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Las leyes redactadas por el poder legislativo y ejecutadas por el gobierno carecen de ética y
moral, sin ignorar que, usualmente, estas acaban siendo de carácter proteccionista e
intervencionista. A ninguna persona le corresponde el derecho de decidir cómo otros han de vivir sus
vidas, aunque lo haga en nombre de una mayoría, una mayoría que, de igual manera, carece de tal
poder; habida cuenta de la soberanía del individuo en lo relacionado a su vida. Más aún, ¿de qué
forma, contraria a la fuerza y la violencia, garantiza tan maligno ente el orden y el cumplimiento de
sus leyes? Por tanto, ¿qué obliga al Estado, teniendo este el monopolio de la violencia y, en
consecuencia, el del poder ejecutivo, a cumplir las obligaciones a las que él mismo se ha sometido?
Esta se trata de una muy perversa situación, en la que nos encontramos ante un sujeto que actúa al
tiempo como juez y parte, y decide si la parte ha cometido o no delito. Si el Estado es el único capaz
de forzarse a cumplir las obligaciones, obviamente, si no desea asumirlas, nadie será capaz de
hacerlo y, por consiguiente, no está sujeto a tales obligaciones.
En conclusión, es difícil entender tal visión mesiánica, que espera la llegada de unos
dirigentes capaces, entre una élite intelectual que, comúnmente, se declara profundamente atea.
Igualmente, la idea de un gobernante bueno y bondadoso ya fue refutada por Maquiavelo en "El
Príncipe". La visión de estos eruditos sería comparable a la de un sujeto que impediría a Randle
McMurphy rebelarse contra el tiránico y cruel sistema del hospital psiquiátrico en el que estaba
ingresado argumentando que, eventualmente, la sádica Gran Enfermera Ratched sería sustituida.