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Ficha de cátedra – Taller de mediación escolar

EL LUGAR DE LOS ADULTOS FRENTE A LOS NIÑOS Y LOS JOVENES

PRESENTACIÓN
Preguntarnos acerca del lugar de los adultos frente a los niños y jóvenes, nos lleva
necesariamente a interrogarnos sobre qué significa ser adulto en los tiempos actuales. Las
transformaciones que ha atravesado nuestra sociedad en los últimos tiempos impactaron
fuertemente en las instituciones sociales y en los modos en que sus diferentes actores se
relacionan entre sí. La escuela, en tanto institución encargada de la transmisión de la cultura a las
nuevas generaciones, no ha quedado al margen de estos cambios, y se enfrenta a problemáticas
y preguntas nuevas a las que necesita dar respuesta para que los niños y los jóvenes puedan
integrarse plenamente en la vida social. En este sentido, es importante generar espacios a partir
de los cuales todos los adultos que tienen relación con la tarea de la escuela puedan reflexionar y
pensar juntos sobre su rol frente a las nuevas generaciones. Poner en diálogo las diferentes
miradas y perspectivas que los adultos tienen con relación a los niños y los jóvenes permitirá
fortalecer su rol desde un lugar de cuidado y protección. Con este propósito, desde el Ministerio
de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación hemos elaborado este material para que
docentes, familias, miembros de las organizaciones comunitarias, vecinos de la escuela puedan
profundizar sobre aquellas cosas que les preocupan e inquietan con relación a los niños y los
jóvenes. El material que hoy les estamos presentando se compone de dos partes: un marco
conceptual, en el cual se desarrollan diferentes conceptos a partir de los cuales poder analizar el
lugar de los adultos frente a los niños y los jóvenes, y una propuesta de actividades destinada a
favorecer la reflexión conjunta sobre los diferentes aspectos que hacen a nuestro rol de adultos.
Esperamos que el mismo sea un aporte valioso y los invitamos a trabajar juntos.

APORTES PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA COMUNIDAD EDUCATIVA


Existe un proverbio africano que dice: “Para educar un niño se necesita la aldea entera”. No
solamente su madre, ni su familia, ni el vecino de al lado sino toda la aldea. Seguramente el
proverbio fue acuñado en tiempos en que “la aldea” constituía casi por sí sola una sociedad, una
comunidad en el sentido originario del término. Hoy en día quedan pocas aldeas como aquella a
que refiere el proverbio africano. Este concepto de comunidad como grupo social homogéneo ha
sufrido transformaciones en función de los cambios económicos, políticos, sociales y culturales
que se han producido a lo largo de la historia y, sobre todo, en los últimos tiempos. Zygmunt
Bauman reflexiona: “Las palabras tienen significados, pero algunas palabras producen además
una ‘sensación’. La palabra ‘comunidad’ es una de ellas. Produce una buena sensación: sea cual
sea el significado (…) Tenemos el sentimiento de que la comunidad es siempre algo bueno”.1 Y
continúa describiendo esa sensación: “En una comunidad todos nos entendemos bien, podemos
confiar en lo que oímos, estamos seguros la mayor parte del tiempo y rarísima vez sufrimos
perplejidades o sobresaltos. Nunca somos extraños los unos a los otros. (…) En una comunidad
podemos contar con la buena voluntad mutua.”2 Esa idea de comunidad, como el propio Bauman
lo plantea recuperando las reflexiones y el pensamiento de otros autores, se basa en un
entendimiento tácito, no consciente, compartido por todos sus miembros. A este entendimiento,
pareciera no ser necesario buscarlo o construirlo con esfuerzo porque creemos que siempre "ha
estado ahí". Es como si fuera el punto de partida de toda convivencia comunitaria y fuera anterior
a todos los acuerdos o desacuerdos que pudiesen existir. Sin embargo, cada vez con mayor
frecuencia tenemos la sensación de que esta idea de comunidad asociada a un lugar cálido,
acogedor, confortable, seguro y basado en la confianza es algo lejano, como un tesoro que
hemos perdido y queremos recuperar. Vemos que en la actualidad se exacerba el individualismo
como la mejor forma de resolver las problemáticas a las que nos enfrentamos, y se carga sobre
nuestras espaldas toda la responsabilidad por nuestro futuro y nuestro destino. Pareciera que los
éxitos y fracasos son el resultado de la mayor o menor capacidad de cada uno de nosotros, como
individuos, para tomar las "decisiones correctas". En consonancia con esto, el modelo de Estado
neoliberal logró instalar por mucho tiempo la idea de que la vida social debía ser regulada por las
leyes y modos de funcionamiento del mercado. A diferencia de épocas anteriores, en las que el
Estado funcionaba como un eje de integración alrededor del cual se articulaba la sociedad, con el
advenimiento del neoliberalismo, se propugnó que es la lógica del mercado la que debe aplicarse
también a la vida de la sociedad. Esto implicó profundas transformaciones ya que desde esta
lógica, las personas son vistas principalmente como consumidores y no ya como ciudadanos con
derechos y obligaciones. Este modelo sostiene que, para satisfacer las necesidades, sólo se
necesita de los objetos y esto significa que son los individuos los que tienen que gestionarse a sí
mismos para poder lograrlo. El individualismo extremo fue debilitando las identidades colectivas y
los códigos ético/morales comunes a toda la sociedad se fueron fragmentando. Este modelo
promovió también un profundo cambio cultural en nuestra sociedad: "(…) el individuo pasa a ser
central y definido por su propia performance; está menos vinculado a la suerte de actores
colectivos, orientado al mercado, al cálculo costo-beneficio y dentro de una lógica de ganadores-
perdedores".3 El éxito fue cada vez más algo que se lograba actuando contra los otros y no con
los otros. A muchos de nosotros estos cambios nos dejaron perplejos, con una sensación de
profunda incertidumbre e inseguridad y, en ocasiones, sin saber qué hacer. Ni las familias ni las
escuelas quedaron al margen de estas transformaciones. Y aunque continuamos hablando de
"comunidad educativa", probablemente cada uno de nosotros daba por sobreentendido algo
diferente. A partir de ello, muchas veces, las mutuas expectativas sobre los roles en la educación
de nuestros niños, niñas y jóvenes se vieron frustradas y generaron dificultades para trabajar por
lo que es nuestro propósito fundamental: formarlos para vivir y construir una sociedad que pueda
ser cada vez más democrática, igualitaria, solidaria y respetuosa de la diversidad. Frente a esto,
tal vez la mejor manera de comenzar sea aceptando que aquella idea de la comunidad como algo
idílico, "natural", que "siempre ha estado ahí" y en donde todos estábamos de acuerdo no sea
más que un espejismo. Y que tenemos que juntarnos para construir un consenso sobre nuestro
rol como adultos (seamos docentes, padres, vecinos, etc.) en relación con nuestros niños y
jóvenes. Volviendo a Zygmunt Bauman, "(…) tengámoslo presente: un consenso no es sino un
acuerdo que alcanzan personas con formas de pensar esencialmente distintas, un producto de
duras negociaciones y de compromisos, de numerosos altercados, contrariedades [...] un acuerdo
para ponerse de acuerdo que necesita renovación periódica (…) "4 No es solos sino con otros
que lograremos sortear las dificultades a las que nos enfrentamos, ya que no hay soluciones
individuales para problemas compartidos. De lo que se trata, entonces, es de volver a construir
acuerdos que nos permitan recuperar la experiencia de poder "vivir juntos", pero sabiendo que las
nuevas condiciones requieren de nosotros nuevos acuerdos y nuevos pactos. El consenso así
construido conlleva el compromiso de aceptar una decisión tomada por quienes participaron del
mismo aunque ésta no represente exactamente lo que individualmente cada uno quería. Y éste es
un aspecto muy importante, porque es lo que nos permite fortalecer los lazos que nos unen y, a
partir de la confianza, fortalecer también el sentido de comunidad, de construir algo común.
El desafío es que tendremos que dialogar sabiendo que, muy probablemente, no estemos de
acuerdo en todo y tengamos puntos de vista diferentes y hasta opuestos sobre una misma cosa,
pero que lo importante es que esta diversidad no se convierta en un obstáculo sino en una
oportunidad para poder pensar juntos las dificultades con que nos encontramos y actuar juntos
para intentar solucionarlas. Es muy importante que, como adultos, podamos reflexionar, compartir
e intercambiar opiniones y perspectivas sobre los problemas comunes, porque sólo a partir de un
trabajo conjunto entre los diferentes actores sociales podremos avanzar hacia una sociedad más
justa para todos. Hablamos de comunidad educativa para referirnos a todos aquellos que,
ejerciendo distintos roles, tienen relación directa con la tarea de la escuela. Así, incluimos en este
conjunto a docentes y alumnos, directivos, personal auxiliar, padres y madres de los alumnos y, a
veces, personas representativas del medio en que está inserta la escuela (miembros de la
sociedad de fomento o del club barrial, vecinos destacados, etc.). Y, volviendo al proverbio
africano, para educar a un niño somos necesarios todos, toda la comunidad educativa. La
educación constituye un derecho fundamental, ya que es a partir del acceso a ella que se pueden
conocer, comprender y defender los derechos de todas y cada una de las personas. Quienes
tienen mayores niveles de educación y mejores conocimientos, tienen más posibilidades de
defender sus derechos, de tener una vida digna y de mejor calidad. Hace ya muchos años, Emile
Durkheim5 planteó que la educación tenía una función socializadora muy importante a través de
la cual las generaciones adultas transmitían a las generaciones nuevas las habilidades y aptitudes
necesarias para la vida social. En tal sentido, hablaba de una socialización primaria, para referirse
a aquella que se daba en el seno de la vida familiar durante los primeros años de la vida del niño,
y una socialización secundaria para aludir a aquella que se daba cuando el niño salía del entorno
familiar para participar de otras experiencias formativas como la educación escolar. Si bien en la
actualidad este planteo sigue teniendo vigencia, las condiciones sociales hoy son muy diferentes
a las que caracterizaban a las sociedades en el momento que Durkheim escribió esto y nos
obligan a re-pensar la relación entre la escuela y la familia.
La diferencia fundamental estriba en que en aquella época, los principales referentes de los niños
y los jóvenes eran la familia y la escuela y entre ambos existía bastante acuerdo respecto de los
valores que era preciso transmitir a las nuevas generaciones. Ambos eran lugares de autoridad
reconocidos socialmente. Esto ha cambiado mucho en las últimas décadas, en donde la creciente
presencia del mercado como modelo de las relaciones sociales cambió bastante las reglas de
juego. Hoy, los chicos se encuentran expuestos a procesos en los que todo el tiempo se los
"bombardea" con nuevos productos, y su presencia es tan masiva que ha logrado instalar,
también, nuevos valores, nuevas prácticas y maneras de relacionarnos. Como familia y escuela
necesitamos detenernos a reflexionar y analizar esta situación para que nuestros niños y nuestros
jóvenes puedan contar con la mejor educación para crecer y desarrollarse en el mundo actual. En
tal sentido, Juan Carlos Tedesco señala que "...el problema central de toda socialización
secundaria consiste precisamente en que actúa sobre un sujeto ya formado y que todo nuevo
aprendizaje exige un cierto grado de coherencia con la estructura básica anterior. En este sentido,
el proceso de socialización secundaria debe apelar continuamente a reforzar dicha coherencia
para garantizar mayor efectividad en el aprendizaje".6 Por esto, resulta fundamental que podamos
alcanzar acuerdos y consensos entre los diferentes actores que participamos de la educación que
nos permitan avanzar en la construcción de esta coherencia a la que hace mención el autor. Esta
es una tarea ardua, y requiere de nosotros esfuerzo y trabajo conjunto para que los desajustes
entre los recursos que el niño trae, los cuales adquiere en la socialización familiar, y aquellos que
la escuela espera o exige de él no se conviertan en un obstáculo para su proceso de formación.
Así, por ejemplo, cuando las escuelas "...esperan que sus alumnos puedan asistir a clases en
momentos del año en que su participación en determinadas actividades productivas es vital para
la supervivencia de sus familias y su comunidad, cuando exigen un uniforme al que sólo se
accede comprándolo, cuando dan tareas para el hogar a aquellos niños que no cuentan con las
condiciones mínimas para hacerlas o cuando esperan pautas de comportamiento inexistentes en
sus familias..."7 lo que están haciendo es profundizar esta distancia, en vez de achicarla. Frente a
esto, se vuelve fundamental que seamos capaces de construir marcos comunes a partir de los
cuales el proceso educativo pueda tener lugar y, de este modo, todos nuestros niños y jóvenes
puedan participar de una educación que les permita adquirir y vivenciar un conjunto de saberes y
experiencias cuyo sentido pedagógico y político sea significativo para su participación ciudadana y
para su integración a la vida cultural y productiva, y esa es una responsabilidad que nos compete
a los adultos. Nos preguntamos entonces, ¿De qué manera, a través de qué estrategias podemos
avanzar en este sentido? Una primera condición es estrechar los lazos entre la escuela y la
comunidad, para lo cual resulta necesario que la escuela pueda abrirse a la comunidad, pueda
vincularse con ella y que, también, la comunidad pueda hacer lo mismo con la escuela. Bajo la
premisa de que todos tenemos algo para enseñar y algo para aprender, se trata de generar una
relación de ida y vuelta en donde podamos preguntarnos qué pueden hacer las familias y la
comunidad por la escuela, pero también, qué puede hacer la escuela por las familias y la
comunidad a la que pertenece. Como reflexiona Rosa María Torres, "toda comunidad humana
tiene problemas y necesidades, pero también tiene saberes, capacidades y recursos que a
menudo no son valorados, ni siquiera reconocidos como tales"8. Y de ahí la importancia de
generar espacios de diálogo e intercambio en los cuales cada uno de nosotros pueda aportar sus
conocimientos y sus experiencias para que de
esta manera podamos asumir en forma colectiva un compromiso con el cuidado de los niños y los
jóvenes. Como adultos, tenemos la responsabilidad de habilitar estos espacios, de darnos estos
lugares para trabajar juntos, saliendo de las culpas mutuas que muchas veces nos impiden
vincularnos y aportar en este proceso. No se trata de superponer roles o funciones, sino de
complementarnos y como expresa el dicho, "tirar todos para el mismo lado". ¿Qué mejor que
compartir nuestras inquietudes, dudas y preocupaciones con respecto a la relación con nuestros
niños y jóvenes para avanzar, en conjunto, en la búsqueda y construcción de alternativas? El
desafío es entonces aceptar que, como adultos, también tenemos dudas e incertidumbres, sin que
esto nos paralice. Porque cuando esto sucede los que se perjudican son nuestros niños y
jóvenes, que quedan librados a sus propios recursos porque no podemos proveerles los marcos
de referencia necesarios para su paulatina integración en la vida social.

EL LUGAR DE LOS ADULTOS FRENTE A LOS NIÑOS Y LOS JÓVENES


A menudo hablamos sobre lo que les pasa a nuestros niños y jóvenes, sus maneras de actuar, de
comportarse, sus planteos, pero con mucha menos frecuencia hablamos de nosotros los adultos,
y de lo que nos sucede en relación a ellos. Este material es una invitación a detenernos a pensar
y reflexionar juntos sobre "nosotros, los adultos". Muchas veces sentimos, frente a nuestros niños
y fundamentalmente frente a nuestros adolescentes y jóvenes, una gran distancia. Nos cuesta
entenderlos, comprender lo que les pasa. Los vemos "tan diferentes" a como éramos nosotros a
su misma edad que nos desconciertan. Frente a esto, reaccionamos de formas diferentes.
Algunos dirán "todo tiempo pasado fue mejor", "los jóvenes de hoy no respetan nada", "no tienen
valores", "no tienen límites", "necesitamos ponernos firme... acá lo que se necesita es mano dura"
y tratarán de imitar prácticas y pautas del pasado que les permitan resolver los problemas a los
que se enfrentan hoy. En estos casos, muchas veces lo que termina pasando es que se niegan
las características propias de los adolescentes actuales, y se los trata esperando de ellos
respuestas similares a las que daban los jóvenes de otras épocas. Así se privan de la posibilidad
de conocerlos y entenderlos. Otros dirán, en cambio, que hay que romper definitivamente con
viejas maneras de hacer las cosas, porque "antes todo era control y disciplina", "no había libertad,
uno no podía hacer lo que quería" y tratarán de hacer lo opuesto a lo que se hacía en aquel
entonces, pregonando que ahora de lo que se trata es de que los niños y los jóvenes puedan
"sentirse libres de ataduras y seguir sus impulsos", "hay que dejarlos hacer lo que sienten y
desean". En estos casos, lo que en general sucede es que hay tanto miedo de que los niños o
adolescentes se sientan presionados quetoda puesta de límites es vista como un abuso de
autoridad. Entonces, se opta por dejar que "se las arreglen solos" y los chicos quedan vacíos de
pautas culturales (Di Segni Obiols, 2006). Entre uno y otro extremo hay, sin duda, muchos
matices, muchas zonas de intersección posibles en las que es preciso profundizar para no
convertirnos en tiranos y autoritarios, pero tampoco transformarnos, nosotros también, en
adolescentes. Ni una ni otra perspectiva nos sirven para generar mejores formas de relacionarnos
con nuestros hijos y alumnos. Por el contrario, de lo que se trata es de encontrar "nuevas
respuestas" a "nuevas problemáticas" y, ni la nostalgia del pasado ni la ruptura total con nuestra
historia nos permitirán hacerlo, porque como nos dice Jacques Hassoun: “Somos todos
portadores de un nombre, de una historia singular (biográfica) ubicada en la Historia de un país,
de una región, de una civilización. Somos sus depositarios y sus transmisores. Somos sus
pasadores. Que seamos rebeldes o escépticos frente a lo que nos ha sido legado y en lo que
estamos inscriptos, que adhiramos o no a esos valores, no excluye que nuestra vida sea más o
menos deudora de eso, de ese conjunto que se extiende desde los hábitos alimentarios a los
ideales más elevados, los más sublimes, y que han constituido el patrimonio de quienes nos han
precedido.”9 Seguramente, habrá cosas que valdrá la pena recuperar de otros tiempos y otras
que será necesario modificar, pero lo cierto es que no hay "recetas", y las respuestas tenemos
que buscarlas y construirlas entre todos. En este punto, hay una cuestión que nos parece
fundamental destacar, y es que lo que permite la transmisión de una generación a otra es,
justamente, sostener un lugar de asimetría respecto a nuestros hijos y alumnos. Ubicarlos en otro
lugar es lo que posibilita la transmisión del legado que una generación le deja a la nueva. Si esto
no sucede, las relaciones entre padres e hijos, alumnos y docentes se vuelven simétricas ya que
no se marcan las diferencias necesarias. Pero, tal como destaca D.W Winnicott10 "Hacen falta
adultos si se quiere que los adolescentes tengan vida y vivacidad (…) Es saludable recordar que
la actual inquietud estudiantil y su expresión manifiesta puede ser, en parte, producto de la actitud
que nos enorgullecemos de haber adoptado respecto del cuidado de los bebés y los niños. Que
los jóvenes modifiquen la sociedad y enseñen a los adultos a ver el mundo en forma renovada;
pero donde existe el desafío de un joven en crecimiento, que haya un adulto para encararlo. Y no
es obligatorio que ello resulte agradable”.11 Esto no se logra de un día para otro, es una
construcción que se va realizando con una tarea constante de los adultos. En este sentido,
sostener el lugar de la norma, de lo que "se puede" y de lo que "no se puede" constituye una de
sus funciones fundamentales. Las normas demarcan límites y al hacerlo nos permiten saber con
claridad cuáles son las "reglas de juego", qué es lo que podemos y no podemos hacer y esto es lo
que nos posibilita relacionarnos, comunicarnos, en definitiva, vivir juntos.
Pensemos, por ejemplo, en los deportes. Si no existieran reglas o normas claras que fuera preciso
respetar nos resultaría imposible compartirlos porque cada uno jugaría un juego distinto. Lo
mismo sucede con la vida social, y por ello decimos que la norma constituye una manera de
preservar ese espacio común a todos. "Toda la cultura que conocemos (desde las costumbres en
la mesa o en el baño hasta los aviones y los conciertos) es una construcción realizada en contra
de la espontaneidad. Frente a nuestros impulsos, la cultura es siempre un corte, un desvío o una
supresión."12 Las normas prohíben y al mismo tiempo posibilitan. Son marcos de referencia
dentro de los cuales todos sabemos qué es lo que podemos hacer. Tal como señala Freud,
respetar las normas sociales implica renunciar a actuar teniendo en cuenta sólo nuestro interés
individual, ya que también entra en juego el interés de la comunidad de la cual formamos parte y
esto significa que en algunos casos debamos resignar la satisfacción de nuestros deseos
individuales. Este es un paso cultural sumamente importante. (Freud, 1973) El siguiente paso
consiste en asegurar la justicia, es decir que el orden jurídico (que debe tender cada vez más a
regirse por principios éticos universales) sea respetado por todos. En este marco, hay algo que
nos gustaría señalar y es que, para rescatar el valor prohibitivo de la norma, para que ésta se
acepte como legítima, su aplicación debe ser universal. Esto significa que debe ser igual para
todos, y esto incluye a los niños y los jóvenes y también a nosotros, los adultos. La norma debe
ser respetada por todos por igual. Cuando estos marcos de referencia se desdibujan o son poco
claros sobreviene la incertidumbre, se oscurecen los roles y, también, las responsabilidades. Por
eso es importante que, como adultos, no sólo seamos lo suficientemente claros respecto de lo
que se puede y lo que no se puede, sino también que seamos respetuosos de las normas que
rigen la convivencia social; de lo contrario estaremos pidiendo a los niños y jóvenes algo que
nosotros mismos no estamos dispuestos a hacer. En tal sentido, debemos pensar las normas
como aquello que posibilita que nuestros niños y jóvenes puedan ir incorporándose en la vida
social. Y esto significa que nosotros, en tanto adultos, tenemos que transmitírselas porque ellos,
como dice Hannah Arendt, son los "recién llegados" y no las conocen. Las profundas
transformaciones sociales por las que ha atravesado nuestra sociedad en las últimas décadas,
han hecho que las fronteras entre lo que se puede y lo que no experimentaran bastantes cambios.
Hoy, ya no nos resulta tan claro cuáles son los límites que se considera legítimo respetar, se han
multiplicado las pautas y los juicios posibles en torno a ellas. Frente a esta heterogeneidad, es
responsabilidad de los adultos volver a establecer acuerdos para que la experiencia de vivir juntos
no se convierta en un caos. Y esto nos devuelve a una cuestión central que ya expusimos: las
normas son el producto de un consenso, el resultado de un pacto cultural de un grupo de
personas que, en un momento determinado, decide ponerse de acuerdo y fijar ciertas reglas y
decir "esto no", "esto sí". En este sentido, las normas y las reglas no son fijas, ni "de una vez y
para siempre". Son dinámicas y, conforme la sociedad ha ido cambiando, también lo han hecho
las normas que regulan la vida de los sujetos. A lo largo de la historia, los hombres fueron
modificando las pautas que regían la vida en común, y con esto también fueron cambiando los
roles de las personas y el lugar que ocupaban en la sociedad. En la actualidad, los niños y los
jóvenes son considerados como "sujetos de derechos". Se los piensa, se los mira y se los
escucha como un grupo social con necesidades, preocupaciones y rasgos propios de su etapa
vital y del lugar que ocupan en la sociedad.
De acuerdo a la Ley N° 26.061 de Protección integral de los derechos de las niñas, niños y
adolescentes sancionada por el Congreso de la Nación en el año 2005, todos los niños/as y
adolescentes deben gozar del derecho a :
 la vida la dignidad y a la integridad personal
 la vida privada e intimidad familiar
 la identidad
 la documentación
 la salud
 la educación
 la no discriminación por estado de embarazo, maternidad o paternidad
 la libertad al deporte y el juego recreativo al medio ambiente
 la libre asociación opinar y ser oído

El desafío es, entonces, cómo, en estas nuevas condiciones, fortalecemos una cultura de cuidado
y protección, en la que los adultos nos responsabilicemos por su formación, no sólo las familias,
no sólo las escuelas, sino la sociedad, el mundo adulto en su conjunto. Y esto significa que
tenemos que reelaborar y re-pactar acuerdos a partir de los cuales los niños y jóvenes puedan
crecer y desarrollarse en libertad, sin que esto signifique una ausencia de normas. Para esto,
necesitamos generar más oportunidades y diversificar los espacios de acercamiento, de diálogo,
de encuentro entre la familia y la escuela para compartir el proyecto educativo, profundizar en la
comprensión mutua y generar acuerdos sobre los valores que deseamos transmitir a nuestros
niños y jóvenes, alumnos e hijos, para construir una sociedad mejor para todos. Los niños y los
jóvenes no pueden autocuidarse, ni apropiarse del conocimiento de la humanidad en soledad; nos
toca a los adultos protegerlos y transmitirles los valores de nuestra cultura. Como dice Phillipe
Meirieu13, en la educación se trata de "hacer para que el otro haga" y esto no es posible a menos
que haya adultos que ayuden a construir estos marcos para el aprendizaje. En este sentido, nos
gustaría recuperar una cita de Hannah Arendt que expresa, con mucha claridad, cuál es el desafío
al que nos enfrentamos los adultos: "La educación es el punto en el que decidimos si amamos al
mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de
no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable.
También mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no
arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, no quitarles de las manos la
oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para
prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común".

OBSERVATORIO ARGENTINO DE VIOLENCIA EN LAS ESCUELAS


Coordinación por el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología LIC. MARA BRAWER LIC.
MARIANA MORAGUES Equipo Técnico LIC. ANA CAMPELO LIC. PAZ ALFARO Coordinación
por la Universidad Nacional de San Martín DR. DANIEL MIGUEZ
Elaboración del material LIC. JAZMÍN HOLLMANN LIC. MARTA GARCÍA COSTOYA LIC.
MARINA LERNER
Colaboración: LIC. LILIANA VIDAL

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