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John Gray |

Una sensación de irrealidad rodea los esfuerzos del


gobierno de Obama
por reactivar a la economía estadounidense. La cuasi
desintegración
del sistema financiero mostró que la riqueza generada en
los últimos
20 años fue, en su mayor parte, ilusoria, un producto de la
imaginación creado por la expansión irresponsable del
crédito más que
por el resultado de negocios productivos.

Algunos estadounidenses, por cierto, se volvieron


notablemente ricos
durante ese período, pero el ingreso de muchos se estancó o
venía
cayendo desde hacía años, desde antes de la crisis.

Como hace una década, cuando Clinton era presidente, la


meta del
gobierno hoy es reactivar el crecimiento con deuda; eso dio
a los
estadounidenses aunque ellos mismos no tengan una situación
próspera
la impresión tranquilizadora de estar rodeados de cada vez
más
riqueza. Pero los peligros ahora son más grandes: el
salvataje del
sistema financiero estadounidense en bancarrota adquirió
dimensiones
inusitadas, y el mundo sabe que EE.UU. acumula un nivel de
deuda
imposible de cancelar.

Al mismo tiempo, la contracción de la economía


internacional jaquea la
capacidad de los acreedores extranjeros de EE.UU. de seguir
financiando el déficit del país. En el sentido más literal,
Estados
Unidos está viviendo de prestado. La riqueza fantasma de
los últimos
20 años no puede ser resucitada y, al igual que la gente de
muchos
otros países, los estadounidenses tendrán años de caída del
nivel de
vida.

Uno de los efectos más predecibles de esta crisis mundial


es que cada
país está cuidando sus propios intereses. El "compre
estadounidense"
de la legislación aprobada por el Congreso de EE.UU. alarmó
a China,
ya intranquila ante la posibilidad de que sus tenencias en
letras del
Tesoro norteamericano pierdan valor por una baja futura del
dólar.

Desde febrero, es que las perspectivas económicas de China


empeoraron,
al tiempo que EE.UU. se volcó hacia al proteccionismo.

Fuertemente dependiente de un mercado estadounidense


debilitado, China
hoy experimenta un desempleo que aumenta rápido y un riesgo
cada vez
más grande de malestar civil.

A diferencia de EE.UU., China cuenta con un gigantesco


superávit y
puede solventar las medidas de estímulo que anunció. Pero
si no se
materializa el crecimiento requerido, se necesitarán más
inyecciones,
y se reducirá la capacidad china de servir la deuda federal
de Estados
Unidos.

China tendrá que elegir entre ese frente externo y sus


propios
problemas. No es difícil saber qué opción eligiría China.
En marzo,
Rusia impidió que sus fondos de riqueza soberana basados en
el
petróleo se invirtieran en Fannie Mae y Freddie Mac
argumentando que
esos fondos se necesitaban para el presupuesto y sistema
jubilatorio
del país. Rusia está priorizando sus problemas internos, y
China
seguramente seguirá sus pasos. En marzo China dio señales
de que
evaluaba la posibilidad de hacer del yuan una moneda más
convertible
internacionalmente, y aún si no reduce sus tenencias de
bonos
estadounidenses a un punto que haga peligrar a la economía
norteamericana, China ha logrado enorme influencia sobre la
política
estadounidense.
La libertad de acción de los países deudores está
necesariamente
limitada por las metas estratégicas de sus acreedores. La
toma del
Canal de Suez en 1956 por las fuerzas británicas, francesas
e
israelíes culminó cuando el presidente Eisenhower, quien
creía que la
invasión iba en contra de los intereses estratégicos de
EE.UU.,
amenazó con vender los activos estadounidenses de moneda y
bonos de
Gran Bretaña. El gobierno británico no tuvo más alternativa
que
suspender la operación. Si las políticas estadounidenses
atentaran
contra los intereses estratégicos chinos, ¿por qué suponer
que China
no ejercería un veto similar? Nueva etapa Disparada por el
cataclismo
bancario, la crisis económica mundial ingresó en una nueva
etapa en la
que el futuro de los gobiernos está en juego. Hasta ahora,
sólo
cayeron los gobiernos de Islandia y Letonia.

Pero la implosión de los mercados internacionales adquirió


fuerte
protagonismo. Los países poscomunistas sufren un colapso
económico que
podría estremecer los cimientos de la Unión Europea.

Mucho más apalancados que sus pares norteamericanos, los


bancos
europeos son peligrosamente susceptibles a problemas con la
deuda en
Hungría, los Países Bálticos, Ucrania y otros países. Los
gobiernos
europeos no se ponen de acuerdo sobre cómo enfrentar la
crisis, y la
UE no cuenta con ningún mecanismo para implementar un
rescate
paneuropeo . El riesgo en la Europa oriental poscomunista
es que se
produzca un tipo de rebalcanización en que variantes de un
nacionalismo defensivo reemplacen a las políticas liberales
mientras
Europa occidental se va acercando al precipicio. Al igual
que Estados
Unidos, los gobiernos reaccionaron frente a la debilidad de
los bancos
nacionalizando sus deudas, pero con eso sólo se transfiere
el riesgo
al Estado. Irlanda enfrenta el fantasma de un default
soberano.

Es probable que la del Reino Unido sea la más vulnerable de


todas las
economías avanzadas, al haber asumido las obligaciones de
buena parte
de sus sistemas bancarios sobreexpandidos. Escenas de gente
enojada
manifestándose en contra de gobiernos débiles como las que
se vieron
en Islandia y Letonia sin duda se repetirán en varios
países en los
próximos meses. Y Estados Unidos difícilmente sea la
excepción. El
apoyo del público del que aún goza el flamante presidente,
talentoso y
carismático, desaparecerá muy rápido si el salvataje y los
programas
afines no logran revitalizar la economía. Hay quienes
consideran que
el nuevo gobierno es el arquitecto de otro New Deal.

Pero la historia no es la misma que en los años 30, cuando


EE.UU. era
la economía industrial más poderosa del planeta. La
industria
estadounidense fue vaciada, reducida o mudada fuera del
país, y las
actividades centrales de la economía hoy son las finanzas,
los seguros
y los bienes inmuebles.

Son estos mismos sectores los que hoy se están hundiendo, y


no queda
claro si reflotarlos es factible o deseable. A veces se
sugiere que
EE.UU. puede repetir la experiencia de Japón, pero la
posición actual
de Estados Unidos es mucho peor que la de Japón en los años
90. Los
hogares japoneses tenían entonces grandes reservas de
ahorros líquidos
y podían soportar un largo período de deflación. Asimismo,
Japón era
y sigue siendo una de las principales economías
manufactureras del
mundo.

Estados Unidos no cuenta con ninguna de estas ventajas, y


resulta
impensable que pueda soportar 10 años o más de deflación
sin
experimentar un serio malestar. Aunque parezca exagerado,
el riesgo de
que la angustia y el enojo se traduzcan en disturbios es
real. Una
política más agresiva de ablandamiento monetario, por ende,
podría ser
inevitable. El resultado más factible, que no tardaría
mucho, sería un
brote inflacionario que, combinado con una corrida del
dólar, podría
fácilmente salirse de control.

Como ocurrió en algunos países latinoamericanos en el


pasado, Estados
Unidos podría desbarrancarse hacia una inflación crónica de
dos
dígitos, con precios en constante suba y una prosperidad
que se
diluya. Lo cierto es que no hay modo de recuperar la
supuesta bonanza
de los años del boom. Una alucinación conjurada por
técnicas de
ingeniería financiera que ya no son viables, esa etapa de
abundancia
se fue para siempre. Los tiempos del boom fueron una
especie de
vacación de la historia. Hoy el sueño terminó, sólo quedan
la
desilusión y la desorientación como consecuencias, y muchos
estadounidenses se encuentran atrapados en un presente en
que el
placer y el entusiasmo son reemplazados por las privaciones
y el
miedo.

El impacto sobre las expectativas posiblemente sea peor en


el caso de
los baby boomers o "hijos de la posguerra". Una generación
muy
afortunada casi toda su vida, hoy enfrenta dificultades
irresolubles.

Los últimos 50 años tuvieron muchos momentos difíciles,


pero esas
situaciones traumáticas no fueron circunstancias que
destruyeron las
expectativas de una generación.

Un lugar en el mundo Hoy, sin embargo, la generación de los


baby
boomers vive un deterioro irreversible de sus perspectivas.
La
destrucción de las expectativas surgidas en los años de
prosperidad
todavía no modificó la percepción generalizada en
Washington acerca
del lugar que EE.UU. ocupa en el mundo. Un vistazo a los
hechos
recientes muestra que el poder cambió. No sólo China puede
optar por
deshacerse de parte de su superávit en dólares, sino
también los
países petroleros. Las economías basadas en recursos, que
hoy se
tambalean, se recuperarán cuando repunten los precios de
los
commodities.

Cuando eso ocurra, como sin duda sucederá algún día, quizás
muy
pronto, los Estados que nunca aceptaron la hegemonía
norteamericana
Rusia, Venezuela e Irán, por ejemplo podrán nuevamente
proyectar su
poder en el escenario mundial. En buena medida, esta
redistribución
del poder es consecuencia de la globalización.

La realidad no consiste en la diseminación de los mercados


libres y el
triunfo de los valores estadounidenses, como ingenuamente
imaginaron
los profetas del mundo globalizado. Es la industrialización
mundial,
que inevitablemente pone punto final a la preeminencia
estadounidense.
Así como traslada la producción a otros países, la
globalización
también intensifica la competencia por los recursos
naturales cada vez
más escasos.

EE.UU. es no sólo el principal deudor del planeta, sino


también un
país muy dependiente de las importaciones de energía que
los nuevos
países industriales del mundo hoy necesitan en cantidades
cada vez más
grandes. Con su mayor riqueza, estas potencias en
crecimiento
reclamarán recursos sobre los que EE.UU. tenía prioridad en
el pasado.
El único resultado puede ser que Estados Unidos pierda su
primacía y
se convierta en una de las tantas potencias que pelean por
un lugar
bajo el sol. En circunstancias normales, la caída de EE.UU.
de una
posición de dominio habría tardado varias generaciones.

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