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Opinión.

Los riesgos de una


memoria incompleta
Tzvetan Todorov El País

8 de diciembre de 2010

Uno de los intelectuales más lúcidos y respetados de la actualidad, el semiólogo y


filósofo francés de origen búlgaro Tzvetan Todorov, experto en analizar la memoria
después del horror, visitó la Argentina hace unas semanas y refuta en este artículo el
relato que hace el Gobierno sobre víctimas y victimarios de los años setenta.

PARIS.- El mes pasado fui por primera vez a Buenos Aires, donde permanecí
una semana. Mis impresiones del país son forzosamente superficiales. Aun así,
voy a arriesgarme a transcribirlas aquí, pues sé que, a veces, al contemplar un
paisaje desde lejos divisamos cosas que a los habitantes del lugar se les escapan:
es el privilegio efímero del visitante extranjero.

He escrito en varias ocasiones sobre las cuestiones que suscita la memoria de


acontecimientos públicos traumatizantes: la Segunda Guerra Mundial,
regímenes totalitarios, campos de concentración... Esta es, sin duda, la razón
por la que me invitaron a visitar varios lugares vinculados con la historia
reciente de la Argentina. Así, pues, estuve en la ESMA (Escuela de Mecánica de
la Armada), un cuartel que, durante los años de la última dictadura militar
(1976-1983), fue transformado en centro de detención y tortura. Alrededor de
5000 personas pasaron por este lugar, el más importante en su género, pero no
el único: el número total de víctimas no se conoce con precisión, pero se estima
en unas 30.000. También fui al Parque de la Memoria, a orillas del Río de la
Plata, donde se ha erigido una larga estela destinada a portar los nombres de
todas las víctimas de la represión (unas 10.000, por ahora). La estela representa
una enorme herida que nunca se cierra.

El término "terrorismo de Estado", empleado para designar el proceso que


conmemoran estos lugares, es muy apropiado. Las personas detenidas eran
maltratadas en ausencia de todo marco legal. Primero, las sometían a torturas
destinadas a arrancarles informaciones que permitieran otros arrestos. A los
detenidos, les colocaban una capucha en la cabeza para impedirles ver y oír; o,
por el contrario, los mantenían en una sala con una luz cegadora y una música
ensordecedora. Luego, eran ejecutados sin juicio: a menudo narcotizados y
arrojados al río desde un helicóptero; así es como se convertían en
"desaparecidos". Un crimen específico de la dictadura argentina fue el robo de
niños: las mujeres embarazadas detenidas eran custodiadas hasta que nacían
sus hijos; luego, sufrían la misma suerte que el resto de los presos. En cuanto a
los niños, eran entregados en adopción a las familias de los militares o a las de
sus amigos. El drama de estos niños, hoy adultos, cuyos padres adoptivos son
indirectamente responsables de la muerte de sus padres biológicos, es
particularmente conmovedor.
En el catálogo institucional del Parque de la Memoria, publicado hace algunos
meses, se puede leer: "Indudablemente, hoy la Argentina es un país ejemplar en
relación con la búsqueda de la Memoria, Verdad y Justicia". Pese a la emoción
experimentada ante las huellas de la violencia pasada, no consigo suscribir esta
afirmación.

En ninguno de los dos lugares que visité vi el menor signo que remitiese al
contexto en el cual, en 1976, se instauró la dictadura, ni a lo que la precedió y la
siguió. Ahora bien, como todos sabemos, el período 1973-1976 fue el de las
tensiones extremas que condujeron al país al borde de la guerra civil. Los
Montoneros y otros grupos de extrema izquierda organizaban asesinatos de
personalidades políticas y militares, que a veces incluían a toda su familia,
tomaban rehenes con el fin de obtener un rescate, volaban edificios públicos y
atracaban bancos. Tras la instauración de la dictadura, obedeciendo a sus
dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero, esos mismos grupúsculos
pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha armada. Tampoco se puede
silenciar la ideología que inspiraba a esta guerrilla de extrema izquierda y al
régimen que tanto anhelaba.

Como fue vencida y eliminada, no se pueden calibrar las consecuencias que


hubiera tenido su victoria. Pero, a título de comparación, podemos recordar
que, más o menos en el mismo momento (entre 1975 y 1979), una guerrilla de
extrema izquierda se hizo con el poder en Camboya. El genocidio que
desencadenó causó la muerte de alrededor de un millón y medio de personas, el
25% de la población del país. Las víctimas de la represión del terrorismo de
Estado en Argentina, demasiado numerosas, representan el 0,01% de la
población.

Claro está que no se puede asimilar a las víctimas reales con las víctimas
potenciales. Tampoco estoy sugiriendo que la violencia de la guerrilla sea
equiparable a la de la dictadura. No sólo las cifras son, una vez más,
desproporcionadas, sino que además los crímenes de la dictadura son
particularmente graves por el hecho de ser promovidos por el aparato del
Estado, garante teórico de la legalidad. No sólo destruyen las vidas de los
individuos, sino las mismas bases de la vida común. Sin embargo, no deja de ser
cierto que un terrorismo revolucionario precedió y convivió al principio con el
terrorismo de Estado, y que no se puede comprender el uno sin el otro.

En su introducción, el catálogo del Parque de la Memoria define así la ambición


de este lugar: "Sólo de esta manera se puede realmente entender la tragedia de
hombres y mujeres y el papel que cada uno tuvo en la historia". Pero no se
puede comprender el destino de esas personas sin saber por qué ideal
combatían ni de qué medios se servían. El visitante ignora todo lo relativo a su
vida anterior a la detención: han sido reducidas al papel de víctimas meramente
pasivas que nunca tuvieron voluntad propia ni llevaron a cabo ningún acto. Se
nos ofrece la oportunidad de compararlas, no de comprenderlas. Sin embargo,
su tragedia va más allá de la derrota y la muerte: luchaban en nombre de una
ideología que, si hubiera salido victoriosa, probablemente habría provocado
tantas víctimas, si no más, como sus enemigos. En todo caso, en su mayoría,
eran combatientes que sabían que asumían ciertos riesgos.
La manera de presentar el pasado en estos lugares seguramente ilustra la
memoria de uno de los actores del drama, el grupo de los reprimidos; pero no se
puede decir que defienda eficazmente la Verdad, ya que omite parcelas enteras
de la Historia. En cuanto a la Justicia, si entendemos por tal un juicio que no se
limita a los tribunales, sino que atañe a nuestras vidas, sigue siendo imperfecta:
el juicio equitativo es aquel que tiene en cuenta el contexto en el que se produce
un acontecimiento, sus antecedentes y sus consecuencias. En este caso, la
represión ejercida por la dictadura se nos presenta aislada del resto.

La cuestión que me preocupa no tiene que ver con la evaluación de las dos
ideologías que se enfrentaron y siguen teniendo sus partidarios; es la de la
comprensión histórica. Pues una sociedad necesita conocer la Historia, no
solamente tener memoria. La memoria colectiva es subjetiva: refleja las
vivencias de uno de los grupos constitutivos de la sociedad; por eso puede ser
utilizada por ese grupo como un medio para adquirir o reforzar una posición
política. Por su parte, la Historia no se hace con un objetivo político (o si no, es
una mala Historia), sino con la verdad y la justicia como únicos imperativos.
Aspira a la objetividad y establece los hechos con precisión; para los juicios que
formula, se basa en la intersubjetividad, en otras palabras, intenta tener en
cuenta la pluralidad de puntos de vista que se expresan en el seno de una
sociedad.

La Historia nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en la que a menudo nos


encierra la memoria: la división de la humanidad en dos compartimentos
estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables. Si no
conseguimos acceder a la Historia, ¿cómo podría verse coronado por el éxito el
llamamiento al "¡Nunca más!"? Cuando uno atribuye todos los errores a los
otros y se cree irreprochable, está preparando el retorno de la violencia,
revestida de un vocabulario nuevo, adaptada a unas circunstancias inéditas.
Comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué nos parecemos a
él. No hay que olvidar que la inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron
cometidos en nombre del bien, la justicia y la felicidad para todos. Las causas
nobles no disculpan los actos innobles.

En la Argentina, varios libros debaten sobre estas cuestiones; varios encuentros


han tenido lugar también entre hijos o padres de las víctimas de uno u otro
terrorismo. Su impacto global sobre la sociedad es a menudo limitado, pues, por
el momento, el debate está sometido a las estrategias de los partidos. Sería más
conveniente que quedara en manos de la sociedad civil y que aquellos cuya
palabra tiene algún prestigio, hombres y mujeres de la política, antiguos
militantes de una u otra causa, sabios y escritores reconocidos, contribuyan al
advenimiento de una visión más exacta y más compleja del pasado común.

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