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En la obra “La tiranía sin tiranos” su autor, David Trueba, nos presenta, al igual que la

mayoría de intelectuales, la idea de un Estado utópico benefactor caído en desgracia por la


incapacidad de sus dirigentes, ¡cómo si de algún pudiera existir un Estado más próspero!
Los bienes públicos son aquellos en los que es imposible, se dice, la rivalidad en el consumo,
aquellos que están forzados a una oferta conjunta. La presunta existencia de estos bienes exige la
aparición de un órgano monopolista de la violencia, al que llamamos Estado, dedicado a su
distribución. Sin embargo, todo el análisis dinámico, basado en la empresarialidad y el orden
espontáneo del mercado, invalida este razonamiento. Desde un punto de vista dinámico, siempre
que existe una supuesta situación estática de bien público, surgen inmediatamente los incentivos
empresariales que conducen al descubrimiento de las innovaciones necesarias para permitir que la
oferta no sea conjunta o que se produzca rivalidad en el consumo. Tanto es así que, en ausencia del
Estado, los bienes públicos tienden a desaparecer. Tampoco es necesario el Estado para la definición
del Derecho, pues, el Derecho no es más que el resultado de la plasmación evolutiva de la naturaleza
humana a lo largo del tiempo o, como nos explica Cicerón, <<la res publica romana es ideal, ya que
fue construida por un conjunto de personas de gran calidad y no sólo por un solo legislador, siendo el
resultado de una evolución de largos siglos y generaciones>>.
En definitiva, la definición y la defensa del Derecho no precisa al Estado, en vista de que este
no hace más que plasmar por escrito las leyes que habían sido vigentes desde hace siglos, ¡como si
se fueran a olvidar! Es más, el Estado lo defiende de una manera muy imperfecta, así mismo, cabe
destacar la imposibilidad de la existencia de un Estado de Derecho, pues, como dice Anthony de
Jasay:

“Hablar de Estado de Derecho es una contradicción en los términos,


tan grave como referirse a un círculo cuadrado, a la nieve caliente,
a un esqueleto obeso, o a una puta virgen”

Las leyes redactadas por el poder legislativo y ejecutadas por el gobierno carecen de ética y
moral, sin ignorar que, usualmente, estas acaban siendo de carácter proteccionista e
intervencionista. A ninguna persona le corresponde el derecho de decidir cómo otros han de vivir sus
vidas, aunque lo haga en nombre de una mayoría, una mayoría que, de igual manera, carece de tal
poder; habida cuenta de la soberanía del individuo en lo relacionado a su vida. Más aún, ¿de qué
forma, contraria a la fuerza y la violencia, garantiza tan maligno ente el orden y el cumplimiento de
sus leyes? Por tanto, ¿qué obliga al Estado, teniendo este el monopolio de la violencia y, en
consecuencia, el del poder ejecutivo, a cumplir las obligaciones a las que él mismo se ha sometido?
Esta se trata de una muy perversa situación, en la que nos encontramos ante un sujeto que actúa al
tiempo como juez y parte, y decide si la parte ha cometido o no delito. Si el Estado es el único capaz
de forzarse a cumplir las obligaciones, obviamente, si no desea asumirlas, nadie será capaz de
hacerlo y, por consiguiente, no está sujeto a tales obligaciones.
En conclusión, es difícil entender tal visión mesiánica, que espera la llegada de unos
dirigentes capaces, entre una élite intelectual que, comúnmente, se declara profundamente atea.
Igualmente, la idea de un gobernante bueno y bondadoso ya fue refutada por Maquiavelo en "El
Príncipe". La visión de estos eruditos sería comparable a la de un sujeto que impediría a Randle
McMurphy rebelarse contra el tiránico y cruel sistema del hospital psiquiátrico en el que estaba
ingresado argumentando que, eventualmente, la sádica Gran Enfermera Ratched sería sustituida.

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