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8 de diciembre de 2010
PARIS.- El mes pasado fui por primera vez a Buenos Aires, donde permanecí
una semana. Mis impresiones del país son forzosamente superficiales. Aun así,
voy a arriesgarme a transcribirlas aquí, pues sé que, a veces, al contemplar un
paisaje desde lejos divisamos cosas que a los habitantes del lugar se les escapan:
es el privilegio efímero del visitante extranjero.
En ninguno de los dos lugares que visité vi el menor signo que remitiese al
contexto en el cual, en 1976, se instauró la dictadura, ni a lo que la precedió y la
siguió. Ahora bien, como todos sabemos, el período 1973-1976 fue el de las
tensiones extremas que condujeron al país al borde de la guerra civil. Los
Montoneros y otros grupos de extrema izquierda organizaban asesinatos de
personalidades políticas y militares, que a veces incluían a toda su familia,
tomaban rehenes con el fin de obtener un rescate, volaban edificios públicos y
atracaban bancos. Tras la instauración de la dictadura, obedeciendo a sus
dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero, esos mismos grupúsculos
pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha armada. Tampoco se puede
silenciar la ideología que inspiraba a esta guerrilla de extrema izquierda y al
régimen que tanto anhelaba.
Claro está que no se puede asimilar a las víctimas reales con las víctimas
potenciales. Tampoco estoy sugiriendo que la violencia de la guerrilla sea
equiparable a la de la dictadura. No sólo las cifras son, una vez más,
desproporcionadas, sino que además los crímenes de la dictadura son
particularmente graves por el hecho de ser promovidos por el aparato del
Estado, garante teórico de la legalidad. No sólo destruyen las vidas de los
individuos, sino las mismas bases de la vida común. Sin embargo, no deja de ser
cierto que un terrorismo revolucionario precedió y convivió al principio con el
terrorismo de Estado, y que no se puede comprender el uno sin el otro.
La cuestión que me preocupa no tiene que ver con la evaluación de las dos
ideologías que se enfrentaron y siguen teniendo sus partidarios; es la de la
comprensión histórica. Pues una sociedad necesita conocer la Historia, no
solamente tener memoria. La memoria colectiva es subjetiva: refleja las
vivencias de uno de los grupos constitutivos de la sociedad; por eso puede ser
utilizada por ese grupo como un medio para adquirir o reforzar una posición
política. Por su parte, la Historia no se hace con un objetivo político (o si no, es
una mala Historia), sino con la verdad y la justicia como únicos imperativos.
Aspira a la objetividad y establece los hechos con precisión; para los juicios que
formula, se basa en la intersubjetividad, en otras palabras, intenta tener en
cuenta la pluralidad de puntos de vista que se expresan en el seno de una
sociedad.