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derecho a la desobediencia
JOSÉ JAVIER ESPARZA. 9 de marzo de 2009.
El II Encuentro Nacional de Objetores a Educación para la Ciudadanía, celebrado
hace unos días en una universidad madrileña, me ha hecho el honor de otorgarme
un premio: “Periodismo sin miedo”, es el título. En realidad, quienes merecen el
premio al “sin miedo” son ellos: más de 50.000 personas, de las
convencionalmente llamadas “gentes de orden”, que han decidido enfrentarse a
un Gobierno y a la presión de su mayoría mediática para defender en los
tribunales lo que consideran su derecho.
Como nadie debería ignorar, EpC es una asignatura derivada de ciertas
recomendaciones del Consejo de Europa sobre la conveniencia de impartir
formación cívica en los colegios. Eso es muy oportuno y no debería suscitar la
menor oposición. Pero nuestro Gobierno, con su sectarismo habitual, aprovechó
esas recomendaciones para pergeñar una asignatura de adoctrinamiento moral y
político. Basta leer la mayoría de los manuales redactados al efecto y amparados
por el Ministerio y los poderes autonómicos para constatar que entran de lleno en
la formación moral; lo hacen de una manera exageradamente doctrinal,
exponiendo –o, más bien, imponiendo – ideas que tienen todo el derecho del
mundo a circular por ahí, pero que por discutibles, y por estar lejos de suscitar
consenso social, no deberían entrar en el sistema educativo. Recordemos que el
derecho a decidir la formación moral de los hijos es una de las potestades
universalmente reconocidas de las personas.
Como hay razones objetivas para la oposición a EpC, los tribunales han
empezado a pronunciarse, en interminable goteo, sobre los recursos planteados
por los ciudadanos. La gran mayoría de las sentencias reconoce que EpC
transmite contenidos adoctrinadores y, en consecuencia, avala la suspensión
cautelar de la asignatura en los casos planteados. Estas sentencias son válidas en
el ámbito de los tribunales superiores de Justicia autonómicos. En uno de estos
lances, algunos de los casos fueron sometidos al criterio del Tribunal Supremo,
que supuestamente debería sentar directrices al respecto. Pero lo que ha hecho el
Tribunal Supremo es dejar las cosas como estaban, o aún peor: por una parte,
condena que el Estado imponga contenidos adoctrinadores en el sistema de
enseñanza; por otra, niega el derecho a plantear objeción de conciencia a los
decretos del Ministerio de Educación. Pero si los decretos del Ministerio son
utilizados para imponer contenidos adoctrinadores, ¿qué hacemos? El Supremo
escurre el bulto.
A propósito de esa sentencia del Supremo –ni Salomón ni Pilatos –, hemos visto
cosas deplorables: desde un vídeo de la ministra de Educación felicitándose por
el fallo del Supremo tres días antes de que éste se conociera (en cualquier otro
país eso habría supuesto dimisiones en el Supremo y, por supuesto, en el
Ministerio), hasta una avasalladora ofensiva de las hegemónicas terminales
mediáticas del Gobierno dando por zanjado el asunto, pasando por el previsible
canguelo de una oposición irremediablemente desorientada. Pero la realidad es
ésta: la sentencia del Supremo, tal y como está formulada, sólo vale para los
casos concretos que juzga. Como admite que no caben contenidos
adoctrinadores, los objetores tendrán que llevar a los tribunales todos y cada uno
de los casos concretos en los que los libros de texto autorizados por el Ministerio
incurran en tal abuso. La lucha, pues, continúa.
«El problema que hoy se nos plantea a nosotros, los réprobos, los que no
comulgamos con el neojacobinismo zapateriano, es qué rayos hacemos con la
asignatura de la “educación para la ciudadanía”. ¿Tragamos o nos resistimos?
Jünger cuenta una historia interesante que quizá sirva de orientación. Berlín,
1934. Un joven socialista ha sido acorralado en su domicilio por la policía de
Hitler. Cerrada la huida, el joven defiende a tiros la inviolabilidad de su casa. La
policía actuaba en nombre de un régimen que pretendía implantar un concepto
germánico del derecho y las libertades. Sin embargo –precisa Jünger –, quien
con los hechos estaba defendiendo un concepto germánico de las libertades era
ese socialista, dispuesto a morir antes de que nadie –ni el Estado ni la ley –
hollara su hogar sin su consentimiento, como los viejos germanos. Moraleja: una
cosa es predicar derechos y otra, muy distinta, es dispensarlos. O más
precisamente: hay un cierto tipo de libertades que no dispensa nadie, que residen
dentro de uno, que siempre es preciso defender y, con frecuencia, hay que
hacerlo contra los abanderados de la Libertad.
»Ha llegado el momento de poner en práctica el viejo derecho a la desobediencia.
En eso consiste hoy, entre otras cosas, la libertad.»
Ni un paso atrás.