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TRAGACIONISTAS

Juan Manuel de Prada

Hace apenas unas semanas, unas declaraciones de la actriz Victoria Abril


sobre la plaga coronavírica y los remedios que se han arbitrado para contenerla
provocaban gran escándalo entre los biempensantes que babean de
fascinación idolátrica cuando cualquier actor famoso pontifica sobre el cambio
climático, o sobre el fascismo, o sobre cualquier otro asunto del que no tiene ni
puñetera idea, ensartando topicazos sistémicos. Que es, por cierto, lo que
hacen casi siempre los actores famosos: vomitar como loritos las paparruchas
y lugares comunes que interesan a los que mandan, para obtener a cambio
mejores contratos y el aplauso gregario de las masas cretinizadas.

Habría que empezar diciendo que la opinión de la actriz Victoria Abril sobre la
plaga coronavírica tiene el mismo valor que –pongamos por caso– la opinión
del actor Javier Bardem sobre el cambio climático. Sin embargo, las paridas y
lugares comunes sobre el cambio climático que el actor Javier Bardem repite
como un lorito desde las tribunas más encumbradas son consideradas dogma
de fe por los biempensantes. Puede que la actriz Victoria Abril soltase también
algunas paridas sobre la plaga coronavírica; pero, al menos, no prodigó los
lugares comunes pestíferos que suelen soltar sus compañeros de profesión
(más pestíferos cuanto más famosos son). Y, junto con algunas paridas y
observaciones dudosas, Victoria Abril soltó también algunas verdades como
templos que merecen nuestra consideración; y, en algunos casos, nuestro
aplauso ante su valentía, pues por atreverse a pronunciarlas firmará en los
próximos años menos contratos (que se repartirán las actrices que ensarten
con mayor entusiasmo las paparruchas sistémicas que interesan a los que
mandan). Por lo demás, las paridas y observaciones dudosas que Victoria Abril
deslizó en sus declaraciones se pueden refutar tranquilamente, sin necesidad
de desprestigiarla, como hacen los jenízaros del discurso oficial que pretenden
convertirnos en ‘tragacionistas’; o sea, en botarates que se tragan las versiones
oficiales y las repiten como loritos o actores comprometidos (con su bolsillo y
con la bazofia sistémica circulante).

 Sólo los tragacionistas se niegan a aceptar, por ejemplo, que China ha


ocultado deliberadamente (con la ayuda impagable de los mamporreros
de la OMS) los orígenes del virus.

 Sólo los tragacionistas se niegan a reconocer que la plaga coronavírica


ha propiciado los más variopintos experimentos de biopolítica e
introducido prácticas de disciplina social completamente arbitrarias e
irracionales (empezando, por cierto, por el uso de mascarillas en
espacios abiertos) que se ciscan en los tan cacareados ‘derechos’ y
‘libertades’ de las antaño opíparas y hogaño escuálidas democracias.
 Sólo los tragacionistas se niegan a asumir que la plaga ha sido utilizada
como excusa por gobernantes psicopáticos para devastar las economías
locales, provocando la ruina de infinidad de pequeños negocios,
condenando al paro a millones de personas y favoreciendo la
hegemonía de las grandes corporaciones transnacionales.

 Sólo los tragacionistas se niegan a discernir las burdas manipulaciones,


medias verdades y orgullosas mentiras que han propagado nuestros
gobernantes y sus voceros mediáticos durante el último año.

 Sólo los tragacionistas se niegan a discutir la eficacia de medidas


restrictivas caprichosas y confinamientos desproporcionados que,
además, han tenido altísimos costes sociales y económicos.

 Sólo los tragacionistas se niegan a admitir que las vacunas son una
terapia experimental que se está administrando sin cumplir los plazos y
los protocolos de seguridad establecidos y cuyos efectos secundarios no
se han explorado suficientemente (aunque, desde luego, sus efectos
bursátiles sean de sobra conocidos)

Sólo los tragacionistas, en fin, se niegan a examinar todas estas evidencias,


tal vez porque si lo hicieran tendrían que confrontarse con su estupidez
gregaria y su sometimiento lacayuno a las consignas sistémicas.

Son estos tragacionistas, pues, los auténticos negacionistas, que con tal de
sentirse abrigaditos en el rebaño renuncian a la ‘nefasta manía de pensar’.
Pues el ‘negacionismo’, aparte de un empeño desquiciado en prescindir de la
realidad, es también un anhelo gregario, una penosa necesidad de buscar
protección y falsa seguridad en conductas tribales. Y no hay conducta más
tribal que tragarse las versiones oficiales sin someterlas a juicio crítico,
señalando además como réprobos a quienes osan ponerlas en entredicho. Tal
vez esos réprobos suelten de vez en cuando alguna parida; pero al menos no
regurgitan el pienso que se reparte a los borregos.

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