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TRAICIÓN Y PERDÓN:

Nombre: Ran.

País: Japón.

Año:1985.

Género: Épico (Jidaigeki)

Duración: 160 minutos.

Dirección: Akira Kurosawa.

Producción: Masato Hará y Serge Siberman.

Guion: Masato Ide, Akira Kurosawa e Hideo Oguni.

Música: Tōru Takemitsu.

Fotografía: Asakazu Nakai, Takao Saito y Masaharu Ueda.

Reparto: Tatsuya Nakadai, Akira Terao, Jimpachi Nezu, Daiseku Ryu, Mieko Harada, Yoshiko Mizayaki,
Hisashi Igawa, Peter y Masayuki Yui.

Productora: Greenwich Film Productions, Herald Ace Inc. y Nippon Herald Films.

Existe en nuestra memoria colectiva cierta reminiscencia, recuerdos imprecisos de épocas lejanas
y también no muy lejanas, en las que el “caos” fue necesario para que el “orden” se abriera paso.
Podríamos decir que “caos y orden” son como dos eslabones que forman la cadena de sucesos
que completan nuestra historia. Sin embargo, esto nos llevaría a universalizar acontecimientos
históricos que requieren una mirada más singular, por no decir peculiar, como el Período Sengoku
del Japón Feudal.
A partir del siglo XV d.C. y por casi 200 años, el Japón de aquella época sólo subsistía en el “orden
del caos”. Lo que se conocía eran las guerras por poder de los daimyos (señores de la guerra que
representaban tanto a sus respectivos clanes como a la fuerza militar de estos), las constantes
hambrunas, revueltas y la destrucción de clanes enteros. La vida era corta, cruda, muchas veces
solitaria, y se encontraba a merced de estandartes de “traición y venganza” que rondaban. Ran
(1985) de Akira Kurosawa, que en japonés se traduce a “caos”, es un retrato del contexto y el
sentir de aquella época. La lectura e interpretación de la historia feudal japonesa que realizó el
director se ve reflejada en la pulcritud de las tomas, juego de colores y sombras, la música y la
elección de escenarios y vestimentas para la grabación de batallas épicas. Este nivel de detallismo
y magnanimidad en su loable trabajo se traslucen en los 10 años que Kurosawa se tardó en grabar
el film para que pudiese ser finalmente disfrutado.
Kurosawa, inspirado en la gran obra literaria “El rey Lear” de William Shakespeare, adaptó los
personajes del célebre dramaturgo a la cultura y contexto feudal japonés logrando que el tema de
la deslealtad se intensifique aún más en un período donde ya abundaba. Esto podemos verlo
plasmado al inicio de la película, cuando esboza la primera de las alevosías en los diálogos entre
el padre (Hidetora) y sus tres hijos (Taro, Jiro y Saburo) haciendo referencia a una conocida
parábola de Mōri Motonari (legendario daimyo del clan Mori), sobre las flechas y la fuerza de la
hermandad. A partir de esta escena, la envidia y recelo circulan dentro del clan Ichimonji y sus
vasallos, haciéndoles cometer engaños y perjuicios entre ellos. Padre contra hijos, hermanos
contra hermanos, y matrimonios enteros se ven enredados en la lucha para perpetuar el poder.

Magistralmente Kurosawa representa la envergadura de esta perfidia en la escena del asedio del
castillo. Hidetora en la penumbra de la noche se ve rodeado por jinetes y guerreros de estandarte
rojo y amarillo, el humo del fuego y la sangre se huelen en el aire, sus más fieles sirvientes han
sucumbido. Busca defenderse, pero pronto toma conciencia de que se encuentra solo con su
derrota y dolor. Es tal la conmoción interior de este personaje que pierde la noción de sí mismo y
los demás, su mente deambula entre los dolores del presente y los arrepentimientos pasados. Con
pesimismo el personaje parece interpretar todo lo sucedido con una visión “kármica” articulada por
sus viejos rivales, sin asumir la responsabilidad de su propio legado como “señor de la guerra”
(daimyo) a sus hijos.
No obstante, la cinta también nos presenta el antídoto para aliviar el dolor a través del perdón.
Este don, bajo la mirada del director, rompe el círculo entre la violencia desatada con malignidad
y el reclamo colérico por el daño recibido. Calma el dolor del alma y recompone los lazos perdidos.
Los personajes en esta película que decidieron vivir bajo estos dos estandartes quedan atrapados
en sus propias redes de vileza. Tienen poder, pero reconocen el costo por el cual lo ganaron y
como pueden perderlo, o lo que es peor, ni siquiera piensan en esto. En cambio, los personajes
que optaron por el segundo camino diluyeron su dolor y volvieron a encontrarse en la dicha de
saber amar y saberse amado por un ser querido.

Una lección más para nuestros días-puesto que no estamos exentos de dolores, traiciones o de
cometer perjuicios- en los que el perdón se sabe necesario y muchas veces obligado. Perdonar
no es sinónimo de olvido, por lo menos no del mental, pero sí lo es del alma. Perdonar es recordar
sin cólera con la promesa de reencuentro. ¿Y tú has perdonado verdaderamente?

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