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EL RUMBO DE LA FORMACIÓN DE LA FAMILIA NARIÑENSE, SUS

COSTUMBRES Y TRADICIONES FRENTE A LOS RETOS DEL MOMENTO


ACTUAL.

En la lejanía de los siglos se pierde el surgimiento de las familias en este verde y


variado paraje que es nuestro departamento. Alumbró su nacimiento el
atrevimiento de los castellanos que buscaban fortuna en un mundo sin límites y la
bravura de los pueblos que señalaban el umbral de dos imperios indígenas,
amalgamando un destino indescifrable que sigue escribiendo un capítulo en la
historia de América.

El pueblo surgido de ese mestizaje abrazó pronto la religión de los conquistadores


y la hizo suya, interiorizándola radicalmente y convirtiéndose en su baluarte, pero
junto con ella asumió la hidalguía y la lealtad que le valieron el reconocimiento real
que ostenta su escudo, abriendo paso a una idiosincrasia, a una cultura y a una
identidad que aún hoy forcejea por mantenerse en el inmenso océano de
realidades globalizantes.

El Pasto realista lo era no solamente por su fidelidad a la corona sino por haber
asumido su clase dirigente un estilo de vida y una filosofía que pretendía ser
continuación de la cultura europea que alimentaba su cotidianidad y que temía su
derrumbamiento con las luchas libertarias.

Aún con la derrota a cuestas, que paradójicamente significó su emancipación, el


sur de Colombia se distinguió por su pujanza y empeño en hacer florecer la
prosperidad material conservando su abolengo y alcurnia.

Así se formaron y desarrollaron las familias de Nariño. Fuertes proyectos


socioeconómicos surgieron en Túquerres, Barbacoas, Ipiales, Pasto e
innumerables pueblos intermedios que vieron surgir los caminos y cruzar las
mulas y los vehículos en la interminable fatiga de la construcción de una sociedad
en busca de su futuro.

La sociedad era la continuación de la familia patriarcal cimentada en la fe en el


porvenir y la fe en el cielo. Se oraba y se leía en familia y se gestaban todos los
proyectos en familia, al calor de un leño amigo y de la solidez de los valores
inquebrantables cuyo sello era la palabra. La gente creía y generaba credibilidad y
era tiempo de no quebrantar promesas ni faltar. Así se desarrolló un proyecto de
sociedad que disfrutó y sufrió las consecuencias de una larga época de
aislamiento que la alejó un poco de la gesta nacional y le fortaleció más su
personalidad de pueblo.

Ahora, cuando recortamos todos los días la distancia que nos generó nuestra
separación geográfica y la percepción de que somos distintos, enfrentamos el
doble reto de asumir la globalización y de afianzar nuestra identidad aún no
completada, pues mientras otras sociedades avanzaban hacia una respuesta al
desarrollo material que impera como modelo, las familias patriarcales en Nariño
persistían en un modelo fuertemente atado a las bondades del pasado y a la
seguridad de la quietud y el equilibrio conservador.

Hemos sido proteccionistas en muchos sentidos y no nos hemos podido preparar


bien para la competencia que exige el momento actual. En nuestras familias se
sigue pensando mucho en las profesiones tradicionales como opción de
desarrollo, miramos con desconfianza las nuevas propuestas del mundo moderno
y frenamos el acercamiento de nuestros jóvenes a opciones que consideramos
riesgosas. Pero son precisamente nuestros jóvenes quienes nos están mostrando
todos los días que ellos son habitantes de esa nueva palabra, de ese nuevo
espacio y de ese nuevo tiempo que manejan muy fluidamente. Ellos encarnan el
lazo de integración del mundo externo, desafiante y ajeno, con aquello que hasta
hace pocos años era nuestro orgullo y blasón: la fortaleza de nuestra tradición y lo
sano de nuestras costumbres. La combinación constructiva y sabia de esas
variables será la clave de nuestro destino al que estamos aprendiendo a mirar con
fe y entereza, y por eso, en nuestras familias, en nuestros gremios, en nuestros
círculos sociales, cualesquiera que sean, estamos llamados a dar rienda suelta a
la creatividad y a la apertura, decidiendo nuestro futuro pensando en procesos de
transformación y modernización, sin dejar de soñar en nuestros valles, montañas y
ríos y sobre todo, conservando nuestros valores y nuestra cultura, que constituyen
seguramente nuestra fortaleza fundamental para construir futuro.

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