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¿Quién le teme a la belleza?

1
Esta publicación contó con el apoyo de la Vicerrectoría
de Extensión y Docencia de la Universidad de Antioquia

2
Javier Domínguez Hernández
Carlos Arturo Fernández Uribe
Efrén Giraldo Quintero
Daniel Jerónimo Tobón Giraldo
(editores)

¿Quién le teme a la belleza?

FACULTAD DE ARTES
INSTITUTO DE FILOSOFÍA

Medellín, 2010

3
ISBN: 978-958-8427-

© 2010 Universidad de Antioquia, Facultad de Artes e Instituto de Filosofía


© 2010 Javier DomínguezHernández, Carlos Arturo Fernández Uribe
Efrén Giraldo Quintero, Daniel Jerónimo Tobón Giraldo
© 2010 La Carreta Editores E.U.

La Carreta Editores E.U.


Editor: César A. Hurtado Orozco
www.lacarretaeditores.com
E-mail: lacarreta@miune.net
Teléfono: 250 06 84.
Medellín, Colombia.

Primera edición: septiembre de 2010

Carátula: diseño de Àlvaro Vélez


Ilustración: XXXXXXXX

Impreso y hecho en Colombia / Printed and made in Colombia


por Impresos Marticolor.

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cial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidas las lecturas
universitarias, la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejem-
plares de ella mediante alquiler público.

4
Contenido

Introducción ............................................................................... 9

Belleza y vida humana, arte y estética ........................................ 13


Del arte en el horizonte de «las artes y los oficios»
al «arte bello» .............................................................................. 13
La inestable relación de arte y belleza en el siglo XIX ................ 17
Las vanguardias y la belleza ........................................................ 27
Belleza y embellecimiento ........................................................... 31
Belleza, vida y arte ....................................................................... 36

El secreto de la belleza.
Comentarios de Heidegger a las Cartas sobre la educación
estética del hombre de Schiller ................................................... 45

De la belleza a la prosa del mundo


La transfiguración de lo bello en el colapso de las vanguardias . 59

La hermosura de lo horrible
Una lectura de El pintor de la vida moderna, de Baudelaire ..... 87
Contexto ....................................................................................... 88
El pintor de la vida moderna ....................................................... 91
Conclusión ................................................................................. 109

La belleza como declaración convencional del valor estético .. 111


Tres categorías contra lo bello ................................................... 111
¿Es posible una palinodia? .......................................................... 116
Nota bibliográfica ...................................................................... 120

Lo bello y lo inteligible ............................................................. 121

Belleza y costo, un matrimonio de convivencia ........................ 137


I. La belleza en el contexto de la Naturaleza ........................... 137
II. La belleza en el contexto social ........................................... 140
Conclusiones .............................................................................. 149
Referencias bibliográficas .......................................................... 150

La mediocridad de la belleza .................................................... 151

5
Las encrucijadas de la belleza ................................................... 169

Botero: la belleza de la indiferencia ......................................... 185


Parte I: La violencia antes de la violencia. Botero antes
de Botero .................................................................................... 185
Violencia pictórica .............................................................. 186
Catadores de tragedias ........................................................ 190
Abu Ghraib .......................................................................... 193
Mentir con la verdad ........................................................... 195
Parte II: Notas sobre el montaje de la exposición La violencia
según Botero en el Museo de Arte de la Universidad Jorge
Tadeo Lozano (Bogotá, noviembre, 2009) ................................ 197

Un giro autocrítico en la crítica de arte. Un cambio


político-estético en la noción de belleza .................................. 205
La noción de belleza en la década del cincuenta:
una concepción ‘estético- política’ del «Arte» ....................... 207
La noción de belleza en la década del sesenta:
una concepción ‘político-estética’ del «Arte» ....................... 215
Conclusiones .............................................................................. 228
Referencias Bibliográficas ......................................................... 224

El secreto de la belleza una presencia negativa. Belleza y figura


de autor en las declaraciones del artista contemporáneo
colombiano ............................................................................... 231
Una figura autoral de la ficción ................................................ 231
Figuras de autor en el arte contemporáneo colombiano .......... 238
Declaraciones históricas y figuras de autor en la negación
de la belleza en el arte contemporáneo colombiano .............. 241
Autores-artistas y ficciones ........................................................ 265
Referencias Bibliográficas ......................................................... 266

Prácticas de la provocación. Los desafíos del arte frente a la


pluralidad del gusto .................................................................. 269
La conquista de lo plural ........................................................... 270
Alternancias y disoluciones: el lugar espectador frente a
las mediaciones tecno-estéticas .............................................. 273
El horizonte reflexivo del arte contemporáneo ......................... 276

Belleza emanada ....................................................................... 279


Diane Arbus: Belleza Emanada ................................................. 282
Saiga Yuji: La Ruina Como Belleza Emanada .......................... 294
Ilustraciones ............................................................................... 298

6
El retorno a la tonalidad en la música de la postmodernidad .. 301

El cine: La prosa del mundo o la novela social de nuestros


días ............................................................................................ 309
1.El cine «visible» y no reconciliado ......................................... 309
2.¿Es posible una imagen bella después de Auschwitz? ............ 310
3.Bazin y el cine como ontología ............................................... 313
4.Rohmer, el teórico en acción ................................................. 316
5.¿El triunfo de la simulación y el artificio? .............................. 318

7
8
Introducción

La convocatoria del VIII Seminario Nacional de Teoría e Historia del


Arte, bajo el título ¿Quien le teme a la belleza?1, estuvo motivada por la
revisión de la idea de belleza que se ha venido dando entre los críti-
cos, los comisarios y los teóricos del arte desde los años noventa, cuando
comenzaron las exposiciones de balance del arte del siglo XX. No ha
sido, por tanto, una preocupación de quienes abordan el arte desde el
punto de vista de la calidad estética o de los desafíos que la cuestio-
nan, aspectos decisivos para el mundo institucional del arte, sobre
todo el de los grandes eventos en que compiten las metrópolis del
arte; más bien, la belleza ha sido un tema revaluado para quienes
abordan el arte desde la impronta que éste va dejando como factor de
cultura, tanto de cultura artística en cuanto tal, como de valor de
vida. El hecho contundente era la desaparición de la belleza de la
conciencia artística. La belleza y el arte habían sido términos entre los
cuales se daba por sentado una pertenencia necesaria y definitoria.
Fue una relación que se forjó en el siglo de la estética, el siglo XVIII,
pero que comenzó a desmoronarse con el romanticismo y las estéticas
del genio en el siglo XIX, sin que desapareciera la expresión «las bellas
artes». Antes bien, la unión estética entre arte y belleza persistió en la
mentalidad de la crítica de arte y del gran público hasta los comienzos
de las vanguardias del siglo XX. Los movimientos artísticos de este
siglo fueron forjando los «públicos de vanguardia», públicos que se
hicieron a la idea de que la calidad del arte nuevo era justamente lo
desafiante de su carácter inédito, bien por la subversión de las formas
que se iban estableciendo, como por el vuelco del arte a la interven-
ción en la sociedad y la política. Para estos públicos la belleza ya no
pertenecía a sus expectativas artísticas. El arte sin belleza se había
vuelto costumbre, y lo que es costumbre nunca remueve la concien-
cia, y tampoco la conciencia artística.
Para esta última no es por tanto notable que la belleza haya des-
aparecido de su horizonte, ni que «la calidad estética», tan definitiva

1. El seminario fue convocado por el Grupo de Investigación en teoría e Histo-


ria del Arte en Colombia, de la Facultad de Artes y el Instituto de Filosofía de la
Universidad de Antioquia, y tuvo lugar los días 1, 2 y 3 de septiembre de 2010 en
el Centro de Desarrollo Cultural de Moravia-CDCM-, de Medellín.

9
para la valoración de los modelos del arte de la modernidad, haya
convertido la belleza en expresión convencional de admiración pero
sin valor cognitivo, más apropiada para la respuesta privada y del mo-
mento que para el lenguaje establecido de la crítica de arte. En estas
condiciones, las consecuencias de la desaparición de la belleza no sa-
len del mundo institucional del arte, donde la autonomía y la autosufi-
ciencia son cartas de identidad y estatus a defender. Sin embargo son
más los que viven fuera del mundo del arte y cuyos nexos con el arte no
son objetivos y calculados, sino subjetivos y vitales. Fueron públicos cul-
tos con esta disposición quienes en las exposiciones de balance del arte
del siglo XX comenzaron a ver belleza en obras de arte que habían sobre-
salido por su disonancia, obras cuyo horizonte aparecía ahora como trun-
cado en el espacio museal, pues se abrían a las inquietudes de la época
y a la concepción de la vida, y fueron quienes motivaron la organización
de exposiciones para revisar la idea de belleza.2
La idea merecía revisarse, pues quedaba patente que la inhibición
reinante frente a la belleza procedía de una inercia estética, sobre todo,
la inercia de la visualidad. El poder de la visualidad reside en que se
impone sin necesidad de pensamiento, y donde éste se requiere, fluye
con la inmediatez de la intuición, ahorrando así los esfuerzos discursivos.
Para la filosofía, por ejemplo, no hay y no puede haber un concepto de
belleza, pero sí hay una idea de lo bello, lo cual es algo completamente
abierto al pensamiento; aunque es algo que no se puede concretar si no
se sensibiliza, con respecto a ello no hay en la filosofía nada prescrito. La
belleza no existe sin individualización, que es donde gana carácter, donde
sorprende y muestra la riqueza de las diferencias o tensiones internas
que puede detentar. Por ello es que la filosofía tiene menos problemas
con lo bello que la teoría del arte, pues ésta no funciona sin la crítica de
arte, y ésta a su vez no se ejerce sin representaciones referenciales de lo

2. Una exposición notable en este sentido fue Regarding Beauty: A View of the
Late Twentieth Century. Dirigida por Neal Benezra y Olga M. Viso. Hirshhorn
Museum and Sculpture Garden Washington, D.C. (octubre 7 1999-enero 17 2000),
Haus der Kunst, Munich (febrero 11-abril 30 2000). El pluralismo del arte contem-
poráneo ha sido un desafío para la crítica de arte. Esta situación no se daba cuando
los críticos podían apelar sin inhibición a la belleza o a un programa artístico, y
podían consagrar una obra como obra maestra. Para contemplar esta situación, el
Museo del Louvre llevó a cabo un ciclo de conferencias del 16 de marzo al 6 de
abril de 1998. Las intervenciones fueron recopiladas en: ¿Qué es una obra maestra?
Arthur C. Danto, W. Spies, H. Belting, J. Galard, M. Hansmann, N. MacGregor,
M. Waschek. Traducción de María José Furió. Barcelona, Crítica, 2002.

10
bello, que siempre tienen que estar dadas. Es un asunto de principios
que, para la concepción moderna del arte, nada dado puede ser modelo
o norma, y por ello las representaciones de lo bello, las que conocemos
–la belleza como excelencia a imitar, la belleza fundada sobre un ele-
mento de estaticidad-, merecen el descarte. El arte siempre ha sido un
modo humano de pensar, ha sido pensamiento sensible puesto en obra;
la conceptualización actual del arte no descarta el elemento sensible,
pero lo mediatiza más a favor del pensamiento. Y la belleza, que ya no es
definitoria para el arte, si está en el pensamiento, aparece en la obra; si
no está en él, está de más en ella.
De acuerdo con estas consideraciones, la convocatoria del semi-
nario ¿Quién le teme a la belleza? fue más una invitación a revisar la
idea de belleza (a la que no hay que temerle) que a defender repre-
sentaciones de la belleza (frente a las que es comprensible que se
tenga temor, dadas las experiencias de politización de la belleza que
han instrumentalizado tantas veces al arte, y tan desafortunadamente
en el siglo XX). No era propósito del Seminario abanderar una cosmé-
tica de «retorno al orden», ni invitar a buscar nuevos valores en el
arte del pasado, al estilo de artistas modernos como De Chirico y de
pensadores afines, como Heidegger, quienes pensaban que no era ori-
ginalidad lo que requería el momento, sino originariedad. La convo-
catoria contaba con que había buenas razones para revisar en el arte
el discurso en boga contra la belleza, sumándose a un movimiento que
el mismo mundo del arte había iniciado. Se requería un rompimiento
con la pretensión de exclusividad que la conciencia artística se había
abrogado sobre la belleza, y había que intercambiar la palabra con la
filosofía y otras disciplinas, como los estudios culturales. La belleza no
la inventó el arte ni define el arte, sino que éste ha hecho uso de ella;
no debe ser por tanto la conciencia artística la que nos inhiba para
revisar la idea de la belleza. Lo que sí es fruto del arte es que lo bello
artístico, por ser producto humano, ha forjado cultura propia, y no
puede ponerse en el mismo nivel de lo bello de la naturaleza, o del
embellecimiento, que tiene su legitimidad en el reino de la vida coti-
diana. Tampoco debe pasarse por alto que fueron las necesidades y las
gratificaciones del mundo de la vida las que condujeron a los hom-
bres a producir belleza y arte, y que el arte estético es sólo una época
de la cultura del arte. Por ello, la convocatoria al seminario invitaba a
prestarle atención a los modos globales de existencia de la belleza, a la
diversidad de sus arraigos culturales, y al potencial de crítica, rebeldía
y afirmación de la vida, gracias al cual han surgido tantas obras de arte.

11
Las contribuciones reunidas en el libro documentan posiciones
muy diferentes frente a la convocatoria, pero aportan en todo caso a
la revisión de la idea de belleza. Quienes se instalan en la cultura de
la conciencia artística y la crítica de arte expresan el temor, la cautela
y la incomodidad frente a la belleza; quienes se instalan en la historia
del arte, ofrecen explicaciones de su exclusión; quienes se ubican en
la filosofía, señalan fuentes de la belleza que la conciencia artística
desatiende; quienes se sitúan en la evolución de la vida y la raciona-
lidad, dejan entender la necesidad de la belleza; quienes se ubican
en la crítica cultural ven una cultura como la nuestra incapaz para la
belleza. Y hay, finalmente, contribuciones que abordan la belleza en
diferentes artes, y ponen de presente que la belleza en el arte, cuando
se necesita, tiene que ser más interna y menos obvia, porque es una
belleza inseparable del pensamiento.

Los Editores

12
Belleza y vida humana, arte y estética

Javier Domínguez Hernández


Universidad de Antioquia, Medellín

Del arte en el horizonte de «las artes y los oficios» al «arte bello»

La comprensión más antigua y tradicional del arte tiene que ver


con el saber hacer, y en tal sentido, con saber aplicar determinadas
cualidades del pensamiento o de la destreza manual a la realización
de un producto, una obra o una actividad. El arte era ante todo la
maestría y la competencia en un oficio, en el cual, en principio, cual-
quier hombre podía formarse. La figura del artista, sobre todo, del
artista actual, entra en conflicto con esta comprensión del arte, un
conflicto que se destacó por primera vez en el Renacimiento, cuando
la belleza y la inspiración comenzaron a forjar la autoconciencia del
arte y del artista. Esta conciencia profundizó las tradicionales separa-
ciones entre las artes serviles y las liberales, y, con la cultura estética
y del gusto que se consolidan en los siglos XVII y XVIII, también la
separación de las artes liberales y las bellas artes. La Escuela Académi-
ca que había fundado Mazarino en el mandato de Luis XIV, pasa a
denominarse Escuela de Bellas Artes en 1793. Por su parte, la Academia
de Escultura y de Pintura, fundada también por Mazarino, la Academia
de Arquitectura fundada por Colbert, y ahora también, la de la música,
se agrupan en 1795 en una nueva institución, el Instituto, bajo el nom-
bre común de Bellas Artes.
Estos procesos no hacían sino cristalizar institucionalmente los
debates que se desarrollaron durante el siglo XVIII, en el cual, la Enci-
clopedia (1752–1772), su empresa más representativa, recoge y pone
en perspectiva las doctrinas tradicionales y del presente en torno a lo
bello y el arte. El artículo sobre lo bello de Diderot, editado bajo el
título Investigaciones filosóficas sobre el origen y la naturaleza de lo bello
(1752) es digno de tener en cuenta, pues siendo enciclopédico desde
el punto de vista de la información histórica y crítica que proporcio-

13
na, renuncia a ser definitorio. Como ocurría con la cuestión del tiem-
po para Agustín, para Diderot ocurre algo semejante con lo bello:
«por una especie de fatalidad, las cosas de las que más hablan los
hombres son, normalmente, las que menos conocen, y que tal es, en-
tre muchas otras, la naturaleza de lo bello. ¿Cómo es posible que casi
todos los hombres estén de acuerdo en que existe lo bello, que haya
tantos que sientan vivamente dónde está, y tan pocos que sepan lo
que es?»1 Sin embargo, Diderot no es un escéptico, sino que en él
domina ya la disposición intelectual moderna que estéticamente se-
guimos teniendo sobre lo bello. Somos humanos y nada más que hu-
manos, de modo que lo bello solo existe en nuestra percepción, y ello
significa, por un lado, que la percepción de lo bello absoluto queda
fuera de nuestras posibilidades, no existe lo bello en sí, ni hay en noso-
tros un sentido determinado para captarlo, algo que todavía se estila-
ba en las teorías estéticas de los ingleses; en segundo lugar, significa
que la experiencia de lo bello no se la podemos atribuir a la percep-
ción de una cualidad específica, sino a relaciones que tienen en mí
un efecto que me ocupa y atrapa: «llamo bello fuera de mí a todo lo
que contiene en sí algo con que despertar en mi entendimiento la
idea de relación, y bello con relación a mí a todo lo que despierta esta
idea»2. Mi entendimiento no pone ni quita nada de las cosas, sino que
se apercibe de las formas que están en los objetos y las nociones que yo
tengo de ellas, de modo que debo contar con que existe lo bello real,
que no es lo bello absoluto, como en el ejemplo que pone el mismo
Diderot sobre la belleza del Louvre (las proporciones geométricas de
las formas de la fachada existen ahí, piense o no piense en ellas); y
existe lo bello percibido (el oyente de una música, consciente o incons-
cientemente, establece relaciones entre los tonos o relaciones con
otras cosas). Esto ocurre en la experiencia de toda obra de arte, pueda
uno interpretar o no tales relaciones. Siempre se trata de un proceso
de pensamiento, pues el sentimiento reposa en un recuerdo incons-
ciente o en una experiencia pasada. La experiencia de una obra de
arte es un proceso del espíritu al que el espectador o el público le dan
un significado, y las diferencias en el juicio estético se explican por las
relaciones individualmente percibidas en la naturaleza o en el arte.
La importancia de este concepto de las relaciones para la explicación

1. Denis Diderot, Escritos sobre Arte, edición de Guillermo Solana, (traduc-


ción de Elena del Amo), Madrid, Ediciones Siruela, 1994, p. 5.
2. Ibíd., p. 21.

14
de lo bello que se propone Diderot consiste en que lo bello no existe
para sí, sino que toma forma gracias a la percepción del espectador,
pero esto no ocurriría sin el efecto producido por la obra en él.
Un año antes del artículo sobre lo bello, Diderot había escrito
también para la Enciclopedia el artículo sobre el término arte, y es sor-
prendente la afirmación que le da inicio: «Término abstracto y meta-
físico»3. La afirmación corresponde más a la mentalidad de un román-
tico que a la de un enciclopedista, que todavía aborda el arte y la
ciencia en la perspectiva de la industria humana aplicada por necesi-
dad, por lujo, por diversión o por curiosidad, a la naturaleza. Quizá
debido a esta posición, Diderot se opone en su artículo a una tenden-
cia que ya era irrefrenable, la separación y la jerarquización entre las
artes liberales y las mecánicas. La diferencia la marcaba el predominio
del espíritu sobre la mano en las artes liberales, y el de la mano sobre
el espíritu en las mecánicas. Pero Diderot no es coherente con su
defensa de la necesidad de ambas, incluso, con su expreso reconoci-
miento de que las artes mecánicas han aportado más progreso y bien-
estar a la humanidad que las artes liberales. Plegándose a la
jerarquización que se venía imponiendo, Diderot termina afirmando
la superioridad de la labor del artista sobre la del artesano. Va a ser
otro enciclopedista, J. F. Marmontel, quien en su artículo Arte. Artes
Liberales, publicado en el Suplemento al primer volumen (1751), con-
sagre definitivamente la superioridad de las artes liberales. Considera-
das «las artes más honorables», a finales de siglo pasan a denominarse
las bellas artes, tal como las conocimos hasta el siglo XX: «las artes
liberales se reducen, pues, a la elocuencia, la poesía, la música, la
pintura, la escultura, la arquitectura y el grabado, considerado como
dibujo»4. La presencia de la elocuencia se debe al peso de la Retórica,
todavía vigente, la cual era la disciplina que desde la antigüedad, y
acorde con el predominio de la poesía sobre las artes, había desempe-
ñado las funciones que modernamente iba a desempeñar la Estética,
justo la disciplina que en este momento se estaba consolidando. Se-
gún Marmontel, la superior honorabilidad de las artes liberales se debe
a las facultades que exigen, a los talentos que suponen y al destino de

3. Denis Diderot, Arte (1751), en Arte, gusto y estética en la Encyclopédie, Romá


de la Calle, (editor y traducción de José Monter), PUV, Universidad de Valencia,
2009, p. 47.
4. J. F. Marmontel, «Arte. Artes liberales», en Arte, gusto y estética en la
Encyclopédie, op .cit., p. 65.

15
sus producciones. Son artes que exigen «una inteligencia, una imagi-
nación, un genio raro y una delicadeza de órganos, con que pocas
personas han sido dotadas, son casi todas artes de lujo, artes sin las
que la sociedad podría ser feliz y que no le han aportado más que
placeres de fantasía, de costumbres y de opinión, o artes de una nece-
sidad muy alejada del estado natural humano»5. Lo más importante
de resaltar en este proceso de definición de lo bello, de separación
entre las artes mecánicas y liberales, y de institucionalización de la
formación en las bellas artes, es que, desde finales del siglo XVIII, el
arte se concibe como una actividad creadora de obras cuya existencia
se justifica por sus cualidades estéticas. La separación entre el arte y las
ciencias se apoya ahora en el florecimiento de la pintura y la música, en
el creciente interés por la literatura y la crítica de arte, y sobre todo, en
el surgimiento de los públicos de las artes y los amantes del arte.
La teoría que mejor recoge este proceso en la filosofía es la estéti-
ca de Kant, expuesta en su Crítica del Juicio en 1790. Su objeto es la
crítica del juicio de gusto o juicio estético, su ámbito es lo bello en la
naturaleza y en el arte, y el arte de que se habla es el arte bello. Según
Kant, solo debe hablarse de arte allí donde hay producción humana
en cuya base están la libertad y la representación. Si al registrar un
pantano encontramos un pedazo de madera tallada, decimos que no
estamos ante un producto de la naturaleza sino del arte. Ello se debe
a que, por una parte, todo en él está constituido de tal suerte que, en
su causa, una representación de lo que debía ser precedió su realidad,
y por la otra, porque esa talla no hubiera alcanzado su finalidad más
que como juego, como ocupación que, aunque laboriosa, deparó tam-
bién agrado. En Kant, además, ya no hay ninguna vacilación frente al
lugar de la belleza, como todavía ocurría con los enciclopedistas: no
hay ciencia de lo bello sino crítica, no hay ciencia bella sino solo arte
bello6. Y, finalmente, la distinción entre el arte bello y el arte agrada-
ble obedece a que el primero no cifra su finalidad en el agrado de los
sentidos, sino que, como modo de representación que es, estimula «la
cultura de las facultades del espíritu para la comunicación social»: el
placer del arte bello nace del goce que le proporciona a la reflexión7.

5. Ibíd.
6. Immanuel Kant, Crítica del Juicio, (edición de Juan José García y Rogelio
Rovira, traducción de Manuel García Morente), Madrid, Tecnos, 2007, parágrafo
44, p. 231.
7. Ibíd., p. 232.

16
El compendio de la definición estética del arte es la caracteriza-
ción que hace Kant del arte bello como arte del genio8. Si se advierte
que la Crítica del Juicio aparece en 1790, no se puede pasar por alto
que desde los años setenta campeaba en Alemania la concepción del
genio como pura fuerza de la naturaleza, propagada por el movimiento
prerromántico del Sturm und Drang. Era el espíritu revolucionario que
irradiaba también la Revolución Francesa. Pero en Alemania, este
movimiento, impulsado por Herder, tenía como propósito erradicar la
estética del gusto de corte francés, considerada propia de un arte
burgués plagado de reglas y convencionalismos, y así lograr para Ale-
mania una literatura y un teatro nacionales. Es una concepción en la
cual lo bello del gusto francés, normativo y palaciego, comienza a ser
sacrificado, en favor de lo que expresa naturaleza e individualidad
del carácter. El Sturm und Drang es como la primera «antiestética»
que desprecia la escuela en la formación del artista. Kant no compar-
te estas posiciones, y si bien su teoría no es afrancesada, vale decir, a
favor de las reglas, sí es a favor del gusto, vale decir, a favor de la
sociabilidad. El genio de la estética kantiana es una individualidad
que reúne la originalidad y la ejemplaridad; la originalidad no tiene
por qué reñir con el gusto y la belleza. El concepto de genio del Sturm
und Drang, en cambio, enfatiza la individualidad y no guarda contem-
placiones con el gusto; es el genio que no tranza con la sociabilidad
sino que la desafía.

La inestable relación de arte y belleza en el siglo XIX

La gran herencia del concepto de arte de la estética del siglo XVIII


es la representación del arte como arte bello. Su concepción de la
belleza es la de la belleza sensible y placentera, la belleza del gusto,
que siempre es un gusto compartido, el gusto de una sociedad de
afinidades electivas. Es la estética de la sociedad que tiene en el
salón su espacio de representación, y en los logros de la forma el reino
de la belleza y de las artes. La Revolución Francesa interrumpe el
predominio de esta situación y acelera los procesos de musealización
del arte, y con ellos la sustitución del gusto por la erudición y la histo-
ria del arte. La cultura artística se impone sobre la cultura del gusto.
La concepción de la belleza padece también estas transformaciones.
8. Ibíd., parágrafo 46, p. 236.

17
Si bien para la estética del gusto era indiferente si la belleza estaba en
la naturaleza o en el arte, para la cultura artística ya no lo es. Lo bello
es ya, ante todo, lo bello del arte, y como la musealización ha puesto
de presente las enormes diferencias del arte de una época a otra y de
una cultura a otra, el mero logro formal y la naturalidad de la belleza,
que antes satisfacían el gusto, tienen ahora que ceder ante las enor-
mes diferencias internas de lo bello artístico. La concepción de lo
bello es ahora menos estética, y se convierte en algo más histórico y
erudito. Para el artista esto implica más individualidad y libertad, y
menos norma, pero igualmente, más exigencia. Ya no cuenta la repre-
sentación de un arte para la estética de un gusto establecido, sino
que es el arte lo que hay que inventar.
Pero la musealización del arte es solo una de las vías de desestabi-
lización de la unión entre arte y belleza. Otra de las vías provino de
una de las estéticas más importantes en la herencia de Kant, la con-
cepción de la belleza de la estética de Schiller, cuyo pathos moral
resulta decisivo. F. Schiller, artista e intelectual, es quien le da a la
estética kantiana, que como teoría del gusto es una estética de la
recepción, un giro productivo para el desarrollo del arte y la crítica de
arte en Alemania. Para Kant es imposible determinar un ideal de be-
lleza en la naturaleza o en las cosas, en cambio sí es tarea del arte
representar y lograr un ideal de belleza para la figura humana. Este
ideal consiste en «la expresión visible de ideas morales que dominan
interiormente al hombre»9. La moralidad como «efecto de lo inter-
no»10 en la representación de la figura humana en el arte, es la belleza
como carácter. Esta concepción de la belleza es primordialmente mo-
ral, y no formal, y es una concepción que ya es corriente en la última
década del siglo XVIII. La traducción que le da Schiller, y ello tiene un
trasluz de su personalidad artística como poeta dramático, es la si-
guiente: «Belleza no es otra cosa que libertad en la apariencia»11.
Schiller pone la función moral del arte en el centro de sus intereses,
su estética no es ya contemplativa y apreciativa como en Kant, sino
que pretende ser una estética con influjo en el público del arte. Una

9. Ibíd., parágrafo 17, p. 151.


10. Ibíd.
11. Friedrich Schiller, Kallias, Cartas sobre la educación estética del hombre,
edición bilingüe. Introducción de Jaime Feijóo, (traducción de Jaime Feijóo y
Jorge Seca), Barcelona, Anthropos / Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia,
1990, p. 21.

18
propuesta de esta índole es la que presenta también en sus Cartas
sobre la educación estética del hombre, publicadas en 1795. Frente al
régimen de terror en que se ha convertido el gobierno revolucionario
en París, Schiller propone para los alemanes una educación estética,
una educación en la libertad y para la libertad, por medio de la belle-
za: «para resolver en la experiencia este problema político hay que
tomar por la vía estética, porque es a través de la belleza como se llega
a la libertad»12. Es una tarea que requiere el tipo de artista que poste-
riormente va a denominarse el artista comprometido, con la diferen-
cia de que, en Schiller, la conciencia política no sacrifica la belleza.
Ya es un hecho bien conocido que para el artista comprometido poste-
rior, el arte y la belleza son inconciliables. En el mandato artístico de
la concepción estética de Schiller, la belleza es la garantía de la digni-
dad del arte y del efecto en su público, tal como se lo aconseja al
artista joven en sus Cartas: «Engendra la verdad victoriosa en el pu-
doroso silencio de tu alma, extráela de tu interior y ponla en la belle-
za, de manera que no solo el pensamiento le rinda homenaje, sino que
también los sentidos acojan amorosamente su aparición. [...] Vive con
tu siglo, pero no seas obra suya, da a tus coetáneos aquello que nece-
sitan, pero no lo que aplauden. [...] Busca su aplauso apelando a su
dignidad»13.
Debe resaltarse este pathos ético de la estética de Schiller, fiel a la
belleza, pues aunque no desaparece, sí se quiebra como línea directriz
en el arte y los artistas en el siglo XIX. Es la compleja herencia del
romanticismo que, como lapidariamente lo expresó la crítica de
Goethe, «Clásico es lo sano, romántico, lo enfermo»14. El romanticis-
mo comparte todavía con Schiller la confianza en el poder del arte,
un poder de trascendencia que los románticos también le atribuyen a
la naturaleza. Pero la estética del romanticismo no es ya la de un
colectivo compacto, sino una estética de individualidades dispersas,
en algunas de las cuales la ironía se convierte en programa artístico,
vale decir, el arte mismo deviene asunto irónico; la ironía corresponde
ya a individualidades escindidas. La estética del romanticismo tiene
de por sí un impulso hostil a la belleza. Su fascinación por lo abismal,
lo inexpresable, lo indeterminado, lo misterioso, lo nocturno, lo leja-

12. Ibíd., Segunda carta, p. 121.


13. Ibíd., Novena carta, p. 179.
14. Johann Wolfgang von Goethe, Máximas y reflexiones, edición de Juan del
Solar. Barcelona, Edhasa, 1999, p. 219.

19
no, es una disposición estética que le resta énfasis al logro de la forma,
que es el espacio natural de la belleza. Para el fin artístico de esta
concepción romántica, interesa más lo interno que lo externo, más lo
sublime que lo bello, más la desmesura que la forma, y para el ironista,
tan afín al espíritu del Dandysmo en la Francia de finales de la prime-
ra mitad de siglo, la conversión de lo sublime en comedia es una ten-
tación inmediata15.
Se le atribuye al siglo XIX la consagración del término «las bellas
artes». Esta atribución tan corriente pasa por alto que fueron precisa-
mente los románticos quienes con su concepción del arte, ya alta-
mente intelectualizada, introdujeron la expresión, las «ya no más be-
llas artes», justamente, por su aceptación de fenómenos estéticamente
fronterizos en el corazón mismo de la literatura y el arte. Las Lecciones
de estética de Hegel, dictadas entre 1820 y 1830, registran dos carac-
terísticas fundamentales para el arte del momento, que aunque según
la terminología de entonces se denominaba arte de la forma románti-
ca, en realidad corresponde a una concepción ya moderna y no bella
del arte, familiar todavía para nosotros16. La primera característica era
la desaparición de la belleza como propósito del arte. Tanto la menta-
lidad moderna como su cultura museal habían descargado al arte y los
artistas de tener que producir obras para el placer de la intuición
sensible, arte bello. Es una cultura para un arte de la interioridad, no
solo la del sentimiento, sino la de la inteligencia y el concepto, pues
es arte para públicos cuya experiencia del arte pasa ya por el juicio de
la crítica y las ciencias del arte, así como por la competencia de las
teorías estéticas. Como anota Hegel, es un arte en el cual «La interio-
ridad celebra su triunfo sobre lo externo y manifiesta dentro de lo

15. La inversión de lo sublime en comedia, determinada por el programa


romántico de la ironía en el arte, no se quedó en el siglo XIX. Domingo Hernández
reconoce este mismo proceso en representativos artistas postmodernos a finales del
siglo XX y comienzos del XXI. Ver: Domingo Hernández Sánchez, La comedia de lo
sublime, Torrelavega, Quálea Editorial, 2009.
16. La expresión las «ya no más bellas artes» tiene en Hegel el sentido de las
artes para las cuales ya no rige la belleza clasicista. Casos representativos de ello son
la pintura cristiana, la ampliación de la forma simbólica en la poesía moderna,
sobre todo en Diván Occidental Oriental, de Goethe y en los dramas de Schiller.
Ver: Francesca Iannelli, «Hegels Konzeption der nicht-mehr-schönen Kunst in
der Vorlesung von 1826», en Annemarie Gethmann-Siefert e.A. (Editores), Die
geschichtliche Bedeutung der Kunst und die Bestimmung der Künste. Munich, Wilhelm
Fink Verlag, 2005, pp. 189-203.

20
externo mismo y en ello esta victoria por la que, lo que se manifiesta
sensiblemente, es rebajado hasta la carencia de todo valor»17. El arte
está abierto a todos los contenidos y las formas: ya no tiene que ser
ejemplar e idealizante, sino que puede ser cotidiano, trivial y capri-
choso; ya no tiene que ser bello sino que en él puede aparecer lo feo.
En una palabra, en la relación entre la forma y el contenido, el arte de
la forma romántica, arte moderno en nuestra terminología, es un arte
que ha rebasado la belleza, no la necesita. De ser la ley del arte, como
era para el arte de la forma clásica, la belleza pasa a ser solo una
opción para el arte moderno. Por ello no es de extrañar que Karl
Rosenkranz, discípulo y biógrafo de Hegel, haya publicado en 1853
Estética de lo feo. La estética, como lo anota Rosenkranz, se ha conver-
tido ya en «un nombre colectivo para un gran grupo de conceptos», y
en las artes, lo feo es una estética que ha encontrado acomodo18.
La segunda característica de este arte es la disolución de la rela-
ción entre contenido y forma; ya no hay norma que la prescriba. Es
una relación que queda al arbitrio del artista, a lo que entonces se
denominaba «el humor subjetivo»19. Hegel no era crítico de esta evo-
lución del arte hacia el experimentalismo, todo lo contrario, la cele-
bra: «no debemos considerar esto como una mera desgracia contin-
gente que le sobreviniera al arte desde fuera por la miseria del tiempo,
el sentido prosaico, la falta de interés, etc., sino que es el efecto y el
progreso del arte mismo»20. La modernidad vuelca al arte y a los artistas
a la reflexión sobre su praxis, y ello hace que ambos se liberen de la
tarea tradicional de representar contenidos, una tarea en la cual el arte
permanecía como mero medio de representación. En vez de ello, la nueva
dinámica del arte es aparecer él mismo como tal. No se puede afirmar
que todos los artistas se hayan plegado a esta concepción de la tarea del
arte en el siglo XIX, pero fue una inquietud que salió a la luz para no
desaparecer, y que con virulencia creciente polarizaría dos frentes, el
de los artistas y poetas de l’art pour l’art, el esteticismo, y el frente de los
artistas de un arte más sensible a los procesos sociales y del individuo.

17. G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la estética, traducción de Alfredo Brotóns,


Madrid, Akal, 1989, p. 60. He introducido dos comas para mejor resultado de la
traducción. N.A.
18. Karl Rosenkranz, Estética de lo feo, (edición y traducción de Miguel
Salmerón), Julio Ollero Editor, 1992, p. 43.
19. G.W.F. Hegel, op. cit., p. 440 ss.
20. Ibíd., p. 442.

21
Pero la modificación de la concepción y la percepción de la belle-
za en el siglo XIX no es algo que solo se pueda comprender desde los
movimientos artísticos. La filosofía y las ciencias del hombre fueron
también determinantes. La estética del siglo XVIII y la del romanticis-
mo comparten una actitud frente a la belleza que es ante todo
contemplativa, afín a una concepción del hombre como conciencia
de sujeto cognoscente. La función primordial de la conciencia en esta
concepción es registrar los hechos del mundo, que es un mecanismo
ajeno a la voluntad, y sobre todo, a la voluntad individual, constitui-
da por instintos y pasiones. Este predominio de la concepción
cognoscitiva de la naturaleza humana es lo que se corrige en el siglo
XIX, a favor de una concepción conativa de la misma. Tan importante
como la naturaleza cognoscitiva lo es también la naturaleza pulsional
y volitiva del hombre, sin la cual resultan inexplicables las apreciacio-
nes y las preferencias con las cuales respondemos automáticamente a
nuestras sensaciones. Es una línea filosófica que tiene su origen en la
filosofía de Spinoza, que pulsa en el idealismo en la concepción de la
subjetividad como voluntad, pero que aflora a toda luz en las filosofías
de Schopenhauer y Nietzsche, para quienes la belleza y lo estético son
valores supremos, tan elevados, que se convierten en la justificación
de la existencia humana misma. Son filosofías en las que la biología y
la psicología del momento son tenidas en cuenta. La gran novedad en
esta actitud frente a la belleza es que deja de ser contemplativa, des-
interesada y universal, vale decir, el placer por lo bello deja de ser
ante todo placer de la reflexión, como era el caso de la estética de
Kant, y pasa a ser placer de los sentidos, placer que tiene que ver con
el instinto, las pulsiones y la voluntad. Se pasa de una concepción del
sentido estético como disposición de una sensibilidad cultivada, pre-
dominantemente pasiva, solamente productiva en los artistas, a una
disposición humana, natural y universal, activa y productiva, para
poner belleza en el mundo y no solo en el arte. En esta concepción,
que caracteriza lo que se ha denominado el esteticismo finisecular, el
arte es apenas una de las actividades humanas para poner belleza en el
mundo, pues lo que debe ser bello, antes que nada, es la vida misma.
El esteticismo se desarrolla en Europa y América en torno a 1870 y
1914. Es una postura intelectual que cubre la literatura, el mundo
artístico y el musical. Por un lado, es una actitud intelectual y
existencial para la cual lo estético o la forma artística son el valor más
elevado, si no el único; es un esteticismo hijo del refinamiento de la

22
cultura, aunque también crítico y fatigado de ella, proclive al
decadentismo. Por el otro y en un sentido pragmático, el esteticismo
se aplica a la producción y la apreciación del arte y los objetos de uso
por sus bellezas y sus formas, y estimula la búsqueda de nuevas estéti-
cas de exotismo y adorno, como ocurre en las variaciones que el art
nouveau tuvo en los diferentes países de Europa, y de América. El
renacimiento inglés de la artesanía y de un arte para embellecer y
dignificar el entorno inspira un esteticismo de auténticos ideales mo-
rales, como en John Ruskin y William Morris, críticos de l’art pour
l’art, pero también florecen decadentismos como el de Oscar Wilde,
que crispa los ánimos en las conferencias que dicta en 1882 en Cana-
dá y Estados Unidos, y luego con su estilo de vida en Inglaterra.
Sobre el esteticismo ha dominado una historia centrada en Euro-
pa, y es innegable que en el ambiente estaban las inquietudes y los
gestos de vida que lo representan, pero se pasa por alto el papel que
desempeñó la naciente filosofía de los Estados Unidos. Un libro como
El sentido de la belleza de George Santayana, publicado en 1896, fruto
de sus lecciones de estética en Harvard, y con reconocimiento inme-
diato, formula ya con toda claridad, las ideas que G. E. Moore expuso
en Cambridge en 1903 en Principia Ethica. La solución estética que
esta obra le daba a los asuntos éticos era compartida por el influyente
Círculo de Bloomsbury, entre cuyos intelectuales figuraban personali-
dades como Virginia Woolf en la literatura y Roger Fry en la crítica de
arte. Fry organizó en Londres en 1911 y 1913 dos discutidas exposicio-
nes con obras recientes del cubismo y el fauvismo, y para atemperar el
desconcierto del público ante ellas, defendió –equivocadamente– la
belleza de esas obras, convencido todavía de que la belleza era con-
sustancial al arte, de que solo era asunto de educación y hábito apren-
der a reconocerla. Esta persistencia en la belleza como criterio de la
crítica de arte era algo todavía muy arraigado21.
El sentido de la belleza de George Santayana merece destacarse en
este momento de esteticismo finisecular, pues representa sus posicio-
21. Como Roger Fry en Inglaterra, y ante el mismo desconcierto del público,
Maurice Denis defendía también en Francia la belleza de las obras que los nuevos
artistas estaban exponiendo, sin la cual no podían ser admitidas como arte. Denis
establecía una diferencia entre la «belleza subjetiva», la vanguardista, y «belleza
objetiva», la académica y mimética. Ver de Maurice Denis las contribuciones de
1890, 1903, 1907, y sobre todo, la de 1909, «Deformación subjetiva y objetiva», en
Teorías del arte contemporáneo. Fuentes artísticas y opiniones críticas, Herschel B.
Chipp. Traducción de Julio Rodríguez Puértolas. Madrid, Akal, 1995, pp. 110-123.

23
nes más contrastantes y representativas. Plenamente consciente de
que la belleza no es definible y es ante todo una experiencia, y de que
una teoría sobre ella es menos importante que sentirla, emprende un
análisis para explicar por qué nos emociona, por qué la necesitamos y
en qué consiste. La belleza es en ese momento una promesa de salva-
ción, y el arte bello es una teodicea, como lo afirma Ruskin. Contra
esa mistificación, Santayana propone una explicación naturalista y
psicológica que la desacraliza por completo, aunque no cae en el error
de deslegitimarla, por reconocer su origen en nuestra propia natura-
leza animal. Según Santayana, no somos meramente conciencia, ni
inteligencias al servicio exclusivo del conocimiento, sino seres
pulsionales con una conciencia emocional que le da origen a nuestro
sentido estético, gracias al cual ponemos la belleza en el mundo. En la
tradición moderna, el hombre es un sujeto de conocimiento, y la na-
turaleza es un sistema de procesos mecánicos. Según esta concepción,
somos seres de una hechura puramente intelectual, mentes en las que
se reflejan las transformaciones de las cosas sin que se produzca en
ellas emoción alguna. En principio, todos los acontecimientos, sus re-
laciones y sus recurrencias podrían ser anotadas, «pero –según
Santayana– todo esto ocurriría sin un asomo de deseo, de placer o de
pesar. Ningún suceso será repulsivo, ninguna situación terrible. En
una palabra, podríamos tener un mundo de la idea sin un mundo de la
voluntad»22. La gran ausente de esta representación científico–tec-
nológica del ser humano es la conciencia emocional, sin la cual se
esfuma todo valor y toda excelencia. Para la existencia del bien o del
valor en cualquiera de sus formas, y la belleza es una clase de bien, no
basta la mera conciencia, sino que se requiere la conciencia emocio-
nal. Para nuestra vida humana no es suficiente la observación sino
que es necesaria la apreciación. Para la concepción de Santayana,
crítica de la tradición intelectualista y empirista moderna, nuestras
percepciones están en conexión con nuestros placeres, y nuestra inte-
ligencia está al servicio de nuestras pasiones, «Las cosas son intere-
santes porque nos ocupamos de ellas, e importantes porque las nece-
sitamos»23. El origen de la belleza radica en esta condición humana, y
por ello para Santayana la belleza es un valor que no pertenece a los
hechos del mundo, sino que, para hacerlo humano, la hemos puesto

22. George Santayana, El sentido de la belleza. Un esbozo de teoría estética,


(traducción de Carmen García Trevijano), Madrid, Tecnos, 2002, p. 39.
23. Ibíd., p. 28.

24
en él: objetificamos el placer o la emoción que nos produce la expe-
riencia de una cosa o un acontecimiento, representamos en ello la
belleza, y se la atribuimos a las cosas o a los acontecimientos como si
fueran cualidades suyas24. En la tradición antigua y moderna, los sen-
tidos de la belleza eran los sentidos teóricos, la vista y el oído. Según
Santayana, todas las funciones humanas, las del cuerpo y las del alma,
contribuyen a nuestro sentido estético para poner la belleza en el mundo;
la pulsión sexual como pasión amorosa, y el tacto, el olfato y el gusto,
considerados tradicionalmente como «sentidos inferiores», contribu-
yen con toda propiedad a dicho sentido, pues la calidad de su satis-
facción incide en el valor de nuestras experiencias y forjan cultura.
Santayana destaca la capacidad de desarrollo que tienen estos «sen-
tidos inferiores», y llama a quienes los han refinado «artistas de la
vida», por haber embellecido la existencia social y la privada. El lujo,
el paisajismo, la gastronomía y la cosmética, por citar algunos ejem-
plos, son, según Santayana, producto del sentido de la belleza25.
Esta teoría es un caso singular, pues representa el esteticismo
finisecular en sus dos facetas históricas: en primer lugar, la de la ele-
vación de la belleza a consagración de la vida y el arte, el aspecto que
las vanguardias de principio de siglo desterraron de modo tan drásti-
co, que desde nuestra cultura artística actual nos inhibe para hablar
de la belleza, como si esta solo pudiera pensarse desde el arte, y en
segundo lugar, el aspecto del embellecimiento, es decir, el abandono
del ideal romántico de la perfección infinita, a favor de lo que
Santayana denomina «el bien estético supremo», a saber, «el mayor
número y la mayor variedad posible de perfecciones finitas. Aprender
a ver en la naturaleza y a encerrar en las artes las formas típicas de las
cosas; a estudiar y reconocer sus variaciones; a entronizar la imagina-
ción en el mundo para que pueda haber belleza por doquier y encon-
trar un estímulo para la creación artística»26. En el siglo XX, el arte se
puso a contrapelo del embellecimiento, pero este ha sido la fuente de
enriquecimiento de la gran industria, gracias a la retórica de embe-
llecimiento de la publicidad. La belleza que el arte le niega al mundo,
se la da el mercado. El esteticismo finisecular es apenas una figura del
esteticismo, que es una concepción de la vida, y por tanto una posi-
ción moral, que tiene tradición. Todos los valores en algún sentido

24. Ibíd., pp. 56-59.


25. Ibíd., p. 62, p. 64 y p. 70 ss.
26. Ibíd., p. 127.

25
pueden ser convertidos en valores estéticos o del gusto. Para Santayana,
la moralidad es un medio y no un fin, pues proviene de la sujeción de
la conducta humana al ámbito de «lo seguro y lo posible» para la vida:
«Suprimid el peligro, suprimid el dolor, suprimid la ocasión de miseri-
cordia, y se desvanecerá la necesidad de la moralidad; decir ´no de-
berás’ resultaría entonces una impertinencia»27. La vida en cambio
prosigue, aunque se eliminaran los preceptos. Los sentidos y los instin-
tos seguirían demandando e induciendo hábitos de vida, que Santayana
compendia en lo que puede considerarse el ideal de vida del
esteticismo en general, no solo del finisecular: «La variedad de la
naturaleza y lo infinito del arte, con la compañía de nuestros semejan-
tes, llenarían los ocios de esa existencia ideal. Estos son los elementos
de nuestra felicidad positiva, las cosas que, en medio de miles de
vejaciones y vanidades, constituyen los beneficios netos de la vida»28.
En esta concepción reaparece el antiguo ideal de vida griego de la
kalokagathía, para el cual la vida lograda era aquella en la cual el bien
moral era una demanda de la belleza, o expresado modernamente,
una demanda estética29. Schiller concibió sus Cartas sobre la educa-
ción estética del hombre bajo este mismo pensamiento: ennoblecer la
vida humana con la libertad que se logra educando en la belleza para
la belleza, y es igualmente el pensamiento que compendia, según
Arthur Danto, el poderoso influjo de Principia Ethica y de Arte, moral y
religión de Moore, contemporáneo de Santayana, en la literatura y la
crítica de arte inglesas de principios de siglo30. Moore podía suscribir
la conclusión de raigambre platónica de El sentido de la belleza de
Santayana: «La belleza parece ser, por tanto, la manifestación más
transparente de la perfección y la mayor evidencia de su posibilidad.
Si la perfección es, como debería serlo, la última justificación del ser,
podemos entender el fundamento de la dignidad moral de la belleza.
La belleza es garantía de una posible conformidad entre el alma y la
naturaleza; y, en consecuencia, un fundamento de fe en la suprema-
cía del bien»31. Esta fue la visión exaltada de la belleza, de una belleza
27. Ibíd., p. 47.
28. Ibíd.
29. Ibíd., p. 48. Ver también p. 60: «el tedio y la vulgaridad de una existencia
desprovista de belleza, no son tan feos en sí mismos como lamentables y denigrantes.
La ausencia de bienes estéticos es un mal moral».
30. Arthur C. Danto, El abuso de la belleza. La estética y el concepto de arte,
(traducción de Carles Roche), Barcelona, Paidós, 2005, pp. 66-70.
31. George Santayana, op. cit., p. 205.

26
sobrecargada de moralidad y misión civilizadora, de la que se aparta-
ron muchos de los artistas de las vanguardias de principios del siglo
XX. Este descarte no sucedió por razones estéticas sino políticas, tal
como ocurrió cuando la belleza hizo su ingreso al arte para ennoblecerlo
y caracterizarlo. Una de las primeras funciones culturales del arte fue
forjar el mundo ético–religioso de la comunidad; en un contexto tal,
la función de la belleza en el arte no era estética, de gusto, sino de
valor de vida, de demanda de un modo de vida que involucraba la
identidad propia y la identidad comunitaria. En un principio el arte
bello forjó cultura; en nuestra cultura moderna, donde la cultura ha
de velar por el arte, el arte bello se convierte en el escarnio de los
valores de dicha cultura, y esto fue lo que denunciaron vanguardias
como Dadá.

Las vanguardias y la belleza

Del siglo XVIII a principios del siglo XX se supuso que el arte debía
poseer belleza, aunque la belleza no siempre era inmediata y manifies-
ta en él. La queja del público y de la crítica de arte cuando aparecían
los nuevos movimientos artísticos casi siempre era la ausencia de be-
lleza en las nuevas obras, que inicialmente se debió a lo que se consi-
deraba desfiguraciones de la realidad y de las cosas. Tal arte, se esti-
laba en la crítica, parecía ser cómplice de la inmoralidad y el
relajamiento de la época. Pero filósofos como D. Hume en el siglo XVIII
y críticos de arte como R. Fry a principios del siglo XX, daban una
explicación del hecho que parecía funcionar: la primera experiencia
bien podía ser de choque, pero con educación estética siempre se
terminaba por reconocer la belleza de dicho arte. Este criterio no re-
sistió los desafíos de las vanguardias hacia 1915, en casos verdadera-
mente desconcertantes como los objetos de M. Duchamp, actualmen-
te denominados en el mundo del arte readymades, y, poco después, las
intervenciones y los gestos del movimiento Dadá, ante los cuales se
puede decir hoy que son objetos de arte, pero no son y se resisten a ser
arte bello. En el caso de Duchamp, porque su propósito era cuestionar
el arte del momento, arte para el placer retinal, arte para la mera
visualidad sin exigencias de pensamiento; en una palabra, el desafío
de Duchamp era el cuestionamiento de la inercia en que se había
convertido el arte desde finales del siglo XIX, mero fenómeno estético

27
de gratificaciones sensoriales. Contra ese arte estético Duchamp puso
sobre el tapete la naturaleza conceptual del arte. En el caso de Dadá,
porque su propósito era el destierro de la belleza del arte, la exclusión
del arte bello y toda la carga moral y civilizadora con que la gran cultu-
ra burguesa europea había identificado su función cultural. Tal carga
moral y civilizadora del arte bello no podía ser cierta, si se tenía en
cuenta que esa misma burguesía culta era la que había desencadenado
la primera gran guerra y había dejado millones de muertos y pueblos en
ruinas. Dadá politizó la belleza, pero no para que la abanderara el arte,
sino para enfilar el arte contra ella, pues consideraba que producir arte
bello era ofrecerle un regalo a los verdugos.
Si bien Duchamp confronta el mundo del arte para hacerle ver
distinciones entre lo que es artístico, sea arte o antiarte, y lo que es
estético, lo cual constituye una problemática eminentemente con-
ceptual, Dadá banaliza las pretensiones formativas y pedagógicas que
se le habían atribuido históricamente al arte hasta ese momento. Bon-
dad, belleza y verdad no eran bienes supremos ni se requerían entre
sí, ni podían figurar como programa en el arte del momento, la pos-
guerra. Si en 1896 y 1903, Santayana y Moore podían cifrar los ocios
de la existencia ideal en el disfrute de la variedad de la naturaleza, lo
infinito del arte y la compañía de sensibilidades semejantes –era una
sociedad del bienestar–, en el Manifiesto Dada de 1918, para una
Europa en ruinas, se proclama para el nuevo artista la independencia
desenvuelta del «mimportacarajismo», y se enfatiza que «El arte no
tiene la importancia que nosotros, centuriones de la mente, le prodi-
gamos desde hace siglos»32. Para Dadá es el momento del borrón y
cuenta nueva. En obvia alusión a la reciente guerra afirma: «Que
grite cada hombre: hay un gran trabajo destructivo, negativo, por cum-
plir. Barrer, asear. La limpieza del individuo se afirma después del esta-
do de locura, de locura agresiva, completa, de un mundo dejado en
manos de bandidos que desgarran y destruyen los siglos»33. Pero para
esa tarea terapéutica y de limpieza de la mentalidad de los indivi-
duos, el arte Dadá ya no se reviste de la función edificante y pedagó-
gica del arte bello tradicional: «La obra de arte no debe ser la belleza
en sí misma, o está muerta»34, y no debe ser comprensible, pues sería

32. Tristan Tzara, Siete manifiestos Dadá, (traducción de Huberto Haltter),


Barcelona, Tusquets Editores, 1999, p. 20 ss.
33. Ibíd., p. 24.
34. Ibíd., p. 13.

28
un «producto de periodista». Para el arte Dadá la crítica de arte es
también inútil: «Hay gente que explica porque hay gente que apren-
de. Suprímanlos y no queda más que dadá»35.
La asimilación de los auténticos desafíos de estas vanguardias,
que no fueron los del efectismo inmediato del choque, sino los efectos
intelectuales y duraderos que disolvieron la relación tradicional en-
tre estética y arte, fue un proceso que necesitó de medio siglo. Solo en
1964, por ejemplo, M. Duchamp es convencido por algunos coleccio-
nistas y museos para que reponga algunos de sus objetos, como Escu-
rridor de botellas, de 1913, y Fuente, de 1917. Varios de esos objetos
habían sido destruidos o habían desaparecido luego de su escandalosa
presentación, y para el mismo Duchamp, satisfecho con el escándalo,
su destrucción en ese entonces no constituyó ninguna gran pérdida
para el arte. En ese momento le bastó haber ofendido la concepción
estética del arte y sus Instituciones. La asimilación conceptual de los
acontecimientos, la comprensión de que el arte era asunto concep-
tual, de que arte podía ser cualquier cosa, y de que la estética, y con
ella la belleza, solo era una opción y una estrategia comunicativa,
necesitó de las disputas en que se sucedieron los programas artísticos
de la llamada época de las vanguardias. Dicha asimilación necesitó,
sobre todo, la deslegitimación que los artistas que luego fueron llama-
dos Pop le hicieran a la doctrina excluyente de la abstracción, sobre
todo a su posición intransigente de que el arte puro y genuino era el
que se centraba en la investigación de sus propios medios, pues el
máximo objetivo del arte era ser «arte puro», arte y nada más que
arte, en una palabra, calidad estética en grado sumo. El golpe de los
artistas Pop fue haber desmentido el mandato excluyente de lo estético
puro, y haber desencadenado el pluralismo estético con sus objetos co-
rrientes, llenos de asociaciones mediáticas y de consumo para el espec-
tador, y desprovistos del aura de la calidad estética pura de las obras
entronizadas en los severos recintos del Museo de Arte Moderno.
La importancia de las vanguardias fue haber demostrado que la
relación entre arte y estética, que se consideraba definitoria y se daba
por sentada, en realidad no lo era. Eso fue también un golpe contra la
belleza, la categoría estética paradigmática. Lo que hace de una cosa
una obra de arte, es ser sobre algo, tener un significado, y a una con
ello, que los medios sensibles lo encarnen de tal modo que lo pongan

35. Ibíd., p. 51.

29
en obra; los medios hacen parte del significado. En el caso de Duchamp,
la elección de sus objetos tenía que ver con el dar a entender la natu-
raleza conceptual del arte, para lo cual la apariencia estética resulta-
ba secundaria; para responderles adecuadamente y tenerlos que pen-
sar, era más contundente en ellos la abstinencia estética que la
gratificación. En el caso de Dadá, era tan importante encarnar el
pathos político y rabioso de su arte, que las cosas o los gestos, estética-
mente, tenían que excluir la belleza y echar mano del choque, la
ironía, la ridiculización, la arbitrariedad. Ambos casos ponen de pre-
sente que la estética es una demanda retórica o comunicativa del
significado, algo tan imposible de anticipar porque hay que ponerla
con él, que pierde el rango prioritario para ser lo definitorio del arte.
De hecho, si histórica y culturalmente las estéticas son tan cambian-
tes en el arte, no pueden ser ellas la que lo constituyen; no debe
olvidarse que las estéticas como culturas de la sensibilidad son, en
primer lugar, gusto y culturas de vida, y en segundo lugar, culturas
artísticas, y es por ello que la cultura artística desafía o estimula iner-
cias estéticas. En una palabra, con la demostración de que la natura-
leza del arte es conceptual, un logro intelectual que para la cultura
artística es un punto de no retorno, las vanguardias allanan el camino
para dejar la estética solo como una opción para el arte, y debido a
que la belleza es la categoría estética paradigmática, quedan puestas
las condiciones para la desaparición de la belleza de la conciencia
artística. Sin estos acontecimientos no tendríamos hoy el arte con-
ceptual. Ahora bien, cuando el arte conceptual se vuelve cultura ar-
tística común, estética de los artistas y los públicos de arte, la belleza
en el arte se convierte en tabú. De Eva Hesse, quien cuidaba tanto de
su belleza y apariencia personal, se dice que respecto al arte su lema
era «antes repulsivo que bello»36. Esta situación no es deplorable de
por sí sino ventajosa en cierto sentido, pues como lo hace notar Danto,
cuando frente al arte ya no hay la expectativa de que tiene que ser
bello, estamos en mejores condiciones para entender por qué, después
de todo, el arte sigue siendo algo tan significativo para la vida huma-
na, y por qué podemos romper el tabú de la belleza, pues ya no tene-
mos que concebirla desde el arte y la cultura artística, sino desde
donde nace su demanda genuina, desde la vida humana, desde lo
que implica una vida humana en un mundo con belleza o sin ella,
algo que no es cuestión de gusto o estéticamente opcional37.
36. Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, op. cit., p. 126.
37. Ibíd., p. 51, p. 72 y p. 180.

30
Belleza y embellecimiento

Si no fue por razones estéticas sino pedagógicas y morales que la


belleza entró en el arte, y fue por razones políticas que fue expulsada
de él, es tarea vana buscar en el arte dónde se había escondido la
belleza. Para ello hay que tener en cuenta el gusto, pero no el de las
masas en primer lugar, donde Facundo Tomás ubica hoy las «nuevas»
coordenadas de lo bello38, sino en el gusto de la sociabilidad humana,
ese sentido estético gracias al cual los hombres, que no viven de un
modo gregario sino sociable, no en estado de naturaleza sino de cultu-
ra, han puesto la belleza en el mundo: en las formas del habitar y del
trato, en los objetos y en el arte. La belleza del gusto es la del embelle-
cimiento. Esta afirmación implica no dejarse arredrar de entrada ni
por el moralismo de la tradición platónica y cristiana, ni por la crítica
cultural, ni por la severidad minimalista de la cultura artística avan-
zada, hostiles casi por principio al embellecimiento, tachado precipi-
tadamente de vanidad, acicalamiento o perversión del gusto.
Expresiones como las de lo bello natural y lo bello artístico perte-
necen al lenguaje establecido de la estética y la filosofía del arte, que
en cambio excluyen el embellecimiento. El interés explícito de ambas
disciplinas en el arte, el arte bello y las ya no más bellas artes, explica
en parte su desinterés por el embellecimiento, que contrasta con la
atención que ha encontrado desde los años 90 en los llamados «estu-
dios culturales». La estética del siglo XVIII se centró en los placeres
del gusto por lo bello, tanto en la naturaleza como en el arte. A pesar
de que en esta relación con lo bello, la estética todavía permanece
cercana al mundo de la vida y a los objetos y experiencias agradables
que la hacen placentera, es decir, es una estética que no ha roto con
el embellecimiento, las teorías de lo bello que se elaboran, culminan-
do quizá con la analítica de lo bello de Kant, comienzan el distancia-
miento, al tomar como punto de partida del placer estético el gusto
puro por lo bello puro, es decir, el gusto desinteresado por la belleza
libre. La belleza libre es logro de la belleza, no es belleza inducida, ni
por determinaciones morales, pedagógicas o ejemplarizantes, ni por
motivos utilitarios o decorativos. Es belleza libre para la contempla-
ción. El embellecimiento, en cambio, por ser inducido, no es del todo
libre; además, se resuelve en el uso cotidiano o ritual de las cosas, no
38. Facundo Tomás, Formas artísticas y sociedad de masas, Madrid, A. Macha-
do Libros, S.A., 2001, pp. 255-259.

31
en juicios estéticos. Desde el siglo XVIII nos hemos habituado de tal
manera a considerar el arte solo desde la dimensión de lo estético,
que hemos olvidado que su origen estuvo en el embellecimiento, en
las prosaicas rutinas, inicialmente artesanales, de la satisfacción de
las necesidades. Contra este olvido, un artista como Goethe afirma en
1797, en los albores del romanticismo y el idealismo: «El punto de
partida de todas las artes fue lo necesario, pero no es fácil poseer o
utilizar algo necesario y al mismo tiempo no querer darle una forma
bella para poder situarlo en su lugar adecuado y en cierta relación
con otros objetos. Ese sentimiento natural por lo adecuado y lo
conveniente, que da lugar a las primeras tentativas de producir arte,
no puede echarlo en el olvido el gran maestro que quiere subir al más
alto peldaño del arte»39. Aunque no se puede afirmar que los estudios
culturales tienen entre sus inspiradores a Goethe, este pensamiento sí
opera en su posición crítica frente al mundo del arte institucional, y
su incomprensión frente a los objetos y las costumbres de las culturas
comunitarias, donde lo bello y lo útil no se riñen. Sin embargo, tam-
poco debe pasarse por alto que los estudios culturales, con frecuencia,
no se orientan por una posición estética pluralista sino por una posi-
ción política reivindicatoria, no tanto de los modos de vida comunita-
rios, como de la emancipación de minorías.
El embellecimiento, además, no es solo inducción de belleza, sino
que también hay en él una modalidad de autoconciencia moral, y a
ello se debe la persistente confrontación entre estética y moral en los
siglos XVIII y XIX, y en la actualidad, entre estética y política, embelle-
cimiento y arte. Lo moral y lo estético son disposiciones que se fundan
en el sentimiento de aprobación o desaprobación en quien juzga; son
diferentes, pero es necesaria su unión para que posean mayor fuerza
en nuestra vida. Esta relación es la clave para entender por qué la
filosofía se ha ocupado del gusto, no meramente por razones estéticas
sino porque es una práctica que involucra una visión de lo que la vida
debería ser, como lo anota Danto: «El gusto no es una mera aplicación
de criterio y de un discernimiento selecto. Forma parte del ritual»40.
Y, de un modo más contundente, «las teorías del gusto no son una
cuestión de gustos: cada una de ellas acarrea consigo toda una filoso-
fía de la conducta y de la vida»41. La frontera permeable entre lo mo-

39. J. W. Goethe, Escritos de arte, (traducción edición y notas de Miguel


Salmerón), Madrid, Editorial Síntesis, S. A., 1999, p. 79.
40. Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, op. cit., p. 119.
41. Ibíd., p. 120.

32
ral y lo estético en el gusto se puede ilustrar en las posiciones de dos
filósofos, I. Kant y George H. Mead. En la Crítica del Juicio (1790),
donde Kant desarrolla su teoría del gusto y de lo bello, es memorable
la sutileza con que analiza las distinciones entre lo estético y lo moral,
para mantener su teoría en el campo genuino de lo estético. Sin em-
bargo, cuando ya no se trata del sujeto racional sino del hombre de la
sociabilidad de la vida diaria, el tema de su Antropología (1796), Kant
reúne sin reservas lo estético y lo moral en el juicio de gusto. El pará-
grafo 69 lleva por título «El gusto encierra una tendencia a fomentar
exteriormente la moralidad»42. El gusto es de por sí una tendencia a
comunicar y compartir el sentido de placer o displacer, y en tal senti-
do, «pudiera llamarse al gusto moralidad de la apariencia externa»43,
pues tiende a poner en las formas del trato no meramente gusto sino
también valor. La otra posición es de Mead en 1881, la época del
esteticismo finisecular y su culto a la belleza, tan influenciado por
Ruskin. Para Mead, contemporáneo de Santayana y pragmático como
él, la belleza es un valor que el hombre pone en el mundo, porque si el
mundo no la da, tiene que brotar del alma, así de noble y necesaria es
la belleza para la vida humana. Sin embargo, firme en el pensamiento
de que la verdadera naturaleza del arte está fuera de la moral, y de
que la belleza y el arte a menudo presuponen algunas de las mayores
verdades, en uno de los comentarios a su apreciado Ruskin afirma:
«La desgracia se cierne sobre cualquier nación cuyos maestros en la
moral sean críticos de arte, cuyo empeño dependa del éxtasis eferves-
cente que produce la belleza»44.
En el siglo XX, la tensión entre lo estético y lo moral en el gusto se
ha distendido, pues se ha desplazado a la estetización del mundo de la
vida, se ha resuelto en la cultura de consumo. Hay sin embargo fenó-
menos en los cuales se la puede seguir reconociendo. El tatuaje, por
ejemplo, se ha vuelto en la actualidad mandato de pasarela, cosméti-
ca. Esto bien puede considerarse embellecimiento, acicalamiento de
gustos urbanos. Pero en comunidades aborígenes donde la moral es la
costumbre, los tatuajes, la pintura, el dibujo, cumplen importantes
funciones de orden simbólico donde el gusto no cuenta para nada. La

42. Immanuel Kant, Antropología. En sentido pragmático, (traducción de José


Gaos), Madrid, Alianza Editorial, S. A., 1991, p. 174.
43. Ibíd.
44. George H. Mead, Escritos políticos y filosóficos, (traducción de Silvia
Villegas), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 132.

33
ornamentación de una estatua hindú o de un icono milagroso tam-
bién es algo que trasciende meras cuestiones estéticas, indica que
también supone peso simbólico. El reparo corriente frente al embelle-
cimiento es que su motivo es la simulación, y puede ser cierto, pero en
el aspecto y la expresión personal, la simulación mediante el embelle-
cimiento y la cosmética tienen límites que, cuando se sobrepasan,
asquean u horrorizan. La tensión entre lo estético y lo moral en el
embellecimiento se ha planteado en la actualidad en términos de
emancipación y de cualidad de vida. Sus implicaciones se pueden
reconocer en los estilos de vida que van imponiendo los movimientos
de las minorías o de los marginados que emergen. El Black is beautiful
que comenzó a imponerse en los años setenta en los Estados Unidos y
trascendió sus fronteras, fue un grito de lucha y de autoconciencia de
los negros para reivindicar los valores de su belleza y su cultura, ex-
cluidos de las representaciones institucionales de la nación, blancas,
europeas y cristianas. Llevar afro, enjoyarse, usar colores vistosos, ha-
cer tronar su música, volver al Islam de sus raíces africanas, etc., era
embellecimiento con signo de militancia. Los movimientos feministas
y gay, los de obreros, indígenas y campesinos, siempre han irrumpido
en sus presentaciones públicas luciendo los atuendos, el tocado y los
modales que los mantenía entre sí y los identificaba, pero que al mis-
mo tiempo los excluía. Con su música, sus fiestas, su gastronomía, con
las formas de embellecimiento de su cultura, desafían los valores de
vida y de cultura de quienes los mantenían marginados o en la sumi-
sión. Pero donde el embellecimiento es lo que más domina en la ac-
tualidad, es en uno de los fenómenos sociales más propios del siglo XX,
la cultura del consumo, donde el embellecimiento se ha convertido
en gran industria y llega incluso a copar necesidades espirituales que
antes satisfacía una cultura como la del arte. El historiador de arte y
de teoría de medios Wolfgang Ullrich ha estudiado ya el hecho de
que un producto puede ser escenificado tan sutilmente como una
escultura, como una representación de teatro o como un poema. La
«perceptología comercial», un auténtico eufemismo estético para la
mercadotecnia, pone en práctica estrategias de presentación de los
productos, los expone en vitrina de manera tan sugestiva, que lucen
como poseídos de propiedades inmateriales que prometen al consumi-
dor belleza, juventud y poder de atracción45. Las aspiraciones de la
45. Wirtschaft und Soziales – Wirtschaft – Goethe-Institut. Konsumkultur:
«Ein Produkt kann so subtil inszeniert sein wie eine Skulptur». http://www.goethe.de/
ges/soz/wsc/de59996436.htm, April 2010.

34
«vida bella» están expuestas en la disposición de los templos del con-
sumo, que es en lo que se han convertido hoy los centros comerciales;
y las grandes industrias del automóvil, asesoradas por personalidades
del mundo del arte, emulan con los museos en la presentación de sus
vehículos. Ya es un lugar común publicitar la nobleza de un producto
llamándolo «una obra de arte», y si se lo quiere maximizar para pre-
sentarlo como algo mucho más exclusivo, se lo presenta como «una
obra de arte total».
Uno de los grandes artistas de la pintura y la escultura alemana
actual, Markus Lüpertz, un outsider de la cultura artística contempo-
ránea, ofrece una explicación al abandono de la belleza que tuvieron
que hacer los artistas alemanes tras el nazismo y la segunda guerra. Es
un outsider porque no teme hablar de la belleza, no solo como la per-
fección a la que aspiró con cada uno de sus cuadros, de muchos de los
cuales podía decir que estaban terminados pero no eran perfectos,
sino que no teme hablar de la belleza como logro de vida de una
existencia estética. Percibir belleza es, para Lüpertz, experimentar
perfección, felicidad; es tiempo vivido a plenitud, así sea de un ins-
tante, pues la belleza lo hace valioso de por sí. Lüpertz habla así de la
belleza porque considera su estilo de vida y su obra una «guerra esté-
tica» contra la ideología del nacionalsocialismo, que no solo produjo
crímenes y muerte, destruyó ciudades y dejó tras de si ruinas, sino que
abusó de una estética, la de la belleza: «El uso de la belleza está per-
vertido en la época nazi, y ha conducido a tabúes de los cuales no nos
hemos liberado hasta hoy. Todo ello llevó a la exclusión de lo estético
de la vida cotidiana, de tal modo que solo pervive en la publicidad»46.
Es una explicación de politización de la belleza que tiene puntos de
encuentro con la que dio Dadá en su momento, con la diferencia de
que Dadá excluyó la belleza del arte, en cambio Lüpertz rompe el
tabú de la cultura artística contra ella y permite comprender, además,
por qué la belleza del embellecimiento, que solo es belleza externa, no
puede ser la del arte: en el mundo de la publicidad y del consumo, el
embellecimiento corresponde al bienestar que promete, en el arte en
cambio, que debe ser bello, el embellecimieoltosolo produce Kitsch.
La belleza del arte no es para el consumidor, sino para el que esta
dispuesto a pensar con él.

46. Markus Lüpertz, «Die ästhetische Existenz», Ein Gespräch mit Heinz-
Norbert Jocks, en Kunstforum, Bd. 191 Mai-Juli 2008, S. 156.

35
Belleza, vida y arte

La aprobación de la belleza en el arte y la desaprobación del em-


bellecimiento en él, ponen sobre el tapete nuestra experiencia de la
belleza. En primer lugar está la belleza de la naturaleza; frente a ella,
estéticamente hablando, no es posible la crítica. En segundo lugar
está la belleza del reino en que se vive la vida, cuyos nexos con la
necesidad y la utilidad no la desvirtúan, sino que la amamos porque
nos embellece el mundo; es belleza pragmática y no de estética pura.
No es una belleza superflua, pues si tuviéramos que elegir una vida
con belleza o sin ella, la opción no sería cuestión de gusto, sino de
concepción de la vida humana. En tercer lugar está la belleza del
arte, frente a la cual y gracias a la naturaleza estética de nuestra
cultura artística, podemos responderle con crítica de arte. Exagera-
ríamos si decimos que son tres conceptos de belleza entre los cuales
no existe ninguna conexión: desnaturalizaríamos la naturaleza sensi-
ble y el encanto inmediato que la belleza despierta en nosotros cuan-
do nos sale al encuentro, en cualquiera de esos tres reinos. Nuestra
conciencia no es solo para la recriminación moral, sino también para
hacer conciente la vida y estimularla cuando tenemos una experien-
cia de lo bello.
Es un hecho estudiado que fue el comienzo de las culturas citadinas
en el Renacimiento lo que dio comienzo a una relación estética con
la naturaleza y a su valoración como paisaje en el arte. Y como se
mostró antes, hasta el siglo XVIII, el siglo de la estética, los tres reinos
de la belleza estaban conectados y el paradigma de la belleza era el
del embellecimiento: cultivar el gusto era rodearse de objetos bellos, y
como artista, producir, según el gusto, arte bello. La necesidad de
distinguir lo bello natural y lo bello artístico, y a jerarquizarlos, apare-
ció con la musealización del arte, la institucionalización de sus luga-
res de representación, y la concomitante necesidad de las ciencias
del arte. Estos acontecimientos instauraron la separación del arte del
mundo de la vida, de la prosa de la vida. El romanticismo y el idealis-
mo, que protagonizaron estos acontecimientos, son el punto de parti-
da de la cultura artística que aprueba la belleza en el arte, porque es
una belleza que no es sin el pensamiento, es belleza que hay que pen-
sar e interpretar, y desaprueba en el arte el embellecimiento, porque
es belleza fuera del pensamiento, secundaria para el significado de la
obra. Con todas las experiencias tan extremas que ocurrieron en el

36
arte del siglo XX, con el estímulo de la autonomización y conceptuali-
zación del arte, que aparentemente dejaron la belleza fuera de su
horizonte, la superioridad que se le adjudicó a la belleza del arte fren-
te a la del embellecimiento permitió de nuevo reconocerla, cuando
en los años noventa comenzaron las exposiciones para apreciar el ba-
lance artístico del siglo47. No todo su arte era disonante, ni por ser
disonante había extinguido la belleza48. No todo su arte era arte solo
museal, había obras que resonaban en la vida y la conciencia. Lo im-
portante era que en el arte representativo de la época de la concep-
tualización del arte, también se había producido obras de arte con

47. Fueron notables dos exposiciones del Hirshhorn Museum and Sculpture
Garden, Smithsonian Institution, de Washington: Distemper: Dissonant Themes in
the Art of the 1990s, de 1996, y Regarding Beauty. A view of the late twentieth century
(07.10.1999-17.01.2000), presentada inmediatamente después en Haus der Kunst,
Munich (11.02.-30.04.2000). Otras exposiciones fortalecen esta tendencia: en 2007
se llevaron a cabo Documenta 12 y la Bienal de Venecia. Los curadores de la primera,
Roger M. Buergel y Ruth Noack sintetizaron la concepción estética marco de la
exposición bajo el lema «Migración de las formas», que no solo revisaba la preten-
dida asepsia de la estética moderna frente a la belleza, sino que esta aparecía tan
inocultablemente en muchas de las obras expuestas, que desalentó en muchos la
expectativa progresista que esperaban del evento (Kunstforum Internacional, No.
187, agosto-sept. 2007). Resulta interesante el diagnóstico de Ingo Arend sobre la
secreta afinidad de Documenta y la Bienal de Venecia: La invocación de los senti-
dos. La Bienal de Venecia y Documenta se la juegan a inteligencia sensible (Ibíd.), que
concuerda con lo que Michael Hübl afirma de la Bienal de Venecia: Sobre el
abismo acecha la armonía (Kunstforum Internacional, No. 188, octubre-nov. 2007).
La Revista Kunstforum. Internacional dedica un dossier al tema de la belleza en los
Nos. 191 y 192 de 2008, en el cual intervienen historiadores y críticos de arte,
curadores, artistas, intelectuales y periodistas. Quizá el proyecto más singular es el
de Marcus Brüderlin, director del Museo de Arte de Wolfsburg, quien bajo el
título «A la búsqueda de la modernidad en el siglo XXI. Un programa estético de
búsqueda», ha desarrollado exposiciones y dado a luz publicaciones que muestran
el presente y el futuro de las ideas estéticas de la modernidad, contra los diagnós-
ticos del discurso posmoderno. A tal proyecto pertenecen exposiciones como «Ja-
pón y el Occidente. El vacío pleno», que investigó los vínculos entre «la belleza del
vacío» de los japoneses y la búsqueda de la claridad formal de la modernidad
occidental (22.09.2007 / 27.01.2008), y «Pasos fronterizos. Artistas jóvenes a la
búsqueda de la modernidad en el siglo XXI» (20.06.2009 / 25.10.2009).
48. En El abuso de la belleza, Arthur C. Danto analiza los casos de la fotografía
de Andrés Serrano, Piss Christ, donde la belleza está internamente relacionada
con la disonancia (p. 47 y p. 95), y la fotografía de la exposición The Perfect Moment
(1989) de Robert Mapplethorpe, que no sería disonante si no fuera bella (p. 47 y p.
64s. y p. 130s.). Para Danto son ejemplos, no casos para hacer doctrina.

37
belleza. La cultura artística podía percibir la belleza de las obras de
arte sin que tuviera que ser belleza externa para la respuesta rápida, o
belleza blindada frente a lo inestable o el desorden, sino que era una
belleza proveniente de la poética del pensamiento o la idea que se
encarnaba en la obra. Era belleza que aparecía con el pensamiento,
pero era la obra la que lo ponía en movimiento. Si la idea o propósito de
la obra o el objeto era prosaico o conceptual, como ocurre en tanto arte
que tiene su lugar propio en el mundo institucional del arte, la aparien-
cia bella o no bella, estética o no estética, por ser explicable, quedaba
en tales obras sin ser echada de menos; desde las vanguardias de los
sesenta el arte sin apariencia estética había hecho costumbre.
En los años noventa, justo en la época en que en los Estados Uni-
dos el arte que predominaba era ruidosa y furiosamente político, el
arte que tenía en las exposiciones del Whitney Museum legitimación
institucional, como en la célebre bienal de 1993, el prestigioso crítico
de arte Dave Hickey sorprendió el mundo del arte afirmando que la
belleza era el tema clave de la década. No era una llamada a los
artistas para que volvieran a producir arte bello, sino una propuesta a
los críticos, los comisarios y los académicos. Estos respondieron de
inmediato con la organización de exposiciones, conferencias y publi-
caciones49. Era una propuesta estimulante, pero también desafiante,
pues la belleza había desaparecido de la conciencia artística. Eco de
la declaración de Hickey es la publicación de El abuso de la belleza de
Danto en 2002, cuyo subtítulo, La estética y el concepto de arte, precisa
el contexto en el que elaboró su respuesta. En la estética había buena
parte de la responsabilidad de lo que había pasado con la belleza, pues
fue la estética, que comenzó como estética de lo bello e hizo de la
belleza la categoría paradigmática, la que durante mucho tiempo
detentó la definición del arte y nos habituó a identificar el arte por su
apariencia externa, como si fuera mero asunto de la percepción. La
estética es de por sí cultura de la sensibilidad, y esto siguió rigiendo
cuando en la cultura artística lo bello desapareció del primer plano y
el arte se abrió a «otras estéticas». Cuando en el mundo del arte co-
menzaron a aparecer objetos artísticos que eran indiscernibles de ob-
jetos corrientes fuera de él, quedó patente que la estética nos había
habituado a representaciones del arte, nos había dado ejemplos de
obras de arte, pero eso aquí ya no funcionaba. La identificación de un

49. Véase nota 47.

38
objeto como obra de arte, o como objeto del arte, ya no se podía justi-
ficar por razones de estética y de apariencia, por los meros criterios de
una percepción educada, sino que había que dar explicaciones de ín-
dole conceptual, propios de una compleja cultura artística, para la cual
la estética quedaba solo como una parte, y no precisamente la definitoria.
Con su libro, Danto se proponía desmontar la relación definitoria entre
estética y arte, quebrar la inercia de la estética que persistía disimulan-
do la naturaleza conceptual del arte, y en este proceso, revisar por qué,
después de todo, la estética y la belleza habían desempeñado una fun-
ción tan importante en nuestros encuentros con el arte.
Como se dijo, el propósito de Hickey con su declaración no era
despertar un nuevo interés por la belleza en sí, por una teoría, o por
encaminar de nuevo a los artistas a un arte bello, sino tocar un punto
sensible que tenía un profundo interés para Danto: la belleza había
casi que desaparecido en la mayoría de nuestros encuentros con el
arte; el goce y el placer en ellos, algo tan importante para que la
experiencia del arte mereciera llamarse «encuentro» y tuviera que
ver con nuestra vida, se habían convertido en algo depassé. Sin em-
bargo, el arte estaba ahí, no dejaba de bullir, ni había desaparecido el
interés en él. Si no era interés por la belleza en sí, era hora de «una
búsqueda de la idea de belleza»50, pero en el arte contemporáneo, el
que nos había dejado el siglo XX, tan poco estético y gratificante y tan
conceptual, y sin embargo, el arte de nuestra época. La belleza tenía
que haber jugado un papel en él, aunque ya no la belleza de la mera
comprensión estética, tan obvia y externa, sino una belleza tan insepa-
rable del pensamiento como de la naturaleza conceptual del arte.
Para su empresa, Danto había dado ya algunos pasos. Danto había
desarrollado en los años ochenta una filosofía del arte que no incluía
la estética para definir el arte, pues para su análisis había partido del
arte de las vanguardias de los sesenta, que le habían dado la espalda
a la estética. Y sin embargo era una filosofía del arte que tampoco era
ciega para la estética, sino que había replanteado su auténtica fun-
ción, la función retórica, sin la cual no opera la comunicabilidad del
arte, en la que el atractivo y su gusto por él son tan importantes. La
naturaleza metafórica del arte no funcionaría sin la retórica de que se
reviste, sin la estética con que se presenta. Sin la energía retórica, la
obra queda desapercibida. Es bien sabido que la función de la retórica

50. Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, op. cit., p. 44.

39
es generar actitudes, provocar en el auditorio cierta disposición hacia
el asunto que se expone, para que sea visto bajo cierta luz. En la
retórica hay un plus definitivo frente a la mera dimensión semántica y
la comunicación de hechos, y según Danto, la función de la estética
en el arte es encarnar su retórica, tocar con ella la atención del es-
pectador para influir en su respuesta51. Igual que la belleza, en la esté-
tica del arte podía estar también la sublimidad, la repugnancia, el
ridículo, la lubricidad, la severidad, la abstracción, o la misma neu-
tralidad estética en el caso del arte de confesión conceptual. Y si es
cierto lo que Platón afirma, que «sólo a la belleza le ha sido dado el
ser lo más deslumbrante y lo más amable»52, Danto se suma a esta
tradición, en la cual se inscribe también la estética del siglo XVIII. En
clara alusión a Kant, Danto también afirma: «La función pragmática
de la belleza podría ser inspirar amor por lo que muestra una obra de
arte, y la función de la sublimidad inspirar respeto»53. La estética per-
tenece por lo tanto a la pragmática del arte, y a esa pragmática perte-
nece la belleza. Eso no es poco, es lo que históricamente ha llevado al
arte más allá de sí, a los nexos del arte con la pragmática de la vida
humana: a la política, a la religión, al disfrute eminentemente estéti-
co, al mundo del arte con sus eventos y sus tendencias, al esparci-
miento, al comercio.
El otro paso ya dado por Danto para revisar «la idea de belleza» en
el arte contemporáneo ocurrió en 1993. En ese año y dentro del con-
texto de la propuesta de Hickey, se le pidió a Danto que disertara en
el Departamento de Arte de la Universidad de Texas, Austin, sobre el
tema «¿Qué le ha pasado a la belleza?». La ayuda le vino de las Leccio-
nes de estética de Hegel, «la formidable obra de Hegel sobre estética»,
como la califica Danto54. Uno de los puntos de partida de Hegel es,
contra lo que se daba por sentado en la estética, que lo bello natural
y lo bello artístico no se pueden ubicar en el mismo plano: «lo bello
artístico es superior a la naturaleza. Pues la belleza artística es la belle-
za generada y regenerada por el espíritu»55. En ella campea «la espiritua-

51. Arthur C. Danto, La transfiguración del lugar común. Una filosofía del arte
(traducción de Ángel y Aurora Mollá Román), Barcelona, Paidós, 2002, pp. 240-252.
52. Platón, Fedro 250d.
53. Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, op. cit., p. 23. En vez de «terror» del
traductor, empleo «respeto», pues corresponde mejor al sentido que tiene lo sublime
en la «Analítica de lo sublime» de Kant, a quien se refiere Danto en el pasaje. N.A.
54. Ibíd., p. 48.
55. G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la estética, op. cit., p. 8.

40
lidad y la libertad»56, tanto del artista que la genera, como del recep-
tor que al interpretarla la regenera. Esta teoría ofrecía ventajas para
abordar la pregunta que tenía que resolver Danto: lo primero, la aten-
ción del espíritu o de la mente tiene que ser atención a la obra, a lo
que está ahí en ella y hay que emprender con ella; en segundo lugar,
la belleza artística aparece en esta concepción más como producto
intelectual que natural; y lo más importante, si esta belleza tiene la
naturaleza del pensamiento, su manera de aparecer no tiene que os-
tentar la inmediatez de la belleza externa propia de los sentidos, sino
que puede ser interna, y por estar radicada en la poética del pensa-
miento, surgir precisamente con la atención reposada y el trabajo con
la obra. Como lo compendió Danto, «la belleza de una obra de arte
podía ser interna a la misma, cuando formaba parte del significado de
la obra de arte»57. Por ese entonces, Danto estaba ocupado con las
Elegies for the Spanish Republic de su amigo Robert Motherwell, muerto
en 1991. La idea de Hegel iluminaba plenamente el significado y la
belleza de esta obra de vida, en la que Motherwell había trabajado
desde los años cincuenta hasta finales de los ochenta. De toda la
serie, la que más apreciaba Danto era Elegy for the Spanish Republic
No. 172 (with Blood), de 1989, que en la actualidad es patrimonio de
la Dedalus Foundation de New Yok.
Las Elegies for the Spanish Republic eran cuadros que tenían refe-
rente en un suceso político de España, pero en ellos había belleza
patente debido a que eran «elegías», poesía elegíaca que de por sí es
bella, porque solo la expresión transforma el dolor en algo soportable,
y porque la demanda de belleza para expresar el dolor proviene de
profundas necesidades de la vida humana. Los cuadros tienen un sig-
nificado bello traspasado de pensamiento, que se repite en la respues-
ta de quienes los aprecian58. A pesar de que la metodología de la
crítica de arte en Clement Greenberg y Danto es muy diferente, Danto
confiesa que cuando vio por primera vez Elegy for the Spanish Republic

56. Ibíd.
57. Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, op.cit., p. 49. Para la idea de
«belleza interna» de Danto y su conexión con Hegel, ver también del mismo
Danto: «Rothko y la belleza», en: La Madonna del futuro. Ensayos en un mundo del
arte plural, (traducción de Gerad Vilar), Barcelona, Paidós, 2003, pp. 383-390, y
«Belleza en vez de cenizas», (traducción de Daniel Tobón), en: Estudios de Filosofía
No. 27, febrero 2003, Medellín, Universidad de Antioquia / Instituto de Filosofía,
pp. 9-23.
58. Ibíd., p. 49 ss.

41
No. 172 (with Blood), reaccionó como Greenberg, quien se orientaba
por algo que Kant afirmaba sobre el juicio de gusto en su «Analítica
de lo bello». Según Kant, «Bello es lo que, sin concepto, place univer-
salmente»59. Tomada metodológicamente, esta definición indicaría que
la belleza de algo debe saltar tan de inmediato, que uno debe quedar
atrapado antes de saber qué es el objeto o tener un concepto de él. Y
así procedía Greenberg: la calidad estética del objeto tenía que ser de
«primera mirada», tenía que ser sorpresa estética pura, antes de que
cualquier concepto la enturbiara. A Danto, confiesa, le pasó lo mis-
mo: «debo admitir que al ver por vez primera el cuadro de Motherwell,
supe que era bello mediante esa misma prueba: su belleza hizo que me
detuviera. Entonces no reflexioné demasiado acerca de su significado.
Cuando lo hice, sin embargo, descubrí que las Elegías […] eran artísti-
camente excelentes no solo porque eran bellas sino porque su belleza
era un acierto artístico. Quiero decir que, cuando capté su pensamien-
to, comprendí que su belleza estética era interna a su significado»60. Las
elegías eran «meditaciones visuales sobre la muerte de una forma de
vida […] expresan con las más inquietantes y evocadoras formas y co-
lores, ritmos y proporciones, la muerte de un ideal político»61.
Como forma artística, la elegía ha sido siempre una respuesta, sea
literaria, visual, musical, monumental, etc., a acontecimientos de
pérdida y aflicción. Por qué con la creación de belleza transfiguramos
esa emoción de pérdida tan apropiadamente, es entonces, según Danto,
una cuestión de fondo, de profundas raíces antropológicas y cultura-
les, para considerar la belleza como un valor de vida humana, no me-
ramente para hacerla más surtida, sino para hacerla conciente de sí
misma. Son muchas las experiencias que acreditan este poder de la

59. Immanuel Kant, Crítica del Juicio, op. cit., p. 133.


60. Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, op. cit., p. 162 ss. Ver la descripción
del cuadro y la interpretación de Danto pp. 163-166.
61. Ibíd., p. 163 ss. Vale la pena anotar que tras la muerte de Franco el gobierno
español honró a Motherwell. Las Elegías eran «una clase de memoria moral perdu-
rable», una especie de par, por contraste, del Guernica de Picasso, de 1936. Con
una gran diferencia frente al cuadro de Motherwell: «El Guernica de Picasso […]
no es elegíaco. Expresa indignación y trastorno. También es blanco y negro, pero
sería erróneo decir que es bello. Se exhibió exhaustivamente para reunir dinero
para las causas antifascistas. A su manera, el Guernica fue pintado en el espíritu
que moduló las obras de la Bienal Whitney de 1993», p. 164. Ambas obras son gran
arte, pero según Danto, no hay que abusar de la belleza; para ser arte, gran arte, el
arte no tiene que ser bello.

42
belleza: llevamos flores a las tumbas o a los funerales, solo cierta clase
de música entona con la aflicción de los dolientes, solo palabras ele-
vadas y nobles son las palabras debidas para honrar al difunto que
amábamos o apreciábamos. Danto recuerda acontecimientos recien-
tes: cuando en los años ochenta tantos hombres morían por el sida, el
funeral gay se convirtió en una especie de forma de arte, era celebra-
do con las cosas que le habían dado belleza a sus vidas; pero la expe-
riencia que más lo conmovió para reconocer la necesidad de la belle-
za para la vida, la individual y la solidaria, fue la reacción espontánea
de miles de neoyorquinos tras el atentado al Trade Center en 2001, la
misma reacción que se ha dado en otras ciudades golpeadas por el
terrorismo: pequeños altares, velas votivas, flores, banderas, globos,
cantos, recortes de papel con poemas. Eran la respuesta popular y es-
pontánea; como la Elegies de Motherwell, eran las Elegías del hombre
común. La belleza cataliza el dolor crudo, con el que no se puede
vivir, y lo transforma en una tristeza serena, meditativa, de pensa-
miento, con la que se puede seguir viviendo con estímulo para vivir62.
Se puede trivializar esta manera de argumentar sobre la necesidad de
la belleza, por sesgarse en experiencias trágicas y de sufrimiento, pero
su fuerza probatoria reside justamente en que no surge a capricho sino
«en los momentos extremos de la vida»63, cuando la respuesta exigida
no da tiempo para las veleidades o la pose.
Para la cultura artística la desaparición de la belleza no fue pérdi-
da que lamentar, era una cualidad estética más. El arte podía ser arte,
incluso gran arte o arte de gran interés, sin tener que ser bello. Otra
cosa es que la propia cultura artística haya infundido el prejuicio con-
tra la belleza, o haya hecho creer que los atributos estéticos viven
aislados, como si no formasen parte de los esquemas mucho más amplios
del mundo de la vida. La posición de Danto al respecto no deja lugar
a dudas: «La belleza para el arte es una opción y no una condición
necesaria. Pero no es una opción para la vida. Es una condición nece-
saria para la vida que nos gustaría vivir. Y por eso la belleza, a diferen-
cia de otras cualidades estéticas, lo sublime incluido, es un valor»64.
Las otras cualidades estéticas hacen más variopinto el arte, pero no
implican nuestra existencia, lo bello y lo sublime la implican.

62. Ibíd., p. 164.


63. Ibíd., p. 51.
64. Ibíd., p. 223.

43
44
El secreto de la belleza
Comentarios de Heidegger a las Cartas sobre la
educación estética del hombre de Schiller

María del Rosario Acosta


Universidad de los Andes, Bogotá.

«Toda la magia de la belleza


descansa en su secreto».
F. Schiller. Cartas sobre la educación estética del hombre.

La pregunta «¿quién le teme a la belleza?» puede entenderse, como


parece haber sido la intención de los organizadores de este volumen,
desde la perspectiva de la crítica y la teoría del arte del siglo pasado. En
ese sentido, la belleza se manifiesta como una amenaza para el arte del
siglo XX, cuya historia bien podría presentarse a la luz de una huida de las
categorías tradicionales establecidas por la estética clásica, entre las que
la belleza jugó siempre un papel protagónico. El reto sería, ahora, pregun-
tarse no solo por las razones –justificadas o no– de este temor, sino por la
posibilidad de reevaluar estos presupuestos a la luz de nuestro presente.
No obstante, la amenaza de la belleza no es un fenómeno que se
suscribe exclusivamente al ámbito del arte, sino también al ámbito de
la estética. Más aún, para muchos será la amenaza que queda inscrita
y consolidada en el muy delicado límite entre la estética y la política,
límite que –sostienen algunos– al ser transgredido y desdibujado, se
convierte en uno de los acompañantes más evidentes de los aconteci-
mientos políticos totalitarios del siglo pasado. Así, las críticas a la ten-
dencia totalitaria de una estetización de la política van de la mano con
aquellas que se enfrentan a un pensamiento de lo político en su rela-
ción con la categoría tradicional de la belleza, a cuya base se encontra-
ría también la instauración de una política como «obra de arte total»1.

1. Quien comienza a hacer explícita esta crítica, que tomará sobre todo fuerza
en el pensamiento filosófico y político tras los eventos devastadores de los regíme-
nes totalitarios en la primera mitad del siglo pasado, es Walter Benjamin. Ya en un
escrito publicado en 1930, Benjamin advertía de las violentas consecuencias que

45
Debido a estas circunstancias, el temor a la belleza se tradujo tam-
bién, en el pensamiento filosófico del siglo XX, en un temor a plantear
posibles relaciones entre la estética, el arte y la política, que no estu-
viesen inscritas en un marco profundamente crítico, donde más que
relaciones, lo que tendría que proponerse son los límites y las distan-
cias claras entre todos estos ámbitos del pensamiento. Es por esto,
también, que muchos autores de la historia de la filosofía han sido
«descalificados» en tanto antecesores o continuadores de una tradi-
ción totalitaria de la belleza y el arte como «paradigmas» políticos.
Entre ellos se encuentran precisamente los dos autores que serán pro-
tagonistas del presente ensayo: Schiller y Heidegger2.
Siguiendo pues el ánimo de los organizadores de este volumen, y
del evento al que da origen, me he animado a sumarme a esta invita-
ción a repensar nuevamente la belleza. Y a repensarla precisamente a
la luz de estos autores que, por circunstancias no enteramente ajenas
a sus pensamientos, han sido inscritos en una tradición que le teme a
la belleza dentro de ese contexto de relaciones/superposiciones entre
la estética y la política. No quisiera con ello simplemente disolver o
dejar de lado las razones por las cuales dicho temor sigue estando

traería consigo una tendencia, cada vez más visible en la Alemania de la época, a
aplicar en cuestiones políticas los principios del «arte por el arte» (cfr. Walter
Benjamin, «Theories of German Fascism, On the Collection of Essays War and
Warrior, edited by Ernst Jünger», en New German Critique 17, 1979, pp. 120-128;
publicado originalmente en Die Gesellschaft, vol. 2, 1930, pp. 32-41). Esto quedaría
reforzado posteriormente en su texto sobre La obra de arte en la época de la
reproductibilidad técnica. Entre algunos de los pensadores del siglo XX que han
continuado con esta crítica inicial de Benjamin están, desde la tradición de la
«ideología estética» y la «estética como ideología», Paul de Man y Terry Eagleton,
y desde la tradición de un pensamiento crítico de la política como obra de arte
total, Philippe Lacoue-Labarthe, Jean Luc Nancy, Giorgio Agamben y Roberto
Esposito. Cf. para esto último mi artículo, escrito en compañía de Laura Quintana,
«De la estetización de la política a la comunidad desobrada», en Revista de Estu-
dios Sociales 35, Abril de 2010, pp. 53-65.
2. Habría que aclarar que no me refiero aquí a la «descalificación» de Heidegger
como pensador en tanto «simpatizante» explícito del partido nacional-socialista, sino
más bien a aquellos estudios que se han dedicado a mostrar cómo esta circunstancia
concreta no es simplemente una «contingencia» ajena a su pensamiento, sino que
puede relacionarse explícitamente con el tratamiento que Heidegger le da a la obra
de arte en su filosofía, y particularmente, a la poesía. Cfr., entre otros, Philippe
Lacoue-Labarthe, Heidegger. La política del poema, Madrid, Editorial Trotta, 2007. Por
el contrario, para un análisis cuidadoso que responde a críticas como estas cf. Miguel
de Beistegui, Heidegger and the political, New York, Routledge, 1998.

46
justificado, y frente al cual no deberíamos nunca dejar de estar aten-
tos. Pero sí me gustaría mostrar, como se han interesado en hacerlo
cada vez más algunos pensadores contemporáneos, que la belleza no
solo no es necesariamente una amenaza para un pensamiento ético-
político fructífero, sino que puede ayudar a iluminar aspectos funda-
mentales de nuestro modo de ser y nuestro ser-en-común. Aspectos
que salen a la luz justamente cuando nos arriesgamos a entrar en el
terreno común que va del arte a la política y de la política al arte, y
que pertenece a ese régimen de la «partición» y «repartición» de lo
sensible que podría también ser llamado «estética», como nos lo ha
mostrado últimamente de manera particularmente lúcida un pensa-
dor como Jacques Rancière3.
Es en este contexto que presento a continuación un breve recuen-
to de algunos de los apartes que Heidegger dedica a la lectura de la
propuesta estética schilleriana, y que se encuentran principalmente
en las Lecciones que imparte Heidegger en el semestre de invierno de
1936 a 1937 acerca de las Cartas sobre la educación estética del hombre4.
Si bien, como suele suceder con la lectura que hace Heidegger en
general de la historia de la filosofía, sus análisis de Schiller están en-
focados a responder a las preguntas que, por entonces, ya comenzaba
a hacerse en torno a la obra de arte, el enfoque que Heidegger decide

3. Pienso aquí sobre todo en textos como Le partage du sensible. Esthétique et


Politique, Paris, La Fabrique, 2000 y Malaise dans l’esthétique, Paris, Galilée, 2004;
pero también en algunos textos más recientes como Le espectateur émancipé, Paris,
La Fabrique, 2008 y Dissensus: on politics and aesthetics, New York, Continuum,
2010. Schiller ocupa un lugar central en el pensamiento de Rancière y en su
intento por rescatar una relación fructífera entre la estética y la política. Cf. por
ejemplo Jacques Rancière, «Schiller y la promesa estética», en Schiller: arte, y
política (editado por Antonio Rivera), Murcia, U. de Murcia, 2010, pp. 91-107.
4. Las lecciones sobre las Cartas se publicaron en 2005 en alemán, y no perte-
necen a la Gesamtausgabe: Übungen für Anfänger: Schillers Briefe über die ästhetische
Erziehung des Menschen [SB de aquí en adelante], editado por Ulrich von Bülow,
Marbach am Neckar, Deutsche Schillergessellschaft, 2005. Corresponden a los
apuntes de Heidegger para las clases que dictó a estudiantes de pregrado en el
semestre de invierno de 1936-1937 en la Universidad de Freiburg, solo dos años
después de su renuncia al rectorado. Durante ese mismo semestre dictó también,
a nivel de postgrado, el curso ya publicado sobre Nietzsche y la voluntad de poder
como arte, y la versión definitiva de la conferencia sobre El origen de la obra de arte.
Solo dos años antes había dictado su primer curso sobre Hölderlin (semestre de
invierno de 1934 a 1935). Es, pues, el inicio en la filosofía heideggeriana de lo que
se conoce como el «giro» decisivo en su pensamiento hacia la pregunta por el arte.

47
darle a las Cartas resulta muy sugestivo para una lectura más «con-
temporánea» de este texto, justamente, además, en este contexto de
la relación entre ética, estética y política (especialmente delicado, si
se tienen en cuenta los años en los que fueron impartidas estas Leccio-
nes5). No es mi intención (pues el espacio no me lo permite) ahondar
en la relación entre estética y ética en el pensamiento heideggeriano,
pero creo que sus análisis de la belleza dejan el camino abierto para
que pueda hacerse posteriormente una lectura de este tipo.

* * * * *
La exposición de Heidegger de las Cartas comienza haciendo un
énfasis precisamente en la necesidad de una lectura «contemporá-
nea» de la propuesta schilleriana. Al principio de la primera lección,
Heidegger escribe: «queremos interrogar a las Cartas, no desde un
punto de vista histórico general, es decir, teniendo en cuenta lo que
estaba sucediendo en ese momento, sino formulando la pregunta para
nosotros, esto es, en función del porvenir [Zukunft]»6. Este porvenir
no se refiere tanto a un futuro histórico concreto, sino a la apertura en
medio del tiempo histórico, como lo señalará el mismo Schiller, de un
«tiempo estético» distinto, de una interrupción que abre en el tiempo
un espacio de posibilidad. «Sólo el estado estético es un todo en sí
mismo –nos dice Schiller– porque aúna en sí todas las condiciones de
su origen y de su duración. Solo en él nos sentimos como fuera del

5. Es inevitable preguntarse acerca de la coincidencia de los eventos políticos


en Alemania con la decisión por parte de Heidegger de impartir estas lecciones
sobre Schiller –y además, de hacerlo a estudiantes de pregrado– precisamente en
esta época. Odo Marquard, en el ensayo que acompaña la publicación en alemán
de estas lecciones, sugiere que Schiller podría haber sido para Heidegger una
especie de «compañero en la desgracia»: la decepción por parte de Schiller con
respecto a los acontecimientos de la Revolución Francesa, y su respuesta crítica en
las Cartas a partir de un gesto hacia lo estético, podrían relacionarse así con la
retirada por parte de Heidegger de la esfera política, y su respuesta crítica por
medio de este giro en su pensamiento hacia la pregunta por el arte. Heidegger, en
efecto, hace un énfasis en las circunstancias políticas que rodean a las cartas, y
señala cómo «sólo entendidas bajo esta luz, podemos llegar a entender plenamen-
te su significado» (cfr. SB, 13. La traducción de todas las citas de este texto es mía).
Para un desarrollo más detenido de este aspecto «político» y sus posibles matices
cfr. mi reseña sobre estas lecciones de Heidegger en Research in Phenomenology,
Vol. 39, # 1, 2009, pp. 152-163.
6. SB, Primera lección, noviembre 4 de 1936, p. 9.

48
tiempo»7. Se trata de superar el tiempo en el tiempo, dirá Schiller en
las Cartas. Veremos cómo es esta interrupción, esta superación de la
historia en medio de y a partir de la historia misma, la que Heidegger
encontrará fructífera para el desarrollo de su propia pregunta por la
esencia del arte.
Heidegger suscribirá por ello, más adelante, lo que Schiller des-
cribe en sus Cartas como una «metodología trascendental»: la bús-
queda de las condiciones bajo las cuales sería posible una «realiza-
ción» del «estado estético» [ästhetische Zustand]. Una búsqueda que
se preocupa menos por encontrar dichas condiciones en la práctica, y
mucho más por determinar lo que corresponde a la posibilidad misma
de este estado, que en Schiller no es de ninguna manera distinta ya a
su realización8. El estado estético, entendido en Schiller como el en-
cuentro de todas las potencias inherentes a nuestra condición huma-
na, es así, lo recoge Heidegger, «no un estado entre otros […] sino
aquel sobre la base del cual el ser humano puede propiamente ser»9. El
estado estético se muestra como «la realidad fundamental
[Grundwirklichkeit]»10 del ser humano, y con ello, como el «salto
originario hacia la esencia de su libertad»11. La búsqueda de esta «rea-
lidad fundamental» no es otra cosa, a ojos de Heidegger, que «el in-
tento por fundar una nueva historia del ser humano. Esta es la atmós-
fera de las Cartas»12.
Esta perspectiva explica a la vez por qué Heidegger decide con-
centrar sus análisis principalmente en las Cartas 19 a la 22. No es
exagerado afirmar que, entre la bibliografía secundaria sobre Schiller,
estas son quizás las cartas menos comentadas y mencionadas; no es
extraño por ello, tampoco, que sea Heidegger precisamente quien
haya decidido posar sus ojos en ellas: como suele suceder con la lec-
tura que lleva a cabo de la historia de la filosofía, Heidegger suele
llamar la atención sobre ciertos lugares en los textos que han sido
pasados por alto, y que una vez sacados a la luz –aunque sea en

7. Friedrich Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre [CEEH de


aquí en adelante], traducción de Jaime Feijóo, Barcelona, Anthropos, 1990. Carta
XXII p. 295.
8. Cfr. SB, Onceava lección, Febrero 10 de 1937, pp.117-118.
9. SB, Cuarta lección, diciembre 2 de 1936, p. 35.
10. SB, Ibíd., p. 41.
11. SB, Séptima lección, enero 13 de 1937, p. 71.
12. Quinta lección, diciembre 9 de 1936, SB, p. 47.

49
función de su lectura siempre «idiosincrática»–, se muestran como
esenciales para una relectura y reinterpretación muy fructíferas del
texto en cuestión. El caso de sus lecciones sobre Schiller no es una
excepción en este sentido.
Para entender lo que Schiller lleva a cabo en estas cartas, es ne-
cesario recorrer rápidamente el camino trazado en sus páginas ante-
riores. En las primeras nueve cartas, Schiller se dedica a mostrar el
contexto político, histórico y antropológico en el que se inserta su
pregunta por la estética, justificando a la vez la pertinencia de esta
pregunta en dicho contexto:
Espero convenceros de que esta materia es mucho más ajena al gusto de
la época que a sus necesidades, convenceros de que para resolver en la
experiencia este problema político hay que tomar la vía estética, por-
que es a través de la belleza como se llega a la libertad13.
Una vez realiza un diagnóstico de su tiempo, a la luz de una frag-
mentación y separación radical de los dos «impulsos» o «fuerzas» que
componen la totalidad de la naturaleza humana –situación que para
él es propia del ser humano moderno, y que, si bien lo condena a un
modo de ser profundamente escindido, también le garantiza un punto
de partida para una posibilidad más amplia, estética, de existencia–
Schiller anuncia la necesidad de mostrar que la belleza es una «con-
dición necesaria de la humanidad»14. Las cartas 10 a la 18 pretenden
ser, pues, el análisis detallado de esta «perspectiva trascendental», des-
de la que Schiller establece su noción de belleza como la de un estado
de libertad estética, intermedio e intermediario entre los extremos opues-
tos, mas no necesariamente contradictorios, de la sensibilidad y la ra-
cionalidad. Surge así el conocido concepto del impulso de juego, sobre el
que, en palabras del propio Schiller «se fundamentará todo el edificio
del arte estético, y del aún más difícil arte de vivir»15.
Tras todo este recorrido, Schiller nos recuerda que «ahora debemos
no obstante descender de la región de las ideas al escenario de la reali-
dad», donde nos encontramos con dificultades y limitaciones que no ha-
llábamos en «el concepto puro» 16. De este modo, se anuncia una contra-
dicción fundamental que será el objeto de análisis de las cartas 19 a la 22:

13. CEEH, Carta II, p. 121.


14. CEEH, Carta X, p. 191.
15. CEEH, Carta XV, p. 241.
16. CEEH, Carta XVII, p. 253.

50
De lo anterior parece deducirse que ha de haber un estado intermedio
entre materia y forma, entre pasividad y actividad, y que la belleza nos
traslada a ese estadio. […] Sin embargo, nada hay más incongruente ni
más contradictorio que un concepto semejante, ya que la distancia que
existe entre la materia y la forma, entre pasividad y actividad, entre
sensación y pensamiento, es infinita, y no hay nada que pueda salvarla.
¿Cómo superar entonces esta contradicción? […] Este es el punto cla-
ve en el que desemboca toda la problemática de la belleza, y si consegui-
mos solucionar satisfactoriamente esta cuestión, habremos encontra-
do al mismo tiempo el hilo que nos guíe por todo el laberinto de la
estética17.
La manera como Schiller propone resolver esta contradicción es lo
que finalmente parece interesar profundamente a Heidegger y rete-
nerlo a lo largo de todas sus Lecciones18. En sus apuntes, muestra la
fascinación que le produce el que Schiller no busque de ninguna
manera salir de la contradicción, sino moverse a través de ella, mos-
trando cómo ese estado intermedio, el estado estético, es la reunión,
necesaria e imposible a la vez, de las tensiones constitutivas de la
naturaleza humana. La belleza es, aquí, la tensión abismal que deviene
un movimiento infinito entre lo sensible y lo racional, la receptividad
y la espontaneidad. Más que ubicar su análisis en cómo todo esto
conducirá a la resolución en el impulso de juego de todas las contra-
dicciones (salida que es más común entre los intérpretes de las Car-
tas), Heidegger se muestra interesado en recuperar esta noción origi-
naria del «estado estético» como este ámbito del estar entre, de la
infinita interrupción que abre ese «abismo infinito» que constituye
para Schiller la condición de posibilidad de la humanidad19. En el estado
estético, nos dice Schiller, no somos en estricto sentido nada: «la be-
lleza no realiza ningún fin, ni intelectual ni moral, no es capaz de

17. CEEH, Carta XVIII, pp. 259-261.


18. Hay solo dos excepciones en este sentido: un excurso sobre la poesía y una
discusión detallada sobre el debate nominalismo-realismo, los cuales se muestran
en todo caso atados al análisis heideggeriano sobre la esencia del arte y la noción
de «forma» en las Cartas de Schiller.
19. Dice Schiller comenzando su carta XIX: «cuando afirmamos que la belleza
constituye, para el hombre, un tránsito entre el sentir y el pensar, esto no ha de
entenderse de ningún modo en el sentido de que lo bello pudiera llenar el abismo
que separa el sentir del pensar, la pasividad de la actividad. Ese abismo es infinito.»
CEEH, Carta XIX, p. 269.

51
hallar ninguna verdad, no nos ayuda a cumplir ningún deber»20. Se
trata de un estado de absoluta e infinita determinabilidad, y por lo
tanto carente aún de cualquier determinación, pero condición abso-
luta para ella; un estado de posibilidad que se abre en medio de las
determinaciones, como una condición necesaria mas no suficiente;
un salto atrás, dice Schiller, en el que «nos es devuelta nuestra huma-
nidad, una y otra vez, por medio de la existencia estética»21.
El análisis que Heidegger hará de estos apartes de las Cartas en
sus Lecciones puede leerse a la luz de algunas de sus afirmaciones en
sus cursos sobre Nietzsche y la voluntad de poder como arte. De he-
cho, sin el apoyo de estos cursos sobre Schiller recientemente publica-
dos, dichas afirmaciones pueden parecer un tanto enigmáticas, en la
medida en que allí no reciben un desarrollo ulterior. En el capítulo
sobre «La doctrina kantiana de lo bello y su mala comprensión por
parte de Nietzsche y Schopenhauer», Heidegger escribe:
Puede decirse que la Crítica del juicio de Kant […] solo ha tenido
efecto hasta ahora por obra de malentendidos. Schiller ha sido el único
que comprendió algo esencial respecto de la doctrina kantiana de lo
bello y el arte, aunque también el conocimiento al que llegó fue sepul-
tado por las doctrinas estéticas del S. XIX22.
¿Qué es, pues, lo que Schiller llegó a comprender, antes de las
interpretaciones erróneas –y desde entonces predominantes– de
Nietzsche y Schopenhauer? Según Heidegger, se trata del concepto
kantiano de «desinterés», que ha vuelto a suscitar tanto interés a
partir del siglo pasado entre los intérpretes. Schiller comprendió que
el «desinterés» que caracteriza el tipo de placer por lo bello, no es
de ninguna manera «indiferencia» con respecto al objeto, sino que
abre la experiencia a un ámbito, exclusivo en principio de la estéti-
ca, donde «para encontrar algo bello, tenemos que dejar que lo que
nos sale al encuentro llegue ante nosotros puramente como él mismo,
en su propio rango y dignidad» 23 . De esta manera, continúa
Heidegger, Schiller comprendió desde muy temprano que la expe-
riencia de la belleza abre para nosotros una posibilidad de relacio-

20. CEEH, Carta XXI, pp. 289-291.


21. Ibíd.
22. Martin Heidegger, Nietzsche [N de aquí en adelante], Vol. 1, (traducción
de Juan Luis Vermal), Barcelona, Ediciones Destino, 2000, 109.
23. N, pp. 110-111.

52
narnos de una manera enteramente distinta –y esencial– con el
mundo a nuestro alrededor:
Tenemos que dejar en libertad lo que nos sale al encuentro como tal en lo
que él mismo es, tenemos que dejarle y concederle lo que le pertenece y lo
que nos aporta […] Precisamente gracias al ‘sin interés’ entra en juego la
relación esencial con el objeto mismo. No se ve que es solo a partir de este
momento que el objeto como puro objeto viene a la apariencia [zum
Vorschein kommt], y que este venir-a-la-apariencia [dieses in-den-
Vorschein-kommen] es lo bello. La palabra ‘bello’ alude al aparecer en la
apariencia de ese aparecer [das Erscheinen im Schein solchen Vorscheins]24.
Éste es el Kant que, a través de la interpretación de Schiller, podría
leerse ya como estando «en el umbral» de la historia de la metafísica y
del lenguaje de la estética, es decir, apuntando ya hacia una nueva
manera de aproximarse a la esencia de la existencia del ser humano:
La interpretación kantiana del comportamiento estético como ‘placer
de la reflexión’ se interna en un estado fundamental del ser-del-hom-
bre, solo en el cual este llega a la fundada plenitud de su esencia. Es el
estado que Schiller comprendió como condición de posibilidad de la
existencia histórica, fundadora de historia, del hombre25.
Esta relación del estado estético de Schiller con la lectura parti-
cular que este último habría hecho de Kant –transformándolo en el
proceso26–, es un hilo conductor fundamental en las Lecciones de
Heidegger sobre las Cartas. Así, por un lado, Heidegger propone leer
el estado estético, definido por Schiller en la carta 20 como un estado
de «determinabilidad real y activa»27, en relación con la facultad de
la imaginación kantiana, tal y como había sido ya analizada en su
libro anterior sobre Kant y el problema de la metafísica (1929)28. Sin
embargo, en lugar de caer nuevamente en la estructura de la subjeti-
vidad, como es el caso de Kant, Schiller habría logrado transformar la
experiencia de la imaginación kantiana –la experiencia fundamental
de la pertenencia mutua del ser humano y el mundo, de la esponta-
neidad y la receptividad– en una realidad necesariamente fundadora

24. N, p. 111.
25. N, p. 114.
26. Cfr. SB, Primera Lección, noviembre 4 de 1936, p. 9.
27. CEEH, Carta XX, p. 285.
28. «El estado estético no es otra cosa que la facultad de la imaginación
kantiana». SB, p. 73.

53
de la existencia histórica. Y con ello, señala Heidegger, Schiller habría
logrado introducir con sus Cartas la cuestión fundamental de la nece-
sidad del arte para la apertura de dicha existencia.
Heidegger muestra entonces, en primer lugar, que el estado esté-
tico, tal y como se presenta entre las cartas 19 a la 22, no se presenta
solo como una relación posible entre otras entre el ser humano y el
mundo, sino como la «relación fundamental [Grundverhältniss]»29:
«la condición para todo posible estado [Zuständlichkeit] del ser hu-
mano»30. Esto es, un estado «que se constituye, desde una perspectiva
de la existencia histórica, en el fundamento de toda existencia
[Daseins]»31.
Por otro lado, además de este primer giro hacia la condición para
toda existencia, Schiller habría logrado llevar la pregunta por el esta-
do estético hacia «la pregunta por el origen de la libertad»32. Un tal
concepto de libertad, continúa Heidegger, no debería ser entendido
como una cuestión moral, sino estética33, es decir –como ya lo desa-
rrolla Schiller en Kallias–, una libertad en la apariencia [«Freiheit in der
Erscheinung»], o, como sugiere Heidegger, la libertad misma apare-
ciendo, trayéndose a sí misma a este aparecer34. Esta libertad se hace
a sí misma posible y puede llegar a actualizarse [verwirklicht], a efec-
tuarse [erwirkt], solo a través de la obra de arte35. De esta manera,
asegura Heidegger en su cuarta lección, «las Cartas de Schiller no

29. SB, Segunda Lección, noviembre 11 de 1936, p. 26


30. SB, p. 24.
31. SB, Quinta Lección, diciembre 9 de 1936, p. 47.
32. SB, Segunda Lección, noviembre 11 de 1936, p. 22.
33. Heidegger parece estar haciendo referencia aquí a las notas al pie que
Schiller trae respectivamente en las cartas 19 y 20. En la carta 19, Schiller aclara
que «para evitar malentendidos, hago notar que, cuando hablamos aquí de liber-
tad, no nos referimos a aquella que atañe necesariamente al hombre en cuanto ser
inteligente, sino a aquella otra libertad que se basa en su doble naturaleza. Al
actuar solo racionalmente, el hombre pone de manifiesto una libertad del primer
tipo; mientras que actuando racionalmente dentro de los límites de la materia, y
materialmente sometido a las leyes de la razón, evidencia una libertad del segun-
do tipo» (CEEH, p. 279). En la nota al pie de la carta 20, queda claro que esta
libertad tiene que ver precisamente con una «cualidad o perspectiva estética»,
con una «libertad estética» en la que el ánimo es «libre en su máximo grado»
(CEEH, p. 287).
34. SB, Onceava Lección, febrero 10 de 1937, p. 118.
35. SB, Cuarta Lección, diciembre 2 de 1936, p. 36.

54
tratan de otra cosa distinta que de la esencia del arte, su necesidad
metafísica y su poder histórico-fundante»36.
La transformación que habría llevado a cabo Schiller de la filoso-
fía kantiana, tendría que ver entonces principalmente con este «lle-
var más allá» del mismo Kant la experiencia estética, al convertirla
en una condición fundamental para la existencia histórica humana,
o, mejor aún, al convertirla en la condición de posibilidad de toda
posible existencia propiamente histórica. Y para Heidegger –quizás
mucho más claramente que para el mismo Schiller– el arte no es sim-
plemente una manifestación más, entre otras, de esta existencia, sino
la única posibilidad de su apertura.
Se encuentran también aquí las claves para recoger mejor las
sugerencias de Heidegger en su Nietzsche. Solo Schiller habría sido
capaz de entender en toda su dimensión las consecuencias de aquello
que ya se estaba llevando a cabo en el pensamiento de Kant. Es solo
gracias a y a través de Schiller que el pensamiento kantiano se revela
como estando ya en el umbral mismo de la historia de la estética, de la
misma manera que es solo gracias a y a través de Heidegger que el
pensamiento schilleriano se muestra como anunciando, desde el inte-
rior de la historia de la estética, las posibilidades de su propia
de(con)strucción:
De esta pregunta, ‘¿qué tiene que ver el arte con la totalidad de la exis-
tencia humana?’, es de la que se ocupa Schiller con su noción de una
educación del hombre para el estado estético; un estado desde el que y
a partir del cual este construye verdaderamente su historia37.
Es aquí, además, donde comienza a hacerse claro en qué sentido
estas Lecciones se muestran esenciales para entender la dirección que
tomará el pensamiento mismo de Heidegger en estos años. No se trata
únicamente de que Schiller logre introducir, incluso «a pesar de Kant»,
un «giro [Wendung] en dirección hacia la historia»38, y de que, con
ello, esté dando un «paso [Tritt] decisivo hacia el arte»39. Se trata
más bien de que, a través de esta lectura de Schiller, es el pensamien-
to mismo de Heidegger el que está llevando a cabo este giro y este
paso decisivos. De hecho, se trata más bien del giro y del paso de
Heidegger, no de Schiller. Es Heidegger, más que Schiller, quien afir-
36. SB, p. 37.
37. SB, Primera Lección, noviembre 4 de 1936, p. 14.
38. SB, Cuarta Lección, diciembre 2 de 1936, p. 38.
39. SB, Primera Lección, noviembre 4 de 1936, p. 12.

55
ma en sus Lecciones: «debemos buscar por ello recuperar una relación
originaria con el arte»40; debemos «indagar por la verdad en el sentido
del arte [der Wahrheit im Sinne der Kunst]»41.
Podría decirse, aunque no es mi intención desarrollar esto con
todo el detalle que se merece, que todo esto contribuye a la evidencia
que apunta al giro que llevará a cabo Heidegger a lo largo de la déca-
da de 1930 y que tiene que ver estrechamente con su progresiva ocu-
pación con la obra de arte. Incluso si las Lecciones sobre las Cartas
todavía muestran una preocupación central por el ser del ser humano
–la apertura que lo constituye y que a la vez instaura este en medio
del ser de los entes–, hay también señales de que Heidegger ha co-
menzado a tomar un camino distinto, reconduciendo la centralidad
de la pregunta por el ser hacia una apertura que ya no es, originaria-
mente, la del ser-ahí.
En su curso de 1935 Una introducción a la metafísica, Heidegger
sugería la necesidad de «darle a la palabra ‘arte’ un nuevo contenido»
dada su «relación originaria con el ser»42. Esta parece ser también la
intención detrás de la pregunta por la esencia del arte en sus análisis
de las Cartas de Schiller. La obra de arte es, en Schiller, según
Heidegger, «el arte del ideal»43, en el que las cosas se muestran en su
entera singularidad, trayendo con ello a la luz lo que es, el ser, a
través de su propia presentación. Aquello que llega a la apariencia en
la obra de arte es –nos dice Heidegger, rastreando la noción schilleriana
de «forma»– la libertad, el estado estético mismo, esto es, el ser que
hace posible el ser del ser humano44.
También en los lugares donde Heidegger amplía –más allá de
Schiller– su análisis de la obra de arte en su relación con la poesía, y
por lo tanto con el lenguaje, parece estarse introduciendo una pers-
pectiva distinta en esta dirección. «Vivimos en el lenguaje», dice
Heidegger, y hay en ello, en su fundamento, algo secreto45; algo que
siempre se esconde nuevamente allí y que siempre parece escapársenos
cuando queremos aprehenderlo. Este «algo» se ejemplifica en la poe-
sía. Pero la poesía a su vez, en estas Lecciones, no es otra cosa sino el
40. SB, Quinta Lección, diciembre 9 de 1936, p. 57.
41. SB, Primera Lección, noviembre 4 de 1936, p. 20.
42. Martin Heidegger, An Introduction to Metaphysics, (traducción de Ralph
Mannheim), New Haven, Yale University Press, 1959, p. 101.
43. SB, Cuarta Lección, diciembre 2 de 1936, p. 35.
44. Cfr. SB, Onceava Lección, febrero 10 de 1937, p. 118.
45. SB, Octava Lección, enero 20 de 1937, p. 86.

56
intento de comprender la noción schilleriana de lo bello, y con ello,
por tanto, de aquello que llega a la apariencia en la obra de arte.
Heidegger guía de esta manera a sus estudiantes: «Miremos primero
este poema, hablemos después de la poesía en tanto que poesía, en
tanto que obra de arte, para llegar a captar con ello la belleza»46.
Preguntémonos, continúa, «si la obra de arte, en su belleza, no es al
final sino un secreto»47. Puede verse aquí, por tanto, también una
tendencia cada vez más clara a cambiar el énfasis desde el ser del ser
humano al ser de la obra de arte, desde el ser-ahí de la ontología
fundamental, a la belleza, entendida aquí, a través de la lectura de
Schiller, como una apertura que va más allá de lo que somos y que se
constituye en condición de posibilidad de nuestra existencia.
Este giro desde el ser-ahí al ser, que apenas puede encontrarse
sugerido aquí en algunos de los pasajes, quedará mucho más claro en
la versión definitiva de la conferencia sobre El origen de la obra de arte,
que Heidegger dictaría en Frankfurt paralelamente a este curso sobre
Schiller. No obstante, todas estas nociones de obra de arte como apa-
riencia [Schein], como el venir-a-la-apariencia [in-Vorschein-
kommen], como el secreto intrínseco a la belleza, son desarrolladas
en las Lecciones de la mano con el análisis del proyecto schilleriano. Si
el estado estético es la realidad fundamental y fundadora para nues-
tra existencia histórica, y si solo se hace posible a través de la obra de
arte, es solo en el evento mismo que el arte inaugura para nosotros
que podemos encontrar finalmente nuestra más plena realización. La
obra de arte, ese movimiento secreto y misterioso que no puede ser
captado por nosotros sin escaparse de nuevo una y otra vez48, es nece-
saria para la apertura que somos, es necesaria para la experiencia que
se revela como condición de posibilidad de nuestra realización
[Verwirklichung], de nuestra existencia histórica. Esta es la conclu-
sión a la que llegan las Lecciones.
Sin embargo, Heidegger reconoce que este desenlace no puede
aplicarse enteramente a Schiller y a su propuesta. Por ello, al final de
la última Lección (y solo allí), Heidegger decide distanciarse explíci-
tamente de las Cartas y mostrarnos los límites del proyecto schilleriano.
Schiller, indica Heidegger, vuelve a caer inevitablemente bajo la som-
bra de Kant, cediendo nuevamente el lugar abierto en medio de la

46. SB, Séptima Lección, enero 13 de 1937, p. 78.


47. SB, Octava Lección, enero 20 de 1937, p. 80.
48. SB, Octava Lección, enero 20 de 1937, p. 83.

57
historia de la estética a un pensamiento aún por venir49. La perspecti-
va triunfante al final de las Cartas, más allá de todos los análisis posi-
bles del estado estético, sigue siendo la perspectiva inevitablemente
«nihilista» de la «cultura», de la razón, que condena al arte a ser
simplemente un instrumento. Así, la propuesta de Schiller no es, al
menos no enteramente, «un ideal alternativo, y menos aún, la supera-
ción de un punto de vista racional»50. El arte sigue siendo allí «sólo un
pasaje, una mediación» que permite que toda acción humana y toda
relación posible del ser humano con el mundo sean entendidas exclu-
sivamente aún «en términos de la verdad de la razón»51.
El arte, y en particular la obra de arte como «apariencia en térmi-
nos de su aparecer, del traer algo a la apariencia»52, ha salido a la luz
a lo largo de la lectura heideggeriana de las Cartas. Se trata de una
interpretación de la apariencia [Schein] que, según Heidegger, que-
daría sugerida pero «nunca sería la dominante para Schiller»53. No
puede negarse, sin embargo, que fue al menos apoyado en esta lectura
de las Cartas que Heidegger desarrolló cierta familiaridad con dicha
noción. Tampoco sobra decir que, con ello, Heidegger también ha
logrado iluminar una parte de la propuesta de Schiller que no solo no
es evidente, sino que puede resultar muy fructífera para recorrer con
él, nuevamente, los sentidos y dimensiones de esa «vía estética» anun-
ciada desde el principio de las Cartas.
De esta manera, con Schiller, y a la vez dejando a Schiller atrás, la
pregunta por el arte queda para Heidegger aún en escena. Una pre-
gunta que, ahora lo sabemos, ni Schiller ni Heidegger podrían res-
ponder satisfactoriamente, pues como Schiller ya nos enseña en las
Cartas, tal y como Heidegger lo supo recoger, ninguna respuesta po-
drá nunca escapar al círculo en el que el secreto de la obra de arte
nos envuelve. El secreto de la belleza, para Schiller, el secreto de la
obra, para Heidegger: un secreto al que no hay que temerle, pues
ilumina con su rastro la finitud de nuestra existencia.

49. Cfr. SB, Doceava Lección, febrero 17 de 1937, p. 131.


50. SB, p. 130.
51. SB, p. 131. Heidegger aquí formula la misma crítica que años más tarde
reformulará Gadamer en Verdad y Método. Para un análisis más detallado de esta
crítica, y de una posible respuesta desde la perspectiva de Schiller, cf. el último
capítulo de mi libro La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en F. Schiller,
Bogotá, U. Nacional de Colombia, 2008.
52. SB, p. 126.
53. Ibíd.

58
De la belleza a la prosa del mundo
La transfiguración de lo bello en el colapso de las
vanguardias

Víctor del Río


Universidad de Salamanca

Fuera de los cauces académicos y vistos con la distancia quizá


algo irrespetuosa de nuestro mundo sobreexpuesto a las imágenes, los
antiguos tratados de estética nos parecen hoy escritos en una lengua
extraña. Una lengua en todo caso ajena a la producción artística tan-
to de su tiempo como del nuestro. Aquellos tratados originarios de la
disciplina que llamamos estética no parecen tener nada que ver con
las preocupaciones del mundo del arte y así lo han señalado autores a
quienes les interesa aquella vieja tradición de la filosofía del arte a
pesar de su previsible anacronismo, y que vuelven a poner el foco de
la teoría sobre el concepto de belleza en el arte actual.Los primeros
textos que se aproximaban al asunto escurridizo de los juicios del gus-
to, a las impresiones de placer y displacer provocadas por la naturaleza
y el arte, presentaban sus observaciones a la luz de las experiencias
culturales del momento y de los tópicos arraigados en el corazón de
Europa. Allí encontramos los comentarios etnográficos de la estética
Kantiana hacia 1763 sobre los pueblos del mundo y su inclinación
hacia lo bello o lo sublime1, o las consideraciones de Burke sobre asuntos
de carácter antropológico de seis años antes2. Si en Kant se trata de
un ensayo precrítico notablemente heterodoxo en el contexto de su
obra, previo a la construcción de su sistema filosófico, en Burke la
incursión en la estética precede a una obra encaminada por lo demás
hacia el campo de la política. Incluso el estilo literario es distinto en

1. Immanuel Kant, Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime,


(Introducción, notas y traducción de Luis Jiménez Moreno), Madrid, Alianza, 1990.
2. Edmund Burke, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca
de lo sublime y de lo bello, (estudio preliminar y traducción de Meneen Gras
Balaguer), Madrid, Alianza, 2005.

59
estos trabajos iniciales, y así lo han apuntado historiadores como
Vorländer a propósito de Kant: «ninguno de los grandes escritos lo
está en frases tan cortas y fáciles de entender para todos, con tanto
ingenio, serenidad, humor y conocimiento práctico de los hombres.
No es propiamente el contenido estético, como pudiera sospecharse
por su título, sino más bien moral-psicológico y antropológico»3.
Tanto Kant como Burke acuden tangencialmente a la estética
bajo una óptica costumbrista, aunque el primero decidiera más tarde,
en 1781, cerrar el ciclo de sus críticas con un trabajo sistemático sobre
la capacidad de juzgar dentro del conjunto de sus preocupaciones
epistemológicas. Esa base costumbrista y tópica colisionaba en su ori-
gen, sin embargo, con alguna demanda metódica implícita en el ejer-
cicio del pensamiento y con la apariencia de emprender un estudio
basado en la observación empírica. El legado de Descartes venía des-
de el siglo XVII situando las teorías sobre nuestra capacidad de cono-
cer en el enclave del «método», y esa aproximación determinaría una
conciencia de la disociación en el modo de percibir y entender el
mundo según las diversas facultades del alma. En esa disociación se
alojaba ya la pregunta acerca del estatuto epistemológico de las artes
en el complejo de los saberes. No era nueva, desde luego, la ubicación
de la empresa del conocimiento en el vértice de un claroscuro entre
apariencias y certezas, en el ámbito poco fiable de las percepciones.
Pero sí empezaba a serlo el hecho de que una disciplina que se llamó
«estética» se ocupara precisamente del reverso constitutivo de la ra-
zón. En ello no puede ser más significativa la acuñación fundacional
de Baumgarten de una disciplina que será «arte de la razón analógica»
y «ciencia de lo sensible»4. Ese objeto de la teoría condicionaría in-
cluso la prosa de los tratadistas en el intento de aprehender la fugaz e
inestable idea de lo bello. Llevaría la escritura de aquellos textos ha-
cia innumerables excusas discursivas destinadas a prevenir las répli-
cas o a conjurar la precariedad de un ámbito de exploración todavía
incierto5. Obviando la benevolencia de Vorländer sobre el texto de

3. Karl Vorländer, Immanuel Kant’s Legen, vol. 1, Leipzig, Felix Meiner, 1911, p.
54. Así lo recoge Luis Jiménez Moreno al definir la especificidad de este ensayo en
su introducción para la citada edición de las Observaciones.
4. Para una selección de textos originarios de la estética es recomendable la
edición de Mateu Cabot en: A. G. Baumgarten, J. J., Winckelmann, J. G. Hamann,
M. Mendelssohn, Belleza y verdad. Escritos de estética entre la Ilustración y el Roman-
ticismo, Barcelona, Alba Editorial, 1999.
5. En su «indagación» Burke nos advierte: «Como soy sensato, no he dispues-

60
Kant no resulta descabellado a una sensibilidad postmoderna, por tan-
to, aplicar la cura de la parodia para muchos de aquellos pasajes que
hoy vemos como documentos históricos, y considerarlos partes de una
vaga colección de tópicos que podríamos atribuir a Bouvard y Pecuchet,
los personajes de Flaubert. Ellos se encarnarían más tarde en
contrafiguras del proyecto ilustrado, y su enciclopedia delirante, a su
vez, ha sido hoy convertida en tópico de la postmodernidad6.
En el origen de la estética moderna encontraríamos alojada como
una profecía la tangencialidad del problema de la belleza en el siste-
ma del conocimiento. Tal excursionismo filosófico se adentra en un
bosque que se vuelve siniestro en el reino de la belleza y que opera
como un espejo deformante de la propia empresa filosófica. Pero en
contra de lo que podrían augurar los relatos postmodernos, tendentes
a la creencia en la ingenuidad del pasado, la estética del XVIII se
presentaba como la conciencia de la propia crisis de la racionalidad, y
es en ese espacio filosófico de sospecha sobre la indisociabilidad entre
la estructura racional y el complejo de las pasiones, donde tiene su
nacimiento un modelo de reflexión que hoy vemos en su genealogía.
Tal como ha apuntado Elio Franzini, la idea de Leibniz sobre la belle-
za, como «unidad en la diversidad» podría aplicarse al nacimiento
mismo de la estética en tanto que pluralidad de especulaciones teóri-
cas sobre el tema cuyo origen fundacional se encontraría en la gran
querella entre clásicos y modernos. Al invocar la Querelle, Franzini
nos habla de la imprecación de Perrault contra Homero como una
lectura de la caducidad de la belleza clásica. En el debate, y ante el
escándalo levantado por Perrault, media Fontenelle estableciendo una
igualdad entre modernos y clásicos. En tales intentos de síntesis de
estos extremos se muestran los rastros de una reconciliación7 que será

to mis temas para aguantar la prueba de una controversia malintencionada, sino


de un examen moderado e incluso indulgente, ya que no están armados en todos
sus puntos para la batalla, sino aderezados para visitar a aquellos que ansían dar
una apacible acogida a la verdad». Edmund Burke, Indagación filosófica sobre el
origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, op. cit., p. 84.
6. Véase Douglas Crimp, «Sobre las ruinas del museo», en Hal Foster, (ed.), La
posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1998, p. 81 ss.
7. «La estética –y esta es una hipótesis que acompañará a la presente investi-
gación– nace, efectivamente, de la exigencia conciliadora de un contexto cultural
en el que se intenta acomodar el mundo de la contingencia en el plano de la
razón, y en el que, al mismo tiempo, valores absolutos como el de la belleza se
refieren a facultades subjetivas como el gusto, al buen sentido del sentido común.

61
el nicho histórico de una disciplina articuladora de la modernidad.
La pretensión de los partidarios de los modernos frente a los clásicos
no podía ser más consecuente con el proyecto de una emancipación
estética. Pero, en el pensamiento del XVII ya se planteaba la necesidad
de establecer una «lógica de los afectos» o una «lógica de las emocio-
nes», y la estética emerge sobre esa plataforma epistemológica que
demanda una pregunta sobre el modo en que se combinan la razón y
la experiencia sensible. Esta dialéctica entre universalidad e
historicidad de las categorías estéticas estará presente en toda la re-
flexión del XVIII y nos permite trazar una lectura de sentido de la
propia Querelle por cuanto no hace referencia solo a una cuestión de
política cultural y de cánones de producción artística, sino a un pro-
blema de orden filosófico sobre dónde y cómo tratar desde el pensa-
miento la experiencia estética.
Tanto lo bello como lo sublime, por ello, se nos aparecen hoy más
bien como formas teóricas cuya estructura se replicará en otros mode-
los explicativos que vertebran nuestra conciencia retrospectiva de la
modernidad. No es su semántica, lo que es bello o lo que no lo es, sino
su sintáctica, cómo algo puede ser bello, lo que finalmente está en
juego en la deriva filosófica posterior. Desde dentro de estas reflexio-
nes, y a pesar del fisiologismo y psicologismo con que se plantean,
encontramos los designios de su despliegue en las consecuencias teó-
ricas y prácticas de las categorías de lo bello y lo sublime en el arte y la
poesía. Es revelador por tanto que Burke utilice unos versos de Milton
para aproximarse a la idea de sublime bajo la óptica de lo informe. En
efecto Burke recurre a un poema que describe la muerte como una
«forma otra», como «aquella forma que no era / distinguible»8. Tam-
bién es revelador que Kant mencione a Milton en términos similares
en sus «observaciones», desvelando el eco de la lectura de Burke en

No se trata de un proyecto, sino, más bien, de una voluntad filosófica que tiende
a construir horizontes en los que puedan confrontarse diversas experiencias y
visiones del mundo». Elio Franzini, La estética del siglo XVIII, (traducción de Francisco
Campillo), Madrid, Visor, 2000, pp. 21-22.
8. Los versos de Milton citados por Burke se completan del siguiente modo:
«La otra forma, / Si forma pudiera llamarse aquella forma que no era / Distinguible,
como miembro, colectivo o individual; / O si sustancia pudiera llamarse aquella
forma parecida; / A cualquiera de ellas se parece; negra se mantuvo como la
noche; / Fiera como diez furias, terrible como el infierno, / Y blandía su venablo
mortal. En lo que parecía su cabeza / El trasunto de una corona regia portaba».
Citado en Edmund Burke, Indagación filosófica…, op. cit., p. 88.

62
su propio texto. El comentario de los versos de Milton resulta explícito
de la relación que lo bello y lo sublime mantienen con el criterio de la
forma. Así lo expresaría más tarde el propio Kant en su analítica de lo
sublime de La crítica del juicio cuando explica:
Lo bello de la naturaleza se refiere a la forma del objeto, que consiste en
su limitación; lo sublime, al contrario, puede encontrarse en un objeto
sin forma, en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada
ilimitación y pensada, sin embargo, una totalidad de la misma, de tal
modo que parece tomarse lo bello como la exposición de un concepto
indeterminado del entendimiento, y lo sublime como la de un concep-
to semejante a la razón9.
El principio que se expone aquí se veía precedido por sus aplica-
ciones al plano artístico en la valoración del dibujo como base funda-
mental de las representaciones artísticas, por cuanto este define la
forma y limita la materia en una estructura esencial anterior a los
ornamentos10. Como ha recordado Remo Bodei, los conceptos de «me-
dida» y «orden» aparecen en relación a la limitación racional que
Zeus impone a lo informe desde los orígenes de la cosmogonía griega,
también en la etimología de la palabra española «hermosura» encon-
tramos incorporada la raíz del concepto de «forma»11. La contraposi-
ción entre lo bello y lo sublime remite, por tanto, a la idea de forma y
se relaciona con ella según una valencia positiva y negativa respecti-
vamente. Si la forma es el límite de la materia indeterminada, que
queda ordenada en su geometría, es superada por lo sublime, que se
presenta como el desbordamiento radical de las formas y como su des-
trucción. En ambos casos, en positivo o negativo, la forma puede ser la
clave del arco entre lo bello y lo sublime. A pesar de las numerosas
matizaciones que Burke dedica a explicar que la proporción y las di-
mensiones armónicas no son condición suficiente de lo bello12, sí es

9. Seguimos aquí la traducción de García Morente en Immanuel Kant, Crítica


del juicio, Madrid, Espasa, 1990, § 23, pp. 183-184.
10. «En la pintura, escultura, en todas las artes plásticas, en la arquitectura, en
la traza de jardines, en cuanto son bellas artes, el dibujo es lo esencial, y en este, la
base de todas las disposiciones para el gusto que la constituye no lo que recrea la
sensación, sino solamente lo que, por su forma, place». § 14, Ibíd., p. 159.
11. Véase Remo Bodei, La forma de lo bello, (traducción de Juan Díaz de
Atauri), Madrid, Visor, 1998, p. 25 ss.
12. En realidad las palabras de Burke se dirigen contra la idea de la proporción
como regla de la forma, pero no al concepto mismo de forma cuya «manera», o

63
una condición necesaria desde un punto de vista cultural en el deve-
nir de la teoría del arte, que basará sobre este principio el desarrollo
del «formalismo» como corriente de pensamiento estético en los siglos
posteriores. De este modo la problemática de lo bello presenta una
estructura subyacente que apunta hacia laderas complementarias que
nacen de su propia contingencia y de las premisas categorizadas origi-
nariamente en la estética sobre la idea del desinterés y de la autono-
mía. Ambas laderas, prefiguran el destino de las teorías artísticas de
la modernidad entre la gramática de las formas y las funciones
estructurantes del lenguaje del arte.
La desvinculación de arte y estética se salda en la aplicabilidad
de algunos de los principios recogidos aquí en una nueva familia de
teorías del arte que comienzan a operar como fórmulas derivadas del
progresivo fenómeno de autoconciencia del arte. El paso de la estéti-
ca a la «teoría del arte» tendría, pues, un umbral disciplinar inscrito
en ese campo de incorporación a una práctica que genera sus propias
reglas de definición. Aunque los relatos sobre el origen de la estética
deberían revisarse a la luz de otras disciplinas como la historia del
arte, y también a partir del nacimiento de la crítica de arte como
género literario en Diderot y en otros autores en el contexto de una
evaluación de los salones en el XVIII así como la capacidad de convo-
catoria de un nuevo público anónimo para las obras, no podemos aquí
sino apenas señalar una serie de giros decisivos en el surgimiento de
una determinada idea de arte. La sombra que se arroja sobre el devenir
de las prácticas artísticas en la modernidad, y más concretamente las
consecuencias de algunos de estos planteamientos en el siglo XIX, ten-
dría que sustentarse en la consolidación de los formalismos como un
conjunto de teorías fundantes del nuevo estatuto artístico que recoge
la herencia de su autonomía. Ahora bien, esta deriva formalista no
podría desligarse de otro gran bloque de teorías en las que podríamos
situar una buena parte de los debates a lo largo del siglo XX como son
las teorías sociales del arte. Si las unas se ocupan de la especificidad
de los medios del arte tratando de ser inmanentes y fieles a las prácti-
cas, las otras se ocupan del lugar del arte en el sistema productivo de
la cultura. A modo de dialéctica ambas ramas del proceso parten del

cuya gracia, supone una condición de posibilidad de la belleza. Lo informe, por


consiguiente, no puede ser considerado dentro de la categoría de lo bello. Aún así
matizará: «Porque la deformidad no se opone a la belleza, sino a la forma común
completa». Edmund Burke, Indagación filosófica…, op. cit., p. 135.

64
mismo tronco histórico y se presentan como consecuencias comple-
mentarias del principio de autonomía. Esto es así porque si la forma
aparece como el lenguaje específico del arte, su aislamiento de otras
prácticas culturales sugiere a partir de este momento un
cuestionamiento radical de su función, pretendida o derivada, en el
complejo de las actividades humanas. Al preguntar por esa función
saltan al primer plano las demandas asociadas a un estatuto inoperante
en la praxis vital y quedan de manifiesto las posibles instrumentalizaciones
del desinterés estético en el interés político que rentabiliza una socie-
dad de clases. Esta cuestión será, de hecho, la perspectiva que las teo-
rías marxistas van a desarrollar en torno a las vanguardias a principios
del siglo XX. Así, de hecho, sintetiza el concepto de autonomía Peter
Bürger en su conocido texto Teoría de la vanguardia:
En resumen, la autonomía del arte es una categoría de la sociedad bur-
guesa. Permite describir la desvinculación del arte respecto a la vida
práctica, históricamente determinada, describir pues el fracaso de la
construcción de una sensualidad dispuesta conforme a la racionalidad
de los fines en los miembros de la clase que está, por lo menos periódi-
camente, liberada de constricciones inmediatas. En esto reside el mo-
mento de verdad de las obras de arte autónomas. La categoría, sin em-
bargo, no permite captar el hecho de que esa separación del arte de sus
conexiones con la vida práctica es un proceso histórico, que está por
tanto socialmente condicionado. Y precisamente la falsedad de la cate-
goría, el momento de la deformación, consiste en que cada ideología –
con tal de que se utilice este concepto en el sentido de la crítica de la
ideología del joven Marx– está al servicio de alguien. La categoría de
autonomía no permite percibir la aparición histórica de su objeto. La
separación de la obra de arte respecto a la praxis vital, relacionada con
la sociedad burguesa, se transforma así en la (falsa) idea de la total
independencia de la obra de arte respecto a la sociedad. La autonomía
es una categoría ideológica en el sentido riguroso del término y combi-
na un momento de verdad (la desvinculación del arte respecto a la
praxis vital) con un momento de falsedad (la hipostatización de este
hecho histórico a una «esencia» del arte)13.
Quizá no se haya señalado con suficiente énfasis esta doble valencia
de la autonomía. Las valencias, emancipatoria e instrumentalizable,
se alternan en el proceso y son de hecho indisociables. Más allá de las
obras que se integran en un sistema de intercambio, al tiempo mate-

13. Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 1997, pp. 99-100.

65
rial y simbólico, la emanación teórica en el plano de su legitimidad
co-implica una necesidad de la estética en tanto que filosofía del
arte. Es decir, la justificación da como resultado el desarrollo de una
disciplina filosófica específica. Para llegar a este punto, es necesario el
trazado de esa transición que aboca a una coincidencia de los desti-
nos del arte y la filosofía. En ello, la tradición hermenéutica ha sido
quizá la que con más dedicación ha querido ver las posibilidades de
cooperación de estos discursos por cuanto concede al arte la reminis-
cencia de su vínculo con el conocimiento, y trata de relatar, de nue-
vo, cómo llegó el arte a convertirse en una forma de acceso a la ver-
dad. En la recopilación de conferencias que Hans Georg Gadamer
impartiera en las Semanas de la Escuela Superior de Salzburgo, del 29
de julio al 10 de agosto de 1974, que más tarde fueron editadas bajo el
título La actualidad de lo bello14, establecía el momento de inflexión de
la relación entre arte y filosofía en la evaluación de la muerte del arte
enunciada por Hegel y que ha servido para configurar toda una suerte
de ecos especulativos. En la que podría ser una familia intermedia de
las teorías del arte moderno, las de raíz hermenéutica, Gadamer permi-
te dimensionar esta controvertida fábula en la que la metáfora de la
muerte, tan repetida para otros grandes conceptos, promociona toda
una letanía de interpretaciones. La sugerencia de Gadamer, sin embar-
go, sitúa esta disfunción como un estadio fundamental de la
autoconciencia del arte en tanto que práctica autónoma. El exceso de
autoconciencia, su emancipación de los programas iconográficos del
poder político y religioso, marginaba en cierto grado la función del arte
a una actividad consentida en los márgenes de la construcción de los
imaginarios. Sin abandonar sus papeles comprometidos con la nueva
dimensión burguesa de la polis, el arte romántico que nos describe Hegel15
ya no tiene otro papel que su propia institución como forma subjetiva.
Gadamer sitúa el origen de la palabra «arte» en la idea de produc-
ción y, más tarde en la tradición occidental, sobre la base de una
difusión doctrinaria del cristianismo, que necesita consentir las re-

14. Hans Georg Gadamer, La actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo
y fiesta, (Introducción de Rafael Argullol, traducción de Antonio Gómez Ramos),
Barcelona, Paidós, 2002.
15. Aunque somos conscientes de que «el romanticismo» no es uno ni para
Hegel ni para la historiografía contemporánea, aquí nos referiríamos más bien al
romanticismo de la escuela de Jena con la que polemiza Hegel particularmente
con la figura de Frederich Schlegel.

66
presentaciones figurativas de carácter religioso para hacer llegar su
mensaje a una población que no sabía leer. Sobre esa preeminencia de
la labor representacional, lo bello adquiere un protagonismo decisivo
en el momento de emancipación del arte como actividad autorregulada.
Lo bello sería el origen de la autodeterminación que prefigura el princi-
pio de autonomía artística a su vez asentada en el desinterés estético.
«Sin ninguna referencia a un fin, sin esperar utilidad alguna, lo bello se
cumple en una suerte de autodeterminación y transpira el gozo de re-
presentarse a sí mismo»16. Ahí reside el principio de automarginación
del arte como disfunción en una estructura de la cultura orientada a
un sistema productivo. También se localiza en esto el topos del arte más
allá de las consideraciones sobre las superficies aparienciales, o las de-
más perplejidades del gusto derivadas de la imposibilidad de establecer
un método para la crítica y la evaluación estética17.
En su lugar, lo bello, por su tangencialidad y por su autodetermi-
nación en los márgenes del conocimiento, señaliza el lugar del arte
como forma de exterioridad. En ese problema de ubicación que se
detecta paradigmáticamente en la arquitectura de las críticas
kantianas, encontraríamos el desplazamiento que el arte asume en
el devenir de lo moderno. Es claro, pues, que este estatuto descen-
trado de la experiencia estética remite desde Kant y en los desplie-
gues del idealismo alemán. Como sabemos este origen apuntado por
Gadamer en el lugar reservado al arte moderno en su autoconciencia
es perfectamente coincidente con el nacimiento de la estética como
disciplina determinada por tales condiciones históricas e
infraestructurales en occidente:
El tercer paso nos conduce de modo inmediato a lo que, en la historia de
la filosofía, se llama estética. La estética es una invención muy tardía, y,
aproximadamente, coincide –lo que ya es bastante significativo– con la
aparición del sentido eminente del arte separado del contexto de la
práctica productiva, y con su liberación para esa función cuasi-religiosa
que tiene para nosotros el concepto de arte y todo lo referido a él18.

16. Ibíd., p. 50.


17. Como bien apunta Gadamer, «Todo el mundo sabe que, en la experiencia
estética, el gusto representa el momento nivelador. En tanto que momento nivela-
dor, sin embargo, se caracteriza también como «sentido común», como dice Kant
con razón. El gusto comunicativo, representa lo que en mayor o menor medida nos
marca a todos». Ibíd., pp. 60-61.
18. Ibíd., p. 53.

67
En este y en otros muchos pasajes se trasluce el halo efectivamen-
te «cuasi-religioso» con el que Gadamer y la tradición hermenéutica
abordan el hecho artístico19. Aunque hay visiones alternativas a este
relato del nacimiento del arte moderno, no cabe duda de que de este
se extraen interesantes conclusiones. Entre ellas la de una necesidad
implícita de justificación que recuerda de continuo su contingencia.
El arte no es necesario y por ello tiene su potencial emancipador. Por
tanto, el asunto de la autonomía muestra dos grandes consecuencias,
una en el plano práctico, en tanto que reducto de libertad, y otra en
el plano epistemológico, en su vínculo con la sombra del conocimien-
to. Como ha sugerido Rafael Argullol en su excelente introducción al
citado texto de Gadamer, este da un giro inesperado para recuperar el
papel del arte en el sistema de la cultura a través de Kant. Defiende
así las virtualidades cognoscitivas del arte situándolo en una relación
específica con la filosofía. La reunión de belleza y verdad que se ex-
presa en el Fedro retorna aquí como sentimiento que no puede ser
explicado, se apoya en la autodeterminación de lo bello como fin en sí
mismo. La libertad de la belleza aparece, por tanto, como germen de
la paradoja de la autonomía. Gadamer ubica pues en este principio
del «placer desinteresado» y de la «finalidad sin fin», que se desarro-
lla en la sistemática de la Crítica del Juicio, el origen del desborda-
miento del arte moderno.
Sin duda esta es la gran revolución del espacio automarginado del
arte en el contexto productivo moderno. Su centrifugado del núcleo
de la praxis humana no es ya una expulsión de la República platónica,
sino un exilio voluntario en cuya autoafirmación encontramos el ori-
gen de las perplejidades contemporáneas. El asunto de esta
automarginación del arte había interesado a Gadamer muy pronto en
un texto titulado significativamente Platón y los poetas, de 193420, y
que invoca nada más comenzar su nueva reflexión sobre la actualidad
de lo bello. A propósito de esta inflexión histórica podría entenderse
el devenir de la estética sobre tres estadios21: Kant, al afirmar la auto-

19. No es el único discurso en el que se desliza esta analogía con el sentimiento


religioso. De nuevo Danto en los compases iniciales de su «transfiguración del
lugar común», en el empeño de establecer una ontología del arte, acabará sugi-
riendo el vínculo con fenómenos como la «transustanciación» con el que trata de
explicarse el fenómeno de identificación entre objeto cotidiano y obra de arte.
Véase Arthur C. Danto, La transfiguración del lugar común. Una filosofía del arte,
(traducción de Ángel y Aurora Mollá Roman), Barcelona, Paidós, 2002, p. 16 ss.
20. En Hans Georg Gadamer, Platos dialektische Ethik, Hamburgo, 1968

68
nomía de la experiencia estética, aun cuando deja fuera de esta al
arte, abre la posibilidad de un subjetivismo radical que será el tema
de la estética idealista en el romanticismo. Hegel, por su parte, no
hace sino aplicar el principio de autonomía estética a la forma artísti-
ca inaugurando la paradoja del arte moderno que se basa de nuevo en
el subjetivismo y en su autoconciencia. Por último, el propio devenir
de lo moderno, marcado por esta dinámica, da el rango de la sensibi-
lidad de los tiempos a ese principio señalando el paralelismo entre
autonomía estética y modernidad, tal como ilustrarían los textos de
Baudelaire.
Pero en este tercer estadio, que podría identificar una moderni-
dad estética específica que es el origen de las vanguardias a princi-
pios del siglo XX, habría una reiterada coincidencia en la interpreta-
ción de lo bello bajo la forma de lo extraño. Para Baudelaire, en efecto,
lo bello se vuelve fascinación más allá de las formas o en virtud de la
transgresión de su previsible armonía. El siglo XX llegaría a ser, más
tarde, el tiempo de la estética del extrañamiento donde la belleza se
vuelve ajena y distante. En ese extrañamiento podríamos rastrear una
genealogía de la experiencia estética asociada al distanciamiento for-
malista sobre el lenguaje. El concepto de belleza queda así incrustado
en lo contingente, en una variabilidad que no depende en exclusiva
del ideal eterno. Baudelaire desmonta en sus textos la mirada
autosatisfecha de quien visita el museo o acaricia los lomos de los
libros como si con su contacto fetichista estuviera garantizado un ac-
ceso a la excelencia y la belleza del conjunto del arte o la literatura.
En el lugar de esta fe ignorante nos sugiere una búsqueda que tenga
en cuenta «la belleza particular, la belleza de circunstancia…». El
desplazamiento de perspectiva de Baudelaire prefigura un perfil es-
cindido de lo bello, sometido a una temporalidad que le es propia y
que inaugura la sucesión de lo nuevo: «Lo bello está hecho de un
elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil
de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si
se quiere, alternativamente o al mismo tiempo, la época, la moda, la
moral, la pasión»22.
Esa «extraña belleza» puede verse bajo la forma de un desplaza-
miento semántico del propio concepto de lo bello que constituye la
21. En ello seguimos la síntesis de Argullol sobre el texto de Gadamer.
22. Baudelaire, Charles, «Lo bello, la moda y la felicidad», en Charles
Baudelaire, El pintor de la vida moderna (traducción de Alcira Saavedra), Murcia,
Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, 1995, p. 78.

69
experiencia estética moderna, la concepción de las artes en nuestro
tiempo y su función cultural. En realidad la alusión al bajo continuo
de una realidad prosaica correspondería a Hegel en su descripción de
«la prosa del mundo», que llega a conclusiones muy clarificadoras
que identifican con toda precisión el nuevo estadio del arte en su
incorporación de lo cotidiano. En ello cifra una «corrección de lo
fantástico» en tanto que transición de lo épico a lo prosaico o a lo
cómico23. Enlaza así con el nacimiento de la novela moderna aludien-
do al Quijote y a la inmersión del héroe en el continuo de lo real. La
afirmación de la prosa del mundo coincide con el giro subjetivo. El
descenso a «la gran modorra», tal como la denomina, libera al arte de
ser portador del ideal y de lo espiritual para afirmar lo fugaz y lo tran-
sitorio. Toma como referencia para su explicación la pintura holande-
sa y su afición a los objetos cotidianos y a los detalles nimios, a su
objetividad minuciosa. Pero sus referentes configuran una atmósfera
para la que podríamos encontrar innumerables ejemplos, desde el des-
plazamiento del foco pictórico de Velázquez hacia los bufones de la
corte o los ensayos naturalistas. Una mirada que antes que mimética
llega a ser una síntesis sublimada del tedio de la existencia. El inter-
cambio entre la subjetividad y la tenacidad de la vida cotidiana mar-
cará este giro inesperado en la función artística cuya dislocación
preludia sus destinos.
El tercer ingrediente es en realidad la última desintegración del arte
bajo la última desintegración de lo subjetivo y objetivo, el hecho de que
por un lado lo espiritual deviene algo enteramente subjetivo, y de que lo
natural, real, deviene algo eternamente exterior, y, a su vez, por un lado
los objetos se convierten como tales, [como] objetos prosaicos, en obje-
tos del arte, y lo subjetivo del espíritu y del ánimo asume la forma artís-
tica. / Un aspecto es que el material deviene entonces naturaleza eter-
namente prosaica, exteriormente objetiva, y [los objetos prosaicos] así
aprehendidos pasan a ser los objetos del arte24.

23. Para un nuevo tratamiento de lo cómico y la ironía en la estética idealista


véase: Domingo Hernández Sánchez, La ironía estética. Estética romántica y arte
moderno, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2002. En particular,
en lo referido a la contestación implícita que Hegel da a Schlegel al utilizar la
fórmula «corrección de lo fantástico», véase del mismo autor Domingo Hernández
Sánchez, La comedia de lo sublime, Santander, Quálea, 2009.
24. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Filosofía del arte o estética (verano de 1826),
(edición de Annemarie Gethmann-Siefert y Bernadette Collenberg-Plotnikov, tra-
ducción de Domingo Hernández), Madrid, Abada / UAM Ediciones, 2005, p. 361.

70
Pero sus conclusiones también anticipan el problema de expansión
del espectro de los temas del arte y la pulsión imitativa como mecanis-
mo autoportante y proyectado al infinito. Desde una perspectiva con-
temporánea los pasajes dedicados a «Lo prosaico y lo subjetivo» resul-
tan proféticos. De ellos se extraen conclusiones muy importantes que
describen el problema que se le planteará al arte ante la nueva
autoconciencia de los medios y ante su integración en la vida. «Cuando
los temas de la vida prosaica se convierten en objetos del arte, el círculo
del arte se extiende al infinito. Aquí interviene particularmente la imita-
ción de la naturaleza, [la] exposición de un objeto no bello»25.
Si en su origen los autores dedicados al análisis de lo bello trata-
ban los sentimientos de placer y displacer como una polaridad que
incidía en el sujeto para producir las percepciones estéticas, con Hegel
se trata de categorías reversibles que necesitan del efecto
descontextualizador de una mirada subjetiva que enfatiza su estado
de excepción. Lo bello ya no será por más tiempo la encarnación de la
idea, y menos aún del bien, sino que renace como una imagen que se
relaciona con lo real por su capacidad para extrañar al que mira, por
su incidencia sobre lo rutinario como forma de autoconciencia subje-
tiva. La inflación de lo cotidiano y la atención a lo inmediato entra-
rían aquí en las premisas de una dislocación de lo «habitual». En
efecto, tanto lo bello como lo horrendo o lo sublime constituyen ex-
cepciones de nuestra recepción del devenir del mundo, son objetos
de contemplación que nos sustraen del continuo de la vida, que inte-
rrumpen la cadena de los significantes para alojar un vaciado del sig-
nificado que se completa en la imaginación. Pero cuando el arte exhi-
be su capacidad de redundar en lo real, entonces lo bello se abre a la
objetividad de las cosas y a su irreversible concreción. En este contex-
to, la experiencia estética aparece siempre como una ruptura de las
expectativas, como una extrañeza cuyo efecto subjetivo puede tener
valencias positivas y negativas. Lo bello es pues una categoría impura,
teñida de otras sensaciones, e integrada en el marco general de una
experiencia estética multiforme.
Por tanto, la dinámica de la excepción en la que se inscribe lo
bello como impacto de los sentidos se extendería a un sistema de opues-

Seguimos aquí la edición de Abada por cuanto revisa, a partir de los apuntes toma-
dos al dictado por Friedrich Carl Hermann Victor von Kehler, el texto fijado por
Heinrich Gustav Hotho, retornando a la literalidad de la transcripción.
25. Ibíd., p. 363.

71
tos y complementarios. Así lo expresan autores como Remo Bodei cuan-
do habla de las transformaciones estéticas de los últimos siglos como
«una subversión absoluta de papeles: lo «feo» se convierte en lo
auténticamente bello y asume, a lo largo de una serie de vicisitudes
relativamente lineales, el bastión, hoy asedidado, del protagonismo»26.
Sin embargo la metamorfosis de lo bello no sería solo un efecto de
inversión de los términos y de hastío por la tradición, sino que contie-
ne una mayor complejidad dialéctica basada en la mutua dependen-
cia entre sus extremos y entre los términos de la excepción y la rutina.
Hal Foster podría aportarnos, en este discurso sobre la excepcionalidad,
el recuerdo de la concepción de «lo maravilloso» medieval27 que el
surrealismo, a su vez, recuperará en las vanguardias al entenderlo
como una confluencia de la «belleza convulsiva», implicada en el ex-
trañamiento y lo siniestro, y el «azar objetivo» como confluencia de la
realidad con la conciencia, esto es, la simultaneidad del fluir de nuestro
pensamiento con el suceso objetivo. El concepto de belleza convulsiva
sería con ello una nueva manera de entender esta antigua categoría a
partir de la infiltración mutua de muerte y vida. Tanto el momento en
el que lo inanimado se nos transfigura en algo animado y parece re-
portarnos un mensaje cifrado, como el momento en el que lo vivo
parece poseído por la muerte, ambas son epifanías de esta nueva be-
lleza. Por su parte, Eugenio Trías resume con precisión la necesidad
de un antagonista para lo bello, y nos recuerda que en Kant, lo único
que no puede ser representado en el arte sin que este pierda su natu-
raleza estética es el sentimiento de asco. Al aludir al límite de lo
estético se abren como reversos necesarios las categorías antagónicas
de lo bello. En palabras de Trías, «lo siniestro constituye condición y
límite de lo bello»28. El reino de lo siniestro es bien conocido por su
capacidad para hacer de lo familiar algo extraño, y, no se olvide, de lo
extraño algo familiar. En este espectro de la aparición se entrevé una
fenomenología de la conciencia estética que discurre entre el psicoa-

26. Remo, Bodei, La forma de lo bello, op. cit., p. 20.


27. «En el medioevo, el término ‘maravilloso’ señalaba una ruptura del orden
natural, cuyo origen, a diferencia de lo milagroso, no era necesariamente divino.
Este desafío a la causalidad racional es esencial respecto al aspecto medievalista
del surrealismo, de su fascinación con la magia y la alquimia, con el amor loco y el
pensamiento analógico». Hal Foster, Belleza compulsiva, (traducción de Tamara
Stuby), Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008, p. 57.
28. Eugenio Trías, Lo bello y lo siniestro, Barcelona, Ariel, 1996, p. 17.

72
nálisis y la creación artística contemporánea, en la que el efecto
descontextualizador se convierte en una premisa fundamental.
Toda esta nueva sensibilidad que tan bien supo identificar Walter
Benjamin en sus constelaciones y sus fragmentos, se relaciona con un
nuevo tipo de belleza infiltrada en la mercancía y el deseo fetichista
que le corresponde. El carácter en parte inconsciente de este deseo
era formalizado por algunos de los artistas de vanguardia y tematizado
con especial atención en el programa surrealista. Este principio de
novedad como forma de revalorización cultural sería una de las diná-
micas más reconocibles del ciclo histórico de las vanguardias. Autores
como Boris Groys han hecho extensible el mecanismo de la apropia-
ción a un sistema cultural al que le subyace una estructura económi-
ca basada en el principio del «valor» de lo nuevo29. La autonomía
artística, podríamos añadir, deviene en toda lógica económica un ham-
bre de novedad. Sobre ellas hay una caudalosa literatura en tanto
que colapso del principio de autonomía y paroxismo de una historia
que ha de ser reiniciada a cada paso. En este plano, una misma sensi-
bilidad conecta el reconocimiento de lo siniestro, la náusea de lo real,
la descontextualización del ready made o el extrañamiento formalista
en una suerte de familia multiplicadora que se pone en práctica en las
postrimerías de las vanguardias. La nueva constelación de categorías
estéticas ensayadas en este contexto tienden en todo caso a un mismo
vértice en el que Benjamin situaba la experiencia espacial y vivencial
de la nueva polis masiva. Bajo el amparo del anonimato sugiere Benjamin
el paradigma detectivesco que constituye la mirada del que observa sin
ser visto, del que reconstruye los rastros y habita entre las ruinas30.
En el proemio que André Breton escribe en 1962 para la reedición
de su obra Nadja, construida como una novela ensayística y
autobiográfica, nos advierte acerca del impulso documental que alienta
su prosa. A propósito de la posible inoportunidad de un proemio tan
retardado para una obra escrita en 1927 (el propio subtítulo de este
fragmento es «mensaje con retraso»), Breton nos dice:
Lo cual puede aplicarse muy especialmente a Nadja en razón de uno de los
dos principales imperativos ´antiliterarios‘ a los que esta obra se somete:

29. Véase Boris Groys, Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural, Madrid,
Pre-Textos, 2005.
30. Véase Walter Benjamin, Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Madrid,
Taurus, 2001.

73
del mismo modo que la abundante ilustración fotográfica tiene por obje-
to eliminar cualquier descripción –habiendo sido esta condenada por
estéril en el Manifiesto del surrealismo–, el tono adoptado para el relato
copia al de la observación médica, especialmente a la neuropsiquiátrica,
que tiende a conservar los datos de todo cuanto examen e interrogatorio
pueden revelar, sin apurarse por adornar lo más mínimo el estilo al ano-
tarlo. Al hilo de la lectura, podrá comprobarse que tal decisión, que se
cuida de que el documento ‘tomado en vivo’ no resulte afectado en lo más
mínimo, se aplica tanto a la persona de Nadja como a terceras personas y
a mí mismo. La voluntaria indigencia de una escritura de estas
características ha contribuido, sin duda, a la renovación de su audiencia,
relegando su ocaso más allá de los límites habituales31.
El planteamiento que pretende imitar la literatura de casos en el
psicoanálisis o en la psiquiatría, se ve más tarde desbordado por el
propio fluir de la prosa bretoniana y transforma la obra en un extraño
híbrido. En todo caso, el planteamiento documental, ilustrado con
fotografías puramente testimoniales, carentes de pretensiones estéti-
cas, conduce el texto a una conclusión fundacional en lo que Breton
denominará «belleza convulsiva», con la que da origen a una de las
acuñaciones de mayor repercusión de la herencia surrealista. En este
punto la conclusión de Nadja, bajo la consigna de «la belleza será
CONVULSIVA o no será», abre el terreno de una nueva estética de lo
siniestro que continuará en su artículo «La belleza será convulsa»,
publicado en 1934 y que se convertirá en el primer capítulo de su libro
El amor loco32. La conclusión de Nadja, por su parte, recoge antes de
la sentencia final un artículo extraído de un diario matutino. El artí-
culo como tal desprende en su condición de texto extraído de lo coti-
diano la vibración a la que Breton se refiere con la idea de «convul-
sión». Se trata de un «espasmo» del que no están ausentes las
connotaciones sexuales ante esa realidad extrañada y que se caracte-
rizará por definir una «belleza ni dinámica, ni estática»33. La recogida
de esta noticia real sirve a Breton como una alegoría de su propia
experiencia en la escritura de Nadja y en la condensación de un nue-
vo modo de experiencia de esa «belleza convulsa»34. Tal como ha ex-

31. André Breton, Nadja, (edición y traducción de José Ignacio Velázquez),


Madrid, Cátedra, 1997, pp. 92-93.
32. André Breton, El amor loco, Madrid, Alianza, 2001.
33. André Breton, Nadja, op. cit., pp. 242-243.
34. La noticia aparece desposeída de los nombres propios en la transcripción de

74
plicado Hal Foster, el concepto bretoniano de belleza convulsiva des-
pliega el potencial estético de lo siniestro a través del concepto de «lo
maravilloso» surrealista. En esto el autor norteamericano identifica lo
maravilloso con lo siniestro cuando esto último se da «fuera del in-
consciente»35. Pero más importantes aún que las implicaciones
psicoanalíticas que rastrea Foster, podría ser el reflejo sobre la litera-
tura dada en las crónicas de la prensa escrita y la nueva superpoblación
de imágenes a las que la sensibilidad surrealista presta atención. La
comunicación de masas y la reproductibilidad de las imágenes brin-
dan así un efecto expandido del ready made, multiplican las imáge-
nes-hechas tanto como una nueva literatura hecha, prefabricada por
un continuo subyacente de la realidad en permanente narración.
De tal manera se entretejen sutil pero inexorablemente las cate-
gorías estéticas que impone el nuevo mundo de la comunicación de
masas, de la crónica en la que lo terrible se vuelve cotidiano y lo
cotidiano terrible. La expansión de lo siniestro como experiencia coti-
diana ante la información trastoca progresivamente todas las catego-
rías estéticas en el siglo XX. Del mismo modo, en el sistema de
contrafiguras de lo bello, la indiferencia estética emerge en el mismo
plano como fórmula de señalamiento de lo anodino. Porque en el ca-
mino de desbordamiento de la condición idealizante y normativa de
lo bello, el extrañamiento de esa mirada del artista que es «hombre de
mundo» que evocara Baudelaire, dará paso a la indiferencia, a una
suerte de anestesia estética, a un arte que pretende la anulación com-
pleta de la diferencia entre el objeto artístico y el objeto cotidiano.
La emergencia del ready made es de una importancia crucial en el
arte del siglo XX. Ahora bien, lejos de afirmar lo cotidiano como tal, el
ejercicio de balizamiento o de descontextualización enfatiza el carác-

Breton: «X…, 26 de diciembre. El operador encargado de la estación de telegrafía


sin hilos situada en La Isla de Sable, captó un fragmento de mensaje que podría
haber sido emitido el domingo por la noche a tal hora por el… El mensaje decía en
particular: ‘algo falla’, pero no indicaba la posición del avión en ese momento y,
debido a las pésimas condiciones atmosféricas y a las interferencias que se produ-
cían, el operador no pudo comprender ninguna otra frase, ni entrar de nuevo en
contacto. / El mensaje había sido emitido en una longitud de onda de 625 metros;
por otra parte, dada la intensidad de recepción, el operador creyó que podía
localizar el avión en un radio de 80 kilómetros alrededor de la isla de Sable». Ibíd.
35. «Voy a plantear que lo maravilloso, en todas sus variantes, es lo siniestro,
pero proyectado por lo menos en parte, fuera del inconsciente y lo reprimido, hacia
el mundo y la revelación futura». Hal Foster, Belleza compulsiva, op. cit., p. 60.

75
ter excepcional del acto mismo de reubicación. Es el efecto del arte
como práctica, como acción o como selección, el que se vuelve a sí
mismo extraño. El objeto señalado hace excepcional su vulgaridad,
invierte los términos y desplaza su semántica al marco exhibitivo y a
las condiciones de posibilidad de su naturaleza artística. De este modo,
es el espectador el que resulta interpelado en su preconcepción del
arte, y vuelve a hacer excepcional la mirada como efecto de renova-
ción irónica bajo la forma de la complicidad. Este es en su base uno de
los funcionamientos del ready made, cuyos ecos no se limitan a los
juegos de Duchamp en su etapa norteamericana, donde encontraría-
mos otros muchos elementos alegóricos, sino que se extiende a toda
una nueva gama de prácticas que incluiría, por supuesto, a la Caja de
Brillo con la que Warhol sembraría tanta perplejidad todavía años
después en autores como Arthur C. Danto.
En efecto, la utilización del concepto de «fin del arte» en Danto,
asociado a su incomodidad filosófica ante el hecho de que cualquier
objeto pueda ser artístico36, debería sin embargo retrotraerse al mo-
mento de autoconciencia artística (más afín al origen hegeliano del
la expresión) por la que esta práctica (no se olvide que el arte es ante
todo un fenómeno que se define en su puesta en práctica) incorpora
la conciencia del espectador en el complejo de alusiones a su propia
condición artística, lo que, en efecto, cambia por completo las reglas
del juego. La demanda de una definición del arte37 que abarque la
pluralidad de sus manifestaciones muestra, sin embargo, una contra-
dicción con el principio dinámico de su carácter autogenerativo. Ta-
les planteamientos analíticos, que tienden a buscar definiciones res-
trictivas, resultan en gran medida inaplicables a los fenómenos
culturales por cuanto estos modifican sus límites de continuo a través
del tiempo. La demanda de una definición del arte presupone aspec-
tos inalterables que inciden en demasiados planos de discurso como
para ser acotados. En definitiva se trata de una demanda que no pue-

36. «Esta historia alcanza una nueva cota en los sesenta, cuando finalmente se
pone de manifiesto que todo es posible como arte. Eso es lo que significa, en el
sentido con que yo la he empleado, la expresión «fin del arte». Arthur C. Danto,
El abuso de la belleza, op. cit., p. 27.
37. «Una definición filosófica del arte se debe formular en los términos más
generales posibles, para que todo aquello que alguna vez haya sido o pueda llegar
a ser una obra de arte entre dentro de sus límites. Debe ser lo bastante general
como para inmunizarse ante los contraejemplos». Ibíd., p. 23.

76
de ser satisfecha y que tan solo muestra la necesidad interna (y la
carencia) de un tipo de pensamiento que no es capaz de generarse en
paralelo al dinamismo del objeto que estudia, en sintonía con el de-
venir de un discurso complejo. Por otro lado, resulta contradictorio
con la naturaleza autónoma del arte por cuanto esta autonomía dota
a su práctica de la capacidad de regeneración permanente de sus
propias leyes, que no podrían venir prescritas desde un programa de
mínimos teóricos. La demanda de una definición restrictiva conculca
en parte el núcleo esencial de aquello que, precisamente, genera la
perplejidad teórica que aqueja a Danto y a otros, y no asume las con-
secuencias directas de la consideración del arte como práctica
autoconsciente. En su lugar el arte trata de ser definido en estos dis-
cursos como objeto inerte. La consecuencia lógica de este plantea-
miento será el convencionalismo que devuelve el problema al terreno
de la arbitrariedad cultural: el arte será, pues, aquello que los agentes
culturales decidan que sea.
El ejercicio apropiacionista que inaugura Duchamp se entremez-
cla por su parte con una forma de realismo extremo38. Los realismos,
que se remontaban a los ejercicios de virtuosismo descriptivo de la
pintura holandesa que ya interesara a Hegel, pero también a la afi-
ción de la pintura barroca por los detalles escabrosos y las anatomías
verosímiles, podrían ser vistos en una secuencia que establece una
dependencia de la idea de lo bello. Nuestros acreedores de la belleza
en el arte de la actualidad no solo perdieron una de las transiciones
históricas más importantes hacia el extrañamiento, sino que perdieron
de hecho el origen en la lógica de su autonomía. Respecto a la gran
transgresión operada por el ready made quizá debiéramos invertir la pers-
pectiva para ver, según esta secuencia, a Duchamp no tanto como el
primer artista postmoderno, sino como el último de los modernos.
Si bien la diferencia entre la suplantación del objeto de arte por el
objeto cotidiano y la imitación virtuosa a través de la técnica realista
es evidente, parten sin embargo de una raíz común en el marco de
una concepción de la autonomía artística. Ambas respuestas darán

38. Puede ser sintomático de esta asociación el planteamiento de una exposi-


ción como Nuevos Realismos: 1957-62. Estrategias del objeto, entre readymade y
espectáculo, que tiene lugar en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
(MNCARS) en Madrid, comisariada por Julia Robinson. En ella se explora la
herencia del ready made en el arte de postguerra a través del uso del objeto y el
ensamblaje.

77
lugar a un fenómeno que históricamente confronta al arte y la reali-
dad. Los realismos exhiben una genealogía que tiene profundas raíces
en el siglo XIX bajo una fórmula más radical que será denominada
«naturalismo». En ese concepto se aglutinaban propuestas artísticas
empeñadas en la literalidad del detalle descriptivo, en el ejercicio de
trasposición de los elementos reales, se incorporaba un dispositivo ideo-
lógico en el arte que, si por una parte lo abría al plano político en los
contenidos reflejados con intencionada crudeza, por otra, lo hacía
ingresar en una pendiente imparable hacia la literalidad. El principio
de realidad en el arte se inaugura en paralelo a los ensayos sobre el
extrañamiento, y alcanza un cenit histórico en la proliferación de los
medios de reproducción mecánica de las imágenes. La aparición de la
fotografía no conculca tanto el proyecto de la pintura como género
artístico legitimado, sino que inscribe en el plano estético la ideología
de la transcripción y el «efecto de realidad».
El fenómeno de las imágenes técnicas, tanto de la fotografía como
del cine, y el vídeo más tarde, supone la realización efectiva de las
pretensiones de su realismo ideológico en las prácticas, y su impulso
hacia la dimensión política de las imágenes en su distribución masiva.
Toda vez que se puede reproducir fielmente la realidad sin la aparen-
te mediación del artista, este queda recluido en lo más profundo de
su autonomía. El realismo técnico tiende a la literalidad a partir del
momento en que los artistas se hacen cargo de los medios de producción
de imágenes y deben hacerlo conviviendo con su instrumentalización
política y económica en el contexto de un capitalismo informacional.
La disfunción del arte convive así con el radical reclutamiento de los
imaginarios en la batalla económica.
Si bien hay que distinguir «realismo» de «literalidad» como pro-
cedimientos que se disocian entre la verosimilitud, en tanto que for-
ma retórica, y la identificación y suplantación, como estrategia prag-
mática, no podemos dejar de integrarlos en un mismo proceso en el
que se trenzan los procedimientos. La prosa del mundo llega a ocupar
el espacio del arte. Autores como Jauss, heredero de la tradición her-
menéutica, han hablado de este fenómeno desde el punto de vista de
la tradición estética:
Por una parte, el nouveau roman acentuó hasta la aporía la función
crítica de la estética de la percepción de Flaubert mediante el desmon-
taje de cada vez más funciones narrativas portadoras de sentido. La
realidad neutral de las cosas, que Flaubert opuso a la recepción cotidia-

78
na de las personas, llena de prejuicios, endurecida hasta formar una
segunda naturaleza, perdió en Robbe-Grillet el aura de la «poesía de las
cosas bellas» en su indiferencia; las descripciones de las antinovelas
modernas utilizan la percepción mensurante y numérica para imponer
al lector una percepción ascética totalmente insólita y que juega con los
límites del aburrimiento. De este modo el gesto del lenguaje instru-
mental es llevado ad absurdum, cuando no mitificado39.
La descripción que Jauss localiza en Flaubert muestra una veta
del ascetismo de la indiferencia. Pero el literalismo podría rastrearse
de modo elocuente en innumerables casos de estudio como un sínto-
ma cierto del nuevo tema de la estética. En 1967 Michael Fried, en su
ensayo «Arte y objetualidad»40, acuñaba el concepto de literalidad
para referirse críticamente a la maniobra del minimalismo por la que
se suprimían los valores simbólicos en las obras. La presencia obtusa y
sin mediación de los objetos minimalistas recibía el calificativo de
«literalista». Esto podría ser, en efecto, una categoría estética extensi-
ble a un orden más general que estaba siendo ensayada en el concep-
tual y en el pop art. La teoría del arte tendría que adaptarse a una
«puesta en obra» de la indiferencia y de la neutralidad. En ello puede
verse una respuesta a la paradoja de la autonomía, al hecho de que,
habiendo salido de los márgenes de la vida, el arte tratara de regresar
mediante un fenómeno de mimesis estructural, no ya solo de la apa-
riencia y de la ilusión realista, sino de la identificación directa con lo
cotidiano. El fenómeno del realismo adquiere así una dimensión nue-
va visto como un programa que va mucho más allá de las técnicas de
la representación para constituirse en un ejercicio de fusión
identificativa con la vida.
En este aspecto, la disociación que hemos sugerido entre formalis-
mos y teorías sociales del arte, como espina bífida de la modernidad,
daría cuenta de esa construcción que responde al problema que se le
plantea al arte tras la toma de conciencia sobre sí mismo, y sobre su
desfuncionalización. Si por un lado el formalismo se interrogaba por la
especificidad de la lengua poética frente al lenguaje ordinario, alu-
diendo de modo explícito a la conciencia de excepcionalidad que

39. Hans Robert Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria. Ensayos en el


campo de la experiencia estética, (traducción de Daniel Innerarity), Taurus, Ma-
drid, 1992, p. 72.
40. Michael Fried, Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas, (traducción de Rafael
Guardiola), Madrid, A. Machado Libros, 2004.

79
legitimaba el consenso sobre lo bello, las teorías sociales del arte arti-
cularían una respuesta aun más radical al debatir sobre el modo de su
incorporación a la estructura productiva en las sociedades actuales.
No parece extraño que la mayor parte de las teorías sociales del arte
sean desplegadas desde posiciones marxistas o postmarxistas, y el rea-
lismo es para estas estéticas un hecho fundamental desde su constitu-
ción y sus debates sobre la práctica.
Terry Eagleton confirma ese diagnóstico cuando explica que la
cuestión del realismo se aloja en el centro de la reflexión estética
marxista y en virtud de este proyecto de conciliación entre forma y
estructura social. Es obvio que para la estética marxista esta es una
cuestión prioritaria porque en ella, no solo residen los debates históricos
de la vanguardia en el contexto soviético, sino que también articula su
discurso. Eagleton atribuye así a Lukács la pregunta esencial de «¿por
qué un conocimiento y una representación correctos de lo real deben
necesariamente proporcionar una gratificación estética? ¿Cuál es aquí
el nexo indiscutible entre la descripción y la evaluación?». Para la esté-
tica marxista «simplemente se da el caso de que el arte que nos propor-
ciona lo ‘real’ es un arte superior»41. Pero Eagleton va más allá para
afirmar un vínculo indisociable entre realismo y modernidad:
Porque no hay ‘modernidad’ sin su ‘realismo’ correspondiente; desde nues-
tra posición histórica, no nos es posible identificar un texto ‘moderno’
sin pensar automáticamente en el canon ‘realista’ del que se desvía. Rea-
lismo y modernidad como significante y significado, son los términos
binarios de una oposición imaginaria; de momento somos incapaces de
agarrarnos por nuestro pescuezo filosófico y sacarnos de nuestro cercado
metafísico para llevarnos a algún reino más allá de este42.
Quizá la descripción gráfica de Eagleton sobre la incapacidad para
salir del círculo asociativo y binario al que se refiere sea extrapolable
al destino en el que se ve atrapada la propia función artística en un
nuevo contexto mediado por la comunicación de masas y las técnicas
de creación de imagen. La otra querella emprendida en la Unión
Soviética en la lucha entre los realismos tradicionales y los usos de los
medios técnicos de producción de imagen en el productivismo daría
buena cuenta del conflicto entre realismo y documentalidad. No pa-

41. Terry Eagleton, Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, (traduc-
ción de Julia García Lenberg), Madrid, Cátedra, 1998, p. 134.
42. Ibíd., p. 140.

80
rece casual que sea a propósito del análisis de Benjamin cuando
Eagleton sugiere esta mutua dependencia entre realismo y moderni-
dad. No lo es porque el propio Benjamin se había encargado de suge-
rir una necesaria reforma del concepto mismo de «arte» al contacto
con los medios técnicos de reproducción de la imagen. Pero esto, no
nos engañemos, no formaba parte de una fascinación por la técnica,
como algunos han tratado de sugerir, sino de un programa ideológico
asociado a la experiencia soviética de la que Benjamin fue un testigo
de excepción. No es aquí momento de abundar en la trama de co-
nexiones entre el autor alemán y algunos agentes bolcheviques muy
activos del Frente Izquierdista de las Artes hacia 1928, cuando visita
la Unión Soviética. Lo que sí puede ser oportuno es señalar que dos
de sus ensayos más influyentes, «El autor como productor» y «La obra
de arte en la época de su reproductibilidad técnica», ambos en torno
a 1934, están escritos a la luz de las experiencias desarrolladas tras la
Revolución de Octubre en el campo artístico, más en concreto en las
postrimerías del productivismo y en relación a la «factografía», deno-
minada por algunos «ultrarrealismo»43. Esa «factografía» se instituye,
más allá del episodio soviético, como una escritura de los hechos que se
generaliza como atmósfera mediática y cultural de nuestro tiempo. El
momento de este declinar de las vanguardias históricas, hace coincidir
la publicación de Nadja, y la visita de Benjamin y Alfred Barr en 1927 a
la Unión Soviética que les permitirá a ambos el contacto con Tretiakov
y los otros miembros del Frente Izquierdista de las Artes, así como con
otros representantes de la vanguardia rusa. Si Barr iba a ocupar en 1929
la dirección del primer Museo del arte moderno en el mundo, el MOMA
DE NUEVA YORK, Benjamin publicaría hacia 1934 sus citados ensayos.
Pero la centralidad de este fenómeno de asociación entre el arte y

43. Tales experiencias se orientaban a la fusión final del arte en la praxis social
revolucionaria mediante los sistemas de propaganda, donde la técnica se emplea-
ba de modo doctrinario como una herramienta de difusión colectiva y donde la
construcción de los hechos y la historia en tiempo real pasaba a ser una empresa
colectiva de los trabajadores. Aquella forma de realismo extremo ya no establecía
solo una identificación con la realidad, sino que se presentaba como su construc-
ción efectiva sin mediaciones en la figura del «escritor operante» que postulara
Sergei Tretiakov, sobre cuya figura Benjamin construye el ensayo titulado «El
autor como productor». Sobre este asunto debemos remitir a nuestro propio estu-
dio como la única obra en español que aborda el caso de este proyecto soviético.
Véase pues Víctor del Río, Factografía. Vanguardia y comunicación de masas, Ma-
drid, Abada, 2010.

81
la realidad no se detiene en el contexto marxista, donde obviamente
ha perdido su halo de indiferencia para constituirse como un fenóme-
no de la acción política. Por su parte Barthes había definido la idea de
«efecto de realidad» en diversos frentes. Quizá el menos conocido sea
el que se refiere a la literatura, en contraste con sus conocidos textos
sobre fotografía. De Roland Barthes son bien sabidos los avatares del
punctum fotográfico como uno de los grandes hallazgos teóricos en el
estudio de la imagen. Esto ya es un clásico de la teoría de lo fotográ-
fico. Pero incluso ese concepto sufre importantes transformaciones y
tiene una genealogía que lo asocia a la experiencia directa del «efec-
to de realidad». Es, de hecho, necesario vincular el punctum y el efec-
to de realidad para entender su desarrollo teórico. Sin embargo, la
base de estos conceptos habría que buscarla en los estudios de Barthes
en el campo literario. De nuevo el «efecto de realidad» amplía su
repercusión y sus raíces aludiendo de modo a veces solapado a cues-
tiones de fondo sobre la construcción de nuestras estructuras narrati-
vas y a la conciencia histórica en su conjunto. Tales implicaciones
explicarían el calado del tema tanto en la obra de algunos autores
contemporáneos como en las prácticas artísticas. En un artículo publi-
cado en Communications, en 1968, Barthes se preguntaba por ciertos
excesos descriptivos que la semiótica no recupera para el análisis por
su «insignificancia» en la estructura narrativa. Con ello, se refiere a
partes de un relato que no ocupan una función en el argumento o en
el desarrollo de la trama, que no pueden ser identificadas como ele-
mentos necesarios y que, sin embargo, aportan algún tipo de presen-
cia en la atmósfera descriptiva que acompaña a la acción. Se contem-
plan entonces como una suerte de suplemento o lujo narrativo44.
A partir de Flaubert, de nuevo Flaubert, y las escenas de la des-
cripción de Rouen en Madamme Bovary, Barthes detecta una
autoexigencia de veracidad en el relato. Al analizar aisladamente
estos rastros, en su carácter afuncional, se desvela una suplantación
de los imperativos argumentales y de los de belleza, por una adecua-

44. «La singularidad de la descripción (o del ‘detalle inútil’) en el tejido


narrativo, su soledad, designa una cuestión de la máxima importancia para el
análisis estructural de los relatos. Esta cuestión es la siguiente: todo, en el relato, es
significante y cuando no, cuando en el sintagma narrativo subsisten ciertas zonas
insignificantes, ¿cuál sería, en definitiva, si nos podemos permitir hablar en estos
términos, la significación de esta insignificancia?» Roland Barthes, El susurro del
lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Barcelona, Paidós, 1994, p. 181.

82
ción mucho más elemental y perfecta entre el signo y la voluntad de
referencialidad. De algún modo, su función se transforma en una fan-
tasía de referencialidad que ha suplantado a otras tradicionales fun-
ciones estéticas: «las exigencias estéticas están entonces penetradas
de exigencias referenciales»45.
La historia (el discurso histórico: historia rerum gestarum) es, de he-
cho, el modelo de esos relatos que admiten el relleno de los intersticios
entre sus funciones por medio de anotaciones estructuralmente super-
fluas, y es lógico que el realismo literario haya sido, con pocos decenios
de diferencia, contemporáneo del imperio de la historia ‘objetiva’, a lo
que habría que añadir el desarrollo actual de las técnicas, las obras y las
instituciones basadas sobre la necesidad incesante de autentificar lo
‘real’: la fotografía (mero testigo de ‘lo que ha sucedido ahí’), el reporta-
je, las exposiciones de los objetos antiguos […], el turismo acerca de
monumentos y lugares históricos. Todo ello afirma que lo ‘real’ se con-
sidera autosuficiente, que es lo bastante fuerte para desmentir toda idea
de ‘función’, que su enunciación no tiene ninguna necesidad de inte-
grarse en una estructura y que el ‘haber estado ahí’ de las cosas es un
principio suficiente de la palabra46.
Habida cuenta de que el origen del concepto de punctum o lo
obtuso lo encontramos en el análisis de los fotogramas de Eisenstein
(salvo por el antecedente de las Mitologías), podríamos interpretar que
se trata, en cualquier caso, de conceptos originariamente lingüísticos
y narratológicos que son desplegados en un análisis de las representa-
ciones fotográficas. Esta situación emparenta de modo inesperado los
análisis de Barthes con el fenómeno de la literalización, o, en sus
propias palabras, «La escritura del suceso»47. Del mismo modo, entronca
con la misma asociación que establece la estética marxista y que
Eagleton sintentiza de modo claro.
Entre esas consecuencias una de las más relevantes será la trans-

45. «Sin embargo, la finalidad estética de la descripción flaubertiana está


completamente mezclada con imperativos ‘realistas’, como si la exactitud del refe-
rente, superior o indiferente a cualquier otra función, ordenara y justificara por sí
sola, aparentemente, el hecho de describirlo, o –en el caso de las descripciones
reducidas a una palabra– el hecho de denotarlo: las exigencias estéticas están
entonces penetradas de exigencias referenciales, tomadas al menos como excu-
sas…». Ibíd., p. 183.
46. Ibíd., p. 185.
47. Ibíd., p. 189, texto dedicado a los sucesos de mayo del 68.

83
formación de la conciencia histórica a través de una nueva narratología
de lo real. Las fórmulas de construcción del relato histórico en la
función documental sustituyen a los antiguos modelos de crónica y
determinan una recepción. Si este aspecto parece indisociable de fe-
nómenos como el periodismo contemporáneo y su connivencia con el
poder en las sociedades occidentales, el ámbito especializado de las
artes visuales quedará definitivamente tocado como campo de prue-
bas de los nuevos significados de la imagen. No podemos olvidar, con
ello, que la configuración de esa «comunicación de masas» es
estructuralmente estética y en ella se ponen a trabajar las categorías
desde lo bello a lo siniestro rindiendo su máxima eficacia en la socie-
dad del espectáculo.
No puede sustraerse de este fenómeno, larvado en las teorías del
arte y cuya compleja genealogía solo podemos apuntar aquí, del efec-
to que sobre el arte tiene el nuevo escenario tras la II Guerra Mun-
dial. Este momento coincide con el final del ciclo vanguardista que
ha sido tratado bajo el concepto de vanguardia y da paso a un fenó-
meno que ha sido denominado «neovanguardia» y que guarda una
evidente relación con la experiencia de principios del siglo XX. El ecua-
dor del siglo dibuja un horizonte que tendrá como referencia la clau-
sura museística de las vanguardias. Desde que en 1929 Alfred Barr
inaugurara el MOMA las llamadas «vanguardias históricas» quedan
convertidas en un fenómeno del pasado. La condición de pasado del
arte nuevo parecía consumar así su paradoja hegeliana, dados los re-
flujos historicistas que se han descrito para el episodio de principios
de siglo, cuya «originalidad» es más una «originariedad»48 en tanto
que regresión a una tábula rasa de la que se desaloja la tradición.
De la figura del autor podemos pasar a una figura múltiple y
colaborativa que opera como cadena de montaje para crear productos
de consumo. En este punto se haría cierto el vaticinio benjaminiano
de que ninguna de las formas artísticas conocidas tiene que ser nece-
sariamente eterna… en este aspecto podríamos asentir a la considera-
ción hegeliana de una nueva condición de pasado del arte. Así, la
aparente tangencialidad con que nace la cuestión filosófica de lo be-
llo muta hacia un entorno hiperestetizado cuya difusión masiva nos

48. Sobre este concepto de lo original de la vanguardia, no tanto como creación


divergente de la tradición, sino como recreación desde cero, véase Rosalind Krauss,
La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Madrid, Alianza, 1997.

84
obliga a revisar retrospectivamente los giros de la estética. En ellos
podemos reconocer el vínculo dialéctico que se establece por necesi-
dad en la sucesión de sus avatares.
Aunque los ejemplos que podrían invocarse aquí para ilustrar este
fenómeno autodisolutorio del arte tras la modernidad son innumera-
bles, hay uno que quizá exprese con precisión la fórmula en la que
esta indistinción coloca a la filosofía del arte en una encrucijada que
se deriva del diagnóstico hegeliano. Uno de los grupos conceptuales
más activos durante los años 60 y 70, N. E. Thing Company, radicado
en Vancouver, Canadá, desarrollaba todo un catálogo de acciones e
intervenciones en el paisaje y en el espacio público que eran archiva-
dos sistemáticamente como parte de un administrado proceso de ca-
talogación. Los Baxter, que trabajaban en equipo bajo ese nombre que
sugiere con toda intención una sociedad empresarial, diseñaron, ade-
más de sus acciones e intervenciones, una serie de decálogos y lemas
que formaban parte de su carácter revisionista y autoconsciente. En-
tre ellos podríamos destacar sus diferencias entre «ACT» y «ART»
como parte de una nomenclatura de nuevo cuño, y, muy especialmen-
te, su lema «Art is all over». Si en su distinción entre «ACT» y «ART»
encontraríamos resonancias de las paradojas lingüísticas y teóricas
wittgenstenianas49, en la segunda tendríamos una formulación exacta
de su destino en la actualidad. Al formular «Art is all over» se están
diciendo dos cosas complementarias en un misma expresión que solo
la economía lingüística de la lengua inglesa podía permitir: por un
lado, el arte está por todas partes; por otra, el arte está por completo
agotado, disuelto. Esta sentencia, muy bien podría resumir una cierta
obsolescencia que tiene algunas consecuencias directas sobre la ges-
tión de los imaginarios en la comunicación de masas y la integración
de la «creatividad» al aparato instrumental del mercado. Esto debería
hacernos pensar que el problema actual del arte no es tanto su defini-
ción teórica, por cuanto hay una abundante y lúcida producción des-
de el propio ámbito artístico en torno a su condición, sino su vínculo
con otros dispositivos estéticos que redefinirían la disciplina como una
forma de lectura de la realidad. No se trataría pues de pensar sobre el
arte desde un punto de vista ontológico-lingüístico (poco importará

49. Véase sobre este intento de construir una definición desde modelos de
filosofía del lenguaje, aunque ajeno a las exploraciones de N. E. Thing Company,
por ejemplo, en Arthur C. Danto, La transfiguración del lugar común, op. cit., p. 25 ss.

85
ya si algo «es» o «no es» arte); sino de pensar desde el arte una reali-
dad que ha desbordado los ámbitos disciplinares y que ha disuelto sus
fronteras entre la industria cultural y la comunicación de masas. De-
masiados ejemplos vendrían a confirmar esta hipótesis que, si bien
desmorona algunos antiguos problemas, instaura otros nuevos que re-
querirían de una nueva filosofía crítica con la construcción mediada
de la realidad.

86
La hermosura de lo horrible
Una lectura de El pintor de la vida moderna, de
Baudelaire

Carlos Arturo Fernández Uribe


Grupo de Teoría e Historia del Arte en Colombia
Facultad de Artes
Universidad de Antioquia

la época, la moda, la moral, la pasión


Baudelaire

Es un lugar común señalar a Charles Baudelaire (1821 – 1867)


como una de las figuras arquetípicas de la modernidad. En general, se
reconoce que fue él quien logró entender que la revolución industrial
y el desarrollo de las nuevas metrópolis implicaban una nueva expe-
riencia del mundo y, por tanto, una cultura y unas formas artísticas
consecuentes con esas nuevas realidades: «[…] lo que Baudelaire
nos ofreció fue la primera concepción consciente y radicalmente esté-
tica de la modernidad, una concepción deslumbrante y explosiva,
aunque por necesidad limitada y contradictoria, de la que han tenido
que seguir alimentándose muchas de las que le sucedieron»1.
Como es apenas obvio en cualquier transformación radical, no
puede esperarse que el pensamiento de Baudelaire sea plenamente
coherente y completo. De hecho, muchas veces se insistió más en las
fallas que en los aportes. Vicente Jarque2 recuerda que Walter
Benjamin consideraba que las ideas de Baudelaire acerca de la belle-
za no eran una cosa profunda; y de su parte agrega que la que formula
explícitamente en sus textos de crítica es una teoría estética improvi-

1. Vicente Jarque, «Charles Baudelaire», en Valeriano Bozal (ed.), Historia de


las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, Madrid, Visor, La Balsa
de la Medusa, 1996, p. 312.
2. Ibíd., p. 315.

87
sada y bastante simple que no está a la altura de un poeta de su cate-
goría y que ni siquiera es del todo coherente con la visión del arte que
se desprende de Las flores del mal. Pero al mismo tiempo reconoce que
es sobresaliente la manera como caracteriza la experiencia estética en
el contexto de las metrópolis modernas y, sobre todo, en esa especie
de capital del mundo que fue el París del siglo XIX3. En definitiva, a
partir de Baudelaire, el arte aparece como uno de los elementos funda-
mentales para la configuración y comprensión de la conciencia moderna.

Contexto

Conviene recordar que el panorama artístico francés de mediados


del siglo XIX está signado por la crisis de las viejas instituciones de la
Academia, la Escuela de Bellas Artes y el Salón que, sin embargo, con-
servaban el más firme apoyo por parte del Segundo Imperio4. Ese estado
de cosas es el medio en el cual desarrolla Charles Baudelaire su trabajo
crítico, casi siempre dedicado al análisis de los sucesivos Salones.
La situación se hacía patente en dos álgidos debates. En primer
lugar, el largo conflicto que enfrentaba a Ingres y Delacroix, que re-
presentan una guerra abierta entre la línea y el color; el primero, miem-
bro de la Academia desde 1825, dedicado a defender de manera
despótica, desde su posición de profesor, la preeminencia del dibujo
correcto y la referencia a la tradición clásica, contra Delacroix, que
solo es admitido en la Academia pocos años antes de su muerte des-
pués de haber sido candidatizado sin éxito en seis oportunidades, y
quien criticaba ásperamente los métodos de la formación académica:
«Les enseñan lo bello como si les enseñaran álgebra», solía decir5.
Ingres miraba horrorizado el avance del Romanticismo, del sentimiento

3. Para un estudio de la relación de Benjamin con Baudelaire, puede verse


Sandra C. Valdettaro, «Lo urbano como experiencia de la modernidad. Baudelaire
según Benjamin», Anuario del Departamento de Ciencias de la Comunicación,
Anuario 1999 / 2000, vol. 5, Rosario, Universidad Nacional de Rosario, Facultad
de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, 2000, pp. 87-105. En: Repositorio
Hipermedial de la Universidad Nacional de Rosario, http://rephip.unr.edu.ar/
bitstream/handle/2133/288/Valdettaro_Anuario_5.pdf?sequence=1. Consulta:
mayo 18 de 2010.
4. Véase, John Rewald, Historia del Impresionismo, Barcelona, Seix Barral,
1972, volumen primero, pp. 13-38.
5. Ibíd., p. 26.

88
sobre la razón, y no podía perdonar a Delacroix el abandono del des-
nudo clásico y los ropajes antiguos, ni su amor por el individualismo,
la libertad, la naturaleza y el compromiso con las luchas políticas:
Por tanto, no resulta asombroso que [Ingres] no se diera cuenta de que
su rival hubiera aportado a la Escuela de Bellas Artes todos los elemen-
tos que a él le faltaban: la imaginación y la vitalidad, el amor por la
acción y el color, un vivo interés por todas las manifestaciones de la
vida. En cambio, Ingres y sus partidarios se concentraban en un esfuer-
zo por eliminar a Delacroix de todas las posiciones desde las que hubie-
ra podido ejercer una influencia. Incluso en cierto momento Delacroix
había sido citado por el ministro de Bellas Artes, quien le dio a enten-
der que o cambiaba de estilo o renunciaba a la perspectiva de ver sus
obras compradas por el Estado6.
Ese debate entre Ingres y Delacroix es pertinente en este contexto
porque el Romanticismo define las primeras versiones de la moderni-
dad en Baudelaire7. Pero muy pronto sobreviene un segundo debate,
centrado en las ideas de Courbet, que empieza a dejar de lado el
enfrentamiento entre clásicos y románticos, y que resulta definitivo
para su visión del arte en las metrópolis modernas:
Otro joven escritor […], Edmond Duranty, había fundado en 1856 una
pequeña revista efímera, Realismo, destinada a la excoriación de escrito-
res de tendencias románticas. En un artículo dedicado a la pintura, se
quejaba de la abundancia ‘de evocaciones griegas y romanas, de evoca-
ciones medievales, de evocaciones del siglo XVI, del XVII, del XVIII mientras
que el XIX quedaba totalmente censurado’. ‘¡La antigüedad hizo lo que
vio –les decía a los pintores–, haced vosotros lo que veáis!’8
Charles Baudelaire se encuentra esta vez entre los amigos de
Courbet, que quieren demostrar el valor de sus nuevas ideas con la
producción de obras novedosas que no entran en los esquemas del
Salón, de la Academia o del Museo: «La opinión varias veces lanzada

6. Ibíd., pp. 2324.


7. «En cualquier caso, habría que comenzar por advertir que una gran parte
del pensamiento de Baudelaire deriva directamente de ciertas regiones particula-
res del amplio universo del romanticismo. En su Salón de 1846 es el arte romántico
el que se nos presenta como el emblema de la modernidad. A este respecto, el
modelo al que Baudelaire nos remite no es otro que Delacroix, a quien considera
como ‘el jefe de la escuela moderna’». Vicente Jarque, op. cit., p. 312.
8. John Rewald, op. cit., pp. 31-32.

89
por Pisarro de que había que quemar el Louvre, es muy posible que
arraigara en aquellas discusiones en las que se consideraba nociva la
herencia del pasado para los que querían construir un mundo propio»9.
Se trataba, pues, de una situación ya claramente de «vanguardia» y
aparecía como la configuración de una nueva escuela10.
Baudelaire acabará apartándose también de los grupos artísticos
del Realismo, pero, al mismo tiempo que descubre «la verdad moder-
na» en la obra de Édouard Manet, mantiene su admiración por Courbet
y por Delacroix, comprende el trabajo de Daumier, e incluso es capaz
de reconocer y de apreciar las cualidades del viejo Ingres.
Esa mirada polifacética, que también forma parte de su idea de la
modernidad, había recibido una especie de consagración en la Expo-
sición Universal de París de 1855, donde más de cinco mil obras entre
pinturas y esculturas, de veintiocho países europeos, además de una
colección de arte chino11, venían a reforzar una idea de belleza no
apriorística o metafísica sino empírica y plural, entendida como mani-
festación de una sociedad nueva y universal que se hace posible por el
desarrollo prodigioso de los modernos medios de comunicación12.

9. Ibíd., p. 33.
10. John Rewald recuerda las palabras de Zacharie Astruc, un crítico que
apoya las ideas del Realismo: «Poco a poco se va perfilando la nueva escuela.
Tiene que edificar sobre ruinas pero edifica con la conciencia de un deber. El
sentimiento se ha simplificado y enrarecido mucho. Se ha convertido en estudio-
so, honrado y sensato. La tradición es solo un pálido principio de enseñanza; el
romanticismo un alma sin cuerpo… el porvenir por lo tanto pertenece enteramen-
te a la nueva generación. Esta quiere la verdad y le consagra toda su llama.» En
Ibíd., p. 35.
11. A pesar de tanta multiplicidad, las obras más importantes de Courbet
fueron rechazadas por el jurado, lo que llevó al artista a retirar todos sus trabajos y
a abrir por su propia cuenta el «Pabellón del Realismo», una exposición con 50
pinturas suyas que tuvo escaso éxito.
12. Guillermo Solana, «Crítica y modernidad», en Valeriano Bozal (ed.), op.
cit., pp. 321-324. Solana recuerda cómo el crítico Théophile Thoré proclama «[…]
el advenimiento de una sociedad nueva y un arte nuevo, cuyo carácter es la
universalidad. Un ‘telégrafo invisible’ transmite instantáneamente los sucesos e
ideas de un extremo a otro del globo, los pueblos abren sus fronteras y una nueva
generación viaja, aprende lenguas, estudia otras culturas. La Humanidad está en
trance de constituirse y cobrar conciencia de sí. Así debe asumirlo el arte, rom-
piendo con su tradición mitológico-religiosa (cristiana o pagana), que ha sido para
los pueblos no occidentales un jeroglífico tan hermético como la chinoiserie para la
imaginación europea. Thoré propone salir de la Babel de lenguas confundidas

90
El pintor de la vida moderna

A comienzos de 1860, Charles Baudelaire (1821-1867) escribe un


breve ensayo sobre el artista Constantin Guys (1802-1892) en quien
descubre la conciencia más clara de la modernidad.
Ante todo, cabe señalar que, a pesar de la significación que le
reconoce el crítico, es muy limitada la presencia de Constantin Guys
en la historia del arte tradicional, incluso en las de origen francés,
una presencia que se limita casi siempre a recordar el ensayo de
Baudelaire.
Hijo de un francés, administrador de barcos comerciales en Ho-
landa, Constantin Guys nació en Flesinga, Holanda, en 1802, pero
vivió la mayor parte de su vida en Francia. En su juventud, participa
como voluntario en la guerra de independencia griega. Autodidacta,
pertenece a la primera generación de artistas que desarrollan su tra-
bajo como ilustradores de periódicos. Desde su fundación en 1842 y
hasta 1860, trabaja para el Illustrated London News, el primer periódico
semanal ilustrado del mundo; también desde 1842 colabora con Punch,
una revista semanal inglesa de humor y sátira social. Tras múltiples
viajes y después de participar como corresponsal en la Guerra de
Crimea, se instala en París donde continúa trabajando como ilustra-
dor. Pese al reconocimiento recibido por parte de Baudelaire, a la
estimación de artistas como Monet y a su amistad con el fotógrafo
Nadar, Guys pasa paulatinamente al olvido y muere en medio de la
más absoluta pobreza a los noventa años de edad.
Después de varios intentos fallidos de publicación, el texto de
Baudelaire aparece a finales de 1863 en las páginas de Le Figaro, cuando
todavía se escuchaban los ecos del debate generado por el Salón de
Rechazados y, sobre todo, por la presencia de obras como El almuerzo
sobre la hierba, de Edouard Manet13. Por eso, aunque nacido bajo otros

mediante una especie de esperanto artístico no basado en dioses y héroes, sino en


el hombre.» Ibíd., p. 322.
13. En octubre de 1863, P. G. Hamerton publicó en Fine Arts Quarterly Review
un texto titulado «The Salon of 1863» en el cual tacha de indecente la obra de
Manet, calificativo que ya había recibido del propio Napoleón III. Frente a lo que
planteará Baudelaire, resulta interesante el intenso rechazo de Hamerton a lo que
tenga que ver con el presente, en esta pintura que considera como una «transpo-
sición de una idea de Giorgione al francés moderno. […] Un mísero francés acaba
de lograr lo mismo en el lenguaje del realismo francés moderno, a una escala más

91
impulsos, el texto de El pintor de la vida moderna14, de Baudelaire,
acaba siendo vinculado con los precursores y orígenes del
Impresionismo, un movimiento en cuyo desarrollo no participó, y, a
partir de allí, con los procesos que, desde el Postimpresionismo, con-
ducen al arte contemporáneo.
La reflexión de Baudelaire se centra en el problema de la belleza,
que le permite descubrir las características propias del arte de la mo-
dernidad. Sin embargo, el contexto en el cual se inscribe hace refe-
rencia a una discusión anterior, la Querelle des Anciens et des Modernes
del siglo XVII, que, aunque oficialmente superada desde comienzos
del XVIII, sigue estando presente con sus coletazos en todo el arte
francés, quizá mucho más allá de las primeras décadas del XX: un
largo período durante el cual participa en prácticamente todos los
debates artísticos, teóricos y críticos.
La Querelle des Anciens et des Modernes, que se centra en la discu-
sión de la autoridad que debe reconocerse a los antiguos15, explota el
27 de enero de 1687, cuando en una sesión solemne de la Academia
Francesa Charles Perrault declamó un largo poema titulado El siglo de
Luis el Grande16; desde el comienzo, el poeta reconocía la grandeza de
la Antigüedad y la necesidad de venerarla, pero rechazaba que de-
biera ser adorada y seguida ciegamente:
La bella Antigüedad fue siempre venerable,
Aunque nunca creí que fue adorable.

amplia y sustituyendo con la horrible indumentaria francesa de hoy el gracioso


traje veneciano. […] Hay otros cuadros de mentalidad parecida que hacen pen-
sar que el desnudo pintado por hombres vulgares es inevitablemente indecente».
P. G. Hamerton, citado en J Rewald, op. cit., pp. 84-85.
14. Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna (1863), Bogotá, El Áncora
Editores, 1995. Puede consultarse también en http://www.scribd.com/doc/7758786/
baudelaire-charles-el-pintor-de-la-vida-moderna. Consulta: marzo 30 de 2010. El
texto de Baudelaire es suscitado por un álbum de grabados de Guys, que muestran
el desarrollo de los vestidos y de las modas francesas a partir de la Revolución de
1789, en el cual el crítico descubre valores artísticos e históricos.
15. En lo que sigue se hace uso del discurso de Simón Marchán Fiz en su
Recepción Pública en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando el 25 de
noviembre de 2007. Cfr. Simón Marchán Fiz, Las «querellas» modernas y la extensión
del arte, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 2007, pp. 13-24.
16. Véase el texto completo en: http://fr.wikisource.org/wiki/
Le_Si%C3%A8cle_de_Louis_le_Grand. Consulta abril 2 de 2010. Marchán Fiz
piensa que este poema puede ser considerado como el primer manifiesto moderno.
S. Marchán Fiz, op. cit., p. 14.

92
Veo a los antiguos, sin doblar las rodillas;
Son grandes, es verdad, pero hombres como nosotros17;
Los «antiguos» sostienen que «… existe una belleza natural deriva-
da de las proporciones numéricas y geométricas, a las que subyace una
armonía positiva y determinable a través de una relaciones similares a
las de las armonías musicales»18. Se trata, en definitiva, de una clase
de belleza basada en principios constantes, que pertenecen a la órbita
positiva de la naturaleza y que encuentran su mejor manifestación en
los clásicos, modelos inalcanzables que han logrado la máxima
perfección posible y que, por tanto, basta con imitar.
El bando de los «modernos», por el contrario, distingue dos tipos
de belleza. Por una parte, no rechaza la existencia de una belleza
natural y positiva, con valores esenciales, universales y absolutos que,
en consecuencia, agrada siempre y a todos. Pero, por otra, sostiene
que existen otras formas de belleza arbitrarias, que no se basan en
principios universales sino en las convenciones y en las costumbres de
las personas, que están vinculadas a los usos y las modas y, por tanto,
son bellezas particulares y relativas.
Y no se trata de realidades incompatibles; en efecto, Charles Perrault
afirma que en todo edificio es posible percibir ambas clases de belleza:
Para mejor expresar mi pensamiento diré que hay dos clases de belleza
en los edificios; bellezas naturales y positivas que placen siempre, inde-
pendientemente del uso y de la moda… Estas clases de bellezas son de
todos los gustos, todos los países y todos los tiempos. Hay otras bellezas
que no son más que arbitrarias, que placen porque los ojos se han acos-
tumbrado19.
De todas maneras, es claro que en este debate comienzan a poner-
se en discusión los fundamentos de una metafísica de lo bello y se
abren paso posturas basadas en la arbitrariedad y el ingenio, que son
procesos particulares y relativos por definición; en síntesis, se pone en
entredicho «… el carácter absoluto de cualquier ideal de belleza como
norma atemporal […]»20.
17. Ibíd., p. 13. «Tras escucharlo, N. Boileau, guardián de la doctrine classique,
lo consideró un ataque inaceptable y se levantó indignado, gritando la vergüenza
que suponía para la institución soportar semejantes injurias», ibíd.
18. Ibíd., p. 17.
19. Charles Perrault, Parallèle des Anciens et des Modernes en ce qui regarde les
arts et les sciences, en Simón Marchán Fiz, op. cit., p. 16.
20. Ibíd., p. 19.

93
Casi doscientos años después de Charles Perrault, Charles
Baudelaire ubica la reflexión sobre la modernidad en el mismo con-
texto, no solo en su aspecto antimetafísico y de reflexión histórica
sino, incluso, en el punto de partida que plantea la diferenciación y
simultánea convivencia de las dos clases de belleza:
… es esta una hermosa ocasión para establecer una teoría racional e
histórica de lo bello, opuesta a la teoría de lo bello único y absoluto;
para demostrar que lo bello es siempre, forzosamente, de doble compo-
sición, aunque la impresión que produzca sea una; pues la dificultad de
discernir los elementos variables de lo bello en la unidad de la impre-
sión en nada invalida la necesidad de la variedad en su composición. Lo
bello está formado por un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es
sumamente difícil de determinar, y por un elemento relativo, circuns-
tancial, que será, si se quiere, sucesiva o simultáneamente, la época, la
moda, la moral, la pasión21.
Como es fácil suponer, en la vida moderna y, por tanto, en todos
los desarrollos artísticos que en ella se presentan, predomina esta be-
lleza relativa y circunstancial que a lo largo del texto de Baudelaire
asume, entre muchas otras, las connotaciones de movilidad, impre-
sión, rapidez, vida cotidiana, trivialidad, fugacidad, exterioridad, apa-
riencia, costumbrismo, embriaguez, originalidad y novedad.
Pero, más importante aún, en este parágrafo inicial se afirma de
manera expresa que esta belleza se identifica sucesiva o simultánea-
mente con la época, la moda, la moral y la pasión. Y a partir de estos
conceptos fundamentales es posible leer todo el texto y percibir cómo,
en general, se plantean los alcances de cada uno de ellos, uno tras
otro, en el contexto moderno; pero, al mismo tiempo, se deberá reco-
nocer que la época, la moda, la moral y la pasión no son conceptos o
valores separables sino en íntima implicación.
Si se pretende hacer una lectura de El pintor de la vida moderna
desde la perspectiva de la historia del arte, resulta de la mayor impor-
tancia que el primer aparte del texto se abra con un ataque directo a
la idea de la «obra maestra» que, en general, habían sostenido la
historiografía anterior y las lecturas más académicas de Vasari a
Winckelmann –pero no ellos mismos, que defendían posturas más
abiertas–; y que, de esta manera, Baudelaire se ubique en el terreno
de la multiplicidad sostenido por Hegel.

21. Charles Baudelaire, op. cit., p. 19.

94
Según Baudelaire, no basta tener en cuenta los escritos de los
autores famosos o las grandes obras de los maestros más consagrados,
que han encontrado su lugar en los muros del museo; junto a ellas
existe una serie enorme de obras de segundo orden que «… tienen
algo de bueno, sólido y delicioso»22. En efecto, a través de estos traba-
jos menores podemos entender la belleza particular y de circunstan-
cias y los valores costumbristas que, por el contrario, desaparecen cuan-
do solo se tienen en cuenta las dimensiones universales de la
tradicional historia del arte.
Ese «costumbrismo» –tantas veces vilipendiado en nuestro ám-
bito regional– se relaciona con el reconocimiento de unos valores
contextuales que, por supuesto, no tienen cabida en la considera-
ción de una belleza esencial, universal y absoluta sino que tienen
que ver con los valores históricos. Así, la belleza que los artistas del
pasado supieron extraer a su propio tiempo nos resulta interesante
por su carácter de pasado, lo que se puede comprobar fácilmente.
Pero lo más importante es que lo mismo ocurre con referencia al
presente: «El placer que experimentamos ante la representación del
presente no solo se debe a la belleza de la que pueda estar revestido,
sino también a su cualidad esencial de presente»23. Bien puede
agregarse que en esta afirmación está implícito el desmonte de la
pintura histórica que, junto a las alegorías mitológicas, constituía
uno de los fortines fundamentales del tradicional arte académico;
en el fondo, nos encontramos con la discusión sobre el predominio
de la vida vivida frente a los puros valores de la historia y de los
modelos incuestionables y, en consecuencia, con el reconocimiento
de la significación del presente.
Las orientaciones clasicistas defendían la jerarquía entre los géneros y,
sobre todo, la supremacía de la pintura de historia. Sin embargo, en sus
albores la modernidad puede ser reconocida con más facilidad por el
debilitamiento y la desaparición de las configuraciones ideales, de los
grandes bloques iconográficos: mitológicos, religiosos e históricos, en
beneficio de las sucesivas actualidades, que a través de sus cambios for-
males radicales. Desde las prosaicas circunstancias lo accidental y el
presente priman sobre lo sustancial y lo atemporal, ámbitos en los que
cristalizaba el ‘gran arte’24.

22. Ibíd., p. 16.


23. Ibíd.
24. Simón Marchán Fiz, op. cit., p. 42.

95
En contra de la tendencia a buscar la belleza en las obras maestras
del pasado, la reflexión de Baudelaire parte de una serie de grabados
de Constantin Guys que recogen la evolución de la moda en los tra-
jes, en la época entre la Revolución de 1789 y el Consulado, una
etapa histórica que se cierra en 1804 con la proclamación del Imperio
por parte de Napoleón.
En definitiva, Baudelaire parte de una «obra menor», pensada para
servir como material de ilustración en textos de revistas o periódicos,
como ya había ocurrido con los dibujos y acuarelas del mismo
Constantin Guys sobre la Guerra de Crimea (1853-1856) que enfren-
tó al Imperio Ruso con la alianza formada por Inglaterra, Francia, el
Imperio Otomano y el Reino de Piemonte y Cerdeña, guerra en la que
trabaja como corresponsal del Illustrated London News, un periódico
que él mismo había contribuido a fundar25. En el mismo periódico se
publican los apuntes y dibujos de sus viajes a España, Grecia y Tur-
quía y numerosos trabajos sobre el mundo de la ópera, de los ballets y
de los bulevares de París. Tampoco el mismo Guys parece conceder
demasiada importancia a sus acuarelas y grabados sino que les «…
profesa un desdén de patricio»26, nunca los firma, y no pocas veces ha
destruido los originales de forma sistemática. Además, «el descuido
con que regala o presta sus dibujos lo expone con frecuencia a pérdi-
das irreparables»27. En síntesis, es evidente que, para el mismo artista,
no se trata de obras absolutas e insustituibles sino, más bien, de proce-
sos de estudio, de observación y de trabajo.
Pero no es solamente la idea de la «obra maestra» la que, de en-
trada, se cuestiona en el texto de Baudelaire sino que también se
analiza la del pintor o artista que corresponde a la situación moderna.
En efecto, en contra de la veneración que se dispensa a los maestros
consagrados en la Academia y en los Salones, Baudelaire presenta el

25. El dato de la colaboración de Guys en la fundación del periódico procede


de Álvaro Rodríguez Torres, «Prólogo», en Charles Baudelaire, op. cit., p. 10; no he
podido corroborar esa afirmación en otras fuentes. En El pintor de la vida moderna,
Baudelaire dedica un capítulo, «Los anales de la guerra», a los dibujos de Guys,
nacidos en medio de las acciones bélicas de la Guerra de Crimea y destaca su
carácter informativo y periodístico: «A la caída de la tarde el correo llevaba a
Londres las notas y los dibujos de M. G., quien a menudo también confiaba a la
posta más de diez croquis improvisados en papel cebolla, que los grabadores y los
abonados del periódico esperaban con impaciencia.» Ibíd., p. 65.
26. Ibíd., p. 28.
27. Ibíd., p. 74.

96
álbum de los grabados de modas casi como si se tratara de una obra
anónima («Tengo ante mí una serie de grabados de modas, que co-
mienzan con la Revolución y terminan poco más o menos con el Con-
sulado»28) o, por lo menos, sin mencionar a su autor. Más adelante,
cuando se hace indispensable introducir al autor de los dibujos, el
lector debe contentarse solo con las iniciales, M. C. G., porque Guys
ha exigido a Baudelaire que no aparezca su nombre y que hable de sus
trabajos solo como obras anónimas porque, en último término, no con-
sidera que sean producto de la subjetividad sino de la embriaguez que
le produce el contacto con las multitudes que habitan las ciudades
modernas; en síntesis, ya no se trata del artista encumbrado al Olimpo
académico sino del silencioso intérprete de la sociedad de su tiempo.
El desmonte del género histórico no es un asunto insignificante
porque en él se está discutiendo, al mismo tiempo, la fuente de la
verdad y, por tanto, de la belleza, en la obra de arte; mientras que
para los «antiguos» la verdad reside en el mundo clásico, el pintor de
la vida moderna se enfrenta con la vida real y con su belleza, en la
múltiple variación de sus expresiones y facetas; justamente por ello,
artistas como Courbet y Manet eran calificados como «actualistas»
por su decisión de representar personajes actuales, con vestimentas y
costumbres que se identificaban con la experiencia del presente29. Sin
embargo, más que la anécdota de una moda, lo que allí se hace pre-
sente es la moral y la estética de la época y, con ello, sus ideales más
profundos30, de tal manera que el arte no se limita a ser una mera
imagen del presente sino que también contribuye a definir sus proyec-
tos y esperanzas: «La idea que el hombre se hace de lo bello se estam-
pa en todo su aspecto, pliega o endurece sus vestiduras, redondea o
afila su gesto, y hasta modela sutilmente, a la larga, los rasgos de su
rostro. El hombre termina por parecerse a lo que le gustaría ser»31.
Y que las vestimentas sean un asunto que supera la mera exterio-
ridad y alcance dimensiones morales y estéticas es un motivo recu-
rrente en Baudelaire. De forma coherente, rechaza el historicismo de
la pintura de su tiempo que, por pereza mental, se obstina en elegir

28. Ibíd., p. 17.


29. Simón Marchán Fiz, op. cit., p. 39.
30. En palabras de Fernand Desnoyers: «¡Singular escuela, ¿eh? la que no
tiene ni maestro, ni discípulo, y cuyos principios únicos son la independencia, la
sinceridad y el individualismo!» John Rewald, op. cit., p. 31.
31. Charles Baudelaire, op. cit., p. 17.

97
temas de naturaleza general para poder cubrir sus personajes con ves-
tidos medievales, renacentistas u orientales y no tener que plantearse
el problema de la belleza de lo cotidiano32. Al mismo tiempo, insiste
en exaltar el Heroísmo de la vida moderna, título que da a uno de sus
principales ensayos, escrito con ocasión del Salón de 184633, un he-
roísmo que está estrechamente vinculado con la sociedad urbana de
la metrópolis contemporánea. De hecho, ya había concluido la crítica
al Salón de 1845 con una afirmación que va en la misma dirección:
«Un pintor, un verdadero pintor será aquel que logre arrancar a la
vida moderna su lado épico, y que nos hará ver y sentir cuánto somos
grandes y poéticos con nuestra corbatas y nuestros zapatos relucien-
tes»34. En realidad, esta es una manifestación más de la conciencia que
vive en una época nueva, moderna, en la cual casi todo ha cambiado
con respecto al pasado y que, sobre todo, ha dejado atrás el ambiente
rural, la mitología y la retórica referencia de los hechos históricos.
Pero, no se puede olvidar que este aspecto relacionado con la épo-
ca y la moda manifiesta el elemento relativo y circunstancial de lo
bello, determinante en el momento de aproximarse a su dimensión
eterna e invariable, como si fuera el cuerpo sin el cual no puede com-
prenderse el alma. En otras palabras, frente a una concepción del arte
centrado en una belleza metafísica y trascendental, Baudelaire afir-
ma que la modernidad solo descubre su valor y belleza en lo relativo y

32. Ibíd., pp. 43-44. «Fernand Desnoyers, un poeta flaco y a la vez atronador,
no perdía nunca ocasión de afirmar su fe en el nuevo estilo [el Realismo de
Courbet]. En un artículo provocativo, publicado a fines de 1855, había aclamado
la brecha abierta por el realismo […]. ‘¡Seamos un poco nosotros, aunque seamos
feos! […] ¡No escribamos, no pintemos más que lo que es, o al menos lo que
vemos, lo que sabemos, lo que hemos vivido!’ […] Y añadía, citando a Proudhon,
amigo de Courbet: ‘Cualquier figura, bella o fea, puede cumplir con la finalidad
del arte. El realismo, sin ser la apología de lo feo y lo malo, tiene derecho a repre-
sentar lo que existe y lo que ve.’ Otro joven escritor, […] Edmond Durante […] se
quejaba de la abundancia ‘de evocaciones griegas y romanas, de evocaciones
medievales, de evocaciones del siglo XVI, del XVII, del XVIII mientras que el XIX
queda totalmente censurado’. ‘¡La antigüedad hizo lo que vio –les decía a los
pintores–, haced vosotros lo que veáis!’» John Rewald, op. cit., pp. 31-32.
33. Véase el texto completo sobre el Salón de 1846 en:
http://fr.wikisource.org/wiki/Salon_de_1846#XVIII._De_l.E2.80.99h.
C3.A9ro.C3.AFsme_de_la_vie_moderne. Consulta: 15 de mayo de 2010.
34. Charles Baudelaire, citado en Dario Durbé, Edouard Manet, Milán, Fratelli
Fabrri Editori, I maestri del colore, # 41, 1964, s. p. Ver texto completo en: http://
fr.wikisource.org/wiki/Salon_de_1845. Consulta: 15 de mayo 2010.

98
contextual: «Sin este segundo elemento, que es como el empaque
gracioso, cosquilleante, aperitivo, del divino pastel, el primer elemen-
to sería indigerible, inapreciable, no adecuado e impropio para la na-
turaleza humana»35. Y aunque Baudelaire no niega la esencia estéti-
ca como una especie de ser en sí de la obra, afirma ya que lo único
que efectivamente podemos conocer y criticar son sus manifestacio-
nes sensibles, producto de la época, la moda, la moral o la pasión, que,
al mismo tiempo, determinan los criterios de valor.
Es decir, más allá de formulaciones estéticas abstractas, son las
condiciones de la vida moderna las que definen los parámetros de
valoración y crítica, porque son esas condiciones las que nos han acos-
tumbrado a unos determinados tipos de belleza.
Por ese camino encuentra la mejor manera de aproximarse a la
obra de Constantin Guys:
Para el croquis de costumbres, la representación de la vida burguesa y
los espectáculos de lo moda, el medio más ágil y el menos costoso es
evidentemente el mejor. Cuanta más belleza ponga en ello el artista,
más preciosa será la obra; pero hay en la vida trivial, en la metamorfosis
diaria de las cosas externas, un movimiento rápido que prescribe al
artista una igual velocidad de ejecución36.
Y justamente por la búsqueda de este tipo de belleza, Guys no le
aparece tanto como un artista, es decir, como un especialista de los
oficios académicos, esclavizado del pincel y la paleta; entre otras co-
sas porque, en general, la mayoría de los artistas «… son brutos muy
diestros, artesanos nada más, inteligencias de pueblo, cerebros de al-
dea»37 cuya conversación resulta insoportable para un hombre culto.
Por el contrario, Guys es un hombre de mundo en un sentido amplio,
un ciudadano espiritual del universo: «Hombre de mundo, es decir, del
mundo entero, hombre que comprende el mundo y las razones miste-
riosas y legítimas de todos sus hábitos […]. Él se interesa en el mundo
entero; quiere saber, comprender, apreciar todo lo que pasa en la su-
perficie de nuestro esferoide»38. En definitiva, preanunciando la idea

35. Charles Baudelaire, op. cit., p. 19.


36. Ibíd., p. 23. Creo que en este tipo de planteamiento se puede encontrar una
insinuación de las relaciones entre arte y tecnología que desarrolla Renato Barilli
en su propuesta de un «materialismo tecnológico cultural».
37. Ibíd., p. 31.
38. Ibíd., pp. 30-31.

99
que será dominante en las vanguardias, sobre todo después del Da-
daísmo, Baudelaire sostiene que el arte y la belleza de la obra de Guys
no radican en el preciosismo del oficio sino en el nivel de la reflexión
y en su compromiso con la comprensión de la realidad, lo que ubica
este nuevo tipo de artista en una dimensión moral y política que casi
nunca interesa al tradicional artista académico.
En este nuevo artista, hombre de mundo, Baudelaire presagia mu-
chas de las condiciones del artista contemporáneo, desacralizado y
sin auras trascendentales. Así, se caracteriza por una curiosidad irre-
sistible frente a la ciudad y a las multitudes, que lo lleva a interesarse
por todas las cosas, incluso por las aparentemente más triviales, en un
estado de permanente embriaguez. «Es dueño del arte tan difícil […]
de ser sincero sin ponerse en ridículo»39. Manifiesta un amor extremo
por las cosas visibles y una clara repugnancia por el reino impalpable
de las realidades metafísicas, con una sensibilidad que parece infantil
porque es «… aguda y mágica a fuerza de ingenuidad»40. Y, además:
La muchedumbre es su dominio, como el aire es el dominio del pájaro,
como el agua es el dominio del pez. Su pasión, su profesión, radica en
desposar la multitud. Para el perfecto vagabundo, para el observador
apasionado, es motivo de júbilo inmenso elegir domicilio en el número,
en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugaz y en lo infinito. Estar
fuera de casa y, no obstante, sentirse en todas partes en casa; ver el
mundo, estar en el centro del mundo y permanecer velado para el mun-
do, tales son algunos de los modestos placeres de estos espíritus inde-
pendientes, apasionados, imparciales, que el idioma solo puede definir
con torpeza41.
Las imágenes del poeta para aproximarse a la figura del artista
de la modernidad están entre las más lúcidas y eficaces de su texto.
Es un enamorado de la vida universal que entra en comunicación
con la multitud como si esta fuera un inmenso depósito de electrici-
dad –una comparación cargada de premoniciones sobre la situación
contemporánea, donde el artista es un catalizador de polifacéticos
intereses y energías sociales–. Es un caleidoscopio con conciencia
que recoge la riqueza de los movimientos de la vida. «Es un yo insa-
ciable del no yo, que a cada instante lo traduce y lo expresa en
39. Ibíd., p. 35. Quizá convendría releer esta afirmación de Baudelaire frente
al masoquismo hostigante de los expresionismos extremadamente sensibleros.
40. Ibíd., p. 41.
41. Ibíd., pp. 35-36.

100
imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugiti-
va»42. Se trata, en realidad, de las condiciones que hacen posible la
expresión de un nuevo tipo de belleza:
Y entonces parte, y mira correr el río de la vitalidad, tan majestuoso y
tan brillante. Admira la eterna belleza y la asombrosa armonía de la
vida en las capitales, armonía tan providencialmente conservada en el
tumulto de la libertad humana. Contempla los paisajes de la gran ciu-
dad, paisajes de piedra acariciados por la bruma o lastimados por las
bofetadas del sol. Goza con los bellos carruajes, con los soberbios caba-
llos, con la radiante limpieza de los palafreneros, con la destreza de los
criados, con el modo de andar de las mujeres ondulantes, con los niños
primorosos, felices de vivir y de estar bien vestidos; en una palabra, con
la vida universal43.
En realidad, lo que ese artista busca es la modernidad que, aunque
se realiza en medio de la fugacidad y el movimiento, está más allá del
mero placer fugitivo de las circunstancias. Y con esto llegamos al nú-
cleo del problema del arte y de la belleza en el mundo contemporá-
neo, desde la perspectiva de Baudelaire. El artista del presente:
Busca ese algo que se nos permitirá llamar modernidad, pues no en-
cuentro palabra más adecuada para expresar la idea en cuestión. Se
trata, para él [para el artista], de extraer de la moda lo que pueda conte-
ner de poético dentro de lo histórico, de extraer lo eterno de lo
transitorio […]. La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contin-
gente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable44.
Cabe recordar que El pintor de la vida moderna parte de un álbum
de grabados de modas y, por tanto, de la manifestación por excelencia
de la transitoriedad frente a los valores eternos y trascendentales del
arte clásico y de su belleza metafísica. Por eso, en contra de lo que en
ese mismo momento escribe Hamerton a propósito de El almuerzo so-
bre la hierba, de Manet, y de «la horrible indumentaria francesa» que
allí aparece vinculada con el desnudo, Baudelaire rechaza el uso de
los prejuicios historicistas de los pintores que cubren sus figuras con
vestimentas orientales, medievales o renacentistas: «Evidentemente,
esto es indicio de una gran pereza; pues es mucho más cómodo decla-
rar que todo es absolutamente feo en las vestiduras de una época, que

42. Ibíd., p. 38.


43. Ibíd., pp. 38-39.
44. Ibíd., pp. 44-45.

101
ocuparse de extraerle la belleza misteriosa que pueda detentar, por
mínima y ligera que sea»45. Y es que, en contra del fácil rechazo de la
moda, Baudelaire reconoce en ella la manifestación de la vitalidad
de una época que, en consecuencia, no puede ser desconocida si no
se quiere caer en el vacío de una belleza abstracta, intemporal e inde-
finible que, como ya sabemos, resulta imposible de digerir y apreciar
porque es impropia para la naturaleza humana: sería como la belleza
«[…] de la única mujer antes del primer pecado»46.
Este tipo de propuesta se enfrenta, naturalmente, con las leyes del
academicismo que predomina en el arte oficial francés de la época.
Pero no desconoce ni descarta los aportes de la historia del arte, que
pueden obtenerse –como es habitual en ese momento– a través del
estudio y la copia de los viejos maestros, con la condición de que se
desarrolle teniendo siempre en mente la comprensión del carácter de
la belleza actual; ésa es la única manera de insuflar vida humana en
la obra, al contrario de lo que pretende el método académico al idea-
lizar y dotar de «ideas clásicas» y de «estilo» la realidad observada47.
¡Ay de aquel que estudie en la antigüedad cosa distinta al arte puro, la
lógica, el método general! Por abismarse demasiado en ella, pierde la
memoria del presente; renuncia al valor y a los privilegios que le pro-
porcionan las circunstancias; pues casi toda nuestra originalidad pro-
cede de la impronta que el tiempo fija en nuestras sensaciones48.
Por eso, el artista moderno, hombre de mundo, se enfrenta primero
con la observación y conocimiento de la vida y solo como consecuen-
cia de ello se plantea el desarrollo de los medios adecuados para
expresarla; en otras palabras, es antes hombre que artista.

45. Ibíd., p. 44.


46. Ibíd., p. 45.
47. Esta valoración del estilo que reinterpreta la realidad se conserva sólida-
mente a lo largo de todo el siglo XIX; a este propósito se pueden citar las indicacio-
nes que, según Claude Monet, le hizo su maestro, el académico Gleyre, al revisar
por primera vez su trabajo de estudiante en 1862: «No está mal, no está del todo
mal esto, pero ha cogido demasiado el carácter del modelo. Se encuentra usted
con un hombre rechoncho y lo pinta rechoncho. Tiene los pies enormes y usted los
pinta tal cual. Todo esto es muy feo. Recuerde, joven, que al ejecutar una figura
hay que pensar siempre en la Antigüedad. La naturaleza, amigo mío, está muy
bien como elemento de estudio, pero no ofrece ningún interés. ¡El estilo, ve Usted,
eso es lo único que cuenta!». Citado en John Rewald, op. cit., p. 69.
48. Charles Baudelaire, op. cit., p. 48.

102
El resultado de esta búsqueda de verdad antes que de estética
está vinculado en Baudelaire con el desarrollo de un tipo de arte que
el poeta define como «bárbaro», un arte «mnemotécnico», que es sin-
tético y perfecto porque se dirige a la generalidad y no se detiene en
el hedonismo del detalle intrascendente:
Quiero hablar de una barbarie inevitable, sintética, infantil, que mu-
chas veces puede verse todavía en un arte perfecto (mexicano, egipcio,
ninivita), y que resulta de la necesidad de ver las cosas en grande, de
considerarlas, sobre todo, en el efecto de su conjunto. No sobra obser-
var aquí que muchas personas han acusado de barbarie a todos los pin-
tores de mirada sintética y abreviadora: por ejemplo, al señor Corot,
que se esmera ante todo, en trazar las líneas principales de un paisaje, su
armazón ósea y su fisonomía49.
El abreviar su trabajo en una estructura básica, como Baudelaire
descubre en los dibujos de Guys, le permite al artista moderno tradu-
cir fielmente sus impresiones de la realidad, y marcar con una especie
de energía instintiva los puntos más luminosos y definitivos. Por su-
puesto, el objetivo ya no es la creación de un espejo del mundo exte-
rior («¿Quién osaría asignar al arte la infértil tarea de imitar a la
naturaleza?»50) sino una especie de mnemotecnia visual que le permi-
te al espectador ver con toda nitidez la impresión que las cosas produ-
cen en el espíritu del artista.
Quizá de manera paradójica y sin que él lo comprendiera bien, la
fotografía viene en auxilio de esta idea de Baudelaire y da espacio efecti-
vo en el ámbito social a un arte mnemotécnico. Como se sabe, en 1859,
apenas un año antes de la redacción de El pintor de la vida moderna,
aparece su texto El público moderno y la fotografía en el cual descalifica
esta nueva técnica como una estratagema indigna y un progreso pura-
mente material que los artistas complacientes utilizan para asombrar a su
público, dejando de lado la táctica natural del arte verdadero51. Sin em-

49. Ibíd., pp. 51-52.


50. Ibíd., p. 103.
51. «Si se permite que la fotografía supla al arte en algunas de sus funciones
pronto, gracias a la alianza natural que encontrará en la necedad de la multitud,
lo habrá suplantado o totalmente corrompido Es necesario, por tanto, que cumpla
con su verdadero deber, que es el de ser la sirvienta de las ciencias y de las artes
[…]. Pero si se le permite invadir el terreno de lo impalpable y de lo imaginario, en
particular aquel que solo vale porque el hombre le añade su alma, entonces ¡ay de
nosotros!». Charles Baudelaire, «Salón de 1859, Cartas al Sr. Director de la Revue

103
bargo, a pesar de la indignación de Baudelaire, es evidente que son
medios como la fotografía los que asumen la tradicional función de
reproducir la realidad y, de acuerdo con sus ideales, permiten al artis-
ta buscar nuevos horizontes y dedicarse a pintar «lo que sueña» y no
solamente lo que ve.
Pero más allá del señalamiento de esa contradicción, que para
nuestra lectura tiene solo un interés marginal, lo que se quiere desta-
car es la libertad que Baudelaire reconoce en el artista de la moderni-
dad, en contra de la doctrina academicista que pretende reducir el
arte a una reproducción exacta de lo real52, que es el argumento que
en la discusión de El público moderno y la fotografía acaba identifican-
do arte y fotografía. Frente a ello, la libertad que proclama Baudelaire
es, por supuesto, uno de los valores que se desprenden de la idea de
una belleza relativa y circunstancial:
Dibuja de memoria y no conforme al modelo, salvo en los casos (la guerra
de Crimea, por ejemplo) en los que hay necesidad urgente de tomar notas
inmediatas, precipitadas, y de capturar las líneas principales de un tema.
De hecho todos los buenos y verdaderos dibujantes dibujan siguiendo la
imagen grabada en su cerebro y no según la naturaleza53.
En buena medida, se trata de la imposibilidad real de dar cuenta
de todos los detalles del modelo; ante ello, estos artistas han desa-
rrollado una clase de memoria que tiene la habilidad de asimilar
el color predominante y la silueta o arabesco del contorno, es de-
cir, que es capaz de limitarse a una generalidad esquemática den-
tro de la cual tiene la posibilidad de establecer una jerarquía de
intereses visuales54.

Francaise, El público moderno y la fotografía», Salones y otros escritos sobre arte,


Madrid, Visor, 1996. Ver texto completo en: http://fr.wikisource.org/wiki/
Salon_de_1859. Consulta: 30 de mayo de 2010.
52. Baudelaire afirma que de esa realidad, que la tendencia general quiere
reproducir de manera exacta, algunos disidentes pretenden que queden descar-
tados «[…] los objetos de naturaleza repugnante, como un orinal o un esqueleto.»
Ibíd. Miradas en retrospectiva, estas referencias resultan por lo menos inquietan-
tes, frente al Esqueleto fumando, de Vincent van Gogh, de 1885, en los inicios de un
camino que llegará al Expresionismo y, sobre todo, frente a la acción con la cual,
en 1917, con su Fuente, Duchamp le da un giro inesperado al problema de la
mímesis.
53. Charles Baudelaire, op. cit., pp. 53-55.
54. Ibíd., pp. 54-56.

104
Su forma de trabajar, tal como la concibe Baudelaire, recuerda
muy de cerca las características del genio kantiano, que opera de
manera absolutamente libre, original y natural pero sometido a una
especie de ímpetu sublime. Así, en la obra de Guys, es decir, en el
artista de la modernidad, aparece, por una parte, la memoria que da
vida a la realidad, y, por otra,
un fuego, una embriaguez del lápiz y del pincel casi comparable a un
furor. Es el miedo de no ir lo bastante rápido, de dejar escapar el fantas-
ma antes de que la síntesis sea conseguida y extraída; es ese miedo
terrible que posee a todos los grandes artistas y que les produce un deseo
tan ardiente de apropiarse de todos los medios de expresión, para que
las órdenes del espíritu nunca se vean alteradas por la indecisión de las
manos; para que al fin la ejecución, la ejecución ideal, se vuelva tan
inconsciente, tan corriente como lo es la digestión para el cerebro de
un hombre saludable que ha comido55.
Pero aquí se impone la creación de una imagen, no la reproduc-
ción mimética de la realidad; y, tras esa primera etapa de furor en la
cual se atrapa la impresión fugaz, el artista aparece, sobre todo, como
un trabajador que manipula las imágenes, en un proceso de edición
que casi parece profetizar las actuales técnicas de tratamiento digital:
De modo que prepara veinte dibujos a la vez, con una petulancia y
alegría encantadoras, incluso divertidas para él; los bocetos se amonto-
nan y se superponen por docenas, por millares. Una que otra vez los
recorre, los hojea, los examina, y luego elige algunos cuya intensidad
aumenta más o menos, cuyas sombras recarga y cuyas luces enciende
progresivamente56.
Cabe señalar que, a pesar de que nosotros tendemos a creer que
este alejamiento progresivo de la exigencia de la mímesis corresponde
a un proceso bastante reciente, ya aparecía en medio de la Querelle
des Anciens et des Modernes, como una consecuencia de las bellezas
arbitrarias proclamadas por estos últimos en contra de las bellezas po-
sitivas de los «antiguos»:
En efecto, para Claude Perrault la imitación de la naturaleza no es la
fuente ni la guía de la belleza, pues si bien las bellezas positivas todavía
pueden relacionarse con la naturaleza de un modo adecuado a la estruc-

55. Ibíd., p. 56.


56. Ibíd., p. 57.

105
tura perceptiva de una persona normal, las arbitrarias se alejan de la
naturaleza como productos de una fantasía independiente, ligada a la
libertad subjetiva del genio57.
Por tanto, también en el cuestionamiento de la mímesis, Baudelaire
da una lectura desde la modernidad a tradiciones teóricas que fueron
revolucionarias en el pasado. Pero aquí es conveniente señalar, sobre
todo, que tampoco parece ser casual el momento en el cual, dentro
del texto de El pintor de la vida moderna, se marcan distancias frente a
la actitud mimética tradicional, porque los restantes capítulos se de-
dican a la presentación sucesiva de los temas en los cuales se desplie-
ga la obra de Guys; es decir, el cuestionamiento de la mímesis y la
exaltación de un arte mnemotécnico y sintético sirven para advertir-
nos que los temas no interesan al artista moderno como simples es-
tampas de la realidad sino como manifestaciones de la vitalidad pro-
pia de las metrópolis actuales y del punto de vista del artista urbano.
Y esto es válido frente a todos los temas, tanto a los que se refieren a la
agitada vida social parisina del Segundo Imperio como a los que tienen
que ver con la guerra en Crimea o con viajes exóticos: en ellos predomi-
na un tipo de mirada siempre veloz, reiterativa y envolvente, como lo
exige el destino general de sus obras, pensadas para las páginas transi-
torias de un periódico y no para los muros eternos del museo58.
Para definir otra vez la clase de temas preferidos por el artista, diremos
que se trata de la pompa de la vida, tal como se presenta en las capitales
del mundo civilizado: la pompa de la vida militar, de la vida elegante, de
la vida galante. Nuestro observador se halla siempre exactamente en su
puesto, dondequiera corran los deseos profundos e impetuosos, los
Orinocos del corazón humano, la guerra, el amor, el juego; dondequiera
se agiten las fiestas y las ficciones que representan estos grandes ele-
mentos de ventura y de infortunio59.
No es necesario destacar el intenso manto romántico que cubre
las reflexiones del poeta Baudelaire; mejor descubrir tras él «la pompa
de la vida, tal como se presenta en las capitales del mundo civilizado».

57. Simón Marchán Fiz, op. cit., pp. 19-20.


58. De todas maneras, Baudelaire se lamenta de que el álbum de los dibujos
sobre la guerra se haya desperdigado entre los grabadores y redactores del Illustrated
London News y no hayan llegado a manos del Napoleón III, es decir, que no se
haya conservado en el Museo. Charles Baudelaire, op. cit., pp. 66-67.
59. Ibíd., p. 75.

106
Y en ese contexto, después de detenerse en los arquetipos del militar,
del dandy y de la mujer, Baudelaire entra en la recta final de su re-
flexión con un amplio elogio del maquillaje que, como es apenas ob-
vio, parte de un rechazo a «la estética de las gentes que no piensan»,
quienes creen en la superioridad de la belleza de la naturaleza:
En su mayoría, los errores relativos a lo bello nacen de la falsa concep-
ción del siglo XVIII relativa a la moral. La naturaleza fue tomada en
aquellos días como base, fuente y tipo de todo lo bueno y de toda belleza
posible60.
Baudelaire, por el contrario, cree que la naturaleza no puede en-
señar nada o casi nada al ser humano, más allá de superar el nivel de
la estricta necesidad; después de eso, la naturaleza solo nos empuja al
crimen mientras que todos los impulsos hacia el bien proceden de los
ámbitos espirituales de la filosofía y de la religión. «Todo lo que es
bello y noble es el resultado del razonamiento y del cálculo. […] El
mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siem-
pre el resultado de un arte»61. En ese orden de ideas, la inclinación de
los pueblos primitivos hacia los aderezos y adornos demuestra la no-
bleza originaria del alma humana, «la alta espiritualidad del acicala-
miento»62 y la majestad superlativa de las formas artificiales, frente a
lo cual la cultura de alguien como el rey Luis XV, que aspiraba a no
deleitarse más que en la simple naturaleza, debe ser vista como una
auténtica depravación.
Por eso, no existe ni puede concebirse una contraposición entre
moda y belleza:
Por consiguiente, la moda debe ser considerada como un síntoma de la
complacencia en lo ideal que flota en el cerebro humano por encima de
todo lo que la vida natural acumula allí de grosero, de terrenal y de
inmundo, como una deformación sublime de la naturaleza o, mejor,
como un ensayo permanente y sucesivo para reformar la naturaleza63.
Así, contra una consideración superficial y fácil que las rechace o
cuestione, Baudelaire descubre en las modas la belleza de una bús-
queda constante de aproximarse al ideal, como un deseo que ator-

60. Ibíd., pp. 97-98.


61. Ibíd., p. 99.
62. Ibíd.
63. Ibíd., p. 100.

107
menta el espíritu humano, siempre insatisfecho; y no una mera belleza
pasada e histórica que se limite a la simple curiosidad, sino que la
moda es una belleza vitalizada y vivificada por la mujer a la cual ha
estado destinada: «La mujer está realmente en su derecho, e incluso
cumple una especie de deber, al esmerarse en aparecer mágica y so-
brenatural; es preciso que sorprenda, que cautive; al ser un ídolo,
debe dorarse para ser adorada»64. Y es allí cuando aparece el maqui-
llaje, como una de las múltiples artes que contribuyen a que la mujer
se eleve por encima de la simple naturaleza y se manifiesta como obra
de arte, es decir, como un ser divino y superior.
De modo que M. G., habiéndose impuesto la tarea de buscar y de expli-
car la belleza en la modernidad, se complace en representar a las muje-
res muy acicaladas y embellecidas por todas las pompas artificiales, cual-
quiera sea la clase social a la que pertenezcan65.
La época, la moda, la moral y la pasión, aquellos conceptos con los
cuales Baudelaire identifica la belleza accidental de la modernidad, se
encarnan, entonces, en una amplia galería de mujeres de todas las eda-
des, clases y condiciones sociales, en todas las circunstancias de la vida
de una gran ciudad como Londres o París, desde el esplendor de los gran-
des espectáculos de la ópera hasta la miseria de los teatros marginales,
pasando por los jardines públicos, los cafés, las prostitutas, las cortesanas,
el mundo del alcohol y de las drogas. Y allí Baudelaire descubre cómo
Guys hace desfilar desde la mujer galante, feliz en su juventud y lujo,
hasta las esclavas recluidas en cuchitriles: unas monstruosamente orgu-
llosas, algunas llenas de nobleza, y otras tendidas, espatarradas en diva-
nes, pesadas, melancólicas, estúpidas, extravagantes, de tal manera que
parece que descendemos hasta los más bajos niveles de la existencia hu-
mana66. Pero semejante panorama no tiene la finalidad de divertir al lec-
tor ni tampoco la de escandalizarlo, sino la de despertar la reflexión y el
pensamiento: «Lo que consagra y hace valiosas esas imágenes son los
incontables pensamientos que suscitan, generalmente severos y negros»67.
Es exactamente lo contrario del rechazo de la moda que practica el arte
académico en defensa de una belleza abstracta, lo que, como dijo antes,
conduce a una belleza que sería como la «[…] de la única mujer antes

64. Ibíd., p. 101.


65. Ibíd., p. 105.
66. Cfr. Ibíd., pp. 106-113.
67. Ibíd., p. 113.

108
del primer pecado»68. En otras palabras, es el rechazo a la naturaleza sin
artificio y sin las huellas de la experiencia del mal.
Vicente Jarque descubre el núcleo del pensamiento estético de
Baudelaire en «… la inextricable vinculación que establece entre la
modernidad y la conciencia del mal: el aspecto satánico que subyace a
los oropeles del presente»69. Por eso, en los trabajos del artista moder-
no aparece una nueva idea del arte: «… nada más que arte puro, es
decir, la singular belleza del mal, la hermosura de lo horrible»70, en un
desorden lleno de tristeza pero cargado de sugerencias, sugerencias
crueles y escabrosas pero llenas de fecundidad moral.
Sin moralismos de ningún tipo, el pintor de la vida moderna se adentra
en las profundidades de la existencia humana en la ciudad contemporá-
nea para descubrir la hermosura de lo horrible, sin sacrificar el arte a lo
agradable o al estilo clásico, sin suavizar las tosquedades de la vida.
Y Baudelaire concluye:
Menos hábil [que otros pintores], M. G. detenta un mérito profundo y
muy suyo: ha llenado con gusto una función desdeñada por otros artis-
tas, y que correspondía que fuera llenada principalmente por un hom-
bre de mundo: buscar aquí y allá la belleza pasajera, fugaz, de la vida de
hoy, el carácter de lo que el lector nos ha permitido denominar moder-
nidad. A menudo extraño, violento, desmesurado, pero siempre poéti-
co, ha sabido concentrar en sus dibujos el sabor amargo o fogoso del
vino de la vida71.

Conclusión

La conciencia de la modernidad en Baudelaire ofrece un panora-


ma muy complejo. Si bien, por una parte, es posible señalar que, a
pesar de su trascendencia, se trata todavía de una concepción
balbuceante, contradictoria y enlazada con la tradición, por otra, qui-
zá enlazada con la perspectiva del mal, puede afirmarse que esa falta
de claridad se debe a su condición de pionero que anuncia procesos
que solo tendrán pleno desarrollo más adelante.
Y no se trata solo de reconocer que las ideas de Baudelaire anun-
cian y sostienen el Impresionismo y que plantea una visión de la belle-

68. Ibíd., p. 45.


69. Vicente Jarque, op. cit., p. 315.
70. Charles Baudelaire, op. cit., p. 114.
71. Ibíd., p. 120.

109
za que, en el fondo, implica un nuevo concepto de arte, al menos
frente a las ideas académicas oficiales. En efecto, la descalificación
dirigida contra el Impresionismo abarca también los planteamientos
de Baudelaire porque, según la estética metafísica que subyace en la
visión clásica, no es posible crear una obra de arte a partir de impre-
siones y de imágenes variables que, por el contrario, es justamente el
terreno donde Baudelaire ubica el arte de la modernidad. Y, más allá
de eso, esta hermosura de lo horrible y esta exaltación de lo abyecto,
mucho más que la Olimpia de Manet como se pretendía todavía a
finales del siglo XIX, parecen referirse al presente.
Y es que, de acuerdo con Renato Barilli, es indispensable considerar a
Baudelaire como un verdadero posmoderno, en el alba de la contemporaneidad:
Baudelaire pretendía de los artistas en línea con su sensibilidad, un com-
promiso mayor hacia lo otro, lo diverso, en la dirección de un Romanti-
cismo más profundizado de cuanto había en la atención de Delacroix
para sorprender y registrar los placeres del instante. Dicho en otras pala-
bras, en Baudelaire se debe ver un gran campeón de las concepciones
posmodernas, que viene a encontrarse en medio camino entre las prime-
ras apariciones de estas concepciones en el pequeño grupo de autores de
fines del Setecientos (Schiller, Goethe, Blake, Leopardi…) y los
replanteamientos más sistemáticos y cada vez más pujantes que se produ-
cirán a partir de las generaciones de los nacidos alrededor de 186072.
En definitiva, no se trata solo de la recuperación de un personaje
del pasado sino que estamos frente al eje alrededor del cual el mundo
moderno descubre su condición de tal y, sobre todo, frente a una de
las perspectivas que abren los caminos de la contemporaneidad73.

72. Renato Barilli, L’alba del contemporáneo. L’arte europea de Füssli a Derlacroix,
Milano, Feltrinelli, 1996, p. 281. Es claro que Barilli entiende lo «posmoderno» en
sentido etimológico y cronológico, como lo posterior al arte moderno, es decir, al
que se extiende desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII; de allí se desprende la
importancia de la visión Baudelaire para el presente.
73. Para el análisis de esa apertura de Baudelaire hacia la actualidad, véase
Esteban Tollinchi, Los trabajos de la belleza modernista 1848 – 1945, Puerto Rico,
Universidad de Puerto Rico, 2004, pp. 134 – 232. Puede verse en:
http://books.google.com/books?id=5zua0yEd9HkC&pg
= PA 1 6 9 & l p g = PA 1 6 9 & d q = % 2 2 H e r o i s m o + d e + l a + v i d a + m
oderna%22+Baudelaire&source=bl&ots=4kVdJ9MMxj&sig=
GKGMjmm6y9uKQzP-4D4O-O4uDDk&hl=en&ei=hZk4TPCqCMK78gapz
9WmBg&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=2&ved=
0CBoQ6AEwAQ#v=onepage&q&f=false. Consulta: junio 10 de 2010.

110
La belleza como declaración convencional
del valor estético

Renato Barilli
Universidad de Bolonia, Italia

Tres categorías contra lo bello

La frase que sirve de divisa a este coloquio copia evidentemente


el título de la famosa pieza del dramaturgo estadounidense Edward
Albee, Who’s afraid of Virginia Woolf (¿Quién le teme a Virginia Woolf?),
correspondiente al gesto apotropaico, pero al mismo tiempo irónico y
astuto, de quien quiere exorcisar un destino pesadamente amenaza-
dor. Ese modo ligero de tomar distancia de un mito molesto fue copia-
do, por ejemplo, por el muy conocido arquitecto y diseñador italiano,
recientemente desaparecido, Ettore Sottsass Jr, quien lo dirigió hacia
un monstruo sagrado de su sector, ¿Quién le teme a Frank Lloyd Wright?,
atribuyéndolo a un proyecto de edificio bastante lejano de los precep-
tos del movimiento moderno. En este sentido se han movido los orga-
nizadores del presente encuentro, confirmando la finalidad de tomar
distancia de un convidado de piedra, pero intentando volver a admi-
tirlo, quizá por la puerta de servicio. Quizá encontremos que hasta
exista algún aspecto que se pueda salvar en el temido y detestado
concepto. Por lo que me corresponde, debo confirmar con convicción
el gesto de negación y de repulsa. Creo que en toda la teoría del arte
contemporáneo, al concepto y al término de belleza no se les puede
reconocer mucho más que un valor genérico, como sinónimo de algo
que haya alcanzado un cierto grado de excelencia. En otras palabras,
el adjetivo «bello» vale para cualificar de manera rápida y sintética
una obra, una experiencia de arte o, más en general, de estética, a la
cual, por una u otra razón se pueda reconocer una fuerte validez, pero
sin tener que invocar necesariamente la belleza. Yo mismo soy
testimonio de ello. En efecto, cuando hace unos veinte años escribí
un Curso de estética, creo haber utilizado muy pocas veces este fatídico

111
y hoy desprestigiado vocablo. ¿Qué lo reemplaza en aquellas páginas
mías, y también en las de muchos otros colegas que se han aventurado
en una empresa de ese tipo? Para sistematizar todo ese campo, yo
recurro a una tríada de conceptos. Viene, en primer lugar, el carácter
innovador que debe reconocerse para que se pueda declarar bella, es
decir, lograda, aceptable, una obra o experiencia estética. Sigue, en
el segundo puesto, un carácter de amplia y voraz anexión de los
materiales más diversos, recurriendo a una práctica de inclusión en
lugar de una de exclusión. Y, finalmente, en tercer lugar, se debe
reconocer también un carácter de tensión interna, de dramaticidad
se podría decir, de tal manera que los distintos fenómenos reunidos en
ese ámbito lo sean respetando un montaje cuidadoso y bien calcula-
do, así como, justamente, un dramaturgo construiría su pièce, o un
narrador su novela, con un desplazamiento bien calculado entre un
inicio, una fase culminante y un final verdaderamente conclusivo, de
tal modo que el todo adquiera un sentido de acabamiento.
Miremos de cerca e individualmente estas tres propiedades, para
constatar que ninguna de ellas deja el más mínimo margen al concep-
to de belleza. La primera plantea, ante todo, la búsqueda de lo nuevo,
que era tan estimada por las vanguardias del siglo XX. Para aspirar al
valor estético, el primer requisito es que se echen a pique las
convenciones preexistentes, que se salga de los carriles de lo acos-
tumbrado, y que se amplíen los pulmones permitiéndoles recibir una
bocanada sana de oxígeno. Todo ello se puede sintetizar acentuando
en medida preponderante el concepto de originalidad, la obligación
de perseguir un agua que, para decirlo con Dante, giammai non si colse
[«nunca jamás se tomó»] anteriormente. Nótese que en nuestros
tiempos hay una tendencia profunda a sobrepasar una noción de arte
que implique un acto de fabricación, al cual, en efecto, podría ser
inherente un objetivo de excelencia, de habilidad extrema, que podría
reintroducir cualquier pequeño espacio reservado a la belleza. La actual
tendencia irresistible es el de descender hacia un estrato más bajo
que corresponde al sentir: pero con los sentidos y no, ciertamente,
con el corazón de los románticos. Por esta razón, la raíz etimológica
«est» prevalece hoy sobre la raíz «art»; o mejor, de la una a la otra se
establece una relación de derivación, de anexión: la primera aparece
más amplia, más vasta que la segunda. Por algo los tratados que
atienden toda esta problemática se plantean bajo la bandera de la
estética, con el significado implícito de dirigirse a todos los géneros
de experiencia que tienen la tarea de estimular, aguijonear, vitalizar

112
el uso de los sentidos. Semejante significado encuentra una magnífica
contraprueba a través de su negación, que se obtiene agregando a
aquella raíz verbal griega su negación, la letra alfa privativa, que por
razones de eufonía toma una «ene» convirtiéndose en «an». En otras
palabras, la anestesia, es decir, aquel procedimiento farmacológico de
gran utilidad que adormece nuestros sentidos, es precisamente la
negación de los frutos a los cuales deberíamos llegar a través de un
conveniente ejercicio de la estética. Por lo demás, de todo ello era
perfectamente consciente el padre fundador de esta disciplina,
Baumgarten, quien en su tratado fundacional de 1750 concedía ya
una mínima parte a lo bello, mientras que, en la definición de base
con la cual se abría su tratado, la aesthetica estaba asociada a una
scientia cognitionis sensitivae, con una intuición extraordinaria que solo
recientemente, después del cambio del ’68 y de su correlativa predi-
cación de una «muerte del arte», hemos valorado en toda su pleni-
tud. Para tener en el modo más exacto los términos de una teoría de la
estética digna de nuestros días, bastaría llevar a cabo unos pocos reto-
ques a aquella excepcional proposición inicial del filósofo alemán. La
estética, como nosotros la entendemos hoy, no es una scientia, sino
más bien, una práctica, un ejercicio al cual se accede con todas nues-
tras dotaciones corporales y mentales, para llegar, en consecuencia,
no a una cognitio, sino más bien a una experiencia, es decir, a algo
mucho más amplio y primario. En cuanto a lo sensitivo, aquí tampoco
lo podemos traducir literalmente, dado que lo sensitivo, al menos en
la lengua italiana, adquiere una connotación de sensibilismo casi
morboso que debe dejarse a los espiritistas y adivinos; es mejor, por
tanto, recurrir en cambio al término más neutro de sensorialidad, o
sea el pleno estímulo de los cinco sentidos, con todas sus conexiones
recíprocas, que hacen de ellos una escala continua, como los colores
del espectro. Del padre fundador Baumgarten es posible pasar des-
pués a los sólidos aportes proporcionados por John Dewey, gracias a su
Arte como experiencia, donde se nos invita a ir más abajo y a apreciar
como feliz logro de orden estético, por ejemplo, una comida bien sur-
tida en el sucederse de los varios platos, o incluso el acto de respirar,
si está bien administrado en las distintas fases de inspiración y
expiración: eventos verdaderamente mínimos y bastante extendidos
para los cuales, una vez más, será difícil acomodar el término de belleza.
Permaneciendo siempre en la magnífica propuesta fundacional de
Baumgarten, lo bello encuentra allí una parte mínima, después de
haber dejado desgranar la teoria liberalium artium, que sería la estética

113
como es entendida académicamente, es decir, como filosofía de las
artes mayores, tales como la pintura, la escultura, etc., y después de
haber introducido también un ámbito importantísimo, el del analogon
rationis, donde, aunque se hace uso de procedimientos racionales, ello
se realiza empleándolos, por decirlo así, de un modo torcido y desviado.
Solo después de haber ubicado estos territorios, aparece finalmente
una ars pulchre cogitandi, donde, sin embargo, aquel «bellamente» atri-
buido a ciertos procedimientos de la razón solo funciona siempre en
vía subrogatoria, lo que quiere decir recurrir a invenciones lingüísticas
ingeniosas, sutiles, impertinentes, según la doble valencia de esta úl-
tima palabra. En esta expresión, Baumgarten compendiaba la heren-
cia del período barroco, en la cual se habían presentado el
conceptualismo de los españoles, el esprit de los franceses, el ingenio
de los italianos y el witz de los alemanes, que se convierte en wit para
los ingleses. Este subcontinente ha resurgido en nuestros días bajo la
bandera del arte conceptual, al cual ciertamente se adecúa el apela-
tivo general de ars pulchre cogitandi, pero sin que lo bello que se invoca
se aproxime ni un pulgar a una belleza entendida como un áureo mo-
delo para imitar.
Las derrotas de una posible subordinación a lo bello encuentran
una fuerte confirmación si pasamos al segundo de los caracteres que
se deben reconocer hoy a la estética, esto es, el impulso de abrazar
una vasta serie de materiales y de experiencias. Las poéticas del siglo
XX se ubicaron, en general, bajo la bandera de procedimientos
inclusivos, basados en agregar, más que en otros excluyentes, basados
en quitar; por su parte, un camino que quisiera llevar a lo bello se
debería presentar de manera opuesta, invitándonos a excluir sucesi-
vamente elementos que no hayan sido besados por ese don de belleza,
o elegancia o refinamiento. Por el contrario, en el arte y en la estética
del siglo XX, han prevalecido lo feo, lo vulgar, lo trash, ¡guay de los
ensayos que se han presentado lánguidos, asfícticos, confiados en el
llamado enunctae naris [olfato delicado]! Piénsese en el crédito que
las poéticas recientes, por lo menos desde el Pop Art en adelante, han
abierto al kitsch, es decir, a la belleza fácil y al alcance de todos que se
encuentra en los productos de masa, los cuales, en efecto, parecerían
inspirarse, por lo menos como punto de partida, en algún modelo noble,
elevado, y por tanto relacionable con las connotaciones de lo bello,
según una noción bastante tradicional. Pero el hecho mismo de que
se trate de una belleza adaptada a las masas y sometida al ultraje
extremo de haber sido multiplicada por medio de procedimientos in-

114
dustriales y, por tanto, privada del aura sacra, habría debido hacerla
condenar a los ojos de los denodados partidarios de proyectar lo bello
como meta última, inimitable, igual a sí mismo, reticente a entregarse
al profanum vulgus. Al revés, muchas poéticas de nuestro tiempo se han
alimentado de estos amplios depósitos del kitsch, no ciertamente por
equivocación o por haber bajado la guardia al haber perdido los crite-
rios para distinguir entre los modelos austeros de una belleza íntegra y
sus vacíos simulacros, sino, al contrario, por la avidez de adueñarse
precisamente de estas malas copias caducas decadentes, casi repitien-
do el dicho paulino credo quia absurdum, es decir, finjo que caigo en la
trampa, tomo justamente estos falsos duplicados de un bello inalcanza-
ble porque estoy fascinado con su estado de degradación, porque en el
fondo también ellos han venido a constituir las enormes reservas del
trash. Y, por tanto, tampoco por esta vía se produce, en efecto, una
rehabilitación de lo bello, sino casi su condena última e inapelable,
como de quien incluso reconociendo que no es el rey quien recorre las
calles sino una contrafigura, no deja de ofrecerle su respeto.
Finalmente, también la tercera de las categorías que se refieren al
continente de la estética, y del arte como una restringida parte suya,
es decir el hecho de que los materiales incluidos en aquella cierta
obra o experiencia deben estar en tensión, con un montaje dramático,
con un decurso bien regulado entre pausas, clímax, caídas y elevacio-
nes de tono, contribuye adicionalmente a alejar la posibilidad de po-
ner todo bajo el control del concepto de belleza. Esta parece, en efec-
to, estar fundada sobre un sentido de estaticidad en cuanto, para
poder llegar a una comparación que nos permita decidir si una cierta
circunstancia fenoménica que nos encontramos delante es o no con-
gruente con un estándar de belleza, tendremos que trabajar con ele-
mentos parecen fijos e inmóviles delante de nosotros. Es decir, la com-
paración no se efectúa a la carrera; en el fondo cuando Paris fue llamado
a juzgar cuál de las tres diosas era la más bella, se debe suponer que
las evaluó mientras estaban bien quietas, como si se sometieran a las
miradas de un fotógrafo, a lo mejor dispuesto a pedirles que no se
movieran al menos por un momento. Por el contrario, el carácter de
dramaticidad que debe reconocerse para que podamos dar a cual-
quier experiencia el reconocimiento de una validez estética se extrae
evidentemente de la estructura propia del teatro. Y también en este
caso el público que se va después del acto final, bien sea que la obra
se haya referido a una catástrofe o tenga un final feliz, puede cierta-
mente manifestar para sí mismo o con los otros espectadores, que «es-

115
tuvo bella». Pero otra vez el adjetivo vale como subrogación de un
juicio más articulado; es como decir que estuvo bien dirigida, con
golpes de escena apropiados, con un buen desarrollo de la trama, con
una excelente performance de los actores, y otros reconocimientos de
ese género, en todo lo cual, sin embargo, lo bello no entra jamás en
forma propia y directa.

¿Es posible una palinodia?

Todo lo que se ha escrito arriba corresponde a la clásica pars destruens


con respecto al tema propuesto; es decir, desarrolla adecuadamente el
gesto de exorcismo, de abjuración, respecto a la posibilidad de que el
fantasma mismo de la belleza se vuelva a presentar. Sin embargo, no se
ha dicho la última palabra, como por lo demás está implícito en la frase
burlona de la cual hemos partido; es cierto que esa frase niega y toma
distancia; pero en la medida en la cual insinúa también la duda, cabe
preguntarse si es justo ser negativos hasta el fondo con relación a la
belleza, o si eso no es quizá caer en un exceso de rigorismo mental, casi
por el temor de que el fantasma resurja y que expulsado por la puerta
vuelva a entrar por la ventana. O bien, ¿no será quizá que algún grado
de adhesión al mito de la belleza sobrevive en el fondo de cada uno de
nosotros? Vamos a evaluar esta hipótesis de cerca, pero siempre
valorándola con referencia a las distintas vías emprendidas por el arte y
la estética contemporáneos. Como he dicho, estos manifiestan en primer
lugar un compromiso con la novedad y la originalidad de las experiencias;
lo predicaba ya Rimbaud cuando advertía que il faut être absolument
moderne; y no hay ningún impulso mayor que este, que parezca quitar
espacio a cualquier posible recuperación de la belleza, puesto que ella
nos remite ineluctablemente hacia atrás, alude a un tesoro, a un estándar,
a un código ya consagrado, depositado en el banco, al cual los intentos
de innovación deberían intentar adecuarse, mientras que un espíritu
auténticamente innovador va hacia adelante, hacia una exploración
libre e incondicionada. Pero, recorriendo siempre las vicisitudes de las
vanguardias del siglo XX, se encuentra un artista que comprendió muy
bien cómo esto de la originalidad fuese el rasgo central y más difundido
del modus operandi de las vanguardias y, en consecuencia, se propuso
invertirlo ab imis. Se trata de Giorgio de Chirico quien, por el contrario,
ha lanzado sobre la mesa un principio de signo inverso: en lugar de ser
originales, lo que necesitamos es ser originarios, es decir, emprender el

116
gran viaje hacia atrás, dirigido a volver a encontrar los orígenes, y por lo
tanto invertir la dirección del tiempo; en vez de proclamarse futuristas
conviene, en sentido opuesto, ser pasatistas, misoneístas, seguidores y
partidarios de los ritos de la mode rétro. A lo largo de esta pista, de
Chirico ha propuesto un modo de proceder exactamente contrario al de
todos los otros «ismos» de las vanguardias históricas; y es bien claro que
una práxis de este tipo no se limita al movimiento que a partir de él
toma muy rápidamente un nombre, el de la Metafísica, sino que a ella
se acogen decenas de otros rótulos, aparecidos sucesivamente a lo largo
de los decenios del siglo veinte, incluso dispuestos a sobrepasar también
el límite de este nuestro apenas iniciado siglo veintiuno. En Italia,
después de la Metafísica se habló de Valores Plásticos y existió el grupo
Novecento; Francia lanzó el rappel à l’ordre, y la cosa tuvo que ver también
con las artes aplicadas cuando, en oposición al rígido funcionalismo
predicado por el Bauhaus de Gropius, las Arts Décoratifs se volvieron a
presentar en una memorable muestra parisina en 1925. Después de la
barrera de la Segunda Guerra Mundial, primero que todo se tuvo una
orgía de «novismo», del Informal al New Dada, Nouveau Rèalisme, Pop
Art, Arte Povera y así sucesivamente, con la tendencia a dejar la tierra
quemada a las propias espaldas. Pero luego se volvió a asomar el habitual
contragolpe; del seno mismo del Arte Povera nació el fenómeno
representado por Giulio Paolini que ciertamente siguió valiéndose de
medios pobres, o no tradicionales, o extra-artísticos como la fotografía y
el recurso a las palabras desnudas, pero con esos instrumentos fue a
hurgar en los tesoros del museo. Se ha hablado de una completa
temporada bajo el signo de la citación que, después de todo, como ya
había ocurrido medio siglo antes, no se limitó a las artes visuales
entendidas en sentido estricto, sino que ha encontrado pronto cotejo
en la arquitectura, en las artes aplicadas y también en la literatura, en
la música, determinando en conjunto el clima que se ha denominado
posmoderno. Y no se trata de reacción, de agotamiento, de necesidad
de tomarse un compás de espera, sino, por el contrario, de una cosa
intrínsecamente necesaria. O mejor, si queremos hablar de reacción, lo
es en el sentido que se da a esta palabra en el campo de la física, con
base en que cada acción está seguida de un movimiento igual y contrario
de reacción; después del disparo del fusil se produce el contragolpe
inevitable; el artillero sabe que debe separarse de inmediato de la culata
de su instrumento después de haber hecho fuego. Por lo demás, bastará
pensar en la señora inquestionada de todas las manifestaciones de la
racionalidad científica, la matemática, que no ha dudado de poner

117
sobre el terreno, junto a la serie de los números positivos, la de los que
van precedidos del signo menos; y nadie soñaría con decir que unos son
progresistas, casi con una connotación política de izquierda, mientras
que los otros son conservadores y de derecha. Los primeros son
progresistas, pero todavía otra vez en sentido literal o topológico, pues
proceden hacia adelante; porque, después de todo, si se aceptan las
convenciones de la geometría cartesiana, su dirección es hacia la
derecha, mientras, si acaso, son los números negativos los que marchan
del otro lado, hacia la izquierda. En síntesis, hoy ya somos ampliamente
conscientes de que proceder hacia adelante o hacia atrás son como las
dos caras ineliminables de un Jano bifronte, que siempre renace de las
cenizas.
Pero entonces, regresando al tema que aquí nos reune, ¿es posible
afirmar que esta ineliminable tendencia rotatoria a derecha e izquier-
da, o la presencia de los números negativos sobre el tablero de la
historia, nos lleva inevitablemente hacia la belleza, obligándonos a
darle una relevancia adecuada? Me temo que no, en cuanto que cada
uno de nosotros, incluso cuando debe reconocer la existencia de esta
tensión de signo inverso, de esta marcha hacia la recuperación de
imágenes, de estilemas, de soluciones de orígenes depositadas en la
historia y por tanto en los museos, sabe bien, por otra parte, que siempre
debe hacer saltar un índice diferenciante. Para este propósito yo me
he valido de la fórmula binaria propuesta por el filósofo francés Gilles
Deleuze, Différence et répétition, donde, en efecto, la répétition podría
dar lugar a una nueva manifestación sobre la escena de alguna idea
de lo bello, si se repite lo que ya ha aparecido, con la obligación conexa
de ser fieles a aquella manifestación originaria que se ha presentado
anteriormente. Pero el otro término establece de inmediato el deber
conexo de diferenciar esta recurrencia al pasado, de no desarrollarla
en los términos del «tal cual». Y precisamente de Chirico ha sido gran
maestro en la habilidad de insinuar estos factores de divergencia; sus
arquitecturas renacentistas son torcidas y presentan angulaciones
acentuadas e improbables; sus estatuas, aunque majestuosas y solemnes,
se apoyan sobre zócalos bajos o incluso están puestas a nivel de tierra;
las sombras se alargan contra toda verosimilitud. Además, junto a
estos simulacros, amados por una especie de hiperuranio platónico, en
el cual encontrarían lugar las esencias puras e intactas, aparecen
objetos viles y degradados de hoy, casi un espacio del trash, como
bananos, alcachofas, gafas de sol, guantes para trabajos domésticos,
bolsas de agua caliente. Cuando luego, en los períodos sucesivos que

118
hace tiempos se acostumbrara condenar, él se dedica a rehacer ciertos
temas de extremo mal gusto, como naturalezas muertas, caballeros de
carrusel o de feria, personajes envueltos en paños áulicos, lo hace
cargando las tintas de manera voluntariamente desfachatada,
caricaturesca. Finalmente, en su último período de los años cincuenta
en adelante, regresa a sus pinturas metafísicas, pero rehaciéndolas en
una gama ligera, remilgada, de amarillos crema, rosados fresa, verde
pistacho, los colores de los cartoons, sobre todo cuando se presentan a
través de los pixeles del tubo catódico de la televisión. Que, después
de todo, es aquella vía ligera, conceptual, mental, a través de la cual
Paolini, como estafeta del maestro ítalo-griego, vuelve también a visitar
los temas del pasado y del museo. Por lo demás, operaciones izquierdosas
como estas, de movimientos rotatorios de derecha a izquierda, como
las desarrolladas por de Chirico y por muchos otros de sus seguidores,
encontraron un enorme parangón en una experiencia que todos
desarrollamos en medio de nuestra jornada: el sueño, el trabajo onírico,
que es una típica empresa de tipo originario por cuanto, como demostró
Freud luminosamente, en ella nosotros no creamos nada nuevo sino
que rumiamos los recuerdos adquiridos en un pasado remoto o, a veces
también, apenas en las últimas veinticuatro horas. Y, por tanto,
¿debemos admitir que esta es una isla feliz en la cual el hombre de
hoy, embrutecido por experiencias desarrolladas con los ojos abiertos,
y, por tanto, en contacto con las miles de declinaciones de lo feo, de
lo vulgar, del trash, puede concederse una zambullida reparadora en
un paraiso de los orígenes, puro, noble, intacto? Ciertamente no, porque
el rescate de los modelos, que quizá en un comienzo podrían ser incluso
bellos, aristocráticos, de alto perfil, se produce siempre a través de
distorsiones, de caricaturas, de acentuaciones deformantes, y luego
se mezclan con ellos las impurezas de los recuerdos recientes. Y, por
tanto, resulta un hórrido pero fascinante amasijo para el cual, otra
vez, es bastante más apropiado aplicar términos valorativos como fuerte,
vivaz, impresionante, emocionante. Se puede decir que un sueño ha
sido bello, pero solo como una expresión convencional para recoger
en una única palabra el condensarse sinérgico de todas aquellas otras
virtudes que marchan en direcciones disonantes.
Nada qué hacer: de la belleza es verdaderamente oportuno sen-
tir temor.

119
Nota bibliográfica

En lugar de dar aquí una serie de referencias a tantas obras alre-


dedor de las cuales he formado, a lo largo de decenios, las conviccio-
nes expresadas en las líneas precedentes, me limitaré a indicar mis
varios ensayos y estudios en los cuales he articulado mejor, y he acom-
pañado de una coherente documentación, las tesis que he asimilado
hasta hacer de ellas sangre de mi sangre, obteniendo de ellas la sínte-
sis aquí expuesta. Comecé en 1964 con el ensayo Per un’estetica mondana,
Bologna, Il Mulino, en el cual analizaba de cerca el famoso tratado de
Dewey, Arte come esperienza, descubriendo allí la premisa para aban-
donar el limitado continente del arte y para descender al nivel subya-
cente de la estética como ejercicio de la sensorialidad. Partiendo de
allí, y después de una lectura analítica del tratado sobre la Aesthetica
de Baumgarten, recabando de allí los elementos para desarrollar mi
personal Corso di estetica, Bologna, IL. Mulino, 1989, también como
compendio de una larga práctica de enseñanza de esa materia en
lecciones universitarias. Este libro mío fue traducido al inglés, A Course
on Aesthetics, University of Minnesota Press, 1993. En cuanto a la lec-
tura de De Chirico como gran sustentador del retorno a los orígenes
en lugar de la norma de ser originales a toda costa, se encuentra
desarrollada en las páginas de Tra presenza e assenza, Milano, Bompiani,
1974. En una versión española se puede leer la misma interpretación,
desarrollada con motivo de una muestra en el Instituto Valenciano de
Arte Moderno (IVAM), con el título de El siglo de G. de Chirico, catá-
logo editado en Milán, Skira, 2008. El texto introductorio a la mues-
tra La ripetizione differente, en el cual se documentan los diferentes
empresas de Giulio Paolini y de otros intérpretes del espíritu de la
citación, se encuentra en el segundo volumen de Informale oggetto
comportamento, Milano, Feltrinelli, 2008, segunda edición.

120
Lo bello y lo inteligible

Jorge Wagensberg
Fundación «La Caixa», Barcelona.

Hay artículos que tienen la propiedad de generar un fuego cru-


zado de ideas. Es, sin duda, el caso del trabajo de XXX The Biology
and Beauty, Aesthetics of Nature –the Nature of Aesthetics–. Su lectura
me ha despertado antiguas reflexiones e inducido otras nuevas. Lo
que sigue es la consecuencia de todo ello, debidamente ordenada
para hacerla legible.
Inteligibilidad y belleza son conceptos más relacionados de lo que
parece a primera vista. La belleza es un estado de la mente al que se
accede por un estímulo visual. Por extensión, la belleza también pue-
de entrar a través de cualquier otro sentido. Metafóricamente la be-
lleza puede ocurrir desde el interior de la propia mente. En cualquier
modo, parte de la belleza está en la realidad que percibimos y parte en
nuestra propia mente. Con la inteligibilidad ocurre algo muy similar. La
inteligibilidad es un estado mental al que se accede por reflexión, cuando
se descubre lo común entre lo diverso. En ambos casos se trata del resul-
tado de una actividad mental que empieza en la realidad exterior. Pero
yo diría que la inteligibilidad de un pedazo de realidad se refiere a la
relación de tal pedazo con el resto de la realidad, mientras que la belle-
za tiene que ver más con tal pedazo de realidad en sí mismo. La inteli-
gibilidad del concepto árbol está en todo aquello que comparten todos
los árboles, mientras que la inteligibilidad del concepto pino hay que
buscarla en aquello común que lucen todos los pinos.
La inteligibilidad crece cuando crece la intersección de las pobla-
ciones de objetos, es decir, cuando aumenta la esencia compartida
por ellos. En otras palabras, cuando existe algo que se repite en mu-
chos pedazos de realidad, decimos que comprendemos (en lo com-
prendido, en lo repetido) cualquiera de tales pedazos respecto de los
demás. La repetición de las cosas tiene nombre, por lo menos dos. La
repetición en el espacio es la armonía. La repetición en el tiempo es el
ritmo. Ya tenemos una primera pista de por qué el tiempo y el espacio
son los conceptos «a priori» con los que construimos todo conocimien-

121
to inteligible. Y, por otro lado, ritmo y armonía son también, por su
presencia o por su ausencia, los conceptos esenciales de la belleza.
Aventuramos una definición:
La belleza de un pedazo de realidad es el grado de ritmo y armonía que
una mente es capaz de percibir en tal pedazo.
O sea, belleza es el grado de repetición que se puede percibir
entre las partes de un pedazo de realidad cuando se le recorre en el
espacio o en el tiempo. La belleza más simple e inmediata quizá sea la
simetría, cuando un lado de un objeto, por ejemplo, se parece a otro
de sus lados. Entonces, porque tal simetría existe, porque existe mu-
cha, porque existe poca o porque deja de existir, la mente percibe
belleza. La simetría es una referencia de belleza. Si percibir la inteligi-
bilidad es comprender, quizá habría que inventar una palabra para
nombrar lo que significa percibir la belleza. Debe ser una palabra que,
en su significado, no incluya el gozo mental que pueda resultar de
percibir lo bello, de la misma manera que el significado de la palabra
comprensión no incluye el gozo que resulta de comprender.
Hablemos ahora del gozo mental en ambos casos. ¿En qué consiste
y cuál es su sentido? Será, como vamos a ver, otro punto de conver-
gencia entre inteligibilidad y belleza.
En efecto, ambos conceptos comparten, creo, una profunda raíz.
Atendamos primero al gozo de percibir la belleza. Ocurre en una re-
gión de delicadísima inestabilidad. Si en el pedazo de realidad que
observamos no hay ningún tipo de regularidad o repetición, es decir, si
no hay ritmo o armonía, entonces la mente no tiene nada que resolver
durante la exploración del espacio o el tiempo. En esta situación la
mente se fatiga buscando hasta que se rinde. Y finalmente se frustra.
Si, por el contrario hay demasiado ritmo o armonía, entonces la mente
se tropieza con un problema banal, un reto de solución inmediata,
trivial. La mente acaba su trabajo nada más empezar. No hay trabajo
para la mente. Aquí la mente se ofende. En cualquiera de los dos
extremos ocurre algo que la mente trata de esquivar durante toda su
existencia: el aburrimiento. La tortura del presidio está en que a uno
le niegan incluso la mínima dosis de incertidumbre necesaria para
vivir. El gozo mental de la belleza y de la inteligibilidad es un episodio
que tiene lugar en algún punto entre la frustración y la ofensa. El
grado de armonía o ritmo que produce gozo depende de la mente,
muy especialmente de sus aspectos culturales. En el caso de la músi-
ca. El gozo musical está, para algunos, en una belleza fácil de percibir,
en unas armonías y ritmos fácilmente separables del ruido. Se trata de

122
un extremo más próximo a una canción de cuna que de un cuarteto
de Beethoven. Algunos declaran que su punto de inestabilidad para el
gozo está más próximo a la música aleatoria o dodecafónica. Algo pare-
cido se puede comentar en pintura recorriendo diferentes estilos, desde
el arte rupestre al más abstracto pasando por otros estadios intermedios,
siempre como desafíos para la belda, para capturar las armonías y ritmos
más o menos ocultos. En particular, estamos hablando que donde está
ese gozo, está esa delicada inestabilidad que fluctúa entre la predicción
y la sorpresa. Por un lado, el gozo está en anticipar la incertidumbre. La
armonía sirve para predecir armonía, el ritmo para anticipar el ritmo.
Por el otro, el gozo está en la predicción fallida, en ese detalle que no
encaja con las pautas descubiertas y que es la garantía de que el trabajo
de la mente aún no ha terminado, de que siempre hay un nuevo reto.
Pero, de la misma manera que en la ciencia la inteligibilidad no lo es
todo, en el arte tampoco lo es todo la belleza. Atención, no estamos
hablando de la emoción del arte, sino del gozo por percibir belleza. En
particular, hablamos de dónde está es gozo. Otra cosa es saber por qué
está ahí y para qué sirve, si es que sirve para algo.
Atendamos ahora al gozo por comprender. ¿En qué consiste ahora
el gozo mental? El gozo por comprender está en cada nuevo caso que
podemos incluir en una particular comprensión. La comprensión au-
menta con la compresión. Cuanto más se comprime, más se compren-
de, porque mayor es el dominio que representa lo comprimido, es de-
cir, más vasto es el alcance de lo comprendido. Es la diferencia entre
una ley general, un modelo o un modelillo. Y apostar a que un nuevo
caso pertenece al dominio de lo comprendido no es otra cosa que
hacer una predicción. Anticipar. Por ejemplo apostar a que la misma
ley que regula la caída de una roca, montaña abajo, es la misma que
regula el movimiento de un planeta alrededor del sol. Y si anticipar es
apostar, comprobar es aplicar. Eso por un lado, el gozo en la percepción
de la inteligibilidad está, como en la percepción de la belleza, en la
constatación de una anticipación. Pero también aquí existe una rara y
delicada inestabilidad. Es la idea central de lo que podríamos llamar
el tercer principio del método científico, el principio dialéctico1. Se-
gún tal principio, una comprensión científica ha de correr el riesgo de
ser desmentida por la realidad. En ese caso pueden aparecer dos tipos
de paradoja. La primera es la paradoja de contradicción. La ciencia

1. Jorge Wagensberg, Ideas sobre la complejidad del mundo, Metatemas 9,


Tusquets eds., 1985. French translation L’âme de la meduse, Le Seuil, 1996.

123
no puede admitir A (realidad percibida) y no A (realidad comprendi-
da) al mismo tiempo. O falla la percepción o falla la verdad vigente.
Si falla una comprensión (la apuesta para un presunto nuevo caso),
hay que cambiar la inteligibilidad vigente por otra nueva. La segunda
es la paradoja de incompletitud. La realidad percibida dice A y la
verdad científica no dice ni A ni no A. Es decir, la realidad no se
comprende. En cambio, la hipótesis de trabajo de un científico reza lo
contrario: la realidad es comprensible, comprimible. Si no disponemos
de una inteligibilidad, entonces hay que buscarla. El principio dialé-
ctico es el motor del progreso del conocimiento científico. Aquí está,
con toda precisión, la clave del gozo de la comprensión, entre la con-
vergencia y la divergencia de una comprensión con un nuevo pedazo
de realidad. La convergencia significa predicción acertada, la diver-
gencia es la señal de que hay que buscar una comprensión nueva.
Quizá una más amplia donde quepa la anterior como caso particular
(la historia de la ciencia está llena de estos casos). Este es el delicado
momento del gozo de la comprensión. Si una inteligibilidad lo predice
todo, comprendemos mucho, pero acaba por invadirnos el tedio. Ya no
gozamos comprendiendo. Si la inteligibilidad no predice nada, la des-
orientación es absoluta. Es la desesperación. El gozo por comprender,
entonces, fluctúa sutilmente entre dos aguas, entre la predicción y la
sorpresa. Como el gozo por la belleza. Si lo bello y lo inteligible com-
parten algo (el gozo) es que aún queda algo por comprender.
Intentemos ahondar en esta convergencia, no sea que ambos go-
zos tengan algo que ver. Todo lo que existe en la realidad es porque ha
sido seleccionado por una de estas tres clases de selección: la selec-
ción fundamental (entre lo compatible con las leyes fundamentales
de la naturaleza), la selección natural (en el sentido darwiniano) y la
selección culta (por obra de la voluntad humana). Y el criterio no
puede ser más claro y más fuerte: perseverar. Una de las estrategias
más potentes consiste en ¡anticipar la incertidumbre! Así se explica,
de hecho, la evolución de la inteligencia. Pero anticipar la incerti-
dumbre tiene un doble filo, justo el doble filo sobre el que se apoya el
gozo por la belleza y el gozo por la inteligibilidad del mundo. En efec-
to, anticipar la incertidumbre es bueno a la hora de seguir viviendo.
Pero una de las características de la incertidumbre es que cambia. No
es una redundancia: la incertidumbre es incierta. De modo que un
organismo que se especializa en una incertidumbre, es decir, se duer-
me en el gozo solo de la predicción, puede tener problemas cuando la
incertidumbre aprieta, es decir, cuando necesite nuevas

124
inteligibilidades. Una prestación así solo se puede garantizar con cier-
tas dosis de gozo por el fallo y por la sorpresa. Es como el hambre
respecto de la nutrición, el gozo sexual respecto de la nutrición, el
dolor respecto de cuidar de uno mismo. En cambio, la capacidad de
percibir la belleza y el gozo que asegura tal capacidad en la historia,
no parece tener una relación directa con el mérito de perseverar en
este mundo. Buena pregunta ¿Por qué hay belleza en el mundo?, ¿por
qué hay armonía?, ¿por qué hay ritmo?, ¿sirve todo eso para algo? El
mundo podría ser perfectamente un mundo amorfo, sin repeticiones,
sin simetrías. ¿Tiene algún sentido que no sea así? En cualquier caso,
el mundo era bello mucho antes de que emergiera un individuo capaz
de gozar con la percepción de su belleza.
Alguna selección favoreció el estímulo del gozo por lo bello y el
gozo por lo inteligible. Pudieron ser dos selecciones independientes
pero, en ese caso, el gozo por la belleza no se acaba de explicar bien. A
primera vista, por lo menos, la belleza no parece involucrar ningún
tipo de ventaja para permanecer en el mundo real. La otra alternativa
es la de que ambos gozos están relacionados. Por ejemplo, uno podría
ser la preselección del otro. Es una de las cuestiones que preocupan a
XXX ¿Qué fue antes? ¿Apreciamos la belleza de tanto comprender? O
bien ¿empezamos a comprender los preseleccionados por el sentido
estético? Pero en ese caso, nos encontramos de nuevo con la cuestión
de una preselección difícilmente explicable. La tentación es poner la
inteligencia abstracta por delante y la percepción de la belleza como
una de sus tardías (y no necesariamente útiles) sofisticaciones. Esto
no suena mal: se necesitaron millones de años tallando instrumentos
de piedra (que ayudan claramente a perseverar en el mundo incier-
to), antes de que a alguien se le ocurriera pintar un toro en la pared
de una caverna (para la contemplación artística o religiosa).
No suena mal, pero es falso. Una aproximación más atenta a la
historia de la realidad del mundo muestra que la percepción de la
belleza precede con mucho a la percepción de la inteligibilidad. Creo
que no hay duda en eso. Ciertas piezas de la industria lítica fabricadas
por el Homo erectus son objetos que claman sobre esta cuestión. Hay
evidencia de hachas de piedra de un millón de años de una simetría
conmovedora, obsesiva, hachas que, además ¡nunca llegaron a usar-
se! Eran instrumentos para mirar, para poseer. Simetría, en este caso,
significa repetir un perfil como mínimo dos veces, una a cada lado.
Este homínido estaba lejos aún de la inteligencia abstracta (simbóli-
ca, representativa) capaz de producir arte o ciencia. Ni siquiera se

125
tiene evidencia de su autoconsciencia (conocimiento del Yo). No te-
nía ritos, ni enterraba sus muertos. Sin embargo, no hay la menor duda
de su sentido estético. Siguen dos ejemplos notables que he vivido de
cerca porque ambos están protagonizados por dos amigos, grandes
paleoantropólogos, nada menos que Henry de Lumley y Juan Luis
Arsuaga. Ambos han pasado por el museo para hablar de su trabajo. El
primer caso me dio la primera pista. Así lo viví y así lo conté en su día:
A mi lado diserta Henry de Lumley, una leyenda viva de la
paleoantropología. A nuestras espaldas, en una gran pantalla, brilla la
imagen de un hacha de sílex concebida por un Homo erectus hace casi
medio millón de años. Trato de imaginar al remoto autor de tanta per-
fección, cuando se oye la voz del profesor Lumley pronunciando la ex-
presión ´su sentido estético‘. ¿Cómo ha dicho? ¿Cuándo se ha escrito
que el Homo erectus tuviera sentido estético? Ahora, el remoto indivi-
duo que imagino se pone a contemplar su propia obra mientras, embe-
lesado, la hace girar entre sus dedos. La mira, la vuelve a mirar y, de vez
en cuando, le da un penúltimo toquecito para corregir, aún más si cabe,
su obsesiva simetría bilateral... Incluso llega, siempre en mi imagina-
ción, claro, a requerir la atención de un compañero para arrancar de
este una mueca de admiración...
El sentido estético no figura entre las cinco grandes efemérides que
coronan la carrera hacia la humanidad. Un homínido anterior, el Homo
habilis, el inventor de la industria lítica, nunca buscó simetría, solo
eficacia. Por ello, en este caso, Lumley habla de estética, porque la sime-
tría no aporta nada a la utilidad del útil. Es un gozo para la vista, un gozo
para el tacto, un gozo para poseer. Unos millones de años antes, el
Austrolopitecus afarensis, había iniciado la carrera hacia la humanidad
poniéndose de pie (primera efemérides). Con el bipedismo, se otea mejor
el horizonte de la sabana, las crías huyen más seguras en brazos de sus
madres y, sobre todo, con las manos libres, se abre el camino para pasar
de la teoría a la práctica, para el desarrollo del cerebro. Así llegamos al
Homo habilis que con la industria lítica (segunda efemérides) extiende
las prestaciones de la mano mucho más allá del cuerpo. Después le toca
al Homo erectus cuya contribución notoria a la evolución es el fuego
(tercera efemérides). Con fuego se come mejor y se es comido peor, se
regula la temperatura ambiente, se alarga la luz del día y aumenta la
relación familiar y social... El Homo neanderthalensis se presenta mu-
cho más tarde (cuarta efemérides) con las primeras tumbas rituales. Es
la conciencia del Yo, el qué será de mí, la emergencia de las creencias, del
más allá y del más acá. Finalmente llega el Homo sapiens con el símbolo
y la inteligibilidad científica (quinta efemérides). Y con ella se come el

126
mundo. Si todo eso es cierto, entonces resulta que el sentido estético
precede con mucho a la autoconsciencia y al conocimiento abstracto.
Quizá haya que añadirlo como otra gran efemérides.
En efecto, el conocimiento complejo humano actual tiene, creo,
tres componentes: una científica, una revelada y otra artística. La
primera evidencia de conocimiento científico tiene unos treinta mil
años, es un dibujo rupestre. La primera evidencia de conocimiento
revelado tiene más de cien mil años, es una tumba ritual. La primera
evidencia de conocimiento artístico tiene casi medio millón de años,
es un hacha simétrica de piedra. Primero fue el arte, luego la revela-
ción y luego la ciencia.
Pocas semanas después, el hacha de la pantalla está en mi mano. Estoy en
Tautavel, la catedral del Homo erectus. Me he apostado en la terraza de la
entrada de la cueva de Aragó desde donde se divisa uno de los paisajes más
bellos de Francia. Ahora imagino al remoto individuo aquí a mi lado, en
cuclillas, con este mismísimo objeto en su mano, y boquiabierto, como
yo, ante un atardecer glorioso. Casi se me saltan las lágrimas.
El segundo caso se parece mucho. Arsuaga nos da la primicia des-
pués de su conferencia durante la cena, después de su conferencia en
el museo. Le brillan los ojos cuando lo dice:
Hace cuatro años encontramos en la Sima de los Huesos (Atapuerca)
una pieza extraordinaria. Se publica la semana que viene.
Arsuaga se refería a Excalibur (en honor de la espada mágica del
rey Arturo), una bellísima hacha bifaz de 155,8 milímetros de longi-
tud máxima por 98,5 milímetros de ancho y 49,9 de grosor. La piedra
es una rara cuarcita de dos colores, rojo y ocre. Su impresionante
simetría cortante no ha sido alterada por uso alguno. Está claro que el
fabricante del instrumento escogió con cuidado la piedra en el río. La
seleccionó por su belleza. Un bonito ejemplo de selección culta. No
son pocas las convergencias, la belleza de la pieza, su virginidad para
el uso, su antigüedad de unos 400.000 años y el tipo de homínido que
la fabricó y poseyó ya que la distancia entre Homo erectus y Homo
antecesor es, si es, mínima. Los tres codirectores del proyecto de
Atapuerca, Arsuaga, Carbonell y Martínez de Castro dieron un salto
enorme a la hora de interpretar:
Excalibur forma parte de un rito funerario, por lo que es el vestigio más
antiguo de la mente autoconsciente, de la mente simbólica, algo exclu-
sivamente humano.

127
Conozco, quiero, admiro a los tres codirectores. Son grandes cien-
tíficos y generosos comunicadores. Pero cada vez que me encuentro
con alguno de ellos, le pido que pruebe de convencerme de una afir-
mación tan audaz. La pieza se encuentra junto a los restos de los
homínidos, de acuerdo. La pieza es bellísima, sublime, de acuerdo. La
pieza no ha sido usada, de acuerdo. (Una herramienta no usada no es
necesariamente un objeto de contemplación –si ahora se acabara el
mundo, nadie de un lejano futuro debería hacer una interpretación
así del material no vendido de una ferretería– pero sí aumenta la pro-
babilidad de que lo sea). Sin embargo, podría pertenecer a cualquiera
de los individuos acumulados allí que, como en el caso del hombre de
la cueva de Aragó, la poseía por simple gozo estético. No hay ni una
sola evidencia de inteligencia abstracta ni de sentido de la propia
conciencia, salvo la conjetura de que se trata de un enterramiento.
Tampoco hay evidencias en contra de que lo sea, de acuerdo. Pero
tampoco hay evidencias en contra de que el Homo antecesor jugara
al ajedrez. Queda mucho por desenterrar y quizás se confirme algún
día la tesis de mis buenos amigos. Así que, de momento y en el peor de
los casos, Excalibur es una prueba (otra) de que el gozo por la belleza
es anterior al gozo por el conocimiento abstracto. Eso lo que compar-
ten los casos de Aragó y Atapuerca.
El gozo por la belleza precede al gozo por el conocimiento abstrac-
to. Pero nos queda una pregunta pendiente. ¿Por qué fue favorecido
por la selección? Creo que existen dos posibles respuestas que no se
excluyen mutuamente. La primera es que ciertos placeres (o dolores),
que alcanzan el cerebro por alguna vía del sensorio, están asociados a
detalles de la realidad que favorecen o amenazan directamente la
perseverancia en este mundo. La segunda es que ciertos episodios de
la realidad son sencillamente frecuentes. Es decir, por alguna selec-
ción previa resulta que hay detalles de alta presencia en el entorno de
un individuo. Tal cosa, indirectamente, se puede interpretar como
una buena señal para perseverar. Si es frecuente, es que se repite, si se
repite es que la incertidumbre es menor. Significa que estoy en casa,
que todo va bien.
La naturaleza está llena de repeticiones y regularidades. No está
demasiado llena ni demasiado vacía. Hay una especie de punto inter-
medio mágico. La naturaleza está críticamente llena de armonías y
ritmos. La naturaleza funciona gracias a sus armonías y ritmos. La
armonía y el ritmo son el contrapunto de la incertidumbre y el núcleo
duro de su inteligibilidad. Mucho antes de que emerja el primer tím-

128
pano, los objetos ya vibraban según sus particulares frecuencias pro-
pias y sus correspondientes frecuencias armónicas (múltiplos de las
fundamentales según las reglas descubiertas ya por Pitágoras). Existe
una alta probabilidad entonces de que ciertas frecuencias «suenen»
juntas. Es decir, mucho antes de la emergencia del primer oído, cier-
tas notas y sus múltiplos sonaban, con diferente intensidad, pero al
mismo tiempo. Luego vino la coevolución, esto es, el tímpano evolu-
ciona percibiendo ciertas relaciones de notas con mayor probabilidad
que otras relaciones. De este hecho surge quizá el gozo de la música
tonal. Por lo menos en principio. Luego la cultura ya se encarga del
contrapunto, de la disonancia. Lo hemos anunciado, el gozo mental
por la belleza está asociado a cierto grado de repetición en algún pun-
to entre la predicción y la sorpresa. Insistamos. No hay gozo si todo es
sorpresa, no hay gozo si nada hay que predecir. No hay gozo si todo se
puede predecir, no hay gozo si nada es sorpresa. El gozo mental corres-
ponde a una particular receta de orden y contingencia.
Cada uno de los sentidos (o bien, cada una de las vías seguidas
por un estímulo físico exterior para alcanzar el cerebro) experimenta
un gozo característico que procede de la realidad preexistente. Para
el oído podría ser, por ejemplo, la música tonal. La prueba está en que
un bebé se tranquiliza con música tonal y puede inquietarse mucho
con una música serial aleatoria. La tonalidad cambia con las culturas,
pero existe un núcleo común, una inteligibilidad que procede de nues-
tra raíz común. Los colores son las notas de la visión. La armonía de
colores de nuestro gozo mental es muy variada. Se diría que el gozo
por el color depende mucho de la particular cultura. Sin embargo,
hay algún color concreto que despierta pasiones a lo largo y lo ancho
de la geografía y de la historia. El color del oro. Lo dorado. ¿Cómo
entender la universalidad del oro? Quizá por su alta frecuencia en
cualquier paisaje bañado por la luz solar. Quizá porque está asociado a
que todo va bien, porque nos hace sentir seguros, porque ahuyenta las
sombras. ¡El sol sale cada día! ¡Y que pánico si un día resulta que no
sale! Se trata de una fuerte convergencia. ¿Qué cultura no adora el
oro? El oro es efectivamente el color del sol. Es la luz, la energía pri-
mera de cualquier cosa sobre el planeta. El color del sol, del ámbar,
del oro es universal y transculturalmente apreciado. Con ocasión de
una exposición que hicimos en el museo sobre el ámbar, llenamos una
vitrina enorme con todos los objetos que pude encontrar, en pocos
minutos, en unos grandes almacenes con el color dorado del ámbar:
licores, perfumes, peines, caramelos (sin usar joyería ni bisutería).

129
Lo mismo podríamos decir de la suavidad respecto del tacto y atri-
buirlo a la relación entre el bebé y el pecho materno. Lo mismo po-
dríamos decir de lo dulce respecto del sabor y atribuirlo al hecho de
que casi todas las cadenas metabólicas acaban en una substancia lla-
mada glucosa. Lo dulce precede con mucho al invento de la papila
gustativa. ¿A qué niño le amarga un dulce? Lo amargo, el café por
ejemplo, es ya un contrapunto de selección culta. Las combinaciones
son interminables. El café huele mejor de lo que sabe y el pescado
sabe mejor de lo que huele. El olor a tostado produce gozo (alguien
cocina por el entorno), el olor a quemado produce pánico (estamos en
peligro de ser alcanzados por un incendio). Los animales con gozo por
el olor a quemado no han dejado descendientes por razones obvias.
En suma, nuestros sentidos proyectan gozos en nuestro cerebro que
proceden de las armonías y ritmos propios de la realidad dentro de la
cual han evolucionado.
Ahora, compliquemos las cosas. Ahora, imaginemos, no un senti-
do aislado, sino el conjunto de los cinco sentidos proyectando com-
plejidades de la naturaleza en el cerebro. Es decir, la física y la quími-
ca de la señal exterior entran por la fisiología del cuerpo y crean una
complejidad psicológica con cierta probabilidad de convertirse final-
mente en un gozo cultural. En otras palabras, la mente ha evoluciona-
do sumergida en la naturaleza. Ha coevolucionado con ella, con su
incertidumbre (que es lo mismo que decir que), con su ración carac-
terística de armonía y ritmo. Por lo tanto, quizá no sea aventurado
asegurar que la ración de orden que provoca el gozo por la belleza
prístina (esa región de delicada inestabilidad de la que venimos ha-
blando) quizá sea, en principio y justamente, la misma ración de or-
den propia de la naturaleza.
En efecto, los objetos de la naturaleza exhiben una armonía y un
ritmo. La geología, por ejemplo, traduce el espacio en tiempo. Cuan-
do la erosión del viento y el agua descubre una pared vertical de una
montaña de roca sedimentaria, se pueden observar los finos estratos
horizontales. En el Parque de los Varvitos de Itú (Brasil) se puede ver
los estratos de sedimentación más espectaculares del planeta. Se pue-
de seguir la sedimentación de materiales en el fondo del mar o de un
lago, estación por estación durante cientos de miles de años a lo largo
de unas decenas de metros, cada año, unos pocos milímetros. La bio-
logía está repleta de simetrías y de periodos temporales. Las plantas
desparraman su fractalidad en hojas, raíces y ramas. Es la iteración de
un modelo simple para crear complejidad en niveles de observación

130
progresivamente reducidos. Son ejemplos de ritmos y armonías del
entorno dentro del cual se ha fraguado la mente. Empieza con los
primeros seres dotados de movilidad y llega hasta la inteligencia abs-
tracta. Existe por lo tanto un componente del gozo mental que viene
de muy lejos y que procede de esta lenta y larga evolución conjunta.
Por ello, quizá se pueda afirmar que la esencia del gozo mental acaso
funcione con la misma cantidad de ritmo y armonía que observamos
en la naturaleza. En otras palabras, el demasiado previsible o el dema-
siado imprevisible antes comentado, quizá se mida respecto de este
patrón, el orden natural de las cosas. Esto significa que el gozo mental
es una propiedad común a todos los individuos humanos y quién sabe
a cuantas otras especies de animales. Es una prestación muy universal
porque está asociada a la física, a la fisiología y a la psicología de la
percepción de la incertidumbre del mundo que nos rodea. La física de
los estímulos exteriores es rigurosamente la misma para los seres vivos
que las perciben. Y tales seres comparten cierta fisiología de sus órga-
nos sensoriales porque también comparten aventuras y desventuras
evolutivas. Luego viene la psicología y la cultura. Y resulta que algo
queda. Es decir, el gozo inicial del ritmo y de la armonía emerge y se
consolida en el interior del individuo, quizá por reflexión del ritmo y
la armonía del mundo exterior. Ya estamos cerca de explicar cómo la
selección natural favorece algo tan inútil como el gozo estético, un
premio a cambio de nada.
He aquí una fantasía de cómo pudo ocurrir. La mente fabrica úti-
les para prolongar las prestaciones del cuerpo: pinchar, cortar, moler,
rascar, percutir, lanzar, etc. Para eso no hace falta una inteligencia
abstracta, solo millones de años de ensayo-error fabricando funcio-
nes. (Recordemos: la función es la plusvalía que adquiere cualquier
detalle por el solo hecho de haber sido fundamental, natural o
cultamente seleccionado). La mente usa útiles para fabricar otros úti-
les y para repararlos. Y, de repente, surge una novedad. Una mente
fabrica un objeto previamente seleccionado para algo, pero no lo usa
para ese algo. Le cambia la función. La nueva función no tiene apa-
rente utilidad. No aporta nada que tenga que ver con la ilusión de
seguir vivo. No es para cazar ni para pescar, no es para comer ni para
no ser comido, ni para atacar ni para defenderse, no es un símbolo de
nada, no es para intervenir en un rito. La novedad es que una herra-
mienta diseñada para tener un uso cambia de uso, donde el nuevo uso
es justa y aparentemente, no tener ningún uso. La novedad reside en

131
el hecho de que el objeto solo es para contemplarlo, para poseerlo. Se
trata de un desprecio a la eficacia. ¿Por qué se selecciona entonces?
Resulta que la herramienta tiene simetría bilateral, la misma que el
rostro y el cuerpo de sus familiares, como casi todos los animales, como
tantas hojas... Quizá sea incluso la simetría más frecuente de su en-
torno. Es la simetría que identifica el grado de incertidumbre de su
entorno. Es el grado de incertidumbre a la que la mente, el cuerpo
propietario de esta, ya se han adaptado. Es el grado de incertidumbre
previsible. Por ello la simetría que representa ese grado de incerti-
dumbre está asociada a que todo va bien. Así se selecciona el gozo por
la simetría y el gozo por la belleza, de la misma manera que el placer
por lo dorado como color está asociado al sol que sale cada día, de la
misma manera que lo dulce como sabor está asociado a la energía
necesaria para vivir, de la misma manera que lo suave como tacto está
asociado a la protección maternal de los mamíferos.
El paso del gozo por lo bello al gozo por lo inteligible es quizá
más fácil de explicar. Parece que el tránsito fue, si hubo tal, muy
lento. (Recordemos que los sabios de Atapuerca lo consideran in-
cluso simultáneo). El gozo por la belleza está ligado al ritmo y la
armonía propios de la naturaleza, a sus regularidades en el espacio
y el tiempo, a lo que se repite aquí o allí, en lo que vuelve hoy y
acaso regrese mañana, en ciertas cosas comunes que se perciben
en sucesos y objetos aparentemente distintos. O sea, el gozo por
beldar está ligado a cualquier tipo de simetría en el espacio o en el
tiempo. Quizá esté aquí la clave. Los seleccionados por disfrutar
del gozo de la belleza estaban especialmente preparados para ac-
ceder al conocimiento abstracto. Para decirlo con un ejemplo sim-
ple y claro. El primero que cayó en la cuenta de que la primavera
volvía cada año, fue probablemente un gozador de belleza, en par-
ticular de la belleza de la primavera. Según esta idea, lo percep-
ción de lo bello no solo precede a la percepción de lo inteligible.
Yo diría incluso que lo bello predispone para lo inteligible. Beldar
predispone a comprender.
Ya tenemos una sólida y antigua conexión entre inteligibilidad y
belleza. Sigamos. Hay un detalle que me sorprendió mucho en la
época en la cual empecé a frecuentar los museos de ciencia de la
llamada nueva generación. Todos, o casi todos, emanan inteligen-
cia e inteligibilidad, pero ¿por qué demonios son todos, o casi todos,
tan imperdonablemente feos? Por el mismo precio ¿no pueden ema-
nar también belleza?

132
Arte y ciencia son dos formas de conocimiento con distinto méto-
do . De acuerdo. En arte, el creador, el ejecutor de lo que hemos
2

llamado la selección culta, puede inclinarse por la opción de la inte-


ligibilidad, pero es una opción, no una obligación. Hay artistas que
renuncian a la inteligibilidad y no por eso son menos artistas. La gran-
deza del arte acaso está en que puede intuir sin necesidad de com-
prender. Hay casos conmovedores.
Picasso es uno de ellos. Un día, ojeando un catálogo del Museo
Picasso de Barcelona3 tuve un gran sobresalto. La obra reproducida en
la página 196 se me antojó un guiño personal del artista, como si este
hubiera estado espiando mis pensamientos durante las últimas sema-
nas. Se trata de una serie de ocho grabados en la que desnuda el con-
cepto toro de todos sus matices hasta lograr la esencia de tal concepto
con un dibujo de una sola línea, una precisa e intensa intuición artísti-
ca de lo que es la inteligibilidad científica. Cualquier dibujo es una
primera forma de conocimiento, cualquier dibujo separa ya algo de lo
esencial de algo de lo accesorio. Pero en este caso el proceso continúa
de grabado en grabado, hasta alcanzar el resultado final, una delicada
línea que tiene todo lo que tiene que tener un toro para serlo, los cuernos,
los genitales, un cuello (potente), la cabeza (irrelevante), etc. Es lo que
todos los toros tienen en común, la inteligibilidad toro. Ahora, armados
con tal inteligibilidad, podríamos volver a la realidad para tratar de
comprender lo que suele hacer un toro (sobre todo en la plaza que es el
único lugar donde sospecho que Picassso veía toros): pasear, trotar, otear,
embestir, correr, luchar, jadear, agonizar, morir. Casi me desmayo al pasar
la página y encontrarme, en la 195, con el grabado contiguo. En él
aparecen 48 figuras de toro en las más diversas situaciones, de paseo,
trote, oteo, embestida, carrera, lucha, jadeo, agonía, muerte. Picasso
aplica y explota la inteligibilidad lograda en la investigación del concepto
toro. Si no llega a estar muerto me hubiera abalanzado a su encuentro
para abrazarle. Los primeros grabados de la serie se pueden comparar a
la simple acumulación y ordenación de observaciones de los caprichos
de los astros en el cielo de la noche. Los dos grabados siguientes se
pueden asociar al conocimiento acumulado por Copérnico; en él se
incluyen ya algunas muy generales. Los penúltimos grabados correspon-
den ya a las tres reglas de Kepler para el movimiento planetario. Y los

2. Ibíd.
3. M. L. Bernadac, B. Léal, M.T. Ocaña (comps), Picasso, toros y toreros,
Ajuntament de Barcelona & Electa, 1993.

133
últimos son, con todo el merecimiento, las leyes de la mecánica y la
gravitación de Galileo y Newton. Ya podemos aplicar la mecánica y la
gravitación a cualquier problema, desde la formación de los brazos espi-
rales de una gigantesca galaxia al movimiento de un microorganismo
que rema con sus minúsculos cilios. Nunca menos ha explicado tanto.
El gozo por la belleza es grande. El gozo por la inteligibilidad es grande.
Y el de la combinación de ambas, a veces, como en este caso, es tan
grande que casi duele.
También se puede hablar de belleza en ciencia: la belleza de una
ley, de una ecuación. Alguien lo ha dicho. La rápida aceptación que
tuvo la teoría de la Relatividad General de Einstein, lo que terminó
por convencer a la comunidad científica nada más empezar, fue la
extrema elegancia de las ecuaciones. No hay ciencia sin inteligibilidad,
aunque quizá sí arte sin belleza. Pero ni la ciencia es solo inteligibili-
dad, ni el arte es solo belleza. La verdad científica, además de
inteligible ha de ser objetiva y dialéctica. Una obra de arte, con belle-
za o sin ella, ha de ser capaz de transmitir una complejidad de una
mente a otra. Lo importante aquí es que tanto en ciencia como en
arte es posible comprender y beldar, captar inteligibilidad y belleza.
Pero hay algo más que se puede hacer con un pedazo de realidad en
ambas formas de conocimiento: intuir. Es el concepto que nos falta
porque en este final se trata de hablar sobre las intuiciones científicas
que ciertos artistas han tenido de las formas de la naturaleza.
Antes de definir la intuición aprovechemos la ocasión para reite-
rar lo que entendemos por comprender. Comprender es relacionar una
realidad con algo más compacto que ella misma y, en el límite, con su
propia esencia. El vuelo de una mosca y la caída de un meteorito se
comprenden porque ambos se reducen a una misma esencia
irreductible: las leyes de la mecánica. En tal compresión está su com-
prensión. (Lo que curiosamente ya no se comprende son las leyes fun-
damentales, por eso: por ser fundamentales, por ser incompresibles).
Descubrir una nueva esencia significa ganar conocimiento. Y cada
nueva esencia adquirida multiplica nuestra capacidad para compren-
der el mundo que nos rodea. O sea, la capacidad para comprender el
mundo depende del conocimiento acumulado.
Intuir es relacionar, quizá solo rozar, una realidad con otra realidad
que, comprendida o no, ha sido largamente percibida. La trayectoria de
una pelota después de un raquetazo se intuye después de haber visto
mucho tenis. Aunque no se comprenda. La intuición es una revelación

134
de la propia mente, una mente que se nutre con cada nueva percep-
ción. O sea, la capacidad para intuir depende de la riqueza de nuestra
vida cotidiana. El más viejo del lugar no comprende mejor, lo que hace
mejor es intuir. Pero la percepción humana ocurre en una realidad muy
estrecha respecto de todo lo que acontece en este mundo. No vemos lo
demasiado pequeño, ni lo demasiado rápido, ni lo demasiado grande, ni
lo demasiado complejo, vemos pocos colores, oímos pocas notas, olemos
poco y a muy corta distancia … Por ello, aunque se puede intuir sin
comprender y comprender sin intuir, nuestra capacidad para compren-
der supera en mucho a nuestra capacidad para intuir.
Intuir y comprender al mismo tiempo, así como intuir y beldar a la
vez, no son experiencias imposibles. De hecho, suponen los instantes
del gran gozo de una mente pensante. La matemática es una cons-
trucción mental inspirada en la realidad, aunque no le adeude por
ello la menor concesión. Podemos usar de nuevo la imagen del punto
que se mueve para hablar de intuiciones y comprensiones: Un punto
geométrico es un ente matemático de dimensión cero, cosa que intuimos
y comprendemos porque es el aspecto al que tiende un cuerpo exten-
so que se aleja hacia el infinito. También intuimos y comprendemos la
dimensión uno propia de una línea porque así es la estela que deja tras
de sí un punto sin dimensión cuando se mueve en el espacio. Y tam-
bién intuimos y comprendemos la dimensión dos propia de una superfi-
cie porque así es el rastro del movimiento de una línea de dimensión
uno. Y también intuimos y comprendemos la dimensión tres de un volu-
men porque así es el espacio barrido por el movimiento de una super-
ficie bidimensional. Sin embargo, la cuarta dimensión construida por
el movimiento de un volumen tridimensional ya solo se comprende.
Aquí se bloquea para siempre nuestra imaginación espacial: el movi-
miento de un volumen engendra otro volumen y nada de nuestra per-
cepción cotidiana sirve para ver un hipervolumen de más de tres di-
mensiones. La intuición se queda, la comprensión continúa. Los físicos
manejan y comprenden muchas dimensiones en una gran diversidad
de sistemas, pero no las intuyen, ni las ven, aunque a veces se dejan
admirar como si así fuera.
La física cuántica o la física relativista se comprenden mucho mejor
de lo que se intuyen. La teoría de la evolución de las especies, hoy, se
intuye bien aunque aún no se comprenda del todo. He aquí el gran
mérito de la ciencia: se comprende sin necesidad de intuir. He aquí la
grandeza del arte: se intuye sin necesidad de comprender. Así llega-

135
mos a otro concepto: la intuición científica en el arte. Existe. No es
imprescindible para ser un gran artista, pero se da. El arquitecto Gaudí
es un ejemplo claro. Picasso es otro.
Se puede demostrar cuáles son las funciones de las formas más
frecuentes en la naturaleza por selección natural. Es el tema de un
libro en prensa en este momento4. La esfera protege, el hexágono pavi-
menta, la espiral empaqueta, la hélice agarra, la parábola comunica,
la onda mueve, los fractales colonizan el espacio, la catenaria –por
tracción o por compresión– aguanta, el ángulo penetra por la punta.
La cuestión tiene que ver con la preocupación de XXX sobre la ausen-
cia de la línea recta en la naturaleza –incluída la arquitectura ani-
mal– en flagrante contradicción con la arquitectura humana. Gaudí
no solo huye de la línea recta sino que en su arquitectura (basta pa-
searse por la Casa Milá de Barcelona) están las mismas formas que en
la naturaleza, cumpliendo las mismas funciones que en estas (catenarias
en los arcos, hélices en las columnas, ondas por todas partes incluidas
las fachadas de los edificios, espirales nautiloideas en las escaleras,
fractales en las entregas de carga de una columna, etc.)5.
Cuando Benoit Mandelbrot, el padre de los fractales6, visitó Bar-
celona por primera vez quedó cautivado por la obra de Gaudí. Este es
de los míos, no como Mies Van de Rohe, bromeaba. Los arquitectos no
se ponen del todo de acuerdo en las razones. ¿Por qué evita Gaudí la
línea recta? ¿Es por belleza? ¿Es por inteligibilidad? ¿Es por razones
técnicas en la transmisión de órdenes entre diseñador y constructor?
¿Es por economía? ¿Es por eficacia? El tiempo, en todo caso, fluye en
contra de todas esas razones. Llegado el momento de inventar, la se-
lección culta no debe nada a la selección natural. La grandeza de la
cultura está quizá en esa independencia. Miles de millones de años
resistiendo y modificando la incertidumbre por selección fundamen-
tal y natural, no lograron consagrar la línea recta. Sin embargo, es lo
que logra rápidamente la selección culta en su afán por anticipar la
incertidumbre. La línea recta quizá sea una genialidad más de la crea-
tividad humana. ¿O no?

4. Jorge Wagensberg, La rebelión de las formas, Metatemas 80, Tusquets, 2004.


5. D Giralt-Miracle & Casanova, (eds.), R Gaudí 2002, Miscel.làni, Planeta, 2002.
6. Benoît Mandelbrot, La Geometría Fractal de la Naturaleza, Metatemas 49,
Tusquets eds. 1998. Original: The Fractal Geometry of Nature.

136
Belleza y costo, un matrimonio de convivencia

Ana Cristina Vélez


Facultad de Artes
Universidad de Antioquia

I. La belleza en el contexto de la Naturaleza

Utilidad
En la mente humana ocurren procesos de inteligibilidad que evo-
lucionaron para comprender y predecir el nicho propio de nuestra
especie. Adicionalmente, está la capacidad de apreciar la belleza como
herramienta sicológica que permite hacer elecciones adecuadas. Se
sugiere que dicha capacidad debió existir desde antes de haberse
desarrollado la capacidad intelectual. Tuvimos que elegir, como ha-
cen los animales, antes de pensar o de haber desarrollado la capaci-
dad intelectual en el nivel que lo hacemos ahora como Homo sapiens.
Aislada, la belleza no tiene sentido; es una emoción que se produ-
ce ante las características de un objeto, sea abstracto o concreto, como
una idea matemática, una pintura o un utensilio de cocina. El que
siente la belleza entiende algo de manera inefable. No importa que no
se pueda verbalizar. Explicar por qué un objeto nos parece bello es
imposible, lo que nos ha llevado a pensar que la belleza no puede
definirse. No estamos diseñados para comprender esas claves de utili-
dad que vienen detrás de nuestra historia, estamos solo diseñados
para sentirlas. Evaluamos los artefactos, los seres vivos y las ideas.
Evaluamos cuando podemos aplicar parámetros de comparación. Para
hacerlo, es necesario tener una memoria del conjunto y los elementos
que lo integran, tener categorías definidas por ciertas características.
La belleza nos lleva a elegir parejas dotadas de cuerpos sanos y
jóvenes, cabellos lustrosos y fuertes, dientes en buen estado y piel
limpia de parásitos; nos lleva a preferir alimentos ricos en energía,
hábitats apropiados, como lugares dotados de agua, zonas de refugio y

137
colinas pequeñas que permitan tener vistas panorámicas, con árboles
que auguren promesas de frutas comestibles, y fauna variada; criterios
estéticos que nos aclaren la diferencia entre un canto de cortejo y un
grito de alarma; olores que nos alejen de lo descompuesto y atiborrado
de bacterias mortíferas. La belleza despierta avallasadoras emociones
y deseos de posesión. En ese sentido se percibe como una urgencia.

Figura 1. Tyson Beckford, de su belleza nadie duda.

Estas elecciones repercuten directamente sobre la eficacia bioló-


gica o capacidad de reproducirnos, sumada a la capacidad de super-
vivencia. Las adaptaciones biológicas están ajustadas no a la realidad
del mundo sino a las necesidades que impone un determinado mundo
al grupo de individuos que lo habitan. El agua impone adaptaciones
especiales para desplazarse en ella, para obtener el oxígeno, para ver;
en la tierra se seleccionan otras. En el nicho humano las adaptaciones
para vivir en sociedad son relevantes. Los otros humanos son un factor
determinante en nuestra supervivencia.

Nicho social
La interacción social moviliza la competencia. Los animales socia-
les reconocen las jerarquías de los miembros de su grupo y la posición
ocupada dentro del mismo. Aumentar la jerarquía es importante. En
el nicho en el cual evolucionaron nuestras adaptaciones, solo los ma-

138
chos de alto rango lograban reproducirse. La alta jerarquía aumenta
el poder y con este el atractivo sexual.
Las preferencias estéticas ayudan a la selección sexual; en gene-
ral, ayudan a las hembras de muchas especies a identificar y seleccio-
nar los machos con mejores genes. Se sospecha que las experiencias
de belleza, en la historia evolutiva humana, son caminos inconscien-
tes hacia una mayor eficacia biológica.

Señal de alto costo


Buscar la belleza en la pareja sexual es acertado, pues los buenos
genes se revelan en el genotipo. La salud, la capacidad de alimentar-
se bien, la capacidad de competencia, la fuerza, la cantidad de hor-
monas en adecuado balance repercuten en la apariencia. Cuando apre-
ciamos la belleza, no somos conscientes de qué es lo que estamos
captando, pero reconocemos cuándo nos sentimos atraídos (y esto es
lo que importa en términos evolutivos).
La teoría de la señal de alto costo dice que en la selección sexual,
mientras más invierte un macho en un rasgo, mejor y más fiable será
este rasgo como indicador de bue-
nos genes. La regla es: puedo ser bo-
nito, porque soy fuerte, porque ten-
go buen sistema inmunitario para
defenderme de las enfermedades y
de los parásitos, así que puedo dar-
me el lujo de ostentar esta gran cola,
este bello colorido, estos cuernos o
este tamaño. Los rasgos que se eva-
lúan deben ser honestos o imposibles
de falsificar. Sin obtener la alimen-
tación adecuada, el petirrojo no po-
dría ostentar un rojo muy intenso en
el pecho, ni el ruiseñor cantar una
bella melodía, ni el ave lira apren-
der su repertorio. Las características
mencionadas son costosas de produ-
cir y costosas de mantener (Cronin,
1995).
Figura 2. Calao africano, la protube-
rancia sobre el pico es una señal
honesta.

139
Coevolución
El ser humano modifica su entorno, realiza cambios sociales y físi-
cos, y estos cambios a la vez influyen en su propia evolución. Esta es la
coevolución entre naturaleza y cultura. En la producción de artefac-
tos, por ejemplo, el hombre va sofisticando su producción y aquellos
que fabrican e inventan los más complejos y bellos objetos quizás sean
los preferidos como parejas (Miller, 2001). Así, hábiles y creativos tie-
nen la oportunidad de regar sus genes. El artefacto impone estándares
de competencia. Y la sensación que tenemos de belleza al verlo va a
estar relacionada con estos estándares.
La belleza es un artificio para buscar o para evitar ciertas cosas que hay
en el mundo. Lo bello atrae, lo feo repele. En las novedades que aparecen
en la naturaleza y en las innovaciones que aparecen en la cultura, la belleza
favorece o elimina la selección sobre la innovación. Una innovación, para
ser seleccionada, debe ser útil. En términos físicos, utilidad significa otorgar
independencia frente a la incertidumbre (Wagensberg). Otra manera de
ganar independencia consiste en cambiar de entorno, o modificarlo para
volverlo más seguro. A esto contribuyen las tecnologías.

II. La belleza en el contexto social

Con el mismo algoritmo darwiniano con que juzgábamos la belleza en


el mundo de cazadores recolectores hace 150.000 años, funcionamos en
el mundo cultural de los artefactos de hoy. Somos animales sociales y
culturales. Hacemos mayor caso a las personas que tienen más estatus en
la sociedad, les obedecemos, nos dejamos dirigir por ellas, las imitamos.
Los criterios estéticos actúan sobre la evaluación del estatus. Tenemos la
habilidad de identificar sus marcas, de adoptarlas y de considerarlas be-
llas. En la mente humana, belleza y estatus se confunden muchas veces.
La consigna interna nos dice: en el mundo social y competitivo es útil y
ventajoso desarrollar preferencias y sentir atracción por las personas que
pueden incurrir en gastos suntuosos (Veblen, Pinker, Etcoff).
Las características que se desarrollan con el fin de aumentar el
prestigio deben ser costosas para ser convincentes. De la misma ma-
nera que ocurre en el mundo animal, la señal perdería toda su fun-
ción si se volviera fácil de falsificar o barata de obtener. ¿Cómo se
conjugan estatus y belleza? En el mundo de los artefactos algo puede
verse bonito por el solo hecho de ser costoso.

140
Figura 3. Uno de los carros más costosos del mundo.

Matrimonio de conveniencia
Las marcas de costo llegan a ser aceptadas como rasgos bellos de los de
los artículos caros. Thorstein Veblen
El filósofo alemán Eckart Voland propone las siguientes hipótesis.
Lo que nos parece bonito debe estar en señales que son útiles. Si
esto es así, entonces:
1. La belleza debe ser costosa para ser una señal honesta.
2. Como señal honesta que muestra las cualidades del que señala,
la belleza debe llamar la atención sobre ciertos blancos emisores
de señal.
3. Debe ser útil para que esos blancos emisores aseguren la calidad
del que señala por medio de la belleza.

Rareza
En el mundo de los artefactos, costosos o bellos serán los que estén
hechos con recursos preciosos o escasos. El oro nos parece más bonito
que el aluminio por su valor. Se ha descubierto que en las culturas
donde existe la práctica de pintar el cuerpo se realizan viajes largos
para traer pigmentos que no sean comunes en la región. Así, la pintu-
ra se convierte en algo todavía más especial y por ende, más bello.

141
Uno de los factores de costo que constituyen la belleza consiste en el
grado de rareza que presente el bien al momento de ser utilizado.
Cuando empezaron las importaciones de perlas negras de Japón a Es-
tados Unidos, se exhibían con un precio por debajo del de las perlas
blancas y no se vendían. La estrategia que promovió la venta y el uso
de perlas negras fue el aumento de precio muy por encima del valor
de las blancas. Con ello se logró no solo que se vendieran sino que se
pusieran de moda.
En las obras de arte, aumentar el tamaño es una estrategia para
aumentar el valor; también, aumentar el precio. Empaquetar una bo-
tella no tiene mucho gasto, pero empaquetar un edificio requiere una
gran inversión; una calavera sacada de una tumba no entra con faci-
lidad al círculo del arte, pero entra, si está forrada en diamantes; el
efecto estético de las antigüedades es un efecto de escasez aplicado a
los objetos.

Riesgos
Otro tipo de correlación entre costo y belleza es el hecho de re-
querir actos que impongan grandes riesgos a la salud o exijan en la
producción del objeto un alto gasto de energía o de recursos de vida,
ya sea en forma de tiempo o en pérdida adrede de oportunidades.
En muchas sociedades sus individuos valoran el resultado de cier-
tas prácticas como bellas, cuando para realizarlas es necesario arries-
gar la vida. No es fácil averiguar el origen y la función inicial de
deformaciones como afilar los dientes, insertar un plato en uno de los
labios o alargar el cuello. Se presume que otorgan ventajas al grupo
que las realiza, pues sirven para mostrar lealtad y pertenencia al mis-
mo. Son además exámenes indirectos de buena capacidad biológica,
sicológica y física. Las deformaciones de los huesos producen una re-
ducción de la vitalidad del individuo, las ablaciones producen dolor y
requieren fortaleza en el momento de su imposición, hacer cortadas y
quemaduras para adornarse con cicatrices conllevan el riego de con-
traer infecciones; por tanto, una vez superada la prueba se ha demos-
trado poseer un eficaz sistema inmunitario.
Cuando un joven de hoy se hace un tatuaje o un piercing cree
que se está embelleciendo o que está aumentando su atractivo. Es
evidente la diferencia sicológica que hay entre adquirir una cicatriz a
consecuencia de un accidente y otra que haya sido buscada. Toda
deformación accidental se considera fea.

142
Figura 4. Deformaciones como señal de fortaleza.

Figura 5. El joven de los piercing se tiene mejor con estos que sin estos.

143
Figura 6. La espalda escarificada se considera bella y la espalda del esclavo se
considera monstruosa.

Señalar dedicación y concentración en la producción de una obra


tiende a aumentar su valor y, con él, el de su creador. Con un único
cuento corto nadie se ha ganado el premio Nobel de literatura; para
ello se necesita haber producido varias obras. Al comparar una can-
ción como el Happy birthday, con Tristán e Isolda de Wagner; sin
duda, la segunda obra despierta un mayor respeto y admiración.

Consumo de tiempo
Cantar, tocar un instrumento o bailar con maestría requieren tiempo
libre invertido en la especialización del talento. Muy pocos pueden
darse el lujo de aprender cosas extras. Tener tiempo es un lujo porque
indica la superación de los problemas implicados en la supervivencia.
El tiempo libre existe para casi todo el mundo en muy poquitas canti-
dades, y especializarse es la demostración de que el especializado pudo
darse el lujo de gastarlo. Y también indica que el especializado posee
el talento apropiado.
Consideramos más bello un objeto que ha necesitado cierto tiem-
po para su realización que uno logrado rápidamente. Eso lo haría un

144
niño de 5 años, es un comentario común cuando las personas despre-
cian la apariencia de algo por facilista. En el arte de hoy se pasa por
encima de esta característica y la gente común protesta. Hoy el valor
no se pone en el tiempo que tome la realización de la obra en sí, sino en
la dificultad que impone llegar a la idea, en la elaboración intelectual.

Figura 7. Un cuadro de Joan Miro que la gente considera fácil de hacer y uno de Richard
Estes que despierta el asombro. Para mayor asombro, Miro es más famoso que Estes.

145
La historia de los cubiertos sirve de ejemplo sobre el cambio en la
actitud mental y la valoración. En los primeros, los alfareros luchaban
por lograr la uniformidad, este era un aspecto valorado. Cuando la
tecnología permitió la producción en serie de cubiertos perfectamen-
te idénticos, los hechos a mano, con diferencias apreciables entre ellos,
se convirtieron en objetos de colección, considerados más bellos y más
valiosos. Cuando un desarrollo técnico facilita la producción de un
objeto, tanto su belleza como su valor disminuyen. Por eso la seda y el
terciopelo han caído en la categoría de textiles comunes pues ya no
son tan difíciles de elaborar.
No nos gustan las tallas en madera, ni los bordados, ni los tapices
realizados por máquinas, incluso se consideran de mal gusto. Es como
si oyéramos una vocecilla que nos dice: si empieza a ser producido de
forma barata, desprécialo. Por eso existe el kitsch. Se convierte en la
imitación de lo que es elegante o costoso, sin serlo. El kitsch existe
dentro de la cultura en la cual se intenta la imitación, y la misma
palabra conlleva un sentido peyorativo.

Figura 8. Tanto la silla de Joseph Beuys como la de Duchamp son obras de arte que
no requieren habilidad manual.

146
Señaladores
La belleza indica o señala la cualidad de quién, en últimas, asume el
gasto. El señalador puede ser él, ella, un grupo familiar, un grupo político
o un grupo económico. Es el que paga por tener el beneficio, la casa, el
parque, o las obras de arte. El jardín planeado y hermoso es una señal que
envía el dueño de la tierra, no el jardinero ni el diseñador de jardines.
En las relaciones sociales siempre habrá una competencia por au-
mentar o mejorar la posición social, se trata de negociar esta jerarquía
sin caer en una batalla. Si es correcto que las preferencias estéticas
han evolucionado como decodificadores útiles de señales honestas,
debemos esperar que los artefactos bellos sean un medio de probar la
verdad o falsedad de la información, y deben jugar un rol en la com-
petencia social. La evidencia de esta hipótesis es la equivalencia in-
terna que hacemos entre: sexy entonces bello, poderoso entonces be-
llo y moral entonces bello.

Señal de poder
El poder aumenta la belleza. El atractivo de los presidentes para la
mayoría de las mujeres se debe a que el poder les agrega belleza, in-
cluso algunas aseguran de feos como Chaves, que ¡es lindo!
La insignia del poder es el arte. Tener arte en las casas, en los
palacios y arquitectos que diseñen los edificios es algo que solo pue-
den pagarse los ricos, por eso el arte recibe el apoyo social para ser
costoso. Para un país, una dinastía, una familia o un individuo, las
grandes construcciones, llámense palacios, casas, museos, bancos,
hoteles, son maneras honestas de mostrar poderío económico y social.
Tener capacidad de gasto es una señal de tener poder.
Existen dos maneras de mejorar la apariencia: aumentando el
estatus o pareciendo más joven. Aumentar el gasto en ropa y acceso-
rios costosos aumenta la belleza de una manera inmediata. Hacer
música, pintar, escribir, diseñar y exhibir los productos aumenta el
atractivo de sus creadores. Los creadores hombres son más atractivos
para las mujeres que los hombres comunes (no funciona perfectamen-
te al revés, porque las necesidades biológicas son distintas). Se ha
notado que la producción de este tipo de bienes es mayor en la etapa
cuando la competencia sexual es mayor.
Cada época y cada cultura tienen sus propias señales. Estas, en
última, son un asunto de mercado: lo común pierde valor y lo escaso

147
lo gana. En la antigua china tener los dientes negros se consideraba
una belleza pues solo los nobles comían azúcar, mercancía bien escasa,
y los dientes podridos era señal honesta de poder comer dulce en gran-
des cantidades.

Señal de fortaleza
Los ritos de iniciación son el trampolín que te lanza a la vida de
adulto. Usualmente imponen algún tipo de sacrificio a los jóvenes
examinados. Son una forma de poner en riesgo la salud de las niñas y
los muchachos. Una vez superado el momento, ellos han ganado valor,
casi siempre se debe a que han demostrado buen estado inmunológico
y fortaleza mental para superar el dolor con estoicismo: aquí se puede
ver la relación entre el riesgo y el valor. Para los muchachos, el valor
es una de las señales que
deben emitir para ser
atractivos para las muje-
res. No es cuestión de
educación, las mujeres
sentimos un gran desen-
canto con los hombres que
lloran o temen a los insec-
tos o se enferman con fre-
cuencia. A los deportistas
importantes se los consi-
dera bellos por el desplie-
gue que hacen de habili-
dades supranormales y
salud.
No olvidemos que los
luchadores de sumo son
considerados dentro de su
propia cultura como hom-
bres muy sexis, y las rei-
nas de belleza y modelos
se los pelean como pare-
jas.
Figura 9. Los jugadores de sumo son hombres
bellos para las japonesas.

148
Señal de calidad moral
La pertenencia a un grupo trae ventajas mutuas y por tanto exis-
ten maneras de demostrar que no vas a defraudar tu grupo. Para evi-
tar la traición, el grupo exige muestras de integridad moral. Esta fun-
ción la asumía el ritual con su alto costo del dolor y compromiso, así
podía disuadir a los oportunistas que intentaran aprovecharse de los
beneficios del grupo, sin estar dispuestos a comprometerse. Hoy la
cuota es un bien valorado ampliamente: el dinero. Los clubes y cole-
gios privados exigen un pago inicial para ingresar. Bello y moral se
juntan aquí. Hacer exhibiciones de generosidad y de capacidad de
sacrificio crea confianza y aumenta el estatus. El héroe es un ser bello.
Pero no todo lo raro ni escaso es valioso, porque no todo desempeña
un rol en la competencia social. Una máquina, un animal en extinción,
el tungsteno, no entran en la arena de la competencia, no se espera que
disparen los mecanismos que juzgan la belleza; estos no se activan. Con
respecto a objetos puramente funcionales o solitarios, en los que no hay
un conjunto de los mismos que permita la comparación, o con aquellos
que no están usualmente a la vista como las máquinas de combustión o
los circuitos integrados, ocurre lo mismo: no son juzgados como bellos o
feos por las personas que no están habituados a verlos o a manipularlos.
Los computadores pertenecían hasta hace poco al reino de los objetos
puramente funcionales; ahora, el número y las variaciones que se pro-
ducen activan los mecanismos de evaluación de belleza. Solo los
diseñadores especializados pueden discutir sobre la belleza del diseño
interno, pero sobre la forma, el color y el terminado de los materiales de
un laptop todos opinamos. Las preferencias estéticas han evolucionado
también como decodificadores útiles de señales honestas, entonces, los
artefactos que jueguen un mayor rol en la competencia social serán los
más susceptibles de despertar emociones de belleza.

Conclusiones

La belleza, además de ser el resultado del algoritmo darwiniano


diseñado para permitirnos hacer elecciones, no importando que sus
criterios estén muy bien calibrados para un mundo distinto del que
hoy experimentamos, resulta también de la competencia económica,
social o sexual y de las comparaciones que efectúa la mente para eva-
luar. Las preferencias estéticas se modifican con la experiencia y la

149
información pero tienen sus bases en adaptaciones biológicas. La ex-
periencia de lo bello produce una respuesta fuerte, afectiva, inmedia-
ta, intuitiva y creativa. Esa fuerza es indicadora de la importancia que
tiene dicha sensación en la historia evolutiva humana. También veni-
mos dotados de una adaptación ciega que nos produce un intenso
deseo de perfeccionar los objetos, las acciones y los comportamientos.
Los beneficios directos sobre la supervivencia y la reproducción son
evidentes; los animales también perfeccionan sus acciones; ¡aprender
es hacerlo! La búsqueda de orden, coherencia, regularidad y econo-
mía parece no ser solo una tendencia de la mente humana sino de las
leyes de la física también.
En el mundo fabricado por el hombre, las preferencias estéticas
parecen ser mucho más que transferencias de competencias arcaicas;
no tendría sentido que hiciéramos una alta inversión en costo, en
recursos o en riesgo vital para aumentar el valor de los objetos, si con
ello no obtuviéramos una recompensa, si no existiera una retribución
biológica. La tarea nuestra es investigar las claves involucradas en el
juicio estético y la función evolutiva de esos juicios.

Referencias bibliográficas

Helena Cronin, La hormiga y el pavo real, Bogotá, Norma, , Prime-


ra ed., Cambridge University Press, 1995.
Etcoff, Nancy, La supervivencia de los más guapos, La ciencia de la
belleza, Madrid, Debate, Pensamiento, 2000.
Geoffrey Miller, The Mating Mind: how sexual choice shape the
evolution of human nature, New York, Anchor Books, 2001.
Judith Langlois, «Infants preferentes for attractive faces: rudiments
of a stereotype?» En: Developmental Psychology, nº. 23, 1987.
Steven Pinker, The Blank Slate: The Modern Denial of Human Nature,
Nueva York, Viking, 2002.
Thorstein Veblen, Teoría de la clase ociosa, México, Fondo de Cul-
tura Económica, 1944. Primera ed. en ingles, 1899.
Voland Eckart and Karl Grammer (Eds.), Evolutionary Aesthetics,
Berlin, Springer, 2003.
Jorge Wagensberg, Ideas sobre la complejidad del mundo, Barcelona,
Tusquets, Metatemas, 2ed., 1989.
Edward, O. Wilson, Consilience. La unidad del conocimiento, Barce-
lona, Círculo de lectores, 1999.

150
La mediocridad de la belleza

Luis Camnitzer
Universidad del Estado de Nueva York

No es más que justo que advierta de entrada en dónde precisa-


mente ubico la belleza en el arte. La belleza es el papel que envuelve
el regalo y lo hace deseable, si no vendible. Nos acerca, nos seduce,
nos hace sentir bien, nos hace agua la boca, pero, a pesar de todo eso,
no es el regalo. El regalo sigue envuelto hasta que abrimos el paquete
y nos enfrentamos a lo que está adentro. Esto no significa que el papel
que envuelve no tenga mérito. Hay papeles de envolver exquisita-
mente diseñados, que da pena rasgar antes de ver lo que hay adentro.
Hay incluso papeles que son más interesantes que aquello que
envuelven. Regalos de tías que nunca nos entendieron completamente,
pero que como demostración convincente de su amor gastan horas en
preparar el paquete en la manera más primorosa posible. Luego está el
niño de dos años quien, enfrentado al regalo, juega embelesado con
la caja creyendo que el regalo terminó en la cáscara y que del otro
lado de la frontera no hay nada.
En realidad, no tengo ninguna autoridad para hablar sesudamente
sobre este tema. No tengo formación filosófica o escolástica seria, no
tengo siquiera un título universitario, y lo único que puedo invocar
aquí es mi experiencia como artista. Si no fuera un artista
conceptualista, diría que las ideas que trataré de exponer son produc-
to de la experiencia de tener mis manos en la masa. Son, por lo tanto,
deducciones del quehacer artístico y no de una investigación intelec-
tual rigurosa.
Por varios motivos, tener que hablar durante una hora sobre la
belleza parece una de las mejores maneras de aniquilarla. Esto no es
algo que me moleste, ya que, como debe ser obvio a estas alturas,
siempre desconfié de todo lo que fuera bello. No sé bien por qué y a lo
mejor lo averiguo en este proceso. Es posible que mi rechazo sea un
mecanismo de defensa generado durante mi adolescencia, cuando
ninguna de las niñas admiradas se dignaba a siquiera darme la hora.
Un poco más tarde, y en un nivel un poco más sofisticado, recuerdo
haber leído un comentario negativo de Henry Moore con respecto a

151
Henry Moore, Dos formas, 1966, piedra.

la simetría. La simetría es supuestamente uno de los ingredientes im-


portantes de la belleza, casi una de las condiciones imprescindibles.
Agudamente, Moore la declaró un derroche de información, ya que
lo único que hace es utilizar el doble del espacio para decir lo mismo.
Esto no me llevó necesariamente a preferir niñas asimétricas, pero sí
me obligó a pensar bastante. En la época, yo tenía 18 años, la obra de
Moore me fascinaba enormemente. Era considerado el gran escultor
del siglo XX y, para mí, siendo un estudiante de escultura, fue uno de
los artistas que me ayudó a liberarme del peso de la academia. Hoy su
obra ya no me gusta. Creo que el cambio no es culpa de Moore. La
obra probablemente todavía es buena, los volúmenes siguen viviendo
en su plenitud y se leen dentro de un discurso personal coherente.
Moore tenía un instinto formal admirable e históricamente creaba
fuera de lo convencional sin caer en las banalidades de muchos de sus
colegas de la época, como por ejemplo la entonces también famosa
Barbara Hepworth. Pero en el ínterin pasaron dos cosas: una, que la
escultura como medio independiente y autosuficiente perdió su senti-
do de ser; y dos, algo más fundamental para lo que estamos discutien-
do, que el juego formal de Moore fue digerido por varias generaciones
de seudo-artistas que decidieron que su obra constituía un paradig-
ma de belleza. Esas generaciones confundieron un proceso de crea-

152
ción que se origina desde los volúmenes para crear una nueva imagen
usando una estilización bastante burda. La estilización que utilizan se
limita a simplificar la realidad en forma lamida y kitsch para re-presen-
tarla, o sea, para presentar otra vez algo ya conocido. Esta gente comenzó
entonces a producir (y todavía producen) maternidades basadas en
bolitas, y que, para que no existan dudas sobre su belleza, reintroducen
la simetría.
Ya con esto tenemos dos tipos de belleza, una que podemos definir
como que aspira a lo sublime, la otra que se mantiene en lo conven-
cional. Lo sublime es un asunto bastante importante y lo volveré a
discutir más adelante. Pero, en concordancia con estos dos tipos de
belleza, también tenemos dos públicos, el sofisticado y el convencional.
Por motivos que pueden ser obvios o inexplicables, empecé a escri-
bir esto al otro día de ver la película Avatar. Después de haber visto
Titanic y lamentar la ausencia de la pena de muerte dentro de los
recintos de Hollywood, la presión familiar me llevó a reincidir. No
estaba la simétrica Kate Winslet, quien con los trucos notables de la
tercera dimensión… no quiero ni pensar. Pero según los críticos esta-
dounidenses, lo más notable de la película es la belleza de la natura-
leza retratada después de ser fabricada digitalmente. Dentro de esta
virtualidad transcurre una historia bastante idiota en donde, aunque
los críticos no lo subrayan, una vez más, un héroe estadounidense
salva a un pobre pueblo subdesarrollado y primitivo de tener que su-
cumbir bajo las maldades del imperialismo, también estadounidense.
Es una especie de teoría de la vacuna aplicada a la política.
Pues bien, supuestamente los críticos de cine del New York Times
y del New Yorker son gentes sofisticadas que no comprarían las mater-
nidades basadas en bolitas y ordenadas de acuerdo con un eje de
simetría. Sin embargo, la asociación de belleza con naturaleza parece
borrar las diferencias entre clases sociales y entre las clases del gusto,
y también mucho más. Las pequeñas medusas luminosas que en Avatar
flotan cada tanto delante nuestros ojos y luego se posan delicadamente
sobre los brazos del héroe para indicar el papel importante que tendrá
en el cuento, son símbolos de esa confluencia. Esa asociación es el
lugar donde las especies zoológicas y botánicas, las clases sociales, los
civilizados y los primitivos, todos se aúnan en el paraíso y en nuestros
corazones para que colectivamente estemos cómodos y contentos.
También los bolsillos del señor Cameron están contentos. Todo esto
nos enfrenta a un problema.

153
El problema es decidir si el arte está para hacernos sentir cómodos
o si está para explorar nuevas avenidas que hasta el momento son
desconocidas. Personalmente, creo en lo segundo y pienso que la cur-
silería o el kitsch es uno de los síntomas de lo primero. Para fundamen-
tar mi posición, habría que ver primero cómo se genera la belleza.
Tengo como regla general no apelar a obras mías para ilustrar lo que
digo porque me parece de mal gusto, pero aquí voy a hacer una ex-
cepción; los motivos de esta infracción se harán evidentes.
En los países de habla inglesa, se utiliza el nombre Jane Doe para
identificar a las mujeres de quien no se sabe el verdadero nombre o
para las que se quiere mantener el anonimato. Es algo como fulana de
tal, o N.N., pero más preciso, porque Jane Doe es un nombre que real-
mente toma el lugar del nombre original. No se sabe cuándo comenzó
la costumbre, pero hay registros en Inglaterra que datan de 1659, y
probablemente a alguien ya se le había ocurrido la idea bastante antes.
El asunto es que el año pasado tuve la idea de hacer una especie de
biografía y retrato de esta Jane Doe. Utilicé fragmentos de informes
policiales, legales, y periodísticos tomados de Google para hilar una
narrativa bastante espeluznante en la que predominan los abusos
sexuales, las violaciones, y los accidentes con traumas violentos que
afectan seriamente la simetría de las víctimas. Luego utilicé las imáge-
nes correspondientes: caras mutiladas, a veces reconstruidas en yeso
por los forenses, y generalmente carentes de esas cualidades que se
puedan asociar con la belleza. Utilicé un programa especial disponible
gratuitamente en la Internet, que me permitió fusionar todas esas caras,
cerca de cincuenta, en una cara única. Logré el retrato final de Jane
Doe. Puse un cuidado especial para que cada una de las caras utilizadas
tuviera el mismo porcentaje en la suma final y que ninguna pudiera
predominar sobre las demás. Fue, en mi vida, la experiencia que más
me acercó a la realización de un milagro. Había creado las condiciones
para que naciera una nueva Madonna, una especie de santa que emergió
de lo que, al menos en parte, seguramente era un grupo pecaminoso y
de mala vida. En fin, una verdadera belleza, por lo menos para mi gusto.
Claro que luego me expliqué el fenómeno más racionalmente. No
hubo milagro. Lo que sucedió fue que en las superposiciones se iban
confirmando los rasgos regulares y comunes, mientras que los rasgos
particulares y accidentales se iban borrando. Si una candidata tenía
una nariz torcida y las otras 49 tenían narices derechas, al final la
torcida desaparece. O sea que el retrato final era un promedio «lim-
piado» de todos los ejemplos particulares.

154
Luis Camnitzer, Jane Doe, 2009, fotografía digital

Me consideré sumamente perspicaz con mis conclusiones, orgu-


lloso pero también triste porque el milagro no había ocurrido. Mi or-
gullo desapareció abruptamente cuando, para escribir este texto, fui a
la ineludible Wikipedia a ver qué me decía sobre la belleza. Utilicé la
página en inglés, donde en referencia a la belleza humana dan infor-
mación (entre otras cosas) sobre Francis Galton, un primo de Charles
Darwin. Yo ya había tenido referencias sobre Galton, porque fue uno
de los iniciadores del movimiento eugenista. Ya en su época, la ideo-
logía eugenista se puso de moda en Inglaterra y en los Estados Unidos.
Primero se utilizó para justificar la esterilización de criminales y enfer-
mos mentales, y luego sirvió como plataforma para los intentos de pu-
rificación racial de la Alemania Nazi. Lo que no sabía, sin embargo,
fue que en 1883 este mismo Galton empezó a superponer fotografías
de vegetarianos y de criminales, buscando los elementos comunes más
típicos. La página de Wikipedia no aclara si lo típico se refería a cada
categoría por separado, o a algo común entre vegetarianos y crimina-
les. Pero lo importante es que, en sus esfuerzos, Galton descubrió que
superponiendo las caras la suma iba produciendo rasgos faciales cada

155
vez más atractivos. Fue con esta información que mi tan meritoria
perspicacia se fue al diablo, y me quedé sin milagro y sin orgullo.
A pesar del racismo de Galton, o por lo menos de las consecuen-
cias racistas de sus ideas –no sé demasiado sobre Galton, pero el hom-
bre, aunque quizás despistado, no era un idiota– me quedaron con-
clusiones interesantes. De acuerdo a toda esta investigación, el
promedio resulta más bello que el caso particular. En términos de
evolución biológica parece que es completamente lógico y natural
que ese promedio sea sexualmente más atractivo que cada uno de los
ejemplos aislados, ya que nos protege de ciertas mutaciones. En otras
palabras, parece que por razones biológicas nos atrae más una cierta
mediocridad estética. En términos de las leyes de evolución, esta me-
diocridad confirma los resultados que ya tuvieron éxito y nos lleva a des-
confiar de la experimentación con los casos particulares que están fuera
de la norma. Uno podría especular que el tabú del incesto tiene el mismo
origen. El incesto confirma y subraya las desviaciones de ese promedio
porque sucede fuera de él y confirma casos particulares. Eso puede expli-
car también por qué el juicio estético con respecto a los parientes, en
general, se suspende. Hay una falta de distancia del promedio porque el
enfoque está en una relación individual y particularizada.
Pienso que en arte la situación de la belleza no es muy distinta y
resulta coherente con todo lo anterior. En arte existe cantidad de
recetas formales, la regla áurea entre ellas, que garantizan los resulta-
dos agradables y eliminan los accidentes y las desviaciones. Son reglas
que trascienden los ámbitos culturales, o sea, tienen un cierto grado
de universalidad, un hecho que permite suponer que también tienen
una cierta base biológica.
Stanislas Dehaene explica cómo la lectura de la palabra escrita,
sea cual fuere el idioma, activa siempre la misma pequeña zona en la
corteza cerebral dentro del hemisferio izquierdo. Su teoría es que cier-
tos elementos básicos de las letras, grafismos lineales que facilitan la
lectura, ya vienen incluidos en los circuitos de las neuronas. Otras
percepciones, como las de superficies de color, rasgos faciales y luga-
res espaciales, activan zonas completamente distintas1. Hay un estu-
dio que demuestra que los taximetristas de Londres tienen una zona
del cerebro que es más grande que la correspondiente en los ciudada-
nos normales, y que esto se debe a la constante experiencia de ubica-

1. Stanislas Dehaene, Reading in the Brain, Viking, N.Y, 2009.

156
ción visual-espacial. Dehaene cita a J.P. Changeux, quien dice que
«una obra de arte es percibida como «maestra» cuando estimula múl-
tiples procesos cerebrales en una forma nueva, sincrónica y armonio-
sa»2. Sería interesante estudiar si las zonas del cerebro comprometidas
en la percepción de la belleza crecen con un uso frecuente.
Considerando entonces los promedios de Galton y la posibilidad
de que la belleza tenga un lugar preasignado en nuestros cerebros,
tendríamos también una respuesta a la disyuntiva que contrapone lo
local y lo universal. Se trataría solamente de promedios distintos. Si
bien hay invariantes básicas en el cerebro que son universales, como
la predisposición al reconocimiento facial, la estética local enfatizaría
el promedio de las variables de un entorno particular. La belleza uni-
versal, en cambio, sería el producto de un promedio global. Ambas
bellezas son válidas, pero, volviendo a mi anterior metáfora, no dejan
de ser un papel de envolver que nos separa del regalo.
Tengo plena conciencia de que poner a la belleza en el rol de un
papel de envolver, sea con un origen biológico o no, es una interpreta-
ción bastante personal. Es por eso que avisé que mi posición es la de
un artista y no la de un filósofo que busca una verdad absoluta. Mi
posición es francamente estratégica: ubico a la belleza como un recur-
so entre muchos, para utilizarla o no, de acuerdo con mis propósitos.
Otros artistas, con propósitos distintos, la ubicarán en otro plano.
Depende de qué elementos utilizan para definirse como artistas, y por
lo tanto es importante conocer esa definición para tener un contexto
y entender mejor a ambos, artista y obra.
En mi caso, si tengo que explicar por qué estuve y estoy metido en
arte durante tanto tiempo, diría que es por tres razones:
a) porque es la forma de comunicación que me es más cómoda;
b) porque es una categoría en la que puedo especular sobre todas
las cosas y proponer órdenes alternativos a los órdenes convencio-
nales y autoritarios; y
c) porque es un vehículo a través del cual puedo estimular la
creación en los demás.
Esos serían mis parámetros, y dentro de ellos la belleza es un ins-
trumento de seducción y no un mensaje importante. Y como mensaje,
la belleza tampoco es nueva, dado que si lo fuera no sería comprendi-

2. Ibíd., pp. 309-310.

157
da como belleza, sino que sería otra cosa. Para ser bello primero tiene
que ser comprendido y convencionalizado. Es en esa referencia a lo ya
conocido que el kitsch está muy relacionado con la belleza.
El escritor Hermann Broch, una de las autoridades consideradas
clásicas sobre el tema del kitsch, dice que su «esencia es la confusión
de la categoría ética con la categoría estética; la meta es una obra
‘bella’, no ‘buena’, lo importante es el efecto de belleza.» Agrega lue-
go: «Los medios utilizados para obtener el efecto, por lo tanto, siempre
fueron utilizados y probados previamente, no pueden ser incrementados
[…]» De ahí que se termine recurriendo a expresiones prefabrica-
das3. Con su cita, Broch, en 1933, quiere excluir la ética del campo de
la estética. En un texto de 1950, Broch afirma que un sistema ético no
puede funcionar sin convenciones, y por lo tanto una obra de arte que
quiera estetizar las actividades sometidas a una ética solamente puede
producir obras de arte que corresponden a las convenciones4. Como
pensador contemporáneo del modernismo artístico, Broch ve la ética
–un poco estrechamente–, como un sistema que puede ser ilustrado y,
que al serlo, abarata el arte. De acuerdo con ello la ética contaminaría
la libertad formal que se espera del artista. Si bien esta posición es
posiblemente anacrónica, varias de las consideraciones de Broch
parecen certeras. Aquí, por supuesto, «certeras» solamente significa
que sirven para mis propósitos personales y que apoyan mis argumentos.
Broch comenta, por ejemplo, que «la diosa de la belleza en el arte es
la diosa del kitsch»5, y que «el artista que se limita a buscar nuevas
zonas de belleza termina creando sensaciones, pero no arte»6.
Aunque la diosa sea la misma, no quiero sugerir (ni tampoco creo
que Broch lo pretenda) que los resultados sean conmensurables. El
kitsch tiene un problema ético que la belleza no tiene, y ese problema
es que muchas formas del kitsch en cierto modo son consecuencia de
la envidia. Es el resultado formal de querer parecer algo que no es lo
que tiene como resultado una afectación. Generalmente se supone
que esa envidia se produce del pobre respecto al rico, y que por eso los
productos del gusto de la élite se deterioran cuando son mal adaptados
por las clases «no cultas». Se supone que la población falta de educación
necesita el apoyo de las convenciones para entender las cosas, y por lo
3. Hermann Broch, «The Reactionary Technique of ‘Effect’», en Gillo Dorfles,
Kitsch, Universe Books, NY, 1969, pp. 70-71.
4. Hermann Broch, «Notes on the Problem of Kitsch», Dorfles, p. 63.
5. Ibíd., p. 59.
6. Ibíd., p. 61.

158
Escultura kitsch

tanto diluye y transforma sin comprensión los productos de las clases


altas. En cambio, las clases –se piensa–, pueden percibir y apreciar las
novedades, pero en algún momento se saturan de sus paradigmas
estéticos y los descartan. Es entonces cuando los ponen a disposición
de las transformaciones de la plebe mientras encuentran otras
novedades para distinguirse.
Pero ese esquema clasista no responde a la realidad, y la envidia
va en ambas direcciones. En 1787 se terminó de construir el «Hameau
de la Reine», el pueblito de la reina, una réplica de una granja cam-
pesina encomendada por Luis XVIcomo regalo a Marie Antoniette.
La reina y sus sirvientas se disfrazaban de campesinas y ordeñaban las
vacas dejando caer la leche en unos baldes hechos en porcelana de
Sèvres que estaban pintados imitando la madera de los baldes leche-
ros originales. Más recientemente tenemos los pantalones vaqueros
que son en sí mismos una afectación, aunque práctica. El kitsch cul-
minó cuando se los trató especialmente para que, artificialmente des-
teñidos, rotos y con parches, parecieran usados.
En ese sentido, el kitsch tiene ingredientes que, por suerte, la belleza
no tiene, por lo menos no durante el período en el cual es auténticamente

159
belleza. En el kitsch hay un proceso de canibalismo de gustos, que
frecuentemente va integrado al sentimentalismo. Y el sentimentalismo es
utilizado como un primer escalón o como sustituto de los sentimientos
auténticos. En la belleza hay un acceso directo a una comodidad
perceptual, algo que se traduce en el buen diseño o en la concordancia
armónica con nuestras formas de ver. Y, aclaro, el buen diseño me gusta.
Quizás el buen diseño es menos hipócrita. Pretende ser eso y no más. En
cambio la belleza, al menos en el arte, aspira infructuosamente a cierta
divinidad. Aquí, entonces, corresponde introducir dos términos
adicionales, además y después de la belleza. Son la elegancia y la
sublimidad.
La palabra elegancia en este contexto no se da en el sentido en
que se aplica a las modas del vestir, sino en el sentido en que se aplica
a la ciencia o a las matemáticas. Se refiere a la máxima simplicidad
asociada con un efecto que tiene un máximo de complejidad. Mientras
los estímulos que conducen a los resultados bellos pueden llevar a la
saturación del gusto y al hartazgo hasta el empalago, la elegancia así
definida es un valor estable e inmune a las veleidades del gusto.
Mientras que la belleza pertenece al campo del hedonismo, la elegancia
es un artefacto conceptual, y como tal puede ayudar a la belleza, pero
no depende de ella.
La sublimidad es algo distinto a la elegancia y está en un escalón
más arriba tanto de ella como de la belleza, trascendiendo a ambas.
Volviendo a Wikipedia, esta vez tanto en español como en inglés,
me sorprendió encontrarme con dos anotaciones distintas. Ambas
páginas mencionan a Longino como posible autor de una obra
intitulada «Sobre lo sublime». La obra provendría del siglo I D. C.,
aunque otras fuentes mencionan el siglo III. Además, tampoco se
sabe si Longino fue griego, romano o un inmigrante judío que vivía
en Roma. Lo interesante es que la versión española de Wikipedia
dice que lo sublime se refiere a «una belleza extrema, capaz de
arrebatar al espectador a un éxtasis más allá de su racionalidad, o
incluso de provocar dolor por ser imposible de asimilar». La versión
inglesa en cambio dice que sublime «es un adjetivo que describe un
pensamiento importante y elevado, particularmente en el campo de
la retórica. Como tal inspira admiración y veneración, con grandes
poderes de persuasión.»
La versión inglesa continúa luego con referencias a tres filósofos
ingleses que en distintos momentos a fines del siglo XVII cruzaron la

160
cordillera de los Alpes y decidieron que allí tuvieron experiencias
más o menos sublimes que trascendían la sensación de belleza y de lo
racional, a tal punto que podía incluir el terror.
La versión española, antes de entrar en esos mismos detalles, en
cambio continúa un poco con Longino. Cita a Umberto Eco diciendo
«que produce en el que la percibe una pérdida de la racionalidad,
una identificación total con el proceso creativo del artista y un gran
placer estético. En ciertos casos, lo sublime puede ser tan puramente
bello que produce dolor en vez de placer.» Y continúa: «Para Longino,
una obra de arte bella persuade, convence, se dirige a la razón, aunque
podemos discrepar; en cambio, una obra sublime tiene grandeza, no
depende de la forma, prescinde de opiniones, se dirige más al interior
[…]».
En otras palabras, lo sublime puede utilizar a la belleza, pero no
puede quedarse en ella. Igual que la elegancia, es una experiencia
que se independiza del gusto. Pero mientras la elegancia se resuelve
en la razón, lo sublime se resuelve en la revelación. Ambas tienen
lugar en las conexiones generadas por las ideas y las sensaciones, y no
en las sensaciones mismas. Son experiencias que (supongo) trascien-
den nuestra biología.
En cierto modo estas tres categorías, belleza, elegancia y sublimi-
dad, aun si no son mutuamente excluyentes, creo que sirven para
categorizar los intereses y metas de distintos tipos de artistas. Muy
rápidamente yo me pondría en la categoría de elegante, no por que
sienta que es mérito, pues no lo es. Pero aunque lo sublime me interesa,
creo que soy incapaz de lograrlo, y por lo tanto ni trato. Y la belleza,
como no me canso de repetirlo, no me interesa, al menos no en el arte.
Me alegra mucho encontrar todo esto de la sublimidad, porque cuan-
do me preguntaban si la belleza es un problema válido en el arte, yo
siempre disparaba que solo tenía sentido si se llega a lo sublime, sin
saber mucho de qué cosa estaba hablando. En cuanto a la elegancia,
es lo que está más cerca del conceptualismo, o viceversa, y donde me
siento más cómodo. Me interesa el arte como propuesta y solución de
problemas, y allí es donde la elegancia realmente es importante. En el
arte puede haber muchas soluciones correctas, pero la mejor es la más
elegante entre las correctas. Y lo elegante no necesariamente es lo sim-
ple. La elegancia es la que abarca la mayor complejidad sin perderse en
estupideces. Al mismo tiempo tengo que reconocer las potenciales limi-
taciones de la elegancia. En cierto modo, la elegancia trasciende a la

161
belleza por medio del ingenio, y en demasiadas ocasiones el arte que se
basa en la elegancia se queda en la declaración ingeniosa y no va más
allá. Mucho del arte conceptualista más básico adolece de este defecto,
y se limita a subrayar el ingenio del autor sin llegar a ayudar a expandir
el conocimiento del espectador o siquiera a generar su ingenio.
Antes de entrar en lo que quiero discutir ahora, este asunto de la
discrepancia de las Wikipedias en los distintos idiomas me pareció un
tema interesantísimo. Es otra de esas cosas lógicas que no fui capaz de
pensar por mí mismo y que encontré durante la fabricación de este
texto. Wikipedia es un proyecto colaborativo y democrático que va
evolucionando con las contribuciones continuas de los lectores. Acos-
tumbrado a las enciclopedias impresas hechas por comités de erudi-
tos, yo presumía que la información es una sola y que en muchos casos
se harían traducciones para lograr una unificación de significados y
definiciones. Pero no, las Wikipedias son enciclopedias culturalmente
localistas. Hay datos compartidos interculturalmente, pero otros sig-
nificados se van elaborando y puliendo dentro de lo que podemos
llamar un «barrio» cultural, o dentro del campo de la poli-cultura de
los dialectos, manteniendo las características correspondientes. En el
caso de lo sublime elegí el barrio que más me convenía para mis argu-
mentos, y que coincidentemente también resultaba ser mi barrio o
espacio mental. En el caso de la belleza, en cambio, elegí la informa-
ción de un barrio vecino. Lo que es muy interesante en este caso es
que la Internet, que supuestamente está ayudando a la globalización
y a una cultura mundial unificada, aquí está sirviendo para consoli-
dar culturas parciales. Son culturas que se apoyan en los nexos ofreci-
dos por la comunidad del idioma y por la comunidad cultural que
genera ese idioma. La belleza como resultado de un promedio global,
al fin de cuentas, parece ser una cosa inasible.
Pero, recuperando el hilo de la discusión, para las tres categorías
de belleza, elegancia y sublimidad, aquí estamos utilizando el objeto
artístico como una apoyatura. Como todo esto no es más que nada
una construcción teórica, no importa realmente si existe una cultura
global o una multiplicidad de culturas locales. Ese dato afectaría más
una discusión sobre los gustos y sus variaciones que la validez de este
esquema. Pero el uso de la obra u objeto como punto de partida nos
obliga a discutir la relación que este tiene con las tres categorías.
En el caso de la belleza nos limitamos a la apreciación del objeto.
La obra es bella, neutral o un adefesio, no importa. Quedará en la

162
memoria o no. En el caso de la elegancia, la situación es otra. La obra
aquí sirve como un ejemplo de solución a un problema. Esa solución
nos ayuda a entender el problema y a admirar la agudeza y precisión
con que posiblemente fue solucionado. Pero además, y esto es
importante, nos ayuda a aprender cómo enfrentar otros problemas que
se presentarán más adelante. En ese sentido, la comprensión de la ele-
gancia nos hace co-partícipes del proceso creativo. La belleza, en cam-
bio, nos mantiene en el rol de consumidor. La apreciamos y la gozamos,
pero nada más. Para apreciar la elegancia de la obra tenemos que en-
tender el proceso que la generó, o en su lugar atribuirle un proceso que
nos permita entenderla. En este sentido la obra elegante nos activa y
por lo tanto también incluye, quiéralo o no, una función pedagógica.
En el caso de la sublimidad, la obra no pasa de ser un vehículo que
sirve para transportar al observador y llevarlo a otro nivel, al plano de
la revelación sobrecogedora. Lo sublime no está en la obra misma,
está en lo que sucede luego de verla. Esto, por supuesto, genera un
gran respeto por la obra que lo logró, o sea que la obra sublime no es
algo que se pueda desdeñar. Se podría decir que la sublimidad actúa
sobre la obra en forma similar a como un chisme actúa respecto a una
persona. La persona no cambia, lo que cambia es nuestra percepción
de esa persona porque el chisme nos reveló algo. Y en ambos casos,
obra o persona, no importa realmente si es bella o no.
Parecería entonces que es más importante el tipo de relaciones
que se establecen en el recorrido artista-obra-observador que la apa-
riencia física de la obra en sí misma. Diría incluso que si nos limitamos
a la consideración del objeto, en lugar de considerar el recorrido ar-
tista-obra-observador, no estamos entendiendo la obra de arte. Es la
importancia de estas relaciones en el recorrido la que obliga
ineludiblemente a incorporar la noción de ética en esta ecuación. Y
no solamente la de ética, sino también la de política. La desconfianza
de Broch hacia la ética en el arte se explica por el hecho de que su
atención se concentraba en el objeto y, además, porque estaba empa-
pado por un arte formalista y enfrentado a las discusiones sobre el rol
posiblemente negativo del contenido. Era en realidad un reflejo de la
desconfianza hacia las narraciones literarias que, cuando se hacían
presentes en una obra visual, podían destruir su pureza. Este contexto
bastante restringido del arte como una producción de objetos forma-
les no permitía una interpretación de la obra de arte como una mani-
festación de poder. Pero si proponemos la consideración del recorrido

163
artista-obra-observador en lugar de la apreciación del objeto, el in-
grediente «poder» queda puesto sobre la mesa. Una vez que hablamos
del poder y de su distribución, también tenemos que considerar la
ética como uno de los ingredientes fundamentales.
Salidos de los confines físicos de la obra misma, entonces, el asun-
to cambia radicalmente porque ya no interesa tanto la apariencia.
Importa lo que el artista está haciendo con nosotros cuando nos pre-
senta una obra de arte, y también importa qué es lo que hacemos
nosotros en presencia de esa obra. En esta situación, casi se podría
decir que la belleza es el opio de los pueblos porque es un elemento
que nos condena a la pasividad.
En una sociedad donde el arte en su mayor parte es una forma de
producción mercantil, la manera en que se envuelve o presenta el
producto adquiere una importancia particular y debiera enfrentar al
artista a una cantidad de decisiones éticas. Se dice que la necesidad
es la madre de la invención. En nuestra sociedad capitalista me gus-
taría invertir ese refrán y decir que la invención es la madre de la
necesidad. Nuestros mercados se basan muchísimo en la fabricación
de necesidades artificiales. El artista generalmente comienza con una
creación o invento y luego busca como mercadear esa creación. O
sea, busca cómo crear una necesidad para su obra, lo que llamamos
una demanda para su oferta. Es allí donde surge la disyuntiva ética de
dónde poner el acento, si concentrarse en la oferta de acuerdo exclu-
sivamente con la conciencia del artista, o concentrarse en la creación
y satisfacción de una demanda.
Esto me lleva a otro punto, que es el «apropiacionismo», que fue
una tendencia estética muy popular a fines del siglo pasado y en la
cual los artistas rehacían obras ya hechas por otros y las firmaban con
su propio nombre. No es este el lugar para emitir juicio sobre esto y
tengo tantos argumentos a favor como en contra de este tipo de arte.
Pero en el contexto de esta discusión el apropiacionismo me hizo pen-
sar en otra cosa, y es en las distintas formas de lectura que emplea-
mos. Podemos leer las cosas para enterarnos de qué cosas nos dice el
autor, o podemos leer para enterarnos de nuestras ideas, ésas que afloran
como reacción a lo que leemos. En el primer caso hay una transmisión
de datos que el lector consume. En el segundo caso hay una transmi-
sión de estímulos que generan la organización y creación de datos en
la mente del lector. Consciente del peligro de cometer una injusticia
con los escritores, confieso que generalmente no leo para enterarme
de qué cosas piensan y luego citarlos. Leo para entender mejor qué

164
cosas pienso yo. El escritor desafía, polemiza y, con suerte, me ayuda a
expandir mis ideas. Este uso del material ajeno, de no importarme qué
piensa el otro sino en qué me contribuye, puede ser considerado una
actitud egoísta y falta de consideración por mi parte, una especie de
apropiación. Pero eso solamente es así si insistimos en ver la cultura
como un fenómeno individualista basado en los derechos de autor. Yo
prefiero ver la cultura como un fenómeno colectivo en el cual la autoría
es algo secundario o sin importancia. El apropiacionismo fue intere-
sante en la medida en que diluyó las fronteras de la autoría, aunque
fuera inconscientemente. Como consumidor, cualquiera puede armarse
una obra de Dan Flavin, simplemente comprando tubos fluorescentes.
Lo único que faltará es su permiso y su firma, fundamentales para la
compra y venta de la obra, pero no para su apreciación. Hace unos
años, en una plaza de Caracas vendían copias de obras de Jesús Soto
que no estaban nada mal. Siendo mayormente rayitas, la obra de Soto
no es muy difícil de copiar bien. No recuerdo si venían con firma o
no, pero visualmente las obras eran creíbles. Por mi parte, hace po-
cos años me compré un secador de botellas idéntico al que Duchamp
firmara en su versión de 1923. No tiene su firma, pero igual me sien-
to a la par del Museo de Arte Moderno de Nueva York, solamente
un poco menos rico.
El segundo tipo de lectura, el que podemos llamar egoísta, es el
que considero realmente importante. Es el tipo de lectura que lo que
llamé una «obra elegante» estimula mejor. Es la lectura que me lleva
a invertir mi propia creación y entonces me lleva a un plano que no
estaba en el original y que no estaba en mí antes de leer, y que sin
embargo es consecuencia de ambos.
Es aquí donde me quiero pasar al otro extremo y proponer algo
que en la realidad es inaccesible, pero que nos puede servir como un
modelo de referencia. Es la obra que en lugar de emitir información la
absorbe, tal como lo hacen con la energía los agujeros negros en el
cosmos. En su estado más puro, esta obra solamente tiene la mínima
información suficiente para identificarla como una obra de arte, pero
en todo lo demás es completamente no-declarativa. Toda posible de-
claración es contribuida por el espectador, quien por lo tanto se ve
forzado a crear en lugar de consumir. Para esto, querríamos entonces
producir obras que en última instancia nieguen su propia presencia
sin llegar al extremo de la no-existencia total. Se trata de crear una
obra que funcione en esa frontera frágil que se establece entre la
imbecilidad y la invisibilidad, pero sin caer ni en una ni en la otra. Si

165
hay alguna información que parece ser emitida, esta no es más que un
reflejo de la información absorbida.
En este arte ideal, el observador termina emitiendo energía sin
recibir nada a cambio. No hay intercambio, no quedan huellas ni do-
cumentación de diálogo entre observador y obra. Negando las normas
de intercambio capitalista, no hay una recompensa intelectual para el
público, no importa si emotiva o hedonística, salvo aquella producida
por la propia actividad del espectador. Si aquí se logra una experien-
cia de lo sublime es solamente porque el espectador la proyectó, no
porque el artista la haya creado o sugerido.
En su intento de abolir el poder, un arte que es no declarativo
hasta este extremo, no solamente evita la emisión de información
de la obra, sino que también trata de lograr la desaparición de la
autoría. El observador ya no se enfrenta a la presencia de un artis-
ta individualizado sino a una mirada impersonal y vacía que lo
obliga a comprender y elaborar su propia mirada. El monólogo del
artista, tal como se expresa en la obra tradicional, deja de existir.
El artista ofrece su silencio, y si existe algún diálogo este se desa-
rrolla entre el monólogo del observador y su eco. Si surge algún
aspecto poético, es uno nutrido exclusivamente por el observador.
La responsabilidad del esfuerzo creativo es transferida del artista
al público y el acto de consumir (como actitud pasiva y estática)
deja de tener sentido.
Esta transferencia radical del esfuerzo creativo del artista hacia el
público altera muchas cosas. Uno de los cambios se efectúa en el rol
del artista en cuanto que este ya no dirige su obra a un mercado de
consumo, sino que trata de crear un campo de activación. La obra de
arte no finaliza en un objeto sino en una situación.
El arte así definido requiere una reinterpretación del reduccionismo
formalista utilizado, por ejemplo, por el arte minimalista. Se trata de
eliminar lo superfluo, pero esta acción ya no responde a un esfuerzo de
aislar una esencia mítica y obscurantista atribuída al arte. En cambio,
se trata de una operación no-formalista, una operación enfocada en
el control de la información. El propósito de este control no es encon-
trar una esencia, sino negar el ego del artista y forzar un máximo de
emisión informativa por parte del observador. Al pasar del campo for-
mal al de la información proyectada, también se alteran los criterios
de calidad que generalmente se asocian con la obra de arte y se utilizan
para evaluarla. Diría más, el criterio de calidad artística en realidad
desaparece. Deja su lugar a un criterio de funcionalidad para la ge-

166
neración imaginativa de lo que antes se definía como un público con-
sumidor. Entre otras cosas, la noción de belleza aquí pierde toda su
importancia, y la calidad de la obra aumenta en proporción a la den-
sidad de imaginación que genera en el espectador.
La eficacia de la obra no-declarativa, en cuanto a su calidad de
situación activadora, solamente se podría medir en relación con la
cantidad de información que absorbe, un factor que depende más de
la proyección del observador que de la habilidad del artista. Aquí es
muy probable que el observador menos sofisticado termine proyectan-
do mucho más que el observador iniciado. Esto significa que la impor-
tancia de la obra ya no es definida por un grupo de especialistas, sino
por un colectivo cultural amplio. Con eso, probablemente también, y
nuevamente, nos ubicamos en un campo muy cercano al kitsch. Pero
la diferencia es que en el kitsch genuinamente consumido (es decir,
sin la actitud esnob del intelectual refinado), el consumidor utiliza su
empatía con una solución pre-fabricada y envasada. La observación
genuina de un objeto kitsch no proviene de un esfuerzo activo ni lo
requiere. Al contrario, la imaginación es aniquilada por la actividad
de consumo. En cambio, en el arte verdaderamente no-declarativo
no hay un producto terminado que genere empatía.
Si efectivamente el artista llegara a lograr este extremo ideal de
producción, correría el peligro de que su obra pase completamente
desapercibida y muera en la invisibilidad. Por lo tanto, la definición
de la habilidad del artista tiende a dejar de basarse en su refinamien-
to artesanal. Pasa en cambio a transferirse a un refinamiento de la
administración de la declaración artística. Todo su esfuerzo se con-
centrará en despertar la atención del espectador lo suficientemente
como para que este comience su proceso de proyección, sin nunca
llegar a interferir con él.
Esta misión es quizás la más difícil que hasta el momento se haya
encontrado en la historia del arte. Requiere un sentido formalista
que ayude a eliminar la forma, un conceptualismo sin conceptos y una
habilidad artesanal capaz de auto-eliminarse hasta un mínimo cuida-
dosamente precisado. El artista tiene que demostrar que la obra perte-
nece al campo del arte pero sin declararla, sin participar en la compe-
tencia que establece la aceptación de las calidades artísticas y escapando
a toda posibilidad de comparación. Tiene, además contradictoria e
insidiosamente, que proveer parámetros para que la lectura y proyec-
ción del observador sucedan dentro de un abanico de direcciones
aceptables para el artista. Es aquí donde el artista no renuncia al

167
poder de conversión del observador. Renuncia solamente al poder
ególatra de la declaración y abre el camino a lo que me gusta denomi-
nar un «socialismo de la creación», un socialismo alternativo a los
socialismos tradicionales, basados en la distribución del consumo y
que han sido incapaces de toda reorganización auténticamente pro-
gresista de la sociedad.

168
Las encrucijadas de la belleza

Félix Ángel
Director del Centro Cultural BID

La «razón occidental» nos ha enseñado que percibir, conocer y


entender la belleza implican una capacidad de comprensión privile-
giada, asociada a veces con la noción de superioridad, cualquiera
que sea la definición dentro del marco filosófico o ideológico que la
determina, y su dimensión ideal, espiritual ó funcional.
Los desniveles económicos, la inequidad educativa y las diferen-
cias de todo tipo son cuestiones con las que tiene que lidiar una
sociedad que aspire a ser justa, aunados a las circunstancias que afec-
tan el desarrollo físico e intelectual de los seres humanos que deter-
minan, por numerosas razones, que haya personas más inteligentes
que otras, así los seres humanos tengamos todos los mismos derechos
ante la ley, y en teoría, las mismas oportunidades para cultivarnos.
Friedrich Nietzsche elaboró un discurso que, justificado en la «vo-
luntad de poder», terminaría por definir la «razón occidental» que
heredamos en las Américas de Europa (según lo ha explicado el Ar-
gentino José Pablo Feinmann), suplantando durante el siglo XIX en el
caso hispanoamericano, la caducidad española por el modelo liberal
Inglés que acompañó los procesos republicanos.
En el paquete de valores culturales que nos vino de Europa, venía un
concepto de belleza que respondía a un proceso de elucubraciones filosó-
ficas de varios siglos, dentro de las cuales la estética y la ética apuntala-
ban en buena parte el marco para su definición y comprensión. Filósofo
tras filósofo, sobre la base de la insatisfacción –o imperfección– de las
definiciones acumuladas, extendieron por milenios un proceso que pre-
tendía dar respuesta a la pregunta esquiva de qué es la belleza
Aunque dicha pregunta no es exactamente el tema de la reunión
que nos ha traído a esta ciudad, el seminario que nos ocupa, ¿Quién le
teme a la belleza?, implica la demarcación de ciertos parámetros que
caracterizan la belleza, o al menos la clase, o clases de belleza a la
cual cada expositor ha escogido referirse. En esa forma, quizá poda-
mos responder con cierta claridad quién puede sentirse o no temero-
so, amedrentado o amenazado por su existencia.

169
Por lo tanto, es importante –antes de caer en la tentación de lan-
zarnos a la digresión sobre lo que puede ser y no ser bello– establecer
qué cualidades comunes caracterizan a la belleza, o los diversos tipos
de belleza, y adoptarlas como la fundación de ese edificio que a lo
largo de una discusión sin fin se han mantenido erectas, como colum-
nas capaces de resistir tanto a la subjetividad del individuo que in-
tenta definir la belleza, como al universo de realidades cósmicas de
las cuales nosotros, los humanos, dependemos y estamos sometidos
irremediablemente.
Para Pitágoras, la belleza se relacionaba con el orden, el número y la
proporción, entidades que parecen regir todo en la naturaleza y condi-
cionan la disposición y organización del universo en relación con ellos.
Platón la consideraba un ente metafísico. Su filosofía concede a la
belleza la cualidad de ser perceptible a través de las ideas y, como Pitágoras,
admite que puede ser aludida en los objetos, aunque por definición el
objeto es de por sí una subestimación ostensible de la realidad.
Platón tomó de Pitágoras los conceptos de armonía y proporción
que el número establece y los ligó a otra idea más propia que explica
la belleza como esencia suprasensible que habita una dimensión más
allá de lo visible. Así, podemos entender, o al menos interpretar, que
la captación de la belleza no es prerrogativa de todo ser humano porque
sus capacidades y el perfeccionamiento de las mismas están sujetas a
multitud de circunstancias, factores físicos, procesos mentales,
metodologías, análisis.
Por eso Platón no ligaba necesariamente la belleza con el arte. En
efecto, para Platón los artistas configuraban un estamento social infe-
rior por dedicar sus esfuerzos al servicio de las apariencias, mientras
los filósofos lo hacían en el ámbito de la inteligencia.
Umberto Eco, en su libro On Beauty: A History of a Western Idea
(2005), se pregunta por qué la historia de la belleza se ha explicado
siempre a través de las obras de arte (y poesía o música), concluyendo
en una forma simplista –en opinión de Mark Phillips, del periódico
Inglés, The Guardian–, que los objetos –o la mayoría de ellos– creados
por otras personas, como albañiles, panaderos o sastres a lo largo de la
historia no han sobrevivido al paso del tiempo. Han sido los artistas
(aparte de los filósofos), y las obras de arte que estos crearon las que
han sentado las premisas de lo que es bello y lo que no lo es.
Immanuel Kant, en su esfuerzo por encontrar una metodología
infalible para definir la belleza, condicionó su integridad a los
parámetros del gusto. ¿El gusto de quién? Preguntaría Susan Sontag

170
en su brillante ensayo An Argument About Beauty (2004), opinando
que la belleza no es incorruptible y que la permanencia no es uno de
sus atributos más obvios. Esta idea parece reiterarla Umberto Eco en
el libro ya citado, añadiendo que la belleza nunca ha sido absoluta e
inmutable, y ha tomado diferentes aspectos dependiendo del período
histórico y la cultura de un país. Por eso la belleza, según Sontag,
puede ser elegíaca, evanescente, es decir, responder a un adjetivo,
una solución práctica que permite a cada persona identificarse con lo
que puede considerar bello, o en otras palabras, acomodarse a los
caprichos o capacidades del sujeto. Concebirla como algo incorruptible
–añade Sontag– requiere de una capacidad de pensamiento demasiado
potente que no justifica el desperdicio de la discusión sobre la base de
habilidades superiores.
Jenofonte, Pitágoras, Platón, Nietzsche, Eco, Kant y Sontag son
solo algunas personas entre las miles que se han tomado el trabajo de
ocuparse del tema y han contribuido con su pensamiento a establecer
las raíces que sostienen ese frondoso árbol que llamamos civilización
occidental. Nos guste o no, ha sido esa civilización la que en nuestro
caso ha determinado, determina y continuará determinando una serie
de comportamientos en muchos aspectos, puesto que todavía no pode-
mos predecir exactamente los efectos de la globalización en el devenir
de la humanidad, sus tragedias y progreso, aunque sí podemos observar
el efecto que el proceso de desaparición de algunas pautas –como la
urbanidad, los buenos modales y la etiqueta–, están causando en el
comportamiento de la sociedad en general. No sería la primera vez.
La historia indica cómo civilización y progreso han dado en ciertos
momentos marcha atrás. Las acciones y contradicciones de los seres
humanos, que buscan suplantar ideologías con otras, no son necesa-
riamente en la práctica mejores para la mayoría, aunque en la teoría
lo propongan. El estado actual del mundo parece corroborar en nuestros
líderes la voluntad «nietzscheana» de poder, solo que caricaturizada por-
que al mismo tiempo que se utilizan sus argumentos se niegan otras esen-
cias que se contraponen a la ética del orden y el bienestar, con el objetivo
de manipular para su propia conveniencia el bien común. Es Kant quien,
de nuevo, responde esta inquietud cuando da a entender que la moral no
es la doctrina de cómo podemos hacernos felices a nosotros mismos, sino
de cómo podemos hacernos merecedores de la felicidad.
A veces es bueno preguntarnos si eso que llamamos progreso es
resultado de la combinación ética del orden y la inteligencia, o, si al
contrario, la supresión de esta especie de ecuación ha producido me-

171
jores consecuencias. Difícilmente podríamos decir que sí en el caso
de la segunda opción. Sabemos que el progreso depende en gran parte
de la conjunción de factores que aunados pueden, en principio, de-
marcar conceptos de justicia, equidad, y respeto –para mencionar solo
algunos– que dentro de criterios enfocados a la superación del indivi-
duo y su comportamiento en comunidad. Tienen su aplicación en as-
pectos tangibles e intangibles de la experiencia y sus expresiones, aproxi-
mando la vida a lo que puede ser bello y alejándola al mismo tiempo
de lo que no lo es. ¿Acaso no es importante la belleza de la vida?
Y la vida, cuando se vive en comunidad, no excluye que el indivi-
duo esté expuesto a las acciones de los demás. Por eso la sociedad
requiere de condiciones mínimas para funcionar, inspirarse a mejorar,
estar diseñada con los ideales que alimentan las aspiraciones que per-
miten desarrollarse, evolucionar y transformarse positivamente. En otras
palabras, la sociedad requiere, para que funcione, de la voluntad de
los individuos.
Cabe entonces preguntarse ¿es la sociedad actual contraria al or-
den, la inteligencia, la ética, y por lo tanto temerosa de la belleza? No
es fácil responder la cuestión al mirar el conjunto de encrucijadas
que afronta la sociedad contemporánea ante la vida, cada vez más
complicada por cientos de problemas, desde individualismos obtusos
que se amparan en la interpretación descontrolada de la libertad,
hasta el uso desordenado de la tecnología de la comunicación.
A toda hora y en todo momento, observamos conductas que no
responden a la necesidad y se manifiestan según las circunstancias,
llevando a grupos enteros a sacrificar la estructura y los códigos de
comportamiento –cuestiones muy asociadas con el orden– los cuales
sin importae la raza o lengua, tienen un objetivo y dan sentido a la
comunicación.
Un gran problema, asociado con esta última, es la des-caracteri-
zación que ha sufrido el idioma. La palabra «cambio», por ejemplo,
asociada con la campaña presidencial de Barack Obama y ahora com-
pletamente prostituida por cuanto individuo o grupo quiere acomo-
dar las cosas a su antojo, no significa lo mismo en la práctica si el
resultado de las políticas adoptadas se traduce en un empeoramiento
de las condiciones de vida. Es decir, la semántica del idioma se utiliza
para manipular y desvirtuar el mensaje, dado que no hay forma de
garantizar resultados por incapacidad para controlar las variables que
participan de la puesta en marcha de un plan. Pero la gente, al menos
la mayoría, prefiere escuchar un lenguaje que promete así no estemos

172
seguros de su efectividad, antes que confrontar los problemas de los cuales
son ellos mismos culpables. Siempre se puede echar la culpa a alguien más.
Comunicarse ya no es importante para comprendernos mejor. Se
ha vuelto más importante para entretenernos, y no hay reparos para
mentir, al menos crear la ilusión de la verdad. La economía siempre
ha empujado esta idea agresivamente. Se cumple entonces la premisa
de que el ignorante es útil, y mientras más tontos haya, mejor. La
premisa de la educación también se ha modificado. En los centros de
formación ya no es tan importante enseñar a pensar, dialogar, enten-
der, y apreciar; es más urgente entretener a los alumnos con el argu-
mento de que es importante que no se aburran. Se asume la educa-
ción como un pasatiempo.
Algo parecido sucede con el público, supuesto destinatario de la
creatividad. El Museo y la Biblioteca, no todos por supuesto, se han
adaptado a la cultura de la banalidad. Su labor no es enriquecer al
individuo, sino satisfacer sus deficiencias y ejercitar el paternalismo
con las limitaciones de la masa, sin exigir.
En sociedades en vía de desarrollo como la nuestra, la existencia y
actividad del museo y la biblioteca han terminado justificándose con
el despropósito de satisfacer un equivocado sentido de comunidad
que solo busca distraer cuando no hay la intención seria de enseñar
nada importante. Creemos que el ordenador y el Internet por sí solos
pueden sacar a la gente de la abulia intelectual y el analfabetismo
cultural. Pero la tecnología no es un piloto automático.
El escritor español Arturo Pérez Reverte tal vez tiene razón cuando
dice que nos hemos convertido en «cibergilipollas». El Museo y la
Biblioteca, como instituciones con misiones y roles sociales muy
definidos, han sido sacrificados en aras de un liderazgo equivocado
que predica demagógicamente la integración social, convirtiéndolos
en clubes de barrio más interesados en proveer a la comunidad con
majaderías lúdicas, mientras se malgastan los recursos oficiales que
solo son otra forma de desviar dineros públicos creando puestos mu-
chas veces innecesarios para cumplir con las cuotas de poder.
José Luis Brea, en su artículo «Nuevas economías del entreteni-
miento: el efecto ‘Tate’» (publicado este año en Letras Prácticas Artís-
ticas Contemporáneas), habla del entretenimiento y el nuevo malestar
de la cultura como un doble problema que afecta en particular a la
industria cultural de la museística, elevándolo a un asunto de fe. El
espectador, verdaderamente interesado en lo que la institución le
ofrece, cree que dentro del museo lo que se plantea es un esfuerzo

173
auténtico para dotar su sensibilidad e imaginación de instrumentos
útiles para subvertir lo convencional.
En la mayoría de los casos, sin embargo, lo que recibe es entrete-
nimiento alineado con el imaginario dominante del momento. Por eso,
en sociedades desequilibradas como la nuestra, el arte de «protesta»
o «testimonial» tiene tanto éxito, porque mimetiza con su
convencionalidad los clichés del momento. Y es esa imagen promovi-
da por los medios la que se exporta a nivel internacional, y en ambos
ámbitos, el local y el foráneo, el espectador –sea en Londres o en
Bogotá– cae en la trampa y se siente reanimado por el precario nivel
de comprensión que su inteligencia demuestra tener. Según Brea, el
espectador logra reconciliarse con su propio aburrimiento (con su no-
entretenimiento) por la vía consoladora de encontrarse en ello reco-
nocido como adecuado perceptor, como sujeto de cognición correcta.
Según Brea, el reto para el artista es ofrecer un operador que no
solo logre fracasar suficientemente en entretener, sino que además
sea capaz de inducir en su público la impresión de que 1) lo que
presenta no es entretenimiento y 2) su propuesta reviste altura críti-
co-política superior. Si el artista logra ambas cosas, podríamos argu-
mentar que el arte está logrando uno de sus cometidos, en particular
eso que se refiere a la transformación de la percepción, que en otros
términos puede considerarse como progreso.
Eso que llamamos progreso continúa siendo un proceso que avan-
za, plagado con imperfecciones, no hay duda. En sociedades menos
fuertes (como la nuestra) el progreso se reduce a acciones reactivas
más que preventivas, y sus resultados son por lo general incompletos,
poco adecuados, cuando no equivocados.
La respuesta a las preguntas de 1) por qué no avanzamos o 2) por
qué avanzamos tan lentamente, solo puede articularse tratando de
identificar los caminos que el ser humano ha adoptado frente a temas
que están ligados al diario vivir; a la práctica existencial que caracteriza
los modelos de sus diversas manifestaciones, por ejemplo, la ciencia,
la política, la economía, la religión, y el arte; o tratando de identificar
los valores o distorsiones que adoptan sus dinámicas, antes de poder
discutir si la belleza puede o no existir en dichas sociedades, o con-
viene que exista.
No es difícil intuir, al mirar el estado actual de todo lo que nos
rodea, que inteligencia, orden y ética no son considerados por la so-
ciedad como valores recuperables, alcanzables o deseables; puede que
existan en pequeños núcleos humanos, pero aún así son mirados por la

174
mayoría como un ideal rezagado, cuando no de condición enfermiza.
La palabra «prioridad» de la que tanto se abusa, se interpone constan-
temente para impedir la búsqueda de la belleza, o incapacitar su ejer-
cicio en dosis y dirección apropiadas.
No puede haber belleza sin verdad. Cuando la verdad aparece
con cierto vigor, la reacción en su contra se hace más violenta. Se
dice vulgarmente que la verdad duele, pero eso es falso. La verdad
solo duele cuando la respuesta que se espera a cualquier interrogante
es diferente a la mentira que anhelamos escuchar para justificar los
resultados de nuestras acciones, o permitir su ejecución. La verdad
nos hará libres dice la Biblia. Sí, nos hace libres internamente, pero
nos condena a la persecución de los demás que la consideran su ene-
miga. Los buscadores de la verdad se ignoran o desvanecen con cual-
quier justificación porque a nadie le gusta que le recuerden sus defi-
ciencias, sus faltas, sus fechorías.
Proclamamos a los cuatro vientos que es necesario ser más tole-
rantes, pero es más fácil aislar a Fernando González que corregir los
comportamientos sociales que tan lúcidamente nos señaló en su tiem-
po, como producto de la ralea humana y cultural que somos. Es más
fácil vetar a Débora Arango o proponer destruir los murales de Pedro Nel
Gómez –o al menos taparlos– que enfrentar las verdades que dichas obras
conllevan porque nos recuerdan lo negados que somos a la verdad. El
que se niega a la verdad está incapacitado para entender la belleza.
Como seres humanos, nos hemos convertido en organismos atro-
fiados, en apariencias felices que viven en un estado de desarrollo
inferior. A poca gente parece importarle la vida sin la obligación de
explicar en todo momento sus acciones, porque en esa forma los debe-
res que le corresponde cumplir no pueden interferir con sus pequeños
intereses. Parecería que, por su idiosincrasia, la nuestra es una socie-
dad que ha preferido sacrificar la belleza en beneficio de la mentira,
el desorden y la ignorancia.
La ignorancia la define el diccionario como «falta de conocimien-
to», es decir, ignorancia es la condición de no ser educado, ser
desubicado, no estar informado. Otras publicaciones la definen como
la «falta del conocimiento de la experiencia» o como «la falta de
comprensión».
Al contrario de la belleza, los expertos de la ignorancia han logrado
tener myor éxito al ir más allá del adjetivo para clasificar sus diferentes
tipologías. La ignorancia puede ser ostentosa, estructural, hipnótica y
hasta honesta; sin embargo, hay un límite de edad para esta última.

175
Pero hay otra clasificación más precisa que solo considera dos ti-
pos de ignorancia: intencional y no intencional. Ninguna es mejor
que la otra. Recordemos que, en términos jurídicos, la ignorancia no
excluye del cumplimiento de la ley. Tal vez ésa es la razón por la que
nos molesta tanto conocer y más todavía sentirnos forzados a respetar
la ley. Es más cómodo saltarse con el vehículo la zona verde de una
avenida que llegar hasta el semáforo al final de la cuadra, esperar y
dar la vuelta, así pongamos en peligro la vida de otros, y atropellemos
el mobiliario urbano. Kant de nuevo lo explica en forma sucinta: «ante
la ley, un hombre es culpable cuando la viola y viola los derechos de
los demás. Ante la ética es culpable con solo pensar en violarlos.»
El ignorante es el mejor amigo del subdesarrollo, e irónicamente
el mejor amigo de la economía, no importa el modelo económico. Su
incapacidad de discernir o no querer discernir, lo lleva a actuar, es
decir, a consumir, estimulado y amparado por la sicología del merca-
deo. La publicidad tiene, entre otros destinos, el de absolver cual-
quier estupidez. El mercadeo, todos sabemos, no tiene prejuicios. Su
objetivo es incrementar el consumo, así sea necesario sacrificar prin-
cipios y valores.
En la misma forma, nos gusta consumir la mentira, al punto de
creer que en esa forma podemos disfrutar de la vida. Una vez que nos
revolcamos como el cerdo en el fango, nuestra necedad lleva a con-
vencernos de que no es posible apreciar la belleza.
Disfrutar y apreciar son cuestiones muy diferentes. Disfrutar pue-
de que no sea una experiencia exclusivamente ligada a los sentidos,
pero en sociedades poco cultivadas, por lo general lo es. Apreciar, en
cambio, requiere de ciertas cualidades del intelecto. Apreciar
involucra la confrontación de la experiencia con valores, o como Kant
probablemente diría, requiere de la capacidad del individuo para ejer-
citar un juicio moral. Cuando no hay valores o estos se sacrifican, la
apreciación se asemeja o se confunde con el goce físico. En el momen-
to actual, la belleza es uno de esos valores sacrificados.
No hablo de la lucha en la que el arte ha estado enganchado
desde hace unos ciento cincuenta años en «contra de la belleza,»
con el argumento de que es su prerrogativa desconfiar de todo
aquello que no se adapta a nuevas formas de entender la vida. Esa
lucha, que en cierta forma comienza sistemáticamente con los «rea-
listas» franceses de mediados del siglo XIX como Camille Corot,
Gustave Courbet y el mismo Edouard Manet, (aunque otros, como
Velázquez, ya lo habían planteado a su manera) le concedió a la

176
naturaleza un poder que hasta el Neoclásico se le había negado,
por ejemplo en el paisaje.
La historia nos trae en forma muy bien documentada cómo el pú-
blico se rebeló contra las obras de los primeros «naturalistas», que
fueron tildados de vulgares. Esos artistas no es que consideraran in-
necesaria la belleza. Al contrario, Manet entendía que había llegado
el momento de expresarla con la verdad, al mismo tiempo que se
redefinía esta última. Los paisajes de Poussin eran una mentira como
tales, pero bellos para una sociedad que prefería no identificarse
con el realismo. La belleza, como tantas otras cosas, no puede existir
en el vacío.
A la sociedad actual el vacío le conviene. El fenómeno no es nue-
vo, es solamente progresivo y no es exclusivo de la economía de libre
mercado. Digo que es progresivo, porque en mi propio tiempo he visto
cómo la economía, antes de la globalización, ya había considerado
sacrificar la belleza en beneficio del consumo por parte de la masa,
que en términos de mercado es la gente ignorante. El dicho popular
asegura que «un consumidor educado es el mejor cliente». No es
cierto. Mientras más maleducado el consumidor más consume, o más
quiere consumir, y su ansiedad de consumir es mayor. Las tres cosas
son buenas para la economía porque el afán de consumir lleva al ignorante
a utilizar cualquier recurso y a valerse de cualquier medio para consu-
mir, así sea matar. Nosotros conocemos esta historia muy bien.
La belleza no tiene cabida en una sociedad que no conoce el res-
peto por la vida humana.
El consumidor inteligente es sensible al dilema del consumo, pero
el ignorante no. Este último actúa impulsado por la convención que le
dicta la moda, y por las pautas de la publicidad, que es algo muy
distinto a la información, y, todavía más, al análisis de la misma. La
moda es un síndrome que se sostiene en la inconsecuencia y los
caprichos de la masa. A este respecto recuerdo a Jorge Romero Brest,
cuando en 1972, estando yo muy joven, aquí mismo en Medellín, declaró
que la sociedad contemporánea estaba dominada por lo feo, es decir,
por la antítesis de la belleza. Recuerdo muy bien sus palabras en la
conferencia que dictó en el auditorio del teatro Pablo Tobón Uribe, en
anticipación a una de las Bienales de arte. En ella dio a entender que la
mayoría de las cosas que nos rodean son feas. Los diseños de las telas y
los objetos son feos. Estamos en un momento donde vivimos rodeados de
cosas feas. Era el preludio de la cultura del narcotráfico, uno de los ante-
cedentes más problemáticos de la globalización que vivimos hoy día.

177
Para el ignorante, la belleza no existe porque es incomprensible
como valor. La belleza es reemplazada por la moda, e inclusive por el
capricho, manifestaciones que manipulan el concepto de belleza en
beneficio del consumo. En otras épocas, como en el Renacimiento,
había una sola clase de arte. Este era innovador y al mismo tiempo
comercial. Y se manifestaba en múltiples formas. Miremos la Capilla
Sixtina. El arte innovador es capaz de modificar una forma de ver,
proponer una nueva visión, y, al mismo tiempo, proveer las respuestas
a numerosas inquietudes.
La capacidad de modificar requiere determinación. Hoy día se
busca satisfacer, y para ello la efectividad del mensaje es directamen-
te proporcional a la baja capacidad intelectual de quien lo recibe. El
nivel de satisfacción de la sociedad contemporánea es similar al nivel
de su educación, que, como en el dicho, se asemeja a un mar en
extensión con un centímetro de profundidad.
En su libro Illicit: How Smugglers, Traffickers And Copycats Are
Hijacking the Global Economy, el venezolano Moisés Naím, Jefe Edito-
rial de la revista Foreign Policy, explica como la economía del mundo
está prácticamente secuestrada por contrabandistas y ladrones. Una
de las causas es la lentitud con que los procesos de lo legal se hacen
efectivos para permitir que los productos nuevos entren al mercado.
Cuando un diseñador presenta su colección de objetos de cuero en
Milán, y mientras da curso a las órdenes de compra, sistematiza la
manufactura, espera las autorizaciones debidas para exportar la mer-
cancía, el pago de los aranceles reglamentarios, etc., los falsificadores
y contrabandistas ya tienen el mismo producto –no el mismo, pero
parecido y producido a una décima de su valor– en las plazoletas de
Venecia, donde es vendido por inmigrantes ilegales casi siempre,
expuesto sobre el pavimento en frazadas que al grito de «polizia, polizia»
son levantadas por las cuatro puntas y cargadas como un fardo que
desaparece en segundos dentro del intricado laberinto de callejuelas
y canales en San Marco.
En la misma forma, la moda y el capricho han llegado a ocupar un
sitio muy importante en el arte contemporáneo. Ambas se han apode-
rado de la belleza, o al menos de sus externalidades. La mujer que va
por la calle con una reproducción de una bolsa Prada, comprada a
negros africanos en las calles de Venecia justo en frente de la boutique
de Prada, para asegurar que la copia es casi idéntica aunque no tenga
la misma calidad, no siente en Medellín la obligación de dejarle saber
al mundo que su bolsa es falsa. En la mente y los ojos de la gente, lo

178
bello no tiene que ser auténtico. La apariencia de lo bello es suficien-
te para satisfacer su goce.
No es tan horrible que algo sea falso, sino que lo falso parece me-
nos mientras más parecido sea a lo auténtico. Bajo ese principio, todo
puede potencialmente «parecer» bello. Yo prefiero decir, como Rome-
ro Brest, que la mayoría de todo lo que nos rodea es horrible. Y cuan-
do todo es feo, lo feo es la norma. Lo feo satura e insensibiliza la capa-
cidad de raciocinio. La belleza se convierte en una intromisión poco
bienvenida. No en vano la belleza y lo verdadero casi siempre han
estado ligados con la inteligencia, mientras lo falso y lo feo con la
ignorancia.
Es duro reconocer y aún más aceptar la idea de que la mayoría de
los seres humanos somos mediocres. La mediocridad no es una condi-
ción, sino un estado. Es decir, la mediocridad puede modificarse, re-
ducirse, superarse, según seamos capaces de hacerlo. Naturalmente,
hacerlo requiere de un esfuerzo, y en sociedades como las nuestras
plagadas de limitaciones requiere además de sacrificio, ese término
que las sociedades anglosajonas odian, y otras como las nuestras le
rinden culto, no para vivir mejor en el presente, sino para vivir mejor
en el más allá. El problema es que nosotros no somos anglosajones ni
vivimos en el más allá. Hablamos de cuánto nos sacrificamos, pero
ello solo oculta una mediocridad espantosa.
¿Por quién nos sacrificamos? Por nadie, excepto por nosotros mis-
mos, si hay algún beneficio, por supuesto. Eso no es sacrificarse.
Cuando repasamos nuestra historia nos encontramos con descrip-
ciones que sobre nosotros han escrito personas de nuestra misma clase,
como Fernando González. Las descripciones parecen escritas ayer y
tienen sin embargo setenta años. Es duro concluir que no hemos podido
encontrar coordenadas que nos definan. Ello se hace más difícil aunque
tengamos asideros en la historia, una historia que no nos preocupamos
por conocer y que nos sorprendería por hablarnos repetidamente de lo
poco que somos, lo poco que hemos logrado, lo poco que podemos considerar
realmente nuestro, y poco aquello que nos satisface.
En consecuencia la belleza, si aceptamos los ideales Pitagóricos,
Platónicos o Kantianos, en ausencia de otros más convincentes, más
valederos o por lo menos ingeniosos, no puede existir en una sociedad
que se menosprecia día a día con sus acciones. En un ambiente así,
está condenada a ser negada en beneficio de la sobrevivencia ele-
mental convertida en norma de vida, que se nutre de la demagogia
de la libertad. Se habla del futuro como si en verdad nos preocupasen

179
las generaciones futuras, o como si estuviésemos trabajando por ellas
para evitar nuestros errores.
Hablamos del futuro solo para justificar la superficialidad de nues-
tro presente.
Lo contrario significaría aceptar la necesidad de reconsiderar la
importancia de ciertos valores, que es necesario imputar como
paradigmas de superación, como la justicia, la verdad, el respeto a los
demás, y la proyección de un estadio intelectual superado que, aun-
que difícil de alcanzar, es la utopía que ayuda a establecer una diná-
mica para transformar la vida, y permite lograr realizaciones concre-
tas, medibles y disfrutables de verdad.
Cuando dicha dinámica no existe, o existe en retroceso, la utopía
pierde sentido, y la vida se transforma en ejercicio diario de
sobrevivencia, donde la belleza no tiene lugar porque molesta y nos
recuerda la elementalidad a la que hemos llegado.
La belleza se niega como posibilidad, se distorsiona y finalmente se
suplanta. Todas son posiciones radicales que se respaldan en la
ignorancia, sea esta absoluta o específica, intencional o no. La igno-
rancia se convierte en sofisma que convenientemente se acomoda a
los intereses o, peor aún, a las incapacidades de los grupos humanos
para sobreponerse sobre sus limitaciones. La vida se crea sobre la base
de una mediocridad sustentada en la comodidad y la falta de posibili-
dades para resolver cuestiones que demandan más esfuerzo de nues-
tra parte para ser hoy mejores de lo que hemos sido ayer.
Y ni hablar de otros modelos que la menosprecian, cuando no
ridiculizan, las condiciones inherentes a la naturaleza humana,
erigiendo en su reemplazo caricaturas de la verdad y lo incorruptible,
como en esa descripción del Viejo Testamento, en la que la gente,
perdidos los límites de la responsabilidad consigo mismo y con los demás,
fabricó un becerro de oro para justificar su libertinaje, es decir, la
pérdida de los valores que ha impedido al hombre avanzar hasta el
punto donde otros los han llevado.
Pero la ignorancia, todos los sabemos, también se ejercita manipu-
lando la imperfección de los contenidos. Alguien se apropia del David
de Miguel Angel para homologar un atentado en emularlo, arguyen-
do otras realidades más cercanas, aunque no necesariamente mejo-
res. La nueva imagen, una imagen grotesca, desvirtúa la inteligencia
que gobierna la razón de la pieza original como icono de una aspiración
a lo sublime de la vida. Pero atrae por el morbo que genera. Ahí tenemos
un arte que, sin ser bello, sobrevive con el canibalismo que la

180
degradación nos permite practicar. Nos fascina la truculencia y
queremos que se interprete como ingenio.
Eso es lo que sucede cuando somos incapaces de ser originales.
Suplantamos la belleza con la morbidez de la inmediatez con que
vivimos. Eso equivale a declararse incapaz para modificar la vida po-
sitivamente. Y no hacemos nada por cambiarla, a nivel individual o
colectivo. Nos volvemos exhibicionistas. Dejamos que la morbidez nos
envuelva para glorificar una creatividad que ha sido puesta al servi-
cio del sensacionalismo, porque la sociedad lo persigue como una droga
que necesita todos los días para resarcirse de sus frustraciones. Contri-
buimos a la parodia que descaradamente atribuimos sin problema, y hasta
con descaro, a las mismas cualidades del icono que estamos depredando
y es producto de otros procesos que nos molestan por la rigurosidad y
responsabilidad con que fueron concebidos.
Platón consideraba lo bello verdadero, entendiendo la verdad no
como una confirmación de hechos, sino como la dimensión del cono-
cimiento que de ellos emana, o su resplandor. Sea cual sea ese «res-
plandor», la belleza se enfrenta siempre con varios problemas, y uno
de ellos es la percepción.
En un artículo titulado «Perlas antes del Desayuno» (Pearls before
breakfast), publicado en The Washington Post Magazine el 8 de Abril de
2007, Gene Weingarten hace un relato del experimento realizado por
dicho periódico sobre percepción y prioridades, un viernes, 12 de Enero
de ese año, a las 7:51 de la mañana. El lugar elegido fue una de las
estaciones del Metro más «plebeyas» y concurridas, L´Enfant Plaza,
que da acceso a una serie de edificios federales, ocupados principal-
mente por analistas políticos, jefes de proyecto, oficiales de presu-
puesto, especialistas, facilitadores, consultores, etc.
El experimento consistió en ubicar en la estación del tren un
violinista quien por 43 minutos interpretó seis piezas clásicas. En el
periódico se plantearon distintas incógnitas. ¿Se detendrían los tran-
seúntes para escucharlo? O en cambio ¿acelerarían el paso con una
mezcla de culpabilidad e irritación conscientes de las exigencias del
trabajo y la billetera? ¿Le arrojarían dinero, por amabilidad? ¿Qué pa-
saría si el violinista fuese realmente malo?, ¿bueno? Pero la pregunta
más importante en este caso era ¿tendría tiempo la gente para apre-
ciar la belleza?
Todas estas cuestiones recibieron respuesta ese día de una forma u otra.
Weingarten nos prepara para responder la última, tratando de posicionarse
entre extremos mientras retoma la pregunta de qué es la belleza.

181
Para el efecto, Weingarten se refiere a Gottfried Leibniz, quien
afirma que la belleza es un hecho medible, y a David Hume, quien
asegura que es, simplemente, una opinión. Al final parece optar por
una posición en el medio respaldada por Kant, quien, retomando la
idea de Hume sobre la opinión, añade la necesidad de relacionarla
con el estado mental del observador.
Al final del inusual concierto, 1,097 personas pasaron frente al
violinista, dejando en la caja un total de US $ 32,17. Lo que no supo
la gente, con excepción de solamente una persona, es que el violinis-
ta era Joshua Bell, considerado uno de los mejores intérpretes de música
clásica en el mundo, y su instrumento, un violín fabricado por Anto-
nio Stradivari, avaluado en la cifra de 3.5 millones de dólares. Un
concierto de Bell promedia US $1,000 por minuto. Tres días antes
había tocado en el Boston Symphony Hall donde el precio del asiento
era de US $100.
Immanuel Kant, después de todo, no parece haber estado
equivocado. En su Crítica del Juicio, el filósofo alemán afirma que la
habilidad del individuo para apreciar la belleza está relacionada con
su habilidad para hacer juicios morales. Según el mismo artículo, Paul
Guyer, profesor de la Universidad de Pennsylvania, y una de las auto-
ridades norteamericanas más respetadas cuando de hablar de Kant se
trata, afirma que el filósofo alemán estaba convencido de que para
apreciar la belleza las condiciones bajo las que dicha apreciación se
lleva a cabo deben ser óptimas.
Pero esto último no es todo, y el experimento del Post parece
demostrarlo. Es necesario que preexistan otras condiciones como la
educación, la predisposición de la sensibilidad para apreciar ciertas
expresiones de la creatividad, la familiaridad con ciertas
manifestaciones, ya sea por estudio o por tradición, y una inclinación
sin prejuicios hacia la innovación. La lista puede ser interminable.
El orden que debe regir el comportamiento colectivo; el respeto
que debemos a nuestros semejantes, a la naturaleza, a los principios
que definen, regulan y comprometen el destino de nuestra imperfecta
racionalidad; el equilibrio a que debemos llegar balanceando las me-
tas a las que el hombre aspira como ser humano por encima de su
animalidad, y las dificultades que se presentan para alcanzarlas; y la
cordura que debe prevalecer entre las consecuencias ocasionadas por
acciones que se toman a conciencia y el margen de lo imprevisible,
todo ello, debe llevarnos a una dimensión donde la vida trasciende lo
elemental y lo primario, y nos prepara para otra extensión de lo

182
cognoscitivo, donde inteligencia y sensibilidad desempeñan un papel
determinante en la consumación existencial de la experiencia de vivir.
Es en ese preámbulo y no antes donde la belleza se proyecta con la
posibilidad de ser entendida e incorporada a nuestras vidas. Es de esa
forma y no de otra que la belleza puede ser percibida, entendida,
apreciada y eventualmente convertida en paradigma de nuestros pro-
pios logros, asumiendo que dichos logros hacen parte del contexto de
la civilización y no de la barbarie. No basta con saber que estamos
vivos y sobrevivir; no es suficiente acostumbrarnos al miedo que pro-
ducen las acciones de personas que en muchos aspectos son peores
que nosotros; no es suficiente ser felices con las pequeñeces a las que
la mediocridad nos ha acostumbrado, justificándolas con la actitud
de que «somos así.»
Porque somos así la belleza nos está vedada; por ser así nos hemos
convertido en su peor enemigo.

183
184
Botero: la belleza de la indiferencia

Lucas Ospina
Universidad de los Andes, Bogotá

Parte I:
La violencia antes de la violencia
Botero antes de Botero

En el año 2004, Beatriz González, en ese entonces curadora jefe


del Museo Nacional, dio una conferencia titulada Botero antes de
Botero, con motivo de la nueva donación al museo de obras de Botero:
la serie La violencia en Colombia con 67 piezas curadas por el mismo
artista. El título de la conferencia anticipaba una crítica sutil pero
mordaz hacia el conjunto de objetos recibidos, la curadora le miraba
el diente al caballo regalado: no iba a centrar su charla en las 6 acua-
relas, 36 dibujos y 25 óleos, sino en algunas obras anteriores de Botero.
La curadora mencionó, entre
otras obras, Frente al mar: una pin-
tura de 1952, con figuras huma-
nas alongadas, pintada con una
impronta previa al manierismo in-
flacionario de la franquicia
boteriana, una obra importante
con la que el joven Botero ganó
el segundo premio en el IX Salón
de Artistas.
La pintura tiene tres planos,
en el último está el mar. En se-
gundo plano se ve a un hombre
atado de pies y manos a un palo
que sirve para que otros dos lo car-
guen. En primer plano, en el cen-
tro, hay un hombre de sombrero,
«Frente al mar», 1952, óleo sobre lienzo.
saco de traje y bastón que no mi-

185
ra la escena, dos niños de espaldas a nosotros sí la miran, el uno, con
curiosidad, la otra, una niña, se lleva las manos a la cabeza. Asumimos
que el hombre falleció, una de sus manos tiene un rictus mortuorio.
González señaló que esta pintura al ser interpretada por algunos
comentaristas había servido para matricular a Botero como pintor com-
prometido con la representación de «la Violencia», ese periodo que
va de 1946 a 1963 y que fue documentado en 1962 por Germán Guzmán
Campos, Eduardo Umaña Luna y Orlando Fals Borda en su libro La
violencia en Colombia. González difería: no, la pintura de Botero no
respondía a ese tipo de violencia política; Frente al mar sería más una
escena luctuosa, anodina y común, producto de una noche de jolgo-
rio que llegó a mal término, o de una pelea de borrachos, o de un mal
paso, pero no una muerte por la lucha partidista, y menos en esa zona
del Caribe donde los pájaros de la violencia todavía no merodeaban.
El punto de González era claro: hay que recordar siempre al «Botero
antes de Botero», ése que dice «quiero pintar como si siempre estu-
viera pintando frutas», ése que estuvo en la costa del país por nueve
meses y dijo: «vivía en la casa de un pescador y pinté mucho inspirán-
dome en la realidad de aquella vida. Había un pequeño carnaval en
Tolú, muy primitivo y colorista, que intenté representar.» Hay que
recordar al pintor que quiere pintar, dibujar, esculpir, y defiende a
capa y espada ese espacio creativo, ese artista que no busca temas
porque los temas lo encuentran mientras está pintando. Hay que te-
ner en mente al Botero que piensa a través de la pintura, al que me-
dita siempre con los pinceles en la mano. El otro artista es el que
habla, y del que se habla, solo a partir de una «temática», ese artista
que habita más un espacio social que un espacio creativo, ese que
irradia orgulloso tanta fama que su fulgor encandelilla y no deja ver
en detalle su obra.

Violencia pictórica

De cierta época en adelante, encontrar al Botero auténtico y va-


lioso se ha vuelto un ítem. En 1978 Alvaro Medina, en su libro Proce-
sos del arte en Colombia, publicó «Botero encuentra a Botero», un
análisis cuadro a cuadro, donde el escritor sopesa algunas de las obras
hechas entre 1955 y 1958: «Botero enfrentaba su pintura con la senci-
llez poética peculiar a Morandi. Es decir, permanecía impertérrito ante
la deformación necesaria del objeto que pintaba, con lo que este apare-

186
cía como un elemento normal cuyo poder expresivo partía de un ajuste
plástico, fuera del cual no podía existir. Entre el artista y su obra se
interponía una distancia que aparentemente eliminaba toda emoción».
Marta Traba se refirió a ese Botero como «expresionista actual»,
un artista que «crea humanidades tremendas o incoherentes como las
de Francis Bacon o José Luis Cuevas; no solo ataca marginalmente la
forma, sino que la fustiga, la desbarata, la ridiculiza y la sobrepasa».
Un hacedor que destaca por su «conducción excepcional del color»
en la obra Homenaje a Mantegna de 1958. Dice Traba: «Un color ilumi-
nado y lleno de fuego que continuamente se limita a dar paso a otro, va
estableciendo un contrapunto de gamas violentas contra el fondo que,
fuerte y acerado a partir de la izquierda, desciende a verdaderos desva-
necimientos líricos a medida que alcanza el lado derecho. Pero ese co-
lor cuya vivacidad y energía parece proclamar una flameante indepen-
dencia dentro del cuadro, está solidamente esposado a las figuras: su
libertad termina en el límite de cada bloque y el bloque, a su vez, per-
manece ajustado a la firme estructura geométrica de las líneas».
En ese entonces la obra de Botero escapaba a las definiciones
estilísticas. Marta Traba decía: «la concepción del cuadro es profunda-
mente original, tan antibarroca como anticlásica, tan antiexpresionista
como antiabstracta. Botero da vida a una forma figurativa que, apasio-
nada unilateralmente por el color, no acepta sacrificarse a él y resiste,
solidificada a los impulsos de la pincelada lírica y violenta.»
En ese impulso intuitivo está la única violencia válida en términos
de arte. La de Botero era ante todo una violencia pictórica, y su ma-
licia de iconoclasta, ingenuamente perversa, se extendía a obras suti-
les pero escandalosas en un país mojigato que firmaba año a año el
Concordato para mantener su alianza con el Vaticano. Basta ver sus
«bodegones» de 1958, donde en vez de frutas usaba «obispos muertos»,
que Traba veía como «obsesivamente reiterados, en pirámide,
durmiendo en el suelo, comiendo manzanas, apoderándose de la
totalidad de grandes telas con sus inmensas caras inexpresivas o ma-
lignas». Botero podía entonces pintar un Papa negro, que Marta Traba
describía así en 1964: «no es una caricatura de tal o cual personaje
vivo. No: es un volumen que a fuerza de crecer, de avasallar, de ocu-
par compulsivamente el espacio y de eliminar cualquier punto de re-
ferencia, es el mismo universo, llega a asumir perfectamente el papel
de todo. Cada forma de Botero pretende ser, así, un mundo total. Ni
dependen de otras cosas, ni comparten con otras cosas la posibilidad
de existir.»

187
«Obispos muertos», óleo sobre lienzo, 1958.

En 1963 «Botero antes de Botero» pintó la Virgen de Fátima, am-


pliada así por la lupa de Traba: «a través de la gama tonal delicadísi-
ma de rosas, blancos y amarillos, y de una pincelada muy fina, resuel-
tamente alienada una al lado de la otra para construir, y no marcar o
sugerir la forma como antes, Botero llega al punto más alto de sus
incongruencias voluntarias. La incongruencia se apoya sobre la crea-
ción de un monstruo por los medios más sutiles y a través de las mayo-
res delicadezas. La delicadeza de la factura es tal, y tan cristalinos los
medios empleados, que aun frente a las deformidades más inverosími-
les, el espectador se resiste a tildar el resultado de monstruoso…»
El Botero que tiene valor para el arte es ese caníbal de la pintura
que usaba temas de la alta y baja cultura con tal de pintar. Ese Botero
diabólicamente infantil que en 1959 hizo una serie de 10 pinturas, en
menos de un mes, sobre el Niño de Vallecas, interpretando una obra
menor del encumbrado pintor Diego Rodríguez de Silva y Velázquez y
que luego, en el mismo año, pintaba un lienzo dramático y juguetón,
inmenso y apaisado, de 1.72 por 3.14 metros, titulado Apoteosis de
Ramón Hoyos. Un retrato de la gesta épica de un héroe popular, el
ciclista ganador de cinco vueltas a Colombia entre los años 53 y 58.
Ese «Botero antes de Botero», años más tarde, con la misma curiosidad
con que un niño le quita las alas a una mosca, pintó los crímenes
atroces de Nepomuceno Matallana y, tal vez basado en la reportería

188
«Niño de Vallecas», óleo sobre lienzo, 1960.

policíaca que hizo de esos delitos el periodista Felipe González Toledo,


imaginó en 1963 a Teresita la descuartizada, Las noches del doctor Mata
y, en 1969, El asesinato de Ana Rosa Calderón.
Es bueno tener en mente a ese Botero que hasta casi finales de los
años setenta mantuvo su temple, la brusquedad de su pincelada y la
radicalidad en la composición, un artista que todavía no había tenido
la necesidad de aprender a copiarse a sí mismo. Temprano, a media-
dos de la década del sesenta, Traba, con su ojo clínico, ya detectaba
los primeros signos de sedentarismo y obesidad: «La inexpresividad
pensativa, irónica, sonriente, misteriosa, que bajo distintas señales
‘ocultaba algo’, en todas las figuras boterianas de 1964, se convierte
en inexpresividad a secas, en estereotipo […] fórmula […] inflada,
no imperiosamente expandida […] prima lo caricaturesco sobre lo
tremendo […] Entre ironía y caricatura hay un espacio tan sutil, que
la transposición se hace casi inadvertidamente. Cuando Botero tras-
pone esa franja, su obra pierde la mayor parte de su poder de suges-
tión: La Familia Presidencial, que tanto éxito ha tenido al ser colgada
en la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva
York, es la mejor de la nueva serie, sin duda, pero carece por completo
del sentido poético que antes mediatizaba su intención grotesca. La
plasticidad de los volúmenes netos, convertidos en valor dominante,

189
«La familia presidencial», óleo sobre lienzo, 1967.
corre fuertes peligros de estereotipación, lo que nunca pasó antes cuan-
do usaba el color o la pincelada […] el volumen es una trampa cuando
se define tan rotundamente, porque conduce sin remedio a la fórmula.»

Catadores de tragedias

Las deficiencias pictóricas detectadas décadas atrás por Marta


Traba afectan toda la serie de La violencia en Colombia. Tanto que
incluso fueron notadas por Andrés Hoyos, un férreo defensor de las
buenas costumbres pictóricas, que en su crítica Monotonía, publicada
en la Revista El Malpensante, escribió: «En más de un caso se ven
balas volando, pero son unas balas de juguete que resultan incapaces
de evocar violencia. Los chisguetes de sangre son de una timidez tal,
que bien podrían entenderse como mera decoración. En Masacre en
Colombia (¿no podía escoger un título menos genérico?) los muertos

190
tienen las uñas sucias. ¿Cómo
lo sabemos? Porque al borde de
los dedos se incluyen unas
rayitas negras pintadas sin la
menor gracia o intensidad.
Hace un tiempo Botero descu-
brió en algún torso de bronce
que, a despecho de la gordura
que tanto le gusta y para la que
no existe dieta (estética) posi-
ble, los cuerpos pueden tener
musculatura. La combinación,
que funcionaba mal en el bron-
ce, aquí se repite en numero-
sas ocasiones con más pena que
gloria. Caso aparte son los es-
queletos, cuyas osaturas infla-
das resultan francamente cur-
sis […] Por último están las
lágrimas, vertidas –como quiere
el cliché– sobre todo por
mujeres: pues bien, en estos
cuadros y dibujos las lágrimas
parecen otras tantas pepas de
naranja que les hubieran caí-
do encima de la cara a las po-
bres lloronas.»

Detalles de dos pinturas de la serie «La


Violencia» «Pepas de naranja + Balas de
juguete»

Botero, como muchos críticos lo habían advertido –pero como pocos


lo escriben ahora–, es un caricaturista al óleo sobre lienzo, o un escul-
tor digno de una franquicia agigantada de Hello Kitty; basta leer el
contraste que ofrece un texto de Mario Vargas Llosa cuando escribe
sobre un cuadro hecho en 1979, uno de los últimos «Boteros antes de
Botero», titulado La Familia:
Al inflarse, las personas y las cosas de Botero se alivianan y serenan,
alcanzan una naturaleza primeriza e inocua. Y asimismo se detienen. La

191
inmovilidad cae sobre ellas. [...]. El gigantismo que las redondea y acer-
ca a un punto pasado el cual reventarían o se elevarían por los aires,
ingrávidas, parece también vaciarlas de todo contenido: deseos, emo-
ciones, ilusiones, sentimientos. Son solo cuerpos, físico incontaminado
de psicología, densidad pura, superficies sin alma. Sin embargo sería in-
justo llamarlas caricaturas, por lo que tiene esta palabra de peyorativo.
Y sí, Vargas Llosa al elogiar esas pinturas y describir su carácter
casi impersonal, ese vaciado «de todo contenido», acierta al mostrar
que la virtud de esa manera de pintar va más allá de la anécdota del
ilustrador, de la enseñanza del moralista o de la parodia del
caricaturista. Porque «Botero antes de Botero» era ante todo un he-
donista fiel a una forma singular de culto estético: la belleza de la
indiferencia. Pero así como las palabras de Vargas Llosa liberan a esa
familia de prejuicios, las mismas palabras condenan la mayoría de su
producción plástica reciente, muestran cómo el «Botero después de
Botero» rompió las reglas del juego y entregó los pinceles a la anécdo-
ta, a la enseñanza y a la caricatura. Esto es más que notorio en La
violencia en Colombia.
Sin embargo, así el valor plástico de esta serie sea escaso y esporá-
dico, la obra sí tiene un inmenso valor cultural, es un caso de estudio
que trasciende la pintura y es supremamente útil para la crítica. La
conjunción estelar entre «la violencia» –el tema nacional–, y Botero
–el artista más internacional–, genera un eclipse de dos clichés que
vale la pena observar y que a muchos deja obnubilados: la alta cultura
asociada con el arte se junta con la baja cultura asociada a la violen-
cia, es una fórmula que embriaga, un aguardiente de lujo, un elixir
que nos convierte en catadores de tragedias.
Este afán de embriagarse de actualidad es un cenit recurrente en
muchos artistas colombianos, que afecta a jóvenes y veteranos pero
que en muchos artistas se acentúa cuando se acercan a la tercera
edad: Alejandro Obregón pasó de tener pinturas de valor a tener una
acrítica vejez repintado la violencia. Enrique Grau dedicó sus últimos
días a pintar «los conflictos sociales y políticos que sufre el país a
través de imágenes que enfatizan la violencia y la desolación como
consecuencia de las acciones bélicas». Ana Mercedes Hoyos no pudo
resistir el impulso de sus más de 20 años de estudios volumétricos y
cromáticos sobre las personas de piel negra que venden frutas en las
playas de Cartagena, y ahora hace exposiciones de mapas pintados de
rutas de tráfico de esclavos y parábolas gráficas sobre el lazo de sus
vestidos como símbolo de opresión y libertad. Hoyos llega incluso a

192
decir: «en muchas ocasiones, a mí me abrían las puertas, en escena-
rios internacionales, con la condición de que hablara de la violencia
en Colombia. Y fueron muchas las que me cerraron, por no tocar el
tema. Hoy en día, considero muy importante que mi obra haya tenido
éxito, sin necesidad de tener que tocar ese tema. Y la trascendencia
de lo que yo planteo, como colombiana, es un rescate de los valores,
siempre a partir de símbolos positivos.»

Abu Ghraib

Volviendo a Botero, sobre su serie La violencia en Colombia, el ar-


tista declaró: «Yo estaba en contra de ese arte que se convierte en
testigo de su tiempo como arma de combate. Pero en vista de la mag-
nitud del drama que vive Colombia, llegó el momento en el que sentí
la obligación moral de dejar un testimonio sobre un momento tan
irracional de nuestra historia». Pero su arte programático, propaganda
al servicio de su «obligación moral», no se ha quedado ahí. Botero
extendió su acción política a escenarios más lejanos, la guerra de Irak,
y cuando le preguntan «¿por qué decidió pintar esta serie sobre lo
sucedido en Abu Ghraib?», responde: «Por la ira que sentí y que sintió
el mundo entero por este crimen cometido por el país que se presenta

Una pintura de la serie «Abu Ghraib», Fernando Botero, óleo sobre lienzo, 2004.

193
como modelo de compasión, de justicia y de civilización.» En la mis-
ma entrevista, le preguntan: «¿en el momento de la gestación o crea-
ción de estas nuevas obras sintió que existía alguna similitud entre
estos dos hechos de horror?». Botero responde: «No. La situación es
distinta. La violencia en Colombia casi siempre es producto de la ig-
norancia, la falta de educación y la injusticia social. Lo de Abu Ghraib
es un crimen cometido por la más grande Armada del mundo olvidan-
do la Convención de Ginebra sobre el trato a los prisioneros.»
La serie Abu Ghraib, compuesta por 79 obras, en términos de arte
tiene los mismos defectos que toda su producción reciente. Son obras
del «Botero después del Botero», del artista que afirma que «tienes
que ser fiel a la pintura antes que a cualquier otra cosa» mientras lo
paralizan sus obligaciones morales y suma al mundo otro mal: malas
pinturas. Sobre esto dijo Karl Kraus: «Expresada sin arte, una verdad
sobre un mal es un mal. Ha de ser valiosa por sí misma. Así reconcilia
con el mal y con el dolor por el hecho de que los males existen.»
Botero se ha encargado de darle una amplia rotación a su serie
Abu Ghraib, sobre todo ha buscado mostrarla en Estados Unidos, don-
de no ha sido aceptada por varios museos, y lo que le falta de valor
plástico a su obra se ha visto compensado con un amplio registro en la
prensa: gracias al despliegue publicitario que Botero genera, los abu-
sos cometidos por el ejercito estadounidense no se han quedado en
una polémica efímera por la filtración a los medios de unas fotos y han
resonado una y otra vez.
Botero ha dicho que las obras de sus series sobre la violencia no
están para la venta, un gesto que algunos otros artistas, más radicales
o más «contemporáneos» en sus propuestas de «arte político», no men-
cionan o no se atreven a considerar. Lo cierto es que el gesto de Botero
sí tendrá, inevitablemente, una repercusión en la buena imagen o
«good will» de su franquicia comercial, pero más allá de los ditirambos
del mercadeo –un campo donde Botero es todo un maestro–, el
«activismo» de Botero ha logrado convocar: ha tenido un efecto pal-
pable y amplia difusión, tanto que varios críticos han dejado de lado
sus prejuicios sobre este artista menor para el mundo académico del
arte –pero inmenso para el mundo de las subastas–, y escritores vete-
ranos como Arthur Danto se han visto obligados a reconocer el efecto
comunicativo de la serie.
En su texto The body in pain, Danto escribe que esta serie logra
«establecer un sentido visceral de identificación con las víctimas» y

194
remarca una frase de Botero: «Un pintor puede hacer cosas que un
fotógrafo no puede debido a que un pintor puede hacer visible lo invi-
sible». Y efectivamente, Botero pintó esos retratos alejándose de las
fotos, centró su atención en las víctimas. Botero ha dicho ser «adicto a
las noticias, a los periódicos y a las revistas», afirma que a diario mira
«la Internet». Y así como las fotos de la cárcel de Abu Ghraib que se
ventilaron en la prensa mostraban a los soldados norteamericanos ju-
gando y amontonando prisioneros iraquíes como si fueran bodegones,
mientras los estadounidenses posaban como cazadores orgullosos o como
jugadores expertos en un videojuego de tortura artística, Botero decan-
tó esa información, para pintar vio más allá de las postales de arte bruto
de los carceleros, vio la escena con el cerebro, la imaginó. Danto, esta-
dounidense, con pena moral, culposo, compara la serie de Botero con el
Guernica y concluye que a diferencia de la pintura de Picasso «un tra-
bajo cubista que puede servir solo como decoración si uno no conoce su
significado», en Abu Ghraib, el pintor «nos abisma en la experiencia del
sufrimiento» y concluye: «El dolor de los otros rara vez se ha sentido tan
de cerca, o tan humillante para sus perpetradores».

Mentir con la verdad

En su libro Understanding comics, Scott McCloud llama «efecto de


enmascaramiento» al proceso de caricaturización y con varios ejem-
plos argumenta cómo es más fácil para un espectador identificarse
con las características físicas reducidas a lo esencial de los personajes
de la tira cómica que con producciones de mayor realismo. La carica-
tura comunica. Uno de sus ejemplos es la serie gráfica Maus de Art
Spiegelman, reimpresa y traducida a varios idiomas, una historieta
dibujada en la que el artista narra la experiencia de su padre, un
judío polaco, durante la Segunda Guerra Mundial, un relato que in-
cluye la elaboración misma de la historieta y los altibajos de la rela-
ción familiar en Estados Unidos tras emigrar luego de la guerra.
A la luz del «efecto de enmascaramiento» es posible pensar que
Botero se quedó mentalmente atrapado en un género diferente al que
su producción reciente abarca, y tanto él, como muchos otros, no pa-
recen querer asumir su transformación de «pintor expresionista ac-
tual» a ilustrador beato comprometido. Los personajes de Botero, como
escribe Mario Vargas Llosa, siempre han pertenecido al mundo de la

195
Imagen del libro dibujado
«Maus» de Art
Spiegelman.

juguetería, «este mundo ficticio cuyas fronteras un niño confunde


con la realidad», pero ya no se trata de un «mundo inocuo, bello
inocente, fijo», que está «cerca de los soldaditos de plomo y las muñe-
cas por su colorido, su gracia, su poder encantatorio y también porque
de él ha sido extraído el tiempo, esa maldición que hace intensa la
vida que carcome.» Botero ha dejado de habitar ese «mundo conge-
lado» donde «sus frutas, seres humanos, animales, árboles, flores es-
tán en un momento de esplendida madurez, antes de comenzar a pu-
drirse, oxidarse, apolillarse o morir». Botero en su serie sobre la violencia
anima sus figuras, ha perdido su distancia, ahora juega a la guerra con
ellas con el mismo ímpetu de un niño –basta ver cómo pinta el vuelo de
las balas–, y una vez termina su recreo se inventa una fábula bélica con
moraleja para justificar su infatigable y prolífica actividad.

196
Con Botero asistimos a la transformación de un artista singular en
un piadoso y cotizado ilustrador, un caricaturista que infla hasta el
aura de gran arte que inviste sus obras. Pero es tal su caricaturización
del dolor y tanto desentona con el estilo jovial de su pintura narrativa
que estas obras, a pesar de sus intensiones caritativas, revelan con la
mentira de su arte una mentira mayor: el supuesto de que es posible
comprender el dolor del otro a través de la representación. No, esto
no es posible, lo máximo que puede aspirar a representar el arte es la
compasión.
La ilusión del arte está en la imposibilidad de representar el dolor.
El dolor y la inhumanidad del mundo, esa nada, ese absurdo, ese azar,
esa indiferencia callada e invisible es la que nos impone la necesidad
de expresión. Pero no es desde la ciencia, o la cultura, o el progreso
desde donde es posible responder a ese capricho cósmico y microscó-
pico: la única respuesta que está a la altura de ese misterio es la ilu-
sión del arte: la mentira cargada de verdad. Tal vez, en términos hu-
manos, la vida solo sirva como materia prima para la perfección de la
tragedia, convertida en arte, libre y violenta, plena del único dolor
que es posible transmitir.
Esto, de alguna extraña manera, lo sabía el «Botero antes de
Botero», como lo señalaba Medina cuando decía que «entre el artista
y su obra se interponía una distancia que aparentemente eliminaba
toda emoción», o Traba al referirse a la forma en Botero, a esa
«inexpresividad pensativa, irónica, sonriente, misteriosa, que bajo dis-
tintas señales ‘ocultaba algo’». Y ese «algo» es justamente lo que en el
camino se perdió.

Parte II:

Notas sobre el montaje de la exposición La violencia según Botero


en el Museo de Arte de la Universidad Jorge Tadeo Lozano (Bogo-
tá, noviembre, 2009)
♦ Cuando me ofrecieron hacer el montaje de la exposición la lla-
mada no solo fue sorpresiva porque fue en domingo, sino porque es
bastante lo que he escrito sobre Botero, sobre su producción, y sobre
sus altibajos de valor y precio en relación con sus donaciones, y somos
pocos los que nos hemos referido a Botero más por las transacciones
de su valor especulativo que por la concreción plástica de su obra. La

197
llamada me pareció una
ironía de la vida, o un
acto de justicia poética:
podría tocar las obras no
solo con palabras y pre-
juicios, sino tener una
inmersión cabal en un
caso que, con toda su
mitología, siempre ha lla-
mado mi atención.
♦ El trabajo de mon-
taje de esta serie busca-
ba sacar un doble parti-
do: cumplir con el
trabajo de montaje, es
decir, darle un orden a
la secuencia de obras
(la exposición llegaba al
museo sin orden y por
decisión de los organi-
zadores no iba a estar
acompañada de textos),
pero a la vez quería po-
der darle a la serie un
sentido diferente, bus-
car narraciones meno-
Exposición La violencia según Botero en el Museo res que de forma tácita
de Arte de la Universidad Jorge Tadeo Lozano
(Bogotá, noviembre, 2009)
hicieran evidentes cosas
que yo quisiera decir.
♦ Las obras se demoraron en llegar, solo hasta el miércoles estu-
vieron en la sala del museo, el trabajo de sacarlas de los guacales se
extendió hasta la media noche. Mientras dos expertas en conserva-
ción del Museo Nacional llenaban una planilla donde las categorías
parecían no acabarse, yo disponía de reproducciones a color de toda
la serie en formato carta, buscaba obras que fueran semejantes, muje-
res llorando por un lado, parejas por otro, figuras solas. Había diferen-
tes tipos de muertos, unos por riña, otros por masacre, cadáveres de-
vorados por buitres o flotando en la corriente de un río. Había obras
de situación, escenas de acción, mendigos pidiendo dinero, hombres
peleando, mujeres llorando junto a un ataúd, esqueletos gordinflones

198
posando por ahí, familias… También había retratos, personajes solita-
rios que ocupaban toda la composición. Una cabeza de un muerto y
un hombre que estaba de espaldas llamaron mi atención.
♦ Comencé a ordenar las reproducciones de las obras en el piso
por series y las dispuse de acuerdo con las paredes de la sala, dejé
algunos comodines sueltos, obras que quería destacar. Al ordenar las
imágenes no sabía el tamaño de las obras, pero al verlas de verdad
descubrí que las que me interesaban no eran los cuadros grandes y
costosos, sino dibujos pequeños y algunos bocetos pintados, obras don-
de un trazo o cierta tosquedad evocaban al «Botero antes de Botero».
♦ La sala única del museo es un rectángulo. Sobre la pared corta
del sur de Bogotá armé una serie de retratos solitarios de mujeres
llorando, todas sobre la pared de fondo, y al otro lado de la sala, en la
pared del norte, puse el retrato mediano en carboncillo del hombre de
espaldas, que en la ficha técnica se llamaba Secuestrado.
♦ La cabeza del muerto resultó ser de un sicario, lo dejé a solas
cerca de la esquina del norte porque me pareció bueno estar a solas
con ese cuadro, ver que no solo hay un drama en morir sino que tam-
bién lo hay en matar. Los cuadros grandes y aparatosos, los de situa-
ciones, los dejé cerca al centro de la sala y algo pegados entre sí, la
distancia con el foso de la escalera de la sala hacía que tuvieran que
ser vistos de cerca, de cierta manera el espectador no podría evitar
quedar metido en esas escenas de acción. Alguien me dijo que todo
parecía ordenado por precios: lo grande y caro esparcido en los costa-
dos y lo pequeño y barato en sitios protagónicos. Respondí que había
privilegiado lo menor sobre lo mayor, el detalle al conjunto.
♦ En las esquinas de la sala busqué elementos que ayudaran a
empatar unas series con otras, por ejemplo, la serie de retratos de
mujeres llorando limitaba por un lado con el retrato de un hombre
con pantalón camuflado que era abatido, y por el otro con el cuadro
de un cadáver en un río flotando; quería que ambos extremos pudie-
ran responder a una narración literal, como cuadros de una película:
la mujer llora por la muerte del guerrillero o del paramilitar, son ma-
dres, esposas, hijas. La otra secuencia era igual de evidente, una serie
de familias desplazadas empataba con una serie de mendigos. Busqué
pequeñas narraciones que dieran cuenta de las muchas violencias,
así se fue ordenando la exposición. Un juego igual de sencillo al que
había jugado Botero o tan directo e inmediato como el llanto fácil o
un brutal crimen.

199
♦ El trabajo de montaje lo terminamos a la mitad de la tar-
de del día de la inauguración. Cuando terminamos de poner las
fichas técnicas, antes hubo que especificar el tipo de letra en
que debían ir levantadas, y negociar una cinta en el piso que se
quería poner como perímetro para ver las obras. Lo único nego-
ciable resultó ser el color de la cinta.
♦ Pusimos la cinta del perímetro lo más cerca de la pared, el que
quisiera ver de cerca los cuadros podría meter su nariz entre ellos;
más que proteger la obras con este acercamiento se trató de proteger
al espectador, propiciar una experiencia de inmersión porque estar
ahí, en ese uno a uno, es la acción que valida una exposición: el
contacto directo con las obras, ver cómo están pintadas, su escala…
Si estas condiciones no se dan lo mejor es dejar de hacer exposiciones
e invertir ese dinero en libros de mesa.
♦ La exposición quedó lista a las seis. En las paredes donde 24
horas antes no había nada, ahora estaba expuesta La violencia en Co-
lombia según Botero. Luego vino la inauguración, ese rito extraño de
socialización, sobre todo cuando se trata de este tipo de obras. No
perdí ocasión para decirles a las personas que organizaban la exposi-
ción que esta era una curaduría incompleta, que aunque la selección
la hizo el mismo Botero faltaban cuadros, no estaba Frente al mar ni
había Obispos muertos (este último de propiedad del Museo Nacional).
♦ Tampoco estaba entre las obras la Familia presidencial, donde el
mismo Botero aparece cual Velázquez ante los reyes pintando Las
Meninas, el homenaje no solo satiriza al pintor palaciego o al pintor
criollo, sino también a sus clientes: un presidente campechano de
sombrero y gafitas, su esposa de cuello arrugado, sus hijas bien planta-
das y el militar y el cura que completan esta endogamia del poder. La
escena de la Familia presidencial es tan ridículamente pomposa y cam-
pechana que recuerda a la que protagonizaron el presidente Álvaro
Uribe Vélez y Botero el día que pintaron un cuadro juntos dentro de
la campaña de beneficencia Pintemos juntos por Colombia. Uribe, con
ternura, dijo ese día, luego de hacer un pequeño y tímido trazo:
«Atreverme yo a ponerle estas manos torpes a un cuadro del maestro
Botero, esto sí da mérito para que me metan a la cárcel. Esto es una
generosidad del maestro».
♦ Así como en La violencia según Botero no está el poder por lo
alto, hacen falta otros actores del poder por lo bajo y brillan por su
ausencia los retratos La muerte de Pablo Escobar y Tirofijo hechos por
Botero. Este acto de edición se puede atribuir a la curaduría capri-

200
Fernando Botero y Álvaro Uribe pintan un cuadro.

«La muerte de Pablo Escobar», «Tirofijo», óleo sobre lienzo,


óleo sobre lienzo, 1999. 1999.

201
chosa hecha por Botero, la donación de una serie aleatoria que res-
ponde más a un interés esporádico pero constante del pintor mecenas,
que a un ejercicio consistente de exploración. Estamos lejos, muy le-
jos, de una comedia humana hecha por Balzac o por Daumier. La
ausencia de Tirofijo y Escobar también resulta útil para minimizar el
carácter polémico y «censurable» que podría tener la inclusión de
bandidos y terroristas con nombre propio en una muestra patrocinada
por el estado colombiano. La violencia «según Botero» gana en co-
rrección política lo que pierde en complejidad. Vale recordar una
declaración del artista donde le restaba política a su gesto de pintar al
jefe guerrillero: «No es un comentario político. Quiero que quede
claro. Es lo que existe en un país más allá de la política. Es la Historia.
Cuando se vea dentro de cien años, no importará si ‘Tirofijo’ era de
izquierda o de derecha. En el arte, eso está más allá de la cosa de
todos los días, hace parte del folclor o del color o de la Historia de lo
que es un país».
♦ Es claro que Botero ha donado lo que podía donar, lo que le
pertenece y lo que tiene a la mano, pero ha sido una constante en sus
donaciones y en sus declaraciones la omisión de ese «Botero antes de
Botero» que tal vez desenmascararía este Botero reciente en el que la
violencia no es forma sino tema y que con demagogia casi literal ilus-
tra un discurso simple y primario. Botero no parece darse cuenta de
que al excluir esas obras hace más notoria su ausencia. Basta visitar el
Museo Botero en el Banco de la República en Bogotá para ver que
entre las 123 obras donadas no hay un solo «Botero antes de Botero» y
para verlos toca salir de ese museo y dirigirse a la sala Maestros de la
Modernidad donde en medio de obras de Alejandro Obregón, Juan
Antonio Roda, Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar
Negret y Feliza Bursztyn reposan solo dos auténticos Boteros: En rojo y
azul (1957) y Pedrito (1974). Da la impresión de que Botero solo dona
lo que puede volver a pintar.
♦ Una última obra me hizo falta en esta curaduría imaginaria, se
podría mostrar en fotos pues su traslado es complicado, las imágenes
se pondrían al lado de Carrobomba, uno de los cuadros más maltrechos
de la serie: se trata de dos esculturas casi iguales tituladas Pájaro. La
diferencia entre las dos obras está en que una tiene un hueco en la
mitad, como si el corazón del animal hubiera estallado desde adentro
(la metáfora es real, el efecto se debe a una bomba que explotó en
1995 en el parque San Antonio en Medellín y que mató a 23 personas
mientras produjo esa alteración en la obra). Botero pidió que Pájaro

202
no fuera reemplazado sino que a su lado fuera montado un pájaro
igual, donado por él a la ciudad. Hoy ambas esculturas pueden verse
instaladas en el parque San Antonio de Medellín.

Detalle superior de la pintura «Carro Bomba», óleo sobre lienzo, 1999. Detalle
inferior de la escultura «Pájaro», 1993.

203
204
Un giro autocrítico en la crítica de arte
Un cambio político-estético en la noción de belleza

Ricardo Malagón
Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano.

En este texto se analiza un cambio en la concepción de la belleza,


resultado más de una decisión política que de una decisión estética.
Se considera un cambio que obedece a una reconsideración factual y
concreta sobre el sentido y la función social del «Arte»: el giro
autocrítico que experimenta el discurso crítico de Marta Traba1 hacia
mediados de la década del sesenta del siglo XX.
El centro de gravedad del debate estético se desplaza desde una
posición básicamente estética a otra claramente política como resul-
tado de, por una parte y a nivel local, la reconfiguración de las rela-
ciones entre las prácticas creativas, discursivas y políticas del «Arte»
en el campo artístico colombiano en las que se relativiza, una vez más,
la moderna autonomía del «Arte»; y, por otra parte y a nivel latino-
americano, el contexto político, social y cultural en el que la aspira-
ción de una identidad latinoamericana trasciende el nivel de crítica
estética y llega al de crítica cultural.
En la modernidad y en términos estéticos, el predominio de las
consideraciones metafísicas de la belleza cede ante las consideracio-
nes psicologistas, gnoseológicas y/o axiológicas2. Al mismo tiempo, en

1. Aunque el planteamiento de Marta Traba sea posiblemente el más preciso


teórica y críticamente, no fue el único planteamiento sociológico –con un trasfon-
do y unas pretensiones políticas específicas– que se realizó sobre el «Arte» en el
medio artístico colombiano y latinoamericano en la década del sesenta del siglo
XX. Un ejemplo de lo anterior, es el planteamiento de Clemencia Lucena en el
texto Anotaciones políticas sobre la pintura colombiana, (Bogotá, Editorial Bandera
Roja, 1975). Y en el medio artístico latinoamericano, también se pueden recono-
cer casos similares en los planteamientos de autores como Juan Acha, Damián
Bayón y Néstor García Canclini.
2. Cfr. Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de seis ideas: arte, belleza, forma, crea-
tividad, mimesis, experiencia estética, Madrid, Tecnos, 2002. El autor desarrolla riguro-
samente la historicidad de esta noción desde la Antigüedad hasta la Modernidad.

205
medio de la diversidad y complejidad de las tendencias estéticas a lo
largo del siglo XX, es posible identificar –según Mario Perniola3– cier-
tas tendencias dominantes que identifican la estética con la vida, la
forma, el conocimiento y/o la acción. Estas tendencias se fundamen-
tan respectivamente en la noción de que la experiencia estética in-
tensifica y dinamiza la vida; la existencia de algo objetivo y estable en
la «obra de arte» que trasciende el carácter efímero e inestable propio
de la vida; la idea de que el «Arte» conlleva una verdad que forma
parte, a la vez, de una forma de conocimiento; y el presupuesto de que
el «Arte» conlleva una acción dirigida, no tanto a pensar la realidad
como a afectar la misma.
Aunque estas tendencias se recrean continuamente y en otras oca-
siones se intenta generar posiciones intermedias entre las mismas, hacia
la década de los sesenta del siglo XX la estética de la vida adquiere un
valor político, la estética de la forma un valor mediático, la estética y
el conocimiento un equivalente escéptico, y la estética de la acción
un equivalente comunicativo. De este modo, no resulta gratuita la
coincidencia de este proceso con el giro autocrítico que Marta Traba
realiza entonces, en el que subyace una concepción ampliada de la
belleza. Esta última se concibe como lo estéticamente operativo –entendido
como lo que hace que el «Arte» funcione en una espacio temporali-
dad determinada– y no como una categoría metafísica de carácter
absoluto, ideal y universal.
Si bien esta concepción resulta imprecisa, permite tanto recono-
cer la historicidad implícita de la belleza como evitar una formulación
de tipo idealista al respecto; la noción de belleza no solo cambia, sino
las respectivas nociones adquieren un carácter relativo, axiológico y
ético. Relativo en el sentido que se renuncia a una formulación de
tipo absoluto e ideal mediante la formulación realista, particular y
concreta congruente con una determinada situación histórica; una
formulación que, por su propia naturaleza histórica, está llamada a
cambiar. Axiológico en el sentido que va dirigida a instaurar valores
no solo de tipo estético –propios del «Arte»–, sino también de tipo
social y cultural. Así, lo estético –si se quiere lo bello– no es una
cualidad de las cosas como tal, sino un valor en relación con las mismas.
Y, ético en el sentido que va dirigida a instaurar formas sociales y

3. Profesor de estética de la Universidad de Roma Tor Vergata. Entre sus


publicaciones se encuentran L’alienazione artística, Del sentiré (1991), Il sex appeal
dell’inorganico (1994) y Estética del siglo XX (2001, edición en español).

206
culturales de comportamiento –en este caso– consideradas como per-
tinentes en un determinado momento político, social y cultural.

La noción de belleza en la década del cincuenta: una concepción


‘estético-política’ del «Arte»

A finales de los cuarenta y principios de los cincuenta del siglo XX,


el pensamiento crítico de Marta Traba supone una reacción hacia el
pasado intentando prescribir un futuro y constituye una estética –a
veces llamada esteticismo modernizante– identificada evidentemente
con la concepción del arte como producción de forma4. Esta estética
implica descalificar5 una posición artística –específicamente la de la
llamada generación de los americanistas surgida en la década del veinte
del siglo XX– en aras de aumentar las condiciones de posibilidad de

4. Esto no implica que fuera un problema solamente teórico e intelectual sobre


el «Arte» en el medio artístico colombiano del momento. En efecto, esta posición
estética era parte tanto de la práctica creativa como política del «Arte». Respecto
a la primera, se prescribían las posibilidades creativas validando las que se identifi-
caran con la modernidad mencionada a expensas de descalificar del todo aquellas
que se suponían no lo hacían. Y respecto a la segunda, se trataba también de un
relevo en las posiciones de los circuitos e instituciones del medio artístico colom-
biano del momento, al reconocer que las prácticas creativas y discursivas
modernistas no eran, en sí mismas, suficientes para imponer una nueva concep-
ción artística y estética. Aunque no fuera la única, la posición de la autora –sobre
los presupuestos y posibilidades del arte colombiano para entrar plenamente a la
modernidad artística– se impuso finalmente sobre las demás posiciones al respecto.
En efecto, se debe reconocer la actividad de otros críticos de la época como Walter
Engel, Clemente Airó, Casimiro Eiger o Luis Vidales, activos desde la década del
cuarenta y durante la década del cincuenta del siglo XX.
5. La descalificación radical –al lado de la seducción, la provocación y la
polémica– era otras de las estrategias de persuasión utilizadas por Marta Traba. El
papel de estas estrategias para operar en medios artísticos tan conservadores –como
el medio artístico colombiano de mediados del siglo XX– ha sido reconocido por
autores como Mari Carmen Ramírez. Se observa que estas estrategias eran parte
tanto de una práctica discursiva como política del «Arte» dirigida a forzar la
reconfiguración estructural de las instituciones y circuitos de lo artístico. Cfr. El
ensayo «Sobre la pertinencia actual de una crítica comprometida» de la autora antes
mencionada –uno de los dos ensayos que sirven de introducción– en el texto de
Marta Traba, Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950-
1970 (Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2005).

207
imponer una nueva estética cuya validación –social, cultural y estética–
se reconoce aún como insuficiente, la de la modernidad estética.
Aunque se descalifica esta generación, se intenta hacer un balan-
ce histórico sobre la misma: «Esta generación tiene una postura di-
dáctica de gran valor dentro de Colombia, al lado de resultados prác-
ticos de valor nulo. El enjuiciamiento de esta generación es sumamente
difícil. No ha sido hecho como correspondía sino que fue falsamente
endiosado desde el principio»6. Y más adelante concluye: «no tengo
ningún temor de pronunciar estos nombres sagrados… porque las obras
deben ser analizables. Y si bien el análisis las destruye, queda en cam-
bio el valor de sus actitudes teóricas»7. A pesar de la descalificación
artística y estética, se reconoce a esta generación –en las llamadas
postura didáctica y actitudes teóricas– un aporte al medio artístico en
términos de apertura, actualización e innovación artística, pero no en
términos de un cambio estructural ni estético, ni artístico.
Marta Traba considera que el aporte de esta generación ha sido
sobrevalorado y aclara lo que considera su verdadera dimensión:
¿Qué importancia tienen como teóricos? Cuando Luis Alberto Acuña
renueva la técnica tradicional y el ‘terminado académico’ […]. Cuando
Ignacio Gómez Jaramillo habla y escribe por vez primera en Colombia
sobre Cézanne […]. Cuando Marco Ospina habla por primera vez de
arte abstracto […]. Cuando Alipio Jaramillo se lanza a una pintura
violentamente social […]. Las actitudes de esta generación […] resul-
tan incontestables. ¿Por qué los resultados son siempre discutibles y en
la gran mayoría de los casos desastrosos? Porque en arte no basta tener
una actitud ni es suficiente la voluntad de crear. Es preciso tener talen-
to, poder de invención formal…8.
Aunque se pueda reconocer un aporte en otros sentidos, si el ar-
tista no logra un cambio estructural en términos formales, no resulta
posible su validación estética.
La autora se opone, entonces, a la idea de que lo estético pueda
identificarse con algo por fuera de la obra de arte misma: «Si fuera
preciso determinar cuáles elementos originales caracterizan la pintu-
ra moderna con respecto a la que la precede en el siglo XIX, fijaría la
reinvención de la realidad y la definición de estilo, no como sinónimo

6. Marta Traba, La pintura nueva en Latinoamérica, Bogotá, Ediciones Librería


Central, 1961, p. 134.
7. Ibíd., p. 137.
8. Ibíd., pp. 135-136.

208
de estabilidad, sino, al contrario, como sinónimo de cambio»9. El pri-
mer elemento implica, por una parte, abandonar la idea de la realidad
concebida como una fuente de conocimiento con un valor a priori que
es traducida –mediante los medios artísticos– a equivalentes de tipo
poético, histórico, filosófico, moral o de cualquier otro tipo, y por otra
parte, crear una realidad concebida no tanto como representación de
una realidad preexistente, sino como la manifestación existencial de
la realidad del artista que se suma a esta última realidad. De la con-
cepción del «Arte» como representación de la realidad se pasa a la del
«Arte» como presentación de una nueva realidad. Y el segundo ele-
mento implica10 el abandono de las prescripciones formales y/o estilísticas
que prescribían la representación de la realidad y la libre apertura a la
experimentación formal. De este modo, el «Arte» deja de ser la evoca-
ción de la realidad preexistente y se convierte en la concreción –mediante
medios visuales y/o plásticos– de una nueva realidad.
En el caso del medio artístico colombiano, Marta Traba supone
que es Alejandro Obregón el primer y ‘verdadero’ artista moderno:
Obregón ensayó durante doce años los recursos pictóricos con los cua-
les intentaba llevar a fondo el experimento de su propio estilo… hay
una línea de continuidad en todos esos años, determinada por su pasión
por las cosas reales y por su empeño por darle a la realidad un valor
poético […] no hay un solo tema, ni un solo detalle del tema […] que
no haya sacado con decisión y entusiasmo de la vida cotidiana, con el
propósito de exaltar esa vida cotidiana mediante su ingreso en la más
intensa y pura poesía de las formas […] desde el punto de vista estético,
resulta muy difícil averiguar cuánto hay de premeditación […] y cuán-
to de inteligencia instintiva de las formas, limitada a seguir, seducida y
confiada, las improvisaciones de un innato prestidigitador11.
Marta Traba supone que es este artista quien cumple los paradigmas
modernos de: la creación como invención formal autónoma; la expe-
rimentación como paradigma moderno de la creación artística; y la
9. Marta Traba, Historia abierta del arte colombiano, Bogotá, Instituto Colom-
biano de Cultura, 1984, p. 115.
10. A pesar de que pueda resultar ‘desafortunado’ el uso de la noción de estilo,
Marta Traba no se refiere aquí a un conjunto estático de soluciones formales que
suponen tener un grado de coherencia, constancia y relativa originalidad y que
parecen estar a priori a la libre disposición del artista. Se refiere más bien a la
solución visual y plástica que el artista genera cada vez que enfrenta una proble-
mática creativa, es decir, a la dimensión propiamente formal de lo artístico.
11. Marta Traba, Seis artistas colombianos contemporáneos, Bogotá, Antares, 1963, p. 4.

209
creación de una nueva realidad que no vale tanto por la capacidad
de representación de la realidad preexistente como por la capacidad
de ampliación de la misma.
La autora enfatiza cómo esta dimensión de lo real constituye un
factor crítico de la modernidad de la obra de Obregón:
[…] no está, pues, ni evadiendo, ni deformando […] ni mejorando, ni
descarnando la realidad, sino que se ha dedicado a convertir cada cosa
real en una cosa ficticia, pero para él (y también al fin para nosotros),
más verdadera que la real […] se explica que la realidad es siempre
[…]imprevista, y que la aparente unidad lógica de las cosas no es sino
un biombo inerte detrás del cual esas cosas se animan y se despliegan
[…] como realmente son en la imaginación del hombre12.
Así la obra de arte se convierte –mediante la actividad de la ima-
ginación y concretada mediante la invención formal– no solamente
en una nueva realidad, sino incluso en una realidad más depurada
que la propia realidad preexistente.
También se explora la dimensión significativa de la obra del artis-
ta que supone evitar el riesgo de un mero formalismo estéril:
Después de ensayar su capacidad formal […] Obregón decidió ir más
allá de la forma y revolver en el meollo de los significados profundos
[…]. A sus bellas trasposiciones sigue, pues, una convulsionada indaga-
ción de mayores significados […]. El pasaje de un pintor que ensaya a
un pintor que domina sus medios […] un personaje épico que se lanza a
una aventura más profunda que la de maravillar y desconcertar […]
con la rapidez de su ingenio13.
Se presupone una dimensión significativa que no es resultado de
una decisión abstracta del artista, mediante la cual le otorga un signifi-
cado a su obra, sino más bien de la significación que esta gradualmente
adquiere. Esta significación se verifica no solamente en el contexto del
conjunto de la obra del artista, sino en el proceso de apropiación –
estética, social y cultural– de la misma por parte de la sociedad cuando
este conjunto se instaura efectivamente como parte de la realidad.
Hasta la primera mitad de la década del sesenta del siglo XX, en el
pensamiento de Marta Traba domina una actitud esteticista basada
en los presupuestos de la autonomía y la autosuficiencia del «Arte»
que definen la condición moderna del mismo. Se supone que el «Arte»

12. Ibíd., p .6.


13. Ibíd., p. 7.

210
no solo fija, por sí mismo, sus propias nociones, valores y procedimien-
tos, sino que la ampliación del nivel de realidad de lo ‘propiamente’
artístico –concebido por la autora como la invención de forma– resulta
ser el valor fundamental para la validación estética de una determi-
nada producción artística.
Respecto a la concepción ampliada de belleza antes expuesta, la
autora considera que lo que resulta estéticamente operativo –en el con-
texto artístico colombiano de finales de los cuarenta y hasta mediados
de la década del sesenta del siglo XX– es la apropiación de los lengua-
jes de la primera y segunda vanguardia europea y americana. Por una
parte, esta apropiación suponía ser la recreación de aquellos lengua-
jes –en términos tanto formales como significativos– de acuerdo con
las necesidades del medio cultural estético y artístico colombiano en
ese momento. Por otra parte, suponía ser el único camino posible para
que el arte colombiano –tan relativamente atrasado hasta la década
del cuarenta del siglo XX– se actualizara, respecto a otros contextos
latinoamericanos que ya habían alcanzado la modernidad artística. Y
por otra parte y en el caso colombiano también, constituía la supera-
ción final de las estéticas americanistas –dominantes desde mediados
de la década del veinte hasta finales de la década de los cuarenta del
siglo XX– supuestamente dominadas por los estigmas de la falsa actua-
lización e innovación tanto en términos formales como significativos.
Al mismo tiempo que se reconoce tanto la necesidad de esta apro-
piación como que el «Arte» en la Modernidad se conciba como una
actividad primaria irreductible cuya finalidad no radica más allá de
su propio hacer, surge el riesgo de que la significación social (política)
del mismo resulte fallida o insatisfactoria. Hacia mediados de la dé-
cada de los sesenta del siglo XX Marta Traba reconoció tempranamen-
te que el caso de la modernidad artística en el medio artístico colom-
biano y latinoamericano no era la excepción14. Se requería entonces

14. La autora reconoció esta situación mediante tres hechos fundamentales.


El primero, la pérdida de la capacidad crítica inicial del «Arte» de las figuras
‘míticas’ del arte moderno colombiano y latinoamericano –consagrados, en parte
por ella misma, en la década del cincuenta del siglo XX– debido a la mercantilización
y al comienzo de la banalización de las significaciones de la obra de estas figuras.
Entre esas figuras se incluyen, a nivel colombiano, artistas como Alejandro Obregón,
Fernando Botero, Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret, entre otros, y a nivel
latinoamericano, artistas como José Luis Cuevas. El segundo, la adopción de la
modernidad artística –desde finales de los cincuenta del siglo XX–, por parte de los

211
un balance histórico sobre las limitaciones y los alcances no solo esté-
ticos, sino políticos, sociales y culturales de la modernidad estética
lograda durante la década de cincuenta del siglo XX en el medio artís-
tico colombiano y latinoamericano: un balance de la relación efectiva
entre la dimensión estética y la dimensión política (social) del «Arte»15.
Desde luego, no se trata de que una dimensión deba operar a
expensas de la otra:
[…] lo que valoramos no es un tipo de obra sino un tipo de proceso, una
forma de establecer relaciones el dinamismo o la dialéctica interna de
una situación cultural, en la cual la obra que estudiamos […] encuentra
naturalmente su lugar, se vincula a un contexto, funciona. Es un juicio

artistas entonces emergentes, en términos meramente formalistas y estilísticos como


mecanismo para lograr una pronta validación estética en el medio artístico colom-
biano del momento. Para la autora, los dos casos implicaban tanto un debilitamien-
to del sentido y la función social del «Arte» como la necesidad de reevaluar
algunos de sus juicios históricos y estéticos sobre el medio artístico colombiano
precedente a la modernidad estética que tanto había ayudado a consolidar. Y el
tercero, la necesidad de reconfigurar –desde mediados de la década del sesenta
del siglo XX– los términos teóricos, los presupuestos ideológicos y los objetivos polí-
ticos del proyecto de construcción de identidad latinoamericana en el marco de la
hegemonía omnicomprehensiva de la cultura norteamericana en el contexto lati-
noamericano.
15. Este balance coincide con una problemática que, aunque se discute en
términos de la crítica de arte, trasciende claramente los límites de la misma y se
convierte en un caso de crítica cultural: la definición –o mejor la construcción–
de lo que podría llamarse arte latinoamericano que, a la vez, formaba parte del
proceso de identidad latinoamericana. Marta Traba avanza críticamente al respecto
y afirma: «A la pregunta que se nos hace todos los días si existe un arte latinoame-
ricano, hay que seguir contestando que no […] desde el momento en que esa
pregunta se formula con la marca ansiosa de quien duda de su identidad, es que
tal identidad no ha sido definida con la precisión infalible con que la define un
europeo, norteamericano…» (Marta Traba, Hombre americano a todo color, Bogotá,
Editorial Universidad Nacional y Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1995, p. 17).
Se habla entonces de una identidad cuya definición, en realidad, no se reconoce.
La autora relaciona esta problemática con diversos factores de tipo político, social y
cultural: la indefinición de los marcos de referencia política y social de lo que
genéricamente se llama Latinoamérica; una tendencia tanto a la anarquía cultural
y artística –asumida casi como condición existencial en la región– como a una
relativa incapacidad para recrear, crear y críticar valores políticos, sociales, culturales
y estéticos. En otras palabras, una tendencia a la anomía –en palabras de Marta
Traba– entendida como la incapacidad de las estructuras sociales para proveer a los
individuos de lo necesario para lograr las metas de la sociedad mediante la
implementación de normas y la constante recreación de valores.

212
histórico que no cierra sino que abre una investigación; después de
haber verificado las relaciones que convergen y se enlazan en la obra,
explicando su génesis, se verificarán aquellas que surgen de ella, en
diferentes direcciones y con tramas largas en el espacio y en el tiempo16.
Esta dimensión cultural es el resultado del sentido y la función
política (social) que adquiere o no la obra. La consideración de este
sentido –por qué es pertinente la existencia de la obra en una deter-
minada situación cultural– y esta función –para qué sirve la obra en
una determinada situación cultural– impide reducir la funcionalidad
del «Arte» a una funcionalidad meramente estética. La obra surge
desde y para esta situación cultural y el centro de gravedad se despla-
za del objeto artístico al fenómeno artístico17. Así se excluye la posibili-
dad del valor estético reducido al objeto artístico y se considera tanto
el origen, el sentido y la función social del mismo.
Hacia mediados de la década de los sesenta del siglo XX, la autora
consideró que las condiciones estéticas, culturales sociales, políticas
y/o ideológicas habían cambiado y que la modernidad artística –en los
términos planteados en la década del cincuenta del siglo XX– no lo-
graba responder a las nuevas demandas sociales que imponían estas
nuevas condiciones, es decir, que esta forma de modernidad se había
tornado inoperante, no funcional. En consecuencia, resultaba impe-
rativo tanto cambiar las prácticas artísticas, discursivas (incluidas las
de la propia crítica de arte)18 y políticas del «Arte» como reinventar la
concepción ampliada de belleza subyacente a estas nuevas prácticas.

16. Giulio Carlo Argan, Historia del arte como historia de la ciudad, Barcelona,
Editorial Laia, S.A., 1984, p. 23.
17. Aquí la diferencia entre objeto y fenómeno artístico resulta clave. Aun-
que el segundo presupone el primero, lo trasciende claramente porque implica
todas las instancias tanto de creación, recepción y validación estética como de
asimilación social y cultural del objeto artístico. Asimismo, en el fenómeno artísti-
co se consideran la influencia determinante de las prácticas discursivas y políticas
del «Arte» en este proceso de validación. En otras palabras, mediante la noción de
fenómeno artístico se relativiza del todo la autonomía y, por lo tanto, la autosufi-
ciencia del objeto artístico.
18. En este punto, Marta Traba parece estar siguiendo el pensamiento de su
maestro Pierre Francastel respecto a la inevitable congruencia entre las formas
artísticas y el pensamiento y experiencia general del mundo en una determinada
espacio temporalidad, de tal manera, que el sentido y la función social del «Arte»
no resulten anacrónicos. Este anacronismo es entendido –en este caso– como el
desfase entre unas formas de representación del mundo y el correspondiente
pensamiento y experiencia del mismo. Cfr. Pierre Francastel, Sociología del arte,
Madrid, Alianza Editorial, S.A., 1998.

213
En consecuencia, resultaba necesario cuestionar los presupues-
tos estéticos y artísticos que se habían vuelto finalmente dominan-
tes en el transcurso del arte moderno durante la mitad del siglo XX:
primero, lo estable, lo objetivo y lo trascendente del «Arte» radica
exclusivamente en la forma artística; segundo, la identificación en-
tre experiencia estética y experiencia de la forma artística y la con-
secuente tendencia a equiparar los valores estéticos con los valores
formales; tercero, el dominio de la abstracción dentro del arte mo-
derno y, en consecuencia, el dominio de las formas abstractas sobre
las figurativas y/o naturalistas dentro de los lenguajes modernos del
arte; cuarto, la relativa auto suficiencia de la forma respecto a la
materia y a la técnica (en sentido procedimental); quinto, la fun-
ción social (política) del «Arte» radica esencialmente en la produc-
ción de una realidad que amplía y enriquece el nivel de realidad
preexistente, sin que ello implique necesariamente la
problematización de esta última.
En conclusión, el eterno conflicto entre forma suprasensible e in-
teligible (eîdos) y forma sensible y equívoca (morphé) parecía haber
resultado, una vez más, insoluble. Finalmente, el formalismo se había
impuesto –por una diversidad de factores, entre los cuales se incluyen
el mercado moderno del arte y la lógica de la cultura como consumo–
como tendencia estética dominante y el poder crítico inicial de mu-
chas de las tendencias y movimientos del arte moderno había sido
finalmente reabsorbido en los circuitos e instituciones contemporá-
neas de lo artístico. A esta nueva crisis de la modernidad artística, se
sumaba en el contexto latinoamericano –incluido el colombiano– una
situación socio política que demandaba una solución no solamente en
términos artísticos, estéticos y culturales, sino –y posiblemente ante
todo– en términos sociales, políticos e ideológicos. Así, el giro
autocrítico que la autora realiza entonces ya no resulta sorprendente,
aunque pueda serlo la fundamentación teórica y la proyección crítica
que inventó al respecto. Asimismo, si en la concepción de belleza
anterior –la correspondiente a la década del cincuenta del siglo XX–
había primado lo estético sobre lo político, en esta nueva concepción
primaría lo político sobre lo estético: del riesgo del esteticismo que
conllevaba la primera concepción se pasaba al riesgo de la politización
de la segunda.

214
La noción de belleza en la década del sesenta: una concepción
‘político-estética’ del «Arte»

Como se afirmó anteriormente, hacia la década de los sesenta de


siglo XX las tendencias estéticas en las que identificaban respectiva-
mente el arte con la vida, la forma, el conocimiento y/o la acción
experimentan una reconfiguración en medio del reconocimiento del
fracaso de gran parte de los presupuestos artísticos, estéticos y políti-
cos del «Arte» de la primera y segunda vanguardia. En medio de la
crisis generalizada que provoca este reconocimiento, el centro de gra-
vedad del debate contemporáneo sobre el «Arte» se desplaza, una vez
más, al sentido y la función social (política) del mismo. De este modo,
no resulta gratuita la coincidencia de este desplazamiento con el giro
autocrítico que Marta Traba realiza entonces19 en el correspondiente
contexto artístico-crítico colombiano y latinoamericano20. El pensa-

19. Hasta este momento, el pensamiento de la autora había estado caracteri-


zado por una actitud eurocéntrica y esteticista. Varios autores han señalado el
origen y la persistencia de los prejuicios acerca de este pensamiento: «El interés en
la obra de Marta Traba, quizás aquietado en la década del noventa por el desprestigio
de la teoría modernista y por el ascenso de expresiones y prácticas artísticas insertadas en
variables culturales y no decididamente estéticas, parece renacer a la luz de nuevos
problemas, tocados por ella antes, y que han revelado la actualidad de sus ideas. No
obstante este aparente interés […] subsisten miradas parcializadas que solo la evocan
alrededor de una o dos polémicas importantes o que, en el peor de los casos, toman en
cuenta solo circunstancias biográficas […]. Parte importante de la revisión de una
actividad crítica como la de Marta Traba debe ocuparse del análisis de sus múltiples
orientaciones». (Efrén Giraldo, La crítica del arte moderno en Colombia, un proyecto
formativo, Medellín, La carreta Editores E.U., 2007, p. 47.) Asimismo, se reconoce
la persistencia de los prejuicios sobre la llamada crítica modernista y el giro crítico de
la crítica de arte a nivel latinoamericano en los sesenta del siglo XX: «Es falso que
la actividad de legitimación del arte moderno en Colombia… sea muestra de una
estética exclusivamente formalista o de la insistencia de meros factores estéticos que
prescindían del enfoque analítico. Algunos críticos dieron en los años sesenta un giro
que, pese a conservar en cierto sentido la ortodoxia y el credo modernista, vincula el
problema del arte con lo comunicativo, lo simbólico, lo social y la dimensión histórica de
la cultura nacional» (Efrén Giraldo, Ibíd., p.82)
20. Se reconoce la complejidad y la proyección de este cambio y que Marta
Traba adaptó –al medio latinoamericano– las siguientes fuentes teórica y críticas:
la crítica a las sociedades tecnológicas y a la industria cultural formulada por la
escuela de Frankfurt (Herbert Marcuse, Theodor adorno), el estructuralismo, el
existencialismo, la sociología y el marxismo francés (Claude Lévi-Strauss, Jean-
Paul Sartre, Pierre Bourdieu, Henri Lefevre), y la teoría de la información y de los

215
miento de la autora cambia respecto no solo a los presupuestos y concep-
ciones estéticas, sino a su espectro de proyección e influencia al dirigirse
a un marco social y cultural mucho más amplio, el latinoamericano.
La principal motivación crítica de este cambio fue el reconoci-
miento de la influencia negativa de las vanguardias artísticas norte-
americanas en el contexto latinoamericano, a la manera de una moda
y bajo la lógica estéril –artística, cultural y socialmente– del consumo.
Marta Traba consideró críticamente este proceso mediante las nocio-
nes –dialécticamente relacionadas– de la estética del deterioro y el arte
de la resistencia, entrega y resistencia y, zonas cerradas y abiertas. Se
reconoce tanto la orientación y fundamentación sociológica de este
cambio como la identificación de la autora con ideologías y procesos
políticos socialistas y comunistas. De este modo, la reducción de este
cambio a un mero «problema estético» e intelectual sería desconocer
la historicidad del contexto político, económico, social y cultural21
del que este cambio fue tanto efecto como agente.
Se observa que en este cambio subyacen tanto unos presupuestos
teóricos sobre el arte y la cultura como una redefinición de la ante-

medios masivos (Umberto Eco, Dwight McDonald, Marshall McLuhan). Cfr.


Florencia Bazzano-Nelson, Cambios de margen: las teorías estéticas de Marta Traba,
uno de los dos ensayos de introducción al texto de Marta Traba, Dos décadas
vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950-1970, Buenos Aires, Siglo
Veintiuno Editores, 2005.
21. La complejidad de este contexto se extiende a tres niveles, el global, el
regional y local cuyo trasfondo ideológico sobrepasa las posibilidades y objetivos de
este texto. A nivel global, se observa: la influencia ideológica definitiva de la
Guerra Fría a nivel sociopolítico; el comienzo de la imposición definitiva del
neoliberalismo como ideología y sistema económico dominante en todas las esferas
tanto de poder político y económico como de producción cultural; y el inicio de la
hegemonía definitiva ya no solo política y económica, sino cultural y estética de
los Estados Unidos sobre el resto del mundo. A nivel regional, se reconoce: el
fortalecimiento definitivo de esta hegemonía en los contextos locales latinoameri-
canos; las implicaciones ideológicas, políticas y económicas de la Guerra Fría a
nivel latinoamericano, en especial, al reconocer el triunfo y consolidación de la
Revolución Cubana; el carácter ‘neutralizador’ del poder crítico del arte por parte
del mercado moderno del arte; y, una redefinición de lo latinoamericano, no tanto
en términos estéticos y culturales como en términos políticos e ideológicos, a la
manera de una crítica cultural dirigida a afectar concretamente la realidad. Y a
nivel local: la identificación del arte moderno con ideologías de extrema izquier-
da; la identificación personal y declarada de Marta Traba, otros críticos y muchos
artistas con la Revolución Cubana; y los movimientos sociales populares de la
época identificados, ideológicamente, con tendencia políticas de izquierda.

216
riormente denominada concepción ampliada de belleza. Se verifica un
giro evidente desde la concepción del arte como forma a la concep-
ción del arte como acción22 que implica una reconsideración de los
términos en los que la misma autora había presupuesto la autonomía
del «Arte» en la década del cincuenta del siglo XX.
El sociólogo y filósofo marxista Georg Lukács (1885–1971) es posi-
blemente el autor que más radical y profundamente ha trabajado esta
concepción del arte como acción. La revisión de los presupuestos del
mismo al respecto permite vincularlo –teórica e ideológicamente– con
la redefinición y el giro autocrítico mencionados en el pensamiento
crítico de Marta Traba, sin que ello implique que la autora hiciera un
reconocimiento explícito al respecto.
Los siguientes son los presupuestos y las nociones estructurales del
pensamiento sociológico del autor mencionado. Primero, el desarrollo
imperativo de una autoconciencia por parte del «Arte» acerca de su
relación efectiva con la realidad social, de tal manera, que la autono-
mía del «Arte» no se traduzca en una pérdida de su significación
social y cultural. Así, la dimensión del «Arte» no es teórica y abstrac-
ta, sino práctica y concreta; este no consiste en una búsqueda
cognoscitiva de un tipo de verdad, sino en una acción, un factor con-
creto de la existencia que opera en situaciones humanas igualmente
concretas. De este modo, la autonomía del «Arte» no se conquista de
manera intelectual y teórica, sino mediante el gradual desarrollo de
la conciencia acerca de la especificidad de sus efectos sociales. Se-
gundo, la necesidad de garantizar esta autonomía para evitar el riesgo
de que el «Arte» se convierta en un instrumento ideológico que ope-
ra en términos de propaganda y retórica. Asimismo, se considera que
el sentido político del «Arte» no tiene relación alguna con la propa-
ganda. Mientras que el primero se enfoca en el desarrollo de la
autoconciencia y del intelecto tanto del artista como del público, la

22. A lo largo del siglo XX, la trascendencia histórica de esta concepción se


refleja en diferentes movimientos y tendencias: El Expresionismo alemán, el
Constructivismo, el Funcionalismo, y posteriormente, en algunas formas de realis-
mo, el arte de acción, el happening, el arte povera, el land art y el body art. Mario
Perniola enfatiza la importancia –teórica y estética– de esta concepción del arte
como acción a través del pensamiento de autores como León Tolstoi, John Dewey,
Ernst Bloch, Antonio Gramsci, George Lukács, Jan Mukarovsky o Jean Paul Sartre.
En el caso de Marta Traba, el texto de Dos décadas vulnerables en las artes plásticas
latinoamericanas, 1950-1970 puede considerarse, en parte, como el desarrollo teó-
rico de esta concepción del arte como acción.

217
segunda se limita a fines prácticos que, usualmente, benefician a una
minoría a expensas de una mayoría. Tercero, la concepción de que
tanto el arte como la ciencia son reflejos o representaciones de la
realidad objetiva cuyo sentido y finalidad social radican en la capaci-
dad de las mismas para transformar esta realidad y no en la mera
representación de la misma. La finalidad social fundamental del «Arte»
es la transformación de las individualidades en hábitos colectivos que
resulten significativos socialmente; una función educativa que difí-
cilmente se concreta en la Modernidad cuando el «Arte» tiende a
oscilar entre intelectualismos pseudo trascendentales y efectismos in-
mediatos característicos de la concepción de cultura como consumo.
Cuarto, la imposibilidad de presuponer una relación inmediata, neu-
tral, entre el arte y la realidad, pues resulta totalmente equivocado
presuponer la posibilidad de una representación acrítica de esta últi-
ma. En cualquier caso, se requiere la intervención de la subjetividad
del artista, entendida como la toma de partido subjetiva en relación
al mundo y la sociedad. El resultado de esta subjetividad es que el
«Arte» represente lo particular –lo típico– y no la mera singularidad
que aparece como arbitraria y aislada de toda la trama compleja que
conforman las relaciones sociales. Aunque en principio el «Arte» sus-
trae al individuo de la realidad cotidiana, se considera que posterior-
mente se intensifica la experiencia de la misma cuando el individuo
se hace más consciente de la realidad en su conjunto. Y quinto, una
crítica radical a las teorías estéticas contemplativas que presuponen
la pasividad del artista ante la realidad y la posibilidad de que el
«Arte» surja ajeno a las luchas, tensiones y contradicciones propias
de la realidad efectiva. Así también se crítica radicalmente las teorías
estéticas que presuponen la inefabilidad del «Arte» y desconocen la
historicidad intrínseca del mismo. En resumen, se trata de lograr una
consideración mucho más concreta y beligerante –en términos políti-
cos e ideológicos– del sentido y la función del «Arte» y de reconocer
que una acción estética es, al mismo tiempo, una acción cultural,
social, moral y política. Por lo tanto, no puede ser considerada ni como
autosuficiente, ni como neutral políticamente.
En el pensamiento de Lukács, la relación arte y realidad resulta
fundamental, pues el primero no es un mero reflejo pasivo, sino un
factor activo de la transformación de esta última:
[…] si la realidad reproducida por el arte fuera esencialmente inmuta-
ble, la originalidad no se manifestaría como profundidad de la penetra-

218
ción en sus determinaciones más importantes. Pero como la ininte-
rrumpida transformación histórico-social pertenece a la esencia de la
realidad, es imposible ignorarla en el reflejo artístico de la misma […] si
[…] se reconoce la transformación histórica del contenido como fun-
damento del cambio del arte […] tiene que situarse en el centro de la
conformación artística. La originalidad artística, como orientación a la
realidad misma y no a lo que ha producido hasta el momento el arte
[…] se manifiesta precisamente en este papel del descubrimiento, del
hallazgo instantáneo de la novedad aportada por la evolución históri-
co-social23.
Se renuncia a la existencia de una realidad sustancial –supuesta-
mente conocida mediante el Arte– y se reconoce tanto el carácter
histórico de la realidad como la transformación inherente de la mis-
ma. Además, el reconocimiento de que el Arte se orienta a la reali-
dad misma, y no a sí mismo, implica que la posibilidad del arte por el
arte queda desechada. Si la realidad es el motor del «Arte», este últi-
mo solo se justifica socialmente en tanto sea, a la vez, un factor de
transformación de la primera.
Desde esta perspectiva, la posibilidad de establecer una relación
neutra entre el «Arte» y la realidad resulta tan ingenua como absurda:
La realidad conformada por el arte contiene ya, pues, en sí previamente,
como un todo, una toma de partido respecto de las luchas históricas del
presente del artista. Sin una tal toma de posición sería irrealizable la
elección concreta de tal o cual momento de la vida, y no otro, como
particular característico […]. Pues en ese caso la pieza de realidad re-
producida por el arte… sería solo una sección en cuyo lugar podría
ponerse otra sección no menos arbitraria; le faltaría, pues, toda necesi-
dad y toda fuerza de convicción24.
De este modo, la parcialidad y el compromiso del «Arte» con la
realidad se convierte en un agente efectivo y no en un obstáculo del
mismo; y, en la misma línea de pensamiento, la obra surge como parte
de una necesidad no solamente individual, sino colectiva, pues final-
mente aquellas «luchas históricas» no son exclusividad del artista,
aunque puedan serlo los productos que concreta de la experiencia de
las mismas.

23. Georg Lukács, Prolegómenos a una estética marxista. México, D.F., Editorial
Grijalbo, S.A., 1965, pp. 218-219.
24. Ibíd., p. 225.

219
En esta relación específica y concreta entre «Arte» y realidad es
donde se definen tanto las posibilidades políticas del «Arte» como las
diferencias entre este y las otras formas de conocimiento de lo real:
[…] el objeto de la conformación artística no es el pensamiento en sí,
no la idea en su verdad inmediata puramente objetiva, sino tal como
actúa en concretas situaciones de concretos hombres y como concreto
factor de la vida, como parte de los esfuerzos y las luchas, victorias y
derrotas, alegrías y sufrimientos […] como importante medio de hacer
sensible la peculiaridad humana, la particularidad típica de los hom-
bres y de las situaciones humanas […]. Basta con esbozar esos rasgos
muy generales para hallar confirmada la inevitabilidad, antes dicha, de
la toma de posición de la obra de arte25.
Se establece la inevitabilidad de la toma de posición del «Arte»
ante la realidad, de tal manera, que la negación de esta toma –por
ejemplo, en aras de defender la autonomía o la supuesta neutralidad
política del «Arte»– implica la misma negación del primero.
Como se afirmó anteriormente, no se trata de probar que Marta Traba
se basó específicamente en este autor, sino más bien demostrar la posibili-
dad de vincular, teórica e ideológicamente, el pensamiento del mismo
con el giro sobre el sentido y la función social (política) del «Arte» –como
la consecuente redefinición de la concepción ampliada de belleza– que
realizó la autora a mediados de la década del sesenta del siglo XX.
En esta época, Marta Traba reconoció los resultados en el contex-
to latinoamericano de una adopción ‘acrítica’ de las tendencias
modernistas norteamericanas:
Con un criterio […] tomado de sus estructuras económicas, las formas
artísticas son promovidas, lanzadas y retiradas del mercado apenas se
advierten señales de fatiga. Como la producción es gigantesca, la fatiga
sobreviene rápidamente […] [una] ‘estética del deterioro’, donde los
valores estéticos sufren el proceso de relativización sin ninguna
operancia ni sentido […] la apología de lo circunstancial26.
Bajo esta lógica, se opera mediante los pasos secuenciales de en-
cuentro de una ‘novedad’ artística (real o supuesta), validación de la
misma, saturación del mercado de los objetos artísticos que la contie-

25. Ibíd., p. 227.


26. Marta Traba, Replanteo desde cero, Bogotá, Planeta Colombiana S.A. y
Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1984, p. 210. (Texto inicialmente publicado
en la revista La Nueva Prensa, No.131, 6 de abril de 1965).

220
nen, obsolescencia de los mismos cuando esta saturación es total y,
finalmente, una búsqueda de una ‘nueva novedad’. Así, las posibili-
dades de evaluar la pertinencia y la proyección social y cultural de las
manifestaciones artísticas producidas eran –y siguen siendo– prácti-
camente nulas.
La autora consideró que esta situación de dominio cultural se había
extendido a la totalidad de los países latinoamericanos, incluso a aque-
llos cultural y artísticamente aislados como Perú, Ecuador, Colombia y
Paraguay. A finales de la década del sesenta del siglo XX, Marta Traba
inventa una serie de nociones –que implicaron tanto una reconfiguración
de su propio corpus teórico y crítico como una crítica cultural abierta-
mente política– como las de resistencia y entrega que resultaban tan
provocadoras como operativas. Se intentaba que el debate sobre el arte
latinoamericano –centro de gravedad del debate estético en casi todos
los contextos locales latinoamericanos durante la década de los sesenta
del siglo XX– no se redujera a un mero problema intelectual y estético
sobre la identidad cultural y artística latinoamericana y adquiriera una
proyección social y, ante todo, política significativa.
La noción de resistencia resulta importante en términos de una
crítica tanto estética como cultural:
El inmovilismo, la tendencia ancestral colombiana a permanecer en la
quietud, aparte de todo cambio, la recurrencia casi histriónica de todas
sus situaciones […]. Situados en esta relación marital con la vida co-
lombiana, ni Obregón ni García Márquez podrían atender los requeri-
mientos […] del arte actual proclamado desde los Estados Unidos […]27.
E inmediatamente amplía el marco de la reflexión a otros contex-
tos latinoamericanos:
En Szyszlo, como en Obregón, la atemporalidad es la base sobre la cual se apoya
el mito. Hay un intento de negación del tiempo presente, se refuta lo perecedero
[…]. Ambos consagran […] la capacidad de sobrevivir. ¿No es el momento,
acaso, en que se convierten en los voceros de la comunidad?28.
Según Marta Traba, es –paradójicamente– esta atemporalidad ‘pro-
pia’ de la cultura colombiana y de gran parte de las culturas latinoa-
mericanas lo que les permite resistir a la lógica del consumo, la eterna

27. Marta Traba, Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas,
1950-1970, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2005, p. 96.
28. Ibíd., pp. 96-97.

221
novedad y cambio que intenta imponer la cultura norteamericana. La
obra de este tipo de artistas más que representar una determinada
realidad social y cultural, la manifiesta mediante los medios propios
de cada tipo de «Arte»; se crea una nueva realidad que hace cons-
cientes a los colombianos y los latinoamericanos de la identidad de la
realidad preexistente.
Marta Traba también aclara cómo se generan posiciones estéticas
y culturales –con claras connotaciones políticas e ideológicas– cuya
relación solo puede ser la mutua exclusión:
Pero la desenvoltura que tipifica a los artistas de la zonas abiertas a lo
largo de esta década [la del cincuenta del siglo XX] tampoco logra arras-
trar tras de sí todo el volumen del arte americano; este queda dividido,
por consiguiente, en dos apuestas mayores, la apuesta de los resistentes,
que aspiran a poner en circulación en el continente, o al menos en sus
respectivos países, sistemas expresivos y estructuras de lenguaje cuyas
connotaciones sean inseparables de la existencia continental o nacio-
nal; la otra apuesta parte de quienes, trabajando dentro de respetables
posiciones innovadoras y experimentales, consideran que la pérdida de
identidad es un tanto favorable a la rápida incorporación de una Amé-
rica neutral al territorio neutral de arte moderno neutral29.
Se aclara que las posiciones se polarizan entre quienes adoptan
una posición estética con una clara connotación social, cultural y po-
lítica y quienes asumen una posición esteticista –supuestamente neu-
tra en términos ideológicos– que evade este tipo de connotaciones.
Esta segunda posición pretende, fundamentalmente, una apropia-
ción de modelos estéticos norteamericanos y europeos que permita la
validación de la respectiva obra dentro del marco «neutral»30 de la
modernidad artística internacional. Resulta evidente que esta segun-
da posición constituye una crítica –o mejor una autocrítica– a la ac-
titud esteticista que la propia Marta Traba había defendido en la dé-
cada del cincuenta del siglo XX.

29. Ibíd., pp. 138-139.


30. Desde luego, presuponer la neutralidad ideológica de los presupuestos
estéticos y culturales del «Arte» resulta ingenuo. Esta neutralidad es uno de los
slogans preferidos de la modernidad ‘neoliberalista’, entre otras razones, porque
permite ocultar el hecho tanto de la pérdida como de la reabsorción –en los circui-
tos e instituciones contemporáneos– del poder crítico del «Arte». Marta Traba hace
énfasis constante de este fenómeno de manipulación ideológica a través de todo el
texto de Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950 1970.

222
En relación con esta noción de resistencia, se establece la noción
de entrega –entendida como la aceptación de algo sin la menor acti-
tud crítica y considerándolo como inevitable– ante la cultura artística
norteamericana:
[…] irrevocable ‘satelización’ del arte nuevo latinoamericano; la domi-
nación de las ideas artísticas norteamericanas ha sido autoritaria e im-
batible. Aún cuando en las condiciones económicas, sociales y políti-
cas de nuestros países no se haya producido ninguna diferencia
sustancial […] los resultados prácticos han quedado equiparados a los
emergentes de la sociedad altamente industrializada, sin que sea posi-
ble notar más diferencias que las debidas a la falta de perfeccionamien-
tos técnicos31.
De este modo, quedaban descartadas las posibilidades tanto de
dar continuidad al proceso de construcción de la identidad del arte
latinoamericano como de imaginar un posible sentido crítico y políti-
co del mismo.
Marta Traba establece la complejidad de esta hegemonía:
[las vanguardias] dejaron de ser dueñas de sí mismas y promotoras de
sus propias rebeliones […] la preocupación convergente por los mane-
jos de la ‘industria de la cultura’ […] la detención de la importante
corriente crítica norteamericana a partir del momento en que son los
manipuladores, y no los artistas, quienes tienen la palabra referente a la
creación, son otros tantos elementos que prueban que el problema existe
[…] pero no ha podido ser controlado32.
Esta noción de ‘industria cultural’33 permite tanto situar el proble-
ma en un marco de referencia mucho más amplio como establecer

31. Ibíd., p. 143.


32. Ibíd., p. 144.
33. Esta noción procede, en parte, del pensamiento crítico de Theodor Ador-
no. Mediante el siguiente ejemplo del pensamiento del autor, se puede verificar la
amplísima proyección crítica de esta noción: «La industria cultural […] reúne cosas
conocidas y les da una cualidad nueva. En todos sus sectores fábrica de una manera más
o menos planificada unos productos que están pensados para ser consumidos por las
masas […] Los diversos sectores tienen la misma estructura, o al menos encajan unos
con otros. Conforman un sistema que no tiene hiatos. Esto sucede gracias a los medios
actuales de la técnica y a la concentración de la economía […]. La industria cultural es
la integración intencionada de sus consumidores desde arriba. Además, obliga a unirse
a los ámbitos alto y bajo del arte (…) Esta unión perjudica a ambos. El arte alto pierde
su seriedad al especular con el efecto; el arte bajo, al ser domesticado por la civilización,

223
que se trata de un intento generalizado de neutralización tanto del
pensamiento de la vanguardia artística latinoamericana como del propio
pensamiento crítico norteamericano.
Se aclara entonces la operabilidad de esta forma de industria:
… las nuevas proposiciones son acogidas y difundidas a través de medios
que constituyen la vida misma del espectador contemporáneo […] la
invención […] no parte ni del artista […] ni […] de la sociedad […]
sino de los medios masivos de comunicación que constituye la industria

la fuerza de la oposición que tuvo mientras el control social no era total […] la
industria cultural especula con el estado de consciencia e inconsciencia de los millones a
los que se dirige, las masas no son lo primario, sino algo secundario […]. Al contrario de
lo que la industria cultural intenta hacernos creer, el cliente no manda, no es su sujeto,
sino su objeto». (Th. W. Adorno, Crítica de la cultura y sociedad I, Madrid, Ediciones
Akal, S.A., 2008, p. 295). Así se establecen los mecanismos y los supuestos de la
industria cultural: la aparente novedad como instrumento operativo fundamen-
tal; el carácter sistemático, operativo y omnicomprehensivo de la misma, el papel
de los medios de comunicación en relación al sistema capitalista moderno; el
consumo como motor fundamental de la misma; la indiferenciación de todas las
formas de producción artística y cultural con el objeto de neutralizar su posible
poder crítico inicial de las mismas; la radical manipulación de la conciencia indi-
vidual y colectiva de los sujetos; y la transformación del sujeto en un objeto pasivo
del consumo. Asimismo el autor revela otros aspectos implícitos en la operabilidad
de la industria cultural: la tendencia de la misma a convertir cualquier proposi-
ción, idea o concepto en mera información fáctica, ante la cual, no se requiere
supuestamente ningún posicionamiento crítico por parte del sujeto que la consu-
me; lo que el sujeto deriva del consumo son informaciones pobres e irrelevantes,
consejos banales y/o modos de comportamiento conformistas, y finalmente, la
sensación de satisfacción de corto tanto excita el consumo indefinido como crea la
sensación de que la realidad del mundo es una y, además, está ordenada. Al
mismo tiempo, la conclusión acerca del carácter eminente manipulador de la
industria cultural no puede ser más crítica: «el efecto global de la industria cultural
es una anti-Ilustración… en ella la Ilustración (el dominio técnico progresivo de la
naturaleza) se convierte en un engaño masivo, en el medio de maniatar la conciencia.
La industria cultural impide la formación de individuos autónomos, que juzguen y
decidan conscientemente. Estos individuos serían el presupuesto de una sociedad
democrática» (Ibíd., p. 302). De este modo, la imposibilidad de la conciencia
individual y colectiva implica, al mismo tiempo, la imposibilidad del pensamiento
crítico sobre la realidad, en un doble sentido. De este modo, queda descartada la
posibilidad tanto de revelar el estado de crisis de una determinada realidad como
‘tomar distancia’ ante la misma para intentar reconfigurarla en la conciencia. La
deuda conceptual y crítica del pensamiento de Marta Traba con el pensamiento
crítico de Adorno –en especial, con la noción de industria cultural– es directa
como ella misma lo reconoció reiteradamente.

224
cultural […]. Cualquier medio que se recorra superficialmente señala
una doble regresión; por un lado, el creador ha dejado de proyectar algo
nuevo; por otro lado, el receptor […] ha dejado de plantearse todo
problema de recepción34.
Los medios masivos de comunicación imponen una lógica eterna
de lo aparentemente nuevo, sin que resulte posible para el ‘consumi-
dor cultural’ pensar acerca de la naturaleza de la supuesta novedad
que se presenta y, menos aún, reflexionar sobre las implicaciones ideo-
lógicas de esta novedad.
Y a continuación se aclara la dimensión ideológica de esta operabilidad:
… los manipuladores de la cultura han estimulado la destrucción de
todos los sistemas globales […] no para crear tipos de relaciones […]
sino precisamente para lo contrario, elevando los fragmentos a catego-
ría de obras de arte, han logrado separar al artista de toda preocupación
conceptual y significante; lo ha[n] convertido en un productor, cuyo
suministro atiende celosamente, así como atiende que la demanda se
produzca en el momento preciso y también en el momento preciso se
cancele, cuando el mercado está saturado de determinado fragmento35.
Bajo esta lógica mercantil de la oferta y la demanda, quedan neu-
tralizadas –tanto para la obra como para el propio artista– las posibili-
dades de criticar la realidad y cualquier intento al respecto significa
tanto contradecir el ‘sistema operativo’ como la orden de salida del
artista de este sistema.
Si esta neutralización del «Arte» se verifica en las sociedades
industrializadas, es posible imaginar cómo esta se radicaliza –según
Marta Traba– en los contextos latinoamericanos caracterizadas por:
una debilidad ‘endémica’ no solo cultural, sino política; unas van-
guardias –locales y regionales– que tienden a no pasar del nivel esté-
tico al político; unas culturas frágiles apoyadas en tradiciones fre-
cuentemente sobreestimadas, más como un recurso retórico que como
una convicción real; una tendencia al rechazo snob a nuevos artistas
locales con capacidades, sin mayores criterios críticos; una rebeldía
superficial por parte de muchos artistas, ‘dispuesta a ceder’ si esto
facilita y/o asegura su entrada a los circuitos e instituciones de lo
artístico; una banalización de la novedad convertida en instrumento

34. Marta Traba, Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas,
1950 1970, op.cit., pp. 144-145.
35. Ibíd., p. 147.

225
de consumo y no en una posibilidad original de repensar la realidad;
una adhesión acrítica a la novedad por parte de la sociedad, a la
manera de una moda cultural; y finalmente, la concepción de la obra
artística como un producto al que se le busca mercado y se le da valor
genérico, pues supone no tener –como cualquier objeto producido
bajo la lógica industrial– valor individual, sino del consumo.
El espectro de este diagnóstico se amplía aún más: los grupos cul-
turales resistentes a esta implacable lógica cultural se tienden a con-
vertir en minorías cuyo espectro de influencia social, cultural y políti-
ca resulta muy limitada; la legitimación crítica de estos grupos resulta
muy problemática como la propia autoridad artística que pretende
legitimarlos; el proceso moderno de una continua recreación de los
lenguajes artísticos da paso al proceso contemporáneo de importación
de modas culturales y/o artísticas; la ausencia de una perspectiva ge-
neral y crítica del «Arte» y de los circuitos e instituciones artísticas
en los países que ejercen como hegemónicos; el aislamiento intencio-
nal del artista respecto al contexto social, político, económico y cul-
tural del cual supone ser tanto efecto como agente; y la omisión de la
estructura interna e individual de la obra artística cuya considera-
ción resulta, en realidad, irrelevante dentro de la lógica de la cultura
como consumo.
En medio de un panorama cultural y artístico tan problemático, la
autora se pregunta sobre la posible función social (política) del artista
y observa un cambio al respecto:
… su sensibilidad lo lleva a percibir agudamente la realidad... que se mezcla
sin cesar con los problemas de la cultura […] tal realidad despierta en él
militancias e ideologías […]. Del 60 al 70, los artistas latinoamericanos
han variado notablemente su actitud, que ha pasado de la apoliticidad y
la discusión teórica a una franca militancia o a una verdadera angustia
por integrase a la zona problematizada de sus sociedades36.
En este punto, se observa –en el pensamiento crítico de Marta
Traba– que el centro de gravedad del debate sobre el «Arte» ha pasa-
do de una dimensión esteticista dominante en la década del cincuen-
ta a una dimensión política que, gradualmente, se va imponiendo en
la década del sesenta del siglo XX.
Este desplazamiento del centro de gravedad del debate conlleva
la pregunta sobre cuál es la posible función de la crítica de arte:

36. Ibíd., p. 152.

226
… un punto importante en una revisión del arte latinoamericano en la
última década […] [es] la responsabilidad y la capacitación de la crítica
[…] la crónica de arte en nuestros países está hecha en su inmensa
mayoría de mentiras, falseamientos e inflación de mediocridades […]
el papel del revisor y desmitificador que le compete […] al nuevo crítico
carece enteramente de popularidad […] el crítico […] que intenta
formular una axiología […] es […] observado con desconfianza por el
público […] mientras que el panegirista […] tiene la rara virtud de
tranquilizar al público[…]37.
Lo anterior constituye tanto un caso evidente de autocriticismo38
–una crítica de la crítica latinoamericana del arte– como una justifica-
ción del proyecto crítico de la propia Marta Traba en medio de un
panorama en el que, frecuentemente, la crítica de arte todavía opera-
ba bajo modelos aparentemente ‘superados’ crítica y teóricamente39.
A pesar de los matices que puedan hacerse respecto a ciertos con-
textos nacionales y locales y a ciertos artistas, el pensamiento de Mar-
ta Traba sobre los procesos del arte latinoamericano –en la década del
sesenta del siglo XX– se enfocó fundamentalmente en los siguientes
aspectos críticos y/o teóricos. El primero, la necesidad de girar desde
una actitud positivista, eurocéntrica y esteticista a una actitud es-

37. Ibíd, pp. 155-156.


38. En el caso de Marta Traba, este autocriticismo tiene otra dimensión. Cuan-
do la autora aborda los contextos locales y nacionales a nivel latinoamericano,
analiza críticamente tanto la especificidad de la producción individual de los
diferentes artistas como la producción crítica bajo la cual se ha validado estas
producciones. De este modo, se critican tanto la producción creativa como la
producción discursiva de los propios críticos.
39. En el caso de la crítica de arte en Colombia durante la década del setenta
del siglo XX, estas advertencias resultan aún más pertinentes. La crítica de arte
Carolina Ponce de León advierte –en el texto ya mencionado de El efecto mariposa.
Ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000– como se verifica en la década del
setenta del siglo XX un proceso de reconfiguración de las prácticas de la crítica de
arte en casos como los de Germán Rubiano, Francisco Gil Tovar o Eduardo Serra-
no. Bajo esta reconfiguración, se produjo una crítica no crítica, es decir, una crítica
que no planteaba problemas, aunque suponía aumentar el grado de conocimiento
sobre lo artístico. Este proceso está directamente relacionado con el comienzo de la
imposición final –en el contexto tanto colombiano como latinoamericano– de las
prácticas de las llamadas industrias culturales al mundo del «Arte». Aunque apa-
rentemente se conserva la figura del crítico como mediador entre la obra, el artista
y el público, la toma de posición y el juicio de valor que implica se vuelven tan
inoperantes como indeseables.

227
céptica, latinoamericanista y politizada. El segundo, la elaboración de
un marco conceptual para articular la crítica de arte en referencia a
lo local y latinoamericano e intentar definir una nueva función políti-
ca para el «Arte» al reconocer que el contexto social, cultural, eco-
nómico y político había cambiado estructuralmente. El tercero, el re-
conocimiento de que las prácticas latinoamericanas tanto a nivel
creativo como discursivo habían perdido, en general, la batalla ante
los llamados centros hegemónicos. El cuarto, la admisión de que la
lógica del arte como consumo crecía exponencialmente, aunque ello
no implicara una rendición incondicional ante la misma. El quinto, a
partir de la crítica a los efectos del imperialismo cultural norteameri-
cano, el anuncio de los efectos tempranos de la globalización de la
cultura en el contexto latinoamericano. El sexto, la necesidad de
reevaluar –en el contexto latinoamericano– el carácter político, no so-
lamente del «Arte», sino de la propia actividad de la crítica de arte, de
tal manera que esta última se convirtiera, ante todo, en una forma de
crítica cultural de mayor espectro de influencia política e ideológica.

Conclusiones

Aunque puedan haber cambiado los términos y los procedimientos


de la discusión, la actual debilidad política, económica, social y cul-
tural –incluida la estética y la artística– de muchos de los contextos
locales a nivel latinoamericano demuestra la proyección y la perti-
nencia del pensamiento de Marta Traba.
Asimismo, resulta necesario reconocer que el juicio histórico so-
bre los resultados del giro autocrítico –en la década de los sesenta del
siglo XX– al interior de este pensamiento sigue pendiente; en efecto,
todavía se requiere evaluar los resultados, tanto a nivel estético como
político a partir de varias dimensiones. La primera, la pertinencia del
mismo en el marco actual del arte latinoamericano bajo la lógica –en
la gran mayoría de los casos– de las llamadas industrias culturales. La
segunda, los posibles idealismos y contradicciones inherentes a este
giro, en especial, al reconocer la creciente radicalización de las mis-
mas por parte de la autora a lo largo de la década del sesenta y del
setenta del siglo XX. La tercera, la validez artística y política –en el
marco contemporáneo del «Arte»– de los artistas considerados como
casos positivos y negativos por la autora, en especial, al reconocer el
proceso tanto de gradual ‘entrega’ de muchos de los ‘resistentes’ como

228
del posterior surgimiento de algunos de los artistas inicialmente des-
calificados por la autora. La cuarta, los resultados históricamente efec-
tivos a nivel artístico, teórico y crítico de las propuestas de Marta
Traba para recuperar la función significativa del «Arte» mediante las
propuestas tanto el dibujo y el grabado como el humor y el erotismo. Y
la quinta, la pérdida del carácter crítico inicial –debida a la posterior
asimilación y validación en los circuitos e instituciones de lo artísti-
co– de algunos casos de las ‘apropiaciones positivas’ de las vanguar-
dias norteamericanas, por ejemplo, la llamada ‘nacionalización del
pop’ en el caso del medio artístico colombiano.
Este reconocimiento sobre los alcances y las limitaciones de este
giro autocrítico de Marta Traba, permite revelar una ‘comprometida’
reflexión sobre el sentido y la función social (política) del «Arte» que
implicó la reconfiguración de sus propios presupuestos. La autora re-
conoció la historicidad de su propio pensamiento tanto estético como
político; una autocrítica que revelaba, a la vez, una nueva posibilidad
del campo de la crítica de arte, la crítica de la crítica de arte40. Asimis-
mo, se observa que se trató no solamente de una crítica estética, sino
también –y posiblemente ante todo– de una crítica cultural, por lo cual
presuponer la neutralidad ideológica y política de la misma resulta
tan inconveniente como ingenuo. Y respecto al cambio implícito de la
noción de belleza, se podría afirmar que el centro de gravedad del
debate sobre la belleza se desplaza desde una posición en la que esta
se concibe como una forma autónoma y estéticamente funcional a
otra posición en la que se concibe como una forma relativa y política-
mente funcional.
La tarea de la invención de los criterios historiográficos –como de
la continua revisión de la eficiencia histórica de los mismos– para una
historia de la crítica de arte en Colombia y en Latinoamérica sigue pen-
diente. La pertinencia de esta tarea queda demostrada cuando se
observa la persistencia de ciertos ‘mitos’ sobre la crítica de arte en el

40. Este giro autocrítico señala el entonces creciente grado de autonomía del
campo de la crítica de arte. Lo anterior no implica que se trató de un proceso en el
que se cambia desde una posición crítica ‘fallida’ a una ‘correcta’, en un proceso
lineal y sincrónico de ‘progreso’. Después de la salida del país de la autora en 1969,
se observa una involución (un cambio hacia atrás) en las prácticas de la siguiente
generación de críticos de arte cuando la autonomía mencionada comienza gra-
dualmente a disminuir hasta casi desaparecer. Cfr. Carolina Ponce de León, El
efecto mariposa. Ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000 (Alcaldía mayor de
Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Bogotá, 2004).

229
país: la crítica de arte nace y muere con Marta Traba, la ‘verdadera’
crítica de arte es una actividad autónoma y profesional; o la entrada
relativamente tardía –respecto a otros contextos latinoamericanos–
del medio artístico colombiano a la Modernidad retrasa, al mismo
tiempo, el comienzo de la actividad de la crítica de arte en el país. La
existencia de este texto queda justificada si contribuye, en medida
alguna, a la construcción de esta historia.

Referencia Bibliográfica

Carolina Ponce de León, El efecto mariposa. Ensayos sobre arte en Colombia


1985-2000, Bogotá, Alcaldía Mayor de Bogotá, Instituto Distrital de
Cultura y Turismo, 2004.
Clemencia Lucena, Anotaciones políticas sobre la pintura colombiana, Bogotá,
Editorial Bandera Roja, 1975.
Efrén Giraldo, La crítica del arte moderno en Colombia, un proyecto formativo,
Medellín, La carreta Editores E.U., 2007.
Giulio Carlo Argan, El arte moderno. Del Iluminismo a los movimientos contem-
poráneos, Madrid, Ediciones Akal, S.A., 1998.
Georg Lukács, Prolegómenos a una estética marxista, México, D.F., Editorial
Grijalbo, S.A., 1965.
Mario Perniola, La estética del siglo XX, Madrid, A. Machado Libros, S.A.,
2001.
Marta Traba, Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas,
1950-1970, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2005.
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, La pintura nueva en Latinoamérica, Bogotá, Ediciones Libre-
ría Central, 1961.
, Replanteo desde cero, Bogotá, Planeta Colombiana S.A. /
Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1984.
, Seis artistas colombianos contemporáneos, Bogotá, Antares,
1963.
, Hombre americano a todo color, Bogotá, Editorial Univer-
sidad Nacional, Museo de Arte Moderno de Bogotá / Ediciones
Uniandes, 1995.
Th. W. Adorno, Crítica de la cultura y sociedad I, Madrid, Ediciones Akal,
S.A., 2008.

230
El secreto de la belleza una presencia negativa
Belleza y figura de autor en las declaraciones del
artista contemporáneo colombiano

Efrén Giraldo
Universidad de Antioquia, Medellín

Para el lenguaje corriente, la vida es indisolublemente el conjunto de los aconte-


cimientos de una existencia individual concebida como una historia y el relato
de esta historia: describe la vida como un camino, una carrera, con sus encru-
cijadas y tropiezos, o como una andadura, un camino que se va haciendo y que
se está por hacer, una competición, un cursus, un viaje, un recorrido, un despla-
zamiento lineal y unidireccional que comporta un principio («un inicio en la
vida»), unas etapas y un fin, en el doble sentido de término y de meta («hará su
camino» significa: triunfará en la vida), un fin de la historia1
Pierre Bourdieu, Las reglas del arte

Una figura autoral de la ficción

Las relaciones entre la narrativa hispanoamericana y el arte no


han sido muy intensas en la segunda mitad del siglo XX, y son pocos los
relatos donde la historia de la producción plástica, los artistas y los
problemas de la imagen hayan encontrado protagonismo y alimentado
esa tradición de la novela de tema artístico que, en cambio, sí man-
tiene vigencia en Europa y Estados Unidos. En cierto sentido, parece
que, en Hispanoamérica, la modernidad en la narración y la moderni-
dad en las artes plásticas hubieran corrido caminos separados. Sin
embargo, las pocas apariciones de las artes visuales como tema en
relatos de tema histórico o de carácter experimental en nuestra re-
gión han tenido una especial singularidad y ayudan a entender el
papel del artista y su propia autodefinición.

1. Pierre Bourdieu, Las reglas del arte, Barcelona, Anagrama, 1995, p. 280.

231
Un censo más o menos heterogéneo muestra que el esteticismo
del modernismo poético de finales del siglo XIX encontró en De sobre-
mesa, del bogotano José Asunción Silva, una de las elaboraciones más
interesantes de la estética decadentista2. El santandereano Pedro
Gómez Valderrama, en sus crónicas y cuentos, convirtió los motivos
de la historia del arte y el museo en provocaciones para una ficción
histórica siempre animada por la imagen estética y su permanente
actualización. En «Las babas del diablo», el argentino Julio Cortázar
mostró de manera especial cómo la narración y la fotografía coinciden
en ese proyecto inalcanzable: intentar una representación total de lo
existente3. El peruano Mario Vargas Llosa, en el Elogio de la madrastra4
y Los cuadernos de don Rigoberto5, diseñó un hacer narrativo donde
erotismo, imagen artística y narración cuestionan los límites entre las
artes del tiempo y las artes del espacio. Borges, en sus cuentos y ensa-
yos apócrifos, presentó una de las más recordadas intuiciones de me-
diados del siglo XX: la pérdida de diferencias entre original y copia,
noción tan cara a la neovanguardia internacional en su intento por
destruir nociones como autoría y singularidad. El mismo Borges, en
compañía de Adolfo Bioy Casares, esbozó, con un humor de altas co-
tas intelectuales, la historia de unas vanguardias decididamente im-
posibles, pasmosas en su capacidad para predecir algunos de los expe-
rimentos más radicales del arte de las décadas del sesenta y setenta.
Al punto de que, en cierto sentido, las Crónicas de Bustos Domecq6,
ese esteta ficticio que agrupó a ambos escritores, viene a ser una espe-
cie de catálogo de los límites lógicos que pueden tener las rupturas
artísticas de la segunda mitad del siglo XX y de principios del XXI.
No obstante, es en las novelas y cuentos dedicados a la
ficcionalización del artista contemporáneo (a la actualización de la
relación entre la novela, el cuento y el artista de los nuevos medios
del arte reciente) donde hallamos algunos de los filones más intere-
santes para la reflexión sobre la figura autoral y su relación con el
discurso del arte, tanto en la faceta literaria como en la crítica. In-

2. José Asunción Silva, De sobremesa, Bogotá, El Áncora Editores, 1993.


3. Julio Cortázar, «Las babas del diablo», en Las armas secretas, Madrid, Alfa-
guara, 1993, pp.123-139.
4. Mario Vargas Llosa, Elogio de la madrastra, Bogotá, Arango Editores, 1988.
5. Mario Vargas Llosa, Los cuadernos de don Rigoberto, España, Alfaguara, 1997.
6. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Crónicas de Bustos Domecq, Argen-
tina, Losada, 1968.

232
venciones hay muchas, pero la creación ficcional del artista como un
propósito es algo que comparten relato, biografía, crítica e historia del
arte. Aquí, bajo la limitación que supone el tema de la belleza, aspira-
mos a mostrar la manera de entender esta narración. Así, por ejemplo,
en el cartagenero Germán Espinosa y su La balada del pajarillo, los
avatares del arte y el mundo de circulación de sus valores hallan una
de sus instancias de ficcionalización más lúcidas de los últimos años7.
Así ocurre en el argentino Ricardo Piglia y La ciudad ausente, novela
donde una máquina que cuenta relatos, inventada por el escritor
Macedonio Fernández y por el físico que convenció a Perón de poder
fabricar la bomba atómica , es confiscada por los militares, destinada a
quedar muda e inservible en una sala de exposiciones, lugar donde
los administradores culturales pagados por el sistema hacen instala-
ciones artísticas para ilustrar esos relatos, que alguna vez circularon
de manera clandestina y tuvieron algún poder de subversión8. Una
ironía maestra que declara cómo, cuando se quiere neutralizar la in-
fluencia política de una forma artística, debe enviársela al museo. El
relato sería, en el sentido aquí propuesto, un espacio privilegiado para
hallar la historia que en este caso nos interesa, la que erige al mismo
artista como personaje en un debate particular con la belleza.
Es obvio, además, que estas estrategias de ficcionalización han
pasado de la literatura al arte. Y son, además, abundantes los casos
donde los artistas no solo inventan obras, sino que también idean ar-
tistas, les crean los períodos artísticos a sus carreras, les arman museos
para albergar sus producciones, les curan exposiciones apócrifas o les
hacen documentales sobre sus vidas, como ocurrió con Max Aub y su
artista de la ficción Jusep Torres Campalans9. En cierto sentido, es una
manera de reintroducir la imaginación en un discurso y una práctica
que, de tan intelectualizada y comprometida con la crítica social, ha
olvidado esta estrategia válida y vigente, que se remonta hasta la Caja
en maleta de Duchamp, El museo imaginario de Malraux10 y el museo
paródico que funcionaba en el apartamento de Marcel Broodthaers.
Como ejemplo final de una estrategia intersecada por la literatura y las
artes visuales, valga la pena mencionar al cundinamarqués Pedro
Manrique Figueroa, el apócrifo precursor del collage en Colombia, la

7. Germán Espinosa, La balada del pajarillo, Santafé de Bogotá, Alfaguara, 2000.


8. Ricardo Piglia, La ciudad ausente, Argentina, Sudamericana, 1993.
9. Max Aub, Jusep Torres Campalans, Madrid, Alianza Editorial, 1975.
10. André Malraux, Las voces del silencio. Visión del arte, Buenos Aires, Emecé, 1956.

233
invención universitaria de Lucas Ospina, François Bucher y Bernardo
Ortiz, e integrante de un panteón más vívido y real que el de los
artistas contemporáneos colombianos. De hecho, sin exagerar, es mucho
más realista el documental que Luis Ospina hizo sobre Pedro Manrique
Figueroa que los que se hicieron y se hacen con intención didáctica y
divulgativa a partir de las vidas de nuestros artistas patrimoniales.
Permítanme, más allá de estos llamativos precedentes de indaga-
ción literaria y artística en el artista como figura autoral, hacer una
digresión sobre el chileno Roberto Bolaño, sin duda alguna, junto a
Ricardo Piglia, uno de los más notables autores de la narrativa lati-
noamericana de las últimas décadas. Lo cito en esta presentación so-
bre el problema de la belleza y su papel como noción en la construc-
ción del artista-autor del arte contemporáneo colombiano, porque la
fábula allí presentada es casi homóloga de la posición que varios artis-
tas contemporáneos, ente ellos los latinoamericanos y colombianos,
tienen frente a la belleza, a la que ven en algunos casos como una
suerte de anti valor, el cual representa todo aquello que en el arte hay
de caduco y reprochable, lindante con las causas del mismo trauma
social y la barbarie, que hace coqueteos que horrorizan y atraen, como
el abismo. Se trata del relato «El infame Carlos Ramírez Hoffmann»,
con el cual Bolaño cierra el volumen de biografías apócrifas La litera-
tura nazi en América, un libro que puede leerse como un conjunto de
reseñas paródicas de escritores fascistas inexistentes, como un grupo
de cuentos independientes sobre el tema mismo del arte y la literatu-
ra o como una novela unida por el hilo oculto de la relación entre
escritores y artistas que se adhirieron, en distintas épocas y en distin-
tos países de América Latina, al ideario nacionalsocialista11.
Entre los poetas, críticos, novelistas y artistas que habitualmente
pueblan la inolvidable fauna de personajes de Roberto Bolaño, y que
aparecen también en La literatura nazi en América, es Ramírez Hoffman,
último en esa galería, el que nos asalta con mayor fuerza cuando pen-
samos en esas figuras de artistas que están a caballo entre la cultura y
la barbarie, siempre con la disculpa de una nueva forma del arte: la
que apela a las modulaciones de lo atroz. Y es, asimismo, una cons-
trucción verbal en la que podemos pensar cuando atisbamos una re-
flexión sobre la manera en que los mismos artistas cualifican su propia
figura autoral y la ponen a circular en el sistema social del arte. Es,

11. Roberto Bolaño, «El infame Carlos Ramírez Hoffman», en La literatura


nazi en América, España, Seix Barral, 1997, pp. 177-198.

234
además, un buen referente para entender los fines ideológicos a los que
pueden servir la belleza natural y la belleza artística en un clima de
absolutismos y supresión de libertades, que muchos invocan como única
respuesta al imperio de un neoliberalismo, al parecer, omnipotente.
Dos actividades artísticas definen el quehacer artístico de este
artista ficcional creado por Bolaño. En primer lugar, Carlos Ramírez
Hoffman es una especie de poeta experimental y artista conceptual
que hace con un avión inscripciones celestes tomadas de versículos
de la Biblia, de máximas futuristas y de consignas fascistas que procla-
man la higiene de la guerra y el exterminio de los inferiores. Por otro
lado, es también un fotógrafo y perpetrador de acciones artísticas vio-
lentas o sanguinarias, dominadas por la impavidez de un registro que
se hace público en el momento de la exposición. Un desafiador de
límites donde lo ético y lo estético adquieren una inquietante inter-
sección. Lo más interesante del relato, a mi modo de ver, está consti-
tuido por dos hechos: el contexto donde Ramírez Hoffman realiza sus
acciones artísticas (que incluyen happenings, meetings y distintas for-
mas de activismo) y su profesión, vinculada a las actividades castren-
ses. Carlos Ramírez Hoffman es, en efecto, un militar que hace parte
de los círculos de exterminio del dictador Augusto Pinochet, que hace
sus poemas aéreos, compuestos de frases que celebran la muerte y la
aniquilación, por encima de las cabezas de los condenados en los cam-
pos de concentración chilenos. Y, también, es un fotógrafo que expo-
ne imágenes de torturas, ejecuciones extrajudiciales y asesinatos se-
lectivos en las mismas guarniciones militares donde sus superiores
quieren demostrar, haciendo exposiciones artísticas, que tienen una
relación progresista y armónica con las nuevas formas del arte.
Por supuesto, vienen a la mente las palabras de Benjamin acerca
de que el documento de cultura puede ser también documento de
barbarie12 y las afirmaciones de algunos críticos literarios y culturales
que han señalado la «complicidad del arte» con el Holocausto13. Tam-
bién la crítica, como saben los estudiosos de Bolaño, ha mostrado el
modo en que las acciones de arte de Ramírez Hoffman son réplica de
los actos de la vanguardia chilena de los años setenta14. Sin embargo,

12. Walter Benjamin, «Tesis de filosofía de la historia», en Ensayos escogidos,


Buenos Aires, Editorial Sur, 1967, p. 46.
13. Esta amarga reflexión aparece especialmente en algunos de los ensayos de
George Steiner, como por ejemplo los que hacen parte de la compilación Lenguaje
y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, España, Gedisa, 1982.

235
lo que resulta llamativo es el tipo de inversión que proponen las ac-
ciones de Hoffman, pues resumen la estetización de la política y la
politización del arte que alguna vez fueron caras de la misma moneda:
un arte alineado con el fascismo u opuesto a sus planteamientos, como
fueron, por un lado las vanguardias italianas y, por el otro, el
constructivismo y el productivismo soviéticos. Bolaño no solo hace
que Ramírez Hoffman emplee estrategias plásticas semejantes a las de
la vanguardia chilena y latinoamericana con la izquierda de los años
sesenta15, sino que, además, hace que su manera desenfadada de pre-
sentar las obras, sin el más mínimo asomo de preocupación, compro-
meta el mismo secreto de los superiores, que lo sancionan blandamen-
te y acaban por expulsarlo de las fuerzas militares porque lo consideran
loco. Entendiendo que el arte es una especie de patente de corso para
tramitar estéticamente una representación de la miseria de los otros y
para explicitar la barbarie, el artista creado por Bolaño piensa que su
pertenencia a la clase artística y su práctica de un arte experimental
le permitirán, con el amparo estatal, diseminar su obra megalómana y
escrupulosamente analítica, que termina siendo eco de la manera en
que las más radicales formas de innovación artística pueden quedarse
cortas ante la barbarie. Piénsese, si no, en las múltiples lecturas que
pueden derivarse de la reciente e inocua intervención en el Palacio
de Nariño por Rafael Gómez Barros, cuya cobertura de hormigas pa-
reciera aludir a una circunstancia política que no sabemos muy bien
si se celebra o se cuestiona. O la campaña de Almacenes Éxito ante la
que las estrategias del apropiacionismo de la década del ochenta pa-
recieran enmudecer. O, más aun, la crítica de los periodistas a una de
las campañas electorales recientes, según la cual no es posible disua-
dir a los violentos con «florecitas y frases bonitas». Que el arte con-
temporáneo se presta para todo es ya un lugar común y que sus estra-
tegias, así como sus logros estéticos y culturales pueden estar al servicio
de cualquier interés es también algo que la crítica cultural ingenua
ha aprendido a entender.

14. Cfr. Ina Jennerjahn, «Escritos en los cielos y fotografías del infierno. Las
‘Acciones de arte’ de Carlos Ramírez Hoffman, según Roberto Bolaño», en Revista
de Crítica Literaria Latinoamericana, Centro de Estudios Literarios Antonio Corne-
jo Polar -CELACP, Año 28, No. 56 (2002), pp. 69-86.
15. Cfr. Luis Camnitzer, Didácticas de la liberación. Arte conceptualista latino-
americano, Murcia, Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte
Contemporáneo, 2008.

236
Una vuelta de tuerca que aparece al final de la trama de Bolaño
resulta de mucho interés aquí para comprender también la dimensión
intelectual y política de la figura autoral del artista. Bolaño es perso-
naje y narrador de la historia y es uno de los prisioneros que ve los
poemas conceptuales aéreos de Ramírez Hoffman sobre su cabeza,
cuando comparte prisión con militantes comunistas, sindicalistas, es-
tudiantes e intelectuales prisioneros del régimen. En el cuento, dos
décadas después, luego de la reinstalación de la democracia, el per-
sonaje Bolaño va a Barcelona y tiene noticias de que Ramírez Hoffman,
ahora buscado por el crimen de un par de escritoras nazis reseñadas
en otra parte del libro, realiza videos snuff, aquellas piezas de entrete-
nimiento clandestino donde se filman crímenes en directo para distri-
buirlos entre el público voyerista, y podría estar cerca del lugar donde
ahora vive el narrador. Un detective, que aparece como vengador de
los crímenes del infame Ramírez Hoffman, le pide a Bolaño identifi-
car al artista en la terraza de un café. Bolaño accede a individualizarlo
valiéndose de su memoria para las caras de los jóvenes artistas y poe-
tas de su generación y, luego de unos minutos, en los que seguramen-
te el detective cumple con su cometido, el relato se cierra con un
cruce de palabras entre ambos, narrador y vengador, con una frase del
Bolaño personaje: «qué asunto más feo»16. Tal giro, que al parecer
exorciza la negativa del Bolaño de carne y hueso a dar informes en su
vida real sobre un asesino de la dictadura, pone en cuestión la figura
del artista o del escritor como intelectual y su papel dentro de la
esfera pública. Un asunto que resulta de especial interés a la hora de
considerar los pronunciamientos públicos de los artistas y su manera
de posicionarse con su arte en medio del debate de las ideas estéticas,
políticas, económicas y sociales. Sin duda, el artista es también, en el
tiempo presente, un intelectual que encuentra en la construcción de
la obra, y en la opción de cualificarla con sus declaraciones, una do-
ble opción de intervención.
Los artistas colombianos que se consolidaron a partir de la década
del noventa, a la hora de opinar sobre la belleza y sobre el papel social
del arte, hacen pensar un poco en este inquietante personaje de Bolaño,
porque parecen tener las mismas reservas del escritor chileno con el
arte en tiempos de inhumanidad y barbarie y parecen titubear ante los
posibles efectos de la belleza. Sin embargo, antes de llegar hasta este

16. Roberto Bolaño, «El infame Carlos Ramírez Hoffman», en La literatura


nazi en América, España, Seix Barral, 1997, p. 199.

237
punto, valdría la pena mirar primero el modo como la misma idea de
belleza fue afrontada por los primeros artistas contemporáneos del país
y algunas de estas formas de la opinión se han proyectado durante el
resto del siglo XX y llegan hasta nuestros días.

Figuras de autor en el arte contemporáneo colombiano

La idea de que el artista contemporáneo es alguien que encarna a


la vez la teoría y la práctica del arte y es el actor más facultado para el
pronunciamiento en medio del debate artístico es ya usual, sobre todo
después del eclipse del crítico y el ascenso del curador como la figura
única de intermediación, una figura que se arroga no pocos roles del
artista mismo. Y no solo en el sentido profesional, confirmado por los
centauros indomables en que se han convertido los artistas-curadores,
los artistas-críticos, los artistas-historiadores o los artistas-gestores
culturales, que integran ese complejo bestiario de las profesiones cul-
turales gregarias en Colombia. Se trata más bien de una escena donde
el arbitrio no parece ya depender exclusivamente de quienes
intermedian, sino que funciona alrededor de artistas que escriben u
opinan en la prensa escrita y virtual, que también aprovechan la pla-
taforma de oralidad secundaria constituida por los medios
audiovisuales para hacer planteamientos y dar opiniones donde deter-
minan la circulación de sus propias imágenes y obras. En cierto senti-
do, se pueden entender sus piezas como símbolos depositarios de autoría,
fuerzas creativas que requieren de la palabra para completar su círcu-
lo de influencia. Son figuras autorales que, como ocurre en la ficción,
muestran cómo debe ser, no el arte, sino el artista.
El intento de analizar estas figuras de autor ha sido reiterativo, en
el último tiempo, en el contexto literario, donde se mira con frecuen-
cia la manera en que la obra literaria concibe la condición del autor o
el modo como la obra narrativa o poética dibuja una vida literaria y
también se considera una serie de declaraciones extra-literarias que
ayudan a configurar esta autoría. No se trata necesariamente de un
discurso sobre la vida privada del autor, que no importa realmente
(salvo si es expuesta públicamente con algún propósito artístico o lite-
rario), sino de un uso del discurso para apoyar la proyección social de
la profesión y la existencia artísticas. Así, por ejemplo, en la tradición
crítica argentina, son dignos de mención libros como El factor Borges

238
de Alan Pauls17, Borges, un escritor en las orillas de Beatriz Sarlo18 o,
más recientemente, Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura
argentina de Julio Premat19. Todas estas obras plantean una nueva
manera de entender la crítica y estudiar las obras con el apoyo de un
material que podría creerse periférico, pero que resulta iluminador
para entender el diálogo que el autor mantiene con el contexto social
donde se mueve. Si las obras son el mejor lugar para hallar al autor, es
también evidente que las actividades que discurren de manera parale-
la a las de la producción literaria o artística (opinar, servir de consultor,
prologar libros, escribir artículos y reseñas, dar clases, emitir declara-
ciones periodísticas, dar conferencias en seminarios de teoría e historia
del arte) pueden ayudar a entender, desde una perspectiva material y
práctica, la misma actividad artística, a veces creída lejos de los
condicionamientos y los avatares de la vida cotidiana. Todos, más o
menos, entendemos que los artistas comen, pagan arriendo, se pelean
entre ellos, se relacionan con las instituciones, arman grupos, crean
espacio independientes, pero difícilmente entendemos de qué manera
puede analizarse esta condición autoral, que con el paso del tiempo
acaba por armar ficciones tan importantes como las obras y que empie-
zan a circular con una dignidad propia en medio de los relatos del arte.
Particularmente, esta estrategia de análisis surte efecto en la consi-
deración de figuras canónicas, creadores emblemáticos que permiten un
análisis de su personalidad pública y una lectura de su manifestación
como participantes en la escena artística. ¿Cómo no pensar que, del mis-
mo modo que el análisis de figuras autorales literarias latinoamericanas
tan fuertes como Borges, Paz o Carpentier y colombianas del tipo García
Márquez o Vallejo puede encontrar un correlato iluminador en la consi-
deración de artistas plásticos como Débora Arango, Fernando Botero,
Alejandro Obregón o Beatriz González, protagonistas indiscutibles del
arte moderno colombiano, pero a la vez fuertes figuras autorales, imáge-
nes de artistas morosamente construidas por la mercadotecnia, la
institucionalidad cultural, los medios y la misma comunidad artística? La
vida del intelectual, en su modalidad del trabajador especializado de la
cultura, es, así, un tema más que urgido de revisión. Aquí, lo proponemos
desde el estudio de la figura autoral como narración.

17. Alan Pauls, El factor Borges, España, Anagrama, 2004.


18. Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas, España, Siglo XXI, 2007.
19. Julio Premat, Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009.

239
Si bien en este caso no nos ocupamos exclusivamente de grandes
nombres (en el sentido de referentes autorales del distante pasado) y
llegamos, mediante el acercamiento a ciertas figuras autorales en con-
solidación, al deslinde que respecto de la belleza insinúan las decla-
raciones de los artistas contemporáneos colombianos, vale la pena vis-
lumbrar un nuevo rumbo para las posibilidades de trabajo con la crítica
de arte en Colombia, condenada a veces a un laberinto circular del
que no pueden sacarla la necesaria crítica de las obras, que parece no
existir ya, ni tampoco la obligatoria crítica institucional y política en
la que nos hallamos inmersos sin remedio. Además, siguiendo las pá-
ginas sobre Bolaño y su artista de la infamia, cabe pensar que las na-
rraciones del arte ya no solo sean entendidas como relato histórico
donde los protagonistas son las escuelas, los movimientos y las ten-
dencias, sino como una verdadera ficción donde el artista-autor es
una invención que también se puede leer, criticar y desmontar. Ser
autor, en el arte, sería someterse al mismo juicio crítico con que afron-
tamos las narraciones de la literatura. Se ha dicho que las mejores
obras de Picasso, Duchamp, Warhol y Beuys son, tal vez, sus mismas
figuras autorales, la imagen que proyectaron sus propias personas. En
Colombia, por ejemplo, es difícil tener una comprensión profunda de
un artista como Juan Camilo Uribe sin entender cómo en su propia
obra alude a su condición de autor-artista, que alude permanente-
mente a la condición del artista en un mundo del arte provinciano,
aunque capaz de un humor cosmopolita y refinado. Recordemos, in-
cluso, que en la ficción de Manrique Figueroa el artista dona su cuer-
po como obra al Museo Nacional. La institución artística, en este mis-
mo sentido, y siguiendo una intuición de Ricardo Piglia, sería también
una máquina productora de relatos en la que el artista es un persona-
je hecho con palabras, infaltable, que puede ser leído y cuestionado
desde la imagen que la ideología dominante o emergente nos proyec-
ta de él. Todo un filón para la misma crítica de las políticas culturales.
No un culto a la personalidad o al héroe artista (al estilo del elogio
protofascista de la genialidad en Carlyle), sino un análisis de su figura
como un producto simbólico «legible». Sabemos que no podemos vivir
sin narraciones. Y es por ello que, incluso en el mundo del arte, nece-
sitamos instancias que nos las agencien y nos digan cómo se vive,
cómo se piensa, cómo se habla y cómo se actúa como un artista. Segu-
ramente, es esta una época bajamente heroica y es tarea de la crítica
hallar esa ruina del heroísmo que hay en el artista como figura de
mediocridad fugitiva o luminosidad desbordante.

240
Me gustaría, en ese sentido, invocar dos razones que pueden ser-
vir de pruebas preliminares.
Primero, la manera en que la entrevista al artista se ha convertido,
por lo menos en Colombia, en el género crítico por excelencia, al que se
aferran por igual periodismo, academia y curaduría para contarnos la
verdad y la inscripción social de la obra20. Segundo, la pululación de
anécdotas que parecen constituir el horizonte de la discusión sobre arte
en Colombia y que condimentan los mentideros en que se convierten,
por momentos, las páginas de Internet y los portales donde se hace aho-
ra la crítica. Piénsese, si no, para limitarnos a los últimos años, en el
sonado escándalo de la acción de la artista cubana Tania Bruguera en
la Universidad Nacional de Bogotá, el engaño que sufrió Beatriz González
por parte de un artista joven que se hizo pasar por una desplazada escri-
biéndole una carta, el escándalo por el robo del Goya supuestamente a
manos de un comando de artistas y demás eventos que se pueden docu-
mentar sin mucho esfuerzo ingresando a la página esferapublica o miran-
do las sucesivas ediciones del Premio Nacional de Crítica de Arte, esas
colecciones de textos más o menos vergonzantes de «nuestra mejor crí-
tica» donde domina un tono quisquilloso, estancado en polémicas gre-
miales que solo parecen intentar fortalecer, desde el afuera constituti-
vo, una figura autoral débil intelectualmente y poco tenida en cuenta
en los debates sociales del país.

Declaraciones históricas y figuras de autor en la negación de la


belleza en el arte contemporáneo colombiano

Contra la belleza: una ruptura de palabra y omisión


En el caso de las relaciones entre belleza y figuras de autor-artista
en el arte contemporáneo colombiano, hay que anotar, como se insi-
nuaba al inicio, que, por lo menos en este país, el arte contemporáneo
latinoamericano se fundamenta, en cierto sentido, en la sustitución
de un paradigma estético por unas coordenadas de relevancia cultu-
ral e inserción social innegables que afirman la complejidad de los

20. Un censo, más o menos exhaustivo, encuentra bastantes libros de entrevis-


tas y catálogos donde el ensayo ha sido reemplazado por la conversación y el
diálogo de curadores y periodistas con el artista. En la bibliografía de este texto, el
lector puede encontrar algunas referencias a libros de entrevistas con artistas.

241
símbolos producidos por la sociedad colombiana21. O, si se quiere, por
la confección de un conjunto de símbolos profundamente enraizados
en las culturas populares y las imaginaciones vernáculas. Una forma
del diálogo con la especificidad social que, o bien intenta superar la
discusión sobre la belleza, o bien la toma como pretexto para intentar
un tipo de comunicación artística libre de una especie de lastre histó-
rico y eurocéntrico o exenta de cualquier tipo de prescripción acadé-
mica, pero a cuyas posibilidades antropológicas no logra renunciar del
todo sin pagar las consecuencias. Partiendo de la belleza y de lo que
su descrédito deja en el arte, los artistas plantean varias oposiciones,
y son estas mismas las que configuran una especie de sistema de apre-
hensión de lo bello por su propia caída del trono desde el que reinaba
todavía en tiempos del arte moderno. Lo que ha mostrado el arte
latinoamericano de las últimas décadas es que la noción de belleza
eurocéntrica no es extrapolable a las culturas vernáculas y que hay
singularidades más aprovechables para el arte que la cosmética de la
imagen o el exotismo. Más allá de que la belleza no sea un tema al
que muchos artistas contemporáneos se refieren explícitamente, sí
encontramos en sus palabras maneras de entender un deslinde que,
justo ahora, parece útil para detectar la manera en que se asumen las
vislumbres de la contemporaneidad en un marco cultural, si no más
importante, por lo menos más explícito. Si el arte está dominado por
un tipo de comunicación metafórica, por una especie de indispensabi-
lidad antropológica y por una forma de expresión que atrae más la
atención crítica hacia los medios del decir y su espesor simbólico, no
está claro que estos procedimientos tengan a la belleza como uno de
sus objetivos dominantes. Sin embargo, las pruebas no son tan con-
tundentes y las posiciones son diversas, cuando no ambiguas. ¿Quién
se atrevería a decir que en los primeros artistas rupturistas del país, a
mi juicio los de finales de los sesenta, no tienen en cuenta a la belleza
como uno de sus propósitos? Es obvio que en ellos cohabitan la parodia,
el humor, la crítica y la interrogación analítica por los fundamentos del

21. En otro texto, he intentado, esa vez mediante el examen de la crítica,


situar este nuevo paradigma. Cfr. Efrén Giraldo, «La construcción del concepto de
lo contemporáneo en la crítica de arte en Colombia, de Marta Traba a Esfera
Pública. Seis momentos, veinte tesis, cinco críticos y diez publicaciones acerca de
una ubicación cultural aplazada», en Javier Domínguez, Carlos Arturo Fernández,
Efrén Giraldo y Daniel Tobón (eds.), Moderno/contemporáneo: un debate de hori-
zontes, Medellín, La Carreta Editores, 2008, pp. 135-188.

242
arte, pero el deslinde no está del todo consumado, más allá de que las
palabras dichas por los autores quieran hacérnoslo creer a pies juntillas.
Los orígenes del arte contemporáneo en Colombia ofrecen, como
se sabe, no solo momentos de experimentalismo, irrupción de nuevos
materiales, relación de obras con el contexto y actitudes que interro-
gaban y ponían en cuestión a la propia institución artística, sino que
también aportan algunas de las figuras autorales más fuertes y atracti-
vas del arte colombiano. Extraña que no hayan pasado a ser persona-
jes de la ficción o del cine, salvo en la rumorología local o en algún
documental realizado con el apoyo del Ministerio de Cultura. Los ac-
tores del campo artístico no son solo reconocibles por sus obras, sino
también por su manera de interactuar con la esfera pública y hacer
vivir socialmente la posición del artista en un contexto ideológico
donde esta figura ya no puede ser exclusivamente la de un fruidor, la
de un bohemio o la de un elaborador de productos singulares, sino
una especie de intelectual, promotor o movilizador que toma el arte
como punto de partida para un debate social más amplio y para una
rearticulación de los símbolos. Una figura autoral que, además, se
opone a la de los viejos maestros con sus inoperantes valores éticos y
sus sistemas de creencias y formas de vida apoltronadas en el área de
comodidad que les creó la burguesía a la que proveyeron de capital
cultural. En cierto sentido, tanto Álvaro Barrios como Bernardo
Salcedo, Feliza Bursztyn y Beatriz González encarnan una nueva ma-
nera de ser artista en Colombia, donde son tan importantes las obras y
su experimentalismo como el modo de estructurar el habla y la parti-
cipación pública a propósito de ellas22. Cómo hablan y cómo escriben
son datos tan importantes como su manera de enfrentar la pintura, la
escultura, la instalación y el dibujo.
Uno de los materiales que ofrece un buen testimonio es el libro de
memorias que escribió uno de los artistas de esta generación: se trata
de Los orígenes del arte conceptual en Colombia, de Álvaro Barrios23.
En este texto hallamos varios despliegues de la figura autoral, a
través de declaraciones verbales que intentan cualificar su posición
junto con sus compañeros como primeros rupturistas de la práctica

22. Piénsese en el hecho de que, casi en su totalidad, la actividad de los


artistas modernos colombianos (los que, para el común de la gente, fueron los
nombres apadrinados por Marta Traba) es del todo ágrafa.
23. Álvaro Barrios, Orígenes del arte conceptual en Colombia (1968-1978), Bo-
gotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 1999.

243
moderna y, muy especialmente, su situación frente al discurso estéti-
co y la tradición de la belleza, imperante en el modernismo pictórico y
escultórico de la generación de los años cincuenta, del que estos ar-
tistas afirmaron querer desprenderse para ciertos fines, pero al que
apelaron para refugiarse en una tradición que ya era prestigiosa. Vale
la pena anotar que Barrios no solo se reputa a sí mismo como una de
las fuentes del arte contemporáneo de filiación conceptualista en
Colombia (abandonando, eso sí, el tono profético que, en la década
del ochenta, lo llevó a decir que todo el arte iba a ser conceptual),
sino que también se convierte en un portaestandarte de información
para cuya transformación es una especie de protagonista privilegiado.
En el prólogo, Barrios indica cómo la conversación con un joven artis-
ta nacional lo convenció de la necesidad de hacer él mismo la historia
de estas prácticas de los años sesenta y setenta para darlas a conocer
a las nuevas generaciones, pues caían en el peligro de ser olvidadas y
pasar inadvertidas para artistas que anhelaban hacer gestos rupturistas,
ya practicados en el país. Esta prédica se sustenta, además, en la idea
de que, por ausencia de crítica y de historia, la declaración del artista
y su testimonio tienen un valor insoslayable, algo en lo que también
ha insistido mucho, con tono pedagógico y patrimonial, Beatriz
González. A falta de críticos e historiadores profesionales y responsa-
bles, parece ser la tesis de los autores memorialistas, está bien que el
artista tome la pluma y haga su propia memoria. No en vano, hay que
recordar que es este «libro de artista» el primer premio de una serie
de convocatorias al ensayo, a la crítica y a la historia del arte realiza-
das en Bogotá desde finales de la década del noventa.
Como saben los lectores, todo logra su clímax cómico cuando, en
su libro, Barrios, no en vano un heredero directo del Nadaísmo, se
entrevista a sí mismo, un momento culminante de una voz autoral
que parte de sí misma como referente y se adopta a sí mismo punto de
llegada24. Un desdoblamiento de personalidad y voz narrativo-analíti-
ca que no deja de ser ilustrativo de esta dependencia del diálogo
entre las instancias productoras del arte y su distancia con respecto a
las de intermediación y valoración. Además de esta pieza dramática
donde habla consigo mismo (practicada también una vez por Truman
Capote), Barrios nos narra sus avatares en el momento de componer

24. Álvaro Barrios, «Conversación con Álvaro Barrios», Los orígenes del arte
conceptual en Colombia (1968-1978), op. cit., pp. 71-79.

244
diversas obras y, especialmente, su proceso de acercamiento al arte
conceptual y sus simpatías con la vía abierta por Marcel Duchamp,
uno de sus mitos autorales predilectos. De hecho, en varias piezas, el
recurso de Barrios en la obra que tematiza al personaje Duchamp es
fabular episodios de su vida o incluirlo en otros contextos. Por cierto,
estoy considerando aquí la idea de que Barrios fabula la vida de sus
compañeros de generación de un modo similar a como fabula la vida
de Duchamp. Como si, para Barrios, Bernardo Salcedo y Antonio Caro
fueran personajes imaginarios, como el autor de El gran vidrio.
Mayor interés que estas declaraciones, que contribuyen al diseño
de una especie de autoficción de artista que documenta, porta la
memoria del evento artístico y cumple papeles críticos, periodísticos y
teóricos, mostrándose como el más autoconsciente y el «testimonio
vivo de una época», son las entrevistas que Barrios hace a otros prota-
gonistas de la escena del arte de las décadas del setenta y ochenta: el
crítico Eduardo Serrano, el galerista Alonso Garcés y los artistas Ber-
nardo Salcedo, Antonio Caro, Miguel Ángel Rojas y Beatriz González.
De modo que son algunas de estas conversaciones el principal refe-
rente para examinar la manera en que los artistas de estas generacio-
nes concibieron su trabajo. Y, también, para mirar cómo enmarcaron su
postura dentro de lo que podríamos llamar un deslinde con lo estético,
lo normativo, lo sensible y lo formalista, con miras a adentrarse en una
cuestión que ellos mismos llamaron conceptual, experimental, de inno-
vación o conectada con la especificidad de la cultura colombiana.
Beatriz González, a quién le cabe duda, es la artista colombiana
que introduce una de las cesuras más drásticas en el arte moderno.
Incluso, no vale la pena repetir lo que en su actividad artística hay de
rompedor y fecundo para las prácticas de las décadas posteriores, más
allá de que resulten aleccionadoras sus maneras de proceder y sus
propios puntos de partida: destrucción de la idea de originalidad en el
arte, experimentalismo entre medios bidimensionales y
tridimensionales, historicismo exacerbado, sentido del humor, localis-
mo, diálogo horizontal con las culturas populares. Pero, asimismo, Bea-
triz González es, como Álvaro Barrios, una artista de abundantes de-
claraciones, escritura sistemática y regular, curadurías ampliamente
visibilizadas por el establecimiento, museografías institucionales de
extendida resonancia. Y, en general, una artista caracterizada por un
posicionamiento crítico que la sitúa como una figura autoral más que
significativa, rodeada de una autoridad, no solo productiva o creativa,

245
sino también verbal e institucional25. Un magisterio que no se agota
en el hecho de ser un referente plástico unánimemente reconocido,
sino también en una primacía que involucra diversas actividades com-
plementarias, entre las cuales una de las más citadas es su escuela de
guías en el Museo Nacional. Como no es posible, y no interesa para
este caso, recoger los muchos planteamientos suyos sobre la crítica, la
curaduría, la teoría o la historia del arte (áreas en las que ha
incursionado y sobre las que ha escrito varias veces), nos limitaremos
a algunos planteamientos suyos sobre la generación de los sesenta,
sobre su obra y, muy particularmente, sobre el contradictorio papel
que en su trabajo ha desempeñado la belleza.
En el libro de Barrios, hallamos una entrevista con ella que prodi-
ga varias declaraciones que muestran cómo la belleza vendría a ser
algo así como la contraparte de un arte centrado en el concepto, la
crítica y la experimentación, y de la cual habría que desprenderse (o
a la cual habría que aplazar) para acercarse a otros propósitos, sobre
todo críticos y culturales. Así, por ejemplo, en un momento dado,
interrogada acerca de las fuentes populares y kitsch de sus imágenes,
destinadas a los catres de fierro donde finalmente asentaría sus carac-
terísticas pinturas en colores planos de la década del setenta, González
es enfática. Luego de la pregunta de Barrios por los citados muebles,
«cuando tú los usaste, ¿lo hiciste porque te parecían feos también?»26,
la artista santandereana responde: «yo los usé porque me parecían
feos, claro, y pesados»27. En cierto sentido, son más que explícitos la
oposición a la belleza o, por lo menos, a la belleza convencional de la
época y el reconocimiento de su contingencia. El punto de partida es
la disonancia con el gusto extendido de las clases pudientes. Luego,
en la misma entrevista, confrontada sobre el papel revulsivo que im-
plicaba el hecho de optar por estas formas del gusto popular para ha-
cer una obra seria, apuntala: «Lo que en verdad yo buscaba con
Santander y con Bolívar era algo agresivo. Y con los muebles, en cam-
bio, yo no veía la belleza, yo no decía ´qué muebles tan bellos´, no; yo
lo que veía era una fuerza casi vulgar con la que yo podía agredir»28.

25. Conozco solo un texto «teórico», hasta donde es posible hablar de ello en
Colombia, que reconoce en esta amplitud de roles de la artista un elemento fun-
damental. Cfr. de Carlos Arturo Fernández, Arte en Colombia 1981-2006, Medellín,
Universidad de Antioquia, 2007.
26. Álvaro Barrios, «Conversación con Beatriz González», en Los orígenes del
arte conceptual en Colombia, op. cit., p. 48.
27. Ibíd.

246
En cierta medida, la artista, como lo reconoce más adelante, malicia
que la apropiación que hace de la imagen fea puede convertirse, por
mutación, en un nuevo referente de belleza, pero sabe que, en sus
inicios, pertenecían a una estrategia antagónica dentro de las posi-
ciones artísticas. Por impulso y por fuerza de la institucionalización
histórica, luego ingresan al gusto general. El mismo Duchamp dijo
que la belleza era cuestión de hábito y que, de tanto ver algo feo,
luego de cuarenta años, acababa por producir emoción estética, como
si la historia introdujera dentro de lo bello todo aquello sometido a la
inercia de la sanción institucional. Recordemos la ambigüedad maes-
tra que sostienen aún obras como la de Duchamp, que no sabemos si
participan de una desestetización del arte o, por fuerza de la historia y
la institución, de una estetización de lo prosaico. Por supuesto, este
planteamiento ha recibido críticas, sobre todo cuando se asume que
hay un buen arte que, al principio, es considerado feo y que, luego,
pasa a encontrar aceptación en la comunidad valorativa o a imponer-
se por fuerza de costumbre29.
Otro momento, en el que se evidencia una posición más o menos
expresa en torno a la relación de su obra con la belleza, se da cuando
Beatriz González se refiere a su famosa serie «cortesana», aquella que
dedicó a la «corte de los milagros» de los presidentes Turbay y Betancur,
a los que trató ácidamente en sus figuraciones de finales la década
del setenta y principios de la década del ochenta. Cuando habla de la
serie del presidente que firmó el Estatuto de Seguridad y que dio
lugar a más chistes de ocasión en la reciente historia de Colombia,
dice que las fotos del reportero que ella usó y tomó como base para
elaborar esas obras cáusticas y tremendamente críticas con el estable-
cimiento (al que reprochaba su vulgaridad, su inmoralidad y su mal
gusto) le llamaron la atención por bellas, pero que la parte crítica fue
saliendo después, en una especie de añadido surgido de la formalización
y la reflexión sobre la procedencia cultural de las imágenes30. El obje-
to fotográfico, en este sentido, pese a tener una belleza que contradi-
ce la fealdad moral y física del motivo (la de unos políticos que se
muestran descaradamente en toda su desfachatez de cocteles, cere-

28. Ibíd., p. 49.


29. En concreto, esta postura, defendida por Roger Fry, encuentra en el Arthur
Danto de El abuso de la belleza uno de sus críticos más enconados. Cfr. Arthur
Danto, The abuse of beauty. Aesthetics and the concept of art, Open Court, Chicago
and Lasalle, Illinois, 2004, pp. 33-37.
30. Ibíd., pp. 54-55.

247
monias e inauguraciones), aporta un punto de partida descubierto por
la artista mediante una cuidadosa apreciación de los valores estéti-
cos, pero es luego, en la transformación, en la especial modulación
plástica, donde emergen otro tipo de categorías, como las que González
asocia con lo critico y lo revulsivo.
Refiriéndose a su trabajo de finales de los setenta y los inicios de
los ochenta, dice: «todavía estaba muy en el terreno de la obra bella,
nunca tuve ese desprendimiento de Salcedo con respecto a la obra. A
mí me parece que lo que podía haber de conceptual en lo mío, en ese
momento, era cierto comportamiento con relación a la misma.»31 Si
bien la artista reconoce que deshacerse de lo bello es dar un paso
adelante, y también (por qué no) una especie de salto en el abismo
oscuro del experimentalismo contemporáneo, reconoce que su acti-
tud conceptual radicaba, no tanto en la concepción o ejecución de
una pieza, todavía bastante dependiente de valores manuales y estéti-
cos y en un tipo de belleza que podríamos caracterizar como decorati-
va, sino en su manera de emplazarla, definirla o, incluso, redefinirla
por la aplicación de un suplemento verbal. Piénsese en el título, por
ejemplo, que en la autora de Los suicidas del Sisga casi siempre ha sido
de carácter irónico y que le aportó amplitudes críticas decisivas. De
hecho, en buena parte de la obra de González, el suplemento verbal
parece ser el único portador de la dimensión crítica de la obra, pues la
imagen sigue entregada a los valores estéticos, algo que, entre otras
cosas, comparte con artistas como Bernardo Salcedo.
Vamos a tener en cuenta una declaración final de Beatriz González
sobre el papel de la belleza en su obra en este contexto del pronuncia-
miento de la figura autoral artística colombiana: la contenida en la
investigación Estéticas de lo contemporáneo, realizada por el Grupo de
Investigación en Teoría e Historia del Arte en Colombia de la Univer-
sidad de Antioquia, uno de los responsables de la realización de este
seminario. La declaración, suscitada por una pregunta del entrevista-
dor, que pretendía indagar en los rasgos del arte contemporáneo co-
lombiano, es la siguiente: «Lo «contemporáneo» llegó a mi obra de
una forma inesperada, donde el azar y la conciencia de los alcances
de mi trabajo jugaron un papel primordial, haciéndome posible correr
riesgos, romper con la belleza e involucrarme con los ideales y cultura

31. Ibíd., p. 58.

248
del país.»32 De esta afirmación, resultan muy interesantes tres puntos:
primero, el hecho de que la inclusión de la obra en un nuevo paradig-
ma histórico y artístico hubiera ocurrido después de realizadas las ac-
ciones. Segundo, que la ruptura con algunos presupuestos del arte
moderno implicara, a su vez, una ruptura con la belleza (no necesaria-
mente un abandono de sus posibilidades). Y tercero, que la alternati-
va a un concepto de arte esteticista es la aproximación a la singulari-
dad de la práctica cultural local o, en cierto sentido, a la idea de que
también la belleza en la producción cultural popular es algo que pue-
de ser aludido y citado por la práctica artística contemporánea. Tres
circunstancias de las que dan prueba las obras de la misma Beatriz
González y que serán especialmente importantes cuando artistas de
corte procesual o posminimalista vean en la naturaleza, atravesada
por transformaciones culturales y apropiaciones locales, una nueva
posibilidad para afiliarse con lo estético.
Otra figura autoral que permite una aproximación iluminadora a
la presencia negativa que la belleza tiene en la conceptualización
hecha por los artistas colombianos de finales de la década del sesenta
es Bernardo Salcedo, ése en quien González sí veía una ruptura radi-
cal con la belleza. De hecho, a primera vista, sus obras presentarían,
en una etapa, vínculos con una propuesta antiestética, mordaz e im-
placable con las convenciones y el gusto imperante en la época, una
posición sustentada, sobre todo, en una aproximación informacional
al problema del arte y a su relación con el mundo del objeto desecha-
do; en otra etapa, interesada también por la forma escultórica y cierta
condición sensible de las piezas. Las fuentes para reconstruir la rela-
ción de la figura autoral de Salcedo con el concepto de belleza, en
este caso, no son solamente las entrevistas, ámbito en el que este
humorista, escultor, productor de procesos y creador de objetos se
mostraba bastante escurridizo y, en cierto sentido, difícil de concretar,
sino en los escritos que, con varios seudónimos (Óscar Cirujano, El
Doctor Trueno, Delphos Pop, Germán Lleras de Francisco), enviaba
con regularidad a la prensa nacional. Salcedo, además de haber rea-
lizado algunas de las obras más rompedoras, inteligentes y distancia-
das del arte contemporáneo colombiano, de haber introducido una
consideración nueva para el objeto en la escultura, de haber cuestio-

32. Grupo de Investigación en Teoría e Historia del Arte en Colombia, Estéti-


cas de lo contemporáneo, investigación inédita.

249
nado los lenguajes y de haber usado un inteligentísimo humor visual,
aparece como aquella figura autoral sutil, participante sagaz del de-
bate, que toma su propia actividad artística de manera desapasiona-
da, como si fuera solo un juego intrascendente, en el que no hay
ningún afán intelectualista o sublime. En todos esos casos, ocurre lo
impensado: el entrevistador idealiza su trabajo, aborda la entrevista
con toda la solemnidad y el artista acaba por tirarle un balde de agua
fría, diciéndole que lo que hace no tiene importancia o es distinto de
lo que se ha creído. Luego de escribir estas líneas, vienen a mi mente
las palabras del sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien definió a Marcel
Duchamp como aquella figura autoral caracterizada por haber entendido
el arte como una actividad no susceptible de anexión por la palabra o la
explicación verbal. Duchamp encarnaría, en esta versión del sociólogo,
el intento del arte contemporáneo por definirse como actividad
inexplicable, compleja, vacía espiritual y semánticamente, más allá de
que sus propios gestos estén llenos de problemas y situaciones
provocadoras para la mente33. De igual manera, y guardando las
distancias, los textos y entrevistas de Salcedo nos revelan a un acérrimo
fustigador de las políticas culturales colombianas y, en cierta medida,
a una de las pocas voces artísticas que empleaban con solvencia la
palabra escrita para cuestionar con firmeza los desmanes del
establecimiento. Ahora, en esta época donde el arte contemporáneo
colombiano (o, por lo menos, como se experimenta en Medellín) se ha
vuelto tradición oral, vale la pena volver a pensar en un artista para el
que la escritura fue una vocación permanente. Esta posición, que a
veces es incómoda para las instituciones, fue reconocida incluso por
una de las habituales víctimas de los dardos de Salcedo, el crítico
Eduardo Serrano, quien, además, captó el importante fondo crítico
de sus afirmaciones34 y el papel que tal discurso tuvo, como en el caso
de Antonio Caro, en la definición de una propuesta artística importante
para el arte colombiano.
Guardando las distancias con lo que podría representar Duchamp
para la cultura norteamericana de los años sesenta y setenta, Salcedo
es esa figura distanciada, que excede el mismo talento de sus críticos,
hecho que salta a la vista cuando se leen las entrevistas que le hicie-

33. Pierre Bourdieu, Las reglas del arte, op. cit., p. 258.
34. Bernardo Salcedo, El mundo encaja (catálogo de exposición), Bogotá,
Banco de la República, Biblioteca Luis Ángel Arango, 2001, pp. 199-200.

250
ron (o, más bien, que le intentaron hacer) o cuando se confrontan
algunas de sus desconcertantes declaraciones, donde empleaba la tác-
tica del desconcierto para no dejar ver con claridad su propia posición
artística. Por supuesto, como adivinará el lector, este intento por no
ser muy afirmativo acaba también en una afirmación y dibuja, tam-
bién, una posición.
En el mismo libro de Barrios, aunque no hallamos declaraciones
de Salcedo sobre el tema concreto de la belleza, que al parecer le era
más o menos indiferente, sí se encuentran algunos pronunciamientos
suyos sobre esta indiferencia artística que lo caracterizó de manera
tan distintiva en el arte colombiano y, especialmente, sobre su actitud
ambivalente hacia la forma y hacia el papel que lo sensorial tenía en
su teoría artística. Así, por ejemplo, expresaba de sus cajas de finales
de los años sesenta que eran «puramente un juego, sin ínfulas intelec-
tuales»35, intentando desmontar las mismas interpretaciones (ya bas-
tante complejas)de su trabajo construidas por la crítica. De igual
manera, refiriéndose a su formación como arquitecto y a su desinterés
por los valores estéticos de los materiales y las actividades manuales
de los géneros artísticos tradicionales, expresó algo que solo se podría
entender como una desvinculación de la belleza y de todo el papel
que el temperamento genial tendría en la elaboración de una pieza de
arte: «lo que pasa es que yo no sé pintar, no sé dibujar, no sé hacer
nada de eso; entonces, tengo que hacer cosas que pueda tocar, cosas
que existan ya; además yo no sé crear cosas a partir de nada.»36 Esta
última declaración es interesante, además, porque sitúa el decurso
del arte contemporáneo colombiano en un registro informacional, donde
se re-significa el objeto, antes que una operación constructiva guiada
por la sensibilidad. El imaginario panteísta de la creación parece sus-
tituido por una actividad de reciclaje que es intermediaria y parasita-
ria de la producción. Este fenómeno aparecerá especialmente en el
polo conceptual del arte colombiano, representado por los artistas que
vienen después de Antonio Caro, la figura clave en este planteamien-
to de la falta de habilidad, del fracaso formal como un principio de
base de esa nueva forma de ser artista que él mismo, con Salcedo,
encarna de manera admirable.

35. Álvaro Barrios, «Conversación con Bernardo salcedo», en Orígenes del arte
conceptual en Colombia, op. cit., p. 29.
36. Ibíd., p. 36.

251
Sin embargo, las declaraciones más importantes para entender la
figura autoral de Salcedo y su posible posicionamiento frente a los
valores de la belleza están en los artículos que, bajo el seudónimo del
Doctor Trueno y Óscar Cirujano, envió a la prensa escrita, una prensa
en la que todavía, y sin ánimo de ser nostálgicos, era posible encon-
trar discusión, agitación y escritura inteligente. Una especie de tribu-
na, ya casi legendaria, en la que el artista, más que ser una ficción
útil al mercado o a la institución, horadaba el horizonte discursivo
con fuertes marcas personales que partían de la crítica a la misma
noción alambicada de autoría artística y hacían creer a los lectores
que, en efecto, el artista era un intelectual y un observador de la
dinámica cultural, más que alguien dotado de una percepción, una
sensibilidad o unas capacidades manuales sobrehumanas.
El planteamiento de Salcedo sobre un tipo de arte que parte de las
asociaciones mentales permitidas por el objeto recuperado queda pre-
sente en una declaración recogida por el periódico El Tiempo en 1970,
al referirse a aquellas obras donde se ocupa de esa tortura escolar
vivida por algunas generaciones de colombianos y colombianas en la
escuela: las planas.
Quiero suprimir toda idea esteticista, todo lo ilusorio y engañoso que
hasta ahora ha aplastado el arte, para liberarlo absoluta y totalmente...
quiero mostrar cosas en el mundo cotidiano que son importantes aun
cuando la gente esté ciega y sorda y no se dé cuenta. Quiero demostrar
la importancia de esos castigos y esas tareas escolares que marcan una
época tan esencial de la vida como es la infancia37.
Ahora bien, Salcedo entiende que la dimensión de su trabajo no
es la de la belleza, asociada ya desde hacía mucho tiempo con el de-
leite de los sentidos y con un principio de armonía de los componentes
visuales de la pieza terminada. Más bien, opta por un tipo de obra que
analiza la actividad artística como un comportamiento y un proceder
nominador, proyectivo, en vez de inclinarse por una fruición de tipo
visual. Esto, en parte, funciona para estas obras donde el proceso, el
texto y la nominación son las estrategias fundamentales. Pero otra
cosa ocurre cuando, al parecer, al sentirse reducido a una versión un
poco cómoda y gratuita de lo conceptual y lo humorístico, ataca al
entrevistador por otro flanco y le pide que mire también el aspecto
formal y, digámoslo así, superficial y sensible, de su trabajo. Si bien

37. Bernardo Salcedo, El universo en caja, op. cit., p. 192.

252
Salcedo sigue teniendo presente la opción mental y crítica de la obra,
lo que lo conectaría con un proceder hasta cierto punto anti-esteticista,
da giros que aún hoy podrían ser desconcertantes, que reducen al
entrevistador a una especie de monigote o figura que no puede obte-
ner la respuesta esperada. Algo que, entre otras cosas, resulta sor-
prendente si pensamos en los poderes casi absolutos adquiridos por la
prensa hoy, cuando subyuga con sus oropeles a artistas, escritores e
intelectuales, que, por igual, se desviven por figurar en ellos. Véase,
por ejemplo, una declaración del año 1983 donde Salcedo mezcla su
aspiración conceptual con una vocación formalista y esteticista, ex-
trañamente mistificadora y desacralizadora:
Todo lo que la gente hace tiene su dosis de conceptual, ya sea arte o
cocina, pero mi obra además de conceptual tiene su dosis de expresión
plástica. No se queda en el solo enunciado. Mis cosas las llaman escul-
tura porque aquí llaman escultura a todo lo que no se puede enrollar. Y
digo que mis obras no tienen argumento porque no cuentan aventuras,
anécdotas o acontecimientos. Es contemplativa, pero la gente busca
desesperadamente en ella el qué significa, porque no quiere ver sino
entender38.
También, un poco más adelante, en una entrevista posterior con
el diario El espectador (1985), responde de esta manera a una pregun-
ta que alude, más o menos de manera indirecta, a la importancia de
lo sensitivo, esta vez no negando las clasificaciones genéricas, sino
también la inclusión en un trabajo de vocación antiformalista. Salcedo,
por supuesto, mezcla una vez más diferentes nociones, acudiendo a
una posible dimensión mental de lo estético.
¿Le gusta darle la vuelta a los significados cotidianos?
Cuando coinciden esas dos apreciaciones, las utilizo. Cuando un objeto
me entusiasma por su forma, y fuera de eso tiene una percepción dife-
rente, en la gente, este me atrae mucho.
¿Es decir que lo más importante es la estética?
No, es la plasticidad. La estética es una cosa distinta, está en todo y
sobre todo. La estética es una idea, una concepción filosófica. La plasti-
cidad está más ligada a un gesto sui generis. La plasticidad tiene que ver
con la expresividad39.

38. Ibíd., 198.


39. Ibíd., 180.

253
Cultura e información a cambio de belleza
Dos artistas posteriores, también dueños ellos de fuertes figuras
autorales, cuya proyección y validación dentro de la escena artística
local son recientes, representan profundizaciones en estas apreciacio-
nes negativas o contradictorias de la belleza de la generación anterior
y en las oposiciones que pueden trazarse entre la belleza, por un lado,
y la cultura y la ideología, por el otro.
El primero de ellos es Antonio Caro, una de esas figuras definiti-
vas del arte contemporáneo en Colombia por su posición frente a la
institución arte, por su introducción de problemas hasta entonces in-
éditos, por su uso de materiales de alcances contestatarios y, especial-
mente, por su manera de ser artista y administrar con propósitos artís-
ticos su propia persona. Una cosa es común en la crítica sobre Antonio
Caro escrita en las últimas décadas y es la insistencia en que su ma-
nera de hacer arte encarna una posición singular de artista, una ma-
nera de desafiar las convenciones que supone ser un productor cultu-
ral cualificado y comportarse artísticamente en un ámbito local. Y,
muy decididamente, su manera de democratizar, empobrecer o, como
dirá más acabadamente Rosemberg Sandoval, «lumpenizar» el arte.
Una manera especial de ser marginal y local que, de modo sorpren-
dente, acaba en una radicalización del principio de autonomía del
arte performativo y en una extensión del principio del arte a la perso-
na del artista. Las declaraciones, en el caso de Caro, aluden por con-
traste al problema de la belleza, y consolidan una tradición ya insi-
nuada por Salcedo y por cierta parte de la obra más mordaz de Beatriz
González. También en el libro de Álvaro Barrios, leemos palabras de
Caro: «puedo decir que en este momento ya manejo un código de
comunicación conceptual plenamente. Me valgo de un hecho, tomo
un recurso y elaboro una frase con una simbología»40. El artista, en
cierto sentido, se sitúa en contextos donde toma los enunciados
falazmente transparentes de la información mediática y los
problematiza. Más adelante, dirá a Barrios que él es fundamental-
mente un artista que opera en la esfera simbólica y que, sobre todo, es
«un trabajador de textos»41. Lo que, por supuesto, no debe entenderse
en el sentido exclusivo de que Caro opera con fotocopias y panfletos

40. Álvaro Barrios, «Conversación con Antonio Caro», en Orígenes del arte
conceptual en Colombia, op. cit., p. 118.
41. Ibíd., p. 123.

254
(en lo que es al parecer un precursor), impresos o manuscritos, sino en
el sentido amplio de que su problema es ahora discursivo, lingüístico,
y donde caben problemas de lo visual, pero también del texto social,
del texto antropológico, de la política y de la cultura, que son tam-
bién, en última instancia, productos discursivos. Sin temor a extrava-
gancias, con la crítica inspirada en la semiótica y la lingüística de
Marta Traba de los años sesenta, este es el verdadero giro lingüístico
del arte colombiano, el que representa la adscripción de Antonio Caro
al trabajo con la información y la alteración del lenguaje
instrumentalizado.
Miguel Ángel Rojas es también una figura autoral de gran fuerza,
sobre todo por la tematización que elaboran sus obras y los puntos de
partida evidentemente vinculados con la autobiografía del artista. Lo
interesante es que las obras de origen y contenido autobiográfico de
Miguel Ángel Rojas deponen esta condición personal y evaden lo
confesional, lo narrativo o la articulación demasiado privada de la
significación y logran estatuir símbolos de una extraña fuerza univer-
sal e inusitado poder de comunicación. Se escribe la propia vida, la
vida del artista (inmigrante, homosexual, clandestino, indígena), pero
a condición de que esa grafía signifique y cuestione cómo nos figura-
mos la forma de representar la diferencia y la vida privada de cual-
quiera. Se ha escrito ya bastante crítica sobre Rojas, pero la mayoría
de esos textos, pobres casi todos, pasan por alto las nociones de
autoficción y biografema42, que resultan fundamentales desde nuestra
perspectiva. Las declaraciones del artista, por lo menos con respecto
al problema de la belleza, no son abundantes tal vez porque, como en
el caso de Caro, es un concepto ausente y que ni siquiera se discute,
más allá de que con Rojas estemos frente a una obra que puede alber-
gar, cómo no, bastantes discusiones sobre la belleza, lo que, de manera
bastante significativa, no parece admitir la obra de Caro. O, por lo
menos, es lo que ha ocurrido cuando se discute sobre obras como su
serie David, de la que se ha deducido una especie de carga o de
revivificación esteticista en la que el artista, por lo menos en sus de-
claraciones públicas, valga la pena decirlo, no ha estado interesado.

42. El concepto de autoficción fue creado por el novelista Sergei Doubrovski


y el de biografema, por Roland Barthes. Cfr. Serge Doubrovsky, Fils, París, Galilée,
1977; Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona, Paidós,
2009, p. 48; Roland Barthes, Sade, Loyola, Fourier, Caracas, Monte Ávila, 1977, p. 13.

255
Permítaseme citar, sin embargo, esta declaración de Miguel Ángel Ro-
jas, aparecida en el libro del periodista Diego Garzón Otras voces otro
arte, que podría permitir una lectura de su actitud hacia la belleza:
Lo que me motiva es la situación del país, la condición humana, las
diferencias, las injusticias, un poco lo mismo que siempre me ha inquie-
tado. La sublimación de cosas negativas y los más oscuros sótanos a
través del arte. Ahora mi preocupación es analizar muy seriamente el
país. Al respecto me dijo alguien a quien le gusta mucho el arte abstrac-
to que lo máximo era ese arte. Pero mi pensamiento va más allá de la
abstracción. Me parece que, aquí en Colombia, hacer arte abstracto es
hacer cosas bonitas por hacerlas. El compromiso de un artista que pien-
sa es analizar las cuestiones del país y ahí hay una abstracción mejor:
encontrar los símbolos, los elementos que hacen parte de Colombia43.
Si bien a finales de los sesenta y durante los setenta, asistimos a
lo que yo mismo una vez caractericé, en algún estudio sobre la críti-
ca, como una especie de época falazmente pluralista, donde el eclec-
ticismo y el reblandecimiento de las posiciones por conveniencia
dejaron en el segundo plano las actividades artísticas más relevan-
tes del arte colombiano, por obra también de un mercado hasta cier-
to punto artificioso, figurable en la imagen de la burbuja44, es obvio
que los planteamientos que persistieron en la exploración de posibi-
lidades, como los de Rojas y Caro, mantuvieron sus distancias con
respecto a la belleza. De ahí que las declaraciones y las figuras
autorales de ambos se invoquen aquí para mostrar, no un temor, como
ocurría en el furor neovanguardista de la década del sesenta, sino
una especie de sustitución de sus posibilidades por la crítica, la ex-
perimentación de lenguajes y los pronunciamientos de análisis y crí-
tica cultural. La amenaza a la belleza parece ser aquí el principio de
oportunidad histórica y social que nunca tuvo el arte colombiano.
La primera vez que el intento vanguardista de cuestionar la estruc-
tura profunda del arte y sus relaciones con los resortes secretos del
poder se da de manera clara.

43. Diego Garzón, «Miguel Ángel Rojas», en Otras voces, otro arte, Bogotá,
Planeta, 2005, p. 43.
44. Efrén Giraldo, «La construcción del concepto de lo contemporáneo en la
crítica de arte en Colombia», en Javier Domínguez; Carlos Arturo Fernández,
Efrén Giraldo y Daniel Jerónimo Tobón (eds.), Moderno/Contemporáneo: un deba-
te de horizontes, Medellín, La Carreta Editores, 2008, pp. 135-188.

256
Redefiniciones, ubicaciones, inversiones
De seguro, la distinción entre arte moderno y arte contemporáneo
no es fácil de establecer en el contexto colombiano, un ámbito que,
como lo definió bellamente el mismo Bernardo Salcedo, obligaba al
artista «a crear una propia cronología, su propio reloj, su propio alma-
naque»45. Y, mucho menos, es fácil identificar coincidencias y deslin-
des entre una generación de artistas rupturistas y los procesos que
ocurren en las décadas posteriores. Para efectos de comodidad
metodológica, y con el ánimo de no abusar del breve espacio concedi-
do para esta exposición, agruparé una serie de declaraciones sobre el
tema de la belleza realizadas por los artistas nacidos después de la
década del cincuenta, que muestran una buena panorámica acerca
de la manera en que la belleza es vista de manera no reactiva y ha
permitido, en las obras y en el terreno de la reflexión practicada por el
mismo artista, una mirada integradora y menos apasionada. Apostar
por la belleza tiene aún sus lastres y sus sospechas reaccionarias, pero
aún existen artistas que piensan en redefinirla e, incluso, en
involucrarse en sus decursos, sin que piensen que esto sea una forma
de claudicación o entrega a las exigencias de un mercado o un públi-
co al que hay que complacer a toda costa. Y, también, están los que
piensan que en la vida cotidiana la belleza tiene algún papel, casi
siempre iluminador, frente a la barbarie, y por eso la citan o la indi-
can. De ahí que las miradas resultantes sean heterogéneas e incluso
contradictorias. Puede haber belleza, pero ella siempre será acogida
con reserva y será negada como recurso válido cuando se trata de
hablar de la catástrofe social de la nación o será aludida como un
factor presente en las comunidades que se mapean. Pero también
una intersección donde los rechazos no son tan claros, donde las
posiciones son ambiguas puede ser una oportunidad inmejorable para
trabajar con el arte.
La clave en esta transformación se da, por ejemplo, cuando el
artista se ve a sí mismo como un señalizador específico y no como un
estetizador. Planteamiento que aparece en una de las declaraciones
de Carlos Uribe en el libro de Diego Garzón antes citado, y donde,
interrogado, por la situación de la escultura en el espacio público, el
autor de la bella pieza que sirve de estandarte visual a este seminario

45. Bernardo Salcedo, El universo en caja (catálogo de exposición), op. cit., p. 198.

257
expone una especial manera de entender la percepción del público
frente al espacio que todos compartimos:
Yo creo que el instante es un valor. Y a veces, cuando los monumentos o
esculturas en el espacio público permanecen para una supuesta ´in-
mortalidad‘ más ideológica que estética, las obras se vuelven invisibles,
se mimetizan con el espacio circundante, pasan inadvertidas en la
cotidianidad y no cumplen su función artistic […] con nuestras inter-
venciones en el espacio público estamos en un proceso de realización
de señalamientos artísticos, los cuales significan por el contexto donde
están inscritos46.
Esta manera de anteponer a la belleza una actividad de señaliza-
ción crítica, visible en artistas que como Uribe practicaron un acerca-
miento bastante singular al espacio, la naturaleza y las fuentes de la
cultura vernácula, es también frecuente en la obra de autores activos
durante la década del noventa y los primeros años del siglo XXI, con
diferentes matices y, en ocasiones, cercanos a procederes no necesaria-
mente conectados con la intervención en espacio público, mas sí con la
confrontación de la historia de la imagen y su presencia en la cultura.
También José Alejandro Restrepo es, en este orden de ideas, una
figura autoral que parece comprometida en un tipo de práctica artís-
tica atravesada por las disciplinas sociales y la consideración contem-
poránea de la imagen. Si Uribe tiene una formación en ciencias socia-
les que se evidencia en su recurrente y efectiva estrategia de mapeado
metafórico, en Restrepo la cercanía con discursos teóricos de la filo-
sofía y la crítica cultural es la garantía de una especie de etnografía e
historiografía visual-política que le da una posición muy apreciada en
el arte colombiano. Y encarnaría un tipo de artista influido, no tanto
por la investigación específica de las posibilidades estéticas de los
medios, sino por la intersección cultural y política en que los mismos
se comprometen, punto donde son las ciencias sociales, la filosofía y
los estudios de cultura los que proveen el material, los problemas ar-
tísticos y no pocas de las soluciones formales. No una pregunta por las
formas o por la estructura visual de la representación, sino una inda-
gación en su inscripción social y sus condiciones infraestructurales de
posibilidad. Por ello, aunque la pregunta por la belleza parece ser más
ideológica que una cuestión sustancialista o una pregunta de base,
Restrepo sí se inclina por dotar a su actividad plástica de una voca-

46. Diego Garzón, «Grupo Urbe», en Otras voces, otro arte, op. cit., p. 231.

258
ción crítica, investigativa y conceptual, más que estética. De igual
manera, a semejanza de Uribe en el espacio público, se postula como
un indicador de particularidades antropológicas y sociales, no como
un estetizador. Cuando más, la belleza será aludida o cuestionada como
valor social o integrada históricamente a una reflexión iconográfica.
Por ello, al curador de la exposición Cantos cuentos colombianos, Hans
Michael Herzog, Restrepo le dirá que su obra busca «señalar» y que
no tiene «más pretensiones que eso»47. Y por lo mismo, en una entre-
vista concedida al Grupo de Investigación en Teoría e Historia del
Arte en Colombia, expresaría: «yo doy la imagen necesaria»48, lo cual
sitúa al arte en contexto de indagación simbólica y no en hacer más
imágenes o más objetos bellos. Restrepo se situaría, así, en un contex-
to que, en otra entrevista realizada por el grupo de investigación al
artista Bernardo Ortiz, queda claramente formulado en otros térmi-
nos: «La universidad permite que no solo haya una aproximación sen-
sible a los materiales, sino una confrontación con otros saberes e infor-
maciones»49.
Estas tres aproximaciones (Uribe, Restrepo y Ortiz) muestran un
punto en que la tradición de la academia de artes, fuertemente in-
fluida por el modelo pedagógico beaux arts, queda trastocada por la
irrupción de discursos que no solo arman el trasunto conceptual de
las nuevas prácticas, sino que le sirven de base a sus experimentos
formales. La experimentación no parece provenir de las propiedades
físicas o plásticas de los materiales, sino del mismo repertorio cultural
e informativo que las inscribe o las modela. O, como diría Hal Foster,
de la conversión del arte en un espacio discursivo50.
Otro artista al que vale la pena considerar en sus relaciones con la
belleza es Oscar Muñoz. Aunque en sus declaraciones no se ha referi-
do explícita y sistemáticamente a la belleza, Muñoz es alguien para
quien la vocación esteticista y la manera en que permite interrogar
contemporáneamente los mitos son aún posibilidades, más allá de que
enuncie esta preocupación valiéndose de un término más privado,

47. Hans Michael Herzog, «José Alejandro Restrepo», en Cantos cuentos co-
lombianos (catálogo de exposición), Zurich, Daros-Latinamérica AG, 2004, p. 48.
48. Grupo de Investigación en Teoría e Historia del Arte en Colombia, Estéti-
cas de lo contemporáneo, op. cit.
49. Ibíd.
50. Hal Foster, «El artista como etnógrafo», en El retorno de lo real, Madrid,
Akal, 2001, p. 189.

259
prestado de la literatura, y menos comprometedor en el ámbito social.
Si se quiere, encarnaría, en el arte contemporáneo colombiano, lo
que Danto en El abuso de la belleza, define por la posesión de una
belleza interna51. En particular, al hablar del mito de Narciso, que tan
presente está en sus obras, Muñoz señala: «Está vinculado con la im-
posibilidad. Es algo que está planteado, no como un concepto de be-
lleza en el sentido de la perfección, o de un paraíso de dulzura y armo-
nía. Me parece que la belleza podría estar en la fuerza poética de un
trabajo.»52 Poética y no estética, en el sentido de que el saber y el
saber del arte no son generalizables y son siempre fruto de una elabo-
ración individual. Obra sobre todo comprometida con la posibilidad
de establecer una lectura intemporal del mito y con su capacidad de
generar recogimiento, más que de formular estilos o formas de proce-
der imitables.
No obstante estas incursiones declarativas en el problema de la
belleza o estas evasiones más o menos dicientes, de las cuales hemos
dado ejemplos aislados con artistas que trabajan en distintos registros
y que funcionan alrededor de distintos tipos de relación con la pala-
bra oral y escrita, son tres artistas colombianos muy activos y visibles
desde la década del noventa los que han hecho declaraciones con-
tundentes y problemáticas (tanto en sus obras como en sus entrevis-
tas) acerca de la belleza, declaraciones que no analizaremos en deta-
lle, pero que quedan formuladas para nuevos análisis.
María Fernanda Cardoso, Juan Manuel Echavarría y Rosemberg
Sandoval son las figuras autorales con las que cerraremos esta aproxi-
mación a las narraciones del artista colombiano contemporáneo acer-
ca de la belleza. Y permítanme, entonces, detenerme un poco en sus
palabras, sin interpretarlas mucho por ahora, para aproximar un poco
el problema a las dificultades que ofrecen las afiliaciones con la belle-
za en un clima cultural que se puede parecer, por lo menos en Colom-
bia, más al del esteta cruel Carlos Ramírez Hoffman de Roberto Bolaño
(donde se escriben libros repulsivos sobre la belleza de la pobreza o la
estética del desplazamiento) que al de la Bogotá o la Medellín casi
arcádica de los años sesenta.
María Fernanda Cardoso es, con respecto al discurso artístico
contemporáneo en torno a la belleza, una excepción notable, no por lo

51. Arthur Danto, The abuse of beauty, op. cit., pp. 81-102.
52. Hans Michael Herzog, «Óscar Muñoz», en Cantos cuentos colombianos, op.
cit., p. 248.

260
modernista que pueda tener su obra, sino por su cercanía a las posi-
ciones estéticas de los años cincuenta, pues parece acoger en sus pa-
labras la posibilidad de la belleza sin remordimientos, aunque acep-
tando lo problemática que sería la aceptación irreflexiva de su presencia
en el arte contemporáneo. En cierto sentido, ella expresa cómo sus
actividades artísticas, donde manipula desechos naturales o cuerpos
de animales muertos o vivos para hacer configuraciones abstractas,
tienen un parentesco inocultable, aunque problemático, con la belle-
za. No solo porque la belleza sea una alternativa inviable en el contex-
to crítico actual, sino también por el compromiso ético que supone
tratar con animales que alguna vez estuvieron vivos o a los que se
adiestra para un propósito circense donde el artista condesciende al
utilitarismo. En un principio, la explicación para la irrupción de la
belleza en su trabajo viene de las ciencias naturales, con las que ella
manifiesta cercanía y afinidad. Como expresa a Hans Michael Herzog
en el catálogo Cantos cuentos colombianos, «la belleza es un gran me-
canismo que nos ayuda a estar vivos», afirmación que complementa,
especialmente al hablar de sus obras con mariposas disecadas, dicien-
do al mismo entrevistador: «cada vez estoy más interesada en la parte
formalista»53.
Sin embargo, Cardoso parece no depender de la interpretación de
la belleza desde un credo formalista, defendible desde una supuesta
afirmación científica y un discutible determinismo biológico, y pare-
ciera convertir esta categoría, más bien, en una especie de estrategia
comunicativa, una práctica retórica, de implicación del espectador
mediante la atracción que aún ejercen la armonía y el equilibrio en la
imagen, aunque esta vez producida con materiales de fuerte carga.
Dice, en este sentido, al periodista Diego Garzón en el libro de entre-
vistas Otras voces, otro arte: «Mi estrategia es volver al espectador
cómplice de haber disfrutado una experiencia estética que tiene un
subfondo perturbador, no evidente a primera vista»54. Esta complici-
dad parece participar más bien una especie de teoría de la atracción,
casi animal, ejercida sobre un ojo de espectador más dominado por el
instinto de complacerse en las formas armónicas que por el reconoci-
miento del vector cultural presente en toda aproximación del arte y

53. Hans Michael Herzog, «María Fernanda Cardoso», en Cantos cuentos


colombianos, op. cit., p. 270.
54. Diego Garzón, «María Fernanda Cardoso», en Otras voces, otro arte, op.
cit., p. 161.

261
en el problema que supone el origen del material. En el mismo libro,
en la conversación con el periodista de la revista Semana, la artista
expresa cómo el abordaje o el uso de la belleza tienen su conflicto en
el sistema del arte y es consciente de que recurrir a ella puede ser
sospechoso, por más que a ella parezcan no importarle las acusaciones
de esteticismo. Solo que, como en el caso anterior, sabe que la fuerza
de su trabajo proviene de una actividad de estetización de una reali-
dad pragmática que puede ser atroz, de manera muy parecida a la que
pudo convocar la obra imaginaria del artista inventado por Bolaño.
A veces como artista uno siente algo de pudor al hacer cosas bellas, así
simplemente, porque muchas veces la crítica no lo ve con buenos ojos.
Pero aquí me lancé a explorar la belleza, a mirar patrones geométricos
que las mariposas tienen. Estos animales son un símbolo de belleza y de
simetría y eso tiene que ver mucho con la belleza. Todas las obras de las
mariposas son investigaciones de patrones y modelos geométricos55.
No sabemos si a Ramírez Hoffman le parecían bellas las inscripcio-
nes en el cielo donde llamaba al exterminio de los presos políticos
chilenos o las fotografías de torturas y ejecuciones extrajudiciales que
realizaba. Sin embargo, pareciera que atribuir belleza a ciertas formas
del arte implicara aplazar la consideración de otras dimensiones.
Ahora bien, en el caso de María Fernanda Cardoso todo, de todas
formas, parece quedar resumido en el hecho de que la artista, pese a
su dominante interés esteticista, mezclado con una preocupación
etnográfica y por la cultura material americana, reconoce cómo la
belleza puede ser una estrategia de contraste que expone con impudi-
cia al animal disecado o la explotación del insecto en un circo de
pulgas para resaltar una realidad cultural y simbólica que puede ser
cruel: «En toda mi obra hay una contradicción entre lo grotesco y lo
bello»56, aceptará finalmente, tal vez mostrando cómo, de manera se-
mejante a la insinuación del Ramírez Hoffman de Bolaño, a veces no
hay manera de aludir a la belleza que no implique también un diálogo
estrecho y escalofriante con lo inhumano.
Esta idea de lo horrendo en diálogo permanente con la belleza en
el mundo contemporáneo no es nueva, y aquí hemos señalado cómo
en un filósofo como Benjamin o en un crítico como Steiner la cultura
fundamentada en lo estético puede tener relaciones estrechas con la

55. Ibíd., p. 169.


56. Ibíd.

262
atrocidad del poder. Aun en la cultura popular es una idea corriente,
como queda ilustrado en la película El padrino, donde el gángster llora
con la muerte de la heroína en la ópera mientras una masacre por él
ordenada se lleva a cabo en otro sitio. A veces, el artista contemporá-
neo lo resuelve con alusiones traumáticas, a veces como un cartógrafo
y las otras veces como un incorrecto turista por la miseria y el dolor de
los demás. Punto en el que el artista se sitúa, al modo de Ramírez
Hoffman, en una posición de inversión crítica de la que no sabemos
muy bien cuáles son los límites. Por supuesto, con Echavarría o con
Sandoval, los otros dos artistas de los que nos ocuparemos, no estamos
frente al dilema del artista que dejó morir un perrito de hambre o del
oriental que inseminó un vientre femenino para comer después su
feto en un performance, sino frente a la articulación de símbolos difu-
sos y complejos en que lo bello, como dijo Rilke, no es más que el
comienzo de lo terrible57, una especie de punta de iceberg que reserva
para el espectador formas congeladas de complicidad con el horror
administrado por los victimarios y que aspira a una especie de reden-
ción por la conciencia a través del detergente del arte.
De Juan Manuel Echavarría, interesa especialmente la manera en
que expresa su necesidad de belleza como un dispositivo y una estrate-
gia retórica que capturan al espectador para llevarlo a otra esfera, terri-
ble ella misma, de lucidez atemorizante. Vale la pena aclarar que él se
refiere a esta función de la belleza cuando habla de aquella obra donde
expone imágenes agradables, armónicas, cerradas, autosuficientes, que
cuando son observadas de cerca revelan provenir de fotografías de hue-
sos humanos articuladas en figuraciones florales y vegetales que recuer-
dan los herbarios científicos (la obra Corte de florero):
A mí la estética siempre me ha atraído. Creo que la belleza en mi trabajo
es un medio, nunca un fin, pues entonces caería en esa trampa del arte
por el arte. Busco la belleza para atrapar al espectador, para que se acer-
que a la obra, y una vez que esté frente a ella, quizás –y espero– logre
reflexionar. Especialmente con una serie como Corte de florero, donde
uno ve unas láminas que parecen dibujos de gran belleza, atraen, pero
luego, cuando el espectador descubre que son de huesos humanos, de
pronto ahí ya empiezan a surgir preguntas58.

57. Rainer María Rilke, Elegía del Duino. Los sonetos a Orfeo, Madrid, Cátedra,
1990, p.61.
58. Hans Michael Herzog, «Juan Manuel Echavarría», en Cantos cuentos co-
lombianos, op. cit., p. 180.

263
Recordemos que también Doris Salcedo, otra de esas fuertes figu-
ras autorales colombianas que la crítica haría bien en analizar, tiene
una opinión semejante, en el sentido de que al arte se le reconoce
una función, si no catártica, por lo menos sucedánea respecto de la
barbarie: «Sí, creo que en el arte reconocemos la posibilidad de opo-
nernos a la brutalidad»59. La diferencia es apreciable con respecto a lo
que propone Echavarría, pero ambos coinciden en que la belleza que
subyace en lo terrible puede ser una manera de contrarrestar circuns-
tancias como las que se tematizan, se simbolizan o se literalizan en ese
mismo arte. En Echavarría, sin embargo, hay piezas donde la belleza
no parece ser un envoltorio de la crítica política. Y, antes bien, el
proceder artístico lo único que hace es hacer referencia directa a un
producto de la cultura popular y cotidiana que muestra cuan relevan-
te puede ser la belleza en la vida diaria y cómo ella misma puede ser
una manera de contrarrestar el horror y la barbarie. De hecho, que
algunos paramilitares hubieran jugado con la cabeza de sus víctimas o
que en la violencia partidista se nombrara con términos esteticistas
los procedimientos de tortura es un extremo de la ecuación. Pero el
otro, cómo no, es el que ofrece, no el arte, sino la cultura popular,
quien puede, por ejemplo, entretejer cantos que conjuran el olvido y
la desmemoria. (Me refiero, por supuesto, a la pieza Bocas de ceniza
del mismo Juan Manuel Echavarría).
La última declaración sobre la belleza que tocaremos acá procede
de Rosemberg Sandoval y con ella concluiremos nuestro recorrido.
Evidencia una singular manera de entender la belleza en medio de un
arte acostumbrado a las estrategias de choque, la puesta en literalidad
del horror y una traumática conversión del proceder abyecto en metá-
fora aleccionadora. La declaración de Sandoval es muy breve, y es tan
sorprendente el ámbito de significación que abre para el problema de
la belleza en el arte hoy, como importante es su obra y como fuerte y
definitiva es su figura autoral, quizás una de las más notables e intere-
santes del arte colombiano de todos los tiempos. Su obra tiene la im-
plicación de la autobiografía en una medida tanto o más abundante
que la de Miguel Ángel Rojas, sus gestos son tan recalcitrantes y a la
vez tan fuertemente comunicativos como los de Bernardo Salcedo y
su construcción de la figura autoral es tan dependiente de una condi-
ción marginal, y casi clandestina, de la tarea artística, como la de

59. Hans Michael Herzog, «Doris Salcedo», en Cantos cuentos colombianos,


op. cit., p. 168.

264
Antonio Caro, artista con el que tiene no pocos contactos. La afirma-
ción aparece en la entrevista realizada por Herzog en el catálogo Cantos
cuentos colombianos, ya varias veces citado. «¿Qué noción de belleza
tienes en tu arte?» pregunta el curador. «La purga de lo inhumano»
responde Rosemberg Sandoval. «Porque uno funciona en un punto de
coyuntura, articulando política y estética. Lo que trato de hacer es
re-destruir iluminando, en una sociedad cruel como la nuestra»60.

Autores-artistas y ficciones

¿Qué tienen en común un cuento latinoamericano protagonizado


por un artista que es un genocida y los discursos sobre la belleza que
articulan las declaraciones de los artistas colombianos de las últimas
cuatro décadas? Hay un tránsito de la ficción protagonizada por artis-
tas a las narraciones que sobre el arte y los artistas aportan los medios,
la historia y las instituciones: va de la invención novelesca de una
manera de vivir de cara al arte a las narraciones institucionales que
nos dicen la verdad última sobre esta figura, diluida al fin de la mo-
dernidad en un coro de voces, escrituras y gestos desmanteladores,
pero que hoy en día regresa a su dimensión aurática por obra de la
intermediación, necesitada ella misma de ficciones y héroes. Es tarea
de la crítica implementar todas las herramientas que arroja el análisis
de las narraciones literarias, periodísticas, políticas e institucionales.
Con el fin de entender, no solo cómo funcionan las obras, sino cómo se
pone a circular una imagen de artista que corresponda con las nuevas
formas de participación en la arena pública. Carlos Ramírez Hoffman
sale a lo público cuando su obra participa de la visibilización de lo
atroz y asume su papel como artista contestatario de derecha. Una vez
completado, el círculo parece expulsarlo por extenuación del mismo
principio artístico que permitiría decirlo y mostrarlo todo. De la indi-
ferencia de Bernardo Salcedo y la ambivalencia de Beatriz González a
la belleza como señuelo de Juan Manuel Echavarría y la belleza
catártica de Rosemberg Sandoval, el discurso sobre la belleza en el
arte colombiano es ingrediente infaltable en la configuración de un
artista frente a una tradición dominada por imperativos estéticos. Pero
también, frente a un conjunto de figuras autorales, los otros produc-

60. Hans Michael Herzog, «Rosemberg Sandoval», en Cantos cuentos colom-


bianos, op. cit., p. 228.

265
tores culturales, a los que se han acercado de la misma manera que
una vez lo recomendó Benjamin, cuando llamó a que la producción
artística se alineara con otra formas de producción simbólica61 con el
fin de conseguir una eficacia para la cual la belleza parecía estar inca-
pacitada, por sus vínculos con una cultura elitista y cerrada. Es este
uno de los ingredientes estructurales de las narraciones que han con-
tado el arte contemporáneo colombiano, una narración en que las
declaraciones del artista han sido elemento omnipresente, por más
que lo que dicen los artistas sea, muchas veces, clausurado por una
elocuencia de la obra cada vez más imperativa. Que los artistas digan
lo suyo mientras las obras hablan por ellas mismas no es una claudica-
ción ni una suplantación de lo plástico por lo verbal. Es la confirma-
ción de que, aun en el arte, no podemos vivir sin ficciones y sin las
historias que cuentan y protagonizan los artistas.

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267
268
Prácticas de la provocación.
Los desafíos del arte frente a la pluralidad del gusto

Margarita Calle
Directora Maestría en Estética y Creación
Universidad Tecnológica de Pereira

En sus desplazamientos espacio-temporales el arte da cuenta de


un movimiento expansivo en el que la pregunta por los límites expre-
sivos, los valores formales y la legitimidad en el uso de los lenguajes
simbólicos se actualiza permanentemente. En la valoración de tales
cuestionamientos emerge el acumulado de una memoria cultural que,
además de dar cuenta de los paradigmas y los discursos que han ani-
mado la configuración de los productos artísticos, nos permite reco-
nocer el entorno conflictivo y en ocasiones paradójico de su confor-
mación, arriesgar miradas sobre sus lógicas de configuración y
circulación social, sus basamentos filosóficos y sus efectos pragmáti-
cos, en una amalgama de imbricaciones e interdependencias
disciplinares y procedimentales, que hacen de estas prácticas una
auténtica sedimentación de lo que podemos reconocer como procesos
culturales.
Teniendo en cuenta el interés que nos convoca, el problema central
de nuestra reflexión será entender los desbordes expansivos que han su-
frido los procesos creativos en una época en la que las prácticas estético-
artísticas, además de ser la manifestación de una intención configuradora
de sentido y de transmisión cultural, constituyen el móvil de una apreta-
da red de formas inéditas de pensar las intersubjetividades, provocar
cuestionamientos y diversificar las convenciones que han alimentado
nuestra relación con la realidad. De manera propositiva, en este espa-
cio abordaremos tres ejes en los que aparecen como motivo central: a)
las tensiones que concita el acto creativo frente a los pluralismos ex-
presivos; b) las demandas del espectador frente a las mediaciones
tecno-estéticas; y c) la orientación del horizonte reflexivo que poten-
cian los dispositivos de enunciabilidad y visibilidad que configura el
arte en nuestro contexto actual. En el cruce de estas rutas buscamos
apuntalar la idea según la cual las prácticas estético-artísticas con-

269
temporáneas afianzan un ethos crítico y reflexivo que, antes que ani-
mar una determinada orientación de gusto, señalan una cierta dis-
tancia e inclusive indiferencia frente a esa posibilidad, animando un
campo de fuerzas en el que la provocación, la perturbación y la trans-
gresión nos permiten actualizar, de manera permanente, la pregunta
por los límites del arte.

La conquista de lo plural

En su texto «El fin de la obra singular», José Luis Brea1 llama la


atención sobre los desplazamientos a la vez que desbordamientos sim-
bólicos, que han contribuido a que sea la multiplicidad y no la parti-
cularidad, la que configure el rasgo epocal de la creación artística:
«El tiempo en que las artes tenían por misión respaldar el imaginario
de un mundo de los seres particulares es un tiempo pasado, muerto. Y
felizmente muerto, por negador del ser en su despliegue infinitésimo e
innumerable, como epifanía radical de la diferencia». Y es que la suce-
sión entre sistemas de producción y reproducción ha jalonado siempre
la historia del arte y ha contribuido a detonar lo absoluto, lo estable y
lo excluyente como preceptos de la creación artística. Para teóricos
como Simón Marchán Fiz, este impulso subversivo remite, en todos los
casos, a «un conflicto de interpretaciones sobre los criterios de diferen-
ciación y atribución artísticas»2 con las consecuentes repercusiones en
la definición de lo que, en cada época, se ha entendido por arte.
Con la Querelle entre Anciens et Modernes, nace el debate que
pone en discusión el límite de los fenómenos estéticos, sus codifica-
ciones formales y normativas. El conflicto que se gesta plantea la dis-
cusión en torno a problemas relacionados con «lo verdadero» y «lo
corriente», aparejando lo primero con las formas más elevadas y abso-
lutas del espíritu, y lo segundo con aquellos dominios «sospechosos»
en donde se conjugan los residuos de las prácticas aceptadas y los
excedentes de la experiencia humana, producidos en condiciones no
tan claramente discernibles por un estatuto de adecuación formal.
De manera particular, este conflicto de miradas sitúa la disputa entre

1. José Luis Brea, «El fin de la obra singular», en El tercer umbral. Estatuto de las
prácticas artísticas en la era del capitalismo cultural. España, CENDEAC, 2004, p. 34.
2. Simón Marchán Fiz, «Desenlaces: la teoría institucional y la extensión del
arte», en Estudios Visuales # 5, 24/7, España, CENDEAC, 2008, p. 138.

270
dos maneras de entender la naturaleza del arte y configura el móvil
que animó la postura de Baudelaire en El pintor de la vida moderna3:
las tensiones entre lo inmutable y lo eterno de la tradición clasicista,
frente a lo fugitivo y lo transitorio4 como expresión de un êthos Roland
Barthes, Sade, Loyola, Fourier, Caracas, Monte Ávila –la modernidad–
que celebra la escena inconclusa de la subjetividad humana, abocada
al ritmo y las exigencias del «tiempo que pasa». Crisis entre el
fundamento de un orden dado y las posibilidades de otro en ciernes,
todavía inexpresado, que discurre por esa suerte de «caleidoscopio
dotado de conciencia»5 que es el artista. Por eso, en el sentido de
Foucault, antes que el discurso de aceptación a la modernidad, la
obra de Baudelaire constituye una toma de postura irónica, frente a la
dirección de su movimiento de avanzada: «esta actitud voluntaria,
difícil, consiste en apoderarse de algo eterno, que no está más allá del
instante presente, ni detrás de él, sino en él»6. Si bien la Querelle
configura un punto de quiebre entre «las bellezas absolutas, naturales
o universales y las bellezas relativas, arbitrarias y particulares»7, lo que
sale a flote con la tensión entre estas polaridades es el carácter
transfigurador del arte, el impulso expresivo de un saber-hacer mediado
por la incidencia del presente, que se resiste a la estabilidad, a la
adecuación y a la norma.
A lo largo del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX, el con-
flicto de miradas se convierte en el motor que dinamiza el movimien-
to expansivo de las prácticas artísticas y de las relaciones de inter-
cambio mediadas por lo simbólico. Al rebasarse los fundamentos
categoriales que soportan una idea matriz parece revelarse un «meca-
nismo de legitimación en las alternancias exclusivistas»8 que, no obs-
tante los descentramientos y las aperturas que posibilita la contempo-
raneidad, mantiene activa la tensión entre poderes y fuerzas
encontradas. Las relaciones con el pasado y las posturas frente a lo
institucional, representadas por las academias de Bellas Artes, las

3. Charles Baudelaire, «El pintor de la vida moderna», en Charles Baudelaire.


Obras, (traducción de Nydia Lamarque), México, ed. Aguilar, segunda edición, 1963.
4. Ibíd., pp. 677-678.
5. Ibíd., p. 676.
6. Michel Foucault, Sobre la ilustración, (traducción de Javier de la Higuera,
Eduardo Bello y Antonio Campillo), España, ed. Tecnos, 1ª Edición, 2004, p. 82.
7. Simón Marchán Fiz, op. cit., p. 139.
8. Ibíd., p. 141.

271
políticas de la mirada y la lucha por la legitimidad en el uso de los
recursos tecno-simbólicos pactados desde las agendas culturales, así
como la actuación frente a los límites que la institución misma cons-
truye para ponerle cortapisas a las provocaciones de los artistas, no
solo han sido parte del andamiaje sobre el que se ha pretendido cons-
truir una preceptiva de la práctica artística. También estas relaciones
configuran tensiones que, por contravía, sacan a flote la naturaleza
versátil y cambiante de un producir humano que se resiste a su
estamentación, al que le subyace un fuerza expansiva incontenible,
que hace que cada intento por deslindar su campo dentro de márge-
nes precisas sea inútil e infructuoso.
Tal vez esta resistencia sea la responsable del desplazamiento que
ha sufrido el problema que hoy ocupa tanto a productores como a
receptores. Para ambos se ha vuelto inocua la pregunta por el objeto
del arte –qué es arte y qué no–, la cual implica un acuerdo, una
estratificación y una preceptiva de orden institucional, estable y defi-
nida. Pensar en términos de un campo de producción expandido, como
el que sugiere el arte contemporáneo, obliga a replantear la relación
con el objeto, ya no a partir de unos referentes dados, sino en alter-
nancia con las múltiples posibilidades de coexistencia que tales pro-
ducciones suscitan, cuando se insertan en un determinado espacio
cultural. En este sentido, la pregunta que opera apuntaría más a dis-
cernir cuándo una determinada práctica humana deviene arte, es-
bozando rutas posibles para construir una pragmática del arte actual,
al margen de la seguridad que otorga la reproducción de ciertos valo-
res de fácil asimilación y consumo.
Hoy, cuando la diferencia entre obras de arte y meras cosas ya no
se puede discernir por una simple operación de adecuación formal, se
vuelve imperativo ubicar las prácticas artísticas en función de sus con-
textos de emergencia, sus mediaciones y circunstancias. Situación
que visibiliza un producir cuyas condiciones de posibilidad parecen
ser enteramente funcionales, toda vez que no se ocupan de la
centralidad del objeto, sino de los vínculos de relación que este teje,
tanto al interior de su sistema –en relación con otras producciones de
su misma naturaleza– como por fuera de él.
La unidad formal que se afianzaba en la seguridad del ejemplar
único configuró el ideal de un sistema de representación que vio en lo
singular una manera de fetichizar la creación y, de paso, al creador.
Esta ex-clusividad configuró un modo especial de circulación y de
relación con el mercado que, como señala Brea, contribuyó a la afir-

272
mación de «un régimen despótico de regulación genérica del mun-
do», cuyo trasfondo animó el debate en torno a una «política
ontológica» que regulaba los fundamentos edificantes del arte: el pro-
blema del gusto, la afirmación de las polaridades categoriales, la legi-
timidad en el uso de los lenguajes visuales, la organización material
de las obras y el afianzamiento de su institucionalidad, como estrate-
gia para asegurar su inserción y permanencia como bien cultural. Por
tanto, la transformación de los procesos de producción artística, la
expansión del dominio técnico y la apropiación equitativa de tales
saberes por parte de productores y receptores, se apareja con una re-
volución cultural que es tan radical en la desestructuración del para-
digma representacional, como contundente en el afianzamiento de las
alteridades y las intersubjetividades que entrarán a redefinir el campo
de producción de las prácticas estético-artísticas contemporáneas.
No basta con producir una obra e insertarla en un determinado
circuito para que haya arte. No hay arte en general. Hay prácticas que
además de coexistir con otras de igual o diferente naturaleza, fundan
acontecimiento y devienen como tal gracias al reto que se les
encomienda, esto es «elucidar su espacio, esclarecer su problematicidad,
mostrar su límite y sus dependencias, facilitarnos al mismo tiempo su
empleo y el conocimiento desmantelado de todo lo que en ese usarlas
–y quedar nosotros mismos como sujetos de tal práctica en ese uso
constituidos– está implicado»9. Una demanda de extrapolación de
funciones, interdependencias y efectos que además de dar cuenta de
la profunda desjerarquización de este campo de producción simbólica,
de sus órdenes representacionales y discursivos, da cuenta de nuestra
particular relación con este tipo de producciones humanas, de nuestros
modos de interactuar con los significados y configurar nuestras
preferencialidades.

Alternancias y disoluciones: el lugar espectador frente a las


mediaciones tecno-estéticas

De acuerdo con Hal Foster10 el impulso que desde la modernidad


alimenta la idea de un arte excéntrico y transgresor es resultado de la

9. José Luis Brea, op. cit., p. 38.


10. Hal Foster, El retorno de lo real. La vanguardia a finales del siglo, (traducción
Alfredo Brotons Muñoz), Madrid, Akal, 2001, p. IX.

273
alternancia de dos ejes temporales: uno vertical diacrónico, ocupado
en sustentar la producción de los formalistas en su aspiración de rom-
per con el pasado; y otro horizontal sincrónico, preocupado por am-
pliar las áreas de competencia artística inauguradas por la vanguardia
a otros espacios y a nuevos públicos. En la dinámica de ambos ejes se
reescriben los parámetros de actuación del arte actual, no solo a nivel
procedimental, sino fundamentalmente en la articulación de los nue-
vos flujos y sensibilidades en las que parece abandonarse la noción de
lo específico de cada práctica artística. El resultado de tal amalgama
se refleja en el impulso que toman las prácticas apropiacionistas inau-
guradas por Duchamp; en el deslizamiento del collage-montaje del
espacio bidimensional cerrado, al espacio experiencial y abierto de la
instalación; en el auge de las artes del comportamiento como el per-
formance y el body art; y en el paso de la imagen estática, reproducida
mecánicamente, a la imagen digital difundida mediante sistemas
telemáticos y redes de distribución masiva en las que se insertan el
video-art y el net-art.
Si bien esta proliferación de movimientos y desenlaces expresivos
no se apareja con la idea tradicional de progreso sí da cuenta de lo
que François Dagonet 11 denomina una suerte de «revolución
acumulativa» en la que es posible revisar el deslizamiento de los valo-
res estéticos y la proliferación de nuevas competencias artísticas, tan-
to en el dominio de los productores, como en el de los receptores:
invenciones formales que redesplegar, sentidos sociales que resignificar,
capitales culturales que reinvertir, demandas expresivas que reinventar,
experiencias y formas de recepción que adecuar.
Lejos de autodefinirse por un principio de individuación o de sin-
gularización, las formas del arte actual se despliegan heterónomamente,
en sucesión de regímenes de inscripción y de lectura, de redundan-
cias y descentramientos expresivos, que en lugar de fijar la mirada en
el objeto singular para eternizarlo, se «temporalizan internamente»12,
apuntalando aquella proposición desarrollada por Foucault según la
cual ciertas multiplicidades, ciertas formaciones no orientan el saber
que las habita hacia umbrales epistemológicos, sino que más bien apun-

11. Francois Dagognet, Por el arte de hoy. De objeto del arte al arte del objeto
(París, Dis Voir, 1992), (traducción. de María Cecilia Gómez B.), Documento sin
publicar - Universidad Nacional de Colombia – sede Medellín, Comité de Inves-
tigaciones y Desarrollo de las Ciencias – CINDEC., 1999, p. 32.
12. Brea José Luis, op. cit., p. 34.

274
tan en otras direcciones, configurando dispositivos de enunciabilidad
y visibilidad que se manifiestan en prácticas, discursivas o no, y acon-
tecen como narración, se actualizan como historia y se transmiten
culturalmente. Este es el caso de las artes en general y de todas las
formas de creación mediadas por lo simbólico, las cuales, en todos los
casos buscan animar un êthos de una existencia fundamentalmente crí-
tica. Retomando a Brea, «ya no vale esa articulación de un aquí en el
que la imagen aparece como estaticidad inmóvil, sino que se requiere
un dispositivo que facilite una atención expandida en el tiempo, un
contenedor que haga posible un visionado extendido en el tiempo»13.
El factor tecnológico ha sido, sin duda, el principal intensificador
de este movimiento expansivo. Al tiempo de la reproductibilidad téc-
nica le sigue el de la productibilidad telemática que nos permite re-
plicar la imagen en un continuo que no fija límites, sino que se suce-
de en acciones transformadoras y expansivas que tienen como
denominador común la apropiación por parte de todos los receptores
del mismo producto, sin que su autenticidad sea puesta en discusión
o esté mediada por un valor o una competencia específica. El paso de
la imagen fija a la imagen acontecimiento, además de representar la
mutación del signo estático, separado en el tiempo, lo integra a una
experiencia del acontecer en un continuo que, de acuerdo con Brea, se
transfigura en «imagen-tiempo»14, intensificando la cultura de la
simulación y el simulacro, que de manera amplia tematizara Baudrillard.
Es justamente en la dinámica de este proceso deconstructivo donde los
dispositivos tecnológicos e informacionales se revelan como potentes
dispositivos de mediación, aligerando, o incluso disolviendo, los límites
que en otro tiempo señalaron la frontera entre productores y receptores,
con sus consecuentes despliegues tecno-discursivos, comunicacionales
y pragmáticos.
Para Jesús Carrillo15, esta suerte de articulación entre imagen,
acontecimiento y devenir reconfigura no solo el imperio de la comu-
nicación y del signo, sino fundamentalmente «el imperio de lo virtual,
de lo proyectivo» como dominios de afianzamiento de un producir
deslocalizado y desmaterializado, que encuentra en las prácticas de
los minimalistas su principal detonante. En el tránsito de lo virtual a

13. Ibíd., p. 35.


14. Ibíd., p. 36.
15. Jesús Carrillo, Arte en la red, Madrid, Cátedra, 2004, p. 36.

275
lo actual, de lo proyectivo a lo concreto, se construye la dimensión de
una cultura que descubre en los dispositivos configuradores, en la
aceleración de los flujos informacionales, en la inminencia de los in-
tercambios comunicativos, una nueva lógica de comportamiento so-
cial que encuentra en la mediación tecno-discursiva la vía para dis-
tender el dominio de los lenguajes simbólicos, multiplicando
indefinidamente las posibilidades de su actualización y reproducción.
De manera correlativa esta ampliación del margen de participa-
ción de productores y receptores es posible gracias a la emergencia de
nuevas subjetividades que se concretan e intensifican en escenarios
de sociabilidad alternos e inestables. Sin embargo, como señala Carri-
llo, resulta paradójico constatar cómo al tiempo que las identidades
individuales y grupales se hacen más visibles y afirmativas, su existen-
cia es más frágil, transitoria y desechable. La movilidad es, entonces,
una constante que no permite ubicar identidades fijas ni anticipar el
alcance o la dirección que pueda tomar una determinada acción.
Quizás como lo señala José Luis Brea esta inestabilidad esté asociada al
carácter inmaterial de los productos y su consiguiente inserción en un
orden de circulaciones intersubjetivas que no representan pérdida ni gasto,
y en el que la transmisión y el intercambio social no traducen en ningún
momento desposesión o pérdida del «motivo» que articula las relaciones
de vínculo entre la multiplicidad de productores y receptores involucrados:
«la condición de irrepetibilidad singularísima es subvertida por la inherente
característica reproducible del soporte-medio, pero al mismo tiempo…la
posibilidad de asentar su circulación social en una economía post-mercantil
se constituye como una posibilidad perfecta y naturalmente viable»16. Al
invertirse el valor del cambio, lo que sale a flote es la voluntad del
intercambio, el despliegue de un producir mediado, que encuentra en
impulso co-laborador y participativo, las condiciones de su expansión, de
su redistribución en un tiempo ahora configurado bajo otras pautas de
apropiación, conocimiento e intercambio.

El horizonte reflexivo del arte contemporáneo

Parece existir un acuerdo entre los teóricos del arte contemporá-


neo al reconocer que no es posible pensar las prácticas estético-artís-

16. José Luis Brea, op. cit., pp. 28-29.

276
ticas por fuera de un marco reflexivo en el que la belleza y la armonía,
como ideales configuradores, han sido desterrados. Desde el momen-
to en que se decreta la «muerte del arte» y se impulsa la expansión
del dominio de la estética al mundo de la cultura, la reflexión sobre la
naturaleza del arte y sus contingencias aparece referida a prácticas o
acontecimientos en los que el arte coexiste con otros ámbitos de la
actualidad, bien para negar o bien para criticar la inmediatez de todo
lo aparente. Así lo entiende Massimo Cacciari17 cuando reconoce en
el arte de nuestro tiempo la imposibilidad de ser reflejo «en sí y para
sí» de un valor determinado o la expresión de una orientación de
gusto en la que se afirma una sensibilidad particular, pues es justa-
mente en su actitud de «renuncia» permanente a toda utopía y en la
resistencia a la idealización de su naturaleza, como el arte saca a flote
su condición finita y atemporal, reivindicando la condición de un
«saber-hacer» (techné), que es anclaje de experiencias humanas más
fundamentales. En el reconocimiento de tal «hacer» se configura la
base antropológica de la experiencia del arte, su demarcación cultural
y su condición re-ligante (política, en el sentido preciso del término).
Por eso cuando Cacciari afirma que «sólo la obra que imagina,
que pone en imagen y no reproduce ningún dato […] que liquida la
idea de un dato en sí, de un Objectum […] tendrá un valor»18, lo que
intenta es reforzar el carácter de un producir reflexivo-imaginativo,
liberado de las ataduras y cortapisas reguladoras, que no necesita en-
contrar justificación en el contexto de su realización concreta, para
alcanzar su significatividad en el mundo de la cultura. Es a partir del
despliegue de esta nueva conciencia del ‘producir’ que el arte instala
cuestionamientos en torno a las imágenes que percibimos, las formas
que reconocemos, las ideas que asociamos y los contextos de valora-
ción a los que nos vinculamos. Pensar en estos términos es afianzar
aquellos umbrales de visibilidad y enunciabilidad en el que las prácti-
cas humanas van perdiendo su condición de «singulares», para situar-
se en un campo de coexistencias que es solidario con las multiplicida-
des y las acumulaciones, pues se reconoce en tal amalgama la
posibilidad de valorar el horizonte de formulaciones, agenciamientos
y resistencias que ellas mismas instauran en relación con otro tipo de

17. Massimo Cacciari, El Dios que baila, (traducción de Virginia Gallo), Ar-
gentina, 2000. En este texto haremos referencia específicamente al texto de Hegel
a Duchamp, pp. 145-166.
18. Ibíd., p. 149.

277
producciones, pero, sobre todo, respecto de ellas mismas. «Cada for-
mación histórica ve y hace ver todo lo que ella puede en función de
sus condiciones de visibilidad, al igual que dice todo lo que puede en
función de sus condiciones de enunciado»19, y el arte, que no es otra
cosa que la exteriorización de esas formaciones culturalmente com-
partidas, se constituye en un relevante anclaje de valoración de lo
humano, históricamente construido20.
Con la expansión de la técnica a todos los ámbitos de la cultu-
ra las prácticas artísticas han sido empujadas a convivir con una
acelerada estetización de la experiencia, animando el êthos de una
época que encuentra en el correlato de lo plural la posibilidad de
afianzar su potencial crítico, reflexivo y acumulativo, al tiempo
que lee en la indeterminación de su conformación la oportunidad
de impulsar su condición intempestiva, irruptiva y descentrada;
todo esto con arreglo a reconocer que más allá de sentar una pos-
tura crítica frente al pasado y a su tradición asfixiante, los
deslizamientos y aperturas que sugieren los prácticas artísticas apun-
tan a despejar el horizonte para la emergencia de nuevos dispositi-
vos de visibilidad en los que la naturaleza de lo humano se descu-
bra en toda su contingencia y complejidad.

19. Gilles Deleuze, Foucault, (traducción José Vásquez Pérez), España, Paidós,
1987, p. 86.
20. En el acto creativo operan, de manera paralela, procedimientos mentales y
expresivos; unos de carácter sensible y abstracto, otros relacionados con la materia-
lidad de la obra, con los procesos de configuración, despliegue y exteriorización. Se
trata de una relación indisoluble en la que el carácter proposicional de la obra genera
aperturas para su inscripción y su visibilización como producto cultural formado.

278
Belleza emanada

Edith Arbeláez Jaramillo


Profesora Asociada Universidad Nacional de Colombia

El arte contemporáneo puede ser bello o puede no serlo cediéndo-


le terreno a la reflexión. Pero este tema ya está agotado y lo interesan-
te sería preguntarnos sobre el tipo de belleza que nos incumbe, sobre
el tipo de belleza del cual aún podemos continuar hablando. Encon-
tramos en la experiencia que nos genera la belleza emanada un plan-
teamiento cercano al juicio de gusto que nos produce esa sensación
agradable que suscitan algunas obras, la cual no podemos percibir a
simple vista, pues exige de nuestro juicio una transformación donde
no se da una pérdida, pero si un desplazamiento de lo superior a lo
inferior, de lo externo a lo interno, para encontrar aquello emanado
por la imagen, en especial la fotográfica. Se ha seleccionado para de-
sarrollar la pregunta por la belleza emanada desde la fotografía contem-
poránea, la obra de dos artistas paradigmáticos de esta situación: de un
lado está la belleza emanada de los personajes discriminados de la cul-
tura contemporánea a través de la obra de Diane Arbus (figura 1). De
otro lado está la emanación que la imagen hace sobre una ruina real
en las fotografías de Yuji Saiga (fig 2), donde la imagen distancia la
ruina de su contexto sensitivo y le crea la belleza emanada por el
mundo real. Estas obras han permitido además controvertir la tesis de
Danto cuando cuestiona y critica la «distancia psíquica» en la obra
de Diane Arbus, que se involucra en la vida y en el espacio de sus
personajes para recibir la emanación de su belleza interior, y crea un
mundo de horror atomizado, que plantea Susan Sontang con respecto
a los personajes fotografiados por Arbus. No pretende crear otro mun-
do sino involucrarse con el que existe, rodear a sus personajes y reci-
bir la belleza emanada. Una situación similar se percibe en la obra de
Yuji Saiga cuando decide vivir en una isla abandonada para registrar,
en los más recónditos lugares, la belleza que la ruina lentamente va
emanando en su tránsito hacia la oquedad.
Las prácticas artísticas recientes plantean el protagonismo de lo
fotográfico dentro del arte contemporáneo desde un entorno comple-

279
Figura 1. Diane Arbus. Hombre Figura 2. Saiga Yuji.
tatuado en el carnaval, 1970. Gunkanjima.

jo, amplio e híbrido que hace de la imagen el resultado de una re-


flexión que conlleva en su interior aspectos que se refieren a sus desa-
rrollos tecnológicos desde una materialidad análoga hacia una
inmaterialidad virtual. También, desde los aportes que le ha propicia-
do el protagonismo de los medios de comunicación en su afán por regis-
trar todo e incluso invadir los momentos y lugares de privacidad. Ade-
más desde las implicaciones y transformaciones que le han aportado las
relaciones con otros procesos formales como la pintura, la publicidad, la
televisión, entre otros, y el universo global que trasciende sus alcances
desde las preocupaciones particulares hacia problemáticas universales.
Son estos, entre otros aspectos, los que contribuyen a configurar la ima-
gen fotográfica que propone el arte reciente, como sucede en las demás
manifestaciones formales. Los cánones que permitían su juicio e inter-
pretación se han transformado haciendo de los anteriores valores de
juzgamiento, algo que, si bien puede ser parte de las obras, no es algo
relevante, pues otras categorías forman parte del análisis reciente que
permiten trascender la experiencia estética y enriquecerla.
Cuando la pregunta que nos congrega es ¿quién le teme a la be-
lleza?, la respuesta que nos ofrece la fotografía es igual de plural a sus
alcances y pretensiones dentro del protagonismo que experimenta a
través del arte reciente. Sin embargo, la belleza que construye la foto-
grafía hoy no se hace manifiesta a simple vista, pues sus preocupacio-
nes relevantes están dirigidas a cuestionar las nociones que la han

280
caracterizado, como son su relación con la realidad, con la verdad,
con la detención del instante irrepetible, proponiendo interpretacio-
nes sobre el presente que nos permiten enriquecer la pregunta por
nuestra humanidad, al trascender sus alcances desde la fotografía hacia
«lo fotográfico». Es así como los aportes que le proporcionan los me-
dios de comunicación proyectan sus desarrollos, pero de otro lado le
aportan a la imagen fotográfica un acento trágico, pues en su
intencionalidad por registrarlo todo, aparece la tragedia humana ocu-
pando grandes titulares en los medios impresos y televisivos, cuando
documenta los hechos terroristas y las tragedias naturales con sus víc-
timas a través de la geografía mundial.
El juicio frente a la obra de arte a partir de otros conceptos y no
del de belleza es un aspecto que encontramos a menudo a través del
arte contemporáneo. Danto, en su texto El abuso de la belleza, nos
ayuda a profundizarlo. Denomina ‘vanguardia intratable’ a esas obras
en las cuales no podemos percibir la belleza en una primera instancia:
la Vanguardia Intratable dio un inmenso paso adelante filosófico. Con-
tribuyó a mostrar que la belleza no era consustancial al concepto de arte
y que una cosa podía seguir siendo arte independientemente de que la
belleza estuviera presente en ella. El concepto de arte puede requerir la
presencia de algunos rasgos, entre los cuales está el de belleza, pero
también otros muchos, como la sublimidad1.
Podría hablarse de diversos sentimientos que despiertan las obras
de esta década, como por ejemplo: el sobrecogimiento, el horror, el
asco, el temor, el dolor, entre muchos más. Lo abyecto fue otro aspecto
importante dentro de las manifestaciones plásticas de estos tiempos,
quizás como cuestionamiento a un arte adormecido cuya principal
intencionalidad era el disfrute, la exaltación de la belleza o la perfec-
ción. Todas estas cualidades presentes en las obras nos amplían tanto
el concepto como los problemas estéticos.
La reflexión a la que invitaban las obras de arte al complejizar los
sentimientos que buscaba despertar en los espectadores generó mayo-
res vínculos con la filosofía. Al tomar las obras de arte conciencia de
sí mismas, al acudir a lenguajes y medios expresivos híbridos, dificul-
tan su comprensión y requieren de artistas y público cultivado con
una amplia formación. Además, la relación entre la filosofía y el arte

1. Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, Barcelona, Paidós, 2005, p. 22.

281
se acorta. Desde la década de los sesenta y especialmente desde el
surgimiento del arte conceptual, y obviamente desde Duchamp, el
arte hace énfasis en las ideas, en la reflexión que generan las obras,
en el campo de conocimiento que abren y no meramente en el disfrute
estético, dejando de considerar como aspectos prioritarios la belleza y
la forma. El arte con su autoconciencia puede contribuir a transformar
muchos aspectos de la sociedad, del presente y del mundo. Fueron
tantos los cambios experimentados en el arte desde finales de los años
sesenta que muchos de ellos han logrado trascender hasta los plan-
teamientos que actualmente propone el arte, como nos señala Danto:
«La vanguardia de los sesenta quiso franquear la barrera entre vida y
arte. Quiso borrar la distinción entre arte elevado y vulgar. Para cuan-
do la década tocaba a su fin, quedaba muy poco en pie de lo que antes
se habría considerado como parte del concepto de arte. Fue un perío-
do de espectacular demolición filosófica»2.

Diane Arbus: belleza emanada

La relación que propone la fotografía contemporánea con la belle-


za es diversa y plural, no es un aspecto relevante ni se hace manifiesta
a simple vista. Es habitual encontrar planteamientos donde este juicio
de gusto apela a un juicio reflexionante que se pregunta por otras
categorías que complejizan las relaciones con la imagen, como por
ejemplo la conciencia sobre las nociones de tiempo, copia única, si-
mulacro, verdad, original, autoría. Sin embargo, la belleza aparece
como un aspecto más entre muchos otros. Para ampliar la relación con
la belleza que propone la fotografía reciente, se toma como referencia
la obra de la artista norteamericana Diane Arbus, New York, 1923-
1971, que invirtió su corta vida buscando en sus sujetos fotografiados
algo que no estaba a simple vista: «mientras perseguía a enanos y
gigantes (fig. 3), a personajes extravagantes y extremados, exploraba
en ellos sus serpenteantes senderos de dramatización, contradicción y
ambivalencia, ese espacio que media entre lo que de verdad son los
hombres y las mujeres y lo que desearían ser»3. Al observar otras vidas
encontraba algo que para ella era extraordinario y se enmarcaba den-

2. Ibíd., p. 25.
3. Patricia Bosworth, Diane Arbus, Barcelona, Circe, 1999, p. 44.

282
tro de una cita de Goethe que en alguna ocasión escuchó y con fre-
cuencia recordaba: «todas las formas, si se las sabe mirar, son hermosas».
De esta manera edifica una obra que presenta un sentido de lo bello
que está en las cosas comunes, en los seres aparentemente
intrascendentes (fig. 4) e indaga así por la distancia que se desplaza
de lo perfecto a lo imperfecto, de lo superior a lo inferior, exactamente
lo que logra la belleza emanada: donación sin pérdida. En la conjun-
ción de interior y exterior captura la expresión del sujeto fotografiado
y comunica aspectos particulares del alma, no es en la búsqueda de la
perfección ni de las proporciones, sino, como nos señala Nabokov: «La
maravilla de la conciencia, esa ventana que repentinamente se abre a
un paisaje soleado en plena noche del no ser»4. En el develar esa
interioridad encontramos aspectos que nos permiten ampliar la pre-
gunta por nuestro ser. Las fotografías de esta artista nos ayudan a en-
contrar un renovado concepto de belleza y a profundizar la esencia de
nuestra humanidad, que en ocasiones se nos hace oculta y extraña
por su distancia frente a los cánones preestablecidos.
El espíritu de rebeldía y las transformaciones que se vivieron a
través de los años sesenta propiciaron que en fotografía se dieran
planteamientos como los de Diane Arbus. Esta artista se interesó por
el misterio de la existencia en su profundidad, complejidad y plurali-

Figura 3. Diane Arbus. Diane Arbus, A Figura 4. Diane Arbus. Familia


jewish giant at home with his parents in disfuncional.
the Bronx, New York, 1970.

4. Citado por Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, op. cit., p. 222

283
dad. Se dedicó a observar las vidas interiores y secretas de la gente,
valiéndose de la cámara fotográfica para tratar de captar el alma de
los sujetos que la cautivaban. Su obra se preocupaba por el espíritu y
no por la apariencia de las personas, que usualmente eran seres mar-
ginados y discriminados por la sociedad, con quienes Diane Arbus
entablaba una relación previa a sus fotografías, haciendo de las imá-
genes posteriores fragmentos de esas historias. Su manera obsesiva de
mirar y capturar a estos seres le permitió alcanzar el propósito de su
obra: realizar una antropología moderna con la actitud y el escrutinio
de un taxonomista. La forma como registraba a sus sujetos los hacía
quedar desprovistos de todo, casi desnudos.
Fotografió enanos (fig. 5), gigantes, nudistas, travestidos,
hermafroditas, transexuales, arquetipos de adolescentes, levantadores
de pesas, parejas jóvenes, niños en el Central Park de Nueva York.
Expresó en su obra cómo la normalidad llegaba hasta lo extraño y
asumió a través de su vida una actitud de mayor tolerancia frente a la
condición humana. Ante todo buscaba lugares y personajes sórdidos,
y no temía al peligro, pues, por el contrario, lo asociaba con el placer.
En alguna ocasión señaló que temía más a lo que llevaba dentro de sí,
pues lo externo no podía llegar a tocarla. Quizás las vidas de estos
personajes eran más intensas que la suya y de esta forma lograba so-
brellevar la profunda melancolía que marcó su vida y llegó a sumergir-
la en intensos estados depresivos. Su obra se concentró en fotografiar
una sociedad y una clase a la cual no pertenecía y por la que sentía
gran curiosidad desde su infancia. Su condición social le impedía
acercárseles aunque fuese con la mirada. Cuando tuvo la suficiente
independencia intelectual, social y moral concentró su cámara en
ellos, en esos seres de una vida diferente a la suya, sin los parámetros
que son admitidos como normales y a quienes la sociedad margina por
sus aspectos físicos, por sus preferencias sexuales, o por pertenecer a
grupos minoritarios como los gitanos o los latinos, entre otros (fig. 6).
Ella señala: «una de las cosas que padecí en mi infancia fue la caren-
cia de adversidad. Me sentía segura de forma irreal, sabía lo que era y,
por absurdo que parezca, la sensación de ser inmune me resultaba
dolorosa»5. En esos seres encontraba aspectos que denominaba ‘ex-
traordinarios’ y de esta manera construyó una obra fotográfica donde
la belleza partía de lo que ellos emanaban en la autenticidad de sus
vidas, en ese transitar de lo que resplandece por su superioridad para
5. Ibíd., p. 45.

284
Figura 5. Diane Arbus. Mexican dwarf in his hotel room.

Figura 6. Diane Arbus. Hombre sentado.

285
detenerse en lo que ilumina por su veracidad, pues lo aparentemente
bello, perfecto y correcto lo tuvo desde la infancia como parte de su vida.
Encontró en el arte y en especial en la fotografía la herramienta para
explorar otros aspectos mediante los cuales pudo desplegar su sentido
sobre la belleza humana que destellaba en su tropa minoritaria. (fig. 7)
La obra de Diane Arbus es precursora de una búsqueda fotográfi-
ca por lo diferente, por transgredir lo que denominamos normal, bello,
perfecto, a través de la incansable exploración por hallar eso que ema-
naba de los seres que la cautivaban, que la hacían perseguir una ima-
gen a costa de todo. Hay que entender el concepto «emanación»
como un proceso de donación sin pérdida, como ya se ha mencionado,
donde se transita de lo superior a lo inferior, de lo perfecto a lo imper-
fecto y de lo existente a lo menos existente, quizás para encontrar en
esos seres fotografiados algo que saciara el vacío que protagonizaba su
vida. Su obra se enmarca dentro de la pregunta sobre lo normal en las
diferencias de género, sexo o identidad, que tendría su mayor mo-
mento de reflexión y posicionamientos durante las décadas de los
ochenta y noventa, con la llamada teoría queer:
El término «queer» puede funcionar como sustantivo, adjetivo o verbo,
pero en todos los casos se define en contraposición a lo «normal» o
«normalizador». La teoría queer no es un marco conceptual o metodológico
singular o sistemático, sino una colección de articulaciones intelectuales
con las relaciones entre el sexo, el género y el deseo sexual6.
El concepto lleva implícita una actitud que transgrede la norma y,
las concepciones frente al sexo y la sexualidad son desestabilizadas,
buscando la creación de una teoría renovada frente al cuerpo y al
género, a la subjetividad, a la identidad. En esta teoría se considera a
Foucault como punto de partida y antecedente, dado su espíritu pro-
vocador, pues para él la sexualidad es «una categoría construida a
partir de la experiencia, cuyos orígenes son históricos, sociales y cul-
turales, más que biológicos»7. Lo interesante de la obra de Diane Arbus
es el haber sido precursora al abordar estos contenidos y temáticas
frente a las diferencias de género, sociedad, clase, normalidad, que
aún no se habían teorizado. Ella, a través de la observación de unos
personajes cuyas vidas transgredían en diversos aspectos lo política-
mente correcto, los asume en su obra con dignidad y respeto, exaltan-

6. Tamsin Spargo, Foucault y la teoría queer, Barcelona, Gedisa, 1994, p. 15.


7. Ibíd., p. 20.

286
Figura 7. Diane Arbus. Diane Arbus, Russian midget friends in a leaving room on 100th
Street, New York, 1963

Figura 8. Diane Arbus. Untitled, 1970-71.

287
do su humanidad (fig. 8). Esos seres aparentemente intrascendentes u
ocultos para la sociedad emanaban para ella algo verdadero, sincero y
bello, y ejercían así un poder con el cual Diane Arbus llegaba incluso
a identificarse. Algunos de los protagonistas de sus fotografías pasaron
a ser parte esencial de su vida, de sus afectos y amistades, pues los
encontraba más reales que el mundo que la rodeaba.
Un año después de su muerte, en 1972, se lleva a cabo una exposición
retrospectiva de su obra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York,
en la cual se exhibieron 112 fotografías y al respecto señaló Susan Sontag:
En la exposición de Arbus, ciento doce fotografías tomadas por una
sola persona y todas similares –es decir, casi todos los retratos tienen
(en cierto sentido) el mismo aire– (…) monstruos selectos y casos lími-
te –casi todos feos, con ropas grotescas o desfavorables, en sitios deso-
lados o yermos– que se han prestado a posar y a menudo observan al
espectador con franqueza y seguridad. La obra de Arbus no invita a los
espectadores a identificarse con los parias y desdichados que fotografió.
La humanidad no es ‘una’ […] Arbus tomaba fotografías para mostrar
algo más simple: que hay otro mundo […] La insistente uniformidad de
la obra de Arbus, aun cuando se aleja de sus temas prototípicos, muestra
que su sensibilidad, armada con una cámara, podría insinuar angustia,
anomalía, enfermedad mental con cualquier tema8.
La apreciación que hace Susan Sontag de las fotografías de Diane
Arbus es insuficiente, pues ella no solo buscaba mostrar otro mundo,
ni mucho menos, personajes cuyas vidas eran diferentes. Al mismo
tiempo cuestionaba el mundo superficial al cual pertenecía y del que
se avergonzaba. No era «otro mundo», era el mundo que quería Diane
para sí, era para Arbus «el mundo».
Es una obra conmovedora que nos ayuda a ahondar en la ontología de
la imagen trágica, que en este caso se centra en lo más humano de lo
humano, en su fragilidad, en la manera como se refleja la tristeza y el
infortunio en la apariencia de las personas, en los indefensos rostros de los
niños que inconsolablemente lloran como en su obra A child crying, N. Y.,
1967 (fig 9): fotografía blanco y negro de un primer plano del rostro de un
niño que mira desconsolado y cuyos ojos cubiertos de lágrimas se abren
levemente. Con un formato cuadrado y el empleo del flash electrónico,
Diane Arbus logra controlar la real intención de sus fotografías: producir
conmoción, sobrecogimiento. En la franqueza e ingenuidad de los niños
Down que bellamente registra Arbus en sus obras Untitled, 1970-71 (fig
8. Susan Sontag, Sobre la fotografía, Barcelona, Edhasa, 4º ed., 1996, p. 42.

288
Figura 9. Diane Arbus. A child Figura 10. Diane Arbus.
Crying. New Jersey, 1967. Untitled, 1970-71.

10), nos presenta otra faceta de su personalidad: confrontar la sociedad


presentándole lo que esconde, oculta o ignora, porque se sale de sus
estereotipos. Diane Arbus por el contrario dignifica todos los seres
diferentes presentándolos respetuosamente. Genera en el espectador un
choque visual sacándolo de las habituales bellas imágenes fotográficas a
las cuales estaba acostumbrado, para presentarle otras categorías de la
belleza que surgen de lo que el alma emana. Cuando en el año de 1965 se
expusieron tres de sus fotografías en el Museo de Arte Moderno de Nueva
York: una pareja de nudistas mirando la cámara (fig 11), dos hombres
vestidos de mujer entre bastidores y la tercera conformada por una familia
de personas obesas (fig 12) que tranquilamente mira el objetivo, el público
se sintió agredido y rechazaba las imágenes manifestando su inconformidad.
En el libro «La Transfiguración del lugar común», Danto plantea el
concepto de «Distancia psíquica» para nombrar el alejamiento que
anteponemos al contemplar un objeto artístico, adoptando una actitud
en la cual dejamos de lado lo utilitario que dicho objeto pueda tener, y
pasamos a una posición privilegiada de contemplación estética, a un
discernimiento de sus diversos aspectos, a un juicio de gusto como nos
propone Kant en la Crítica del Juicio. Afirma Danto que a las fotografías
de Diane Arbus se les ha criticado esto9. Teniendo en cuenta que la
«distancia psíquica» puede ser un componente de la producción artística
o de la contemplación estética, sería erróneo pretender que un artista
9. Arthur C. Danto, La Transfiguración del lugar común, op. cit., p. 50.

289
Figura 11. Diane Arbus. Retired man and his wife.

Figura 12. Diane Arbus. Familia en un campo nudista, 1965.

290
tenga ‘distancia psíquica’ en el momento de hacer su obra. Menos la tuvo
Diane Arbus, por la forma de involucrarse con los seres humanos de sus
obras. Bien sea por sus rasgos o por su situación minoritaria o por aquellas
cosas que los hacían diferentes frente a la sociedad, Diane Arbus con sus
fotografías buscaba dignificar esos sujetos, haciéndolos ver como seres
normales y protagonistas de una realidad que les creaba en cada fotografía:
resaltando su propio entorno, acercándose a los espacios que habitaban,
hasta lograr la proximidad que le permitía realizar sus fotografías (fig 13).
No es precisamente la ‘distancia psíquica’ lo que aún hoy logra conmovernos
al observar sus fotografías. La respuesta práctica la da la artista frente a la
sociedad neoyorquina al presentarle en su obra a los seres que ellos marginan
y segregan por diferentes razones, haciéndolos visibles y sustrayéndolos
del ocultamiento al que han sido confinados, y exaltando aquello que
para ella era «extraordinario» y que, para nosotros como espectadores,
emana belleza. Entre Arbus y sus sujetos, no había ningún tipo de distancia:
ni psíquica, ni espacial (fig 14).

Figura 13. Diane Arbus. Figura 14. Diane Arbus. A young man
in curlers at home on West 20th Street,
N.Y.C. 1966.

Diane Arbus estudió y observó la tradición fotográfica artística y


documental que abordaba la tragedia y el dolor humanos a través de
las obras fotográficas de Julia Margaret Cameron, de Mathew Brady,
de los campos de batalla de la guerra civil estadounidense, de Paul
Strand y de las fotografías de niños trabajando en las minas de Lewis
Hine. También observó con detenimiento el trabajo de la artista Lisette
Model, su manera de captar la vejez, la pobreza, la gordura, su estra-

291
tegia para conmover y sobrecoger. Aprendió de ella la relación que se
entablaba entre el modelo o sujeto a fotografiar y el fotógrafo, aspecto
que marcó la relación de Diane Arbus con sus personajes: podía ser
un enfrentamiento, una conversación o un evento cargado de emo-
ción, pero siempre era necesario que se diera un intercambio de tipo
visceral para que la fotografía fuese aceptable. Para ella los mejores
fotógrafos son los que asumen riesgos y generan imágenes subversivas,
delirantes, conmovedoras. Quizás por eso fotografió la morgue, las
pensiones, los burdeles, los hoteles deteriorados de Manhattan, los
inmigrantes y las prostitutas. Era una constante búsqueda de aventu-
ras, de rarezas, de situaciones de peligro que la estimulaban y la saca-
ban de su constante depresión. Lo que ella quería hacer con su cáma-
ra era fotografiar el drama de la vida (fig. 15); sin embargo, lo más
importante no era la imagen final sino la experiencia, el suceso en sí.
El diálogo con el otro, el misterio, los momentos de silencio, la vida
cotidiana de los segregados. Incluso en alguna ocasión señaló que le
hubiese gustado haber fotografiado el suicidio en los rostros de Marilyn
Monroe y Ernest Hemingway, pues la autodestrucción vivía con ella,
era parte de su vida. Muchas veces se preguntó cuál era el sentido de
la vida, pero tenía claro que la fotografía era la herramienta que le
ayudaba en esa búsqueda. Decía de la fotografía: «El secreto de la
fotografía es que la cámara asume el carácter y la personalidad de
quien la usa. La cámara se maneja con la mente»10. Como señaló Rene
Char: «No tenemos más que un recurso frente a la muerte: hacer arte
antes de que llegue»11 y de esto se ocupó Diane Arbus hasta el mo-
mento en que decidió finalizar su existencia.
Para ella la vida era una intensa aventura y un gran reto y su
trofeo eran las fotografías que obtenía, pues se valía de la premisa de
que retratar a alguien es como seducirlo, logrando así capturar con su
cámara la profundidad de sus sujetos. Walker Evans señaló de Diane
Arbus: «Lo que la distingue como fotógrafa está en su mirada, que a
menudo dirige hacia lo grotesco y lo salaz, una mirada sabia para de-
tectar y mostrarnos el horror que puede ocultarse en un puñado de
tierra»12. Con ocasión de la retrospectiva del MOMA, posterior a su
muerte, señaló Marion Magid en la revista Arts: «En última instan-

10. Ibíd., p. 228.


11. René Char, en Vladimir Jankélévitch, La muerte, Valencia, Pre-Textos,
2002, p. 7.
12. Ibíd., p. 247.

292
cia, la gran humanidad de la obra de Arbus radica en que santifica
esa intimidad que, en un principio, parecía haber violado»13 (fig. 16).
Sumergida en una profunda depresión que usualmente la agobiaba en el
verano a causa de los recuerdos de la infancia y, agobiada por la presencia
recurrente del suicidio, Diane Arbus decide finalizar su vida el 27 de
julio de 1971. Posteriormente Howard su hermano le dedica este poema:
«Mi querida, me pregunto si antes del fin
pensaste en aquel juego de niños
al que seguramente jugaste, en el que
corres por encima del estrecho muro de un jardín
imaginando que es la cima de una montaña
con insondables precipicios a ambos lados
y cuando sentiste que perdías el equilibrio
saltaste, porque temías caer, y pensaste
solo por un instante: Es ahora cuando muero.
Eso fue hace una vida. Ahora ya no estás,
te negaste a seguir jugando el juego de los adultos
en el que, manteniendo el equilibrio en la cima que corona la oscuridad
se sigue corriendo sin mirar hacia abajo
y nunca se salta por temor a caer»14.

Figura 15. Diane Arbus. Niño Figura 16. Diane Arbus.


con granada de juguete en el
Central Park de N.Y.

13. Ibíd., p. 269.


14. Ibíd., p. 344.

293
Saiga Yuji: la ruina como belleza emanada

La fotografía contemporánea también se detiene en la belleza que


emana la ruina como imagen, para presentarnos otro sentido de la be-
lleza en el arte, donde habitan la soledad, la ausencia y todo aquello
que rememora la presencia humana pasada. De esta forma el artista
japonés Saiga Yuji, de la Prefectura de Hyogo, 1951, nos presenta una
isla abandonada en el Japón, (fig. 17) denominada Gunkanjima, que
fue explorada desde 1810 como mina de carbón y abandonada en 1974.
Es una de las 505 islas deshabitadas de la Prefectura de Nagasaki, conocida
como la Isla Espíritu, que se caracterizó por sus minas de carbón con una
alta producción en la época de la industrialización del Japón. Actual-
mente es una isla deshabitada y está prohibido el ingreso a ella. Sin
embargo, el artista Saiga Yuji nos presenta un apasionante registro de los
vestigios que nombran la presencia humana que habita la ruina y está
cargada de belleza, cuando sucede lo señalado por Canogar (fig 18):
La ruina solo lo es cuando es imagen: si no, huele demasiado a cuerpos
putrefactos y resulta difícil embellecerla. Porque la ruina es necesaria-
mente bella, aunque esa belleza nos provoque aterradores escalofríos, que
no son más que convulsiones románticas de una experiencia sublime.
Solo en el terreno de la imagen podemos realmente utilizar la ruina para
cognitivamente procesar muchas de sus contradicciones internas»15.
Saiga Yuji comenzó a fotografiar la isla cuando dieron la orden de
desalojarla en 1974 y permaneció en ella tres meses, tiempo en el cual
quedó completamente deshabitada. Durante los veinte años siguien-
tes ha conseguido regresar para fotografiarla incansablemente, tal vez
seducido por ese sentimiento que se ha experimentado a través de la
historia de la humanidad y que ha llevado a que las ruinas se fotogra-
fíen como vestigio de un momento de mayor esplendor y no necesaria-
mente de mayor belleza (Fig 19). Las fotografías de Saiga Yuji en
Gunkanjima registran ese extraño sentimiento que conjuga placer y
horror, producto de algunas situaciones terroríficas que posibilitan
capturar la belleza que emana del vacío. El arte, la religión y la arqui-
tectura conservan vestigios de estados anteriores que por diversas cir-
cunstancias han culminado convertidos en notables ruinas cargadas de
un pasado del cual no pueden desprenderse. Las imágenes que presen-

15. Daniel Canogar, El placer de la ruina, en revista Exit Nº 24, Madrid,


Exitmedia, 2006, p. 34

294
tan la ruina nos generan una experiencia estética al mostrarnos una
realidad tal cual, sin tramoyas ni maquillajes, que le crean belleza al
vestigio de la tragedia que allí se produjo, pero necesitan del tiempo y
la distancia para lograr transformar el sentimiento inicial (fig. 20).

Figura 17. Saiga Yuji. Figura 18. Saiga Yuji.

Figura 19. Saiga Yuji. Figura 20. Saiga Yuji.

Desde su invención la fotografía posee cercanías con la ruina, como


lo ilustra el espíritu documentalista de algunos fotógrafos que hicie-
ron uso de ella como herramienta para documentar un pasado, unos
hechos y en ocasiones para registrar la ruina humana, la guerra, el

295
terrorismo. Sin embargo, la belleza que emana la ruina presentada por
Yuji Saiga está en el acertado empleo de la fotografía en blanco y
negro para documentar un tiempo implacable que se escurre por los
recodos de Gunkanjima y de los demás espacios seleccionados por él,
mostrando la forma como se transforman lentamente cada uno de los
lugares donde lo bello se evidencia detrás del abandono y la desola-
ción (fig 21). Antiguas edificaciones y viviendas, corredizos, lugares
de tránsito, espacios para la celebración, primeros planos y detalles de
lugares presentan una belleza franca y sin regodeos, producto de su
conversión en ruina por circunstancias ajenas a ellos. El ojo errante
del fotógrafo logró detener y convertir en memoria las huellas de lo
humano que aún se calan por el espacio para emanarnos un poético
estado de la ruina que solo la imagen sabe potenciar y enmarcar den-
tro del sentido que señala Didi Huberman: «La imagen surge allí donde
el pensamiento –la reflexión–, como muy bien se dice parece imposi-
ble, o al menos se detiene: estupefacto, pasmado. Ahí, sin embargo, es
donde es necesaria una memoria»16. Esos espacios revelan en imagen
la vida que allí transcurrió, la historia que se deja atrás cuando se dan
los fenómenos de desalojo, desplazamiento o abandono (fig 22). A
través de pequeños detalles puede permitirnos imaginar anécdotas de
las experiencias transcurridas, que sabiamente el alto contraste de la
fotografía blanco y negro potencia y proyecta como bellos vestigios de
fragmentos de vidas, de ceremonias interrumpidas, de recuerdos de-
jados atrás, de juegos inconclusos y de decisiones inexplicables
transformadoras del curso de la vida de muchos seres. Sin embargo,
Saiga Yuji registra y conserva ese pasado como documento que bella-
mente sabe emanar esa vida que se esconde y silenciosamente develan
sus imágenes. Su blanco y negro no es una abstracción, es la pérdida
de color de la ruina (fig 23).
En Diane Arbus y en Yuji Saiga encontramos un panorama dife-
rente para ampliar la pregunta sobre la belleza actual. Desde un sen-
tido de lo fotográfico más complejo nos presentan una belleza emana-
da, en su tránsito de una exterioridad hacia una interioridad, en la
transformación de lo aparentemente ordinario hacia lo extraordina-
rio, que la mirada de estos dos artistas fotógrafos saben exaltar, digni-
ficar y presentar. No es una belleza creada previamente, es la identifi-

16. George Didi-Huberman, Imágenes a pesar de todo. Memoria visual del Ho-
locausto, Barcelona, Paidós, 2004, p. 56.

296
cación de cada uno de ellos dos con el modelo que indagan. Esta
búsqueda de otros contenidos surge en el contexto filosófico de
«autodespliegue sin pérdida», que nos amplía el sentido trágico que
rodea la imagen fotográfica contemporánea.

Figura 21. Saiga Yuji. Figura 22. Saiga Yuji.

Figura 23. Saiga Yuji.

297
Ilustraciones

Figura 1. Diane Arbus. Hombre tatuado en el carnaval, 1970. Tomada de:


http://www. google.com /images?client =safari&rls= en&q=diane+
arbus+fotos&oe =UT F-8&um=1&ie=UTF- 8&source= univ&ei=
WbJSTOmaMYK8lQen8JWqBQ&sa =X&oi=image_result_group
&ct=title&resnum =1&ved= 0CCYQsAQwAA&biw
=1276&bih=647
Figura 2. Saiga Yuji . Gunkanjima. Tomada de: http://s302.photobucket.com/
albums/nn90/mantosz/share/?action=view&current=gunkanjima4-
1.jpg&newest=1
Figura 3. Diane Arbus. Diane Arbus, A jewish giant at home with his parents( in the
Bronx, New York, 1970( Tomada de: http://www.google.com/ imgres?imgurl=
http://www.pedroalhambra.es /wp- content /uploads/2009/07 /artwork_images_
138991_257064_diane-arbus-1.jpg&imgrefurl= http://www.pedroalhambra.es
/%3Fcat%3D136&usg=SqDd8vuhFHeIsTQBYcQTJl0MNU
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=20&ved=1t:429,r:6,s:0
Figura 4. Diane Arbus. Familia Disfuncional. Tomada de: http://
www.taringa.net/posts/imagenes/1358187/Lo-morbosamente-bello—
Diane-Arbus.html
Figura 5. Diane Arbus. Mexican dwarf in his hotel room. Tomada de: http://
shangrilatextosaparte.blogspot.com/2007/05/carpeta-diane-arbus-iii-
como-en-espejo.html
Figura 6. Diane Arbus. Hombre sentado. Tomada de: http://www.taringa.net/
posts/imagenes/1358187/Lo -morbosamente -bello—Diane -
Arbus.html
Figura 7. Diane Arbus. Diane Arbus, Russian midget friends in a leaving room
on 100th Street, New York, 1963 Tomada de: http://www.taringa.net/
posts/imagenes/1358187/Lo -morbosamente -bello—Diane -
Arbus.html
Figura 8. Diane Arbus. Untitled, 1970 – 71.Tomada de: http://
www.taringa.net/posts/imagenes/1358187/Lo-morbosamente-bello—
Diane-Arbus.html

298
Figura 9. Diane Arbus. A child Crying. New Jersey, 1967. Tomada de: http:/
/fotofilos.files.wordpress.com/2010/05/m198903580001.jpg
Figura 10. Diane Arbus. Untitled, 1970 – 71. Tomada de: http://www.taringa.
net/posts/imagenes/1358187/Lo -morbosamente -bello—Diane-
Arbus.html
Figura 11. Diane Arbus. Retired man and his wife. Tomada de: http://
www.google.com /imgres?imgurl=http:// 4.bp.blogspot.com /_rSLF41-
TRNI/Swhw -8MaQcI/ AAAAAAAAAgE/ 23q18_HMfRY /s400/
019.%252BRetired %252Bman%252Band %252Bhis%252Bwife
%252Bat%252Bhome %252Bin%252Ba %252Bnudist %252Bcamp%
2 5 2 B o n e % 2 5 2 B m o r n i n g , % 2 5 2 B D i a n e %
252BArbus%252B(NJ,%252B1963) .jpg&imgrefurl= http://
haciendomacuare. blogspot.com/2009 /11/diane-arbus-la-fotografa-de
- l o s . h t m l & u s g = _ _ 4 z F C S F g t A P w E e N y Z K T Pex Y B I N d Y =
&h=399&w=400&sz=32&hl=es&start=18&tbnid
=u6jsAjoPNDlYnM:&tbnh=156&tbnw=172&prev=/
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%3Des%26client%3Dsafari%26sa%3DX%26rls%3Den
%26biw%3D1276%26bih%3D644%26tbs%3Disch:1&um=
1&itbs=1&iact=rc&ei= PxJYTKuwEcWdnAel 4PGxCQ&page=
2&ndsp=18&ved= 1t:429,r:17,s:18&tx =118&ty=10
Figura 12. Familia en un campo nudista, 1965. Tomada de: http://
shangrilatextosaparte.blogspot.com/2007/05/carpeta-diane-arbus-iii-
como-en-espejo.html
Figura 13. Diane Arbus. Tomada de: http://antoncastro.blogia.com/2010/
052603-diane-arbus-en-la-fabrica.php
Figura 14. Diane Arbus. A young man in curlers at home on West 20th
Street, N.Y.C. 1966, Tomada de: http://trans_esp.ilga.org/var/ilga/
storage/images/trans/bienvenidos_a_la_secretaria_trans_de_ilga/
zona_trans/personajes/diane_arbus/diane_arbus_
a_young_man_in_curlers_at_home_on_west_20th_
street_n_y_c_1966/60320-1-eng-GB/diane_arbus_ a_young_man_in_
curlers_at_home_on_west_20th_street_n_y_c_1966.jpg
Figura 15. Diane Arbus. Niño con granada de juguete en el Central Park de
N.Y. Tomada de: http://www.cuentosdebolsillo.com/?p=328
Figura 16. Diane Arbus. Tomada de: http://coolchaser.blogspot.com/2008/
08/diane-arbus.html
Figura 17. Saiga Yuji. Tomada de: http://catrafuse.wordpress.com/2009/06/
Figura 18. Saiga Yuji. Tomada de: http://catrafuse.wordpress.com/2009/06/
Figura 19. Saiga Yuji. Tomada de: http://www.ne.jp/asahi/saiga/yuji/gallary/
gunsu/gunsu-html/06.html
Figura 20. Saiga Yuji. Tomada de: http://www.ne.jp/asahi/saiga/yuji/gallary/

299
gunsu/gunsu-html/06.html
Figura 21. Saiga Yuji. Tomada de: http://www.ne.jp/asahi/saiga/yuji/gallary/
gunsu/gunsu-html/06.html
Figura 22. Saiga Yuji. Tomada de: http://www.ne.jp/asahi/saiga/yuji/gallary/
gunsu/gunsu-html/06.html
Figura 23. Saiga Yuji. Tomada de: http://www.ne.jp/asahi/saiga/yuji/gallary/
gunsu/gunsu-html/06.html

300
El retorno a la tonalidad en la música de la
postmodernidad

Johann F.W. Hasler


Universidad de Antioquia
Medellín

Recuerdo vívidamente una clase de historia de la música en el


pregrado en música de la Universidad Nacional en la década de los
90, en la cual, para explicarnos la radical diferencia entre la música
del siglo XIX y del XX, la profesora Ellie Anne Duque sugirió una ana-
logía muy interesante con las artes visuales: la música, nos dijo, es
notoriamente inadecuada para ser representativa; aparte del retum-
bar de los truenos, el rugir de las olas, el silbido del viento y los cantos
de los pájaros, no hay mucho que la música pueda imitar o representar
del mundo, a diferencia de las artes visuales clásicas cuyos temas prin-
cipales giraron durante muchos siglos, con notorias excepciones, ex-
clusivamente alrededor de la representación del mundo visible. Por
ello, reflexionaba la profesora, la música es un arte intrínsecamente
abstracto, noción que ha sido desarrollada en profundidad por quie-
nes han descrito y comentado el interesante fenómeno de la percep-
ción de la música de arte occidental como «música absoluta», es de-
cir como un arte sin conexiones conceptuales o simbólicas más allá de
las que se refieren a sus propias estructuras y lógicas internas, y por
ello fácilmente definible como un arte intrínsecamente –y no única-
mente estilísticamente– abstracto1.
Si ello es así, y la música académica occidental siempre ha sido un
arte abstracto, la pregunta que surge al analizar el cambio radical de
las artes entre los siglos XIX y siglo XX es: ¿cómo resultó la música afec-
tada por el paso de las otras artes, más tendientes a la representación,
a la abstracción a principios del siglo XX? Y si la música ha sido siem-
pre un arte abstracto, ¿cómo se abstrae aún más, para seguirle el paso
a la abstracción de las artes visuales durante el siglo XX? Pues resulta

1. A este respecto véase sobre todo Carl Dahlhaus, La idea de la música absolu-
ta, (traducción de Ramón Barce Benit), Barcelona, Idea Books, 1999.

301
indudable, y salta a la vista (o más precisamente expresado, «al oído»)
que la música del período expresionista es radicalmente diferente a la
del postromanticismo y que, ciertamente, nos suena como música más
«abstracta», tal vez más intelectual, con mayor bagaje filosófico a priori
y con planteamientos estéticos radicalmente diferentes que en los si-
glos anteriores. Pero, ¿cómo es esto posible, considerando que la músi-
ca ya es de por sí abstracta, sea renacentista, barroca, clásica, román-
tica o moderna?
La respuesta que sugería la profesora Duque –y con ello empezaba
su curso de música del siglo XX– es que lo que define que la música
nos suene abstracta o no, en términos perceptuales, es que su centro
tonal sea o no fácilmente perceptible, o que la noción de un centro
tonal exista en absoluto como estructura subyacente y a priori a la
obra musical. La música moderna, que nos suena más «abstracta» que
la de tiempos anteriores, nos suena así porque evita o decide eliminar
el centro tonal, y por ello se llama precisamente «atonal», en tanto
que a la música de siglos anteriores la llamamos «tonal», o del período
de «práctica común» porque, de manera análoga a lo que sucedía en
las artes visuales, era práctica común trabajar de eso modo (dentro
del sistema tonal), comparable en la analogía de la profesora Duque a
trabajar en las artes visuales bajo el presupuesto de que se van a re-
presentar figuras o situaciones con paralelos o referentes al ‘mundo
real’ de nuestra experiencia cotidiana2.
La música tonal o de práctica común se fue convirtiendo precisa-
mente en la manera más común y aceptada de hacer música entre
finales del renacimiento y el barroco temprano porque se consideraba
intrínsecamente bella, dado que, echando mano de Platón y todos sus
seguidores ideológicos, quedaba claro que lo bello tenía que ser ine-
vitablemente racional y además sencillo (reducido a los principios
básicos) en términos matemáticos y geométricos3.

2. Como ya se mencionó, aún en el pasado encontramos notorias excepciones


en la pintura a esta norma de representar el mundo real, por ejemplo en Bosch,
Grünewald o Arcimboldo, pero nos referimos aquí a la práctica más común en de
las artes visuales representativas.
3. Confróntese a este respecto la increíble terquedad que rigió la cosmología
durante siglos, que obligaba a que todos los movimientos celestes tenían que
explicarse –siguiendo a Aristóteles– en términos de movimiento circular perfecto,
homogéneo y constante aún cuando todas las observaciones demostraban que
ocurrían múltiples anomalías a esta exigencia Platónico-Aristotélica a priori. Se
idearon múltiples y complejos sistemas que daban cuenta de estas anomalías a

302
Los diversos estudios científicos sobre acústica y las propuestas de
afinación que pulularon en esta época4 fueron aceptados en la medi-
da en que se plegaban a estos a priori Platónico-Aristotélicos, y sus
implicaciones para la práctica musical expresados en infinidad de tra-
tados que difundían, de manera musicalmente realizable para los
músicos prácticos (compositores, acompañantes e instrumentistas de
teclado) las normas geométrico-matemáticas de la música que los es-
tudios previos habían deducido científicamente. El más conocido de
estos tratados es sin duda el Tratado de Armonía del compositor y vio-
linista Jean Phillipe Rameau (1683-1764), aparecido en 1722, que
desde entonces y hasta nuestros días ha sido el libro base de la teoría
de la música tonal o de ‘práctica común’. El argumento principal de
este libro y otros que le son contemporáneos es cientificista: básica-
mente expresa que dado que los estudiosos de la acústica han demos-
trado que el sonido se puede explicar científicamente de manera
geométricamente simétrica, en números enteros y proporciones per-
fectas; las normas de armonía de práctica tonal que Rameau recopila,
propone y terminará dictaminando5 son la manera correcta de hacer
música precisamente porque la música se comporta así de manera na-
tural: Es bello porque la Naturaleza se comporta así, y la Naturaleza es
bella, ordenada y perfecta, y nosotros como artistas debemos procurar
que nuestra música igualmente sea ‘natural’ a través de entender las
leyes naturales de la física que aparentemente la rigen6, y lograr que
nuestro arte, de este modo, imite a la Naturaleza. Dado que la teoría
tonal imita a la Naturaleza, resulta pues intrínsecamente bella y de-

través de círculos dentro de círculos girando alrededor de otros círculos, para que
la observación concordara con las exigencias filosóficas y racionales por entonces
aceptadas. Carlos Dorce, Ptolomeo, el astrónomo de los círculos, de la serie La
matemática en sus personajes, Madrid, Nivola Ediciones, 2006.
4. J. Javier Goldáranz Gaínza, Afinación y temperamento en la música occidental,
Madrid, Alianza, 1992.
5. Thomas Christensen, Ed. The Cambridge History of Western Music Theory,
Cambridge, Cambridge University Press, 2002.
6. Vale la pena aclarar que estudios científicos posteriores demuestran que el
sonido no se comporta de manera tan ordenada, predecible y lineal. Pero ello no
cambió la preferencia estética de Occidente por la música tonal, ni en el pasado,
ni actualmente. Esto se debe a que puede que el sonido no se comporte de manera
tan sencilla, pero nuestra percepción es limitada y prefiere las relaciones simples,
sobre todo cuando en este arte del tiempo, las relaciones entre los sonidos tienen
que percibirse en fracciones de segundo, antes de que desaparezcan.

303
seable como práctica común. De nuevo la influencia de Aristóteles,
ya bien entrado el barroco musical.
Resumiendo, entendemos entonces que si bien toda música sin
texto, drama o programa extramusical7 es intrínsecamente abstracta
(debido a su autorreferencialidad altamente formal)8, la música tonal
del período de práctica común nos suena muchísimo menos abstracta
que la música atonal o post-tonal9 precisamente porque está basada
en un sistema de relaciones y jerarquías entre las notas que fue de
práctica común durante más de tres siglos, en tanto que las músicas
que no se pliegan al sistema tonal proponen o generan sus propios
sistemas de jerarquizar los sonidos, sistemas que por lo general buscan
rechazar y destronar al sistema tonal de práctica común.
Es exactamente en este sentido que la música que buscaba ser
moderna a principios del siglo XX decidió divorciarse de la práctica
común, de la tonalidad, y generar sus propios sistemas alternativos de
manejo de las relaciones entre las alturas de la escala, dando así naci-
miento a los sistemas dodecafónicos y seriales que fueron tan influ-
yentes en la música de artes entre las décadas del 20 y del 6010.
La música post-tonal, o ‘nueva música’, especialmente de corte
serial o sistemáticamente atonal, se transformó de este modo en un
baluarte de la estética moderna abstraccionista y altamente formalis-
ta, que buscaba hacer del arte casi una ciencia exacta por su preci-

7. Es precisamente a este ‘programa’ extramusical, usualmente poético o lite-


rario, al que hace referencia la llamada ‘música programática’.
8. Altamente formal en el sentido de que el tema de la música ‘pura’ o ‘abso-
luta’, es decir, sobre lo que ella trata, es su propia estructura formal interna, y rara
vez trata de algo más adicionalmente a ella. Es por ello que tenemos piezas que se
llaman, por ejemplo, ‘sonata en mi mayor’, lo cual nos está diciendo que la pieza es
una forma sonata – y que por lo tanto podemos esperar un cierto número fijo y
predecible de secciones en ciertas relaciones tonales entre sí, y con ciertos juegos
de contraste entre estas secciones – y que mi mayor es la tonalidad de inicio de
todas estas peripecias tonales que ya están implícitas a priori en la forma sonata,
planteada como modelo tonal-morfológico.
9. Sobre las diversas nociones y términos utilizados por la teoría musical tras la
práctica común véanse Rudolf Retti, Tonalidad, Atonalidad, Pantonalidad: estudio
de algunas tendencias manifestadas en la música del siglo XX, Ediciones Rialp, 1965;
y sobre todo Joel Lester, Enfoques Analíticos De La Música Del Siglo XX, Madrid,
Akal, 2005.
10. George Perle, Composición Serial y Atonalidad, Barcelona, Idea Books,
1999, versión española de Twelve-Tone Tonality, Berkeley, University of California
Press, 1977.

304
sión de diseño y procedimiento11. Esta posición, como es sabido, fue
blanco de fuertes críticas a partir de los años 60, con el advenimiento
de los movimientos post-estructuralistas y postmodernos12.
Me comentaba una profesora de filosofía de la Universidad de
Antioquia en una breve charla informal13 que le parecía que los teóri-
cos postmodernos son «de lo más godos»14, razón suficiente a su pare-
cer para rechazar sus ideas y planteamientos, y para dejarle un mal
sabor en la boca alrededor de todo lo que se etiquete como
‘postmoderno’15.
Este incómodo conservatismo del que con frecuencia se acusa a la
postmodernidad se pudiera tal vez achacar a la pérdida de fe en el
proyecto humanista y racionalista de la modernidad temprana y la
ilustración, y en todas las nociones que de ellos se desprenden, como
por ejemplo la dudosa y problemática idea del progreso, que como es
bien sabido poca cabida tiene en asuntos de arte, y casi ninguna rele-
vancia en el arte contemporáneo.
Esta idea tradicional de progreso racionalista casi exige, en la
música que se jacta de ser moderna, jamás retroceder a técnicas y
estéticas que ya se han aplicado en el pasado, como me dijo con su-
prema claridad la compositora bogotana Catalina Peralta cuando fue
mi profesora de composición –también en la década del 90 del siglo
pasado– al tiempo que descalificaba mis intentos de composición

11. Alistair Williams, New Music and the Claims of Modernity, Aldershot, Hants.,
Ashgate, 1997.
12. Fundamental en este tipo de discusiones en el campo de la música es el
trabajo de Lawrence Kramer, Classical Music and Postmodern Knowledge, Berkeley,
University of California Press, 1995. De utilidad resulta también el trabajo de Julio
López, La Música De La Postmodernidad: Ensayo De Hermenéutica Cultural, Barce-
lona, Anthropos, 1988. Para un contexto más general véase Gianni Vattimo, End
of Modernity: Nihilism and Hermeneutics in Postmodern Culture, Baltimore, MD.,
John Hopkins University Press, 1991.
13. El hecho de no citar aquí su nombre no es una concesión a la discreción
que exigiría su comentario tan poco cualificado, sino simplemente porque tan
informal fue la charla y tan breve el encuentro, que no llegamos siquiera a infor-
marnos el uno al otro de nuestros respectivos nombres.
14. En Colombia, se utiliza la palabra ‘godo’ para referirse a actitudes o perso-
nas ultra-conservadoras o reaccionarias.
15. A este tipo de controversias y tensiones entre las posiciones modernistas y
postmodernistas hace referencia precisamente el trabajo de Barry Smart, Modern
Conditions, Postmodcern Controversies, Londres, Routledge, 1992.

305
historicista, considerándolos aceptables tal vez para música al servicio
de otro tipo de producciones –el cine o televisión, recuerdo que sugi-
rió– pero ciertamente no valiosa como música de arte, por el hecho de
desafiar la idea de progreso, tan central al pensamiento modernista y
a las estéticas que se pliegan a él, y las cuales ella valoraba altamente
por entonces16. Sobre este punto se queja el musicólogo británico
Joscelyn Godwin, no sin cierto sentido del humor:
Esto suscita la vieja cuestión de la validez de lo histórico frente al tiem-
po presente, algo muy real para los músicos. De acuerdo a una opinión
académica generalizada, tanto una postura filosófica como un estilo
musical son solo válidos en sus respectivos contextos históricos. […]
En nuestro campo de la musicología, cantatas barrocas de escaso valor
son evaluadas, transcritas, publicadas y representadas. Sin embargo, si
alguien hoy compusiera una cantata barroca similar –o incluso aunque
fuera buena–, sería motivo de mofa, y nadie querría escucharla simple-
mente porque no es su momento17.
Pero esta noción de progreso es una de las tantas ideas preconce-
bidas que la estética musical postmoderna ataca e intenta destronar
de su posición hegemónica, y como muestra de ello desde los años
sesenta la música académica de concierto (también llamada ‘música
de arte’) ha realizado excursiones ‘de retorno’ a estéticas y lenguajes
del pasado, que desde el punto de vista teleológico y progresista del
modernismo pudieran considerarse como superadas.
El minimalismo es una de las tendencias que casi desde sus inicios
ha retornado a la tonalidad18. De hecho, una de las primeras obras
minimalistas, In C [en do] de Terry Riley (compuesta en 1964), se
titula así precisamente porque se trata de una reiteración constante,
durante alrededor de cuarenta y cinco minutos, del acorde de do
mayor, que lentamente va creciendo desde su nota base (el do) hasta
el acorde con séptima, pasando paulatinamente por la agregación de
la tercera y luego de la quinta. Esta pieza no solo plantea la posibili-
dad de realizar una obra extensa con un único acorde (un acerca-

16. Este es uno de los varios problemas de la modernidad que trata Robert B.
Pippin en su Modernism as a Philosophical Problem: On the Dissatisfactions of European
High Culture, Cambridge, MA: Basil Blackwell, 1991.
17. Joscelyn Godwin, La Cadena Áurea De Orfeo - El Resurgimiento De La
Música Especulativa, Madrid, Siruela, 2009, p. 149.
18. Edward Strickland, Minimalism: Origins, Bloomington, IN, Indiana
University Press, 1993.

306
miento claramente minimalista), sino que además, desde su título
mismo, propone una respuesta contestataria a la atonalidad, que se
había convertido, a mediados del siglo XX, casi en un dogma estético
que ningún compositor ‘serio’ podía dejar de respetar, mucho menos
ignorar o rechazar19. Para agregarle insulto a la ofensa, Riley escogió
la tonalidad de do, la más simple de todas las tonalidades mayores,
que en opinión del serialista Alban Berg era tan vulgar, que este de-
cidió representar el pago que su personaje Wozzeck le hace a una
prostituta con la enunciación de tan vulgar acorde: pareciera que en
la época de la hegemonía de la atonalidad sistemática el burdel era
justamente el lugar al que se había relegado el do mayor, hasta que
Riley lo rescató con su obra, que comienza justamente con una reite-
ración rítmica insistente e incisiva de la nota do y poco después de la
tercera do-mi que le otorga el modo mayor a esta tonalidad.
Siguiendo este ejemplo, otros compositores minimalistas posterio-
res fueron también regresando paulatinamente a la tonalidad de una
manera abierta y desinhibida. Steve Reich (nacido en 1937) nos cuenta
al respecto de sus primeros pasos en este estilo:
Ocurrió algo interesante cuando era su estudiante [de Luciano Berio]
en Julliard [School of Music]: escribí alguna música dodecafónica por-
que me sentí prácticamente obligado a hacerlo. Era la mentalidad rei-
nante del final de los cincuentas e inicios de los sesentas. Tuve que
enfrentarme al problema de hacerla sonar de alguna manera que yo
pudiera llamarla música. La música para mí siempre ha tenido un cen-
tro tonal. Yo no entendía en mi corazón o incluso en mi mente, lo que
era la música atonal. Aún en estos días tengo muy poco gusto por la
música de Arnold Schönberg o Alban Berg. Puedo apreciar algunas de
las piezas de Webern, pero este es un rincón muy especial de mi gusto
musical. Prefiero mucho más la música de Igor Stravinsky y Bela Bartok
[sic], y Johann S. Bach, y Charlie Parker. Este es el centro de mi gusto
musical. Sin embargo, tuve que escribir estas piezas. Lo que hice enton-
ces, con la serie de doce sonidos fue no transponerla, no invertirla, no
presentarla retrogradada, sino simplemente repetirla una y otra vez,
mientras que trabajaba con los subgrupos rítmicos. Berio le echó un
vistazo a una de estas piezas y me dijo, ‘Si usted quiere escribir música

19. Benjamin Piekut, Academic Serialism as Institutionalized Common Practice?


[Revista en línea], the web magazine from the America Music Centre, 2004.
http://www.newmusicbox.org/page.nmbx?id=58tp00. Acceso el 21 de enero
de 2006.

307
tonal, ¿por qué no escribe música tonal?’ Pensé un momento y dije,
‘Usted tiene mucha razón, eso es lo que estoy haciendo’20.
Pero no solo los compositores minimalistas norteamericanos (re-
presentantes del también llamado ‘minimalismo repetitivo’) han re-
tornado a la tonalidad: en Europa, especialmente al norte y al oriente,
varios compositores con inclinaciones religiosas han regresado a un
estilo neo-medieval que también ha sido llamado ‘minimalismo sa-
cro’, ‘minimalismo místico’ o ‘minimalismo espiritual’, por su énfasis en
los temas religiosos, y en una música que incita a la interiorización
contemplativa más que a la audición estructural y analítica. Entre
estos compositores destacan Arvo Pärt (n. 1935), John Taverner (n.
1944), Henryk Górecki (n. 1933), Sofia Gubaidulina (n. 1931),
Vladimir Godár (n. 1956) y Hans Otte (1926-2007). Varias de las
obras de estos compositores son neo-tonales en extremo, pudiéndose
considerar no únicamente neo-tonales, sino francamente historizantes,
y no resulta extraño que oyentes con buena preparación musical en
reconocimiento de estilos lleguen a confundir a estos compositores
con sus modelos de los siglos XIII al XV, a los cuales con frecuencia se
asemejan de manera sorprendente.
Otro caso muy interesante en esta vertiente postmoderna de re-
torno a la belleza y simplicidad de la tonalidad es el del compositor
soviético Alfred Schnittke (1934-1998), a quien se le suele definir
como ‘poliestilístico’, por su creativa superposición de diversos estilos
históricos y actuales, a veces en la misma pieza de música, a pocos
segundos unos de otros. Este poliestilismo convierte a toda la música
histórica en actual, al no dividir o catalogar ciertas músicas como
‘anteriores’ o ‘primigenias’ en contraposición a músicas más ‘desarro-
lladas’ o ‘progresistas’, en el sentido teleológico. La intención estética
principal de esta música parece ser justamente la belleza de la música
misma, independientemente de su estilo o de su sonoridad moderna o
historizante, y en este sentido podemos hablar claramente de un re-
torno a la belleza en buena parte de la música de finales del siglo XX.

20. Citado de «Steve Reich - Entrevista Por Jim Akin,» Universitas Humanistica
38, (traducción de Guillermo Gaviria), 1993, pp. 114-116. Publicado originalmen-
te como «New Directions in Composition - Steve Reich» Jim Akin, Keyboard
Magazine, volumen 5, número 6, junio de 1987.

308
El cine: La prosa del mundo o la novela social de
nuestros días

Pedro Adrián Zuluaga


Departamento de Artes /Universidad de los Andes
Bogotá

Lo bello en el cine, ¿es el resultado previsible de la expresión de


un artista? ¿Es la suma de un conjunto de artificios potenciados por la
puesta en escena? ¿O es un potencial intrínseco y esencial de la ima-
gen en movimiento debido a su carácter reproductor de la realidad?
Una posible respuesta a estas preguntas requiere un trazo de largo
recorrido. Las siguientes líneas exponen algunas ideas tomadas de la
masa crítica formada alrededor de la idea de cine moderno, como
categoría que reacciona al cine clásico y sus ideales de belleza, sin
nunca llegar a aniquilarlo. El cine moderno es una experiencia situa-
da históricamente, en esencia minoritaria y quién sabe si ya superada,
pero aún hoy aparece como horizonte válido de reflexión, así sea solo
para entender lo no moderno.

1. El cine «visible» y no reconciliado

Lo que se dio en llamar cine moderno, generalmente fechado a


partir del neorrealismo italiano, o en todo caso a partir de alguna de
sus derivaciones estilísticas, surge a expensas de una situación histó-
rica concreta: la evidencia de «las ruinas y los lazos rotos entre indivi-
duos, familias e instituciones sociales»1, que son la «preciosa» heren-
cia del universo concentracionario del fascismo. Sobre el final de ese
periodo de modernidad cinematográfica es mucho más difícil ponerse
de acuerdo: para algunos coincide con el asesinato, en 1975, de Pier
Paolo Pasolini y, en general, con el terrorismo opaco de los años seten-
ta, que instala nuevas formas de sospecha en el corazón de la política

1. Adrian Martin, ¿Qué es el cine moderno?, Santiago, Uqbar Editores, 2008, p. 21.

309
internacional; para muchos otros, ese final se decreta a partir del cu-
brimiento de la Primera Guerra del Golfo, en 1991, cuando la CNN
ofrece el espectáculo ininterrumpido de la guerra y anuncia «un even-
tual futuro orwelliano con grandes ceremonias audiovisuales masivas
y teletones gigantes sobre la pantalla grande»2; hay quienes señalan la
caída de las torres gemelas en septiembre de 2001 como una nueva y
definitiva pérdida de la inocencia capaz de cerrar un periodo que se
inauguró con una pérdida equivalente. En cualquier caso, al comien-
zo y al final de esta idea de cine moderno estaría el horror de la vio-
lencia y de la guerra. Por último, hay quienes creemos o queremos
creer que el capítulo del cine moderno sigue abierto, aunque se ex-
prese en los márgenes o periferias del actual territorio de las imágenes
en movimiento.
Cerrado o en marcha, lo moderno, según una acepción común-
mente aceptada, es lo que se opone al clasicismo y su «estilo invisi-
ble», a esa «forma tan perfectamente elegante y no obstrusiva que
puede pasar inadvertida si los espectadores estamos suficientemente
concentrados en la ilusión del mundo ficticio y sus habitantes, en el
contenido narrativo»3. Como lo refiere Adrian Martin, fuerzas muy
poderosas de orden social y cultural metieron a la mayor parte del
cine en sus primeras cuatro décadas en la camisa de fuerza del clasi-
cismo, también llamada «narrativa clásica de Hollywood», que se con-
virtió en una normatividad en la cual aún hoy medran gran parte de
las películas producidas dentro y fuera de los Estados Unidos. Por otra
parte, todo filme es ilustración de la modernidad en tanto que el ci-
nematógrafo representó una «nueva forma de producción cultural que
trae al mundo un nuevo tipo de objeto artístico, y un nuevo tipo de
percepción para el espectador que es sumergido en una oscuridad
comunitaria asombrosamente cargada»4.

2. ¿Es posible una imagen bella después de Auschwitz?

La célebre afirmación de Adorno de que resultaba imposible es-


cribir poesía después de Auschwitz, a pesar de que fue reformulada

2. Serge Daney, Perseverancia. Reflexiones sobre cine, Buenos Aires, Ediciones


El Amante, 1998, p. 167.
3. Adrian Martin, op. cit., p. 19.
4. Ibíd., p. 18.

310
más tarde, el cine moderno la tomó al pie de la letra, porque fue
precisamente el cine el medio que reveló el alcance fáctico del tota-
litarismo, e hizo inmoral cualquier intento posterior de revisionismo
sobre lo ocurrido en la Europa de la Segunda Gran Guerra.
George Stevens, por encargo del gobierno norteamericano, regis-
tró, en colores y sin apenas asomo de culpa, la apertura de los campos
de concentración. Estas imágenes, censuradas por las mismas entida-
des que las comisionaron, son el relato de viaje de un grupo entusias-
ta de soldados que filman a través de una Europa en ruinas pero libe-
rada, desde Saint-Lo hasta llegar a Auschwitz, un límite que nadie
había previsto y que conmociona al equipo de rodaje. La belleza o,
para ser más precisos, la capacidad de perturbación de aquellas imá-
genes se debió sin duda a la inocencia con que se miró ese paisaje de
muerte y desolación: la inocencia y el escándalo de una escena primi-
tiva. Después vendrían, en blanco y negro, Noche y niebla (1955) o
Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais.
Independientemente de que en un caso, las imágenes de George
Stevens, se tratara de la mirada inmediata y sin prevenciones de los
norteamericanos, y en otro, Noche y niebla o Hiroshima mon amour , del
acercamiento posterior y velado de los europeos, las pirámides de cuer-
pos amontonados y «los putrefactos cadáveres del fascismo y de la gue-
rra»5 supusieron para la conciencia de Europa un punto de no retorno y
una pérdida de la inocencia que invalidó la posibilidad de reivindicar
los paraísos perdidos o invocar la vitalidad romántica del paisaje natu-
ral. A cambio, el cine moderno, o «adulto y desilusionado» en palabras
de Serge Daney, se adhirió a la estética suspendida que gobierna las
primeras películas de Rossellini y que supone, tal como lo muestra Gilles
Deleuze, el paso de la imagen-movimiento a la imagen-tiempo.
En Alemania año cero (Dir. Roberto Rossellini, 1948), Edmund, un
adolescente de catorce años, es incapaz de sobreponerse a la impoten-
cia que le genera la contemplación de una Berlín devastada. La sen-
sación de una libertad inaprovechable y su propio sentido de la degra-
dación moral lo llevan al suicidio. Deleuze, pensado en Edmund y en
los personajes del neorrealismo que heredan su imposibilidad para la
acción y el sentimiento estancado de la propia libertad escribe:
Por más que el protagonista se mueva, corra y grite, la situación en la
que se encuentra desborda, por todas partes, su capacidad motora, le

5. André Bazin, ¿Qué es el cine?, Madrid, Rialp, 1990, p. 286.

311
hace ver y escuchar aquello que de derecho no se corresponde con una
respuesta o una acción. Más que reaccionar, registra. Más que compro-
meterse a una acción, se abandona a una visión, perseguido por ella o
persiguiéndola él6.
El mismo Rossellini, en películas inmediatamente posteriores como
Stromboli (1950), Europa 51 (1952) y Viaggio in Italia (1953), que resu-
men su trabajo al lado de Ingrid Bergman, vuelve una y otra vez sobre
la mirada pasmada de la protagonista, quien comprueba su imposibili-
dad de actuar frente a un paisaje que ha sido transformado por la
experiencia de la guerra y que en pocos años se transformará a su vez
en el paisaje del nuevo capitalismo depredador. El teórico español
Ángel Quintana describe también ese movimiento que se da en el
cine posfascista:
La presencia en el nuevo cine de las sensaciones ópticas, como oposi-
ción al movimiento de la acción, provocó una nueva relación de extra-
ñeza entre los individuos y las cosas. La dislocación de los sujetos con su
entorno coincidió con el nacimiento de una determinada actitud de
compromiso del cine frente a la realidad histórica. Un compromiso que
se gestó en el seno de un nuevo paisaje, definido por el crítico Serge
Daney como el paisaje de la no-reconciliación política y estética. Des-
pués del año cero se tomó constancia de una ruptura fundamental,
puesto que los vínculos que unían al hombre con el mundo se rompie-
ron, y ya no fue posible encontrar evidencia en el mundo7.
La falta de evidencia de la realidad que el cine moderno constata
haciendo eco de la fenomenología, se resuelve, en el caso de Rossellini,
en una dimensión de misticismo. La alienación y la particular extran-
jería de Ingrid Bergman en Stromboli o Viaggio in Italia son, al mismo
tiempo, conciencia de la falta y la alteridad, y reclamo de unidad.
Porque es precisamente en el seno de esa falta que surge la pro-
mesa del cine como registro de la realidad. En una reacción emocio-
nada al cine de este nuevo tiempo, el director francés Jacques Rivette
escribió:
Puesto que es realmente en esas películas rápidas, improvisadas, con
medios aleatorios y rodadas a trompicones, donde a menudo la imagen

6. Gilles Deleuze, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine, Vol. 2, Barcelona,


Paidós, 1987, p. 13.
7. Ángel Quintana, «El compromiso ético con la realidad: la apuesta del
Neorrealismo», en Fábulas de lo visible, Barcelona, Acantilado, 2003, pp. 173-174.

312
nos deja adivinar que encierra la única imagen real de nuestro tiempo.
Y siendo ese tiempo también un bosquejo, cómo no reconocer de re-
pente la apariencia básicamente esbozada, mal compuesta, inacabada,
de nuestra experiencia cotidiana […] Son la imagen irrefutable,
acusadora de nuestras sociedades heteróclitas, sin armonía, deslavazadas.
Europa 51, Germania anno zero, y esa película que podría titularse Italia
53 [se refiere a Viaggio in Italia], igual que Paisà era Italia 44. He aquí
nuestro reflejo, un reflejo que no nos favorece en absoluto8.
Es entonces, en esa indeterminación de las cosas y los seres donde
tanto teóricos como directores encuentran la posibilidad de la belleza
que el cine estaría llamado a revelar. Las más pugnaces ideas sobre el
realismo del cine se dan en este contexto. Revisaremos brevemente la
más radical de esas teorías para verificar cómo y porqué es una sensa-
ción de pérdida lo que favorece la concepción moderna del cine.

3. Bazin y el cine como ontología

El teórico francés André Bazin escribió sus reflexiones sobre el cine


entre 1945 y 1957. Es en esos años de profundas interrogaciones e incer-
tidumbres cuando afirma el carácter moderno del cine, a la vez que lo
relaciona con la tradición de la representación en Occidente. En «On-
tología de la imagen fotográfica», su texto seminal de 1945 escribe:
Lo que podríamos llamar la ‘necesidad de la ilusión’ no ha dejado de
minar la pintura desde el siglo XVI. Necesidad completamente ajena a la
estética, y cuyo origen habría que buscarlo en la mentalidad mágica
[…]
El conflicto del realismo en el arte procede de este malentendido, de la
confusión entre lo estético y lo psicológico, entre el verdadero realis-
mo, que entraña la necesidad de expresar a la vez la significación con-
creta y esencial del mundo, y el seudorrealismo que se satisface con la
ilusión de las formas9.
Bazin considera que la originalidad de la fotografía con relación a la
pintura reside en su esencial objetividad: «Por primera vez, entre el obje-
to inicial y su representación no se interpone más que otro objeto. […]

8. Jacques Rivette, «Carta sobre Rossellini», en La política de los autores. Mani-


fiestos de una generación de cinéfilos, Barcelona, Paidós, 2003, p. 60.
9. André Bazin, op. cit., pp. 15-16.

313
Todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan solo en la
fotografía gozamos de su ausencia»10. En el cine se cumpliría entonces la
realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. Para Bazin:
Las virtualidades estéticas de la fotografía residen en su poder de reve-
larnos lo real. No depende ya de mí el distinguir en el tejido del mundo
exterior el reflejo en una acera mojada, el gesto de un niño; solo la
impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y prejuicios,
de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devol-
verle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor. En la
fotografía, imagen natural de un mundo que no conocíamos o no podía-
mos ver, la naturaleza hace algo más que imitar al arte: imita al artista11.
Este lenguaje exaltado ha llevado a malentender su concepción
de cine, reduciéndola a un realismo ingenuo y mistificador. Pero Bazin
entendía perfectamente la contradicción de las artes representativas,
en las que la condición subjetiva de su existencia frecuentemente se
oponía al principio objetivo de su esencia. Para Ángel Quintana:
La búsqueda de este difícil equilibrio constituye uno de los grandes
retos de la teoría de Bazin, quien a partir de los diferentes ejemplos que
le proporcionaba el cine de su época, acabó reivindicando una estética
que no impusiera su huella sobre lo real ni modificase la belleza sustan-
cial del mundo12.
En la concepción baziniana del cine, los datos del mundo real
poseen un valor propio cuya belleza o expresividad no dependen del
artificio o de la técnica. Pero paradójicamente, en el cine contempo-
ráneo a la formulación de su asistemática teoría, Bazin encontró sufi-
cientes recursos que potenciaban la apariencia de realidad de las pe-
lículas. Asimismo y bajo el influjo que pudo haber ejercido en él la
fenomenología, la realidad no era para Bazin algo dado o indepen-
diente de la experiencia. La ambigüedad era parte del tejido de la
realidad, pero era el cine el arte mejor dotado para, a través de lo
visible, encontrar el significado esencial de las cosas. Citando nueva-
mente a Quintana:
Para poder conciliar la inevitable tensión entre el realismo, como valor
esencial que define la esencia del cine, y los procesos discursivos pro-

10. Ibíd., p. 18.


11. Ibíd., p. 19.
12. Ángel Quintana, op. cit., p. 126.

314
pios de la subjetividad, Bazin busca una serie de soluciones que ayudan
a que se lleve a cabo una representación de la realidad evitando su
reconstrucción. El punto clave de la batalla librada por Bazin reside en
la búsqueda de una serie de recursos técnicos, en el cine de su época, que
deben evidenciar un deseo de ampliación del campo visual y poner en
crisis el valor artístico de la fragmentación mediante el montaje13.
El plano secuencia y la profundidad de campo representan para
Bazin la alternativa ante el «montaje invisible» de la narrativa clásica
de Hollywood, basado en el tradicional plano-contraplano, aunque
haya sido en el propio seno de la tradición clásica donde directores
como William Wyler, Jean Renoir y Orson Welles empiezan a operar
con nuevas herramientas, tanto como es en el seno del fascismo, don-
de Visconti y Rossellini emprenden sus propia heterodoxias.
Como lo describe Adrian Martin:
Había algo desconcertantemente no clásico, o deliberadamente anti-
clásico, en la manera en que Rossellini abordaba su oficio de cineasta:
este era un cine de bordes ásperos, de sketches y viñetas, de rupturas
brutales de ritmo, de yuxtaposiciones y mezclas de tonos dramáticos y
cómicos. Un cine de la espontaneidad y la improvisación (incluso cuan-
do ese efecto de espontaneidad era cuidadosamente elaborado): un cine
del riesgo, no del dominio o control que caracterizaban a la institución
del cine clásico14.
Al mismo tiempo, se estaba operando una profunda transforma-
ción en la identidad de los personajes, que dejaron de ser individuos
psíquicamente unitarios o coherentes y empezaron a lucir opacos e
indiscernibles. Nuevos estilos de interpretación se ajustaban a estos
nuevos roles: los actores no profesionales del neorrealismo, los actores
fríos como modelos de Bresson y la nerviosa actuación profesional di-
seminada por el método de origen stanislavskiano. Al decir de Martin,
los actores del método rompieron «el código de la invisibilidad, de la
proporción y de la elegancia clásicas: aquí, actuar era mostrarse»15.
Son todos gestos que implican un viraje de un cine que significa a un
cine que muestra.

13. Ibíd., p. 128.


14. Adrian Martin, op. cit. p. 21
15. Ibíd., p. 22.

315
4. Rohmer, el teórico en acción

En 1948, en «El cine, arte del espacio», un artículo aparecido en


La Revue du cinéma, Eric Rohmer quien a la sazón aún firmaba como
Mauricio Schèrer escribió:
Al espectador moderno se le ha acostumbrado desde hace demasiado
tiempo a interpretar el signo visible, a comprender la razón de ser de la
presencia de cada imagen como para que pueda interesarse por la reali-
dad misma de su aspecto. El espectáculo cinematográfico se le presenta
más como un desciframiento que como una visión16.
Las reflexiones sobre cine de Eric Rohmer, ininterrumpidas a pesar
de su prolífica carrera como director de películas, configuran aún hoy
un apasionante legado y una fuente de sorpresas. Heredero de Bazin
en su adscripción al realismo, la obra teórica de Rohmer tampoco es
sistemática. Una importante selección de sus artículos está reunida
en un volumen que, sintomáticamente, tiene como título El gusto por
la belleza, y revelan el talante racionalista y si se quiere conservador
que también se desprende de las películas de Rohmer. Tanto como de
Bazin, que era su contemporáneo, Rohmer se mostraba bastante cer-
cano de la tradición narrativa del cine y miraba con desdén los inten-
tos formalistas de las vanguardias, que ponían todo el acento en la
expresión.
Como un Balzac o un Dostoievski –escribió–, cuyo desdén por los refi-
namientos de la expresión basta para demostrar que una novela no se
escribe con palabras sino con los seres y las cosas del mundo, el realiza-
dor-autor del mañana conocerá la alegría exultante de encontrar su
estilo en la textura misma de la realidad17.
Para Rohmer, las imágenes en movimiento no están hechas para
significar, sino para mostrar. «Su papel no es mostrar que alguien es
algo, sino mostrar cómo es, lo que es infinitamente más difícil»18.
Rohmer también entendía que al mostrar se significa, pero que no hay
que significar sin mostrar. Su obra cinematográfica es una fascinante

16. Eric Rohmer, «El cine arte del espacio», La Revue de cinéma, No 14, junio
de 1948, republicado en El gusto por la belleza, Barcelona, Paidós, 2000, pp. 46-48.
17. Eric Rohmer, «Ya no nos gusta el cine», en Ibíd., pp. 63-64.
18. Eric Rohmer en «Lo antiguo y lo nuevo» (entrevista), en Pier Paolo Pasolini contra
Eric Rohmer. Cine de poesía contra cine de prosa, Barcelona, Anagrama, 1976, p. 70.

316
comedia humana donde el cine se convierte en una especie de cien-
cia del comportamiento social: «la ley del entorno» en palabras de
Serge Daney, donde las condiciones del espacio social marcan los lí-
mites de las actitudes y posturas. Pero no se trata de un retorno a lo
psicológico, que siempre actuó como llave del cine clásico. En Rohmer
funciona más bien lo que Bazin entendió como un «modo psicológico
intersubjetivo, que ocurre en los espacios entre los personajes, no dentro
de cada uno»19. Por eso vemos a los personajes de Rohmer incurriendo
frecuentemente en contradicción consigo mismos, como una prueba
más de que la unidad psíquica del personaje clásico no es más que
una ilusión de la familia bienpensante. En Rohmer el lenguaje y las
acciones chocan provocando una visión del mundo de capas super-
puestas e irreconciliables. Mientras las vanguardias defendían la idea
de un cine puro y buscaban infructuosamente lo específicamente
fílmico, Rohmer hizo suyas la idea baziniana del cine como arte impu-
ro, abierto a un diálogo con las otras artes. Para Bazin, el arte es parte
de la realidad y una actitud verdaderamente realista respeta los ma-
teriales artísticos que actúan como intertextos dentro de una nueva
obra.
El cine de Rohmer es manifestación de un amor por el mundo que
no tiene ninguno de los acentos místicos en los que podía derivar el
cine de Rossellini. A propósito de El río (1951), una película de Renoir
filmada en la India, Rohmer escribió:
El placer que de esta obra obtendrán los más hastiados será el de volver
a encontrar el sentimiento de una belleza, de una gracia, de un amor por
la naturaleza y por los hombres del que ni nuestro arte ni la realidad
piensan ya en ofrecernos una imagen […]
Una obra que vuelve a poner ante la mirada del hombre este misterio
del que cinco siglos de pintura lo habían poco a poco despojado en sus
gestos […]20.
Las ideas de Rohmer fueron en los años sesenta motivo de una
interesante contienda en la que actuó como interlocutor Pier Paolo
Pasolini. Mientras Rohmer se afirmaba en la capacidad del cine para

19. Adrian Martin, op. cit, p. 22


20. Eric Rohmer (Maurice Schèrer), «El vestido azul de Harriet», en Cahiers
du Cinéma España No 31, febrero de 2010, p. 87. (Publicado originalmente en
Cahiers du Cinéma, No 8, enero de 1952).

317
describir el mundo y para tomar el relevo de la novela social, Pasolini
consideró que el cine carecía de un elemento fundamental de la «len-
gua de prosa»: la racionalidad, y celebraba los «elementos irracionales,
oníricos, elementales y bárbaros»21 de las imágenes en movimiento, al
tiempo que afirmaba que las convenciones que podrían configurar un
repertorio o diccionario cinematográfico eran estilísticas antes que
gramaticales. Pasolini, anti-moderno por excelencia, afirmaba así el
valor de la expresión artística, en su condición de artificio, por enci-
ma de una posible belleza intrínseca de lo real.

5. ¿El triunfo de la simulación y el artificio?

El gran crítico italiano Guido Aristarco escribió en Novela y


antinovela, el cine italiano después del neorrealismo, su esclarecedor libro
de 1960:
El ‘verbo’, para el neorrealismo, no solo quiere ser libertad, sino tam-
bién justicia, democracia jurídica y al mismo tiempo efectiva; dicho
cine pretende hacernos mirar dentro de nosotros mismos, de nuestras
costumbres y prejuicios, de nuestras cualidades buenas y malas, conver-
tir el mundo moderno en mundo nuestro; y lo estudia, lo asimila, para
transformarlo22.
Para Aristarco, como para el gran neorrealista Cesare Zavattini, la
crónica era la materia artística y recogida de la viviente experiencia
cotidiana. El crítico veía claramente que la crónica iba dando paso,
en el cine posterior al neorrealismo original, a la tentación irracionalista
y muy pronto a la mera diversión, y veía en la obra de Federico Fellini
un caso interesante e inquietante de «destrucción de la razón». Se-
gún Aristarco, los personajes de Fellini (de Gelsomina y Zampano en
La Strada, pasando por la prostituta Cabiria hasta llegar al Marcello
de La Dolce Vita) viven una soledad ontológica inmutable y eterna
que, como en el Rossellini de los años cincuenta, no tienen otra pers-
pectiva que la mística. Una situación existencial diametralmente
opuesta, para el crítico comunista, a la soledad momentánea, contin-

21. Pier Paolo Pasolini, Pier Paolo Pasolini contra Eric Rohmer. Cine de poesía
contra cine de prosa, Barcelona, Anagrama, 1976, p. 19.
22. Guido Aristarco, Novela y antinovela, el cine italiano después del neorrealismo,
Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, 1966, p. 9.

318
gente y dialéctica que es propia del realismo crítico de Balzac, Stendhal
o Cervantes, entre otros. Esta soledad contingente siempre está en
procura de una solución humana y racional.
Dando un peligroso salto al presente del cine bien podemos cons-
tatar que el irracionalismo se ha impuesto por distintas vías y domina
ampliamente el mainstream de la producción cinematográfica. Los gran-
des éxitos comerciales del cine contemporáneo (de Matrix a Avatar)
coinciden en su rechazo a registrar «lo real» y en la celebración barro-
ca del mundo como espectáculo y representación: cultura del aconte-
cimiento, el cuerpo híbrido y el universo virtual. El misticismo, en
distintas formas, vuelve a presentar un horizonte frecuente que es-
conde así mismo una negación radical de lo real. Por otra parte el
thriller de realidad virtual se ha convertido en una forma narrativa
canónica de los tiempos que corren. Para Jonathan Rosenbaum «este
subgénero parece importante porque se complace en insinuaciones
locuaces y autorreferentes de que las películas son, en definitiva, tan
solo una forma de soñar; e implica que cualquier cosa que evoque el
mundo real es –o podría también ser– una alucinación»23. El propio
Rosenbaum refiere que en el informe de prensa de El piso trece (1999),
uno de los mencionados thrillers de realidad virtual, se lee
pomposamente: «Más de dos mil años atrás, Platón postuló que el
mundo ‘real’ solo existía en nuestra imaginación. La tecnología de la
sociedad moderna ha comenzado a probar el argumento de Platón».
Una discusión sobre la belleza en este contexto de aniquilación de lo
real ya no puede contar con los datos de la experiencia. El espectador
está obligado a admirar el artificio y si quiere implicarse emocionalmente
en el asunto debe adquirir la condición acrítica del fan.
Pero no todos los prosistas del cine han sido desterrados de la Re-
pública. Contrariando la desazón y la nostalgia, que son vías místicas
que impiden tramitar las soluciones aquí y ahora, es bueno certificar a
cada paso que el cine como registro y memoria del mundo aún sigue
existiendo. En esas películas, que se producen en lugares inesperados
del mundo, una belleza nerviosa se agita entre los planos como una
suerte de espacio intersubjetivo, mientras el comportamiento social si-
gue deparando sorpresas y el cine recupera la promesa de ser la novela
de nuestros días. Pero ese podría ser el tema de otra película.

23. Jonathan Rosenbaum, «Evasión trasatlántica de la realidad», en Las gue-


rras del cine, Santiago, Uqbar Editores, p. 145.

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