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LAS ESTATUAS DE LA NOCHE

Limitadas por un horizonte lejano, que desde cierto punto se encuentra muy remoto y
parece fundido con la brillantez azul de un cielo metálico, contrastan el negro esplendor
de sus formas marmóreas con el insuperable resplandor del sol.
Construidas en el amanecer de los tiempos, por una raza cuyas tumbas en forma de torre
y ciudades de altas cúpulas constituyen ahora un solo polvo con el de sus constructores
en las lentas evoluciones del desierto, permanecen en pie para contemplar los terribles
amaneceres postreros, que surgen en otros países, consumiendo los velos de la noche en
las desolaciones infinitas. Al mismo nivel de la luz, sus ceños temibles conservan el
orgullo de los reyes Titánicos. En sus ojos de mirada pétrea, implacables y sin párpados,
se refleja la desesperación de quienes han contemplado el infinito durante demasiado
tiempo.
Mudas como las montañas de cuyo seno metálico surgieran, sus labios nunca han
reconocido la soberanía de los soles que en llamarada triunfante cabalgan de horizonte a
horizonte por la tierra subyugada.
Unicamente al atardecer, cuando el oeste arde como un horno gigantesco, y las lejanas
montañas lanzan chispas doradas a las profundidades de los cielos caldeados —
únicamente al atardecer, cuando el este se hace infinito e indefinido, y las sombras del
desierto se mezclan con la sombra de la noche hasta formar una sola—, entonces, y sólo
entonces, surge de sus gargantas pétreas una música que se eleva hacia el horizonte
cobrizo; es una música fuerte y triste, extraña y de gran sonoridad, como el canto de las
estrellas negras, o la letanía de dioses que invocan olvido; es una música que enternece
al desierto llegando hasta su corazón de roca, y que retumba en el granito de tumbas
olvidadas, hasta que los últimos ecos de su alegría, cual trompetas del destino, se unen
al negro silencio de lo infinito.

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