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Pequeña ala Roy Berocay

Sistema de clasificación Melvil Dewey DGMyME

808.068
B146
2003 Berocay, Roy

Pequeña ala / Roy Berocay. — México : SEP : Ediciones


Era, 2003.

96 p. — (Libros del Rincón)

ISBN: 968-01-0079-0 SEP

1. Literatura juvenil. 2. Novela. I. t. II. Ser.

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Pequeña ala Roy Berocay

Para Demi, Nicolás, Peti y Richard

Cuando estoy triste /viene a mí con mil sonrisas /ella me libera toma todo lo que
quieras de mí lo que quieras y sigue volando /pequeña ala

Jimi Hendrix

de los diarios. Bueno, la mía no es una de esas. Es apenas una historia chiquita acerca de cómo, en un mismo
tiempo, logré comprender algunas de las cosas más importantes de mi vida. Todo esto tiene que ver con la música,
el amor y los amigos, con alcanzar una meta y perder otra y con seguir para adelante. Una historia chiquita, que a
lo mejor se parece a la de muchos otros. Así que voy a contarla, sólo porque sí, porque tengo ganas de acordarme
y de olvidar al mismo tiempo.

ESTABA EN MI CUARTO. Sentado en la cama, tratando de aprender la escala pentatónica de La que mi profesor
me había dado unas horas antes. La practiqué una y otra y otra vez, hasta que los dedos me dolieron, pero siempre
me trancaba en una parte. Conozco a muchos pibes que creen que esto es de lo más fácil, que agarras una guitarra,
tocás un poco y listo, te ganás todas las minas y te hacés famoso. En ese momento yo estaba descubriendo que
nada era tan sencillo y que si quería tocar, me tenía que gustar de verdad, gustar más que ninguna otra cosa en el
mundo. Sólo así alguien podría pasarse horas y horas encerrado intentando una y otra vez hacer la misma escala.
Cuando los dedos me dolieron demasiado decidí parar. Mi profesor -y mi viejo- siempre me decían que no me
preocupara, que en algún momento se me iban a formar callos en las puntas y que entonces ya no me iban a doler.
Pero bueno, ahí estaba, con los dedos rojos y ganas de tirar la guitarra por la ventana, cuando escuché la voz de mi
vieja:

—¡Sebastián, teléfono!

Era Nicolás, un compañero de clase con el que hablábamos siempre de música, intercambiábamos casetes y
soñábamos con armar un grupo.

—Tengo una buena noticia -me dijo.

El tío le iba a prestar plata para comprarse un bajo, uno viejo y usado. La voz de Nico sonaba como si en realidad
se fuera a comprar un yate o un auto cero quilómetro.

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—¡Podemos tocar! -repetía una y otra vez.

—Sí, claro -yo no estaba tan seguro, sabía que necesitábamos un batero y que era difícil encontrar uno de nuestra
edad. Los padres, al menos algunos, se bancan que uno toque la guitarra o el piano y hasta el bajo, pero un baterista
es algo demasiado ruidoso. A mí me pasó. Cuando era muy chico, quería ser baterista. Rompí tanto que mis viejos
me compraron un redoblante. Pero después era un problema, porque cuando quería tocar, ellos querían ver la tele y
el ruido no los dejaba, o venía alguien de visita o se quejaba la vecina. Yo quería pegarle bien fuerte y ellos me
decían que lo tapara con una manta para que sonara menos y eso no tenía ninguna gracia. Yo quería que aquella
cosa sonara. Así que de a poco fui dejando de tocar, hasta que empecé con la guitarra. Pero siempre me quedé un
poco con las ganas y a veces pienso que me gustaría poder sentarme alguna vez detrás de los tambores y armar
terrible desbarajuste.

Después de la llamada de Nico, decidimos buscar un batero y aprovechamos los recreos del liceo para preguntarle
a todo el mundo si sabían de alguno. Era inútil, parecía que una misteriosa peste había hecho desaparecer a todos
los bateristas del universo. Pero un día, en que llovía bastante y me habían mandado a la dirección por hacer chistes
en la clase de historia, algo sucedió. Yo estaba ahí, en el pasillo, esperando que la subdirectora me atendiera y me
diera su famoso discurso de que yo era un inadaptado, que iba-por-el-mal-camino y todo eso, cuando vi venir a una
chica. A ella también la habían mandado a la dirección. La conocía de vista, sabía que se llamaba Eliana y estaba
bastante bien, no así como para desmayarse, pero bien.

Ella se quedó ahí y me sonrió.

—Vos sos Sebastián, ¿no?

—Sí.

—El que toca la guitarra.

—Sí.

El asunto es que a ella la habían mandado a la dirección porque se había puesto a hacer terrible batucada sobre el
banco, justo cuando la profesora de matemática trataba de explicar esas cosas llenas de ecuaciones y equis, y
“adivinen cuál es el no-sé-qué faltan te”; todas esas cosas que nunca pude comprender.

—¿Y por qué hiciste eso? -le pregunté.

—Estaba repodrida -volvió a sonreír.

No tuve tiempo de decirle que me parecía raro que una chica se pusiera a golpear un banco de esa manera, porque
se asomó Raquel, la adscripta y la hizo pasar primero. Le pusieron una sanción disciplinaria. Yo, como era
reincidente, me ligué dos y una carta para mis padres.

Más tarde le pregunté a Nico si conocía a Eliana y él me dijo que sí, que estaba en la misma clase de Diego y Equis
y que, según le habían contado ellos, era medio famosa. Parece que un mes antes, en un cumpleaños de quince,

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se le había ido la mano con la cerveza y terminó apretándose al hermano de la homenajeada delante de los padres,
las tías, las abuelas y todo el viejerío. AI parecer, al día siguiente ella no se acordaba de nada y cuando el flaco la
llamó por teléfono para invitarla a salir, le preguntó quién era y lo mandó a pasear.

Bueno, no sé si todo eso es cierto, pero es lo que me contaron. En el liceo todos siempre andan diciendo cosas
sobre este o aquel o aquella, aunque la mayoría de las veces es todo mentira. Pero me gustó imaginármela armando
todo ese lío. Al menos tenía personalidad. No se parecía a esas otras que solo hablan de ropa y escuchan a esos
cantantes melódicos que hacen chorrear dulce de leche por los parlantes. Igual me siguió pareciendo raro lo de la
batucada, así que en el siguiente recreo fui y la encaré. Ella estaba recostada contra una pared, sola. Parecía
alejada de todo, como esas personas que están siempre con la mente en otro lugar. Se sorprendió cuando me vio.

—¿Cómo te fue?

—Dos sanciones.

Ella asintió en silencio.

—Una -dijo.

—¡Te gané!

Al menos sonrió. Entonces me di cuenta de que. por alguna razón desconocida, ella me ponía nervioso. Bueno, no
tenía mucha experiencia con chicas y aunque ningún profesor del liceo lo hubiese creído jamás, era bastante tímido.
Me quedé callado, pensando en qué decir y se me ocurrió preguntarle qué tipo de música le gustaba. Hablamos un
poco de eso y descubrimos que nos gustaban las mismas cosas. Entonces le pregunté si conocía a alguien que
tocara la batería.

—¿Por qué me preguntás?

—No sé, me pareció raro lo de la batucada y pensé que a lo mejor tenés un hermano que toca o algo.

—¿Pensás que las mujeres no pueden tocar la batería?

—Bueno, no, sí ¡claro que pueden tocar! aunque no conozco muchas... en realidad no conozco a ninguna. Supongo
que es un tema de fuerza, ¿no? Hay que tener fuerza para pegar y todo eso.

Error. Ella me miró como si acabara de insultarla.

—¡Sos un imbécil, igual que todos los demás! -me gritó y se fue.

Iba a seguirla por el pasillo, explicarle que no había querido decir nada malo. En realidad no estaba seguro de haber
dicho algo tan terrible, pero justo sonó el timbre y tuve que volver a clase.

Más tarde, a la salida, la vi alejándose hacia la avenida y dudé. Le había contado a Nico sobre el incidente y él
estaba de acuerdo en que no había mujeres bateristas famosas. Pero igual me pasaba algo, capaz que me estaba

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empezando a gustar, no sé. Corrí hasta alcanzarla y me quedé sin aire, porque soy asmático y aunque no llovía, la
humedad me hacía mal.

—¿Qué querés? -me preguntó.

—Un baterista. ya te dije, estoy tratando de formar una banda; tengo bajista, pero no consigo baterista y no me
importa que sea hombre, mujer, blanco, negro o verde. ¿Vos tocás?

Listo, se lo había preguntado de una.

Ella se detuvo, justo al borde de un gran charco. Se quedó callada y con un gesto como de bronca, aunque no sabía
si era por mí, por la pregunta o porque le dolía algo.

—Yo toco -dijo bajito, con la voz cortada- pero no me dejan.

—¿Quién no te deja?

—Mi madre; ella dice que eso no es para mujeres y que los músicos son todos unos vagos inservibles, que tengo
que estudiar computación y ponerme a trabajar lo antes posible.

Eliana se veía triste. Bajó la cabeza para esconder las lágrimas. Sentí que si para alguien la música era tan
importante, entonces esa era la persona que estaba buscando.

—Supongo que no tenes batería entonces.

—¡Claro que tengo! Tengo una batería usada que me regaló mi padre antes de irse a Estados Unidos, pero ella dice
que sólo lo hizo para hacerla enojar más y la tiene guardada con llave en un armario.

No me animé a preguntar más por el padre. Seguimos caminando en silencio. Cuando llegamos al semáforo, yo ya
tenía una idea un poco loca.

—Mírá -le dije-, si de verdad querés tocar, podés entrar a mi banda.

Entonces algo sucedió. Su cara se iluminó durante unos segundos, los ojos le brillaron y me miró de una manera
como nunca me había mirado una chica. Fue solo un segundo, después la cara se le apagó de vuelta.

—Gracias, pero es imposible, no me va a dejar.

—Lo que quiero saber es si querés formar parte o no, lo demás lo podemos arreglar -insistí-. Tengo un redoblante
que no uso y con él podemos ensayar mientras buscamos alguna manera de convencer a tu vieja.

Otra vez el brillo, esta vez acompañado de una sonrisa. Me dijo que lo iba a pensar y le di mi teléfono, aunque por
su cara, ya sabía que iba a decir que sí.

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EL PRIMER ENSAYO FUE UN DESASTRE. Estábamos los tres en mi cuarto; Eliana estaba sentada sobre mi cama.
Esto parece la letra de una canción, ¿no? “Eliana sentada sobre mi cama”. Podría ser una canción de amor, pero
no, era solo porque ella no tenía banquito y le quedaba bien sentarse ahí para pegarle al redoblante. Por lo menos
tenía palos. Nicolás, que es grandote, estaba parado, recostado a la pared; había enchufado el bajo a un amplificador
casero que tenía, con un parlante que zumbaba todo el tiempo. Yo estaba de píe en el medio del cuarto, tratando de
no pisar la ropa, los cuadernos, las revistas que adornaban el piso. Una vez más era el privilegiado: tenía la guitarra
y también un cubo, uno de esos amplificadores chiquitos que ya vienen con parlante y todo, que había sido de mi
viejo.

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Al principio les expliqué un tema que hacía así y después cambiaba y entonces cortaba y se ponía más
fuerte. Le dimos un montón de veces y yo gritaba para tratar de cantar encima del barullo. En ese
momento, justo cuando mi vieja golpeaba en el piso de mi cuarto con una escoba y se desgañitaba
gritando ¡baaaaaaaaaaajen el volumeeeeeen! descubrimos algo terrible: yo era un perro cantando.
Nicolás era igual o peor que yo y además es redificil tocar el bajo y cantar al mismo tiempo.

—Yo no canto -dijo Eliana y se quedó cruzada de brazos, mirándonos.

Me di cuenta de que nuestra carrera a la fama estaba en peligro y entonces dije algo genial:

—Necesitamos un cantante.

No hace falta decir que estuvieron de acuerdo, así que otra vez a buscar y preguntar. Todos decían lo
mismo: ¿Cantar? ¿Estás loco? Hasta que, otra vez en el liceo, me crucé con un pibe que tenía una remera
de mi grupo favorito: se llamaba Ricardo y era macanudo: aunque había un par de problemas. Primero:
nunca en su vida había cantado, salvo en la ducha y creo que eso no cuenta como antecedente
profesional. Segundo: él también desafinaba.

Pensé que de última lo importante no era que el cantante afinara del todo, con tal de que se animara a
pararse ahí, solo, detrás de un micrófono. Siempre creí que el del cantante es uno de los trabajos más
difíciles. Si el que canta toca un instrumento, se siente protegido por algo, tiene algo en que ocupar las
manos. Ni qué hablar sí el que canta es baterista, hasta puede esconderse detrás de los platos. Pero
pararse ahí, solo y cantar no es para cualquiera. Ricardo desafinaba, pero quería aprender. Además era
muy caradura, era alto, tenía pinta -lo cual es bueno para los cantantes-, el pelo súper largo y una cosa
importante: no se achicaba por nada.

Así que de vuelta a mi cuarto. El lugar ya estaba quedando chico. Para no tener problemas por el
volumen, esperamos que fuera sábado. Mis padres siempre salían a dar una vuelta los sábados de tarde
y tenía toda la casa para mí.

Por supuesto que también fue un desastre, pero me pareció algo menos desastre que la vez anterior.
Ricardo se esforzaba por gritar para hacerse oír, Eliana le pegaba al redoblante y todos imaginábamos el
sonido de los platillos y las otras partes que le faltaban, a la batería, no a Eliana, quien sí tenía todas las
partes en su sitio y como que me estaba empezando a gustar cada vez más.

Resultado: a las tres horas de ensayo logramos tocar un tema de principio a fin. No sé cómo explicarlo:
me sentí bien: más que eso, me sentí feliz. Fue ahí que me di cuenta de que podíamos hacerlo, de que
realmente podíamos hacerlo. No era el tema lo que yo escuchaba, sino cómo podría llegar a salir si
tuviéramos micrófono y batería, si el bajo no sonara como una vieja sin dientes soplando con los labios
apretados. Linda imagen, ¿no? Era lo que escuchaba en mi cabeza lo que importaba. Supongo que a
todos les pareció lo mismo, porque cuando terminamos de tocarlo, la primera vez que salió entero, sin
que nadie pifiara ni nada, esa vez, cuando Eliana pegó el último palazo, nos quedamos callados,
mirándonos. Sentía una cosa nueva, una rara alegría y pensaba que de verdad habíamos creado algo.
Que en el aire, en un lugar donde antes no había nada, ahora había existido una canción. Me acordaba
de algo que mi viejo siempre estaba diciéndome, aunque nunca le había dado pelota hasta ese momento:
que un tema es como una escultura creada en el aire, una escultura de sonidos. Era impresionante,
aunque es cierto que no era la Novena Sinfonía ni nada de eso, sino una vulgar canción de esas de tres
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acordes, verso-estribillo-verso-estribillo-solo-estribillo-final. Pero era nuestra. Aunque yo la había
compuesto, en ese momento sentía que no era mía, sino de todos.

Bueno, no hace falta aburrir con los detalles de cada uno de los temas que fuimos aprendiendo. Ricardo
logró convencer a su viejo de que le comprara un micrófono y Nicolás consiguió un platillo rajado no sé
dónde, así que al poco tiempo logramos sacar más temas, más o menos como a la octava queja de los
vecinos que insistían con la estúpida costumbre de dormir la siesta los sábados de tarde, justo cuando
nosotros ensayábamos.

Supongo que todo es siempre así cuando uno es adolescente. Nadie trata de ver las cosas desde nuestro
punto de vista. Ellos, o sea los vecinos, creían que su derecho a dormir la siesta estaba por encima de
nuestro derecho a hacer música. Estaría bueno que pudiera ser al revés, que uno pudiera ir a golpearle
al vecino y decirle, señor, ¿con qué derecho se pone a dormir un sábado de tarde, justo cuando necesito
ensayar? De última, ¿qué es más importante? ¿Que alguien pierda una hora de su vida durmiendo,
cuando podría estar haciendo algo mejor o que alguien use ese tiempo para crear algo? No soy filósofo,
es sólo que en mi cuarto tengo un póster -otro regalo de mi viejo- que tiene una frase de un tipo llamado
Bob Dylan, y de mucho pensar en esa frase me convencí de que lo que dice es muy cierto: “Quien no se
ocupa de nacer, se ocupa de morir”. Así que, si los vecinos estaban ocupándose de morir, ese era su
problema. Yo estaba ocupándome de nacer. Y listo, basta de pensamientos importantes.

Logramos armar unos cuantos temas y cuando llegó el momento en que comenzábamos a cansarnos de
tocarlos una y otra vez, Nicolás dijo lo que todos sabíamos:

—Tenemos que tocar.

Él quería decir en público. Salir y enfrentarse a los perros y ver qué pasaba.

Esa noche, la noche después de ese último gran ensayo, yo estaba tirado sobre el sillón mirando la MTV.
Estaban pasando a unos tipos horribles que, por alguna misteriosa votación de no sé qué misteriosos
votantes, ocupaban el segundo lugar en el ranking de la semana. Los miraba y pensaba cómo cuernos
habían logrado que les dieran tanta manija. Es cierto, habían filmado un video que sale una torta de guita,
pero la canción era muy chota, algo que cualquiera podía hacer, incluso nosotros. Pero ellos estaban ahí,
en la tele, siendo votados por la gente y nosotros acá, en el fondo del tarro, a punto de ser botados por
los vecinos. Votados, botados. Mi profesora de idioma español se sentiría orgullosa de mí por ese inusual
despliegue de conocimiento idiomático.

Claro, también pensaba en Eliana sentada sobre mi cama y en cómo me gustaría que eso fuera una frase
que no tuviera que ver con que no tenía banquito. Pero mejor la dejo ahí porque me da un poco de
vergüenza. La cosa es que ahora la veía todos los días; pero nunca a solas. En los recreos nos
juntábamos los cuatro y andábamos por el pasillo con aire de banda de rock. Era algo invisible, que solo
nosotros sentíamos. Nadie iba a darse vuelta y decir: ¡¡Miren, una banda de rock!! Pero nosotros lo
sentíamos.

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También la veía en los ensayos. Cuando terminábamos, ella nos daba un beso a cada uno, decía chau
y se iba apurada porque tenía miedo de que se le armara lío con la madre. Obviamente no le había
contado que estaba en un grupo. En realidad le decía que iba a la casa de una amiga y temía que la
madre hubiese llamado para preguntar por ella. Algo que efectivamente sucedió y no pudo salir de la
casa, salvo para ir al liceo, durante dos semanas.

Pero a veces, cuando la madre estaba trabajando, ella me llamaba por teléfono.

—¡No aguanto más, me quiero ir con mi viejo!

Y yo le decía que aguantara, que no se iba a ir del grupo justo ahora.

—¿Justo ahora qué?

—Bueno, capaz que podemos tocar, yo qué sé.

Me daba cuenta de que ella estaba mal y que tenía que hacer algo para ayudarla. También sentía que
me gustaba tanto que ya empezaba a doler, pero me bancaba para no complicar las cosas. Sé que suena
raro, pero en ese momento para mí, lo primero era el grupo y tenía miedo. ¿Qué pasaría si encarábamos
y después nos peleábamos? Se iba a ir todo al cuerno. Así que me sentía atrapado en ese problema
que no sabía cómo resolver. También me daba cuenta de que si no sucedía algo pronto, los demás se
iban a aburrir. Eliana quizá lograra que su padre se la llevara con él a Estados Unidos y yo tendría que
empezar todo desde el principio.

Por suerte para mi egoísmo, en el liceo se armó flor de lío.

UN DÍA ESTÁBAMOS EN CLASE y vinieron los del gremio a hablamos de no sé qué proyecto que había
y de que teníamos que unimos e ir a la huelga. La mayoría levantamos la mano a favor de la huelga:
algunos porque se querían ir a las maquinitas, otros porque estaban convencidos. Yo, porque estaba
aburrido, no quería quedar como un gil y además porque pensaba que a lo mejor los del gremio tenían
razón. O sea, yo formaba parte de los que éramos una mezcla de todas las opciones, un poco de
aburrimiento y ganas de salir de clase, un poco de convicción. Además, ellos hablaron de que también
era para apoyar la lucha de los indígenas mexicanos y aunque no sabía nada sobre eso, me parecía bien.
Me acordé que varios de los grupos de rock que más me gustaban les habían dedicado un disco y los de
la MTV hasta habían hecho un programa especial sobre el asunto.

Cuando salimos de clase, unos flacos dijeron que había que organizar un festival de música en la calle,
frente al liceo, para protestar. Ni qué hablar que me arrimé enseguida y les dije que yo tenía una banda.

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Parecían impresionados y me anotaron en una libreta que tenía uno de ellos. Después me quedé a
escuchar porque hicieron una asamblea y hablaron sobre esto y aquello. Era medio aburrido porque cada
uno que pedía la palabra decía lo mismo que el anterior y al final todos votamos para seguir la huelga
hasta que se terminara ese proyecto que no queríamos. Confieso que aunque estaba de acuerdo, conté
mentalmente las faltas que tenía. Sabía que un par más me iban a acercar peligrosamente al límite; como
soy asmático, me ataco seguido y tengo que faltar. Y además ese año era el primero en que tenía que ir
de mañana, lo que significaba que tenía que levantarme a las siete y que dos por tres me quedaba
dormido. Eso también había bajado mucho mi rendimiento en los estudios, porque de mañana siempre
estaba como abombado y no podía pensar. Una vez leí un artículo en una revista que decía que los
adolescentes necesitan dormir más que las demás personas. Yo nunca lograba dormirme antes de
medianoche, porque me quedaba mirando la tele o tocando la guitarra o leyendo revistas de música, así
que a veces cuando sonaba el despertador no lo escuchaba.
Esos días creo que ni la alarma de un ataque nuclear podría sacarme de la cama.

Bueno, después de la asamblea me encontré con Eliana. Ella iba caminando con un compañero de
clase, un rubio que se la cree y siempre le anda contando a todos que tiene muchas minas. Un tipo
detestable. Me pegó mal verla ahí, sonriéndole a ese imbécil y decidí intervenir. Me arrimé y me hice el
sorprendido.

—¿Qué hacés?, ¿estabas en la asamblea?

El rubio me miró con desconfianza.

—Sí, claro -contestó ella, incómoda.

—¡Vamos a tocar en el festival! -anuncié triunfalmente.

Ese “vamos” se refería a ella y a mí y claramente dejaba fuera al rubio galán.

—¿Qué festival? -preguntó él.

Puse cara de sabelotodo.

—¿Cómo?, ¿no te enteraste? Un festival de grupos y vamos a tocar.

Otra vez el “vamos" disparado como un misil.

Eliana tenía una expresión extraña. No sabía si estaba contenta o qué.

—¿Y en qué voy a tocar? No puedo subir nada más que con un redoblante y un plato roto.

A partir de ese momento el rubio quedó totalmente fuera del asunto. Estaba claro que teníamos que
discutir algo Muy Importante. Eliana lo borró, aunque no de la manera en que me habría gustado.

—Después te llamo -le dijo y el rubio se alejó.

—¿Salís con ese?

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Se sorprendió y me miró a los ojos. Supongo que trataba de leer mi mente.

—¿Qué?, ¿estás celoso?

—¿Yo?, ¿celoso de qué? Es que... no sé si lo conocés, dicen algunas cosas jodidas sobre él.

—¿Qué cosas?

—Nada, nada, no importa. Pero tenés una batería, ¿no?

—¿Y eso qué tiene que ver con él?

—Nada, estábamos hablando del festival.

—Estás celoso y si es eso te aviso que nadie me dice qué tengo que hacer, ni a quién tengo que ver ¡ni
nada! -sonaba enojada o como alguien que trata de parecer enojada, no podía darme cuenta de la
diferencia.

—Yo quería hablar del festival nomás. ¡No me importa lo que hagas!

Cualquiera podía darse cuenta de que estaba mintiendo. Ella también, porque de pronto hizo un gesto
especial, como cuando se mira a alguien al que no se le cree una palabra. Después sonrió y la besé. De
una. No sé qué pasó, fue un impulso. No pensé “ahora voy a besarla", lo hice nomás y sólo me di cuenta
cuando lo estaba haciendo. Me parece que a ella le pasó lo mismo porque hubo un momento -no sé
cuánto duró, debe haber sido unos segundos apenas, pero me pareció un tiempo muy largo, como en las
películas de ciencia ficción cuando entran en una brecha del tiempo y un segundo dura un año -en que
los dos nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo y nos separamos. Me debo haber puesto
púrpura. Ella se quedó mirándome. No sabía qué hacer, si besarla de nuevo o salir corriendo.

—Tenés batería -afirmé.

Todo se mezclaba en mi cabeza: el festival, Eliana, el beso... Tenía sabor a chicle de menta. No, más
fuerte, a mentol.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿El mentol?

—¿Qué mentol?

—Nada, la batería -dije y tomé aire-. Quiero decir que hay un festival y anoté al grupo para tocar y vos
tenés una batería encerrada en el armario así que vamos hablamos con tu vieja le pedimos que te la
deje usar y tocamos y listo asunto arreglado.

Lo dije todo así, sin ninguna coma.

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—Me besaste -dijo ella.

Aquello parecía un diálogo de locos.

—Sí, vos también.

—¡No, vos me besaste a mí!

—Bueno, yo empecé, pero no saliste corriendo ni me diste un cachetazo, así que eso quiere decir que
vos también.

Me miraba confundida.

—¿Y cómo vamos a convencerla?

—¿A quién?

—A mi madre.

—¿De qué? -yo estaba más confundido que ella.

—De la batería.

—Ah, la batería -contesté-. Ni idea, pero ya se me va a ocurrir algo.

—Me gustó -dijo ella y empezó a caminar.

A esa altura, no sabía si se refería a la idea del festival, la idea de rescatar su batería o el beso. Si fuera
uno de esos escritos con opción múltiple, que son fenómenos porque es más fácil copiar cuando uno no
sabe qué poner, marcaría la última respuesta.

Pero minutos después, cuando caminaba hacia mi casa, solo, y mi corazón latía como el bombo de un
metalero, sentí algo, un pequeño mareo. Supuse que eso se sentía cuando uno se enamora de alguien,
pero mi vieja me dijo que estaba atacado de asma y me hizo usar el apara tito.

Después fui a mi cuarto y me tiré en la cama. Sí, la misma en la que ella se sentaba a tocar el redoblante.
Tenía varios problemas por resolver: uno era las faltas por la huelga; capaz que las podía justificar con lo
de mi asma, aunque eso no estaría bien porque si uno hace algo lo tiene que hacer y chau. Otro asunto
era que teníamos que ensayar más veces y no podíamos esperar al sábado. ¿Dormirían la siesta todos
los días los vecinos? ¿Acaso nunca tenían nada mejor que hacer?

Tercer asunto: ¿cómo iba a convencer a la madre de Eliana que le prestara la batería para tocar en un
festival en apoyo a una huelga?

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Cuarto asunto: bien, le gustó, a mí también. ¿Eso qué significaba? ¿Qué tenía que hacer cuando la
viera? ¿Tenía que besarla otra vez? Más importante: ¿todo esto significaba que habíamos iniciado una
especie de relación, así, onda noviazgo?

Eran demasiadas preguntas para un joven inexperto. Entonces hice lo único que podía hacer en esas
circunstancias: puse música fuerte y traté de dormir un rato. A lo mejor los vecinos tenían razón y dormir
la siesta era la respuesta para todo.

Aunque cuando estaba casi dormido se me ocurrió algo terrible: ¿y si entrábamos en lo de Eliana y
robábamos la batería? No de verdad, por supuesto, pero algo que pareciera de verdad. Después me
dormí y tuve un sueño bárbaro: soñé con ella, pero ni bajo tortura contaría los detalles,

ESTÁBAMOS A MIERCOLES Y EL FESTIVAL se iba a hacer el sábado por la tarde. Había como siete
grupos anotados: nosotros, es decir. La Misma Basura, Guerra Nuclear, Los Perros Muertos, Vómito
Pesado, Pescado Crudo, Los Lactantes y otro más que no me acuerdo. La combinación iba a ser un poco
rara, porque algunos de los grupos eran punks, otros eran metaleros y estábamos nosotros que no sé en
qué categoría podríamos entrar. Según mi breve experiencia, unos no solían llevarse muy bien con los
otros, pero de última, lo que me parecía importante era tocar. Bueno, sí tenía un poco de miedo de que
nos tiraran botellas, pero sabía que si quería tocar tenía que aguantar. Claro, también me preocupaba el
asunto de ser algo bajo de estatura y bastante flaco. O sea, en una pelea, seguro me tiraban al primer
golpe.

Suficiente de alabanzas para mi físico privilegiado. La cuestión era que estábamos a miércoles y si bien
habíamos logrado ensayar casi todos los días, gracias a una negociación que mis viejos hicieron con los
vecinos prometiéndoles que era solo por esta semana, todavía no había resuelto el asunto de la batería
de Eliana.

Al día siguiente de nuestra actividad bucal, ella vino a casa para ensayar y claro, estaban Nico y Ricardo
y no hablamos casi, salvo de los temas y del toque y todo eso. Después, cuando terminamos, yo le dije
que la acompañaba a la casa y Ricardo, que iba para ese lado, se nos coló. Así que caminamos un
montón de cuadras sin decir nada, excepto Ricardo que estaba muy contento porque los temas le estaban
empezando a salir mejor y no paraba de hablar del festival.

En el segundo ensayo decidí no correr ningún riesgo, aunque no quería contarles a Nico y Ricardo que
Eliana me gustaba ni nada de eso. Pero por las dudas, les dije que después iba a ir con ella hasta la casa
para hablar con la madre a ver si nos prestaba la batería y que mejor iba solo porque si los veía a ellos,
que eran mucho más peludos que yo, por ahí pensaba cosas raras. Funcionó. Así que salimos de mi
casa y cuando íbamos a unas dos cuadras, resolví preguntarle:

—¿Y?

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—¿Y qué?

—Y bueno, ya sabés...

—Ah -dijo ella y sonrió.

¿Por qué son así las mujeres? Nunca lo sabré. Ella podría haberme dicho sí, estuvo bien, me gustás
mucho, algo. Pero no, simplemente dijo “ah” y sonrió y yo tenía que adivinar qué significaba eso. Bien,
analicemos. Ella dijo “ah” y sonrió. No dijo “ah” y puso mala cara, o sea que ahí tenía un punto a favor.
Así que insistí:

—Si querés saber algo, ¿por qué no preguntás directamente?

Tenía razón, pero me costaba.

—Bueno, ya sabés: ¿qué se supone que somos ahora?

Me miró, levantó la mano y me acarició una mejilla.

—¿Veis qué querés que* sea?

Y... no sé.

—Bueno, cuando lo sepas me lo decís.

¡La vida es complicada! En serlo. ¿Qué tenía que decir? ¿Cuál era la respuesta correcta? Al menos
acababa de darme cuenta de que no era la que yo di. ¿Qué tenía que decirle? No estaba seguro tampoco
de qué quería exactamente, así que la dejé por esa y cuando llegamos a la esquina de su casa, dije chau,
me di vuelta y volví.

Eso fue lo que sucedió con relación a ese tema. Al menos hasta ahí, porque, claro, las cosas continuaron.
Pero basta, lo otro que me preocupaba mucho era lo de la batería. Era miércoles y eso no estaba resuelto.
Nico y Ricardo me habían preguntado corno me había ido con la madre de Eliana y les había tenido que
mentir, diciéndoles que no estaba. Pero ese día, cuando terminamos de ensayar, les propuse a todos
que fuéramos con Eliana hasta la casa a encarar a la vieja.

¡Están locos! -protestó ella-. Los va a sacar a patadas.

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Pequeña ala Roy Berocay

Al menos lo vamos a intentar -insistí y aunque ella no estaba convencida, dijo que bueno, pero que
después no nos quejáramos.

Así que fuimos hasta la casa. Esperamos hasta que Eliana abriera y entrara. Casi enseguida volvió a
decimos que su madre no estaba.

—Entonces la esperamos -dije haciéndome el líder.

Nico y Ricardo estuvieron de acuerdo y Eliana decidió hacernos pasar.

—Total, el lío se va a armar igual.

Nos sentamos en el sofá. La casa era chica, pero linda. Quiero decir, no era uno de esos lugares llenos
de adornos horribles y muebles recontra antiguos con olor a naftalina. Tenía unos cuadros bastante locos,
tipo surrealistas, y artesanías hippies colgadas en algunos lugares. Pocas cosas, las justas, nada más.
A las que voy es que el lugar no coincidía con la idea que me había hecho de la madre de Eliana. Para
mejor, ella nos contó que los cuadros los había pintado la madre, pero que después de lo de su viejo, ya
no había hecho otros.

Entonces al rato se me ocurrió la idea. Ya la había tenido antes, pero ahora de pronto me parecía posible.

—¿Dónde está la batería?

Eliana señaló un armario con candado.

Yo les dije que a menos que la madre llevara la llave cotí ella todo el tiempo —cosa que me parecía poco
probable— seguro la tenía en algún lado.

¿Estás loco? —Eliana no quería saber nada del asunto, pero la convencí. Solo íbamos a abrir, sacar la
batería, llevarla y después ella podría decir que habían entrado ladrones o algo por el estilo.

Sé que era una idea bastante estúpida, pero solo faltaban dos días y medio para el festival que.
en ese momento, era la cosa más importante del universo para mí.

Así que sin hacer mucho caso a las protestas de Eliana, busqué en los cajones por toda la casa, hasta
que encontré unas llavecitas qué parecían de candado. La segunda llave abrió y nos quedamos con la
boca abierta. Era como cuando los expedicionarios descubren la momia del rey Pirucho IV en la pirámide
secreta. Ahí estaba, con los aros cromados, los parches casi nuevos, con platos, atriles, todo, todo, todo.

Lanzamos exclamaciones varias y decidimos apuramos antes de que llegara la vieja. Sacamos el bombo,
el redoblante, los atriles que se cayeron e hicieron un ruido bárbaro. Juntamos todo; Nicolás llevaría
algunas cosas, Ricardo otras y yo la menor cantidad posible, porque mi fuerza es muy limitada. Eliana
estaba muy nerviosa, decía que nos iban a meter a todos en cana, (pie mejor la volviéramos a guardar.
Pero no quería escucharla.
Pequeña ala Roy Berocay

Entonces, justo en el momento en que nos encaminábamos hacia la victoria, escuchamos el sonido de
llaves, vimos girar el pestillo y la puerta se abrió.

13

Por las historias de Eliana, me había imaginado a una mujer vieja, llena de arrugas y ojos malvados, una
especie de bruja. La mujer que estaba ahí, muy sorprendida, era bastante joven, bonita, vestía vaqueros
y botas y si la hubiera cruzado en la calle, nunca, ni por un segundo, habría imaginado que ella era la
mamá de Eliana.

—¡Eliana!

Fue lo primero que dijo, aunque no lo único.

—¿Se puede saber quiénes son estos y qué están haciendo?

—¡Les dije! —se quejó Eliana y corrió a meterse en su cuarto, dejándonos solos frente al enemigo.

—Explícale —dijo Nicolás, gran amigo, mientras Ricardo asentía y miraba el techo.

—Sí -dijo la madre-, explícame.

COMO UN PRISIONERO QUE INTENTA ZAFAR de la silla eléctrica, hablé hasta por las orejas. Traté
de cambiar la situación, de hacerle ver a la madre de Eliana que ella era la que estaba equivocada, de
explicarle que la música para la hija era lo más importante del mundo, igual que para nosotros y que, por
favor, nos perdonara, pero no nos había dejado otra opción.

Hasta yo estaba impresionado.

La madre, que se había quedado en el mismo lugar desde que nos había descubierto, me escuchó en
silencio. Después puso su cartera encima de la mesa, las llaves a un costado y siguió así, pensando en
quién sabe qué. No parecía enojada, sino triste. Bajó la cabeza y el pelo le tapó la cara. No sabía si
estaba llorando, pero estaba seguro de que nos habíamos metido en un asunto medio pesado y que lo
mejor era que nos fuéramos lo antes posible.

—¿Ella les dijo por qué no quiero que toque?

—Eh... no sé, algo... —mentí.

-¿Les dijo que el año pasado casi queda repetidora porque se pasaba todo el tiempo tocando y no
estudiaba, ni nada, y que le prometí que si mejoraba las notas la iba a dejar?
Pequeña ala Roy Berocay

No supe qué decir. Cada historia tiene varias versiones y yo no iba a decirle lo que Eliana me había dicho
sobre su padre.

—¿Les contó que su padre era baterista?

—Sí, algo, pero no me acuerdo bien, ¿sigue tocando?

Ella me miró y sonrió con tristeza, se encogió de hombros y después avanzó hacia mí.

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—¿Sebastián? -preguntó, aunque por su tono parecía estar segura.

—Sí.

—Así que vos sos... el famoso Sebastián.

No sabía qué quería decir con eso. Famoso seguro que no era, a menos que Eliana le hubiese contado
lo de, bueno, eso. La madre pareció leerme la mente.

—Ella nunca me cuenta nada, pero se le da por escribir cosas y las deja por ahí, en el baño, arriba de la
mesa, al lado del teléfono... estoy segura de que lo hace a propósito para que yo las lea. Es su manera
de comunicarse.

—Ah -y miré a Nico y a Ricardo que no entendían absolutamente nada.

—Mucho gusto-dijo ella-. Me llamo Rosario, aunque también debo ser la bruja malvada, ¿no?

Es difícil hablar con una persona que parece tener todas las respuestas antes de que uno pueda abrir la
boca, así que no dije nada.

Entonces ella me miró a los ojos. Tenía ojos súper claros, casi transparentes.

—Cuídala -dijo bajito.

No me animé a preguntar si se refería a Eliana o a la batería.

—¿Quiere que la guardemos? -pregunté como manera de averiguar de qué estábamos hablando.

—No, déjenla ahí que yo me ocupo —contestó, por lo que supe que ella quería que cuidara a Eliana y
que, por lo tanto, sabía que yo y la hija teníamos algo aunque yo todavía no supiera qué.

Salimos en silencio, ella cerró la puerta.

El resto de la noche me pasé en casa esperando que Eliana llamara.

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Pequeña ala Roy Berocay

—¿Qué te pasa? -me preguntó mí madre que siempre se daba cuenta de mi estado de ánimo.

—Nada -contesté como de costumbre. El teléfono seguía sin sonar.

Y siguió sin sonar todo el jueves, en el que fui al liceo sólo para ver sí ella había ido. Pero estaba
cerrado por el asunto de la huelga. Solo estaban los del gremio haciendo peajes v pintando carteles.

Ese día suspendimos el ensayo. Esperamos horas para ver si Eliana venia. Ninguno se animó a llamar.
Sentíamos que habíamos metido la pata a lo grande, que le habíamos armado terrible lio con la madre y
que a lo mejor hasta tenía que dejar el grupo.

Todo se venía abajo. Esa noche, cuando estaba cenando con mis padres, apenas si logré comer un
poco.

—¿Estás nervioso por lo del sábado? -preguntó mi viejo.


Pequeña ala
Roy Berocay

Dije que sí y él me largó uno de sus discursos acerca de cómo había que encarar el asunto de tocar y
lodo eso, mientras mi vieja me observaba callada. Ella sabía -ella siempre sabe-, pero no es de hablar
mucho.

Entonces, el viernes sucedió lo inesperado.

SONÓ EL TELÉFONO. Era ella.

¡Me dejo! -gritaba la voz de Eliana-. ¡En serio, me dejó!

—¿La batería?

—¡Sí!

Eso sí que era un cambio en la situación.

Pero, ¿qué pasó?

¡Uf! Es toda una historia; anoche discutimos, después lloramos y estuvimos hablando horas y horas, casi
hasta el amanecer. Hoy de mañana, antes de irse a trabajar, me dejó una nota.

¿Y que decía?

—Muchas cosas, más bien era como una carta, pero no importa, el asunto es que puedo usarla.

Yo quena saltar, darme la cabeza contra el techo. Eliana no dejaría la banda y además tendríamos
batería, una de verdad. Cuando nos despedimos, me imaginaba el festival, toda la gente ahí y nosotros
tocando por primera vez.

Esa tarde ensayamos como nunca. Había una cosa, no sé, una energía especial que hacía que todo
pareciera mejor que nunca. Después, cuando la acompañé hasta la casa, nos quedamos un rato en una
esquina. Ya estaba oscureciendo y estuvimos un rato juntos. El mundo volvía a ser un lugar lleno de
posibilidades increíbles.

SÁBADO, HORA DEL FESTIVAL, frente al liceo. Había muchos pibes y otros no tanto que no sé de
dónde habían salido. Nosotros estábamos en la vereda, con los instrumentos y los equipos y — por
supuesto— la batería. Habíamos cargado todo a pie desde mi casa con la ayuda de algunos amigos,
Pequeña ala Roy Berocay

Diego, Equis y otros. Estábamos muertos de cansancio porque habían sido unas cuantas cuadras. La
gente nos veía pasar y se quedaba mirándonos, todos esos peludos mugrientos —así nos llamaban a
veces— y una chica, cargando instrumentos y equipos por la calle. Seguro que parecíamos un desfile de
carnaval, pero a mí no me importaba nada.

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Estábamos ahí en la vereda y teníamos miedo, un miedo terrible. ¿Y si todo salía mal? ¿Si justo se
rompía una cuerda? ¿Sí nos tiraban cosas? ¿Si nos equivocábamos en aquella parle que dos por tres
nos salía mal?

También había otros motivos de preocupación. Con botellas de cerveza y cajas de vino estaban por un
lado los punkies: parados a un costado, mirando a todo el mundo como con desprecio o aburrimiento o
caras de estar deprimidos, porque los punkies generalmente parecen estar deprimidos. A veinte y tantos
años de los Sex Pistols, ahí estaban, con los pantalones bien ajustados, las camisetas pintadas a mano
con la “A" de anarquía. Algunos seguro que no eran del liceo. A otros los conocía de los recreos y eran
tipos bastante tranquilos y amables, pero ahora estaban ahí. como muy lejos, formando parte de otro
mundo.

También, un poco más allá, con el pelo bien largo, camisetas por encima de los buzos de manga larga,
bolas, camperas de cuero y todo lo que iba con eso, estaban los metaleros. Ellos siempre tienen pinta de
ser más pesados y se mueven todos juntos, onda tribu, igual que los punkies. A mí me caen bastante
bien, es decir, no es que los punkies me caigan mal, pero los metaleros son tipos más simples, más... no
sé, de barrio y sin vueltas. Y sobre todo son muy leales, se defienden entre ellos, se ayudan, siguen a
muerte a sus grupos.

En medio se mezclaban aislados integrantes de otras tribus. Estaban los skaters, los surfistas, los hard-
core, los hip hopers, los alternativos que son un poco una mezcla de todos los demás, con camperas de
franela a cuadros, algunos con el pelo largo, otros más corto, algunos con bermudas de tres cuartos y
botas, otros con vaqueros todos rotos y así.

Y claro, también estaban los demás, la masa a la que tanto le daba lo que fuera, con tal de pasarla bien
por un rato.

El festival se empezó a demorar. Vi que había una especie de reunión y un gordo petiso, de campera de
cuero, andaba entre la gente llamando a los que integraran algún grupo.

Andá vos, que nosotros cuidamos las cosas —sugirió Nico.

Fui. En ese momento unos punkies discutían con unos metaleros, mientras, en el medio, uno de los del
gremio le echaba las culpas a alguien.

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Pequeña ala Roy Berocay

—¡Nosotros le dijimos que se ocupara, pero no lo hizo! —gritaba.

Me quedé parado a dos metros. Aquello parecía ser un asunto de tipos más grandes, pero el del gremio
me vio y se acordó de mí.

—¡Vení, vení! ¿Vos eras de la Basura, no?

Asentí y me acerqué despacio, con las manos en los bolsillos, un poco encorvado.

—¡Está todo mal, loco, todo mal! — repetía el punkie flaquito.

—¡Nosotros les dijimos que eso tenían que conseguirlo ustedes! —insistía el del gremio y yo no tenía ni
idea de qué estaban hablando.

La cuestión era que alguien, no sé quién, había sido encargado de alquilar la consola, unas cajas y
micrófonos. Ese alguien se había olvidado de hacerlo. Ese alguien iba sufrir algunas lastimaduras si
llegaba a aparecer.

—Podemos poner la guita de los peajes —dijo el metalero—, O hacer una colecta e ir ahora a buscar las
cosas.

Hubo acuerdo, el del gremio se fue v volvió unos minutos después con la plata que había que dejar de
seña.

—¿Alguien puede conseguir un auto?

Todos nos miramos. Ninguno podía. El punkie dijo que no Importaba, que alquilarían lo que pudieran
cargar en un taxi, así que el del gremio le dio plata para eso también. Se ve que lo conocía y le tenía
confianza. Después el metalero y el punkie se fueron juntos y yo volví a mi lugar con los demás.

—Hay problema con los equipos -les expliqué

Ahí le agarré una mano a Eliana. Nico y Ricardo sonrieron, pero no dijeron nada, supongo que ya se
imaginaban.

Pero claro, era sábado de tarde y cada vez había más pibes. Ahora toda la calle frente al liceo estaba
ocupada, al punto de que algunos se habían puesto a desviar los autos. Las botellas seguían pasando de
mano en mano y ahí cerca se escuchaba una discusión que iba subiendo de tono.

No sé quién fue: si el director, que estaba dentro del local y cada tanto se asomaba a la puerta —como
un general de una vieja película de cowboys que esperaba un ataque apache—, algún vecino que pensó
que se iba a armar o algún automovilista indignado porque había tenido que doblar. Pero alguien llamó
a la cana.

21
Pequeña ala Roy Berocay

Como media hora después de la partida de la expedición de los equipos, un patrullero apareció en la
esquina.

—¡Tranquilos, tranquilos! —gritaban los del gremio, mientras algunos pibes se alejaban por las dudas y
otros se acercaban por la misma razón.

Vi que los del gremio conversaban con uno de los policías que se había bajado y nos miraba como un
astronauta que descubre vida en Ganimedes. Quince minutos después la conversación se había
convertido en discusión. Eso parecía, porque el otro policía se había bajado y un montón de pibes se
amontonaban alrededor. Algunos empezaban a saltar y a cantar cosas poco amables contra los canas.

Mejor corremos las cosas unos metros —sugerí.

La Misma Basura y amigos se alejó unos cuantos metros del lugar de aquella negociación entre los
carapálidas y los indios. Cada vez había más gente amontonada, los cánticos se extendían a lo largo de
la calle. De pronto hubo gritos y empujones. Algunos corrieron, otros pidieron calma, volaron botellas.

En medio de todo es lío, vi que por la esquina regresaban, sin nada, el metalero y el punkie. quienes
inmediatamente fueron a meterse en el tumulto. Los policías subieron al patrullero y se alejaron
rápidamente entre los gritos. Seguro que iban a volver y no precisamente solos.

—Me parece que se suspendió todo -comenté.

En ese momento no me sentí mal. En realidad estaba asustado. ¿Qué pasaba si se armaba lio con
nosotros ahí, con las guitarras, los equipos, todo eso? No podíamos correr y dejar las cosas.

—¿Y si nos vamos? —sugirió Eliana y todos estuvimos de acuerdo, así que avanzamos hacia el extremo
más alejado del gentío y doblamos la esquina.

—¿Qué pasa, loco, se van? —nos gritaron unos pibes que estaban sentados en el cordón de la vereda.

No dijimos nada y seguimos caminando hasta llevar todo de vuelta a mi casa.

Esa fue nuestra primera gran casi-actuación. Al menos ahora sabíamos que podíamos cargar cosas
durante muchas cuadras y que, si uno quiere tocar, lo mejor es asegurarse de que todo esté bien
organizado.

Los amigos se fueron y los cuatro nos quedamos en mi cuarto, sentados, sintiéndonos el último de los
últimos de los grupos de rock del mundo.

—Igual iba a ser un desastre —dijo Ricardo, que casi no había abierto la boca en toda la tarde.

—Sí, no daba —intervino Nicolás acariciando la funda de bajo que le había hecho la madre con una lona
vieja.

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Pequeña ala Roy Berocay

Eliana miraba su batería.

—Siempre es igual —dijo—. Todo es igual, a nadie le importa.

Bueno, a mí me importaba, a nosotros nos importaba, éramos un grupo y esto era parle del asunto, estar
juntos, unidos, incluso en cosas como las que habíamos pasado. No nos había sucedido nada. Podría
haber sido peor. Por suerte, además de nuestro orgullo, lo demás estaba todo intacto.

—Pongo un amigo que conoce a un tipo que tiene un boliche —comentó Ricardo al rato.

¿Un boliche? ¿Estás loco? Si ni siquiera dejan entrar a menores.

Nadie habló hasta que Nicolás tuvo una brillante idea.

—¿Conocen a alguien que esté por cumplir quince? Alguna que vaya a hacer fiesta, quiero decir, capaz
que podemos conseguir algo así.

¿Por qué no se me había ocurrido? Los cumpleaños de quince eran casi la única actividad social que
teníamos. Ninguno de nosotros Iba al cine. Recitales había muy pocos y si los grupos que nos gustaban
tocaban en boliches, no nos dejaban entrar. Tampoco podíamos ir a bailar a lugares de verdad. Ir a las
matines, esas discotecas para niños, en las que servían refrescos y las niñas llegaban y se iban
acompañadas de sus padres, era un asco. ¿Qué otra cosa podíamos hacer, sino ir a los cumpleaños de
quince? A veces con invitación. Otras a tratar de colamos. Si no, lo único que quedaba era andar por
ahí, en la esquina, sin hacer nada. Menos mal que nosotros al menos teníamos el grupo.

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Roy Berocay

Pequeña ala

—Yo conozco a alguien que está por cumplir —dijo Eliana.

Su cara había cambiado. Tenía algo diferente, un brillo malvado en los ojos.

—¿Quién, una compañera? preguntamos.

Ella negó con la cabeza.

—Yo.

Nos quedamos mirándola llenos de admiración. Eliana iba a cumplir quince. Claro, yo también, pero a los
varones solo les hacen cumpleaños normales. A las mujeres, a algunas al menos, se lo festejan y a veces
hasta con grupo y todo.

No quise ilusionarme, la madre de Eliana no parecía ser de las que hacen fiestas de quince y aparte
estaba lo de su situación económica, con lo del padre y todo eso.

Pero Eliana estaba ahí, sonriendo.

ELIANA CUMPLÍA EXACTAMENTE veintitrés días después de aquella memorable tarde en la que casi
tocamos. Eso significó tener unos cuantos ensayos con lo que logramos mejorar un poco, aunque yo
tenía la maldita costumbre de romper muchas cuerdas y me tenía que aguantar a mi viejo quejándose
porque salían caras. En esos días Eliana llamó por teléfono al padre a Estados Unidos y le pidió si le
podía mandar algo de plata para su cumpleaños. Él le dijo que sí, pero que no iba a ser mucho.

Según su plan, ella iba a hablar con un amigo de su padre que tenía un garaje. Era un garaje bastante
grande y quedaba cerca de lo de Eliana. Su idea no era hacer un cumpleaños de quince, sino un
concierto. Usar la plata para comprar algo de comida, algo para tomar, alquilar unas cajas, micrófonos y
una consola. También invitaríamos a un montón de amigos, incluso a algunos que sabían tocar y
haríamos una fiesta de verdad, sin tías gordas, parientes insoportables, vestido de quince, cortejo ni vals.

El plan era fantástico y yo estaba cada vez más enamorado de Eliana. Cuando estaba con ella, a solas
quiero decir, me sentía de una manera muy especial. Pero no quiero referirme a eso.

La cuestión es que la madre tenía otros planes y de nuevo hubo terribles discusiones, hasta que las dos
se pusieron de acuerdo.

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Pequeña ala Roy Berocay

La madre quería invitar a los parientes. Decía que si no lo hacía se Iban a ofender. Entonces el acuerdo
fue que harían una pequeña fiesta, algo para la familia y algunos pocos amigos, en la casa — que quedaba
exactamente a dos cuadras del garaje— y después nos iríamos para el otro lado a tocar. No estaba mal.
De esa manera todos se iban a quedar contentos.

El día del cumpleaños yo estaba tan ansioso que no me bancaba. Era sábado y estábamos en clase. Lo
de la huelga había fracasado a los pocos días. En mi banco, que por desgracia quedaba demasiado
adelante, ya que nos sentaban por estatura, yo dibujaba una guitarra en mi cuaderno y pensaba en lo
maravilloso que iba a ser nuestro debut. Pero cuando salimos al recreo, fui a buscar a Eliana y ella estaba
rara.

—¿Qué te pasa? ¿Estás nerviosa?

Ella me miró.

—No pasa nada -aseguró.

No sé porqué, pero no pude creerle. Había algo en su voz, en su cara, algo nuevo y diferente y por un
momento tuve una fea sensación. Pero al rato estábamos conversando normalmente y todo pasó.

Esa noche, después de discutir con mi madre porque dejé el baño un poco desordenado — aunque la
medida del desorden varía según la persona, para ella era un desorden terrible— me puse mi mejor
camiseta, agarré mi campera, la guitarra y salí. El equipo lo habíamos llevado al garaje antes, junto con
todo lo demás. Iba a estar buenísimo, estar ahí, todos Juntos, tocando frente a tres hileras de autos vacíos.

Eliana estaba en la casa, rodeada de familiares que le habían regalado decenas de cosas, algunas
buenas como un walkman, otras inservibles, como un vestido rosado que no usaría ni muerta. Los del
grupo estuvimos un rato con ella y la madre fue de lo más amable, invitándonos con refrescos y saladitos.
Incluso Eliana, que se había vestido para la ocasión con una cosa muy pero muy corta, medio hippie, que
le había regalado la madre, parecía muy contenta. Iba y venía, escuchaba con atención a su tía abuela
medio sorda, sonreía con los padrinos y los abuelos y hasta conversó mucho rato con una chica, más o
menos de nuestra edad, que parcela vestida para un casamiento. Eliana la trajo hasta donde estábamos
sentados y la presento. Era su prima Leticia del Interior, una flaca bastante linda y sonriente que nos
miraba como a bichos raros —pero a bichos raros que Ie gustaban— sobre todo a mí. Es que unos
minutos después, cuando se alejaron rumbo a la mesa, ella se dio vuelta y me miró. Noté que Eliana se
daba cuenta y ponía esa cara que tienen los asesinos en las películas, así: fría, casi que parece amable
y todo, justo antes de la bala en la nuca

Yo no estaba para ninguna historia Eliana me gustaba tanto que ni supliera miraba a las otras, bueno, no
demasiado al menos. Leticia se quedó por ahí, sentada junto a una mesa. Cada tanto, cuando yo miraba
en esa dirección, me daba cuenta de que ella seguía mirándome. Pensé que a lo mejor Eliana le había
contado sobre mí y que eso despertaba su curiosidad, aunque después iba a descubrir que ella era algo
más que curiosa.

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Roy Berocay

Decidimos irnos al garaje para armar las cosas y hacer una prueba, aunque fuera sin Eliana.

La acústica del lugar era terrible. Los acordes de la guitarra rebotaban en el lecho de chapa y el bajo se
escuchaba como una enorme bola de sonido confuso. La voz de Ricardo, un poco más afinada que antes,
sonaba como el quejido de un gato. Pero éramos felices. Esa vez nada iba a impedir que tocáramos,
que les mostráramos a nuestros amigos que éramos capaces de hacer algo.

Pequeña ala

A la hora, más o menos, comenzaron a caer los invitados, del liceo, del barrio; eran en su mayoría varones
y algunas chicas aquí y allá. Pusimos música y arrimamos unos mediotanques con hielo en los que había
bebida. Llegaron también otros amigos con guitarras y todos mirábamos el reloj de pared, esperando que
llegara la homenajeada.

A eso de la una y media se abrió el portón y apareció Eliana. Se había cambiado y ahora vestía como
siempre, vaqueros y un buzo. Detrás suyo, todavía con su traje de aspirante a miss primavera, entró
Leticia. Algunos flacos le silbaron y le dijeron cosas (olvidé mencionar que ella estaba bastante
desarrollada y el vestido era algo amplio de panorama). Eliana siguió de largo y vino derecho a mí,
dejando a Leticia en medio de los lobos.

—¿Estás de vivo? -me largó.

No sabía de qué estaba hablando, pero lo imagine.

—¿Te creés que no me di cuenta? insistió.

—Yo... no... ¿de qué estás hablando?

—¡Ah, claro, hacete el que no sabés!

Es que no sé —dije y vi que Nico se acercaba, frenaba y se alejaba al darse cuenta de que estábamos
discutiendo.

—¡Me vas a decir que no estuviste mirándola!

—¿A quién?

Otra vez esa mirada asesina. Tenía que responder, rápido.

—¡Ah! ¿Vos lo decís por la ridícula de tu prima? ¿Estás loca? ¿La viste bien?

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Pequeña ala Roy Berocay

—Sí, justamente, y creo que vos también.

¿Qué le iba a decir, que la prima estaba fuerte, pero que no me interesaba, que la había mirado como
cuando destilan esas minas en la tele en los programas de verano? Era una situación complicada y me
defendí como pude.

—No sabía que eras tan celosa, eso quiere decir que te importo.

—¡Imbécil! —me gritó y se alejó hacia el improvisado escenario, se sentó a la batería, agarró los palos
y comenzó a pegarle a los tambores con furia. Sonaba como una locomotora.

En ese momento escuché una voz que decía mi nombre, una voz femenina. Me acordé de esa ley que
asegura que todo lo que puede salir mal sale mal. Antes de darme vuelta ya sabía que era ella.

—¿Cuándo vas a tocar? —preguntó Leticia. Tenía ese acento de algunas personas del Interior y eso le
daba un aire más exótico. Los tambores de guerra sonaron más fuertes. Tenía que escapar, correr por
mi vida. Ella no había preguntado cuándo “íbamos" a tocar, sino solo a mí y me miraba de esa manera
otra vez.

—Creo que ahora —dije y me alejé en dirección de Nico y Ricardo mientras la música del disco se
mezclaba con los redobles y platillazos de Eliana.

Agarré la guitarra y subí. Subí es un decir, ya que en realidad todo estaba armado en el piso, sobre una
lona amarilla. Enchufé en el equipo, subí el volumen. Eliana seguía tocando, hice un acorde y me acerqué
a ella, me incliné y trate de darle un beso en un cachete pero ella me sacó la cara. Volví a mi lugar,
Ricardo ya estaba parado frente al micrófono y Nico atinaba el bajo.

De pronto la música cesó y hubo un raro silencio, forillo, tenso. Después los amigos empezaron a
gritar: ¡Basura, Basural —tipo hinchada de fútbol — y a saltar. Uno de ellos, Diego, que era bastante
delirado y payaso, le sacó el micrófono a Ricardo.

¡Señoras v señoreeeceeces! —gritó a todo pulmón—. ¡En vivo y en directo desde el último camión
recolector, con usteeeeeeedes ¡La Misma... Basuuuuuuuura!

Diego pegó un salto y salió corriendo hacia la gente y empujó a varios que casi se caen.

—¡Marcá! —le dije a Eliana. Ella me miró enojada.

¡Marcá! -insistí.

Un-dos-tres-cuatro. Ella marcó y largamos. Todo el mundo empezó a saltar y a empujarse y a chillar.
No puedo explicar cómo me sentí, era algo muy diferente a cuando ensayábamos, sentía que los nervios
me empujaban, pero a medida que el tema avanzaba y no sucedía nada extraño, iba entrando en
confianza y algo muy parecido a la felicidad me recorría el cuerpo. Estábamos tocando.
¡Estábamos tocando de verdad!

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Roy Berocay

Miré a Nico que se movía de un lado a otro con el bajo y daba pequeños saltos, a Ricardo que se agarraba
del micrófono como si fuera lo único en el mundo, a Eliana, perdida entre los platos y los tambores, sus
palos subiendo y bajando, cayendo contra los parches, lanzando explosiones cortas, ¡pam. pam, pam!
Rodeándonos, los amigos seguían saltando, gritando, incluso Leticia que parecía uno de esos perros a
los que sueltan muy de vez en cuando y andan corriendo por todos lados como locos. Ella se movía como
si bailara por primera vez en su vida, saltaba sin importarle demasiado que su vestido no había sido
diseñado para contener ese tipo de movimientos. Los lobos la rodeaban aullantes y yo trataba de no
mirar, pero no podía.

Así fue. Un tema detrás de otro. Casi sin parar, porque, a sugerencia de mi anciano padre, habíamos
hecho una lista para cada uno, así no perdíamos tiempo en decidir qué íbamos a tocar.

Duró como media hora nomás, porque nuestros temas eran más bien cortos y cuando terminamos tenía
ganas de saltar, de abrazar a todo el mundo. Es cierto que nos habíamos equivocado unas cuantas
veces. ¿Y qué? Todo el mundo se equivoca a veces, hasta los más capos. Pero mientras limpiaba las
cuerdas y guardaba la guitarra en el estuche, tenía esta cosa dentro. Me pare y ahí estaba Nico, con una
sonrisa enorme, esperando algo. Nos abrazamos y después también con Ricardo. Eliana se había
quedado sentada, agotada, mirándonos. La miré, no sabía qué esperar de ella. Entonces soltó los palos,
se paró y nos abrazamos. No solo ella y yo, sino los cuatro, formamos un círculo. Allá atrás se escuchó
un aplauso, fuerte, largo. Era su madre, que casi enseguida volvió a irse. Nico y Ricardo se soltaron y
yo me quedé así, abrazado a Eliana una eternidad. Por fin todo parecía volver a la normalidad. Por
encima del hombro de Eliana, vi que Leticia aceptaba una botella que alguien le arrimaba y pensé que las
cosas podían complicarse.

Pequeña ala

Mientras tocaban nuestros amigos y Diego entre tema y tema contaba chistes y decía estupideces por el
micrófono, yo seguía abrazado a Eliana. Es decir, ella me sostenía como si tuviera miedo de soltarme y
a mí no me importaba nada más, era el tipo más feliz del mundo.

Estimados autos aquí reunidos —gritaba Diego—, ¿No se sienten solos y desamparados, cada noche,
encerrados acá, lejos de sus queridas camionetas? ¿Y quién cuida de sus fititos cuando ustedes están
guardados acá, prisioneros, cumpliendo condena por una infracción que no cometieron?

—¡Cállate, tarado! —gritó alguien.

—¡La vida es injusta! gritó Diego y se rompió un vaso en la cabeza.

Es que, bueno, el siempre hacía cosas así, romper vasos o masticar cigarrillos y decir cosas sin sentirlo.
Necesitaba llamar la atención, pero era divertido, aunque algunos amigos decían que en realidad había
que internarlo.

28
Pequeña ala Roy Berocay

La música siguió. Después del último grupo, alguien había puesto un disco de heavy metal y el lugar era
un desastre. Se habían roto muchas botellas y había vidrios por todas partes. Yo pensaba que íbamos
a tener que pasar horas limpiando y esperaba que nadie se pusiera a saltar encima de los autos porque
entonces sí que íbamos todos presos. Por suerte todo parecía más o menos normal. En un rincón un
pibe bastante bajito y que parecía de primero o segundo, vomitaba, mientras otros dos intentaban
ayudarlo. Más allá, justo al costado de una camioneta pick up, vi a Leticia. Ella estaba con dos locos y
aunque no podía ver muy bien, porque había poca luz, me pareció que la cosa se estaba poniendo
pesada. No sabía cómo mencionar el asunto sin que Eliana se volviera a enojar. Pero decidí arriesgarme.

—No le lo tomes a mal pero, ¿qué edad tiene tu prima?

—¿Y eso por qué?

—Mirá —señalé.

Eliana soltó un insulto y corrió hasta la camioneta. Fui corriendo detrás.

Leticia estaba bastante pasada. Los flacos vieron venir a Eliana y se abrieron. Eran de su clase y la
conocían.

—¿Estás loca? — la rezongó Eliana.

— ¡Primita! —dijo ella mientras Eliana le acomodaba el vestido—. ¡Está bueno esto!

De pronto, me vio:

—¡Y él también!

Me hice el disimulado. Eliana la agarró de un brazo y la llevó a un baño que había en la parte de atrás.

—¿Qué vas a hacer?

—¡Ahogarla! —respondió enojada, aunque no era cierto.


Leticia, mientras, cantaba algo, un tema de esos que se ponen de moda a cada rato.

—¡Mi vieja me va a matar si se entera!; me pidió que la cuidara —me dijo Eliana cuando llegamos a la
puerta del baño. Estaba trancada, así que tuvimos que insistir, hasta que unos minutos después se abrió
y salió una pareja. En un momento, cuando Eliana soltó a Leticia para abrir la canilla de la pileta, la prima
volvió a verme. Estiró un brazo y me agarró por la nuca. Tiró con fuerza y trato de besarme, pero yo le
puse una mano en el hombro y logré zafar. Eliana giró, tiró de ella y le colocó la cabeza en la pileta, bajo
un chorro de agua helada.

29
Roy Berocay

No dije nada, no hacía falta. Ella había visto cómo yo había salvado mi honor —y mi vida si Leticia
hubiese llegado al final—, así que resolví salir del baño y dejarlas solas. Seguramente las primas tenían
mucho de qué hablar.

SI TUVIERA QUE HACER UN BALANCE del cumpleaños de Eliana, diría que por un lado fue fantástico
y por otro un desastre. Fue increíble por— que finalmente tocamos por primera vez; sé que nunca me
voy a olvidar y que si un día me hago famoso y me preguntan, siempre voy a recordar cuándo y dónde
fue la primera vez. Claro que también fue un desasiré porque gracias a las andanzas de Leticia, la prima
del Interior que se agarró la primera borrachera de su vida, hubo una serie de complicaciones:

a) Estuve peleado con Eliana como por tres días porque ella decía que si bien yo había evitado que la
prima me besara, en realidad quería que lo hiciera, lo cual es en parte verdad, pero no porque Leticia
me gustara, sino por... por... no sé porqué.

b) Eliana estuvo castigada dos días por su madre, por no haber cuidado bien a su prima.

c) Leticia fue llevada rápidamente de regreso al Interior, donde seguramente la internarían en un


convento. Sus padres culparon de todo a la sociedad demasiado liberal de la capital y a todos esos
jovencitos sin guía y seguramente sin padres que se ocuparan de ellos, por los desbarajustes
ocasionados por su bien provista y escotada niña.

O sea, fue una victoria artística y nada más. Aun así, Eliana dio muestras de ser toda una profesional,
porque tuvimos un ensayo y ella vino, tocó, opinó lo que tenía que opinar y se fue sin mirarme ni una sola
vez.

En esos días empecé a pensar en que faltaba poco para mi propio cumpleaños. No, no había ningún
plan de tocar, ni de fiesta ni nada de eso. Mis viejos solo iban a hacer una torta y algo de comida para
algunos familiares y mis compañeros del grupo. Pero pensar en mi cumpleaños me hacía dar cuenta de
que todavía no tenía la menor idea de lo que quería hacer, además de tocar. Había tenido con mi madre
una charla de esas en la que ella habló y yo escuché, como eran todas nuestras charlas, y después ella
se quejó de que yo no dijera nada. Bueno, ella me había dicho que estaba muy contenta con lo de la
música y el grupo y que eso era mejor que estar por ahí todo el día sin hacer nada, pero que, por un lado
había descuidado mucho los estudios y por otro ya era hora de que entrara a pensar para adelante.

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Pequeña ala Roy Berocay

—¿No hay nada que te guste estudiar?

—No.

—Pero tiene que haber algo, yo qué sé, computación, diseño gráfico, algo.

—Todo el mundo hace computación.

—Y bueno, es que ahora es muy necesario.

—Pero ya sé manejar la computadora de casa mejor que ustedes.

—Bueno, sí, pero tenés que pensaren algo, porque no creerás que vas a poder vivir de la música, ¿no?
Mirá a tu padre, él tocaba para divertirse, como un hobby, pero nunca dejó de estudiar y gracias a eso
ahora tiene un buen empleo en el banco.

¿Qué quieren que les diga? No me imaginaba trabajando en un banco. Ni manejando un taxi como el
padre de Nico, ni repartiendo leche como el papá de Ricardo, ni yéndome a Estados Unidos como el de
Eliana. Sabía que algún día me iba a tocar tener que laburar, como todos, pero eso me parecía algo
terrible. ¿Qué ocurriría si tuviera que pasarme la vida trabajando en cosas que no me gustaban para
nada? Eso parecía el fin del mundo.

Sabía qué rosas no me gustaban, pero no sabía qué hacer. Tenía una idea de lo que le pasa a las
personas cuando crecen. Mi viejo guardaba un montón de fotos de cuando era joven y tenía el grupo.
Entonces usaba el pelo larguísimo, pantalones acampanados y unas camisas ridículas llenas de flores,
pero parecía muy contento. Y los amigos también.

Ahora, a veces, cuando viene alguno de ellos a casa, los escucho; se sientan y hablan todo el tiempo de
esa época, de cuando hicieron esto y aquello y de cuando fueron a tocar a tal lado y de la vez en que casi
los contrataron para grabar un disco. Después se quedan un rato en silencio, recordando, y cuando
vuelven a hablar es como si les diera vergüenza haber cambiado tanto, haber dejado atrás esos momentos
tan buenos. Y yo me pregunto, ¿por qué hay que dejar cuando uno crece? ¿Por qué no se puede hacer
algo que a uno le guste e igual tener una familia, si es lo que uno quiere? No lo sé, no tengo respuestas.
Pero esas eran las cosas en las que pensaba. Trataba de imaginarme el futuro. Me veía viviendo con
Eliana y los dos tocábamos en el grupo y vivíamos en una casa chica llena de guitarras y equipos y también
un par de niños. Ese futuro estaba bueno, pero entonces surgía la voz de mi madre diciéndome que de
la música no se podía vivir y de pronto me imaginaba trabajando en una fábrica o, no sé, en una oficina
toda concheta, con alfombras y tipos pelados, de traje y corbata, que se pasaban todo el tiempo hablando
por sus teléfonos celulares. No, quería eso. Tampoco quería tener un auto, ni mucha plata. Pero no me
animaba a decir nada, porque todo el mundo estaba como esperando que me decidiera por algo, que
"saliera adelante".

Todo esto tiene que ver con la historia, porque alguna vez, en esos días, comenté el tema con Eliana.

—Yo no pienso tener hijos —afirmó muy serla.

31
Pequeña ala Roy Berocay

No me animé a preguntar por qué. En lo demás tampoco estábamos muy de acuerdo. Ella decía que le
gustaba tocar la batería, pero que quería seguir una carrera para poder ser muy independiente, ganar bien
y poder viajar por el mundo. Yo me sentía un poco mal porque ninguna de sus respuestas coincidía con
lo que yo me imaginaba.

Sucedió uno de esos días, cuando me encontré con ella en el recreo. La vi venir por el pasillo, muy
apurada, con un sobre en la mano.

—¡Mirá! —estiró su mano y me dio el sobre.

—¿Qué es?

—¡Abrilo!

Lo hice. Era una carta de su prima Leticia pidiéndole disculpas por todo, pero además diciéndole que
muy pronto seria su fiesta de quince, allá en San Benito, y que los viejos iban a hacer las cosas a lo
grande, en el club social, con muchos invitados y además...

—¿Nosotros? —no lo podía creer—. ¿Nosotros? ¿De verdad quiere que toquemos allá? ¿Y el padre
qué dice?

—Cállate y lee.

Seguí leyendo. Parecía ser que la querida Leticia siempre conseguía lo que quería y le había hinchado
al viejo para que nos contratara. Sí. con-tra-ta-ra, es decir, pagamos por tocar. Estaba dispuesto a bancar
el flete y además damos una guita por cabeza, que venía a ser bastante más de lo que mis padres me
dan en un mes.

—¡Esto es una broma! —protesté—, la escribiste vos para engañarme.

Pero Eliana me miraba y sonreía. No era una broma, de verdad alguien iba a pagamos por tocar.

—¿No era lo que querías?

Sí, claro —dije— pero...

—Pero, ¿qué?

—¿Y tú prima? Quiero decir, ¿está todo bien?

—Sí, me pidió perdón y además yo le escribí otra carta, que todavía no mandé, le puse que aceptábamos
ir, pero que si se hacía la viva contigo, le iba a partir una silla en la cabeza. Creo que va a entender y no
va a haber ninguna historia rara.

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Pequeña ala Roy Berocay

No podía esperar para contarle a Nico y Ricardo, seguro que se paraban de cabeza cuando supieran. Me
sentía como un profesional. Es decir, íbamos a viajar, ¡a viajar! Uno siempre veía en la tele cuando los
tipos se iban de gira, de un lugar a otro. Me parecía que eso era el paraíso. Estar hoy en un lugar, mañana
en otro, tocando, durmiendo en hoteles, con el estuche de la viola lleno de etiquetas de países. Bueno,
está bien, San Benito no era Buenos Aires, ni Nueva York, pero el principio era el mismo, viajar a otro sitio,
tocar y ¡cobrar!

Por alguna razón, el asunto de cobrar me ponía nervioso y me hacía sentir una responsabilidad más
grande. Una cosa era tocar en un garaje para los amigos y otra era llegar a un lugar lleno de extraños,
sabiendo que alguien nos iba a pagar por lo que hiciéramos. Era como que no podíamos ir así como así
y hacer cualquier cosa, todo tenía que ser perfecto.

27

Tal como lo pensé, Nico y Ricardo casi se desmayan, así que decidimos reunimos en mi casa esa misma
tarde para planear el toque. No importaba que faltara casi un mes, no importaba que al otro día tuviera
escrito de historia y que no supiera nada. Lo único que veía era un escenario y nosotros ahí tocando y...
claro, también la veía a Leticia y entonces sentía algo, en el estómago, que antes no estaba ahí y eso me
molestaba porque, bueno, no quería que nadie se ligara un sillazo en la cabeza, menos que menos yo.

DURANTE UN PAR DE DÍAS no hablamos de otra cosa: que podíamos hacer tal tema o tal otro, que
estaría bueno vestirnos de determinada manera. Ricardo había visto una película muy vieja y trajo la idea
de que nos pintáramos los ojos. No como las mujeres, sino sólo un ojo cada uno, así con ese coso tipo
lápiz que usan ellas y todo.

—Eso los va a poner locos —decía—. ¿Te imaginas lo que pueden decir?

La idea me gustaba porque sabía que a la gente eso le iba a molestar. No sé porqué, pero me encanta
sentir que molesto. Es algo... no sé, una sensación, como cuando subimos al ómnibus y las viejas nos
miran el pelo, los pantalones rotos, los gorros de lana, el arito. Uno tiene la sensación de que lo rechazan
y lo juzgan, pero también eso te hace sentir diferente, como que uno es alguien, ni mejor ni peor, sino
distinto. Definitivamente me gustaba la idea de pintarnos un ojo.

—Y yo podría vestirme de jugadora de fútbol, para compensar — bromeaba Eliana— o dejarme el bigote.

—Sí, o tocar desnuda —agregaba Nico.

—Bueno, no te pases —Eliana lo miraba seria y Nico se quedaba callado sin saber qué decir. Después
todos nos reímos juntos.

Una de esas noches, estábamos en la esquina, sentados en el cordón de la vereda, hablando de lo mismo,
cuando de pronto vemos venir un patrullero. El auto había doblado en la otra esquina y venia despacito.
Yo lo vi y me puse nervioso. La cana siempre me ponía nervioso, desde que era muy chico. Mi madre
siempre contaba que cuando veía a un policía, salía corriendo, llorando a gritos, y nadie podía explicarse
porqué. Yo tampoco, pero era algo que me sucedía entonces y, en menor medida, me seguía pasando.
Pequeña ala Roy Berocay

El patrullero avanzó despacio y frenó justo delante de nosotros. No estaba seguro de la hora, pero sabía
que no era muy tarde. Hicimos de cuenta que no lo habíamos visto y seguimos conversando. Pero una
puerta se abrió y vi un par de zapatos, un poco viejos, de cuero, negros. Después escuché una voz: —
¿Qué hacen acá?

Todos miramos hacia arriba. El agente era un gordo con cara de bulldog. La gorra le quedaba un talle
más chico o tenía la cabeza demasiado grande. —Nada, conversando —contestó Ricardo.

—¡No se puede estar acá! —dijo el gordo, con un tono medio sobrador.

Podríamos haber dicho: bueno, señor, está bien, levantarnos e irnos, pero nos quedamos ahí.

—¿Y por qué no se puede? — preguntó Eliana. —¡No me falte el respeto! —gruñó el bulldog.

—¿De qué está hablando? Solo le pregunte.

En ese momento se escuchó la otra puerta. Un flaco alto, de bigotito, dio la vuelta por atrás del
auto. Tenía el palo en una mano.

—¿Qué pasa acá, eh? —preguntó.

—¡Estos están de vivos! —le comentó el gordo. —¿Ah sí? Bueno, a ver los documentos.

Ricardo y Nico tenían la cédula. Eliana dijo que se había olvidado. Los dos me miraron a mí. Yo estaba
paralizado. Creo que sudaba.

—Yo... yo... vivo ahí —logré decir al tiempo que señalaba la entrada de mi casa, a unos diez metros de
distancia.

—¡No pregunté dónde vivías! —dijo el flaco que miró a su compañero—. ¿Qué hacemos?

—Y... no sé —murmuró el gordo—. Hubo una denuncia.

—¿Denuncia? ¿Qué denuncia? —preguntó Ricardo que ya se había parado—. Estamos acá sentados,
conversando, no estamos haciendo nada malo.

El flaco lo empujó y Ricardo cayó sentado encima de Nico.

—¡No te pregunté nada a vos, así que quédate tranquilo!

Yo miré de reojo hacia mi casa, con la esperanza de que mis padres se asomaran. Me alcanzaba con
que se asomara cualquier vecino. Tenía la sensación de que en cualquier momento nos Iban a pegar, sin
ningún motivo. Solo necesitaban una excusa.

34
Pequeña ala Roy Berocay

—Hubo una denuncia por ruidos molestos —dijo el I gordo— así que ustedes tres nos van a tener que
acompañar —señaló a los varones—. Y vos, nena, andate para tu casa que no es hora de andar en la
calle.

Vi la cara roja de Eliana; los ojos le brillaban con la luz del farol de la esquina. Ella me miró. Estaba por
llorar, pero no de miedo, sino de furia, de impotencia. Le hice un gesto, tratando de que entendiera que
era mejor no decir nada. Se paró y comenzó a caminar despacio hacia mí casa. Entonces el flaco nos
miró.

—Vamos a tener que llevarlos, así que vayan subiendo y al primero que hable lo curto a palos.

Subimos atrás, cerraron la puerta y arrancaron a toda velocidad. Logré ver que Eliana tocaba el timbre
de mi casa. Viajamos en silencio y cuando llegamos a un cruce, algunas personas nos miraron. Seguro
que pensaban que éramos delincuentes juveniles y yo me sentía horrible, tenía ganas de vomitar. Es que
algunos compañeros del liceo, un poco más grandes, me habían contado que una vez los habían llevado
a la salida de un baile y que a uno de ellos le habían pegado. Yo sentía terror de que me fueran a pegar
o algo y lo peor de todo era esa sensación de que a nadie le importaba nada. Es decir, era probable que
algún vecino hubiese visto un grupo de adolescentes en la esquina y entonces, la primera idea que debe
haber tenido es que éramos chorros o algo por el estilo. Siempre era así. Si nos parábamos frente a una
vidriera, el comerciante se arrimaba, como haciéndose el disimulado, para vigilamos. Si nos sentábamos
a conversar en la entrada de un edificio, el portero nos echaba. Si íbamos a una plaza, enseguida decían
que estábamos tomando o cosas peores. O sea, no podíamos

29

escuchar música fuerte ni tocar, porque entonces se quejaban los vecinos, no podíamos mirar vidrieras
sin convertimos en sospechosos, no podíamos subir al ómnibus sin que alguien pensara que éramos
maricas, no podíamos entrar a los bailes porque éramos menores, pero tampoco podíamos sentamos en
el cordón de la vereda de noche porque eso nos transformaba en una amenaza para la seguridad pública.
Sentía eso, que nadie nos respetaba y que, de alguna manera, nos tenían miedo. Ahí estaba la tele, con
todas esas historias sobre los menores delincuentes, los diarios, las radios. Parecía que ser menor era
una especie de delito y peor si uno era bastante menor, porque encima venía cualquiera, como el gordo y
el flaco, y te basureaban.

Finalmente llegamos a la seccional no sé cuánto, una casa antigua reciclada, con el escudo arriba de la
puerta y un policía de guardia.

Nos hicieron entrar y nos sentamos en un banco largo, de madera, que estaba al costado de un mostrador.

—¡Quédense acá! —ordenó el flaco y después él y el gordo se perdieron por una puerta.

Atrás del mostrador había un veterano, quien supongo que era medio capo porque tenía una marca, de
esas que no me acuerdo cómo se llaman, en una manga. Estaba muy ocupado escribiendo en un
cuaderno enorme con tapas de cuero y ni siquiera nos miró.

Estuvimos así como una hora, callados, mientras el tipo escribía. En ese tiempo llegaron otros policías:
unos trajeron a un borracho, otros a un par de prostitutas, que en realidad eran travestís. Uno de ellos,
teñido de rubio, con los labios pintados de púrpura, lo miró a Nico y le dijo algo que no puedo reproducir.
Pequeña ala Roy Berocay

Los llevaron para adentro y oímos insultos afeminados y algunas risas. También escuchamos que en
alguna parte de la comisaria había problemas, porque hubo gritos, algunas corridas y el sonido de puertas
de metal cerrándose con fuerza. Ni así se inmutó el tipo del mostrador. Siguió escribiendo. Supongo que
ya haría como dos horas que estábamos ahí, cuando Ricardo —que era el más valiente de los tres— se
animó a hablar.

—Perdone, señor —dijo en el tono más respetuoso y formal del mundo—, ¿no tenemos derecho a hacer
una llamada?

El oficial dejó de escribir y nos miró por primera vez. Sonrió.

—Pibe, estás viendo mucha televisión —dijo y si guió escribiendo.

Finalmente cerró el cuaderno, nos miró, se puso de pie y después entró en una oficina. Volvió enseguida.

El subcomisario quiere hablar con ustedes —y señaló la puerta de la oficina.

Caminamos en fila india y entramos. Era una oficina chica, con un escritorio, un retrato del prócer y una
sola silla, la de él.

—¿Así que armando relajo? —preguntó o afirmó, no supe cuál de las dos cosas.

Era un hombre veterano, con bigote negro grueso. Estaba de camisa celeste y corbata.

No dijimos nada.

—Los agentes me dicen que estaban haciendo lio en una esquina —insistió.

—No, señor, mire, estábamos sentados conversando, nada más —dijo Ricardo.

—¿Así que, según vos, los policías son unos mentirosos?

—No... es que... —Ricardo captó el peligro.

El subcomisario se levantó y caminó delante de nosotros, inspeccionándonos.

—Seguro que nunca se bañan —afirmó—. Parecen atorrantes, unos pichis, no entiendo cómo hay padres
que dejan que sus hijos anden así. Ustedes deben ser de esos roqueritos que se creen muy vivos, ¿no?

Ninguno contestó.

—Lástima que sean menores, si no enseguida iban a aprender lo que es bueno.

36
Pequeña ala Roy Berocay

Mientras él hablaba escuché voces afuera, voces familiares: una era la de mi madre que decía algo acerca
de menores y no sé qué; la otra voz era la de mi padre, reclamando ver al comisario; la tercera voz era la
del oficial, pidiéndoles calma.

Tendría que pasarlos a la comisaría de menores —comentó el subcomisario, pero en ese momento entró
el oficial y le dijo algo al oído.

—¡Quédense acá y no se muevan! —nos ordenó y salió.

De nuevo escuché voces y poco después volvió el subcomisario, sonriendo. De repente parecía el tipo
más amable del mundo.

—Bueno, muchachos, parece que hubo un error... También, con la pinta de ustedes cualquiera podría
confundirse —dijo y bajó la voz—: un consejo, un consejito nomás, córtense el pelo y no usen aritos, si
no, los van a traer a cada rato.

Después pronunció la palabra mágica y salimos de la oficina casi corriendo. Mi vieja al verme se puso
como loca y me abrazó como si hubiese vuelto de la guerra. Mi viejo, tratando de hacerse el calmado,
sugirió que nos fuéramos.

—Eliana nos contó todo, pero demoramos porque primero fuimos a la de menores y de ahí nos hicieron
venir para acá —explicó mi madre.

—¿Les pegaron? —quiso saber mi padre—, ¿les hicieron algo?

—No —contestó Ricardo— nos tuvieron sentados ahí y nos dijeron que nos cortáramos el pelo y nos
bañáramos.

Mi viejo suspiró. Dijo que había cosas que nunca iban a cambiar. Después, mientras esperábamos el
ómnibus para volver al barrio, nos contó que una vez, cuando era adolescente, también se lo habían
llevado.

—Me dijeron exactamente lo mismo, es como si el tiempo nunca pasara.

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Cuando llegamos, Nico —que no había abierto la boca— se fue apurado y Ricardo se quedó un rato
hablando con mi viejo. Yo corrí al teléfono para llamar a Eliana.

Y LLEGÓ MI CUMPLEAÑOS. En casa, con mis padres, mi tía, la abuela, algún primo y mis compañeros
del grupo, estuvimos un rato discutiendo de música y modas y cosas sin importancia. Mi viejo decía que
la música de antes era mejor que la de ahora. Él se refería a la música de su época, claro. Y no podía
entender la que escuchábamos nosotros.
Pequeña ala Roy Berocay

—Es puro ruido —decía y mi madre lo miraba divertida.

—Eso es lo que decía tu madre, aquí presente, de cuando tocabas en tu grupo.

—Bueno, pero era diferente, al menos se entendían las canciones, había melodías y arreglos y todo eso.

Yo no estaba de acuerdo, pero no me gustaba discutir. Hablar mucho me cansaba y sabía que de todos
modos no iba a convencerlo, pero Eliana andaba con ganas de dar su punto de vista.

—Lo que pasa es que no entienden, nadie entiende —afirmó.

—¿Ah sí? ¿Y qué es lo que hay que entender, si es lodo en inglés?

—Igual que antes —le respondió Eliana—. ¿O los Beatles cantaban en español?

—Pero era distinto.

—A mí me parece —intervino mi madre, algo más sabia—, que cada época tiene su sonido, ¿no?

Yo estaba de acuerdo, pero no lo dije, aquello me aburría; en realidad casi todo me aburría: estudiar, ir al
liceo, estar en mi casa, a veces hasta estar con mis amigos sin hacer nada... todo era como una enorme
bola de aburrimiento. Todo, menos tocar, estar con Eliana o ir a alguna fiesta.

La discusión siguió un buen rato, hasta que Nico, quien tampoco era de hablar mucho, mencionó a
Hendrix y se acabó, ahí todos estuvieron de acuerdo. Yo incluso tenía pegada su cara en mi guitarra y
me había aprendido la introducción y el acompañamiento de Pequeña ala que también era una de las
canciones favoritas de Eliana.

Así que una hora después me encontré tocando esa misma canción, mientras mi viejo la destruía
cantándola y Eliana me sonreía. A lo mejor me estoy poniendo medio sentimental, pero sentía que ella
era mi pequeña ala, la que venía a mí cuando las cosas andaban mal. Al menos nos había salvado de la
cana.

Pero en esos días la notaba distante cuando estábamos juntos. Había algo que estaba cambiando y yo
no me daba cuenta de qué era. Ella estaba ausente, pensativa y cuando le preguntaba, me decía que no,
que no pasaba nada.

38
Pequeña ala Roy Berocay

Por supuesto que le pasaba algo, algo enorme. Más adelante iba a enterarme de que en esos
momentos ella estaba a punto de tomar la decisión más difícil de su vida.

Terminamos la noche, no muy tarde, los dos solos, apretando a la vuelta de la esquina, antes de
acompañarla hasta la casa, aunque seguí notándola triste.

—¿En serio no te pasa nada? —insistí.

—No, en serio —me contestó, pero me pareció que estaba llorando, aunque no podía verla bien porque
estaba bastante oscuro ya que alguien había roto el farol de la esquina a pedradas.

En aquellos días no pasaron muchas más cosas dignas de mencionar. Ensayamos hasta que finalmente
tuve callos en los dedos y Ricardo comenzó a afinar cada vez más. Mi viejo consiguió a Pedro, un veterano
que hacía fletes y nos iba a llevar a San Benito por un precio muy razonable, Eliana había hablado por
teléfono con Leticia un par de veces para ajustar los detalles y en el liceo me habían puesto dos sanciones
disciplinarias más por ir a clase con una remera de mi grupo favorito. Era una total estupidez. La remera
tenía una especie de ángel. Era igual que la tapa de un disco, en el que se veía bien que el ángel era
transparente y se le notaba el interior, las tripas y todo eso. Pero claro, la impresión en la camiseta no era
tan buena y una adscripta medio tonta creyó que era una mujer desnuda y me sancionó. Así es la vida.

SI ESTO FUERA UNA PELÍCULA, en esta parte habría de fondo uno de esos temas
de AC/DC medio pesados, pero lentos. Entonces se nos vería a nosotros acomodando las cosas en la
caja del camión, revisando para ver si teníamos cuerdas de repuesto, acordándonos a último momento de
conseguir un alargue, nuestras madres arrimando bolsos con ropa de abrigo, mi viejo dándonos consejos
de músico retirado. Después venían los saludos, como si nos fuéramos a pelear a Vietnam y nos subíamos
al camión. Pedro encendía el motor y salíamos rumbo a la fama, la fortuna, la aventura y todas esas
bobadas.

A los pocos quilómetros nos dimos cuenta de que no era una película. Adelante iban Nico y Ricardo.
Atrás viajábamos Diego y Equis, acurrucados entre los equipos y Eliana y yo tapados con una manta. Era
pleno invierno. Por la rendija en la lona del camión veíamos pasar la ciudad, los autos en las avenidas, la
gente en las paradas y más allá, los millones de focos que señalaban los accesos a la ruta. Veíamos
cómo, a medida que nos alejábamos de casa, las zonas que cruzábamos se volvían más y más pobres.
Yo miraba los rancheríos y las antenas de televisión, los niños flacos y sucios que esperaban al costado
para cruzar; tipos que empujaban carros llenos de cartones, papeles, basura, la misma basura que
nosotros tirábamos. Entonces me di cuenta de que, después de todo, el nombre del grupo tenía una
especie de sentido.

Ahí, mientras sentía a Eliana muy cerca y muy lejos al mismo tiempo, me di cuenta de que estábamos en
un mundo que no entendíamos. Todo se movía, cambiaba tan rápido que era muy difícil tener una idea
de qué hacer. ¿Estudiar qué? Apenas uno podía terminar un curso de computación, que lo que había

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Pequeña ala Roy Berocay

aprendido ya quedaba viejo. Ir a la universidad y pasarse diez o doce años era casi imposible, nuestros
padres no podían bancamos tanto tiempo. Crecer un poco, trabajar, independizamos, parecía
imposible, con lo que costaba todo y lo poco que se pagaba a los que recién empezaban en cosas como
atender un almacén, repartir folletos, vender cosas puerta a puerta, hacer encuestas que nadie quería
contestar. Esos eran los empleos que podíamos conseguir, que podían conseguir los que eran un poco
más grandes y querían buscarse un futuro.

Mientras las luces iban quedando atrás, me daba cuenta de que los últimos meses me habían cambiado,
que haber conocido a Eliana y haber formado el grupo eran las dos cosas más importantes que me habían
ocurrido. Me sentía distinto a cada momento, más distinto con cada quilómetro, como esas víboras en el
canal de documentales, que cambian de piel y siguen siendo iguales, aunque se convierten en otras.

Bajo la luna, el campo era un enorme mar oscuro, con alguna lamparita ocasional. El viento de la ruta se
nos metía en los huesos. Abracé a Eliana y cerré los ojos. Era de nuevo esa sensación, me sentí triste,
tenía un presentimiento. Ella viajaba en silencio y me abrazó con fuerza hasta que se quedó dormida.
Diego se puso a cantar y por primera vez él, que siempre estaba alegre y bromeando, cantó en serio, algo
sobre carreteras, caminos que unen y separan. Pensé que teníamos que hacer una canción así, algo que
hablara sobre cosas personales, pero de una manera disfrazada.

De vez en cuando nos pasaba un camión, uno de esos enormes que llevan carga de un país a otro. Me
imaginé que sería un buen trabajo, viajar por la carretera, solo, escuchando música sin que nadie te
molestara, deteniéndose en los pueblos para dormir o tirándose en la cabina cuando no había otra.

Cerré los ojos y me vi cruzando la cordillera, con sus picos altísimos tapados de nieve. Paraba en un lugar
a tomar café, ponía un disco en la máquina y me sentaba a mirar un rato por la ventana. Estaba bueno
eso y pensé que si nunca llegaba a ser músico, entonces me haría camionero. ¿Qué diría mi vieja si
cuando volvía le decía que lo único que me interesaba era manejar un camión? Seguro que se sentiría
desilusionada. Aunque no sería una sorpresa: me acuerdo que cuando era chico quería ser basurero —
otra vez la basura—, porque cuando estaba en la vereda, jugando con autitos, veía venir ese gran camión
anaranjado y a unos hombres colgados atrás, que lo único que tenían que hacer era tirar las bolsas para
adentro. Después se iban, muy rápido, allí, agarrados del aire, gritándose cosas. Era fantástico.

En ese momento me entró sueño. Diego estaba callado, cosa rara, y Equis, quien no hablaba ni siquiera
cuando lo hacía pasar la profesora de matemática, estaba despierto, fumando, mirándonos. Equis, al que
llamábamos así porque siempre era un misterio, tenía muchos problemas aunque era un bocho y sabía
de todo. Nos había arreglado un equipo y le habíamos pedido que viniera por si se rompía algo. Pero
casi siempre estaba solo. Los padres trabajaban todo el día v no le prestaban mucha atención; ni siquiera
fueron a la reunión con la profesora coordinadora cuando en el liceo resolvieron mandarlo al sicólogo.

Diego era igual, pero al revés, él siempre estaba, hablando, incluso cuando era mejor callarse. Así lograba
de vez en cuando que alguien le rompiera los dientes, que era lo que en realidad siempre estaba buscando,
me parece.

No sé cuántos quilómetros habíamos recorrido, cuando el camión paró. Me asomé y vi que estábamos
en un pueblito. Serían unas diez o doce casas a lo largo de la ruta, una estación de servicio y un boliche
al lado.

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Pequeña ala Roy Berocay

—¿Qué, ya llegamos? Pregunto Diego sorprendido.

No lo sabía, pero me parecía que todavía estábamos lejos. La lona se descorrió y se asomó Ricardo:

—Dice Pedro que mejor tomamos algo caliente.

Entramos. Era uno de esos boliches antiguos, con las botellas colocadas en fila y un único retrato: el de
Gardel. Había unos tipos contra el mostrador y en una de las mesas otros tres que miraban el televisor
apretado por uno de esos brazos metálicos. Todos nos miraron con sorpresa.

Me imagino qué pensaban. Cinco adolescentes peludos, mal vestidos y con aritos, un veterano y una
chica, sola con todos ellos. Pedro pidió una caña y el bolichero se la sirvió. Preguntó si había café, pero
no había, así que pedimos té, unos refuerzos de jamón prehistórico y nos sentamos a una mesa en la otra
punta. Ellos seguían mirándonos y hablaban bajo; creo que no tenían intención de provocar, sino que
parecían sorprendidos.

—Otro caso para el agente Moulder —bromeó Diego mirando a Equis—. Seres extraños aterrizan en la
loma del diablo y beben un extraño líquido amarillo. Ellos parecen venir en son de paz, pero en realidad
¡zaaaaap! —hizo un gesto como si disparara una pistola de rayos láser—. ¡Rápido! Hay que evitar que
se roben los cerebros, gritaba uno. No importa, gritaba otro humano, igual no tenemos nada dentro.

Todos nos reímos y los tipos dejaron de miramos. Creo que no escucharon nada o fue porque Pedro se
sentó con nosotros y empezó a reírse.

El bolichero quiere saber —nos contó bajito —cuántos de ustedes son varones y cuántos mujeres.

—¿Y qué le dijiste? — quiso saber Ricardo.

—Le dije que son todas mujeres, una orquesta de señoritas que va a San Benito a tocar en una fiesta.

Al parecer el bolichero se había quedado conforme con la explicación, porque nadie volvió a mirarnos.

—Vamos a maquillamos —insistió Ricardo haciéndose el afeminado. Después metió las manos en los
bolsillos de su campera y sacó cosméticos.

—Se los robé a mi hermana —explicó—. Son para los ojos.

Miré a los hombres que seguían atentos a la tele y cada tanto se daban vuelta para mirar a las
“chicas" de la ciudad. Pensé que Ricardo tenía razón, estaría bueno pintamos, llegar a San Benito y armar
terrible desconcierto.

—Yo los pinto —se ofreció Eliana.

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Pequeña ala Roy Berocay

Y allá marchamos todos al baño del boliche, puerta de damas, obviamente, y estuvimos como media hora
hasta que salimos todos muy bonitos, con los ojos y las pestañas pintadas.

Pedro ya había pagado la cuenta y nos dirigíamos a la puerta, cuando Diego se dio vuelta y poniendo la
voz más gruesa que pudo, saludó al bolichero:

—¡Chau, Cacho, que la fuerza te acompañe!

Todavía nos reíamos unos quilómetros después imaginando lo que habrán pensado. Estarían
discutiendo: te digo que eran varones, no seas gil, ¿no ves que eran mujeres? Y luego todos llegarían a
la terrible conclusión de que éramos una orquesta de adolescentes travestís ninjas mulantes.

Así, con la nube de tristeza disipada por aquella situación ridícula, recorrimos los quilómetros que nos
faltaban hasta que, a eso de las nueve y media de la noche, llegamos a San Benito,
el lugar donde todo podía ocurrir.

¡LOCO, TE DIGO QUE VEO LUCES allá adelante, un resplandor en el cielo! —gritó Diego por encima
del ruido del motor, después de haber logrado asomarse por una rendija en la lona.

Como nadie le contestó, Diego siguió hablando solo:

—Es la ciudad principal de Ganímedes, estaba escrito en la profecía número 76 que decía “Aquellos que
vean un extraño resplandor en el cielo corran a buscar papel higiénico".

Tuvimos que reírnos y noté que Pedro aminoraba la marcha.

¿Vieron, giles? Planeta de los Mutantes a la vista —insistió Diego.

Equis se arrastró hasta un costado y levantó un poco la lona. Movió la cabeza afirmativamente. Eliana
se incorporó y bostezó. Comencé a ponerme nervioso.

Con Diego levantamos la lona de atrás y la enganchamos, de esa manera podíamos ver la carretera
alejarse de nosotros en sentido contrario, una enorme anaconda oscura que cruzaba el mundo de regreso
a nuestros hogares.

De pronto hubo más luces y casitas bajas, mal iluminadas, con esas lamparitas de 25 o 40 wats que dan
una luz deprimente. Mis viejos eran medio fanáticos de eso, al revés quiero decir; en mi casa siempre
había muchas luces prendidas. Mi padre decía que la luz le daba alegría al ambiente. Pensé que en todo
caso sería mejor estar a oscuras que tener que bancarse esa cosa amarillenta que ni siquiera alcanzaba
a crear sombras.
Pequeña ala Roy Berocay

Un auto se nos cruzó y Diego saludó gritándole: “¡Venimos en paz! ¡Salud, mutuales!". El del auto no
entendió, supongo, pero saludo amablemente y tocó bocina, alejándose.

Ahora estábamos todos asomados, agarrándonos de los costados del camión. Entramos en una avenida,
con arbolitos muy prolijos y casas que daban a unas veredas angostas y bien iluminadas.

La limpieza llamaba la atención. Todo parecía recién barrido. No se veía ni un papelito tirado, ni un
tacho, nada, y pensé en mi barrio, donde los vecinos tiraban la basura en cualquier parte y a nadie parecía
importarle. De ahí veníamos nosotros, un lugar sucio, ruidoso, cada día más violento, en el que nadie
tenía tiempo para nada. Pensé que en San Benito eran todos terriblemente prolijos o que las multas eran
muy altas.

36

Pedro frenó en una esquina, en la que había un par de grandes ventanales. Adentro se veía un montón
de pibes jugando al pool y conversando. En la calle pasaban escuadrones de ciclomotores; parecían
langostas lanzadas a toda velocidad, sin frenar en los cruces, con uno, dos y hasta tres encima de cada
moto. También había autos que avanzaban más lentos y en fila. Tenía la impresión de que todos iban
hasta un punto, doblaban y daban una vuelta para pasar otra vez por el mismo lugar.

Pedro le preguntó algo a un tipo y seguimos. Buscábamos el club 27 de Agosto. Finalmente, a las tres
cuadras y después de doblar a contramano en medio de otro enjambre de ciclomotores, paramos frente a
un edificio impresionante. En mi barrio el único club que hay es un lugar recontraviejo, todo despintado,
en el que los jubilados van a jugar a las bochas y a las cartas; una vez entré por curiosidad. Pero este
club era como de tres pisos, nuevito, todo de ladrillo, con ventanas gigantes y una entrada que parecía la
de un cine.

Saltamos a la calle. Adentro había música y gente. Un grupo de pibes salió a miramos.

—¿Por qué no vas a buscar a tu tío o a alguien para ver dónde tenemos que armar? —le dije a Eliana

Ella se quedó ahí, miró el club, a toda esa gente de traje y vestidos largos, después
me miró a mí.

—Andá vos.

—¡Pero son familiares tuyos!

Hizo un gesto de bronca y entró. Los que estaban en la puerta la miraron.

Nosotros nos juntamos atrás del camión y empezamos a bajar las cosas. A los pocos minutos había un
montón de gente alrededor, mirándonos. Me acordé de que estábamos pintados y pensé que en cualquier
momento se podía armar. Era seguro que alguno nos iba a decir algo y se iba a pudrir todo.

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Pequeña ala Roy Berocay

—¿Ustedes son los que van a tocar? —eran unas muchachas o niñas de entre diez y trece años.
Parecían muy nerviosas, hablaban bajo entre ellas y se daban pequeños codazos. Era difícil saber qué
edad tenían, porque cuando las mujeres se ponen vestidos y se pintan, de pronto dejan de tener edad y
es muy fácil meter la pala. A Nico le pasó una vez en un cumpleaños al que nos habíamos colado. Estuvo
bailando con una que tenía flor de lomo y cuando la invitó a salir al pasillo, para ver si podía apretar un
poco, apareció el hermano y casi lo mata. Le preguntó si sabía que la niña tenía doce años nada más y
tuvimos que irnos porque se dieron cuenta de que éramos colados. Supongo que fue por eso que ahí, al
pie del camión. Nico se quedó callado y dejó que Diego hablara.

—¡Oh, ninfas interplanetarias! —exclamó haciendo un gesto—. Hemos venido desde el más allá para
seducirlas! —se detuvo—, ¿O era reducirlas?

Las ninfas interplanetarias se rieron sin entender, dijeron qué loco y se alejaron, mientras unos ninfos
menos simpáticos nos mostraban los dientes.

¡Vamos a entrar las cosas! —sugerí y empezamos a pasar entre la gente con los equipos y los
instrumentos, esperando encontrar a Eliana. La música fuerte, fuertísima, era tropical y mientras
avanzábamos, Diego iba haciendo unos pasos de baile tipo salsero de segunda.

Al fondo del pasillo, después de pedir permiso unas doscientas veces, llegamos a un salón enorme, un
gimnasio en el que vimos un escenario chiquito, como de dos metros por tres.

—Debe ser ahí —dije preguntándome dónde cuernos se había metido Eliana. Entonces la vi, estaba
frente al escenario, hablando con el tío. Nos vio, nos señaló y el tío vino hacia nosotros.

—¡Muchachos, al fin llegaron! ¡No saben la expectativa que hay!

De pronto se quedó mudo y nos miró. Supongo que era por los ojos y por cómo estábamos vestidos.
Dudó.

—Bueno, eh... vayan acomodándose como puedan.

“Como puedan“, así era exactamente como tendríamos que ubicamos: como pudiéramos. Cuando
terminamos de armar la batería, apenas quedaba espacio para Nico sobre un costado, para mí sobre el
otro y Ricardo adelante. Donde alguno se distrajera o intentara dar un paso en cualquier dirección seguro
que se caía.

Demoramos una media hora en armar. Eliana pegó unos palazos, Nico hizo sonar el bajo y yo enchufé
la guitarra, con la distorsión al mango. Hicimos una pequeña prueba y todo el mundo se amontonó delante
del escenario: muchos se tapaban los oídos y ponían caras de sufrimiento.

¡Más bajo, más bajo! —se escuchó la voz del tío, que venía casi corriendo hacia el escenario.

Dejamos de tocar.

—Solo estaban probando, señor — le explicó Diego y el tío se alejó sacudiendo la cabeza.

Dejamos las cosas y bajamos.


Pequeña ala Roy Berocay

—¡Vamos a morfar! —gritó Diego y salió disparado hacia una de las mesas en la que había un montón
de chicas.

Vi que hacía una reverencia y les decía algo y después dos de ellas le alcanzaron unos platos. Diego se
metió en la boca todo lo que pudo agarrar y volvió. No podía hablar, escupía pedazos de saladitos y
sánguches. Tragó y eructó.

—¡Buenísimo! ¡Todas quieren que las lleve conmigo a nuestro planeta!

Equis se había quedado estudiando la consola y acomodando los micrófonos. Se me acercó. Parecía
contento.

—Terrible equipo, podemos sonar muy fuerte, si querés, hay micrófonos para reamplificar todo.

Un sueño hecho realidad. Sonar como las bandas verdaderas. No voy a meterme en los detalles técnicos,
pero sentía como si pudiéramos volar el lugar en pedazos. Casi no podía esperar.

—Vamos a darle medio suave al principio —le dije al acordarme del tío— y después vas subiendo de a
poco y terminamos al mango.

Eliana estaba parada a mi lado y me dijo que nos habían dado una mesa, así que allá fuimos todos.
Comimos y tomamos como vikingos, nos reíamos fuerte y Diego estaba más loco que nunca.

38

En la mesa de al lado había cuatro viejas que se habrían pasado la tarde en la peluquería. Lo único que
hacían era comer y miramos, comer y miramos, hasta que Ricardo empezó a mirarlas fijo y todos hicimos
lo mismo. Las viejas se pusieron nerviosas y dejaron de miramos.

Me puse a observar las otras mesas. Siempre era igual en los cumpleaños: gente tratando de comer todo
lo que pudiera, buscando a alguno de los mozos para pedirle más; el padre de Leticia yendo de un lado a
otro, la madre también yendo de un lado a otro, nerviosa y con peluca rubia; los primos, los tíos y tías,
padrinos, madrinas, primos segundos, tíos abuelos, antepasados, aspirantes a cadáveres, momias,
bufones, parientes de guita, parientes de menos guita pero que trataban de parecerse a los primeros,
parientes pobres pero honrados invitados para no quedar mal, pero dejados solos en una mesa más allá,
donde no se vieran demasiado. Arriba, luces de colores, cientos de globos de colores, guirnaldas de
colores. Y la música, terrible, la más insoportable que podía haber, esas canciones que todos, TODOS
se saben y que pasan más o menos cada cuatro minutos y un tercio en cada radio del país, hasta que te
perforan el cerebro y sin darte cuenta descubrís con horror que estás tarareándolas, sí, tarareándolas, y
te da vergüenza.

En la pista había jóvenes y jovencitas bailando. Ellos usando más bien los brazos y moviendo la cabeza
a los costados, tipo tabla, no sea cosa que por moverse un poco fueran a parecer menos machos. Ellas
moviendo absolutamente todo, de aquí para allá y para aquí, tratando de que se viera, se marcara todo lo

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Pequeña ala Roy Berocay

que tuviera que verse o marearse, pero cuidando de que nada se saliera de los límites previstos por la
decencia.

—¡Te vas a marear! —la voz de Eliana sonó agresiva.

—¿Qué te pasa?

—Parece que nunca viste mujeres antes.

—¿Yo...? Si yo no... ¿Qué querés decir? —me había atrapado, es la verdad, y yo trataba de zafar.

—¡Último momento! —interrumpió Diego simulando un acento centroamericano de Miami—. La famosa


pareja de La Misma Basura tuvo una disputa amorosa durante su gira. ¡No se lo pierda, esta noche en
noticias MTV!

La miré y sonreí. Ella también.

—Vamos afuera —la invité.

Cruzamos el salón y salimos. Caminamos un rato por la avenida, de la mano, en silencio, y cuando
llegamos a una esquina quise besarla, pero ella me apartó.

—¡No seas boba! —me quejé—. No me vas a decir que es por lo de adentro.

Entonces Eliana me abrazó y se puso a llorar. La apreté con fuerza y le acaricié la nuca.

—¿Qué te pasa? Hace días que andás rara.

Se quedó un momento así, recostada sobre mi hombro. Después se limpió con la manga de la campera.

—Nada, después hablamos.

Tuve vértigo, no sé, algo que nunca había sentido. Una clase desconocida de miedo.

—¿De qué tenemos que hablar? ¿No está todo bien?

—Sí, todo bien contigo -contestó y trató de sonreír.

—Entonces, ¿qué?

—Ahora no, después te digo —me dio un beso suave y corto.

Volvimos en silencio mientras yo me hacía la cabeza. Si todo estaba bien conmigo, ¿de qué teníamos
que hablar? A lo mejor quería dejar el grupo. No se me ocurría otra cosa. Capaz que tenía un problema
grande.
Pequeña ala Roy Berocay

No pude seguir pensando pues ya estábamos de vuelta en la entrada del cumpleaños más grande en la
historia de San Benito. El portero nos miró con desconfianza, como si no nos hubiera visto antes.

—¡Somos del grupo! — le dije.

Nada, siguió sin moverse.

—¡De la orquesta de señoritas! —dijo Eliana y el portero se corrió a un costado.

Llegamos a la mesa. Equis y Nico estaban sentados comiendo y tomando. Nos sentamos y pregunté
por los demás. Equis hizo una seña con la cabeza y miré hacia la pista. Diego bailaba con cuatro chicas,
hacía como que sacudía algo y gritaba: “¡A ver, todas, a mover las maracas!”. Me vio y levantó el pulgar.

—¡Amo este planeta! —gritó por encima de la música.

Más allá, contra una pared, Ricardo se conversaba a una morocha alta de vestido negro. Ella sonreía.

Pensé que todo iba bien, excepto por Eliana, que se servía un vaso tras otro. Yo la seguí, como si
jugáramos una carrera para ver en cuánto tiempo podíamos vaciar la botella. Estuvimos así como una
hora. La fiesta ya estaba llegando a su gran momento. Los sacos colgados en las sillas, las corbatas
desprendidas, el maquillaje algo corrido y los peinados revueltos. Todos sudaban y sallaban y tomaban.
Las luces parecían más brillantes y las voces me llegaban como en olas, de pronto fuertes, de pronto
suaves. Hasta que hubo un movimiento de cuerpos en dirección a la puerta.

Vi al padre de Leticia acomodándose el saco, la madre el vestido, el fotógrafo y el de la cámara de video


colocándose en posición de combate. Un grupo de muchachas se formó en dos hileras: tenían unas
horribles canastitas con llores.

—¡Vienen los novios! —gritó Diego abrazado de una de las chicas, una gordita que no paraba de reírse.

Entonces la música se cortó. Hubo un siseo como el de las púas sobre esos antiguos discos de vinilo y
por los parlantes se escuchó el famoso vals de los quince.

40

La princesa Leticia estaba por hacer su gran entrada.

LA VOZ GANGOSA CANTABA ALGO acerca de la ilusión y no sé qué. Todos se amontonaron y solo se
veía a la gente empujándose y el estallido de los flashes, como si estuviera entrando una artista de cine.
Eliana y los demás se quedaron en la mesa conmigo. De pronto el gentío se abrió y pude ver las dos

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Pequeña ala Roy Berocay

hileras de chicas, la guardia de honor o como se llame, tirando pétalos —¡sí, pétalos! — al paso de una
mujer impresionante que caminaba como si pisara huevos y sonreía emocionada: era Leticia: y si el vestido
que había usado la otra vez era algo liberal, este podía provocar algún infarto. Pensé en cómo habría
hecho para convencer al viejo de que la dejara usarlo, pero él parecía tan contento, tan emocionado, que
seguro no notó las miradas hambrientas de la manada. Estiró los brazos y la tomó de las manos. Después,
seguidos por los corresponsales de guerra, se deslizaron al centro de la pista y bailaron el vals. De aquí
para allá y de vuelta. El viejo bailaba fenómeno, pero la alegría le duró poco porque casi enseguida
aparecieron los tíos, los primos... Se iba formando una fila de los que iban a bailar con Su Majestad.
Algunos apenas la hacían dar una vueltita, otros la agarraban de la cintura medio a lo bestia y la sacudían
un poco. Leticia seguía sonriendo, parecía que hasta los dientes eran nuevos. No sé cuánto duró el vals,
ponían el disco una y otra y otra vez y vuelta a empezar.

—¡Mirá! —chilló Eliana señalando la pista.

Y ahí estaba, Diego, vestido como para pedir plata para el judas, bailando el vals con Leticia. Nos
matamos de la risa y los de las cámaras sacaron pila de fotos.

Cuando todo pasó y en el ambiente volvió a reinar la cumbia, Leticia fue mesa por mesa para sacarse
fotos y que la filmaran. Eso duró como otra media hora, hasta que llegó a nuestra mesa. Eliana me apretó
la mano, yo sonreí como si nada. No nos paramos a saludarla, así que ella se inclinó hacia nosotros
dejando al descubierto el porqué todos decían que ya era toda una mujercita. Diego aulló, Eliana casi me
fractura un dedo.

—¿Cuándo vas a tocar? —me preguntó.

Otra vez esa mala elección de palabras. Debería haber preguntado cuando “van” a tocar, pero quedó en
evidencia que ella seguía interesada en mis habilidades, aunque dudo que fuera exclusivamente en las
musicales.

—¡Cuando quieras! —le contestó Eliana sin soltarme la mano.

Leticia se dio vuelta, miró la pista en la que se meneaban parientes, amigos, compañeros de liceo.

—¿Qué tal ahora?

Nos miramos, Nico se encogió de hombros, Ricardo, ¿dónde se habría metido Ricardo? Eliana me miró
e hizo una mueca. Estábamos prontos para romperles la cabeza.
Pequeña ala Roy Berocay

Nos levantamos y fuimos al escenario. Cuando me subí, traté de ver por encima de la gente para ubicar
a Ricardo, pero nada. Pensé que seguro iba a aparecer cuando escuchara el ruido. Enchufé la guitarra,
probé la afinación, prendí el distorsionador y le pegué a las cuerdas. Aquello sonó como un trueno, el
grito de un tiranosaurio ronco, Eliana golpeó los platos un par de veces y Nico practicó una escala en el
bajo. En la pista, la gente dejó de bailar y comenzó a rodear el pequeño escenario.

Me acerqué al micrófono, dije hola-hola-hola y después reclamé la presencia de Ricardo. Pasaron los
segundos. El disc-jockey había apagado la música, la gente murmuraba y nos miraba.

—¡Maricas! —gritó alguien.

Por suerte en ese momento apareció Ricardo. Casi empujando se abrió paso y saltó al escenario.

—¿Dónde estabas? —le pregunté bajito.

—Después te explico —sonrió. Estaba todo despeinado y tenía el maquillaje corrido.

Nos miramos. Respiré hondo y repasé la lista de temas colocada en el piso al lado de mi pedal. Miré a
Eliana, me temblaban las manos. Respiré hondo otra vez y le hice una seña con la cabeza. Ella marcó
con los palos un-dos-tres-cuatro y empezamos.

La gente retrocedió debido al volumen. Era un cambio algo drástico, pasar así, de golpe, de la música
tropical a un sonido medio punk, medio pesado, alternativo, grunge, metálico o como quieran llamarlo.

Es difícil contar las cosas pequeñas que ocurren en un escenario cuando un grupo toca. No sé qué
pasará con los que tienen mucha experiencia, pero había como una tensión entre nosotros, algo, como
un cable invisible que nos conectaba a los cuatro. Yo miraba hacia adelante, al vacío, veía figuras borrosas
que se movían. Sentía el latido del bombo como si fuera mi propio corazón o los golpes del bajo
mezclándose con los acordes de la guitarra y la voz de Ricardo, algo ronca, forzada, casi gritando la letra.
Se venía el primer corte, lo sentía llegar. Llegó y milagrosamente paramos al mismo tiempo, hicimos el
silencio corto, tenso, y seguimos todos juntos. Listo, ya pasó lo peor, pensé cuando entramos al puente.
Pero después venía mi parte y me concentré. Apenas empecé el solo me di cuenta de que estaba fuera
de tono, que le había errado al traste correcto, corrí el dedo buscando el lugar justo mientras la guitarra
parecía quejarse. Me enojé conmigo, pero no tuve tiempo de nada porque llegamos otra vez al puente,
un nuevo corte y el final, bien arriba, con todos haciendo cualquiera, hasta que Eliana levantó los brazos
y dejó caer los palos con un golpe seco sobre el redoblante.

Estaba furioso por haber pifiado en el solo, creía que todos, hasta los mozos, se habían dado cuenta.
Levanté la cabeza e hice foco en la gente. Estaban ahí, con las bocas medio abiertas, quietos,
mirándonos. Nadie aplaudió. El silencio pesaba como diez ballenas. Eliana no esperó y marcó la entrada
al segundo tema que fue aplaudido tímidamente por Leticia quien se había ubicado en la primera fila.
Seguimos. Al tercer tema se le sumaron los aplausos de las niñas que habían hablado con nosotros
afuera y vi a Diego moviéndose entre la gente, aplaudiendo como un demente, gritando:

—¡Vamo’ arriba La Basura! ¡Aplaudan, tarados!

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Pequeña ala Roy Berocay

Delante del escenario me encontré con la mirada de Equis y le hice una seña. Vi que empujaba los
controles de volumen hacia arriba. Sonreí. Ahora sí que iban a ver todos esos imbéciles de traje, todas
esas viejas. Era una sensación de venganza, como si estuviera preparándome para vomitarles encima
todo lo que me pasaba por la cabeza. No les gustaba lo que hacíamos, ¿y qué? No les gustaba cómo
estábamos vestidos, ¿y qué? De eso se trataba, ¿no? No queríamos ser famosos, grabar, hacer guita,
solo tocar, tirarlo todo para afuera. Apreté los dientes. Nos miramos. Nico sonrió, Ricardo tenía un extraño
brillo en la mirada; Eliana estaba emocionada, me miraba de una manera que parecía atravesarme, verme
por dentro. Asentí con la cabeza y ella marcó.

Imagínense un cazabombardero que de pronto baja del cielo a toda velocidad, pasa rasante sobre las
cabezas y suelta una bomba. Así, más o menos, sonó el comienzo del tema. Estábamos enchufados,
realmente muy enchufados, ya no era música, sino algo más, una bola de sonido que se disparaba como
un cañón.

Volábamos, podía sentirlo; no había nada más, nada, nada, nada, ni gente, ni siquiera nosotros, solo eso
que salía de los parlantes y hacía vibrar los vidrios del club, solo eso que se desparramaba encima de las
mesas, las masitas, las botellas, como una aplanadora feroz. Éramos un grupo, una sola cosa.

Todo debe haber durado apenas unos segundos, pero fue tan intenso que descubrí en ese momento por
qué hay gente que hace música. No se trata de tocar bien o mal, ni de los aplausos: se trata de buscar
ese momento, extraño, mágico, en el que uno siente que hay algo más, algo, como una energía nueva y
misteriosa. Los que lo sintieron alguna vez saben de qué estoy hablando. Los demás no van a
comprenderlo aunque me pase horas intentando explicarlo.

Pero llegó el final y esta vez escuché una mezcla de aplausos, gritos, silbidos, voces, una masa revuelta
de cosas que llegaban desde muy lejos, desde otra dimensión.

—¡Bajen!

Había un tipo ahí. Lo veía mover los labios, con cara de enojado.

—¡Bajen! ¡Basta!

Las palabras me llegaron con retraso y recién entonces me di cuenta de que era el padre de Leticia. Lo
ignoré, me di vuelta y le hice la seña a Eliana: ella marcó de nuevo. El padre de Leticia se agarró la
cabeza. Leticia saltaba, otros también saltaban, algunos gritaban, Diego saltaba y empujaba, hasta que
un par de flacos cayeron al piso y se armó.

No paramos. Veíamos un mar de brazos, puños que iban y volvían, caras que aparecían apenas un
segundo y desaparecían. Nada era real, sino una película que alguien proyectaba en el aire, un montón
de hologramas, fantasmas que peleaban en un distante mundo virtual. El padre de Leticia subió al
escenario y trató de agarrar el micrófono, pero Ricardo le interpuso el cuerpo. Estaba cantando, no podía
parar en ese momento. El viejo se me acercó y me gritó al oído que paráramos; lo miré sin entender.

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Pequeña ala Roy Berocay

Cuando terminamos el tema, finalmente el viejo agarró el micrófono y pidió calma, pidió al de los discos
que pusiera música. Me le acerqué.

—¡Una más! -grité—. ¡Una más y nada más!

—¡No! ¡Ya tocaron bastante!

—¡Nos falta una y la vamos a tocar igual! —insistí.

El tipo me miró. No sabía si pegarme o irse.

—¡Hagan lo que quieran! —dijo resignado y se bajó.

Pero no sabía que justo el último tema era tranquilo, un tema que yo había hecho para Eliana. Ricardo se
lo dedicó a Leticia. Y finalmente terminamos. Bueno, eso supuse, porque la idea original era que
tocáramos dos veces.

Bajamos. Diego llegó riéndose, levantando las manos. Me abrazó como un oso y me levantó en el aire.
Un poco más allá, algunos frustrados pichones de boxeadores nos miraban de pesados.

—¡Impresionante, loco, impresionante! —exclamaba Diego.

Sentí que alguien me tocaba el hombro: era Eliana. Nos abrazamos. Era como si hubiéramos ganado
un partido, una final. Nos abrazamos con Nico, con Ricardo, con Equis y nos fuimos hacia la mesa para
celebrar.

No importaba el lío, ni la bronca del viejo, ni nada. Sabíamos que habíamos sonado como nunca. En el
camino llegó Leticia y le dio un beso —en la mejilla— a cada integrante. Cuando llegó a mí solo extendió
la mano.

—¡Estuvo buenísimo! —dijo feliz pero algo nerviosa.

—Tu viejo nos va a matar.

—No pasa nada, a mis amigas les gustó —y señaló a Ricardo.

Era obvio: no habían entendido nada, solo se habían fijado en la pinta del cantante. Pero bueno, problema
de ellas.

Seguimos hacia la mesa, pero Eliana me frenó.

—Vení —-me dijo.

—¿Qué hacés? ¡Vamos a festejar! —protesté.

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¡Dale, vení, vamos afuera! —insistió—. Tenemos que hablar.

AFUERA HACÍA FRÍO. Desde el río cercano llegaba un viento suave. En la entrada del club algunos
borrachos se recostaban a nuestro camión, hablaban entre ellos o les decían cosas a algunas chicas que
salían. La actividad de los ciclomotores no paraba nunca: siempre había uno que se iba y uno que llegaba,
siempre había algún pibe o dos que de pronto dejaban el club y salían disparados hacia alguna parte y
otros que llegaban a igual velocidad.

Me quedé unos segundos observándolos, parado junto a Eliana. Ella me apretó la mano con
fuerza.

—Vamos —me dijo y tironeó en dirección de la esquina donde había un grupo de personas.

Cuando pasamos por ahí, uno dijo algo. No entendí bien, salvo la palabra “peludo”, así que no hice caso
y seguí caminando. Eliana tiraba, medio paso adelante, apurada por llegar no sabía adónde.

Caminamos así, callados, un par de cuadras, hasta que la música de la fiesta sonó lejana y apagada por
el ruido de los motores que seguían pasando por la avenida. ¿Qué hacía toda esa gente durante la noche?
Era un misterio absoluto para mí. Creía que no podría haber mucho más que hacer en San Benito excepto
estar en el cumpleaños de Leticia.

—Sebastián... —dijo de pronto Eliana recostándose a una pared— yo...

—Qué. ¿Qué te pasa?

Me daba cuenta de que algo le sucedía. Hacía tiempo que notaba que ella quería decirme algo y no le
salía.

—Querés cortar —afirmé, sintiendo una descarga eléctrica en el cuerpo. Era miedo, lo sabía, era la
misma sensación que tuve cuando nos llevaron en cana.

—No, no es eso —contestó Eliana, pero no sonó convencida.

—¿Entonces?

Ella me miraba a los ojos, creo que podía ver mi miedo, sentirlo. Me temblaban las piernas.

—¿Entonces?

—Me voy —dijo, me abrazó y se puso a llorar.

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Pequeña ala Roy Berocay

C-3, hundido. Sentí el impacto, el misil acababa de dar justo en el blanco. Eso fue al principio, después
fue como si una explosión me aflojara las piernas. Sabía, yo sabía, podía adivinar lo que ella estaba por
decir, pero prefería que no, prefería estar equivocado.

—¿Del grupo? ¿Te vas del grupo?

Ella sacudió la cabeza sobre mi hombro. Entonces me animé a preguntar lo que ya intuía:

—¿Del país?

Lloró más fuerte y me apretó como si intentara meterse dentro de mí.

—Tu viejo —afirmé bajito.

Sacudió la cabeza, esta vez afirmativamente.

¡Mierda!

Tuve necesidad de soltarme de su abrazo. Necesitaba aire, necesitaba... no sé, caminar, correr,
alejarme, hacer algo. La empujé, no muy fuerte, solo lo suficiente para que me soltara y me recosté a la
pared. Quería que algo, cualquier cosa, me sostuviera. Ella se quedó parada, los brazos colgándole a
los costados como un muñeco roto.

—¡Quiere que me vaya a vivir con él! —intentó explicar.

—¿Y tu vieja?

—Ya sabes... siempre andamos a las patadas... ¡nunca me deja hacer nada! —la voz de Eliana
salía entrecortada por el llanto.

—Te dejó tocar, ¿no? Te deja estar conmigo, ¿no?

—Sí, pero no entendés... todos los días, es... es... además ahora tiene novio y no me lo banco.
¡No me lo banco! ¿Entendés?

—¿Y por eso te vas a ir? ¿Y nosotros qué? ¿Y el grupo qué?

Ella se arrimó y trató de acariciarme la cara, pero aparté su mano. Estaba enojado, furioso, dolido, algo
me abría un agujero enorme, me sentía caer por un pozo, viajaba en un ascensor en picada.

—¿Ya lo decidiste?

—Sí, discutí todos estos días con mi madre, hasta que nos pusimos de acuerdo: es nada más que por un
año...

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Un año. ¡Un año! ¡Era tanto tiempo...! En un año estaría en cuarto, si tenía suerte, en un año podríamos
conocer a otras personas, podría haber una guerra, podría venir el fin del mundo, mis viejos podrían
quedarse sin laburo. No podía imaginar la cantidad de cosas que podrían pasar en ese tiempo y menos
imaginarme a Eliana volviendo. Seguro que ya no sería ella, sería otra Eliana y no quería que eso pasara.
Estaba cansado de hablar, nunca me había gustado hacerlo y menos en esa situación. Sólo quería irme,
alejarme de allí, de esa calle, ese pueblo, ese momento.

Respiré hondo y traté de aguantarme. La miré fijo y empecé a caminar de regreso al cumpleaños. Ella
me siguió en silencio. Intentó decir algo pero no quise escucharla.

Todo era nuevo para mí. Era la primera vez que alguien me dejaba. Bueno, había tenido algunas cosas
sin importancia antes, de esas que terminan rápidamente en el pasillo del liceo con uno de los dos cortando
sin que nadie sufra. Pero esto era diferente, era igual que uno de mis ataques de asma, pero sin asma.
Apuré el paso y ella se fue quedando atrás. Llegué a la entrada y pasé delante del portero como si no
hubiese nadie allí. Crucé entre bailarines borrachos y viejas despeinadas, atravesé la pista y llegué a la
mesa en la que Equis, Nico y Ricardo bajaban otra botella. Me serví un vaso hasta arriba y me lo tomé
casi sin respirar. Después otro y otro. No miré para atrás. Nadie preguntó por Eliana; supongo que se
me veía en la cara.

—¿Y? ¿Vamos a tocar? —preguntó tímidamente Ricardo al rato.

Me encogí de hombros. No podía hablar. Realmente no me importaba demasiado en ese momento,


aunque de pronto me di cuenta de que lo necesitaba, que necesitaba tocar. Me levanté. —¡Vamos a
tocar! —dije.

Ellos se miraron. En la pista Diego hacía su famosa imitación de Elvis, pero al son de una cumbia.

Nico y Ricardo subieron al escenario detrás de mí. Equis se ubicó delante de la consola. La discoteca
seguía pasando música. Enchufé la guitarra, prendí el equipo y toqué un re menor. No sé porqué, pero
el re menor me parece el acorde más triste del mundo. No teníamos ningún tema en re menor, pensé que
seguro iba a tener que hacer uno, tenía ganas y chau. Nico probó el bajo. Ricardo se me acercó.

—¿Y Eliana?

—No sé, vamos a tocar igual —le contesté.

Me dolía la cabeza, me dolía mucho, tanto que las luces me lastimaban.

—Pero no podemos tocar sin batería —insistió Ricardo.

—¿Qué pasa? —-preguntó Nico acercándose.

—¡Eliana no está! —le explicó Ricardo.

—¿Cómo que no está?

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Pequeña ala Roy Berocay

No podía esperar, me agaché y miré la lista.

—¡Vamos! -—insistí, me sentía mareado, el sonido de la discoteca sonaba más fuerte, las luces
rojas, azules, verdes, daban vueltas en el aire.

Entonces apareció Eliana. Subió al escenario y se sentó detrás de la batería. La música y los bailarines
seguían como si nada, como si no estuviéramos allí.

Nos quedamos sin saber qué hacer. Algunos empezaban a amontonarse delante del escenario por
curiosidad. Más allá vi a Leticia que nos saludaba y le hacía señas a las amigas. Un poco más atrás el
padre nos miraba y hacía gestos como diciendo que no.

—Marcá —dije con los dientes apretados y sin mirarla directamente.

Un-dos-tres...

Y largamos, encima de la cumbia, encima de los bailarines, encima del cumpleaños, de todo. Hubo una
confusión gigantesca porque al principio la discoteca siguió, entonces se mezclaron los sonidos
convirtiéndose en una bola, sobre la cual se escuchaba la voz de Ricardo gritando.

De pronto la discoteca se apagó. Fue como si estuviéramos en un auto empantanado que de pronto logra
zafar y sale acelerado hacia la ruta. No me importaba, nada me importaba, le pegaba a las cuerdas con
furia, quería que se rompieran, quena que me sangraran los dedos, expulsar esa cosa desconocida que
se me había metido en el cuerpo.

No sé qué sucedió, si fue que los demás se contagiaron, pero la banda sonó como nunca. No era lo que
tocábamos, sino cómo, había algo diferente, una fuerza nueva, un dolor, como si hubiéramos crecido de
golpe. En la pista todos miraban, pero esta vez parecían asombrados, como si lo que estaban escuchando
fuera completamente diferente que en la primera vuelta. Y tenían razón. Ya no éramos los mismos, yo
no era el mismo, Eliana tampoco.

Solo hicimos cuatro temas. Al terminar el último sentí un impulso, apagué el equipo y guardé la guitarra,
mientras Nico y Ricardo me miraban sorprendidos.

—¡Chau! ¡Hasta la próxima! —gritó Ricardo por el micrófono y escuché algunos aplausos. Quería irme
cuanto antes, no me bancaba tener que seguir en ese lugar.

—Loco, ¿qué te pasa? —Diego llegó apurado—. Estaban matando y cortan así...

No contesté y seguí caminando; miré en todas direcciones, necesitaba un lugar donde esconderme.
Llegué hasta el fondo de la sala y me detuve en un rincón que estaba a algunos metros de las mesas.
Había una especie de pizarrón enorme que habían colocado allí, uno que anunciaba las actividades del
club. Detrás del pizarrón había espacio, así que me metí ahí y me senté en el suelo. Tenía el estómago

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Pequeña ala Roy Berocay

revuelto, me sentía mal, bajé la cabeza y la apoyé encima de mis rodillas. Tenía ganas de vomitar. Lejos,
a miles de quilómetros de distancia, volvía a remar la música tropical.

—SEBASTIÁN.

Era una voz que me llegaba desde alguna parte.

—¡Sebastián!

Abrí los ojos y recién entonces me di cuenta de que me había quedado dormido. Era la cara de Leticia
que me miraba desde allá arriba. Ella se agachó.

—Eliana me contó —Leticia hablaba suave, suavemente—, No te preocupes —me acarició el


pelo.

Traté de sonreír, pero no me salió.

—Está todo bien —insistió Leticia y me abrazó. Sentí su cuerpo, su calor, su respiración.

Nos quedamos un rato así, sin hablar, sin hacer nada, sin movemos, hasta que ella se paró y me extendió
una mano.

—Tengo que volver. ¡Dale, vení conmigo!

—Después —le contesté.

El resto es un poco confuso. Recuerdo que después de que Leticia volviera a su fiestita, logré pararme y
llegar al baño. Allí abrí la canilla y me quedé un rato con la cabeza en la pileta. Sentía el frio, el casi dolor
del agua helada. Me sequé como pude, me tiré el pelo hacia atrás, respiré hondo y decidí volver a la
mesa.
Ricardo me contó que en mi ausencia Eliana se emborrachó y quiso pegarle con una silla a un gordito de
traje que la había tocado en el pasillo. Entonces hubo un tumulto y finalmente Ricardo le pegó un piñazo
al gordito y a otro que salió a defenderlo y el padre de Leticia tuvo que intervenir para evitar que todos
terminaran en la comisaria. Diego consiguió tres novias y todas prometieron escribirle o llamarlo si iban a
la ciudad. Equis tenía los ojos vidriosos y seguía sin hablar. Supe también que el padre de Leticia había
cumplido su palabra y nos había pagado: Nico se encargó de dividir la guita, mientras Diego gritaba que
éramos ricos y calculaba cuántas porciones de muzzarella podríamos comprar. También sucedió algo
más, algo que no sé si estuvo bien o mal. En uno de mis sucesivos viajes al baño, fui interceptado por
Leticia que me besó, sí, de una y delante de unas tías de no sé dónde que se quedaron horrorizadas. Fue
extraño. Una mezcla. Me hizo bien, pero me dolió. Zafé y me metí en el baño otro largo rato y ahí me
sentí como un estúpido, aunque me había gustado, y me sentí mal porque pensé que si Eliana se enteraba
y si volvía, nunca más me iba a hablar. Pero creo que ella no se dio cuenta, porque estaba peor que yo,
tirada en un sillón en el hall del club.

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Pequeña ala Roy Berocay

Y ASÍ FUE TODO ESA NOCHE. No sé cómo hicimos para cargar las cosas y subir al camión. Después
Pedro se perdió y pasamos horas andando por caminos de tierra, cruzando campos tapados de escarcha.
Me dolía la garganta, la cabeza y temblaba. Pensé que tenía fiebre. Las mantas podridas apenas si nos
cubrían a todos y largaban una pelusa horrible; tenía lana en la boca y en la nariz y muchas ganas de
estornudar. Pero en lo único en que podía pensar era en Eliana. Ella iba adelante, cómoda, calentita, con
la calefacción y todo. Eran pensamientos idiotas, casi como si estuviera vengándome de ella. Pero sabía
que no era su culpa y que ella se sentía igual o peor que yo.

Era mejor pensar para adelante. Estaba seguro de que encontraríamos otro batero, que seguiríamos
ensayando y tocando y que no nos íbamos a dar por vencidos tan fácilmente. Por momentos en San
Benito habíamos logrado algo, aunque no sé si a alguien más le importaba. Por algunos instantes
logramos ser un grupo poderoso de verdad y eso no me lo podría quitar nadie, jamás.

De pronto Diego se arrastró y observó por debajo de la lona.

—¡La carretera! —exclamó—. ¡Estamos salvados, veo casas! —gritó tirándose encima de Equis.
Todavía tenía ganas de hacer bromas.

El camión aminoró la marcha. De pronto dobló y se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Equis tratando de apartar a Diego.

—No sé —me levanté y corrí la lona.

—¡Vamos, a bajarse! —asomó de pronto la cara cansada y sonriente de Pedro.

Estábamos estacionados frente a un parador. Torpemente bajamos de a uno, sintiendo el aire congelado
que atravesaba las camperas. Nos miramos. Parecíamos escapados de un manicomio: despeinados, las
caras chorreadas de maquillaje, la ropa llena de pelusa. Empezamos a caminar hacia el paraíso: la
promesa de un café con leche, bien pero bien caliente.

En ese momento, como salido de una visión, estacionó un ómnibus; uno de esos nuevitos, de tamaño
mediano, asientos reclinables, calefacción, todos los chiches. Por las ventanillas vi gente recostada en
sus asientos; otros se levantaban y se desperezaban. La puerta del ómnibus se abrió y la gente comenzó
a bajar. Eran tipos, todos vestidos iguales, todos con el mismo corte de pelo, súper prolijito, bien corto
delante, bien largo atrás. Con ellos bajaron unas mujeres, rubias teñidas, maquilladas hasta las muelas,
de polleras cortísimas y medias negras. Se los veía contentos, descansados. Nos miraron como si
fuéramos un grupo de mendigos y entraron al parador.

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Pequeña ala Roy Berocay

Me quedé ahí, observando el ómnibus y después seguí a los demás. En silencio, más adelante, con las
manos en los bolsillos, caminaba Eliana. Me apuré y la alcancé. Le pasé el brazo por los hombros y nos
quedamos un momento así, sintiéndonos, aterrándonos a una sensación poderosa. Entonces miré hacia
el estacionamiento. Vi nuestro viejo camión y a su costado el ómnibus de superrecontralujo.

—¡Miren! —grité—. ¡Miren! —insistí soltando a Eliana. Me puse a saltar mientras señalaba el frente del
ómnibus.

Todos vieron lo mismo que yo: el cartel, pintado con gruesas y prolijas letras rojas en la trompa del
ómnibus decía: “Conjunto Mundo Tropical".

Eliana y yo nos reímos. Era la historia de siempre: los ricos y los pobres, los populares y los marginales.
Fue en ese momento, como si acabara de bajar una luz desde el más allá, que vi todo con claridad.

Entonces supe cuál sería mi camino y que no era solo una cuestión que se me iba a curar con el tiempo,
como le pasó a mi viejo. Ahí, en ese momento, supe que iba a seguir. Ese descubrimiento y un nuevo
abrazo de Eliana me hicieron sentir mejor. No sabía qué pasaría con Nico, ni con Ricardo. A lo mejor
ellos crecían, estudiaban, conseguían empleo, engordaban, se quedaban pelados y se olvidaban de todo.
Capaz que seguíamos juntos todo el camino. En una de esas Eliana volvía y seguía con nosotros o se
quedaba allá, con el viejo, se casaba, tenía hijos llamados Johnny o Karen y se convertía solo en un
recuerdo. No lo sabía, pero por debajo de la tristeza estaba descubriendo también una pequeña alegría:
saber quién era yo y qué iba a hacer.

Minutos después, sentados a la mesa con Ricardo, Nico, Diego, Equis y Pedro tragándose sus medialunas
de jamón y queso, con Eliana colocando sus manos alrededor del vaso de capuchino para calentarse,
supe que mi futuro estaba ahí, adelante. Esperándome.

En la serie espejo de urania de tu biblioteca de aula encontrarás: Teatro


y obras corlas para representar

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Big Bang La cibernética

La ley de Herodes Cuentos de humor

Las vocales malditas Las metamorfosis del español

Literatura y lotería Geometría y el mundo

El haragán y el zopilote. Comedia tzotzil Historia de la arquitectura

Dedos en la nuca Bibiana y su mundo

La bruja de abril y otros cuentos Las aventuras de Huckleberry Finn

La vuelta al mundo en 80 días ¿Qué onda con el sida?

Cuentos mexicanos Cuentos latinoamericanos

Cuentos clásicos juveniles En días de muertos

Las mil caías del diablo El hombre que calculaba

El universo de la química Travesía por México

La energía

Pequeña ala se imprimió por


encargo de la
Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos
en los talleres de Editorial Offset, con domicilio
en Durazno 1, Col. San José de las Peritas,
Xochimilco, 16010. México, D. F., en
el mes de diciembre de 2003.

El tiraje fue de 65 000 ejemplares más sobrantes


para reposición.

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