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13.

ALEGATO POR UNA CIERTA ANORMALIDAD

Una vez me invitaron a participar en un coloquio


psicoanalítico que tenía como tema ''Los aspectos patoló-
gicos y patógenos de la normalidad". Ciertamente un
tema provocativo, pero también un cuestionamiento
importante, aunque sólo fuera por el hecho de que los
participantes nos vimos estimulados para evaluar el
concepto de normalidad. ¿Qué significa "normalidad"
desde un punto de vista psicoanalítico? Y suponiendo
que se dejara definir, ¿posee formas diversas, existe una
"buena" normalidad y una "mala"? No bien había
comenzado a reflexionar sobre el problema, advertí que
más allá del intento de definir la normalidad "anormal"
estaba muy lejos de poder conceptualizar la estructura
de la normalidad "normal". En el medio de estos interro-
gantes una duda oscurecía mi mente, un tema delicado
de formular. Desde hace algunos años frecuento sobre
todo a analistas (y por supuesto, a analizandos). ¿Podré
saber entonces qué es un ser "normai"? Mis colegas
nunca me parecieron personas eminentemente "norma-
les"; y, por supuesto, yo misma me siento bien entre

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ellos. ¿Quiénes somos, quién soy, para juzgar qué es nor-
mal o anormal?
Cuanto más pensaba, más evidente me parecía que
la "normalidad" no es, no podría ser, un concepto analí-
tico, sino inequívocamente antianalítico.
Para un analista hablar de la normalidad es tratar
de describir la faz oscura de la Luna. Ciertamente, pode-
mos imaginarla, enviar un cohete, tomar fotos, incluso
formular teorías acerca de cómo tendrta que ser. ¿Pero
adónde nos lleva todo eso? No es nuestro país, y apenas
nuestro planeta. Las neurosis con su núcleo psicótico
secreto, las psicosis con su densa franja neurótica; ésa es
nuestra familia, nuestro terreno, el lugar donde todos
hablamos la misma lengua, con una pequeña diferencia
de dialectos. Pero aparte de ello, ¿existe verdadera-
mente una "estructura nonnal de la personalidad"? Y si
existe, ¿por qué tenemos que abandonar el área analí-
tica , tan cómodamente anormal, para lanzarnos sobre
las huellas de los normales? ¿Tal vez para explicarles
hasta qué punto están enfermos? Pero sigue habiendo
un problema: el que se denomina normal -cuya norma-
lidad para nosotros podrá ser patología o incluso pató-
gena- no quiere saber de nosotros. Peor aún, desconfía
de nosotros. Un poco a la manera del viejo campesino a
quien un día le regalé un atado de espárragos de mi
huerta, pues era él el que me había arado la tierra, y
que lo rechazó decididamente. "¿No le gustan los espá-
rragos?", le pregunté. "No sabría decirle. Nunca los
probé. ¡La gente de por aquí no come eso!" Y bien, tal
vez seamos un artículo de lujo como los espárragos; huy
que tener gusto para ello. Uno de los objetivos de la vida
es pos eer algo que otros necesitan o deseen; entonces,
¿por qué preocuparnos por estos "normales" que no quie-
ren saber nada con el análisis? Nuestro narcisismo
(¿normal?, ¿patológico?) ve que aquellos que nada quie-

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ren de nosotros, nos resultan poco interesantes. Pero
olvidemos nuestros prejuicios y tengamos por objetivo a
la Luna.
Es lícito que un analista establezca una oposición
e11tre "normal" y "neurótico"', lo que no impide que otro
diga que es normal ser neurótico. "Estamos frente a las
dos significaciones principales del concepto de normali-
dad. Decir que la neurosis es un fenómeno normal nos
remite a una noción de cantidad: a la norma estadística.
Si por lo contrario establecemos una oposición entre
"normal" y "neurótico", se trata de una noción de cuali·
dad. En este caso utilizamos la idea "normalmente acep-
table" de una norma social, para lo cual proponemos el
término norma normativa (opuesta a la norma estadís-
tica) con el objeto de mantener la distinción entre atri-
butos de cantídad y calidad. La norma normativa
designa algo "hacia lo cual se tiende", donde por consi·
guiente se halla incluida la idea de un ideal. He aquí
una normalidad estadística y una normalidad norma-
tiva, además de nuestra normalidad patológica.
Lo cuantificable, la norma estadística, posee un
indiscutible interés sociológico, pero su interés psicoana~
lítico es relativamente menor. Lo que puede interesar al
analista es precisamente la normalidad en su aspecto
normativo (por supuesto, con todo lo que eso también
implica vaguedad de límites y de elementos superyoi-
cos). A partir de allf hay una multitud de cuestiones que
el analista siente la tentación de fonnularse. He aquí
algunas:
-¿Hay analistas "normales"?
-¿Existe una sexualidad "normal"?
-¿Existen "normas analíticas"?

Abandonemos entonces la terra firma de lo cuantifi-


cable, con sus curvas estadísticas, decorada como siem-

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..,
pre en trompe l'ceil, y tornemos a la arena movediza de
lo normativo para explorar sus contornos. ¿Qué es un
ser normal? Mi diccionario (Webster) me informa que
"normal" quiere decir: conforme a la regla, regular, pro-
medio, ordinario. ¿Nos permitirá esto detectar "regula-
res" patógenos y "ordinarios"-patológicos? Las personas
"regulares" llenan las calles; a un gran número de gente
le interesa ser "conforme a la regla": los "niños juiciosos"
también están con nosotros; mucha gente desea aparen-
tar conforme, por lo menos ante los otros. ¿Pero a quién
le interesa ser "ordinario" o "promedio"?
Esta pequeña excursión por la erudición léxica pone
a la luz la ambivalencia que se atribuye a la noción de
normalidad: aprobación y condena a la vez. Si nos
repugna ser "ordinarios", no por ello deseamos ser anor-
males. Esta ambigüedad implícita en el calificativo nos
indica ya que se trata de dos sectores diferentes de
nuestro ser, uno de los cuales quiere ser conforme a las
reglas mientras que el otro busca escapar de ellas.
Ahora bien, más allá de esta inherente ambivalencia lo
normativo es un valor subjetivo. La idea que un sujeto
se hace de su propia "normalídad" sólo puede entenderse
en relación con una serie de referencias: ¿normal en
relación con qué? ¿Ante los ojos de quién? Que nos juz-
guemos nosotros mismos, o que juzguemos a los otros,
como normales o anormales, forzosamente será en rela-
ción con una norma preexistente. El primer esbozo de
todas las normas posibles está proporcionado, evidente-
mente, por la familia. Para el niño pequeño (y no cambia
mucho para los adultos), lo "normal" es lo heimlich, lo
reconocible, lo que se acepta en casa. Das Unheimliche,
esa inquietante extrañeza de que hablaba Freud, es lo
"anormal", lo que surge en nosotros, y en su surgimiento
mismo se recorta extrañamente sobre el trasfondo de lo
familiar, de lo que es aceptado por la familia. Das

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Unheimliche, dice Freud, representa una categoría espe-
cial de lo que es reconocible, normal, familiar. La apa-
rente oposición no es tal. El ansia de escapar a la confor-
midad es el deseo de transgredir las leyes familiares; en
cambio, querer "ser normal" es en primer lugar un
intento destinado a ganar el amor de los padres respe-
tando sus reglas y aceptando sus ideales. Por consi-
guiente, un objetivo narcisista destinado a ser catecti-
zado en un ideal del yo que modulará los objetivos
pulsionales. De este modo los niños hacen esfuerzos con-
siderables por comportarse "normalmente". Recuerdo de
pronto a un niño en el zoológico con su padre. El niño
hacía todo lo que no había que hacer, se inclinaba sobre
el foso de los osos, tiraba piedritas a las focas, atrope-
llaba a los que pasaban ... Y el padre, exasperado,
exclamó: "¡Cuántas veces habrá que decírtelo[ ¡Compór-
tate como un ser humano!". El niño miró a su padre con
un aire infinitamente triste: "Papá, ¿qué hay que hacer
para ser un ser humano?". ¿Cómo entrar en el orden de
la norma? Conocemos la respuesta: para todo niño la
norma es la identificación con los deseos de sus padres.
Esta norma familiar será pues "patógena" o "normativa"
en función de su coincidencia o de su alejamiento de las
normas de la sociedad a la que pertenece.
Para la teoría psicoanalítica esta norma se definirá
en función del concepto "estructura edípica", estructura
normalizadora, en la medida que preexiste al niño y
regula las relacíones intra e interpersonales. Resolver la
problemática edípica ¿es la "buena" normalidad? Pero
todos encuentran una "solución" a la inaceptable situa-
ción edípica. Ya sea una solución neurótica, psicótica,
perversa, incluso psicosomática, no es fácil distribuirlas
según una escala normativa. Algunos trabajos psicoana-
líticos presentan en sus escritos a un personaje que se
llama "el carácter genital", el que se ama tanto como a

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su prójimo. Y es comparado con un hermanito, menos
estimado, que es llamado "carácter pregenital". He aquí
ahora, en posición inversa, el que está afligido por la
normalidad, el que sufre del síntoma de normalidad.
¿Cuáles son sus manifestaciones? Se puede suponer que
se trata de sujetos que tienen el aspecto de ser "confor-
mes a la regla", de estar "en la norma" y que no demues-
tran ningún síntoma psíquico, excepto que sufren de
síntomas psicosomáticos o de patología leve del carácter.
A primera vista nada de Umheimlich se descubre en
ellos. El síntoma-normalidad invisible al ojo desnudo se
oculta detrás de la pantalla asintomática. Ya he inten-
tado (en el capítulo 6) trazar un retrato estructural de
cierto tipo de pacientes de esta categoría, a quienes he
llamado "analizandos-robot". Estos pacientes están mar-
cados por un sistema de ideas preconcebidas que con-
fiere a su estructura una fuerza de robot programado, la
cual les permite conservar intacto su equilibrio psíquico.
Atraídos por el análisis, esos sujetos se declaran neuró-
ticos auténticos, y no se equivocan, pero sus síntomas no
les interesan de ninguna manera. En la situación analí-
tica es el analista el que sufre; negado en cuanto Otro,
como si de él emanara la muerte o la castración que
amenazan al analizando. Pero no quiero hablar de ellos
aquí. Hay otros, que se proclaman normales y que tam-
bién vienen en busca de un análisis, con frecuencia para
agradar a otros.
La señora N (por Normal) se sienta ante mí; bien
hundida en el sillón, delgada, elegante, la cabeza alta,
me mira tranquilamente. Se me ocurre que se siente
más cómoda que yo. Tengo ganas de decirle: "¿Qué es lo
que no anda?" como para establecer un equilibrio de
poder, pero ella toma la iniciativa.

Sra. N -Sin duda se preguntará usted por qué he

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venido a verla. Y bien, mi médico me aconseJo que
hiciera un psicoanálisis. Desde hace cierto tiempo mi
matrimonio pasa por dificultades y eso me cansa. Los
dos tenemos cuarenta y cinco años y hemos tenido tres
hijas. Yo quiero a mi marido y a mis hijas; ahora bien,
desde hace cierto tiempo, mi marido me hace la vida
imposible. Está de mal humor ... grita por un sí o por un
no ... bebe un poco demasiado ... finalmente, he descu-
bierto que tiene una amante. Es insoportable, sobre todo
porque no hay ninguna razón.
(La señora N se detiene como si me hubiera dado
todos los elementos básicos de la situación.)
J.M. -¿Usted quiere decir que no es para nada res-
ponsable de este desacuerdo con su marido?
Sra. N -He reflexionado mucho al respecto, pero no
sé qué otra cosa hubiera podido hacer. Pero lo amo; eso
no constituye un problema para mí.
J. M. -¿Usted piensa que es él más bien quien tiene
problemas?
Sra. N -Y, ¡sí, más bien!
J. M. -Y sin embargo es usted la que ha venido a
pedirme un análisis. ¿Piensa que usted también tiene
algunos problemas?
Sra. N -.¿Yo? No, realmente no. ¿Qué pienso yo de
mí misma? Yo siempre me he sentido muy bien.

Los intentos de explorar la posibilidad de que los


cambios de su marido pudieran hacerla sentir menos
segura, no condujo a ninguna parte. Durante mis dos
únicas entrevistas con la señora N esta frase retornaba
sin cesar: "Me siento muy bien". Efectivamente, la
señora N me parecía muy cómoda en su piel. Si había un
problema, para ella estaba fuera de su piel. ¿Qué pedía
la señora N? ¿Que lo que pasaba fuera de ella fuera tan
ordenado, tan cómodo como ella misma, adentro?

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¿Qué otra cosa puedo decir sobre ella? Proviene de
una familia de la alta burguesía -familia creyente sin
más, afectuosa sin exceso, patriota sin ser chauvinista,
simpatizante con la izquierda intelectual sin dejarse
envolver por ella-, y la señora N se estima digna de su
ascendencia. Como las otras mujeres de su familia, es
una buena ama de casa, vigila bien a las criadas, a los
niños y al marido. Le es fiel y no es frígida. Practica
esquí en invierno, va al mar en verano y está ocupada
en muchas actividades cívicas y sociales. Durante nues-
tro segundo encuentro llegó hasta decir que ella misma
no sabía demasiado qué podría hacer el psicoanálisis por
ella. Yo compartía más bien su opinión, pero no dejaba
de preguntarme, lo confieso, si a veces uno puede sen-
tirse demasiado bien.
¿Pero qué quiere decir esto? ¿Demasiado bien para el
análisis? ¿Para el analista? De acuerdo con lo que dice,
la señora N es una mujer "normal", normal ante sus
propios ojos como ante los de su familia, sus vecinos, sus
amigos. ¿Qué más puede pedirse? El psicoanalista, en
cambio, pide más. En cuanto analistas, no podemos evi-
tar sentir la impresión de falta en los supuestos "norma-
les". Nuestra única esperanza -¿es justificable?- sería
obrar de manera que el normal sufriera por su normali-
dad. Mientras la señora N se muestra incapaz de cues-
tionarse, en cualquier dimensión de su ser, incapaz de
preguntarse lo que realmente piensa de su vida conyu-
gal, de enfrentar lo que puede sentir su marido por ella,
de sospechar la legitimidad de su impresión de plenitud
y bienestar, de preguntarse finalmente si en todo eso no
hay un lado ilusorio, incluso de una falta de imaginación
de su parte, mi opinión es que ella permanecerá inanali-
zable.

Pero después de todo, ¿es normal cuestionarse?

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¿Dudar de nuestras eleccíones objetales, de nuestras
reglas de conducta, de nuestras creencias religiosas y
políticas, de nuestros gustos estéticos? Seguro que no.
C,o.w.o tampoco poner en duda nuestra propia identidad.
'if-¿Quién soy?", pregunta para locos y filósofos. Ser tes-
tigo de nuestra propia división, buscar un sentido en el
sinsentido de los síntomas, dudar de todo lo que uno es;
a través de todo esto demostrarnos ser candidatos a un
psicoanálisis, precisamente en virtud de estas cuestio-
nes "anormales". Ahora bien, los que se autodenominan
normales, los que no plantean tales preguntas, los que
no ponen en duda ni su sentido común ni su ser, tam-
bién ellos hoy en día vienen a analizarse. Y el colmo es
que nosotros, los analistas, los consideramos como gran-
des enfermos. ¡Enfermos por quienes el psicoanálisis no
puede hacer nada! ¿Enfermos de qué? ¿"De estar" dema-
siado bien? ¿De sufrir menos que nosotros?
Pero si el psicoanalista considera con cierta descon-
fianza a estos demasiado-bien-adaptados-a-la-vida, tam-
poco consideran al psicoanalista como uno de ellos. ¿Qué
aspecto tiene el psicoanalista ante los ojos de los morta-
les "normales"? Sin duda somos recuperables por la
estadística, pero no por ello entramos en la norma nor-
mativa de los demás. A este respecto, me gustaría
narrar la historia verídica --que ya se remonta a hace
quince años- de una jovencita de 14 años que se creía,
como muchos adolescentes, en situación de juzgar a los
adultos. En el liceo se hablaba de psicoanálisis, incluso
se hacían disertaciones sobre el tema. En esa época el
oficio de sus padres -analistas- súbitamente cobraba
valor ante sus ojos. Preguntó si podía conocer como si
fuera adulta, a algunos amigos analistas de los que a
menudo había oído hablar. La madre le propuso que
asistiera a un almuerzo en el campo, un domingo, al que
ella pensaba invitar a un grupo de analistas, de varia-

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das tendencias. Los amigos llegaron, comieron bien,
bebieron bien, hablaron mucho -de la sexualidad, de la
perversión, de sus colegas, de la sociedad psicoanalí-
tica- y se fueron bastante tarde. Por la noche los
padres preguntaron a su hija sus impresiones. "Y bien",
respondió la niña, "sus amigos son tontos", Le pidieron
que fuera más precisa. "¿Pero no escuchan?", dijo ella.
"¿Han notado que no tienen más que dos temas de con-
versación? ¡Los analistas sólo hablan del pene o del Ins-
tituto de Psicoanálisis! ¿Les parece normal eso?"
Y bien, pensándolo me veo obligada a admitir que,
normales o no, los analistas en libertad no hablan como
los demás. Por otra parte, se trate "del pene" o del Insti-
tuto, podemos preguntarnos si al fin de cuentas no es lo
mismo. Y, cosa mucho más inquietante, compruebo que
con el correr de los años los analistas experimentados
hablan cada vez menos del pene y cada vez más del Ins-
tituto. ¿Es una evolución "normal"? Sea como fuere, no
está demostrado que el analista pertenezca a la catego-
ría "normal". Incluso los analistas norteamericanos, con
su gusto por la adaptación y su capacidad de adaptación
de conformidad, de tomar decisiones, han hecho sonar la
alarma ya hace bastante tiempo contra los "normales"
que desean ser analistas. Los que parecen estar "dema-
siado bien adaptados a la vida" no serían buenos analis-
tas . Los sujetos que no se reconocen ningún síntoma,
que ignoran el sufrimiento psíquico, que jamás han sido
rozados de cerca o de lejos por la tortura de la duda o
por el temor al Otro, no están capacitados para entender
la enfermedad psíquica de los otros.

¿Y qué ocurre con la sexualidad? ¿Existe una sexua-


lidad "normal"? He aquí una pregunta aparentemente
"psicoanalítica". Pues bien, Freud subrayó claramente
desde 1905 que la barrera entre una sexualidad llamada

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normal y una sexualidad desviada era más bien frágil.
Después de haber caracterizado a la neurosis como el
polo "positivo" y a la perversión el "negativo" en función
de una misma problemática sexual, añadía: " ... en los
casos más favorables, gracias a ciertas restricciones
efectivas y otras modificaciones, puede producirse lo que
podemos llamar una vida sexual normal" {Freud, 1905b,
pág. 172). Es evidente que Freud considera la vida
sexual como regida por el azar, y una vida sexual exi-
tosa, como un lujo. En cambio, hallaba trivial lo que él
llamaba la credulidad del amor y la sobrestimación de
las perfecciones del objeto sexual. A este respecto, Freud
establece una distinción entre Ja vida erótica de la anti·
güedad y la de nuestra época, o más bien, de la suya,
pues las costumbres sexuales cambiaron considerable-
mente ... Los griegos, dice Freud, glorificaban la pulsión
sexual en detrimento del objeto, mientras que el hombre
moderno idealiza el objeto sexual al mismo tiempo que
menosprecia la pulsión. Por supuesto, podríamos poner
en duda la "glorificación" antigua dado el porcentaje de
fantasía y de nostalgia que contiene; pero entonces tam-
bién podríamos cuestionar la sobrestimación del objeto
sexual en la hora actual. Las comedias musicales
modernas, los sex-shops, las películas pornográficas,
todos idealizan la pulsión en cuanto tal, y en todas sus
formas de expresión erótica, mientras que el objeto no se
individualiza y más bien es intercambiable.
Paralelamente, en la práctica psicoana lítica compro-
bamos cambios que se mueven en el mismo sentido.
Hace algunos años encontrábamos sobre el diván del
analista un buen número de pacientes que sufrían
diversas formas de impotencia sexual o de frigidez, en
un contexto en que el objeto sexual habitualmente era
amado y sobrestimado. "La amo y sin embargo no puedo
hacer el amor con ella." Hoy hay más analizandos que

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dicen: "Hago el amor con ella pero no la amo". Cito dos
fragmentos de discurso analítico que expresan de ma-
nera condensada estas dos posiciones frente al objeto
sexual.
Gabriel, treinta y ocho años, sufre desde siempre
una tenaz impotencia sexual. "Ayer por la noche intenté
una vez más hacer el amor con ella. ¡Resultado nulot Y
pensar que hace tres años que la amo . Le dije a mi
amiga: 'Lo ves, yo tengo ganas de hacer el amor, pero él
(señalando su pene) no quiere'."
Pierre-Alain viene desde hace dos años, dos veces
por semana, para psicoterapia. No estoy segura de que
sea capaz de aceptar las condiciones rígidas de un análi-
sis. Es un joven bien a la moda, con largos cabellos, que
sostiene en la nuca con una hebilla. Habla del "ácido",
de la "yerba", de Vasarely ... los cuales, junto con las
"chicas", constituyen los elementos inamovibles que lle-
nan los espacios vacíos de su existencia. Veintisiete
años, procedente de un medio intelectual, vino a análisis
a causa de inhibiciones en su trabajo, de sus relaciones
insatisfactorias y de su sentimiento de soledad. Tiene
cuatro o cinco amiguitas con las cuales mantiene rela-
ciones sexuales. Pero se queja de que es incapaz de
amarlas, salvo, a veces, a través de los paraísos quími-
cos a los que es aficionado. Parece que en ellos descubre
signos de su vida inconsciente y la impresión de estar
enamorado. Un día me contó: "Ayer tuve relaciones con
Pascale por la tarde, y por la noche invité a Francine a
mi cama. También hice el amor, pero únicamente porque
tuve una erección . Ella no me inspira mucho, no más
que Pascale por otra parte. Sin embargo no soy homose-
xual. Una vez intenté con un tipo. ¡Bah! Era tonto. Pen-
sándolo bien, prefiero a las chicas".
Así como Gabriel pone el acento sobre la impotencia
de la pulsión y sobre su actividad sexual, Pierre-Alain lo

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pone por el lado del objeto y detecta su síntoma en sus
relaciones objetales. Sus problemas, en cierto sentido
complementario, están resumidos en sus observaciones.
Gabriel: "¡Yo tengo ganas, pero él no!" Pierre-Alan: "¡El
tiene ganas pero yo no!". Uno se queja de la carencia eje-
cutiva y el otro, de la carencia afectiva. Cualquiera diría
que Gabriel tiene un problema sexual, mientras que la
vida sexual de Pierre-Alain, que no acusa el menor des-
fallecimiento funcional, sería considerada por algunos
como libre de síntomas. Gabriel, por ejemplo, sueña con
una actividad sexual como la de Pierre-Alain.
Estadísticamente, las preocupaciones sexuales de
Pierre-Alain, teniendo en cuenta su edad y su medio,
están dentro de la norma. Ahora bien, es probable que la
mayoría de los analistas digan que bajo una apariencia
"normal" este paciente oculta síntomas aún más comple-
jos que los de Gabriel. Dirán que una relación objetal
donde el erotismo está vinculado al amor es más bien
normal. ¿Se tratará de un prejuicio contratransferen-
cial? La norma, sexual o no, tiene una dimensión socio-
temporal. Una reciente protesta de homosexuales contra
la discriminación de que son objeto les parece escandalo-
samente anormal a ciertas personas. En cambio,
muchos jóvenes consideran que el "Frente de liberación
gay" es absolutamente normal. ¿Por qué, se dicen,
vamos a aceptar ser perseguidos, únicamente porque no
practicamos la "sexualidad de papá"? Pero después de
todo, ¿son éstos problemas psícoanalíticos? Creo que no.
El analista nunca tiene como función decidir lo que el
analizando debe hacer con su vida, con sus hijos o con su
sexo.
Si Gabriel, impotente, y Pierre-Alain, incapaz de
amar, son dos "casos" de psicoanálisis, no es a causa de
su comportamiento sexual, sino porque se autocuestio·
nan. Si hay juicio, el juicio atañe a la analizabilidad del

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que hace la demanda de análisis. Los dos pacientes evo-
cados aquí poseen estructuras psíquicas bastante dife-
rentes. Las fantasías reprimidas de Gabriel, con su con-
tenido angustiante y temor de castración fálica, hallan
su expresión simbólica en el cuerpo, dominando así el
peligro fantaseado. En cuando a Pierre-Alain, su angus-
tia de castración es más global, "primaria". Se parece a
un lactante que ha perdido el pecho, y que lo busca
desesperadamente a través de la droga, de su prójimo y
de su aparato genital. Tiene "sed" de los demás, y su
pene funciona a este ~fecto. Movido por la fantasía de
castración que le es particular, se lanza a través del
espacio que lo separa del Otro, como una trapecista que
se preocupa poco por la identidad de ese otro que le
tiende las manos, con tal de que esté ahí. Mis observacio-
nes y r eflexiones sobre los cambios de las costumbres
sexuales me conducen a concluir que (aparte de la cues-
tión de las diferencias básicas de estructura psíquica
entre los individuos) las normas sexuales cambian conti-
nuamente, pero que la angustia de castración perma-
nece. Simplemente ha hallado nuevos disfraces.

¿En qué consiste la normalidad de la llamada gente


normal? ¿Una persona normal es alguien que necesita
un análisis o alguien que no lo necesita? E stán los que
sugieren, no sin razón, que hay que tener u na excelente
salud psíquica para poder hacer un psicoanálisis clásico.
La gente que "necesita" psicoanalizarse no es necesaria-
mente a nalizable. Aunque la experiencia del psicoanáli-
sis teóricamente beneficiaría más a los "neuróticos nor-
males", esto se predica por el deseo del paciente de
experimentarlo, porque cree que acoge problemas para
los que encontrará respuestas psicológicas . Finalmente,
si es estadísticamente normal ser neurótico, es aún más
normal ignorarlo. Vuelvo ahora a la cuestión planteada

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hace un momento: ¿es normal cuestionarse, volver a
pensar las ideas recibidas, examinar con atención el
orden establecido, ya sea el que reina en el interior de
uno mismo, el de la família o el del grupo social al cual
pertenecemos? La mayoría de las personas no se plan-
tean tales cuestiones. La óptica del analista, así como la
del analizando, no entra en las normas. Evolucionamos,
nosotros y nuestros enfennos, en una atmósfera rarifi-
cada. ¿Por qué el analista habría de preocuparse de los
que se dicen normales, sobre todo sí su demanda emana
de la idea de que "es normal hacerse analizar"? El obje-
tivo de tal análisis sólo podría ser poner en evidencia un
dolor psíquico ignorado hasta ese momento, hacer que el
otro se torne apto para sufrir. ¿Ansiamos propagar la
peste por el mundo entero?
La normalidad, erigida en ideal, es ciertamente un
síntoma. ¿Pero cuál es el pronóstico?, ¿es curable? No
nos dejamos curar tan fácilmente nuestros rasgos de
carácter. Hay creencias a las cuales nos aferramos más
que a nuestra propia vida. ¿Y si "la normalidad" fuera
una quimera? El estado de autoestima puede facilitar a
una persona mantener su equilibrio psíquico; también
puede hacerla inaccesible al análisis. Además, de todos
los rasgos de carácter narcisista que el hombre pueda
construirse, la reputación de ser "normal" sea probable~
mente ¡el que aporta más beneficios secundarios! Si la
creencia de los otros en su normalidad es patológica, no
nos da e) derecho de querer abrirles los ojos a todo pre-
cio en cuanto a las máscaras y las mentiras del espíritu.
El análisis se propone como objetivo hacernos descubrir
todo lo que hemos pasado la vida ignorando, hacernos
afrontar todo lo que hay de penoso, de más escandaloso
en el fondo de nuestro ser, no solamente los deseos eróti-
cos prohibidos, sino también nuest ra avidez por todo lo
que no poseemos, nuestra avaricia insospechada, nues-

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tro narcisismo infantil, nuestra agresividad asesina.
¿Por qué se busca poseer este conocimiento? ¿Quién
trata de cuestionar todo lo que sabe y todo lo que es?
Que el analista se guarde para sí este tesoro cuestiona-
ble, dirán los que viven cómodamente a distancia de su
inconsciente.
En resumidas cuentas, ¿un análisis nos ayuda a
vivir con la gente "normal"? Somos marginales y nos
ocupamos de otros marginales. Si ya no fuera así, si el
psicoanálisis un día cesa de estar al margen de las nor-
mas aceptadas, pues bien, no seguirá cumpliendo su
función .
Si la convicción de "ser normal" es una defensa
caracterial que traba la libertad de pensar, ¿por qué las
personas están afectadas por esa convicción en tan gran
número? ¿Cuáles son los signos, cuál es la causa de esa
aflicción? Tratemos de delimitar mejor la cuestión des-
prendiendo los signos contrarios. Comparo fácilmente la
personalidad llamada normal tanto desde el punto de
vista estadístico como del normativo con la personalidad
creativa. La mayoría de las personas no son de ningún
modo creativas, en el sentido común del término. Pero
en una perspectiva más amplia, debemos reconocer que
el ser humano siempre crea algo en el espacio que lo
separa del otro, o del cumplimiento de su deseo. Estas
diversas "creaciones" requieren mucha energía, pasión e
innovación como las socíalmente reconocidas. Pueden
tomar la forma de una neurosis, una perversión, una
psicosis o bien una obra de arte o una producción inte-
lectual. Las diferencias clínicas importantes que distin-
guen estas diversas creaciones superan nuestro tema,
pues se trata de la "anormalidad" específica del campo
del psicoanálisis. Mi interés está centrado ahora en los
sujetos que aparentemente nada crean, ya sea sublime o
patológico. Sino que en realidad han creado la coraza

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protectora que llamamos anormalidad. Ese individuo
respeta las ideas recibidas así como respeta las reglas de
la sociedad, y no las transgrede nunca, ni siquiera en su
imaginación. La fragancia nostágica de la madeleine de
Marcel Proust no despierta nada en él, y no perderá el
tiempo en busca del tiempo perdido. Pero a pesar de
todo ha perdido algo precioso. Al construir su sólido
muro de normalidad, la riqueza de la fantasía parece
estar ausente; o quizá más cerca de la verdad de que ese
muro restrictivo mantiene al sujeto fuera de contacto
consigo mismo y con la vida imaginativa.
Los niños, que lo cuestionan todo, que imaginan lo
inimaginable antes de ser "normalizados", en contraste
con la mayoría de los adultos son sabios, auténticos ere·
adores y formulan preguntas creativas. Reaparece en mí
un recuerdo lejano: mi hijo, de tres años, me mira servir
el té. "¡Eh, mamá! ¿por qué el té se queda en pie en la
taza cuando lo vuelcas desde la tetera?" Yo veía, como si
fuera la primera vez, la columna de té que, efectiva-
mente, se quedaba "de pie" entre la tetera y la taza. Por
añadidura me sentí incapaz de formular una explica·
ción. ¿Por qué en la mayoría de nosotros, adultos, ese ojo
infantil renuncia a su búsqueda apasionada? ¿En qué
momento caen los tabiques, y qué es lo que determina el
alcance de su opacidad o de su transparencia? La
mirada asombrada del niño pequeño, fija en la columna
de té, ya se ha separado del cuerpo materno y de sus
misterios. Ya comienza a comprender que su mundo
halla inconvenientes cuando él dirige su mirada y sus
preguntas a las columnas de agua que salen del cuerpo,
y aún más, a la columna fálica del padre, a la que le
falta a la madre, y a su conjunción impensable. Las
interdicciones no aciertan en el espíritu del hombre. Si
no logra desviar su mirada y crear nuevos vínculos sim-
bólicos, corre el riesgo de bajar para siempre los ojos ávi-

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dos de la infancia. Todos tenemos sectores cerrados
donde la luz de la pregunta y de la duda no penetra,
donde los vínculos de ideas y percepciones ya no se esta-
blecerán. ¿Quién, en la edad adulta, sigue siendo capaz
de cuestionar lo evidente? ¿De dibujar con la ingenuidad
sofisticada del niño? ¿De ver en lo cotidiano lo fantástico
que los otros ya no ven? ¿Un Einstein tal vez, un Pi-
casso, un Freud?
Sólo algunos artistas, músicos, escritores y científi-
cos escapan a la ducha fría de la normalización que el
mundo vierte sobre ellos: ¿Cada niño debe transitar ese
camino, tomar su lugar en el orden de todas las cosas, al
precio de la pérdida de ese tiempo mágico en el que pen-
samientos, fantasías y sentimientos eran al fin posibles,
representables? Conservar la esperanza de cuestionarlo
todo, de trastocarlo todo, de cumplirlo todo, es un desa-
fío a las leyes que regulan las relaciones humanas. Es
aquí donde todo arte, todo pensamiento innovador, toda
creación, constituyen una transgresión. De todos noso-
tros, ¿quién está siquiera a la altura de la creatividad de
sus propios sueños? Algunos genios y algunos locos tal
vez.
Y están aun aquellos que no saben más soñar. Si el
psicótico borra la distinción entre lo interno y lo externo,
entre el deseo y su cumplimiento, las más enfermas de
estas personas normales bloquean la ínterpenetración
de esos dos mundos; el fluido de la vida psíquica no cir-
cula más. Lo insólito, lo inquietante ya no tendrán
acceso al pensamiento consciente. Al igual que das
Unheimliche -que Freud hace derivar de su contrario,
lo familiar- la normalidad, siguiendo la misma trayec-
toria, se acerca cada vez más a lo opuesto, a lo que es
"anormal", en la medida en que esta cualidad del yo,
este sentido común que sabe distinguir lo exterior del
interior y el deseo de su realización, se aleja del mundo

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de lo imaginario para orientarse únicamente hacia la
realidad externa, fáctica y desafectada, hasta crear una
dislocación de la función simbólica, y abrirse así la
puerta peligrosa a la explosión de lo imaginario en el
cuerpo mismo.
Es evidente que el niño, que aún no conoce las "nor-
mas" de la vida, si espera un día ocupar su sitio en la
sociedad de adultos, deberá sufrir poco a poco el efecto
normalizador del entorno, con sus ideales y sus interdic-
ciones. Pero un dominio demasiado grande del yo social,
hiperrazonable y sobreadaptado, no es mucho más dese-
able que una predominancia de las fuerzas pulsionales
desencadenadas. Es difícil de precisar el punto en que la
"norma" se convierte en la argolla del espíritu y en el
cementerio de la imaginación. No cabe duda de que se
origina en la relación primordial del niño con el pecho
materno, allí donde también se origina el primer acto
creador del sujeto: su capacidad de alucinar ese universo
materno y recrearlo dentro de sí para ayudarlo a sopor-
tar la realidad intolerable de su ausencia y alteridad.
¿Es posible que algunos, tal vez muchos, renuncien
demasiado pronto a su omnipotencia mágica de su
megalomanía infantil, se deshagan demasiado rápido de
sus objetos transicionales, resuelvan demasiado bien su
problemática edípica incestuosa?
A la dificultad de "ser", siempre es posible responder
con una sobreadaptación al mundo real. Todo amenaza
entonces con pasar en circuito cerrado. La fuerza crea-
dora, desordenada, se quiebra contra esa coraza que
pone en peligro la vida misma. Raspamos un poco esa
corteza que rodea a los "que-están-demasiado-bien-en-
su-piel", ¿y qué hallamos? ¿Una psicosis en potencia? No
cabe duda de que la "normalidad", erigida en ideal, es
una psicosis bien compensada. Hay muchas pruebas que
apoyan la hipótesis de que los accidentes psicóticos y

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psicosomáticos están disimulados en una "normalidad"
no censurable, y que el mantenimiento de esta defensa
caracterial es azarosa para la salud ante el estrés repen-
tino.
No diré, sin embargo, que el psicoanálisis no puede
aportar nada a los "supernormales". El trabajo analítico
es un proceso creador y esos sujetM llevan en ellos mis-
mos todos los elementos para n ear su analista y su
aventura psicoanalítica, como cualquier otro. Cuando se
internan en un psicoanálisis, si nada se crea, tal vez sea
porque nosotros no hemos sabido oír su llamado.
Digamos también, en beneficio de este ser "normal",
que él es el pilar de la sociedad, y que sin él la estruc-
tura social estaría en peligro. Jamás derribará al Reino,
y morirá de igual manera por la República. Su epitafio:
"Nació hombre y murió plomero". ¡Pero ojo! ¿Por quién
doblan las campanas? ¿Por ellos, por mí, por ti? Noso-
tros también corremos el riesgo de morir "psicoanalis-
tas". Esta suerte nos acecha a todos . El psicoanalista
que se creyera "normal" y se atribuyera el derecho de
preconizar "normas" a sus analizandos, amenazaría con
ser muy tóxico para ellos. Ahora bien, según Freud
(1910), ningún analista conducirá a sus analizandos
más lejos que quien ha desarrollado por sí mismo la
capacidad de cuestionarse.

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