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Deconstrucción y biopolítica


El problema de la ley y la violencia en Derrida y Agamben

Resumen

El artículo analiza las diferencias entre Derrida y Agamben en el


modo en que entienden la relación entre la justicia, el derecho, la
soberanía y la violencia. Se proponen dos tesis fundamentales: 1) la
concepción de Agamben de la vida sin relación con el derecho es la
heterogeneidad de la deconstrucción; 2) la deconstrucción –la
estrategia que muestra la indecibidilidad de los dualismos
metafísicos– fuerza a la biopolítica a no caer en dualismos que
impiden la apertura a la justicia por venir.

The article analyzes the differences between Derrida and Agamben in


the way of understanding the relationship between justice, law,
sovereignty and violence. We propose two basic propositions: 1)
Agamben’s conception of life without relationship to the right is
the heterogeneity of deconstruction; 2) deconstruction –the strategy
that shows the undecidability of metaphysical dualisms– forces
biopolitics not to assume dualisms that prevent openness to justice
to come.

Palabras clave: deconstrucción, biopolítica, ley, violencia,


justicia.

Key Words: deconstruction, biopolitics, law, violence, justice.

¿Es posible realizar un derecho que no sujete la vida a los


mecanismos de la soberanía o las disciplinas? ¿Puede la justicia
suspender definitivamente su invocación a la soberanía y al derecho?
¿El derecho es un mecanismo efectivo en el control y limitación de
la violencia contemporánea? A partir de los problemas que abren
estas preguntas, el artículo analiza las diferencias que existen
entre las estrategias deconstructiva de Derrida y biopolítica de
Agamben en la comprensión de la relación entre la justicia, el
derecho y la violencia. Derrida postula un desplazamiento
indecidible entre derecho, fuerza de ley y justicia que interrumpe,
por un lado, la subordinación administrativa de la justicia al
derecho y, por otro, la invocación de una justicia mesiánica fuera
del derecho. De esto se extraen dos conclusiones: 1) la
deconstrucción se juega en el intervalo entre el derecho y la
justicia; 2) no hay derecho sin una “fuerza de ley” o una fuerza
realizativa que permite la aplicación de la ley. A diferencia de


La realización de este artículo fue posible gracias a una beca
posdoctoral de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico
(DGAPA), UNAM. Agradezco los comentarios y sugerencias de Benjamín Arditi,
Eduardo Mattio, Rebeca Gaytán, Antonio Hernández Curiel y Julio Alcántara.

1
esto, Agamben estudia la indistinción entre violencia y derecho en
el estado de excepción permanente, entendido como el dispositivo
anómico del poder que ya no es funcional a la aplicación de la ley.
Sin obviar este desacuerdo y otros más, el objetivo fundamental
del artículo es cuestionar la oposición tajante entre deconstrucción
y biopolítica1. Se asume que cada enfoque constituye para el otro un
suplemento y a la vez un obstáculo. En este marco, el trabajo se
estructura en cuatro secciones. En primer lugar presentaré el
argumento de Derrida sobre la deconstrucción del derecho y su
concepción de la justicia como lo indeconstruible. Concluiré que
Derrida entiende la fuerza de ley como la violencia legal de la
“justicia como derecho”. En segundo lugar, abordaré la propuesta
política de Agamben, entendida como la praxis que corta el nexo
entre violencia y derecho. Además, discutiré las principales
diferencias entre los dos autores. En tercer lugar, presentaré la
crítica de Agamben a la deconstrucción y el campo de preocupaciones
comunes que, a pesar de ello, es posible divisar entre las dos
perspectivas consideradas. Por último, analizaré las similitudes que
existen entre el diagnóstico de Derrida en Canallas sobre la
violencia global contemporánea y la que ofrece Agamben sobre el
estado de excepción permanente.

Fuerza de ley, violencia legal y “justicia como derecho”

En Fuerza de ley, Derrida sale al cruce de las críticas que


sostienen que la deconstrucción es una amenaza contra la justicia y
el derecho, puesto que –se dice– asume un afán meramente destructor.
A contramano de estas críticas, Derrida procura elidir la violencia
injusta en nombre de la estructura mesiánica de la justicia. La
tesis del autor es que mientras el derecho es deconstruible –porque
está elaborado sobre capas textuales interpretables y
transformables–, la justicia es indeconstruible, y aún más: “La
desconstrucción es la justicia” (Derrida, 1997: 35; de aquí en más
FL). La deconstrucción es la justicia porque es un pensamiento de lo
imposible. Así como la deconstrucción no es una teoría o un cúmulo
de métodos reglados, la justicia es heterogénea al derecho como
conjunto de determinaciones jurídicas; es, por tanto, la apertura a
la otredad inabarcable por el derecho. El derecho está
necesariamente animado por una fuerza de ley que no es exterior a
éste en la forma de un poder fáctico dominante. El derecho tiene una
relación interna con “una fuerza autorizada, una fuerza que se
justifica o que está justificada al aplicarse” (FL, p. 15; 32).
La noción de fuerza ha acompañado siempre a la estrategia de la
deconstrucción. La différance –la fuerza del diferir– es una
prórroga y un rodeo, una vía desviada, el aplazamiento de la
economía de lo mismo, el reenvío a la experiencia irrefutable de la
alteridad de lo otro. La fuerza de ley debe asumir una “reserva
explícita” contra el riesgo de un concepto “oscuro, sustancialista,
oculto-místico de violencia”, es decir, contra “una fuerza violenta,
injusta, sin regla, arbitraria” (FL, pp. 18-19). Hacer la ley
1
Parto del supuesto de Esposito (2006) que la biopolítica no sólo niega,
limita o comprime la vida, sino que también supone una política de la vida
que la libera y expande.

2
implica una violencia realizativa que no es justa o injusta en sí
misma (FL, p. 33). La trascendentalidad es el campo de batalla entre
una violencia originaria o trascendental que es anterior a toda
elección ética (Derrida, 1989: 168) y la “no violencia una promesa
irreductible en la relación con el otro como esencialmente no
instrumental” (Derrida, 1998b: 162). Si bien la violencia “es de
hecho irreductible”, en todo contexto de discusión y persuasión hay
“una referencia –desconocida, indeterminada, pero no por eso menos
pensable– al desarme” (Derrida, 1998b: 162). Si bien la estructura
de la promesa excluye una forma de relación beatamente pacífica, da
lugar no obstante a una “relación no apropiativa del otro que ocurre
sin violencia” (ídem). La incondicionalidad de la relación no
instrumental con el otro no oscurece la violencia irreductible de la
relación, sin lo cual no podría darse como ámbito de experiencia.
En suma, hay una indecidibilidad que elide la oposición pura
entre derecho y justicia, violencia y derecho, violencia y no
violencia: 1) la justicia excede al derecho, pero no hay justicia
sin recurrir las determinaciones jurídicas; 2) el derecho tiende a
neutralizar la violencia arbitraria o injusta, pero no hay derecho
sin la “violencia sin fundamento” de la aplicabilidad de la ley; 3)
la apertura al otro es un acontecimiento no violento que, sin
embargo, no puede borrar la violencia trascendental de la relación:
“Sólo un rostro puede detener la violencia, pero en primer término
porque sólo él puede provocarla” (Derrida, 1989: 200).
La distinción entre justicia y derecho no es lógicamente
dominable: el derecho pretende ejercerse en nombre de la justicia y
la justicia se instala en un derecho que es aplicado por la fuerza.
La desconstrucción se desplaza entre la deconstructibilidad del
derecho del derecho y la indeconstructibilidad de la justicia (FL,
p. 51). La justicia es extraña a la norma pero tiene que medirse con
el ejercicio de “la justicia como derecho, legitimidad o legalidad,
dispositivo estabilizante [...] El derecho es el elemento del
cálculo, y es justo que haya derecho” (FL, p. 39; 51). La “justicia
como derecho” es aplicada por la fuerza, y es justo que haya derecho
porque una violencia fuera de la ley es injusta. Así como el derecho
entregado a la mecánica administrativa es injusto, es injusto
invocar una justicia infinita que rechace involucrarse en las luchas
democráticas jurídico-políticas que tienen lugar en las
instituciones estatales o no estatales. La idea de una justicia
absolutamente incalculable y donadora, sin relación con el derecho,
“está siempre lo más cerca del mal, por no decir de lo peor puesto
que siempre puede ser reapropiada por el cálculo más perverso” (FL,
p. 64).
La fuerza de ley es el intervalo entre la violencia y la no
violencia, la justicia y la injusticia. La fuerza legal es
performativa porque crea leyes y protege la estabilidad del orden
legal (o refuerza la autoridad constituida). Dicho en términos de
Benjamin (1998b), la fuerza autorizada es violencia fundadora y
conservadora de derecho. Si la fuerza de ley es performativa, la
violencia anómica, sin forma o aformativa2, no pertenece
originariamente a la estructura del derecho. La perversión de la
justicia resulta del rechazo del derecho y de las luchas jurídico-
2
Sobre lo “aformativo” como interrupción de lo performativo, véase Hamacher
(1994: 128).

3
políticas que se dan dentro de las instituciones estatales y no
estatales (FL, p. 64). La justicia, medida con el derecho, propicia
“la transformación, el cambio o la refundación del derecho y de la
política” (FL, pp. 63-64).
La indecidibilidad entre justicia y derecho supone la ausencia
de una fractura o herida profunda entre la fuerza de ley, el derecho
y la justicia. La “justicia como derecho” es la tensión entre la
violencia legal y la justicia, y esta tensión es justa porque evita
priorizar la justicia pura (que alienta las peores violencias en
nombre de una restitución o reparación infinita) o el derecho sin
justicia (que neutraliza la apertura a lo otro). La fuerza de ley no
está en conflicto con la ley sino que la anima, impulsa y despliega,
estimulando incluso su efectividad calculadora; esta fuerza
realizativa aplica un derecho que, al indiferenciarse de la
justicia, enmarca y contiene la violencia oscurantista y anómica. La
fuerza de ley no es la anulación violenta del derecho sino lo que
permite la supervivencia de la ley en diversos contextos de
aplicación. En el planteo de Derrida, la existencia de un vínculo
performativo entre la justicia y el derecho parece dejar en segundo
plano la “fuerza de opresión” que instrumentan los aparatos
jurídicos, que es descrita por Foucault (1992: 53) como uno de los
nudos centrales de la historia del aparato judicial del Estado. Como
afirma Duque-Estrada, en la concepción derrideana sobre la fuerza de
ley la autoridad de los representantes de la ley se encamina a una
relación no interdicta con la ley (2008: 162). La fuerza de ley se
distingue de la violencia injusta u opresora; es la fuerza legal y
justa de la justicia como derecho. Los problemas que están en la
base de esta correlación abren la intervención de Agamben.

La separación entre derecho y violencia

Agamben propone una interpretación teórica e histórica del


sistema jurídico occidental que destaca la conexión funcional de dos
elementos heterogéneos: la potestas (el aspecto normativo y
jurídico) y la auctoritas (el componente anómico y metajurídico).
Según esto, la condición originaria del poder soberano es que puede
matar al homo sacer sin cometer homicidio ni sacrificio. La relación
de excepción es aquella en que la soberanía incluye la nuda vida –la
vida sin forma– a través de su exclusión. La nuda vida es el
principio del poder soberano y, a la vez, su principal producto. El
énfasis del estado de excepción no recae en una excepción que se
sustrae a la regla, sino en una regla que al suspenderse da lugar a
la excepción. La ley se conecta con lo “no jurídico” –o con “la mera
violencia en cuanto estado de naturaleza”– presuponiéndolo “como
aquello con lo que se mantiene en relación potencial en el estado de
excepción” (Agamben, 2006a: 34; de aquí en más HS). En el estado de
excepción la ley se relaciona con el viviente abandonándolo a la
violencia de la ausencia de relación:
La relación originaria de la ley con la vida no es la
aplicación, sino el Abandono. La potencia insuperable del nomos,
su originaria “fuerza de ley”, es que mantiene a la vida en su
bando abandonándola (HS, p. 43).

4
Si Derrida afirma que la fuerza de ley permite la aplicación de
la ley, Agamben concibe como sinónimos el estado de excepción (la
suspensión de la ley) y la fuerza de ley (la aplicabilidad de la
ley). Es decir, si para Derrida no hay ley antes de su aplicación a
través de una decisión, para Agamben el poder es soberano antes de
ser aplicado. Piénsese, por ejemplo, en el poder atómico, cuya
potencia radica no en su aplicación sino en la amenaza constante
(véase Foucault, 2009: 166). El estado de excepción no es tanto la
confusión de los poderes ejecutivo y legislativo sino el dispositivo
que aísla la fuerza de ley de la ley. En el estado de excepción lo
legal está vigente pero no se aplica y una violencia sin máscara
jurídica adquiere fuerza de ley.
El estado de excepción es un espacio anómico en el que se pone
en juego una fuerza-de-ley sin ley [...] señala un umbral en el
cual lógica y praxis se indeterminan y una pura violencia sin
logos pretende actuar un enunciado sin ningún referente real
(EE, pp. 80; 83; las cursivas son mías).
Según Agamben, la indistinción entre los componentes nómico y
anómico del poder ha adquirido en las últimas décadas un mayor grado
de intensidad. Porque si bien “la antigua morada del derecho es
frágil y, en su tensión hacia el mantenimiento del propio orden,
siempre está ya siempre en acto de arruinarse y corromperse”, el
estado de excepción “ha alcanzado hoy su máximo despliegue
planetario” (Agamben, 2007a: 154-155; de aquí en más EE; véase
también Agamben, 2008: 275). La potestas –el componente nómico del
poder– es contradicha por la violencia gubernamental de los Estados
occidentales que producen un estado de excepción permanente (o
devenido regla) al mismo tiempo que afirman estar aplicando el
derecho. El sentido de la expresión “estado de excepción permanente”
alude a que la nuda vida se ha convertido en todas partes en la
forma de vida dominante (Agamben, 2001: 15).
Aunque crítico de Schmitt, Agamben reconoce que en la
concepción schmittiana del estado de excepción el elemento anómico
“está todavía en relación con el orden jurídico” (EE, pp. 154-155).
El filósofo italiano acuerda con el diagnóstico de Schmitt del
proceso iniciado a finales de la Primera Guerra Mundial, que impone
una criminalización creciente del enemigo, a partir de la cual éste
puede ser matado en una operación de policía. La unión cada vez más
fuerte entre soberanía y policía da como resultado la siguiente
afirmación: “Hoy no hay en toda la tierra un jefe de Estado que no
sea [...] virtualmente un criminal [...] el soberano [...] muestra
por fin ahora su originaria proximidad con el criminal” (Agamben,
2001: 92). En otro lugar afirma:
Si la paradoja de la soberanía tenía la forma: “No hay un fuera
de la Ley”, en nuestro tiempo, en el cual la excepción se ha
convertido en la regla, la paradoja se invierte en la forma
perfectamente simétrica: “No hay un dentro de la Ley”, todo –
incluso la Ley– está fuera de la Ley. Y la humanidad entera,
todo el planeta, se convierten ahora en la excepción que la ley
tiene que con-tener en su bando (Agamben, 2008: 275).
Como puede verse, hay un corte temporal claro entre la época
del estado de excepción funcional al derecho (“No hay un afuera de
la Ley”) y el estado de excepción permanente (“No hay un dentro de

5
la Ley”). Según Agamben, el estado de excepción no tiene una
localización temporal y espacial específica, puesto que su
permanencia se verificó no sólo en el Tercer Reich, sino también en
los campos de concentración en la ex Yugoslavia, e incluso en
lugares anodinos como el estadio de Bari en 1991 –donde la policía
italiana reunió provisionalmente a inmigrantes albaneses
clandestinos– y en las zonas d´attente de los aeropuertos franceses
–donde son detenidos los extranjeros que solicitan el estatuto de
refugiado– (HS, pp. 221-222).
Por “estado de excepción permanente” Agamben entiende una época
histórica definida –el siglo XX en su totalidad, donde el control de
la vida llega a la “exasperación” (HS, p. 166)– y un operador de la
soberanía que puede verificarse en cualquier momento, dado su
carácter ubicuo. Por un lado, Agamben pretende delimitar la época
del uso frecuente del estado de excepción como técnica de gobierno;
pero, por otro lado, afirma que “[l]a biopolítica es [...] tan
antigua al menos como la excepción soberana” –el Estado moderno saca
a la luz “el vínculo secreto que une el poder con la nuda vida,
reanudando así [...] el más inmemorial de los arcana imperii” (HS,
p. 16). A nuestro entender, no es claro en el argumento de Agamben
cómo es posible un corte lógico e histórico tajante entre la época
del estado de excepción funcional a la ley y la época del estado de
excepción permanente actual. Máxime cuando el filósofo italiano
afirma que: 1) hay una indistinción originaria entre ley y crimen;
2) el estado de excepción permanente es un “orden jurídico sin
localización” (HS, p. 223). Si el estado de excepción permanente
carece de localización, entonces su existencia podría verificarse en
la época del estado de excepción no permanente. Es decir, si la
relación entre poder y vida es un arcano inmemorial, esto significa
que toda estructura histórica de la soberanía ha tendido a hacer
permanente el estado excepción. ¿Qué tan persistente es entonces el
estado de excepción permanente? ¿Cualquier expresión del estado de
excepción prueba su permanencia como técnica de gobierno?
Agamben entiende la “verdadera política” como la “acción que
corta el nexo entre violencia y derecho” (EE, pp. 157-158). El
filósofo italiano toma del universo de Benjamin dos figuras que
abren la puerta a la justicia: la violencia divina, pura o
revolucionaria3, y el estudio pasivo del derecho no practicado o sin
aplicación. Por una parte, la violencia revolucionaria como puro
medio sin fines instrumentales es la vida justa sustraída al derecho
como instancia soberana de mando o disciplinaria de cálculo. La
nueva condición histórica será producida por una violencia
divina/revolucionaria que destruye sin derramar sangre ni someter la
vida al destino culpabilizador del derecho. Por otra parte, Agamben
rescata la figura –presente en el ensayo de Benjamin sobre Kafka–
del estudiante que estudia el derecho sin buscar su aplicación
forzosa. El derecho estudiado o no aplicado es la imagen que abre la
puerta a una forma jurídica despojada del control sobre la vida.
En este contexto, la violencia divina no elimina la violencia
anómica sino que invierte sus efectos: al estado de excepción se
opone una violencia revolucionaria efectivamente anómica. Hay una
anomia efectiva que no es la “violencia sin ropaje jurídico” del
3
He analizado las características que asume la violencia divina en el
trabajo de Benjamin en Pereyra (2010: 162-173).

6
estado de excepción sistemático. Esto no quiere decir que sea una
violencia presocial, “natural”, “instintiva”, sino que es la anomia
que responde a la justicia de una vida cualificada. La violencia
divina es justa porque es anómica, es decir, se sustrae a la fictio
iuris que pretende mantener el derecho en su misma suspensión. Es
una destrucción que, más que una tarea histórica, es una vocación
sabática: “No el trabajo, sino inoperatividad y descreación son, en
este sentido, el paradigma de la política que viene” (Agamben,
2006b: 94).
En el mismo sentido, no hay que impulsar una “justicia como
derecho” que negocie infinitamente con la ley distintas formas de
atenuar el control de la vida, sino invertir la desaplicación de la
ley del estado de excepción entregándose lúdicamente al estudio del
derecho que suspende efectivamente su aplicación. Si bien Agamben
congenia con la violencia anómica revolucionaria, su posición no
demanda una política antijurídica a favor de la violencia injusta.
Al contrario, se inclina por un derecho que suspende su impulso
calculador: “Un día la humanidad jugará con el derecho, como los
niños juegan con los objetos en desuso no para restituirles su uso
canónico sino para librarlos de él definitivamente. Esta liberación
es el deber del estudio o del juego” (EE, p. 121).
¿Qué supone la apertura a la justicia en Derrida y en Agamben?
Para el primero, suprimir el intervalo entre la justicia y el
derecho allana el camino a la violencia injusta. Para el segundo, la
justicia acontece rompiendo la articulación entre violencia y ley y
justicia y derecho. Si Derrida aboga por una política de la
refundación o transformación constante del derecho, Agamben invoca
una política sin violencia legal restituye la vida a su condición
profana. La vida profana es una “vida feliz” que alcanza “la
perfección de su propia potencia y de la propia comunicabilidad, y
sobre la cual la soberanía y el derecho no [tienen] ya control
alguno” (Agamben, 2001: 97).
En suma, si Derrida postula una separación inhallable entre
derecho y violencia, y justicia y derecho, Agamben impulsa una
separación efectiva de tales términos. Derrida no considera que la
violencia sea eliminable (ni la injusta ni la legal) porque es
imposible la restitución de una pura comunicabilidad sin fines.
Agamben impulsa una violencia revolucionaria que, en tanto medio sin
un fin instrumental, testimonia la deposición de la violencia
anómica de la soberanía. Cada autor le reprocharía al otro una
incapacidad para interrumpir la violencia injusta: para Derrida,
Agamben postularía una metafísica de la violencia y una violencia
metafísica (que es la peor de las violencias); para el filósofo
italiano, la deconstrucción de la violencia sería incapaz de ponerle
fin a la violencia legal, que es un eufemismo de la injusticia.

¿Biopolítica o deconstrucción?

7
¿Qué relación existe entre deconstrucción y biopolítica? ¿Es
deconstructiva (y deconstruible) la biopolítica? ¿Cuales son los
límites de la deconstrucción frente a la biopolítica? Comencemos
refiriendo la crítica de Agamben a la deconstrucción:
El éxito de la deconstrucción en nuestro tiempo se funda,
precisamente, en el hecho de que concibe el texto entero de la
tradición, la Ley entera, como una Geltung ohne Bedeutung, como
vigencia sin significado [...] el pensamiento contemporáneo
tiende a reducir la Ley (en el sentido más amplio del término,
que indica la entera tradición en su aspecto regulativo) a su
nada y, sin embargo, a mantener esta nada como “grado cero de su
contenido”. De este modo, la Ley se vuelve inaprensible, pero,
justamente por esto, insuperable, imposible de remover
(indecidible, en los términos de la deconstrucción) (2008: 274).
Estado de excepción define a la deconstrucción como una
estrategia que mantiene al derecho “en una vida espectral” incapaz
“de concluirlo” (EE, p. 120; véase también Weber, 2008: 200). Homo
sacer cuestiona la deconstrucción utilizando el relato Ante la ley
de Kafka. La historia narra el encuentro entre un guardián que
custodia la puerta de la ley y un campesino que solicita la entrada
durante muchos años, que le es negada una y otra vez. Al final de
sus días, el campesino le pregunta al guardián por qué nadie más que
él quiso atravesar la puerta; la respuesta que recibe es que la
puerta sólo estaba destinada a él. En las novelas de Kafka la ley se
presenta siempre como una forma sin contenido, en este caso, como
una puerta abierta que nada prescribe. A partir de este cuento,
Massimo Cacciari define el poder de la ley como la imposibilidad de
entrar en lo ya abierto: lo nuevo sólo irrumpe en una puerta cerrada
que se abre, o viceversa. La puerta abierta de la ley es una
metáfora de su poder invencible; el poder de la ley radica en su
“vigencia sin significado”, esto es, en ser intraspasable
precisamente porque está abierta, o en ser “insuperable justamente
porque no prescribe nada” (HS, p. 79).
En este contexto, Agamben sostiene que la fórmula “vigencia sin
significado” alude no sólo a la forma de la ley en el estado de
excepción, sino también al estado de la Torah originaria, donde la
ley divina está vigente sin adquirir un significado determinado. El
elemento decisivo del mesianismo es que la Torah originaria era una
mezcla incoherente de letras que sólo posteriormente se ordenaron en
una dirección de sentido. Al ser nada más que un cúmulo
desarticulado de letras, la Torah contenía todos los significados
posibles en potencia; carecía de significado al mismo tiempo que
contenía todos los significados posibles. La tarea mesiánica
consiste en la restitución de la Torah a su forma originaria,
desprovista de un orden de significación y, por tanto, de
mandamientos y prohibiciones. El gesto mesiánico queda trazado en
las enigmáticas expresiones del “retorno a lo nuevo” o del regreso
de la ley a su “nueva forma” (Agamben, 2008: 270-271).
Si el Mesías produce un acontecimiento que pone en crisis el
orden de la ley, ¿por qué restituir la ley a un estado originario?
¿Cuál es el estatus de ese paradójico “retorno a lo nuevo”? La tarea
mesiánica supone un “pequeño desplazamiento” en el orden de la ley
que no destruye el mundo actual para construir uno nuevo. Antes
bien, según una bella imagen:

8
[b]asta empujar sólo un poquito esta taza o este arbusto o esta
piedra, y así con todas las cosas. Pero este poquito es tan
difícil de realizar y su medida tan difícil de encontrar que,
por lo que respecta al mundo, los hombres no pueden hacerlo y
por eso es necesario que llegue el Mesías (Agamben, 2006b: 47).
El pequeño desplazamiento impide entender al tiempo mesiánico y
al tiempo profano como dos instancias totalmente separadas. Se trata
de dos tiempos vinculados por un ajuste mínimo: lo mesiánico no
anula lo profano, sino que libera las cosas de la esfera sagrada que
el poder ha confiscado; la profanación mesiánica de lo sagrado
restituye lo indisponible por la ley al uso común (Agamben, 2005:
100-102). En el tiempo mesiánico el tiempo histórico no es borrado,
y ambos conviven “según modalidades que no es posible reducir a los
términos de una lógica dual (este mundo/otro mundo)” (Agamben, 2008:
273).
Agamben deconstruye no sólo las dicotomías tiempo
profano/tiempo mesiánico (el tiempo mesiánico es un trozo de
temporalidad retenido en el tiempo profano que de repente se
transforma) y Mesías/ley (el Mesías restituye la ley al origen de un
cúmulo de letras desarticuladas que no impone mandatos que sujetan
la vida), sino también la oposición revolución/estado de excepción.
Para analizar las implicaciones de la última oposición, retomemos el
cuento de Kafka. Luego de comunicarle al campesino que la entrada le
había sido destinada sólo a él, el último acto del guardián es
cerrar la puerta de la ley, poniendo también fin al relato. Según
Agamben, el cierre de la puerta, lejos de significar la derrota del
campesino, alegoriza la entrada del tiempo mesiánico en el tiempo
profano. Esta idea permite cuestionar una vez más a Derrida:
Si es verdad que justamente en la apertura constituía, como
hemos visto, el poder invencible de la ley, podemos entonces
imaginar que todo el comportamiento del campesino no era otra
cosa que una complicada estrategia para conseguir su clausura e
interrumpir así su vigencia sin significado. El sentido último
de la historia no es entonces simplemente, en palabras de
Derrida, el de “un acontecimiento que no logra ocurrir” (o que
ocurre no ocurriendo: “Un événement qui arrive à ne pas
arriver”); por el contrario, aquí algo se ha cumplido en forma
verdadera y definitiva, y las aparentes aporías de lo acontecido
al campesino expresan sobre todo la complejidad de la tarea
mesiánica que en ella está alegorizada (2008: 280).
La deconstrucción fluctuaría entre asumir la tarea del
campesino de negociar infinitamente con la ley, y la función del
guardián de custodiar la nada del texto entero de la tradición. El
exceso infinito de indecidibles sobre cada posibilidad efectiva de
sentido impediría llevar a cumplimiento la tarea mesiánica. A
contramano de esto, Agamben retoma la idea presentada por Benjamin
en la octava Tesis sobre la historia, que afirma que el estado de
excepción sólo puede ser depuesto por un estado de excepción
“efectivo”. El cierre de la puerta de la ley alegoriza el estado de
excepción real que interrumpe la dominación biopolítica en la
historia. El campesino logra destrabar la excepcionalidad de la ley
a través de la politización pasiva y paciente de su nuda vida. Hay
un pequeño ajuste entre la nuda vida abandonada y la vida beata que
experimenta el verdadero abandonarse fuera del poder soberano. Las

9
estrategias del campesino pertenecen, al igual que el estado de
excepción real, “al tiempo histórico y a su ley y, al mismo tiempo,
les pone punto final” (Agamben, 2008: 281).
¿Cómo evitar que la separación entre la violencia y el derecho
no esté ya inscripta en la desligadura originaria de la excepción?
Esta pregunta expresa las reservas que Derrida mantiene con la
noción de violencia divina. El filósofo francés observa en el
holocausto una posible manifestación de esta clase de violencia (FL,
p. 149). En otras palabras, el peligro de la violencia divina no
radicaría en ser antisoberana, sino en ser implícitamente soberana.
Según esto, no habría posibilidad de una inversión del estado de
excepción dentro del mismo horizonte de la excepción (una excepción
revolucionaria contra la excepción soberana), sino una dominancia o
colonización del estado de excepción en los medios violentos de la
revolución. Para Derrida, la violencia divina no sería un afuera
absoluto de la violencia soberana.
En este contexto, Agamben considera un “malentendido” la
comparación que hace Derrida entre la violencia divina y la solución
final nazi (HS, p. 85). Según su perspectiva, la pureza de la
violencia “pura” no alude a la presencia tácita en su interior de la
violencia mítica, sino a la interrupción de la relación entre
derecho y violencia. Más que una potencia absoluta es una paradójica
“medialidad sin fines” o un “medio sin un fin” que corta su ligazón
con un fin mítico-instrumental (EE, pp. 116-117). Y esta medialidad
sin fines sería la única estrategia capaz de destruir el carácter
ontoteológico de la política de la soberanía.
La toma de distancia de Derrida con la violencia divina se
justifica por su apego a la justicia como derecho, que evita lo peor
de la violencia mesiánica. Slavoj Žižek sostiene que la violencia
divina, paradójicamente, se solapa con la disposición biopolítica de
los Homini sacer: en ambos casos, matar no es un crimen ni un
sacrificio (2009: 168). ¿Por qué la violencia divina y la violencia
soberana son tan similares? ¿Hay un sujeto de la violencia divina, o
ésta arrasa con todo posible sujeto? Derrida hace visible la
peligrosa porosidad que existe entre la violencia mítico-legal y la
violencia pura revolucionaria. En cambio, a partir de esta misma
porosidad, Agamben muestra que la violencia divina es el pliegue del
afuera –la intervención revolucionaria inesperada– dentro de la
época del estado de excepción permanente. El ingreso de la
excepcionalidad revolucionaria hace visible las diferencias entre la
violencia divina y la violencia soberana: la primera es la vida que
golpea la ley sin exigir sacrificios; la segunda es un medio para
establecer el orden social legal.
Benjamin considera indiscutible que en la época de la
dominancia del derecho como medio de control de la vida son posibles
manifestaciones esporádicas de la violencia pura (por ejemplo, a
través de la huelga general revolucionaria). En este contexto, cabe
preguntarse si la violencia divina podría manifestarse claramente en
la actualidad, donde la violencia legal lo domina todo pero sin
conservar el derecho (porque en su lugar despliega un estado de
excepción permanente). ¿Cómo identificar un afuera de la violencia
soberana cuando –siguiendo el argumento de Agamben– las divisiones
adentro/afuera, norma/violencia, violencia legal/violencia
extrajurídica son sistemáticamente difuminadas en el estado de

10
excepción permanente? Ahora bien, si lo imposible no es lo difícil
de ocurrir sino, más bien, una inminencia no esperada en el
horizonte (y el horizonte moderno de la política es biopolítico),
entonces la suspensión divina de la ley tocaría ese límite. El
límite de la política es la violencia de los oprimidos que destruye
la estructura de dominación apelando al viejo lema latino vox
populi, vox dei; es la decisión de destruir sin ninguna cobertura en
el gran Otro (la Idea, el Partido, el Movimiento, etc.) (Žižek,
2009: 171). O el límite de la política es una revolución cultural
que derribaría el sistema espectral de las relaciones jurídicas en
su totalidad (Honneth, 2009: 137). Y, sin embargo, ¿cómo aniquilar
el espectro de la ley? ¿Cómo dar muerte a un espectro, a un muerto
vivo? ¿Como suspender lo que está vigente (la ley) en la forma de la
suspensión (la fuerza de ley sin ley)? ¿Cómo la excepción a la
excepción puede cortar su ligazón con la lógica de la excepción
soberana?
Agamben señala que el corte entre violencia y derecho hace
posible “instalar la pregunta por un eventual uso del derecho
posterior a la desactivación del dispositivo que lo ligaba a la vida
en el estado de excepción” (EE, p. 158). En su opinión, la violencia
divina deja libre el paso a un “derecho puro” restituido al uso
común de los hombres. Es decir, el corte entre derecho y violencia
permite la llegada del verdadero orden comunitario, ya no sostenido
en la excepción sino en el uso. El uso es sinónimo de lo común en
tanto “se refiere a las cosas en cuanto no pueden convertirse en
objeto de apropiación” (Agamben, 2005: 109). La propiedad
capitalista es un dispositivo que desplaza el uso libre a la esfera
separada del derecho. El uso del derecho “puro” –en tanto palabra
que se dice a sí misma sin relación con un fin– es la praxis
jurídica liberada de su captura en la excepción. La comunidad de uso
es lo que viene con la política como praxis de profanación del
derecho.
Lo anterior, ¿no reproduce la idea del fin de lo político como
advenimiento de una realidad plenamente viva? Esto encierra una
pregunta más general: ¿la restitución de las cosas al uso –y de la
ley a la Torah originaria– resuelve los problemas que Agamben le
imputa a la deconstrucción? El uso como vida emancipada de la
excepción se asemejaría a la (imposible) revelación de la vida como
presencia plena, que cancela la opacidad de la historia. Se
trataría, entonces del fin de la historia y por tanto de lo
político4.
Pero Agamben no parece proponer lo último. El advenimiento de
la verdadera comunidad implica el deseo de traspasar los límites de
la soberanía, y esta tarea entraña un riesgo evidente de muerte. El
deseo de vida nos llevaría a querer cancelar la dominación
biopolítica de la historia abrazando la precariedad de la vida. La
comunidad es el “excesivo y doloroso asomarse [de la existencia]
sobre el abismo de la muerte. La muerte, no la vida, nos estrecha en
un horizonte común” (Esposito, 2003: 197). La vida es deseo de
comunidad, pero este deseo nos exige salir fuera de nosotros mismos,
nos obliga a asumir que el deseo de comunidad se configura como
negación mortal de la vida. La comunidad es suspensión de la
suspensión (la excepción a la excepción), la común expropiación que
4
Esta idea me fue sugerida por Antonio Hernández Curiel.

11
disuelve toda identidad propia o determinante sostenida
soberanamente (ser mexicano, comunista, liberal, etc.). Lo que
advendría no es una presencia absolutamente viva, sino la vida que
asume lúdicamente su precariedad. Quizá el modo de tocar el límite
se encuentra en el “dejarse ser” de la vida como “inmanencia
absoluta” (Agamben, 2007b), ya no protegida (y por ello negada) por
la trascendencia de la máquina mortal de la soberanía.
La vida es “lo que no puede ser definido pero, precisamente por
esto, lo que debe ser incesantemente articulado y dividido”
(Agamben, 2007c: 13). Por ello, la disolución de las articulaciones
soberanas que producen lo humano supone la “inaudita profundización
del misterio práctico-político de la separación” (2007c: 168; las
cursivas son mías). Agamben exige separar la vida del derecho porque
–creemos– la brecha se encuentra en la vida misma: inabarcable, ella
sobrevive a sus infinitas divisiones y articulaciones. La vida es un
“manar que [...] se derrama continua y vertiginosamente en sí mismo”
(Agamben, 2007b: 70). La inmanencia absoluta de la vida fungiría
como la base de una política del uso libre o de la profanación,
entendida como el exceso irreductible a la negociación entre el
derecho y la justicia.
Ahora bien, en el esquema teórico de Agamben, ¿lo nuevo se
reduce a lo que resulta de un particular uso libre, o la novedad
radica en sí misma en la generalidad del uso como praxis comunitaria
profanatoria? Es decir, ¿la estructura del uso como tal puede
realmente desactivar las potencias soberanas de la economía
capitalista y del derecho? ¿La infinitud de usos –la sustitución de
uno por otro– no forma ya parte de la red metonímica infinita del
mercado y de la reforma permanente del poder? Agamben considera que
“la multiplicación vertiginosa de juegos viejos y nuevos” en el
mercado global –las ceremonias de la religión espectacular, los
juegos televisivos de masas– no prueba la existencia del juego, sino
todo lo contrario: que el juego “está en decadencia en todas partes”
(2005: 101). Entonces, no se trata de multiplicar los espacios de
juego a través de una política liberal de la diversidad, sino de
desactivar precisamente la estructura de reforma permanente de la
política soberana liberal, que no pone en riesgo el poder de la
economía global y el derecho de propiedad. Ahora bien, lo que
Derrida llama la constante transformación del derecho a la luz de la
justicia, ¿no sería conferirle al derecho usos constantemente
renovados?
Biopolítica y deconstrucción se repelen: Derrida cuestiona la
oposición entre bíos y zoé por considerarla una distinción “más que
difícil y precaria” (Derrida, 2005: 42). Siguiendo la lógica de
Derrida, Agamben quedaría preso –al igual que Benjamin– de dos
cuestiones centrales: 1) la distinción entre una autenticidad
originaria (el lenguaje como pura manifestación de la
comunicabilidad del hombre) y la posterior caída en la dominación
(el lenguaje del signo, de la representación y del derecho); 2) la
necesidad de un corte tajante entre derecho y violencia que
resultaría imposible porque lo que no se puede separar claramente es
la violencia divina de la violencia soberana (como la de la
“solución final”).
Por su parte, Agamben considera la deconstrucción como un
pensamiento de la inmanencia destinado a invertirla en trascendencia

12
(al igual que la ética de Levinas). Según su opinión fue Deleuze, y
no Derrida, quien pensó la vida como un “principio de
indeterminación virtual” –o una potencia indeterminada– que se
deshace de la trascendencia asumiendo “la inmanencia del deseo a sí
mismo” (Agamben, 2007b: 81; 86; 91). Agamben pretende desnudar la
verdadera naturaleza de la deconstrucción como la estrategia
política que anula el libre uso de los hombres en nombre de la
irrevocabilidad del derecho como dispositivo de estabilización y
cálculo. Sin embargo, ambos discursos se reclaman conforme a una
modalidad de relación en que cada uno destituye la plenitud del
otro. En el contexto en que éstos toman direcciones opuestas una
preocupación común traza un espacio de tregua.
Por un lado, la estrategia argumentativa de Agamben se asienta
–al igual que la de Derrida– en la deconstrucción de oposiciones
binarias jerárquicas. Más allá de que haya en Agamben una
celebración de la pureza de la comunicabilidad originaria del
hombre, el autor italiano repudia “la unidad de la vida como
articulación jerárquica de una serie de facultades y oposiciones
funcionales” (2007c: 33). La deconstrucción es la estrategia
heterogénea a un campo unívoco de saber que fuerza a la biopolítica
a cuestionar los dualismos metafísicos, que son la sede de la
injusticia (la postulación de un grupo humano como superior a otro;
la reducción de los dominados a una condición animal; la postulación
de una superioridad racional sobre nuestra común animalidad; etc.).
Según Agamben, la soberanía es una metafísica fundada en la división
entre zoé y bíos, que decide acerca de la verdadera humanidad del
ser vivo hombre. La división entre lo humano y lo animal no es sólo
una cuestión teológica, científica o filosófica, sino “una operación
metafísico-política fundamental, y en la cual sólo algo así como un
«hombre» puede ser decidido y producido” (Agamben, 2007c: 47). La
soberanía divide al hombre en un conjunto de cesuras (hombre/animal,
bíos/zoé) que luego son articuladas en la máquina biopolítica a
través de la humanización del animal (postulando un principio
racional o universal de humanidad que acaba con lo animal) y/o la
animalización del hombre (a través de la exclusión de un no-humano
de la normalidad del hombre, por ejemplo, el judío en el nazismo).
Así, el estado de excepción se hace norma, la violencia anómica se
hace más legal que la ley misma, y la vida queda presa de una
excepción permanente de la que ya no se distingue. Por ello, la
“verdadera política” es la separación de los términos que la
metafísica biopolítica reduce a una identidad u homogeneidad
creciente: estado de excepción = ley/norma = violencia = vida.
Por otro lado, la política de la vida de Agamben es la
heterogeneidad de la política deconstructiva como remisión necesaria
de la vida al derecho. El torrente de la vida sin relación con el
derecho sería el exceso y el resto de la deconstrucción como
intervalo entre el derecho y la justicia. Para Agamben, la
deconstrucción derrideana permanece aún bajo la tutela de la
metafísica de la soberanía occidental, ya que ocupa el umbral en que
se cumple la articulación entre derecho y justicia, violencia y
derecho, viviente y ley. Sin embargo, aunque el nexo entre derecho y
justicia no puede ser depuesto, según Derrida el deber de la
justicia es comprometerse con la vida, y “esa justicia conduce a la
vida más allá de la vida presente o de su ser-ahí efectivo [...]: no
hacia la muerte sino hacia un sobre-vivir [que desajusta] la

13
identidad consigo del presente vivo” (Derrida, 1998a: 14). Derrida
cuestiona la sujeción contemporánea de la vida en nombre de una vida
justa irreductible al presente vivo y efectivo. Esto se traduce en
la necesidad de deconstruir la máquina de la soberanía contemporánea
que despliega una violencia inusitada. Canallas analiza el devenir
reciente de la violencia global, que da por resultado una violencia
ejercida en nombre del derecho, pero cada vez más alejada del
derecho público internacional. Si en Fuerza de ley el derecho es
entendido como un dispositivo efectivo de cálculo, Canallas muestra
que los Estados democráticos ejercen hoy una violencia anómica que
desborda permanentemente al derecho. Este trabajo es el más cercano
al diagnóstico de Agamben del estado excepción devenido norma. El
próximo apartado abordará esta comparación.

Soberanía, canallocracia y democracia por venir

Al igual que Estado de excepción, Canallas exige el nacimiento


de un nuevo orden mundial bajo el signo de un “rey sin corona” o un
“dios que se deconstruye [...] en su ipseidad” (Derrida, 2005: p.
1875). El pensamiento de la democracia por venir pretende romper con
la ontoteología de la incondicionalidad de la soberanía, y en su
lugar postula la incondicionalidad de la venida del otro (al igual
que la hospitalidad incondicional, el don, el perdón y la justicia).
Es decir, no renuncia a la incondicionalidad sino que la deconstruye
como elemento necesario de la soberanía en tanto derecho del más
fuerte. No hay soberanía sin abuso de poder porque el derecho del
más fuerte siempre intenta dar cuenta de todo. La democracia por
venir exige
una extensión de lo democrático más allá de la soberanía del
Estado-nación, más allá de la ciudadanía, con la creación de un
espacio jurídico-político internacional que, sin abolir toda
referencia a la soberanía, no dejase de innovar, de inventar
nuevas particiones y nuevas divisibilidades de la soberanía (p.
111).
¿Qué supone la exigencia de una democracia no centrada
exclusivamente en el principio de soberanía? En La hospitalidad
Derrida describe un escenario internacional anómico cuyo análisis es
retomado luego en Canallas. Este contexto está signado por un
“reacomodo del derecho” derivado de la extensión de la socialidad
privada –facilitada por las innovaciones de la tecnología
comunicacional–, que obliga a reforzar el poder del Estado
debilitado por esta misma situación. Es decir, el poder excepcional
de un conjunto de potencias infra- y super-estatales –las células
redes terroristas y las redes de tráficos de todo tipo– fortalecen
el poder policial del Estado, produciendo un paradójico
reforzamiento de la soberanía estatal en el momento en que ésta se
muestra más débil. La globalización multiplica la accesibilidad a
cualquier lugar, tornándose inéditamente desregulado y, a la vez,
inéditamente vigilado. Esto produce una analogía profunda entre los
dispositivos privados, clandestinos y anestatales y los elementos de

5
Todas las citas que refieran sólo el número de páginas pertenecen a este
trabajo.

14
la red policial de la vigilancia estatal. La tecnología común que
utilizan ambos tipos de estructuras “prohíbe toda impermeabilidad”
entre ellas (Derrida, 2006: 65).
En la actual “época de los Estados canallas” el poder soberano
es “menos legítimo que nunca” (pp. 119; 12). La expresión “Estado
canalla” irrumpe en el discurso geopolítico norteamericano tras el
fin de la guerra fría, y alude a los Estados que según los Estados
democráticos desarrollados infringen el derecho internacional. Para
controlar a los Estados canallas, los Estados democráticos asumen
funciones policiales invocando el derecho del más fuerte. Si el
abuso de poder es constitutivo de la soberanía, entonces los Estados
democráticos que denuncian a los Estados canallas son “en tanto que
soberanos, los primeros rogue States [Estados canallas]” (p. 126).
Según Derrida, que todo Estado es un Estado canalla debe
entenderse en el marco de dos ideas centrales: 1) la situación
internacional actual exacerba la lógica del Estado moderno, que está
fundado en el abuso de la razón del más fuerte; 2) las técnicas
gubernamentales de excepción se han vuelto un componente permanente
de las estrategias de contención de los Estados. La distinción entre
Estados democrático-liberales (defensores del derecho) y Estados
canallas (violadores del derecho) sería inviable porque la relación
de excepción es propia del Estado como tal. Esto anuncia la
consumación de la “canallocraria” como forma política predominante
del ordenamiento internacional tras el fin de la guerra fría. En
términos de Agamben, la canallocracia es el nombre de un sistema
mundial de Estados que exacerban la lógica soberana del bando, en
fin, de Estados bandidos.
Sin embargo, el examen de Derrida va más allá de la
constatación de la existencia de una canallocracia generalizada,
porque lo que le interesa particularmente es desentrañar el enigma
de la frase “(No) más Estados canallas”. ¿Qué significa la
constatación, que es también una exigencia, “(No) más Estado
canallas”? Primera tesis: hay siempre más Estados canallas de lo que
pensamos. Siempre hay más Estados canallas porque la estructura de
la soberanía se basa en la razón del más fuerte (p. 127). Por tanto,
no es de extrañarse que Estados Unidos incurra en acciones
extrajurídicas en la defensa de los valores democrático-
occidentales. Siempre hay más Estados canallas de lo que pensamos y
Estados Unidos sería uno de ellos.
Segunda tesis: “donde no hay más que canallas, ya no hay
canallas. (No) más canallas” (p. 127). La generalización de la
canallocracia podría llevar a una desactivación –o al desuso– del
término “canalla” porque cuantos más canallas hay, menos hay: si
todos son canallas nadie lo es en particular. El dios de la
soberanía infunde una violencia generalizada pero también ha caído
en una crisis severa. Sin embargo, Derrida reconoce que el contexto
internacional actual impide que nos decidamos sólo por una
conclusión optimista. La expresión “(No) más Estados canallas” se
juega en la tensión de dos opciones contrarias: 1) si todo Estado es
canalla, no hay un afuera de la canallocracia; 2) si todo Estado es
canalla, entonces hoy más que nunca se debe “poner fin a dicho
apelativo [...] que los Estados Unidos y algunos de sus aliados han
podido hacer de él” (p. 127).

15
El fin de la guerra fría legó una globalización “desigualitaria
y violenta” (p. 184), que concentra y confisca en una región muy
limitada del mundo los recursos naturales, las riquezas del
capitalismo y los poderes tecno-científicos. Según Derrida, no sólo
asistimos al fin de los Estados nacionales territorialmente
delimitados y soberanos –tal como lo avizoró Schmitt en la primera
mitad del siglo XX–, sino que también hoy se perfila el fin de la
época de los Estados canallas. Ello, por cuanto “la amenaza absoluta
ya no [tiene] una forma estatal” (p. 129); la dispersión del poder
nuclear o tecno-científico no puede ser controlada por ningún Estado
o coalición estable de Estados en el marco de un “equilibrio del
terror”. En la guerra fría este equilibrio estatal del terror
excluía, de acuerdo a un cálculo de probabilidades, la operación
suicida. Estados Unidos, a la vez que se presenta como el único
garante del orden de los Estados normales, puede sufrir un ataque
nuclear que ponga en jaque su poder. A su vez, este mismo Estado que
puede ser atacado nuclearmente no deja de producir un constante
estado de inseguridad.
Una nueva violencia se prepara y, en verdad, se desencadena para
algo, de un modo más visiblemente suicida o auto-inmunitario que
nunca. Dicha violencia no procede ya de la guerra mundial, ni
siquiera de la guerra, todavía menos de algún derecho a la
guerra. Y esto no tiene nada de tranquilizador. Todo lo
contrario (p. 185).
La inseguridad que produce la violencia contemporánea lleva a
Derrida a apelar a un sentido de la razonabilidad. Porque si bien es
necesario “poner en tela de juicio y limitar una lógica de la
soberanía del Estado-nación”, también “resultaría imprudente y
precipitado, en verdad poco razonable, oponerse incondicionalmente y
de frente a una soberanía ella misma incondicional e indivisible”
(p. 187). Si el reto político actual consiste en reconocer que la
incondicionalidad de la soberanía atenta contra sí misma, la
política que viene debe asumir la deconstrucción –y no la oposición
frontal– del dispositivo soberano (Mansfield, 2008). Es decir,
Derrida entiende que la soberanía estatal puede en ciertos contextos
convertirse en una defensa fundamental contra los poderes
internacionales hegemónicos, religiosos o capitalistas.
En consecuencia, la democracia por venir no está reñida con la
necesidad de llevar a cabo transacciones razonables: “«razonable»
sería la apuesta razonada y argumentada de esa transacción entre las
dos exigencias aparentemente inconciliables de la razón, entre el
cálculo y lo incalculable” (p. 180). Derrida coincide con Agamben en
que la estructura originaria de la soberanía es la indistinción
entre poder y abuso (p. 186). Sin embargo, este origen bajo del
poder puede ser exorcizado invocando una razonable negociación entre
la soberanía y la justicia. Derrida parece querer decir que si esta
negociación es rechazada seremos culpables de la violencia generada
en consecuencia. Sin embargo –como ha mostrado Benjamin–, la culpa
no es posterior a un destino incumplido, sino que el destino (y el
derecho como expresión del destino por antonomasia) condena a priori
a la culpa:
El destino aparece [...] cuando se considera una vida como
condenada, y en realidad se trata de que primero ha sido
condenada y sólo a continuación se ha convertido en culpable

16
[...]. El derecho no condena al castigo sino a la culpa
(Benjamin, 2001: 134).
La indecidibilidad entre lo calculable (derecho/soberanía) y lo
incalculable (justicia/democracia) no admite una regla que determine
qué polo de la relación tiene predominancia y, sin embargo, hay en
el esquema de Derrida hay destino: es razonable que la vida tenga
relación con el derecho y la soberanía. Derrida invoca una
democracia por venir dentro del marco destinal de una reelaboración
(o quizá una recuperación) del derecho como sistema de cálculo y
estabilización. La sujeción de la vida al derecho se justifica por
su utilidad en la limitación de la violencia anómica estatal e
infra- y super-estatal. En cambio, para Agamben el estado de
excepción permanente suspende indefinidamente el derecho, tornándose
incapaz de contener la violencia anómica que él mismo genera.
Retomemos algunas ideas centrales para ir cerrando el
argumento. Derrida y Agamben analizan el dispositivo contemporáneo
del poder soberano en el momento en que la soberanía estatal, en el
marco de la globalización, sufre una severa crisis de legitimidad.
¿Cómo se refuerza el poder soberano en la crisis del concepto de
soberanía? La excepción permanente o la canallocracia no hirió de
muerte a la soberanía, sino que la reforzó allí donde lógicamente
debía disminuir su poder. Este reforzamiento se produjo incluso más
allá del Estado-nación, multiplicando las potencias privadas infra-
y super-estatales (células terroristas, redes de tráfico global,
organismos financieros que producen crisis económicas profundas,
etc.). El poder soberano en la crisis de legitimidad de la soberanía
refuerza un poder igual de poderoso (o más incluso) que el Estado,
incapaz ya de poner orden a través de la suspensión del derecho en
el estado de excepción.
Según Derrida, la estructura de la democracia por venir asume
el carácter de una “mesianicidad sin mesianismo” que elude la
estructura mesiánica de la salvación. Por su parte, Agamben entiende
que la violencia divina es lo único que puede romper la estrategia
ontoteológica de la excepción (Moreiras, 2006: 258). Para el
filósofo francés, la violencia divina expresaría un mesianismo de la
salvación, y para Agamben la democracia y la justicia por venir, al
no cortar el nexo entre violencia y derecho, quedaría presa de la
ontoteología de la soberanía. Sin embargo, en el punto de máxima
desavenencia entre ambos enfoques, Derrida define a la democracia
por venir como
la imprevisibilidad de un acontecimiento que carece
necesariamente de horizonte, la venida singular de lo otro y,
por consiguiente, una fuerza débil. Esta fuerza vulnerable, esta
fuerza sin poder expone incondicionalmente a aquel(lo) que viene
y que viene a afectarla. La venida de dicho acontecimiento
excede la condición de dominio y la autoridad aceptada por
convenio de lo que se denomina el “performativo” (p. 13).
Como es sabido, Benjamin entiende a la revolución –y por ende a
la violencia divina– como una débil fuerza mesiánica, que destruye
sin tener como objetivo la construcción de grandes mitos de
dominación. La violencia contemporánea, que se ejerce en nombre del
resguardo del derecho nacional o internacional, no construye grandes
mitos pero es cualquier cosa menos una débil fuerza mesiánica. Como

17
ejemplos se pueden citar las limpiezas étnicas, la “guerra contra el
narcotráfico” en México, la represión brutal de las revueltas
populares que reclaman el mero cumplimiento de las obligaciones
comunes y la detención indefinida que sufren los presos en
Guantánamo, despojados del estatuto de prisioneros de guerra. Por
ello, hay que abrir el paso a una nueva concepción de la violencia
en un contexto donde ésta ni construye grandes mitos, ni actúa a
favor de la consolidación del derecho. Al igual que la noción de
“carácter destructivo” de Benjamin (1978: 301), la violencia divina
y la democracia por venir tendrán que hacer escombros de lo
existente, pero no por los escombros mismos, sino por el camino que
pasará a través de ellos. El carácter destructivo que ellas pongan
en marcha deberá despejar y ser más fuerte que cualquier odio. Es lo
que Benjamin llamaba la apertura del cielo despejado en la historia.

* * *

Llegados aquí, esbocemos algunas breves conclusiones. El


cuestionamiento de la oposición deconstrucción/biopolítica que llevó
a cabo este artículo se basa en dos tesis fundamentales: 1) la
concepción de Agamben de la vida como medio sin relación de fines
con el derecho es la heterogeneidad de la deconstrucción, que
plantea una articulación indecidible pero irrevocable entre el
derecho y la justicia; 2) la ruptura del vínculo entre violencia y
derecho –que Agamben entiende como la tarea específica de la
política– es imposible sin la deconstrucción de un conjunto de
oposiciones binarias (tiempo profano/tiempo mesiánico; ley/Mesías;
revolución/estado de excepción; hombre/animal). Agamben cuestiona
las consecuencias políticas de la deconstrucción –fundamentalmente,
la postulación del carácter insuperable de la ley y la demora
infinita del cumplimiento de la tarea mesiánica–, pero su propuesta
no rechaza la estrategia deconstructiva de seguimiento textual, que
le permite criticar las oposiciones binarias de la metafísica de la
soberanía. A su vez, la deconstrucción –entendida como la estrategia
que muestra la indecibidilidad de las divisiones conceptuales–
fuerza a la biopolítica a no caer en dualismos metafísicos que
impidan la apertura a la justicia por venir.
Para Derrida y Agamben, el enigma de la política que viene es
hallar una débil fuerza mesiánica que desate el nudo entre violencia
anómica, soberanía y derecho. Si lo político como decisión soberana
ya no puede fijar un nomos que neutralice la violencia anómica,
entonces la débil fuerza es un enigma porque no se sabe cómo podría
diferenciarse de la violencia soberana. Tampoco se sabe cómo evitar
que su manifestación refuerce aún más la soberanía hacia un destino
de creciente criminalización o aniquilamiento. La manifestación de
los oprimidos como comunidad de revuelta es lo absolutamente
intolerable para el Estado. La marca de la política mexicana
contemporánea es la enorme desproporción entre la ofensiva de los
oprimidos que hacen comunidad en la revuelta y la reacción
desmesuradamente violenta del Estado (Oaxaca y Atenco en 2006 dan
testimonio de ello). La violencia es el enigma de lo político: el
torrente de una vida que quizá puede destruir la estructura del
estado de excepción o de la canallocracia generalizada. El enigma

18
radica en el exceso de vida como inmanencia sin trascendencia, esto
es, en una vida que se desparrame sin configurar por ello un poder
expansionista. Pues como afirma Derrida –como si fueran palabras de
Agamben– “la vieja palabra vida sigue siendo quizá el enigma de lo
político en torno al cual rondamos sin cesar” (p. 20).

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