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Transporte y defensa: sangre y sistema inmunitario

La composición de la sangre

Todas las células de un organismo dependen del sistema circulatorio, por cuanto la sangre es la que
distribuye las sustancias nutritivas y recoge las sustancias tóxicas que provienen del metabolismo
celular.

La sangre está compuesta, en un 55 % por una sustancia líquida: el plasma; y en un 45 % por los
elementos celulares. El plasma es un líquido de color amarillento que actúa como una sustancia
intercelular líquida. En él se mueven las células sanguíneas.
Sus funciones son las siguientes:
• conducir las células sanguíneas;
• transportar sustancias alimenticias;
• conducir sustancias nocivas desde las células hacia los riñones y las glándulas sudoríparas (donde
son eliminadas al exterior), y dióxido de carbono hacia los pulmones.

El plasma sanguíneo está constituido por dos tipos de sustancias, unas de concentración variable
(urea, hormonas) y otras de concentración constante.
Las células sanguíneas o elementos figurados de la sangre pertenecen a tres clases: hematíes,
eritrocitos o glóbulos rojos; leucocitos o glóbulos blancos; y trombocitos o plaquetas.
Elementos figurados

-Eritrocitos: Los eritrocitos, o glóbulos rojos (RBC), tienen como función principal transportar el
oxígeno en la sangre a todas las células del cuerpo. Conforman un buen ejemplo de “ajuste” entre la
estructura celular y la función. Los RBC se diferencian de otras células en que son anucleares, es
decir, que no tienen núcleo. También contienen muy pocos orgánulos. De hecho, los RBC maduros
que circulan en la sangre son literalmente “bolsas” de moléculas de hemoglobina. La hemoglobina
(Hb), una proteína recubierta de hierro, transporta la mayor parte del oxígeno de la sangre (también
aporta una pequeña cantidad de dióxido de carbono). Además, como consecuencia de la ausencia de
mitocondrias en los eritrocitos y como fabrican ATP a través de mecanismos anaeróbicos, éstos no
utilizan el oxígeno que están transportando, lo que les convierte en unos transportadores de
oxígenos muy eficaces. Los eritrocitos son células pequeñas y flexibles con forma de disco
bicóncavo . Como consecuencia de sus centros más finos, tienen la apariencia de donuts en
miniatura cuando se los observa con un microscopio. Su pequeño tamaño y su forma peculiar
proporcionar una gran superficie en relación con su volumen, lo cual los hace perfectos para el
intercambio de gases.

- Leucocitos: A pesar de que los leucocitos, o glóbulos blancos (WBC), no son tan numerosos como
los glóbulos rojos, son esenciales para la defensa del organismo contra las enfermedades. De media,
existen entre 4.000 y 11.000 glóbulos blancos por mm3, y representan menos del 1% del volumen
total del organismo. Los glóbulos blancos son las únicas células completas de la sangre, es decir que
contienen núcleo y orgánulos. Los leucocitos forman un ejército protector y móvil que ayuda al
organismo contra los daños causados por bacterias, virus, parásitos y células cancerígenas. Por lo
tanto, tienen unas características muy especiales. Los glóbulos rojos se encuentran en el torrente
sanguíneo y desempeñan sus funciones en la sangre. Los glóbulos blancos, por el contrario, son
capaces de salir y entrar en los vasos sanguíneos, en un proceso llamado diapédesis. El sistema
circulatorio constituye simplemente el medio de transporte a las diferentes zonas del cuerpo donde
se necesitan sus servicios para respuestas inflamatorias o inmunológicas. Los glóbulos blancos se
clasifican en dos grupos principales, granulocitos y agranulocitos, dependiendo de si contienen
gránulos visibles o no en el citoplasma.
Los granulocitos son los glóbulos blancos que contienen gránulos. Tienen núcleos lobulados, que
normalmente están formados por varias zonas nucleares redondeadas conectadas por finas hebras de
material nuclear. Los granulocitos incluyen los neutrófilos, los eosinófilos y los basófilos.
1. Los neutrófilos son los más numerosos de los glóbulos blancos. Presentan un núcleo lobular y
pequeños gránulos que responden tanto a los colorantes ácidos como a los básicos, lo cual hace que
el citoplasma de tiña completamente de rosa. Los neutrófilos son fagocitos en los lugares donde se
da una infección grave, en particular la causada por bacterias y hongos.
2. Los eosinófilos presentan un núcleo azulgrana que se asemeja a los antiguos receptores
telefónicos y unos gránulos rojo oscuro parecidos a los lisosomas. El número total aumenta durante
las alergias o las infecciones por gusanos parásitos (platelmintos, tenia, etc.) ingeridos en la comida
o que han accedido al organismo por la piel.
3. Los basófilos, los glóbulos blancos menos comunes, contienen unos gránulos muy grandes con
histamina que se tiñen de azul oscuro. La histamina es un agente químico inflamable que aumenta
la permeabilidad y atrae a otros glóbulos blancos al lugar de la infección.

El segundo grupo de glóbulos blancos, los agranulocitos, carecen de gránulos visibles en el


citoplasma. Sus núcleos son más parecidos al modelo normal, es decir que son esféricos, ovales o
reniformes. Los agranulocitos son los linfocitos y los monocitos.
1. Los linfocitos contienen un núcleo púrpura que ocupa la mayor parte del volumen celular. Los
linfocitos, ligeramente más grandes que los glóbulos rojos, tienden a localizarse en los tejidos
linfáticos, donde desempeñan un papel esencial en la respuesta inmunitaria. Los linfocitos son los
segundos leucocitos más numerosos de la sangre.
2. Los monocitos son los globulos blancos más grandes de todas. Parecen linfocitos grandes,
excepto por su abundante citoplasma y su núcleo reniforme o en forma de U. Cuando pasan a los
tejidos, se convierten en macrófagos con un enorme apetito. Los macrófagos son muy importantes
en la lucha contra las infecciones crónicas, tales como la tuberculosis.

Plaquetas: Las plaquetas no son células en el sentido más estricto de la palabra. Son fragmentos de
células multinucleares llamadas megacariocitos, que al descomponerse forman miles de plaquetas
sin núcleo que enseguida se sumergen en los fluidos colindantes. Las plaquetas son manchas
oscuras de formas irregulares. La cantidad normal de plaquetas en sangre es de 300.000/mm3.
Hematopoyesis (formación de las células de la sangre)

La formación de las células de la sangre, o hematopoyesis, se lleva a cabo en la médula ósea o el


tejido mieloide. En adultos, este tejido se encuentra en mayor cantidad en los huesos planos del
cráneo y la pelvis, las costillas, el esternón y la epífisis del húmero y el fémur. Cada tipo de célula
sanguínea se produce en diferentes cantidades en respuesta a las necesidades cambiantes del cuerpo
y los distintos estímulos. Una vez que han madurado, las células se liberan a los vasos sanguíneos
colindantes. De media, la médula ósea fabrica cada día alrededor de 30 g de sangre, lo que contiene
100 mil millones de nuevas células. Todos los elementos figurados se producen a partir del mismo
tipo de célula madre, el hemocitoblasto, que se encuentra en la médula ósea. Sin embargo, su
desarrollo es diferente y no puede cambiar su naturaleza una vez que ha comenzado un camino
específico. Como se indica en la Figura los hemocitoblastos forman dos tipos de descendientes (las
células madre linfoides, que producen linfocitos y las células madre mieloides, que pueden producir
cualquiera de los otros tipos de elementos figurados.

¿Por qué se coagula la sangre?

Dentro del organismo, la sangre fluye en estado líquido y no se coagula debido a la acción de una
proteína: la heparina. En cambio, fuera de los vasos, sí se coagula.
Cuando la piel sufre una herida y se rompe un vaso sanguíneo, después de un tiempo, la sangre deja
de fluir y se empieza a formar una cascarita que obstruye por completo su salida, fenómeno
conocido como coagulación sanguínea.
Las plaquetas se adhieren a los bordes irregulares de la herida y forman un tapón plaquetario,
liberando una enzima, la tromboquinasa. En presencia de ésta y de los iones de calcio, se activa el
primer factor de coagulación: la protrombina.
Otro mecanismo libera del interior de las plaquetas otra sustancia, la tromboplastina, que favorece
la transformación de protombina en trombina. Bajo la influencia de la trombina, el fibrinógeno, una
de las proteínas disuelta en el plasma, se transforma en fibrina insoluble. Esta sustancia forma una
red en la que quedan atrapados los glóbulos blancos y rojos, constituyendo así el coágulo
sanguíneo.
Las algutininas, sustancias que contienen el suero, se denominan según el aglutinógeno al que hacen
aglutinar:

Los grupos sanguíneos

El grupo sanguíneo es un caracter hereditario de gran importancia. Se pueden distinguir cuatro


grupos básicos: A, B, AB y 0. Que una persona pertenezca a uno u otro grupo depende de los
aglutinógenos o antígenos, proteínas específicas presentes en las membranas plasmáticas de los
glóbulos rojos. Hay dos clases de aglutinógenos: A y B.
Las personas que poseen el aglutinógeno A pertenecen al grupo sanguíneo A; las que poseen el B
pertenecen al grupo B. Las personas que poseen los dos aglutinógenos integran el grupo AB. En
cambio, las que carecen de estas proteínas pertenecen al grupo 0.
Otro aglutinógeno presente en los glóbulos rojos de algunas personas se denomina factor Rhesus o
Rh. Las personas que lo poseen pertenecen al factor Rh+(positivo) y en su plasma circula una
aglutinina antiRh, incompatible con el factor Rhesus.
También el factor Rh debe tenerse en cuenta cuando se va a realizar una transfusión, para evitar que
el plasma del receptor provoque la aglutinación de los glóbulos rojos del dador dentro del torrente
sanguíneo de aquél.
Cuando se realiza una transfusión de sangre, debe haber compatibilidad entre la sangre del receptor
y la del donante; en caso contrario, los glóbulos rojos del dador se aglutinan y hemolizan en la
sangre del receptor, poniendo en peligro su vida.
En este cuadro podemos observar la relación entre los grupos y su compatibilidad:
SISTEMA INMUNITARIO

Los defensores del organismo son dos sistemas, denominados sencillamente sistemas de defensa
innato y adaptativo. Juntos forman el sistema inmunitario.
El sistema de defensa innato, también denominado sistema de defensa no específico, responde de
forma inmediata para proteger el organismo de toda sustancia invasora, sea cual sea. Se podría decir
que estamos completamente equipados con nuestras defensas innatas, que están provistas de piel
intacta y membranas mucosas, de la respuesta inflamatoria y de numerosas proteínas que producen
las células del organismo. Este sistema reduce la carga de trabajo del sistema de defensa adaptativo,
pues impide la entrada y propagación de microorganismos a través del cuerpo.
El sistema de defensa adaptativo o específico ataca a sustancias extrañas concretas. Aunque ciertos
órganos (linfoides y vasos sanguíneos) están involucrados en la respuesta inmunitaria, el sistema
inmunitario es un sistema funcional más que un sistema de órganos en el sentido anatómico de la
expresión. Sus “estructuras” se componen de una variedad de moléculas y trillones de células
inmunes que habitan en los tejidos linfoides y en los órganos y circulan por los fluidos corporales.
Las más importantes son los linfocitos y los macrófagos.
Cuando el sistema inmunitario opera de manera eficiente, nos protege de la mayoría de las
bacterias, virus, órganos transplantados o injertos, e incluso de células propias que puedan haberse
vuelto contra nosotros. El sistema inmunitario realiza estas funciones tanto directamente, por medio
de ataque celular, como indirectamente, lanzando agentes químicos movilizadores y moléculas de
anticuerpos protectoras. La resistencia altamente específica a la enfermedad resultante se denomina
inmunidad (immun = libre). Al contrario que las defensas innatas, siempre preparadas para
defender el organismo, el sistema adaptativo ha de sufrir una exposición inicial a la sustancia
extraña (antígeno) antes de que pueda protegerlo contra el invasor. No obstante, las carencias del
sistema adaptativo en cuanto a rapidez quedan compensadas con la precisión de su contraataque.
Aunque los consideraremos por separado, no hay que olvidar que las defensas innata y adaptativa
siempre trabajan juntas para proteger el organismo.

Defensas innatas del organismo

La defensa corporal innata o no específica hace referencia a las barreras mecánicas que cubren la
superficie del organismo, así como a las células y agentes químicos que actúan en los frentes de
batalla iniciales, para proteger al organismo de los patógenos invasores.

Barreras de la membrana de superficie

La primera línea de defensa del organismo contra la invasión de microorganismos causantes de


enfermedades es la piel y las membranas mucosas. Siempre que la piel esté intacta, su epidermis
queratinizada será una fuerte barrera contra la mayoría de los microorganismos que se mueven por
la piel. Las membranas mucosas intactas facilitan barreras mecánicas similares dentro del
organismo.
Recordemos que las membranas mucosas rodean todas las cavidades del organismo abiertas al
exterior: los tractos digestivo, respiratorio, urinario y reproductor. Además de servir como barrera
física, estas membranas generan una variedad de secreciones protectoras:
1. El pH ácido de las secreciones dérmicas (pH de 3-5) inhibe el crecimiento bacteriano, y el sebo
contiene agentes químicos que resultan tóxicos para las bacterias. Las secreciones vaginales de la
mujer adulta también son muy ácidas.
2. La mucosa estomacal secreta ácido hidroclórico y enzimas proteolíticas. Ambos destruyen los
patógenos.
3. La saliva y el fluido lacrimal contienen lisozima, una enzima que destruye las bacterias.
4. La pegajosa mucosidad atrapa muchos microorganismos que penetran a través de las entradas
digestiva y respiratoria.
Algunas mucosas también cuentan con modificaciones estructurales que protegen de invasores
potenciales. El vello cubierto de mucosa de las fosas nasales atrapa las partículas que inhalamos, y
la mucosa del tracto respiratorio es ciliada. Los cilios barren la mucosa cargada de polvo y bacterias
superiormente hacia la boca, evitando que penetre en los pulmones, donde el cálido y húmedo
ambiente facilita una zona ideal para el crecimiento bacteriano. Aunque las barreras de superficie
son bastante efectivas, se rompen de vez en cuando debido a pequeñas muescas o cortes como
resultado, por ejemplo, de lavarse los dientes o afeitarse. Cuando esto ocurre y los microorganismos
invaden tejidos más profundos, los mecanismos innatos internos entran en juego.
Defensas internas: células y sustancias químicas

Como segunda línea defensiva el organismo utiliza un enorme número de células y sustancias
químicas para protegerse. Estas defensas cuentan con el poder destructivo de los fagocitos y los
linfocitos citolíticos naturales, con la respuesta inflamatoria y con diversas sustancias químicas que
matan patógenos y ayudan a reparar el tejido. La fiebre también es considerada una respuesta
protectora no específica.

Fagocitos: Los patógenos que atraviesan las barreras mecánicas se enfrentan a los fagocitos (phago
= comer) en casi todos los órganos del cuerpo. Un fagocito, como por ejemplo un macrófago o un
neutrófilo, se traga una partícula extraña de forma muy similar a la que una ameba ingiere una
partícula de alimento. Las extensiones citoplásmicas flotantes se adhieren a la partícula y a
continuación la atraen hacia sí, encerrándola en una vacuola. La vacuola se fusiona a continuación
con los contenidos enzimáticos de un lisosoma, y su contenido se destruye o digiere.

Linfocitos citolíticos naturales: Los linfocitos citolíticos naturales (NK), que “vigilan” el organismo
desde la sangre y la linfa, son un grupo único de linfocitos que puede lisar y matar células
cancerígenas y células del organismo infectadas por virus mucho antes de que las defensas
adaptativas del sistema inmunitario entren en juego. Al contrario que los linfocitos del sistema
adaptativo, que pueden reconocer y reaccionar únicamente ante células específicas cancerígenas o
infectadas por virus, éstos son mucho menos “selectivos”. Son capaces de actuar de manera
espontánea ante cualquier objetivo mediante el reconocimiento de ciertos azúcares en la superficie
del “intruso”, así como por su carencia en ciertas moléculas de superficie celular “propia”. Las
células NK no son fagocíticas.
Atacan la membrana de la célula diana y liberan una sustancia química lítica denominada perforina.
Poco después, la membrana y el núcleo de la célula diana y el núcleo se desintegran.

Respuesta inflamatoria: La respuesta inflamatoria es una respuesta no específica que se produce


cada vez que cualquier tejido del organismo es dañado. Por ejemplo, aparece como respuesta a un
trauma físico, calor intenso o sustancias químicas irritantes, así como ante infecciones por bacterias
o virus. Los cuatro indicadores más comunes (señales cardinales) de una inflamación aguda son
rubefacción, calor (inflamm = arder), hinchazón, y dolor. Es fácil entender por qué se producen
estos signos y síntomas, una vez comprendidos los mecanismos de la respuesta inflamatoria.
El proceso inflamatorio comienza con una “alarma” química. Cuando las células son dañadas,
liberan sustancias químicas inflamatorias, entre ellas histamina y cininas, que (1) provocan que los
vasos sanguíneos de la zona afectada se dilaten y los capilares rezumen, (2) activan los receptores
del dolor, y (3) atraen a los fagocitos y a los glóbulos blancos a la zona. (Este último fenómeno se
denomina quimiotaxis debido a que las células siguen un gradiente químico.) La dilatación de los
vasos sanguíneos incrementa el flujo de sangre a la zona, lo que causa la rubefacción y el calor
característicos. El incremento de la permeabilidad de los capilares permite que el plasma gotee
desde la sangre hasta los espacios tisulares, causando un edema local (inflamación) que también
activa los receptores de dolor de la zona. Si la zona inflamada y dolorida es una articulación, su
función (el movimiento) le será impedida de forma temporal. Esto obliga a la parte dañada a
descansar, pues ello ayuda a su curación. Hay quienes consideran que la limitación de la movilidad
de la articulación es una señal cardinal adicional (la quinta) de inflamación.
La respuesta inflamatoria (1) previene la propagación de agentes dañinos a los tejidos cercanos, (2)
elimina los desechos de células y patógenos, y (3) prepara el escenario para la reparación.
Defensas adaptativas del organismo

La respuesta del sistema inmunitario a una amenaza, denominada respuesta inmunitaria, implica a
unas defensas no específicas internas incrementadas en gran manera (respuestas inflamatorias y
demás) y facilita protección que está dirigida de forma cuidadosa contra antígenos específicos. Más
aún, la exposición inicial a un antígeno “insta” al organismo a reaccionar de forma más enérgica
ante futuros encuentros con el mismo antígeno.
A veces denominado tercera línea defensiva, el sistema de defensa específico es un sistema
funcional que reconoce moléculas invasoras (antígenos) y actúa para desactivarlas o destruirlas.
Normalmente nos protege de una amplia variedad de patógenos, así como de células anómalas del
organismo. Cuando falla, funciona mal o está desconectado, pueden aparecer algunas de las
enfermedades más devastadoras, tales como el cáncer, la artritis reumatoide o el sida.
Tres aspectos importantes de la defensa adaptativa:
1. Es antígeno-específico: reconoce y actúa contra patógenos concretos o contra sustancias extrañas.
2. Es sistémico: la inmunidad no queda restringida a la zona inicial de la infección.
3. Tiene “memoria”: reconoce y organiza ataques incluso más fuertes sobre patógenos con los que
ha tenido encuentros con anterioridad.
Se reconocen dos ramas separadas, aunque solapadas, del sistema de defensa adaptativo. La
inmunidad humoral, también denominada inmunidad mediada por anticuerpos, la proporcionan los
anticuerpos presentes en los “humores” o fluidos corporales. Cuando los linfocitos defienden el
organismo por sí mismos, la inmunidad se denomina inmunidad celular o inmunidad de mediación
celular, pues el factor de protección son las células vivas. La rama celular también cuenta con
dianas celulares (células tisulares infectadas por virus, células cancerígenas y células de injertos
extraños).
Los linfocitos actúan contra tales objetivos, bien directamente, lisando las células extrañas, bien
indirectamente, liberando sustancias químicas que mejoran la respuesta inflamatoria o activan otras
células inmunes.
Sin embargo, antes de describir las respuestas humoral y celular por separado, consideraremos los
antígenos que desencadenan la actividad de las extraordinarias células relacionadas con estas
respuestas inmunitarias.

Antígenos: Un antígeno (Ag) es cualquier sustancia capaz de movilizar el sistema inmunitario y


provocar una respuesta inmunitaria. La mayoría de los antígenos son moléculas grandes y
complejas que no suelen estar presentes en el organismo. En consecuencia, en lo que al sistema
inmunitario se refiere, son intrusos, o no propios. Una variedad de sustancias casi ilimitada puede
actuar como antígenos, incluyendo casi todas las proteínas extrañas, los ácidos nucleicos, muchos
carbohidratos complejos y algunos lípidos. De todos ellos, las proteínas son los antígenos más
fuertes. Los granos de polen y microorganismos tales como partículas de bacterias, hongos y virus
son antígenos porque sus superficies contienen dichas moléculas extrañas.

Las células cruciales del sistema adaptativo son los linfocitos y los macrófagos. Existen dos tipos
principales de linfocitos: los linfocitos B, o células B, producen anticuerpos y supervisan la
inmunidad, y los linfocitos T, o células T, son linfocitos no productores de anticuerpos que
constituyen el arma celular del sistema de defensa adaptativo. Al contrario que los dos tipos de
linfocitos, los macrófagos no responden a antígenos específicos, si no que juegan un papel esencial
a la hora de ayudar a los linfocitos que sí lo hacen.

Linfocitos: A igual que todas las células sanguíneas, los linfocitos tienen su origen en los
hemocitoblastos de la médula ósea roja . Los linfocitos inmaduros liberados de la médula son
prácticamente idénticos. Que un linfocito pase a ser una célula B o T depende de la parte del cuerpo
en que se encuentre cuando se convierta en inmunocompetente, es decir, capaz de responder a un
antígeno específico uniéndose a él. Las células T surgen de los linfocitos que migran al timo, donde
sufren un proceso de maduración durante dos o tres días, dirigido por las hormonas tímicas
(timosina y otras). Dentro del timo, los linfocitos inmaduros se dividen rápidamente y su número se
incrementa de manera considerable, pero sólo sobreviven aquellas células T maduras con la mejor
capacidad para identificar antígenos extraños. Los linfocitos capaces de unirse firmememente a los
autoantígenos (y de actuar contra las células del organismo) son enérgicamente arrancados y
destruidos. De ahí el desarrollo de la autotolerancia, ya que las células del propio organismo son
parte esencial de la “educación” de un linfocito. Esto es así no sólo para las células T sino también
para las células B. Las células B desarrollan inmunocompetencia en la médula, pero se sabe poco
sobre los factores que regulan la maduración de las células B.
Una vez que un linfocito pasa a ser inmunocompetente, será capaz de reaccionar ante un antígeno
en particular, y sólo uno, porque todos los receptores de antígenos son iguales en la superficie. Por
ejemplo, los receptores de un linfocito pueden reconocer sólo una parte del virus de la hepatitis A,
los de otros linfocitos pueden reconocer sólo la bacteria neumococo, etc.

Macrófagos: Los macrófagos, que también se distribuyen ampliamente a través de los órganos
linfoides y los tejidos conectivos, surgen de los monocitos formados en la médula ósea. Tal y como
describimos anteriormente, el papel principal de los macrófagos (literalmente, “grandes
comedores”) en el sistema de defensa innato es atrapar las partículas extrañas y expulsarlas de la
zona. Pero su trabajo no termina ahí, también presentan fragmentos de esos antígenos, como
indicadores de alerta, en su propia superficie, donde podrán ser reconocidos por las células T
inmunocompetentes. De esta manera, pueden actuar como presentadores de antígenos en el sistema
de defensa adaptativo. Los macrófagos también secretan proteínas citoquinas que son importantes
en la respuesta inmunitaria . A su vez, las células T activadas liberan sustancias químicas que hacen
que los macrófagos se conviertan en fagocitos insaciables o macrófagos asesinos. Como se puede
apreciar, las interacciones entre linfocitos y macrófagos determinan prácticamente todas las fases de
la respuesta inmunitaria adaptativa.
Los macrófagos tienden a permanecer fijados a los órganos linfoides (como si esperasen que los
antígenos fuesen a ellos), pero los linfocitos, en especial las células T, circulan continuamente por el
organismo. Esto tiene sentido, ya que al circular se incrementa en gran medida la posibilidad de que
un linfocito entre en contacto con antígenos recogidos por los capilares linfáticos de los espacios
tisulares, así como con grandes cantidades de macrófagos y otros linfocitos.
En resumen, el sistema inmunitario adaptativo es un arma defensiva de dos ramas: una rama
humoral y una rama celular, que utiliza linfocitos, macrófagos y moléculas específicas para
identificar y destruir todas las sustancias (tanto vivas como no vivas) que están en el organismo
pero no son reconocidas como propias. La capacidad del sistema inmunitario de responder a tales
amenazas depende de la capacidad de sus células para (1) reconocer sustancias extrañas (antígenos)
en el organismo y unirse a ellas, y (2) comunicarse entre sí para que el sistema como conjunto
organice una respuesta específica a esos antígenos.

Respuesta inmunitaria humoral (mediada por anticuerpos)

Un linfocito B inmunocompetente pero aún inmaduro es estimulado para que complete su


desarrollo (a una célula B completamente madura) cuando los antígenos se unen a sus receptores de
superficie. Este acontecimiento sensibiliza, o activa, el linfocito, que se “enciende” y pasa una
selección clonal. El linfocito comienza a crecer y luego se multiplica rápidamente para formar un
ejército de células exactamente iguales a él mismo con los mismos receptores de antígeno. La
familia de células idénticas resultante que desciende de la misma célula antecesora se denomina
clon, y la formación del clon es la respuesta humoral primaria a ese antígeno.
La mayor parte de los miembros del clon de la célula B, o sus descendientes, se convierten en
células plasmáticas. Tras un periodo inicial de demora, estas “fábricas” productoras de anticuerpos
entran en acción, generando los mismos anticuerpos altamente específicos al sorprendente ritmo de
2.000 moléculas de anticuerpo por segundo. (Por sí mismas, las células B producen únicamente
pequeñas cantidades de anticuerpos.)
Sin embargo, esta vorágine de actividad sólo dura entre cuatro y cinco días; en ese momento, las
células de plasma comienzan a morir. Los niveles de anticuerpos en sangre durante esta primera
respuesta alcanzan su punto máximo unos diez días tras el comienzo de la misma y después
descienden lentamente.
Los miembros del clon de la célula B que no se convierten en células plasmáticas se convierten en
células de memoria de larga duración capaces de responder al mismo antígeno en encuentros
posteriores con él. Las células de memoria son responsables de la memoria inmunitaria mencionada
con anterioridad.
Estas respuestas inmunitarias posteriores, denominadas respuestas humorales secundarias, se
producen más rápidamente, son más prolongadas y más efectivas que los mecanismos de la
respuesta primaria, ya que todos los preparativos para su ataque ya han tenido lugar. En pocas
horas, tras reconocer al “antiguo enemigo” antigénico, se genera un nuevo ejército de células de
plasma y los anticuerpos fluyen hacia el torrente sanguíneo. En dos o tres días, los niveles de
anticuerpos en sangre llegan al máximo (hasta unas niveles muy superiores a los alcanzados en la
respuesta primaria), y dichos niveles permanecen altos durante semanas o incluso meses. En breve
veremos cómo los anticuerpos protegen el organismo.
Inmunidad humoral activa y pasiva

Cuando las células B encuentran antígenos y producen anticuerpos contra ellos, nos encontramos
ante la inmunidad activa. La inmunidad activa se adquiere (1) de forma natural durante procesos
infecciosos bacterianos y virales, durante los cuales podemos desarrollar los signos y síntomas de la
enfermedad y sufrir un poco (o mucho), y (2) de forma artificial al recibir vacunas. La diferencia en
la forma en la que el antígeno invade el organismo, bien sea por sus propios medios o introducido
en forma de vacuna, es irrelevante. La respuesta del sistema inmunitario es muy similar. En
realidad, una vez que se ha reconocido que las respuestas secundarias son mucho más enérgicas, el
resto consiste en desarrollar vacunas que “primen” la respuesta inmunitaria facilitando un primer
contacto con el antígeno. La mayoría de las vacunas contienen patógenos muertos o atenuados
(vivos pero extremadamente debilitados).
Las vacunas proporcionan dos beneficios: (1) nos evitan la mayoría de los signos y síntomas (y el
malestar) de la enfermedad que de otro modo tendrían lugar durante la respuesta primaria y (2) los
antígenos debilitados siguen teniendo la capacidad de estimular la producción de anticuerpos y
fomentar la memoria inmunitaria.
Las denominadas vacunas de refuerzo, que pueden intensificar la respuesta inmunitaria en
encuentros posteriores con el mismo antígeno, también están disponibles. Las vacunas han
eliminado casi por completo la viruela y en la actualidad están disponibles contra microorganismos
que causan neumonía, polio, tétanos, difteria, tos ferina, sarampión y muchas otras enfermedades.
La inmunidad pasiva difiere bastante de la activa, tanto en la fuente del anticuerpo como en el grado
de protección que facilita. En vez de estar hechos a partir del plasma del propio organismo, los
anticuerpos se obtienen del suero de un donante humano o animal inmune. Como resultado, las
células B no son estimuladas por el antígeno, la memoria inmunitaria no se produce y la protección
temporal facilitada por los “anticuerpos prestados” termina cuando se degradan de forma natural en
el organismo.
La inmunidad pasiva se otorga de forma natural al feto cuando los anticuerpos de la madre
atraviesan la placenta y entran en la circulación sanguínea fetal y tras el parto, durante la lactancia.
Durante varios meses tras el parto, el bebé permanece protegido contra todos los antígenos a los que
la madre haya estado expuesta.
La inmunidad pasiva se confiere artificialmente al recibir suero inmune o gammaglobulina. La
gammaglobulina se suele administrar tras la exposición a la hepatitis. Otros sueros inmunes se
utilizan para tratar las mordeduras de serpientes venenosas (antídoto), el botulismo, la rabia y el
tétanos (antitoxina), pues estas enfermedades matarían a una persona antes de que la inmunidad
activa pudiera establecerse. Los anticuerpos donados facilitan protección inmediata, pero su efecto
es de breve duración (entre dos y tres semanas). Mientras tanto, sin embargo, las defensas del
propio organismo toman las riendas.

Anticuerpos

Los anticuerpos, también conocidos como inmunoglobulinas, o Ig, constituyen la parte


gammaglobulínica de las proteínas de la sangre. Los anticuerpos son proteínas solubles secretadas
por las células B activadas o por su prole de células plasmáticas como respuesta a un antígeno y son
capaces de enlazar específicamente con ese antígeno.
Los anticuerpos se forman en respuesta a un gran número de antígenos diferentes. A pesar de su
variedad, todos tienen una estructura básica similar que nos permite agruparlos en cinco clases de
Ig, cada una con pequeñas diferencias de estructura y función.
Estructura básica de un anticuerpo Independientemente de su clase, cada anticuerpo tiene una
estructura básica que consiste en cuatro cadenas de aminoácidos (polipéptido) unidas entre sí por
medio de enlaces disulfuro (de sulfuro a sulfuro). Dos de las cuatro cadenas son idénticas y
contienen aproximadamente 400 aminoácidos cada una; éstas son las cadenas pesadas. Las otras dos
cadenas, las cadenas ligeras, también son idénticas pero sólo tienen la mitad de longitud que las
pesadas. Cuando las cuatro cadenas se combinan, la molécula de anticuerpo formada tiene dos
mitades idénticas, cada una de las cuales consiste en una cadena pesada y una ligera, y se suele
decir que la molécula completa tiene forma de T o de Y.
Cuando los científicos comenzaron a estudiar la estructura de los anticuerpos, descubrieron algo
muy peculiar: cada una de las cuatro cadenas que forman un anticuerpo tiene una zona variable (V)
en un extremo y una zona constante (C) mucho más extensa en el otro. Los anticuerpos que
responden a distintos antígenos tienen zonas variables distintas, pero sus zonas constantes son las
mismas o casi las mismas. Esto cobró sentido cuando se descubrió que las zonas variables de las
cadenas pesadas y ligeras de cada rama combinaban sus esfuerzos para formar una zona de enlace a
antígenos con un perfil único que “encajara” con un antígeno específico. Desde este momento, cada
anticuerpo cuenta con ambas zonas de enlace a antígenos.
Las zonas constantes que forman el “tallo” del anticuerpo pueden compararse con el mango de una
llave. El mango de una llave tiene la misma función en todas las llaves: permite sujetarla e
introducir en la cerradura la parte que la hace girar. De forma similar, las zonas constantes de las
cadenas del anticuerpo tienen funciones comunes a todos los anticuerpos: determinan el tipo de
anticuerpo formado (clase de anticuerpo) y cómo el tipo de anticuerpo desarrollará su papel
inmunitario en el organismo, así como los tipos de célula o sustancias químicas a las que el
anticuerpo puede unirse.

Los anticuerpos desactivan antígenos de varias formas distintas: por fijación del complemento, por
neutralización, por aglutinación y por precipitación. De todas ellas, la fijación del complemento y la
neutralización son las más importantes para proteger el organismo.
El complemento es la principal munición de anticuerpos utilizada contra los antígenos celulares,
como las bacterias o las células sanguíneas incompatibles. Como ya hemos comentado con
anterioridad, el complemento se fija (activa) durante las defensas innatas. También se activa de
manera muy eficiente cuando se une a anticuerpos enlazados a dianas celulares. Esto desencadena
los mecanismos (ya descritos) que tienen como resultado la lisis de la célula extraña y la liberación
de moléculas que potencian en gran medida el proceso inflamatorio.
La neutralización ocurre cuando los anticuerpos se unen a zonas específicas de las exotoxinas
bacterianas (sustancias químicas secretadas por las bacterias) o virus que pueden causar daño
celular. De esta manera, bloquean los efectos nocivos de la exotoxina o del virus.
Debido a que los anticuerpos tienen más de una zona de enlace a antígenos, pueden unirse a más de
uno a la vez; en consecuencia, los complejos antígeno-anticuerpo se entrecruzan en grandes redes.
Cuando el enlace cruzado implica antígenos ligados a células, el proceso causa la aglomeración de
células extrañas; este proceso se denomina aglutinación. Este tipo de reacción antígeno-anticuerpo
se produce en la transfusión de sangre incompatible (las células de sangre extraña se aglutinan) y es
la base de todas las pruebas utilizadas para la tipificación de la sangre. Cuando el enlace cruzado
afecta a moléculas de antígeno solubles, el complejo antígeno-anticuerpo resultante es de tal tamaño
que se vuelve insoluble y se separa de la solución. Esta reacción de enlace cruzado se denomina
más específicamente precipitación. No hay duda de que las bacterias aglutinadas y las moléculas de
antígeno inmovilizadas (precipitadas) son mucho más fáciles de capturar y tragar por los fagocitos
del organismo que los antígenos que se mueven libremente.

Inmunidad celular (mediada por células)

Es una forma de defensa específica en que los linfocitos T atacan de manera directa y destruyen
células enfermas o externas; y el sistema inmunitario recuerda los antígenos de esos invasores y
evita que causen enfermedades en el futuro. La inmunidad celular emplea cuatro clases de linfocitos
T:
1. Los linfocitos T citotóxicos (TC) son los “efectores” de la inmunidad celular que realizan el
ataque sobre las células externas.
2. Los linfocitos T cooperadores (TH) promueven la acción de los linfocitos TC además de tener
papeles clave en la inmunidad humoral y la resistencia inespecífica. Todos los demás linfocitos T
sólo intervienen en la inmunidad celular.
3. Los linfocitos T reguladores (TR), o T-regs, limitan la respuesta inmunitaria al inhibir la
multiplicación y secreción de citocinas por parte de otros linfocitos T. Aún no se comprende bien su
función; al parecer, son muy importantes en la prevención de las enfermedades autoinmunitarias.
4. Los linfocitos T de memoria (TM) descienden de los TC y son responsables de la memoria en la
inmunidad celular.

Enfermedades autoinmunes

Las enfermedades autoinmunes se presentan cuando el sistema inmunológico no reconoce y


reacciona atacando mediante la producción de anticuerpos y células T los tejidos del propio
organismo.
En las siguientes enfermedades autoinmunes veamos lo que sucede:
-En la diabetes tipo I, los anticuerpos atacan las células del páncreas productoras de insulina (islotes
de Langerhans).
-En la artritis reumatoide, los anticuerpos atacan el tejido conectivo que rodea las articulaciones.
-En la esclerosis múltiple, los anticuerpos afectan a las neuronas del encéfalo y médula espinal.
-En la miastenia grave, los anticuerpos atacan las uniones neuromusculares.

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