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Caso 1: Las manos me temblaban cuando iba a apretar el botón para encender el computador. No sabía qué me
esperaba ese día, pero mi mente me decía, ¡no tengas esperanza, María, seguro que hay algo! A día de hoy, tengo
miedo, temor, pavor a los computadores. Me pongo nerviosa y se me corta la respiración cada vez que tengo que
mirar el móvil u oigo el sonido de un simple mensaje de WhatsApp. Mi agresora me hizo bullying en sexto de
Primaria y ahora, con todos los avances tecnológicos, no duda en machacarme por las redes sociales. Me ha quitado
de los grupos sociales que compartíamos todos los de la clase. Cada día pone un comentario en su tablón de
Facebook ridiculizándome o insultándome. Y lo más duro es ver que la gente le da al botón de «me gusta» o añade
comentarios como: muy bueno, jajaja, estoy de acuerdo, a por ella... Eso, un día tras otro, cansa y tengo miedo a salir
a la calle. El otro día recibí un correo de enhorabuena por inscribirme a una página de sexo. No me preguntes cómo,
pero creo que tienen mi contraseña. Me envían virus y mis cuentas se me bloquean en el momento. He creado quince
diferentes desde que me están machacando la vida. En otra ocasión subieron a una red social una foto mía y, al lado,
un árbol con una cuerda que le unía a mi cuello. En el título ponía: «así queremos verte». Ésa fue una de las cosas
que más me impactó, porque por la noche había veintitrés «me gusta» y siete comentarios llenos de insultos, vacíos
de sensibilidad. Esto es muy duro y no se lo deseo a nadie. Ojalá las personas entendieran cómo esto te marca la
vida.

Caso 2: Pablo, había llegado nuevo al instituto. Podría describirse como un chico amable, educado y con altas
cualidades para el deporte. Y esto es lo que narró cuando se decidió a explicar en consulta un día normal de su vida
en el instituto: Yo jamás insulté o busqué enfrentamientos con nadie, sólo quería ser amable, puesto que era nuevo
en el centro y tenía ganas de hacer amigos y empezar de cero mi nueva vida. El tercer día de entrar al instituto, en la
cancha de baloncesto, fui tirado varias veces al suelo, agarrado de la camiseta, pisado y pellizcado por Hugo, el
chico que me agredía, mi continua pesadilla. Parecía el más querido y respetado de la clase, y no quería enfrentarme
a él, pues supuse que, si lo hacía, se me haría más difícil hacer amigos en clase. En un día podía llamarme
«fracasado» más de diez veces, y los tres amigos con los que siempre iba se reían e incluso se animaban a insultar y
a colaborar con él en los continuos ataques que recibía; otros oían cómo me insultaban mientras me daban bofetadas
o tiraban mi maletín al suelo, pero no hacían nada, y muchos otros no sabían lo que estaba pasándome, algo que
pudo ser por mi culpa, ya que yo siempre lo negaba restándole importancia, calificándolo como «juego». Esto pasaba
cada día. Todos los días él tenía algo preparado para mí. Y así durante cuatro largos y duros meses. 

Caso 3: Vi a Lucía llegar a casa llorando, con el labio partido, sangrando, con un derrame en un ojo y casi sin poder
andar. Todavía recuerdo aquel momento y es inevitable que rompa a llorar. Lucía, a pesar de su retraso mental, era
una niña capaz de comunicarse, querer, empatizar... Yo intentaba por todos los medios que no se sintiese sola y que
en la medida de lo posible fuese «normal». Esa tarde salió con sus amigas, como un día más. Fueron a un concierto
que les recomendó el profesor del instituto. Cerca de casa hay un parque donde suele haber chicos haciendo grafitis y
entreteniéndose con los patinetes. Nunca había pasado nada raro y yo estaba tranquila. A pesar de eso, yo siempre
hablaba con una amiga que vive cerca de casa para que la acompañase. Ese día, Carmen, la amiga de la que les
hablo, se quedó con un chico, por lo que Lucía tuvo que venir a casa sola. En el parque, anteriormente descrito, fue
donde ocurrieron los hechos. Lucía relata que ella venía andando, cuando de repente, una chica la cogió de la
capucha de la sudadera y la tiró al suelo. Vio a otra chica que mientras le propiciaba patadas le decía «sonríe
retrasada». Además, mi hija oía: ¡eh, mira a la cámara eres la actriz de esta película! Tras escuchar esto, levantó la
cabeza y vio cómo un chico grababa lo que estaba pasando. La dejaron tirada en el suelo y, como pudo, volvió a
casa. Esos chicos difundieron el vídeo, llegando a manos de un profesor del instituto. No quise ver el contenido de
dicho vídeo. Hemos denunciado los hechos, ya que es un delito contra la integridad moral de mi hija. Ahora Lucía
tiene miedo a salir sola, sufre continuas pesadillas y su humor ha cambiado de una forma radical. Parece mentira que
por simple diversión se pueda arruinar la vida de una persona tan drásticamente.

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