación y descubrimientos con respecto a las sujeciones de la escuela, y los
jóvenes trataron de encontrarse a sí mismos, sin maestros, siguiendo sus
propios impulsos o intentando rehacer los caminos sugeridos por la
información visual que encontraban ala mano.
Las actividades del Instituto Venezolano-Francés, dirigidas por el crítico
Gastón Diehl, jugaron un papel fundamental en el estudio de la información.
Diehl mismo llegó a convertirse, durante algunos años en uno de los
principales animadores de las corrientes de vanguardia. El organizó la primera
gran exposición de arte francés moderno que se llevó a cabo en Caracas, en el
Museo de Bellas Artes (1948) y este solo hecho tuvo incalculables
consecuencias. Las búsquedas de naturaleza americanista no tuvieron un
rechazo total. Es verdad que el realismo mexicano y su influencia entre los
pintores que negaban validez al arte abstracto fueron cuestionados. Pero no así
la posibilidad de una interpretación del americanismo en base a una
morfología abstracta, de sugestión mágica, con exclusión del realismo y lo
anecdótico. Las ideas de Alejo Carpentier fueron en este sentido positivas. Y
aún más el ejemplo de la obra de ciertos pintores de ascendencia surrealista en
quienes podría encontrarse todo un código poético de los mitos americanos,
desde las raíces indígenas hasta la supervivencia de una poderosa cultura
afroamericana: Lam, Matta, Mérida, Tamayo. Se creía reconocer en la
escultura y la cerámica prehispánicas signos capaces de inspirar al nacimiento
de una gramática abstracta como la que, a partir del dibujo de los niños, Paul
Klee había recreado. En Uruguay el constructivista Torres García, partiendo
de cierta morfología cubista, intentó elaborar sistemáticamente una pintura de
implicaciones místicas, en donde los valores actuarían no sólo como
ordenaciones plásticas, sino también como claves de una simbología legible
más allá de la pintura misma. Algunos pintores, como el venezolano Juan
Vicente Fabbiani, seducidos por el arte africano ensayaron expresarse con la
simpleza rotunda y escultórica de ciertas figuras del período negro de Picasso.
En todo ello se planteaba un nuevo enfoque de la situación. Un americanismo
de nuevo cuño quería hacer las paces con la abstracción triunfante sin tomar
en cuenta para nada las tendencias indigenistas que buscaban una salida en el
muralismo o, cuando no, en una pintura muy al gusto de la época, como la del
ecuatoriano Guayasamín.
En Caracas los jóvenes, más que todo inspirados en el ejemplo de Lam, se
apoyaban en prototipos arqueológicos de la cerámica precolombina, que se
exhibía en el Museo de Ciencias Naturales, para tratar de conseguir un estilo
propio. Fue el caso de Jacobo Borges, Jaime Sánchez y Oswaldo Vigas. Este
último logró imágenes más personales y depuradas por una poética formal en
la serie de obras conocida como Las brujas. Convertidas en presencias visibles
del inconsciente del artista, las brujas cortaron, sin embargo, el hilo umbilical
que podía unirlas con sus ancestros americanos. Otros hallaron los colores
selváticos, las insinuaciones totémicas que el pasado indígena levantaba por
todas partes, en la trama delirante de los árboles y los pájaros de todos colores.
Y hubo los que, como Mateo Manaure, desarrollaron escalas de signos muy
embrionarios, en los que crecían la noche y los sexos de la fauna. Algo más
tarde Manuel Quintana Castillo, imaginándose la realidad como un poeta,
trataba de imbricar en una estructura de formas de inspiración cubista, sueños
y fantasías de encanto erótico, agrandando hasta una dimensión monumental
sus figuras mestizas, como en un cuento. Mario Abreu, entre los que en un
momento dado buscaban enfatizar el aspecto mágico de la pintura, fue el más
auténtico, tal vez a causa de que no se propuso demostrar nada, sino que
desarrolló su inventiva preso de un instinto fiero, casi salvaje, para crear una
mitología personal, próxima a lo primitivo, en donde se hicieron frecuentes los
símbolos y alegorías. Perán Erminy llamó “el estilo de los gallos” a una época
en la cual Mario Abreu impuso entre los jóvenes artistas un animalismo de
fuerte acento picassiano; “el tema de los gallos, decía Erminy, se prestaba a la
ejecución de ejercicios estilísticos con despliegues cromáticos variados y
pinceladas rápidas y anchas. No había exposición donde no estuvieran
presentes los gallos”.
Pero no fueron las tendencias mágico-poéticas, tan llenas de sugerencias
sociales, las que prevalecieron en definitiva, sino por el contrario una
tendencia racionalista que procedía de la tradición cubista. Fue decisivo a este
respecto el papel cumplido por Alejandro Otero, quien residía en París desde
1945. La exposición de su serie Las Cafeteras, suscitó gran revuelo en 1949
cuando el artista regresó a Caracas con el objeto de dar a conocer la original
obra. Otero iba a ser el líder natural de su generación. Por primera vez se pudo
apreciar en Caracas una tentativa global de desmontar y armar sucesivamente
todas las fases que llevaban del objeto a la abstracción, de la destrucción de la
forma a su construcción, por una vía de análisis y síntesis muy similar al
proceso de “purificación” que practicaba Mondrian. Este inusual planteo que
en las obras de Otero tomaba como base temática un vulgar utensilio fue el
toque que faltaba para que los jóvenes abordaran, en Caracas, el problema allí
donde el autor de Las Cafeteras lo dejaba: la abstracción pura, los valores
plásticos aislados de todo naturalismo, actuando dinámicamente en la tela.
LOS DISIDENTES

Más tarde, en París, tuvo lugar una reagrupación de los nuevos artistas que
sería definitiva para el destino de la vanguardia; ello dio origen a la formación
del grupo Los Disidentes, nombre dado en principio a una modesta revista
publicada por los venezolanos que residían en Francia y que circuló en
Caracas entre mayo y septiembre de 1950. Revista de aspiraciones juveniles,
casi exclusivamente enfocada al cuestionamiento de la problemática cultural
de nuestro país, Los Disidentes estuvo lejos de desarrollar el pensamiento
teórico de que precisaba el prometedor movimiento plástico que se venía
gestando desde 1945; por el contrario, los esfuerzos se malgastaron en una
pequeña guerra local, sin opositores, contra los cenáculos, los jurados, las
escuelas, concursos y estilos pictóricos que estaban en boga en Caracas. Tal
vez hubiera sido más útil canalizar la discusión por la vía en que Narciso
Debourg comenzó a plantearla en un artículo insertado en el Nº 4 de dicha
publicación, y donde se decía lo siguiente: “Salidos de un mundo en el que por
razones históricas hemos adquirido una formación casi exclusivamente
romántica, al enfrentarnos a Europa, este mundo se nos presenta con un
enorme nivel de desarrollo intelectual por el que nosotros no hemos pasado
todavía”.
Pero Los Disidentes dieron origen a un nuevo planteo en la evolución del arte
venezolano. Ahora se trató de cerrar filas en el abstraccionismo, de un modo
radical y beligerante a través de un movimiento coherente. Mucho más
importante que los ataques a la Escuela y al Salón Oficial fueron las
realizaciones en sí de Los Disidentes. Para la época, el arte abstracto estaba en
auge en Europa. La enseñanza de los grandes maestros de la primera
generación de pintores abstractos, Kandinsky, Mondrian, Albers, Hoffmann,
Moholy-Nagy, había sido puesta al día al término de la Segunda Guerra, y
pronto entró en escena un grupo notable de artistas maduros decididos a llevar
más adelante las realizaciones de aquéllos. Schneider, Soulages, Poliakof,
Max Bill, Hartung, Herbin, Dewasne, Vasarely, Magnelli, Arden Quin. A
propósito de la expansión del arte abstracto tal como la experimentaron los
disidentes en un momento de gran optimismo, Alejandro Otero nos dejó un
significativo testimonio cuando escribió en la mencionada revista: “El año de
1946 fue decisivo en la transformación actual del panorama de la pintura
joven en Francia. De él arranca la reacción más total contra la pintura del
pasado, y más radicalmente todavía, contra la influencia de los grandes
contemporáneos, Braque, Matisse y Picasso, que habían absorbido el primer
plano de la actualidad y atención del mundo durante los últimos cuarenta años.
Se redescubren los iniciadores del arte abstracto (poniéndose en evidencia,
sobre todo, la figura de Wasily Kandinsky) y alrededor de sus continuadores
más inmediatos, Magnellí, Hartung y Schneider, un núcleo de fuerzas nuevas
se asienta. Este movimiento que cuenta entre sus filas nombres como los de
Dewasne, Soulages y Vasarely, emprende una acción de tal vigor que en poco
tiempo toma proporciones de “verdadero mar de leva” que no cesa de crecer y
profundizarse cada vez más. Las tendencias de vanguardia, sin hablar de los
émulos de Matisse y Picasso de los últimos años, habían hecho un buen salto
atrás removiendo las bases del fauvismo y del expresionismo, en su contenido
propiamente colorista y afectivo, para crear, a través de una reconstitución
intelectual eminentemente lírica y liberada de la traducción sensorial directa
del mundo exterior, un arte nuevo, que se sitúa al límite mismo de la pintura
abstracta de hoy, cuya atracción no deja de ejercerse en ellos o, al menos, en la
salida que propone (Bazaine, Esteve, Lapicque, Le Moal, Manessier,
Singier)”.
Puede apreciarse que Otero habla en el último de los párrafos transcritos de un
abstraccionismo de “contenido propiamente afectivo y colorista”, que es fácil
de identificar con lo que posteriormente fue conocido como abstraccionismo
lírico o libre. En la época en que Otero escribió el anterior juicio eran muy
marcadas las dos tendencias en que se dividiría, hasta hoy, el arte abstracto.
Por un lado estaba el abstraccionismo que no renunciaba del todo a dar
testimonio de la realidad sensible y que continuaba en el fondo apoyándose en
el poder expresivo que caracterizó a la pintura tradicional. En cierto modo era
una pintura que no rompía con los medios de percepción clásicos puestos en
juego en la relación entre público y obra. Incluso era, en la mayoría de los
casos, una pintura de caballete. El otro abstraccionismo procedía de una fuente
más racional y planteaba el problema plástico como la necesidad de una
ruptura radical con el pasado. Los creadores trataban de asumir a conciencia el
programa del arte de los nuevos tiempos; el lenguaje del futuro debía marchar
sobre los rieles del progreso ininterrumpido de los conceptos. En ese sentido,
el abstraccionismo geométrico asumía la herencia de las principales teorías
estéticas desde Cézanne, pasando por el cubismo, hasta el constructivismo
ruso y el neoplasticismo. Las ideas más influyentes alrededor de las cuales se
teorizaba habían sido expuestas por el solitario Piet Mondrian, quien
estableció una diferencia entre la forma particular —realismo— y la forma
universal —abstracción—, para llegar a la conclusión de que esta última se
realiza en el arte plástico puro —arte abstracto—. “A través de la historia de la
cultura, el arte ha demostrado que la belleza universal no surge del carácter
particular de la forma, sino del ritmo dinámico de sus relaciones inherentes, o
en una composición de las relaciones mutuas de las formas. El arte ha probado
que se trata de determinar las relaciones. Ha revelado que las formas crean
relaciones y que éstas crean formas. Gradualmente el arte purifica sus medios
plásticos, produciendo así relaciones entre sí. De este modo en nuestros días,
aparecen dos tendencias: una mantiene la figuración, la otra la elimina” (*).
Mondrian, así pues, distinguía entre la forma histórica y particular que es la
“que siempre nos dice algo”: “es descriptiva, toda vez que acentúa en la obra
de arte la expresión individual”, y la forma universal gracias a la cual “el arte
se libera de factores opresivos que velan la expresión pura de la vida. En otros
tiempos la forma limitativa era lógica y necesaria en el arte plástico. Ella
sustenta a las obras maestras del pasado. En nuestra época toda manifestación,
tanto en la vida como en la expresión, plástica, demuestra su deseo de
liberación”. Para Mondrian la forma liberadora, universal, es por oposición a
la limitativa la que permite “la expresión de la verdadera realidad y de la
auténtica vida humana, constante y sin embargo siempre palpable”. Se
propone así un orden de elementos puros, despersonalizados, que al entrar en
combinación en la obra de arte manifiestan un acuerdo esencial con la ley
principal del arte y la vida: la del equilibrio”. Mondrian dio el nombre de “arte
plástico puro” a su proposición, basada como se sabe en la ordenación
suprema de los colores primarios, más el blanco y el negro, en planos
octogonales divididos por barras horizontales y verticales. Acerca de esta
organización dijo: “El arte tiene que obtener un exacto equilibrio por medio de
la creación de formas plásticas puras compuestas en oposiciones absolutas. De
esta manera, las dos oposiciones (vertical y horizontal) están en equivalencia,
es decir, tienen el mismo valor: una necesidad primordial de equilibrio. Por
medio de la abstracción el arte ha interiorizado la forma y el color ha llevado
la línea curva a su máxima tensión: la línea recta (la línea recta es una
expresión más fuerte y profunda que la curva). Usando la oposición
rectangular —la constante relación— establece la dualidad universal
individual: “la unidad”. Esta unidad está claramente expresada por lo que
Mondrian denominó el equilibrio dinámico, por oposición al equilibrio
estático que rige a las relaciones de la forma particular y limitativa (arte
clásico y figurativo). “El equilibrio dinámico, unifica las formas a través de la
oposición continua, en cantidad absoluta”. A través de su desarrollo —agrega
Mondrian— la cultura del arte plástico ha revelado progresivamente que
cuanto más determinante sea la expresión del movimiento dinámico, en la
misma medida desaparece la expresión particular de la forma. Es lógico que la
forma más neutral sea la más adecuada para expresar nítidamente el
movimiento dinámico”.
Una última cita de Mondrian aclarará la idea que éste tenía de las relaciones
entre arte y medio ambiente: “En un futuro presenciaremos el fin del arte
como algo separado del medio ambiente, que es la verdadera realidad
plástica”. Las proposiciones de Mondrian tenían un marcado acento social y
nacían de una profunda reflexión moral sobre el mundo; de allí su interés en
un arte que, actuando como la vida, pudiese ocupar un sitio en la realidad
diaria, integrado espontánea y sencillamente a las actividades del hombre, en
la calle, en los sitios de trabajo, en los parques y teatros. El camino era la
integración, es decir “la unificación de la arquitectura, la escultura y la pintura
en función de una nueva realidad plástica”. De este modo, reconocía
Mondrian, “la pintura y la escultura no se manifestarán como objetos
separados, ni como artes murales que destruyen a la arquitectura misma ni
como “artes aplicadas”, sino que, por ser puramente constructivas, ayudarán a
la creación de un medio no solamente utilitario o racional, sino también puro y
completo en su belleza”. Esta predicción de Mondrian es de 1937. Hubo que
esperar 10 años para que fuese retomada por las nuevas generaciones de
constructivistas. Pero no fueron ideas exclusivas de Mondrian. Los
constructivistas rusos habían teorizado sobre el mismo aspecto del arte
integrado y concibieron toda expresión artística como manifestación pura y
simple del diseño, con fines destinados a abolir la separación entre vida y arte
que había institucionalizado el museo tradicional, cuya destrucción pedía el
poeta Maiacovsky. La experiencia rusa dio resultados positivos en la práctica
y aunque fue interrumpida hacia 1923, ella se vio respaldada, casi
simultáneamente, por movimientos de la importancia de la Bauhaus de
Weimar, creada por W.Gropius en 1922, o del neoplasticismo holandés.
Indirectamente el movimiento venezolano de Los Disidentes se nutrió de estas
ideas que la vanguardia europea reelaboró cohesionadamente después de
1946. Esto en cuanto a la teoría. Respecto a la práctica, los resultados no se
vieron sino después de 1952, cuando, ya instalados en Caracas, los integrantes
del movimiento disidente radicalizaron más sus objetivos de enfrentarse a la
realización de sus proyectos. Fue un movimiento que favoreció la integración
de las artes, para dar origen a un lenguaje plástico coherente con las
tendencias del diseño nuevo y de la arquitectura. Fue como diseñador que el
artista nuevo comenzó a verse a sí mismo en un momento de gran revuelo
internacional. Internamente, en el país, coincidiendo con la explosión
económica, una corriente derivada de las proposiciones integracionistas iba a
conocer un éxito sin precedentes: el abstraccionismo geométrico.

EL ABSTRACCIONISMO GEOMÉTRICO
Hubo una gran diferencia entre la posición de Los Disidentes, en París en
1950, y la que dos o tres años después estos mismos artistas mantendrían en
Caracas. Aquélla implicaba una toma de posición agresiva contra el status
cultural, tai como se vio en el manifiesto No (Revista Los Disidentes, Nº 5):
“No es la tradición que queremos instaurar”. Ahora, bajo el rótulo del
abstraccionismo geométrico se adoptó una posición conformista frente al
poder económico de una burguesía snobista; se aceptó entusiastamente
participar en los proyectos artísticos del sistema. Se trazó un borrón sobre el
pasado de protesta para que los artistas pudiesen ponerse a la altura de los
programas de integración que en parte eran ideas de los pintores mismos; la
integración, es decir, la colaboración del arquitecto y el artista, fue más que
todo una coyuntura, no es una verdadera alianza como se pedía. Fue un
proyecto sin articulación orgánica con una filosofía de la forma para saber por
qué y para qué se hacía lo que se hacía. ¿Sobre qué bases se construía? en
general, fue resultado de la aplicación eufórica de los principios del
internacionalismo plástico a soluciones arquitectónicas improvisadas, en un
país dispuesto a pagar con oro su título de nuevo rico. Se llevó a cabo la
colaboración, pero de un modo epidérmico como una yuxtaposición
decorativa de la pintura y la escultura antes que como síntesis orgánica en la
que el artista hubiese estado comprometido desde un principio.
Por supuesto, como ocurre siempre en Venezuela, el abstraccionismo
geométrico no fue un movimiento planteado en base a objetivo de largo
alcance que justificaran el progreso de una experimentación sostenida a
cualquier precio, ni que tomara muy en cuenta las tradiciones históricas o
plásticas del país. Logrados ciertos objetivos inmediatos, que respondían más
o menos al nivel de exigencia de los proyectos del momento, el geometrismo
comenzaría, al cabo de un lustro, a extinguirse. Se comprobaba así que las
condiciones óptimas para desarrollar una experiencia importante sirven de
muy poco cuando no se tiene suficiente claridad sobre los objetivos y el
significado de esa experiencia y, sobre todo, cuando esa experiencia carece de
raíces firmes en la realidad, en la tradición artística. Ni el artista ni el
arquitecto estaban preparados para esta empresa. Quedaron los murales como
expresión del camino más fácil: cubrir, en extensión con colores planos un
espacio dado, para producir un determinado ritmo dinámico, no
necesariamente ortodoxo con respecto al neoplasticismo de Mondrian. Las
policromías que cubrían externamente a los edificios constituían la clásica
solución de mano de obra a una composición volumétrica que sólo era
afectada superficialmente por la intervención del artista: ninguna comprensión
del espacio y de la cohesión de las partas puesto que la colaboración del artista
comenzaba cuando ya el proyecto estaba en marcha o terminado. Lo que
demuestra que el artista siguió pensando como el pintor habituado a resolver
el problema de la forma en dos dimensiones, extendiendo, doblando o
curvando el plano sin preocuparle el espacio interno, el espacio físico.
Alejandro Otero, principal teórico del abstraccionismo iba a reconocerlo
mucho más tarde cuando, en 1972, declaró para El Nacional: “Tuve que hacer
escultura para resolver problemas que me había planteado como pintor; creo
que la escultura es consecuencia de la pintura. Los elementos utilizados en la
pintura no me daban para transformar el espacio, para que la obra misma fuera
el espacio, ir al espacio verdadero”

DOGMATISMO VERSUS LIRISMO


Con todo, los abstractos geométricos jugarían un papel decisivo que la historia
tendrá que reconocerles con parecida justificación ala que suele dársele al
Círculo de Bellas Artes. Fueron los grandes renovadores del momento y
expresaron ideales de contemporaneidad que por primera vez se manifestaban
simultáneamente con la vanguardia europea. Es evidente que la capacidad
mimética de nuestra conciencia de país subdesarrollado se reveló aquí
nuevamente, y en un grado de diletantismo sin precedentes. Pero el esfuerzo
fue honesto y, en cierto modo obstinadamente combativo. La aceptación del
arte abstracto y su difusión hasta la fase en que se encuentra actualmente se
originó en aquella época tan optimista. Gracias a la prosperidad económica de
la burguesía caraqueña de entonces, el interés por el arte nuevo ascendió a un
punto en la escala de estimación que no se ha vuelto a repetir. La renovación
se experimentó en todos los órdenes y, por primera vez la escultura traspasó el
umbral del monumento funerario y de la decoración arquitectónica. La
renovación ocurrió también en la pedagogía artística, en el diseño gráfico y,
sobre todo, en la divulgación estética a través de las galerías que se crearon y,
sobre todo del Museo de Bellas Artes, cuya reorganización fue emprendida en
1956 por uno de los antiguos miembros del movimiento disidente, el pintor
Armando Barrios. Le debemos a esta época el afán de divulgar el estilo de los
grandes maestros mediante exposiciones de carácter internacional y el interés
que los coleccionistas iban a tomar desde entonces por el arte moderno de
todos los países.
Dos generaciones se levantaron dentro de las proposiciones del
abstraccionismo geométrico, cuyo predominio como corriente de actualidad
fue casi absoluto, por espacio de ocho años. Los salones oficiales de 1957 y
1958 fueron los mejores exponentes de este auge; el abstraccionismo
geométrico puso a ¡a orden del día toda una gramática de fácil empleo por
parte de todos los que se sumaban o llegaban tarde al movimiento. No faltaron
las actitudes arribistas. De cualquier manera, entre los artistas que
constituyeron el grupo inicial de los abstractos geométricos reunidos en
principio alrededor de la revista, se encuentran: Alejandro Otero, Pascual
Navarro, Luis Guevara Moreno, Mateo Manaure, Carlos González Bogen,
Perán Erminy, Narciso Debourg, Rubén Núñez y Aimé Battistini;
posteriormente ingresaron Armando Barrios, Miguel Arroyo, Alirio Oramas y
Oswaldo Vigas; en el aspecto teórico, como colaborador de la revista, figuró
el filósofo J.R. Guillent Pérez. Entre los artistas agrupados al comienzo en el
Taller Libre de Arte y que a continuación se sumarían al movimiento
abstracto-geométrico debemos citar también a Omar Carreño, Víctor Valera y
Alfredo Maraver.
Alejandro Otero representó para su generación lo que A.E. Monsanto para el
Círculo de Bellas Artes: fue el teórico por excelencia y su nombre estuvo
íntimamente relacionado con los movimientos capitales que se sucedieron de
1945 a 1960. Si en el aspecto teórico Otero se ha pronunciado a favor de la
aceptación plena de una contemporaneidad que no reconoce fronteras
conceptuales ni geográficas, dando por sentado ¡a necesidad de transformar
constantemente los medios y las formas, en la práctica ha actuado como un
artista extremadamente sensible a los valores de la obra de arte tradicional.
Los trabajos de juventud de Otero, no obstante el espíritu iconoclasta que los
animaba, quedarán seguramente entre las más importantes obras de aquella
época en Venezuela, no sólo por el rigor puesto en juego, sino también por
una clara conciencia del problema de la pintura como lenguaje. En este
sentido, Otero fue el pintor de su generación más capacitado para comprender
y sentir a Cézanne, cuya obra le sedujo a tiempo que, mientras estudiaba en la
Escuela de Artes Plásticas, ponía en práctica el método analítico del pintor
francés, partiendo del objeto tradicional; la naturaleza muerta, la figura, el
paisaje. Por esta vía Otero impulsó el movimiento renovador que se gestó en
la Escuela de Artes Plásticas desde 1943. Instalado en París a partir de 1945,
superó la influencia de Picasso para orientar su interpretación del cubismo en
la dirección de Mondrian, llegando hacia 1947 a crear su famosa serie de las
cafeteras y candeleras, que se situaba al borde del abismo de una abstracción
conceptual. Otero sería el primero en abandonar la figuración y en asumir la
proposición neoplástica de la forma y el color puros, no representativos. De
este modo, condujo su experiencia a los brillantes resultados de 1955: los
Coloritmos, que eran abstracciones geométricas individualizadas; ellas tendían
a subrayar fa impresión de dinamismo y vibración del color a partir de una
escala de barras negras constantes, verticales u horizontales; posteriormente,
al entrar en crisis la abstracción pura, Otero retomó algunos planteos del
collage cubista y dadaísta para incursionar en un arte de objetos en el que se
apreciaba la intención de darle organización al desorden informalista, a través
de una obra de relaciones muy sutiles, en el collage donde combinaba cartas
caligrafiadas con postigos y recortes de prensa, en una totalidad de contenido
expresivo. Después de esta operación Otero volvió al constructivismo, pero
manteniendo para sus nuevas obras una escala arquitectónica de realización en
¡a cual las proposiciones neoplásticas de 1953 parecen cobrar nueva vigencia,
en el sentido de la obra integrada al ambiente y concebida en su globalidad.
Como Otero, Mateo Manaure se levantó bajo el signo de la experimentación.
Alumno de Monsanto en la Escuela de Artes Plásticas, desde un comienzo
afirmó un temperamento introvertido y poético que encontró cauce en una
pintura subjetiva, incluso cuando tomaba el objeto tradicional. Al
expresionismo de su figuración inicial siguió en 1947 una exposición en el
Museo de Bellas Artes y la obtención del Premio Nacional de Artes Plásticas,
que Manaure ganó a los 21 años tras lo cual viajó a Francia. En París
desarrollaría un figurativismo caligráfico, de alusión biómórfica y acento
surrealista. Este fue el camino para desembocar en el abstraccionismo, con el
que se identificó plenamente a partir de 1952, ya instalado el artista en
Caracas. Manaure desplegó una particular inclinación por el diseño gráfico,
del cual llegó a ser pionero en Venezuela, cuando a la sazón trabajaba en sus
murales geométricos proyectados para la Ciudad Universitaria de Caracas. Fue
una de las etapas de mayor rigor en la larga trayectoria de este prolífico artista.
Después de 1960, Manaure retornó a la figuración lírica, con su serie Los
suelos de mi tierra, que eran paisajes subjetivos para cuya realización se
apoyaba en medios tradicionales como el óleo y la tela. Esta búsqueda no fue
ciertamente un impedimento para que, al mismo tiempo, Manaure dejara a un
lado su obra de signo constructivista que venía realizando
ininterrumpidamente desde 1952 y que ahora presentaba bajo la fórmula de
sus Cuvisiones.
Pascual Navarro iba a desarrollar un prodigioso instinto plástico estudiando
bajo la dirección de A.E. Monsanto en la Escuela de Artes Plásticas. Después
de exponer en 1947 en el Museo de Bellas Artes se dirigió a París en donde se
convertiría en uno de los principales animadores del movimiento de Los
Disidentes. Como sus compañeros. Navarro evolucionó hacia el
abstraccionismo geométrico, asumiendo las teorías del momento y realizando
una serie de obras que expuso en la Galería Arnaud, en 1952. Tras de recibir
el encargo de un mural para la Ciudad Universitaria de Caracas, Navarro se
concentró ahora en un planteamiento cromático, de carácter abstracto-lírico,
por la vía de Manessier y de Moal, y abandonó la abstracción fría, tal como
puede apreciarse en sus obras enviadas a la Bienal de Valencia, en 1955.
Retornó al país natal en 1967, y aunque no superó su obra realizada hasta
1947, puede decirse que Navarro tiene un puesto asegurado, en la historia del
moderno arte venezolano.
Carlos González Bogen fue como Navarro uno de los más brillantes alumnos
de la Escuela de Artes Plásticas en donde había pintado obras figurativas a las
que habrá que remitirse siempre para comprobar la calidad de las búsquedas
que se ensayaban— por entonces en aquel plantel. Instalado en París,
González Bogen partió del constructivismo y el neoplasticismo para afirmar
un concepto plástico que en adelante estaría en su obra fuertemente
relacionado con la integración arquitectónica. En efecto, de su generación
González Bogen fue el que más rápida y consecuentemente se aproximó al
planteo de la síntesis artística, y sus trabajos, en este sentido, llegaron a
caracterizarse por su severidad formal. Interesado por la escultura realizó en
1954 sus Móviles y estables que expusiera en Caracas en la Galería 4 Muros,
fundada por él mismo. Luego, adherido al abstraccionismo geométrico,
participó en los ensayos de integración del arquitecto Carlos Raúl Villanueva,
realizando dos murales que se encuentran en el patio cubierto del Aula Magna
de la Ciudad Universitaria. Como Manaure, González Bogen experimentó un
vuelco radical de sus conceptos a finales de la década del 60, cuando retomó
un estilo, de figuración conceptual a la que daría una proyección mural que él
ha tenido la posibilidad de ver realizada en algunos edificios de Caracas, como
el que ocupa el Banco Ítalo-Venezolano, para el cual ejecutó una alegoría de
la revolución latinoamericana (1969).
También Perán Erminy, Rubén Núñez y Alirio Oramas tomaron parte en el
movimiento de Los Disidentes. Núñez realizó obras de características
cinéticas entre 1950 y 1951, pero de regreso en Caracas se consagró a una
experimentación artesanal con el vidrio, sin haber dado fin a sus búsquedas
iniciales, interrumpidas desde 1951. Oramas desembocó en la abstracción
geométrica dentro de la cual realizó un mural para la ciudad Universitaria de
Caracas, y en cuanto a Erminy, hemos preferido incluirlo entre los artistas que
dieron su principal aporte en la década del 60. Igualmente tuvo relativa
participación en el movimiento abstracto geométrico Miguel G. Arroyo C,
quien dotado de un fuerte espíritu autocrítico abandonaría la pintura.
Nombrado director del Museo de Bellas Artes en 1959, Arroyo se consagró a
una tarea de crítico y conservador de arte a través de la cual ha realizado su
principal contribución a la cultura del país. En cuanto a Rubén Núñez, ha
conducido su investigación más reciente a la holografía, cuyo medio
fundamental es el rayo láser, experimentando en un campo cuyo desarrollo
sólo es admisible, por ahora, en una sociedad altamente tecnificada.
Más tarde lo encontraremos encabezando el movimiento neo-figurativo de
Caracas, fue de los primeros venezolanos en arribar a la abstracción
geométrica. Formaba parte del movimiento Madi, de tendencia constructivista,
entre 1951 y 1954, y en esa época adhería a las siguientes proposiciones:
ruptura del formato ortogonal y del plano bidimensional, concretización del
color en elementos sólidos, conversión del muro en espacio, concepción de la
obra como un objeto. Identificación muy circunstancial con las ideas más
avanzadas, puesto que, en París mismo, Guevara Moreno iniciaría su retorno a
la figuración, como ya veremos.
Omar Carreño llegó a París hacia 1951. Obsedido por la dinámica progresiva
de los conceptos, participó desde este mismo de manera activa en los nuevos
movimientos constructivistas. Con sus polípticos de 1954 rompería el formato
cuadrado para movilizar el plano de la obra añadiendo al soporte elementos
mutables que modifican las relaciones con la armonía de colores puros del
soporte fijo. En 1960, luego de una crisis, Carreño, tuvo una experiencia en el
informalismo y poco después (1966) fundó en Caracas el movimiento
expansionista con el que daba su propia contribución al cinetismo a través de
la introducción de factores motrices y modificantes de la obra: la luz, la
manipulación de los componentes giratorios, etc.
Hubo otros artistas que sin haber participado directamente en el movimiento
de Los Disidentes desarrollaron en Caracas un lenguaje geométrico, después
de 1955. Tales serían, entre otros, Elsa Gramcko y Luis Vázquez Brito. La
primera hacía contrastar oposiciones de formas planas, vivas y rotundas en
cuadros de un carácter muy lírico y autónomo respecto a los sofisticados
requerimientos de la integración arquitectónica, por lo que conservaban su
cualidad expresiva que esta artista ha mantenido a lo largo de toda su
trayectoria. Tentado por los planteamientos de Mondrian, en el sentido de la
obra incorporada al ambiente físico, R. Vázquez Brito trabajó en proyectos de
murales de concepción ascética y despojada, desplegando esquemas rítmicos
horizontales.
Pero no se quedó en eso. La evolución lo impelió a buscar su propio camino
en la forma particular. Profesor de pintura durante muchos años en la Escuela
de Artes Plásticas, donde había sido alumno de A.E. Monsanto, Vázquez Brito
pudo superar la crisis de la abstracción geométrica y así lo encontramos desde
1962 empeñado en reelaborar la imagen informalista, a la que había llegado
poco antes, para ordenarla a partir de una recreación del espacio real; el
paisaje marino, reverberante a la acción de la luz y el azul intensos del cielo y
el mar (apenas separados por la raya del horizonte) deviene transformado en
una imagen de orden visual y táctil por lo que la materia le concede a la
factura, y de concepción mental, por lo que ella toma de la memoria.

LA ALTERNATIVA: LA DESTRUCCIÓN DE LOS GÉNEROS

Ya desde aquella época se apreciaba que los límites de los géneros


tradicionales, como definiciones cerradas, cedían frente al empeño de los
artistas de encontrar un lenguaje único y específico; comenzaba a verse en la
realidad la forma posible de un arte que ya no se quería circunscrito por las
paredes de los museos y las casas. ¡Cuántos proyectos se concibieron para
obras al aire libre que se resistían a ser llamadas esculturas o murales, a secas.
Eran, en suma, totalidades. La cuestión principal que se planteaba era la
destrucción —de la bidimensionalidad en términos de lenguaje tradicional; se
luchaba contra la pintura y la escultura, tal como estos géneros habían sido
formulados separadamente hasta hoy. Una de las salidas fue el urbanismo,
puesto que éste se prestaba a una interpretación en la que no quedaba residuo
alguno de la antigua expresividad; por el contrario, las obras manifestaban una
nueva voluntad de diseño que exigía, para plasmarse, la utilización de
materiales de insospechable asepsia; el hierro y los plásticos, los soportes
laqueados, el empleo de pistolas de aire y pinturas industriales, garantizaba
que el famoso “toque” del artista, el “trazo de la mano”, estaba fuera de todo
alcance. Lograr un arte integrado al urbanismo, que fuese expresión de las
posibilidades asomadas por los nuevos materiales, no pasaba de ser una utopía
más. Los que accedieron a ella, deslumbrados por el poder de la arquitectura,
terminaron volviendo al viejo individualismo artístico, aunque no renunciaran
del todo a los materiales novedosos, ni al racionalismo de su concepción. No
hubo más remedio que volver a pensar en los espacios cerrados, donde la obra
también resultaba concreción cerrada.
Quedó de ello la ambivalencia de los géneros fusionados, la destrucción de los
linderos. El pintor era a la vez el escultor, y viceversa. Y entre uno y otro
oficio no se interpuso en adelante la profunda diferencia de conceptos
formales y técnicos: el volumen o el plano; el material o el color y la línea; lo
visual o lo táctil.
Este fue el camino seguido por algunos artistas que experimentaron el fracaso
del integracionismo, como es el caso de Víctor Valera (1927), quien había
trabajado en el taller de Dewasne en París, en 1951. Su clara adhesión al
geometrismo lo determinó, ya desde entonces, a interesarse por ciertos
aspectos del movimiento real, al igual que Rubén Núñez; búsqueda que derivó
en los planteos geométricos que Valera se hace en la etapa siguiente de su
trabajo, ya en Caracas. Pero desde 1956 desemboca en lo tridimensional,
optando a partir de 1959 por el trabajo en hierro, en un comienzo con tímidas
reminiscencias líricas, que evocan a Julio González, y luego articulando
formalmente su sintaxis severa a un diseño que, en un momento de vacilación,
lo induce a elaborar formas realistas, dentro de la tradición estatuaría
universal.

EVOLUCIÓN DE LA ESCULTURA ABSTRACTA EN LA DÉCADA DEL


50
La escultura tuvo siempre en Venezuela pocos cultivadores. En el Círculo de
Bellas Artes no figuró un solo escultor. Esto es explicable: no hubo
propiamente una escultura impresionista (si exceptuamos la de Rodin),
Francisco Narváez, nuestro mejor escultor, es de una generación bastante
reciente. Entre Los Disidentes no hubo quien se propusiera, en un principio,
ser escultor. Víctor Valera lo será mucho más tarde, Alejandro Otero en los
tiempos recientes. Tan escasa inclinación por arte tan severo no puede
explicarse solamente como carencia de tradición; ello es también
consecuencia de una cierta impotencia del temperamento del trópico para la
expresión volumétrica. La escultura, empero, floreció en las regiones
mediterráneas donde la clara atmósfera destaca las formas de la naturaleza y el
clima es propicio a la sensualidad táctil de la materia. La cuenca del Caribe,
que está más cerca de la sensibilidad mediterránea que países como Argentina
o el Uruguay, no ha producido, sin embargo, muchos escultores notables.
En la Escuela de Artes de Caracas faltaron siempre profesores de escultura
que no vieran el arte como asunto académico. Ella tenía un rango secundario
en el estudio del arte puro. Todos se proponían ser pintores,
Después de 1940 está en actividad el escultor Francisco Narváez, quien había
estudiado en Europa. El primer realismo de Narváez es tranquilo y amable,
aunque salva el riesgo de un simple folklorismo morfológico en virtud de la
armoniosa estilización que hace de la figura humana en provecho de formas
rítmicas y de calidades en la textura de los materiales, piedra y madera.
Narváez continuó pacientemente esta línea de estilización figural que lo
convertiría durante esta década en el primer artista venezolano empeñado
seriamente en encontrar soluciones artísticas para el urbanismo. Su obra
encuentra un sitio en el estilo arquitectónico de la época: relieves para
fachadas, frisos y fuentes imponen a su trabajo un desarrollo monumental,
desusado en aquel tiempo. Después de ejecutar la fuente central de la Plaza de
El Silencio, Narváez declinó en su actividad integracionista; pudo así
desarrollar su búsqueda personal en el sentido de una depuración que lo
llevaría a la forma abstracta, después de 1952. El torso humano, más que las
formas embrionarias de la vegetación, siguió siendo el resorte de su
inspiración. El volumen cerrado es su gran medio y ahora pasó de la
utilización de maderas como el carreto, la caoba o el guayacán al empleo del
bronce, el hierro y diferentes piedras de mar, así como de un registro
inagotable de nuevas maderas, de una dignidad poderosa, que él mismo fue
descubriendo a lo largo de su trabajo. La abstracción no era más que la
consecuencia lógica de una estilización gradual que surgía de la necesidad de
apropiación de la plasticidad de la materia antes que del deseo de representar
el modelo humano.
El abstraccionismo geométrico inauguró una nueva época para el hierro, en la
escultura. El pintor trabajó ahora sobre bocetos resueltos como estructuras
de .metal que debían integrarse en forma de relieves a la arquitectura de
edificios y jardines. Abel Vallmitjana, aceptó el reto de la integración, que
pedía materiales más resistentes; pero sin sacrificarle la figuración, logró
realizar obras de formas orgánicas, donde se mantenía el recuerdo de la figura,
en parques y ambientes urbanos.
Para el hierro laminado diseñaron, con rigor geométrico. Omar Carreño y
Víctor Valera; los dos eran pintores sometidos a una lógica rigurosa a tiempo
que se consagraron a una escultura estable, armada con varillas y planchas de
hierro, en cuyo conjunto la materia apenas era sentida como tal. Privaba un
concepto de diseño, y si se usaba hierro era porque su resistencia a la
intemperie era más prolongada. Hubieran podido emplearse plásticos, y así
también se hizo. No fue la integración la meta de Pedro Briceño, alumno de
Francisco Narváez en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y de Robert
Adams, en Londres. Briceño no se planteó el acceso a un diseño geométrico
programado, sino que sencillamente trató de continuar la tradición artesanal,
realizando él mismo sus obras directamente con el soplete de acetileno. Y si
bien desembocó, conforme a la naturaleza del hierro, en un arte
constructivista, su obra termina apoyándose en valores expresivos (textura,
color, plano en tensión, espacios negativo-positivos, ritmo) que le otorgan,
centro de la abstracción, una coherencia orgánica.

LA CIUDAD UNIVERSITARIA Y UN ENSAYO DE INTEGRACIÓN DE


LAS ARTES EN VENEZUELA
Puede decirse que uno de los mayores aciertos del arquitecto Carlos Raúl
Villanueva fue haber intentado llevar a la práctica un ideal perseguido y casi
nunca logrado por artistas, teóricos y arquitectos de diferentes épocas: la
integración de las artes. Sólo el optimismo y el grado de audacia con
que se plantearon las ideas artísticas durante la época en que fuera construido
el núcleo central de la Ciudad Universitaria de Caracas pudieron haber
brindado a Villanueva la oportunidad de demostrar su concepción original de
la síntesis artística y la posibilidad de realizarla con los medios,
materiales y técnicas que le ofrecía nuestra época. La Ciudad Universitaria ha
quedado así no sólo como su obra arquitectónica más importante, sino también
como un ensayo de integración que es ejemplo único en el mundo. Ella
representa, en su conjunto, una etapa culminante del desarrollo
del arte contemporáneo, y su resultado motiva interés en todas partes. “En la
Ciudad Universitaria —escribió Sir John Rothenstein en el “Times” de
Londres, el 9 de abril de 1961— no solamente he visto un conjunto
arquitectónico que despierta mi absoluta admiración, sino que se confirma
además una convicción que ha sustentado por largo tiempo: la de que buena
parte del arte abstracto de nuestros días fracasa totalmente como experiencia
aislada, pero asumirá vasta significación si se integrara a un todo
arquitectónico. Sirve menos como elementó de comunicación individual de lo
que muchos de sus creadores y defensores quieren hacernos creer”.
Para un arquitecto que ha subrayado con inteligencia en toda su obra los
valores expresivos de los medios empleados por encima de la función
deshumanizada, y que ha partido de la creencia de que la arquitectura es un
arte, pero por sobre todo una totalidad que satisface necesidades vitales y que
nace a la vez de la historia y de la época, la integración artística es un proceso
que no se explicaría sin tener en cuenta su pensamiento, de arquitecto. Dice
Villanueva, en efecto: “No me atraen los sistemas cerrados. Me interesan
todos los aportes, las formas nuevas y todos los contenidos que ellas
encierran; todos los nuevos avances constructivos de cualquier parte que
vengan, constituyen un estímulo para mí”. Esta universalidad de criterio puede
entenderse menos como un eclecticismo que como necesidad de interpretar la
arquitectura como un desarrollo de la historia. De allí que, afirmando el valor
de las técnicas contemporáneas, únicas apropiadas para resolver los grandes
problemas de vivienda y comunicación de nuestra época, Villanueva siente
urgencia de encontrar en el pasado motivaciones estéticas y funcionales que
interpretó en base a la búsqueda expresiva de un espacio arquitectónico nuevo.
Ciertos motivos del barroco colonial se funden de este modo en las arcadas y
portadas de los edificios de la urbanización “El Silencio”; y a lo largo de toda
su obra encontramos estos recursos propios de una visión muy humanista y
personal de la arquitectura. En muchas de sus obras, aun entre las de carácter
más audaz, Villanueva, se ha inspirado en la funcionalidad de los espacios de
la arquitectura colonial. En su obra se aprecia un principio de fusión de
soluciones formales y técnicas muy distantes en el tiempo pero que reflejan la
misma preocupación por el espacio en función de la vida. Y éste interés por la
organización total de la arquitectura implica la consideración de la obra de arte
como parte fundamental de la cultura de una comunidad humana. “Me
preocupa el problema de una nueva síntesis —escribió Villanueva— de los
distintos medios expresivos. Es para mí una inspiración reconducir la
arquitectura, la pintura y la escultura a la cohesión íntima, inextricable,
significativa”. En la Ciudad Universitaria de Caracas, y sobre todo en el
núcleo que rodea al Aula Magna, desarrolló Villanueva está vieja aspiración
de arquitectos y artistas. También aquí tuvo en cuenta experiencias anteriores,
y partió de la crítica de ellas y de una definición de principios. La idea
fundamental de Villanueva reside en la diferencia que establece entre la sínte-
sis y la integración: “En el caso de la síntesis, las artes, conservando sus
características tradicionales, particularmente la pintura y la escultura,
confluyen en el espacio arquitectónico; dando cuerpo a una unidad de nueva
calidad, pero antigua en características, pueden estructurarse las demás
expresiones artísticas, aceptando así primacía de la arquitectura y dando lugar
a los mejores ejemplos de síntesis”. Muy distinto es el caso de la integración.
“En la integración no hay marco previo porque es la misma conformación, la
misma actitud del trabajo humano, lo que va a dar significado unitario, con
cohesión de forma al mundo funcional y espacial del ciudadano. A la base de
la integración estará el proceso de producción mecánico y un sistema de
relaciones económico-sociales”. Otros puntos de referencia de Villanueva son
la arquitectura del Brasil y los ensayos del muralismo mexicano. En el primer
caso, la obra arquitectónica de Villanueva lleva implícita una crítica a la
marcada preferencia de los brasileños por las áreas extensas y descubiertas y
por la arquitectura de grandes espacios y escala algo inhumana, como se
aprecia, por ejemplo, en Brasilia o en el moderno urbanismo de Sao
Paulo, con sus grandes rascacielos, expresiones ambas dé un medio físico;
desmedidamente dilatado y de una actividad socio-económica ambiciosa. Pero
como lo ha probado Malraux, la extensión no puede confundirse con lo
monumental y, sin embargo, él parte de una concepción del espacio,
y hasta podríamos decir que de un espacio intimista, a la medida y escala del
hombre. “Considero, —dice— que el medio expresivo específico de la
arquitectura es el espacio interno, el espacio fluido usado, gozado por los
hombres. A partir de la invención esencial del espacio como lugar privilegiado
de la composición, como clave secreta de todo el proyecto, se articula la caja
volumétrica. Se concreta la estructura portante. Vibra el color y la textura.
Vive con las pulsaciones de las instalaciones de energía, con los movimientos
de los servicios mecánicos”. Estas ideas explican claramente no sólo la actitud
de Villanueva, sino también, en parte, lo que se propuso lograr en la Ciudad
Universitaria. En cuanto al muralismo mexicano, es evidente que, pese a su
contenido ideológico y a la fuerza comunicativa de su mensaje —como lo
reconoce Villanueva—, no resuelve el problema de la integración de las artes.
Sencillamente, la experiencia mexicana se reduce a una yuxtaposición que se
emparenta con el decorativismo de las soluciones múrales del Renacimiento.
No otra solución nos ofrece el edificio de la Biblioteca de la Universidad
Autónoma de México, obra de Juan O’Gorman, y cuyos muros exteriores
están cubiertos con un amplío mosaico de motivos simbólico-figurativos.
Evidentemente, Villanueva tuvo presente la experiencia de O’Gorman para su
discutido Bloque de la Biblioteca de la Ciudad Universitaria de Caracas, que
casi está concebido como una masa escultórica. Sólo que para
subrayar el valor expresivo del volumen, Villanueva cubrió los muros
exteriores no de pinturas figurativas sino de un tono rojo uniforme e intenso,
logrando un efecto muy austero y a la vez atrevido, y que es esencialmente
una respuesta que se opone a la yuxtaposición de O’Gorman. Para Villanueva
el color superpuesto, el color superficial, es tan importante como el valor
natural de la textura del medio empleado y tanto como la luz para los efectos
visuales de la arquitectura, y es con el juego de todos estos elementos
combinados que creemos nosotros él ha concebido el espacio elocuente y
grandioso de la Plaza Cubierta de la Ciudad Universitaria, tal vez su obra más
representativa. Aquí se encuentran, distribuidas racionalmente, varias obras de
pintura y escultura que, gracias al tenaz desempeño de Villanueva para
conseguirlas y a despecho de las críticas que se le han hecho, convierten a
Caracas en una encrucijada del arte internacional.
En parte el logro de Villanueva reside no sólo en la selección misma de las
obras, de lo cual él se ocupó personalmente, sino también en la disposición
concertada de ellas, de modo de mantener la independencia de cada estructura,
a la vez que una interacción regulada por el plano distributivo del espacio y
por la función vital. Aunque artistas famosos como Fernand Léger, Arp,
Pevsner y Vasarely, entre otros, no estuvieron nunca en Venezuela,
limitándose ellos a trabajar con planos y fotografías, fue posible una
comprensión cabal del problema espacial como lo demuestra la propia
declaración de Léger: “Desde que Villanueva vino a verme (en 1954) con los
planos y bocetos de su Ciudad Universitaria bajo el brazo, tuve el
presentimiento de que, si este proyecto se realizaba, significaría para la
arquitectura un acontecimiento contemporáneo. Por lo tanto, decidí colaborar
creando un mural en mosaico y un vitral en pasta de vidrio”.
Si es verdad que la obra de integración de Villanueva no se explica sin el
optimismo de la época en la síntesis de las artes y, sobre todo, por el auge del
diseño artístico internacional a consecuencia del desarrollo de las ideas
neoplásticas en que habían trabajado especialmente los pintores abstractos,
también hay que decir que la actitud humanística de esté gran arquitecto fue
determinante para que su elección no se limitara, con criterio estrecho y
dogmático, a preferir obras del abstraccionismo geométrico, en un momento
en que esta corriente artística estaba de moda. En esto supo ser también
ecléctico para combinar formas de arte tradicionales con las creaciones
abstractas que estaban de moda. Así podemos comprobar cómo la escultura
Anfión, de Laurens, responde a una concepción figurativo-expresionista, sin
que por ello pierda su interrelación con el espacio donde fue colocada y, sobre
todo, con el mural de Léger que le sirve de fondo y que, lejos de aprisionarla,
la vuelve más monumental y viva. Buscó Villanueva, con la obra de Léger, un
efecto cromático muy explosivo y la hizo contrastar con la escultura de
Laurens, en un juego muy luminoso; hay que decir también que Léger no es
en propiedad un artista abstracto y su obra pertenece a la mejor tradición
muralística, que encontró en este artista tal vez al más notable representante
francés de los tiempos modernos.
Es necesario puntualizar que una de las críticas que se le hicieron al ensayo de
integración de la Ciudad Universitaria consiste en señalar las fallas debidas a
la improvisación en la elección de las obras y los tipos de materiales en que
ellas fueron realizadas. De hecho, sólo en algunos casos se logró un diseño
ajustado de la ambientación de la obra en función del espacio, los materiales,
la luz, la escala y el color. En otros aspectos, sucedió que se les dio a muchas
obras un carácter de decoración mural; al programar obras para la intemperie
no se previo la resistencia de medios cuyo procesamiento —como en el caso
de las cerámicas empleadas— no fue suficientemente comprobado, tomando
en cuenta que estarían expuestas al sol y las lluvias; debido a esta carencia,
algunas obras, como él techo exterior de la Sala de Concierto, se perdieron
irremediablemente y, en general, puede decirse que el experimento fue mucho
más afortunado en la teoría que en el destino que le tocó vivir y que ha
condenado al patrimonio artístico de la Ciudad Universitaria al más completo
abandono físico y a la destrucción, si no se toman medidas de mantenimiento.
En verdad, el primer problema que debió resolver Villanueva, antes de llevar
adelante el plan, fue el punto tocante a la educación del gusto. Es decir, saber
si estaba preparada la élite universitaria para comprender el valor del expe-
rimento, de modo que ella hubiera podido contribuir, más adelante, a salvarlo,
ya no siquiera por el valor artístico de las obras incorporadas, sino por el valor
económico de éstas.

LAS CORRIENTES FIGURATIVAS Y NEOFIGURATIVAS

Es cierto que la figuración de los últimos 20 años entronca parcialmente con la


rica tradición realista de la pintura venezolana; a la vez hay que referirse a la
evolución que estas corrientes experimentarían bajo la influencia del
expresionismo y el fauvismo europeos a través del puente que representó la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas, a partir de 1936. Como en el
abstraccionismo, también aquí las formas del estilo tienden a subrayar el
carácter internacional que define a las búsquedas; siempre apoyadas en el
concepto de pintura como lenguaje y rechazando los delineamientos
americanistas del realismo social o del moderno arte mexicano que había,
influenciado a los pintores venezolanos de los años 30 y 40.
Esta figuración ha tenido diversas fases y una de ellas ha sido estudiada más
arriba cuando nos referimos al Taller Libre de Arte, cuya experiencia se
caracterizó por el afán de los pintores de estudiar y fundir en sus obras las
tendencias principales de los maestros de la Escuela de París. Hemos hablado
de la ruptura que este estilo encausó frente a las tendencias paisajísticas. Hacia
los años 44 y 45 el surrealismo encontraba resonancia en la obra de Poleo,
Abreu y O. Vigas. Por la misma época el movimiento de vanguardia, con una
mayor conciencia de la autonomía de la obra respecto a la realidad, superó la
atracción negativa que el poderoso movimiento de pintura mexicana siguió
irradiando sobre el arte latinoamericano.
La abstracción y la figuración iban a convertirse en estilos rivales. Figurativos
con inclinación a un eclecticismo en el que se expresaban por igual la
nostalgia por los temas vernáculos en los cuales aquéllos se inspiraban, y por
las formas estilizadas del moderno arte, fueron Francisco Narváez, Armando
Barrios y Juan Vicente Fabbiani. El primero fue nuestro escultor más
representativo de la primera mitad del siglo XX. En su pintura Narváez
conservó una tendencia a la solidez concisa y rotunda de las formas y un
carácter fantasista en el dibujo y el color, con la cual demostraba escasa
disposición para trabajar del natural, no obstante que este artista elegía sus
motivos de la realidad venezolana (personajes típicos y paisajes rurales). Una
tendencia similar se encuentra en los comienzos de Armando Barrios, quien
explotó las escenas folklóricas de sus primeras obras en beneficio de un
colorido armonioso y vivo y una estilización de las figuras que servía para
enfatizar el ritmo ondulante de la composición, A Barrios lo encontramos
luego alineado con los abstractos venezolanos que vivían en París; más o
menos hacia 1955 retornó gradualmente al punto figurativo de donde por
progresiva reducción de la forma humana, había partido. Pero fue un
figurativismo nominal, que permitía reconocer en sus obras el silueteado de
figuras ubicadas en ambientes de suave penumbra, como en un vitral; el ritmo
lineal enlazaba los planos geométricos en una estructura en la que fondo y
forma constituyen aspectos yuxtapuestos de un mismo espacio. La
musicalidad que hace de la pintura de Barrios una especie de partitura plástica
se apoya en las poses lánguidas y sublimadas de las figuras, generalmente
personajes femeninos agrupados en ambientes en penumbra.
Continuando la lección de Marcos Castillo, Juan Vicente Fabbiani llegó a
definir un estilo de figuras y retratos de limpio colorido y sólida construcción;
no planteó una pintura de tesis, aunque llegó a inspirarse en el tema social.
Hay que distinguir entre una figuración que se basa directamente en la
realidad lógica, sobre cuyos datos inicia su trabajo el artista para quedar fiel en
alguna medida a la transcripción de dichos datos; y una figuración imaginista
donde se reconocen formas identificables, pero extraídas de la memoria o
simplemente inventadas. Ha sido esta última concepción la que ha prevalecido
en las búsquedas figurativas de los últimos tiempos. Por una parte el
desprestigio de la enseñanza tradicional establecida sobre el principio
académico de la pintura al natural y la copia del modelo, y por otra la
tendencia autonomista del arte moderno, de acuerdo con la cual se considera
que la obra es una realidad en sí misma, con sus propias leyes, independiente
de toda relación de parecido con la naturaleza han contribuido a una mayor
libertad en el manejo del proceso creativo, en provecho de una gran diversidad
de tendencias y estilos, tanto abstractos como figurativos.
El surrealismo influyó en algunos pintores, si bien no tuvo en Venezuela
representantes de la talla de Matta y de Lam, ni tampoco su búsqueda pudo ser
orientada hacia el realismo mágico explorado, por aquellos dos grandes
pintores latinoamericanos. Acabamos de decir que Héctor Poleo recibió la
influencia surrealista (de Dalí) por la época en que trabajaba en Nueva York,
durante la Segunda Guerra Mundial. Algunas individualidades aisladas como
O. Vigas y Manaure explotaron el simbolismo implícito en la expresión de
contenidos oníricos inconscientes, propuesto primeramente por los su-
rrealistas, pero fue Mario Abreu quien llevó más lejos esta búsqueda, muy
poco ortodoxa en él, desarrollando en un comienzo una temática convencional
que Abreu aprovechó con desenfado primitivo y fiero instinto de gran
colorista. En el Estado Zulia José Francisco Bellorín y en Caracas el pintor
Ladislao Racz se convirtieron en fecha reciente en los representantes
venezolanos más ortodoxos, por sus imágenes mismas, del programa
surrealista. Lo mismo puede decirse de Alberto Brandt, quien practicó el
surrealismo en la vida misma, y de Shirley Smith.
Pero fue más imperativo para la evolución del figurativismo el dictado de la
tradición. Y así, después de 1950, se destacó Ivan Petrovszky cuya obra
parecía emerger de un fondo caricaturesco, evidentemente comprometido para
denunciar el anonimismo triste y silencioso del individuo-multitud. La obra de
Petrovszky se ha vuelto con el tiempo más depurada y densa, ganando en los
últimos años (sobre todo después de una larga permanencia del pintor en
Nueva York) calidad y profundidad de textura, sin que hubiese abandonado
por eso el tema del hombre urbano y sus carencias.
Virgilio Trómpiz había tomado parte en las actividades del Taller Libre de
Arte y como alumno de la Escuela de Artes Plásticas reflejó inicialmente la
influencia del cubismo de Braque y Picasso. A diferencia de sus compañeros
de generación (Manaure, Navarro, Guevara Moreno, etc.), no transitó, el
camino del abstraccionismo y aunque no despreció el color plano sintió, como
Poleo en los últimos tiempos, predilección por la figura femenina ambientada
sobre fondos decorativos donde juegan el armonioso colorido de una
escenografía tropical formada por telas, cortinas y alfombras.
En los últimos años Trómpiz empleó un colorido más sensual y sugerente,
marcando fuertes contrastes con el claroscuro y aproximándose a la
luminosidad de la materia de Armando Reverón, pero con gran cuidado de
limitar su repertorio temático a las figuras femeninas.
Enrique Sardá, Quintana Castillo y Hugo Baptista representan búsquedas de la
figuración muy distintas, bajo un común denominador poético. Sardá partió de
ciertas imágenes de Paul Klee para desmontar y articular sus personajes
mecánicos con los que obtuvo en 1955 el Segundo Premio del Salón
Planchart. Quintana Castillo, moviéndose entre el realismo y la abstracción,
logró bajo la influencia de Tamayo, combinar el grafismo y el plano de color
en telas donde el lirismo del tema fue tratado con una solución monumental:
figuras femeninas erguidas hasta la altura de las nubes. Baptista explotó
inicialmente las últimas consecuencias del fauvismo y arribó a una pintura
muy personal, de brillantes efectos cromáticos.
Una importante corriente figurativa logró cohesionar hacia 1957 a un grupo de
pintores que se encontraron exponiendo juntos, bajo un mismo programa, Luis
Guevara Moreno, Régulo Pérez y Jacobo Borges. Estos tres artistas que
acababan de regresar de Francia tomaban partido por un arte comprometido,
pero deponiendo ante éste las rígidas posiciones del realismo social. La
experiencia europea indicaba que era posible lograr un tratamiento original del
tema humano valiéndose de un planteo investigativo del color y a partir deja
experiencia abstracta, siempre que pudiera superarse la antinomia realismo-
abstracción. En definitiva, se trataba de hacer legible un determinado tema
sacado de la realidad venezolana en una estructura plástica a la que se dejaba
toda la eficacia de la expresión. De este modo podía obtenerse una dualidad
expresiva en la pintura. La función de la anécdota, literariamente hablando, no
interesó para nada. Luis Guevara Moreno se reveló como el más constructivo
de los tres artistas mencionados. Partía de la revelación del color como
materia activa para abordar telas de grandes dimensiones; los quiebres y
facetamientos de la estructura plástica originaban una profunda interacción
entre colorido, luminosidad y expresión del ambiente que se quería captar.
Hacia 1950, en momentos en que ganaba el Premio Nacional de Pintura,
Guevara Moreno realizaba su principal aporte dentro de la tendencia
figurativa.
Régulo Pérez descomponía el cuadró en ritmos de planos acusados por una
línea rápida y sinóptica; la perspectiva era el plano mismo y la escena donde
se agrupaban los personajes era abreviada al extremo para recalcar la fuerza
del color distribuido en planos. Al modo de Guevara Moreno, Régulo tomaba
el cuadro como medio para decir algo, no para narrar, de tal manera que lo
dicho era la pintura misma, en términos de realidad. Régulo fue afirmando con
los años el carácter social de su arte, y de la descripción pasó a la acusación,
utilizando símbolos e imágenes deformadas del hombre y aparecen más tarde
murciélagos y animales extraños; la descripción va cediendo terreno a un len-
guaje cada vez más cercano a la sátira y la caricatura políticas.
Jacobo Borges iba a convertirse en el pintor figurativo de mayor influencia
sobre las nuevas generaciones. Su evolución había sido, sin embargo, lenta:
rechazado sistemáticamente en los salones oficiales, logró imponerse en 1957
con una pintura alegórica: La pesca, realizada dentro de una estructura propia
del vitral, para consagrarse luego al dibujo bajo la influencia de José Luis
Cuevas. Ha sido como dibujante que Borges ha tenido más éxito; su tendencia
satírica lo llevó a preferir los temas brutales, con los que ensayó hacer una
crónica real donde sin embargo, se dejaba a la línea misma toda la función
expresiva: Borges es, fundamentalmente, un calígrafo. Este realismo de su
escritura ha sido conducido por Borges a la tela y al cuadro de dimensiones
murales, ya con una intención episódica, ya aislando en actitudes grotescas a
esos personajes prepotentes e individualizados que suele instalar en un
ambiente teatral y barroco. A menudo, sus cuadros son comentarios de la vida
real, se basan en una anécdota política o hay una considerable utilización de
materiales tomados de la publicidad y el periodismo, que Borges maneja
siempre con intención satírica. Como pintor no se limita a expresar su visión y
sus sentimientos, sino que aspira a registrar situaciones que puedan hacer
reflexionar al espectador en un plano alejado de la pintura, pero donde todo
pueda ser encontrado en el cuadro mismo, y mediante un trabajo que si es
reflexivo en su propósito resulta profundamente intuitivo en su realización,
Borges ha confesado: “Concibo mi pintura como una épica y por lo tanto
como una posibilidad de expresión social. Me propongo representar
personajes que puedan ser identificados y reconocidos en la realidad, ser
señalados con el dedo”. Afortunadamente Borges no ha llegado a una fórmula
realista como la anunciada en la cita que acabamos de hacer de sus palabras.
Pero, de cualquier modo, ello es testimonio de una personalidad vehemente y
controversial, que propone con obras e intenciones ese anhelo permanente de
la historia: hacer que el artista tenga un papel más activo en la transformación
de la sociedad.
A los nombres mencionados debe agregarse el de José Antonio Dávila, pintor
egresado de la Escuela de Artes Plásticas y comprometido en sus primeros
tiempos con un realismo social, que tan pronto explotaba los temas del trabajo
obrero, como el agreste paisaje suburbano y rural. Bajo la influencia de
Guevara Moreno, Dávila comenzó a interesarse por la materia cromática y
después de 1960 orientó su profundidad, de arriba a abajo; sus temas
continuaron siendo el mundo del trabajo, y por esta vía desembocó en una
figuración de factura lisa y colorido tímbrico, resuelto por planos y dentro de
una ordenación geométrica perfectamente diseñada, que se apoya en las
formas de las cabinas de camiones y tractores: reiterado y constante pretexto
temático para lo que es su obra más sólida y segura: la etapa en la que se
encuentra actualmente.
A fin de la década del 50 estuvo activo, al lado de Borges y Régulo Pérez, el
pintor Manuel Espinoza, cuyo expresionismo fue comentado por Clara
Diament de Sujo: “El tratamiento de los temas populares con propósitos de
reivindicación social constituye para Manuel Espinoza motivación primordial.
En tanto que su pintura acoge tales temas, los elementos plásticos de que se
vale tienden a precisar un sistema constructivo del espacio, que es quebrado y
recompuesto para condensar un clima de gran tragicidad”.
Uno de los figurativos más coherentes en su evolución ha sido Alirio
Rodríguez, quien ha realizado su obra más importante en Caracas, después de
regresar de Italia en 1962. Como Francis Bacon, Alirio Rodríguez siente
inclinación por las reacciones primarias: el grito, el horror, el alumbramiento,
el vacío total. En este sentido es un pintor del vértigo, a cuyo logro se presta
una técnica gestual que es desarrollada por medio de un color en espiral, tenso
y continuo, que describe elipses y órbitas alrededor de los personajes; hay
grandes espacios blancos o negros, delineados en torno a figuras pintadas en
su desnudez monstruosa e inicial, flotantes o acostadas,; pero en todo caso,
solitarias, como si se encontraran impedidas de asumir su verdadero ser. Pero
también, a veces. Rodríguez pinta la salvación: explicándonos el ascenso que
nos eleva del detritus de las experiencias miserables hasta las alturas en que el
cosmonauta, vagando por el espacio vacío, nos suministra una imagen
renacentista, délfica y poderosa del hombre creador.
Del mismo modo ha sido muy esclarecedora para el desarrollo de la figuración
la obra de Luisa Richter, antigua alumna de Willy Burneister que se radicó en
Venezuela en 1955. Partiendo de una experiencia abstracto-expresionista,
Luisa Richter ha creado, por una vía parecida a la de Borges, una fabulación
expectante, formada por seres que surgen de la oquedad y que se niegan a ser
otra cosa que materia de ellos mismos, en descomposición. En la pintura de
Luisa Richter el hombre es consignado siempre a ese punto en que comienza
para él una extraña metamorfosis.

LOS INFORMALISTAS

Fernando Irazábal trabajó en un comienzo con materiales nuevos, interesado


en la experimentación y, sobre todo, en las texturas negras, que él relacionó
con extrañas víctimas de la violencia, otorgando a sus exposiciones, en
conjunto, la significación de una ceremonia funeraria; Beligerante y
conceptual, creyó más en la manifestación que en la forma en sí, y supo
combinar en sus obras varias técnicas, operando también en el campo de la
caligrafía y de la escultura fundida en bronce.
El problema que se planteó hacia 1959 Daniel González, al hacer su primera
exposición en el Museo de Bellas Artes, fue el de la acción sobre un plano de
los materiales industriales y la posibilidad de dotarlos de una tensión orgánica,
como la que se encuentra en la materia abandonada, en las texturas naturales.
Utilizaba lacas de automóviles que combinaba con el collage empleando
recortes de revistas y periódicos; su técnica era gestual, y dejaba chorrear la
pintura desde el pomo. Realizó también acciones de intención política, como
el “Homenaje al petróleo”, y fue sobre todo el diseñador gráfico de las
publicaciones iniciales del grupo informalista y de El Techo de la Ballena.
J.M. Cruxent fue el gran animador del movimiento informalista, a pesar de
que no procedía del ambiente artístico, sino del campo científico. En efecto,
este arqueólogo sentía la fascinación de tos tejidos vegetales y las resinas de la
selva y no pudo escapar a la seducción de crear obras con estos materiales,
que empleaba en forma de collages y derramando sobre ellos pinturas
industriales, hasta obtener imágenes en relieve rodeadas de atmósferas
ensombrecidas. Desde 1964 Cruxent comenzó a trabajar en experiencias
cinéticas, sin abandonar su trabajo informalista. Dio el nombre de paracinética
al tipo de ilusión de movimiento que lograba mediante enrejados finos y la luz
eléctrica.
Participó desde 1960 en las actividades del movimiento informalista, dentro
del cual realizó, muy cerca de la experiencia deL español Feito, una pintura
matiérica, interesado por las texturas y el grafitti. Luego de una etapa
abstracto-lírica, trabajaba con un colorido vivo y vibrante, pasó a un período
figurativo, de cierta intención social. Radicado en París desde 1967 trabajó
con Jesús Soto, consagrándose desde entonces a la investigación cinética, en
tres dimensiones.
Fallecida trágicamente en 1971, Maruja Rolando empleó, al estilo de Cruxent,
las texturas en relieve, manteniendo el valor gestual, pero lentamente derivó
hacia un tipo de pintura de mayor organización formal, capaz de sugerir, sin
que esa fuese su finalidad, paisajes soterrados, poéticos, horizontales.
Consagrada al grabado en los últimos años, M. R. fue una artista culta y
solitaria.
Los informalistas pusieron demasiado empeño en revelar los materiales
elegidos para la obra, como si el hecho de demostrar el uso que se podía hacer
de ellos fuera más importante que la organización que se les daba, fue, en este
sentido, una pintura epidérmica.
De nacionalidad húngara, Milos Jonic emigraría más tarde a Nueva York,
después de participar, en el Salón Espacios Vivientes. Su evolución había sido
lenta, y sostenida y en su juventud había sido caricaturista, de lo que tomó un
rasgo de humor, expresado caligráficamente en su pintura realizada con tintas
de colores primarios y remarcada con trazos caligráficos espaciales y
sencillos, incluso utilizando textos poéticos.
En Maracaibo se dio el caso de un artista solitario, excepcionalmente
investigativo, como lo fue Renzo Vestrini, un constructor italiano dedicado en
los ratos de ocio a la pintura. Ya desde 1956, sin conocer experiencias
similares que se realizaban en Europa, Vestrini comenzó a trabajar en una
pintura de la que se excluía el empleo de colores y tintas conocidas para
utilizar colores industriales substancias químicas y, sobre todo, arcillas y
arenas de la región. Practicando un matierismo monocromo, cuya utilización
se extendió entre jóvenes pintores después de 1960, Vestrini se convirtió, así
pues, en una especie de abanderado, por lo que el crítico Perán Erminy dijo de
él: “No solamente fue un pintor meritorio y valioso sino que, aún más, es un
artista de la estirpe de los innovadores que han hecho avanzar el arte
contemporáneo”.
Representó a la línea más poética del informalismo. Su entronque con Fautrier
fue en un primer momento evidente, pero también debió algo, de su manera a
la época blanca de Reverón; seducido no por tas texturas de la naturaleza o por
los desechos urbanos, sino por las representaciones viscerales, por las
imágenes internas de la carne y el cerebro, Morera preparó en 1962 la más
importante de sus exposiciones, con el título de “Cabezas Filosóficas”;
renuente a participar en grupos, gran lector de Henry Miller, Morera vivía en
permanente fuga; terminó instalándose en Nueva York, desde donde
incursionó en alguna forma de Pop Art (1965) y luego alcanzó notable éxito
en Caracas con una serie de objetos de refinada tendencia óptico-surrealista
(1968).

INFORMALISMO Y AUTOMATISMO PSÍQUICO

No faltaron intentos de acercar el informalismo y el surrealismo, términos


aparentemente antípodas si consideramos que el Surrealismo había venido
operando en base a imágenes figurativas de gran nitidez, en espacios si se
quiere renacentistas por su perspectiva óptica. Sin embargo, no dejaron de
aparecer tendencias, sobre todo en Francia, que veían en el azar y el
casualismo propios del método informalista una analogía con el sistema de la
escritura automática, gracias a la cual los contenidos del inconsciente, dejados
al azar del funcionamiento de la mente en blanco afloran a ese plano de
conciencia que se puede apreciar, como resultado, en el cadáver exquisito.
Desde otro ángulo, estuvo el humor y la actitud contra el orden establecido y
contra la concepción del artista único y genial, contra la obra de arte
insustituible y excepcional. Esto pudo apreciarse sobre todo en las
manifestaciones del grupo literario El Techo de la Ballena que inició su
actividad en 1961 con una exposición agresiva, y que desapareció en 1963 tras
cumplir un papel muy significativo dentro del campo de la actividad editorial
de vanguardia. “El Techo de la Ballena” jugó un rol estimulante también en el
ambiente plástico a través de la alianza que se quería lograr por entonces entre
los poetas y los artistas; el humor surrealista se alió en esta actitud con la
libertad de la gestualización pictórica. Hubo también política en el carácter
que tuvieron las exposiciones marginales realizadas en los sótanos y garajes
transformados en eventuales salas de refugio de los artistas balleneros. La
época misma tuvo ese carácter de afrenta y de toma de partido y se hicieron
frecuentes, aun más que en cualquier momento anterior, los manifiestos y
panfletos. Con esta beligerancia de los artistas, que rivalizaba con la
agresividad de los críticos de la vanguardia, se buscaba restablecer la actitud
comprometida que el artista venezolano había asumido en épocas cruciales de
su historia más reciente: en los años 30 y entre 1956 y 1958. Una forma de
respuesta al medio fue el humor, que sirvió siempre para manifestar el
desprecio que se sentía por la cultura adocenada y oficial. La historia de la
vanguardia en Venezuela ha sido en cierto modo la historia de la lucha no
contra los valores del pasado, sino contra la mediocridad del presente. Las
manifestaciones escandalosas, dirigidas a comprometer al público en formas
de provocación de tas cuales se mantenían prudentemente alejados aquellos
contra quienes estaban dirigidas, estuvieron a la orden del día. El Techo de la
Ballena asumió en su tiempo el papel contestatario del que están conscientes
muchos movimientos artísticos cuando protestan contra las bienales y contra
el juicio financiero que prevalece en las relaciones entre la sociedad y el
artista. Una de esas primeras manifestaciones en Venezuela fue la exposición
de Carlos Contramaestre en la Galería de “El Techo de la Ballena” en 1962:
Homenaje a la necrofilia; se trataba en propiedad, de algo más que de una
exposición contra el buen gusto y contra el arte de museos; era evidente que
constituía una suma de símbolos, una sátira, en la que se pretendía ver
representada a la agresividad, siempre ejercida contra la inocencia, de los
organismos policiales del Estado; las instituciones intervinieron para hacer
cerrar la exposición y el catálogo fue confiscado; los cuadros estaban hechos
con vísceras y huesos “más o menos frescos” de reses, con objetos de desecho
y prendas de vestir, utilizados en forma de collages. Lo agresivo no fue tanto
la exposición como la actividad y el texto del catálogo. La necrofilia no era
para Contramaestre el arte de hacer el amor con los muertos, sino el acto por
el cual toda tendencia asesina expresa, de acuerdo con Georges Bataille, no
sólo fascinación, sino también amor por la muerte. Y esta tentación le era
atribuida, por mampuesta, al sistema político bajo el cual se vivía.
También en un grupo iconoclasta como el que formaban tácitamente Perán
Erminy y Alberto Brandt, el surrealismo se instalaba en el único reducto que
nuestra sociedad podía depararle en aquel momento: esa marginalidad que en
Alberto Brandt se trocaba en hilarante fanfarronería, en cómico gesto suicida.
Erminy y Brandt, que admiraron en sus primeros tiempos a Pollock, en
Caracas, hacia 1956. El público tomó en broma el ensayo de pintar utilizando
como técnica el dripping (chorreado) que hizo famoso a Pollock. Luego, se
arrojaba todo lo que estaba al alcance de la mano sobre el soporte. Como en
las películas cómicas del cine mudo, público y artistas, provocados
mutuamente, terminaban por arrojarse a sí mismos la pintura. Alberto Brandt
fue el gran provocador de esta época; aparte de que su pintura era muy
sensible y poética, fue un artista que llevó el gesto a la calle, haciéndolo
público en medio de una locuacidad fantástica, inventiva; sus cuadros se
revestían de títulos igualmente escandalosos, absurdos, de tradición
surrealista: “Las zonas erógenas de una concubina alerta”, “Fenomenología de
una Diócesis en pugna con Eritreo”, y así por el estilo. Ateo empedernido, su
obsesión principal fueron los temas místicos de la Edad Media, explotados
siempre con la intención de hacer hincapié en lo erótico.

INFORMALISMO Y EXPRESIONISMO

El informalismo es una rama del expresionismo; en otras palabras: fue un


expresionismo abstracto. Precisamente éste fue el nombre que terminó por
darse a la Escuela de Nueva York, cuyos máximos representantes, Pollock y
De Kooning, ejercieron enorme influencia sobre el arte informalista. El
expresionismo primario, tal como se dio en Alemania a principios de siglo, se
caracterizó por la exacerbación del sentimiento del artista y por la
subordinación del dato sensible de la realidad a la subjetividad que introduce
modificaciones en la visión del artista; pero hasta entonces, históricamente
hablando, el expresionismo se concibió como una tendencia figurativa o, si se
quiere naturalista; siempre el pintor expresionista se apoyó en la naturaleza, de
tal modo que se habló de expresionismo en el sentido de que la realidad
resultaba transfigurada, modificada en la obra. El arte abstracto, en cambio,
era considerado como la expresión de la subjetividad pura y esencial, que no
se apoyaba en los datos de la realidad. A partir de los años cincuenta se
fusionaron en esas dos concepciones aparentemente opuestas: abstracción y
figurativismo al punto de que la: dicotomía, que había originado tantas
polémicas, fue superada. Muchos artistas que procedían del arte abstracto
lírico insertaron formas figurativas en una pintura-relieve que estaba dirigida a
exaltar la fuerza bruta de los materiales; toda figuración en el arte moderno es
de naturaleza simbólica, y en esto difiere de la figuración realista que
caracteriza a los estilos pictóricos del siglo XIX. Jean Dubuffet, en Francia,
fue de los primeros en desmitificar esa separación establecida entre la forma
abstracta y la figurativa, dotando a la obra de un contenido primitivo, a la vez
gráfico y profundamente táctil, físico. La pintura es una escritura y, por lo
tanto, un lenguaje. No representa sino que hace inteligible y traduce, la
realidad en un orden que es absolutamente privativo de la organización
plástica. El antagonismo entre abstracción y figuración se debilitó y llegó a
desaparecer.

DESARROLLO DEL INFORMALISMO

En San Francisco, E.E.U.U., Teresa Casanova había visitado el taller de Mark


Tobey. En su pintura se encontraban alusiones a texturas de cortezas de
árboles y a velados parajes que la imaginación siempre está lista para
descubrir detrás de las formas inventadas por el artista, aunque la intención de
éste no haya sido representar algo en concreto. Bajo la influencia de cierta
tipología popartista, discretamente difundida en Caracas, Teresa Casanova
llegó a expresarse con mayor propiedad en el grabado experimental. Luisa
Richter también cultivaría las artes gráficas, de acuerdo con una tendencia que
se generalizó mucho en los años 60. Luque, Maruja Rolando, Humberto
Jaimes Sánchez abordarían,.a su turno, el grabado y a ello contribuyó en gran
medida la labor de pionera que había realizado Luisa Palacios.
Pero quizás et artista de obra más sólida dentro de la tendencia matierista fue
Humberto Jaimes Sánchez, quien había participado en algunas exposiciones
del movimiento informalista, en Caracas y en la provincia. J.S. había
encontrado un camino muy personal y su evolución fue diferente a la de los
informalistas porque no era un recién llegado y tampoco un artista dispuesto a
tomar posición iconoclasta; se había formado en la Escuela de Artes Plásticas
y perteneció a la clase de 1950 que terminó expulsada de aquel plantel a raíz
de una huelga contra las autoridades docentes. Dotado de un oficio singular,
magnífico colorista, J.S. partió de una obra realizada en París en la cual
recibió la influencia de Poliakof y De Staet. Al exponer en Nueva York, en
1959 obtuvo el elogio de la célebre crítico de arte Dore Ashton.. Dio a conocer
su nueva búsqueda en Caracas en la que ha sido hasta hoy su mejor
exposición: en el Museo de Bellas Artes. “El valor de su obra, dijimos en esa
oportunidad en la cualidad de realidad que J.S. otorga a cada una de sus
composiciones, realidad que existe separadamente fuera de la relación entre
imagen y significado: pintura y significado son una misma cosa. La intensidad
del empaste en grosor es la característica de estos cuadros. La forma es una
masa sin bordes de una materia cuyas tensiones, representadas en la tela por
armonías de colores matizados en espesor, para aproximarse a los tonos de la
naturaleza, y que tienden a librar energías vibrantes sobre un espacio texturado
que semeja parte de una extensión mayor recortada”. Algo parecido ofrecía
Elsa Gramcko en punto al tratamiento telúrico del espacio, aunque su obra se
aproximaba más al relieve y al objeto que a la pintura misma, lo que
determinó que esta artista se pasara al campo de la escultura; comenzó por
preferir la organización de la materia a espacios íntimamente arquitectónicos
donde la materia sugería muros neutros y las falsas perspectivas terminaban en
postigos, herrajes inútiles, ojos de buey, en una disposición de collage espacial
muy geométrico; luego aparecieron imágenes más fantásticas, sin conexión
real y para lo cual la artista incrustaba silvines de automóviles en una como
áspera y monocroma textura lunar. Gramcko desembocó en un tipo de
escultura emparentada con el concepto de estructura primaria para revelar que
en ella terminó por triunfar su espíritu constructivista.
Con frecuencia sucede que no son los artistas más ortodoxos dentro de un
movimiento los que saben, por disposición natural, sacar mejor partido a los
recursos puestos en juego por la tendencia representada por ese movimiento.
Al menos esto sucedió con Francisco Hung, quien regresó de su primer viaje a
París en 1963, cuando el informalismo se extinguía sin haber explotado toda la
riqueza de una gesticulación a la que nos inclinaban las características
barrocas de la tradición latinoamericana. En el fondo, el informalismo buscaba
la liberación incontrolada de energías inconscientes, concentradas y dormidas
por efecto de una larga historia de represiones sociales, de complejos, de
refinamiento, de educación del gusto y de sacralización y mitificación de
valores universales, etc., etc. Pero si el gesto físico era el vehículo para esta
liberación, sucedió por otra parte que ese gesto fue convertido en el fin, por lo
que, carente de contenidos, los pintores no alcanzan a personalizar sus estilos
y las energías quedaron diluidas en maneras, reacciones y actitudes
homogenizadas, anónimas.
Hung supo encontrar en el gesto eso que la pintura venezolana no había
logrado aún: una escritura amplía y dramática que fuera al mismo tiempo su
propio contenido; una caligrafía espontánea y enriquecida por su propia
plasticidad desbordante. Demasiado personal, por otra parte, para no dar a
entender inmediatamente que en Hung afloraba el componente oriental de su
personalidad. Nacido de padre chino y de madre mestiza, natural de
Maracaibo, Hung revelaba el potencial anímico del mestizaje americano, y lo
demostró en el deslumbrante trabajo que realizó, abordando los grandes
formatos y los murales, entre 1964 y 1966, intervalo durante el cual ganó el
Premio Nacional de Pintura y participó exitosamente en la Bienal de Sao
Paulo (1965).
También Carlos Hernández Guerra había entrado en contacto con la pintura
gestual europea; pero estuvo más condicionado que Hung por la educación
recibida en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, donde había estado, y
aunque pintó en grandes formatos, su gesto, envuelto en el rigor de
las armonías de tonos grises, marrones y negros, con que trabajaba, fue más
comedido, más clásico. Hernández Guerra no llevó a las últimas
consecuencias su facilidad gestual, y desvió su búsqueda hacia un realismo
social que se originó probablemente como respuesta lógica al agotamiento de
la tendencia abstracto-informal.
Al realismo de sus primeros años, sucede en Luis Chacón una tentativa por
librarse de toda ortodoxia que no sea la del grabado, género dentro del cual
fue, uno de nuestros pioneros, en la década del 60. Hacia este año llega a la
expresión abstracta, dentro de un concepto informalista, para luego pasar a un
tipo de abstracción geométrico simbólico que él desarrollaría en series que
tituló Los planetas, con un conjunto de las cuales obtuvo en 1965 el premio
nacional en la especialidad. Después de esto se abocó a la idea de aplicar a sus
grabados el concepto de obra única, como si se tratara de pinturas, evitando la
reproducción. Por este orden de preocupaciones llega después de 1970 a
formas óptico-constructivas, que si bien se inscriben básicamente en el
esquema compositivo que iniciara con Los planetas, lo hacen desembocar en
el campo experimental.
Marietta Berman es una artista de formación expresionista, nacida en
Checoslovaquia y radicada entre nosotros. Apareció en principio como
dibujante y se dio a conocer en el Salón Oficial tras obtener el Premio
Nacional de Dibujo. En su pintura, espacial y muy sintética, ha buscado
establecer una alianza con lo conceptual, incluso ensayando, el ensamblaje de
objetos pegados o añadidos a sus grandes telas. Una tendencia mística la ha
llevado, en los últimos años, al rechazo de toda expresión automática y, por la
vía del grabado, nos ha dejado sus mejores obras en sus ilustraciones para la
Biblia que ha reunido con el título de El cantar.
Egresado de la Escuela de Artes Plásticas, Ángel Hurtado marchó a París
donde permaneció hasta 1959. Sus primeras obras realizadas en Caracas lo
orientan hacia un grafismo esquemático, que luego desarrolla en Europa en
formas pictóricas articuladas en torno al juego dinámico de varias barras
negras que destacan sobre una atmósfera oscura, de efecto nocturno
(generalmente un círculo plateado hace tas veces de luna). Hay aquí, así pues,
una sugestión de naturaleza figurativa que distingue a su obra de la del francés
Soulages, quien lo influye. Son climas de encantamiento, como los que logra
en su serie titulada “Signos Zodiacales”, con una de las cuales obtiene el
Premio Nacional de Pintura, en 1961.
Aunque es mejor conocida como grabadora, Luisa Palacios ha realizado
también obra pictórica. Se dio a conocer hacia 1958 en el Salón Planchart con
un estilo figurativo donde la anécdota era reducida a un envolvente y rítmica
trazado lineal. Quedaba así mostrada la estructura de desarrollo del cuadro y la
atmósfera era monocroma. Concepción básicamente lineal que ella ha
profundizado en su importante obra grabada. Después de una etapa abstracta,
vuelve a la figuración en 1973.
Paul Klose, nacido en Dinamarca y establecido en Caracas, representó
también a una abstracción de contenido sugerente. Gamas frías trabajadas con
una pincelada corta en profundidad hasta obtener una apariencia de estructura
cristalina, que renuncian sin embargo a todo parecido con la naturaleza. Etapa
superada luego de una exposición en el Museo de Bellas Artes en 1965, para
derivar hacia una suerte de neogeometrismo libre, que este artista traduce a la
estampa serigráfica con excelente resultado.
Por la línea de Hung, Manuel Mérida comienza con una obra gestual, donde el
objeto se destruye rápidamente en atmósferas espaciales, donde abundan
cubos y artefactos violentos; luego pasa a un ensamblaje del tipo Pop, que
combina el plano pintado con el objeto saliente donde la imagen se
materializa. En Francia se consagra a la experimentación y cuando regresa a
Caracas en 1973 trae consigo una exposición de obras de un carácter cinetista
muy singular, cajas casi planas llenas de fina arena y que giran con apariencia
de cuadros frente al espectador, hasta combinar una incesante orografía, de
naturaleza sutilmente poética.

EL C1NETISMO EN VENEZUELA

Una de las tendencias de mayor prestigio y, aparentemente la más


determinante, es el cinetismo, aunque la influencia de éste no sea tan marcada
como la que, en su tiempo, ejerció el abstraccionismo geométrico. También
como en el caso de este movimiento, el cinetismo es manifestación de un afán
contemporáneo de formular una relación directa entre la tecnología y la
evolución del arte. Expresa el ideal de hacer del arte una totalidad en la que
puedan intervenir, para su percepción, todos los sentidos.
El cinetismo ya no es un hecho puramente visual; intervienen en su captación
lo táctil, lo físico-arquitectural y los conceptos. La idea de movimiento rige
esta nueva relación que se pretende crear con un espectador cuya
participación, en el plano viviente, se estimula por todas las vías de la
percepción. El espectador debe apreciar la obra como un acontecimiento
siempre renovándose a sí mismo, y que exige adoptar puntos de vista
cambiantes, que implican la inserción del público dentro del radio de acción
de la obra.
El cinetismo es una tendencia del arte venezolano que se lleva a cabo
principalmente en Europa. Sin duda alguna está asociado a las primeras
experiencias de los años 50 con el abstraccionismo geométrico y las
derivaciones de la obra de Mondrian. Los pintores venezolanos residenciados
para esta época en París, se planteaban los problemas de la vibración, la
ruptura de la forma y la desmaterialización de la obra. Rubén Núñez fue un
entusiasta promotor —aunque sin continuidad— de estas búsquedas. Luis
Guevara Moreno y Omar Carreño estuvieron en contacto con las ideas de
Carmelo Arden Quin y su movimiento Madi y dieron sus aportes a los
conceptos de la obra como objeto, el muro como espacio y el planteo de una
serie de transformaciones lineales que permitirían la expansión de signos
cromáticos y formas geométricas hacia una progresiva separación del plano.
Por su lado, el húngaro Víctor Vasarely también contribuirá a fundar las bases
del arte óptico que relaciona la obra con un campo de activación de energía
luminosa que modifica la percepción visual del espectador y suscita en su obra
imágenes en movimiento.
El prestigio obtenido en el exterior por Jesús Soto y Carlos Cruz Diez, ha
tenido mucha influencia sobre los jóvenes realizadores venezolanos. Después
de la gran exposición del argentino Julio Le Parc en Caracas, en 1966, muchos
de ellos se dedicaron a esbozar argumentos cinéticos en forma sistemática. Se
produce una verdadera escalada que plena los salones de arte y las galerías
con precarios experimentos que reproducen ingenuamente proposiciones
hechas a veces cincuenta años atrás en Europa (no hay que olvidar que en
1922 Naum Gabo propuso su “Volumen Virtual” a base de una lámina
metálica movida por un motor, o que imitan descaradamente la obra de artistas
contemporáneos como Hugo Demarco, el mismo Le Parc, Yvaral, etc. Para
ubicarse en una supuesta vanguardia, los jóvenes retomaron los problemas que
la generación de “Los Disidentes” había investigado en París en 1950.

LA ARQUITECTURA GRÁFICA DE SOTO

Jesús Soto se trasladó a París en 1950 y desde entonces ha residido


ininterrumpidamente en Europa. Con una retina excitada por la vibración de la
luz tropical, se va a encontrar en el viejo continente con la obra de Mondrian y
un clima conceptual apoyado en una sociedad de altos niveles de
industrialización, ciencia, tecnología e información, que será el marco
propicio para la búsqueda cinética. Una sociedad, además que ha sufrido un
vertiginoso período de transformación. Las composiciones estáticas de
Mondrian, el vigoroso equilibrio de las ortogonales y, la obstinada superficie
de los planos de color, como un rígido modelo de la realidad que la hace
comenzar y terminar en la materia, pero que excluye toda noción del
movimiento, es un punto de partida para los venezolanos radicados en París
que en esa época deseaban encontrar un camino nuevo para el arte. Soto
proponía vibración mediante la repetición serial de los elementos, que más
tarde va a desembocar en esa apretada trama delineas paralelas, con
intersticios en blanco, que dispone en el fondo de sus obras para dinamizar el
campo perceptual. En su investigación. Soto da un gran paso adelante con
estructuras cinéticas obtenidas por la superposición de láminas de plexiglás
transparente, sobre tas cuales diseña espirales que, unidas en la visión del
observador, y mediante sus desplazamientos ante la obra, producen la
sensación de movimiento. Pero el procedimiento que va a caracterizar
definitivamente la obra de este artista, para lograr la inestabilidad de la forma,
se basa en un patrón de relaciones entre el fondo y los elementos colocados
contra el mismo, y que consiste en suspender una estructura de alambres sobre
una trama de líneas paralelas. De aquí saldrán diversas versiones con distintos
materiales, que le permitirán actualmente trazar verdaderas caligrafías en el
espacio o distribuir serialmente frente al plano desglosados elementos en “T”
cuyo eje central es perpendicular al fondo, y que él mismo llama “Tes”. A
partir de 1969, de acuerdo con el interés por la materia y sus calidades físicas
promovido por el informalismo en el ambiente artístico europeo. Soto,
continúa desarrollando su proposición cinética entre la pintura y la escultura,
aprovechando bloques de madera vieja, con heridas y descortezamientos,
clavos oxidados, bisagras y otros elementos.
En sus obras siguientes vuelve a interesarse por los problemas de la
composición, en lo que es una mayor profundización dentro del espíritu del
arte geométrico, y se preocupa por resolver en la imagen aspectos dé simetría,
ritmo y equilibrio. También utiliza el color y la forma integrados al
movimiento para determinar la totalidad de la obra. Introduce cuadrados y
dispone las estrías sobre ellos y contra estos elementos suspende barras
sostenidas por hilos de nylon. Lo que se rompe aquí es el ritmo ortogonal—y
los bordes de las barras tienden a desaparecer, como si la materia se volviera
energía allí donde termina su superficie, gracias a la vibración del fondo. En
otros casos, los cuadrados son los elementos que se desmaterializan y la trama
de líneas paralelas está en el plano de fondo. Siempre gracias al
desplazamiento del observador frente a la obra se produce la vibración.
El cinetismo habría surgido como el opuesto del arte geométrico. Las obras de
Soto plantean esa contraposición estático-dinámica que les da una animación
profunda, otra forma de virtualidad, que no es aparente ni sensible, pero que
resulta responsable de su estructura íntima. La ordenación lógica, racional por
entero y absolutamente controlada que establece por medio de la composición,
constituye el soporte estático. Al mismo se contrapone la vibración, prevista,
sin duda, y buscada como efecto, pero aleatoria en cuanto al momento y al
sujeto dentro del cual se va a producir el fenómeno óptico, y también en
cuanto a la transformación que sufren las relaciones dentro de la obra cuando
sus elementos se modifican en el tiempo, en el espacio y en el sujeto. Esta es
la proposición dinámica. Tesis y antítesis se resuelven luego en la
transformación, que asegura la relación íntima entre ambas y la estructura
profunda de la obra. Posteriormente Soto llevará la proposición cinética hasta
una consecuencia ambiental con sus penetrables, una masa de elementos
colgantes entre los cuales debe circular el espectador para sentir como está
relacionado con el espacio y cómo la modifica con su propia presencia.
EL ACONTECIMIENTO EN LA FISICROMÍA

Carlos Cruz Diez se incorpora más tardíamente que Soto al arte cinético.
Hasta 1959 hace una pintura figurativa, de tema folklórico. Viaja a París en
1960, donde reside ininterrumpidamente desde entonces, salvo breves visitas a
Venezuela, y desde allí inicia una serie de investigaciones que lo llevan a las
“Fisicromías”. En estas obras los colores están dispuestos en tiras verticales
colocadas contra un plano. Generalmente son conjuntos de cuatro o cinco
colores, que al combinarse entre sí en la retina del espectador, crean todo un
campo energético. El observador debe desplazarse frente a la obra para inducir
las transformaciones que ocurren en ella. En las “Transcromías”, Cruz Diez
dispone láminas teñidas de color y ensambladas según un diseño definido. La
mezcla óptica se produce por la superposición de los colores, lo cual es
posible porque esas láminas son transparentes. En las “Cromo-interferencias”
se introduce la animación mecánica, gracias a un motor que mueve un disco
con tiras de color en dos planos. Para Cruz Diez es fundamental la luz
descompuesta en colores. Soto la necesita para establecer las relaciones de
movimiento en sus obras, captada en las estrías de sus fondos o deslizándose
por los elementos que integra en su espacio. A través de la luz, Alejandro
Otero obtiene ritmos cromáticos o de materializa sus volúmenes. Y Juvenal
Ravelo la identifica con el tiempo, en forma análoga al ritmo en la música,
para animar sus relieves como una moderna coreografía luminosa. Esto los
emparenta necesariamente con la mejor tradición pictórica venezolana, que ha
visto en la luz una preocupación constante. Cruz Diez, al igual que sus
colegas, trata de hacer evidente ese cambio continúo que es la realidad física.
Pero al igual que ellos, tiene la misma limitación e imposibilidad: expresar esa
forma superior de movimiento que es la realidad social. Quizás de aquí
provenga la preocupación de Cruz Diez por plantear grandes obras de
integración de la arquitectura y el paisaje, que le permitan contener al hombre,
y que se inician con sus cabinas de Cromo-saturación o compartimientos
cerrados que se comunican entre sí. En cada ambiente hay un solo color
primario, producido por bombillos teñidos o por la coloración del plástico:
transparente de las cabinas. Con esto se propone sensibilizar más al espectador
a la luz y modificar la percepción del paisaje a través del color. Cada cabina
actúa como un filtro, y al pasar de una a otra, bajo tales condiciones, de
saturación, la retina queda impregnada de los tres primarios y los mezcla
aunque el estímulo haya desaparecido. Grandes murales en espacios públicos,
paredes interiores de túneles y otros ambientes, han recibido la aplicación de
los principios de Cruz Diez en un intento por comunicarse con el hombre que
usa esos espacios.
Juvenal Ravelo fue un pintor dedicado al paisaje expresionista, hasta que se
trasladó a París en 1964, donde vive desde entonces. Su aporte más importante
dentro del cinetismo es lo que el ha llamado “la fragmentación de la luz”.
Sobre la base de estructuras monocromas, logra revelar unas frecuencias
luminosas que equivalen al ritmo dentro del lenguaje abstracto de la música.
En su caso, se trata de analizar selectivamente esa masa de información visual
que es la luz, y darle un movimiento, un sentido y una duración. Sus obras son
campos luminosos modulados por la distribución serial de relieves sobre el
soporte, en el caso de sus estructuras, y de ritmos lineales en sus serigrafías.
Por otra serie de sus obras prevé descomponer la luz ambiente en colores, por
medio de reflejos entre la pigmentación de los relieves y el plano de fondo,
que se mezclan en la retina para crear otros colores que no existen físicamente.
El observador debe moverse ante los cuadros para provocar con sus distintos
ángulos de visión, las relaciones luminosas. Entonces desaparecen los
elementos en relieve, óptimamente se integran con el plano de fondo y surge
una estructura que se crea en el ojo.
El cinetismo venezolano es una manifestación artística que se ha anticipado al
país. Contemporánea de Europa en un momento histórico; integrada a su
pasado, actualmente, anticipa el país que Venezuela todavía no ha llegado a
ser. Habla de un país desarrollado, con ciencia y tecnología propias,
completamente industrializado. En este sentido, es más representativo de la
realidad europea que de la nuestra. Pero el hecho de que venezolanos como
Otero, Soto, Cruz Diez y Ravelo sean creadores cinéticos, además de
evidenciar un talento indiscutible y una voluntad que se opone a todos los
obstáculos en su aventura con la luz y el : movimiento, es una consecuencia del
internacionalismo del arte planteado en nuestro medio hacia 1950, pero que
sólo han sido capaces de resolver los que residen o han trabajado fuera del
mismo.
En otra dirección, pero simplemente vinculados a la problemática de la luz,
trabajan artistas como Gerd Leufert, Nedo M.F. y. Mercedes Pardo, también
Omar Carreño, Francisco Salazar, Gabriel Morera y alguien tan joven como
José Rosario Pérez.
Gerd: Leufert establecido en Caracas desde 1959, se ha destacado como
diseñador gráfico y pintor. De armonías monocromáticas, con bastidores
dotados de forma y volumen pasó a realizar una obra donde el color tiene una
importancia fundamental como agente de la vibración visual y surgen nuevas
relaciones entre tintas asociadas en su registro a las empleadas en las artes
gráficas, con armonías completamente inéditas en la pintura.
Nedo (Mario Ferrario) realiza una obra de diseñador gráfico desde que liega a
Venezuela en 1950. En su pintura asocia al principio un signo gráfico con el
color, hasta que en su experiencia informalista llega a realizar un tratamiento
textural con el blanco. De aquí parte necesariamente su trabajo constructivista
que lo lleva a proponer relieves blancos sobre fondos blancos. Es una manera
de interpretar la luz, pues cuando ésta incide sobre sus estructuras surge todo
un claroscuro que le da profundidad al espacio sobre un ritmo de entrantes y
salientes, reversiones de fondo y forma y perspectivas virtuales.
Francisco Salazar reside actualmente en Francia. Ha sabido realizar con
marcado estilo personal una obra monocroma a base de blancos. Aprovecha
finos relieves seriales que apenas sobresalen de la superficie como laminillas
curvadas, y con ellos modula formas y ritmos virtuales. La luz, al incidir sobre
esa superficie estriada, activa toda la composición y valoriza los blancos.
LOS NACIDOS DESPUÉS DE 1940

No es poco lo que puede decirse —en pro y en contra— para definir las
circunstancias en que se han formado los artistas plásticos nacidos después de
1940; y que se iniciaron luego de esa etapa de escepticismo en que se
sumergió la vanguardia, entre 1962 y 1966, a lo largo de un debate en el cual
la nueva figuración y el constructivismo, como manifestaciones extremas, se
lanzaban toda clase de acusaciones. Uno de los planteamientos más frecuentes
de oír por entonces negaba con insistencia que podría tener sentido seguir
pintando o, en pocas palabras, expresándose. Las convicciones artísticas, en lo
tocante a programas de grupo, suelen ser extremadamente radicales. Artistas
protestatarios que tenían clara ascendencia expresionista, acusaban toda
manifestación ligada en alguna forma con el mercado artístico de complicidad
con el status, y lejos de buscar soluciones a los esquemas expresivos, se
negaban a seguir trabajando, lo cual condujo en más de un artista de talento a
contradicciones y vacilaciones que aún afectan a la figuración nueva. De otro
lado, se experimentó un propósito de encajonamiento, tan obstinado como el
que se había vivido hacia 1955, y según el cual la única salida se encontraba
en las prédicas del arte concreto. Muchos, artistas jóvenes, incluso reclutados
entre los más iracundos cuestionadores de la sociedad, se lanzaron por el
camino del cinetismo y el arte retinal, originando alrededor de estas corrientes
y de otras de signo parecido, todo un movimiento que tuvo su centro de
operaciones en París. Hechas las excepciones, se vino a demostrar así que por
las dos vías podía llegarse a la frustración, o, en el mejor de los ejemplos, al
autoexilio, como le ha ocurrido, en este último caso, a muchos artistas que,
cualquiera sea el resultado de la obra, no parecen encontrar suficientes
incentivos para adaptarse a nuestro suelo, luego de realizar fructuosas
experiencias en Europa. Felizmente, los movimientos surgidos después
demostraron mayor amplitud de miras y la compleja y nunca respondida
interrogante de crear para qué no parece conducir a una valla final. Ni
prosperan, en este camino, los cortapisas excluyentes. Es aquí donde los
nuevos artistas, sin que esto nos obligue a ser optimistas del todo, tienen una
clara ventaja. Ellos han arrojado una especie de borrón y cuenta nueva;
trabajan en mayor silencio, sin el estímulo de programas y manifiestos de
grupo (tan abundantes hacia 1960) ni los tours force de compromisos, pero
evidentemente abiertos a los signos de un lenguaje nuevo, que de ningún
modo puede ser unívoco, como quisieran muchos. Un recuento de estas
tendencias recientes pondría en evidencia en primer lugar el alto número de
artistas que se ha dado a conocer en los últimos cinco años, especialmente a
través de los salones de jóvenes y de las exposiciones de grupo que con
regularidad promueven algunas instituciones como la Sala de la Fundación
Mendoza y la Galería Banap. Este contingente posibilita un despliegue
sumamente amplio de expresiones, desde el realismo nuevo hasta el arte
conceptual, y ello pudo apreciarse en la primera muestra del Premio “Ernesto
Avellán” en 1973. Remitirnos a los que participan en éste, vale tanto como
establecer un balance parcial aunque esclarecedor del nuevo arte venezolano.
En primer lugar tropezamos con la figuración misma, que sus representantes
ensayan despojar del lastre expresionista y del peso de técnicas y materiales de
la tradición para devolverle interés y mayor poder de activación del
espectador. En muchos de sus artistas, se observa un rechazo del plano y de
los efectos de ilusión visual, como ocurre por ejemplo en las ambientaciones
de Beatriz Blanco, quien echa mano de diversos recursos para insistir en
trasponer la separación entre obra y público, creando un símil tridimensional
del comportamiento de las multitudes. En los casos en que el planteo no
desborda el plano, quedando la pintura fiel a ella misma, se comprueba, como
sucede en la obra de José Campos un instinto de depuración y una negativa a
valerse de los recursos de la gestualización tradicional, para programar el
cuadro en función, de asociaciones de parentescos surrealistas; extrañas
metamorfosis operan realidades cotidianas en un espacio de gran precisión
óptica. Algo parecido, pero con evidente gusto por el “revival” llevado a una
escala de la mitología personal, se da en las obras, tan evocativas y
sorprendentes de un desarrollo a otro, que crea la imaginación de José Antonio
Quintero, quien no desdeña hacer implicaciones conceptuales en su tentativa
de contemporizar con los estilos clásicos. En lo escultórico, si cabe la palabra,
destaca el nombre de Lilia Valbuena, cuya obra desmitifica los materiales
nobles en beneficio de medios más humildes que se prestan, en la obra de ella,
a liberar el juego de una fantasía formal desbordada en cuerpos simples, y
rebosantes como globos fácilmente accionables. Henry Bermúdez, por su lado,
expresa un término medio entre la escritura caligráfica y la figuración racional
que exige para desenvolverse en el espacio ilusorio un plano
extraordinariamente imbricado en un extenso tejido proteico, del que nacen, a
partir del signo, vegetaciones, extrañas faunas, en medio de una gran labia
tropical. En otro campo muy opuesto, la obra de Eugenio Espinoza representa
en esta confrontación el reto solitario y empecinado de un artista conceptual,
para quien la intención parece ser más importante que el resultado; queriendo
cuestionarla, Espinoza opone a la productividad artística un trabajo progresivo
y proliferante, en el cual se repiten ideas, unidades y esquemas para satisfacer
la posibilidad de su desarrollo infinito, con lo cual desmonta el mecanismo de
la obra cerrada e irrespeta los límites e intenciones de los géneros
tradicionales.
Diego Barboza es, entre los jóvenes de hoy, tal vez el que está más cerca de
las actitudes primarias, “en el sentido de que para él la manifestación
biológica (como puede ser la presencia de un público trocado en actor) ha
llegado a concretarse, en un momento de su actividad, en medio de expresión.
A mitad de camino entre el espectáculo y el signo de valor plástico, Barboza
parece tomar en serio el factor sorpresa para llevar a cabo una suerte de
acontecimiento, que él denomina “Expresiones”. ¿Cómo reaccionará el
público ante la obra que Barboza presentará en esta exposición? Es evidente
que no se tiene la menor idea, pues las obras que prepara este artista siempre
constituyen, hasta el último momento, una incógnita.
Para último término he dejado a William Stone y María Zabala, por coincidir
ambos, me parece, en una suerte de programa común: el del equipo de
Sensaciones Perdidas que realizó el dispositivo venezolano enviado a la
Bienal de Sao Paulo. Las obras de estos dos plásticos están aquí, sin embargo,
suficientemente individualizadas, y es a esto a lo que habría que referirse.
William Stone investiga en una dimensión aún inédita del arte abstracto: lo
táctil como valor concreto de la obra que se organiza virtualmente para
envolver al espectador en la siempre reprimida necesidad de palpar lo que ve.
Es, por lo dicho, un planteo de gran actualidad en un momento en que “la
magia tecnológica” nos procura materiales y objetos de una nueva sensualidad
que exigen de nosotros modos de percepción más globales. Hay que reconocer
en; María Zabala a uno de esos valiosos artistas provenientes del campo de la
gráfica que han arribado a experiencias tridimensionales, de naturaleza
constructivista; ella ha presentado últimamente obras que se encuentran al
final de sus investigaciones del color virtual, proyectado aquí a estructuras
transformables, que constan de elementos básicos.
Rolando Dorrego, junto con otros contados jóvenes que también pertenecen a
la nueva generación, es uno de los pocos artistas que en nuestro país han
manifestado alguna asimilación de las influencias del pop art norteamericano,
que en su obra se ha venido reflejando en su interés por los modelos del
diseño gráfico publicitario, tanto en la concepción temática y formal de sus
imágenes como en el uso de técnicas despersonalizadas y deliberadamente
“frías”.
Desde cuando se dio a conocer con sus experimentaciones sobre la interacción
de los colores planos según sus dimensiones e intensidades, y sobre todo
desde sus series de pinturas realizadas con franjas cromáticas irregulares, el
trabajo de Héctor Fuenmayor se ha caracterizado por una constante y audaz
actitud de investigación y de rechazo a las limitaciones de lo establecido y lo
convencional. En 1973 realizó una especie de exposición individual, en la Sala
de Exposiciones de la Fundación Mendoza, en la cual sólo había, “para uso
del público”, un color amarillo cubriendo uniformemente todas las paredes de
la galería. En el catálogo se ofrecía alguna información sobre la identidad
personal del artista y sobre la marca y el nombre del color industrial
empleado,
Al abandonar definitivamente su iniciación figurativa, Enrique Krohn se
entusiasma por el arte cinético, cuyo impacto lo había seducido desde su
llegada a París en 1966 y, a partir de la influencia de Jesús Soto, comienza ese
mismo año sus primeras experiencias ópticas y cinéticas con los trabajos que
él llamó Kinecromías y que, según sus propias palabras...”son estructuras
cromáticas que producen, por el desplazamiento del espectador, una ilusión
óptica de movimiento, de transparencia, de transformación visual del color en
el devenir espacio-tiempo.
Con el tema único y obsesivo de sus fajos de papeles en blanco, dispuestos de
un modo que siempre es diferente y cada vez más sugestivo. Pacheco Rivas ha
venido expresando su mundo interior con un estilo inconfundiblemente
personal. Su dibujo pulcro y fino va delineando los perfiles de las hojas
blancas que tan pronto aparecen apiladas como amontonadas o agrupadas en
haces, destacándose primero sobre espacios vacíos y luego acomodadas sobre
objetos sólidos y simples, de formas geométricas angulosas, coloreadas en
tonos pálidos y planos.
Las “figuraciones del absurdo”, con las que se ha hecho muy conocido en
nuestro medio artístico el nombre de Freddy Pereira, han venido
desarrollando, desde hace varios años, el estilo muy original de este joven
artista, de expresión esencialmente gráfica y dibujística, y de técnica
impecablemente limpia y precisa.
Dentro de un movimiento plástico de tan excepcional calidad como el de los
jóvenes artistas zulianos, el nombre de Ángel Peña sobresale como uno de sus
más valiosos representantes. Y si para referirnos a su trabajo hemos
comenzado situándolo en una región del país, no es porque su interés y
su valor no sobrepasen los límites locales, sino porque el caso de la nueva
plástica del Zulia reviste características singulares de extraordinario vigor y
coherencia que lo hacen aparecer como un verdadero movimiento cuya
importancia nacional apenas comienza a ser conocida. La obra de Ángel
Peña comparte una serie de afinidades estéticas y de rasgos comunes con las
de otros jóvenes artistas no menos valiosos de Maracaibo, ciudad que se ha
convertido en el gran baluarte de la nueva figuración en nuestro país. En el
trabajo de Peña, como en el de Niño, Cepeda y otros, así como también en el
de Felisberto Cuevas, el tema único de la figura humana (o del grupo humano)
aparece descompuesto en deformaciones monstruosas, expresando de un
modo vehemente un mundo tenso y extraño, cargado de repulsiones y delirios.
Acaso lo que une mejor a estos creadores es el sentido de separación del
sistema, de rechazo, de asco, como si les resultara intolerable la humanidad
opresiva de la sociedad zuliana, que ellos sienten como una sobrecarga
afectiva a punto de estallar.

LOS PINTORES INGENUOS

Desde el descubrimiento de Feliciano Carvallo, en 1948, son numerosos los


pintores ingenuos que, con mayor o menor fortuna, han aparecido en
Venezuela. Ello puede tener explicación en las características visuales de la
sensibilidad del hombre criollo, así como también en la persistencia marginal
—especialmente en los pueblos del interior— de una artesanía popular cuyo
espíritu habría que remontar a los tiempos de la Colonia. Y ha sido tal la
contribución del artista popular a la cultura plástica de nuestro país que no
sería osado atribuirle a la pintura ingenua una significación parecida a la que
desde aquella lejana fecha —1948— ha venido teniendo para nosotros el arte
abstracto.
Hemos tomado 1948 como punto de partida, como el año en que se reveló en
Venezuela, cronológicamente hablando, el primer pintor ingenuo; no
sugerimos de ningún modo que sólo a partir de esa fecha ha habido
manifestaciones de este género popular en Venezuela. Muchas creaciones de
los siglos XVIII y XIX en las cuales las torpezas e incorrecciones se
convierten en valores expresivos, en los más lejanos antecedentes de nuestros
actuales primitivos.
Un arte al margen de escuelas y academias, al margen —por así decirlo— de
la historia del arte, existió siempre en todas partes. Se trata de esa creación
subterránea de los pueblos equivalentes a lo que en otro plano de la creación
Jorge Zalamea ha llamado, en un magistral ensayo, “la poesía ignorada y
olvidada”. Se necesitó una revolución de forma y contenido, como la que
ocurrió a comienzos de nuestro siglo en Francia, para que la concepción de la
obra de arte se desarrollara en libertad hasta un extremo que hizo posible
valorar en adelante una serie de creaciones que a lo largo de la historia habían
tenido tan sólo un significado etnográfico o cultural. Hasta ahora nadie se
había atrevido a confrontar, en el mismo plano cualitativo, una máscara negra
con una escultura griega del período clásico. Pero el arte negro había influido
notablemente sobre el expresionismo y el cubismo europeos; la escultura
azteca fue elevada al rango de gran estatuaria; los genios del Renacimiento, y
en general la preceptiva renacentista, no serían en adelante los únicos patrones
en base a los cuales podría seguirse haciendo la valoración del arte desde un
punto de vista que concierne estrictamente a la capacidad y la técnica. De esa
ruptura operada a comienzos de siglo, que trasladó el punto de mira desde el
valor externo de las formas a la intensidad de la expresión, librando al artista
moderno de la “tiranía óptica” del Renacimiento, arranca la historia del arte
abstracto; a la par de éste, como parte de una nueva concepción del mundo,
resurge el interés por esas creaciones marginadas de las civilizaciones, hasta
ahora estudiadas únicamente desde un punto de vista sociocultural: el arte de
los ingenuos, la pintura de los niños y los locos, las artes salvajes actuales.
Poco antes de inventarse el cubismo, hacia 1908, Europa había sufrido el
impacto del genio pictórico del Aduanero Rousseau, el primer naíf de la
historia del arte, cuyo éxito dio pie a una serie de hallazgos de igual género, en
los que, como sucede en todo fenómeno artístico, la mistificación corrió pareja
con la publicidad comercial y lo auténtico.
¿La torpeza del dibujo, las incorrecciones de la perspectiva, cierta falta de
oficio, bastan para considerar todas las obras ingenuas como auténticas
creaciones? Hay que guardar ciertas reservas. Como lo reconoce Michael
Ragon, la proliferación del estilo ingenuo en el mundo (al igual de lo que
sucede con el dibujo infantil) ha acarreado cierto “academicismo” peligroso y
una clase de impostura que consiste en pretender calificar de “ingenua” a toda
pintura en donde se encuentren aquellos defectos aludidos. Los que califica a
un pintor ingenuo no es tanto el oficio imperfecto como el mundo personal
que expresa: habría que definir al pintor ingenuo como el artista que, cuando
pinta lo esculpe) retorna al mundo de su infancia, revelándolo por medio de
símbolos atávicos, visiones y mitos de gran belleza poética. Raras veces uno
de estos pintores se interesa por la realidad en el sentido en que se interesa un
paisajista culto, por ejemplo; el ingenuo obra como un niño desatento en clase:
es demasiado imaginativo para ver la realidad como es; pinta no lo “que ve”
sino lo que “cree ver”.
Que arte abstracto y arte naíf estén asociados, se explica porque son formas
antípodas de una misma concepción de la realidad: ambas artes ponen de
manifiesto la primacía de la subjetividad: el abstraccionismo por exceso de
cultura, y el ingenuismo por falta de técnica, reducen el significado de la
pintura a la especificidad por sus propios medios: uno, sabiéndolo; el otro, sin
proponérselo. Expresan, por vía imaginativa o anímica, no las cosas, sino las
¡deas que tenemos de las cosas. De allí el entusiasmo de Kandinsky, uno de
los grandes pioneros del arte figurativo, cuando saludó al Aduanero Rousseau
—tan realista en sus pormenorizaciones primitivas, pero tan alejado de la
técnica naturalista— como a un artista abstracto, como a uno de su propia
estirpe.
Esta revolución conceptual a que hemos aludido arriba no afectó de manera
brusca al arte venezolano, sino que incidió en él de manera gradual y lenta, a
lo largo de una evolución que tuvo su origen en los movimientos de
vanguardia de los años 1945. Por esta época el modelo de la pintura europea
contemporánea —en especial la llamada Escuela de París— sustituyó a los
modelos mexicanos y postimpresionistas que venían inspirando a las nuevas
generaciones. El interés por la pintura ingenua surgió de este paralelo, en el
que, por otra parte, no se dio una actividad imitativa respecto de lo ocurrido en
Francia hacía treinta años (con el Aduanero Rousseau), sino una respuesta
lógica ante un cambio de visión que cuestionaba lo académico y lo
convencional en nuestra propia tradición. En la búsqueda de una nueva
pureza, ningún horizonte parecía más promisor que el arte popular: una fuente
excepcionalmente rica en Venezuela (rica espiritualmente en proporción
inversa a la pobreza material de la clase campesina que produce este arte).
Todo verdadero artista ingenuo tiene su propia concepción del mundo y su
obra es casi siempre una explicación parcial de una interpretación mítica que
rebasa el puro significado plástico de la obra. Lo que crea lo supone lleno de
un sentido que trasciende los términos materiales del cuadro. Por ejemplo,
Bárbaro Rivas creía firmemente en la virtud milagrosa de las imágenes que
pintaba. Éstas le eran inspiradas por Dios mientras él dormía, y
constantemente hablaba de ángeles “que le llevaban la mano”. Feliciano.
Carvallo, de acuerdo con su raza, invoca selvas e historias de animales que
son en sí mismas expresión de un ritual, y a través de las cuales se filtra un
mundo atávico, el del África, con su música de tambores que sugieren la
extensión monótona de los colores planos y el ritmo intensísimo de las
simbólicas aglomeraciones de signos. Son los signos vivientes de una cultura
trascendida. Por su parte, Salvador Valero se hace dueño de una impresionante
cultura mítica, que ha recibido de la tradición oral: pero no le basta con pintar,
ha de recurrir al testimonio escrito, al cuento y la leyenda para transmitir
enteramente no sólo el contenido episódico de esos mitos, sino también el
sentimiento poético que suscita como hecho de la sensibilidad.
Si la pintura culta es la manera propia en que el pintor se presenta al mundo a
través de sus sentidos, para el artista ingenuo la pintura vendría a ser la forma
cómo ese mundo se le revela espontáneamente. Esta afirmación puede
constatarse en la obra de Bárbaro Rivas, ingenuo venezolano descubierto en
Petare por el crítico Francisco Da Antonio, en 1953.
Da Antonio ha estudiado bastante bien la pintura de Rivas y siguió la
trayectoria de su trabajo a lo largo de unos quince años de actividad, lapso en
que puede ubicarse la mayor parte de su obra, o sea entre 1953, cuando fue
descubierto, y 1968, año en que el pintor falleció, a los 74 años de edad. Lo
que caracterizaba al arte ingenuo no es tanto la espontaneidad con que es
librado como la sinceridad que expresa o como la libertad a través de la cual
se nos revela; de tal modo que en una auténtica expresión ingenua, la pintura
se reduce a plantearse en sus propios términos: la fantasía y el lirismo.
La pintura de Bárbaro Rivas emana de una profunda experiencia vital:
manifiesta el distanciamiento necesario entre esa experiencia y el acto por el
cual, pasado cierto tiempo, la memoria la rescata y restablece en el cuadro.
A 1926 se remontan los primeros cuadros de Rivas mostrados en la
retrospectiva que Da Antonio organizara en el Museo de Bellas Artes, en
1956, y que fue la primera exposición que de este artista vio el público de
Caracas antes de que participara por primera vez en et Salón Oficial de Arte
Venezolano. El mayor número de sus obras se localiza entre 1955 y 1960,
período intensamente creador durante el cual Bárbaro Rivas recibiría sostenida
protección por parte del círculo de amigos que lo había rodeado en su modesta
casa del barrio El Calvario, de Petare.
En un estudio de Da Antonio publicado en ocasión de la retrospectiva de
Rivas en el Museo, aquel crítico señala en la pintura ingenua venezolana dos
tipos de sensibilidades: una sensibilidad puramente colorística, de meras
imágenes, como juegos sensuales, no referidos a una situación social
ni provenientes de la experiencia vital; y otra sensibilidad para la cual el color
sirve de instrumento a un dramatismo interior que, no obstante plasmarse en
imágenes de valor intrínseco, se proyecta fuertemente en la realidad social,
interpretada a través de mitos y símbolos desgarrados. Pues bien, este último
es el caso de la sensibilidad de Bárbaro Rivas,
En su agreste y sórdido rincón de Petare, donde pasó todos sus días, sin
medida del valor del dinero, generoso, solitario, vociferante, colocado como
Reverón al margen de los beneficios de la civilización occidental y dueño de
un poderoso mundo de Tabulación, Bárbaro Rivas era, más que un pintor
religiosa, en la tradición de los imagineros del siglo pasado, un auténtico
ingenuo, un místico en estado primitivo. Su pintura, al igual que su mundo de
alucinaciones reales, entraña una significación que va más allá de la simple
presencia de las imágenes que pintaba y a las cuales asignaba un poder
mágico. Para él esas pinturas estaban asistidas de un poder milagroso.
La pintura de Bárbaro Rivas nace de una fe atormentada, caótica, de una
necesidad involuntaria de absoluto, que requiere ser y es iluminada por el acto
de pintar, a través del cual el pintor consigue ese estado de gracia que le estaba
negado a su condición humana. La verdadera pintura ingenua es la que
comprueba la eficacia de una cierta creencia mágica en cuya base está una
experiencia de iluminación interior.
La vida de Bárbaro Rivas fue dura, trágica y, a la vez llena de una desbordante
alegría que compensaba en su espíritu la humillación y el vejamen que a diario
recibía del trato con gentes de todo tipo. A despecho de unos cuantos amigos,
de una pensión del Concejo Municipal de Petare, a despecho del prestigio de
su obra, del valor de sus cuadros en el mercado, Rivas vivió hasta el fin de sus
días en la peor miseria, incomprendido, orgulloso en su gran indigencia. Su
vida fue ejemplo del más absoluto desprecio a los valores materiales. Mezcla
de visionario, de niño y de salvaje, dotado de una mentalidad mágica. Bárbaro
Rivas es el pintor en trance, el intuitivo absoluto, el artista que recibe la
inspiración de una fuerza sobrenatural, incomprensible para él. Sus temas, en
la mayoría de los casos interpretaciones de pasajes bíblicos, tienen por
escenario el ambiente y la arquitectura accidentada de Petare, ciudad que amó
y de la que fue su víctima y su mejor intérprete.
Pintor innato, colorista intuitivo, en él se fundan la necesidad de expresión con
una voluntad oscura de crear un mensaje, de otorgar significación moral a la
obra, por vía de la experiencia y el recuerdo. Cada cuadro de Bárbaro Rivas es
un mundo que, si para nosotros vale por su plasticidad inmanente, para el
pintor era una manera de traducir a parábolas una imagen trascendente, a
menudo experimentada en el sueño, para otorgárnosla como si se tratara de
una fábula o una enseñanza. Toda su pintura está impregnada de un
dramatismo incomparable, de una religiosidad de vitral medieval, de tabla
antigua; posee un rigor interno, una profundidad de visión y una poesía llena
de encanto y delicadeza, que sublimiza el horror, la pesadilla y el caos de la
vida del artista.
Bárbaro Rivas representó también el drama de nuestras grandes ciudades, el
duro contraste entre tos valores materiales que siembran a título de progreso la
injusticia social y la aspiración de los humildes a escapar del mundo de la
alienación a que han quedado reducidos. Su obra, teniendo un carácter
religioso, resulta por eso eminentemente social. Es la metáfora del anhelo de
una vida mejor expresada con la mayor espiritualidad que hayamos conocido
en la pintura venezolana. Anhelo de un orden y una justicia materiales en
donde puedan fundarse las bases de una sociedad más justa.
Feliciano Carvallo es un hijo moderno de esa cultura afroamericana que
alcanzó a tener manifestaciones propias en el litoral central venezolano y que
se extendió desde las selvas de Barlovento hasta las pequeñas poblaciones
situadas al este de La Guaira. La segregación de que fueron objeto los
esclavos negros durante la Colonia determinó que éstos se aislaran en sus
propios centros urbanos, donde surgiría una fuerte cultura que iba a mezclar
las formas de los ritos tribales con las creencias católicas que, junto con su
sometimiento, les fueron impuestas a los negros explotados. Estas culturas
afroamericanas lograron subsistir hasta hoy, conservando solamente las
expresiones que estaban poderosamente marcadas por el espíritu de la
tradición y por la sensibilidad natural de lá raza: la música y el canto, tal como
estas manifestaciones se dan actualmente en las poblaciones negras de
Barlovento. Sin embargo, el elemento africano, al contrario de lo que sucedió
en Bahía, Brasil, o en Haití, no elaboró paralelamente a la evolución de su
música formas escultóricas relacionadas con la magia totémica, por la razón
de que al serles arrebatadas sus creencias primitivas, los negros debieron
abrazar la religión cristiana. Por ello se quedaron sin imágenes autóctonas.
En la obra de Feliciano Carvallo se hace presente, sin él advertirlo, un mundo
que tiene de la cultura afroamericana lo que sus visiones nos entregan de
capacidad de simbolizar musicalmente la realidad a través del color. Lo
mágico nos resulta trasladado en su obra a una interpretación de las
ceremonias religiosas y de las fiestas populares relacionadas con el ritual
católico. Conforme al dictado atávico de su raza, Feliciano Carvallo ofrece
una concepción de la pintura completamente alejada de cualquier naturalismo.
Para él el espacio es el plano donde los objetos nos revelan no su identidad,
sino los símbolos de lo que el pintor cree ver más allá de una relación
puramente armónica, relación que es en verdad el verdadero problema que
Feliciano resuelve. A sus visiones ingenuas y sencillas de fiestas de pueblos,
episodios narrados por el folklore, pintados con un colorido refinado y con
armonías contrastadas, sin basarse nunca en la observación. Carvallo añade su
fuerza para invocar mitos y fábulas de encanto poético. Su técnica es de una
rara minuciosidad en la representación de escenas con imágenes abigarradas y
nítidas, de efecto decorativo. Sus cuadros se fundan en el desarrollo de una
anécdota, sí bien no es el asunto lo que termina por cautivar al espectador.
Por alguna razón deben figurar en este capítulo dedicado a la pintura ingenua
artistas en quienes se hace discutible la aplicación del calificativo de naíf.
Emerio Darío Lunar es uno; otro es Salvador Valero, un pintor nacido en
Valera (Estado Trujillo) en 1908, que parece entroncar directamente con una
escuela de pintura popular cuya tradición se remonta a la Colonia. Su obra tan
polifacética entraña, además, conocimientos y experiencias que sobrepasan el
dominio de la visualidad pura que caracteriza al pintor ingenuo. En un sentido
amplio podemos definir al ingenuo como a un creador que parte de cero. Si
existen antecedentes en su obra, si existe una tradición en la que se apoya, es
evidente que él no toma conciencia de estas fuentes. Su obra expresa
generalmente un mundo que se cierra en él mismo, en lo que concierne al
contenido y a los medios de representación. Practica una técnica sui géneris.
Es muy difícil que en su caso se pueda hablar, en una palabra, de una escuela
ingenua con determinadas características, comunes a un grupo de artistas. El
ingenuo se tiene a sí mismo por maestro y alumno. Salvador Valero, al
contrario, arraiga en las convicciones sociales de la comunidad, en creencias
firmemente arraigadas en el pueblo y compartidas por él de un modo que lo
hace intérprete de ellas. Se está, además, ante el caso de un artista formado
bajo el signo del aprendizaje y la inquietud Intelectual y que, por añadidura,
no se siente cómodo en el papel de pintor.
Valero es un poeta en la medida en que reconocemos en él a un creador de
mitos, tan pronto registrados en sus grandes pinturas de coleto corrió en los
cuadernos donde, día a día, va haciendo acopio, con su escritura llena de
faltas, de todo cuanto su memoria ha recibido de una inagotable tradición oral
que él enriquece con su propia experiencia. Una vasta audiencia de monjas,
.murmura: doras de pueblo, decapitados, brujos y ensalmadores, músicos y
muchachas se dan cita en sus cuadros, en congregaciones de todo tipo, fiestas
de pueblo, nocturnos en el campo, actividades religiosas, sesiones de brujería,
mientras una atmósfera densa interpone colores ocres y ásperos como la tierra.
La vigorosa mitología indígena de la región resume un largo capítulo de la
obra de Valero.
El pintor de brocha gorda que una vez trocara el enlucido de los zaguanes de
casa en murales sobre los episodios bíblicos, se sintió desde sus comienzos
llamado por una vena narrativa, que había heredado de antiguos muralistas
que habían vivido en el Estado Trujillo. Lo que es interesante en Valero es el
hecho de que en él convivan lo sagrado y lo profano: el espíritu racionalista y
crítico que tiene en la pintura un medio para expresar ideas, y una religiosidad
aprendida de los mayores que se manifiesta en el misticismo de muchos de sus
temas. Valero alberga en sí mismo al ateo y al feligrés. Y resulta así porque es
un espíritu profundamente crítico. Su obra variada, extensa y desigual es un
vasto repertorio en donde ningún motivo, por más extraño que parezca, resulta
ajeno a su curiosidad socarrona de mestizo con mirada de águila que, aferrado
a su tierra para exaltar sus valores, no pierde por un instante la perspectiva de
lo que está ocurriendo en el mundo. Valero termina siendo un cronista de todo
cuanto hiere su sensibilidad: lo local, lo nacional y lo mundial. Y si se siente
llamado ante todo a ser cronista plástico de nuestro mestizaje cultural es
porque como poeta experimenta la esencia universal de sus valores.
Antonio José Fernández, apodado “El hombre del anillo, nació en Escuque,
Estado Trujillo, en 1915. Descubierto en 1963 por Carlos Contramaestre,
Fernández es un caso excepcional, no sólo por ser el primer escultor ingenuo
que aparece en Venezuela, sino también por la variedad de las técnicas y
medios que emplea: la madera, el cemento, el color, la piedra de río. Tal
riqueza de procedimientos corresponde naturalmente a sus intenciones y a la
profundidad de su concepción mítica de la realidad. Antonio José Fernández
coloca en su paisaje natal mitos cristianos como el de Adán y Eva y hace del
Trópico un paraíso; desarrolla escenas con la imaginación de un indígena,
envolviéndolas en poética fascinación, describe ante el espectador el horror de
los partos. Su candidez está a un paso del humor. Muy original y moderna
solución nos ofrece en sus relieves policromados en los que incrusta espejos
donde, no sólo los personajes del cuadro se miran, sino también es espectador
incorporado (una solución ingenua). Fernández concibe la forma como un
volumen y cuando pinta se le hace necesario tallar la madera misma que le
sirve de soporte, logrando intercalar (como en cierto pop art) planos pintados
con formas en relieve. Esto implica una concepción escultórica que ha
desarrollado con éxito en sus taltas de piedra de canto rodado y también en sus
objetos policromados modelados directamente en cemento. En estas
creaciones escultóricas, que se acercan a la concepción de los imagineros, se
perpetúa la tradición de la artesanía colonial, según la cual las figuras en
madera debían ser policromadas, lo que exigía también virtudes de colorista
de que tan poco está carente A.J. Fernández.
Víctor Millán es nativo de Araya, Estado Sucre, y fue descubierto hacia los
años 50 en el litoral de La Guaira, donde trabajaba como estibador del puerto.
Por muchos años había sido marinero, la temática marinera se hace presente
en casi toda su obra. Millán ha realizado una pintura numerosa y variada, que
constituye una enumeración entusiasta de escenas de fiesta, de pueblos,
plazas, embarcaciones, imágenes de procesiones y retratos de personajes
populares. Ha cultivado también, con igual fortuna y variedad de motivos la
escultura en madera y en piedra y, como sucede con Carvallo, sabe canalizar
su fantasía en la creación de objetos de artesanía, a todo lo cual imprime su
característica ingenua. “A él debemos —escribió Francisco Da Antonio—
esos ambiciosos paisajes donde las casas semejan proas de grandes buques
multicolores, abigarradas escenas donde el pájaro guarandol cae abatido por el
fogonazo de confitería que el cazador oculto entre cintas de papel acierta con
la gracia estallante de la escopeta de juguete. Exquisitas naturalezas muertas
—flores por lo regular— donde el azul impone su timbre más profundo y, por
sobre todo, las más hermosas estampas marineras de nuestro ingenuismo
pintadas con el decidido amor de quien conoció el secreto más puro de tas
viejas balandras pesqueras del Caribe”.
Rafael Vargas era un modesto campesino oriundo del Estado Falcón y
avecindado en Cabimas, donde se había dedicado a la agricultura. Obligado
por una enfermedad a dejar el conuco, Vargas se dedicó, mientras convalecía
en el Hospital de Cabimas, a tallar en madera formas de aves de corral y de
animales que atrajeron la atención de Carlos Contramaestre, quien se interesó
en darlo a conocer, proporcionándole materiales de pintura y organizando una
exposición con sus obras en la Galería XX2, en 1967. Desde entonces Vargas
ha trabajado ininterrumpidamente en el Estado Zulia y ha realizado aquí y en
otras regiones del país muestras de su obra. Pequeñas pinturas de temática
folklórica o religiosa, las bodas en los pueblos con su cortejó de festejantes,
fachadas de vivos colores de la arquitectura de Maracaibo, que enmarcan
diferentes sucesos, escenas con animales y episodios cotidianos, en algunos
casos resueltos como anécdotas. Su estilo ofrece características netamente
ingenuas, con notas de un sabor muy infantil, incorrección en la perspectiva,
colores planos y vivos, torpeza del dibujo y memorización que sustituye a la
observación.

LO NUEVO

Intentar un balance de las artes plásticas, incluso para referirse a Venezuela,


no es una tarea fácil; y dado que su dificultad aumenta con la tentación de la
escritura a querer abarcarlo todo, me siento inclinado, a causa de la
complejidad de la situación, a limitarme aquí a emborronar unos cuantos
puntos de vista encaminados al entendimiento y, si se quiere, a la discusión.
La abstracción, y sobre todo la abstracción geométrica, se abre curso en
nuestro país con la polémica y nunca bien estudiada generación de Los
Disidentes. Estos artistas partieron de la formación cubista recibida en la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas para ensayar un lenguaje de formas
puras que se situaba al extremo de los estilos de transición procedentes de una
estilización figurativa voluntariamente asumida. En su dirección más
ortodoxa, que es la que interesa recalcar, constituye lo que se ha llamado un
etilo epocal, es decir, una forma de lenguaje que pretendía responder a la
conciencia y a las necesidades estéticas de un momento de la sociedad,
necesidades que se suponían debían ser canalizadas y estimuladas por un
artepatrón. Para esto se hizo necesario manejar ideas, un conjunto de
conceptos (prestados en gran parte) que daban respuestas claras a las
diferentes cuestiones, ya estéticas, ya sociales, que plantea la relación ente arte
y públicos. Este apoyo teórico, que han seguido manejando los artistas
abstractos de tendencia constructivista —y que cada día se debilita más ante el
hecho de que ya puede darse todo por aceptado— ha significado a la larga una
importante adquisición conceptual incorporada a las ideologías y que hoy
podemos considerar en bloque como la tradición constructivista del arte
venezolano.
El estilo geométrico que se impuso en los años 50 tuvo por objetivo la
integración de las artes en un sistema de relaciones arquitectónicas y fue su
aspiración, siguiendo en esto las ideas contemporáneas de Mondrian y la
revista de Stijl, reordenar la actividad creativa dentro de una gramática
espacial regida por la convivencia humana. El eje de esta interacción era
cerrado por la arquitectura dentro de un proyecto integral. Tal fue lo que, al
menos teóricamente, se pudo hacer en el modelo más completo que nos queda
del experimento: la Ciudad Universitaria de Carlos Raúl Villanueva.
Lo que deseo puntualizar de modo objetivo es la articulación que guardan los
estilos geométricos a lo largo de un período de tres décadas durante las cuales
la abstracción ha experimentado cambios, ha progresado y ha sido sometida,
como el arte figurativo mismo, del que nos ocuparemos más adelante, a
cambios, crisis, alternabilidades y tensiones. Este camino, como se apreciará
en la obra de los artistas nacionales, se constituye en una secuencia de la que
se hace, además, necesario separar los estilos de abstracción orgánica o
expresionista que si bien tienen un mismo origen que el arte geométrico,
conducen a modos de percepción sensible análogos a los que privan en la
lectura del arte figurativo o tradicional.
Dentro de la perspectiva del constructivismo se instalan, por supuesto,
movimientos de gran actualidad como el cinetismo, hacia el cual la cultura
latinoamericana dirige ahora la mirada, luego del fehaciente homenaje que el
Centro Pompidou acaba de rendirle a Jesús Soto, máximo representante de
aquella corriente. El cinetismo y las líneas de abstracción que se le
emparentan —dentro del mismo tronco genealógico— parecen enfrentadas a
una cuestión esencial: la de interpretar el arte como forma de vida, tal como
este principio fue formulado en los proyectos de la década del 50. De acuerdo
con esto, un arte que aspira a ser expresión de una época nueva no puede dejar
de plantearse el problema del espacio vital en función de una síntesis, de una
unidad orgánica y múltiple; la mayoría de las obras que se elaboran con
formas programadas, abstracto—concretas, siguen llenando el mismo papel de
la obra de caballete, en el sentido de que constituye objetos cuya finalidad es
yuxtaponerse a un espacio museográfico o, mayormente, doméstico, orientado
en la dirección impuesta por la demarcación, como obras cerradas,
individualizadas por sus bordes o marcos. Los ensayos de difundir la obra al
espacio, de penetrar las estructuras sensibles de un lenguaje global, de acuerdo
de un sistema de formas programado a escala, resultan por ahora empresas
costosas y poco comprensibles —por su terminología misma— a los
urbanistas y constructores. Se precisa entrar en un nuevo tiempo. Tanto Soto
como Cruz Diez y, en menor medida, Otero y otros, comprenden esta
disyuntiva y la encaran en condiciones que garantizan el éxito o al menos una
lealtad al viejo principio que busca desde hace varias décadas un lenguaje
común a la época, un arte incurso en los fenómenos de la vida capaz de
superar las fronteras del marco y el muro. Los diferentes ensayos para
establecer una relación más directa con el público, en espacios ambientales
cerrados o abiertos, o frente al paisaje, indican la dirección más cónsona con
la teoría, tal como lo anuncian los proyectos de ambientación más ambiciosos,
ejecutados en plazas, parques o factorías; estas soluciones representan la
salida natural del cinetismo, si se desea escapar a un arte de laboratorio cuyo
fin sería necesariamente permanecer ahogado entre muros.
Reverón capitaliza la atención de todos por el carácter inconcluso y sugestivo
de una obra integral, que se manifiesta fundamentalmente como forma de vida
y que, por la misma razón, toca a la existencia humana y al lenguaje como
totalidad expresiva. Artista, ecólogo, inventor de mitologías, y sobre todo
hombre de comportamiento teatral. Reverón nutrió las técnicas pictóricas de
una fuerza biológica, de una morfología corporal que le permitía, en tanto que
realización, entender su trabajo como una escritura excesivamente abierta,
compleja y misteriosa, en la cual el artista como ejecutor se fundía con la
creación y la completaba como parte de ella.
El año reveroniano, este hecho se enlaza por azar a una circunstancia a la que
hace honor: el reciclaje figurativo, el robustecimiento de los lenguajes de la
realidad, el reencuentro de formas surrealistas derivadas de la transcripción
automática del gesto. En un alto porcentaje, el nuevo artista venezolano, el
emergente, hace causa de la figuración, en la que se apoyan sus búsquedas por
una vía que parece eludir, en virtud de su nivel técnico, los tanteos, la
complementareidad en que naufragaron los mejores intentos de la nueva
figuración de ayer. ¿Se trataría de una reacción en cadena contra el
prolongado reino de los estilos abstractos? En todo caso, la vertiente
figurativa, por la que se lanza la gran mayoría de jóvenes que comienza a
hacer armas, no constituye un movimiento en sí, ni obedece a grupos y no
hace alarde más que en pequeña medida del compromiso político. En cierto
modo, estamos asistiendo a una especie de operación correctiva de la tradición
figurativa de ayer, con todos los peligros y ventajas que se derivan de una
lección dada por alumnos que, como dijo alguien por allí, superan a sus
maestros.
Durante la década del 60 la nueva figuración jugó un rol importante y prueba
de ello es el trabajo de Jacobo Borges y del Círculo El Pez Dorado,
agrupación en la que participaron figurativos como Régulo, Palacios,
Espinoza, Luque y Moya, cuyas obras, junto a la de otros que no he
nombrado, sientan las bases de las búsquedas siguientes.
Pero entre la gente joven, debido al peso de esta tradición, la balanza no
parece inclinarse hacia el cinetismo o la abstracción ni la adhesión a estas
modalidades alcanza a tener la intensidad de ayer.
El número y la variedad del trabajo que siguen las nuevas tendencias
figurativas es impresionante y permite ser optimista con los resultados que ya
se están viendo, especialmente a través de salones y muestras colectivas. Lo
más destacado hasta ahora, como característica general, es la capacidad
técnica y el alto grado de rigor para demostrar que la disciplina no es menos
importante que la inspiración. Esta voluntad laboriosa, esta obsesiva y agitada
necesidad de precisión parece resistirse a la idea de improvisación y
gestualidad que privó en la década pasada. Expresa en la mayoría de los casos,
una crítica silenciosa pero persistente al pasado; los artistas de la nueva
generación, los que hoy no llegan a los 30 años, trabajan como si quisieran
plantearse de nuevo las cosas, partir desde un lugar en que el lenguaje debería
ser inventado. De allí que, aun tratándose de jóvenes que proceden de escuelas
y centros de enseñanza, como el Instituto de Diseño Neumann-lnce, el
CEGRA o las escuelas de artes plásticas, se ejercitan en la mayoría de los
casos como verdaderos autodidactas.
Por otra parte, la alta elaboración técnica que se observa en nuestra tradición
constructivista ha podido ejercer alguna influencia —cuanto a esa misma
exigencia técnica— sobre la disciplina y el oficio que en el mejor de los
sentidos apreciamos en el nuevo artista figurativo. No veo por qué esta
relación de dos concepciones tan opuestas, no sea susceptible de incidir en el
desarrollo actual de nuestra conciencia plástica originando consecuencias que
podrían ser importantes.
Se entiende que para muchos el dibujo es como la encrucijada actual, el lugar
de reflujo para una coincidencia generacional que se pide a gritos. Ahora
algunos comenzarán a empujar las puertas del lenguaje para abrir salidas que
en un momento dado resultaban demasiado estrechas si faltan la imaginación
y, sobre todo, la teoría de que tanto adolece el arte venezolano. Una buena
parte de los expositores de hoy ha comprendido el papel subalterno que había
venido cumpliendo el dibujo en la historia del arte como instrumento
mediador de la pintura y la escultura. Se trata, en nuestro caso, en la particular
coyuntura venezolana, de relevarlo de este rol para darle autonomía,
oponiéndolo a toda mediación e, incluso, castrándolo de la condición limitante
que implica la designación, el término de dibujo. En todo caso, para los que no
se han embarcado en el carro de la contemporaneidad, para los que no tienen
necesidad de exceder las fronteras, el dibujo —si por éste se define a cierto
uso dado a ciertos materiales de la tradición— será una expresión completa en
sí misma, tal como ha sido entendida por grandes dibujantes al estilo de Wols,
Sonderborg, Michaux y el propio Klee.
Que el grado de innovación urgido por la época no se corresponda con la
necesidad que lleva a emplear los nobles elementos de la tradición, en pos del
dominio sensible de un mundo poetizado, no debe entenderse como delito de
extemporaneidad o reaccionarismo que obligue, en nombre del progreso o la
tecnología, al suicidio o al desafuero.
No hay que olvidar que el dibujo es una de las mejores expresiones de este
momento y ello viene en favor de lo que decíamos más arriba: para el nuevo
artista dibujar, con la libertad y la paciencia que pone en juego, es reingresar
al origen de una experiencia inédita. Este comienzo se orienta a cualquier cosa
y no necesariamente al dibujo. Por eso, los dos últimos salones organizados
por Fundarte nos remiten exclusivamente, tal como lo ha reconocido Roberto
Guevara, a una confrontación de dibujantes. Sus manifestaciones son indicios
de un proceso más complejo, en marcha, que busca una nueva forma, en
cualquiera de los grandes géneros. Por otra parte, muestra una procedencia
igualmente fértil, pues la provincia, a menudo discriminada y frustrada, tiene
representantes y a veces escuelas que se suman al movimiento de renovación
que se inicia, y que como en el caso de Maracaibo vienen dando qué hacer en
confrontaciones nacionales e internacionales. Las obras de éstos siempre se
caracterizaron por una laboriosa técnica, por un dibujo que incidía en los
temas de la realidad circundante, en el hombre y el paisaje oníricos, en esta
ciudad violentamente caricaturizada, cuyos personajes eran transmutados a
una especie de realismo popular, con gran dosis de humor o sarcasmo.
Así ha surgido un grupo muy homogéneo en sus proposiciones críticas:
Carmelo Niño, Ender Cepeda, Ángel Peña, se habían adelantado al dibujo;
pero éstos no son los únicos, también están en Maracaibo Henry Bermúdez,
con sus planos caligráficos, expresión de un mundo profundamente
entretejido, y Juan Mendoza, cuyos cuadros de fachadas tienen una
neutralidad poética que responde a los motivos de la arquitectura en que este
artista basa sus transposiciones geométricas.
Como en Maracaibo, que tiene el grupo de figurativos más cercano a la actitud
comprometida, Valencia es por tradición un centro formativo de importancia.
Aparte de que aquí se celebra el salón de artes plásticas más antiguo de
Venezuela y el único de su especie que sobrevive, en esta ciudad se mantiene
desde hace tiempo una vocación investigativa que permite que en la capital
carabobeña convivan el arte conceptual de un Carlos Zerpa, prolífico y vario,
con las búsquedas constructivas de Zerep y Darío Pérez, y el dibujo de
Edmundo Vargas, Maricarmen Pérez, Ramón Belisario y Rafael Campos, los
dos últimos ganadores en el reciente IX Salón Avellán. Hago hincapié en que
cito nombres que recuerdo en este momento entre los artistas más jóvenes,
pues del mismo modo podría mencionar a aquellos que han desarrollado
actividades responsables al frente de planteles de enseñanza de cierto
prestigio, como es el caso de Wladimir Zabaleta, de una generación anterior,
autor de un mundo simbólico muy personal, o el de Humberto Jaimes
Sánchez, quien reside en Valencia donde fue hasta hace poco director de la
Escuela de Artes Plásticas. Freddy Villarroel, que tabora en San Felipe, Estado
Yaracuy, no sólo realiza una gráfica de signo conceptual poco conocida entre
nosotros, sino que como el propio Zabaleta es animador del trabajo de
renovación que se lleva a cabo en la escuela de artes de la región.
Hace algún tiempo se evaluaba el aporte cultural de la provincia a través de la
obra de los creadores que habían abandonado sus lugares de origen para
establecerse en la capital. Ahora ocurre lo contrario, muchos artistas de la
capital han optado por instalarse en provincia, y a su vez el artista local
prefiere trabajar en el sitio de origen. Todo esto se traduce en una creciente
interacción que se va reflejando en la calidad de las confrontaciones, en su
aspecto diverso e inédito. Diáspora, éxodo o recogimiento, que ensanche el
panorama artístico de zonas tan dotadas visualmente como el oriente del país,
en particular Barcelona y Puerto La Cruz, en donde Pedro Barreto y Gladys
Meneses, recobrando la solidaridad que obsedió a Reverón, han construido un
taller de trabajo que podría servir de ejemplo para las escuelas o laboratorios
que se creen en el país. Muchos otros artistas regados por todo el país:
Montenegro, Contramaestre, Granados, De la Fuente, Grisolia y Lobo, en
Mérida; Hung, Bellorín y Lía Bermúdez en Maracaibo; José Rosario Pérez, en
Ciudad Bolívar; Eduardo Lezama, en Tucupita; Latouche y Narciso Olivares,
en El Tigre.
En todo caso, los salones sirven de lugar de encuentro y confrontación,
mientras no existan medios distributivos de la obra de mayor adecuación, tal
como lo ha probado el Salón de Fundarte, el Salón de Jóvenes del CONAC y
el Premio Avellán.
Los salones de arte que aún se ofrecen como alternativas válidas para la
confrontación y el estímulo creativo, tienden a convertirse por su naturaleza
competitiva en manifestaciones francamente juveniles, pletóricas de efectos,
pero de una abrumadora presencia de estilos en proceso que obligan a los
jurados de selección a realizar una poda escalofriante. El Salón Arturo
Michelena, desasistido, como antes el Salón Oficial, de los artistas
consagrados, viene otorgando desde hace seis años sus premios mayores a
jóvenes que no tenían para el momento de recibirlos 35 años: Rafael Martínez,
Felisberto Cuevas, Wladimir Zabaleta, Campos Biscardi, Julio Pacheco Rivas,
Margot Rómer. A fin de atraer un consenso generacional más amplio a sus
salas de exposición, el Salón Michelena se ha visto precisado a reformular sus
bases. Así se introdujo en éste una sección de homenajes que estuvo
consagrada en 1978 a los pintores que han sido galardonados con el Premio
Arturo Michelena desde la creación del certamen. Se consideran obras
actuales de esos artistas ganadores, expuestas fuera de concurso y como marco
de referencia para la historia del Salón. Es evidente que se ha tratado de
introducir una mirada paralela. Todo ello debería ser materia para la
investigación y se espera que los promotores del salón Michelena, así como de
otros, prevean la importancia del estudio sistemático, de la obra de arte en la
posibilidad que le brinda la coyuntura de un salón de nuevo tipo.
No escapa a nadie que nuestro arte atraviesa por serias dificultades de
comunicación que van desde las que se refieren al público como a los medios
y centros de difusión, escasa funcionalidad de las salas, pocos espacios
disponibles, falta de recursos para el montaje y los apoyos didácticos que
deben brindarse a las obras de lectura especial. El mensaje lineal de la
presentación puramente expositiva debe ser sustituido por mecanismos de
intelección más exigentes en el propósito de sacar al espectador de la
pasividad que caracteriza a nuestra actual relación de público y obra de arte.
Véase al respecto el ensayo Gego. Construcción de una didáctica, de Ruth
Auerbach, en el libro Gego 1955-1990.
Hay que señalar, no obstante, que se trata de una modernidad cuyo medio está
dominado por la miseria, el caos y la irracionalidad aun en los centros urbanos
que pretenden inscribirse miméticamente en el desarrollo” (Traba, 1974:38).
La instalación de pinturas murales abstractas en el núcleo cultural de la
Ciudad Universitaria de Caracas se inició en 1953.
Entre estos artistas se encuentran Magnelli. Dewasne, Bill, Bloc, Vasarely,
Degand y Pillet, Dewasne y Pillet tenían incluso una academia a la que
asistieron algunos de los venezolanos. Otros, sin embargo, (Otero y Soto), se
interesaron principalmente en la obra de Mondrian (Rodríguez, 1979: 6-21).
En la publicación del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, Contrastes
de forma (1986) se establecen cronológicamente las diferentes etapas del
desarrollo de la abstracción geométrica (Cfr. Dabrowski, 1986).
En contacto con Leufert, nombrado director artístico de la revista El Farol
desde 1957, profesor de diseño de la Facultad de Arquitectura de la
Universidad Central de Venezuela, en 1958, y contratado en 1960 como
coordinador y diseñador por el Museo de Bellas Artes (Rodríguez, 1976: XII-
XIV) para que desde allí renovara los conceptos del diseño gráfico en el país,
Gego tuvo ocasión de conocer no sólo a su director, Miguel Arroyo, quien
para los momentos estaba haciendo del Museo una institución de primera línea
en América, sino también a muchos creadores de vanguardia del momento.
Debo a Lourdes Blanco la información referente a estas exposiciones.
En 1954 fue incorporada una obra de Pevsner: Dinamismo en 30 grados, a
nuestra Ciudad Universitaria. Por otra parte, Gego, en cuya biblioteca se
encuentran varios libros sobre Gabo, tenía un gran interés por la obra de éste y
se reunió con él cuando estuvo en Nueva York (Pantin. 1981: s.p.).
De hecho, Gego parece haber estado interesada en esas teorías. En uno de sus
papeles de trabajo anota: “la realidad nuclear, tal como es percibida por la
ciencia moderna, todavía tiene que ser actualizada en arte de manera
convincente” (Gego, Papeles de trabajo, s.d.).
Según las ideas de Rene Huyghe, se trata de un pensamiento que toma en
cuenta la dinámica de las formas vivas y se interesa en las torsiones y en las
superficies cambiantes y sinuosas que pueden adquirir los nuevos materiales
industriales (en especial los plásticos y el cemento, que son moldeados para
lograr las curvas que la nueva arquitectura incorporará desde mediados del
siglo) (Huyghe, 1972, II: 221 y ss.).
Manuel Quintana Castillo

Nació en Caucagua, Estado Miranda, en 1928. Estudió de forma autodidáctica


y siguió cursos en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas con el
dibujante español Martín Ramón Durbán. Al principio influido por Klee y
Rufino Tamayo, Quintana Castillo supo unir su comprensión del cubismo con
una visión mágica del trópico, y de allí el rigor y el carácter poético de sus
primeras obras. Una lenta y laboriosa evolución lo impulsa hacia formas en
que se interrelaciona el grafismo y el color en una expresión de contenido
abstracto, a la búsqueda de un lenguaje autónomo que, al consignar una
expresión subjetiva personal, pueda inscribirse en un vocabulario de formas
universales.

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