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Claudio el dios y
su esposa
Mesalina
ePub r1.3
Titivillus 03.03.15
Título original: Claudius the God and his
Wife Messalina
Robert Graves, 1934
Traducción: Floreal Mazía
Al enterarme de la pérdida
de mi vecino, y lleno de piedad
por él, ¿por qué bosques y
valles, por qué ventosas e
inhospitalarias montañas, en qué
húmedas y oscuras cavernas no
busqué esa oveja perdida (o
vaca perdida, o caballo perdido,
o mula perdida)?, hasta que al
fin, cosa extraordinaria, al
volver a casa, fatigado, con los
pies doloridos y desalentado la
encontré aquí (llevarse la mano
a los ojos y mostrarse
asombrado). ¿Y dónde, sino en
mi propio corral (o establo, o
granero, o caballeriza), en el que
se había introducido
perversamente durante mi
ausencia?
M i preocupación inmediata en el
exterior era la frontera del
Rhin. A finales del reinado de Tiberio,
los germanos del norte habían sido
alentados, por informes de la
inactividad de éste en general, a hacer
incursiones a través del río, a lo que
llamamos la Provincia Inferior.
Pequeños grupos cruzaban a nado, en los
lugares no vigilados, de noche, para
atacar casas o villorrios aislados,
asesinar a los ocupantes y saquear el oro
y las joyas que pudiesen encontrar.
Luego regresaban nadando, al alba.
Habría sido difícil impedirles que lo
hicieran, incluso aunque nuestros
hombres hubiesen estado constantemente
alertas —y en el norte, por lo menos lo
estaban— porque el Rhin es un río
inmensamente largo y difícil de
patrullar. La única medida eficaz contra
las incursiones habría sido la represalia,
pero Tiberio negó el permiso para
ninguna expedición punitiva a gran
escala. Escribía: «Si las avispas lo
molestan a uno, hay que quemar el
avispero. Pero si sólo se trata de
mosquitos, no hay que prestarles
atención». En cuanto a la Provincia
Superior, se recordará que durante su
expedición a Francia, Calígula mandó
llamar a Gaetúlico, el comandante de
los cuatro regimientos del Rhin superior,
y lo ejecutó por una acusación infundada
de conspiración; que cruzó el río con un
enorme ejército y avanzó unos pocos
kilómetros, sin que los germanos
ofreciesen resistencia; que de pronto se
sintió alarmado y volvió sobre sus
pasos. El hombre a quien designó como
sucesor de Gaetúlico era el comandante
de las fuerzas auxiliares francesas de
Lyon. Se llamaba Galba[1], y era uno de
los hombres de Livia. Ésta lo había
destacado en sus preferencias cuando
todavía era un joven, y él justificó
ampliamente la confianza que le brindó.
Era un soldado valiente y un magistrado
lleno de discernimiento, trabajaba con
intensidad y tenía un carácter privado
ejemplar. Había llegado a ser cónsul
seis años antes. Cuando Livia murió, le
dejó un legado especial de 500.000
piezas de oro. Pero Tiberio, como
ejecutor de Livia, dictaminó que debía
de tratarse de un error. La suma había
sido escrita en números, no en letras, y
decidió que la testadora había querido
decir 50.000. Como no pagó uno sólo de
los legados de Livia, esto no tenía
mayor importancia en esos momentos.
Pero cuando Calígula llegó a ser
emperador y pagó los legados de Livia,
Galba tuvo la mala suerte de que
Calígula no se diese cuenta del fraude
de Tiberio. No insistió para que le
pagasen los 500.000, y quizá fue mejor
para él que no lo hiciera, porque de lo
contrario Calígula habría recordado el
incidente, cuando se encontró sin
fondos, y en lugar de concederle ese
importante comando en el Rhin,
probablemente lo habría acusado de
formar parte en la conspiración de
Gaetúlico. La elección de Galba por
Calígula es parte de una curiosa historia.
Un día había ordenado un gran desfile en
Lyon, y cuando terminó convocó ante sí
a todos los oficiales que habían
participado en él y les ofreció una
disertación en cuanto a la necesidad de
mantenerse en buen estado físico.
—Un soldado romano —dijo—
debe ser resistente como el cuero y duro
como el hierro. Y todos los oficiales
tienen que dar un magnífico ejemplo a
sus soldados en ese sentido. Me interesa
ver cuántos de ustedes sobrevivirán a
una sencilla prueba que les impondré
ahora. Vamos, amigos, hagamos una
pequeña carrera en dirección de Autun.
Estaba sentado en su carroza, con un
par de magníficos capones franceses en
las varas. Su cochero hizo restallar la
fusta y partieron. Los oficiales, que ya
estaban sudorosos, se precipitaron tras
él, con sus pesadas armas y corazas. Él
se mantuvo a la suficiente distancia de
ellos como para no perderlos de vista,
pero no dejaba que sus caballos
anduviesen al paso, por temor a que los
oficiales siguieran el ejemplo. Continuó
avanzando durante mucho tiempo. La
línea se fue alargando Muchos de los
corredores se desmayaron y uno cayó
muerto. A los 32 kilómetros se detuvo
finalmente. Sólo uno de los hombres
había sobrevivido a la prueba: Galba.
Calígula dijo:
—¿Prefieres volver corriendo,
general, o quieres sentarte a mi lado?
A Galba le quedaba suficiente
aliento para contestar que como soldado
no tenía preferencias; estaba
acostumbrado a obedecer las órdenes.
De modo que Calígula le permitió
volver caminando pero al día siguiente
le dio su nombramiento. Agripinila se
sintió grandemente interesada en Galba
cuando lo conoció en Lyon; quiso
casarse con él, aunque él ya estaba
casado con una mujer de la casa de
Lépido. Galba estaba muy a gusto con su
esposa y se comportó tan fríamente con
Agripinila como se lo permitía su
lealtad hacia Calígula. Agripinila
insistió en sus atenciones, y un día hubo
un gran escándalo, en una recepción
ofrecida por la suegra de Galba, a la que
Agripinila concurrió sin haber sido
invitada. La suegra de Galba la encaró
en frente de todos los nobles allí
reunidos, la insultó profusamente,
llamándola mozuela desvergonzada y
lasciva, y llegó a propinarle algunos
puñetazos en la cara. Galba lo habría
pasado mal si Calígula no hubiese
decidido al día siguiente que Agripinila
estaba complicada en la conspiración
contra su vida y si no la hubiera
desterrado como ya he descrito. Cuando
Calígula huyó de vuelta a Roma,
aterrorizado por una presunta incursión
germana a través del Rhin (mentira
humorísticamente difundida por sus
soldados), sus fuerzas se encontraban
todas concentradas en un punto. Grandes
extensiones del río quedaron sin
vigilancia. Los germanos se enteraron de
eso en el acto, y también de la cobardía
de Calígula. Aprovecharon la
oportunidad para cruzar el Rhin con
todas sus fuerzas y establecerse en
nuestro territorio, donde provocaron
grandes daños. Los que cruzaron eran
hombres de las tribus Chatia, que
significa gatos montañeses. El Gato era
su insignia de tribu. Tenían fortalezas en
el país montañoso ubicado entre el Rhin
y el Weser superior. Mi hermano
Germánico siempre los había
considerado los mejores combatientes
de Germania. Mantenían su formación en
el combate, obedecían a sus jefes casi
como romanos y de noche solían cavar
trincheras y colocar pozos avanzados,
precaución que muy pocas veces tomaba
ninguna otra tribu germánica. Galba
necesitó varios meses y considerables
pérdidas en hombres para desalojarlos y
expulsarlos otra vez al otro lado del
Rhin.
Galba era un estricto disciplinario.
Gaetúlico había sido un soldado capaz,
pero demasiado tolerante. El día que
Galba llegó a Maguncia para hacerse
cargo de su comando, los soldados
presenciaban unos juegos que se
celebraban en honor de Calígula. Un
cazador había mostrado gran habilidad
en su lucha contra un leopardo, y los
hombres rompieron a aplaudir. Las
primeras palabras que pronunció Galba
al entrar en el palco del general fueron:
—¡Mantengan las manos bajo las
capas, soldados! Ahora soy yo el
comandante, y no permito negligencias.
Continuó hablándoles en el mismo
estilo, y se hizo muy popular, a pesar de
ser un comandante tan severo. Sus
enemigos lo consideraban mezquino,
pero eso es injusto. Era simplemente
abstemio, rechazaba la extravagancia en
su estado mayor y exigía una estricta
cuenta de gastos a sus subordinados.
Cuando llegaron noticias del asesinato
de Calígula, sus amigos lo instaron a
marchar sobre Roma, a la cabeza de su
cuerpo, diciendo que era ahora la única
persona adecuada para regir el imperio.
Y Galba replicó:
—¿Marchar sobre Roma y dejar el
Rhin desguarnecido? ¿Qué tipo de
romano creen que soy? —Y continuó—:
Además, por lo que se sabe, este
Claudio es un hombre trabajador y
modesto, y aunque algunos de ustedes
parecen considerarlo un tonto, yo
vacilaría en tener por tonto a miembro
alguno de la familia imperial que haya
sobrevivido con éxito los reinados de
Augusto, Tiberio y Calígula. Creo que
en las circunstancias la elección es
buena, y me agradaría ofrecer el
juramento de fidelidad a Claudio. Me
dicen ustedes que no es un soldado.
Tanto mejor, la experiencia de la
campañas no es a veces una cosa
imprescindible para un comandante en
jefe. El dios Augusto —hablo con todo
el respeto— se sintió inclinado, de
viejo, a poner obstáculos ante sus
generales, al darles consejos y órdenes
excesivamente detalladas. La última
campaña de los Balcanes no se habría
prolongado tanto como se prolongó, si él
no se hubiese mostrado tan ansioso por
volver a librar, desde la retaguardia, las
batallas que había librado a la cabeza de
sus tropas unos cuarenta años antes.
Creo que Claudio no saldrá al campo de
batalla a su edad, ni se sentirá tentado a
anular las decisiones de sus generales en
asuntos de los cuales es ignorante. Pero
al mismo tiempo es un historiador
erudito y, según se me dice, conoce los
principios estratégicos generales, hasta
tal punto, que muchos comandantes en
jefe con experiencia en el combate
podrían envidiarle.
Esas observaciones de Galba me
fueron posteriormente trasmitidas por
uno de los hombres de mi personal, y le
envié una carta de agradecimiento por su
buena opinión. Le dije que podía contar
conmigo, que pensaba dejar las manos
libres a mis generales en las campañas
que ordenase o autorizase. Pensaba
decidir simplemente si la expedición
debía ser de conquista o si tendría un
carácter simplemente punitivo. En el
primer caso, el rigor sería dulcificado
por el humanitarismo. Se inferirían los
menores daños posibles a las aldeas y
ciudades capturadas, y a las cosechas;
los dioses locales no tendrían que ser
humillados, no se permitiría carnicería
alguna una vez que las líneas enemigas
hubiesen sido quebradas en el combate.
Pero en el caso de una expedición
punitiva no se mostraría piedad alguna.
Se inferirían todos los daños posibles a
las cosechas, aldeas, ciudades y
templos, y los habitantes que no fuesen
dignos de ser capturados como esclavos
tendrían que ser diezmados. También
indicaría la cantidad máxima de
reservas que podían convocarse y la
cantidad máxima de bajas Romanas que
se permitirían. Decidiría, de antemano,
en consulta con el propio general, los
objetivos exactos del ataque y le pediría
que informase cuántos días o meses
necesitaría para tomarlos. Dejaría todas
las disposiciones estratégicas y tácticas
a su cargo, y sólo ejercería mi derecho
de tomar el comando personal de la
campaña, si los objetivos no hubiesen
sido alcanzados dentro del plazo fijado,
o si las bajas romanas subiesen más allá
de la cifra estipulada. Porque tenía
pensado enviar a Galba en una campaña
contra los chatias. Tenía que ser una
expedición punitiva. No pensaba
ampliar el imperio más allá de la
frontera natural y evidente del Rhin,
pero cuando los hombres de las tribus
de Chatia y del norte, los istevonios, no
respetaban esas fronteras, era preciso
afirmar con vigor la dignidad romana.
Mi hermano Germánico solía decir
siempre que la única forma de
conquistar el respeto de los germánicos
era la de tratarlos con brutalidad, y que
era la única nación en el mundo acerca
de la cual podía decir eso. Los
españoles, por ejemplo, se mostraban
impresionados por la cortesía de un
conquistador, los francos por su riqueza,
los griegos por su respeto a las artes, los
judíos por su integridad moral, los
africanos por su porte sereno y
autoritario. Pero el germano, que no se
impresiona por ninguna de estas cosas,
debe ser siempre derribado y vuelto a
derribar cuando se levanta, y golpeado
cuando yace gimiendo. «Mientras le
duelan las heridas, respetará la mano
que las ha inferido». Al mismo tiempo
que Galba avanzaba, había que llevar a
cabo otra expedición punitiva contra los
incursores istevonios, mandada por
Gabinio, el general que comandaba los
cuatro regimientos del Rhin inferior. La
expedición de Gabinio me interesaba
mucho más que la de Galba, porque su
objetivo no era simplemente punitivo.
Antes de ordenarla sacrifiqué en el
templo de Augusto e informé en privado
al dios que estaba decidido a completar
una tarea que mi hermano Germánico no
había podido terminar, y que era, lo
sabía, una tarea en la que el mismo
estaba interesado. Se trataba del rescate
de la tercera y última de las águilas
perdidas de Varo, que todavía se
encontraba en manos germanas después
de treinta años. Le recordé que mi
hermano Germánico había recapturado
un águila al año siguiente a Su
Deificación, y otra en la campaña
posterior. Pero Tiberio lo llamó a Roma
antes de que pudiese vengar a Varo, en
la última batalla aplastante, y
reconquistar el Águila que todavía
faltaba. Por lo tanto rogaba al dios que
favoreciese mis armas y restableciese el
honor de Roma. Cuando se elevó el
humo del sacrificio, pareció que las
manos de la estatua de Augusto se
movían en una bendición y su cabeza
asentía. Puede que sólo haya sido un
efecto del humo, pero yo lo consideré un
augurio favorable.
El hecho es que ahora me sentía
seguro de conocer con exactitud en qué
punto de Germania se encontraba oculta
el Águila, y orgulloso por la forma en
que había descubierto este secreto.
Mis predecesores habrían podido
hacer lo que yo hice, si se les hubiese
ocurrido; pero jamás se les ocurrió.
Siempre resultaba placentero
demostrarme que no era en modo alguno
el tonto que todos me consideraban, y
que en verdad podía hacer algunas cosas
mejor que ellos. Se me ocurrió que en
mi batallón privado, compuesto de
tribeños capturados de casi todos los
distritos de Germania, tenía que haber
por lo menos media docena de hombres
que supiesen dónde estaba oculta el
Águila. Y sin embargo, una vez que
Calígula les formuló la pregunta, con un
ofrecimiento de libertad y una gran suma
de dinero en compensación por la
información dada, todos los rostros se
tornaron inmediatamente inexpresivos.
Parecía que nadie sabía nada. Yo intenté
un método completamente distinto de
persuasión. Un día les ordené que
salieran todos a formar, y les hablé con
acento bondadoso. Les dije que como
recompensa de sus fieles servicios le
haría un favor sin precedentes: enviaría
de vuelta a Alemania —a la querida
patria acerca de la cual todas las noches
cantaban melancólicas y desafinadas
canciones— a todos los miembros del
batallón que hubiesen completado
veinticinco años de servicios en él. Dije
que me habría gustado enviarlos con
regalos de oro, armas, caballos y demás,
pero por desgracia no podía hacerlo, ni
siquiera permitirles que llevasen
consigo posesión alguna que hubiesen
adquirido durante su cautiverio. El
obstáculo seguía siendo el Águila que
todavía faltaba. Hasta que tuviésemos de
vuelta el sagrado emblema, el honor de
Roma seguiría maculado, y crearía una
mala impresión en la ciudad si yo
recompensaba con algo que no fuese la
simple libertad a los hombres que en su
juventud habían participado en la
matanza del ejército de Varo. Pero para
los verdaderos patriotas la libertad era
mejor que el oro, y estaba seguro de que
ellos aceptarían el presente en el
espíritu en que se hacía. No les pedía,
dije, que me revelasen el paradero del
Águila, porque sin duda se trataba de un
secreto que habían jurado a sus dioses
no revelar, y no pediría que ningún
hombre se convirtiese en perjuro nada
más que por un regalo, como había
hecho mi predecesor. Prometí que en el
plazo de dos días los veteranos con
veinticinco años de servicios volverían
al otro lado del Rhin, con
salvoconducto.
Luego les ordené romper filas. La
secuela fue la que había previsto. Los
veteranos estaban aún menos ansiosos
por volver a Alemania de lo que los
romanos capturados por los partos en
Carras lo estaban por volver a Roma
cuando, treinta años después, Marco
Vipsanio Agripa convino con el rey el
intercambio de esos prisioneros. Los
romanos de Partia se habían establecido,
casado, formado familia, enriquecido y
olvidado por completo su pasado. Y
estos germanos de Roma, si bien
técnicamente seguían siendo esclavos,
hacían una vida fácil y placentera, y su
pena por el hogar no era una emoción
sincera, sino apenas una excusa para
derramar lágrimas cuando estaban
completamente borrachos. Se
presentaron todos juntos ante mí y me
solicitaron permiso para continuar a mi
servicio. Muchos de ellos eran padres, y
aun abuelos, casados con esclavas
vinculadas al palacio, y todos tenían un
cómodo pasar. Calígula les había hecho
de vez en cuando magníficos regalos.
Fingí encolerizarme, los llamé ingratos y
ruines por rechazar un don tan
inapreciable como la libertad, y dije que
no quería tenerlos más a mi servicio. Me
preguntaron por último si les concedía
el perdón y, por lo menos, el derecho a
llevarse consigo sus familias. Rechacé
el ruego y volví a mencionar el Águila.
Uno de ellos, un hombre de Querusco,
exclamó:
—La culpa de que tengamos que
irnos de esta manera la tienen esos
malditos de Chaucia Como ellos juraron
mantener el secreto, nosotros, los
germanos inocentes, tenemos que sufrir.
Eso era lo que quería. Hice salir a
todos menos a los representantes de las
tribus de Chaucia Mayor y Menor. (Los
hombres de Chaucia vivían en la costa
germana del norte, entre los lagos
holandeses y el Elba. Habían sido
confederados de Hermann). A éstos les
dije:
—No tengo intención de
preguntarles dónde está el Águila, pero
si alguno de ustedes no ha jurado no
revelarlo, que me lo diga en el acto.
Los de Chaucia Mayor, la mitad
occidental de la nación, declararon
todos que no habían hecho juramento
alguno. Les creí, porque la segunda
Águila que mi hermano Germánico
conquistó había sido encontrada en un
templo de ellos. Era improbable que
esta tribu hubiese sido recompensada
con dos Águilas en la distribución del
botín que siguió a la victoria de
Hermann.
Luego me dirigí al jefe de los
hombres de Chaucia Menor:
—No te pido que me digas dónde
está el Águila, o a qué dios hiciste tu
juramento. Pero quizá quieras decirme
en qué ciudad o aldea hiciste el
juramento. Si me lo dices, suspenderé
mi orden para tu repatriación.
—Incluso decir eso sería una
violación de mi juramento, César.
Pero entonces utilicé con él una treta
acerca de la cual había leído en mis
estudios históricos. En una ocasión,
cuando cierto juez fenicio visitaba una
aldea de su jurisdicción, quiso saber
dónde había escondido un hombre una
copa de oro que robara hacía poco, y le
dijo al hombre que no lo creía capaz de
robo y que lo absolvería.
—Ven, demos un paseo amistoso, y
quizá me muestres tu interesante aldea.
El hombre lo guió por todas las
calles menos una. Luego, por
interrogatorios, el juez descubrió que
una de las casas de esa calle estaba
ocupaba por la novia del hombre. Y la
copa fue descubierta, oculta entre las
pajas del techo. Entonces, de la misma
manera, yo dije:
—Muy bien, no insistiré. —Luego
me volví hacia otro hombre de la tribu
que también parecía, por su aspecto
hosco e incómodo, estar en el secreto, y
le pregunté, con negligencia—: Díme en
qué ciudad o aldea de tu territorio se
erigen templos al Hércules germano.
Era probable que las águilas
hubiesen sido dedicadas a ese dios. Me
dio una lista de siete nombres que yo
anoté.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—No recuerdo ningún otro. Recurrí
a los de Chaucia Mayor.
—Sin duda tiene que haber más de
siete templos en un territorio tan
importante como Chaucia Menor… entre
los grandes ríos Weser y Elba.
—Oh, sí, César —contestaron—. No
ha mencionado el famoso templo de
Bremen, en la orilla oriental del Weser.
De tal modo que pude escribir a
Gabinio: «Creo que encontrarás el
Águila oculta en algún lugar del templo
del Hércules germano, en Bremen, en la
orilla oriental del Weser. Al principio
no pierdas mucho tiempo en castigar a
los istevonios. Atraviesa en formación
cerrada su territorio y el de los
ansibarios, rescata el Águila, y a tu
regreso puedes quemar, matar y
saquear».
Antes de que me olvide, hay otra
historia que quiero contarles acerca de
un tazón de oro robado, y tanto da que la
cuente ahora como en cualquier otro
momento. En una ocasión invité a cenar
a una cantidad de caballeros
provincianos, y créanme, uno de los
pillastres, un hombre de Marsella, se fue
con la copa de vino, de oro, que le había
puesto delante. No le dije una palabra,
sino que lo invité a cenar al día
siguiente, y esa vez sólo le di una copa
de piedra. En apariencia esto lo asustó,
porque al día siguiente la copa de oro
fue devuelta con una repugnante nota de
disculpa, en la que explicaba que se
había tomado la libertad de llevarse
prestada la copa por dos días a fin de
hacer que el cincelado de la misma, que
tanto admiraba, fuese copiado por un
joyero. Deseaba perpetuar el recuerdo
del enorme honor que le había hecho,
bebiendo todos los días, durante el resto
de sus días, de una taza de oro
similarmente repujada. En respuesta le
envié la copa de piedra, pidiéndole, a
cambio de ella, la reproducción de la de
oro como un recuerdo del encantador
incidente.
Fijé una fecha de mayo para la
partida de las expediciones de Galba y
Gabinio, aumenté las fuerzas de ambos
con levas en Francia e Italia, hasta
llegar a seis regimientos para cada uno
—dejando dos regimientos para retener
el Rhin superior y dos para el inferior
—, les concedí a cada uno un máximo de
2.000 bajas y les di como plazo hasta el
primero de julio para terminar sus
operaciones y regresar. El objetivo de
Galba era una línea de tres ciudades de
Chatia, originariamente construida
cuando el país se encontraba bajo
dominio romano —Nuaesio,
Gravionario y Melocavo— paralelas al
Rhin, a unos 160 kilómetros tierra
adentro, a contar desde Maguncia.
Me conformaré con decir que ambas
campañas fueron un éxito completo.
Galba incendió unas 150 aldeas,
destruyó miles de hectáreas de cosecha,
mató a gran cantidad de germanos
armados e inermes y a mediados de
junio saqueó las tres ciudades indicadas.
Tomó unos 2.000 prisioneros de ambos
sexos, incluso hombres y mujeres de
rango, para retenerlos como rehenes del
buen comportamiento de los chatias.
Perdió 1.200 hombres, muertos o
incapacitados, de los cuales 400 eran
romanos. Gabinio tenía la tarea más
difícil y la cumplió con la pérdida de
sólo 800 hombres. Aceptó en el último
momento una sugestión mía, que
consistía en no dirigirse directamente
hacia Bremen, sino invadir el territorio
de los angrivarios, que viven al sur de
los de Chaucia Menor, y de ahí enviar
una columna volante de caballería
contra Bremen, en la esperanza de
capturar la ciudad antes que a los de
Chaucia les pareciese oportuno llevarse
el Águila a algún escondrijo más seguro.
Todo salió exactamente de acuerdo con
el plan; la caballería de Gabinio, que
mandaba él en persona, encontró el
Águila donde yo suponía, y se sintió tan
satisfecho consigo que llamó al resto de
sus fuerzas y atravesó Chaucia Menor de
extremo a extremo, quemando los altares
de madera del Hércules germano, uno
detrás de otro, hasta que no quedó uno
en pie. Su destrucción de cosechas y
aldeas no fue tan metódica como la de
Galba, pero en el viaje de regreso, dio a
los istevonios muchos motivos para
recordarlo. Se llevó 2.000 prisioneros.
La noticia del rescate del Águila
llegó a Roma simultáneamente con la del
exitoso saqueo de Galba en las ciudades
de Chaucia, y el Senado me votó de
inmediato el título de emperador, que
esta vez no rechacé. Consideré que me
lo había ganado por mi ubicación del
Águila y por sugerir la incursión de
caballería de larga distancia, y por el
cuidado que había tomado en hacer de
ambas campañas una sorpresa. Nadie
supo nada acerca de ellas hasta que
firmé la orden ordenando que las levas
francesas e italianas estuviesen bajo las
armas y en marcha hacia el Rhin en el
término de tres días.
Galba y Gabinio recibieron
ornamentos triunfales. Habría debido
concederles triunfos si las campañas
hubiesen sido algo más que simples
expediciones punitivas. Pero convencí
al Senado de que honrase a Gabinio con
el apodo hereditario de «Chaucia», en
conmemoración de su hazaña. El Águila
fue llevada en solemne procesión al
templo de Augusto, donde yo ofrecí un
sacrificio y le agradecí su divina ayuda.
Y le dediqué las puertas de madera del
templo donde se había encontrado el
Águila. (Gabinio me las envió como un
regalo). No pude dedicarle a Augusto el
Águila misma, porque en el templo de
Marte Vengador había un soporte
preparado desde hacía mucho tiempo
para su recepción, junto con las otras
dos Águilas rescatadas. Más tarde la
llevé allí y la dediqué, con el corazón
lleno de orgullo.
Los soldados compusieron baladas
acerca del rescate del Águila. Pero esta
vez, en lugar de agregarlas a la balada
original de «Las tres penas del señor
Augusto», las convirtieron en una balada
nueva intitulada «Claudio y el Águila».
No era en modo alguno elogiosa para
mí, pero me gustaron algunos de los
versos. El tema afirmaba que yo era un
tonto absoluto en algunos sentidos, y que
hacía las cosas más ridículas: removía
el potaje con el pie, me afeitaba con un
peine, y cuando iba a los baños bebía el
aceite que me entregaban para frotarme
y me frotaba con el vino que me daban
para beber. Sin embargo tenía una
erudición sorprendente. Conocía los
nombres de cada una de las estrellas del
cielo y podía recitar todos los poemas
que jamás se habían escrito, y había
leído todos los libros de todas las
bibliotecas del mundo. Y el fruto de esa
sabiduría era que fui el único que pudo
decir a los romanos dónde estaba el
Águila perdida desde hacía tantos años,
y que resistió a todos los esfuerzos para
encontrarla.
La primera parte de la balada
contenía un relato dramático de mi
aclamación como emperador por la
guardia del palacio, y citaré tres estrofas
para demostrar que tipo de balada era:
Claudio se escondió detrás de una
cortina,
Grato la apartó.
«Sé nuestro jefe —dijo el audaz
Grato—,
y todas tus órdenes obedeceremos».
L os griegos de Alejandría
mandaron instrucciones a sus
enviados, que todavía se encontraban en
Roma, de que me felicitaran por mis
victorias en Alemania, se quejaran por
la conducta de los judíos para con ellos
(había habido un recrudecimiento de las
perturbaciones en la ciudad), me
pidieran permiso para el
restablecimiento del Senado de
Alejandría y me ofrecieran una vez más
los templos dotados y equipados de
sacerdotes. Tenían pensados varios
otros honores menores para mí, aparte
de ese honor supremo, entre ellos dos
estatuas de oro, una que representaba la
«Paz de Claudio Augusto» y la otra a
«Germánico el Vencedor». Acepté esta
última estatua principalmente porque era
un honor para mi padre y mi hermano,
cuyas victorias habían sido mucho más
importantes que las mías, y conquistadas
en persona, y porque las facciones de la
estatua eran las de ellos, no las mías.
(Mi hermano había sido la imagen
viviente de mi padre, todos convenían
en ello). Como de costumbre, los judíos
enviaron una contraembajada, para
felicitarme por mis victorias,
agradecerme mi generosidad hacia ellos
en la circular que escribí acerca de la
tolerancia religiosa para todos los
judíos, y para acusar a los alejandrinos
de haber provocado nuevos disturbios al
interrumpir el culto religioso con danzas
y canciones obscenas celebradas frente
a las sinagogas, en días sacros. A
continuación doy mi respuesta exacta a
los alejandrinos, para demostrar cómo
manejaba ahora los problemas de este
tipo:
SALUD.
EL BANDIDO
Probablemente seguiré tu
bondadoso aviso en cuanto a
Bretaña, mi querido Bandido, y si
invado la infortunada isla lo haré
por cierto montado en un enorme
elefante. Será el primer elefante
que vean en Bretaña, y sin duda
provocará una gran admiración. Me
alegro de enterarme de las buenas
noticias referentes a tu familia. No
te preocupes por ellos en relación
con la invasión de los partos. Si
tengo noticias de alguna dificultad
en ese sentido, haré que alguien
vaya a Lyon y le pida a tu tío
Antipas que salga y aplaste la
invasión, ataviado con su armadura
número 70.001. De modo que
Cypros puede dormir tranquila por
la noche, y tú puedes dejar de
trabajar en tus fortificaciones de
Jerusalén. No queremos que
Jerusalén sea demasiado fuerte, ¿no
es cierto? Supongamos que tus
bandidescos primos de Edom
hiciesen una repentina incursión y
lograsen introducirse en Jerusalén,
antes de que tú hubieses terminado
el bastión final… pues nunca
podríamos volver a sacarlos, ni
siquiera con máquinas de sitio,
tortugas y arietes… Y además, ¿qué
me dices de la ruta comercial a
Egipto? Lamento que no te guste
Vibio Marso. ¿Qué tal va tu
anfiteatro en Beirut? Aceptaré tu
consejo en cuanto a no confiar
absolutamente en nadie, con las
posibles excepciones de la querida
Mesalina, de Vitelio, de Rufrio y
de mi antiguo compañero de
estudios, El Bandido, en cuyas
autoacusaciones de granujería
nunca he creído ni creeré, y de
quien siempre seré el afectuoso.
TITÍ
Año 42
En marzo, cuando se inicia el Año
Nuevo, ocupé mi segundo consulado,
pero renuncié al puesto dos meses más
tarde, en favor del senador siguiente.
Estaba demasiado atareado para
dedicarme a los trabajos de rutina que el
puesto implicaba. Fue el año en que
nació mi hija Octavia, el año del
levantamiento de Viniciano-
Excriboniano, y el año en que agregué
Marruecos al imperio como provincia.
Primero hablaré brevemente sobre lo
que ocurrió en Marruecos. Los moros se
habían levantado a las órdenes de un
general capaz llamado Salabo, quien los
dirigió en la campaña anterior. Paulino,
que comandaba las fuerzas romanas,
asoló el país hasta los montes Atlas,
pero no pudo encontrarse con el propio
Salabo y sufrió fuertes pérdidas por
emboscadas y ataques nocturnos. Pronto
terminó su plazo de comando y tuvo que
volver a Roma. Fue reemplazado por
cierto Hosidio Geta, a quien ordené,
antes de que partiese, que no permitiese
que Salabo se convirtiese en otro
Tacfarinas. (Tacfarinas era el númida
que, bajo el reinado de Tiberio, había
hecho que tres generales romanos
conquistasen la corona de laureles, al
permitirles vencerlo en encuentros
aparentemente decisivos, pero que
siempre aparecía con su ejército
reconstruido en cuanto se retiraban las
fuerzas romanas. Pero un cuarto general
terminó el asunto, atrapando y matando
al propio Tacfarinas). Le dije a Geta:
—No te conformes con éxitos
parciales. Busca la fuerza principal de
Salabo, aplástala, y mata o captura a
Salabo. Persíguelo por todo el África si
es necesario. Si se introduce en el
corazón del país, donde dicen que las
cabezas de los hombres les nacen de las
axilas, pues síguelo hasta allí. Lo
reconocerás fácilmente porque tendrá la
cabeza en un lugar distinto. —También
le dije a Geta—: No trataré de dirigir tu
campaña, pero una palabra de consejo:
no te ates a reglas rígidas de campañas,
como Elio Galo, el general de Augusto,
que marchó a la conquista de Arabia
como si Arabia fuese una segunda Italia
o Germania. Cargó a sus hombres con
las habituales herramientas para cavar
trincheras, y pesadas corazas, en lugar
de odres de agua y raciones extra de
cereales, e incluso llevó consigo un tren
de máquinas de sitio. Cuando el cólico
atacó a los hombres y éstos comenzaron
a hervir el agua que encontraban en los
pozos para poder beberla con más
tranquilidad, Elio se precipitó sobre
ellos y les gritó: «¡Qué, hirviendo el
agua! ¡Ningún disciplinado soldado
romano hierve su agua! ¿Y usando
boñiga seca como combustible?
¡Inaudito! ¡Los soldados romanos juntan
leña o se la pasan sin fuego!». Perdió la
mayor parte de sus fuerzas. El interior
de Marruecos es también un lugar
peligroso. Adapta tus tácticas y tu
equipo al país.
Geta siguió mi consejo en la forma
más literal. Persiguió a Salabo de
extremo a extremo de Marruecos,
derrotándolo dos veces, y en la segunda
ocasión estuvo muy cerca de capturarlo.
Salabo luego huyó a los montes Atlas y
los cruzó hacia el desierto inexplorado
del otro lado, ordenando a sus hombres
que defendiesen el paso mientras él
reunía refuerzos entre sus aliados, los
nómadas del desierto. Geta dejó un
destacamento cerca del paso, y con los
más audaces de sus hombres atravesó
otro más difícil, situado a unos pocos
kilómetros más allá, en leal búsqueda de
Salabo. Había llevado consigo tanta
agua como sus hombres y sus mulas
podían acarrear, y redujo su equipo al
mínimo posible. Calculaba que podía
encontrar agua en alguna parte. Pero
siguió las zigzagueantes huellas de
Salabo por las arenas del desierto
durante más de 300 kilómetros, antes de
llegar a ver siquiera una mata de
espinos. El agua comenzó a acabarse y
los hombres a debilitarse. Geta ocultó su
ansiedad, pero se dio cuenta de que
incluso aunque retrocediera en ese
mismo momento, y abandonase toda
esperanza de capturar a Salabo, no le
quedaba agua suficiente para volver. El
Atlas estaba a 150 kilómetros de
distancia, y sólo un milagro divino
podría salvarlos.
Ahora bien, en Roma, cuando hay
una sequía, sabemos cómo hay que
convencer a los dioses para que envían
la lluvia. Existe una piedra negra
llamada la Piedra que Gotea, capturada
primitivamente a los etruscos, y
guardada en un templo de Marte, fuera
de la ciudad. Vamos en solemne
procesión, la sacamos del templo y la
llevamos a la ciudad, donde le echamos
agua encima, entonando encantamientos
y realizando sacrificios. En seguida cae
siempre una lluvia… a menos que se
haya cometido el más leve error en el
ritual, como con frecuencia sucede. Pero
Geta no tenía consigo una Piedra que
Gotea, de modo que estaba
irremediablemente perdido. Los
nómadas acostumbraban a pasarse sin
agua durante varios días, y además
conocen el país a la perfección.
Empezaron a acercarse a las fuerzas
romanas; tajearon, mataron, desnudaron
y mutilaron a unos pocos rezagados, a
quienes el calor había vuelto locos. Geta
tenía consigo un ordenanza negro que
había nacido en ese mismo desierto, que
fue vendido como esclavo a los moros.
No podía recordar dónde estaba el pozo
más cercano, porque fue vendido cuando
era un niño. Pero le dijo a Geta:
—General, ¿por qué no le rezas al
Padre Gwa-Gwa?
Geta le preguntó quién era esa
persona. El hombre le contestó que era
el Dios de los Desiertos, que hacía
llover en tiempos de sequía. Geta dijo:
—El emperador me dijo que
adecuase mis técnicas al país. Dime
cómo debo invocar al Padre Gwa-Gwa
y lo haré en el acto.
El ordenanza le dijo que tomase una
ollita, la enterrase hasta el cuello en la
arena y la llenase de cerveza, diciendo,
mientras los hacía: «Padre Gwa-Gwa, te
ofrecemos cerveza». Luego los hombres
debían llenar sus recipientes con toda el
agua que llevasen en los odres,
reservando sólo lo bastante para mojar
los dedos y salpicar el suelo. Después
todos debían beber y bailar y adorar al
Padre Gwa-Gwa, salpicando el agua
hasta la última gota que quedara en los
odres. El propio Geta debía cantar:
«¡Así como salpicamos este agua, así
caiga la lluvia! Hemos bebido hasta la
última gota, padre. No queda nada. ¿Qué
quieres que hagamos? ¡Bebe cerveza,
Padre Gwa-Gwa, y haz aguas para
nosotros, tus hijos, o morimos!». Porque
la cerveza es un poderoso diurético y
esos nómadas tenían las mismas
nociones teológicas que los primeros
griegos, quienes consideraban que
Júpiter hacía aguas cuando llovía. De
modo que la misma palabra (con una
simple diferencia de género) se utilizaba
en griego para referirse al Cielo y al
orinal. Los nómadas consideraban que el
dios podía ser estimulado a hacer aguas
en forma de lluvia, si se le ofrecía un
trago de cerveza. Las salpicaduras de
agua, como nuestras propias
frustraciones, eran para demostrarle
cómo caía la lluvia, por si lo había
olvidado.
Desesperado, Geta reunió a sus
maltrechas fuerzas y preguntó si alguien
tenía un poco de cerveza consigo. Y por.
suerte un grupo de auxiliares germanos
tenía un par de litros atesorados en un
odre. Los habían llevado consigo porque
la preferían al agua. Geta hizo que se la
entregaran. Luego distribuyó
equitativamente toda el agua que
quedaba, pero reservó la cerveza para el
Padre Gwa-Gwa. Las tropas bailaron y
bebieron el agua y salpicaron las
necesarias gotas en la arena, mientras
Geta formulaba la fórmula de
invocación. El Padre Gwa-Gwa (su
nombre en apariencia significa «agua»)
se sintió tan encantado e impresionado
por el honor que le hacía esa imponente
fuerza de desconocidos, que el cielo se
oscureció de inmediato con nubes de
lluvia y cayó un aguacero que duró tres
días y convirtió todos los hoyos de la
arena en rebosantes tanques de agua. El
ejército se salvó. Los nómadas, tomando
las abundantes lluvias como una
innegable señal del favor del Padre
Gwa-Gwa hacia los romanos, se
acercaron humildemente con
ofrecimientos de alianza. Geta los
rechazó a menos que le entregasen
primero a Salabo. Éste le fue llevado
muy pronto al campamento, amarrado.
Se intercambiaron numerosos regalos
entre Geta y los nómadas, y se firmó un
tratado. Luego Geta marchó sin más
pérdida de tiempo a las montañas, donde
sorprendió a los hombres de Salabo,
quienes defendían todavía el paso, por
la retaguardia, matando o capturando a
todo el destacamento. Las otras fuerzas
moriscas, al ver que su dirigente era
llevado a Tánger como prisionero, se
entregaron sin seguir luchando. De modo
que uno o dos litros de cerveza habían
salvado la vida de más de 2.000
romanos y conquistado una provincia
nueva para Roma. Ordené que se
dedicase un altar al Padre Gwa-Gwa en
el desierto de más allá de las montañas,
donde él gobernaba. Y Marruecos, que
dividí en dos provincias —Marruecos
occidental, con capital en Tánger, y
Marruecos oriental con capital en
Cesárea—, tuvo que proporcionarle un
tributo anual de cien odres de la mejor
cerveza. Conseguí a Geta ornamentos
triunfales, y habría pedido al Senado
que le confiriese el título hereditario de
Mauro («de Marruecos»), si no se
hubiese extralimitado en sus poderes al
ejecutar a Salabo en Tánger sin
consultar primero conmigo. No había
necesidad alguna para ese acto; sólo lo
hizo por vanagloria.
Acabo de mencionar el nacimiento
de mi hija Octavia. Mesalina había
llegado a ser muy cortejada por el
Senado y el Pueblo, porque se sabía muy
bien que yo delegaba en ella la mayor
parte de los deberes que me incumbían
en mi capacidad de Director de Moral
Pública. En teoría actuaba sólo como mi
consejera, pero, como ya he explicado,
poseía un duplicado del sello para
ratificar los documentos. Y dentro de
ciertos límites yo le permitía decidir qué
caballeros o senadores podía degradar
por delitos sociales y a quiénes debía
designar para las vacantes que
quedaban. Ahora también había
emprendido la laboriosa tarea de
decidir respecto de la capacidad de
todos los candidatos a la ciudadanía
romana. El Senado quiso votarle el
título de Augusta, y convirtió el
nacimiento de Octavia en el pretexto. A
pesar de que yo quería mucho a
Mesalina, no me parecía que se hubiese
ganado todavía ese honor. Era algo que
debía esperar cuando llegase a su
mediana edad. Por el momento sólo
tenía 17 años, en tanto que mi abuela
Livia sólo había conquistado el título
después de su muerte, y mi madre en su
vejez. De modo que se lo negué. Pero
los alejandrinos, sin pedirme permiso
—y una vez que el asunto estaba hecho
no podía deshacerlo—, acuñaron una
moneda con mi cara en el anverso, y en
el reverso un retrato de cuerpo entero de
Mesalina, ataviada como la diosa
Démeter, sosteniendo en la palma de la
mano dos estatuillas que representaban a
su hijo y su hija, y en la otra una espiga
de trigo que representaba a la fertilidad.
Éste era un adulador juego de palabras
con el nombre Mesalina: la palabra
latina messis significa cosecha de trigo.
Ella se sintió encantada.
Una tarde vino tímidamente a verme,
me miró a la cara sin decir nada y al
cabo preguntó, claramente turbada y
después de una o dos tentativas:
—¿Me quieres, mi queridísimo
esposo? Le aseguré que la quería más
que a ninguna otra persona en el mundo.
—¿Y cuáles me dijiste el otro día
que eran los Tres Pilares principales del
Templo del Amor?
—Te dije que el Templo del
Verdadero Amor estaba basado en tres
pilares: la bondad, la franqueza y la
comprensión. O más bien cité al filósofo
Mnasalco, que fue quien lo dijo.
—Entonces tendrás que mostrarme
la mayor bondad y comprensión que tu
amor es capaz de demostrar. Mi amor
tendrá que proporcionar solamente la
franqueza. Iré directamente al grano. Si
no te es demasiado difícil, ¿querrías…
podrías… permitirme dormir en un
dormitorio aparte del tuyo, durante un
tiempo? No es que no te quiera tanto
como tú a mí, sino que ahora que hemos
tenido dos hijos en menos de dos años
de matrimonio, ¿no te parece que
deberíamos esperar un poco antes de
correr el riesgo de tener un tercero?
Estar embarazada es una cosa muy
desagradable. Por la mañana siento
mareos y acidez, se me arruina la
digestión, y creo que no puedo volver a
pasar otra vez por eso. Y, para serte
franca, aparte de este temor, en cierto
sentido me siento menos apasionada
hacia ti que antes. Juro que te amo tanto
como siempre, pero ahora más bien
como a mi querido amigo y padre de mis
hijos que como a mi amante. El tener
hijos agota mucho las emociones de una
mujer, supongo. No te oculto nada. Me
crees, ¿no es cierto?
—Te creo y te amo.
Me acarició la cara.
—No soy una mujer común, ¿no es
cierto?, cuya ocupación no es otra que la
de tener hijos y más hijos hasta quedar
agotada. Soy tu esposa, la esposa del
emperador, y te ayudo en tu tarea
imperial, y eso debe tener precedencia
sobre todo lo demás, ¿no es verdad? El
embarazo impide espantosamente el
trabajo.
Yo le respondí, con cierta tristeza:
—Por supuesto, queridísima, si de
veras sientes eso, no pertenezco al tipo
de esposo que puede insistir en obligarte
a hacer algo. ¿Pero es realmente
necesario que durmamos separados?
¿No podríamos por lo menos ocupar la
misma cama y hacernos compañía?
—Oh Claudio —exclamó ella casi
llorando—, me ha resultado bastante
difícil decidirme a pedirte esto, porque
te quiero tanto y no deseo herirte en lo
más mínimo. No me lo hagas más difícil.
Y ahora que te he dicho con franqueza
cómo me siento, ¿no te resultaría
terriblemente espantoso si tuvieses una
necesidad violentamente apasionada de
mí mientras durmiéramos juntos, y yo no
pudiese responderte con honradez? Si te
rechazara, eso sería tan destructivo para
nuestro amor como si volviese a ceder
contra mi voluntad. Y estoy segura de
que tú sentirías muchos remordimientos
después, si sucediese algo que
destruyera mi amor por ti. No, ¿no
entiendes cuánto mejor será que
durmamos aparte hasta que sienta por ti
lo que solía sentir? Supongamos que,
nada más que para distanciarme de la
tentación, me mudase a mis habitaciones
del Palacio Nuevo. Es más conveniente
para mi trabajo que esté allí. Puedo
levantarme por las mañanas e ir
directamente a mis papeles. Estoy muy
atrasada con mi Lista de Ciudadanos.
—¿Cuánto tiempo crees que estarás
alejada de mí? —la interrogué.
—Ya veremos cómo resulta esto —
respondió, besándome la nuca con
ternura—. Oh, cuánto me alivia que no
te enojes. ¿Cuánto tiempo? Oh, no sé.
¿Tiene tanta importancia? En fin de
cuentas el sexo no es esencial para el
amor, si existe otro fuerte vínculo entre
los amantes, como por ejemplo, la
búsqueda idealista de la Belleza o la
Perfección. Estoy de acuerdo con Platón
en ese sentido; él creía que el sexo era
un obstáculo para el amor.
—Se refería al amor homosexual —
le repliqué, tratando de no parecer
deprimido.
—Bien, querido mío —dijo con
ligereza—, yo hago el trabajo de un
hombre, lo mismo que tú, y por lo tanto
viene a ser algo parecido, ¿no es cierto?
Y en cuanto al idealismo común, es
preciso ser en verdad muy idealistas
para pasar por todo este trajín en
nombre de una presunta perfección
política, ¿no es verdad? Bien, ¿estamos
de acuerdo? ¿Serás realmente bueno, mi
querido Claudio, y no insistirás en que
comparta tu cama… quiero decir, en un
sentido literal? Pero en todo otro sentido
sigo siendo tu cariñosa y pequeña
Mesalina, y recuerda que pedírtelo ha
sido muy, pero muy doloroso.
Le dije que la respetaba y amaba
mucho más por su franqueza, y que, por
supuesto, hiciera lo que le pareciese.
Pero que, naturalmente, esperaría con
impaciencia el momento en que volviese
a sentir por mí lo que había sentido
otrora.
—Oh, por favor, no seas impaciente
—exclamó ella—. Esto lo hace mucho
más difícil para mí. Si te muestras
impaciente sentiré que soy perversa
contigo y quizá fingiré sentimientos que
no tengo. Puede que sea una excepción,
pero en cierta manera el sexo no
significa mucho para mí. Sospecho, sin
embargo, que muchas mujeres se aburren
con eso… sin dejar de amar a sus
esposos o de querer que ellos las amen.
Pero siempre continuaré sospechando de
otras mujeres. Si tú tuvieses relaciones
con otras mujeres, creo que
enloquecería de celos. No es que me
moleste el pensamiento de que te
acuestes con otra. Es el temor de que
puedas llegar a amarla más que a mí, y
no sólo a considerarla como un
agradable desahogo sexual, y que
después quieras divorciarte de mí.
Quiero decir: si te acostaras de vez en
cuando con una hermosa criada, o con
una mujer bonita y limpia, de rango lo
bastante inferior como para que yo no
tenga celos de ella, me alegraría, me
alegraría de veras, pensar que te
divertirás con ella. Y si tú y yo nos
volvemos a acostar alguna otra vez, no
consideraría que algo se hubiese
interpuesto entre nosotros; pensaría
simplemente que se trataba de una
medida que habías tomado en bien de tu
salud, como una purga o un emético. No
espero ni siquiera que me digas el
nombre de la mujer; en rigor prefiero
que no lo hagas, siempre que primero
me prometas no tener nada que ver con
ninguna acerca de la cual tenga derecho
a sentirme celosa. ¿No fue así como dijo
Livia que sentía con respecto de
Augusto?
—Sí, en cierto modo. Pero ella
nunca lo amó de veras. Así me lo dijo.
Por eso le resultó más fácil mostrarle
ciertas atenciones. Solía elegir jóvenes
del mercado de esclavas, y se las
llevaba en secreto a su habitación, por
la noche. Y en su mayoría eran sirias,
según creo.
—Bien, tú no me pides que haga eso,
¿no es cierto? En fin de cuentas soy un
ser humano.
Así fue como jugó Mesalina, con
suma inteligencia y crueldad, con mi
ciego amor hacia ella. Se mudó al
Palacio Nuevo esa misma noche. Y
durante mucho tiempo no volví a decir
nada, en la esperanza de que regresara
alguna vez a mí. Pero ella tampoco dijo
nada, y sólo indicaba con su tierna
conducta que existía entre nosotros una
delicada comprensión. Como una gran
concesión, a veces, consentía en
acostarse conmigo. Pasaron siete años
antes de que me enterase siquiera de una
palabra de lo que sucedía en sus
habitaciones del Palacio Nuevo, cuando
el viejo cornudo de su esposo trabajaba
o roncaba en su cama del Palacio Viejo.
Y esto me trae a la historia del
destino de Appio Silano, un ex cónsul
que había sido gobernador de España
durante el reinado de Calígula. Se
recordará que el casamiento con este
Silano fue organizado por Livia como un
soborno para que Emilia traicionara a
Póstumo. Emilia era la biznieta de
Augusto, y de joven estuve casi a punto
de casarme con ella. Por intermedio de
Emilia, Silano llegó a ser padre de tres
niños y dos niñas, ahora todos crecidos.
Salvo Agripinila y su hijito, eran los
únicos descendientes vivos de Augusto.
Tiberio había considerado a Silano
como un peligro debido a sus ilustres
vinculaciones, y consiguió hacer que lo
acusaran de traición, en compañía de
varios otros senadores, incluso
Viniciano. Pero las pruebas contra ellos
se derrumbaron y se libraron sin otra
cosa que un buen susto. A la edad de 16
años Silano era el joven más hermoso
de Roma; a los 56, seguía siendo
notablemente bien parecido, con un
cabello apenas entrecano, mirada
brillante y porte como los de un hombre
en la flor de la edad. Era ahora un
viudo, ya que Emilia había muerto de
cáncer. Una de sus hijas, Calvina, se
había casado con un hijo de Vitelio.
Un día, poco antes del nacimiento de
la pequeña Octavia, Mesalina me dijo:
—El hombre a quien realmente
necesitamos en Roma es Appio Silano.
Quiero que lo llames y lo tengas
permanentemente en palacio como
consejero. Es notablemente inteligente, y
derrocha su talento en España.
—Sí, no es un mal plan —respondí
—. Admiro a Silano, y es un hombre de
gran influencia en el Senado. ¿Pero
cómo podemos convencerlo de que
venga a vivir con nosotros? No podemos
introducirlo en el palacio como un
nuevo secretario o contador. Es preciso
encontrar alguna especie de pretexto
honorable para su presencia.
—He pensado en eso, y tengo una
idea brillante. ¿Por qué no vincularlo a
la familia, casándolo con mi madre? A
ella le gustaría casarse con él; sólo tiene
33 años, y es tu suegra, de modo que
será un gran honor para Silano. Dime
qué te parece esta buena idea.
—Si a tu madre le parece…
—Ya se lo he preguntado y dice que
se sentirá encantada.
Por lo tanto Silano vino a Roma y lo
hice casarse con Domicia Lépida, la
madre de Mesalina, y les destiné
habitaciones en el palacio nuevo, al lado
de las de Mesalina. Pronto advertí que
Silano se sentía muy incómodo conmigo.
Hacía rápidamente todo lo que le pedía,
como por ejemplo efectuar visitas por
sorpresa a los tribunales inferiores, en
mi nombre, para cuidar de que la
justicia se administrase con corrección,
o inspeccionar e informar en cuanto a
las condiciones de vivienda en los
barrios más pobres de la ciudad, o
asistir a la subasta pública de las
propiedades confiscadas por el Estado,
a fin de que los subastadores no
recurriesen a treta alguna. Pero parece
que no podía mirarme a la cara, y
siempre eludía toda intimidad conmigo.
Me sentí más bien ofendido. Pero en fin
de cuentas no podía esperarse de mí que
adivinara la verdad, que era la de que
Mesalina sólo me había pedido que
llamase a Silano de España porque
había estado enamorada de él de niña, y
que lo casó con su madre nada más que
para poder estar con él sin necesidad de
pretextos, y que desde su llegada le
había insistido en que se acostara con
ella. ¡Imagínense! ¡Su propio padrastro,
un hombre cinco años mayor que yo, con
una nieta no mucho más joven que la
propia Mesalina! Naturalmente, sus
modales para conmigo eran extraños, ya
que Mesalina le había dicho que se
mudó al palacio Nuevo por orden mía, y
que yo le había sugerido que debía
convertirse en amante de él. Le explicó
que yo quería tenerla divertida mientras
me complacía en unos tontos amoríos
con esa Julia, antes esposa de mi
sobrino Nerón, a quien solíamos llamar
Helena para distinguirla de las otras
Julias, pero que ahora llamábamos
Heluo porque era una glotona. En
apariencia Silano creyó en la historia,
pero se negó firmemente a acostarse con
su nuera, a pesar de su belleza, ni
siquiera por orden del emperador. Dijo
que tenía una naturaleza amorosa, pero
no impía.
—Te doy diez días para que te
decidas —le amenazó Mesalina—. Si te
niegas, al final del plazo se lo diré a
Claudio. Ya sabes cuán vano se ha
vuelto desde que lo hicieron emperador.
No le gustará saber que desairaste a su
esposa. Estoy seguro de que te matará,
¿no es cierto, madre?
Domicia Lépida se encontraba
absolutamente dominada por Mesalina, y
la respaldó. Silano les creyó. Sus
experiencias bajo los reinados de
Tiberio y Calígula lo habían convertido
en un antimonárquico secreto, si bien no
se mezclaba mucho en política. Creía
firmemente que nadie podía encontrarse
ahora a la cabeza del Estado sin ceder
muy pronto a la tiranía, a la crueldad y
la codicia. Al noveno día no había
cedido aún ante Mesalina, pero cayó en
tal estado de desesperación nerviosa,
que, según parece, había decidido
matarla. Esa tarde mi secretario Narciso
fue testigo del estado frenético de
Silano. Lo encontró en el corredor de
palacio y lo oyó mascullar
ininteligiblemente, para sí: «Casio
Querea… Viejo Casio. Hazlo, pero no
solo». Narciso estaba atareado en ese
momento, haciendo mentalmente no sé
qué cálculos, y escuchó las palabras
pero no les prestó atención. Se le
quedaron en la mente, y, como sucede a
menudo en casos de esa naturaleza, esa
noche, cuando se acostó sin haber vuelto
a pensar en ellas, se le aparecieron en
sueños y se convirtieron en una imagen
aterradora de Casio Querea entregando
a Silano su espada ensangrentada y
gritando «¡Hazlo! ¡Golpea! ¡Mata! ¡El
viejo Casio está contigo! ¡Muerte al
tirano!». Entonces Silano se precipitaba
sobre mí y me hacía pedazos. El sueño
fue tan vivido y violento, que Narciso
saltó de la cama y llegó corriendo hasta
mi habitación para contármelo.
El choque que significó el hecho de
que me despertasen de pronto antes del
alba, y me contaran con voz aterrorizada
la pesadilla —yo dormía a solas, y no
muy bien—, me cubrió de un frío sudor
de espanto. Pedí que encendieran luces
—cientos de luces—, y en el acto mandé
llamar a Mesalina. Ella también se
sintió aterrada ante esa repentina
llamada, temerosa de que la hubiese
descubierto, supongo. Debe de haber
sentido un gran alivio cuando lo único
que le conté fue el sueño de Narciso. Se
estremeció.
—¡No! ¿De veras soñó eso? ¡Oh
cielos! ¡Es la misma terrible pesadilla
que he estado tratando de recordar todas
las mañanas desde los últimos siete
días! Siempre me despierto gritando,
pero no puedo recordar por qué grito.
Debe de ser cierto. Por supuesto. Es una
advertencia divina. Manda a buscar a
Silano de inmediato y oblígalo a
confesar. Salió corriendo de la
habitación para darle el mensaje a uno
de sus libertos. Ahora sé que le ordenó
que dijese:
—Los diez días han terminado, el
emperador te ordena que te presentes
inmediatamente ante él y te pide una
explicación.
El liberto no entendió a qué diez
días se refería, pero entregó el mensaje
despertando a Silano. Éste exclamó:
—¿Que vaya? ¡Por supuesto que iré!
Se vistió de prisa, metiéndose algo
entre los pliegues de la túnica, y corrió,
tropezando, con la mirada de un loco,
delante del mensajero, hacia mis
habitaciones. El liberto estaba alerta.
Detuvo a un esclavo.
—Corre como un rayo a la cámara
del Concejo y diles a los guardias que
registren a Appio Silano cuando llegue.
Los guardias encontraron la daga
oculta y lo arrestaron. Yo lo juzgué allí
mismo. Por supuesto, era imposible que
explicase el asunto de la daga, pero le
pregunté si tenía algo que decir en su
defensa. Su única defensa consistió en
gritar y farfullar frases inarticuladas,
maldiciéndome, llamándome monstruo, y
a Mesalina loba. Cuando le pregunté por
qué había deseado matarme, sólo pudo
responder:
—Devuélveme mi daga, tirano.
¡Déjame usarla en mi propio pecho!
Lo sentencié a ser ejecutado. Murió,
pobre individuo, porque no tuvo la
sensatez de hablar.
Capítulo XIV
AÑO 43
El rey de Calcis,
El rey de Iturea,
El rey de Adiabene,
El rey de Osroene,
El rey de Armenia
Menor,
El rey de Ponto y
Cilicia,
El rey de Comageno y
El posible rey de Partia.