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Versión completa de la entrevista a Simon Reynolds publicada en la Revista Crisis N°

4, abril-mayo 2011, a propósito de Después del Rock (Caja Negra)


Por Diego Vecino

Me gustaría arrancar enfatizando que cada vez que vos te aproximás a la música, a
un específico género musical o escena, siempre buscás un tipo de enfoque que
valora mucho lo “contextual”, elementos como el estado de la crítica de rock o de
la producción en otros espacios artísticos, o nutridas referencias a la política
europea, norteamericana, etc. Todos estos elementos parecerían contribuir a
capturar un “zeitgeist” al interior del cual la música se desarrolla y circula.
Incluso en la entrevista al final del libro decís “la crítica musical debe hacer de la
música algo más que solo música” ¿Qué lugar pensás que el análisis del contexto y
de las condiciones de producción debería tener en la crítica de rock? ¿En qué
sentido la producción de música está vinculada a su contexto socio-cultural?

No tengo en realidad una estrategia programática para acercarme a la música. Incluso


tiendo a formular la mayoría de mis argumentos generales acerca de un estilo o de una
escena mucho después de haber estado físicamente allí, participando. Cualquiera de mis
artículos, en general, solo tratan de agrupar la mayor cantidad de cosas interesantes que
se me ocurran sobre determinado estilo o escena, aglutinándolos de manera tal que sea
efectivo a la hora de leer un fenómeno cultural determinado a la vez que entretenido y
provocador. La compilación que editó Caja Negra está centrada en mis artículos más
teóricos, con lo cual esos pequeños ensayos tienden a ser un poco más pretenciosos y
aspirar a ver más allá del mero sonido. Usualmente los artículos funcionan alrededor de
una especie de “meta-análisis”, dónde trato de reflexionar acerca de los aspectos de la
música y la cultura pop que tienden a ser relegados por otras perspectivas de análisis, o,
por el contrario, que son exagerados o sobrevalorados por la crítica de rock típica. Pero,
para decir la verdad, mi trabajo se basa fundamentalmente en un trabajo semanal que
consiste en reseñar discos, entrevistar músicos o elaborar perfiles, es decir que tiende a
enfocarse en obras o bandas específicas, de a una por vez.

No podría formular ningún decálogo general de cómo se debería hacer crítica de rock,
sobretodo porque he visto buenos resultados como consecuencia de una variedad amplia
de perspectivas, que van desde artículos más orientados por la subjetividad del
periodista, hasta enfoques completamente formales, incluso hasta “culinarios”, en
general vinculados a la música electrónica, dónde se habla sobre canciones o artistas en
términos de “fuentes”, “sabores”, “ingredientes”, dando un tipo de texto muy sensorial y
voluptuoso. Es probable que haya recibido una influencia fuerte de este tipo de crítica,
muy atenta a la textura y al ritmo. Pero definitivamente esto, por sí solo, es muy poco,
porque lo que este estilo de escritura hace es enfocarse demasiado en un nivel “micro”
de análisis y soslayar lo “macro”. Y a mi me interesan las dos cosas, las tensiones entre
esos dos niveles. Para averiguar qué es lo que está pasando con la música es necesario
contextualizarla sociológicamente, ponerla a jugar con categorías conceptuales de más
largo aliento, como la clase social, el género, la raza, o cómo afectan a la evolución de
la música las transformaciones tecnológicas o en el uso de drogas. En años recientes, de
hecho, me he interesado cada vez más en el aspecto económico de la música y de la
manera en que la música circula socialmente y es consumida. Pienso que construir el
objeto “música” al interior de estos mapas contribuye a enriquecer la manera en que
entendemos y pensamos a la música. Esto no quita que muchas veces solo quiera hablar
acerca de cuán asombrosa y conmovedora es una canción, o hablar mal sobre otra que
me pareció horrible. He escrito un montón de artículos que ignoran estos marcos
conceptuales más amplios y sólo se focaliza en la materialidad de la música y el placer
[bliss] que me genera.

Con todo, supongo que el artículo de crítica musical ideal, para mí, es cualquiera que
logre resolver la tensión entre lo “micro” (la canción y la biografía personal del artista)
y lo “macro” (la historia general de la música y el contexto socio-cultural específico de
producción).

Bien, dijiste que últimamente estabas interesado en analizar los aspectos


económicos de la obra musical. En general, ¿qué encontraste ahí? Y, en particular,
¿qué pensás acerca de las diferentes formas en que diferentes escenas musicales
distribuyen o comercializan su música?

Bueno, que pregunta larga y complicada! A ver… pienso que mi interés está
parcialmente incentivado por los problemas que la industria ha estado generando
últimamente en términos de “¿qué podemos inventar para seguir haciendo plata con
esto?”. Estos problemas han tenido un efecto devastador en las revistas musicales, que
por otra parte son mi lugar de trabajo y el modo en que me gané la vida por los últimos
veintiséis años ya, y por eso me interesaron especialmente. En general, todos esos
problemas en la industrian tuvieron que ver con las transformaciones en la cultura
digital, y los efectos que el uso y divulgación de Internet ha tenido en la manera en que
nos vinculamos espacio-temporalmente. Creo que las preguntas que debemos hacernos,
en este sentido, son dos: ¿Cómo va a afectar la desaparición de un aspecto fundamental
en la cultura musical –el aspecto geográfico, las escenas musicales que tendían a surgir
en y a identificarse con determinados espacios urbanos– a la manera en que la música
evoluciona, por un lado, y a la posibilidad de que los músicos vivan de componer
canciones, por otro?, y ¿Podemos hablar todavía de “under” cuando todo es tan
accesible y está tan expuesto a todo el mundo?

Estas transformaciones profundas están fogoneando una vieja contradicción de la


cultura del rock: que a la vez que negocia siendo una gran industria del entretenimiento,
se presenta como una sensibilidad rebelde y, a veces, anti-capitalista. En el centro de
esta tensión hay gente, figuras ambiguas me interesan particularmente, tipos que
mientras circulan por los circuitos del underground y militan en la independencia,
contribuyendo a consolidar estéticas complejas que ofrecen reflexiones sobre los
“sentidos comunes” del rock, son a la vez entrepreneurs, empresarios, comerciantes.
Figuras como Chris Blackwell de Island Records o Richard Branson de Virgin, o David
Geffen. Los fundadores de sellos, los tipos que gestionan esos sellos, los promueven,
diseñan estrategias de marketing (no siempre formales), etc. Gente que hace, en
silencio, de manera subterránea, todo el trabajo para que las bandas crezcan y lleguen al
punto en que salen en las revistas, son conocidas, etc.

En un nivel es horriblemente desmitificador saber que atrás de las bandas y de los sellos
hay muchísimos cuadernos contables y horas dedicadas a elaborar una estrategia de
comercialización, peleas con distribuidores, peleas con abogados, con dueños de
boliches, con el tipo que te alquila el sonido, en fin. Pero a la vez es absolutamente
fascinante. Uno de los libros más interesantes acerca del postpunk británico de los
últimos años fue el de Dave Cavanghs sobre Creation Records y su contexto, la cultura
indie de los ‘80 en Inglaterra y cómo eso nos lleva al britpop de los noventa, etc. Bueno,
la cuestión es que Alan McGee, el fundador de Creation, lo odió, y dijo –como si fuera
un insulto– que el libro era una “historia contable del sello” [the accountant’s story].
Pero eso fue lo más interesante acerca del libro, la manera en que mostraba que esa cosa
romántica y sensible del rock ‘n’ roll, ese valor de cambio simbólico con el que los
sellos independientes trafican y arman su imagen, en realidad está sostenido por tratos
comerciales, flujos de dinero, crisis financieras, y, en definitiva, toda una serie de
eventualidades pedestres que el sello tuvo que sortear para mantenerse a flote durante
tantos años. Me fascinaron esas figuras, a las que podríamos llamar “empresarios-
estetas”. En determinado momento tienen que elegir entre el arte y la plata y todos, sin
excepción, van a elegir la plata.

Siguiendo esa idea, en tu libro vos decís, acerca de los Sex Pistols: “Tanto la
industria como la banda necesitaban esa SILUMACIÓN del poder y su subversión
–un engaño, una campaña publicitaria, o ambas”. Pienso que hay algo muy
sugestivo en esta versión que das del punk, no tanto como una “reacción violenta
contra el status quo” sino un fraude deliberado. En definitiva, lo que el punk
parece decirnos es que no hay nada totalmente premeditado, ni totalmente
independiente, ni totalmente corporativo, ni totalmente espontáneo. Ahí hay un
intento muy interesante de desarmar los vacíos conceptuales que aparecen en
torno a los pares indie / major, creatividad / comercio, arte / mercado. ¿Cómo
entendés estos pares conceptuales? ¿Siguen siendo productivos? ¿Nos ayudan a
analizar la producción musical?

Tengo que reconocer que me gustan los pares conceptuales y las oposiciones binarias.
Tiendo a acordar con algo que dijeron Deleuze y Guattari: que son el enemigo, pero un
enemigo completamente necesario, “los muebles en una casa que estamos
constantemente redecorando”

Los ensayos sobre punk y simulación que aparecen en el libro fueron escritos con un
amigo, Paul Oldfield, en los últimos años de los ‘80. En esa época teníamos un fanzine
llamado Monitor y, a la vez, fue la época en que entramos juntos a escribir en la Melody
Maker. Esos artículos fueron escritos en un contexto específico, en dónde había toda
una serie de bandas en Inglaterra que estaban tratando de imitar lo que Malcolm
McLaren había hecho con los Sex Pistols (o lo que dijo que había hecho: ese mito del
plan maestro premeditado para estafar a la industria musical). Nosotros en ese momento
pensábamos que esas bandas no estaban siguiendo el camino correcto, que todo lo que
estaban haciendo era trivial. Entonces, teníamos una agenda particular que consistía en
desacreditarlas. A la vez, estábamos muy influenciados por las lecturas de Jean
Baudrillard que hicimos en esa época, especialmente sus ideas acerca de la simulación.

No estoy seguro si sigo estando de acuerdo con las cosas que escribí entonces, pero eso
realmente no importa porque no hay una “verdad” acerca de lo que pasó con el punk.
Aún hoy sigue siendo un fenómeno infinitamente complejo y misterioso, a pesar de
todos los libros y documentales que se han escrito y filmado para tratar de entenderlo.
Una seria muy compleja de eventos agregados contribuyeron a formular eso que pasó
durante esos años. Todos los participantes de esa escena tenían diferentes motivos,
diferentes ideas de quién o qué era el “enemigo”, diferentes concepciones acerca de lo
que significaba el “punk”, acerca de a dónde había que ir a buscar inspiración y acerca
de a dónde había que dirigirse. La industria musical parecía horrorizada, pero en
realidad no lo estaba. Muy rápido los sellos grandes firmaron con las bandas punks y
trataron de convertirlas en éxitos.

En este sentido, el punk nos muestra cómo la historia está construida, narrada, y se
asienta en perspectivas triunfantes. Por ejemplo, la versión simplificada de la historia
del punk decía que el rock en los ‘70 era un desierto, un campo vacío y minado, y que
entonces llegó el punk, y que los jóvenes punks vencieron a los dinosaurios del rock
progresivo, y que todos fueron felices y que se salvó el rock ‘n’ roll. En realidad, los ‘70
fue una década compleja, rica, diversa y excitante, e incluso 1975, que en el momento
parecía dar la sensación de ser un año absolutamente nulo, un punto muerto en la
historia del rock, estuvo lleno de grandes momentos, de grandes discos, y de muchísima
actividad. Y los dinosaurios del rock progresivo, lejos de ser vencidos y borrados del
planeta por la New Wave y el punk, prosperaron y crecieron en la segunda mitad de los
‘70 y, de hecho, llegaron lejos en los ‘80, que fueron los años del gran éxito comercial
de Pink Floyd, Genesis, Yes y así. Especialmente en Norteamérica, la New Wave tuvo
muy poco impacto, comercialmente y en la radio. Entonces, depende quién está
escribiendo la historia. Y aunque sea difícil de creer, el punk hegemonizó durante
muchos años la manera en que narrábamos la historia del rock, en el sentido de que casi
todos los críticos y los “intelectuales” del rock se convirtieron de manera automática en
punks. De hecho, muchos de ellos habían estado pidiendo a los gritos una vuelta al rock
primitivo, furioso y “real” de las décadas previas incluso antes de que el punk llegara. Y
ese es otro misterio acerca del punk: que tardó muchísimo en suceder. Si te fijás, tuvo
muchísimos “falsos comienzos”, con grupos como los New York Dolls y The Stooges,
y con el pub-rock británico. Realmente la llegada de los Ramones, de los Sex Pistols o
de The Clash no debería haber sorprendido a nadie.

Entonces, sí, más allá de A&M y EMI echando a los Sex Pistols y el mainstream
sintiéndose horrorizado por el punk, el movimiento fue rápidamente canonizado por el
periodismo musical británico, y fue aclamado al instante por la gente del medio. Los
deejays de radio tardaron un poco más en abrazarlo, pero no tardaron mucho más
tampoco. Entonces, volviendo a tu pregunta acerca de los pares conceptuales, pienso
que esta es la clave: que el rock está abrasado por tensiones. Hay algo paradójico acerca
de la idea del “underground” musical, porque el underground necesita al mainstream y
viceversa. La paradoja histórica consiste en que no hay nada, nunca, en la absoluta
oscuridad mediática, y en que siempre hay zonas intermedias entre el underground y el
overground que contribuyen a que las aparentes contradicciones entre estos dos niveles
o circuitos no sean nunca tales. Ciertos presentadores de radio como John Peel en BBC
Radio One, ciertos programas de TV como el Top of the Pops, donde podés ver un
montón de bandas comerciales al lado de bandas under como Hawkwind o, en los años
del postpunk, Joy division y Public Image Ltd. El mainstream siempre está intentando
agarrar bandas del under y llevarlas al siguiente nivel. Con lo cual, la oposición indie /
major o underground / overground en realidad sirve para otorgar a las bandas una épica
específica, esa sensación de “pegarla” que da un lugar al cual aspirar, a dónde llegar, y
que, en definitiva, otorga sentido a que vos o cualquiera quiera hacer una bandita y
tocar. Pero la verdad es que estos procesos involucran complejas negociaciones,
transiciones parciales y maniobras difíciles en muchos niveles de la industria, y el hecho
de “pegarla” en realidad nunca ocurre.

Hay otro par de conceptos que me interesan y que vos usas mucho que es el de
texto / textura. Ambos parecen funcionar como polos en tensión permanente. Pero
esa tensión, a la vez, parece resolverse circunstancialmente en cada nuevo género,
en cada nueva escena y en cada nueva “época musical”, de maneras distintas y
novedosas, para luego desintegrarse. ¿Cómo funcionan estos conceptos en tu
análisis? y, más aún, ¿qué momento de la historia musical te parece que logró la
mejor síntesis de estos elementos?

El par texto versus textura está vinculado al estado de la crítica de rock en los ‘80 y ‘90,
época en que los críticos tendían a enfocarse enteramente en las letras, las palabras, en
el “texto” que constituía la biografía de cada artista y cada banda, como narración
individual, o en el “texto” en un sentido político extremadamente literal (mensajes
específicos en las canciones o en entrevistas al artista acerca de la situación política
coyuntural). Durante esos años, los críticos soslayaban hablar de música en sí misma, de
su textura en términos de la sensación que la música produce, la experiencia sensorial
que habilita o el rol de la producción y la tecnología en su elaboración. En ese contexto,
a mí me interesaba mirar en esa dirección, simplemente porque era heterodoxo y porque
constituía un gesto relevante en el momento. Hablar de texturas, de la música en sí
misma, parecía particularmente necesario en ese tiempo, cuando empezó a surgir un
montón de música innovadora que se montaba sobre el ritmo, la producción o los
aspectos más puramente sonoros del rock. Había una ola de neo-psicodelia muy
progresiva y progresista, desde Sonic Youth hasta My Bloddy Valentine o A. R. Kane.
Y también estaban toda esa incipiente cultura del sampleo en el temprano hip hop y en
el nacimiento del house y el techno, que prácticamente ignoraba la textualidad en el
sentido de que componían largas canciones instrumentales o que incorporaban muy
pocas líneas de texto muy simples. Entonces interpreté que se estaba haciendo
demasiado énfasis en el significado y no en el sentido de la música, en la experiencia
sensorial y física que sostenía materialmente a la música: la presión del bajo, la locura
del ritmo, esas cosas. Había estado leyendo un montón de crítica cultural francesa, el
concepto de jouissance de Barthes, Bataille, etc., entonces tenía una idea general de que
había muchas cosas en la música que trascendían su mera noción como
“comunicación”.

Esta era una época en dónde teníamos mucha fe en la tecnología, había un necesidad
fuerte de atribuirle virtudes, capacidad de agencia, a la tecnología, al Roland 303, al
Cubase V/S/T y a un montón de otras máquinas que iban a hacer posible la evolución de
la música hacia límites insospechados. La “deshumanizada” tecnología era en esa época
más “sexy” y subversiva que la música tocada en instrumentos. También tenés que tener
en cuenta (piadosamente) que era la época de la teoría del caos y de una masiva cultura
de las drogas, que contribuía a que todo parezca más impersonal y “fuera de control”.
Estábamos en medio de una multitud en donde todos habíamos tomado éxtasis, y
sentíamos que éramos todos engranajes en una gran máquina deseante [desiring
machine]. La música parecía tener su propia voluntad: los hombres éramos apenas las
herramientas a través de las cuales esa voluntad se manifestaba. Un delirio.

Por supuesto, había críticos de rock que pensaban distinto y con los cuales
confrontamos. Ellos decían que el techno no era otra cosa que sonidos mecánicos,
repetitivos y sin alma, inhumanos. Nosotros decíamos “sí, esta es música mecánica y
estamos orgullosos. No somos humanos, somos posthumanos. El músico y la máquina
son una sola cosa: un cyborg”. De hecho, tipos como Goldie o A Guy Called Gerald
pensaban en sí mismos en estos términos. Creo que estábamos muy influenciados por la
ciencia ficción, Robocop, Blade Runner y Terminador. Definitivamente había un
elemento de fantasía, exageración y un intento de construir una mística generacional.
Por sí solo, el Roland 303 no creó el acid house.

Hoy los críticos de rock son mucho más atentos a los aspectos de la producción, el
ritmo, la textura, especialmente con géneros como el R&B y el hip hop. Pero esto ha
provocado otra cosa contraria al énfasis sobre el texto del periodismo en los ’80, pero de
igual signo: están yendo demasiado lejos. Al escribir sobre música electrónica,
especialmente, hacen sólo hincapié en la sensorialidad, como si esto fuese lo único que
existe. Eso hizo que la crítica de rock se transformara en una cosa de nuevo
conservadora que consistía –y consiste– en simplemente puntualizar y señalar las
influencias y las fuentes de un determinado sonido, artista u obra. Eso tendió otra vez a
frivolizar a la crítica de rock. Personalmente creo que lo que debería hacerse es intentar
capturar el sentido de la música como un todo. La construcción política de una escena,
sus rituales, sus significados, la manera en que los oyentes se comportan en la pista, la
manera en que esa música se vincula a la sociedad: todo.

Esto me recuerda a un gran concepto, acuñado por Brian Eno: el de “scenius”, que es la
idea de que la música no avanza por el esfuerzo de artistas individuales en función de
raptos espontáneos y “mágicos” de genio creativo, sino que la música progresa
vinculada a una red de actores, agentes musicales de todo tipo, no sólo músicos, sino
también managers, dueños de estudios de grabación, salas de ensayo, etc., toda una
serie de maniobras burocráticas que empujan la música hacia delante a través de
pequeños –pero constantes– descubrimientos, ideas, usos de la tecnología, etc. Esto se
hace palpable especialmente en la cultura de la música electrónica durante los ’90, en
géneros como el jungle, que evolucionaron a través de una yuxtaposición de artistas,
fans, entrepeneurs, todos moviéndose en sincronía, como una bandada de pájaros.

Trabajaste con el punk, el post-punk y la música electrónica. Todos estos géneros y


escenas parecen emerger como diferentes maneras de revertir o glosar la crisis del
Estado de Bienestar en occidente y el surgimiento del llamado “régimen
neoconservador”. ¿Hay un link, una herencia y/o contaminación de algún tipo
entre esos géneros y su contexto específico de surgimiento?

Probablemente haya algo, sí, en el sentido de que hay una “estructura sentimental”,
subterránea, que alimentó todas esas épocas o fases de la música que definitivamente
son mis favoritas. Obviamente, hay un montón de escenas que amo (la música disco, el
reggae, el hard rock y el heavy de principios de los 70s, el garage de los 60s, el hip hop,
el glam rock), pero en términos de que hay un “algo especial”, una intuición, tenés
razón en decir que esas escenas fueron claves y están vinculadas sentimentalmente.
Quizás también porque fueron todas escenas en las que participé, porque soy hijo de
esos años y porque son escenas particularmente británicas. En todos los casos, hay
cierta noción de una utopía alimentando esos sonidos y esas músicas, una especie de
manía, de creencia mesiánica en que la cultura estaba avanzando, realizando una especie
de destino. Hay procesos siempre en movimiento, y probablemente el punk, el post-
punk y la cultura rave de los ‘90 hayan sido como erupciones al interior de la cultura
popular, erupciones a la vez que interrupciones bruscas del modernismo, en el sentido
que tenía en las primeras décadas del siglo XX.

De hecho, me gustaría agregar una cuarta fase a ese encadenamiento tuyo, que para mí
es muy especial, aunque no la haya participado de ella como de las otras tres: la movida
psicodélica y la post-psicodelia, que arrancó con Pink Floyd y Soft Machine y que
cristalizó en los tempranos ‘70 en sellos como Island y Virgin. Lo que la gente en ese
momento llamaba “El Underground”. Hay vínculos y continuidades fuertes por detrás
de todas esas fases de la contracultura musical británica. Incluso figuras que aparecen en
todas esas escenas a lo largo del tiempo, como Robert Wyatt, que estuvo en Soft
Machine, después pasó al sello discográfico post-punk Rough Trade y después colaboró
en la escena techno británica, en Ultramarine, en los 90s. Esas relaciones subterráneas
también están vinculadas al sentimiento especial que los músicos ingleses tienen por la
música negra (especialmente, la norteamericana y la jamaiquina) y eso a la vez se
relaciona con las tensiones que genera la identidad británica, de la que siempre
queremos fugar a la vez que queremos honrar. Y, en última instancia, todo esto tiene
que ver con el contexto político y la estructura de clases en Inglaterra, que no parece
haberse modificado sustancialmente desde 1970. Y después, en un nivel menos
“nacional” o específico, hay un elemento que tiene que ver con la “política del
aburrimiento” [politics of boredom]. La psicodelia, el punk/post-punk y la cultura rave
fueron todos, en algún nivel, respuestas a lo que los situacionistas llamaron “la pobreza
de la vida cotidiana”: el vacío que producía el consumo, la anomia de la vida urbana y el
deseo de resignificar el mundo a través de alguna creencia colectiva. Ese impulso
alimenta a la vez una contradicción fundamental que está siempre por detrás de todas
estas fases musicales y que ninguna ha podido resolver de ninguna manera: el hecho de
que las contraculturas siempre terminan convirtiéndose en commodities. Y esta es la
gran contradicción del rock, en general, que a la vez que se opone al capitalismo o, al
menos, habla de cosas y de sentimientos que lo trascienden o están por fuera de él,
existe y funciona en su interior. En algún sentido, estos movimientos son como pre-
políticos, en tanto direccionan grandes descargas de energía no hacia la construcción
política, sino hacia la construcción estética del mundo.

En tus artículos, especialmente en el que te enfocás en el hip hop, argumentás


fuertemente en contra de cierta sociología académica que tiende a acercarse a las
subculturas de manera inocente, identificando automáticamente estrategias de
resistencia y subversión allí donde hay grupos de personas vistiéndose parecido,
escuchando la misma música. ¿Podrías ampliar esta crítica?

Voy a tomar una ruta ligeramente diferente a la que planteas en tu pregunta: en líneas
generales, desde hace un tiempo (desde la segunda mitad de los ‘80, más o menos),
tengo esta sensación de que el rock y el pop están tanto del lado del diablo como del
lado de los ángeles. Todo lo que está mal con nuestro mundo y nuestras sociedades está
bulliendo y alimentando constantemente a la música. Y todo lo que es positivo y
esperanzador también. Rock, pop, hip hop, etc., llevan en su interior dos destinos
encontrados: son revolucionarios a la vez que son reaccionarios.

Los críticos de rock, porque en general son tipos de izquierda, progresistas, tienden a
enfocarse y enfatizar los aspectos positivos, subversivos, transformadores, y a ignorar la
negatividad, el egoísmo y el conservadurismo de la música. En los estudios académicos
esto es peor, porque los universitarios tienden a ser aún más de izquierda, aún más
progresistas, y de alguna manera se las arreglan para adaptar las contraculturas
musicales a su propio estilo de vida. Siempre están buscando ese “valor social”, ese
“plus de sentido” capaz de redimir al rock y al pop. Pero la verdad es que no podés
entender ningún género musical, estéticamente y muchísimo menos políticamente, si no
tenés en cuenta que una gran parte de esos géneros tienen que ver con la vanidad, la
codicia, el ego, el deseo de gloria, la dominación, etc. Y el hip hop es especialmente una
música que nace como una forma de insultar a la gente. Rapear es una forma de
combatir, de auto-afirmarse y, sobretodo, de distinguirse. Alguien que rapea debe
desarrollar un estilo único, específico, particular, individual. Y esto es compartido por
muchísimas subculturas, que se ven a sí mismas como aristocracias, tipos que vieron
algo, que se elevaron por encima de la gente ordinaria a través del estilo y del
conocimiento.

Todas estas cosas explican por qué el rock, el rap, el pop, nos interpelan tanto: hablan
de nosotros. Por eso es que hay momentos en que la música pop parece un sarpullido
cultural, un síntoma de una sociedad enferma y decadente, porque expresa la irrealidad
del capitalismo, la irracionalidad extravagante de la cultura del consumo.

¡Y que quede claro que esto lo digo como un fanático de toda esa música! Si escuchas
bien, algunas de las mejores bandas de rock de todos los tiempos –los Stooges y los Sex
Pistols, algunos discos de glam rock, el heavy metal– proponen la agresión, la
destrucción, la apatía. Siempre sentí que Anarchy in the UK era sobre la anarquía más
que sobre el anarquismo: no hay reglas, así que podés vivir como un pecador o como un
tirano. No es socialismo, no es mejorar la comunidad. Hay algunos discos de punk que
son simplemente pura violencia, la voluntad del poder, vivir como si fueses Dios,
destruir cosas, como cantaban los Damned. ¡Nada de esto es solo entretenimiento!

El rock está fuertemente enraizado en la cultura adolescente, la capacidad que solo


tienen los adolescentes de pensar únicamente en sí mismos, no considerar las
consecuencias de sus acciones, hacer cosas estúpidas y arriesgadas sólo por hacerlas,
victimizarte y pedir cosas que no existen. Y ahora que me doy cuenta de eso, que soy un
tipo grande, que tengo hijos y responsabilidades burocráticas, trato de igual valorar esa
energía anti-social del rock, esa cualidad irresponsable y puramente negativa. Valorarla
no en el sentido de seguir viviendo de acuerdo a esa energía, en función de la que no
puedo ni quiero vivir mi vida a esta altura, sino valorarla en el sentido de negarme a
pensar que esas cualidades negativas y vengativas no son una gran parte del rock.

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