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Cuadernos Políticos, número 48, México D.F., ed. Era, octubre-diciembre, 1986, pp. 5-32.

Alan Knight
La revolución mexicana:
¿burguesa, nacionalista,
o simplemente “gran rebelión”?
¿Qué clase de revolución fue la Revolución Mexicana? La naturaleza de la pregunta es tal que
cualquier respuesta —especialmente una respuesta breve como la presente— debe ser tentativa:
pues involucra no sólo consideraciones acerca de un amplio y complejo proceso histórico (sobre
el cual puede haber grandes desacuerdos empíricos), sino también la aplicación de teorías o
conceptos de organización apropiados (sobre los que los supuestos a priori pueden diferir
radicalmente). Por supuesto, los argumentos históricos nunca son del todo empíricos, y siempre
dependen de la aplicación de teorías/conceptos/“leyes” exógenas: los modelos teóricos (el
marxismo, la modernización o la teoría de la dependencia), las leyes hempelianas o —leyes que
se imponen por su altisonancia— las máximas del “sentido común”. En lo que concierne a
algunas cuestiones históricas, se pasa por alto la “teoría exógena”: los hechos hablan por sí
mismos. Pero éstos son más extraños de lo que comúnmente se piensa. Muchas cuestiones,
especialmente cuestiones importantes, requieren de algún significado teórico, conceptual o
comparativo. Los historiadores —y algunos más— que rechazan cualquier acercamiento de esta
naturaleza (ya sea tácitamente o, en el caso de Richard Cobb, en términos un tanto agresivios),1 se
perjudican por doble partida: a] excluyen una amplia y legítima gama de indagación histórica y b]
se engañan a sí mismos, en la medida en que la alardeada ausencia de
teoría/conceptos/comparaciones “impuestos” y “extraños”, abren la puerta hacia la oscuridad, la
arbitrariedad y el uso disfrazado del “sentido común”.
Algunos historiadores de la Revolución Mexicana van en esta dirección. Otros, y esto es algo a
su favor, introducen teorías y conceptos generales: pero muy a menudo lo hacen de una manera
dudosa. Un espectáculo triste y común es el del historiador narrativo que (por lo general en un
breve prefacio o conclusión) se aferra instintivamente a un salvavidas marxista que, totalmente
inadecuado para tal propósito, se desinfla con rapidez para dejar a la víctima librada a sus propios
medios. En su reciente libro La gran rebelión, que aparece en otra serie más de “Las
Revoluciones en el Mundo Moderno”, Ramón Ruiz afirma que México no sufrió una revolución
sino una “gran rebelión”. Este llamativo argumento (¿qué habrá opinado el editor de la serie?) se
deriva del modelo que Ruiz tiene de la revolución del siglo XX, la que —como en Rusia, China o

1 Richard Cobb (1972), The Police and the People: French Popular Protest, 1789-1820 (Oxford), pp. XVII-XIX.
Cuba— debe lograr “una transformación de la estructura básica de la sociedad", cambiando
radicalmente “la estructura de clase y los patrones de riqueza y de distribución de las ganancias”,
y además “modificando la naturaleza de la dependencia económica del país respecto al mundo
exterior”.2 De esta manera, 1917 nos proporciona una medida y, comparados con los
bolcheviques, los “revolucionarios” mexicanos son un grupo apocado; meros “rebeldes”:
“comparado con los niveles de Lenin y sus discípulos [...] [Zapata] queda lamentablemente lejos
de ser un revolucionario”.3 Debemos notar para uso posterior, que de buena gana Ruiz otorga a la
Revolución francesa el estatus de “revolucionaria”; y reconoce una vaga afinidad entre la
Revolución francesa y la mexicana --en que esta última “se remonta” a la primera. Pero mientras
que en Francia la revolución “dio fin al Antiguo Régimen y lo remplazó con un Estado capitalista
manejado por la burguesía”, México no experimentó una transformación tan dramática; en el
mejor de los casos se trató de una rebelión, o de una forma de “protesta burguesa”, que sólo podía
"perfeccionar y actualizar" un capitalismo preexistente.4 Para 1910 la única revolución
propiamente dicha merecedora de ese nombre era una revolución socialista. La agenda histórica
—el transcurrir del “tiempo del mundo”, para utilizar un término de moda hizo que esto fuera
inevitable.5
De esta manera el salvavidas de Ruiz se desinfla y lo arrastra hasta el fondo. Otros se aferran
con fuerza y se les puede ver por algún tiempo dando manotazos en el agua. James Cockcroft, por
ejemplo, está convencido de la naturaleza capitalista de la sociedad porfiriana y, por lo tanto,
acoge con agrado la teoría general de Frank acerca de la omnipresencia del capitalismo en
América Latina a partir de la Conquista.6 La definición que Cockcroft da del capitalismo, como la
de Frank, acentúa las relaciones de intercambio más que las de producción; de manera inversa, ve
el feudalismo como una forma de “economía cerrada”, de un modo radicalmente diferente al de
Kula o Banjai.7 Pero si la economía de mercado y monetaria son primordiales, Cockcroft también
señala que el crecimiento está acompañado por un “desarrollo correspondiente del trabajo
asalariado” que él afirma como un hecho empírico en la sociedad proletaria: el 80% de las
fuerzas de trabajo estaban conformadas por el proletariado agrícola.8 Así, la economía mexicana
era innegablemente capitalista, antes, durante y después de la Revolución. Entonces, ¿qué es lo
que logró la Revolución? “Apenas logró derrocar a Podirio Díaz y modificar parte de la ideología

2 Ramón Eduardo Ruiz (1900), The Great Rebellion Mexico, 1905-1924 (Nueva York), pp. 3-4. [Hay ed. cast: Ed.
Era.]

3 Ibid., p. 8.

4 Ibid., pp. 4, 7, 409-10.


5 Theda Skocpol (1980), States and Revolutions. A Comparative Analisis of France, Russia and China (Cambridge),
p. 23; retomado por Walter L. Go1ldfrank (1979), “Theories of Revolution and Revolution without Theory”, Theory
and Societr 7: 135-65.

6 James D. Cockcroft (1976), lntellectual Precursors o/ the Mexican Revolution, 1900-1913 Austin y Londres), pp.
xiv-v, 6, 14, 29-30, 34. [Ed. cast.: Siglo XXI]

7 Ibid., p. 29; compárese con Witold Kula (1976), An Economic Theory of the Feudal System: Towards a Model of
the Polish Economy. 1500-1800 (Londres); J. Banjai (1977), “Modes of Production in a Materialist Conception of
History”, Capital and Class 3; 1-44, y especialmente pp. 18-27.

8 Cockcroft, lntellectual Precursors, pp. 29-30.


de cambio social.”9 No hubo “cambios radicales en la estructura de clases ni en las relaciones de
poder entre ellas". Sin embargo, la Revolución sí fue el producto de un conflicto de clases: de la
“explosiva confrontación entre proletarios y capitalistas”. Fue, en efecto, una revolución
proletario/socialista fallida, que desafió, pero no pudo vencer, a un orden burgués establecido, y
que ha dejado como herencia un “intenso conflicto de clases”. La tarea del historiador (radical)
consiste entonces en subrayar el papel del Movimiento Precursor (especialmente el Partido
Liberal Mexicano) y asimilarlo a una tradición, ininterrumpida de protesta revolucionaria que va
de Flores Magón hasta Zapata y el Sindicato Petrolero de los años treinta, hasta Lucio Cabañas.
La tesis de la revolución interrumpida de Adolfo Gilly es sustancialmente la misma.10 Aunque
esta interpretación tiene el mérito de enfatizar el papel central de las fuerzas populares —y de
verlas actuar de manera independiente, no como el “material inerte moldeado por la voluntad de
unos cuantos líderes”— es poco crítica y a menudo romántica en su representación de estas
fuerzas.11 Diferencias y antagonismos mayores se vuelven borrosos a medida que los grupos se
amontonan bajo la rúbrica revolucionaria; el papel de los actores históricos, como el PLM, y las
fuerzas históricas, como el “antimperialismo”, se exageran enormemente; por eso es posible
trazar un guión histórico reconstituido que sirve para argüir asuntos contemporáneos. 12 Ante todo,
esta interpretación debe acentuar el carácter fallido —o “interrumpido”— de la Revolución. La
Revolución es importante no por lo que hizo, sino por lo que no hizo (no estableció el
socialismo); o por lo que, en un tiempo futuro, después de una larga “interrupción”, podría hacer
todavía.
Ruiz, Cockcroft y Gilly rechazan la noción de 1910 como una revolución burguesa (Gilly
repudia enfáticamente esto por considerarlo una herejía “centro-socialista y pequeñoburguesa”).13
Ruiz y Cockcroft lo hacen porque a] conciben al antiguo régimen como capitalista de todas
maneras; y b] porque se adhieren a una noción exigente, simplista, pero común de “revolución”.
Para ellos, como para Theda Skocpol en su reciente y algo inflado estudio comparativo, las
revoluciones son “transformaciones rápidas y básicas del Estado y de las estructuras sociales de
una sociedad, acompañadas y en parte llevadas a cabo por una revuelta de base clasista surgida de
abajo”; para pertenecer a este selecto grupo pues, como Skocpol reconoce, estos grupos son
“ocurrencias relativamente extrañas en la historia del mundo moderno”, una revolución que
aspire a serlo debe incluir “exitosas transformaciones sociopolíticas: un cambio verdadero del
Estado y de la estructura de clases” (las cursivas son de ella).14 Ruiz y Cockcroft son aún más
exigentes (por este motivo, Skocpol está dispuesta a concederle a la Revolución Mexicana el
estatus de revolucionaria; veremos por qué en un momento). Para ellos, sólo puede haber

9 Ibid., p. xvi.

10 Ibid., pp. xvi-xvii; Adolfo Gilly (1971), La revolución interrumpida, México 1910-1920: una guerra campesino
por la tierra y el poder (México); y Donald Hodges y Ross Gandy (1983). México 1910-1982: Reform and
Revolution (Londres); para un favorable comentario sobre Gilly, véase p. 83.

11 Gilly, p.386.

12 Ibid., pp. 43, 226-27; Hodges y Gandy, pp. 180-81; Armando Bartra (1983), “La revolución mexicana de 1910 en
la perspectiva del Magonismo”, en Adolfo Gilly, et al., Interpretaciones de la Revolución Mexicana (México), pp.
91-108.

13 Gllly, pp. 387-88.

14 Skocpol, pp. 4-5.


revoluciones “burguesas” y “socialistas”, y aquéllas se excluyen tanto por razones empíricas
como por razones teóricas. Implícita en su teoría está una noción equivocada de lo que es una
revolución “burguesa”. Ruiz, ya lo hemos notado, acepta 1789 como una revolución burguesa.
Pero los historiadores ya no creen que 1789 (esto es, que el proceso de cambio iniciado en 1789 y
continuado hasta, digamos, 1815) destruyera el “feudalismo” e instalara el “capitalismo”. Con
respecto a las relaciones sociales y de propiedad, la Revolución francesa ni expropió clases
enteras, ni perturbó el patrón de la tenencia de la tierra anterior a 1789; “la transferencia de la
propiedad causada por la Revolución fue [...] mucho menos radical que la efectuada por los
levantamientos sociales de este siglo”.15 Tampoco parece que los campesinos franceses del siglo
XIX —los supuestos beneficiarios del cambio revolucionario— vivieran mucho mejor que sus
padres y sus abuelos.16 El paralelo con México, evidente en estas conclusiones, se refuerza si se
incluyen los cambios políticos, y tengo en mente el agudo análisis de Tocqueville: “la Revolución
tuvo [...] dos fases diferentes: una en la que el único objetivo [...] parecía ser acabar de cuajo con
el pasado; y otra en el que se intentó salvar fragmentos del naufragio del viejo orden”; como
resultado de ello, emergió “un gobierno más fuerte y mucho más autocrático que el que la
Revolución había derrocado”.17
Por lo tanto, Ruiz es poco coherente al otorgar a la Revolución francesa el estatus de
“revolucionaria” que le niega a la mexicana. De un modo más general, es antihistórico y
teóricamente embrutecedor esperar que la Revolución Mexicana —o cualquier otra revolución,
especialmente una revolución burguesa, “tocquevilleana”— lograra cambios profundos en las
relaciones sociales (o, más específicamente, en las relaciones de producción), en un plazo
relativamente corto, a través de violentas medidas políticas. Aun las revoluciones leninistas,
socialistas, son procesos más que acontecimientos discontinuos (esto es, son procesos iniciados e
interrumpidos por eventos sobresalientes; la Revolución china es, en este respecto, un ejemplo
mejor aún que la rusa). Y, en comparación, las revoluciones burguesas son asuntos lentos. Por
eso la imagen de Enrique Semo de ondas de revolución burguesa sucesivas —1810, 1854, 1910
— resulta más convincente, realista e históricamente más fiel.18 Aquí, la revolución en las
relaciones de producción es materia para la longue durée, pero está puntuada y decisivamente
acelerada por acontecimientos políticos y conflictos sociales. El paralelismo con Francia —1789,
1830, 1848— es evidente.19 Los historiadores no deberían buscar el golpe único, el nocaut
revolucionario, sino la acumulación de golpes que despachan el viejo orden social; deberían
evaluar su impacto individual y sus relaciones secuenciales. Esto, en el espacio permitido, es lo
que intentaré llevar a cabo.
Cualquier ejercicio de esta naturaleza, sin embargo, corre el riesgo de caer en aquello en que
gran parte de los análisis marxistas/marxizantes —no sólo aquellos que se ocupan de la

15 Norman Hampson (1976), A Social History of the French Revolution (Londres), pp. 251, 254; Roger Price (1981),
An Economic History of Modem France, 1730-1914 (Londres), pp. 68, 83-84, alega que los cambios decisivos en el
desarrollo socioeconómico francés se dieron a finales del siglo XIX, con el desarrollo de los ferrocarriles.

16 Algunos —los “grandes kulaks”— lo eran; la mayoría probablemente no. Véase Roger Magraw (1986), France
1815-1914: The Bourgeois Century (Londres), pp. 106-13.

17 Alexis de Tocqueville (1964), L'Ancien Régime (Oxford), pp. 4-5.

18 Enrique Semo (1978), Historia Mexicana: economía y lucha de clases (México), p. 299.

19 Ibid., pp. 284-300.


Revolución Mexicana— ha incurrido: un descenso hacia algún tipo de funcionalismo marxista.20
Algunos autores, conscientes de las complejidades del registro histórico, y que con razón
rechazan una transición tosca e instantánea de lo “feudal” a lo “burgués”, han logrado multiplicar
ingeniosamente sus conceptos explicatorios, produciendo híbridos grotescos como el porfiriato
feudocapitalista21 de Manuel Aguilar Mora. Juan Felipe Leal ha construido toda una cronología
funcionalista del ancien régime: creación de un Estado capitalista (ca. 1854); hegemonía de la
fracción terrateniente-liberal, bajo una forma parlamentaria (1867-76); crisis hegemónica
(1876-80) ; en 1880, recomposición del bloque de poder, hegemonía de la fracción imperialista
de la burguesía, dictadura ejecutiva de la burguesía; 1890, irrupción de los industriales burgueses
mexicanos, “transformación y diversificación de los terratenientes”, y “nuevos componentes del
bloque de poder”; 1908, “expulsión de un sector de los terratenientes del bloque de poder”. 22
Gran parte de esto está abierto no sólo a un cuestionamiento empírico —sobre todo, con base en
que se ve una ruptura donde hay continuidad, y que se hacen atribuciones políticas bastante
erróneas, por ejemplo, la supuesta forma “parlamentaria” de 1867-76—23 sino que teóricamente
también resulta dudoso, en el sentido de que se apropia de la historia política “burguesa”
convencional —a menudo muy convencional— y después la inviste de un supuesto contenido y
una supuesta significación de clase. Los periodos presidenciales se reducen mecánicamente a
clases o fracciones de clases; los cambios en la superestructura se atribuyen a profundos
movimientos sísmicos de abajo. Aunque puede haber precedentes en tales análisis entre los
clásicos del marxismo, como por ejemplo en La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850 de
Marx, éstos no constituyen las autoridades teóricas de más relevancia. Sin embargo, este
acercamiento —a través del cual las atribuciones de clase se deducen de la narrativa política
convencional— es demasiado común; como, por ejemplo, lo sugieren el trabajo y la influencia de
Nicos Poulantzas. “En lugar de teorías basadas en el análisis de la acumulación y la lucha de
clases”, se ha señalado, los exponentes de este acercamiento “utilizan los conceptos políticos de
Poulantzas —‘bloque de poder’, ‘hegemonía’, ‘clase gobernante’, etcétera— como casilleros que
pueden rellenarse con los conceptos relevantes de un análisis político de la estructura de clases de
cualquier Estado”.24 También son usuales análisis similares de la Revolución, en que facciones
políticas como el villismo y el carrancismo se reducen a clases o a fracciones de clase, por lo
general con base en obiter dicta ideológicos y/o una débil prosopografía; ya he ofrecido críticas
de este enfoque en otra parte.25
Dos variantes en particular de esta interpretación de la “fracción de clase” de la revolución
merecen ser examinadas más atentamente. Primero, existe una moda de explicaciones

20 Aidan Foster-Carter (1978), “The Modes of Production Controversy”, New Left Review, 107; 44-77.

21 Manuel Aguilar Mora, “Estado y revolución en el proceso mexicano”, en Gilly et al., Interpretaciones de la
Revolución Mexicana, p. 110.

22 Juan Felipe Leal (1973-74), “El Estado y el bloque de poder en México: 1867-1914”, Historia Mexicana 23;
700-21.

23 Compárese con Laurens Ballard Perry (1978), Juarez and Diaz: Machine Politics in Mexico (DeKalb).

24 John Holloway and Sol Picciotto (eds.) (1978), State and Capital: A Marxist Debate (Londres), p. 9.

25 Alan Knight (1900), “Peasant and Caudillo in the Mexican Revolution”, en D. A. Brading (ed.), Caudillo and
Peasant in the Mexican Revolution (Cambridge), pp. 39-58.
bonapartistas (que, de nuevo, exhibe la influencia de Poulantzas y de su escuela). 26 Según este
análisis, la Revolución estableció un régimen bonapartista en el que el estancamiento de las
fuerzas de clase permitió que el liderazgo revolucionario —el “caudillismo revolucionario” de los
sonorenses— asumiera el control político, relativamente autónomo de la fuerza de clases
(aunque, en última instancia, en el interés de la burguesía). 27 De nuevo, existen grandes
problemas, teóricos y empíricos. La formulación original que Marx hizo del bonapartismo es, en
sí, confusa. La burguesía, que en un momento gobierna “de manera absoluta”, entrega después el
poder a Luis Napoleón, y “todas las clases, igualmente impotentes e igualmente mudas caen de
rodillas ante la culata del rifle”; el Estado no sólo es “relativamente autónomo”, sino que parece
“completamente independiente”.28 Pero, al mismo tiempo, “el poder del Estado no está
suspendido en el aire. Bonaparte representa a una clase [...] la de los pequeños campesinos
propietarios”.29 Previamente debemos notar que es el lumpenproletariado “la escoria, la basura
[y] los rechazados de todas clases” el que previamente constituye “la única clase sobre la que se
puede basar incondicionahnente".30 Y, en el poder, Bonaparte se ve “obligado a crear una casta
artificial”, esto es, la burocracia, que “junto con las verdaderas clases de la sociedad" sostiene su
régimen.31 Finalmente —como lo enfatizan quienes proponen esta teoría—, el bonapartismo
sostiene fundamentalmente al capitalismo burgués; Bonaparte “siente que su misión es
salvaguardar ‘el orden burgués'’”.32 Bullicioso y polémico, repleto de paradojas y epigramas, El
Dieciocho Brumario de Marx difícilmente es una pieza de teorización rigurosa. Pero ha formado
la base de todo un paisaje de construcciones teóricas; el bonapartismo, el cesarismo, el
“excepcional” y “relativamente autónomo”. Estado capitalista, las interpretaciones del fascismo
en Europa y del populismo en América Latina (para algunos, bonapartismo y populismo son casi
intercambiables).33 No es sorprendente que, debido a la fragilidad de estos fundamentos teóricos,
estas construcciones no sean muy firmes. Además, abundando en la irresponsabilidad de sus
arquitectos, abren sus puertas a todos sin excepción. Tantos regímenes son admitidos al salón
cesarista/bonapartista que la misma “excepcionalidad” (que teóricamente constituye su razón de
ser) comienza a lucir dudosa: los Estados relativamente autónomos son a diez-por-centavo. La
entrada resulta fácil, porque el criterio para aceptar la membresía es amplio.
El populismo, se ha discutido de manera convincente, ofrece un concepto organizativo pobre
para entender el desarrollo histórico de América Latina.34 Y, en el caso específico de
México, el bonapartismo ejerce una atracción en virtud de su misma flacidez ideológica. Y, sin
26 Nicos Poulantzas (1973), Poder político y clases sociales en el Estado capitalista (Madrid), pp. 336-41.

27Semo, Historia Mexicana, pp. 241), 298; Hodges y Gandy, pp. 82-89, 125-29, 167, 200-25; Anatol Shulgovski
(1977), México en la encrucijada de su historia (México)., pp. 42-43 y passim; Steve E. Sanderson (1981), Agrarian
Populism and the Mexican State: The Struggle for Land in Sonora (Berkeley) , por ejemplo p. 209.

28 Karl Marx (1977), The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte (Moscú), pp. 52, 103, l05
29 Ibid., p. l05.

30 Ibid., p. 63.

31 Ibid., pp. 110-11.

32 Ibid, p.112.
33 Poulantzas, pp. 336-41; y, del mismo autor, Fascism and Dictatorshtp: The Third lntenational and the Problem o/
Fascism (Londres, 1974). Nótese el comentario de Marx acerca del “cesarismo” en Eighteenth Brumaire, p. 6.
34 Ian Roxborough (1084) “Unity and Diversity in Latin American History”, Journal of Latin American Studies 16;
1-26.
embargo, hay fuertes objeciones empíricas: ninguna “burocracia enorme bien abastecida y bien
alimentada” gobernaba el México de' 1920; tampoco el estado de Sonora, como lo discutiré, era
la “inmensa organización burocrática y militar” que (según la teoría) sostuvo al gobierno
bonapartista en Francia y le confirió al Estado su decisiva autonomía relativa.35 Sencillamente, el
Estado mexicano de los años veinte era demasiado débil para erigirse por encima de las clases
como lo hizo Bonaparte; y el hecho de que el Estado no era agente de una sola clase hegemónica
indica menos su relativa autonomía, que su papel como objeto y víctima de un conflicto de clase.
Ergo, las clases no estaban “impotentes [...] y mudas ante la culata del rifle”, sino más bien
activas y elocuentes en su intento de pasar la culata del rifle de su lado. Tal vez ésta era una
situación “excepcional”, pero continuó, yo sugeriría, hasta fines de los años cuarenta, cuando la
batalla por el poder del Estado fue ganada y perdida, y el Estado asumió su papel “normal”, en el
cual la “relativa autonomía” fue (a niveles que podrían debatirse) débil o inexistente.
Vinculada a esta interpretación está la noción común de un gran giro —logrado por la
Revolución— de la hegemonía del comprador a la de la burguesía nacional. La Revolución pudo
no haber desmantelado el feudalismo, pero le arrebató el poder a una fracción de clase y se lo
otorgó a otra cuyo "proyecto" difería radicalmente respecto a la política económica y las actitudes
hacia el comercio y la inversión extranjeros. Sin embargo, como deben admitir los ilustres
proponentes de esta interpretación, .la recién acomodada burguesía nacional exhibió una extraña
ambivalencia y difícilmente hizo entrega de la mercancía: durante los años veinte el comercio y
la inversión extranjeros aumentaron y la dependencia respecto de los Estados Unidos creció.36 Lo
que para ellos es un rompecabezas y/o una traición es, de hecho, bastante poco problemático y
coherente si a] el proyecto del régimen revolucionario es visto como esencialmente moderado,
pragmático y revolucionario, y b] si se rastrea su pedigree al porfiriato, en vez de a una génesis
mítica al calor de la revolución popular. Los revolucionarios fallaron —de hecho, apenas si lo
intentaron— en romper la “dependencia” mexicana porque nunca tuvieron la intención de
hacerlo. Como sus predecesores Científicos del 1900, sólo buscaron la renegociación de las
relaciones mexicanas con el capital extranjero, de conformidad con los cambios traídos por una
gene- ración de crecimiento porfirista. Este desenlace era totalmente predecible dadas sus
declaraciones y su política durante 1910-20, así como por la relativa ausencia de una profunda
xenofobia popular (dirigida contra el capitalismo extranjero; los inmigrantes chinos y españoles
eran un asunto diferente). En este sentido, la Revolución no fue una revolución nacionalista; ni
siquiera fue una revolución nacionalista traicionada.
Hasta ahora el argumento ha sido negativo: la degradación de la Revolución a una simple
rebelión —como quiera que sea de “grande”— es teoricamente enmutece ora; e promiscuo
engendramiento de fracciones de clase autoriza un corte de la navaja de Occam. Ni bonapartismo
ni revolución de la burguesía nacional representan hipótesis convincentes. ¿Qué alternativa(s)

35 Marx, pp. 104, 110.

36 Arnaldo Córdova (1977), La ideología de la Revolución Mexicana: la formación del nuevo régimen (México), ve
“la lucha contra la dictadura (porfirista)” como que fue "desde el principio, y de la manera más coherente, una lucha
oontra la dominación extranjera”; sin embargo, admite que, en última instancia, la revolución no cambió —ni intentó
hacerla— la “dependencia económica” de México, ver pp. 248, 260. Compárese cón Lorenw Meyer (1977).
“HistoricaI roots of the authoritarian state in Mexico", en Authoritarianism in Mexico, José Luis Reyna y Richard S.
Weinter (eds.) (Filadelfia), p. 17; Héctor Aguilar Camín, “The Relevant Tradition: Sonoran Leaders in the
Revolution”, en Caudillo and Peassant, Bra- ding (ed.), pp. 122-23, donde lamenta la decadencia de la otrora
vigorosa burguesía nacional y cita, para corroborarlo, la publicación comunista El Machete (favorable entonces,
agosto de 1927, al “frente unido” de Stalin, a pesar de Shangai).
positiva(s) puede(n) ofrecerse a manera de una conceptualización general de la Revolución, su
carácter y resultados? Entre los numerosos estudios sobre “la revolución” ahora disponibles (la
mayoría de los cuales omitiré) dos definiciones distintas son las que parecen predominar: las que
llamaré descriptiva y funcional. Aún más, los argumentos acerca de lo que constituye una
“verdadera” revolución se apoyan sobre una obediencia (no reconocida) a estas definiciones. Una
definición descriptiva dice cómo se ve una revolución: por lo general se ocupa de violencia en
gran escala, los conflictos políticos —tal vez de clase— serios y el cataclismo social resultante.
En esta definición la revolución se distingue de una rebelión menor o de un cuartelazo; una vieja
distinción convencional y útil compendiada por el famoso intercambio entre Luis XVI y el Duque
de la Roche foucauld-Liancourt.37 Siguiendo la misma vena, los historiadores de la Revolución
Mexicana han hecho una distinción cuidadosa y razonable entre la Revolución y las revoluciones,
es decir, golpes individuales y revueltas menores.38 Pero una montaña “revolucionaria” puede
esforzarse en parir un ratón posrevolucionario: los resultados históricos no están en proporción
directa a la violencia y los muertos que los hacen posibles. En el caso de Francia, por ejemplo,
“existe... una justificación aparente para considerar a la Revolución como un fenómeno
básicamente efímero cuya relativa violencia, en una época acostumbrada a una estabilidad mayor
que la nuestra, llevó a que se le acreditara una mayor significación duradera de la que realmente
tuvo”.39 Igualmente, existen revoluciones “fallidas” como la de Taiping o la de 1905 que fueron
descriptivamente revolucionarias y funcionalmente poco efectivas, excepto en la medida en que
(tal vez) sentaron las bases para posteriores revoluciones exitosas. Para ir más allá: una definición
descriptiva válida debería contener, yo diría, tres elementos fundamentales que se interrelacionan
y que distinguen a una revolución (exitosa o no) de un golpe de Estado o de una rebelión (de
nuevo, exitosa o no); y que así conserva la especificidad de las “grandes revoluciones”.40 Estos
elementos son: i] genuina participación masiva; ii] la lucha entre visiones/ideologías rivales (que
pueden o no estar basadas en la lucha de clases: no desearía excluir movimientos multiclasistas
de, digamos, persuasión nacionalista o religiosa: el Puritanismo inglés, el Risorgimento italiano,
los movimientos nacionales anticolonialistas); y iii] una batalla consecuente y seria por la
autoridad política.
Estos tres elementos van juntos. Una revolución incluye una participación genuina de las masas
(aunque, necesariamente, sólo una minoría de la masa está directamente involucrada). La
participación es genuina en el sentido en que las masas no son tan solo carne de cañón; hay un
grado significativo de autonomía, de movilización voluntaria. Dicho en las palabras de Trotsky:
“la historia de una revolución es para nosotros, antes que nada la historia de la entrada vigorosa
de las masas al reino del gobierno de su propio destino”.41 No es necesario decir que esta
situación es relativamente rara y generalmente efímera como lo fue en México, donde a
37 Luis XVI: “¿Es una revuelta?”; el Duque: “No, Su Majestad, es una revolución” (Al enterarse de la caída de la
Bastilla.)

38 Michael C. Meyer (1972), Huerta: A Political Portrait (Lincoln), p. 157.

39 Hampson, p. 256. Tzvi Medin (1972), Ideología y praxis política de Lázaro Cárdenas (México), p. 5, hace un
comentario semejante acerca de la Revolución Mexicana.

40 Crane Brinton (1965), The Anatomy of Revolution (Nueva York (publicado inicialmente en 1938) enfatizó la
especialidad de las “grandes revoluciones”; este énfasis se ha preservado en numerosos estudios posteriores: por
ejemplo, el de Skocpol, pp. xi, 3-5.

41 León Trotsky (1967), The History of the Russian Revolution, 3 vol. (Londres), vol. 1, p. 15.
sugerencia de muchos, jamás sucedió en absoluto. Sin embargo, mientras dura, la movilización
masiva requiere de una serie de compromisos: religiosos, milenarios, nacionalistas, regionales,
personalistas o clasistas. Estos atractivos populares pueden —a los ojos de los críticos ex post
Jacto— parecer ingenuos, engañosos y aun indicativos de una lamentable falsa conciencia: está el
caso de los campesinos “no-revolucionarios” de Oaxaca que siguieron a sus caciques serranos a
la batalla después de 1910, como lo habían hecho antes en los años alrededor de 1870;
campesinos que no aspiraban a grandes metas, esto es, metas funcionalmente revolucionarias,
sino que desempeñaron un papel descriptivamente revolucionario en el sentido en que
participaron de manera directa y efectiva en la Revolución, al servicio de lo que consideraron sus
propios intereses, en vez de actuar como víctimas tiranizadas de la leva.42 Se ha llamado “no-
revolucionarios” a estos participantes porque se adhirieron a objetivos atrasados, “conservadores”
y, por lo tanto, “no-revolucionarios”; lo cual, en sí, es en términos generales cierto y válido. Pero
si, exponiendo lo que Thompson ha llamado la "enorme condescendencia de la posteridad,
sentamos un solo criterio funcional, y procedemos a segregar las ovejas “revolucionarias” de las
cabras “no-revolucionarias”, nos arriesgamos a imponer una división arbitraria que perjudica
enormemente la comprensión de la historia.43 Los movimientos populares que luchan por ideales
atrasados, “conservadores” “reactivos” en el vocabulario de Tilly,44 han jugado un papel
primordial en las revoluciones; esto ha sido confirmado por autoridades tan diversas como
Lawrence Stone y Karl Marx:45

justo cuando [los vivos] parecen comprometidos en revolucionarse a sí mismos y las cosas,
en crear algo que jamás ha existido, precisamente en tales periodos de crisis revolucionaria
angustiosamente conjuran a los espíritus del pasado para que les ayuden y les presten sus
nombres, gritos de batalla y atuendos, a fin de así representar la nueva escena de la historia
mundial en ese disfraz honrado por el tiempo y en ese lenguaje prestado.

De hecho, una interpretación estricta de esta regla requeriría que descartáramos al zapatismo y
a una multitud de movimientos populares menores que, durante 1910-15, desafiaron el status quo
y revolucionaron el país, pero basándose, en gran medida, en símbolos y normas legales que
retornaban del pasado.
Esto da lugar al segundo criterio de estatus “revolucionario”, que puede ser invocado en
detrimento de movimientos tradicionales como el zapatismo. Las revoluciones son juzgadas —
correctamente— según su aspecto y según lo que logran. Aquí, 1905 y 1917 están en dos polos
distintos. Existen muchas formulaciones acerca de lo que una revolución debe lograr
funcionalmente para ser calificada como tal, aunque muchas son variaciones de un mismo tema
(s). Ya hemos visto que Skocpol combina un requisito funcional (una “transformación básica y

42 R. Waterbury, “Non-Revolutionary Peasants: Oaxaca Compared to Morelos in the Mexican Revolution”,


Comparative Studies in Society and History 17; 410-42.

43 E. P. Thompson (1972), The Making o/ the English Working Class (Harmondsworth), p. 15.

44 Charles Tilly, Louise Tilly y Richard Tilly (1975), The Rebellious Century, 1838.1930 (Cambridge), pp. 51-52,
249.

45 Lawrence Stone (1970) “The Engl.ish Revolution”, en la edición de. Robert. Foster y Jack P. Greene de
Preconditions o/ Revolution In Earl Modero Europe (Baltimore), pp. 59.60; Marx, Eighteenth Brumare, pp. 10-11,
de ahí la cita.
rápida del Estado y de la estructura social de una sociedad”) con un corolario descriptivo
(“acompañado y en parte llevado a cabo por una revuelta de base clasista surgida de abajo”).
“Una revolución”, dice Huntington, “es un cambio rápido, violento y fundamental en los valores
y mitos dominantes de una sociedad, en sus instituciones políticas, en su estructura social, su
liderazgo y actividad gubernamental y su política”.46Algunos historiadores de la Revolución
Mexicana, como Ruiz, postulan criterios funcionales tan exigentes que la Revolución se vuelve
una rebelión (una degradación que otras “grandes” revoluciones —desde luego aquellas de
carácter “burgués”— sufrirían si se les inspeccionara de manera similar, y a todo un grupo de
participantes revolucionarios se les niega, en efecto, el estatus de “revolucionarios”. Mientras
tanto, otros historiadores —como Cockcroft— le conceden el estatus “revolucionario” porque
creen que asimila a los participantes en una norma preferida: la del militante, proletario y
anticapitalista PLM.47 Sin embargo, movimientos preeminentemente rebeldes, como el
zapatismo, no pueden ser asimilados de esta manera: no fueron ni proletarios ni socialistas; y,
especialmente en sus primeros años, no abrigaban ningún gran proyecto para la transformación
futura de México.48 Como tampoco los Cedillo se dispusieron a construir Jerusalén en el plácido
y verde Valle del Maíz. Por más que se hable de “comunismo”, los Cedillos previeron —y
Saturnino Cedillo lo implementó después— una solución local, rural, personalista y restauradora
para sus agravios.49 Zapata y los Cedillo (y muchos como ellos) eran, en un sentido, reformistas
que sólo podían implementar sus deseadas reformas a través de la guerrilla revolucionaria; y la
visión que los impulsó (pues las visiones, los mitos y los imperativos morales resultaban
cruciales) estaban toma- dos del pasado, aunque tal vez estaban adornados para la ocasión.
Arnaldo Córdova, quien entiende esto muy bien, es coherente y lógico al contrastarlo con su
propia definición (funcional) de la Revolución:50

¿Podemos hablar legítimamente de una revolución en el caso del movimiento zapatista?


Mucho de lo que ahora sabemos acerca de Zapata y del zapatismo [...] sugiere que no. El
retorno al pasado en el que se basó el localismo del movimiento, la falta tanto de un
proyecto de desarrollo nacional como de una concepción del Estado, son elementos que nos
impiden concebirlo como una revolución. Una revolución, social o política, nunca es local,
nunca busca restaurar el pasado; una revolución es nacional y por esa misma razón la toma
del poder político es su objetivo primordial.

Siguiendo a Stone y a Marx, yo discreparía. Y lo haría, primero, por el sentido común y bases
semánticas: negar el carácter “revolucionario” del zapatismo y de la mayoría de los movimientos
populares de la Revolución Mexicana (sic) es pedante y falso; y, segundo, porque implica una
46 Samuel P. Huntington (1971), Political order in Changing Societies (Yale), p. 264.

47 Ver Cockcroft, especialmente los capítulos 6-8, y las páginas 143-44, 177-83.

48 John Womack Jr. (1969), Zapata and the Mexican Revolution (Nueva York), pp. 87, 393-404 [ed. cast: Siglo
XXI; Córdova, pp. 154-55

49 Cedillo es el tema de dos excelentes monografías: Romana Falcón (1984), Revolución y caciquismo. San Luis
Potosí, 1910-1938 (México), y Dudley Ankerson Agrarian Warlord, 1984. Ankerson presenta a Cedillo como un
genuino populista agrario, en contraste con la visión más maquiavélica de Falcón; ninguna de las dos visiones choca
con mi argumento seriamente, aunque el de Ankerson se ajusta mejor.

50 Córdova, p. 154.
segregación a priori de los movimientos rebeldes/revolucionarios con base en un solo criterio
impuesto y exagerado: el de la posición ideológica. Por lo tanto exalta la ideología: en ella se
basa la distinción fundamental progresista/con vista al pasado, “proactiva”/”reactiva”.
Igualmente, desatiende el compromiso activo y la eficacia, nada menos que en términos de la
lucha de clases. Los zapatistas carecieron tal vez del refinamiento ideológico de Flores Magón;
pero hicieron mucho más por desgarrar el viejo orden e intentar la creación de algo radicalmente
distinto. Y este algo radicalmente diferente, aunque no fue el socialismo, sí presentó un rígido
contraste al status quo ante porfiriano. El zapatismo, y muchos movimientos menores similares,
luchaban por la implementación de una visión alternativa que pudiera obtener una acendrada
lealtad popular (lo mismo se aplica a ciertos grupos serranos). Si la visión era nostálgica, la
acción era revolucionaria; a menudo revolucionaria con conciencia de clase. Y no es extraño que
visiones nostálgicas y “tradicionales” se transmuten —especialmente al calor de la revolución—
en ideologías con una visión más adelantada y radical: fue así como las milenaristas tradiciones
de los campesinos rusos y chinos (evidenciadas en los rebeldes raskolniki y Taiping) alimentó a
los movimientos revolucionarios del siglo XX; mientras que en México las rebeliones locales e
inarticuladas de 1910-15 a menudo abrieron el camino a mejores y más complejas protestas
posteriores, especialmente en los años treinta.51 Esto me lleva al tercer y más breve elemento de
mi definición descriptiva y que es planteado también por la frase final de Córdova, citada más
arriba. Puede ser cierto que movimientos populares como el zapatismo estuvieran poco
dispuestos a tomar el poder del Estado, y que esto resultara una debilidad fatal. Pero su
movilización de las masas rurales, tras un programa genuinamente popular, incluyó una gran
confrontación con el Estado, y ayudó de manera significativa a su disolución (el cual, como
Lorenzo Meyer ha señalado, había dejado de existir de manera efectiva para 1914).52 Por lo tanto
ellos contribuyeron a la creación —ya que no a la resolución— de una situación que se ha visto
(por los proponentes de lo que Skocpol llama el enfoque “conflictivo-político”) como
distintivamente revolucionaria: esto es, la competencia por el poder político entre fuerzas rivales
que lleva a una “soberanía múltiple”: es decir, el desmoronamiento del Estado.53 México fue un
ejemplo clásico de esto. Por lo tanto, yo justificaría el uso del término “revolucionario” para
describir a los movimientos populares que tienen poderosas visiones rivales y se enfrascan en una
lucha sostenida (política, militar, ideológica), en una situación de soberanía múltiple.
Independientemente del resultado y de la función, la Revolución Mexicana claramente se amolda
a estos criterios descriptivos y su utilización común es por lo tanto válida. Pero antes de pasar al
segundo y más contencioso tema de la función, será necesario abundar en la descripción ya
presentada. Ya he sugerido en otra parte que la Revolución Mexicana puede analizarse mejor en
términos no de dos contendientes (antiguo régimen y revolución), sino de cuatro: antiguo
régimen (el porfiriato y el huertismo); los reformistas liberales (principalmente, aunque no
exclusivamente, la clase media urbana); los movimientos populares (subdivididos en agraristas y
serranos); y la síntesis nacional, el carrancismo/constitucionalismo, que se convirtió, sin una
innovación genética significativa, en la coalición gobernante de los años veinte.54 De inmediato
se notará que estas no son categorías homólogas, por ejemplo, regímenes, clases, ideologías. Son,

51 Por ejemplo, Paul Friedrich (1970), Agrarian Revolt in a Mexican Village (Englewood Cliffs), sobre el caso de
Naranja. Otro caso (mayor) sería el de la Laguna; y otro caso (menor) Ometepec. (Ver la nota 104, donde se
mencionan otros ejemplos.)

52 Lorenzo Meyer (1973-74), “El Estado mexicano contemporáneo”, Historia Mexicana, 23; 723.

53 Skocpol, pp. 10-11.


más bien, actores históricos, que representan conjuntos de intereses en los que la clase es crucial,
pero otras lealtades —ideológicas, regionales, clientelistas— también compiten; son útiles a este
nivel muy general de análisis, pero, por supuesto, deben descomponerse para otros propósitos
analíticos. La clase social puede considerarse central para algunas de estas divisiones básicas; por
ejemplo, nacionalmente entre el antiguo régimen y el movimiento popular y localmente, en casos
específicos como Morelos, La Laguna, el Valle del Yaqui, la Huasteca. Otras divisiones, tales
como aquellas entre el villismo (una sección hipertrofiada del movimiento popular) y el
carrancismo (una categoría por derecho propio). No pueden ser reducidas a intereses de clase, ni
siquiera en “el último análisis”. Tampoco lo puede ser la cristiada de los años veinte.
La negación de una ajustada congruencia entre facciones políticas e intereses de clase no resta
valor, de acuerdo a mi definición, al carácter revolucionario del proceso iniciado en 1910. Aquí,
es la fuerza y la autonomía de los movimientos populares lo que cuenta. Recientes informes
revisionistas que niegan esta característica de la revolución, están, creo yo, básicamente
equivocados y a veces se encuentran en conflicto con la evidencia que ellos mismos producen.
Algunos niegan o minimizan seriamente la importancia de la rebelión campesina, subrayando en
cambio la pasividad de los campesinos; otros enfatizan más bien el papel revolucionario de la
clase media, las gentes con recursos, o los ahora populares rancheros (los rancheros y los
campesinos son conveniente pero inexactamente segregados, merced nada menos al signo del
“comunalismo”).55 A menudo existe también una implicación subyacente de que para
considerarse una clase “revolucionaria”, el campesinado debe exhibir un nivel de compromiso
revolucionario —en términos de actividad mayoritaria y sostenida, un amplio apoyo geográfico,
conciencia de clase y sofisticación política— que muy pocas clases (burguesa, proletaria o
campesina) han obtenido jamás. A este respecto, los viejos historiadores “populistas” (como
Tannenbaum) y —a pesar de sus errores—, los nuevos marxistas (Cockcroft, Gilly, Semo) por lo
menos comprenden que la Revolución fue, como sus participantes comprendían de sobra, un
movimiento popular masivo en que se enfrentaron grupos hostiles, clases e ideologías, y que
reveló, de manera dramática, la quiebra del antiguo régimen.
El carácter de la Revolución —popular, ideológico, profundo— tuvo implicaciones obvias para
su desenlace; la definición y la función por lo tanto se traslapan. El rechazo o la desenfatización
del carácter profundo, popular, de la Revolución, tiende a alentar una visión de su desenlace que
subraya la continuidad sobre el cambio. Pero la discusión del resultado de la Revolución es muy
compleja, y cualquier intento debe estar precedido por cierta clarificación preliminar. Podemos
tratar de detener el reloj y “preguntar ¿qué ha cambiado?”; pero debemos ser cuidadosos de
relacionar el cambio con la Revolución, es decir, no debemos caer en el error post hoc ergo
propter hoc, por el cual todos los desarrollos posrevolucionarios son atribuidos a la Revolución,
aun aquellos que eran inmanentes al México anterior a 1910; y debemos decidir en qué punto
detener el reloj —¿1917, 1920, 1923, 1929, 1934, 1940, 1985? Cuanto más tardía es la fecha,
mayor es el riesgo de contrabandear cambios “revolucionarios” cuyo origen no es primariamente
revolucionario (por ejemplo, el nacionalismo económico de los años treinta, que debe ser visto
54 Knihgt, peasant and Caudillo.

55 Estudios revisionistas recientes (cuyo mérito académico reconozco ampliamente, aun si estoy en desacuerdo con
algunas de sus conclusiones) incluirían: Jean Meyer (1973), La Révolution Mexicaine (París); Hans Werner Tobler
(1982), “Conclusion: Peasant Movilisation and the Revolution”, en Caudülo and Peasant, de Brading, pp. 245-55;
Jan Jacobs (1982), Ranchero Revolt. The Mexican Revolution in Guerrero (Austin); Romana Falcón (1979). “Los
orígenes populares de la revolución de 1910. El caso de San Luis Potosí”. Historia Mexicana 29: 197-240, y de la
misma autora Revolución y caciquismo, por ejemplo pp. 271-73.
tanto en un contexto global, como nacional y posrevolucionario).56 Sin embargo, si el enfoque de
Semo es correcto (y creo que lo es), sería erróneo detener el reloj en, digamos, 1920, aun sí fue
importante esta coyuntura en la cristalización del régimen posrevolucionario. Igualmente, sería
un error cerrar un análisis general de la Revolución francesa con Termidor, o aun con la
Restauración (véase la última frase de este ensayo). Por lo tanto, nos enfrentamos a un problema
familiar: ¿cómo cortar la prenda sin costuras que es la historia? Pero el problema se vuelve
especialmente agudo cuando —como el manto multicolor de José— la prenda es rica y
abigarrada, y objeto de una enconada contienda. 1920, por ejemplo, puede permitir una posición
ventajosa para juzgar ciertos cambios coyunturales políticos; pero aun 1985 puede ser demasiado
pronto para llegar a una conclusión firme acerca de la histórica significación de la Revolución.
La solución óptima, sugeriré, es una combinación de perspectivas de plazo largo y corto: estas
últimas se enfocan en los años veinte (el resultado inmediato), y las primeras en las
consecuencias generales hasta nuestros días. Pero el análisis de las consecuencias generales
implica una dificultad particular que debe abordarse desde el principio. La discusión de la historia
mexicana posterior a la Revolución a menudo está confinada dentro de una camisa de fuerza
teleológica. La Revolución pone a México sobre líneas fijas de desarrollo, por lo que todo
proceso posterior (utilizo el término de manera neutral) puede rastrearse hasta la Revolución, a la
orientación y al impulso que confirió. Son tres las principales teleologías más influyentes.
Primero, está la vieja ortodoxia revolucionaria que ve la Revolución como una experiencia
nacional única: Gesta Dei per Mexicanos. Gracias a la Revolución, México ha marchado —y aún
marcha— hacia la justicia social, el desarrollo económico y la integración nacional. Esto
constituye el repertorio de los candidatos priístas que recorren el país con sus discursos. La
implicación histórica es que todos los participantes de la Revolución (incluyendo a aquéllos que
pelearon y se mataron entre sí) hicieron una contribución a ese desenlace feliz. Esta teleología,
que tiene gran fuerza dentro de la retórica del régimen, es menos evidente en la historiografía
seria aunque pueden econtrarse elementos.57
Dos teleologías alternativas representan críticas radicales a esta interpretación. Una da prioridad
a la progresiva marcha del capitalismo, a la que la Revolución y todos los regímenes
“revolucionarios” han contribuido, no obstante los discursos oficiales. La Revolución, en sí, fue
una revolución burguesa (al menos en el débil sentido de que no fue una revolución socialista y
tal vez incluyó la derrota de las fuerzas campesinas y proletarias a manos de los burgueses; en
ocasiones, también, en el sentido más fuerte de que desechó un ancien régime feudal, o al menos
precapitalista; y/o que representó el proyecto consciente de la burguesía nacional). Y los
regímenes siguientes, incluido el de Cárdenas, han alentado este desarrollo capitalista a su
manera.58 Según esto —lo que podría llamarse la escuela “lógica del capital”— el Estado ha

56 Córdova, p. 262, ve la “virtual conclusión” de la Revolución en 1917 y Cockcroft, p. 5, parece estar de acuerdo;
yo concluyo mi estudio de próxima aparición sobre la Revolución (armada) con la fecha convencional de 1920; Ruiz
da 1923. En lo que respecta al desarrollo del nacionalismo económico “revolucionario”, véase Alan Knight, “The
political economy of revolutionary Mexico, 1900-1940” en Christopher Abel and Colin M. Lewis (1985), Latin
Amenca. Economic lmperialism and the State (Londres), pp. 288-317 (aunque hay que tener precaución: este artículo
sufrió una carnicería editorial).

57 Por ejemplo, Robert E. Quirk (1970), The Mexican Revolution, 1914-15: The Convention of Aguascalientes
(Nueva York), pp. 292- 93.

58 Arturo Anguiano (1975), El Estado y la política obrera del Cardenismo (México); Octavio Ianni (1977), El
Estado capitalista en la época de Cárdenas (México).
servido como agente del capitalismo, nacional y/o internacional; es, en el argot de un debate, un
Estado “instrumental”.59 Una tercera e influyente teleología rival también deriva su concepto
principal (el Estado “relativamente autónomo”) de la teoría. Aquí, el Estado —anterior al capital,
y por lo tanto relativamente autónomo de él— se vuelve el motor principal del desarrollo
mexicano, y el surgimiento del Estado domina la historia mexicana (al menos desde la
Revolución) de la misma manera que la ascendente clase media dominó la interpretación whig de
la historia británica. Cuando se le enmarca en un discurso marxista, este acercamiento subraya
necesariamente la relatividad de la autonomía del Estado, y por lo tanto, se mezcla a menudo con
la teoría bonapartista mencionada con anterioridad. Los no-marxistas, por otra parte, para quienes
la autonomía del Estado no es causa de una molestia teórica, viran hacia una especie de
estatolatría que ahora impregna unabuena parte de los estudios históricos recientes.60 “A fin de
cuentas” concluye una magnífica monografía reciente, “todas las complejidades de la Revolución
Mexicana pueden reducirse a una sola dimensión: el Estado”.61 En su estudio ano tropológico
acerca de la sierra de Morelos, Guillermo de la Peña toma una perspectiva más amplia: “el tema
del Estado”, anuncia al principio, “recorre todo el libro” y, lo que es más, se remonta al periodo
colonial; elútado o, más bien, su “área de poder” constituye “el poder externo que ha definido las
metas comunales; desde los tributos coloniales y el control del trabajo, hasta la distribución de la
tierra y la actual recolección de impuestos”; la “fuerza histórica del Estado” consigue “penetrar la
economía y la política, la religión y el parentesco, la etnicidad y la clase”.62
Nadie, por supuesto, duda de la importancia del Estado; como tampoco de la importancia de la
clase. Como tantas cuestiones históricas ésta es una de grado, aunque un grado que no puede ser
cuantificado con facilidad. En términos llanos puede preguntarse: “¿debe verse el surgimiento del
Estado posrevolucionario como el desarrollo formativo, crucial en la historia moderna de
México?” En otras palabras, ¿es el Estado el concepto organizativo fundamental para el
entendimiento de la historia? Mi argumento es que aquellos que han virado hacia la estatolatría
han ido demasiado lejos, y que intercambiar el reduccionismo de clase por la estatolatría no es
ninguna ganancia; de hecho, lo más probable es que represente una pérdida. Existen tres
59 Nora Hamilton (1982), The Limits o/ State Autonomy: Postrevolutionary Mexico (Princeton), pp. 4-15; comparar
con Holloway y Picciotto, p. 3. [Ed. cast.: oo. Era.]

60 Ejemplos de estatolatría: Córdova, pp. 228-30, 262, 290, 322 (teoría del Estado “superpoderoso”; el Estado como
regulador de la economía, la “casi absoluta dependencia” de los grupos sociales organizados respecto del Estado, y la
independencia total de este último de los demás grupos). Es similar el concepto de Hodges y Gandy acerca de la
Revolución como política y burocrática, marcada por la “perpetuación en el poder político de una nueva clase
gobernante: la burocracia” (pp. 122 ss.). La estatolatría comparativa y en grande es evidente en Skocpol, por ejemplo
en las pp. 35, 285, 287; sin embargo, las preferencias adjetivales de Skocpol, con tendencia a lo subjetivo
(“impresionante” es su calificativo favorito para las consecuencias revolucionarias), dificultan la evaluación de qué
tan lejos llega la estatolatría. ¿Acaso es (como yo creo) un nuevo y audaz culto, o simplemente una crítica agnóstica
de los viejos y desacreditados dioses del reduccionismo económico?

61 Jacobs, p. 167.

62 Guillermo de la Peña (1982), A Legacy of Promises: Agriculture, Politics and Ritual in the Morelos Highlands of
Mexico (Manchester), pp. 8, 12, 253.54. Y —un ejemplo entre los muchos en el campo de la historia del trabajo en
México— Raúl Trejo Delarbre (1976), “The Mexican Labour Movement, 1917-1975”, Latin American Research
Review 8: 133, habla acerca de la clase trabajadora moldeada por “las necesidades del Estado”, el cual exitosamente
busca la “desmovilización” de los trabajadores “impotentes”, mientras que las instituciones oficiales de los años
treinta “perfeccionan” esta relación jerárquica.
objeciones fundamentales a ésta, la más a la moda de las tres teleologías. Primero, imparte una
especie de unilateralidad whigiana a la historia moderna de México, en el sentido de que todo
desarrollo mayor, en todos los periodos, está enlazado a esta maquinaria básica de cambio. Y la
máquina continúa en marcha, en la misma dirección: esto es, hacia la centralización, la
corporatización y la burocracia. Segundo, esta visión exagera empíricamente el poder y el papel
del Estado, especialmente del periodo más temprano (digamos que anterior a 1940). Sus
proponentes creen ver el Estado moderno mexicano —con su desarrollada burocracia y sus
estructuras corporativas, su presupuesto masivo, su omnipresencia económica y su gran
longevidad— en una edad en que no existía; cuando el Leviatán de hoy era aún el pececillo de
ayer. Por lo demás, la generación del Leviatán no necesariamente se preveía. No debemos pasar
por alto —como Maitland nos lo recordó— que las cosas que hoy se encuentran afianzadas en el
pasado alguna vez fueron parte de un futuro desconocido.
El Estado que dirigían los sonorenses en los años veinte era precario, y su autoridad estaba
amenazada por el caudillo y por la Iglesia católica; su supervivencia dependía del favor de
Washington, y su carácter, según James Wilkie, era aún básicamente “pasivo”.63 Incluso la
presidencia de Cárdenas —concretamente vista como un periodo clave para el desarrollo del
Estado mexicano— comenzó con un gran cisma dentro del aparato estatal y terminó con la
traumática elección de 1940, cuando el presidente saliente, aunque optó por un sucesor moderado
y seguro, tuvo que enfrentarse a una oposición acérrima, a una votación mayoritaria contra el
candidato oficial, y a un legado de amargura e inquietud política. 1940 reveló las limitaciones, así
como la fuerza, del Estado revolucionario que estaba en proceso de maduración (y, de hecho, si
Cárdenas hubiera optado por Múgica en vez de por Ávila Camacho, por su candidato preferido en
vez de por el más seguro, estas limitaciones se hubieran revelado de una manera más drástica).
Tercer punto —derivado del anterior—: la estatolatría concibe al Estado en términos
antropomorfos: es una entidad aparte, como un individuo que actúa sobre otros (más de lo que
actúan sobre él) y tiene metas, intereses y poderes que rápidamente van ampliándose. Éste no es
el Estado liberal y pluralista (la arena neutral donde los intereses chocan y se resuelven); ni
tampoco es el clásico Estado “instrumental” marxista que sirve a los intereses de clase —pues
estos intereses raramente son especificados—: más bien, es un actor independiente, es decir muy
relativo o incluso absolutamente autónomo; una fuerza generadora que no puede ser dividida en
partes, tras la cual nada ni nadie puede discernirse. Los grupos de interés de la teoría pluralista y
las clases sociales marxistas no lo afectan; y, si lo hacen, es como suplicantes, como receptores
de los favores del Estado, o como víctimas de su ira. En versiones extremas, este Estado
antropomorfo de hecho asume forma humana y se supone que “el destino de México se hace y se
deshace en Los Pinos y en los departamentos gubernamentales, y que el pueblo no es sino la
materia prima con la que el gobernante —sabio o no— moldea la historia de la nación”.64
Los estatólatras tienen una concepción errónea del Estado mexicano. Antes de 1940 (para
establecer una vaga línea divisoria), el Estado era más débil, a menudo mucho más débil de 10
que suponen; después de 1940 era mucho menos autónomo. De hecho, sería difícil encontrar un
Estado en América Latina que, en los últimos cuarenta años, haya producido tan consistente y
exitosamente políticas favorables a la acumulación de capital y a los cimientos sociopolíticos que
lo sostienen (éste es un punto al que regresaré en la conclusión). Por lo tanto, las tres teleologías
deben ser rechazadas. No existen bases para homogeneizar todo el periodo posrevolucionario. La
63 James W. Wilkie, (1970), The Mexican Revolution: Federal Expenditure and Social Change since 1910
(Berkeley), pp. 37, 62-65.

64 Semo, Historia Mexicana, pp. 157-59.


Revolución no colocó al país en un curso fijo e inmutable. Más bien, a corto plazo (tomando
como punto de mira los años veinte), la Revolución efectuó varios cambios importantes, algunos
de los cuales son irreversibles. Aún más, a largo plazo, la Revolución hizo posibles ciertos
desarrollos posteriores, a la vez que cancelaba algunos otros. En otras palabras, abrió las ventanas
de la oportunidad; aunque el que estas oportunidades se tomaran dependería de eventos
posteriores, ellos mismos producto de conflictos políticos y sociales. La primera tarea, por lo
tanto, consiste en especificar qué había cambiado ya, de manera irrevocable y significativa, en los
años veinte; después, hay que considerar de qué manera las opciones posteriores —en el campo
de la reforma agraria, la construcción del Estado, el nacionalismo económico— se presentaron, se
aceptaron o se rechazaron.65
En lo que respecta a los años veinte, dos tipos de cambio fueron evidentes. A nivel formal —el
nivel de las leyes, los decretos, la política oficial y las disposiciones constitucionales— el grado
de cambio real puede exagerarse con facilidad. Es cierto, la nueva Constitución prometía cosas
buenas, “antecediendo a la Constitución Soviética”; y el nuevo régimen estaba imbuido de
retórica populista.66 Pero, como ha sucedido tan a menudo en el pasado, la teoría y la realidad
divergen. Como en los años de 1860 y 1870, los revolucionarios victoriosos habían heredado un
país abatido y un gobierno caótico: por ende antepusieron un gobierno fuerte y la reconstrucción
económica (una frase recurrente en el periodo posterior a 1917, tal y como lo había sido
cincuenta años antes), a la fidelidad constitucional y a las reformas prometidas. 67 La promesa
maderista de “Sufragio Efectivo, No Reelección” apenas fue respetada; aún menos si se prefiere
la traducción de Womack: “A real vote and no boss rale”.68 Las elecciones estaban arregladas,
los patrones —como “Don Melchor” de Paracho— aún gobernaban, y la versión sonorense de la
reelección sólo pudo ser impedida por las balas de Toral.69 Tampoco las realidades de la política
laborista —tipificada por Morones y la CROM— reflejaban fielmente el artículo 123. La reforma
llegó al sector agrario: entre 1915 y 1928, 5.3 millones de hectáreas fueron distribuidas entre más
de medio millón de beneficiarios en unas 1 500 comunidades.70 Aunque para 1930, la propiedad
ejidal constituía sólo el 6.3% de la propiedad agrícola nacional (por área) y el 9.4% (por valor),
había estados donde los porcentajes respectivos eran mucho más altos (Morelos: 59 y 62;
Yucatán: 30 y 15; Distrito Federal: 25 y 13; Tlaxcala: 19 y 21). Por lo tanto, en los estados del
centro en particular, la reforma agraria había cambiado sustancialmente las relaciones de tenencia
de la propiedad y del poder porfiristas, aun antes de las amplias reformas cardenistas. Es
necesario desconfiar de las enérgicas proclamas de continuismo agrario.71 Sin embargo, las

65 Hamilton, p. 271, yuxtapone “las restricciones y las opciones estructurales”; aunque las primeras figuran de
manera más prominente en sus análisis

66 Frank R. Brandenburg (1965), The Making of Modern Mexico (Englewood Cliffs) , pp. 55.56.

67 Perry, pp. 349-50; Córdova, pp. 268-75.

68 Womack, pp. 54-55.

69 Carleton Beale (1931), Mexican Maze (Filadelfia) , pp. 205-13, ofrece un retrato clásico, aun si un poco
exagerado, del típico caci- que revolucionario, don Melchor.

70 Lorenzo Meyer (1978), Historia de la Revolución Mexicana. Periodo 1928-34: El conflicto social y los
gobiernos del maximato (México), p. 188.

71 Ibid., pp. 174-75. Estas cifras (pp. 190-93), sugieren que antes de 1934 las propiedades agrícolas privadas
consecuencias prácticas de esta limitada pero significativa reforma formal dependieron, en gran
medida, del contexto informal dentro del cual fue promulgada, al cual regresaré en un momento.
Tomados por sí mismos, los datos de la reforma formal (cuya exactitud puede ser cuestionada)72
dicen sólo parte de la historia.
El papel del nacionalismo económico dentro de las políticas “revolucionarias” restantes, ya lo
he sugerido, se exagera con facilidad. Además de las disputas recurrentes con las compañías
petroleras (en los años veinte y treinta, el petróleo era un caso especial), los sonorenses no
mostraron la menor disposición a limitar la inversión extranjera, o a cambiar de manera radical
las relaciones económicas de México con el “centro” capitalista. Más bien, durante gran parte de
los años veinte, el mayor compromiso gubernamental de reforma —en términos retóricos y
prácticos— se hallaría en su anticlericalismo, y en la adopción de la educación estatal. Estos
asuntos gemelos tuvieron mucho peso (mucho más que otros asuntos “socioeconómicos”) durante
el Congreso Constituyente de 1916-17; dominaron las políticas de la década siguiente,
especialmente después de 1926, y aún dominaban cuando el maximato llegó a su fin.73 A corto
plazo (en, digamos, los veinte años que siguieron a la caída de Huerta), el principal legado de la
Revolución en el campo de la política gubernamental formal fue, por lo tanto, un virulento
anticlericalismo ligado a una agresiva ideología de edificación estatal. Esto comprueba, más que
contradice, lo que dije antes: el estatismo sonorense se derivó precisamente de esta conciencia de
la debilidad del Estado, su falta de apoyo institucional e ideológico (o, tal vez, de hegemonía
ideológica). Las políticas que se siguen para la edificación del Estado son en sí una mala
evidencia de la fuerza del Estado mismo. Más aún, se puede argüir que la respuesta sonorense —
el anticlericalismo— complicó el problema en la misma medida en que lo resolvió. Y así se nos
pide que creamos que Leviatán gobernaba un país donde reinaban “la pobreza, la anarquía y la
violencia”, y que, de 1928 a 1935, “vivió en un estado de permanente crisis política”.74
Las políticas formales, entonces, exhibían una indiferencia hacia las preocupaciones
“maderistas” de un gobierno representativo (de ahí la "cruzada" de Vasconcelos en 1929);75 y un
mayor compromiso por un jacobismo impopular en vez de por las cuestiones laborales o la
reforma agraria. Pero las políticas formales no lo eran todo. De hecho, mi argumento de un
Estado (relativamente) débil, sobre el que se actúa en mayor grado de lo que él mismo actúa,
requiere que se le otorgue la debida relevancia a otros factores: esto es, a las fuerzas informales
(no oficiales) y a las tendencias que ocurrieron sin la autorización del gobierno; a menudo, de
hecho, sin la autorización (consciente) de ninguna persona. La Revolución —en palabras
paradójicas— tuvo una faz “burkeana” tanto como una jacobina. Por razones analíticas, estos
perdieron casi una quinta parte de su área de cultivo de acuerdo al programa de reforma; en la medida en que pueden
hacerse comparaciones aproximadas, esto indica un giro similar al causado por la Revolución Francesa. Véase
Hampson, pp. 251-55, 261, y Magraw, pp. 17, 24.

72 François Chevalier (1967), “The Ejido and Political Stability in Mexico”, en The Politics of Conlormity in Latin
América (Oxford) , pp. 159, 161, Claudio Veliz (ed.).

73 Charles C. Cumberland (1972), Mexican Revolution. The Constitutionalist Years (Austin), pp. 349-51; E. V.
Niemeyer Jr. (1974), Revoluuon at Querétaro: The Mexican Constitutional Convention of 1916-17 (Austin), pp.
60-100; Jean Meyer (1973-74), La Cristiadt!, 3 vol. (México) , especialmente vol n, pp. 355-63, sobre el
renacimiento del anticlericalismo después de 1931.

74 Meyer, La Cristiada, 11, p. 381.

75 John Skirius (1978), José Vasconcelos y la cruzada de 1929 (México).


cambios “burkeanos”, no oficiales, pueden dividirse en políticos y económicos (aunque, en la
práctica, se entretejían constantemente, como lo veremos). Políticamente, la Revolución destruyó
mucho del viejo orden. Después de 1914-15, es cierto, esto obedeció a una política consciente, a
medida que los constitucionalistas —y sus sucesores, como Carrillo Puerto en Yucatán—
eliminaban sistemáticamente a sus enemigos.76 Pero estas purgas sucedieron después de años de
castigos efectuados por el pueblo. Durante el periodo de 1910-15. Díaz, el cacique nacional, y su
camarilla de científicos habían sido expulsados; los gobernadores porfiristas habían caído, junto
con muchos otros caciques locales (aunque no todos), especialmente al norte del Istmo; y con
ellos se marcharon muchos de sus partidarios de la clase acomodada. La contrarrevolución
huertista (pues eso es lo que fue) estimuló una breve revivificación de estos intereses, lo que sólo
hizo más segura su caída posterior.77 Algunas familias y oficiales porfiristas sobrevivieron,
especialmente en regiones como los Altos de Jalisco, que estaban relativamente calmadas, o
como en Chiapas, donde los “mapaches” rebeldes tuvieron la fuerza para desafiar las incursiones
revolucionarias.78 Pero aun la sobrevivencia requería de la adquisición de nuevas técnicas
políticas~ algunas veces de la colonización deliberada de la Revolución (1920 fue el annus
mirabilis del entrismo), y a menudo el abandono de aspiraciones políticas. A la familia Terrazas
se le permitió volver a México, pero no como políticos sino como empresarios.79 Los
terratenientes de Chiapas se aferraron al poder, político y económico, pero (como lo veremos)
dentro de un ambiente radicalmente distinto. En breve, la élite política porfiriana fue eliminada
en tanto entidad inconfundible y coherente.80 O desapareció, o bien adoptó nuevas costumbres
políticas “revolucionarias”, o intercambió la política por los negocios. En lo que respecta al
ejército federal, desapareció por completo: un extraño acontecimiento en la historia militar de
América Latina. Los pocos federales que sobrevivieron en su uniforme lo hicieron en virtud de
un desusado compromiso anterior con la Revolución.81 Como institución, el viejo ejército
porfirista desapareció. En vez de éste, dominaba un nuevo ejército conglomerado de proveniencia

76 C. M. Joseph (1982), RevolutiolV from without: Yucatán, Mexico and the United States, 1880-1924 (Cambridge),
pp. 204-05, ilustra la política de proscripción de Carrillo Puerto: un ejemplo particularmente completo, pero no del
todo excepcional, de limpieza revolucionaria.

77 Discuto esto más a fondo en mi libro de próxima aparición titulado The Mexican Revolution, 1908-20
(Cambridge, 2 vol., 1986): véase vol. 11, cap. 2, partes I y II.

78 Ann L. Craig (1983), The First Agraristas. An Oral History of Mexican Agrarian Relorm Movemente (Berkeley),
pp. 37-38, 40- 41, 46-50, muestra que “relativamente poco cambió” en Los Altos antes de 1930, y que “el sistema
prerrevolucionario de tenencia de la tierra había sobrevivido a dos décadas de lucha civil”; aun aquí, sin embargo, los
que tenían el poder y la propiedad local se enfrentaban a nuevas y crecientes presiones. Este cuadro está corroborado
ampliamente por Tomás Martínez Saldaña y Leticia Gándara en Política y sociedad en México: el caso de los Altos
de Jalisco (México, 1976), pp. 63-88. Sobre Chiapas véase el artículo de Thomas Louis Benjamin (1981), “Passages
to Leviathan: Chiapas and the Mexican State, 1891-1947” (Universidad Estatal de Michigan), pp. 143-68, 173-74.

79 Wasserman, Mark, “Persistent, oligarchs: vestiges of the Porfirian elite in revolutionary Chihuahua, Mexico,
1920-35”, ponencia presentada en el VI Congreso de Historiadores mexicanos y norteamericanos, en septiembre de
1981; y véase Ruiz, pp. 336-69.

80 Hodges y Gandy, pp. 93-97, se preguntan acerca del uso de los modelos elitistas, que, según ellos argumentan,
carecen de una “dimensión económica”. Pueden estar en lo cierto. En este caso, sin embargo, discutiré que la
expulsión de la élite política porfirista (sic: no “la clase gobernante porfirista”) tuvo repercusiones directas e
importantes en la esfera “económica”.
revolucionaria. Aunque muy pronto adquirió muchas de las fallas militares de sus predecesores
(fallas que se hicieron evidentes en las campañas contra Villa, Zapata y otros, después de 1915),
desarrolló, sin embargo, un papel político diferente. El ejército de la Revolución, a diferencia del
de Díaz, estaba altamente politizado y era rijoso, y así permaneció hasta los años treinta (por lo
tanto, notamos de nuevo una gran restricción sobre el poder y la independencia del gobierno
nacional). Más aún, aunque los militantes a menudo alcanzaron su modus vivendi mediante los
intereses creados locales —defendiendo a los terratenientes contra los agraristas, por ejemplo—
también había entre ellos fracciones de populismo permanente: en Morelos, donde gobernaban
los ex-zapatistas; en San Luis Potosí donde los veteranos seguidores de Cedillo sustentaban su
poder local; con los agraristas armados que pelearon a favor de Obregón en 1923; con la liga
campesina armada de Tejeda.82 Un ejército profesional, relativamente dócil —el de Díaz— dio
lugar a una multitud bulliciosa, heterogénea y politizada que sólo gradualmente sería dominada y
adelgazada. Y aunque Amaro comenzó la tarea, no fue sino hasta los años cuarenta cuando por
fin triunfó la profesionalización y las fuerzas militares fueron restringidas a su papel ideal de
última ratio.83 Así, al revisar la demolición que la Revolución hizo de las instituciones del
antiguo régimen, resulta irónico notar que aquélla que más ataques sistemáticos sufrió (la Iglesia
católica) fue la que logró sobrevivir con más vigor; una indicación de la legitimidad de la Iglesia,
comparada con los caciques y con los generales del porfiriato, y de la ineficacia del
anticlericalismo revolucionario.
A medida que las viejas instituciones políticas eran borradas poco a poco, se erigían nuevas
estructuras, a menudo sin ningún plan. A pesar de su indiferencia hacia el principio de “No
Reelección”, los sonorenses presidieron una política en la que la circulación de las élites era
significativamente más rápida que en el pasado.84 Es probable que esta vivaz circulación fuera
menos el resultado de una política consciente que la inevitable consecuencia del carácter
hobbesiano de la política posrevolucionaria. Ahora bien, en el contexto de la movilización masiva
y de las continuas revueltas militares —“una guerra de todos contra todos”— y ante la ausencia,
hasta entonces, de un Estado leviatánico capaz de ejercer control, la asunción de cargos era algo
casi siempre odioso, brutal y breve. Asesinados murieron Zapata, Carranza, Villa, Obregón,
Carrillo Puerto, Field Jurado, tal vez Flores y Hill, así como muchos otros líderes menores; las
revoluciones nacionales tentativas de 1923, 1927 Y 1929 fueron complementadas por una
violencia política y endémica local.85 Un factor que contribuyó a la inestabilidad política fue el
81 Y, dado que muchos de los federales-vueltos-revolucionarios eran villistas (como Felipe Ángeles y Juan Medina),
fueron eliminados durante el último connato de conflicto faccional después de 1914.

82 Hans Werner Tobler (1971), “Las paradojas del ejército revolucionario: su papel en la reforma agraria, 1920-35”,
Historia Mexicana 21: 38-79; Womack, pp. 365-69, 374; Ankerson (de próxima aparición); Joseph, pp. 263-73;
Friedrich, pp. 100.10; Heather Fowler Salamini (1978). Agrariam Radicalism in Veracruz, 1920-38 (Lincoln), pp.
34-45.

83 La elección presidencial de 1940 fue la última en la que se despertó el genuino temor de una intervención militar;
de ahí en adelante, la colaboración bélica con los Estados Unidos aceleró el proceso de profesionalización, y la
consolidación institucional del régimen “revolucionario” desalentó el aventurismo militar.

84 Peter H. Smith (1979), Labyrinths of Power; Political Recruitment in Twentieth-Century Mexico (Princeton) , pp.
172-76.

85 Pueden encontrarse buenos ejemplos en Mexico and its Heritage (Londre8, 1928), pp. 319-31, 393 ss., de Ernest
Gruening.
grado de genuina movilización masiva, evidente en los partidos embriónicos, los sindicatos, las
ligas campesinas. Éste no era un pluralismo decoroso y democrático. Los católicos luchaban
contra los anticlericales, los agraristas contra las guardias blancas; “no es una exageración”,
afirma un historiador, “hablar de una guerra de clase continua —aunque generalmente local y
desorganizada— que cubría grandes extensiones del campo mexicano (entre 1920 y 1940)”.86 El
charrismo infectó a los sindicatos y aun los reformistas obstinados —como Carrillo Puerto— se
vieron obligados a trabajar a través de sistemas caciquiles inapropiados para la implementación
de sus reformas.87 Pero ésta no fue un regreso al caciquismo del porfiriato. Los nexos patrón-
cliente (que son las marcas de cualquier sistema caciquista o caudillista) son, hasta cierto grado,
políticamente neutrales; pueden servir intereses, instituciones e individuos distintos. Ahora, a
diferencia de los tiempos de Díaz, ligaban a segmentos de la población con las asociaciones de
masas que pretendían tener un estatus nacional: el PNA, el Partido Cooperativista, la CROM, así
como sus rivales, los sindicatos católicos, la LNDR y la ACJM.88 Poco democráticos como eran,
en lo concerniente tanto a la organización interna como al funcionamiento externo, sin embargo
trascendieron las estrechas camarillas del porfiriato y se convirtieron en el legado inequívoco de
la revolución masiva (como un vistazo comparativo a, digamos, Brasil lo confirmará.89 Y le
dieron al México posrevolucionario el carácter de —en términos de Córdova— una sociedad de
masas. Vinculada a este desarrollo estaba la retórica populista del régimen. Por “populista” no me
refiero a un complejo específico de alianzas de clases (un complejo cuyo carácter se discute
muého y puede inclusive resultar ilusorio).90 Sencillamente me refiero a la retórica populachera, a
veces agitadora, de los nuevos líderes revolucionarios, que se presentaron a sí mismos, como
Obregón prototípicamente lo hizo, como hombres del pueblo y para el pueblo; francos, honestos,
compadecidos e inclusive plebeyos. De aquí los discursos de la campaña de Obregón y su
cordialidad; o la hábil utilización de los símbolos populares que Carrillo Puerto hizo en
Yucatán.91 En última instancia, el indigenismo oficial llevaría un mensaje similar de empatía
populista e integración nacional a la población más marginada de México. Por supuesto, mucho
de esto era retórica sin sentido. Pero aun la retórica hueca tiene significación: el discurso popular
de la Revolución contrastaba con la retórica abiertamente elitista y racista de la madurez
porfiriana.92 Este cambio retórico puede a su vez relacionarse con el cambio en el humor popular
86 David L. Raby (1974), Educación y revolución social en México (México), p. 127.

87 Joseph, pp. 208-13, 271-72, 303.

88 Jean Meyer (1976), The Cristero Rebelion: The Mexican People Between Church and State, 1926-1929
(Cambridge), pp. 21-24, 36, 75-82.

89 Thomas E. Skidomre (1979), “Workers and Soldiers: Urban Labour Movement and Elite Responses in Twentieth-
Century Latin America”, en E. Bradford y Thomas E. Skidmore (eds.), Elites, Mases, and Modernization in Latin
America, 1850.1930 (Austin) , pp. 99-103.

90 Roxborough, pp. 6-12.

91 Linda B. Hall (1981), Alvaro Obregon: Power and Revolution in Mexico, 1911-1920 (Texas A&M University
Press) , pp. 210-32: Joseph, pp. 188-227, especialmente la 221.

92 El trabajo reciente de Stabb, Powell y Raat aminora la leyenda negra del racismo porfirista y señala que había un
indigenismo emergente. Éste, sin embargo, difícilmente pudo configurar una ortodoxia antes de 1910; más aún, estos
estudios se centran en los portavoces de mayor importancia, más que en la opinión general. Véase mi Mexican
Revolution, vol. 1, cap. l.
anunciado por la Revolución de 1910. Súbitamente, los pe- lados, tan despreciados durante el
porfiriato, se habían convertido en guerrilleros revolucionarios (“ya no somos muñecas de trapo”,
como según el corrido, habían proclamado los campesinos insurgentes de Papantla); los plebeyos
de Guadalajara invadieron el paseo dominical de la tarde, convirtiéndolo en una fiesta
carnavalesca; los de Torreón viajaban en los tranvías sin pagar y se pavoneaban en las calles
obligando a los ciudadanos respetables a bajarse de la acera y pisar el lodo de las alcantarillas.
Como dijo un observador, era algo como la Magnífica: “A los necesitados los llenó de bienes y a
los ricos los dejó sin cosa alguna”.93 Les gustara o no, estas plebes facciosas no podían ser
ignoradas más tiempo; tenían que ser conciliadas, domadas, tomadas en cuenta. En la derrota,
Federico González Garza reflexionó sobre la historia de la Revolución francesa y el fracaso
villista para unir las masas a su causa mediante una legislación apropiada; Salvador Alvarado
emprendió exactamente dicha tarea con los indios de Yucatán.94
Aún más, sin importar cuán cínica o vacía se volviera, la retórica populista que la movilización
masiva había estimulado, podía a su vez estimular una mayor movilización masiva. Dada la
reiteración constante de los valores populistas y los objetivos revolucionarios, el abismo entre la
retórica y la práctica estuvo fuertemente iluminado, y ofrecía una atenta invitación a aquellos que
pudieran igualar la práctica con la retórica. Los antirreeleccionistas de los años veinte intentaron
esto en el campo de la política electoral, pero sin éxito. Sin embargo, con el inicio de la depresión
y el renovado conflicto social del maximato, los intentos por hacer realidad las reiteradas
promesas sociales del populismo revolucionario resultaron más eficaces. El cardenismo no era un
engendro revolucionario; pero llevaba en sí los genes de la revolución popular y —como lo
sugiere otro vistazo breve y comparativo con el resto de Latinoamérica— hubiera sido
inimaginable sin la movilización política anterior, de 1910-34. El cardenismo, como bien lo
asienta Hamilton, fue un “populismo” de una especie diferente a los populismos de Vargas y de
Perón.95 De hecho, uno puede ir más lejos; en muchos aspectos (ideológico, emocional,
generacional), el cardenismo fue el último estertor de la vieja causa revolucionaria antes de que
un nuevo liderazgo, adhiriéndose a un nuevo proyecto, tomara el control del país durante los años
cuarenta.
Por lo tanto, las consecuencias políticas de la Revolución, a corto plazo, fueron profundas: las
antiguas instituciones fueron destrozadas, nació la organización masiva, las élites circularon, la
retórica cambió. Todo ello contribuyó a corto plazo (esto es, hasta los años treinta, si no es que
hasta los cuarenta), a un debilitamiento, no a un fortalecimiento, del Estado, en comparación con
su predecesor porfiriano. Los sonorenses, que presidían sobre una sociedad heterogénea, hecha de
retazos, estaban endeudados con los caciques, los generales y con Washington, D.C. (También
Cárdenas tuvo que confrontar a gobernadores disidentes desde Sonora hasta Chiapas; era
sumamente consciente de la presión estadounidense; su sucesor fue elegido en medio de

93 Vicente T. Mendoza (1964), Lírica narrativa de México: El Corrido (México), p. 75 (Papantla); E. Brondo Whitt
(1940), La División del Norte por un testigo presencial (México), p. 11 (la Magnífica); para ejemplos adicionales:
Knight, Mexican Revolution (de próxima aparición), vol. 1, cap. 4, parte VIII; vol. 2, cap. 2, parte l.

94 Friedrich Katz (1981), The Secret War in Mexico: Europe, The United States and the Mexican Revolution
(Chicago), pp. 286- 87 [ed. cast: ed. Era]; De Alvarado a Carranza, 25 de enero de 1916 en Documentos Históricos
de la Revolución Mexicana, Revolución y Régimen Constitucionalista, de Isidro Fabela (México, 5 volúmenes,
1958), v, pp. 22-23.

95 Hamilton, pp. 137-39.


disidencia, violencia y corrupción oficial).96 Si el Estado revolucionario aventajó a su predecesor
porfirista en su fuerza potencial, su autoridad real estaba circunscrita y a veces era hasta precaria
(porque, además, durante el riesgoso periodo de transición de la edificación estatal, ese mismo
proceso suscitaba antagonismo y resistencia). Cuál fue el punto en que se realizó el potencial, se
completó la transición y se superó el riesgo, está abierto a discusión; pero yo lo situaría en los
años cuarenta, más que en los treinta y mucho más que en los veinte. La imagen de un Estado
bonapartista que moldea la masa de la sociedad civil es inapropiada para el México anterior a
1940.
Estos cambios políticos fueron profundos, pero ¿fueron, como se sugiere a menudo, los únicos
cambios significativos surgidos de la Revolución?97 Las estructuras económicas —las relaciones
de producción—, ¿en verdad sobrevivieron intactas desde el porfiriato? ¿Es cierto que desde la
perspectiva de la reforma agraria, por ejemplo, “la Revolución había sido prácticamente
inservible” antes de Cárdenas?98Y, ¿es cierto que sólo en el caso excepcional de Morelos “podía
decirse que la antigua estructura de la propiedad rural se había transformado de manera
palpable”; y, por lo tanto, “en el resto del campo mexicano la hacienda —esa hacienda colonial
que se había consolidado en el siglo XIX— seguía siendo la unidad dominante de producción”?99
Estructuralmente, como ya lo he aceptado, la hacienda se guía siendo poderosa. La reforma
agraria oficial difícilmente la había destruido. Pero aun la reforma agraria oficial había abierto
brechas significativas, no sólo en Morelos (y, como lo sostendré, incluso incursiones
ostensiblemente modestas podían minar la lógica de la producción hacendaria: esto es, la
hacienda no tenía que ser eliminada como unidad territorial antes de que su viabilidad básica
fuera erosionada). Vale la pena subrayar también que la tendencia iba hacia la disolución de la
hacienda. Por gradual que fuera, esto representó un giro de 180° después del estable periodo de
consolidación hacendaria durante el porfiriato;100 Ahora, después de 1910, la hacienda quedó en
el papel del blanco principal;101 incluso si sobrevivió territorialmente, por el momento, “estaba
sitiada”; en gran parte de Tlaxcala (donde durante la Revolución, “el sistema hacendario había
dejado de existir temporalmente”), los terratenientes regresaron para enfrentarse a un nuevo
ambiente: “habían perdido prestigio [...] no podían recuperar el apoyo seguro de un Estado y de
un gobierno federales, y tuvieron grandes dificultades para recuperar sus tierras de manos de

96 Sanderson, pp. 110-13; Benjamin, pp. 225-30; Ariel José Contreras (1977), México 1914: industrialización y
crisis política (México).

97 Aguilar Mora, pp. 120-21; Cockcroft, p. XVI; Córdova, pp. 32- 33. Katz, pp. 569, 576; 578, se acerca a esta
posición al menos para el periodo hasta 1920.

98 Arnaldo Córdova (1974), La política de masas del cardenismo (México), p. 14.

99 Meyer, Historia de la Revolución Mexicana... El conflicto social, pp. 174-75.

100La tendencia hacia la concentración de tierra durante el porfiriato era general, pero no uniforme; en algunas
regiones (partes de Michoacán; la sierra de Hidalgo) las haciendas eran parceladas para formar pequeñas
propiedades. La parcelización de la tenencia de este tipo no debe, sin embargo, confundirse con la parcelización del
cultivo (a través de aparcería o renta) que, aunque era bastante común (en el Bajío, por ejemplo), representó un
incremento en las ganancias del terrateniente/rentista, y no la abdicación del control del terrateniente.

101 Jan Bazant (1975), Cinco haciendas mexicanas: tres siglos de vida rural en San Luis Potosí (México), pp.
182-83
líderes campesinos ahora más concientizados y con una mayor experiencia”.102 También en el
lejano Chiapas, el gobierno mapache pro-terrateniente que tomó el poder en 1920, se enfrentó a
una situación nueva, en que “la gran mayoría de la población, antes excluida de la participación
política, había sido politizada”; de ahí que “la política en Chiapas en los años veinte fuera muy
distinta de lo que había sido antes de la Revolución”; y, yo diría, este desarrollo ostensiblemente
político tuvo consecuencias importantes para el sistema hacendario, dada su lógica económica y
su carácter.103 Por lo demás, estos ejemplos no eran raros ni excepcionales: la experiencia de
Rosalie Evans, involucrada en su lucha finalmente fatal con los agraristas locales de Puebla, se
repitió a través de todo el país durante los años veinte y treinta, a medida que regiones con
descontento agrario, aun si se habían acallado temporalmente, renovaban su familiaridad con los
viejos conflictos de la Revolución.104
Así, la Revolución revirtió la tendencia porfirista a la concentración de la tierra y, lo que no es
menos importante, inició un largo proceso de movilización agraria. El poder y la legitimidad de la
clase terrateniente —que había sostenido al régimen porfiriano— nunca se recuperaron. Terrazas
—que culpaba a agitadores “comunistas”— no se había atrevido a armar a sus peones para
defenderse en 1910-11 (y sus sucesores reconstruyeron el imperio familiar bajo lineamientos
distintos que se conformaban a las nuevas normas posrevolucionarias; así también lo hicieron los
Figueroa de Guerrero: la supervivencia de las familias no implicaba necesariamente la
continuidad de la estructura social).105 En Morelos, los agricultores culpaban a la decadencia de la
religión de la beligerancia campesina; Rosalie Evans lamentó el deterioro de la deferencia
(evidente, también, en comunidades donde el agrarismo estaba ausente en gran medida) y el
consecuente engreimiento de los peones que alguna vez habían sido dóciles.106 Los sentimientos
radicales e igualitarios generados —o revelados— por la Revolución de 1910 hicieron imposible
el régimen de los antiguos terratenientes. El mundo puesto de cabeza, aun si fue parcialmente
ordenado después de 1915, jamás volvió a ser el mismo.
La mayor pérdida de la clase terrateniente fue política más que económica. Los oligarcas

102 Simon Miller, “An Agrarian economy under siege: the Porfirian hacienda in the Mexican Revolution”, ponencia
entregada al Taller mexicano de la Society for Latin American Studies Conference, Cambridge, abril de 1984;
Rayrnond Th. J. Buve (1975). “Peasant Movements, Caudillos and Land Reform During the Revolution (1910-17) in
Tlaxcala, Mexico”, Boletín de Estudios Latinoamericanos y del Caribe 18, pp. 148-49.

103 Benjamin, pp. 167, 179.

104 Rosalie Evans (1926) en la edición de D. C. Pettus, The Rosalie Evans Letters from Mexico (Indianápolis).
Asgar Simonsen me ha señalado que Ometepec, escenario de una jacquerie en 1911 se convirtió en un centro de
protesta agrarista después de la Revolución. El estudio que Friedrich hace de Naranja y el que Buve hace de Tlaxcala
revelan continuidades similares. Y como Craig lo ilustra en The First Agraristas, también se desarrolló una
significativa protesta agraria en regiones que habían permanecido relativamente calmadas durante la Revolución
armada.

105 José Fuentes Mares (1954), Y México se refugió en el desierto (México), pp. 241, 244-45; Wasserman,
“Persistent oligarchs”; Ian Jacobs, “Rancheros of Guerrero: the Figueroa brothers and the revolution”, en Brading,
Caudillo and Peasant, pp. 89-91, concluye su análisis de la familia (revolucionaria) con un claro ejemplo de cómo
“las nuevas estructuras [...] no siempre suponen el reclutamiento de nuevos hombres”.

106 Womack, pp. 41-42; y compárese con el libro de Anita Brenner, ldols Behind Altars (Nueva York, 1929), pp.
225-26. Evans, pp. 71, 18, 154 y Luis González y González, Pueblo en vilo: Microhistoria de San José de Gracia
(México, 1972), pp. 133, 137-38, sobre la decadencia del respeto.
terratenientes ya no dominaban en los estados; en el mejor de los casos colaboraban con los
generales revolucionarios electos y se esforzaban por contener el desafío de los grupos recién
movilizados. La devolución al por mayor que Carranza hizo de los terrenos confiscados permitió
una recuperación territorial, al menos en papel. Pero la riqueza basada en la explotación de la
tierra, separada del poder político, fue severamente dañada.107 De manera similar, aun una
modesta transgresión del monopolio territorial de un terrateniente (y para 1934 la quinta parte de
la propiedad privada había sido enajenada bajo la “modesta” reforma sonorense), podía tener un
impacto desproporcionado.108 La clase terrateniente del porfiriato había dependido del creciente
monopolio de la tierra (y del agua), reforzado por el poder político; afectado este monopolio,
restringido este poder, el interés terrateniente se vio seriamente amenazado y obligado a escoger
entre la extinción o la rápida adaptación al nuevo ambiente. Por lo tanto, donde sobrevivieron los
hacendados porfirianos lo hicieron en virtud del cambio, no del conservadurismo (el ejemplo
clásico es el de William Jenkins en Atencingo).109 La supervivencia individual o familiar no debe
cegarnos ante el cambio colectivo inducido por la Revolución.
Los hacendados porfirianos habían confiado en una combinación de coerción directa (o
“extraeconómica”), sobre todo en las regiones sureñas de peonaje por deuda; y de monopolio
territorial, que a su vez dependía del poder legal, financiero y político. Ambos fueron
significativamente afectados por la Revolución. Luis Felipe Domínguez liberó a los peones de las
notorias monterías de Chiapas; Salvador Alvarado se jactaba de haber liberado a cien mil peones
en Yucatán.110 Los agricultures estadounidenses, acostumbrados a reclutar peones por deuda,
vieron que el sistema se desmoronaba en medio de la Revolución.111 Por supuesto, no todos los
cambios fueron permanentes, y la Revolución no eliminó de un solo golpe este tipo de peonaje
por deuda servil, característico del sur. Tocó a Carrillo Puerto eliminar el último reducto de la
esclavitud en Yucatán (en la notoria plantación de Catmís), y esforzarse por “organizar la mano
de obra yucateca y transformarla en un sindicato de trabajadores agrícolas”; un afán que culminó
—aunque de manera imperfecta- en las reformas cardenistas de los años treinta. 112 En la región

107 Katz, pp. 2.56-57; Meyer, Historia de la Revolución Mexicana... El conflicto social, p. 187, observa
correctamente que “a principios de los años treinta, la característica principal del panorama rural mexicano era la
contradicción entre la posición económica dominante del terrateniente y su falta de legitimidad política.”

108 Ibid. p. 193; y véase nota 71 más arriba.

109 David Ronfeldt (1973), Atencingo: The Politics of Agrarian Struggle in Mexican Ejido (Stanford) Despojados de
sus extensas hectáreas, notó Anita Brenner, algunos terratenientes “se enriquecieron enormemente [..,] porque los
dejó en una posición industrial y los alivió del peor problema laboral. Otros se resignaron a cultivar intensivamente
lo que les quedaba, moviéndose a la vez hacia el comercio y la manufactura”; The Wind That Swept Mexico: The
History of the Mexican Revolution 1910-42 (Austin, 1984; publicado inicialmente en 194-3), p. 91.

110 Benjamin, p.. 132; Joseph, p. 104; Gruening, p. 139, señala el fin del peonaje en el notorio Valle Nacional de
Oaxaca.

111 Véase el reporte del agricultor norteamericano J. Harvey sobre Tezonapa, Veracruz, 2 de agosto de 1912,
archivo del Departamento de Estado, RG 59,812.00/4779, acerca de la imposibilidad de reclutar peones del pueblo
de Oluta, como antes lo había hecho durante las festividades, ahora que la “fuente de terror local” —la guarnición
militar— había sido removida.

112 Joseph, pp. 100-05, 213-14, 298. El comentario del cónsul norteamericano en Progreso fue prematuro, más que
totalmente equivocado, cuando, en 1917, reportó que “los sindicatos laborales ejercen una fuerte influencia política e
central de México, la eliminación del interés terrateniente fue más profunda y más rápida en
Morelos, donde los dueños de las plantaciones perdieron más de la mitad de su tierra y tuvieron
inclusive que enfrentarse a la competencia comercial de un campesinado reconstituido. Un
camino tipo junker hacia el capitalismo agrario, que había parecido abrirse durante el porfiriato,
se cerró en provecho de un camino farmer (el desarrollo del capitalismo sobre la base de la
agricultura campesina y la kulakización).113 O, de hecho, en provecho de ningún camino, pues no
está claro que el campesinado reconstituido de Morelos haya aportado un vehículo apropiado
para el avance del capitalismo.114 A partir de 1940, es cierto, ese campesinado reconstituido —
receptor de cesiones de tierras a partir de la Revolución— ha servido a los intereses de la
acumulación de capital y de la industrialización; sin embargo, anteriormente, el lugar del
campesinado dentro de tal proyecto capitalista era incierto y anómalo. La reforma agraria, en
otras palabras, podía significar distintas cosas en distintos momentos, y es un error teleológico
más el asumir que toda la reforma agraria -incluyendo la de los años veinte y treinta- era
igualmente funcional para el desarrollo del capitalismo.115
Si, desde el punto de vista del capitalismo, la reconstitución que la Revolución hizo del
campesinado era ambivalente, su impacto en el sistema de la hacienda fue más claro, y
probablemente crucial. Más aún, este impacto no estaba confinado a regiones de excepcional
agrarismo (como en Morelos). A través de gran parte del país, la hacienda se enfrentó tanto al
reto del campesinado “externo”, codicioso de la tierra hacendaria (un reto cuya intensidad variaba
de lugar en lugar), como a las amenazas más insidiosas, indirectas y penetrantes que, emanadas
de la Revolución, asesta- ron un golpe a la lógica misma de la producción hacendaria. Para poder

industrial, y el peonaje parece haber sido efectivamente abolido”; A. Gaylord Marsh al Departamento de Estado,
mayo 31 de 1917, archivo del Departamento de -Estado, RG 59, 812.00/20993.

113 ¿Acaso el modelo porfirista de desarrollo incluía una “vía junker” hacia el capitalismo agrario? El hecho de la
rápida concentración de la tierra sugiere que sí; pero (como lo discutiré) la estructura interna de las haciendas
porfiristas inhibía el progreso hacia el trabajo libre asalariado —en algunos, tal vez muchos, casos. De aquí la
ambivalencia de analistas como Roger Bartra quien, en su interesante artículo “Peasants and Political Power in
Mexico: A Theoretical Approach” Latin American Perspectives 5 (1975): 127, 129 primero sostiene que “la
agricultura mexicana de fin de siglo se estaba desarrollando a través de un camino que podría llamarse la versión
porfirista de la ‘vía Junker’”, y luego observa que “los latifundios utilizaban la super-explotación de la fuerza de
trabajo utilizando incluso formas feudales. De esta manera cerraron el acceso a la posibilidad a un desarrollo de la
agricultura tipo ‘Junker’”. Marco Bellingeri y Enrique Montalvo sostienen inequívocamente esta segunda posición
en “Lenin en México: la vía junker y las contradicciones del porfiriato”, Historias 1 (1982): 15-29. Como tantas
preguntas históricas ésta depende de lo que es típico y lo que es atípico; y, en este momento, nuestro nivel de
conocimiento empírico no nos permite dar una respuesta segura. Bellingeri y Montalvo ciertamente han señalado las
barreras que yacían en el camino de una transición “junker” tranquila, misma que, como se discute en el presente
artículo, la Revolución ayudó a demoler.

114 Veo Morelos como el mejor ejemplo de una reforma agraria posrevolucionaria completa: las consecuencias
están sugeridas en Womack, pp. 372-75; aunque compárese con Arturo Warman, ...Y venimos a contradecir: Los
campesinos de Morelos r el Estado nacional (México, 1976), pp. 165-68, 178-83. Bartra, en “Peasants and Political
Power”, adopta el clásico punto de vista marxista de que la reforma agraria creó “un obstáculo para el desarrollo
capitalista de la agricultura” al bloquear la “descampesinación”: véase pp. 127-28. Magraw, Pp. 15, 56-57 sugiere un
paralelo francés.

115 Véase el sumario en el libro de David Goodrnan y Michael Redclift, From Peasant to Proletarian: Capitalist
Development and Agrarian Transitions (Oxford, 1981), pp. 185-213.
apreciar esto, debemos regresar al porfiriato. El crecimiento dinámico en la demanda y de la
inversión que afectó al México rural de finales del siglo XIX, ocurrió, en una sociedad que ya
tenía unidades territoriales relativamente bien definidas.116 Los grandes fundos estaban bien
establecidos (aunque esto no quiere decir que todas las propiedades fueran grandes, o que no
fueran compradas, vendidas, he- redadas, divididas en parcelas o consolidadas); y se habían
beneficiado de la política de desamortización iniciada por los liberales de los años cincuenta, así
como de las leyes de colo- nización del periodo de Díaz. Resulta bien claro (y no vale la pena
abundar en ello) que las haciendas operaban den- tro de un mercado y buscaban ganancias; esto
es cierto de los hacendados preporfiristas tanto como de los porfiristas. 117 Lo que resulta más
controvertido e interesante es la lógica que subyacía a la producción hacendaria, especialmente a
medida que la demanda del mercado creció en el último cuarto del siglo XIX. Comentaristas
como Molina Enríquez, quien denunció la extensión de hectáreas y la mentalidad “feudal” de los
hacendados porfirianos, estaban equivocados, pero no totalmente (de hecho, sería extraño que
tantos comentaristas, mexicanos y extranjeros, contemporáneos y posteriores, estuvieran tan
uniformemente equivocados).118 La escala y los aparentes esfuerzos autárquicos de las haciendas
porfiristas denotaban, no una mentalidad feudal/señorial, sino más bien una respuesta económica
racional a las circunstancias; circunstancias de creciente demanda, de capital limitado, de tierra
inicialmente barata (que con el tiempo se volvió más cara), de trabajo inicialmente costoso (que
con el tiempo se volvió más barato, debido al crecimiento de la población y al despojo de los
campesinos) y, sobre todo, un clima legal sumamente favorable.
Así, la expansión de los fundos no sólo aumentaba los recursos (la tierra y —a veces más
crucial— el agua), sino también generaba una creciente oferta de trabajo; a tal punto que para
finales del siglo XIX la necesidad objetiva del peonaje por deuda estaba desapareciendo en
muchas partes de México.119 En Morelos, la sanción más fuerte por parte del terrateniente no era
la coerción, sino la expulsión de la propiedad.120 Además, el despojo de los aldeanos y los
pequeños terratenientes eliminó la competencia en la producción de las cosechas principales,
mientras que un arancel favorable impedía la importación de granos. Las grandes extensiones de
tierra (y la “grandeza”, en este contexto, estaba en relación a las condiciones locales) generaron
de esta manera trabajo barato, altos precios y buenas ganancias. Pero —un dilema económico
usual— estas ventajas individuales significaron desventajas colectivas, sobre todo para el

116 La ausencia relativa de tierra libre, aunada al creciente monopolio de los terratenientes, canceló cualquier
aplicación general del principio de Chayánov: los campesinos rara vez estaban en posición de competir exitosamente
con la producción hacendaria (como lo habían hecho durante el periodo colonial, por ejemplo).

117 En vez de citar el extenso cuerpo de trabajo de Enrique Semo, Jan Bazant, David Brading, Charles Harris, Harry
Cross, Marco Bellingeri, John Tutino, Simon Miller y otros, yo recordaría el comentario de John Coatsworth: “No se
ha encontrado un solo propietario de tierras que pudiera clasificarse como el tipo de bobo económico, aristocrático y
orientado hacia el prestigio, que alguna vez muchos identificaron como el típico hacendado hispanoamericano”:
“Obstacles to Economic Growth in Nineteenth-Century Mexico”, American Historical Review 83 (1978), p. 87.

118 Andrés Molina Enríquez (1909), Los grandes problemas nacionales (México), pp. 81-103; Edith Boorstein
Couturier (1968). “Modernización y tradición en una hacienda: San Juan Hueyapán, 1902-11”, Historia Mexicana
18: 35-55.

119 Friedrich Katz (1900). La servidumbre agraria en México en la época porfiriana (México), pp. 37-38; Warman,
p. 89.

120 Warman, pp. 70, 72.


desarrollo capitalista continuo que los porfiristas (incluyendo a la mayoría de los terratenientes)
favorecían. Un desarrollo así requería del crecimiento de una vigorosa clase kulak y/o de la
proletarización del campesinado (de hecho, histórica y teóricamente, las dos tendencias parecen
conspirar).121 Para muchos, estas tendencias se requieren por definición, ya que teóricamente el
capitalismo está constituido por relaciones de producción que incluyen el trabajo libre asalado: la
producción para el mercado, el viejo axioma frankiano, no basta por sí misma para denotar
capitalismo.122 (Debe agregarse que, debido a que la agricultura no es completamente análoga a la
industria, no puede experimentar el mismo grado de proletarización total: los campesinos, en
otras palabras, pueden sobrevivir dentro de sociedades demostrablemente capitalistas,
posiblemente como “proletarios disfrazados”.123 La existencia de campesinos en el México
moderno no convierte a México en un país “feudal” o “precapitalista”, tal y como la existencia
del proletariado en el México de los Habsburgo no lo hizo un país “capitalista”.) Pero, dejando a
un lado las definiciones, existe un punto práctico, que debiera impresionar aun a aquéllos que
carecen de tiempo para las polémicas definicionales. Ante la ausencia de una kulakización y/o
proletarización significativa, el alcance del mercado seguiría siendo reducido, ya que el grueso de
la población dependería de la agricultura y del pago en especie para su subsistencia, con las
transacciones mercantiles mayores confinadas en las ciudades y el comercio internacional:
circunstancias que prevalecieron en México o en Chile más o menos hasta circa 1850.124 Aunque
estas circunstancias permitían un comercio exterior significativo (al igual que las economías
medievales), no formarían ninguna base para el desarrollo capitalista, aun a lo largo de las líneas
de desarrollo hacia afuera. El Estado capitalista requería de la kulakización y/o proletarización
no sólo en definición, sino como un prerrequisito práctico para la creación de un mercado
doméstico, la acumulación capitalista y la industrialización. El desarrollo hacia afuera
“funcionó” precisamente en aquellas regiones —como en Argentina y en el sur de Brasil— donde
las ganancias de la exportación facilitaban la expansión del mercado doméstico (él mismo
edificado sobre la inmigración europea y por lo tanto sobre salarios más altos); no —como en las
121 Goodman y Redclift, pp. 100-05; Alain de Janvry (1981), The Agrarian Question and Reformism in Latin
America (Baltimore), pp. 106-09.

122 “La mera apariencia de circulación de mercancías y de circulación de moneda, no basta para proporcionar las
condiciones históricas para la existencia de capital”; “la cooperación capitalista [...] presupone la existencia de un
trabajador libre asalariado que venda su fuerza de trabajo al capital”; “el proceso que abre paso al sistema capitalista
[...] transforma a los productores en trabajadores asalariados”; etcétera. Karl Marx (1957), Capital, 2 vol., J. M. Dent
& Sons (Londres), 1, pp. 156-57, 351; 11, pp. 791-92.

123 Luisa Paré (1977), El proletariado agrícola en México: ¿campesinos sin tierra o proletarios agrícolas?
(México). La autora adopta esta posición con respecto a México. S. Amin y K. Vergopolous (1977), La questione
paysanne et le capitalisme (París), lo hacen globalmente: véanse especialmente las pp. 182-204 para un análisis
convincente del “campesino” moderno como un trabajador de facto. Desde luego, este alejamiento de la letra de
Marx es contencioso: Goodman y Redclift, pp. 96-98.

124 Arnold Bauer (1975), Chilean Rural Society (Cambridge). Bauer ha enfatizado las reducciones del mercado en
Chile a principios del siglo XIX, aun en tiempos de un supuesto “boom” de exportaciones; aunque no conozco
ningún estudio equivalente de la economía mexicana de este periodo, la evidencia disponible apunta en la misma
dirección. Coatsworth, “Obstacles to economic growth”, p. 82 nota una disminución del 50% en los ingresos reales
per capita en México entre 1800 y 1860, en tanto en su libro El impacto económico de los ferrocarriles en el
porfiriato (2 vol., México 1976) ilustra la dramática expansión del mercado que fue posible después de la década de
1870.
costas de Perú o en Centroamérica— donde la demanda de trabajo podía afrontarse mediante
salarios de subsistencia y trabajos sometidos a contrato.125
El México porfirista se aproximaba más a los segundos ejemplos. El sur —el “México
bárbaro”— desarrolló formas de peonaje por deuda que en algunos casos se parecían mucho a la
esclavitud.126 Mientras tanto, en las haciendas tradicionales del centro de México, la transición al
trabajo libre asalariado (o kulakización) estaba bloqueada por los imperativos de la producción
hacendaria. Aquí, los terratenientes más “progresistas” favorecían, y a veces estimulaban, un
cambio en las formas de remuneración “tradicionales” (como la aparcería, por medio de la cual
los peones recibían parcelas a cambio de trabajar la tierra; pagos en especie, incluyendo pagos
abstractos en efectivo, compensados por la “adquisición” de bienes básicos) al salario en efectivo.
Esto era totalmente lógico debido a que la cantidad de trabajadores disponibles estaba creciendo,
al menos en la región central de México, en tanto que los costos de oportunidad de ciertas formas
“tradicionales” de remuneración —por ejemplo la tierra y los productos básicos— estaba
aumentando. Pero si bien cambiaban a pagos salariales, los terratenientes se mostraban renuentes
a ajustar los salarios a los precios. De ahí que, a pesar de la inflación que aumentaba los precios,
los salarios crecieron de forma modesta y titubeante (lo mismo parece poder aplicarse a la
situación en las minas durante la Revolución).127 Como consecuencia, los trabajadores rurales se
enfrentaron a una severa reducción en su nivel de vida, a lo que respondieron volviendo a los
gajes tradicionales: pagos en especie, pagos adelantados para la adquisición de alimentos. Los
hacendados se encontraron con deudas crecientes, a pesar suyo.128 En San Antonio Tochatlaco,
una hacienda de orientación mercantil manejada por una administración progresista, fracasó el
intento de eliminar las deudas y los pagos; para principios de siglo ambos tuvieron que ser
restituidos.129 Como resultado, las saludables ganancias de las haciendas durante la primera
década de este siglo dependían, no sólo de la creciente sed de pulque registrada en la ciudad, sino
también de su capacidad para disminuir los costos monetarios incrementando los pagos no-
monetarios a su explotada fuerza de trabajo. Si bien una concentración del balance de la hacienda
(egresos monetarios e ingresos), del tipo que los estudios sobre las haciendas presenta con
frecuencia, sugeriría, en este caso, una muy exitosa empresa “capitalista”, la inclusión de la
fuerza laboral (las relaciones de producción) en el cálculo revela una significativa y creciente
dependencia de las formas de remuneración no-capitalista (¿feudales?).130 Esto ayudaría a

125 William Glade (1969), The Latin American Economies: A Study of their Institutional Evolution (Nueva York),
pp. 306-10, 319-21.

126 Alan Knight, “Peonage and Unfree Labour in Nineteenth-Century Mexico”, ponencia entregada al History
Workshop Conference on Slavery and Unfree Labour, Oxford, abril de 1985.

127 Katz, Servidumbre agraria, pp. 13, 34. Durante la inflación revolucionaria, las compañías mineras preferían
repartir caridad que aumentar los salarios; cf. U.S. Naval Report, Manzanillo, 9 de noviembre de 1915, archivos del
Departamento de Estado, RG 59, 812.00/16843.

128 Katz, Servidumbre agraria, pp. 83-103, proporciona el reporte de Galindo sobre el peonaje en la región de
Puebla- Tlaxcala, indicando este fenómeno.

129 Ibid., pp. 40, 100-01, reporta el intento; para conocer la historia completa, analizada a fondo, véase Marco
Bellingeri (1976), “L'economia del latriondo in Messico: l'hacienda San Antonio Tochatlaco dal l880 al 1920”,
Annali delta Fondazione LuiBi Einaudi 10: 287-428.

130 Bellingeri, pp. 370-80, 400-13.


explicar que prevalecieran las deudas en otras haciendas de la región, a pesar de la relativa
abundancia de trabajadores disponible y la antipatía de los hacendados por el trabajo
endeudado.131
En la medida en que los estudios sobre las haciendas se concentran en las relaciones externas
(su papel en el mercado, su balance formal) y no penetran en las relaciones internas de
producción, es difícil decir hasta dónde este ejemplo es típico. Obviamente, como lo indican los
casos que van desde Europa oriental hasta el Caribe y México, las ganancias pueden aumentar
con base en relaciones de producción que son patentemente no capitalistas, como por ejemplo
aquellas en que el trabajo libre asalariado está ausente, es muy limitado, o parece existir de
manera puramente formal.132 Esto puede ser problemático para la iniciativa individual (como en
San Antonio Tochatlaco), pero el problema puede enfrentarse: mientras las ganancias se
acumulen, la iniciativa prosperará y las “contradicciones” no serán fatales. Pero las
consecuencias para la economía global son serias. Bajo tales condiciones, que no son las del
mercado libre, las ganancias individuales no redundarán en el desarrollo colectivo. Los
problemas —o “contradicciones”— pueden ser discernidos en tres áreas.
Primero, el monopolio terrateniente de los recursos y la sobrevivencia asociada —incluso el
reforzamiento— de las relaciones precapitalistas de producción inhibieron la racionalización de
la producción agrícola. De nuevo, no es cuestión de una mentalidad “feudal” o “señorial”. Los
terratenientes porfiristas innovaron o invirtieron (algunos de manera lujosa y jactanciosa) 133
donde parecía redituable hacerlo. Pero por lo general la inversión fluía hacia el transporte, el
procesamiento y la irrigación. En tanto que el trabajo pudiera ser asegurado a bajo costo (aun, en
un sentido, gratuitamente, dado el bajo precio que significaba pagar con tierra), había pocos
incentivos para mecanizar. Comparados con sus equivalentes estadounidenses, los productores
mexicanos de cereales gozaban de mayores ganancias basadas en una menor productividad.134 De
ahí la crítica de Raigosa a la agricultura porfirista: “a salario bajo, agricultura pobre y producto
caro”.135 Segundo, la baja productividad y los bajos salarios (o salarios en especie) reducían el
crecimiento del mercado nacional, un prerrequisito crucial para la industrialización. Por una
parte, la gran masa de peones, orillada al margen de subsistencia, mostraba lo que un contratista
alemán (que escribió después de la Revolución, pero expresó sentimientos aún más aplicables al
periodo anterior a 1910) llamó “verdammte bedürfnislosigkeit” (“maldita miseria”).136 De ahí que
la industria textil se enfrentara a una crisis de sobreproducción, que a la vez conformaba la
131 Katz, Servidumbre agraria, pp. 38-39, 87, 89, 98-99.

132 “Puramente formal” en el sentido de que el salario en efectivo puede consistir en un crédito reciclado a través de
la hacienda misma y los anticipas en efectivo pueden —según la clásica forma opresiva del peonaje por deudas—
servir para mantener la fuerza de trabajo cuasiservil. Por ende, no sólo los siervos y los esclavos, sino inclusive
algunos. “proletarios” ostensibles, pueden de hecho no alcanzar los requerimientos definicionales del “trabajo libre
asalariado” del cual “debe ser doblemente libre: libre del acceso a la tierra y libre del control de un patrón
particular”); a pesar de que sus patrones puedan estar logrando saludables ganancias en el mercado. La cita es del
artículo de Tom Brass “Coffee and rural proletarianization: a comment on Bergad”, journal oj Latin American
Studies 16, (1984), 144.

133 Womack, p. 49; Warman, pp. 62-63; Joseph, pp. 29, 34; Barbara Luise Margolies (1975). Princes of the Earth:
Sub cultural Diversity in a Mexican Municipality (Washington), pp. 19-22.

134 Fernando González Roa (1919), El aspecto agrario de la revolución mexicana (México), p. 200.

135 Moisés González Navarro (1970), Historia moderna de México. El porfiriato: La vida social (México), p. 218.
“cuestión social” de principios de siglo: las fábricas individuales fracasaron por falta de un
mercado masivo.137 Y, mientras que los bajos salarios impedían que el sector rural se convirtiera
en un mercado para los bienes industrializados, la baja productividad se combinó con una
competencia imperfecta para forzar el aumento de los precios de los productos básicos
(ciertamente para la primera década del siglo, si no es que antes), comprimiendo así los salarios y
los ingresos disponibles.138
Finalmente, la estructura de la producción agrícola inhibía el desarrollo capitalista al desviar los
recursos hacia el ineficiente y monopolista sector agrario. El monopolio de los terratenientes
aseguraba ganancias, ya fuera como productores directos (los dueños de plantaciones en Morelos
y al sur de este Estado) o como rentistas (los hacendados de Guerrero y del Bajío).139 Era
económicamente racional (no atavísticamente “feudal”) invertir en la tierra más que en la
industria o el comercio (que dependían fuertemente —aunque no de manera exclusiva— del
capital foráneo. ¿Para qué invertir en los ferrocarriles al 6% de ganancia, se preguntaba un
diputado en 1878, cuando el 12% podía obtenerse con facilidad en otra parte; o cuando, puede
agregarse, los productores mexicanos de maíz podían confiar en más del 50% a principios del
siglo?140 La rentabilidad misma de la producción hacendaria, citada a menudo como evidencia de
su carácter “capitalista”, ejerció un efecto macroeconómico que resultó en detrimento del
desarrollo capitalista. En términos neoclásicos, la vuelta a un factor de producción (la tierra)
distorsionó el mercado en perjuicio de los consumidores, los asalariados y los industriales. De
igual manera, la extracción de los terratenientes de la “renta absoluta del suelo” inhibió la
acumulación de capital y la transición a relaciones de producción capitalistas.141 De manera
similar, los arreglos políticos que subyacían este patrón de desarrollo (que, ante todo,
garantizaban la posición monopolizadora del terrateniente) han sido descritos de varias maneras:
en términos de “la revolución desde arriba” de Barrington Moore, mediante la cual las élites
preindustriales y la agricultura “represiva del trabajo” fueron preservadas por un proyecto de
“modernización conservadora”; o en términos de las diferentes alianzas esbozadas por Amín,
caracterizadas por “altos precios de los productos básicos y por lo tanto salarios más caros,
menos ganancias [y la liberación] [...] de los beneficiarios de este monopolio hacendado de la
obligación permanente de mejorar las técnicas de producción, bajo el impulso de 1a competencia
a la que ningún industrial puede escapar”.142
Estas restricciones o “contradicciones” no fueron fatales. No existe evidencia de que hacia 1910

136 Stuart Chase (1931), Mexico: A Study of Two Americas (Nueva York), p. 313.

137 Rodney Anderson (1976), Outcasts in their own an: Mexican Industrial Workers, 1906-1911 (Dekalb), pp.
29-31, 251; el consul Bonney, en San Luis, al Departamento de Estado, 2 de noviembre de 1912 archivo del
Departamento de Estado, RG 59, 812.00/5446.

138 Katz, Servidumbre agraria, pp. 34-35; John H. Coatsworth, “Anotaciones sobre la producción de alimentos
durante el Porfiriato”, Historia Mexicana 26 (1976); 167-87; González Roa, p. 97 Margolies, p. 28.

139 La forma económica y el contexto social de la producción hacendaria variaban de región a región (como aquí se
sugiere); y estas diferencias fueron importantes determinantes de la “ecología de la revolución” después de 1910.
Para otros propósitos analíticos —por ejemplo, macroeconómicos— son las características comunes de la producción
hacendaria las que merecen enfatizarse.

140 Charles C. Cumberland (1968), Mexico: The Struggle for Modernity (Oxford), p. 212.

141 Karl Marx (1966), Capital (Moscú), libro III, cap. XIV, especialmente las pp. 700-62.
la “revolución porfirista desde arriba” estuviera fatalmente condenada. 143 Se necesitó una crisis
política —probablemente una crisis política gratuitamente autoinfligida— para derrocar al
régimen y permitir que los conflictos sociales pasaran a primer plano. En ausencia de una crisis
de esta naturaleza, la “revolución desde arriba” sin duda se hubiera consolidado con todo y sus
contradicciones, como otras lo han hecho durante generaciones. Pero de igual manera, no hay
evidencia de que el régimen porfirista pudiera haber sobrellevado estas contradicciones mediante
una reforma adecuada: los intereses de los terratenientes estaban demasiado establecidos y eran
demasiado poderosos para permitir cambios radicales que hubieran requerido una política de
verdadera reforma. A falta de una revolución, en otras palabras, las clases hacendadas hubieran
sobrevivido, como lo hicieron en otras partes de América Latina, hasta que cambios
acumulativos, políticos, económicos y demográficos aseguraran que la reforma viniera
oficialmente, casi por consenso.144 Como desafío a los intereses creados, como una confrontación
de clase con clase y como una ruptura con el pasado, las reformas agrarias, digamos, de Bolivia
en los años cincuenta y de Perú en los sesenta, no pueden compararse con las de México entre
1910 y 1940.
En lo concerniente a las restricciones y contradicciones agrarias del porfiriato, la Revolución
tuvo un impacto decisivo, si bien no inmediato. Entre sus efectos principales está el
debilitamiento y, en última instancia, la destrucción del sistema hacendario. Esto no quiere decir
que el liderazgo revolucionario fuera fervorosamente agrarista o que el campesinado emergiese
como un beneficiario absoluto de la Revolución. Al contrario, gran parte del debilitamiento y de
la destrucción no estaban planeados (y aun esto fue lamentado por los líderes), y no fue sino hasta
mediados de los años treinta que la política oficial se adhirió a objetivos netamente agraristas.
Tampoco la desaparición de las haciendas benefició uniformemente a los campesinos, algunos de
los cuales perdieron la relativa seguridad de su estatus de acasillados; otros, al adquirir parcelas
inadecuadas, intercambiaron el dominio del hacendado por el de cacique ejidal.145 Por lo tanto, en
algunos distritos, la reforma agraria fue impuesta sobre un campesinado recalcitrante.146 Pero es
erróneo negar por ello los cambios agrarios iniciados por la Revolución. Se considera que las
revoluciones, en su sentido “funcional”, afectan las relaciones de clase de una manera
significativa; no son (en palabras de Mao) “como asistir a una cena... o hacer bordados”; ni
tampoco son nítidos ejercicios de redistribución del producto social, al estilo socialdemócrata.147
No está claro que el campesinado francés estuviera mejor, en la generación que siguió a la
142 Barrington Moore Jr. (1969), Social Origins of Dictatorship and Democracy: Lord and Peasant in the Making
of the Modern World (Hamlondsworth), pp. 4-33-36; Amin y Vergopoulos, p. 33.

143 Ruiz, pp. 12, 24-25, Cockcroft, pp. xv-xvi, 53.54, entre otros análisis, parecen exagerar la inevitabilidad
estructural de la Revolución.

144 Las reformas agrarias boliviana y peruana, por ejemplo, significaron menos el desmembramiento de haciendas
rentables y productivas (como las de Morelos) en favor de un campesinado militante “externo”, que la emancipación
de un campesinado “interno” de sus ataduras “feudales”; igualmente, llegaron en un momento cuando sus victimas
terratenientes lejos de constituir una clase “hegemónica” (como los terratenientes porfirianos), estaban bajo el ataque
de poderosos Intereses urbanos, políticos y económicos. (Me estoy refiriendo a la reforma agraria en la sierra
peruana, no en las costas.)

145 Warman, pp. 68-69, 124-26, 204, sobre la condición de los realeños de Morelos (peones “confiables”); e ibid.,
pp. 158-61, 182, 192, y Benjamin, p. 249, para ejemplo del nuevo caciquismo ejidal.

146 Craig, pp. 125-26, por ejemplo.


Revolución, de lo que había estado una generación antes; pero eso no quiso decir que las cosas
habían cambiado poco o que la Revolución no hubiera sido una revolución. Como en México un
siglo después, los campesinos franceses intercambiaron un patrón (el señor) por otro (el usurero);
en algunas partes del sur de Francia “había poca simpatía hacia una Revolución que era
considerada urbana, anticlerical y ‘norteña’”.148 La impopularidad de la Revolución (mexicana),
enfatizada ahora (y posiblemente exagerada) por los historiadores revisionistas, puede verse, no
como una consecuencia del conservadurismo “revolucionario”, y por tanto de la ausencia de un
cambio social, sino más bien como un rechazo de raíz a un cambio que fue dramático, pero no
bienvenido. Mucho de este cambio fue impersonal y no planeado; parecía más bien la obra de
leja- nos dioses que jugaban con los destinos humanos con tanta indiferencia como en las
narraciones de Azuela y de Hornero.
Los terratenientes, que a menudo perdían su influencia política, también veían amenazada su
supervivencia económica. La destrucción física acarreada por la Revolución (que afectó a la
agricultura más que a la industria) no debería subestimarse. “A lo largo de toda la ruta podían
verse las ruinas de haciendas que alguna vez fueron prósperas”, de la ciudad de México hacia
Querétaro, según el testimonio de un viajero de los años veinte que registró panoramas similares
abajo, en el Istmo, y al norte, en el Bajío.149 Más importante aún, la vieja lógica del cultivo
hacendario era ya inaplicable; los antiguos monopolios de tierra estaban erosionados (hasta una
modesta reforma agraria podía lograr esto); la mano de obra se había vuelto más cara y
displicente; ahora el Estado participaba mediante la distribución de la tierra (por desigualmente
que lo hiciera), la legislación laboral (por cosmética que fuera) y la recaudación de impuestos. En
muchos estados, la inseguridad física y económica de la hacienda fue perpetuada por frecuentes
batallas con los agraristas locales.150 De este modo, aun ante la ausencia de la reforma
avasalladora que caracterizó al estado de Morelos,151 una serie de presiones más insidiosas estaba
actuando. La Revolución afectó tanto la disponibilidad como la docilidad de los trabajadores.
“Esencialmente”, observó Gruening, “la objeción de los hacendados no era tanto deshacerse de
unas cuantas hectáreas de sus enormes territorios, sino perder a sus siervos. Esto es lo que la
restauración de las tierras comunales acarreaba inevitablemente”.152 El interior, como San Felipe
del Progreso (al norte del estado de México), pasó la Revolución en una “tranquilidad

147 Mao Tse-Tung (1967). “Report on an investigation of the Peasant Movement in Hunan”, en Selected Works of
Mao Tse-Tung, 3 vol. (Pekin), vol. 1, p. 28.

148 Magraw, pp 28, 111.

149 A.F. Tschiffely (1952), Tschiffely's Ride (Londres), pp. 232, 259, 263-64.

150 Evans y Friedrich ofrecen buenos ejemplos. Como un observador lo notó a principios de los años treinta, la
propiedad rural era “ahora una fuente de ingresos extenuada”; las haciendas habían “caído en malos tiempos”; y, aun
en los lugares donde los hacendados se aferraban a su patrimonio, esto representaba un “juego sin fin que rompía el
corazón”; R.H.K. Marett (1939), An Eye-witness of Mexico (Londres), pp. 14, 16, 96. Quizá Marett alegaba en su
provecho demasiado; pero también lo hacen quienes aducen la conservación del status quo rural hasta mediados de
los años treinta.

151 Para finales de 1933 (esto es, aun antes de las reformas cardenistas) los ejidos abarcaban casi la mitad del área
total de Morelos (47%) y producían por lo menos cuatro-quintas partes de su cosecha: Eyler N. Simpson (1937), The
Ejido: Mexico's Way Out (Chapel Hill), pp. 622-23; aunque compárese también con las pp. 573-74.

152 Gruening, p. 145.


incómoda”, ocasionalmente trastornada por la violencia agraria; para los años veinte las
haciendas locales se enfrentaban al agrarismo organizado, las primeras reformas oficiales y
apuradas circunstancias económicas; una, Tepetitlán, quebró y pasó a manos de un banco en
1929. “Ahora se podía decir que la hacienda estaba en decadencia”, se lamentaba su
administrador, "porque el movimiento agrario estaba encima de nosotros; la hacienda ya no
funciona a como antes.153 Quejas similares emanaban de estados como Guerrero y Chiapas
(ninguno de los cuales tenía una reputación de ser agrarista), donde gobernadores como Castrejón
y Vidal, respectivamente, fueron culpados de acelerar la reforma de la tierra, de incitar a la
organización agrarista y de aumentar los impuestos a los hacendados. “Sobre todo en las
propiedades inmuebles tanto urbanas como rurales de Chiapas y Oaxaca”, se reportó, “ha habido
un fuerte incremento, no sólo en la proporción sino [también] en las valuaciones [fiscales] de las
propiedades tanto urbanas como rurales”.154 En San Antonio Tochatlaco, los impuestos y las
tarifas se incrementaron con la Revolución, dejando una empresa apenas viable.155 De este modo,
mucho antes de que Cárdenas tomara la ofensiva contra las grandes haciendas comerciales de
Yucatán, La Laguna y el Valle del Yaqui y así impulsara las cifras de la reforma formal a niveles
sin precedente, las haciendas de todo el país habían sido sometidas a presiones inexorables.
Algunos terratenientes huyeron durante la Revolución y no volvieron nunca; otros emigraron (de
Morelos a Jalisco, por ejemplo); algunos más fueron obligados a vender parcial o totalmente sus
propiedades a causa de la presión campesina o de las fuerzas del mercado: en el Bajío, donde la
parcelización fue acelerada por la Revolución, o en la Sierra Alta de Hidalgo, donde las ventas
apresuradas de los hacendados en decadencia ayudaron a alentar la formación de una nueva clase
de campesinos medios.156 Un buen número de terratenientes, orillados a las ciudades y privados
de su patrimonio, establecieron negocios y formaron nuevas fortunas.157 Mientras tanto, los
muchos que se quedaron (y algunas veces prosperaron), lo hicieron gracias a su monopolio
territorial y su apoyo político (que, a pesar de la compra de generales revolucionarios, nunca fue
tan grande como en tiempos de Díaz), más que por medio de la innovación y la racionalización
económica. El camino hacia adelante lo trazaban los terratenientes capitalistas como William
Jenkins quien, sutilmente, se opuso a la agitaci6n agrarista, adoptó nuevas alianzas con políticos
revolucionarios, y se desprendió progresivamente de sus extensas hectáreas, a la vez que retuvo
el control del importantísimo complejo industrial de Atencingo.158 En otras palabras, Jenkins
intercambió una tierra local por un monopolio local industrial (un intercambio que intereses
extranjeros, también en el mercado del azúcar, lograron en Cuba durante el mismo periodo). 159 O,
por decirlo de otra manera, cambió de la extracción de plusvalía absoluta a la extracción de

153 Margolies, pp. 35, 39.

154 Benjamin, pp. 188-95 (incluida la cita del cónsul norteamericano en Salina Cruz, p. 191); Jacobs, pp. 145-57.

155 Bellingeri, p. 382-87.

156 Me refiero a la parcelización de la propiedad, no sólo al cultivo. Véase D.A. Brading (1978), Haciendas and
Ranchos in the Mexican Bajio, Lean 1700-1860 (Cambridge), pp. 208-16; Frans J. Schryer (1980), The Rancheras al
Pisaflares: The History of the Peasant Baurgoisie in Twentieth-Centurr Mexico (Toronto), pp. 37, 42, 51, 64-65, 78,
80-82, 93. [Ed. cast.: ed. Era.]

157 Algunos ejemplos de diversificación y sobrevivencia de la élite pueden encontrase en el libro de Flavia Derossi
The Mexican Entrepreneur (París, 1971); véanse las pp. 22-23, 157, 259.

158 Véase Ronfeldt, Atencingo, passim.


plusvalía relativa; esto es, se convirtió en un capitalista agrario hecho y derecho. En México,
como en América Latina, por lo tanto, la consecuencia económica más grande y más clara de la
reforma agraria fue la racionalización de la agricultura de los fundos; la conversión obligada de
los hacendados “tradicionales” (esto es, “feudales”, “semifeudales” o “precapitalistas”) en
empresarios “modernos”, capitalistas.160 Fue una conversión que los líderes revolucionarios
favorecieron, aunque sin mención explícita. Cárdenas protegió a Jenkins; Calles, él mismo un
buen exponente de la agricultura comercial, instó: “los latifundistas ganarán si conceden tierras a
los pueblos de la República, de manera que [los latifundistas], al explotar esa parte de la tierra
que les quede, se volverán verdaderos agricultores [...] y dejarán de ser explotadores de
hombres”.161 Es decir: la explotación seguiría a través del anonimato del mercado, más que
mediante la coerción y el monopolio palpable.
Aunque Calles, Cárdenas y otros trabajaron para apresurar esta transición, no la echaron a
andar, ni sus esfuerzos fueron necesariamente los más eficaces. La disolución de la propiedad,
iniciada entre el caos de la Revolución y sin precedente en América Latina en este tiempo, formó
parte (la parte más importante) de la convulsión socioeconómica general, caracterizada por la
rebelión armada, la movilización popular y los trastornos económicos (inflación rampante, así
como destrucción física). Los terratenientes venidos a menos de Morelos o del Bajío (como los
padres del líder sinarquista Abascal), tenían sus contrapartes de la “clase media”, como
Lombardo Toledano y Gómez Morín, que habían sido despojados de su seguridad económica por
los desórdenes revolucionarios.162 Y también hubo comunidades campesinas que adquirieron una
nueva fluidez, una nueva movilidad espacial (los refugiados huyeron de Morelos para ir a
Guerrero, dejaron las montañas para ir a los lagos de Michoacán, o buscaron refugio y trabajo en
los Estados Unidos); que experimentaron la decadencia de las viejas costumbres —religiosas,
sexuales, familiares— y experimentaron nuevas actividades económicas, como la orgía que tuvo
lugar en Tepoztlán de quema de carbón de leña. 163 Las innovaciones económicas que sufrieron los
terratenientes del porfiriato también se impusieron a los campesinos. De esta forma, y más que la
mayoría de las otras consignas revolucionarias, la ética del trabajo y de la reconstrucción,
sermoneada incansablemente por los sonorenses y por sus incondicionales, estaban acorde con la
realidad y, tal vez, llegaba a oídos receptivos. “Olviden la Revolución”, dijo el nuevo presidente
municipal de Azteca. “¡Lo que pasó, pasó! Los que murieron están muertos. ¡Los que quedaron,
quedaron! Así es que anden, váyanse a trabajar. Hagan carbón y vayan a venderlo.” Y la gente lo
hizo: “creíamos en Montoya y nos pusimos a trabajar para mejorar las cosas”.164
Por lo tanto, del remolino de la Revolución emergió una nueva sociedad que, comparada con la
159 Juan Martínez Alier (1977), Haciendas, Plantations and Collective Farms: Agrarian Class Societies (Londres),
pp. 100-01.

160 De Janvry, cap. 6, especialmente las pp. 211-18. El énfasis que pone De Janvry en el vínculo causal entre
reforma agraria y desarrollo capitalista (ante todo en el “sector de la no-reforma”) resulta apropiado; esto no quiere
decir que su tipología de las reformas (p. 206) sea correcta o que su inferencia del motivo a partir del desenlace (nota
173, más abajo) sea válida. Ambas necesitan calificarse.

161 Ronfeldt, Atencingo, pp. 19-29; Córdova, p. 317.

162 Jean Meyer (1979), El Sinarquismo. ¿Un fascismo mexicano? (México), p. 55; Enrique Krauze (1976),
Caudillos culturales en la revolución mexicana (México), pp. 37-39, 43-44, 61-63.

163 Oscar Lewis (1969), Pedro Martine: A Mexican Peasant and his Family (Londres), pp. 150, 156, 174-75; Beals,
Mexican Maze, pp. 206-08; González, Pueblo en vilo, pp. 133, 137-38.
anterior a 1910, era más abierta, fluida, móvil, innovativa y orientada hacia el mercado. Si esto
suena a idilio friedmaniano, aclaremos que no lo fue. Tanto para los campesinos como para los
hacendados desarraigados, el cambio fue brusco, violento y estuvo lejos de ser idílico. Pero fue
friedmaniano, en un sentido, debido a que la Revolución adoptó condiciones apropiadas para el
capitalismo, el cual “continuamente [...] transforma la división del trabajo dentro de la sociedad,
movilizando incesantemente masas de capital y masas de trabajo de un ramo de producción a otro
[...] [y] da lugar a cambios en el trabajo, a un flujo de funciones, a una movilidad multifacética
del trabajador”.165 La creación de estas condiciones, repito, fue menos el resultado de esfuerzos
conscientes que de luchas colectivas cuyo resultado no se había planeado ni previsto; la
desenfatización de Skocpol respecto a los elementos de designio en las revoluciones está, en el
caso de la mexicana, justificada ampliamente.166 De esta manera, así como la mentalidad
“señorial” del porfiriato (y de antes) reflejaba las condiciones y relaciones sociales y materiales
prevalecientes, así también el implacable empresario de los veinte, captado por Blasco Ibáñez,
fue un verdadero espejo de su época.167
A menudo se nos dice que la Revolución tenía mucho de neoporfirismo. A un nivel muy
general, esto puede ser cierto. Las amplias metas del régimen porfirista —la edificación del
Estado y el desarrollo capitalista— se continuaron. Pero fueron continuadas por otros medios,
bajo circunstancias radicalmente distintas, y, por lo tanto, de manera mucho más efectiva. Una
concentración excesiva sobre los cambios formales (leyes, decretos, reformas oficiales), y un
descuido correspondiente de los cambios informales, a menudo nos conducen con facilidad a una
equivocación: a una conclusión ultra-tocquevilleana de que la Revolución cambió muy pocas
cosas, o que, al menos, cuanto más cambiaron las cosas, más permanecieron iguales. Pero para
continuar el patrón porfiriano de desarrollo grosso modo —para construir el leviatán capitalista
—, la Revolución tuvo que causar grandes cambios: tuvo que colocar al gobierno sobre un
fundamento institucional más seguro; y sobre todo, tuvo que resolver las paralizantes
contradicciones de la agricultura porfirista. Aunque algunos revolucionarios visionarios
concibieron tanto los fines como los medios (Alvarado con su ataque al peonaje por deudas;
Calles con sus consejos a los latifundistas), la mayoría no lo hizo, y el cambio vino a veces de
grado y a veces por fuerza, especialmente en los primeros años. Sobre todo, fue la fuerza de la
movilización y de las revueltas populares lo que rompió la concha del viejo régimen y obligó a
los gobernadores, a los terratenientes y a los patrones a enfrentarse a nuevas circunstancias.
En el sentido en que estas nuevas circunstancias incluían una ampliada producción mercantil, la
movilidad del trabajo y la acumulación de capital, resulta enormemente válido considerar a la.
Revolución mexicana, en algún sentido, como una revolución burguesa. No porque fuera la obra
consciente de la burguesía (mucho menos de la burguesía nacional); ni porque trasmutara
164 Lewis, Pedro Martínez, cit., p. 174.

165 Karl Marx, Capital, vol. 1, p. 526.

166 Skocpol, pp. 14-18. Debe agregarse que la atribución de explicaciones de designio (“purposive”) y de
voluntarismo (“voluntarist”) que Skocpol hace a otros teóricos/historiadores, resulta muy exagerada: y que su propia
falta de énfasis en tales explicaciones conduce directamente a la posición estatolátrica criticada anteriormente en este
ensayo (en términos burdos: el descontento popular no cuenta mucho mientras el aparato estatal permanezca inmune
a una crisis generada externamente). Esta posición no resulta de manera lógica, sin embargo, de una crítica de lo
purposive. Y, podemos notar que el caso clave de Skocpol (Sudáfrica) parece apoyar su tesis ahora bastante menos
que cuando fue escrita: con un poco de suerte puede terminar refutándola.

167 V. Blasco Ibáñez (1920), Mexico in Revolution (Nueva York), p. 8.


instantáneamente el metal común y corriente del feudalismo al oro puro del capitalismo (pues,
como ya he sugerido, las revoluciones burguesas son por su misma naturaleza un fenómeno
acumulativo); sino más bien porque dio un impulso decisivo al desarrollo del capitalismo
mexicano y de la burguesía mexicana, un impulso que el régimen anterior no había sido capaz de
dar. Este impulso, el más poderoso en una serie que se remonta a 1854 (¿o aun a 1810?), resultó
en una burguesía que al final fue más capaz de llevar a cabo su "proyecto" político y económico:

la diferencia entre la burguesía mexicana y la de los otros países latinoamericanos es que la


primera pierde sus facultades revolucionarias después de haber hecho amplio uso de ellas,
mientras que las otras nunca han dirigido una verdadera revolución burguesa y jamás la
dirigirán. En esto reside el secreto de la estabilidad del régimen burgués en México y la
explicación no de su “excepcionalidad”, sino de sus diferencias con países tales como
Brasil, Argentina, Chile, etcétera.168

La idea de que una revolución agraria, popular, que condujo a una extensa reforma agraria deba
catalogarse como “burguesa” ha sido el objeto de repetidos comentarios y análisis: “la Reforma
[...] es la primera revolución burguesa”, Engels explica con encantadora simplicidad, “y la guerra
campesina es su episodio crítico”.169 Dobb rastreó los orígenes del capitalismo inglés para
diferenciar entre el campesinado de finales de la edad media y el crecimiento de “una especie de
clase kulak”, que él comparó a su equivalente ruso del siglo XIX.170 Lenin, también, llegó a la
idea de que el capitalismo se desarrollaría más velozmente y con mayor seguridad sobre la base
de la agricultura campesina, que sobre la base de grandes propiedades: el “camino junker” era,
quizá, un callejón sin salida en la Rusia zarista tanto como en el México porfirista. 171 De ahí que
la “nacionalización” de la tierra —lograda a nivel ideal después de 1917— constituyera un
“programa burgués radical, para ventaja de la industria”.172 Una lógica similar yace tras las
reformas agrarias de América Latina en el siglo XX, al menos en lo que respecta a algunos de sus
protagonistas y a la mayoría de sus efectos objetivos. De Janvry lo dice, aunque de manera quizá
demasiado contundente: “Todas las reformas agrarias del siglo XX en América Latina, con la
excepción de la cubana y posiblemente de la nicaragüense, han tenido como fin último el
propósito de fomentar el desarrollo del capitalismo en la agricultura”173 En el caso particular de
México, la reforma agraria benefició, en última instancia, a la industria al acrecentar el mercado
doméstico (esto ciertamente era ver. dad para los años treinta, si no es que antes), al trasladar el
capital de la tierra a la industria, como se ha mencionado, y al hacer más eficiente la agricultura,
y por tanto capaz de producir comida barata, exportaciones y una transferencia neta de recursos
del campo a la ciudad.174 De manera más general, puede decirse que la Revolución también

168 Semo, Historia Mexicana, p. 305.

169 Federico Engels (1977), The Peasant War in Germany (Moscú), p. 188.

170 Maurice Dobb (1972), Studies in the Development of Capitalism (Londres), pp. 60-61.

171 Amin y Vergopoulos, pp. 105-15.

172 Ibid., p. 112; Bellingeri y Montalvo, pp. 17-18.

173De Janvry, p. 202.

174 Knight, “Polítical Economy of Revolutionary Mexico”, pp. 306-7, donde se citan fuentes relevantes.
suministró las estructuras políticas dentro de las cuales estos proyectos podían desarrollarse sin
causar graves trastornos. La revolución agraria, en suma, sentó las bases para el rápido
crecimiento capitalista de la última generación.
Sin embargo, estos desarrollos no fueron evidentes sino hasta después de los años cuarenta. Y
sería una forma de teleología grosera, de la clase que he criticado, el ver los patrones de
desarrollo de los años posteriores a los cuarentas como un flujo ineluctable de la Revolución de
1910. Más bien, como dice Hamilton, la Revolución abrió diferentes “opciones estructurales”;
acontecimientos subsiguientes y conflictos subsiguientes determinarían las opciones elegidas y
las opciones rechazadas. El “proyecto” posterior a 1940 —la “revolución preferente”— se eligió
en última instancia, en parte, aunque no del todo, mediante una decisión consciente. Otras
opciones alternativas también fueron exploradas. El cardenismo, yo diría, fue un caso en
cuestión. Quizá, como Hamilton lo ha dicho también, el cardenismo chocó con los “límites de la
autonomía del Estado”; con todo, aun dentro de esos límites, el cardenismo divergió del
“proyecto” de Alemán y sus sucesores; como Goldwater treinta años después, Cárdenas ofreció
una alternativa, no un eco.175 O, utilizando los cuidadosos términos de Semo, las reformas
cardenistas “muestran tendencias a sobrepasar los límites burgueses”.176 Esto sería especialmente
cierto en el caso de la reforma agraria, donde las políticas cardenistas fueron más allá de la
destrucción de la hacienda “tradicional” (por esto, implícitamente, más allá de las reformas que
más tarde tomaría la Revolución boliviana) y atacaron a empresas capitalistas como las
plantaciones de La Laguna o Nueva Lombardía. Aunque las reformas cardenistas, agrarias y de
otro tipo, fueron integradas más tarde a un proyecto de acumulación de capital, de
industrialización y de “autoritarismo modernizado”, ésta no fue ni su intención subjetiva, ni su
consecuencia objetiva durante el periodo cardenista. Y, dado que esta alternativa radical era —en
términos de ideología, liderazgo e inspiración— hija de la Revolución, debe concederse que la
Revolución contenía el potencial genético necesario para dar a luz distintos tipos de retoños. El
proyecto posterior a los años cuarenta —el proyecto, digamos, de Alemán— fue quizá el nieto de
la Revolución, pero también el hijo de la Guerra Mundial y de la Guerra Fría. Como el
estalinismo, el alemanismo fue una posibilidad revolucionaria, pero no una certidumbre
revolucionaria.
La teleología y la unilinealidad deben ser rechazadas porque distorsionan nuestra comprensión
de los periodos históricos —de la Revolución, del cardenismo— pero también, porque pueden
cegar nuestra percepción del presente. Si el pasado está tan abrumadoramente
“sobredeterminado”, también (puede suponerse) lo está el aquí y ahora. Sin embargo,
extrañamente, aquellos que hacen hincapié en la dominación pura del Estado y del capital a partir
de circa 1920, son a menudo los más ansiosos por encontrar grietas en el status quo
contemporáneo, a través de las cuales pudieran filtrarse las corrientes radicales. Harían mejor en
reconocer que la dominación del Estado y del capital nunca ha sido monolítica, que la historia del
México posrevolucionario ha sido una historia de conflicto dialéctico y de cambio —no de
progreso unilineal— y que esta historia ha dejado su huella en la sociedad contemporánea. Los
campesinos (especialmente los ejidatarios) pueden ser proletarios sustitutos, pero la re-
constitución que la Revolución hizo del campesinado ha deja- do una herencia organizativa e
ideológica que no puede ser ignorada; según dicen algunos, la formulación de Amin
(“objetivamente proletarizado, el campesino sigue siendo, al nivel de la conciencia de clase, un

175 Hamilton, pp. 200-86, es una discusión sensible.

176 Semo, Historia Mexicana, p. 303.


pequeño productor”) puede aplicarse a México, y esto tiene implicaciones políticas. 177 Ello se
vincula, por ejemplo, con el mantenimiento de retórica agrarista y —en el caso de Echeverría—
con la práctica agrarista del régimen.178 Las consecuencias de la Revolución a largo plazo pueden
ser un Estado leviatán y un capitalismo dinámico, pero éstos son en sí mismos productos
históricos de una experiencia nacional singular, moldeada no sólo desde arriba, sino también
desde abajo por los levantamientos populares de 1810, 1854 y 1910. Ni la represión ni la
cooptación pueden eliminar este pasado. Por lo tanto, resultaría precipitado afirmar que todas las
“opciones estructurales” creadas por la Revolución se han agotado, que la herencia de la
Revolución ha terminado, que el resultado es ahora claro, fijo, inmutable y unilineal. La reforma
agraria se declaró concluida (por Calles) en 1930; desde entonces, se ha proclamado la muerte de
la Revolución en muchas ocasiones. Podemos comentar de manera legítima las consecuencias de
la Revolución a corto plazo, pero, a largo plazo, resumimos su significación histórica bajo
nuestro propio riesgo. Como dijo Mao cuando se le preguntó su opinión acerca del resultado de la
Revolución francesa: “Aún es muy pronto para decirlo”.

[Tomado de Latin American Research, vol. 4, n. 2, Londres, 1985. Traducción: Laura Emilia
Pacheco]

177 Amin y Vergopoulos, p. 58. Compárese con Bartra, en “Peasants and Political Power”, pp. 100-44, y Paré, pp.
162-71 quienes, de manera similar, derivan conclusiones políticas de la sobrevivencia de
actitudes/retórica/instituciones/políticas “campesinas” (que Bartra sitúa en la “estructura de mediación”), a pesar de
la incorporación campesina (aun como proletarios de facto) a un sistema de capitalismo agrario. Hodges y Gandy,
pp. 210-11, aluden a este problema y adoptan la pQ5ición extrema de que la constante recreación que el régimen
hace del campesinado (como campesinos, no como proletarios) desafía la lógica del capital y representa la
“necesidad política” que tiene la burocracia de una “base campesina”; de aquí que la división fundamental dentro de
la sociedad mexicana no sea la clásica entre trabajadores y capitalistas, sino más bien entre “capitalistas y
burócratas” (pp. 219, 225). No puedo estar de acuerdo.

178 Sanderson, cap. 7.

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