de escuela, es decir, desempeñando un cargo público, no quería
empañar la limpieza de mi nombre con la dudosa fama que en aquella época caía como un sambenito casi deshonroso sobre toda mujer literata».13 La base «científica» para esta oposición al estudio la proporcionaba el filósofo positivista Auguste Comte y amparándose en él se alega que la función fisiológica de la mujer es parir y criar a los hijos. De nuevo Jagoe: «Surgieron dos argumentos: el de los frenólogos, que sostenían que las zonas cerebrales relacionadas con la inteligencia y la creatividad estaban más desarrolladas en el hombre y las de la afectividad en la mujer; y el de los craneólogos, que creían que dado el tamaño de la masa encefálica de la mujer era menor que el del hombre, era menos inteligente que él». Estos y otros argumentos barajará un médico alemán llamado Paul Julius Moebius,14 de amplio predicamento. Amparándose en las teorías evolucionistas que dominaban la época, deduce que el esfuerzo mental desarrollado por la mujer estudiosa y que la conduce a un proceso de masculinización es un factor hereditario. Es decir, que sus hijos heredarán esa carga masculina que, a la larga, puede ser responsable de la extinción de la especie. Y éstos son, muy sintéticamente expuestos, los argumentos que centran el discurso misógino en el XIX.15 Sin embargo, la sección se extiende con citas que corresponden a obras del siglo XX, porque a lo largo de este último se prolongan, perviviendo, muchos de los argumentos y juicios empleados en el siglo XIX. Con la retracción de los derechos de la mujer sufrida en el franquismo retorna un discurso socialmente maniqueo y de sometimiento al varón que se confunde con el empleado en épocas anteriores.