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UN

PAÍS DE NOVELA

Guillermo Mariaca Iturri
Carrera de Literatura
Universidad Mayor de San Andrés

Este trabajo comenzó cuando la academia abandonó las certezas y empezó a caminar para saber adónde iba. La
abundancia de las letras y las consignas del hombre nuevo ya no eran suficientes. Sin embargo, el magisterio de la
palabra cada día nos decía que la letra nunca es la negación de los hechos ni el reflejo de los hechos ni la
trascendencia desde los hechos, sino todas sus posibilidades, todos sus reciprocidades y todas sus memorias antes
de seguir siendo hecho. Así, la letra sólo era hecho con sentido; no sólo roca sino roca que golpea y fundamenta, no
sólo árbol sino árbol que germina y argumenta. No estábamos abandonando las ruinas de un desengaño falaz,
luchábamos por ingresar al mundo de la realidad ficcional. Una de las tantas realidades que nos alimentan cada día.
¿Pero no es acaso éste el momento ficcional por excelencia? En la vida diaria del sentido común, la ficción es
solamente una parte de nuestro aliento. Sin embargo en situaciones extraordinarias la ficción debiera ser una
vocación nacional. Esa pasión que establezca las condiciones para que todos forjemos nuestro propio destino
colectivo. Esa ética que haga inevitable que la semilla de cualquier proyecto de democracia radical y refundación
nacional nazca de los sueños del pueblo y no de las consignas, no de las ambiciones, no de los cálculos. Esa estética
del aire libertario. ¿No es éste, entonces, el momento en el cual la ficción debería apoderarse de todos nosotros? ¿El
momento en el cual ficción y política se encuentran? ¿El momento de la política ficcional? Porque para reinventar el
enamoramiento entre Estado y sociedad, para hacer de nuestra vida cotidiana y de nuestra realidad política una
voluntad colectiva, tenemos que ficcionalizar nuestra política. Tenemos que ser capaces de diseñar en el presente un
mundo hoy imposible y de refundarnos como ciudadanos y como comunidad. Tenemos que recorrer la distancia que
nos separa de lo mejor de nosotros mismos. Es un asunto de pasión más que de razón. Es un asunto de poética más
que de política.
El 23 de agosto de 2009 es, para la institución literaria y para el ámbito cultural, el homenaje a una de nuestras
confianzas fundamentales. Nosotros lo supimos desde recién nacidos. Ahora lo sabe el país. Esa confianza consiste
en que siempre valoramos la diversidad literaria como representación de la diversidad nacional pero, al mismo
tiempo, como el espacio de reunión de todos sus horizontes. Esa certeza también implica que nosotros hacemos lo
que decimos; que académicos, escritores, periodistas culturales, editores, vivimos la diversidad y practicamos el
consenso. Ambas certidumbres no son poca cosa; ambas demuestran que el lugar literario, y por extensión el lugar
de la cultura, es el lugar que construye un país profundamente democrático.
Las quince novelas fundamentales de Bolivia han sido seleccionadas porque representan, simultáneamente, quince
proyectos de país compartiendo una misma necesidad de nación. No han sido seleccionadas por escondidas agendas
de equilibrio regional, genérico o generacional. Esas quince novelas son fundamentales porque desde sus diversos
sentidos estéticos y posibilidades de mundo representan nuestros horizontes compartidos. Eso, claro está, es
democracia.
Las quince novelas reúnen nuestras necesidades y nuestras proyecciones educativas. En ellas encontramos lo que
fuimos y lo que queremos ser, lo mejor de nuestras pasiones y lo peor de nuestras perversiones, nuestros límites
racionales y nuestros sueños imposibles. En esas novelas nos aprendemos, con esas novelas nos educamos, porque
con esas novelas nos preguntamos. Eso también es democracia.
Las quince novelas revelan nuestros ritos sociales. Los modos cautelosos de la mirada o las maneras abiertas de la
sonrisa con las cuales construimos modernidad y renovamos comunidad. Los gestos de la sospecha y de la confianza
en aquellas tradiciones que nos atraviesan cada día. Los brazos que abrazan y las manos que golpean y las espaldas
que trabajan de todas las gentes que habitan nuestras calles y nuestros bosques y nuestros sembradíos. Todas
nuestras convivencias están en nuestras novelas. Eso es democracia.
Todo esto es demasiado pero no suficiente.
Los imaginarios nos hacen lo que somos, consiguen que cada uno de nosotros interioricemos la experiencia subjetiva
de una colectividad. Esa experiencia construye nuestras identidades sociales y su valoración. Precisamente ese
momento –que son todos los momentos desde que hay sociedades e instituciones- ese conjunto de experiencias
compartidas se convierten en la institución imaginaria de la sociedad: normas, sentidos, valores, es decir,
instituciones. Pero cuando a la institución imaginaria de la sociedad le viene la crisis, como nos sucede ahora -crisis
de la autonomía del sujeto, crisis de la unicidad del objeto, crisis de la referencia del signo, crisis del historicismo
lineal, crisis de la crítica como juicio canónico, qué sería lo mejor, qué sería lo peor-, el imaginario ya no puede
responder explicando cómo el individuo o la comunidad interioriza contenidos externos, sino también cómo los
reelabora en nuevas formas subjetivas, o cómo resiste/subvierte un orden subjetivo previo. Es decir, el imaginario
puede ser instituyente además de constituyente porque el individuo y la comunidad no sólo se conservan y se
reproducen, sino también se transforman.
Mientras a la institución imaginaria le sucede la crisis a nosotros nos sucede la encrucijada. Los discursos se
disuelven y dispersan y el imaginario ya no es nuestro patrón de conocimiento. La teoría, por tanto, no tiene un rol
crítico porque lo importante no es cómo se interprete o las consecuencias de esta interpretación, sino en cómo
formula su cuestionamiento visibilizando las formas a través de las cuales el imaginario ejerce su sujeción. Nuestra
encrucijada, por tanto, consiste en conservar la subjetividad anterior o en construir nuevas explicaciones. Ésta es la
encrucijada en la que estamos y nuestra academia literaria la está encarando por la vía del cuestionamiento y el
debate porque cree que esa es nuestra responsabilidad: formar parte de una tarea ética de emancipación.
El horizonte de lo posible, que es también el espacio de visibilidad que nos otorga la cultura, determina cuál es
nuestro pan de cada día. Colectiviza rutinas de socialización, espacios de coexistencia, expectativas de futuro,
aceptación de las desigualdades; el horizonte de lo posible es el territorio del sentido común. Por eso, el modelo
nacional de la cultura sólo admite la redistribución de las obras. Pero la desigualdad en la apropiación de la cultura
no puede subsanársela con esa lógica económica de la distribución equitativa de sus textos ni con la lógica política
de la igualdad de oportunidades en el proceso de producción de esos discursos. Con acceso igualitario a los
instrumentos de lectura, podrá redistribuirse la mirada sobre las obras pero no la comprensión de sus sentidos. Sin
posibilidad equitativa de producción de sentidos, estos permanecerán como identidades ajenas en el rostro
fragmentado de la nación. Ciertamente, entonces, el modelo nacional es valioso pero, cuando menos, insuficiente.
Estamos proponiendo, por consiguiente, la otra comprensión: una cultura democrática radical que dramatiza un
escenario de guerra simbólica donde los sentidos disputan territorios, y también un escenario de mediación y
traducción donde los sentidos dialogan sus diferencias. Esta propuesta de una democratización cultural demanda
que la práctica ficcional encarnizadamente produzca realidad como crisis del sentido único, como práctica de la
diseminación y simultáneamente de la comunidad de sentidos. Ofrecemos una comprensión particular, planteamos
una propuesta que deseamos compartida, pero, sobre todo, confesamos una pasión densamente territorializada. Se
trata de vivir la pluralidad de identidades como crisis y desafío permanente para preservar la diversidad, no como
distorsión, no como defecto, no como carencia. No como si fuéramos la inevitable semilla de un Estado fallido. Se
trata, entonces, de preservar la diversidad, pero ante todo de trabajar para el desarrollo sostenible de la diferencia,
para la materialización de una ecología ficcional desde los andes amazónicos. De aquí su potencia, de aquí su
disponibilidad para la invención de realidades. Al fin y al cabo, si no nos inventamos cada día corremos el riesgo de
acostumbrarnos a lo que somos.
Por todo eso, el concepto de archipiélago cultural ha sustentado el modelo con el cual seleccionamos las novelas que
mejor representan nuestras diferencias bicentenarias. Un archipiélago supone que en las novelas bolivianas no
habría ninguna genealogía, es decir, ninguna raíz o troncos principales que reúnan a todas. Adicionalmente, no
habría ninguna hegemonía, es decir, ninguna narración ordenaría o articularía las diferencias de todas. Por
consiguiente, nuestras narraciones serían como un archipiélago en el cual cada una sustenta su propia existencia
aislada. Pero si es así, ¿cómo elegimos las más representativas? Asumiendo que las narraciones fundacionales son
aquellas que han producido un sentido que sería el sustento de un imaginario: la nación, la comunidad de origen, la
clase, el género, un proyecto de país, una tradición literaria o cultural, la democracia, un espacio urbano, la
experiencia estética, alguna vocación educativa, etc. Aún si ese imaginario no se desea ni se ha construido
genealógico ni hegemónico. Aún si ese imaginario es apenas una identidad narrativa.
Algunos textos del presente que viven en esa frontera heterogénea iluminan el proceso de pérdida de aura y las
consecuencias institucionales que eso produce. Se cancelan las batallas entre historicismo y formalismo, entre
realismo y vanguardia, entre literatura pura y literatura social, entre tejidos auténticos y tejidos turistas, entre
danzas de la fe y danzas de la ostentación. Se superan las luchas entre campos disciplinarios, entre esferas del
conocimiento. Se trasciende el corte entre realidad y ficción. Se desestiman las luchas por el poder académico
especializado. Esa lucha de clases y de linajes en las artes es sustituida por un flujo de identidades ficcionales. Y ese
momento, esas identidades que también son políticas de escritura y éticas de lectura, dramatizan otra narrativa de
la ficción. Ya no la lucha por el poder textual –esas aristocracias de los géneros y esas oligarquías de la academia-,
sino la fe en la pasión ficcional.
La ficción produce presente desde la experiencia cotidiana. No lo hace sólo acudiendo a la crítica y la verosimilitud.
Lo hace desde la representación de la experiencia. Absorbe y fusiona toda la mímesis del pasado para constituir las
ficciones del presente. Una ficción que es la realidad. La narración clásica canónica trazaba fronteras nítidas entre lo
histórico como real y lo literario como símbolo, mito, alegoría, y producía una tensión entre los dos: la ficción
deseaba consistir en esa tensión entre la pura subjetividad del aura y la pura realidad de la masa. Hoy necesitamos
un distinto fundamentalismo estratégico: una ficción que sea la realidad de la experiencia del presente. Un sentido
común que sea una imaginación pública.
Las diferentes identidades ficcionales del presente se distancian abiertamente de la ficción clásica y moderna.
Proponemos, entonces, que ese gesto sea nuestro. En la realidad cotidiana que produce esa ficción desde todas
nuestras letras no se oponen sujeto imaginario e historia colectiva, verosimilitud y realidad. Esta realidad del
presente es producida intercambiando experiencias ficcionales desde algún lugar entre literatura, música, artes
visuales, tejidos, performances, video, arte digital, cine, etc. El medio, soporte o formato ya es secundario porque el
trabajo ficcional ya no produce sentido estructurado por sus especificidades, desde dentro de ellas. La ficción trabaja
con esos medios, no desde esos medios. Porque hoy necesitamos restituir las cosas al libre uso de las palabras.
Porque con estas quince novelas reiteramos que la democracia construida por la vida literaria y la práctica cultural es
una democracia profunda. Diversa pero unida; nos cuestiona y nos responde; demanda derechos y asume deberes.
Por eso las quince novelas son nuestras palabras cariñosas y responsables. Porque no sólo queremos un país justo.
Queremos también un país hermoso. Un país de novela.

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