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Sinopsis

La relación de Perséfone y Hades se ha hecho pública, y la


consiguiente tormenta mediática perturba su vida normal y
amenaza con exponerla como la Diosa de la Primavera.
Hades, Dios de los Muertos, carga con un pasado infernal
que todo el mundo está deseando exponer en un esfuerzo por
alejar a Perséfone.
Las cosas empeoran cuando una horrible tragedia deja el
corazón de Perséfone en la ruina y Hades se niega a ayudar.
Desesperada, toma el asunto en sus propias manos, haciendo
tratos con graves consecuencias.
Enfrentándose a una faceta de Hades que nunca conoció y
a una pérdida aplastante, Perséfone se pregunta si realmente
puede convertirse en la reina de Hades.
PARTE i

“La flecha del destino, cuando se espera, viaja


lentamente”.

— Dante Alighieri, Paradiso


I

Un Toque De Duda

Perséfone caminaba a lo largo de la orilla del río Estigia.


Olas irregulares rompieron la oscura superficie y su piel se
erizó cuando recordó su primera visita al Inframundo. Había
intentado atravesar el amplio cuerpo de agua, inconsciente de
los muertos habitando las profundidades en él. La habían
arrastrado al fondo, sus dedos sin carne cortando su piel, sus
deseos de destruir su vida provocando su angustia.
Pensó que se ahogaría, y entonces Hermes vino a su
rescate.
Hades no estuvo complacido por nada de ello, pero la llevó
a su palacio y curó sus heridas. Luego, descubrió que los
muertos en el río eran cuerpos antiguos que habían venido al
Inframundo sin moneda para pagar el peaje a Caronte.
Sentenciados a una eternidad en el río, eran solo una de las
muchas formas de Hades para proteger las fronteras de su
reino de los vivos que deseaban entrar y los muertos que
deseaban escapar.
A pesar de la inquietud de Perséfone cerca del canal, el
paisaje era hermoso. El Estigia se extendía por kilómetros,
soldado a un horizonte sombreado por montañas sable.
Narcisos blancos crecían en racimos junto a sus bancos,
brillantes como fuego blanco contra la oscura superficie. Al
otro lado de las montañas, el palacio de Hades atormentaba el
horizonte, elevándose como los bordes irregulares de su
corona obsidiana.
Yuri, una joven alma con una gruesa melena de rizos en
cascada y piel oliva, caminaba junto a ella. Usaba una túnica
rosa y sandalias de cuero, un conjunto que resaltaba contra
las sombrías montañas y agua negra. El alma y Perséfone se
habían vuelto amigas rápidamente y, a menudo, daban
paseos juntas por el Valle Asfódelo, pero hoy Perséfone había
convencido a Yuri de desviarse de su camino usual.
Le echó un vistazo a su compañera, cuyo brazo estaba
enlazado al suyo, y preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí, Yuri?
Perséfone suponía que el alma había estado en el
Inframundo bastante tiempo, basándose en los peplos
tradicionales que usaba.
Las delicadas cejas de Yuri se fruncieron sobre sus ojos
grises.
—No lo sé. Un largo tiempo.
—¿Recuerdas cómo era el Inframundo cuando llegaste?
Perséfone tenía un montón de preguntas sobre el
Inframundo de antaño, era esa versión que todavía tenía sus
garras en Hades, esa versión que lo hacía sentir avergonzado,
que lo hacía sentir indigno de la adoración y alabanza de su
gente.
—Sí. No creo que vaya a olvidarlo nunca. —Ofreció una
risa incómoda—. No era como es ahora.
—Dime más —instó Perséfone. A pesar sentirse curiosa
por el pasado de Hades y la historia del Inframundo, no podía
negar que parte de ella temía descubrir la verdad.
¿Y si no le gustaba lo que encontraba?
—El Inframundo era… sombrío. No había nada. Todos
éramos incoloros y estaba abarrotado. No había días ni
noches, solo una monotonía de gris y existíamos en ella.
Entonces, realmente habían sido sombras, sombras de sí
mismos.
Perséfone recordó cuando visitó el Inframundo por
primera vez. Hades la había llevado a su jardín. Estaba tan
enojada con él… La había desafiado a crear vida, pero su
reino era hermoso y exuberante, lleno de coloridas flores y
vívidos sauces. Luego reveló que todo era una ilusión. Bajo el
glamour que mantenía, había una tierra de ceniza y fuego.
—Eso suena como un castigo —dijo Perséfone, pensando
en lo aterrador de existir sin un propósito.
Yuri ofreció una débil sonrisa y se encogió de hombros.
—Era nuestra sentencia por tener vidas mundanas.
Perséfone frunció el ceño. Sabía que, en los tiempos
antiguos, los héroes eran usualmente los únicos que podían
esperar una existencia eufórica en el Inframundo.
—¿Qué cambió?
—No lo sé con seguridad. Hubo rumores, por supuesto,
algunos decían que una mortal a la que lord Hades amó
murió y vino a existir aquí.
Perséfone frunció el ceño. Se preguntó si había alguna
verdad en ello, considerando que Hades tuvo un cambio de
perspectiva similar cuando escribió sobre sus tratos
inefectivos con mortales. Había estado tan motivado por su
crítica, que comenzó El Proyecto Halcyon, un plan que incluía
la construcción de un centro de rehabilitación de última
generación que se especializó en atención gratuita para
mortales.
Una fea sensación se arrastró por su columna y a través
de su cuerpo, esparciéndose como una plaga. Tal vez no había
sido la única amante que inspiró a Hades.
Yuri continuó:
—Por supuesto, tiendo a pensar que solo… decidió
cambiar. Lord Hades observa el mundo. A medida que se
volvía menos caótico, así lo hizo el Inframundo.
Perséfone no pensaba que fuera tan simple. Había
intentado hacer a Hades hablar sobre esto, pero evitaba el
tema. Ahora se preguntaba si su silencio era menos por
vergüenza y más por mantener los detalles de sus amantes
pasados en secreto. Descendió rápidamente, sus
pensamientos se volvieron turbulentos, un torbellino
recogiendo incertidumbre y duda. ¿A cuántas mujeres había
amado Hades? ¿Todavía tenía sentimientos por alguna de
ellas? ¿Las había llevado a la cama que ahora compartía con
ella?
La idea hizo que su estómago se revolviera.
Afortunadamente, fue sacada de sus pensamientos cuando
vio a un grupo de almas de pie sobre un embarcadero cerca
del río.
Perséfone se detuvo y asintió hacia la multitud.
—¿Quiénes son, Yuri?
—Nuevas almas.
—¿Por qué se esconden en los bancos del Estigia?
De todas las almas con las que Perséfone se había
encontrado, estas lucían como las más… muertas. Sus rostros
estaban demacrados, y su piel cenicienta y pálida. Se
acurrucaban juntos, espaldas inclinadas, brazos cruzados
sobre sus pechos, temblando.
—Porque tienen miedo —dijo Yuri, su tono implicaba que
su miedo debería ser obvio.
—No entiendo.
—A la mayoría les han dicho que el Inframundo y su Rey
son aterradores, así que cuando mueren, lo hacen con miedo.
Perséfone odiaba eso por un montón de razones,
principalmente porque el Inframundo no era un lugar para
ser temido, pero también encontraba que estaba frustrada
con Hades, quien no hacía nada para cambiar la percepción
de su reino o de sí mismo.
—¿Nadie las conforta cuando alcanzan las puertas?
Yuri le dio una mirada extraña, como si no entendiera por
qué alguien intentaría calmar o dar la bienvenida a las almas
recién llegadas.
—Caronte los lleva a través del Estigia y ahora deben
recorrer el camino al juicio —dijo Yuri—. Después, son
depositados en un lugar de descanso o tortura eterna. Es
como siempre ha sido.
Perséfone presionó los labios, su mandíbula apretándose
con irritación. Le asombraba que, en un aliento, pudieran
hablar de lo mucho que el Inframundo había evolucionado, y
todavía implementar prácticas arcaicas. No había razón para
dejar a estas almas sin bienvenida o consuelo. Se liberó del
agarre de Yuri y se dirigió hacia el grupo, vacilando cuando
siguieron temblando y encogiéndose lejos de ella.
Sonrió, esperando aliviar su ansiedad.
—Hola. Mi nombre es Perséfone.
Aun así, las almas se estremecieron. Debió saber que su
nombre no traería ningún consuelo. Su madre, Deméter, la
Diosa Olímpica de la Cosecha, se había asegurado de eso. Por
miedo, había mantenido a Perséfone encerrada en una prisión
de cristal la mayor parte de su vida, excluyéndola de
adoración e, inevitablemente, de sus poderes.
Un revoltijo de emociones se enredó en su estómago,
frustración por no poder ayudar, tristeza por ser débil, y furia
porque su madre hubiera intentado desafiar al destino.
—Deberías mostrarles tu Divinidad —sugirió Yuri. Había
seguido a Perséfone mientras se acercaba a las almas.
—¿Por qué?
—Las reconfortaría. Justo ahora, no eres diferente de
ningún alma en el Inframundo. Como diosa, eres alguien a
quien tienen en alta estima.
Perséfone empezó a protestar. Esta gente no conocía su
nombre, ¿cómo aliviaría sus miedos su Divinidad?
Entonces Yuri añadió:
—Adoramos lo divino. Les traerás esperanza.
A Perséfone no le gustaba su forma divina. Tuvo un
momento difícil sintiéndose como una diosa antes de tener
poderes, y eso no había cambiado ni siquiera cuando su
magia estalló a la vida, instada por la adoración de Hades.
Rápidamente aprendió que una cosa era tener magia, y otra
era usarla apropiadamente. Aun así, era importante para ella
que estas nuevas almas se sintieran bienvenidas en el
Inframundo, que vieran el reino de Hades como otro
comienzo, y más que nada, quería asegurarse de que
supieran que a su rey le importaban.
Perséfone liberó el agarre que tenía sobre su glamour
humano. La magia se sintió como seda deslizándose por su
piel y se quedó en un brillo etéreo ante las almas. De alguna
manera, el peso de sus cuernos cudú blancos se sintió más
pesado ahora que estaba expuesta en su verdadera forma. Su
rizado cabello fue iluminado de un dorado descarado a un
amarillo pálido y sus ojos ardieron de un sobrenatural verde
botella.
Sonrió a las almas de nuevo.
—Soy Perséfone, Diosa de la Primavera. Estoy muy
complacida de que estén aquí.
Su reacción al resplandor fue inmediata. Pasaron de
temblar a adorarla puestos de rodillas a sus pies. El estómago
de Perséfone se endureció, y su latido se aceleró cuando se
lanzó hacia delante.
—Oh, no, por favor. —Se arrodilló ante una de las almas,
una mujer anciana con corto cabello blanco y piel fina como
el papel. Tocó su mejilla y aguados ojos azules encontraron
los suyos.
—Por favor, levántate conmigo —dijo, y ayudó a la mujer a
ponerse de pie.
Las otras almas permanecieron en el suelo, cabezas
levantadas, ojos fijos.
—¿Cuál es tu nombre?
—Elenor —dijo con voz áspera.
—Elenor. —Perséfone dijo el nombre con una sonrisa en
sus labios—. Espero que encuentres el Inframundo tan
pacífico como yo.
Sus palabras fueron como una cuerda, enderezando los
hundidos hombros de la mujer. Perséfone se dirigió a la
siguiente alma, y a la siguiente. Hasta que había hablado con
cada una, y todas estuvieron de pie de nuevo.
—Quizá deberíamos caminar todos al Campo de Juicio —
sugirió.
—Oh, eso no será necesario —interrumpió Yuri—.
¡Thanatos!
El alado Dios de la Muerte apareció al instante. Era
hermoso de una manera oscura, con pálida piel, labios rojo
sangre, y cabello rubio platino que caía sobre sus hombros.
Sus ojos azules eran igual de impactantes que el destello de
un rayo en el cielo nocturno. Su presencia inspiraba una
sensación de calma que Perséfone sentía en lo profundo de su
pecho. Era casi como si fuera ingrávida.
—Milady. —Se inclinó, su voz melódica y rica.
—Thanatos. —Perséfone no pudo evitar la amplia sonrisa
que cruzó su rostro.
Thanatos había sido el primero en ofrecer su conocimiento
sobre el precario rol de Hades como el Dios de los Muertos
durante un recorrido por los Elíseos. Fue su perspectiva la
que la ayudó a entender el Inframundo un poco mejor, y si
estaba siendo honesta, proveyó lo que necesitaba para
entregarse completamente a Hades.
Hizo un gesto a las almas reunidas y las presentó al dios.
Su sonrisa era ligera, pero sincera cuando dijo:
—Ya nos conocemos.
—Oh. —Sus mejillas se sonrojaron—. Lo siento mucho.
Me olvidé.
Como recolector de almas, Thanatos era el último rostro
que los mortales veían antes de aterrizar sobre las costas del
Estigia.
—Estaba a punto de escoltar a las nuevas almas al Campo
del Juicio.
Notó que los ojos de Thanatos se ampliaban ligeramente, y
miró a Yuri, quien habló rápidamente:
—Lady Perséfone es requerida en palacio. ¿Podrías
llevarlas por ella, Thanatos?
—Por supuesto —contestó, llevando su mano a su pecho
—. Estaría encantado.
Perséfone hizo un gesto de despedida a las almas cuando
Thanatos se giró hacia la multitud, extendió sus alas, y se
desvaneció.
Yuri entrelazó su brazo con el de Perséfone, tirando de ella
lejos de los bancos del Estigia, pero Perséfone no se movió.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó.
—¿Hacer qué?
—No soy requerida en palacio, Yuri. Podría haber llevado a
las almas al campo.
—Lo siento, Perséfone. Temía que hicieran solicitudes.
—¿Solicitudes? —Sus cejas se fruncieron—. ¿Qué podrían
solicitar?
—Favores —explicó.
Perséfone se rio por la idea.
—Difícilmente estoy en posición de conceder favores.
—No saben eso —dijo—. Todo lo que ven es a una diosa
que podría ayudarlos a conseguir una audiencia con Hades o
regresarlos al mundo de los vivos.
Perséfone frunció el ceño.
—¿Por qué piensas eso?
—Porque fui una de ellos.
Yuri tiró de su brazo de nuevo, y, esta vez, Perséfone
siguió. Tenso silencio llenó el espacio entre ellas, y Perséfone
frunció el ceño.
—Lo siento, Yuri. A veces olvido…
—¿Que estoy muerta? —Sonrió, pero Perséfone se sintió
pequeña y tonta—. Está bien. Esa es una de las razones por
las que me agradas tanto. —Se detuvo por un momento, y
añadió—: Hades escogió bien a su consorte.
—¿Su consorte? —Las cejas de Perséfone se elevaron.
—¿No es obvio que Hades pretende casarse contigo?
Perséfone se rio.
—Estás siendo muy presuntuosa, Yuri.
Excepto que Hades había dejado claras sus intenciones.
Serás mi reina. No necesito a las Moiras para decirme eso. Su
pecho se apretó, las palabras formando un nudo en su
estómago.
Esas palabras debieron derretir su corazón, y el hecho de
que no lo hicieran, la perturbaba. Tal vez tenía algo que ver
con su reciente ruptura. ¿Por qué sentía tal aprensión cuando
Hades parecía tan seguro sobre su futuro?
Yuri, ignorante a la guerra interna de Perséfone, dijo:
—¿Por qué lord Hades no te escogería como reina? Eres
una diosa soltera y no has tomado un voto de castidad.
El alma le dio una mirada conocedora que hizo sonrojar a
Perséfone.
—Ser una diosa no me califica para ser Reina del
Inframundo.
—No, pero es un comienzo. Hades nunca escogería a una
mortal o a una ninfa como su reina. Confía en mí, ha tenido
muchas oportunidades.
Una descarga de celos se disparó por la columna de
Perséfone. Fue como un fósforo aterrizando en una piscina de
queroseno. Su magia surgió, demandando una salida. Era un
mecanismo de defensa, y le tomó un momento aplacarla.
Contrólate, se ordenó.
No era ignorante al hecho de que Hades tuvo otros
amantes a través de su vida, siendo una la ninfa pelirroja,
Menta, a quien había transformado en una planta. Aun así,
nunca había considerado que el interés de Hades en ella
podría ser, en parte, debido a su sangre Divina. Algo oscuro
encontró su camino alrededor de su corazón. ¿Cómo podía
permitirse pensar de esta manera sobre Hades? La instó a
aceptar su Divinidad, la adoró para que pudiera reclamar su
libertad y poder, y le había dicho que la amaba. Si la iba a
hacer su reina, sería porque se preocupaba por ella, no
porque era una diosa.
¿Verdad?
Perséfone se distrajo pronto de sus pensamientos cuando
ella y Yuri regresaron al Valle Asfódelo, donde fue rodeada por
niños que le rogaban jugar. Tras un corto juego de escondite,
fue arrastrada por Ophelia, Elara, y Anastasia, que querían
su opinión en vinos, pasteles y flores para la Celebración del
Solsticio de Verano que se aproximaba.
El solsticio marcaba el comienzo del nuevo año, e iniciaba
la cuenta regresiva de un mes para los Juegos Panhelénicos,
algo por lo que, ni siquiera la muerte, podía reprimir la
emoción de las almas. Con tan importante celebración
acercándose, Perséfone pidió a Hades si podían organizar una
fiesta en el palacio, a lo que había accedido. Estaba ansiando
tener a las almas en los salones de nuevo, tanto como ellas
estaban ansiando estar allí.
Para el momento que Perséfone regresó al palacio, todavía
se sentía inquieta. La oscuridad de su duda aumentó,
presionando contra su cráneo, y su magia pulsó bajo su piel,
haciéndola sentir dolorida y agotada. Pidió té y vagó por la
biblioteca, esperando que leer apartara su mente de su
conversación con Yuri.
Acurrucándose en una de las amplias sillas cerca de la
chimenea, hojeó la copia de Hécate de Brujería y Caos. Era
una de las varias asignaturas de la Diosa de la Magia, quien
estaba ayudándola a aprender a controlar su errático poder.
No estaba funcionando tan rápido como esperaba.
Perséfone esperó un largo tiempo para que sus poderes se
manifestaran, y cuando lo hicieron, fue durante una
acalorada discusión con Hades. Desde entonces, había
conseguido hacer florecer flores, pero tenía problemas
canalizando la apropiada cantidad de magia. También había
descubierto que su habilidad para transportarse era
defectuosa, lo que significaba que no siempre terminaba
donde pretendía. Hécate dijo que era solo cuestión de
práctica, pero todavía la hacía sentir como un fracaso, y era
por estas razones que había decidido no usar magia en el
Mundo Superior.
No hasta que lo tuviera bajo control.
Entonces, en preparación para su primera lección con
Hécate, estudió, aprendiendo la historia de la magia,
alquimia, y los diversos y aterradores poderes de los dioses,
anhelando usar sus poderes tan fácilmente como respiraba.
De repente, una calidez se extendió a través de su piel,
levantando el vello en su nuca y brazos. A pesar del calor, se
estremeció, su respiración volviéndose superficial.
Hades estaba cerca, y su cuerpo lo sabía.
Quiso gemir cuando un dolor empezó en su bajo vientre.
Dioses. Era insaciable.
—Pensé que te encontraría aquí. —La voz de Hades llegó
desde arriba, y levantó la mirada para encontrarlo de pie tras
ella. Sus ojos ahumados se encontraron con los suyos cuando
se inclinó para besarla, su mano cubriendo su mandíbula.
Era un agarre posesivo, y un beso apasionado que dejó sus
labios en carne viva cuando se apartó.
—¿Cómo fue tu día, querida?
Su palabra cariñosa le arrebató el aliento.
—Bien.
Las esquinas de la boca de Hades se levantaron y, cuando
habló, sus ojos cayeron a sus labios.
—Espero no estar molestándote. Parecías bastante
embelesada por tu libro.
—No —dijo rápidamente, luego se aclaró la garganta—.
Quiero decir… es solo algo que Hécate asignó.
—¿Puedo? —preguntó, liberándola de su agarre y
extendiendo su mano hacia el libro.
En silencio, se lo dio y observó mientras el Dios de los
Muertos rodeaba su silla y hojeaba el libro. Había algo
increíblemente diabólico sobre la forma en la que lucía, una
tormenta de oscuridad vestida de la cabeza a los pies de
negro.
—¿Cuándo empezaste a entrenar con Hécate? —preguntó.
—Esta semana —dijo—. Me dio tarea.
—Hmm. —Estaba en silencio, manteniendo sus ojos sobre
el libro cuando habló—: Escuché que recibiste almas nuevas
hoy.
Perséfone se enderezó, incapaz de decir si estaba irritado
con ella.
—Estaba caminando con Yuri cuando los vi esperando
sobre el banco del Estigia.
Hades levantó la mirada, ojos como hogueras.
—¿Llevaste a un alma fuera de Asfódelo? —Había un
indicio de sorpresa en su voz.
—Es Yuri, Hades. Además, no sé por qué los mantienes
aislados.
—Para que no causen problemas.
Perséfone se rio, pero se detuvo cuando vio la expresión en
los ojos de Hades. Se detuvo entre ella y la chimenea,
iluminado como un ángel. Realmente era magnífico, con sus
altos pómulos, barba bien cuidad y labios carnosos. Su largo
cabello estaba sujeto en un moño en la parte posterior de su
cabeza. Le gustaba de esa manera porque le gustaba quitarlo,
le gustaba correr sus dedos a través de él, le gustaba
apretarlo cuando estaba dentro de ella.
Ante ese pensamiento, el aire se volvió más pesado, y notó
el pecho de Hades levantarse con una brusca inhalación como
si pudiera sentir el cambio en sus pensamientos. Lamió sus
labios y se obligó a concentrarse en la conversación actual.
—Las almas en Asfódelo nunca causan problemas.
—Crees que estoy equivocado. —No era una pregunta,
sino una declaración, y no parecía sorprendido en absoluto.
Su relación había comenzado porque Perséfone pensaba que
estaba equivocado.
—Creo que no te das suficiente crédito por haber
cambiado, y, por ende, no das a las almas suficiente crédito
por reconocerlo.
El dios estuvo en silencio por un largo rato.
—¿Por qué recibiste a las almas?
—Porque tenían miedo, y no me gustó.
La boca de Hades se frunció.
—Algunas de ellas deberían tener miedo, Perséfone.
—Aquellas que deban, lo harán, sin importar la
bienvenida que les dé.
Los mortales saben qué lleva al encarcelamiento eterno en
el Tártaro, pensó.
—El Inframundo es hermoso, y te preocupas por la
existencia de tu gente, Hades. ¿Por qué deberían temer un
lugar así? ¿Por qué deberían temerte?
—Como sea, todavía me temen. Tú fuiste la que los
recibió.
—Podrías recibirlos conmigo —ofreció.
Su sonrisita permaneció, y su expresión se suavizó.
—Para lo desagradable que encuentras el título de reina,
eres rápida actuando como una.
Perséfone se congeló por un momento, atrapada entre el
miedo de la furia de Hades y la ansiedad de ser llamada reina.
—¿Eso… te disgusta?
—¿Por qué me disgustaría?
—No soy una reina —dijo, levantándose de su asiento y
acercándose a él, arrancando el libro de sus manos—.
Tampoco puedo descifrar cómo te sientes sobre mis acciones.
—Serás mi reina —dijo Hades ferozmente, como si
estuviera intentando convencerse de que era cierto—. Las
Moiras lo han declarado.
Perséfone se erizó, sus pensamientos anteriores
regresando rápidamente. ¿Cómo se suponía que preguntaría a
Hades por qué la quería como su reina? Peor, ¿por qué sentía
como si necesitara que respondiera esa pregunta? Se giró y
caminó a las estanterías para ocultar su reacción.
—¿Eso te disgusta? —preguntó Hades, apareciendo frente
a ella, bloqueando su camino como una montaña.
Perséfone se sobresaltó, pero se recuperó rápidamente.
—No —replicó, pasándolo.
Hades la siguió de cerca.
Cuando regresó el libro a su lugar sobre el estante, habló:
—Aunque, preferiría que me quisieras como reina porque
me amas, no porque las Moiras lo han decretado.
Hades esperó hasta que lo miró para hablar. Estaba
frunciendo el ceño.
—¿Dudas de mi amor?
—¡No! —Sus ojos se ensancharon por la conclusión a la
que había llegado, luego sus hombros cayeron—. Pero…
supongo que no podemos evitar lo que otros perciban sobre
nuestra relación.
—¿Y qué dicen los otros, exactamente? —Se paró tan
cerca que pudo oler especia y humo y un toque de aire
invernal. Era la esencia de su magia.
Un hombro se levantó y cayó cuando dijo:
—Que solo estamos juntos por las Moiras. Que solo me
has escogido porque soy una diosa.
—¿Te he dado razón para pensar tales cosas?
Le miró fijamente, incapaz de responder. No quería decir
que Yuri había sembrado la idea en su cabeza. Estaba allí
antes, una semilla plantada desde el principio. Yuri
simplemente la había regado y ahora estaba creciendo, tan
salvaje como las vides negras que brotaban de su magia.
Hades habló más rápido, demandando:
—¿Quién te ha creado dudas?
—Solo he empezado a considerar…
—¿Mis razones?
—No…
Entrecerró sus ojos.
—Así parece.
Perséfone dio un paso atrás, el librero presionando contra
su espalda.
—Lamento haber dicho nada.
—Es demasiado tarde para eso.
Perséfone lo fulminó con la mirada.
—¿Me castigarás por decir lo que pienso?
—¿Castigar? —Hades ladeó su cabeza, y se acercó,
caderas inclinándose con caderas, sin dejar espacio entre
ellos—. Estoy interesado en escuchar cómo piensas que
podría castigarte.
Esas palabras la resintieron, y a pesar del calor que
inspiraron, consiguió fulminarlo con la mirada.
—Estoy interesada en que mi pregunta tenga respuesta.
La mandíbula de Hades se apretó.
—Recuérdame de nuevo tu pregunta.
Parpadeó. ¿Estaba preguntándole si la había escogido
porque era una diosa? ¿Estaba preguntándole si la amaba?
Tomó una respiración y lo miró a través de las pestañas.
—Si no hubiera Moiras, ¿todavía me amarías?
No pudo ubicar la expresión en el rostro de Hades. Sus
ojos eran un láser, derritiendo su pecho y su corazón y sus
pulmones. No pudo respirar mientras esperaba a que hablara,
y no lo hizo. En cambio, la alcanzó con una mano y tomó su
mandíbula. Su cuerpo vibraba, podía sentir la violencia
debajo, y por un momento se preguntó qué pretendía liberar
el Rey del Inframundo.
Entonces su agarre se suavizó, y sus dedos se extendieron
sobre su mejilla, ojos bajando a sus labios.
—¿Sabes cómo supe que las Moiras te hicieron para mí?
—Su voz era un susurro ronco, un tono que usaba en la
oscuridad de su habitación después de hacer el amor.
Perséfone negó lentamente, atrapada por su mirada—. Podía
saborearlo en tu piel, y lo único de lo que me arrepiento, es de
haber vivido tanto tiempo sin ti.
Sus labios recorrieron su mandíbula y su mejilla. Contuvo
la respiración, inclinándose en su toque, buscando su boca,
pero en lugar de besarla, se apartó.
Su repentina distancia la dejó inestable, y se inclinó
contra el estante por apoyo.
—¿Qué fue eso? —demandó, mirándolo con furia.
Ofreció una risa oscura, las esquinas de su boca
elevándose.
—Juego previo.
Entonces se estiró hacia delante, la levantó en sus brazos
y sobre su hombro. Perséfone dio un pequeño grito de
sorpresa, y demandó:
—¿Qué estás haciendo?
—Demostrando que te amo.
Caminó fuera de la biblioteca y hacia el pasillo.
—¡Bájame, Hades!
—No.
Tenía la sensación de que estaba sonriendo. Su mano se
arrastró entre sus muslos, abriendo su carne, y hundiéndose
en su interior. Agarró la tela de su chaqueta para no caerse
de sus hombros.
—¡Hades! —gimió.
Se rio entre dientes, y lo odió por ello. Liberó sus largos
mechones y tiró de las hebras, echando su cabeza hacia
atrás, buscando sus labios. Hades fue obediente y la acorraló
contra la pared más cercana ofreciendo un beso vicioso antes
de apartarse para gruñir en su oreja:
—Te castigaré hasta que grites, hasta que te corras tan
fuerte alrededor de mi pene que no te quede duda de mi
afecto.
Sus palabras le arrebataron el aliento y su magia se
despertó, calentando su piel.
—Cumple tus promesas, lord Hades —dijo contra su boca.
Entonces la pared tras Perséfone cedió y gritó cuando
Hades tropezó hacia delante. Consiguió evitar que ambos
aterrizaran en el suelo, y cuando estuvieron estables, la puso
sobre sus pies. Reconoció la forma en la que la sostenía,
protectoramente, un brazo envuelto sobre sus hombros.
Estiró su cuello y descubrió que estaban en un comedor. La
mesa de banquetes estaba abarrotada con el personal de
Hades, incluyendo a Thanatos, Hécate y Caronte.
La pared contra la que habían estado presionados era una
puerta.
Hades se aclaró la garganta, y Perséfone enterró su cabeza
en el pecho de Hades.
—Buenas noches —dijo Hades, estaba sorprendida por lo
calmado que sonaba cuando habló. Ni siquiera estaba sin
aliento, aunque podía sentir el latido de su corazón contra su
oreja. Pensó que Hades se excusaría y se desvanecerían, pero
en cambio dijo—: Lady Perséfone y yo estamos famélicos, y
deseamos estar solos.
Se congeló y lo pinchó en el costado.
¿Qué estaba haciendo?
Al unísono, la gente empezó a moverse, recogiendo platos,
cubertería, e inmensas bandejas de comida sin tocar.
—Buenas noches, milady, milord.
Salieron en fila del comedor con ojos resplandecientes y
amplias sonrisas. Perséfone mantuvo su mirada gacha, un
sonrojo perpetuo sobre sus mejillas mientras los residentes de
Hades desfilaban al pasillo para cenar en otra parte del
palacio.
Cuando estuvieron solos, Hades no perdió tiempo en
inclinarse hacia ella, guiándola de espaldas hasta que sus
piernas golpearon la mesa.
—No puedes hablar en serio.
—Como los muertos —respondió.
—¿El… comedor?
—Estoy bastante hambriento, ¿tú no?
Sí.
Pero no tuvo tiempo de responder. Hades la levantó sobre
la mesa, se paró entre sus piernas y se arrodilló como un
sirviente se arrodillaría ante su reina. Su vestido se levantó y
sus manos recorrieron sus pantorrillas. Provocó, labios
rozando el interior de sus muslos antes de que su boca
encontrara su núcleo.
Perséfone se arqueó sobre la mesa y su respiración se
atascó mientras Hades trabajaba, su lengua implacable en su
asalto, su barba corta creando una deliciosa fricción contra
su piel sensible. Se estiró hacia él, enredando los dedos en su
cabello, retorciéndose bajo su toque.
Hades la sostuvo más fuerte, sus dedos enterrándose en
su carne para mantenerla en el lugar. Un sonido gutural se le
escapó cuando sus labios se ajustaron alrededor de su
hendidura y sus dedos reemplazaron su lengua empujando,
llenando y estirando hasta que el placer explotó por todo su
cuerpo.
Estaba segura de que estaba resplandeciendo.
Esto era éxtasis, euforia.
Y todo fue interrumpido por un golpe en la puerta.
Perséfone se congeló e intentó sentarse, pero Hades la
sostuvo en su lugar y gruñó mirándola desde su lugar entre
sus piernas.
—Ignóralo. —Fue dicho como una orden, sus ojos
encendidos como brasas.
Siguió despiadadamente, moviéndose más profundo, más
duro, más rápido. Perséfone apenas podía quedarse en la
mesa, apenas podía respirar, sintiéndose como si estuviera
arrastrándose a la superficie del Estigia de nuevo,
desesperada por aire, pero feliz en conocimiento de que esta
muerte sería una feliz.
Pero el golpe siguió, y una vacilante voz llamó:
—¿Lord Hades?
Perséfone no podía decir quién estaba al otro lado de la
puerta, pero sonaba nervioso y tenía razón para estarlo,
porque la expresión en el rostro de Hades era asesina.
Así es como luce cuando enfrenta almas en el Tártaro,
pensó.
Hades se recostó sobre sus talones.
—Vete —espetó.
Hubo un instante de silencio. Luego la voz dijo:
—Es importante, Hades.
Incluso Perséfone notó la pesada alarma en el tono de la
persona. Hades suspiró y se puso de pie, tomando su rostro
entre sus manos.
—Un momento, querida.
—No lo torturarás, ¿verdad?
—No tan terriblemente.
No sonrió cuando salió al pasillo.
Perséfone se sintió ridícula sentada al borde de la mesa,
así que se bajó, ajustó su falda, y empezó a pasear por el
extravagante comedor. El techo tenía bastantes candeleros de
cristal innecesarios, las paredes estaban adornadas en oro, y
la silla de Hades lucía como un trono a la cabeza de la mesa.
Por si fuera poco, apenas cenaba en esta habitación, a
menudo prefiriendo tomar su comida en otra parte del
palacio. Esa era una razón por la que había decidido usarla
durante la Celebración del Solsticio, toda esta belleza no se
desperdiciaría.
Hades regresó. Parecía frustrado, su mandíbula tensa, y
sus ojos destellaban con una clase distinta de intensidad. Se
detuvo a unos cuantos centímetros de ellas, manos en los
bolsillos.
—¿Está todo bien? —preguntó.
—Sí —dijo—. Y no. Ilias me ha hecho partícipe de un
problema con el que es mejor lidiar más pronto que tarde.
Lo contempló, esperando, pero no se explicó.
—¿Cuándo volverás?
—En una hora. Tal vez dos.
Frunció el ceño, y Hades tocó su barbilla para que sus
ojos estuvieran al nivel de los suyos.
—Confía, querida, dejarte es la decisión más difícil que
hago cada día.
—Entonces no lo hagas —dijo, colocando sus manos
alrededor de su cintura—. Iré contigo.
—Eso no es sabio. —Su voz era áspera, y las cejas de
Perséfone se fruncieron.
—¿Por qué no?
—Perséfone…
—Es una pregunta simple —interrumpió.
—No lo es —espetó, y luego suspiró, corriendo sus dedos a
través de su cabello suelto.
Lo miró fijamente. Nunca había perdido su temperamento
así. ¿Qué lo tenía tan agitado? Pensó en presionar por una
respuesta, pero sabía que no llegaría a ningún lado, así que,
en cambio, cedió.
—Bien. —Dio un paso atrás, creando distancia entre ellos
—. Estaré aquí cuando regreses.
Hades frunció el ceño.
—Te lo compensaré.
Arqueó una ceja y ordenó:
—Júralo.
Los ojos de Hades ardieron bajo el brillo de las luces de
cristal.
—Oh, querida. No necesitas sacar un juramento. Nada
evitará que te folle.
II

Un Toque De Duplicidad

El cuerpo de Perséfone vibraba, calentado por la chispa


que Hades había encendido. Sin supervisión, la llama se
había esparcido, consumiendo su cuerpo entero. Buscó una
distracción y vagó fuera, atravesando el jardín, consumida
por el olor de suelo húmedo y dulces retoños. Acarició pétalos
y hojas a medida que pasaba hasta que llegó al borde del
terreno donde un salvaje campo de césped amarillento
bailaba, instado por una brisa susurrada.
Se echó a correr, flores naranjas florecían a sus pies a
medida que navegaba a través del campo. No tenía que
concentrarse en usar su magia. Irradiaba de ella, sin filtro y
descontrolada. Los perros de Hades se unieron a ella,
persiguiéndola hasta que se detuvo al borde del campo de
Hécate. La diosa se sentaba con las piernas cruzadas fuera de
su cabaña con los ojos cerrados. Perséfone no sabía si estaba
meditando o lanzando un hechizo. Si tuviera que adivinar,
diría que la Diosa de la Brujería probablemente estaba
maldiciendo a algún mortal en el Mundo Superior por algún
atroz trato contra mujeres.
Cerbero, Tifón Y Ortro no siguieron a Perséfone cuando se
acercó a la diosa.
—¿Ya estás satisfecha? —preguntó Hécate, sus ojos
todavía cerrados.
Perséfone nunca perdonaría a Hades por lo que había
sucedido frente a su personal.
—¿Qué te parece? —gruñó.
La frustración sexual estaba haciéndola gruñona. Hécate
abrió un ojo, y luego el otro.
—Ah —dijo—. ¿Te importa entrenar en su lugar?
—Solo si puedo explotar algo.
Una pequeña sonrisa tiró de los labios de fresa Hécate.
—Puedes meditar.
—¿Meditar?
Lo último que Perséfone quería hacer era estar sola con
sus pensamientos furibundos. Hécate palmeó el suelo junto a
ella, y Perséfone suspiró, tomando asiento. Su cuerpo se
sentía rígido, sus manos cálidas y sudorosas.
—Tu primera lección, diosa. Controla tus emociones.
—¿Cómo es eso una lección? —preguntó Perséfone.
Hécate le dio una mirada conocedora.
—¿Quieres hablar sobre lo de antes? Esas puertas se
vinieron abajo por tu magia. No fueron abiertas por nadie en
el interior.
Perséfone apartó la mirada.
—No estés avergonzada, querida mía. Le pasa a los
mejores de nosotros.
Perséfone sabía que sus emociones estaban atadas a sus
poderes. Flores brotaban cuando estaba enojada, y vides se
curvaban alrededor de Hades en momentos de pasión sin
advertencia. Entonces estaba Menta, cuyas palabras
insultantes habían terminado convirtiéndola en una planta de
menta, y Adonis, a quien había amenazado en el Jardín de los
Dioses al convertir sus extremidades en vides. Sin mencionar
la destrucción del invernadero de su madre.
—Está bien, tengo un problema —admitió Perséfone—.
¿Cómo lo controlo?
—Con práctica —dijo Hécate—. Y un montón de
meditación. Mientras más a menudo lo hagas, más se
beneficiarán tú, y tu magia.
Perséfone frunció el ceño.
—Odio meditar.
—¿Alguna vez lo has intentado?
—Sí, y es aburrido. Todo lo que haces es… sentarte.
Las esquinas de la boca de Hécate se levantaron.
—Tu perspectiva está equivocada. El punto de meditar en
obtener control, ¿no tienes hambre de control, Perséfone?
La voz de Hécate bajó, cubierta con seducción. Perséfone
no podía negar que estaba ansiosa por lo que la diosa estaba
ofreciendo. Quería control sobre todo: su magia, su vida, su
futuro.
—Estoy escuchando —dijo Perséfone.
La sonrisa de Hécate era impía, y continuó:
—Meditar significa concentrar tu atención momento a
momento, las cosas que te ahogan, las cosas que causan que
tu magia cree un escudo a tu alrededor.
Hécate guio a Perséfone a través de varias meditaciones,
orientándola a enfocarse en su respiración. Imaginó que esto
podría ser pacífico si pudiera evitar que su mente vagara
hacia Hades. Juró que en dos ocasiones estaba detrás suyo.
Podía sentir su aliento sobre su cuello, el suave roce de su
barba contra su mejilla mientras susurraba palabras contra
su piel.
He pensado en ti todo el día.
Un escalofrío la recorrió y su núcleo se apretó.
La forma en la que sabes, la sensación de mi polla
deslizándose en tu interior, la forma en la que gimes cuando te
follo.
Perséfone se mordió el labio, y calor se acumuló entre sus
piernas.
Quiero follarte tan duro que tus gritos alcancen los oídos de
los vivos.
Su respiración escapaba en bruscos jadeos, y abrió los
ojos. Cuando miró a Hécate, la diosa arqueó una ceja
conocedora.
—Pensándolo bien, explotemos algunas cosas.

***

—¡Voy a llegar tarde! —Perséfone apartó de golpe las


mantas y saltó de la cama.
Hades gimió, estirando sus brazos sobre las sábanas,
estirándose hacia ella.
—Regresa a la cama —dijo, soñolientamente.
Lo ignoró, corriendo alrededor de su habitación en
búsqueda de sus cosas. Encontró su bolso sobre una silla,
sus zapatos debajo de la cama, y su ropa estaba envuelta en
las sábanas. Las desenredó, y cuando estuvieron libres,
Hades se las arrebató de las manos.
—Hades… —gruñó, abalanzándose hacia él.
Sus manos se apretaron sobre su cintura, y rodó,
inmovilizándola bajo él. Se rio, retorciéndose.
—¡Hades, detente! Voy a llegar tarde y es tu culpa.
Había cumplido su promesa, regresando al Inframundo
alrededor de las tres de la mañana. Cuando se había
deslizado a la cama detrás de ella, le había dado un beso de
buenas noches y no se había detenido. Después, se había
quedado profundamente dormida, golpeando el botón de
repetición cuando su alamar se activó para despertarla.
—Te llevaré —dijo, inclinándose para besar su cuello—.
Puedo llevarte allí en segundos.
—Hmm —dijo, presionando las palmas contra su pecho—.
Gracias, pero prefiero tomar el camino largo.
Arqueó una ceja y le dio una mirada amenazadora antes
de apartarse. Se puso de pie de nuevo, levantando su ropa
arrugada y frunció el ceño.
—Permíteme ayudar —dijo Hades, y chasqueó sus dedos,
manifestando un vestido confeccionado y tacones negros.
Bajó la mirada, pasando sus manos sobre la tela que tenía un
débil destello.
—El negro no es mi elección de color usual —dijo.
Hades sonrió con suficiencia.
—Compláceme —dijo.
Cuando estuvo lista, él insistió en que aceptara un paseo
de su chofer, que era como había terminado en la parte
trasera del Lexus negro de Hades. Antoni, un cíclope y
sirviente del Dios de los Muertos, estaba en el asiento del
conductor silbando una canción que Perséfone reconocía del
álbum White Raven de Apolo. A pesar de no ser una fanática
de la música del dios, había pasado un viernes por la noche
celebrando el cumpleaños de su mejor amiga, Lexa Sideris, en
el club del dios, donde sus canciones estaban en constante
repetición. Ahora sentía que se las sabía todas de memoria, lo
que solo hizo que su disgusto por ellas se fortaleciera.
Hizo lo mejor que pudo para ignorar el incesante falsete de
Apolo y fue rápidamente distraída por una serie de mensajes
de Lexa. El primero decía:
Eres oficialmente famosa.
Una oleada de ansiedad la invadió cuando su mejor amiga
envió varios enlaces de “Últimas Noticias” de medios de toda
Nueva Grecia, y todos eran sobre ella y Hades.
Presionó el primer enlace, luego el siguiente, y el
siguiente. La mayoría de los artículos resumían detalles de su
reunión pública con Hades, incluyendo fotos incriminatorias.
Se sonrojó al ver los recordatorios de ese día. No había
esperado que el Rey de los Muertos apareciera en el Mundo
Superior, y cuando lo vio, pensó que su corazón explotaría.
Corrió hacia él, saltó a sus brazos y se enrolló a su alrededor
como si perteneciera allí. Las manos de Hades presionaban su
parte inferior y sus labios enfrascados en un beso que todavía
podía sentir.
Debió haber visto venir la tormenta mediática, pero tras la
fiesta de cumpleaños de Lexa, pasó el fin de semana en el
Inframundo, recluida en la recámara de Hades, explorando,
provocando, sometiendo. No había pensado dos veces en el
estado del Mundo Superior cuando se marchó. Con imágenes
como estas, era difícil negar la especulación sobre su relación.
Fue el último enlace que recibió el que más la asustó:
TODO LO QUE NECESITAS SABER SOBRE LA AMANTE
DE HADES.
Era su peor pesadilla.
Escaneó el artículo, aliviada al descubrir que no había
ninguna información que la revelase como hija de Deméter o
una diosa, pero todavía era espeluznante. Decía que era de
Olimpia, que había empezado a asistir a la Universidad de
Nueva Atenas hacía cuatro años, empezó con una
especialidad en botánica y terminó con una especialidad en
periodismo. Había unas cuantas citas de estudiantes que
afirmaban “conocerla”, gemas como, “Se notaba que era
realmente inteligente” y “Siempre fue realmente callada” y
“Leía un montón”.
El artículo también detallaba una línea de tiempo de su
vida que incluía sus pasantías en Noticias Nueva Atenas, su
artículo sobre Hades, y su reconciliación fuera de The Coffee
House.
“Los testigos dicen que no estaban seguros de los motivos
de Hades cuando se materializó en el Mundo Superior, pero
parecía que estaba allí para hacer las paces con la periodista,
Perséfone Rosi, lo que plantea la pregunta: ¿cuándo comenzó
su romance?”
Perséfone reconoció la ironía de su situación, era una
periodista de investigación. Amaba investigar. Amaba llegar al
fondo de un asunto, explorar hechos, y salvar mortales de la
ira de dioses, semi-dioses, y sí mismos.
Pero esto era diferente.
Esta era su vida personal.
Sabía cómo funcionaban los medios, ahora era un
misterio por resolver, y aquellos que investigaban sus
antecedentes eran una amenaza para todo en lo que había
trabajado tan duro.
Una amenaza para su libertad.
Lexa escribió:
Sé que estás enloqueciendo justo ahora. No lo hagas.
Es fácil para ti decirlo. Tu nombre no está plasmado
en los titulares.
Respondió con:
Técnicamente, no es tu nombre, es el de Hades.
Rodó los ojos. No quería ser la posesión de nadie. Quería
su propia identidad, ser acreditada por su trabajo, pero salir
con un dios se llevó eso.
Otro pensamiento se le ocurrió, ¿qué diría su jefe?
Demetri Aetos era un gran supervisor. Creía en la verdad y
reportarla sin importar las consecuencias. Había despedido a
Adonis por llamar a Perséfone perra y robar su trabajo.
Reconoció el estrés bajo el que estaba cuando trató de escribir
sobre Hades, y le dijo que no tenía que seguir escribiendo
sobre él si no quería… pero eso fue antes de saber que estaba
saliendo con el Dios de los Muertos.
¿Habría consecuencias?
Dioses, tenía que dejar de pensar en esto.
Se concentró en su teléfono y respondió a Lexa.
Deja de intentar evitar las MEJORES noticias del día.
¡Felicidades en tu primer día!
Lexa había sido contratada para planear eventos para La
Fundación Cypress, la organización sin fines de lucro de
Hades. Se había enterado al respecto poco después del
anuncio del Proyecto Halcyon.
Le ofrecieron el trabajo en su cumpleaños.
—Habría conseguido el trabajo de todas maneras —había
dicho Hades cuando Perséfone le preguntó si lo había hecho
él—. Encaja muy bien.
Lexa respondió:
¡Gracias, cariño! ¡Estoy muy emocionada!
—Estamos aquí, milady.
Las palabras de Antoni llevaron su atención a la Acrópolis.
Los ojos de Perséfone se ensancharon y su estómago se
cerró cuando miró por la ventana.
Una multitud se había reunido fuera del edifico de ciento
una plantas. Seguridad había intervenido para controlarlos,
erigiendo barreras. Varios empleados confundidos se dirigían
al interior en medio de una multitud gritona. Perséfone supo
que estaban allí por ella, y se alegraba de que las ventanas del
auto de Hades fueran virtualmente negras, haciendo
imposible para cualquiera ver al interior. Aun así, se deslizó
en su asiento, gimiendo.
—Oh, no.
Antoni levantó una ceja hacia ella en el espejo retrovisor.
—¿Sucede algo, milady?
Se encontró con su mirada, casi confundida por la
pregunta.
¡Por supuesto que sucede algo!
Los medios, la multitud, estaban amenazando todo por lo
que había trabajado tan duro.
—¿Puedes dejarme a la vuelta de la cuadra? —preguntó
Perséfone.
Antoni frunció el ceño.
—Lord Hades ordenó que debía ser dejada en la Acrópolis.
—Lord Hades no está aquí, y como puedes ver, eso no es
lo ideal —dijo, apretando los dientes. Luego tomó una
respiración profunda y se calmó—. ¿Por favor?
El cíclope cedió e hizo lo que ordenó. En el tiempo que les
tomó llegar allí, Perséfone se puso unas gafas de sol y tiró de
su cabello en un moño. No era mucho disfraz, pero la llevaría
más lejos que mostrar su rostro a los transeúntes.
Antoni le echó un vistazo de nuevo y ofreció:
—Puedo acompañarla a la puerta.
—No, está bien, Antoni, gracias.
El monstruo se removió en su asiento, claramente
incómodo.
—A Hades no le gustará esto.
Se encontró con la mirada de Antoni en el espejo.
—No se lo dirás, ¿verdad?
—Sería lo mejor, milady. Lord Hades le proveería un
conductor para llevarla al trabajo y recogerla, y un Aegeus por
protección.
No necesitaba un conductor y no necesitaba un guardia.
—¿Por favor? —le rogó a Antoni—. No le digas a Hades.
Necesitaba que entendiera. Se sentiría como una
prisionera, algo de lo que había estado intentando escapar
por casi dieciocho años.
Le tomó al cíclope un tiempo para ceder, pero,
eventualmente, asintió.
—Como desee, milady, pero la primera vez que algo salga
mal, llamaré al jefe.
Bien. Podía trabajar con eso. Palmeó a Antoni en el
hombro.
—Gracias, Antoni.
Dejó la seguridad del auto y mantuvo la cabeza baja a
medida que caminaba en la dirección de la Acrópolis. El
rugido de la multitud se amplificó cuando se acercó, y se
detuvo cuando estuvo a la vista, había crecido.
—Dioses —gimió.
—Realmente te metiste en un aprieto —dijo una voz por
encima de su hombro. Se giró y encontró a un apuesto dios
de ojos azules tras ella.
Hermes.
En los últimos meses, se había vuelto uno de sus dioses
favorito. Era apuesto, gracioso, y alentador. Hoy, estaba
vestido como un mortal. Bueno, en su mayoría. Todavía lucía
sobrenaturalmente hermoso con sus rizos dorados y brillante
piel bronceada. Su elección de atuendo era un polo rosa y
pantalón oscuro.
—¿Un… aprieto? —preguntó, confundida.
—Es una expresión que los mortales usan cuando se
encuentran en problemas. ¿No has escuchado de ella?
—No —respondió, pero eso no era sorprendente. Había
pasado dieciocho años en una prisión de cristal. No había
aprendido muchas cosas—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vi las noticias —dijo, sonriendo—. Tú y tu chico-juguete
son oficiales.
Perséfone lo miró furiosamente.
—¿Chico-juguete? —ofreció.
Todavía lo miraba furiosamente.
—Está bien, de acuerdo. Dios-juguete, entonces.
Se rindió y suspiró, enterrando el rostro en sus manos.
—Nunca seré capaz de ir a ninguna parte de nuevo.
—Eso no es cierto —dijo Hermes—. Simplemente no serás
capaz de ir a ninguna parte sin ser acosada.
—¿Alguna te han dicho que no eres de ayuda?
—No, en realidad no. Quiero decir, soy el Mensajero de los
Dioses y todo.
—¿No fuiste reemplazado por el correo electrónico?
Hermes hizo puchero.
—¿Ahora quién es la que no está siendo de ayuda?
Perséfone miró alrededor de la esquina del edificio de
nuevo. Sintió la barbilla de Hermes descansar en la cima de
su cabeza cuando siguió su mirada.
—¿Por qué no simplemente te teletransportas adentro? —
preguntó.
—Estoy intentando mantener mi fachada mortal, lo que
significa sin magia en la Tierra.
En realidad, no tenía ganas de explicar que estaba
entrenando para controlar su magia.
—Eso es ridículo. ¿Por qué no querrías recorrer esa
tentadora pista?
—¿Qué sobre vida mortal normal no entiendes?
—¿Todo al respecto?
Por supuesto, no lo hacía. A diferencia de ella, Hermes
siempre había existido como un Olímpico. De hecho, había
empezado su vida de la misma forma en la que la vivía ahora,
traviesamente.
—Mira, si no vas a ayudar…
—¿Ayudar? ¿Estás pidiendo?
—No si significa que te debo un favor —dijo Perséfone
rápidamente.
Los dioses tenían todo: riqueza, poder, inmortalidad… Su
moneda eran los favores, lo que era, esencialmente, un
contrato, los detalles a ser decididos en un tiempo futuro, e
inevitable.
Preferiría morir.
—Entonces un favor no —dijo—. Una cita.
Le ofreció al dios una mirada molesta.
—¿Quieres que Hades te destripe?
—Quiero festejar con mi amiga —replicó Hermes,
doblando sus brazos sobre su pecho—. Entonces puede
destriparme.
Lo contempló, fingiendo sospecha, antes de sonreír.
—Trato.
El dios le dio una sonrisa deslumbrante.
—¿Qué tal el viernes?
—Méteme en ese edificio y revisaré mi agenda.
Sonrió.
—En ello, Sefi.
Hermes se teletransportó al medio de la multitud y la
gente gritó como si estuvieran muriendo. Hermes lo disfrutó,
firmando autógrafos y posando para fotos, todo mientras
Perséfone se escabullía a lo largo de la acera y entraba a la
Acrópolis sin ser vista. Corrió a los elevadores, manteniendo
su cabeza gacha mientras esperaba con un grupo de
personas. Sabía que la estaban mirando fijamente, pero no
importaba. Estaba dentro, había evitado la multitud, y ahora
podía ponerse a trabajar.
Cuando llegó a su planta, la nueva recepcionista, Helen, la
saludó. Habían reemplazado a Valerie, que se había
trasladado unas plantas más arriba para trabajar en
Oak&Eagle Creative, la compañía de publicidad de Zeus.
Helen era más joven que Valerie y seguía en la escuela, lo que
significaba que estaba ansiosa de complacer y era animada.
También era muy hermosa, con ojos tan azules como zafiros,
cabello rubio en cascada, y perfectos labios rosa.
Mayormente, sin embargo, era realmente agradable. A
Perséfone le gustaba.
—¡Buenos días, Perséfone! —dijo en una voz cantarina—.
Espero que llegar aquí no fuera muy difícil para ti.
—No, en lo absoluto. —Consiguió mantener su voz
estable. Esa era probablemente la segunda peor mentira que
había dicho alguna vez, después de prometer a su madre que
se mantendría lejos de Hades—. Gracias, Helen.
—Ya has recibido varias llamadas esta mañana. Las que
eran sobre alguna historia que pensé que te interesaría, las
transferí a tu buzón de voz, para las que son con intención de
entrevistarte, tomé mensaje. —Levantó una ridícula pila de
coloridas notas adhesivas—. ¿Quieres alguna de estas?
Perséfone miró fijamente la pila de notas.
—No, gracias, Helen. En serio, eres la mejor.
Sonrió.
Justo cuando Perséfone empezó a avanzar hacia su
escritorio, Helen la llamó:
—Oh, y antes de que te vayas, Demetri ha pedido verte.
Terror se hizo pesado y duro en su estómago, como si
alguien hubiera dejado caer una piedra directamente por su
garganta. Tragó, consiguiendo sonreír a la chica.
—Gracias, Helen.
Perséfone atravesó la sala, flanqueada por escritorios
perfectamente alineados, guardó sus cosas y agarró un vaso
de café antes de acercarse a la oficina de Demetri. Se paró en
la entrada, sin estar lista para atraer atención a sí misma. Su
jefe se sentaba detrás de su escritorio mirando su tableta.
Demetri era un apuesto hombre de mediana edad, con cabello
canoso y una perpetua sombra de las cinco en punto. Le
gustaba la ropa colorida y corbatas con patrones. Hoy, usaba
una brillante camisa roja y una pajarita azul con puntos
blancos.
Una pila de periódicos yacía sobre el escritorio frente a él
con titulares como:
¿EL SEÑOR HADES EN UNA RELACIÓN CON UNA
MORTAL?
PERIODISTA PILLADA BESANDO AL DIOS DE LOS
MUERTOS.
¿MORTAL QUE CALUMNIÓ AL REY DEL INFRAMUNDO
ENAMORADA?
Demetri debió haberla sentido mirando fijamente porque
finalmente levantó la mirada de su tableta, el artículo que
estaba leyendo reflejado en sus lentes de montura negra. Notó
el título. Era otra pieza sobre ella.
—Perséfone. Por favor, entra. Cierra la puerta.
Esa piedra en su estómago se hizo repentinamente más
pesada. Encerrarse en la oficina de Demetri era como volver
directo al invernadero de su madre, ansiedad se construyó, y
sintió miedo ante la idea de ser castigada. Su piel se calentó y
se volvió incómoda, su garganta se constriñó, su lengua se
engrosó… iba a sofocarse.
Esto es todo. Pensó. Va a despedirme.
Se encontró frustrada por la pérdida de tiempo. ¿Por qué
invitarla a sentarse? ¿Actuar como si tuviera que ser una
conversación?
Tomó una respiración profunda y se sentó al borde de la
silla.
—¿Qué hiciste? —preguntó, echándole un vistazo a la pila
de periódicos —. ¿Tomaste uno en cada cuadra?
—No pude evitarlo —dijo con una sonrisita—. La historia
era fascinante.
Perséfone le fulminó con la mirada.
—¿Necesitabas algo? —preguntó finalmente, esperando
cambiar de tema, esperando que la razón por la que la llamó
a su oficina no tuviera nada que ver con los titulares de esta
mañana.
—Perséfone —dijo Demetri, y se encogió por el gentil tono
que su voz había tomado. Lo que fuera que se avecinaba, no
era bueno—. Tienes un montón de potencial y has probado
que estás dispuesta a luchar por la verdad, lo que aprecio.
Se detuvo y su cuerpo se mantuvo tenso, preparándose
para el golpe que estaba a punto de entregar.
—Pero… —dijo ella, suponiendo la dirección de esa
conversación.
Demetri lucía incluso más empático.
—Sabes que no lo pediría si no tuviera que hacerlo —dijo.
Parpadeó, cejas frunciéndose.
—¿Pedir qué?
—Una exclusiva. De tu relación con Hades.
El terror se arrastró por su estómago, y se espació,
chisporroteando en su pecho y pulmones y sintió el calor
dejar abruptamente su rostro.
—¿Por qué tienes que pedirlo? —Su voz era tensa, e
intentó permanecer calmada, pero sus manos ya estaban
temblando y apretando su taza de café.
—Per…
—Dijiste que no preguntarías si no tuvieras que hacerlo —
interrumpió. Estaba cansada de que dijera su nombre.
Cansada de lo mucho que estaba tomándole llegar al punto—.
Entonces, ¿por qué estás preguntando?
—Viene de la cima —respondió—. Quedó bastante claro
que, o nos ofreces tu historia, o ya no tienes un trabajo aquí.
—¿La cima? —repitió, y se detuvo por un momento,
buscando un nombre. Luego de un momento, le llegó—. ¿Kal
Stavros?
Kal Stavros era un mortal. Era el CEO de Epik
Communications, que poseía Noticias Nueva Atenas.
Perséfone no sabía mucho sobre él, excepto que era un
frecuente de los tabloides. Mayormente porque era hermoso,
su nombre, literalmente, significaba coronado el más hermoso.
—¿Por qué el CEO querría una exclusiva?
—No todos los días descubres que la novia del Dios de los
Muertos trabaja para ti —dijo Demetri—. Todo lo que toques
se volverá oro.
—Entonces déjame escribir algo más —dijo—. Tengo un
buzón de voz y una bandeja de entrada llena de pistas.
Era cierto. Los mensajes habían empezado a llegar en el
momento que publicó su primer artículo sobre Hades. Había
estado buscando lentamente a través de ellos, organizándolos
en carpetas basados en el dios que criticaban. Podría escribir
sobre cualquier Olímpico, incluso su madre.
—Puedes escribir algo más —dijo Demetri—. Pero me temo
que todavía necesitaremos esa exclusiva.
—No puedes hablar en serio. —Fue todo lo que pudo
pensar en decir, pero la expresión de Demetri le dijo lo
contrario. Intentó de nuevo—. Es mi vida personal.
Los ojos de su jefe cayeron a la pila de periódicos sobre su
escritorio.
—Y se volvió pública.
—Pensé que dijiste que entenderías si quería dejar de
escribir sobre Hades.
Notó que los hombros de Demetri cayeron, y le hizo sentir
algo mejor que, al menos, estuviera un poco derrotado por
esto también.
—Mis manos están atadas, Perséfone —respondió.
Hubo un momento de silencio, y entonces preguntó:
—¿Eso es todo? ¿No tengo voto en esto?
—Tienes tus opciones. Necesito el artículo para el próximo
viernes.
Eso fue todo, fue despachada.
Se puso de pie, se dirigió de vuelta a su escritorio y se
sentó. Su cabeza giraba mientras pensaba en maneras de
salir de esta situación, aparte de escribir el artículo o
renunciar. Trabajar para Noticias Nueva Atenas había sido su
sueño desde que había decidido meterse a periodismo en su
primer año de universidad. Creía completamente en su
mantra de decir la verdad y exponer la injusticia.
Ahora se preguntaba si todo ello era solo una mentira.
Se preguntó qué diría Hades si le dijera que el CEO de
Epik Communications había exigido una historia de ellos,
pero también reconoció que no quería que Hades luchara sus
batallas. Despreciaba el hecho de que sabía que escucharían
a Hades por su estatus como antiguo Olímpico y no a ella,
alguien que suponían que era una mujer mortal.
No, haría esto por su cuenta y estaba segura de una cosa,
Kal se arrepentiría de su amenaza.
No levantó la mirada de su computadora después de dejar
la oficina de Demetri. A pesar de lo concertada que parecía,
era consciente de las miradas curiosas, se sentían como
arañas a través de su piel. Se concentró más, registrando los
cientos de mensajes en su bandeja de entrada y escuchando
mensajes de voz de gente que “tenía una historia para ella”. La
mayoría era sobre como Zeus y Poseidón habían convertido a
su madre/hermana/tía en un lobo/cisne/cuervo por razones
ruines, y Perséfone se encontró preguntándose cómo era que
Hades estaba relacionado con esos dos.
Lexa se comunicó durante el almuerzo, enviando un
mensaje.
¿Estás bien?
No, las cosas empeoraron. Respondió Perséfone.
¿¿??
Te diré después. Demasiado para escribir.
¿Quieres emborracharte? Preguntó Lexa.
Se rio.
Tenemos que trabajar mañana, Lex.
Solo estoy intentando ser una buena amiga.
Perséfone sonrió y admitió:
Tal vez un poco, entonces. Además, necesitamos
celebrar TU primer día con la Fundación Cypress. ¿Cómo
va?
Asombroso. Respondió Lexa. Hay un montón que
aprender, pero será genial.
Perséfone consiguió evitar a Demetri por el resto del día.
Helen fue a única que le habló, y fue para decirle que tenía un
paquete en un envoltorio rosa. Cuando Perséfone lo abrió, lo
encontró lleno de corazones rudamente cortados.
—¿Viste quien puso esto en mi correo? —preguntó a
Helen. No había remitente y ningún sello. Quien quiera que lo
enviase, no lo hizo por correo.
La chica negó.
—Estaba allí esta mañana.
Extraño, pensó, lanzando el desastre a la basura.
Al final del día, Perséfone tomó el elevador al primer piso y
encontró a la multitud todavía fuera. Consideró sus opciones.
Podría simplemente salir por la puerta delantera y
enfrentarlos. Seguridad le daría protección, pero solo hasta la
calzada, a menos de que llamar a Antoni por un aventón.
Sabía que el cíclope estaba dispuesto, pero su lealtad a ella
disminuiría si veía a estas personas todavía esperando a que
dejara el trabajo, y, en serio, en serio, no quería un Aegis.
También estaba la ligera posibilidad de que su magia
respondiera si era desafiada, y no estaba dispuesta a
exponerse, lo que también desechaba la teletransportación.
Eso la dejaba con una sola opción, encontrar otra salida del
edificio.
Había otras salidas, era solo cuestión de encontrar una
que no estuviera siendo tomada por fanáticos rabiosos.
Sonaba paranoica, pero lo sabía. Los admiradores de dioses
harían lo que fuera por un destello, un toque, una probada de
la Divinidad, y eso incluía a los insignificantes mortales.
Se giró y se fue por el pasillo, lejos de las masas, en busca
de otra salida.
Consideró salir a través del garaje del estacionamiento,
pero no le gustó la posibilidad de ser acorralada por un
montón de extraños en un lugar que estaba oscuro y olía a
aceite y orina.
Tal vez la salida de incendios, pensó, incluso si saltaba la
alarma, las puertas no eran accesibles desde el exterior, así
que era improbable que alguien esperara junto a una.
Emocionada por la idea de llegar a casa y pasar la noche
con Lexa tras el estresante día, apresuró el paso. Girando una
esquina, se estampó con un cuerpo. No levantó la mirada
para ver quién era, temiendo que pudiera reconocerla.
—Lo siento —murmuró, apartándose y apresurándose por
la salida al frente.
—No saldría por esa puerta si fuera tú. —Una voz la
detuvo justo cuando sus palmas tocaron la manija de metal.
Se giró, encontrándose con un par de ojos grises. Estaban
alojados en el delgado y apuesto rostro de un hombre con un
montón de cabello rebelde, afilados pómulos, y labios llenos.
Estaba vestido en un traje de conserje gris. Nunca antes lo
había visto.
—¿Porque la puerta tiene una alarma? —preguntó.
—No —respondió—. Porque acabo de entrar por ella y, si
eres la mujer que ha estado en las noticias por los últimos
tres días, creo que la gente de fuera te está esperando.
Suspiró, frustrada, y añadió en un tono desolado:
—Gracias por la advertencia.
Empezó a recorrer el pasillo adyacente cuando el hombre
la llamó.
—Si necesitas ayuda, puedo sacarte de aquí.
Perséfone estaba escéptica.
—¿Cómo, exactamente?
Las esquinas de sus labios se levantaron, pero era como si
se hubiera olvidado de cómo sonreír.
—No te gustará.
III

Un Toque de Injusticia

Tenía razón. Ella lo odió.


—No voy a entrar en esa cosa.
“Esa cosa” era un contenedor de residuos lleno de basura.
Estaba equivocada cuando dijo que no quería el olor a
aceite y orina. Lo aceptaría, siempre que no significara
bañarse en basura rancia.
El conserje la llevó al sótano, una caminata que la hizo
sentirse incómoda y apretando las llaves de su apartamento.
Así es como la gente termina asesinada, pensó, y luego
rápidamente se recordó que había visto demasiados crímenes
verdaderos.
El sótano estaba lleno de cosas: muebles y obras de arte
adicionales, un lavadero, una cocina industrial y una sala de
mantenimiento donde se encontraba ahora, mirando su
“vehículo de escape”, como el hombre había comenzado a
referirse a él.
Ahora parecía bastante divertido.
—Es esto, o salir por la puerta —dijo—. Tu elección.
—¿Cómo sé que no me meterás en medio de esa multitud
que espera?
—Mira, no tienes que subirte al carrito. Pensé que te
gustaría ir a casa esta noche. En cuanto a que te entregue, no
estoy realmente interesado en ver a nadie lastimado por su
asociación con los dioses.
Había algo en la forma en que hablaba que le hizo pensar
que él había sido agraviado por ellos, pero no presionó. Lo
miró fijamente por un momento, mordiéndose el labio.
—Está bien —refunfuñó finalmente.
El hombre la ayudó a subir al carrito y se instaló en el
espacio que él había creado para ella.
Sosteniendo una bolsa de basura en alto, la miró
inquisitivamente.
—¿Lista?
—Tan lista como jamás lo estaré —dijo Perséfone.
Acomodó las bolsas sobre ella, y de repente se encontró en
la oscuridad y el carro se movía. El susurro del plástico
rechinó contra sus oídos y contuvo la respiración para no
tener que oler la podredumbre y el moho. El contenido de las
bolsas se le clavaba en la espalda, y cada vez que las ruedas
golpeaban una grieta en el suelo, el carro se sacudía y el
plástico la rozaba como piel de serpiente. Quería vomitar,
pero se contuvo.
—Esta es tu parada —escuchó decir al conserje,
levantando las bolsas que usó para esconderla. Perséfone fue
recibida por una ráfaga de aire fresco mientras se levantaba
del pozo oscuro.
El hombre la ayudó a salir, agarrándola torpemente por la
cintura para ponerla de pie. El contacto la hizo temblar y se
apartó, inestable sobre sus pies.
La había llevado al final de un callejón que daba a la calle
Pegasus, desde allí podía llegar a su apartamento en unos
veinte minutos.
—Gracias… —dijo—. Um… ¿cómo te llamas?
—Pirítoo —dijo y le tendió la mano.
—Pirítoo. —Estrechó su mano—. Soy Perséfone… supongo
que ya lo sabías.
Ignoró su comentario y solo dijo:
—Es un placer conocerte, Perséfone.
—Te debo una, por el auto de escape.
—No, no es así —dijo rápidamente—. No soy un dios. No
extraigo un favor por un favor.
Definitivamente tiene una historia con los Divinos, pensó
frunciendo el ceño.
—Solo quise decir que te traería galletas.
El hombre le ofreció una sonrisa deslumbrante, y, en ese
momento, bajo el cansancio y la tristeza, pensó que podía ver
a la persona que solía ser.
—¿Nos vemos mañana? —preguntó ella.
Él le dirigió una mirada extraña, riendo un poco y dijo:
—Sí, Perséfone. Te veré mañana.

***

Cuando Perséfone llegó a casa, el apartamento olía a


palomitas de maíz y la música de Lexa resonaba por toda la
casa. No era del tipo con el que se podía bailar, era del tipo
que podía convocar a las nubes, la lluvia y la oscuridad. La
música lanzó su propio hechizo, atrayendo pensamientos más
oscuros: venganza contra Kal Stavros.
Lexa esperaba en la cocina. Ya se había puesto su pijama,
un conjunto que mostraba sus tatuajes: las fases de la luna
en su bíceps, una llave envuelta en cicuta en su antebrazo
izquierdo, una exquisita daga en su cadera derecha, y la
rueda de Hécate en su parte superior izquierda de su brazo.
Su espeso cabello negro estaba amontonado en la parte
superior de su cabeza. Tenía una botella de vino en la mano y
dos vasos vacíos esperando.
—Ahí estás —dijo Lexa, inmovilizando a Perséfone con
esos penetrantes ojos azules. Señaló a la botella de vino.
—Tengo tu favorito.
Perséfone sonrió.
—Eres la mejor.
—Pensé que iba a tener que presentar un informe de
persona desaparecida.
Perséfone puso los ojos en blanco.
—Solo llego treinta minutos tarde.
—Y no contestas tu teléfono —señaló Lexa.
Había estado tan distraída tratando de salir de la
Acrópolis y llegar a casa sin que la vieran, que ni siquiera se
había molestado en sacar el teléfono de su bolso. Lo hizo
ahora y encontró cuatro llamadas perdidas y varios mensajes
de texto de Lexa. Su mejor amiga había comenzado
preguntando si estaba en camino, si estaba bien, y luego
recurrió a enviar emojis al azar solo para llamar su atención.
—Si realmente pensaras que estaba en problemas, dudo
que me hubieras enviado un millón de emojis.
Lexa sonrió mientras descorchaba el vino.
—O pensé inteligentemente en molestar a tu secuestrador.
Perséfone se sentó frente a Lexa en la barra de la cocina y
bebió un sorbo de vino. Era un cabernet rico y sabroso, e
instantáneamente le quitó los nervios de punta.
—Sin embargo, en serio, no puedes ser demasiado
cuidadosa. Eres famosa ahora.
—No soy famosa, Lex.
—Uh, ¿leíste alguno de los artículos de noticias que te
envié? La gente está obsesionada.
—Hades es famoso, no yo.
—Y tú por asociación —discutió—. Eres de lo que todo el
mundo en el trabajo quería hablar hoy: quién eras, de dónde
eras.
Perséfone gimió.
—No dijiste nada sobre mí, ¿verdad?
No era ningún secreto que Lexa era la mejor amiga de
Perséfone.
—¿Te refieres a que sé que has estado durmiendo con
Hades durante unos seis meses y que eres una diosa
disfrazada de mortal?
El tono de Lexa fue ligero.
—No me he acostado con Hades durante seis meses. —
Perséfone sintió la necesidad de defenderse.
Fue el turno de Lexa de entrecerrar los ojos.
—Está bien, cinco meses, entonces.
Perséfone la miró con enfado.
—Mira, no te culpo. Hay pocas mujeres que no
aprovecharían la oportunidad de acostarse con Hades.
—Gracias por el recordatorio —respondió Perséfone,
poniendo los ojos en blanco.
—No es como si él fuera a hacerlo. De todos modos, es su
culpa que su relación sea una noticia tan importante. En lo
que respecta a los medios de comunicación, eres su primera
compañera seria.
Excepto que la realidad era muy diferente, y aunque
Perséfone sabía que había habido otras mujeres en la vida de
Hades, no conocía los detalles. No estaba segura de querer
hacerlo. Pensó en Menta y se estremeció.
Perséfone tomó un sorbo de vino.
—Quiero hablar de ti. ¿Cómo fue tu primer día?
—Oh, Perséfone —dijo con entusiasmo—. Realmente es un
sueño. ¿Sabías que se prevé que el Proyecto Halcyon trate a
cinco mil personas en su primer año?
No lo sabía, pero eso era asombroso.
—Y Hades me dio un recorrido y me presentó a todos.
Perséfone realmente no podía explicar cómo la hacía sentir
eso, pero no se sentía bien. La mejor forma de explicarlo era…
se sentía avergonzada. Sentía que debería haber sabido que
Hades estaría allí el primer día de Lexa, pero el Dios de los
Muertos no había dicho nada al respecto esta mañana
cuando la ayudó a prepararse.
—Eso fue amable de su parte —comentó distraídamente.
—Aparentemente lo hace con cada nuevo empleado.
Quiero decir, sabía que Hades no era como otros dioses, pero,
¿saludar a su personal de la forma en que lo hizo? —Lexa
negó—. Es… muy evidente que te ama.
La mirada de Perséfone se alzó para encontrarse con la de
ella.
—¿Por qué dices eso?
—Dondequiera que mirara hoy, pude ver cómo se inspiró
en ti.
Perséfone frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Lexa se encogió de hombros.
—Es… un poco difícil de explicar. Él simplemente… usa
algunas de las palabras que usas cuando habla de ayudar a
las personas. Habla de esperanza, perdón y segundas
oportunidades.
Cuanto más hablaba Lexa; más presión sentía Perséfone
en su pecho.
Su mejor amiga se rio.
—Luego están las… cosas físicas.
Perséfone enarcó una ceja y Lexa se echó a reír.
—¡No, eso no! Cosas físicas como… fotos.
—¿Fotos?
Fue el turno de Lexa de parecer confundida.
—Sí. Tenía fotos tuyas en su oficina. ¿No lo sabías?
No, no sabía que Hades tenía una oficina en La Fundación
Cypress y mucho menos fotos de ella.
¿De dónde sacó fotos de ella? No tenía fotos de él. De
repente, Perséfone ya no estaba interesada en hablar de esto.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Lexa.
Perséfone esperó y temió la pregunta.
—Siempre has querido notoriedad por tu trabajo,
entonces, ¿cuál es el problema con toda esta atención?
Perséfone suspiró.
—Quiero ser respetada en mi campo —dijo—. Ahora me
siento como una posesión de Hades. Cada artículo es Hades
esto y Hades aquello. Nadie siquiera usa mi nombre. Me
llaman mortal.
—Usarían tu nombre si supieran que eres una diosa —
agregó Lexa.
—Y tendría reconocimiento por mi Divinidad y no por mi
trabajo.
—¿Qué hay de malo en eso? —preguntó—. Es posible que
al principio se te conozca por tu Divinidad, pero eso podría
llevarte a ser conocida por tu trabajo.
Perséfone no pudo explicar por qué era importante para
ella ser conocida por escribir, simplemente lo era. Había
pasado toda su vida siendo horrible en la única cosa para la
que nació y, a pesar de que no era culpa suya, había
trabajado muy duro en la universidad. Quería que alguien
viera ese trabajo duro, y no solo porque escribiera y saliera
con Hades.
—Si yo fuera tú, dejaría esta vida sin pensarlo dos veces
—dijo Lexa.
Perséfone palideció, sorprendida.
—Es mucho más complicado que eso, Lex.
—¿Qué tiene de complicado la inmortalidad, la riqueza y el
poder?
Todo, quiso decir Perséfone. En cambio, preguntó:
—¿Es realmente tan malo querer vivir una vida mortal sin
pretensiones?
—No, excepto que también quieres salir con Hades —
señaló Lexa.
—Puedo tener ambos —discutió. Había tenido ambos
hasta hace unos días.
—Fue entonces cuando Hades era tu secreto —dijo Lexa.
Y aunque ella y Hades no habían confirmado ni negado las
especulaciones de los medios, tendría que revelar su relación
si quería mantener su trabajo.
Perséfone frunció el ceño.
—Oye —dijo Lexa, vertiendo más vino en la copa de
Perséfone—. No te preocupes demasiado por eso. Muy pronto
se obsesionarán con algún otro dios y algún otro mortal. Tal
vez Sybil decida que realmente ama a Apolo.
Perséfone no estaba tan segura de eso. La última vez que
hablaron de ello, Sybil expresó que no estaba interesada en
una relación con el Dios de la Música.
—Me voy a duchar —dijo Perséfone.
La idea de agua hirviendo sonaba cada vez mejor. Ya no
quería sentir este día en su piel, sin mencionar que todavía se
sentía rodeada de basura.
—Cuando hayas terminado, veremos una película —dijo
Lexa.
Perséfone se llevó el vino y el bolso al dormitorio. Dejando
su bolso sobre la cama, se trasladó al baño y encendió la
ducha. Mientras el agua se calentaba, bebió un sorbo de vino
antes de dejar el vaso a un lado para poder desabrochar su
vestido.
Hizo una pausa cuando sintió que la magia de Hades la
rodeaba. Era una sensación particular, un matiz de invierno
en el aire. Cerró los ojos y se preparó para desaparecer. No
sería la primera vez que Hades la había llevado al Inframundo
sin previo aviso, sino que, en cambio, una mano le tocó la
barbilla y unos labios se cerraron sobre los de ella. La besó
como si no hubieran hecho el amor hasta primeras horas de
la mañana, y cuando se apartó, Perséfone estaba sin aliento,
el estrés de su día olvidado.
La palma de Hades estaba tibia contra su mejilla, y le rozó
los labios con el pulgar, buscando con sus ojos oscuros.
—¿Preocupada, querida?
Ella entrecerró la mirada, suspicaz.
—Me seguiste hoy, ¿no?
Hades ni siquiera parpadeó.
—¿Por qué piensas eso?
—Insististe en que Antoni me llevara al trabajo esta
mañana, probablemente porque ya sabías lo que informaban
los medios.
Hades se encogió de hombros.
—No quería preocuparte.
—Entonces, ¿me dejaste entrar en una turba?
Él arqueó una ceja cómplice.
—¿Entraste en esa turba?
—¡Estuviste allí! —acusó—. Pensé que estábamos de
acuerdo. Sin invisibilidad.
—No estuve allí —respondió—. Fue Hermes.
Maldito seas, Hermes.
Se había olvidado de extraer una promesa del Dios de la
Travesura de no contarle a Hades sobre la multitud.
Probablemente había entrado en Nevernight con una sonrisa
en el rostro para informar de lo sucedido.
—Podrías teletransportarte —ofreció Hades—. O puedo
proporcionar un Aeg…
—No quiero una Aegis —lo detuvo—. Y prefiero no usar
magia… en el Mundo Superior.
—¿A menos que estés exigiendo venganza?
—No es justo. Sabes que mi magia se ha vuelto cada vez
más impredecible. Y no estoy ansiosa por ser expuesta como
una diosa.
—Diosa o no, eres mi amante.
No era su intención, pero no era fanática de esa palabra.
Se puso rígida, y supo por la forma en que los ojos de Hades
se entrecerraron, que él lo había notado.
Continuó:
—Es solo cuestión de tiempo que alguien con una
venganza contra mí intente hacerte daño. Te mantendré
segura.
Perséfone se estremeció. No había pensado en eso.
—¿De verdad crees que alguien intentaría hacerme daño?
—Querida, he juzgado la naturaleza humana durante un
milenio. Sí.
—¿No puedes… no sé… borrar los recuerdos de la gente?
Hacer que se olviden de todo esto. —Hizo un gesto con la
mano entre ellos.
—Es demasiado tarde para eso. —Se detuvo un momento
y luego preguntó—: ¿Qué tiene de terrible ser conocida como
mi amante?
—Nada —dijo rápidamente—. Es solo… esa palabra.
—¿Qué tiene de malo amante?
—Suena tan… fugaz. Como si no fuera nada más que tu
esclava sexual.
Una comisura de sus labios se curvó.
—Entonces, ¿cómo voy a llamarte? Has prohibido el uso
de mi reina y milady.
—Los títulos me hacen… sentir incómoda —dijo.
No estaba segura de cómo explicar por qué le había pedido
que no la llamara mi reina o milady, pero se sumaba al hecho
de que eran dos etiquetas a las que podía acostumbrarse, y
eso significaba que se estaba preparando para una posible
decepción. Los pensamientos la hicieron sentir culpable, pero
los ecos de la angustia que había experimentado mientras
estaban separados la hacían cautelosa.
—No es que no quiera que me conozcan como tu amante…
pero tiene que haber una palabra mejor.
—¿Novia? —aportó Hades.
No pudo reprimir la risa que se le escapó de la garganta.
—¿Qué tiene de malo novia? —preguntó, haciendo una
mueca.
—Nada —dijo rápidamente—. Parece tan… insignificante.
Su relación era demasiado intensa, demasiado
apasionada, demasiado antigua para que ella fuera
simplemente su novia.
Pero tal vez así era como se sentía.
La tensión desapareció de los rasgos de Hades y le pasó
un dedo por su barbilla.
—Nada es insignificante cuando se trata de ti —dijo.
Se miraron el uno al otro y el aire estaba cargado.
Perséfone estaba ansiosa por alcanzarlo, por acercar sus
labios a los de ella, por saborearlo. Todo lo que tenía que
hacer era cerrar la brecha entre ellos y arderían, caerían tan
profundamente en su pasión que nada existiría más allá de
su piel.
Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos y puso
su corazón en un frenesí.
—¡Perséfone! Estoy pidiendo pizza. ¿Quieres algo? —llamó
Lexa.
Se aclaró la garganta.
—N-no. Cualquier cosa que pidas está bien —respondió a
través de la puerta.
—Entonces, piña y anchoas. Entendido.
Su corazón todavía martilleaba en su pecho. Hubo una
larga pausa al otro lado de la puerta y, por un momento,
Perséfone pensó que Lexa se había ido, hasta que preguntó:
—¿Estás bien?
Hades se rio entre dientes y se inclinó, presionando sus
labios contra su piel. Perséfone exhaló, su cabeza cayendo
hacia atrás.
—Sí.
Otra pausa larga.
—¿Escuchaste siquiera lo que voy a pedir?
—¡Solo que tenga queso, Lexa!
—Está bien, está bien, en eso estoy. —Perséfone se dio
cuenta por el tono de su voz, estaba sonriendo.
Empujó contra el pecho de Hades y lo miró a los ojos.
—No deberías reírte.
—¿Por qué no? Puedo escuchar los latidos de tu corazón.
¿Tienes miedo de que te descubran con tu novio?
Perséfone puso los ojos en blanco.
—Creo que prefiero amante.
Su risa fue un retumbar profundo.
—No eres fácil de complacer.
Fue su turno de sonreír.
—Te daría la oportunidad, pero me temo que no tengo
tiempo.
Los ojos de Hades se oscurecieron y la sujetó con más
fuerza.
—No necesito mucho —dijo, las manos entrelazadas en su
vestido como si quisiera arrancarlo de su cuerpo—. Podría
hacer que te corras en segundos. Ni siquiera tendrás que
desvestirte.
Casi mordió el anzuelo y lo desafió a que lo probara, pero
luego recordó cómo la había dejado en el comedor el día
anterior y, a pesar de regresar y compensarlo, quería
castigarlo.
—Me temo que segundos no servirán —dijo—. Me debes
placer… horas de ello.
—Entonces, permíteme darte un anticipo. —La abrazó, su
excitación presionando su suavidad, pero ella lo mantuvo a
distancia, con las palmas presionadas contra su duro pecho.
—Quizás más tarde —ofreció.
Sonrió.
—Lo tomaré como una promesa.
Con eso, desapareció.
Perséfone se duchó y se cambió. Cuando salió de la
habitación, Lexa estaba acurrucada en el sofá. Se sentó a su
lado, compartiendo la manta de Lexa y las palomitas de maíz.
—¿Qué película vamos a ver?
—Píramo y Tisbe —respondió ella.
Era una película que habían visto una y otra vez, una
antigua historia sobre el amor prohibido contada en los
tiempos modernos.
—Me alegro de que no hayas dicho Titanes luego del
anochecer.
—¡Oye! Me gusta ese programa.
—La forma en que retratan a los dioses es totalmente
inexacta.
—Lo sabemos —dijo Lexa—. No le hacen justicia a Hades,
pero si tiene algún problema con eso, dile que es culpa suya.
Él es el que se ha negado a ser fotografiado… bueno, hasta
hace poco.
Comenzó la película y empezó presentando a las familias
enfrentadas, encerradas en una guerra por el territorio.
Píramo y Tisbe eran jóvenes y estaban ansiosos por divertirse.
Se conocieron en un club, y bajo esas luces feroces e
hipnóticas, se enamoraron, y luego se enteraron de que eran
enemigos jurados. Estaban en medio de una tensa escena
entre las familias, en la que muere el hermano de Tisbe,
baleado y asesinado por Píramo, cuando sonó el timbre,
sorprendiendo a Perséfone y Lexa. Intercambiaron una
mirada.
—Probablemente sea el chico de la pizza —dijo Lexa.
—Contestaré. —Perséfone ya estaba apartando la manta
—. ¡Pausa la película!
—¡Has visto esto cientos de veces!
—¡Páusala! —Luego amenazó en broma—. O te convertiré
en albahaca.
Lexa se rio, pero detuvo la película.
—Eso en realidad podría ser genial.
Perséfone abrió la puerta.
—¡Sybil! —Sonrió ampliamente, pero la emoción
rápidamente dio paso a la sospecha.
Algo estaba mal.
Incluso vestida con pijama y luciendo un moño alto, la
rubia era una belleza. Estaba de pie bajo la pálida luz del
porche, luciendo exhausta y como si hubiera estado llorando,
el rímel le caía por su rostro.
—¿Puedo entrar? —Sonaba como si tuviera algo atorado
en la garganta.
—Sí, por supuesto.
—¿Es la pizza? —gritó Lexa, entrando a la vista—. ¡Sybil!
Fue entonces cuando la niña rompió a llorar.
Lexa y Perséfone intercambiaron una mirada y
rápidamente la rodearon con sus brazos mientras sollozaba.
—Está bien —susurró Perséfone, tratando de calmarla.
Pensó que podía sentir el dolor y la confusión de Sybil,
algo que nunca antes había percibido en otra persona. Las
emociones eran como sombras que rozaban su piel, oleadas
de tristeza, ataques de celos y un frío interminable.
Extraño, pensó Perséfone. Apartó esos sentimientos,
sofocándolos para concentrarse en Sybil.
Las tres se quedaron así durante un rato, abrazándose en
un círculo cerrado hasta que Sybil comenzó a recomponerse.
Lexa fue la primera en romper la formación y le sirvió a Sybil
una copa de vino mientras Perséfone la dirigía a la sala y le
daba una caja de pañuelos.
—Lo siento mucho —logró decir finalmente, aceptando el
vino con manos temblorosas—. No tenía otro lugar donde ir.
—Siempre eres bienvenida —dijo Perséfone.
—¿Qué pasó? —preguntó Lexa.
Le temblaba la boca y tardó unos momentos en hablar.
—Ya no… ya no soy un oráculo.
—¿Qué? —preguntó Lexa—. ¿Cómo puedes dejar de ser
un oráculo?
Sybil había nacido con ciertos dones proféticos, incluida la
adivinación y la profecía. Perséfone también sabía que Sybil
podía ver los Hilos del Destino, a los que se había referido
como “colores” cuando le dijo a Perséfone que ella y Hades
estaban destinados a estar juntos.
Sybil se aclaró la garganta y respiró hondo, pero incluso
mientras hablaba, se le quebró la voz.
—Me dije que no lloraría más por esto.
—Sybil. —Perséfone le tomó la mano.
—Apolo me despidió y me quitó el don de profecía —
explicó. Ella se rio sin humor, secándose los ojos mientras
más lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Resulta que no
puedes seguir rechazando a un dios sin consecuencias.
Perséfone no podía creer lo que estaba escuchando.
Recordó los comentarios de Sybil sobre su relación con Apolo.
Todos, incluso sus amigos cercanos, Xeres y Aro, habían
asumido que eran amantes, pero Sybil les contó, a ella y a
Lexa, que no estaba interesada en una relación con el Dios de
la Música.
—Quería más de mí que amistad y me negué. Había oído
hablar de sus relaciones anteriores, todas terminaron en
desastre. Daphne, Cassandra, Hyakinthos…
—Déjame aclarar esto —dijo Perséfone—. ¿Este… niño-
dios se enojó un poco porque no saliste con él y te quitó tu
poder?
—¡Shh! —Sybil miró a su alrededor, claramente temiendo
que Apolo apareciera y las castigara—. ¡No puedes decir cosas
así, Perséfone!
Ella se encogió de hombros.
—Que intente vengarse.
—No tienes miedo porque tienes a Hades —dijo—. Pero
olvidas que los dioses tienen la costumbre de castigar a
quienes más te importan.
Las palabras de Sybil la hicieron fruncir el ceño, y de
repente se sintió menos segura.
—Entonces, ¿ya no tienes trabajo? —preguntó Lexa.
Debido a sus dones, Sybil había sido inscrita en el Colegio
de lo Divino. Allí, había aprendido a perfeccionar su poder y
Apolo la había elegido específicamente para convertirse en su
gerente de relaciones públicas. Sin su don, el trabajo para el
que Sybil había pasado los últimos cuatro años entrenando
no sería posible. Incluso si hubiera conservado sus poderes,
Perséfone no estaba segura de que alguien contratara a un
oráculo deshonrado, especialmente a uno que Apolo había
despedido. Apolo era el dios dorado. Había sido nombrado
Dios del año de Delfos Divine durante siete años seguidos y
solo perdió el título una vez, después de que Zeus golpeó el
edificio de la revista con un rayo en protesta.
—¡No puede hacer eso! —protestó Perséfone. No le
importaba lo amado que fuera el Dios de la Música, no
merecía ese respeto si castigaba a la gente solo porque no
querían salir con él.
—Él puede hacer cualquier cosa —dijo Sybil—. Es un dios.
—Eso no hace que esté bien —argumentó.
—Bien, mal, justo, injusto, no es realmente el mundo en el
que vivimos, Perséfone. Los dioses castigan.
Esas palabras hicieron que Perséfone se estremeciera, y lo
peor era que sabía que era verdad. Los dioses usaban a los
mortales como juguetes y los descartaban cuando se
enojaban o se aburrían. La vida no era nada para ellos porque
tenían la eternidad.
—Ni siquiera me importa que me despidieran, pero,
¿quién me contratará ahora? —dijo Sybil, su voz desolada—.
Simplemente no sé qué hacer. No puedo ir a casa. Mi madre y
mi padre me repudiaron cuando solicité el ingreso al Colegio
de lo Divino.
—Puedes trabajar conmigo —ofreció Lexa, mirando a
Perséfone como diciendo, ¿no es así?
—Le preguntaré a Hades —prometió Perséfone—. Estoy
segura de que pueden necesitar más ayuda en la fundación.
—Y puedes quedarte con nosotras —agregó Lexa—. Hasta
que vuelvas a ponerte de pie.
Sybil parecía escéptica.
—No quiero ser un inconveniente.
Lexa se burló.
—No sería un inconveniente. Puedes hacerme compañía
mientras Perséfone está en el Inframundo. Demonios,
probablemente puedas quedarte con su habitación. De todos
modos, no es que ella esté aquí la mayoría de las noches.
Perséfone le dio a Lexa un empujón juguetón y Sybil se
rio.
—No quiero tu habitación.
—Bien podrías dormir allí. Lexa no se equivoca.
—Por supuesto, no me equivoco. Si yo durmiera con
Hades, tampoco estaría en mi habitación.
Perséfone tomó una almohada y golpeó a Lexa.
Fue algo incorrecto.
Lexa chilló como una banshee y alcanzó un cojín que se
balanceaba salvajemente. Perséfone esquivó el golpe, lo que
dejó a Sybil llevando la peor parte.
Lexa dejó caer la almohada.
—Oh, dioses míos, Sybil, lo siento mucho…
Pero Sybil también tomó una almohada y la estrelló contra
un costado del rostro de Lexa.
No pasó mucho tiempo antes de que las tres estuvieran
enzarzadas en una batalla, persiguiéndose entre sí por la sala
de estar, dando y recibiendo golpes hasta que colapsaron en
el sofá, sin aliento y riendo.
Incluso Sybil pareció divertirse, olvidando
momentáneamente las últimas horas de su vida. Suspiró y
dijo:
—Ojalá todos los días fueran así de felices.
—Lo serán —dijo Lexa—. Vives con nosotras ahora.
Para cuando las almohadas regresaron a su lugar, la pizza
había llegado. El repartidor se disculpó profusamente y
explicó que el tráfico se había atascado debido a las protestas.
—¿Protestas? —preguntó Perséfone.
—Son los Impíos —dijo—. Protestando por los próximos
Juegos Panhelénicos.
—Oh.
Los Impíos eran un grupo de mortales que rechazaban a
los dioses, eligiendo la justicia, el libre albedrío y la libertad
sobre la adoración y el sacrificio. Perséfone no estaba tan
sorprendida de que se hubieran presentado para protestar
por los Juegos, pero era algo inesperado, dado que los Impíos
habían mantenido un perfil bajo durante los últimos años.
Realmente esperaba que se mantuvieran en protestas
pacíficas y que no se intensificaran; mucha gente estaría
fuera de casa para las festividades, incluidas Perséfone, Lexa
y Sybil.
La chica se preparó para terminar la película, comió pizza
y se mantuvo alejada de los temas que involucraban a Apolo,
aunque eso no impidió que Perséfone intentara descubrir
cómo ayudar a Sybil.
Las acciones de Apolo eran inaceptables y, ¿no tenía ella
la obligación con sus lectores de exponer la injusticia?
¿Especialmente cuando se trataba de los dioses? Y tal vez, si
la historia era lo suficientemente buena, no necesitaría
escribir esa exclusiva.
Horas más tarde, Perséfone todavía estaba despierta y no
podía moverse. La cabeza de Sybil descansaba en su regazo y
Lexa roncaba, profundamente dormida, en el sofá frente a
ellas.
Después de un momento, Sybil se movió y habló en un
susurro somnoliento.
—Perséfone, quiero que me prometas que no escribirás
sobre Apolo.
Perséfone se quedó paralizada por un momento,
conteniendo la respiración.
—¿Por qué no?
—Porque Apolo no es Hades —respondió—. A él no le
importaba lo que pensara la gente y estaba dispuesto a
escucharte. Ese no es Apolo. Apolo codicia su reputación.
Para él es tan importante como la música.
—Entonces no debería haberte castigado —respondió
Perséfone.
Sintió que las manos de Sybil se enroscaban en la manta
que las rodeaba.
—Te estoy pidiendo que no luches en mi nombre.
Promételo.
Perséfone no respondió. El problema era que estaba
pidiendo una promesa, y cuando un dios prometía, era
vinculante, inquebrantable.
No importaba que Sybil no supiera de la Divinidad de
Perséfone.
No podía hacerlo.
Después de un momento, Sybil levantó la vista y la miró a
los ojos.
—¿Perséfone?
—No hago promesas, Sybil.
El oráculo frunció el ceño.
—Temía que dijeras eso.
IV

Un Toque de Advertencia

Perséfone yacía despierta, escuchando los ronquidos


superficiales de Lexa y la respiración entrecortada de Sybil.
Eran las tres de la mañana y tenía que levantarse en cuatro
horas, pero no podía dejar de pensar en todo lo que había
pasado hoy. Consideró los pros y los contras de escribir la
exclusiva que Demetri y Kal querían. Supuso que era una
forma de controlar la información que divulgaba, excepto que
se veía obligada a ofrecer detalles de su vida personal. Peor
aún, le habían quitado la elección y odiaba eso.
Pero, ¿podría renunciar al trabajo de sus sueños? Había
venido a Nueva Atenas con sueños de libertad, éxito y
aventura. Había probado cada uno, y justo cuando sacudió
las cadenas de la custodia de su madre, se encontró
encadenada con otra restricción.
¿El ciclo nunca terminaría?
Luego estaba Sybil.
Perséfone no podía dejar que Apolo se saliera con la suya
con su trato al oráculo. No podía entender por qué Sybil no
quería que escribiera sobre el Dios de la Música. Necesitaba
responder por su comportamiento. También había una parte
de ella que esperaba que un artículo sobre Apolo significara
que Demetri y Kal estarían menos interesados en la historia
de su relación con Hades.
Suspiró. Su cabeza estaba tan llena de pensamientos,
palabras amontonadas tan alto, que sentía como si estuvieran
presionando contra su cráneo. Se quedó en silencio y se
teletransportó al Inframundo, deslizándose en el dormitorio
de Hades. Si alguien iba a aliviar la tensión en su cabeza, era
el Dios de los Muertos.
No esperaba encontrarlo dormido. Había comenzado a
sospechar que rara vez lo hacía, excepto cuando ella estaba
cerca. Yacía parcialmente cubierto por sábanas de seda; su
pecho musculoso se perfilaba por la luz del fuego de la
chimenea. Tenía los brazos sobre su cabeza, como si se
hubiera quedado dormido estirándose. Ella extendió la mano
para tocar su rostro y se sorprendió cuando su mano apretó
su muñeca.
Gritó, más por miedo que por dolor. Hades abrió los ojos.
—Maldición —dijo, sentándose a la velocidad del rayo,
aflojó el agarre en su muñeca y la atrajo hacia sí—. ¿Te
lastimé?
Habría respondido, pero él estaba presionando besos en
su piel y cada uno envió un escalofrío a través de su cuerpo.
—¿Perséfone? —La miró fijamente, una miríada de
emociones nublando sus ojos. Era casi como si estuviera
abatido; su respiración superficial y su ceño fruncido.
Ella sonrió, apartando un mechón de cabello de su rostro.
—Estoy bien, Hades. Solo me asustaste.
Le besó la palma y la abrazó con fuerza mientras se
acostaba.
—No pensé que vendrías a verme esta noche.
Apoyó la cabeza en su pecho. Era cálido, sólido y correcto.
—No puedo dormir sin ti —admitió, sintiéndose
completamente ridícula, pero era verdad.
Las palmas de Hades la tranquilizaron, subiendo y
bajando por su espalda. De vez en cuando hacía una pausa
para apretarle el trasero. Ella se movió contra él, su erección
se hizo más dura entre ellos.
—Eso es porque te mantengo despierta hasta muy tarde.
Se sentó a horcajadas sobre él y entrelazó los dedos con
los suyos.
—No todo se trata de sexo, Hades.
—Nadie dijo nada sobre sexo, Perséfone —señaló.
Arqueó una ceja y movió las caderas.
—No necesito palabras para saber que estás pensando en
sexo.
Se rio entre dientes y sus manos se movieron hacia sus
senos. Se le quedó el aliento en su garganta y sus dedos se
enroscaron alrededor de sus muñecas como grilletes.
—Quiero hablar, Hades.
Arqueó una ceja perfecta.
—Habla —dijo—. Puedo realizar múltiples tareas… ¿o lo
has olvidado?
Se incorporó hasta quedar sentado y capturó un pezón
entre los dientes, provocándola a través de su camisa. Quería
ceder y dejarlo explorar. Sus manos, manos traidoras, se
deslizaron alrededor de su cuello y se enredaron en su
cabello. Olía a especias calientes y ella prácticamente pudo
saborear su lengua, con sabor a whisky.
—No creo que esta vez puedas hacer varias cosas a la vez
—dijo—. Conozco esa mirada.
Hades se apartó el tiempo suficiente para preguntar:
—¿Qué mirada?
Tomó su cabeza entre sus manos. Pensó en evitar que él
la distrajera con su boca, pero sus manos se movían debajo
de su camisa, sobre su piel, haciéndola temblar.
—Esa mirada —dijo, como si lo explicara todo—. La que
tienes ahora. Tus ojos están oscuros, pero hay algo… vivo
detrás de ellos. A veces pienso que es pasión, a veces pienso
que es violencia. A veces pienso que son todas tus vidas.
Sus ojos brillaron y sus manos cayeron sobre sus muslos.
—Hades —siseó su nombre, y él cubrió su boca con la
suya, moviéndose para que estuviera debajo de él. Su lengua
se deslizó en su boca. Tenía razón sobre cómo sabría,
ahumado y dulce. Quería más y entrelazó sus brazos
alrededor de sus hombros y sus piernas alrededor de su
cintura. Sus labios dejaron los de ella para explorar los
contornos de su cuello y senos.
Perséfone apretó su agarre alrededor de su cintura para
evitar que se moviera más bajo.
—Hades —susurró—. Dije que quería hablar.
—Habla —dijo de nuevo.
—Acerca de Apolo —susurró.
Hades se congeló y gruñó; fue un sonido antinatural, y le
envió un escalofrío por la espalda. Se apartó por completo, sin
tocarla más.
—Dime, ¿por qué el nombre de mi sobrino está en tus
labios?
—Él es mi próximo proyecto.
Hades parpadeó y estuvo segura de haber visto violencia
en sus ojos.
Se apresuró a continuar.
—Despidió a Sybil, Hades. Por negarse a ser su amante.
La miró fijamente y su silencio fue enojado. Tenía los
labios apretados y una vena palpitaba en su frente. Dejó la
cama completamente desnudo. Por un momento, lo vio
alejarse, con trasero bien musculoso y todo.
—¿A dónde vas? —exigió.
—No puedo quedarme en nuestra cama mientras hablas
de Apolo.
No pasó por alto que hubiera llamado a su cama nuestra
cama. Eso la hizo sentir cálida por dentro, excepto que lo
había jodido al mencionar a Apolo.
Corrió tras él.
—¡Solo hablo de él porque quiero ayudar a Sybil!
Hades se sirvió un trago.
—Lo que está haciendo está mal, Hades. Apolo no puede
castigar a Sybil porque lo rechazó.
—Aparentemente, puede —dijo Hades, tomando un sorbo
lento de su vaso.
—¡Le ha quitado su sustento! ¡No tiene nada y no tendrá
nada a menos que Apolo esté expuesto!
Hades apuró su vaso y se sirvió otro. Después de un rato
de tenso silencio, dijo:
—No puedes escribir sobre Apolo, Perséfone.
—Ya te lo dije antes, no puedes decirme sobre quién
escribir, Hades.
El Dios del Inframundo bajó su vaso con un clic audible.
—Entonces no deberías haberme dicho tus planes —dijo.
Ella adivinó su siguiente pensamiento: Tampoco deberías
haber mencionado a Apolo en mi dormitorio.
Sus palabras alimentaron su ira y sintió su poder moverse
en sus venas.
—¡No se saldrá con la suya, Hades!
No agregó que realmente necesitaba esta historia, que
proporcionaría una distracción para lo que su jefe realmente
quería: una historia sobre ellos. Hades debió sentir el cambio
en su poder, porque cuando habló de nuevo, sus palabras
fueron cuidadosas y tranquilas.
—No estoy en desacuerdo contigo, pero no serás tú quien
haga justicia, Perséfone.
—¿Quién, si no yo? Nadie más está dispuesto a desafiarlo.
El público lo adora.
No entendía cómo podían amar a Apolo y temer al Hades.
—Razón de más para que seas estratégica —razonó Hades
—. Hay otras formas de hacer justicia.
Perséfone no estaba segura de que le gustara lo que
insinuaba Hades.
Lo miró con enfado.
—¿De qué estás tan asustado? Escribí sobre ti y mira lo
bien que resultó.
—Soy un dios razonable —dijo—. Sin mencionar que me
intrigaste. No quiero que Apolo se sienta intrigado por ti.
A Perséfone no le importaba si Apolo se sentía intrigado
por ella o no; el Dios de la Música no llegaría a ninguna parte
con ella.
—Sabes que tendré cuidado —dijo—. Además, ¿Apolo
realmente se mete con lo que es tuyo?
Los labios de Hades se tensaron y le tendió la mano para
que la tomara.
—Ven —dijo, sentado en una silla frente al fuego.
Ella se acercó como si sus palabras fueran magnéticas y
fuera de acero. Los dedos de Hades se envolvieron alrededor
de los de ella y la atrajo hacia él, sus rodillas a ambos lados
de sus muslos. Cada curva se fusionó con su cuerpo duro.
Ella sostuvo su mirada oscura mientras hablaba.
—No comprendes a los Divinos. No puedo protegerte de
otro dios. Es una pelea que tendrías que ganar por tu cuenta.
La confianza de Perséfone vaciló. Había muchas reglas que
obligaban a los dioses, promesas, contratos y favores, y todas
tenían una cosa en común: eran inquebrantables.
—¿Estás diciendo que no lucharías por mí?
Hades suspiró y le pasó el dedo por la mejilla.
—Querida, quemaría este mundo por ti.
La besó ferozmente, violentamente, dejando sus labios en
carne viva. Cuando se separó, ella estaba sin aliento, y sus
manos estaban tan firmemente presionadas contra su piel,
que era como si estuviera sosteniendo sus huesos.
—Te lo ruego, no escribas sobre el Dios de la Música.
Se encontró asintiendo, paralizada por la mirada
vulnerable en los ojos oscuros de Hades. No había estado tan
desesperado por evitar que ella escribiera sobre sí mismo.
—Pero, ¿qué hay de Sybil? —preguntó—. Si no lo expongo,
¿quién la ayudará?
Los ojos de Hades se suavizaron.
—No puedes salvar a todos, querida.
—No estoy tratando de salvar a todos, solo a los que son
agraviados por los dioses.
La estudió por un momento y luego le apartó un mechón
de cabello del rostro.
—Este mundo no te merece.
—Sí, me merecen —respondió—. Todos merecen
compasión, Hades. Incluso en la muerte.
—Pero no estás hablando de compasión —dijo, rozando su
mejilla con el pulgar—. Esperas rescatar a los mortales del
castigo de los dioses. Es tan vano como prometer devolver la
vida a los muertos.
—Porque lo has considerado así —discutió.
Hades miró hacia otro lado, apretando la mandíbula.
Obviamente, había tocado una fibra sensible. La culpa hizo
que se le revolviera el estómago. Sabía que estaba siendo
injusta. El Inframundo tenía reglas y un equilibrio de poder
que ella no entendía por completo.
No había tenido la intención de molestarlo, pero realmente
quería un cambio.
Extendió su mano, guiando sus ojos de regreso a los de
ella.
—No escribiré sobre Apolo —dijo.
Se relajó un poco, pero su rostro aún estaba duro.
—Sé que deseas justicia, pero confía en mí en esto,
Perséfone.
—Confío en ti.
Su expresión estaba en blanco y se sentía un poco como si
no le creyera. Ese pensamiento fue fugaz cuando la levantó en
sus brazos, sosteniendo su mirada y moviéndose hacia la
cama.
La sentó en el borde, la ayudó a quitarse la ropa y la guio
hasta ponerla de espaldas. Se arrodilló entre sus piernas y su
boca descendió lamiendo el apretado manojo de nervios en el
vértice de sus muslos. Perséfone se arqueó fuera de la cama,
su cabeza se hundió en el colchón, sus manos se enredaron
en el mar de sábanas a su alrededor. Luchó por recuperar el
aliento.
—¡Hades!
Sus gritos parecieron no tener ningún efecto en él
mientras mantenía su ritmo lánguido y tortuoso. Pronto, sus
dedos separaron su carne caliente, uniéndose su lengua. La
acarició y la estiró, moviéndose en conjunto con su
respiración hasta que encontró la liberación.
Cuando terminó, se sentó sobre sus talones, se llevó los
dedos a los labios y se los chupó para limpiarlos.
—Eres mi sabor favorito —dijo—. Podría beber de ti todo el
día.
La agarró por las caderas y la atrajo hacia él, deslizándose
dentro de ella con un embate resbaladizo. Lo sintió en su
sangre, huesos y alma.
La fricción creció dentro de ella y pronto sus gemidos se
convirtieron en gritos.
—Di mi nombre —gruñó Hades.
Perséfone se aferró a la seda debajo de ella. Las sábanas
se le pegaron a la piel, su cuerpo estaba caliente por el sudor.
—¡Dilo! —ordenó.
—¡Hades! —jadeó.
—De nuevo.
—Hades.
—Reza para mí —ordenó—. Ruégame que haga que te
corras.
—Hades. —Estaba sin aliento, sus palabras apenas se
formaron—. Por favor.
Empujó.
—¿Por favor qué?
Empuje.
—Hazme llegar.
Empuje.
—¡Hazlo! —gritó.
Se unieron, y Hades se derrumbó sobre ella, besándola
profundamente, su sabor todavía en sus labios. Después de
un momento, la tomó en sus brazos y se teletransportó a los
baños donde se ducharon y se adoraron de nuevo.
Con una hora de sobra antes de tener que levantarse,
Perséfone se acostó a descansar. Hades se estiró a su lado,
abrazándola.
—¿Perséfone? —expresó Hades, el roce de su barba
haciéndole cosquillas en la oreja.
—¿Mmm? —Estaba demasiado cansada para usar
palabras, los ojos pesados por el sueño.
—Di el nombre de otra persona en esta cama de nuevo, y
asignarás sus almas al Tártaro.
Abrió los ojos. Quería mirarlo, ver la violencia en su
mirada y hacerla desaparecer. ¿Por qué esto lo había
molestado tanto? ¿El Dios del Inframundo, El Rico, el Receptor
de Muchos, temía a Apolo?
Después de su advertencia, Hades se relajó, su
respiración se hizo más uniforme y tranquila. Reacia a
perturbar su paz, se acurrucó cerca y se durmió.
V

Tratamiento Real

Perséfone transmitió la desastrosa conversación que había


tenido con Hades a Lexa durante el almuerzo del día
siguiente. Habían elegido un reservado en la parte trasera de
su café favorito, El Narciso Amarillo, que les daba relativa
privacidad. A pesar del rugido del restaurante, Perséfone se
sintió paranoica hablando sobre Hades en público. Se inclinó
sobre la mesa hacia Lexa, susurrando.
—Nunca lo había visto tan…
Inflexible. Tan obstinado. Por lo general, estaba dispuesto
a escucharla al menos, pero desde el momento en que el
nombre de Apolo había salido de su boca, Hades había
terminado con la conversación.
—Hades tiene razón —dijo Lexa, recostándose en su silla,
cruzando las piernas.
Perséfone miró a su mejor amiga, sorprendida de que se
pusiera del lado del Dios de los Muertos.
—Quiero decir, ¿de verdad crees que puedes tocar la
reputación de Apolo? Es el chico dorado de Nueva Atenas.
—Un honor que no se merece considerando cómo trata a
los hombres y mujeres que “ama”.
—Pero… ¿y si la gente no te cree, Perséfone?
—No puedo preocuparme por si la gente me creerá o no,
Lex.
La idea de que las víctimas de Apolo serían ignoradas
debido a su popularidad la enfureció, pero lo que la enfureció
más fue que sabía que Lexa tenía razón, que existía la
posibilidad de que nadie le creyera.
—Lo sé. Solo digo… puede que no salga como crees.
Perséfone frunció el ceño, confundida por las palabras de
su amiga.
—¿Y qué creo?
Lexa entrelazó los dedos sobre la mesa frente a ella y se
encogió de hombros, finalmente levantando su mirada hacia
la de Perséfone. Sus ojos se veían más vívidos hoy,
probablemente debido a la sombra ahumada que usaba.
—No sé. Quiero decir, literalmente estás esperando una
razón de un dios que no puede soportar el rechazo. Es como
si pensaras que puedes cambiar mágicamente el
comportamiento de Apolo con algunas palabras.
Perséfone se estremeció y notó que los ojos de Lexa se
posaron en el hombro de Perséfone. En su periferia, vio verde,
y cuando miró, un hilo de enredaderas había brotado de su
piel. Perséfone puso una mano sobre ellas. De todas las veces
que su magia había respondido a sus emociones, nunca se
había manifestado así. Arrancó las enredaderas y la sangre se
derramó por su brazo.
—¡Oh, mis dioses! —Lexa puso un fajo de servilletas en
sus manos y Perséfone las apretó contra su hombro—. ¿Estás
bien?
—Estoy bien.
—¿Esto ha pasado antes?
—No —dijo, quitando las servilletas para mirar la herida
que dejaron las enredaderas. La herida era pequeña, como si
una espina la hubiera arañado y el sangrado era mínimo.
—¿Es eso algo de diosa? —preguntó Lexa.
—No sé.
Nunca había visto los poderes de su madre manifestarse
de esta manera, o los de Hades para el caso. Quizás era solo
otro ejemplo de lo terrible que era ser una diosa.
—¿Le dirás a Hades?
La pregunta sorprendió a Perséfone y su mirada se dirigió
a Lexa.
—¿Por qué le diría?
Ella enumeró las razones:
—¿Porque nunca te ha pasado antes, porque parece
doloroso, porque podría tener algo que ver con ser la Diosa de
la Primavera?
—O no es nada —dijo Perséfone rápidamente—. No te
preocupes por eso, Lex.
Un momento de silencio pasó entre ellas antes de que
Lexa extendiera una mano sobre la mesa para llamar la
atención de Perséfone.
—Sabes que solo estoy preocupada por ti, ¿verdad?
La Diosa de la Primavera suspiró.
—Lo sé. Gracias.
Se alargó más el silencio y luego Lexa se encogió de
hombros.
—Supongo que nada de esto realmente importa. Ya le
prometiste a Hades que no escribirías sobre Apolo… ¿verdad?
Perséfone se mostró reacia a mirar a Lexa a los ojos.
—Perséfone…
—¿Qué hay de Sybil? ¿Se supone que debemos dejarla
sufrir? —preguntó Perséfone.
—No, se supone que somos sus amigas —dijo Lexa.
—Lo que significa que debería hacer todo lo que esté en mi
poder para asegurar que Apolo esté expuesto.
—Significa que debes hacer lo que Sybil quiere que hagas.
Perséfone frunció el ceño. Sybil quería que Perséfone
dejara esta situación en paz, pero el silencio era parte del
problema. ¿Cuántas personas habían sido heridas por Apolo y
no habían hablado?
—¿Todos los Divinos son propensos a la venganza? —Lexa
planteó la pregunta de improviso, como si la estuviera
haciendo retóricamente, pero a Perséfone no le cayó nada
bien.
—¿Qué quieres decir?
Lexa se encogió de hombros.
—Todos quieren castigar. Apolo quiere castigar a sus
amantes, así que quieres castigarlo a él, y probablemente él te
castigará por eso. Es una locura.
—No quiero castigarlo —dijo a la defensiva.
Lexa arqueó una ceja.
—¡No quiero! Quiero que la gente sepa que no deben
confiar en él.
—¿Al igual que querías que la gente supiera que no debe
confiar en Hades?
—Eso es diferente.
Era cierto que Perséfone había comenzado su serie sobre
Hades con la intención de exponer sus tratos injustos con los
mortales. Con el tiempo, sin embargo, había aprendido que
sus intenciones eran mucho más honorables de lo que había
asumido originalmente.
Lexa suspiró.
—Tal vez, pero, ¿no es eso lo que Hades te estaba
diciendo? Apolo está dispuesto a castigar sin pensarlo dos
veces.
Perséfone desvió la mirada, frustrada, y la mano extendida
de Lexa cubrió la suya.
—Solo quiero que tengas cuidado. Sé que Hades te
protegerá, pero también sé lo difícil que es para ti pedir
ayuda.
Perséfone logró esbozar una pequeña sonrisa. Sabía que
Lexa solo hablaba porque se preocupaba por ella, pero su
mejor amiga no conocía toda la historia. Todavía no le había
contado sobre el ultimátum de su jefe. Se sintió como si
estuviera en un trato con Hades nuevamente, enfrentando la
pérdida de las dos cosas que valoraba más. Quizás si le
explicaba, Lexa lo entendería, pero cuando empezó a hablar,
fueron interrumpidas por una extraña.
—Eres la novia de Hades, ¿no?
La voz las sobresaltó y la pregunta hizo que Perséfone se
estremeciera. Una mujer joven había aparecido junto a su
mesa. Llevaba una camisa larga, pantalón ajustado y botas.
Tenía el teléfono en la mano y tiraba del elástico que sujetaba
su cabello en un moño.
—¿Puedo tomarme una foto? —preguntó la chica mientras
se acomodaba el cabello y lo alisaba sobre su hombro.
—Lo siento, no —dijo Perséfone—. Estoy almorzando.
—Solo tomará un segundo. —Se inclinó para tomar una
selfie, con la cámara encendida. Perséfone se apartó y
extendió las manos para detener a la chica.
—Dije que no.
—Solo una —intentó negociar la chica.
—¿Qué parte del no, no entiendes? —preguntó Perséfone.
La chica se enderezó y miró a Perséfone parpadeando.
Entonces sus ojos se entrecerraron.
—No tienes que ser una perra. Es solo una foto.
La chica levantó su teléfono y tomó una foto. Su arrebato
llamó la atención, y mientras Perséfone observaba cómo se
alejaba, notó que varios clientes tenían sus teléfonos
apuntando en su dirección. Se cubrió el rostro con la mano.
Lexa se inclinó sobre la mesa.
—Este sería un buen momento para usar tus poderes por
razones nefastas.
—¿No acabas de criticar mi uso de la magia como castigo?
—Sí, pero… ella se lo merece. Fue una idiota.
—Creo que es hora de irse —dijo Perséfone, alcanzando su
bolso.
Dejaron dinero sobre la mesa para cubrir su cuenta. Lexa
pasó su brazo por el de Perséfone mientras salían del café.
Las aceras estaban llenas de empleados que regresaban al
trabajo, turistas y vendedores ambulantes. Era un día
caluroso pero nublado, y el aire olía a castañas tostadas,
cigarrillos y café.
—¿Tienes tiempo para pasar por la oficina? —preguntó
Lexa—. Puedo darte un tour.
Perséfone miró su reloj. Todavía tenía treinta minutos
antes de tener que regresar a la Acrópolis.
—Me encantaría.
Quería ver dónde trabajaba Lexa y, si era honesta,
explorar. Se había sentido avergonzada cuando Lexa había
enumerado hechos sobre el Proyecto Halcyon, ninguno de los
cuales sabía.
Lexa trabajaba en un edificio llamado Torre Alexandria.
Era lo opuesto a Nevernight, con un exterior de mármol
blanco y cristal. Lexa mantuvo la puerta abierta para
Perséfone. Como todos los lugares que ocupaba Hades, el
interior era lujoso. Los suelos eran de mármol veteado, el
escritorio de la recepcionista era una mesa de obsidiana negra
y las decoraciones doradas brillaban entre los muebles
oscuros. Perséfone se sintió como en casa.
Una ninfa sentada detrás del escritorio de la recepcionista
se puso de pie rápidamente. Como todos los de su especie,
era hermosa, ángulos marcados y ojos muy abiertos. Era una
ninfa del bosque, una dríada, evidente por su cabello color
almendra, sus ojos musgo, y el tenue tinte verdoso de su piel.
Estas eran las ninfas con las que Perséfone había pasado más
tiempo creciendo en el invernadero. Nunca antes lo había
considerado, pero ahora se preguntaba si eran tan prisioneras
de su madre como ella.
—Lady Perséfone. —La mujer en el escritorio hizo una
reverencia—. Nos honras con tu presencia.
Lexa se rio y Perséfone se sonrojó.
—He traído a Perséfone para un recorrido, Ivy.
Los ojos de la dríada se agrandaron y Perséfone tuvo la
impresión de que no le gustaba que la sorprendieran.
—Oh, por supuesto, lady Perséfone. Primero… ¿puedo
ofrecerte algo? ¿Una copa de champán o vino, tal vez?
—Oh, no, gracias, Ivy. Tengo que volver a trabajar después
de esto.
—Déjame hacer algunas llamadas —dijo—. Preferiría que
todo fuera perfecto antes de que subas.
—Está bien, Ivy —dijo Lexa con una risa juguetona—. A
Perséfone no le importa.
La dríada palideció. Hace varios meses, este
comportamiento habría hecho que Perséfone se sintiera
incómoda. Todavía le producía ansiedad, pero lo reconoció por
lo que era: una sirvienta de Hades que deseaba complacer, y
Perséfone no quería impedirle eso, así que intervino.
—Tómate tu tiempo, Ivy —dijo Perséfone—. Mientras
tanto, agua estaría bien.
La dríada sonrió.
—De inmediato, milady.
Perséfone se alejó unos pasos del escritorio y barrió la
habitación. Le encantaba el carácter del edificio. No era tan
moderno como Nevernight, con detalles antiguos como
picaportes de vidrio, rejillas de calefacción doradas y un
radiador. Se dispuso una zona de asientos formal frente a un
conjunto de grandes ventanales que daban a la calle.
Perséfone se detuvo frente a él, admirando el ajetreado paisaje
urbano al otro lado.
—Pensé que no tenías sed —dijo Lexa mientras se unía a
ella junto a la ventana.
Perséfone sonrió y dijo:
—Nunca puedes tener suficiente agua.
—De verdad, ¿qué fue eso? Ya podríamos estar dando el
recorrido.
La diosa suspiró.
—He aprendido algunas cosas desde que estuve en el
Inframundo, Lex. Me ves como tu mejor amiga, así que
traerme aquí no significa nada más que un poco de diversión
para ti, pero estas personas me ven… de manera diferente.
—¿Quieres decir que te ven como la Reina del
Inframundo?
Se encogió de hombros. Eso era definitivamente cierto
para los residentes del Inframundo.
—Sirven a Hades, y no importa cuánto discuta, parecen
pensar que me sirven por asociación.
Más que probable, porque también fueron ordenados a
hacerlo, pensó.
—Ser útil les agrada. Creo que cuanto más lucho contra
eso, más ofendo.
—Hmm —dijo Lexa después de un momento, y cuando
Perséfone miró a su amiga, la encontró sonriendo con
picardía.
—¿Qué? —preguntó Perséfone, escéptica.
—Nada, Reina Perséfone.
Perséfone puso los ojos en blanco y Lexa se echó a reír,
alejándose de la ventana.
Ivy las interceptó llevando una bandeja de plata con dos
vasos de agua.
—El sabor de hoy es pepino y jengibre.
Perséfone tomó el vaso y una servilleta. Sabía que la
dríada estaría ansiosa por saber si le gustaba la bebida, así
que la bebió de inmediato.
—Hmm, muy refrescante, Ivy, gracias.
La ninfa sonrió y luego le entregó un vaso a Lexa. Ivy
desapareció una vez más y cuando regresó, seguía sonriendo,
como si estuviera en un estado de euforia.
—Están listos para ustedes, lady Perséfone, Lexa.
De repente, el estómago de Perséfone se le hizo un nudo.
Había sido capaz de manejar bien esta interacción, pero, ¿le
iría bien con más?
—¡Finalmente! —dijo Lexa sin ceremonias.
A medida que subían las escaleras hasta el segundo piso,
Perséfone se volvió hacia Ivy.
—Gracias, Ivy. Te agradezco todo.
No miró lo suficiente para registrar la reacción de la ninfa
mientras seguía a Lexa escaleras arriba.
Lo que encontraron cuando llegaron allí las detuvo en
seco. El pasillo estaba flanqueado a ambos lados por
empleados que habían salido de sus oficinas de cristal para
saludar a Perséfone. También había un hombre tomando
fotos.
—Lady Perséfone, es un honor. —Se acercó una mujer.
Era mortal y tenía una coronilla de rizos negros. Estrechó la
mano de Perséfone—. Soy Katerina, directora de La
Fundación Cypress.
—Es un placer conocerte —dijo Perséfone.
—Por favor, permíteme contarte algunas cosas sobre
nuestro progreso. Estoy segura de que estarás complacida.
Perséfone intercambió una mirada con Lexa. Tenía los
labios juntos y la mandíbula apretada. Esto no era lo que su
amiga había imaginado cuando sugirió un recorrido.
Perséfone trató de ignorar la culpa repentina que vino con
toda esta experiencia. Todo lo que Lexa había querido hacer
era mostrar su nuevo lugar de trabajo, ninguna de las dos
esperaba ser tratada de esta manera. Habrían estado mejor
viniendo aquí después de la jornada laboral.
Katerina narró su caminata, citó algunos hechos que Lexa
ya había compartido. Estaba claro que tenía un discurso de
ascensor preparado para todas las situaciones.
—Estábamos muy emocionados cuando se anunció el
Proyecto Halcyon —dijo Katerina—. Hemos trabajado en
varias iniciativas con lord Hades, pero nunca en algo como
esto.
—¿Otros proyectos? —preguntó Perséfone. Esto era una
novedad para ella.
Katerina sonrió. Parecía realmente emocionada de haber
comunicado algo que Perséfone desconocía y explicó:
—El Proyecto Halcyon es solo una de las muchas
iniciativas de la Fundación Cypress.
—Cuéntame más.
—Bueno, está la Casa de Cerbero, una organización sin
fines de lucro para los animales. La organización ha fundado
catorce refugios de animales que no matan en Nueva Grecia y
paga las tarifas de adopción de mascotas. Estamos muy
emocionados de abrir una decimoquinta ubicación en Argos.
También está el Proyecto Puerto Seguro, que ayuda a las
familias a pagar los gastos de funeral y entierro. Hasta ahora,
hemos ayudado a más de trescientas familias en momentos
de necesidad.
Perséfone se quedó sin habla y, sin embargo, la mujer
siguió adelante.
—La organización benéfica más antigua de lord Hades es
Chariot, un fondo que proporciona entrenamiento para perros
de terapia para niños necesitados.
Se tragó un nudo en la garganta.
—E-eso es asombroso.
Sus sentimientos estaban dispersos. Se sintió asombrada
de que Hades hubiera iniciado tantas organizaciones
maravillosas, pero se sintió frustrada y avergonzada de no
saber sobre ninguna de ellas. ¿Por qué no se lo había dicho?
¿Por qué no se había encontrado con nada de esto durante su
investigación del Dios de los Muertos?
Dioses, se veía como una idiota, después de haber escrito
tantas calumnias sobre él. Quizás es por eso que muchas de
estas personas estaban ansiosas por contarle todos sus
logros, para demostrar aún más que estaba equivocada.
Maldita sea su humildad.
El recorrido continuó un poco más y se hicieron varias
presentaciones. Perséfone conoció a las personas detrás de
cada una de las iniciativas de caridad de Hades. Al final,
Katerina se volvió y dijo:
—Si no hay nada más, me encantaría acompañarla al piso
de abajo, milady.
¿Qué pasa con la oficina de Hades?
Por suerte, intervino Lexa.
—Lo tomaré desde aquí, Katerina. De todos modos,
Perséfone y yo tenemos que finalizar algunos planes.
—Oh…
—Muchas gracias, Katerina —dijo Perséfone antes de que
la mujer pudiera protestar—. Estoy muy emocionada de
decirle a Hades lo maravillosa que has sido.
Eso funcionó a las mil maravillas. Katerina sonrió y dijo
muy nerviosa:
—Vaya, muchas gracias, lady Perséfone.
Cuando estuvieron solas, Lexa se inclinó hacia delante.
—¿Quieres ver la oficina de Hades?
—Ya lo sabes.
Se rieron como colegialas mientras Lexa la conducía por
un tercer tramo de escaleras. Este piso era todo espacio
dedicado a oficinas, y Perséfone y Lexa atravesaron un
conjunto de cubículos antes de llegar a una fila de oficinas en
la parte trasera del edificio.
—¡Aquí la tienes! —dijo Lexa, señalando el espacio con los
brazos abiertos mientras entraba.
Era una caja de cristal.
Perséfone vaciló en la puerta. Le recordó a la casa de su
madre y, por un momento, tuvo la extraña sensación de que
todo esto era una trampa bien orquestada. El escritorio de
Hades estaba ubicado frente a una ventana con detalles de
plomo que hacía que pareciera que estaba sentado en un
trono mientras estaba en su escritorio. Era exagerado e
intimidante, y ella apostaría dinero a que usaba menos este
escritorio que el de su oficina en Nevernight.
Entró justo cuando alguien llamaba a Lexa.
—Mierda. —Miró a Perséfone—. Vuelvo enseguida.
Perséfone asintió mientras su mejor amiga desaparecía.
Sus ojos se posaron en el escritorio de Hades. Solo había dos
cosas en él: un jarrón de narcisos blancos y una foto de ella.
Fue tomada en el Inframundo, en uno de los jardines de
Hades. La tomó, preguntándose cuándo la había hecho.
—¿Curiosa?
Perséfone saltó y dejó caer el marco. Antes de que pudiera
golpear el suelo, Hades lo atrapó y lo devolvió a su lugar. La
diosa se volvió hacia él, apoyando una mano en el escritorio.
¿Cómo alguien con tanta masa se movía tan rápido? Pensó.
Se encontraba cerca, su olor la golpeó con fuerza, y recordó la
noche anterior cuando la llevó a la cama, la reclamó, la
marcó, la poseyó. No había esperado que una simple
conversación sobre Apolo lo desencadenara, pero lo había
hecho de una manera que nunca había imaginado.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —susurró.
Uno de los poderes de Hades era la invisibilidad. Era
posible que hubiera estado en esta oficina todo el tiempo,
incluso más probable que hubiera seguido el recorrido sin que
ninguna de ellas lo supiera.
—Siempre suspicaz —dijo.
—Hades… —advirtió.
—No mucho —dijo—. Recibí una llamada desesperada de
Ivy que me reprendió por no dejarle saber que ibas a pasar.
Las cejas de Perséfone se juntaron.
—¿Tienes teléfono?
—Para el trabajo, sí —dijo.
—¿Por qué no lo sabía?
Se encogió de hombros.
—Si te quiero, te encontraré.
Aun así, Perséfone no sentía que esa fuera una razón
suficientemente buena para que no supiera que tenía un
teléfono… o el millón de otras cosas que no sabía sobre su
amante.
—Estás disgustada —dijo Hades y no fue una pregunta.
La mirada de Perséfone se volvió hacia la suya.
—Me avergonzaste.
Fue el turno de Hades de fruncir el ceño y sus ojos se
suavizaron.
—Explica.
—No debería tener que aprender sobre todas tus
organizaciones benéficas a través de otra persona —dijo—.
Siento que todos los que me rodean saben más de ti que yo.
—Nunca preguntaste —dijo.
—Algunas cosas pueden ocurrir de forma casual, Hades.
En la cena, por ejemplo: Hola, querida. ¿Cómo estuvo tu día?
El mío estuvo bien, ¡las organizaciones benéficas de mil
millones de dólares que tengo ayudan a niños, perros y la
humanidad!
Hades estaba tratando de no sonreír.
—No te atrevas. —Presionó un dedo en sus labios—. Hablo
en serio sobre esto. Si deseas que me consideren más que
una amante, entonces necesito más de ti. Una… historia… un
inventario de tu vida. Algo.
Los ojos de Hades se oscurecieron y cerró los dedos
alrededor de la muñeca de Perséfone. Le besó los dedos.
—Lo siento —dijo—. No se me ocurrió decírtelo. He
existido tanto tiempo solo, tomé todas las decisiones solo, no
estoy acostumbrado a compartir nada con nadie.
La mirada de Perséfone se suavizó y presionó la palma de
su mano contra su rostro.
—Hades, nunca estuviste solo, y ciertamente no estás solo
ahora. —Apartó la mano—. Ahora, ¿qué más tienes?
—Muchas morgues —dijo.
Los ojos de Perséfone se agrandaron.
—¿Lo dices en serio?
—Soy el Dios de los Muertos —dijo.
No pudo evitarlo, ella sonrió. Sus miradas se sostuvieron
por un momento y luego Hades sugirió con una voz profunda
y sensual:
—Dime, ¿qué más puedo compartir contigo ahora?
Perséfone miró la foto de su escritorio.
—¿De dónde sacaste esta?
Sus ojos la siguieron y ella supo que no era porque
tuvieran que recordarle la foto. Se estaba tomando su tiempo
para responder.
—Lo tomé.
—¿Cuándo?
—Obviamente cuando no estabas mirando —dijo, y ella
puso los ojos en blanco ante su humor.
—¿Por qué tienes fotos mías y no tengo fotos tuyas?
Sus ojos brillaron.
—No sabía que querías fotos mías.
Frunció el ceño.
—Por supuesto, quiero fotos tuyas.
—Quizás pueda complacerte. ¿Qué tipo de fotos quieres?
Ella le dio un manotazo en el hombro.
—Eres insaciable.
—Y tú tienes la culpa, mi reina —dijo, y sus labios
viajaron por su cuello y por su hombro—. Me alegro de que
estés aquí.
—No podría decirlo —respondió ella, temblando.
—Quería darte placer en esta habitación, en este
escritorio, desde que te conocí. Será lo más productivo que
pase aquí.
Sus palabras fueron llamas y la encendieron. Tragó con
dificultad.
—Tienes paredes de cristal, Hades.
—¿Estás tratando de disuadirme?
Ella entrecerró los ojos y bromeó.
—¿Exhibicionista?
—Difícilmente. —Se inclinó un poco más y ella sintió su
aliento en los labios—. ¿De verdad crees que los dejaría verte?
Soy demasiado egoísta. Humo y espejos, Perséfone.
Ella se inclinó hacia su calor.
—Entonces, tómame —susurró.
Hades gruñó y pasó un brazo alrededor de su cintura
cuando alguien se aclaró la garganta. Se volvieron para
encontrar a Lexa parada en la puerta.
—Hola, Hades —dijo con una sonrisa en el rostro—.
Espero que no te importe. Traje a Perséfone para un
recorrido.
—Hola, Lexa —dijo, sonriendo—. No, no me importa en
absoluto.
Perséfone soltó una pequeña carcajada y se alejó del calor
de Hades.
—Tengo que volver al trabajo —dijo, encontrándose con
Lexa en la puerta de la oficina de Hades. Se giró para mirarlo.
Él era poder, de pie detrás de ese escritorio, recortado por ese
hermoso cristal—. ¿Te veré esta noche?
Él asintió una vez.
Cuando regresaron al primer piso, Lexa dijo:
—Sé que irás al Inframundo durante el fin de semana,
pero no olvides que vamos a ayudar a Sybil a mudarse el
viernes.
—No me lo perdería por nada del mundo —dijo.
Las dos se abrazaron en la puerta.
—Gracias por todo, Lex. Lamento que no pudieras darme
el recorrido tú misma.
—No voy a mentir. Fue extraño ver a la gente queriendo
complacerte.
Las dos se rieron juntas de eso. Era extraño, incluso para
Perséfone, pero entonces Lexa dijo algo que hizo que se le
helara la sangre de Perséfone en las venas.
—Imagínate cuando descubran que eres una diosa.
Perséfone regresó a la Acrópolis. Esta vez, a regañadientes
se dirigió a la entrada entre fanáticos que gritaban y que se
mantenían a raya por una barrera improvisada que la
seguridad había colocado.
—¡Perséfone! ¡Perséfone, mira aquí!
—¿Cuánto tiempo llevas saliendo con Hades?
—¿Escribirás sobre otros dioses?
Mantuvo la cabeza gacha y no respondió ninguna
pregunta. Para cuando entró, su cuerpo estaba vibrando, su
magia despertada por la oleada de ansiedad que había sentido
al estar en el centro de la multitud. Se dirigió directamente a
los ascensores, mientras pensaba en las últimas palabras de
Lexa antes de que se separaran en la Torre Alexandria.
Imagínate cuando descubran que eres una diosa.
Ella sabía lo que eso significaba realmente:
Imagínate cuando ya no puedas existir como antes.
De repente, el ascensor parecía demasiado pequeño y
justo cuando pensaba que no podía respirar más, las puertas
se abrieron. Helen salió de detrás de su escritorio, sonriendo,
ajena a la batalla interna de Perséfone.
—Bienvenida de nuevo, Perséfone.
—Gracias, Helen —dijo sin mirar mucho en su dirección.
A pesar de esto, Helen siguió a Perséfone hasta su escritorio.
Mientras guardaba sus cosas, encontró una rosa blanca en
su computadora portátil. Perséfone la recogió, con cuidado de
evitar las espinas.
—¿De dónde viene esto? —preguntó.
—No lo sé —dijo Helen, frunciendo el ceño—. No acepté
nada por ti esta mañana.
Las cejas de Perséfone se fruncieron. Una cinta roja
estaba atada alrededor del tallo, pero no tenía ninguna tarjeta
adjunta. Quizás Hades la había dejado, razonó y lo dejó a un
lado.
—¿Tengo algún mensaje?
Perséfone asumió que por eso Helen la había acompañado
de regreso a su escritorio.
—No —dijo Helen.
Eso era insólito. Perséfone esperó.
—Pueden esperar —agregó Helen—. Además, todos son
pistas para otras historias y sé que estás trabajando en esa
exclusiva…
Los ojos de Perséfone debieron de brillar porque Helen
dejó de hablar.
—¿Cómo sabes eso? —El humor de Perséfone se empañó.
—Yo…
Nunca antes había visto a Helen tropezar con sus
palabras, pero de repente, la chica no podía hablar y parecía
al borde de las lágrimas.
—¿Quién más lo sabe? —preguntó Perséfone.
—N-nadie —logró decir finalmente Helen—. Lo escuché. Lo
siento. Pensé que era emocionante. No me di cuenta…
—Si escuchaste, sabrías que no fue emocionante. No para
mí.
Se hizo el silencio y Perséfone miró a Helen.
—Lo siento, Perséfone.
Suspiró y se sentó en su silla.
—Está bien, Helen. Solo… no le digas a nadie, ¿de
acuerdo? Eso… puede que no suceda.
Eso esperaba.
Helen pareció aterrorizada. Así que había escuchado
mucho más de lo que dejaba ver.
—Pero… ¡serás despedida! —susurró con fiereza.
Perséfone suspiró.
—Helen, realmente necesito ponerme a trabajar y creo que
tú también.
Helen palideció.
—Por supuesto. Lo sie…
—Deja de disculparte, Helen —dijo Perséfone y luego
añadió con tanta gentileza como pudo—. No hiciste nada
malo.
La rubia sonrió.
—Espero que las cosas mejoren, Perséfone. Realmente lo
espero.
Después de que Helen regresara a su escritorio, Perséfone
comenzó a investigar sobre Apolo y sus muchas amantes. Se
dio cuenta de que le había prometido a Hades que no
escribiría sobre el Dios de la Música, pero eso no significaba
que no pudiera iniciar un archivo sobre él y no había falta de
información, especialmente de la antigüedad.
Casi todas las historias sobre Apolo y sus relaciones
terminaron trágicamente para la otra persona involucrada. De
todas sus amantes, había algunas que se destacaron e
ilustraron su comportamiento atroz, en particular las
historias de Daphne y Cassandra.
Daphne fue una ninfa y juró permanecer pura toda su
vida. A pesar de esto, Apolo la persiguió sin descanso,
declarando su amor por ella como si eso pudiera hacerla
cambiar de opinión. Sin otras opciones, y temiendo a Apolo, le
pidió a su padre, el Dios del Río Peneo, que la liberara de la
incesante persecución de Apolo. Su padre accedió a su pedido
y la convirtió en un árbol de laurel.
Laurel era uno de los símbolos de Apolo y ahora Perséfone
se dio cuenta de por qué.
Desagradable.
Cassandra, una princesa de Troya, recibió el poder de ver
el futuro de Apolo, quien esperaba que el regalo la
persuadiera de enamorarse de él, pero Cassandra no estaba
interesada. Enfurecido, Apolo la maldijo, permitiéndole
retener el poder para ver el futuro, pero haciéndolo para que
nadie creyera en sus predicciones. Más tarde, Cassandra
prevería la caída de su pueblo, pero nadie la escucharía.
Había otras amantes antiguas: Coronis, Okyrrhoe, Sinope,
Amphissa, Koronis y Sibylla, y amantes más nuevas y
modernas: Acacia, Chara, Io, Lamia, Tessa y Zita. La
investigación no fue fácil. Por lo que Perséfone entendía,
muchas de estas mujeres habían intentado hablar en contra
de Apolo a través de las redes sociales, blogs, incluso llegando
a contar su historia a los periodistas. El problema era que
nadie estaba escuchando.
Estaba tan consumida por su investigación que un golpe
en su escritorio la hizo saltar. Perséfone encontró a Demetri
de pie frente a ella.
—¿Cómo va el artículo? —preguntó.
Ella lo miró con enfado y respondió en un tono nítido:
—Yendo.
Su jefe frunció el ceño.
—Sabes, si tuviera una opción…
—Tienes una opción —dijo ella, interrumpiéndolo—.
Simplemente dile que no.
—Tu trabajo no es el único en juego.
—Entonces, tal vez sea una señal de que deberías
renunciar.
Demetri negó.
—No renuncias a Noticias Nueva Atenas sin
consecuencias, Perséfone.
—No sabía que eras tan cobarde.
—No todo el mundo tiene un dios que los defienda.
Perséfone se estremeció, pero se recuperó rápidamente.
Realmente estaba comenzando a odiar que la gente asumiera
que le pediría a Hades que luchara por ella.
—Peleo mis propias batallas, Demetri. Créeme, esto no
terminará bien. Las personas como Kal tienen secretos y lo
desmantelaré de adentro hacia afuera.
Un rayo de admiración se encendió en los ojos de Demetri,
pero las palabras que pronunció a continuación fueron una
amenaza para su fundación.
—Admiro tu determinación, pero hay algunos poderes que
el periodismo no puede combatir, y uno de ellos es el dinero.
VI

Pelea de Amantes

El viernes, Perséfone y Lexa se encontraron frente a un


ático de lujo en el distrito Crysos de Nueva Atenas. Habían
alquilado un camión de mudanzas gigante que Lexa había
logrado estacionar torcidamente en la acera.
—Esto no es lo que tenía en mente cuando dije que quería
ir de fiesta, Perséfone. —Hermes hizo un puchero junto a
ellas. El dios deslumbró en dorado, luciendo muy fuera de
lugar junto a Lexa y Perséfone, que vestían pantalones de
yoga y sudaderas.
Perséfone le había escrito para verse el viernes después de
que él la ayudase a entrar en la Acrópolis, pero eso fue antes
de que Apolo despidiera a Sybil y le quitara sus poderes.
—Nadie dijo que tenías que venir —respondió Perséfone.
El Dios de las Travesuras se había presentado en su
apartamento justo cuando se dirigían a buscar el camión de
mudanzas. Trató de argumentar que tenían un acuerdo, un
contrato, y ella no podía echarse atrás, pero Perséfone lo
rechazó.
—Una de mis mejores amigas estuvo en una relación
abusiva. Ella se va y estaré ahí para ella. Ahora, puedes venir
con nosotras o irte. Tu elección.
Hermes había decidido acompañarlas.
—No estaríamos aquí si no fuera por tu hermano —dijo
Lexa—. Cúlpalo a él.
—No soy responsable de las elecciones de Apolo —
argumentó Hermes—. Y no finjas que esto no sería más
divertido con alcohol.
—Tienes razón —dijo Lexa—. Menos mal que traje esto.
Sacó una botella de vino del interior de una mochila que
había traído.
—Dame eso. —Hermes le arrebató la botella de las manos.
Los ojos de Perséfone se agrandaron.
—Disculpa, ¿no vas a conducir esta noche?
—Bueno, sí, pero eso es para después.
Excepto que, de alguna manera, Hermes ya había logrado
abrir la botella.
—Espero que tengas más en esa bolsa —respondió el dios
—. Porque esta es por el presente.
Lexa resopló y la puerta frente a ellos finalmente hizo clic.
La voz de Sybil hizo eco a través del intercomunicador.
—Está abierto, suban.
Hermes se adelantó, pero Perséfone extendió la mano para
detenerlo.
—Puedes traer el carro.
—¿Por qué tengo que traer el carro? Llevo el vino.
Perséfone tomó la botella.
—Ahora yo llevo el vino. Carro. Ahora.
Los hombros de Hermes se hundieron mientras cedía y
caminaba penosamente hacia la camioneta en movimiento.
Regresó con el carro.
Lexa se rio.
—Te ves terriblemente mortal, Hermes.
Los ojos del dios se oscurecieron.
—Cuidado, mortal. No estoy por encima de convertirte en
una cabra para mi propio disfrute.
—¿Tu disfrute? —Lexa se rio entre dientes—. Eso sería lo
mejor que me ha pasado.
Los tres subieron al ascensor y aparecieron en medio de la
sala de estar de Apolo.
Perséfone no estaba segura de cómo sentirse al ver el lujo
en el que Sybil había estado viviendo en los últimos meses
desde su graduación. No se podía negar que ser empleada
como oráculo era un trabajo lucrativo y la diosa sintió, al ver
todo esto, que empeoraba aún más la situación de Sybil. Lo
hacía tangible. Pasaría de vivir en un ático de gran altura con
ventanas del piso al techo, suelos de madera,
electrodomésticos de acero inoxidable y la cafetera más
elegante que Perséfone había visto en su vida, a ocupar el
pequeño apartamento suyo y de Lexa desde ahora hasta el
futuro previsible.
A pesar del cambio extremo en el estilo de vida, Sybil
parecía estar de buen humor, casi como si mudarse de este
espacio le quitara una carga de los hombros. Asomó la cabeza
de una habitación contigua. Su cabello rubio se derramaba
sobre su hombro en ondas sueltas. Su bonito rostro, sin
maquillaje, resplandecía.
—Aquí, chicos.
Entraron en fila en su habitación. Perséfone esperaba
encontrar que tenía más personalidad que el resto de la casa,
pero se había equivocado. La habitación de Sybil era
igualmente incolora.
—¿Por qué todo es gris?
—Oh, bueno, a Apolo no le gusta el color —dijo.
—¿A quién no le gusta el color? —preguntó Lexa,
dejándose caer en la cama de Sybil.
—Apolo, aparentemente —dijo Hermes, cayendo en la
cama junto a Lexa—. Deberíamos destrozar el lugar antes de
irnos. Eso realmente lo enfadaría.
Sybil palideció y agrandó los ojos.
Perséfone puso las manos en sus caderas.
—Eres el único que pensaría que eso es divertido y el
único que sobreviviría a su ira.
—Tú también lo harías, Sefy. Hades cortaría las bolas de
Apolo antes de que se acercara un centímetro a ti. Estoy
tentado a hacerlo solo para poder mirar.
—Hermes —dijo Perséfone intencionadamente—.
Realmente no estás ayudando.
El dios hizo un puchero.
—Traje el carro, ¿no?
—Y ahora necesitas usarlo. ¡Arriba! Quita estas cajas.
Hermes refunfuñó, pero rodó fuera de la cama y Lexa lo
siguió.
Apilaron cajas en el carro y, mientras Hermes las bajaba,
Perséfone y Lexa ayudaron a Sybil a empacar el resto de su
vida. Perséfone disfrutó de la tarea, cada caja era un nuevo
desafío y le gustaba ver cuánto podía colocar en una. Cuando
terminó, escribió un inventario rápido en el costado de la caja
para facilitar el desembalaje.
Cuando Hermes se dio cuenta de lo que estaba haciendo,
resopló y negó.
—¿Qué? —preguntó Perséfone.
—Eres tan reglamentada como Apolo.
A Perséfone no le gustó que la compararan con el dios.
—¿Qué quieres decir?
—¿No has estado prestando atención a este lugar? —Miró
a su alrededor—. Todo en este lugar está ordenado por tipo y
color.
—Soy organizada, Hermes, no neurótica.
—Apolo es disciplinado. Desde que lo conozco, ha sido así.
—Si es tan disciplinado, ¿por qué es tan… emocional?
—Porque Apolo se enorgullece de su rutina, de las cosas
que puede crear y ejecutar, lo que significa que cuando pierde
el control, es personal. —Hermes miró a Sybil—. Lo mismo
ocurre con la forma en que maneja a los humanos.
Una vez que terminaron, Sybil dejó su llave en la encimera
de granito brillante en la cocina de última generación de
Apolo, y los cuatro se montaron en la camioneta de mudanzas
y se fueron al apartamento.
—No te quedas en las filas —dijo Perséfone, agarrándose a
la manija mientras Lexa conducía por la calle.
—No puedo ver —se quejó Lexa, sentándose más alto en el
asiento del conductor.
—Quizás no deberías estar conduciendo —comentó
Hermes.
—¿Alguien más quiere conducir? —preguntó.
Todos en la cabina guardaron silencio porque ninguno de
ellos podía conducir.
—Solo mantente atenta a los peatones —dijo Perséfone.
—Te daré diez puntos si golpeas a alguien —ofreció
Hermes.
—¿Se supone que eso debe atraerme? —preguntó Lexa.
—Uh, sí, son puntos divinos.
—¿Qué me dan los puntos divinos? —preguntó Lexa, como
si estuviera considerando seriamente su oferta.
—Una oportunidad de ser una cabra —respondió.
Perséfone y Sybil intercambiaron una mirada.
—Si te preguntas si me arrepiento de haberlos presentado,
la respuesta es sí.
Descargar las cosas de Sybil tomó menos de treinta
minutos. Encontrar un lugar para ponerlo fue otra historia.
Apilaron cajas en el pasillo, parte de la sala de estar y la
habitación de Perséfone, ya que probablemente pasaría la
mayor parte de su tiempo en el Inframundo.
Una vez que tuvieron todo movido, Hermes abrió una
botella de champán, sonriendo.
—¡Tiempo para celebrar!
—Ups —dijo Lexa, agarrando las llaves de la camioneta de
mudanza—. Antes de empezar, tengo que devolver este
alquilado.
—Iré contigo —dijo Perséfone.
—Solo quieres que te deje en Nevernight.
Las mejillas de Perséfone se enrojecieron.
—¿Nos vas a dejar? —preguntó Hermes—. ¿Qué pasó con
el “hermanas antes que hombres”?
Perséfone puso los ojos en blanco.
—Hermes, en caso de que no te hayas dado cuenta, eres
un hombre.
—¡Puedo ser una hermana! —discutió, más
vehementemente de lo que esperaba—. Si no vuelves, ¿puedo
dormir en tu cama? —gritó cuando ella y Lexa salieron del
apartamento.
La voz de Sybil la siguió rápidamente.
—¡No, no puedes! ¡Es mía!
—Compartiré.
—Lo siento, Hermes, pero he tenido demasiados dioses
tratando de dormir conmigo.
La conducción de Lexa fue un poco más suave en el
camino a Nevernight hasta que estacionó, presionando el
freno con tanta fuerza que el cuerpo de Perséfone se tensó
contra el cinturón de seguridad. Fuera, Perséfone vio a
Mekonnen, un ogro que Hades tenía empleado como portero
para Nevernight, enfrascado en una discusión con una mujer,
que no era nada fuera de lo común. La gente a menudo
discutía con Mekonnen y los otros gorilas esperando tener la
oportunidad de ingresar al club.
—Eso no se ve bien —comentó Lexa, asintiendo hacia los
dos.
—No, no se ve bien.
La chica tenía su dedo apuntando al pecho de la criatura.
Esa fue una de las mayores molestias de Mekonnen y una
buena manera de ser expulsada del club para siempre.
Perséfone suspiró y se inclinó sobre la consola de la
camioneta para abrazar a Lexa.
—Te veré mañana. Gracias por el aventón.
Salió de la camioneta de mudanzas. En cuanto sus pies
tocaron la acera, un coro de voces la llamó por su nombre y
un par de personas se separaron de la fila, agachándose bajo
las cuerdas de terciopelo rojo para acercarse a ella. Dos ogros
aparecieron desde la entrada en sombras de Nevernight,
flanqueando a Perséfone y creando una barrera entre ella y la
multitud, y ella les sonrió.
—Hola, Adrian, Ezio.
Sus expresiones eran serias cuando la miraron y dijeron:
—Buenas noches, milady.
Se dio cuenta de que debería haber pensado mejor en
esto, o al menos llamar con anticipación para notificar al
personal de Hades que llegaría pronto. Podía ver el titular de
mañana: ¡La amante de Hades llega a Nevernight en una
camioneta de alquiler vestida con pantalón de ejercicio!
Mientras se acercaba a la entrada del club, escuchó a la
mujer.
—¡Exijo verlo!
Perséfone recordó haber dicho algo muy similar a otro
ogro cuando llegó por primera vez a Nevernight. No salió bien,
para el ogro, sobre todo. Había puesto sus manos sobre
Perséfone, una ofensa que Hades no podía pasar por alto y
ella nunca lo volvió a ver.
—Milady —dijo Mekonnen, moviéndose hacia delante para
bloquear a la mujer que discutía con él, pero ella lo esquivó.
—¿Milady? —exigió con las manos en sus caderas.
Fue entonces que Perséfone se dio cuenta de que la mujer
era una ninfa. Tenía la piel pálida y lechosa, el cabello largo y
blanco y los ojos azules brillantes que la hacían parecer
etérea. Incluso sus pestañas eran blancas.
Una náyade, pensó Perséfone, que era una ninfa asociada
con el agua. Era hermosa, pero también se veía severa,
enojada y exhausta.
—¿Quién eres? —exigió.
Perséfone se sorprendió, pero sobre todo porque había
pocas personas que no supieran quién era ella.
—¿Te atreves a hablar con lady Perséfone de esa manera?
—Las manos de Mekonnen se apretaron en puños.
—Está bien, Mekonnen. —Perséfone levantó la mano para
calmar al ogro, que parecía que podría moler los huesos de
esta mujer en pasta en cualquier momento.
—Soy Perséfone —dijo—. ¿Estoy en lo correcto al entender
que deseas hablar con lord Hades?
—¡Lo exijo!
La ceja de Perséfone se arqueó un poco.
—¿Cuáles son tus quejas?
—¿Mis quejas? ¿Quieres escuchar mis quejas? ¿Dónde
empiezo? Primero, el apartamento en el que me puso es una
mierda.
Ahora estaba confundida.
—En segundo lugar, no trabajaré ni un minuto más en
ese maldito club nocturno…
Perséfone levantó la mano para que la ninfa dejara de
hablar.
—Lo siento. ¿Me repites quién eres?
La mujer levantó la barbilla, su pecho se elevó mientras
hablaba con orgullo.
—Soy Leuce, la amante de Hades.
Perséfone sintió que el color desaparecía de su rostro y la
conmoción se apoderó de su vientre.
—¿Disculpa?
La ninfa se rio entre dientes como si hubiera dicho algo
gracioso. Los dedos de Perséfone se curvaron en puños.
—Lo siento, ex amante, pero es lo mismo.
—¿Ex… amante? —dijo entre dientes, inclinando la cabeza
hacia un lado.
—No tienes nada de qué preocuparte —dijo Leuce—. Fue
hace mucho tiempo.
—¿Hace tanto tiempo que te olvidaste y te presentaste
como la amante de Hades? —preguntó Perséfone.
—Error inocente.
—Me perdonarás si creo que no hubo nada inocente al
respecto.
Se volvió hacia Mekonnen.
—Por favor, lleva a Leuce a la oficina de Hades. Me
ocuparé de que venga en breve.
—Sí, milady. —Mekonnen se inclinó y añadió—: Está en el
salón.
—Gracias —respondió cálidamente, aunque todo su
cuerpo se sentía como hielo.
Perséfone se dirigió a Nevernight. Subió las escaleras
hasta el salón donde Hades hacía apuestas con los mortales
que buscaban más en la vida: amor, dinero, salud. Eran estos
tratos los que la habían horrorizado e intrigado a la vez. La
llevó a escribir sobre el Dios de los Muertos y, finalmente,
consiguió un contrato con él.
Euryale, una gorgona y guardiana del salón, esperaba
fuera. La primera interacción de Perséfone con la mujer ciega
había sido hostil, ya que la criatura la había identificado
correctamente como una diosa basada en el olfato.
—¿Lord Hades está en problemas? —preguntó Euryale.
Había diversión en su voz, pero también un toque de emoción
cuando la diosa se acercó.
—Más de lo que podrías imaginar —respondió Perséfone.
Euryale sonrió, mostrando una serie de dientes
ennegrecidos. Abrió la puerta sin pausa y se inclinó ante
Perséfone al pasar.
—Está en la suite zafiro, milady.
Perséfone marchó ofendida alrededor de las mesas de
juego abarrotadas. La habitación estaba oscura a pesar de un
gran candelabro en el techo y varios apliques intrincados que
cubrían las paredes. La primera visita de Perséfone a la suite
selló su destino. Se había enamorado de la gente y los juegos,
se había deleitado viendo las cartas volar por la mesa, la
facilidad con la que hombres y mujeres interactuaban y
bromeaban, y luego llegó a una mesa de póquer donde se
había sentado y conoció al Rey del Inframundo.
Incluso ahora, recordar cómo él había mirado de cerca por
primera vez hizo que se le encogiera el estómago. Era una
sombra tangible, construida como una fortaleza, y se había
estrellado contra su vida como una fuerza de la naturaleza.
No podía quitárselo de encima y, en verdad, no había querido.
Desde el momento en que lo vio, encendió algo dentro de ella.
Se sentía como fuego, pero era su oscuridad la que llamaba a
la de ella.
Lo sabía ahora, lo sentía en su sangre y huesos, mientras
se fusionaba con la oscuridad de la habitación y encontraba
el pasaje que conducía a una serie de suites donde los
mortales esperaban para negociar con Hades. Todas recibían
el nombre de piedras preciosas: zafiro, esmeralda y diamante,
cada una decorada con los colores asociados. Eran hermosas
habitaciones, que ofrecían una sensación de grandeza, y
comunicaban a todos los que entraban que, si jugaban bien
sus cartas, literalmente, tal vez ellos también podrían obtener
algo igual de extravagante.
Perséfone encontró el salón zafiro y cuando entró, un
hombre se sentaba frente a Hades. El mortal parecía tener
poco más de veinte años. Perséfone solía preguntarse cómo
personas tan jóvenes podían terminar frente al Dios de los
Muertos, pero las enfermedades de cualquier tipo no
discriminaban. Fuera lo que fuera por lo que estaba aquí lo
puso a la defensiva, porque giró en su silla para ver quién
había interrumpido su juego y dijo:
—Si es a él a quien quieres, tendrás que esperar tu turno.
Me tomó tres años conseguir esta cita.
La mirada de Hades se fundió en ella. A pesar de su
apariencia elegante, era un depredador. Se sentaba con la
espalda recta, los dedos entrelazados alrededor de un vaso de
whisky. Para el ojo inexperto, probablemente parecía relajado,
pero Perséfone sabía por su expresión que estaba nervioso.
Probablemente por ella. No tuvo que decir nada para que él
entendiera que estaba enojada. Su glamour estaba fallando,
podía sentirlo derritiéndose, revelando agujeros en su fachada
mortal.
—Vete, mortal —dijo ella. La orden debió haber sacudido
al hombre porque no perdió el tiempo y salió corriendo de la
suite. Perséfone cerró la puerta de golpe.
—Tendré que borrar su memoria. Tus ojos están brillando.
—Sonrió—. ¿Quién te enfureció?
—¿No puedes adivinar? —preguntó. Hades arqueó una
ceja—. Acabo de tener el placer de conocer a tu amante.
Hades no reaccionó y eso la enfureció más. Sintió que más
de su glamour se desvanecía. Se imaginó lo ridícula que se
vería, una diosa que estaba frente a alguien tan antiguo,
incapaz de aferrarse a su magia.
—Ya veo.
La voz de Perséfone tembló mientras hablaba.
—Tienes unos segundos para explicar antes de que la
convierta en una mala hierba.
Sabía que Hades se habría reído si creyera que hablaba
menos en serio.
—Su nombre es Leuce —respondió—. Fue mi amante hace
mucho tiempo.
Odiaba sentirse aliviada de que no hubiera nombrado a
otra persona.
—¿Qué es mucho tiempo?
La miró fijamente por un momento, y había algo detrás de
sus ojos, un ser vivo lleno de rabia, ruina y lucha.
—Siglos, Perséfone.
—Entonces, ¿por qué se presentó a mí como tu amante
hoy?
—Porque para ella, fui su amante hasta el domingo.
Perséfone apretó los puños y, de repente, las enredaderas
surgieron del suelo y cubrieron las paredes. Hades ni siquiera
se inmutó.
—¿Y por qué es eso?
—Porque ha sido un álamo durante más de dos mil años.
Las cejas de Perséfone se levantaron. No esperaba eso.
—¿Por qué era un álamo?
Las manos de Hades descansaron sobre la mesa y se
cerraron en puños cuando respondió:
—Me traicionó.
—¿La convertiste en un árbol? —preguntó Perséfone.
A veces se olvidaba del alcance de los poderes de Hades.
Era uno de los tres dioses más poderosos que existían, y
aunque cada uno de sus hermanos se convirtió en rey de un
reino respectivo: Zeus el cielo, Poseidón el mar y Hades el
inframundo, compartían el poder sobre el reino terrenal, lo
que significaba que existía el potencial de que ella y Hades
compartieran poderes.
Aparentemente, uno era convertir a las personas en
plantas.
—¿Por qué?
—La atrapé follando con alguien más. Estuve ciego de ira.
La convertí en un álamo.
—Ella no debe recordar eso, o no se presentaría como tu
amante.
Hades la miró fijamente por un momento. No se había
movido de su lugar en la mesa.
—Es posible que haya reprimido el recuerdo.
Perséfone comenzó a caminar.
—¿Cuántos amantes has tenido?
—Perséfone. —La voz de Hades fue suave, pero había un
trasfondo que decía que ese no es un camino que quieras
seguir.
—Solo quiero estar preparada en caso de que empiecen a
salir de la carpintería.
Hades estaba en silencio, mirando. Después de un
momento, dijo:
—No me disculparé por vivir antes de que existieras.
—No te lo estoy pidiendo, pero me gustaría saber cuándo
estoy a punto de conocer a una mujer que te haya follado.
—Tenía la esperanza de que nunca conocieras a Leuce —
dijo Hades—. Se suponía que no estaría cerca por tanto
tiempo. Acepté ayudarla a ponerse de pie en el mundo
moderno. Normalmente, pasaría la responsabilidad a Menta,
pero viendo que está indispuesta… —Miró la hiedra en las
paredes—. Me ha llevado más tiempo encontrar a alguien
adecuado para guiarla.
Perséfone dejó de caminar y se enfrentó a Hades.
—¿No planeabas hablarme de ella?
Hades se encogió de hombros.
—No vi ninguna necesidad hasta ahora.
—¿Ninguna necesidad? —repitió Perséfone y la hiedra de
las paredes se espesó y floreció. La habitación se sentía
infinitamente más pequeña.
—Le diste a esta mujer un lugar para quedarse, le diste
un trabajo y solías follarla…
—Deja de decir eso —dijo Hades entre dientes.
—¡Merecía saber sobre ella, Hades!
—¿Dudas de mi lealtad?
—Se supone que debes decir que lo sientes —espetó.
—Se supone que debes confiar en mí.
—Y se supone que debes comunicarte conmigo. —Eso es
lo que le había pedido a ella, ¿por qué no debería estar sujeto
a los mismos estándares?
Hubo un silencio y Perséfone tomó aliento, sintiendo la
necesidad de prepararse para esta pregunta.
—¿Todavía la amas?
—No, Perséfone. —La respuesta de Hades fue inmediata,
pero parecía molesto de que incluso preguntara.
Perséfone no estaba segura de a dónde ir desde aquí.
Estaba enojada y no entendía por qué Hades había elegido
ocultarle a su amante anterior. No era que creyera que le
había sido infiel; se trataba de que esto era solo una de varias
cosas que la habían tomado desprevenida esta semana
cuando se trataba de la vida de Hades.
Estaba empezando a sentir que realmente no sabía nada
sobre él.
Después de otro minuto de tenso silencio, Hades suspiró y
de repente pareció exhausto. Rodeó la mesa y la alcanzó, sus
dedos se entrelazaron en su cabello en la base de su cabeza.
—Esperaba ocultarte todo esto —dijo—. No para proteger
a Leuce, sino para protegerte de mi pasado.
—No quiero estar protegida de ti —susurró Perséfone. El
aire entre ellos espesándose con un tipo diferente de tensión
—. Quiero conocerte… todo de ti, de adentro hacia afuera.
Él le ofreció una pequeña sonrisa y tomó su rostro, la
yema de su pulgar rozando sus labios.
—Empecemos por el interior —dijo, y sus bocas chocaron,
su lengua se enredó con la de ella. Sabía a humo y hielo. Sus
manos se movieron por su espalda y sobre su trasero, y la
atrajo hacia sí para acunarla entre sus piernas mientras se
inclinaba contra la mesa. Cada movimiento de su lengua la
hipnotizó. La dura presión de su erección contra su estómago
la mareó de lujuria. Se aferró a él, sus dedos clavándose en
sus músculos tensos. Estaría mintiendo si dijera que no
necesitaba esto. No solo la había dejado dolorida y vacía
noches atrás, sino que el estrés del trabajo la estaba dejando
al límite. Necesitaba liberarse, pero también necesitaba que
Hades entendiera, así que presionó sus manos contra su
pecho y se apartó.
—Hades, hablo en serio. Quiero conocer tu mayor
debilidad, tu miedo más profundo, tu posesión más preciada.
Su expresión se puso seria entonces y la miró con una
intensidad que hizo que su interior se estremeciera.
—Tú —respondió, la yema de su pulgar pasó sobre sus
labios hinchados por los besos.
—¿Yo? —Por un momento estuvo confundida y luego se
dio cuenta de lo que estaba diciendo—. No puedo ser todas
esas cosas.
—Eres mi debilidad, perderte es mi mayor miedo, tu amor
es mi posesión más preciada.
—Hades —dijo con suavidad—. Soy un segundo en tu
vasta vida. ¿Cómo puedo ser todas esas cosas?
—¿Dudas de mí?
Ella presionó su palma contra su mejilla.
—No, pero creo que tienes otras debilidades, miedos y
tesoros. Tu gente, por ejemplo. Tu reino por dar otro.
—¿Ves? —dijo en voz muy baja—. Ya me conoces, por
dentro y por fuera.
Su respuesta la entristeció porque sabía que no era cierto.
No te conozco en absoluto.
Se acercó por otro beso, pero ella lo detuvo.
—Solo tengo una pregunta más —dijo—. Cuando te fuiste
el domingo por la noche, ¿a dónde fuiste?
—Perséfone…
Ella dio un paso hacia atrás. Lo sabía. Ni siquiera necesitó
responder.
—Fue entonces cuando regresó, ¿no?
Su ira se renovó una vez más. La había herido con tanta
fuerza que no había podido respirar y, en lugar de liberar la
tensión que estaba construyendo dentro de ella, había elegido
irse para ayudar a una antigua amante.
—La elegiste sobre mí.
—No es así para nada, Perséfone… —Extendió su mano
hacia ella.
—¡No me toques! —Perséfone se apartó y levantó las
manos. Hades apretó la mandíbula, pero no se acercó—.
Tuviste tu oportunidad. Lo jodiste.
Sus razones para mantener a Leuce en secreto no
importaban en este momento. El hecho era que no se lo había
dicho. Él había hecho lo contrario de lo que le había pedido,
comunicarse, por lo que las palabras que usó contra él a
continuación parecían más que adecuadas.
—Las acciones hablan más que las palabras, Hades.
Desapareció del salón.
VII

Tregua

La amante de Hades llega a Nevernight en una


camioneta de alquiler, vestida con pantalón de hacer
ejercicio.
Perséfone se encontraba sentada detrás de su escritorio en
el trabajo el lunes, mirando el artículo en la pantalla de su
computadora. Podría ser un oráculo por la forma en que pudo
predecir los titulares. Si tan solo hubiera sido capaz de
predecir el encuentro con la amante de Hades también…
Su estado de ánimo no había mejorado durante el fin de
semana. Tal vez se debía al hecho de que aún no tenía
noticias de Hades. Ni siquiera estaba segura de querer hablar
con él, pero esperaba que intentara contactarla, ya sea
manifestarse en su habitación en medio de la noche para
disculparse o enviar a Hécate, la pacificadora.
A medida que las horas se convirtieron en días, Perséfone
se sintió aún más frustrada con Hades, y más quería escribir
sobre Apolo solo para enojarlo.
La idea se le había ocurrido porque el Dios de la Música
estaba en las noticias hoy, después de haber sido
seleccionado como canciller de los próximos Juegos
Panhelénicos. Su nombramiento no fue una sorpresa, ya que
le habían dado el título durante los últimos diez años.
Básicamente era una designación que pagaba Apolo, ya que
su dinero financiaba el entretenimiento, los uniformes y la
construcción de un nuevo estadio.
Era solo otro ejemplo del status de Apolo. Nadie querría
creer que el dios que les daba los deportes también era un
imbécil abusivo.
Suspiró y cerró su navegador, abriendo un documento en
blanco. Tenía otra semana para escribir la exclusiva que
Demetri y Kal habían ordenado. Probablemente este no era el
mejor momento para comenzar, porque cada palabra que
pensaba para describir a Hades era algo enojado y cruel.
Frustrante, irreflexivo, idiota.
Después de un momento, suspiró y miró su taza.
Necesitaba más café si iba a intentar este artículo. Dejó su
escritorio y fue a la sala de descanso. Mientras se preparaba
el café, Helen la encontró.
—Perséfone… hay una mujer aquí para verte. Dice que se
llama Leuce.
Perséfone se quedó paralizada y miró a Helen.
—¿Acabas de decir Leuce?
La chica asintió; sus ojos azules se agrandaron. La
frustración de Perséfone ardió y apretó los puños para
controlar su magia. Lo último que necesitaba era que
brotaran enredaderas frente a su compañera de trabajo. ¿Qué
estaba haciendo aquí la ex amante de Hades?
—¿Debería decirle que estás ocupada? —preguntó Helen
—. Le diré que estás ocupada.
Helen empezó a marcharse.
—No. —Perséfone la detuvo—. La veré. Muéstrale una sala
de entrevistas.
Helen asintió y regresó poco después de su desaparición.
—Está en la tres.
—Gracias, Helen.
La chica se quedó rezagada y Perséfone tomó aliento.
—¿Sí, Helen?
—¿Estás segura de que estás bien?
—Simplemente maravillosa —respondió.
¿Qué más había que decir? La estaban obligando a
escribir sobre su vida amorosa, una vida amorosa que estaba
siendo amenazada por una mujer que acababa de aparecer en
su trabajo.
Las cosas se complicaron.
Perséfone hizo esperar a Leuce. Fue culpa de la mujer por
presentarse sin previo aviso. Cuando finalmente entró a la
sala de entrevistas, Leuce estaba de pie junto a la ventana y
cuando se volvió hacia Perséfone, la diosa se sorprendió al ver
que se veía peor que cuando la había visto ayer.
Ayer estaba agotada.
Hoy se veía sucia. Su cabello lacio estaba enmarañado y
vestía la misma ropa que había usado en Nevernight.
Perséfone también notó las manchas de lágrimas en sus
mejillas, visibles debido a la suciedad en su rostro.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Perséfone.
—Vine a disculparme —dijo.
Perséfone se sobresaltó. Eso era lo último que esperaba
que Leuce dijera.
—¿Disculpa?
—No debería haberme presentado de la forma en que lo
hice. —Las palabras salieron rápidamente de la boca de
Leuce, casi como si se estuviera reprendiendo a sí misma—.
Estaba enojada con Hades. Quiero decir, estoy segura de que
entiendes…
—Leuce —la interrumpió Perséfone—. Me perdonarás si
no deseo que me recuerdes lo bien que conoces a Hades. ¿Por
qué estás aquí?
La ninfa apretó los labios con fuerza.
—Hades me echó y me despidió anoche.
Perséfone se limitó a mirar.
—Sé que no merezco tu amabilidad, pero, por favor. No
tengo a donde ir.
Perséfone negó.
—¿Qué me estás pidiendo exactamente?
—¿No puedes… hablar con él… por mí? —Pareció luchar
para decir esas palabras.
—¿Por qué no estás hablando con él?
—¿No crees que lo intenté? Me dijo que tenía que irme. No
iba a arriesgarse a perderte.
—Si realmente quisiera decir eso, se disculparía —
murmuró en voz baja.
—Mira, sé que no quieres escuchar esto, pero… Hades es
un idiota. Probablemente esté pensando que quieres espacio y
cuanto más te dé, mejor.
—Lo dices porque quieres que le pida que te devuelva el
trabajo.
—Y mi casa —dijo sin vergüenza.
Perséfone arqueó una ceja.
—¿No dijiste que era un lugar de mierda anoche?
—Es una mierda, pero era mi mierda y tenía una cama —
dijo—. Que era mucho mejor que el banco del parque que
encontré anoche.
La retrospectiva es normal, pensó.
Las dos se miraron mutuamente durante un largo
momento antes de que Perséfone preguntara:
—¿Por qué debería ayudarte? Ni siquiera estabas
agradecida por lo que te dio Hades.
Además, lo engañaste.
—Porque también soy una idiota. Supongo que pensé que
tenía más… influencia. Resulta que no tengo nada. Ni
siquiera entiendo este mundo. Apenas llegué aquí porque
cruzar tus calles es casi imposible. —Hizo una pausa y miró
hacia otro lado, y cuando volvió a hablar, su voz tembló—.
Imagina despertar en un mundo que ni siquiera se parece al
que dejaste. Es… aterrador. Es… el peor castigo.
Los hombros de Leuce se hundieron y Perséfone de
repente se dio cuenta de que podía identificarse con ella más
de lo que había querido admitir. Había estado en una
situación similar hace cuatro años. Suspiró y miró su reloj.
No podía creer lo que estaba a punto de decir.
—Mira, me quedan algunas horas más de trabajo. Puedes
pasar el rato en el salón hasta que me vaya. No puedo…
prometer que hablaré con Hades hoy, pero… eventualmente.
Hasta entonces… puedes quedarte conmigo.
Los ojos de Leuce se agrandaron.
—¿E-estás segura?
—Tendrás que dormir en el sofá —dijo—. Pero sí.
—Gracias. Gracias, Perséfone.
La diosa se puso rígida cuando la ninfa la abrazó.
Después de un momento, se apartó.
—No te arrepentirás de esto, lo prometo.
Esperaba que no.
Perséfone no volvió a trabajar en la exclusiva. En cambio,
continuó investigando a Apolo. Al final del día, copió todo lo
que encontró en un documento de Word y se lo envió por
correo electrónico antes de recoger sus cosas y sacar a Leuce
del salón. Juntas, dejaron la Acrópolis por el frente,
desafiando a la multitud que esperaba para encontrar a
Antoni esperando afuera del Lexus negro de Hades. Abrió la
puerta mientras se acercaban, sonriendo.
—Milady —dijo.
Los ojos de Antoni se tornaron amenazadores cuando su
mirada cayó sobre Leuce.
—¿Qué está haciendo ella contigo?
Perséfone arqueó las cejas y miró del cíclope a la ninfa.
—¿Conoces a Leuce?
—Sí —siseó—. Una vez una traidora, siempre una
traidora.
Leuce puso los ojos en blanco.
—No seas dramático.
—Está bien, Antoni —interrumpió Perséfone—. La estoy
ayudando.
El cíclope apretó los labios con fuerza y no dijo nada
mientras las dos mujeres se sentaban en el asiento trasero.
Una vez que se cerró la puerta, Leuce miró a Perséfone.
—¿Esa multitud te espera todos los días?
—Sí.
—¿Todo por Hades?
—Sí.
La ninfa miró por la ventana.
—Eso es una locura.
—Es una locura —concordó Perséfone—. Lo odio.
—Cuando estaba… viva —dijo Leuce—. En la antigüedad,
los dioses eran temidos y venerados. Sus adoradores se
tomaban en serio el honor a sus dioses. No era… esta… falsa
obsesión.
Perséfone hizo una mueca.
—Bienvenida al mundo moderno.
Antoni las dejó en el apartamento de Perséfone. Antes de
irse, el cíclope se llevó a Perséfone a un lado.
—Tendré que decirle que Leuce está contigo. Él querrá
saber.
Ella se encogió de hombros.
—Dile.
Antoni frunció el ceño.
—Hablarás con él pronto, ¿no es así, milady?
Perséfone se sorprendió por su pregunta. Se preguntó
cuánto sabría Antoni sobre su pelea con Hades.
Su ceño fruncido igualó el suyo.
—No lo sé —dijo—. Probablemente. Ahora mismo, estoy
enojada.
Él asintió.
—Te veré mañana, milady.
No dijo nada y se volvió para llevar a Leuce al
apartamento, encontrando a Sybil en la barra de la cocina. Se
pasó el antebrazo por la nariz y comenzó a limpiarse el rostro
en cuanto entraron.
—Sybil, ¿qué pasa?
—Nada. Todo está bien.
Pero era obvio que estaba mintiendo. Su voz era espesa y
sus ojos estaban enrojecidos. Perséfone miró por encima del
hombro para encontrar un correo electrónico de rechazo para
un trabajo.
—Sybil —dijo Perséfone suavemente, colocando una mano
en su brazo.
—Sabía que sería difícil, pero no creo que me diera cuenta
de cuánto. Nadie quiere el… juguete descartado de un dios.
—No eres tal cosa, Sybil —dijo Perséfone rápidamente.
—No es así como lo ve el mundo —dijo—. Mi valor es igual
al deseo que un dios tenía por mí. Ha sido así desde que se
manifestaron mis poderes. Ahora ni siquiera tengo eso.
Sybil se giró hacia Perséfone y sollozó contra su pecho. La
diosa se quedó allí, calmando a su amiga.
—Va a estar bien —dijo Perséfone—. Ayudaré en todo lo
que pueda. Déjame hablar con Hades. Estoy segura de que
necesitan más ayuda en La Fundación Cypress.
Estaba tan enojada por lo de Leuce que se había olvidado
de preguntar sobre las vacantes.
—No puedo pedirte eso, Perséfone —dijo Sybil, alejándose.
—No estás pidiéndolo. —Ofreció lo que esperaba que fuera
una sonrisa reconfortante.
Perséfone le presentó a Leuce a Sybil y sirvió tres vasos de
vino. Perséfone comenzaba a sentirse como si estuviera
dirigiendo un hogar para mujeres desplazadas. Se sentaron
en la sala de estar, viendo Titanes Luego del Anochecer y
hablando de la vida. En algún momento, el tema inevitable de
Apolo se abrió camino en su conversación, y cuanto más
hablaban, más se enojaban.
—Es tan horrible como lo recuerdo —comentó Leuce.
—Oh, chica, ni siquiera lo sabes —dijo Sybil, tomó un
trago de su vaso—. Es tan controlador. ¡Castiga a sus
amantes por ser independientes! ¡Es patético!
—¿Puedes creer que Hades me dijo que no podía escribir
sobre él? —dijo Perséfone.
—Si quieres escribir sobre Apolo, ¡escribe sobre Apolo! —
dijo Leuce.
Todos estaban en su cuarta copa de vino. A pesar de esto,
Perséfone esperaba que Sybil protestara. En cambio, dijo:
—¡Trae la computadora portátil, Sefy!
Perséfone sonrió y corrió a su habitación para agarrar su
computadora. Cuando regresó, se sentó con las piernas
cruzadas en el sofá.
—Escribe esto —le ordenó Sybil—. Apolo, conocido por su
encanto y belleza, tiene un secreto: no puede soportar el
rechazo.
—¡Oh, eso es bueno! —animó Leuce.
—¡Oh, oh! Espera —dijo Perséfone, escribiendo
rápidamente, las palabras salieron más rápido de lo que sus
dedos se movían. Cuando terminó, leyó la pieza en voz alta:
—La evidencia es abrumadora. Quería que sus muchas ex
amantes respondieran para mí, pero o suplicaron ser salvadas
de sus astutas persecuciones y se convirtieron en árboles o
murieron horriblemente como resultado de su castigo.
—¡Sí! —gritó Leuce.
Perséfone continuó, agregando las historias de Daphne, la
ninfa que se convirtió en un árbol, y la princesa Cassandra,
cuyas precisas predicciones fueron descartadas.
—Cassandra gritó que los griegos estaban escondidos en el
Caballo de Troya, pero fue ignorada. Lo que plantea la
pregunta de cuán noble puede ser realmente Apolo. Cuando
luchó del lado de Troya, pero comprometió su victoria, ¿todo
porque lo desairaron?
—Dioses, es terrible —dijo Sybil—. No sé por qué no lo vi
antes.
—Es abusivo —dijo Perséfone—. No te culpes.
—¡Deberías decir eso en el artículo! —dijo Leuce—. Apolo es
un abusador: tiene la necesidad de controlar y dominar. No se
trata de comunicarse o escuchar, se trata de ganar.
Continuaron así durante horas, hasta que Sybil y Leuce
ya no pudieron mantener los ojos abiertos. Con las dos
dormidas en el sofá, Perséfone estaba inmovilizada contra el
apoyabrazos. El pálido resplandor de su computadora
lastimaba sus ojos, pero continuó revisando lo que habían
escrito juntas. El resultado fue un artículo crítico y
ligeramente hostil sobre el Dios de la Música. Perséfone
excluyó la historia de Sybil, a pesar de que había contribuido
con algunas líneas que ilustraban sus propias experiencias
con el dios. No quería que Apolo tomara represalias contra el
oráculo.
Cuanto más leía y releía Perséfone el artículo, más se
enojaba y antes de que pudiera pensarlo bien, le escribió un
correo electrónico a Demetri y le envió el artículo. Se sintió
triunfante durante dos segundos, antes de levantarse del
sofá, correr al baño y vomitar en el retrete.
Estás en muchos problemas, pensó mientras se hundía
contra la pared del baño. Su estómago se sentía como si
estuviera hirviendo, una combinación de demasiado vino y
culpa.
Apolo se hizo esto él solito. Pensó, recordándose por qué
había enviado el artículo. Se lo merece. Se trata de justicia, de
dar voz a sus víctimas.
¿Qué pasa con Hades?
Su estómago dio un vuelco y Perséfone se puso de rodillas
justo cuando la bilis subía en el fondo de su garganta. Vomitó
de nuevo. Le ardían la nariz y la garganta y todo lo que podía
saborear era vino amargo y ácido. Se arrodilló un rato,
respirando por la boca hasta que se sintió lo suficientemente
estable como para ponerse de pie.
Cuando se miró en el espejo, no se reconoció. Parecía más
un alma que acababa de llegar al Inframundo, pálida y
temblando.
—Hades guardaba secretos —dijo en voz alta, como si eso
explicara por qué había incumplido su palabra.
Tú guardabas secretos, se recordó a sí misma mientras se
enjuagaba la boca y se cepillaba los dientes. No le dijiste sobre
el ultimátum de Demetri.
—Eso es diferente. —Se encontró con su mirada en el
espejo.
¿Cómo?
Era diferente porque era su batalla. No había querido la
ayuda de Hades para combatirlo.
—Es diferente porque ese secreto no le hará daño —dijo.
¿Pero el secreto que había guardado sobre Leuce? Dolía.
No le gustaron las palabras que siguieron. Crecieron como
nubes amenazantes, una tormenta de palabras
atormentadoras en su mente: Esto lastimará a Hades.
Apagó las luces.
VIII

Secuestro

Cuando Perséfone llegó al trabajo al día siguiente, la


multitud fuera de la Acrópolis había crecido hasta incluir
miembros del culto de Apolo: adoradores y fanáticos
acérrimos. Eran obvios porque llevaban coronas de laurel en
el cabello y polvo dorado como pintura de guerra. Incluso
desde el interior del Lexus de Hades, Perséfone escuchó gritos
enojados.
—¡Mentirosa!
—¡Discúlpate con Apolo!
—¡Estás celosa!
—¡Perra!
Claramente, su artículo había sido publicado.
Antoni la miró por el espejo retrovisor.
—¿Le gustaría que la acompañe a la puerta, milady?
Perséfone miró por la ventana. Seguridad ya se había
acercado al auto y estaban preparados para escoltarla.
Dioses. ¿Qué había hecho?
—No, Antoni. Eso está bien.
Asintió una vez.
—Regresaré por usted esta tarde.
Cuando salió del auto, fue arrojada a un mundo hostil y
desconocido. Todo era ruidoso, y sintió que las emociones de
todos, ira y odio, ansiedad y miedo, pesaban sobre su pecho,
asfixiándola.
—Venga, milady —dijo uno de los guardias de seguridad.
Extendió el brazo como para acorralarla, pero no la tocó. Ella
lo miró, parpadeando.
—¿Me llamaste “milady”? —preguntó.
El guardia se sonrojó.
—¡No es seguro aquí afuera, dese prisa!
Sabía que no era seguro. Podía sentir la violencia de la
multitud creciendo y cuando llegó a la entrada, parte de la
multitud había estallado en una pelea. La hicieron pasar al
interior y se volvió para observar cómo los oficiales se hicieron
cargo, dividiendo a la multitud y dispersando la situación.
No entiendo. Todo esto por unas pocas palabras que
escribí.
Nadie se había enojado tanto cuando había escrito sobre
Hades, pero sabía por qué: el Dios del Inframundo no era
amado, simplemente intrigante. Apolo era literalmente el Dios
de la Luz. Era un Dios de la Música y la Poesía. Representaba
todas las cosas que los mortales querían en la vida.
Incluyendo la oscuridad que nunca quisieron reconocer.
Cuando se volvió para subir al ascensor, descubrió que
todos en el primer piso la observaban: la recepcionista,
seguridad, empleados al azar.
La miraron con los ojos muy abiertos y mantuvieron la
distancia. Tal vez tenían miedo de que Apolo apareciera y la
matara. En cualquier caso, se alegraba de tener un ascensor
para ella sola. El indulto duró poco, sin embargo, porque las
miradas continuaron mientras se dirigía a su escritorio.
Helen era la de siempre, alegre, saludando a Perséfone y
siguiéndola hasta su escritorio. La única indicación que dio
de que estaba al tanto de la reacción violenta fue cuando le
informó que no había reenviado ninguna llamada a su buzón
de voz.
—Podría hacerme cargo de su correo electrónico, si lo
desea. Solo por el día.
—No, está bien, Helen.
—¿Necesitas algo? ¿Café o un bocadillo?
Perséfone pensó por un momento.
—Tylenol —respondió—. Y un poco de agua.
—¡Vuelvo enseguida!
Helen regresó poco tiempo después. Perséfone tomó la
medicina y trató de concentrarse en su trabajo que consistía
en leer el correo de odio y mirar un documento negro que se
suponía que contenía su exclusiva.
Si estaba siendo honesta, estaba nerviosa, esperando que
Hades se abriera paso a través de las puertas de su lugar de
trabajo, la recogiera y la llevara al Inframundo para ser
castigada por su decisión de traicionarlo.
Al principio, estaba ansiosa por su posible llegada, pero a
medida que pasaba el tiempo, se sentía cada vez más
frustrada con el Dios de los Muertos.
¿Qué haría falta para llamar su atención?
Se levantó y caminó hacia la sala de descanso para hacer
café. Mientras estaba allí, miró por la ventana. Una multitud
todavía estaba reunida fuera de la Acrópolis.
—Tu artículo está causando un gran revuelo. —Demetri se
unió a ella. Encendió la televisión en la esquina. La noticia se
transmitía y el titular decía:
La Amante de Hades Ataca al Amado Dios.
Apretó su taza de café con tanta fuerza que la tapa se
desprendió y derramó líquido caliente por todas sus manos.
Demetri se lo quitó y le entregó unas servilletas.
—¿Crees que al menos podrían usar mi nombre?
—Puede que no quieras que lo hagan —dijo—.
Probablemente sea mejor que recuerden a quién perteneces.
Perséfone miró a su jefe.
—No pertenezco a nadie.
—Cierto —dijo—. Mala elección de palabras. Solo quise
decir que… querrás que la gente recuerde que estás con
Hades porque no están felices de que hayas ido tras Apolo.
Eso era obvio y no era de extrañar. El noticiero fue
particularmente crítico con su artículo.
—Menciona a ocho mujeres mortales que aparentemente
experimentaron abuso por parte de lord Apolo, pero ¿dónde
están?
—Solo está haciendo esto debido a su asociación con
Hades. Ningún otro mortal se atrevería a escribir esta… basura
sobre un dios.
—Supongo que no ganó suficiente fama durmiendo con
Hades. También tenía que ir tras Apolo. ¿Es este el tipo de
fama que querías, Perséfone Rosi?
Se sintió enferma, frustrada y un poco desesperada.
—Esto no es justo. Ni siquiera están tratando de verificar
los hechos —dijo.
Él se encogió de hombros.
—Probablemente tengan demasiado miedo.
—Esa no es razón para evitarlo.
Demetri suspiró.
—No, pero es la forma de nuestro mundo. La venganza de
los dioses es algo real y temida.
El noticiero continuó atacando a Perséfone por su crítica a
Apolo. Por el hecho de que ella usó dos historias de la
antigüedad para ilustrar su horrible comportamiento,
afirmando que todos los dioses en la antigüedad eran
diferentes de quienes eran ahora, ese cambio era posible y
que Apolo debería ser perdonado.
Perséfone le arrebató el control remoto a Demetri y apagó
la televisión.
—No estaban ansiosos por defender a Hades cuando
escribí sobre él —dijo.
—Eso es porque se supone que se debe temer a Hades. Se
supone que es malo. Apolo es… el Dios de la Música. El Dios
de la Luz. Es… juerga y belleza. No se supone que sea un
idiota.
—¡Bueno, lo es!
—No tienes que convencerme, Perséfone. Tienes que
convencer al mundo.
No debería tener que convencer a nadie, pero en lugar de
que el mundo reconociera a un dios psicópata, veían a uno
que acababa de enamorarse profundamente. Equipararon su
búsqueda implacable de hombres y mujeres como romántica,
y aquellos que lo rechazaban como indignos.
Todo era desastroso.
—Mira, si quieres mi consejo…
—No lo quiero —espetó.
—Perséfone. —Demetri parecía desesperado—. Mira, lo
sé… las cosas no han ido bien entre nosotros esta semana,
pero no quiero ver cómo te golpean en la televisión nacional
durante el próximo año.
—¿Es por todo el dinero que perderás cuando la gente deje
de comprar el periódico para leer mi trabajo?
La miró con enfado.
—No se trata de dinero —dijo—. Quieres respeto en esta
industria y la realidad es que acabas de perder una gran
parte. ¿Quieres subir esa escalera? Puedes hacer una de dos
cosas: disculparte… —Ella lo miró con tanta dureza que
pensó que podría derretirlo con los ojos—. O escribe otro
artículo sobre Apolo. Encuentra a alguien a quien haya
lastimado recientemente. Cuenta su historia.
Perséfone frunció el ceño.
—No… puedo.
Demetri no respondió de inmediato.
—Quizás no puedas —dijo—. Y si no, sabes lo que tienes
que hacer.
—Tu consejo es una mierda —le dijo.
Su jefe pareció genuinamente herido por su respuesta,
casi estremeciéndose cuando las palabras salieron de su
boca, pero en realidad no le importó. Había pasado de
promoverla y defenderla a oponerse y desanimarla.
Ella pensó que era un luchador, pero cuando las cosas se
pusieron difíciles, se dio la vuelta.
No había forma de que se disculpara con Apolo cuando él
había lastimado a una de sus amigas más cercanas. Tampoco
había forma de que le pidiera una entrevista a Sybil. Eso
significaría exponerla al escrutinio que Perséfone estaba
experimentando ahora.
No podía hacerle eso al oráculo. Estaba reconstruyendo su
vida.
Dioses, esto era un desastre.
En el almuerzo, Perséfone rompió una de sus reglas y se
teletransportó al tejado de la Acrópolis para tomar el aire que
tanto necesitaba.
Se manifestó en el borde del techo, los latidos de su
corazón golpeando con fuerza en su pecho mientras se alejaba
tropezando. Una vez que se recuperó de casi caerse del
costado del rascacielos, miró hacia la vasta ciudad de Nueva
Atenas. Era hermoso y aterrador aquí arriba. Podía ver la
oscuridad de la torre de Hades, una sombra que dividía la
ciudad por la mitad. El cristal reluciente de La Rose de
Afrodita, la hermosa y única fachada de los muchos hoteles
de Hera, el Olympian, el Pegasus, el Emerald Peacock.
También había otros monumentos: estatuas de dioses de
mármol por toda la ciudad y hermosos templos dispuestos en
las cimas de las colinas y los acantilados de las montañas.
Había estado tan encantada con la ciudad cuando se
mudó aquí por primera vez. Se había enamorado de todo lo
que prometía: posibilidades infinitas, aventura y libertad. Es
lo que la mantuvo en marcha cuando las cosas se pusieron
difíciles, cuando se sintió confundida, perdida y no
bienvenida, todas las cosas que sentía ahora.
Buscó esas promesas en medio del extenso paisaje, más
allá de la Acrópolis y la multitud enojada muy abajo.
—¿Perséfone? —preguntó una voz. Se dio la vuelta para
encontrar a Pirítoo de pie detrás de ella—. ¿Cómo llegaste
aquí?
Abrió la boca para responder, pero se dio cuenta de que ni
siquiera sabía cómo se accedía a este techo desde el interior.
—Con cuidado —se las arregló para responder con una
pequeña sonrisa, que Pirítoo igualó—. ¿Qué estás haciendo
aquí arriba? —preguntó.
—A veces me gusta almorzar aquí.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba
sosteniendo una lonchera.
—¿Quieres compartir? —preguntó.
Ella negó.
—No tengo tanta hambre, pero me sentaré contigo.
Su sonrisa se ensanchó.
—Me gustaría eso. Vamos. Conozco un lugar mejor para
sentarse lejos del viento.
Pirítoo la condujo a otra parte del techo bloqueada por un
patricio donde había un juego de sillas. El espacio daba a la
costa de Nueva Atenas, una línea de arena blanca pura que se
encontraba con un océano espumoso del esmeralda más
profundo.
Era una vista impresionante.
—Adelante, siéntate —dijo.
Pirítoo abrió su almuerzo y sacó un sándwich y una bolsa
de papas fritas.
—¿Estás segura de que no quieres nada?
—Sí, gracias.
Dio un mordisco y contemplaron la ciudad. Después de
un momento de silencio, Pirítoo preguntó:
—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?
Ella suspiró y decidió no mirarlo cuando dijo:
—Supongo que no has visto las noticias.
—No puedo decir que sí —respondió.
Él era el único mortal que conocía que no parecía
obsesionado en absoluto con los dioses.
—Bueno, lo arruiné.
—Estoy seguro de que no es tan malo.
Ella respiró hondo.
—Un poco… elegí hacer algo que le prometí a Hades que
no haría porque estaba enojada con él y ahora… no puedo
retractarme.
—Ah. —Pirítoo se rio un poco. Le dio un mordisco a su
sándwich, hablando mientras masticaba—. ¿Qué hizo él?
—Algo estúpido —murmuró—. No creo que le vea el
problema a lo que hizo.
Pirítoo sonrió a su manera triste. Ella tuvo la sensación de
que él entendía su situación más de lo que quería admitir.
—A menudo no lo hacen —comentó.
—No entiendo.
Él se encogió de hombros.
—Los hombres simplemente no piensan.
—Esa es realmente una excusa horrible.
—No es una excusa, de verdad. Solo una realidad. Todo lo
que puedes hacer es seguir luchando por lo que quieres. Si él
te quiere, trabajará para entenderte.
Frunció los labios, sintiéndose ridícula. Ahora sabía que
había reaccionado exageradamente, pero no había podido
contenerse. Quería que él se sintiera tan traicionado como se
sintió cuando se enteró de Leuce. Quería que sintiera la
frustración que había sentido con cada hora que pasaba sin
saber nada de él. Había deseado desafiarlo, solo para ver si
podía obtener una reacción.
—¿Estoy siendo irracional?
Él se encogió de hombros.
—Quizás, pero las emociones son emociones —dijo—. He
sido el chico estúpido antes. Ojalá hubiera trabajado más
duro.
Perséfone sintió que comprendía la tristeza que se
aferraba a este hombre. Se preguntó qué vería Hades si
miraba su alma.
—¿Qué estupidez hiciste?
Respiró hondo.
—Creo que te sorprenderá dada tu historia.
Las cejas de Perséfone se juntaron, pero antes de que
pudiera preguntar qué quería decir, Pirítoo explicó.
—Aposté mucho, no el tipo de juego que hace tu novio.
Solía apostar en los Juegos Panhelénicos. Tuve buena…
suerte, supongo. Hasta que no la tuve. Pensé que estaba
haciendo lo mejor para mi chica y creí tanto en eso que ignoré
lo que era importante: su deseo de que me detuviera. No le
importaba el dinero ni el estatus. Solo me quería a mí.
Hizo una pausa para ofrecer una pequeña risa.
—Dioses, daría cualquier cosa por una mujer que solo me
quisiera ahora.
—¿Qué le ocurrió?
—Está felizmente casada. Esperando su primer hijo. Es
extraño ver a alguien que amas seguir adelante y asumir una
vida que podría haber sido tuya.
Perséfone esperaba que nunca tuviera que hacer eso.
—Lo siento —dijo y cubrió su mano con la de ella por un
momento.
Él se encogió de hombros.
—Pensé que la estaba protegiendo. —Hizo una pausa—.
Quizás eso es lo que Hades pensó que estaba haciendo por ti.
Ella no tenía ninguna duda.
—Ojalá se detuviera. No necesito protección.
—Todo el mundo necesita protección —dijo—. La vida es
dura.
Perséfone frunció el ceño. Una vez había dicho algo similar
a Hades cuando discutió con él sobre por qué era importante
perdonar a los mortales. Nunca había considerado que
necesitaba la misma gracia.
Después del almuerzo, el día empeoró. Helen estaba
lidiando con una afluencia de llamadas telefónicas enojadas y
la bandeja de entrada de Perséfone seguía llenándose de
correos de odio. No podía escapar del juicio, ni siquiera en
sus mensajes de texto.
¡No puedo creer que lo hicieras! Le envió Lexa por
mensaje de texto.
No estaba segura de si su mejor amiga expresaba su
entusiasmo o su frustración.
¿Hablaste con Sybil? Preguntó Perséfone.
No. Apuesto a que tendrá un perfil bajo. Si todavía
fuera el oráculo de Apolo, sabes que estaría lidiando con
este lío.
Si todavía fuera su oráculo, él no estaría en este lío.
Um, chica, me refiero a TI. Tú eres el lío.
Solo dije la verdad. Entonces demándame.
Creo que Apolo recurrirá a medios más arcaicos. Lexa
hizo una pausa y luego envió un mensaje de texto:
¿Hades ha dicho algo?
No.
No hubo disculpas, ni sermones, y sus emociones estaban
dispersas. Nunca se había sentido así antes, dividida entre la
ira, el deseo desesperado de ser confrontada por él y el miedo
a su decepción.
Cuando salió de la Acrópolis, Antoni la recibió en las
puertas y la acompañó a través de la multitud agresiva.
Esperó hasta que estuvieron a salvo en el auto para
preguntar:
—¿Está bien, milady?
No estaba segura de por qué, pero la pregunta le hizo
arder los ojos. De repente, estaba conteniendo las lágrimas.
No lloraría por esto, todavía no. Apolo no valía sus lágrimas.
Respiró hondo.
—¿Está enojado?
Sabía que no tenía que decir el nombre de Hades. Antoni
sabría de quién estaba hablando.
—No lo he visto —admitió el ogro—. Pero me imagino que
no estará feliz.
Ella lo sabía, por eso no había forma de que fuera al
Inframundo esta noche. Estaba agradecida de que el ogro no
le diera detalles ni la reprendiera por escribir sobre Apolo. La
mayor parte del viaje transcurrió en silencio, excepto cuando
le pidió a Antoni que se detuviera para poder tomar comida
para llevar antes de regresar a casa.
Para cuando llegó al apartamento, lo único que quería
hacer era darse un baño caliente e irse a dormir. Le dio las
buenas noches a Antoni y entró. Lexa le había enviado un
mensaje de texto para hacerle saber que saldría con Jaison.
Sybil estaba sentada en la barra trabajando en un
currículum, pero cuando Perséfone entró por la puerta, dejó
su asiento y la abrazó.
Perséfone dejó caer su bolso y la comida para llevar al
suelo y le devolvió el abrazo al oráculo.
—Lo siento —dijo Perséfone—. No te escuché.
—Está bien —dijo Sybil—. No te culpo por querer contar
sus historias, simplemente odio que nadie te crea.
—Sé que por eso me dijiste que no lo hiciera —dijo
Perséfone y sonrió un poco mientras se apartaba para mirar a
Sybil—. Apolo podría haberte quitado tus poderes, pero tus
instintos están afilados.
Ella se encogió de hombros.
—Sé cómo la historia trata a las mujeres.
Sybil recogió el bolso de Perséfone y la comida que había
traído y la puso sobre el mostrador.
—Es moussaka, si quieres un poco —dijo Perséfone,
señalando la bolsa de comida con la cabeza—. También
obtuve baklava porque… ya sabes… ha sido un día difícil.
Sybil se rio suavemente.
—Por supuesto.
—Creo que me voy a dar un baño.
Sybil asintió.
—Estaré aquí si quieres hablar.
—Gracias, Syl.
Perséfone se dirigió a su mesita de noche en la oscuridad,
familiarizada con el diseño de su habitación y encendió la
lámpara. Entró al baño, se quitó las joyas y abrió el agua del
baño. Mientras corría, regresó a su habitación y comenzó a
desvestirse cuando notó que algo se movía por el rabillo de su
ojo. Se volvió, sorprendida por la presencia de Hades en su
habitación.
¿Cómo no lo había sentido?
Porque él no quería que lo hicieras, pensó de inmediato.
—Por favor, continúa —dijo, apoyándose casualmente
contra la pared en la oscuridad parcial. Parecía a gusto,
nacido de la sombra. Tenía las manos en los bolsillos de su
pantalón y se había quitado la chaqueta. Las mangas de su
camisa negra estaban arremangadas y los dos botones
superiores desabrochados, dejando al descubierto sus
musculosos antebrazos y pecho.
El aliento se le quedó atascado en la garganta. ¿Siempre
pensaría en lo hermoso que se veía cada vez que lo veía?
Sus ojos ardientes recorrieron toda su longitud, y de
repente recordó que estaba enojada con él por muchas cosas.
Volvió a colocarse el vestido y Hades se rio sin gracia.
—Vamos, querida. Ya pasamos eso, ¿no es así? He visto
cada centímetro de ti, he tocado cada parte de ti.
Se estremeció porque no importaba lo enojada que
estuviera con él, no podía evitar los pensamientos que
afloraron en su mente ante sus palabras.
—Eso no significa que lo harás esta noche —dijo y Hades
frunció el ceño—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Me estás evitando —dijo.
—¿Te estoy evitando? —Frunció el ceño—. Es una calle de
doble sentido, Hades. Has estado igual de ausente.
—Te di espacio —dijo, y ella puso los ojos en blanco—.
Claramente fue una mala idea.
—¿Sabes lo que debiste haberme dado? —dijo—. Una
disculpa.
Ella se dirigió al baño. Hades no iba a impedir que se
bañara. Desnudándose, se metió en el agua. Hacía casi
demasiado calor y le escoció mientras se sumergía.
Normalmente, se estiraría, pero se sentía extrañamente
inconsciente y se llevó las rodillas al pecho.
Hades la siguió, apoyándose contra el mostrador, con los
brazos cruzados sobre su pecho y la boca apretada.
—Te dije que te amaba.
—Eso no es una disculpa.
—¿Me estás diciendo que esas palabras no significan nada
para ti?
Lo miró con enfado.
—Acciones, Hades. No me ibas a contar de Leuce.
—Si vamos a hablar de acciones, entonces hablemos de
las tuyas.
A pesar del calor del agua, Perséfone de repente se sintió
helada.
—¿No me prometiste que no escribirías sobre Apolo?
Había más en sus acciones, habían sido impulsadas por
Sybil, Leuce y el vino, pero no podía decir eso porque los
resultados eran los mismos. Había roto su promesa.
—Tenía que hacerlo…
—¿Tenías? —interrumpió—. ¿Te ofrecieron un ultimátum?
¡Sí, me ofrecieron un ultimátum, idiota!
No respondió y desvió la mirada, mirando el agua. Si
miraba a Hades durante demasiado tiempo, estallaría en
lágrimas. Había demasiada emoción creciendo dentro de ella.
—¿Fuiste amenazada?
Nuevamente guardó silencio.
—¿Algo de eso tuvo algo que ver contigo?
Odiaba la forma en que su voz chirrió contra sus oídos. Se
levantó de su baño, el agua salpicando por todas partes y
tomó una toalla de la barra y la sostuvo contra su pecho.
—Sybil es mi amiga y Apolo arruinó su vida. Su
comportamiento tenía que ser expuesto.
Hades inclinó la cabeza hacia un lado, sus ojos brillaban.
Descruzó los brazos y se acercó a ella. El corazón de
Perséfone se aceleró cuando se acercó.
—¿Sabes lo que pienso? —susurró furiosamente. Quería
dar un paso atrás, no quería enfrentarse a lo que había
hecho. Cómo había tomado represalias contra él—. Creo que
todo esto es un juego para ti. Te enfadé, así que querías
enfadarme, ¿es eso? Ojo por ojo, ahora estamos empatados.
—No todo se trata de ti, Hades.
Sus manos agarraron su cintura, acercándola.
—Me prometiste que no escribirías sobre Apolo.
Perséfone se encogió.
—¿Tu palabra no vale nada?
Esas palabras dolieron. Ella tragó algo espeso en su
garganta y lo miró con ojos llorosos.
—Que te den.
Hades fue despiadado. El bastardo sonrió.
—Preferiría darte, querida, pero si lo hiciera ahora mismo,
no caminarías durante una semana.
Chasqueó los dedos y el mundo a su alrededor cambió. Se
había teletransportado al Inframundo. Estaban en la suite
que ella usó para prepararse para el Baile de la Ascensión,
era la suite que Hades había construido para su futura reina.
El hecho de que la hubiera traído aquí y no a su propia
habitación decía mucho.
Se apartó de él. Su toalla era lo único entre ellos.
—¿Me acabas de secuestrar?
—Sí —respondió, ya dándole la espalda—. Apolo vendrá
tras de ti y la única forma en que tendrá una audiencia
contigo es si yo estoy presente.
—Puedo encargarme de esto, Hades.
No sabía cómo, pero lo haría. Demetri le había dado dos
opciones: disculparse o entrevistar a una víctima reciente.
Esas podrían ser opciones de mierda, pero tal vez los otros
siete estarían dispuestos a hablar con ella.
Hades la calló.
—No puedes y no lo harás.
Perséfone levantó la barbilla y miró al Rey de los Muertos.
Intentó teletransportarse, pero no pasó nada. Su rabia
burbujeó bajo la superficie de su piel.
—No puedes retenerme aquí.
Una alfombra de enredaderas se extendió desde sus pies
hacia Hades. Ofreció una risa oscura y la esquina de su boca
se levantó en una mueca arrogante.
—Querida, estás en mi reino. Estás aquí hasta que yo diga
lo contrario.
—¡Hades!
Siguió caminando y ella quiso lastimarlo porque realmente
no creía que sintiera nada en esto. Fue entonces cuando
grandes espinas negras brotaron del suelo de baldosas,
moviéndose hacia Hades como serpientes venenosas.
Pero el Dios del Inframundo simplemente agitó su mano y
las espinas se convirtieron en cenizas.
Lo había hecho con tanta facilidad y rapidez.
Lo que significaba que todas esas veces que ella había
usado su magia contra él, simplemente… se lo permitió. La
realidad de su debilidad fue dura frente a su indiferencia, y,
de repente, se sintió inestable sobre sus pies.
Cuando fue a cerrar la puerta detrás de él, gritó con voz
quebrada:
—¡Te arrepentirás de esto!
—Ya lo hago —dijo y había una nota en su voz que sonaba
a dolor.
IX

Un Toque de Veneno

Perséfone se sentó en la cama, con las rodillas pegadas a


su pecho, incapaz de dormir. Tenía mucho que arreglar. El
Mundo Superior estaba enfurecido con ella y Hades estaba
dolido.
¿Tu palabra no vale nada?
Se dio cuenta de que había dicho las palabras con ira,
pero le perforaban el pecho cada vez que las recordaba, una
cuchilla estrellándose en la misma incisión.
¿De verdad creía eso? ¿Había perdido su confianza?
No sabía la hora, pero la oscuridad fuera de sus ventanas
parecía interminable. Perséfone se levantó de la cama, se
puso la bata y salió al jardín. El camino de piedra se sentía
frío contra sus pies descalzos y el aroma perfumado de las
flores la seguía a medida que caminaba. De vez en cuando se
detenía, tocando rosas de terciopelo y glicinias llorosas.
No estuvo mucho tiempo afuera cuando de repente sintió
como si la estuvieran observando y se volvió para ver a Hades
fuera de su habitación. Estaba de pie, con los brazos
apoyados contra el balcón. Incluso desde esta distancia, sabía
que él seguía cada movimiento, cada respiración. Esperaba
que estuviera en agonía, esperaba que suspirara por ella.
Había pocos lugares a los que podía ir en el Inframundo
donde no hubiera recuerdos del tiempo pasado con Hades. No
hace mucho, la había perseguido por este jardín, la había
inmovilizado contra la pared y le había hecho el amor.
Esperaba que estuviera pensando en eso ahora. Esperaba
que pensara en lo caliente que había estado su boca alrededor
de su polla en la arboleda. Esperaba que recordara cómo la
había elogiado por su sabor dulce mientras su boca consumía
su carne. Esperaba que pensara en todas estas cosas
mientras dormía solo en su cama fría.
Una parte de ella quería que la persiguiera, se
materializara de la oscuridad y la consumiera, pero esta vez,
las cosas fueron diferentes. No era que Hades estuviera
enojado. La ira significaba castigo y eso generalmente
conducía al placer.
Herido significaba tiempo. Significaba distancia.
Se envolvió con los brazos con más fuerza y se giró,
continuando por el sendero, más adentro del jardín.
En algún momento, regresó a su habitación. No recordaba
haberse quedado dormida, pero lo siguiente que supo fue que
un golpe en la puerta la despertó y Hécate entró con una
túnica carmesí.
—¡Buenos días, querida!
Una ninfa la siguió al interior de la habitación con una
bandeja cubierta.
—Te traje el desayuno. Comamos.
Perséfone se unió a Hécate en el balcón. Había traído una
variedad de frutas, panes, mermeladas y café.
—¿Algo más, milady? —preguntó la ninfa.
—Uh, no —respondió Perséfone, y la ninfa se inclinó,
dejándolas solas.
—Es una mañana divina —dijo Hécate, suspirando
profundamente—. Pensé que podríamos practicar temprano
esta mañana…
—¿Sabías que Leuce había regresado?
—Oh, no, Hades no me va a meter en problemas. Sabía
que había vuelto y le aconsejé que te lo dijera. Lo que eligió
hacer o no, no es mi culpa.
—Háblame de ella —dijo Perséfone.
Hécate se quedó inmóvil, su taza a medio camino a sus
labios. Finalmente, tomó un sorbo antes de preguntar:
—¿Qué quieres saber?
—¿Hades la amaba?
—No como te ama a ti —dijo sin dudarlo.
—No trates de hacerme sentir mejor, Hécate.
—En realidad, no lo estoy haciendo. O, al menos, no diría
algo que no sea cierto. A Hades ella le importaba, sí. Creo que
pensaba que la amaba, también creo que ahora sabe que no
era así.
—Estaba completamente ciega.
—Como estoy segura de que tu madre esperaba que
estuvieras.
—¿Mi madre? —Perséfone no había oído ni hablado con
Deméter desde que destruyó su invernadero, y tenía que
admitir que en realidad no la extrañaba.
—Oh, sí, esto huele a Deméter —dijo Hécate, arrugando la
nariz—. ¿Quién más tiene el poder de volver a convertir un
árbol en una ninfa?
Hades, quiso señalar, pero sabía que el dios no había sido
el que devolvió a Leuce a su forma natural.
—¿Por qué mi madre le haría un favor a la amante de
Hades?
Hécate se rio.
—No pensaste que ibas a tener la última palabra,
¿verdad? Deméter intentó desafiar a las Moiras para
mantenerte alejada de Hades. Intentará cualquier cosa para
alejarte de él. Lo sabes.
Perséfone estaba callada. Ni siquiera había considerado
que su madre pudiera estar involucrada en esto, pero ahora
que Hécate lo había dicho, no podía creer que no hubiera sido
su primer pensamiento.
Después de un momento, puso la cabeza entre sus
manos.
—No entiendo por qué no me lo dijo.
—La primera regla de los hombres, Perséfone, es que
todos son idiotas.
Ella comenzó a protestar, pero Hécate la interrumpió.
—Y no empieces a pensar que solo porque Hades es
antiguo y sabio en otros asuntos de la vida significa que está
por encima de la idiotez. No lo está. Créeme. He existido junto
a él para verlo.
—Es un idiota —concordó—. Pero… yo también.
Los ojos de Hécate se suavizaron.
—Lo eres.
Las dos compartieron una risa.
—¿Me vas a convertir en un turón? —preguntó Perséfone,
y aunque lo decía en broma, sintió lágrimas en los ojos.
La diosa sonrió.
—No, querida, ya tengo uno.
Perséfone se secó el rostro con fiereza.
—Oh, Hécate. ¿Qué debo hacer? Lastimé a Hades. No
pensé… bueno, no pensé en absoluto. Estaba tan…
—Dolida —dijo Hécate—. Hades también te lastimó. Se
lastimaron mutuamente. La respuesta es simple. Discúlpate.
—No parece suficiente.
—Es suficiente. Es suficiente porque se aman.
Perséfone respiró hondo. Disculparse. Podía hacerlo.
—Está bien —dijo, poniéndose de pie—. ¿Dónde está?
Hécate se levantó de su asiento.
—Solo espera un poco más. Querrás que esté enojado
cuando llegue Apolo. Ahora, canalicemos algo de este dolor en
una lección.
Las dos se dirigieron a uno de los muchos huertos de
Hades. Todavía estaba aprendiendo sobre el Inframundo y su
vasto paisaje, pero una de las cosas que había descubierto es
que Hades tenía una red de vegetación: uvas, aceitunas,
higos, dátiles y granadas. La Diosa de la Magia eligió un claro
donde había crecido un gran árbol de granada. Sus hojas
verdes contrastaban oscuramente con la fruta carmesí que
colgaba pesadamente de sus ramas.
Por un momento, Perséfone quedó encantada con el claro.
Y luego vinieron las abejas.
—¿De dónde diablos salieron estas? —preguntó Perséfone,
esquivando a otro demonio alado que cargaba contra su
rostro. No eran buenas abejas.
—Las convoqué —dijo alegremente Hécate.
—¿Tú… qué?
—Usar magia en situaciones estresantes es una habilidad
valiosa, Perséfone.
—¿No crees que estoy bajo suficiente estrés?
—En tu mente —respondió ella—. Los buenos practicantes
de la magia deben aprender a trabajar tanto bajo estrés físico
como mental.
Hoy no, quiso decir.
—Bueno, no soy una buena practicante de magia.
—Si sigues diciendo eso, se convertirá en la verdad.
—Es la verdad. Eres la única que no puede verlo. Incluso
Hades lo sabe. Solo me ha dejado pensar que soy lo
suficientemente poderosa como para usar magia contra él.
Las cejas de Hécate se juntaron.
—¿Qué quieres decir?
Le contó lo que pasó anoche con las espinas.
—Fue sin esfuerzo para él.
—Mi amor. Debes recordar que Hades está en su reino.
Aquí es todopoderoso.
Eso no ayudó, porque todas las veces que había usado su
magia con él, había estado aquí, en el Inframundo. No estaba
segura de por qué le molestaba tanto. Supuso que porque lo
había tomado como una medida de mejora, y tan fácilmente
como usó su magia para convertir la de ella en cenizas, se
había llevado su frágil confianza.
Hécate suspiró.
—Quizás me he sobrepasado. Lo siento por las abejas.
Una vez que Hécate despidió a las abejas, se centraron en
la práctica.
—Recuerda lo que te dije —dijo la diosa, colocándola
frente a la granada—. La magia es maleable.
Perséfone lo recordaba. Eran palabras que Hécate había
dicho poco después de que comenzara a sentir vida en las
plantas, flores y árboles a su alrededor.
Practicar magia con Hécate no se parecía en nada a
practicar por su cuenta. La diosa estaba dedicada al oficio y
era meticulosa en su instrucción. A Perséfone se le dijo que
madurara las granadas en el árbol en medio de la arboleda.
Cargaron las ramas del árbol, su piel era de un amarillo
verdoso, magullada con un rojo carmesí. Significaba que
tendría que demostrar control al reunir y canalizar su poder.
Las palabras de Hécate salieron a la superficie de su
mente cuando invocó su magia.
Imagínalo como arcilla, amóldalo en lo que deseas y luego…
dale vida.
Era más fácil decirlo que hacerlo.
Perséfone sintió el calor de la magia latir por sus venas. Se
acumuló en sus palmas como agua calentada bajo el sol, y
cuando cerró los ojos, se imaginó a sí misma manipulando el
glamour en una granada roja madura.
—Perfecto —escuchó decir a Hécate de manera
alentadora.
Perséfone respiró hondo y abrió los ojos. No podía ver la
magia que tenía en sus manos, pero podía sentirla. Era
energía y cargaba el aire a su alrededor, erizándole el vello de
los brazos y la nuca.
—Ahora, dirige la magia a tu objetivo.
Perséfone hizo lo que Hécate le ordenó, empujando sus
manos hacia afuera mientras la magia pulsaba de sus
palmas, dejándolas cubiertas de un sudor frío. La magia
alcanzó el árbol y las granadas comenzaron a hincharse y
oscurecerse.
—¡Sí! —Perséfone saltó, emocionada por su éxito.
Pero la fruta siguió creciendo.
Y creciendo.
Y creciendo.
Oh, no.
—¡Ponte a cubierto! —Hécate agarró la mano de Perséfone
y la arrastró detrás de un árbol cercano.
Un segundo después, escuchó un fuerte estallido cuando
varias granadas explotaron. Perséfone no quiso mirar, pero de
todos modos lo hizo alrededor del árbol. Toda la arboleda
estaba cubierta de rojo. Parecía un baño de sangre.
Sus hombros se hundieron por la derrota.
—Usaste demasiado poder —dijo Hécate.
—Creo que eso es más que obvio, Hécate —espetó
Perséfone, frustrada consigo misma.
La Diosa de la Brujería no pareció perturbada por el
arrebato de Perséfone y se limitó a sonreír.
—No veas esto como una derrota, querida. Es solo a través
de una falla en el control de tu poder que aprenderemos cuán
fuerte eres realmente.
Pero Perséfone no se sentía poderosa y lo dijo.
—Puedo cultivar plantas y matarlas. Para los dioses, esos
son trucos de salón.
—Ahora mismo —estuvo de acuerdo Hécate—. Pero eso no
significa que otros poderes no se manifestarán.
Perséfone frunció los labios. Pensó en cómo había estado
sintiendo emociones de vez en cuando desde que Sybil había
llegado a su apartamento.
—Querida, hay oscuridad dentro de ti, y solo hemos
tocado la superficie.
Un escalofrío le recorrió la espalda. No era la primera vez
que escuchaba esas palabras.
Déjame persuadir a la oscuridad en ti, te ayudaré a darle
forma.
Eran palabras que Hades había dicho contra su piel justo
antes de explorar su cuerpo por primera vez, por dentro y por
fuera. No supo lo que quiso decir entonces, no sabía lo que
quería decir Hécate ahora, y decidió que no quería preguntar.
—¿Puedes arreglar este lío? —le preguntó Perséfone a
Hécate. La pulpa espesa goteaba de las ramas de los árboles
sobre las flores de abajo. Parecía un campo de batalla.
—Podría —dijo Hécate—. Pero entonces no tendría una
lección para más tarde.
—¿Quieres que arregle esto? —Perséfone sabía que no
tenía que hacerlo, pero extendió los brazos y señaló el
desastre que tenían delante—. ¿Qué te hace pensar que
puedo arreglar esto cuando no pude evitar que sucediera?
—Si pensara que podrías hacerlo por tu cuenta, no sería
una lección —respondió la diosa.
Perséfone hervía.
Un día, convertiría a su madre en una flor de carroña para
evitar que su magia se manifestara.
—No te preocupes, querida. Conocerás tu poder a medida
que te conozcas a ti misma —prometió Hécate.
Las dos regresaron al palacio. Por un tiempo pudieron
mantenerse alejadas del tema de Hades y Apolo,
principalmente porque Hécate usó la caminata como un
momento de enseñanza después de que se toparon con una
arboleda de cicuta.
—En algún momento, te instruiré en el arte del veneno —
dijo Hécate—. Es una habilidad útil para que la posea
cualquier dama.
Perséfone le dirigió a Hécate una mirada insegura.
—No creo que el envenenamiento sea una habilidad útil,
Hécate.
—Lo es cuando debes matar discretamente.
—¿Y cuándo necesitas matar discretamente?
Ella se encogió de hombros.
—Hay todo tipo de casos: abusadores de mujeres y niños,
traficantes de sexo, violadores… la lista continúa.
Eh, quizás Hécate estaba en algo.
Caminaron en silencio durante un rato, Perséfone
contemplando la utilidad del veneno contra un dios en
particular cuando preguntó:
—¿Qué tiene Hades contra Apolo?
Sabía por qué le desagradaba a ella, por supuesto, pero la
furia de Hades parecía superar la suya.
Ella agregó:
—Y no me digas que le pregunte.
Hécate le ofreció una pequeña sonrisa.
—Es lo que todos los dioses tienen unos contra otros,
supongo: el conocimiento de su historia y sus hazañas.
Hécate hizo una pausa y se enfrentó a Perséfone.
—Hades no está tratando de ser difícil. Teme por ti.
Apolo… su venganza es cruel.
—Lo sé.
—No lo sabes —argumentó Hécate, y Perséfone estuvo un
poco sorprendida por su tono—. En la antigüedad, él y su
hermana asesinaron a catorce niños. Los niños eran
inocentes, fue su madre, Niobe, quien los había ofendido
después de que afirmó ser superior a la propia madre de los
dioses, Leto.
¿Catorce niños? ¿Cómo es que el mundo no estaba
horrorizado por dos dioses?
—No hace falta decir que Apolo es impredecible y, en lugar
de arriesgarse, Hades te ha traído al Inframundo, su reino,
donde cualquier acción que emprenda Apolo se considerará
un acto de guerra contra el Dios de los Muertos. Apolo puede
ser imprudente, pero no estúpido. No quiere a Hades como
enemigo.
A pesar de sentir un nuevo tipo de terror, Perséfone se
alegró de haber preguntado.
Regresaron al palacio donde cenaron y discutieron los
detalles más finos de la Celebración del Solsticio de Verano.
—He encargado una nueva corona —dijo Hécate justo
cuando Perséfone estaba a punto de tomar un trago de su
vino. Lo escupió de nuevo en la taza.
—Lo siento. ¿Qué?
—Ian está muy emocionado.
Perséfone la fulminó con la mirada. Por supuesto, ella
traería a Ian a esto. El alma era un maestro herrero. Antes de
morir, había fabricado armaduras y armas y Artemis lo
favorecía. Fue ese favor el que hizo que lo mataran. El alma
ahora usaba su habilidad en el Inframundo para crear cosas
hermosas e intrincadas: farolas y puertas, y alguna corona
ocasional.
—No necesito otra corona, Hécate. La que me hizo Ian es
muy hermosa. Puedo usarla para la celebración del solsticio.
Ella no dijo lo que realmente estaba pensando. Una
corona era presuntuosa. Hades no le estaba hablando en este
momento, ¿cómo podía estar segura de que todavía la quería
como su reina?
—Podrías, pero, ¿por qué lo harías cuando tendrás una
nueva?
Perséfone suspiró.
—Ojalá me hubieras preguntado.
—Realmente preferiría no hacerlo —dijo—. Ahora, sobre el
vestido. Estaba pensando en negro…
Hécate continuó explicando su visión de lo que llamó el
“gran conjunto” de Perséfone. La diosa solo escuchó a medias,
su mente vagando por la historia de Apolo, su hermana y
Hades. Durante su investigación del Dios de la Música, no
había considerado investigar otras historias de su pasado.
Las ofensas del dios eran, de hecho, interminables y
violentas, y se preguntó si incluso Hades podría evitar su
represalia.
Después de la cena, Perséfone se encontró nuevamente
sola en su suite. Comenzó a maldecir a Hades por construirla.
¿Quién pone a su esposa en otra parte de su palacio? ¡Era
tan… anticuado!
No eres su esposa, se corrigió. Eres su… novia.
Quizás.
No podía estar segura. No había visto a Hades desde que
la dejó aquí ayer. Había intentado ir a buscarlo antes y no lo
había encontrado en ningún lugar del palacio. Supuso que
eso debía significar que estaba en Nevernight o lidiando con
Leuce.
Su estado de ánimo se ensombreció aún más y se
encontró de nuevo fuera, explorando el Inframundo en la
penumbra. Su frustración hizo que las flores a su alrededor
florecieran y la hierba se hiciera más alta. Lo odiaba.
Literalmente estaba dejando un camino para que cualquiera
lo siguiera.
Viajó lejos, sobre colinas rocosas y valles cubiertos de
musgo hasta que se encontró al borde de un acantilado,
frente a frente con un océano gris.
El viento azotó su rostro, enfriando sus mejillas
acaloradas. Su interior todavía estaba furioso. Se sentía tan
enojada, enojada con Apolo y con Hades, y por estar atrapada
en esa suite abandonada por los dioses. ¿Era esta su forma
de castigo? ¿Dejarla en el Inframundo y evitarla a toda costa?
No parecía en absoluto arrepentido por su participación en
esto.
Decidió que necesitaba calmarse cuando una rosa brotó
de su brazo. El capullo fue doloroso a medida que crecía, y
cuando lo arrancó, gritó por el ardor y la sangre brotó de la
herida.
Esto es una tortura, pensó.
Se arrancó un trozo de su vestido y se lo envolvió en el
brazo lo más apretado que pudo antes de sentarse en el suelo.
Primero, se concentró en el sonido del mar chocando contra la
orilla, la sensación del viento contra su rostro, el olor a ceniza
y sal en el aire. Luego cerró los ojos y respiró hondo, llenando
sus pulmones con los mismos olores, con el mismo viento,
con los mismos sonidos hasta que sintió que ella misma
estaba en el océano, meciéndose de un lado a otro, acunada
en cálidas olas.
La ira, la tensión y el dolor se resquebrajaron.
Por primera vez hoy, se sintió tranquila, serena, lúcida.
Cuando abrió los ojos, estaba oscuro y sabía que debía
regresar al palacio antes de que alguien comenzara a
preocuparse, pero cuando se levantó para irse, descubrió que
el camino que su magia había creado se había ido.
Aun así, pensó que podría arreglárselas por su cuenta y se
dirigió en la dirección en la que pensó que había venido.
Caminó un rato antes de darse cuenta de que estaba perdida.
Agotada e incapaz de teletransportarse, encontró un lugar
debajo de un árbol y se sentó, deslizándose hasta el suelo
donde se quedó dormida.
El calor de Hades la despertó. Su aroma llenó su nariz
mientras la acunaba cerca de su pecho. Supo cuándo se
teletransportaron porque el aire cambió. Si no estuviera tan
exhausta, tan atontada, habría abierto los ojos para ver su
expresión. De hecho, quería abrir los ojos, porque su corazón
necesitaba ver cómo la miraba, pero descubrió que no podía.
Estaba muy cansada.
¿Por qué estaba tan cansada?
Hades la abrazó durante mucho tiempo antes de moverse
y la acomodó en un montón de mantas. Presionó un beso en
su frente y el calor se filtró en su piel.
Ella no recordaba nada más.
X

Dios de la Música

Cuando Perséfone abrió los ojos, lo primero que notó


fueron las sábanas de seda negra. Las acarició, frunciendo el
ceño. ¿Cómo había llegado a la habitación de Hades? Se dio la
vuelta, pensando que podría encontrarlo a su lado, pero la
cama estaba vacía. Luego escuchó el tintineo de un vaso y
sus ojos se dirigieron a la barra de Hades.
Hermes estaba de pie frente a ésta y se había quedado
inmóvil ante el sonido, mirando para ver si la había
despertado.
—¿Hermes? —preguntó.
El Dios de la Travesura se volvió completamente
sosteniendo una jarra de líquido ámbar y un vaso.
—Lo siento, Sefy. Necesitaba un trago.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sentándose en la cama.
—¿Qué hago aquí? ¿Qué estabas haciendo anoche?
Las cejas de Perséfone se juntaron.
—¿Qué quieres decir?
Hermes inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Realmente no te acuerdas?
—Fui a dar un paseo —dijo y se encogió de hombros.
—Vaya paseo —se burló Hermes—. Le diste un susto de
muerte a Hades. No pudo encontrarte ni sentirte por ningún
lado. Nunca lo había visto tan…
—¿Enfadado?
Hermes la miró como si estuviera loca.
—No, angustiado. Este es el Inframundo. Su territorio.
Pensó que había sucedido algo malo. Convocó a todas las
deidades del Inframundo para que te buscaran… y a mí.
—Solo… me perdí. Quería aclarar mi mente. Medité un
rato como Hécate me dijo que hiciera, y cuando terminé,
estaba oscuro. No pude encontrar el camino de regreso. No
quise hacer que nadie se preocupara. Solo quería estar sola.
—Bueno, disfrútalo, porque no creo que Hades te deje
fuera de su vista en el futuro previsible.
Ella arqueó una ceja.
—¿Quieres decir como ahora?
—Te estoy cuidando —dijo, casi con orgullo y Perséfone
puso los ojos en blanco.
—¿Y por qué me estás cuidando?
—Porque Apolo está aquí.
Perséfone se quedó paralizada y el rostro de Hermes
perdió el color cuando el dios se dio cuenta de su error.
—¿Qué?
—¿Dije que Apolo estaba aquí? Quise decir que está en
camino. Definitivamente no está aquí. Hades no se reunirá
con Apolo en la sala del trono sin ti… joder.
Perséfone ya había salido de la cama.
—¡Perséfone! —llamó Hermes mientras salía de la
habitación—. ¡Sefy! ¡Regresa aquí! ¡Nadie te tomará en serio
con ese cabello!
Lo ignoró mientras se dirigía a la sala del trono, sus pies
resbalándose sobre el mármol a medida que avanzaba.
Irrumpió en el interior donde encontró a Hades y Apolo
parados uno frente al otro. Vaya par que eran: luz y sombra
encontrándose en un campo de batalla de mármol.
Apolo era hermoso en su forma mortal. Era juvenil,
atlético y más pequeño que Hades. Tenía una corona de rizos
oscuros, una mandíbula cuadrada y hoyuelos que se
sumaban a lo que podría ser un encanto juvenil si no
pareciera tan enojado.
Hades, por otro lado, era una masculinidad primitiva y
cruda. Se elevaba sobre Apolo, su cabello era un halo de
oscuridad. Había una madurez en los rasgos de Hades que no
tenía nada que ver con su barba bien cuidada o su traje a
medida, estaba en sus ojos, ojos negros e interminables que
habían visto vidas de lucha.
Cuando entró, los dos dioses se volvieron hacia ella.
—Entonces, la mortal ha venido a jugar —comentó Apolo.
Hades miró por encima del hombro de Perséfone a
Hermes, que la había seguido. El dios levantó las manos para
evitar la ira de Hades.
—¿Qué? ¡Ella adivinó!
Hades se volvió hacia Apolo.
—El trato está hecho. No la tocarás.
—¿Qué trato? —preguntó Perséfone.
Los dos dioses la miraron de nuevo, Apolo divertido,
Hades enojado, pero a ella no le importó. Si bien entendía que
Hades quería mantenerla a salvo de Apolo, no podía
simplemente excluirla de esta conversación. Ella lo había
iniciado, tenía cosas que decir, y Apolo la escucharía.
—Tu amante ha hecho un trato —dijo Apolo. La forma en
que dijo amante se deslizó por su piel de todas las formas
equivocadas. Hizo que le disgustara más, pero tal vez eso se
debió a que sentía que había una cierta falta de respeto
asociada con eso, que era fugaz, temporal. Se sentía así ahora
con esta reunión habiendo transcurrido sin ella.
—He acordado no castigarte por tu… artículo
difamatorio… y, a su vez, Hades me ha ofrecido un favor…
para ser recogido en el futuro.
Hermes silbó.
—Maldita sea. Realmente te ama, Sefy.
Todos miraron a Hermes.
Que Hades le ofreciera un favor a Apolo era algo enorme.
El dios literalmente podría pedir cualquier cosa y Hades
tendría que concedérselo. Se le hizo un nudo en la boca del
estómago, pero no era culpa, era pavor. ¿Por qué Hades
ofrecería algo tan precioso sin decírselo primero?
Porque pensó que era la única forma de protegerte, pensó, y
tú no lo habrías dejado hacerlo.
—No estaré de acuerdo con esto —dijo Perséfone.
—No tienes elección, mortal.
Los ojos de Perséfone ardieron y sintió que la magia de
Hades se elevó para someter la suya, por lo que estuvo
agradecida. Si Apolo supiera que era una diosa, tendría
influencia contra ella, y el dios la usaría, dado su vengativo
pasado.
—Soy quien escribió el artículo —dijo—. Tu trato debería
ser conmigo.
—Perséfone.
Su nombre se escapó de entre los dientes de Hades y
Apolo echó la cabeza hacia atrás, riendo.
—¿Qué podrías ofrecerme?
Los puños de Perséfone se curvaron, sus uñas se clavaron
en sus palmas.
—Heriste a mi amiga —siseó.
—Lo que sea que haya hecho tu amiga debe haber
merecido un castigo, o no estaría en la situación en la que se
encuentra.
La enfureció que él ni siquiera parecía saber a qué amiga
había lastimado.
—¿Quieres decirme que su negativa a ser tu amante
merece un castigo?
Apolo se quedó paralizado, aunque su expresión
permaneció pasiva.
Perséfone continuó:
—Le quitaste su sustento porque se negó a dormir
contigo. Eso es una locura y patético.
—Perséfone —advirtió Hades.
—¡Cállate! —espetó. Nunca pensó que se cansaría de
escuchar su nombre en los labios de Hades, pero ahora
mismo, quería que se callara—. Decidiste no incluirme en
esta conversación. Voy a decir lo que pienso.
Los labios del dios se tensaron y sus ojos ardieron. Podía
sentir la frustración que se gestaba bajo su piel, la hizo sentir
un cosquilleo.
Hermes se reía. Ella lo ignoró y se volvió hacia Apolo.
—Solo escribí sobre tus amantes pasados. Ni siquiera
mencioné lo que le has hecho a Sybil. Si no deshaces su
castigo, te expondré.
Se hizo el silencio y Apolo se rio entre dientes y entrecerró
los ojos.
—Eres una pequeña mortal ardiente. Me vendría bien
alguien como tú.
—Sigue hablando, sobrino, y no tendrás motivos para
temer su amenaza porque te haré pedazos.
Apolo le ofreció a Hades una mirada desagradable, sus
ojos volvieron rápidamente a Perséfone, quien anunció:
—¿Y bien?
Apolo la miró fijamente durante un largo momento y, con
una pequeña sonrisa en los labios que hizo que se le hiciera
un nudo en el estómago, dijo:
—Bien. Le devolveré los poderes a tu amiguita y aceptaré
el favor de Hades también, pero no escribirás una palabra
más sobre mí, pase lo que pase. ¿Entiendes?
Perséfone levantó la barbilla.
—Las palabras son vinculantes y no confío en ti lo
suficiente como para estar de acuerdo.
Apolo se rio entre dientes.
—Le has enseñado bien, Hades.
El Dios de la Música se atrevió a dar un paso hacia ella.
Sintió que tanto Hades como Hermes se enderezaban. La
tensión era tan densa que Perséfone no podía respirar. Apolo
se inclinó, su rostro pegado al de ella y, a pesar de que sus
ojos eran del tono de azul más hermoso que había visto,
había algo siniestro detrás de ellos. Le dio ganas de vomitar.
—Déjame decirlo de esta manera: escribe una palabra más
sobre mí y destruiré todo lo que amas. Y antes de que
consideres el hecho de que amas a otro dios, recuerda que
tengo su favor. Si quiero mantenerte separada para siempre,
puedo.
Eso envió un escalofrío de miedo por la columna vertebral
de Perséfone. Miró a Hades, preguntándose si la amenaza era
real. La expresión de su amante le dijo que sí.
—Entendido —dijo entre dientes. El dios se enderezó.
—Te lo advertiré ahora, Apolo —la voz de Hades fue
reverente—. Si Perséfone sufre de algún daño, favor o no, te
enterraré a ti y a todo lo que amas en cenizas.
Apolo le ofreció una sonrisa fría.
—Solo me tendrás a mí para enterrar, Hades. Ya nada de
lo que amo existe.
Apolo se fue, desapareciendo en un rayo de luz cegadora.
La sala del trono se quedó en silencio, y Perséfone se dio
cuenta de que dudaba en enfrentarse a Hades. Había
arruinado sus planes y lo desobedeció deliberadamente frente
a otro dios.
—Bueno, eso podría haber ido mejor —dijo Hermes,
claramente divertido. Perséfone se encogió ante su tono,
sabiendo que Hades no estaría complacido.
—¿Por qué sigues aquí? —preguntó Hades con los dientes
apretados.
—Me estaba cuidando —espetó Perséfone, mirándolo con
enfado—. ¿O te olvidaste?
Podría estar enojado por cómo se desarrolló todo esto,
pero lo culpaba por eso. Había pasado los últimos días
ignorándola en lugar de hablar durante la conversación con
Apolo, ¿y no insistía siempre en que hablaran? ¿Cómo podía
pensar que ella no querría luchar por su amiga si tuviera la
oportunidad?
—¿Cómo puedes decir que deseas que sea tu reina si
cuando se te da la oportunidad de tratarme como a tu igual,
lo arruinas por completo? ¿Tu palabra no significa nada?
Los ojos de Hades se agrandaron, sorprendido por sus
palabras. Era el golpe que quería asestar. Le dio la espalda,
pasó el brazo por el de Hermes y salió de la sala del trono.
—Eso requirió de algunas bolas de dama reales, Sefy —
dijo Hermes.
La diosa frunció el ceño. Podría haber requerido bolas,
pero no la hizo sentir mejor.
—A este paso, nunca nos reconciliaremos —dijo,
frunciendo el ceño.
—Oh, realmente lo dudo —dijo Hermes—. No creo que
Hades esté dispuesto a pasar tanto tiempo sin follarte.
Perséfone miró con enfado al dios.
—No todo se trata de sexo, Hermes.
—Sí, se trata de eso. No digo eso por ser vulgar. —Hizo
una pausa y se rio un poco—. Bueno, un poco. Lo que
realmente estoy tratando de decir es que Hades te ama. No lo
viste anoche. Yo sí. No pasará mucho tiempo sin hablar
contigo. Tiene demasiado miedo de perderte.
Esperaba que Hermes tuviera razón. A pesar de sus
últimas palabras a Hades, no había querido dejar su
presencia y hacerlo le hería el corazón.
Hermes se quedó la mayor parte de la tarde y se unió a
ella y a Hécate para hacer un picnic en Asfódelos. Los dioses
jugaron con Cerbero, Tifón Y Ortro y conversaron con las
almas. Cuando terminaron, Perséfone encontró consuelo a
solas en la arboleda que Hades le había regalado.
Se maravilló de su trabajo.
Aquí, en su bosque, el suelo estaba cubierto por un mar
de flores púrpuras y blancas. El dosel alto, un puerto de hojas
plateadas tan espesas, que nada de la extraña luz del día de
Hades se filtraba en el interior.
Era hermoso y etéreo.
Y todo era una ilusión.
Había sido testigo de cómo Hades levantaba su magia del
Inframundo, revelando una tierra desolada y desierta. La vista
la había sorprendido, pero la dejó asombrada por sus
habilidades. ¿Cómo podía manejar la magia como enhebrar,
tejer cenizas, humo y fuego en aromas dulces, colores
vibrantes y un paisaje hermoso?
Encontró un lugar en su arboleda con vincapervinca y flox
blanco y se sentó cerca de un trozo de tierra marchita.
Respiró hondo, cerró los ojos y meditó. Se concentró en su
respiración como le había enseñado Hécate, y luego en el flujo
de sangre en su cuerpo, y luego en el flujo de poder en sus
venas y la presión de la vida contra su piel. Trató de
imaginarse el parche seco frente a ella rebosante de vida, pero
cuando abrió los ojos, no había nada. Sus hombros se
hundieron y sintió el peso de su fracaso sobre su espalda.
El aroma de Hades agitó el aire y, de repente, estuvo
alrededor de ella, su pecho contra su espalda, sus brazos
contra los de ella, sus piernas acunando su cuerpo. Su
calidez era como la oscuridad, densa y arrulladora. Quería
que la consumiera.
—¿Estás practicando tu magia? —preguntó.
—Más bien fallando —respondió ella.
Se rio mientras exhalaba.
—No estás fallando. Tienes mucho poder. —Su voz la hizo
temblar y quiso creerle. Quería creer todo lo que decía con esa
voz sensual.
—Entonces, ¿por qué no puedo usarlo?
—Lo estás usando —respondió.
—No… correctamente.
—¿Hay una forma correcta de usar tu magia?
Perséfone no respondió, no porque no tuviera una, sino
porque estaba frustrada con la pregunta de Hades. Por
supuesto, había una forma correcta de usar la magia.
El dios se rio entre dientes y apretó ligeramente sus
muñecas con los dedos.
—Usas tu magia todo el tiempo, cuando estás enojada,
cuando estás excitada… —Los labios de Hades estaban a un
suspiro de su piel. Quería desesperadamente darse la vuelta y
besarlo, pero se resistió.
—Eso no es magia —respondió en voz baja.
—Entonces, ¿qué es la magia? —preguntó.
—La magia es… —Buscó las palabras con un suspiro
tembloroso—. Control.
Hades se rio entre dientes.
—La magia no es controlada. Es apasionada, expresiva.
Reacciona a las emociones, sin importar tu nivel de
experiencia.
Sus manos se movieron, ahuecando las suyas. Perséfone
tragó saliva.
—Cierra los ojos —susurró.
Ella lo hizo.
—Dime qué sientes.
Excitada, pensó.
—Me siento… cálida —dijo en su lugar.
Supo que Hades lo encontró divertido por el tono de su
voz.
—Concéntrate en eso —dijo—. ¿Dónde empieza?
—Bajo —respondió ella y se estremeció a pesar del calor—.
En mi estómago.
—Aliméntalo —suspiró.
Lo hizo, con pensamientos de empujarlo hacia las flores y
complacerlo. Se sorprendería al principio, pero sus ojos se
fijarían en ese ardor oscuro e intentaría tomar el control.
Excepto que no lo dejaría. Lo tomaría en su boca hasta
que se sacudiera contra ella y luego lamería el semen de su
polla. Cuando la besara, se probaría a sí mismo.
Esos pensamientos la llenaron de fuego y Hades preguntó:
—Ahora, ¿dónde estás cálida?
—En todas partes —respondió.
—Imagina todo ese calor en tus manos —habló más
rápido—. Imagínalo brillando, imagínalo tan brillante que
apenas puedes mirarlo.
Hizo lo que le instruyó, concentrándose intensamente en
el calor que se precipitaba a sus manos. Era más fácil porque
podía sentir el peso de Hades sobre el de ella. La mantenía
concentrada.
—Ahora imagina que la luz se ha atenuado y, en la
sombra, ves la vida que has creado. —Los labios de Hades
tocaron su oreja mientras le susurraba—: Abre los ojos,
Perséfone.
Cuando lo hizo, una brillante imagen blanca de
vincapervinca y el flox que había imaginado se manifestó
entre sus manos.
Era hermoso.
Hades guio sus manos hacia la tierra yerma, y cuando la
magia tocó el suelo, se transformó en flores.
Perséfone tocó uno de los pétalos sedosos, solo para
asegurarse de que fuera real.
—La magia es equilibrio, un poco de control, un poco de
pasión. Es la manera del mundo.
Ella inclinó la cabeza hacia él, pero no pudo verlo
completamente. Su barba le raspaba la mejilla. El silencio se
extendió entre ellos, y cada pedazo de su piel se sintió como
un nervio expuesto. Finalmente, se retorció y se puso de
rodillas. Los ojos de él fueron feroces y sus fosas nasales se
ensancharon.
—Te amo, debería habértelo recordado cuando te traje
aquí y todos los días desde entonces —dijo Hades—. Por
favor, perdóname.
Las lágrimas ardieron en el fondo de sus ojos.
—Te perdono… pero solo si me perdonas. Estaba enojada
por Leuce, pero más enojada porque me dejaste esa noche
para ir con ella —dijo, las palabras dolieron, como si no
pudiera tomar suficiente aire para pronunciarlas—. Y me
siento tan… ridícula. Conozco tus razones y sé que no querías
dejarme esa noche, pero no puedo evitar lo que siento al
respecto. Cuando lo pienso, me siento… herida.
Tal vez tuviera algo que ver con toda la emoción que había
invertido en ese momento en el comedor. Todo fue tan…
intenso, y las consecuencias la dejaron sintiéndose
insatisfecha, abandonada.
—Me duele saber que te lastimé. ¿Qué puedo hacer?
Estuvo sorprendida por esa pregunta.
—No… lo sé. Supongo que lo que he hecho debe
compensarlo. Te dije que no escribiría sobre Apolo, te lo
prometí, y rompí esa promesa.
Hades negó.
—No compensamos el dolor con el dolor, Perséfone. Ese es
un juego de dioses: somos amantes.
—Entonces, ¿cómo compensamos el dolor? —preguntó.
—Con el tiempo —respondió—. Si podemos estar cómodos
estando enojados mutuamente por un tiempo.
Perséfone frunció el ceño y las lágrimas que pensó que se
habían secado volvieron a aparecer mientras susurraba:
—No quiero estar enojada contigo.
—Tampoco yo —dijo, estirándose para enjugar las
lágrimas—. Pero eso no cambia los sentimientos y no significa
que no podamos cuidarnos el uno al otro mientras nos
curamos.
Perséfone miró fijamente a Hades y comenzó a negar.
—¿Cómo es que estaba destinada a ti?
Las cejas de Hades se juntaron.
—Hemos hablado de esto.
Él no parecía enojado, pero ella también sabía que esta
discusión había surgido antes y no había salido tan bien, así
que se explicó.
—Me siento tan… inexperta. Soy joven y temeraria y,
¿cómo podrías quererme?
Se atragantó con las palabras y se tapó la boca para
sofocar la emoción.
—Perséfone —dijo Hades suavemente, cubrió su mano con
la suya—. Primero, siempre te querré. Siempre. Te fallé aquí
también. Estaba enojado, no te cuidé, no te incluí. No me
pongas en un pedestal porque te sientas culpable por tus
decisiones. Solo… perdónate a ti misma para que puedas
perdonarme. Por favor.
Respiró hondo y se mordió el labio. Los ojos de Hades se
posaron en su boca. Todo dentro de ella repentinamente se
volvió fuego.
Él estaba en lo correcto. No se había ocupado de ella y eso
era lo que ansiaba. A pesar de la ira que compartían, ella lo
había deseado: su calor, su violencia, su amor.
Acortó la distancia entre ellos, colocándose a horcajadas
sobre él mientras se sentaban en el suelo bajo los árboles
plateados. Las manos de Hades se posaron en sus caderas.
—Lo siento —susurró. Su mirada estaba al nivel de la de
él, y sus ojos oscuros calaron hondo. Sabía que él podía ver
con claridad su alma—. Te amo. Puedes confiar en mí, te doy
mi palabra. Yo…
—Shh, querida —dijo, su boca estaba a centímetros de la
de ella, sus manos se arrastraron por sus muslos y debajo de
su vestido. Su estómago se apretó con anticipación.
—Siempre me arrepentiré de mi ira. ¿Cómo podría
cuestionar tu amor? ¿Tu confianza? ¿Tu palabra? Cuando
tienes mi corazón.
Ella lo besó, su lengua exigió entrada y Hades se la dio.
Las manos de Perséfone se enredaron en su cabello, jalando
con fuerza, ella trepó por su cuerpo, besándolo más fuerte y
más profundo, magullándolo mientras mordía sus labios y
chupaba su lengua.
Fue despiadada, pero también lo fue Hades.
—¿Dónde arde? —preguntó.
—En todas partes —respondió ella.
Le quitó la chaqueta de los hombros y Hades se hizo
cargo, empujándola a un lado mientras desabotonaba su
camisa, exponiendo su pecho. Ella se apartó para admirarlo.
Trató de alcanzarla, pero lo detuvo.
—Déjame darte placer.
No habló, pero sus ojos ardían y eso fue suficiente
respuesta. Ella lo guio sobre su espalda y besó sus labios
antes de avanzar por los planos de su pecho musculoso,
siguiendo la línea de vello desde su estómago hasta que
desaparecía debajo de su pantalón, donde su pene se tensaba
contra la tela. Se los desabotonó y envolvió sus dedos
alrededor de su piel cálida y aterciopelada, y mientras lo
acariciaba, se mordió el labio, lista para saborearlo.
Hades gruñó.
—Sigue mirándome de esa manera, querida, y no dejaré
que tengas el control por mucho tiempo.
Ella arqueó una ceja desafiante y luego se lo llevó a la
boca. Hades siseó mientras rodeaba la cabeza de su miembro
con su lengua y lo metía más profundamente en su boca. Él
gimió cuando golpeó la parte posterior de su garganta, sus
dedos se retorcieron con fuerza en su cabello. Pareció
agrandarse, llenando su boca más apretada mientras lo movía
hacia adentro y hacia afuera.
—Maldición. —La réplica de Hades la animó, y se movió
más rápido, usando sus manos y su lengua. Se corrió con un
rugido, y su liberación llenó su boca, salada y dulce. Su olor
llenó su nariz, una mezcla de especias y cloro. Se tomó su
tiempo para saborearlo, lamiendo cada parte de él hasta que
la arrastró por su cuerpo y acercó sus labios a los suyos,
rodando hasta quedar debajo de él.
—Vaya regalo —dijo, a centímetros de su boca—. ¿Cómo
te lo pagaré?
—Los regalos no requieren pago, Hades.
—Otro regalo, entonces —ofreció, y tomó su boca en un
beso abrasador. La desnudó bajo los árboles y adoró su
cuerpo hasta que el cielo se llenó de estrellas, brillando con la
magia de Hades.
XI

Desenmarañamiento

Perséfone rodeó el cuerpo desnudo de Hades y apoyó la


cabeza en su pecho. Se deleitó con la sensación de él contra
ella. Era como volver a casa después de todas esas noches
que había pasado sola. Venían de los baños después de hacer
el amor en la arboleda. Su cuerpo se sentía cálido y flexible, y
sus ojos estaban pesados por el sueño. Debería haber
sucumbido, arrullada por los suaves círculos que Hades
trazaba en su espalda y el olor a sal en su piel.
En cambio, eligió hablar.
—Seré la mentora de Leuce —dijo, mirándolo cuando el
silencio se prolongó demasiado, preguntándose qué estaba
pensando.
—No estoy seguro de cómo me siento acerca de esto.
—Tampoco yo —admitió, pero sintió que era lo correcto—.
Y necesito que le des un lugar para quedarse y que le
devuelvas el trabajo. Por favor.
Hades continuó trazando formas contra su piel.
—¿Por qué deseas ser su mentora?
Perséfone se encogió de hombros.
—Porque, creo que sé cómo se siente.
Hades arqueó una ceja.
—Explícate.
—Ha sido un árbol durante miles de años, de repente
vuelve a ser normal y el mundo entero ha cambiado. Da…
miedo… y sé cómo se siente.
Hades se quedó callado durante un largo momento, y
luego volvió a decir, como para asegurarse:
—¿Quieres ser la mentora de mi ex amante?
Perséfone suspiró sonoramente y puso los ojos en blanco.
—No me hagas arrepentirme de esto, Hades.
—No quiero que lo hagas, pero, ¿estás segura?
—Es raro, lo admito, pero… ella es una víctima. Quiero
ayudarla.
Fue difícil decírselo, dado que él era la razón por la que
ella había sido un álamo. Por supuesto, lo que había hecho
Leuce estaba mal, pero, ¿valía la pena terminar perdiendo
miles de años?
Hades le tocó la barbilla.
—Me asombras —dijo.
Ella se rio.
—No soy asombrosa. Quise castigarla al principio.
—Pero no lo hiciste —dijo—. No hay otros dioses como tú.
—No he vivido lo suficiente como para estar hastiada
como el resto de ustedes —dijo—. Quizás termine como los
demás en poco tiempo.
—O tal vez nos cambies al resto de nosotros.
Se miraron mutuamente, sus cuerpos apretados hasta
que Perséfone se sentó, a horcajadas sobre Hades. El dios
debajo de ella tenía una mano detrás de su cabeza. Parecía
arrogante y supuso que tenía motivos para serlo: la había
hecho correrse una y otra vez y había sido despiadado en su
persecución.
—¿Ansiosa por más, milady? —preguntó, cada vez más
duro y grueso debajo de ella.
Ella sonrió. No era por eso que se había sentado. Había
tenido algo que decir y quería decirlo ahora antes de que se
olvidara, pero ante su pregunta, se dio cuenta de que estaba
ansiosa por más, ansiosa por tomar el control de su cuerpo,
por usarlo como un instrumento.
—En realidad, me temo que debo hacer algunas
demandas —dijo, y se deslizó sobre su eje, llenándose por
completo. Dejó escapar un suspiro, dolorida por su anterior
acople. Las manos de Hades fueron a sus muslos, apretando.
—¿Sí? —dijo entre dientes.
—No quiero ser puesta en una suite al otro lado del
palacio, nunca —dijo, moviendo las caderas, sintiéndolo en
todas partes—. No para estar lista para los bailes. No cuando
estás enojado conmigo. Jamás.
Puntualizó cada una de sus declaraciones hundiéndose
contra él.
Los dedos de Hades se clavaron en su piel.
—Pensé que querrías privacidad —dijo.
Hizo una pausa en sus movimientos y se inclinó sobre él.
Sus ojos ardieron en los de ella.
—A la mierda la privacidad. Te necesitaba, necesitaba
saber que todavía me querías a pesar de… todo.
Pasó su brazo alrededor de su cuello y acercó sus labios a
los suyos. Ella comenzó a moverse de nuevo cuando Hades
rodó, tomando el control, excepto que una vez que estuvo
debajo de él, no se movió. Ella lo miró y levantó las caderas,
pero él permaneció quieto.
—Siempre te querré, y te hubiera dado la bienvenida a mi
cama cualquier noche.
—No lo sabía —dijo.
Presionó un pulgar sobre sus labios hinchados.
—Ahora lo sabes.
Él le dio un beso agresivo, y se corrieron juntos,
trabajando a través de su ira y su dolor hasta que todo lo que
sintieron fue que sus corazones latían como uno solo.

***

Perséfone se levantó horas después en busca de Hécate.


Encontró a la Diosa de la Brujería en su cabaña envolviendo
salvia.
—Buenas tardes, querida. Te ves bien.
Perséfone sonrió.
—Me siento bien, Hécate, gracias.
—¿Estás aquí para pedir un favor?
Perséfone entrelazó los dedos.
—¿Cómo supiste?
Hécate sonrió.
—No imagino que estuvieras ansiosa por dejar la
compañía de Hades. Algo te trajo a mi puerta, y no es
entrenamiento.
Perséfone resopló y explicó.
—Necesito hablar con mi madre, pero bajo…
circunstancias controladas.
—¿Deseas convocarla para que también puedas
despedirla?
Perséfone asintió.
—¿Me puedes ayudar?
Hécate envolvió lo último de la salvia. Cuando terminó, se
volvió hacia Perséfone y la miró a los ojos.
—Querida, nada me encantaría más que ayudarte a
enfrentarte a tu madre.
Perséfone sonrió y se teletransportaron a su habitación en
el Mundo Superior. Hécate se puso a trabajar, instruyendo a
Perséfone en el arte de invocar hechizos.
—Primero, debemos limpiar esta área —dijo, quemando
salvia y llevando el paquete humeante por la habitación. Una
vez que terminó, Hécate usó su magia para dibujar un círculo
triple en su piso.
—Conjurar a los vivos no es diferente de conjurar a los
muertos —explicó Hécate—. En ambos casos estás
convocando al alma, por lo que el hechizo es el mismo.
Hécate le dio a Perséfone un trozo de obsidiana y un trozo
de cuarzo.
—Obsidiana para protección —dijo—. Y cuarzo para
poder.
Después de eso, sacó una vela negra que colocó en el
centro del círculo triple. Ella se cernió sobre él, sus ojos
alzándose para encontrarse con los de Perséfone.
—Cuando encienda esta vela, el hechizo está completo. Tu
madre escuchará la llamada.
—¿Estás segura de que vendrá?
La Diosa se encogió de hombros.
—Existe la posibilidad de que se resista, pero dudo que tu
madre pierda la oportunidad de verte.
—No sabes lo enojada que estaba la última vez que
hablamos.
—Sigues siendo su hija —dijo Hécate—. Ella vendrá.
Hécate se inclinó y ahuecó la mano sobre la mecha de la
vela. Perséfone vio los labios de la diosa moverse, y cuando se
apartó, una llama negra parpadeó.
—¿Te dejo ahora?
Perséfone asintió.
—Sí, gracias, Hécate.
Ella sonrió.
—Solo apaga la vela, cuando estés lista para que se vaya.
Perséfone se mordió el labio.
—¿Estás segura de que no podrá quedarse?
¿O lastimarme?
—Solo si está invitada —prometió Hécate antes de
desaparecer.
Perséfone estuvo sola solo por unos minutos cuando el
olor a salvia y cera quemada fue atravesado con el aroma de
flores silvestres y un escalofrío intenso.
Extraño.
La magia de Deméter generalmente se sentía cálida como
un pálido sol primaveral.
Perséfone se volvió y encontró a su madre de pie a la
sombra de su habitación. Deméter no había cambiado,
excepto por parecer mucho más seria de lo que recordaba.
Llevaba una túnica azul y su cabello dorado estaba liso, con
raya en el centro, enmarcando su hermoso y frío rostro. Sus
astas eran elegantes y desagradables. Llenaban el espacio,
haciendo que la habitación de Perséfone fuera más pequeña.
Era la perfección y su presencia le quitó el aire de los
pulmones.
—Hija —dijo con frialdad.
—Madre —reconoció Perséfone.
La Diosa de la Cosecha estudió a Perséfone,
probablemente desglosando su apariencia. Deméter odiaba su
cabello rizado y sus pecas, y cuando tenía la oportunidad, las
cubría con su glamour. Lo que sea que vio allí no cambió su
expresión severa, y después de un momento, su mirada
recorrió la habitación.
—¿Tengo demasiadas esperanzas? ¿Me has convocado
para suplicar mi perdón?
Perséfone quiso reír. Si alguien debía pedir perdón, era
Deméter. Ella era la que había mantenido prisionera a
Perséfone la mayor parte de su vida, e incluso cuando la
soltó, lo había hecho con una correa larga.
—No, te he convocado para decirte que dejes de interferir
en mi vida.
La fría mirada de Deméter volvió a Perséfone. Sus ojos
color avellana se volvieron amarillos a la luz de las velas.
—¿Me estás acusando de algo, hija?
Perséfone se sintió un poco incómoda. Se le ocurrió que su
madre podría ser responsable de algo más que la liberación de
Leuce del álamo. ¿Qué otros planes tenía para obligarla a
alejarse de Hades?
—Liberaste a la ex amante de Hades de su prisión —dijo
Perséfone.
—¿Por qué iba a molestarme con algo tan trivial? —
Deméter parecía aburrida, pero Perséfone no estaba
convencida.
—Buena pregunta, madre.
Deméter se apartó de su hija y empezó a husmear en su
habitación, inspeccionando, juzgando. Abrió los cajones de su
mesita de noche y abrió cualquier cosa con tapa, arrugando la
nariz.
—Este lugar huele a Hades —dijo, y luego se enderezó,
entrecerrando los ojos hacia Perséfone—. Hueles como él.
Perséfone cruzó los brazos sobre su pecho y miró a su
madre.
—Espero que estés usando protección —dijo Deméter—.
Eso es todo lo que necesitas: estar atada al Dios de los
Muertos por el resto de tu vida.
—Eso es un hecho —dijo Perséfone—. Eres la única que
parece pensar que no lo es.
—No conoces a Hades —dijo—. Recién estás aprendiendo
eso por ti misma. Sé que te molesta. Temes lo que no sabes.
Perséfone odiaba a su madre por tener razón.
—Podría decir lo mismo de ti, madre. ¿Qué es lo que no sé
de ti? ¿Qué males escondes bajo tu fachada perfecta?
—No gires esto hacia mí. Saltaste a sus brazos en cuanto
dijo que te amaba. Es vergonzoso que tu juicio se extienda a
su piel. Te crie mejor.
—No me criaste en absoluto…
—Te encarcelé —interrumpió Deméter, poniendo los ojos
en blanco—. Dioses, eres un disco rayado. Te di todo. Un
hogar, amigos, amor. No fue suficiente para ti.
—No fue suficiente —espetó—. ¡Y nunca hubiera sido
suficiente! ¿De verdad pensaste que podrías desafiar al
Destino y ganar? Criticas a los otros dioses por su arrogancia,
pero no son peores.
Deméter sonrió con frialdad.
—Puede que las Moiras te hayan dado lo que querías: una
probada de libertad, una probada de amor prohibido, pero no
confundas su oferta con amabilidad. Las Moiras castigan,
incluso a los dioses.
—Te castigaron —dijo Perséfone—. No a mí.
Deméter ofreció una pequeña sonrisa.
—Eso está por verse, mi flor. ¿Sabes que las Moiras te
nombraron? Perséfone. Entonces no entendía cómo se le
podía dar ese nombre a mi preciosa y dulce flor. Destructora.
Pero eso es lo que eres: una destructora de sueños, de
felicidad, de vidas.
Los ojos de Perséfone se llenaron de lágrimas mientras su
madre hablaba.
—Oh, sí, mi amor. Disfruta lo que el Destino te ha ofrecido
porque han tejido tu destino y eres una desgracia.
Perséfone pateó la vela, derramando cera y apagando la
llama. La forma de su madre se desvaneció, pero su olor
persistió, asfixiándola. Cayó de rodillas, respirando con
dificultad, cuando se abrió la puerta. Allí estaban reunidas
Lexa, Sybil y Leuce.
—Perséfone, ¿estás bien? —Lexa corrió a su lado. Sybil
tomó la vela, perpleja. Leuce fue la única que parecía saber lo
que estaba pasando.
—¿Hechizo de invocación? —preguntó.
Perséfone se encontró con la mirada de la mujer y, entre
lágrimas, dijo:
—Tenemos que hablar.
Lexa ayudó a Perséfone a ponerse de pie y Sybil limpió la
cera del suelo. Una vez que terminaron, Perséfone cerró la
puerta de su habitación. Leuce se sentó en el borde de su
cama, con los ojos muy abiertos, retorciendo los dedos en su
regazo. Probablemente pensó que Perséfone la iba a echar.
—Le pedí a Hades que te devuelva un apartamento y tu
trabajo —dijo.
La respiración de Leuce se atascó en su garganta.
—G-gracias, Perséfone.
—También he aceptado ayudarte a aprender este mundo
—dijo—. Hay una cosa más que debes saber: mi madre es
Deméter, Diosa de la Cosecha.
Perséfone no creía que los ojos de Leuce pudieran
agrandarse más.
—¿Tú… eres una diosa?
Perséfone asintió una vez.
—Es importante que guardes mi secreto, Leuce. ¿Lo
entiendes?
—Por supuesto… pero… ¿por qué me lo dices?
—Porque necesito que seas honesta conmigo. ¿Quién te
liberó del álamo?
—Juro que no lo sé —dijo Leuce, sus cejas pálidas se
juntaron sobre sus bonitos ojos azul hielo—. Solo recuerdo
despertarme sola.
Se estremeció, frotándose los brazos, como si el recuerdo
la asustara. Perséfone estudió a la ninfa por un momento y
luego suspiró.
—Te creo. —Sin embargo, eso no significaba que Deméter
no fuera responsable—. ¿Me dirás si mi madre te contacta?
Leuce asintió y luego tragó. Cuando habló, le temblaba la
voz.
—Perséfone… ¿y si ella fuera la que me liberó? ¿Vendrá
por mí? ¿Qué pasa si me convierte de nuevo en un árbol?
Perséfone no había pensado en eso, pero su respuesta fue
inmediata.
—Si lo hace, te encontraré.
—Podría calcinarme —dijo Leuce, y luego se rio sin humor
—. Es extraño, las cosas a las que temes cuando eres un
árbol.
Perséfone frunció el ceño. La parte triste era que sabía que
su madre era capaz de ese tipo de malicia. La diosa puso una
mano sobre el brazo de la ninfa.
—Haré todo lo posible para protegerte, Leuce. Lo prometo.
La mujer sonrió.
—Realmente no eres como el resto de ellos, Perséfone.

***

Al regresar al trabajo, Perséfone estaba más preparada


para la multitud fuera de la Acrópolis que nunca. Había
decidido que, en lugar de entrar al edificio con la cabeza
gacha, los afrontaría de frente, tal vez incluso respondería
algunas de las preguntas. No era exactamente su idea de
libertad, pero era una forma de tomar el control de la
situación y era mejor que sentirse atrapada.
—Gracias, Antoni —dijo cuando abrió la puerta—. ¿Nos
vemos después del trabajo?
—Sí, milady.
Le sonrió y empezó a caminar por el pasillo.
—Buenos días —dijo al pasar junto a la concurrencia.
—¡Perséfone! ¡Perséfone! ¿Puedo conseguir un autógrafo?
Se detuvo y se encontró con la mirada de un hombre
mortal. Le tendió un marcador y una libreta. Ella lo tomó y
firmó con su nombre, sus ojos se iluminaron.
—G-gracias —tartamudeó.
—Perséfone, ¿cuánto tiempo han estado juntos Hades y
tú? —preguntó otra persona.
—No mucho —respondió.
—¿Qué te hizo enamorarte de él? —gritó alguien.
—Bueno, es encantador —dijo con una pequeña risa.
La caminata continuó así: respondiendo preguntas,
firmando artículos y fotografías, y tomando fotos con los fans.
Estaba casi en las puertas cuando algo se hizo añicos en el
suelo detrás de ella. Se volvió y vio una botella hecha pedazos
a sus pies. Los de seguridad apresuraron a la multitud,
mientras otro oficial la tomó del brazo y la condujo al interior.
—¿Está bien, señorita Rosi? —preguntó el oficial, un
hombre mayor con la cabeza rapada y bigote.
Perséfone parpadeó hacia él. No había tenido tiempo de
procesar lo que acababa de suceder. Alguien trató de hacerle
daño, se dio cuenta. Respiró hondo y soltó el aire lentamente,
luego asintió.
—Sí.
El oficial no parecía tan seguro, frunciendo el ceño.
Los ojos de Perséfone se posaron en su placa dorada y
sonrió.
—Gracias, oficial Woods.
El guardia sonrió con satisfacción; su rostro enrojeció.
—Eso… no fue nada.
Se liberó del oficial y se dirigió hacia los ascensores
aturdida. Sus pensamientos regresaron a las palabras de
Hades: Es solo cuestión de tiempo antes de que alguien con
una venganza contra mí intente hacerte daño. ¿Cómo
reaccionaría el dios una vez que se enterara de este incidente?
Cuando llegó a su piso, Helen estaba esperando, con una
expresión de preocupación en su rostro.
—¡Oh, dioses míos, Perséfone! ¿Estás bien? Escuché lo
que pasó.
—¿Cómo? —preguntó Perséfone. Literalmente acababa de
dejar el primer piso.
—Está en las noticias —dijo—. Había un equipo filmando
en vivo cuando llegaste. Captaron todo con la cámara.
Perséfone gimió. Ya era tarde para ocultarle esto al Hades.
—¿Mostraron a la persona que tiró la botella?
—Sí, su rostro está plasmado en todas las noticias.
Oh, no.
Perséfone se apresuró a llegar a su escritorio. Necesitaba
ponerse en contacto con Hades antes de que él actuara. Sabía
que el Dios de los Muertos buscaría su propia venganza
contra el mortal que intentó lastimarla, y por mucho que
quisiera que él enfrentara algún tipo de castigo por sus
acciones imprudentes, la tortura en el Tártaro parecía un
poco extrema.
La única persona a la que se le ocurrió llamar fue a Ilias.
El sátiro se había hecho cargo de la gestión del horario de
Hades en la… ausencia de Menta.
El teléfono sonó una vez antes de que respondiera.
—Ilias, ¿dónde está Hades?
—No está disponible, milady —respondió, deteniéndose un
momento antes de preguntar—. ¿Estás bien?
—Ilias, estoy bien. Dile a Hades que no lastime al mortal…
Fue interrumpida cuando llegó otra llamada en su
teléfono. Miró la pantalla y vio que Lexa estaba llamando.
Probablemente había visto las noticias y quería asegurarse de
que estaba bien.
Ella suspiró.
—Ilias, déjame devolverte la llamada. ¡Dile a Hades que no
lastime a ese mortal!
Perséfone colgó el teléfono del sátiro y respondió a la
llamada de Lexa.
—Sí, Lex. Estoy bien…
Excepto que no era Lexa quien estaba al otro lado.
—Perséfone, soy Jaison.
La histeria en su voz hizo que su corazón se acelerara.
—Jaison, por qué…
—Tienes que venir al hospital, ahora.
—Está bien. Bueno. ¿Qué pasó?
—Es Lexa. No están seguros de que vaya a sobrevivir.
Perséfone sintió como si le acabaran de succionar el aire
de los pulmones. Su corazón nunca se había sentido así
antes: irregular y enfermo, envenenado por un terror tan
agudo que pensó que podría haberse detenido.
Lexa está en el hospital. No están seguros de que vaya a
sobrevivir.
De repente, se preguntó si este era el comienzo de la
venganza de Apolo.
PARTE ii

“El descenso al infierno es fácil”.

~Virgilio, la Eneida
XII

El Descenso al Infierno

Perséfone se mantuvo tranquila y serena a pesar de que la


ansiedad le carcomía el fondo del estómago. La voz de Jaison
hizo eco en su cabeza, las palabras que había dicho se
sentían distantes y falsas.
Lexa tuvo un accidente. No están seguros de que vaya a
sobrevivir.
Tenía que estar equivocado. No había forma de que Lexa,
su Lexa, estuviera luchando por su vida.
—Perséfone —la voz de Jaison tembló cuando dijo su
nombre, afianzándola en la realidad de lo que acababa de
decirle. Negó y habló por el receptor:
—Eso no puede ser cierto. La vi esta mañana.
Su voz sonó estrangulada, como si alguien le estuviera
apretando la garganta, robándole el aire.
—Ocurrió frente a la Torre Alexandria. Iba camino al
trabajo. Dijeron que estaba cruzando la calle y alguien la
golpeó.
Se sintió inestable. Su cuerpo temblaba
incontrolablemente.
—Estaré allí lo antes posible.
Se levantó de la silla antes de colgar el teléfono y salió
corriendo de la Acrópolis.
El Hospital Comunitario de Asclepio era un edificio
moderno hecho de vidrio espejado, que se mezclaba con el
cielo azul y las densas nubes blancas. En el interior, el
hospital parecía más un hotel que una instalación médica.
Era brillante, limpio y hermoso, pero nada podía ocultar el
olor. Era lo que Perséfone siempre pensó que era el olor de la
enfermedad: era el sabor de los productos químicos, el olor
metálico del agua rancia y el olor amargo del látex. Le llenó la
cabeza y la mareó.
Encontró a Jaison en el segundo piso de la sala de espera.
Estaba sentado en una de las rígidas sillas de madera,
inclinado hacia delante con la cabeza apoyada en sus manos
y el rostro protegido por su cabello.
—Jaison —dijo su nombre mientras se acercaba. Él alzó
su mirada; ojos abiertos. Perséfone entendió su expresión
porque ella la compartía: estaban conmocionados, indefensos,
confundidos.
—Perséfone.
Jaison se puso de pie y la abrazó. Lo abrazó tan fuerte
como pudo, como si pensara que él también podría
desaparecer.
—¿Se encuentra bien?
Parecía una pregunta ridícula dado su informe anterior,
pero Perséfone no estaba dispuesta a imaginar un mundo sin
Lexa, así que preguntó de todos modos.
Se apartó; su rostro exhausto.
—Está en cirugía. Eso es todo lo que me dirán. Sus padres
están en camino. Entonces sabremos más.
—¿Cómo pasó esto?
—Estaba cruzando la calle. El conductor afirma que no la
vio. Supongo que tampoco vio ese maldito semáforo en rojo.
Probablemente estaba enviando mensajes de texto.
Entonces se sentó, como si ya no pudiera soportar el peso
de lo que le sucedió a Lexa, y Perséfone se unió a él. No
estaba segura de qué decir porque no podía pensar con
claridad. Era como si su mente no pudiera decidir cómo
evaluar la situación. Una parte de ella quería prepararse para
lo peor.
Si muere, será tu culpa. Lo habrás manifestado, se regañó
rápidamente. Ella no puede morir. No morirá. Es demasiado
joven. Tiene mucho por lo que vivir.
Excepto que Perséfone conocía la muerte personalmente.
No discriminaba y cualquiera podía ser una presa. Todo
dependía de un hilo y, a veces, de una apuesta.
—¿Y si… la perdemos? ¿Qué haremos? —La pregunta de
Jaison le robó el aliento y lo miró.
Se inclinó hacia delante en su silla de nuevo como si fuera
a vomitar. En cambio, se frotó el rostro con las manos. Pensó
que él podría estar tratando de mantener a raya sus lágrimas,
y pudo ver que sus ojos se estaban poniendo rojos y su rostro
estaba manchado y rosado.
Tomó su mano. Estaba húmeda y fría, y las de ella
temblaban.
—No la perderemos.
Su voz fue feroz y cuando habló, comprendió todas esas
súplicas desesperadas que los mortales le hacían a Hades;
ahora estaba haciendo una. No me la quites. Te daré cualquier
cosa.
Cerró los ojos ante sus pensamientos y volvió a hablar,
más insegura de lo que nunca había estado.
—No la perderemos. No podemos.
Pasaron horas tortuosas sin actualizaciones. Perséfone
salió para llamar a Sybil y hacerle saber lo que sucedió. El
oráculo llegó al hospital en treinta minutos. Entre los tres,
habían caminado por todo el hospital y habían estado en la
cafetería cerca de diez veces para tomar café y agua. Era casi
lo único que cualquiera de ellos podía soportar.
Cuando llegaron los padres de Lexa, Jaison salió
corriendo para encontrarse con ellos y mostrarles el camino.
Durante su ausencia, Perséfone se volvió hacia Sybil.
—¿Han vuelto tus poderes? —preguntó.
—Sí —susurró el oráculo, dándole a Perséfone una mirada
de complicidad. Todavía no habían tenido la oportunidad de
hablar sobre el acuerdo de Perséfone con Apolo.
Perséfone solo tenía una pregunta para el oráculo.
—¿Sabes si vivirá?
—No lo sé. Los dioses son misericordiosos de esa manera.
No llevo la carga de conocer el destino de mis amigos.
Perséfone frunció el ceño.
—¿Crees que Apolo tuvo algo que ver con esto?
¿No es eso lo que había dicho Sybil? ¿Que Apolo castigaría
lastimando a los más cercanos a ella?
Sybil negó.
—No, Perséfone. Creo que esto es exactamente lo que
parece… un accidente mortal.
Perséfone no estaba segura de por qué, pero eso no era lo
que quería escuchar.
Entonces Sybil preguntó:
—Tal vez puedas preguntarle a Hades si… ella sobrevivirá.
La diosa tragó saliva con dificultad. Podía hacerlo, pero, ¿y
si la respuesta era que no? Trató de imaginarse yendo al
Inframundo todos los días y encontrando a Lexa caminando
por las calles de Asfódelos, del brazo de Yuri.
No podía hacerlo.
Tampoco podía explicar por qué era un pensamiento tan
aterrador. Era solo que… si Lexa estaba en el Inframundo,
significaba que estaba muerta. Significaba que ya no estaba
en el Mundo Superior. Que su existencia había cesado y
Perséfone no podía soportarlo.
Cuando llegaron los padres de Lexa, Eliska y Adam, se les
dio más información sobre el estado de sus heridas. El médico
vestía una bata blanca de laboratorio y mantenía las manos
en sus bolsillos mientras hablaba. Era mayor, su párpado
protegía sus ojos caídos, su nariz era ancha, sus labios
delgados y formaban una mueca fruncida permanente.
Parecía cansado, pero era solo su voz, un barítono bajo y
ronco.
—Tiene dos piernas rotas y un codo roto. Laceraciones en
los riñones, pulmones magullados y sangre en el cerebro.
Al escuchar el trauma que había sufrido el cuerpo de
Lexa, Perséfone rompió a llorar.
Continuó:
—Está en estado crítico y en coma. La tenemos conectada
a un ventilador.
—¿Qué significa condición crítica? —preguntó Jaison.
—Significa que sus signos vitales son inestables y
anormales —respondió el médico—. Las próximas veinticuatro
a cuarenta y ocho horas serán muy importantes para la
recuperación de Lexa.
Las palabras rompieron la esperanza de Perséfone.
A los padres de Lexa se les permitió entrar para verla
primero. Perséfone, Sybil y Jaison esperaron.
—Ella luchará. Saldrá adelante —dijo Jaison en voz alta
como si estuviera tratando de convencerlos a ellos y a sí
mismo.
Fue Eliska quien volvió a buscarlos y les mostró la
habitación de Lexa. Mientras la seguían, Perséfone no podía
dejar de mirarla. Lexa se parecía mucho a su madre. Tenían
el mismo cabello negro y espeso y ojos azules y, a veces, las
mismas expresiones.
Cuando entró Perséfone, su mirada se dirigió directamente
a Lexa. Era difícil describir cómo se sentía al ver a su mejor
amiga debajo de todo ese equipo. Fue un poco como tener una
experiencia extracorporal. Lexa estaba inmóvil como una
piedra y apenas visible bajo capas de tubos y cables que la
penetraban como los Hilos del Destino. La ataban a su lugar y
ahora mismo, la ataban a la vida. Una gruesa tela blanca le
cubría la frente y un collarín le sostenía la barbilla en alto. Su
ventilador sonaba como una exhalación constante y el
monitor cardíaco pulsaba a un ritmo constante. Eran cosas
que ni siquiera esta habitación, compuesta de paredes
coloridas, suelos monocromáticos y toques modernos, podía
ocultar. Este era un lugar donde la gente venía porque estaba
enferma o herida o muriendo.
Perséfone tomó la mano de Lexa. Estaba fría y, por alguna
razón, eso la sorprendió. Notó todas las formas en que su
mejor amiga no se parecía a ella, su rostro hinchado, su piel
magullada, sus labios incoloros.
Mientras estaban reunidos a su alrededor, una enfermera
entró en la habitación, revisando monitores, tubos e
ingresando información en una computadora.
—No hay nada más que puedan hacer —escuchó decir a la
madre de Lexa—. Realmente depende de ella ahora.
Perséfone apretó la mano de Lexa. Ella no le devolvió el
apretón a la suya.
No estaba segura de cuánto tiempo estuvo allí mirando a
Lexa, pero llegó un momento en que se dio cuenta de que
necesitaba irse. La habitación era demasiado pequeña y los
padres de Lexa necesitaban privacidad.
Una vez fuera de la habitación, Sybil se volvió hacia
Perséfone.
—¿Vas a ver Hades?
Ella asintió.
—¿Le pedirás que la salve?
Era como si alguien la hubiera apuñalado en el estómago
y torcido la hoja.
—Haré lo que pueda —respondió.
Una vez que Perséfone estuvo fuera de la vista, se arriesgó
a teletransportarse y terminó en el callejón junto a
Nevernight. Estaba oscuro, húmedo y olía a rancio. Corrió
hacia la entrada donde Mekonnen montaba guardia. Cuando
la vio, sonrió, mostrando los dientes torcidos y amarillos, pero
rápidamente se dio cuenta de que algo andaba mal. Su
sonrisa se desvaneció y cuadró los hombros, pareciendo
agrandarse, como si se preparara para luchar.
—Milady, ¿está todo bien? —Sus palabras fueron duras,
un indicio del monstruo que mantenía a raya.
—Hades —dijo, su respiración salía en jadeos—. Lo
necesito. ¡Rápido!
Mekonnen buscó a tientas y abrió la puerta. Ella se
apresuró a entrar, inmediatamente sofocada por el aire
caliente y la música a todo volumen.
Hizo una pausa al entrar en el club. No sabía dónde
estaba Hades; podía estar en el salón, apostando con
mortales o en su oficina, sentado detrás de ese escritorio
prístino o en el Inframundo, jugando a atrapar a Cerbero.
Se apresuró a bajar las escaleras y atravesó el piso lleno
de gente. Se sentía frenética, como si se le estuviera acabando
el tiempo, pero ese era el problema. No sabía cuánto tiempo
tenía. Casi chocó contra una camarera que sostenía una
enorme bandeja de bebidas. Si hubiera sido otro día, se
habría disculpado, pero estaba en una misión. En cambio,
continuó entre la multitud, empujando a la gente a un lado y
chocando contra hombros. Un hombre se volvió, frunció el
ceño y la agarró del brazo, haciéndola girar para mirarlo.
—¿Qué demonios…?
Cuando vio su rostro, la soltó como si fuera venenosa.
—¡Oh, mierda!
Un segundo después, un ogro se materializó a su lado y
fue arrastrado de su mesa hacia la oscuridad del club.
Perséfone subió los escalones de dos en dos y decidió
comprobar primero la oficina de Hades. Cuando abrió las
puertas, Hades ya estaba al otro lado de la habitación, como
si hubiera sentido su angustia y se dirigiera directamente
hacia ella.
—Perséfone.
—¡Hades! ¡Tienes que ayudar! Por favor…
Soltó un sollozo. Había pensado que estaba bien, que al
menos podría superar esto. Era la parte más importante,
pedir ayuda a Hades. Excepto que no lo era, y justo cuando
empezó a hablar, sus emociones brotaron de ella como una
presa, crudas, dolorosas e indomables.
Hades la tomó en sus brazos, abrazándola mientras todo
su cuerpo temblaba. Sus manos se enredaron en su cabello,
encajando contra la base de su cabeza. Le habría gustado
quedarse allí, sollozando en sus brazos, reconfortada por su
fuerza y su calor. Estaba exhausta, pero fue entonces cuando
se dio cuenta de que no estaban solos.
Había un hombre atado a una silla en medio de la oficina
de Hades. Estaba amordazado, sus ojos estaban abiertos en
par en par y ella tuvo la impresión de que estaba tratando de
llamar su atención gritando tan fuerte como podía.
—Hades…
—Ignóralo. —Hades levantó su mano y Perséfone supo que
estaba a punto de despedir al mortal. Lo detuvo.
—¿Es el mortal que me arrojó la botella hoy?
La mandíbula de Hades se apretó.
—¿Por qué lo torturas en tu oficina y no en el Tártaro?
Los gritos ahogados del mortal aumentaron.
—Porque no está muerto —respondió Hades y luego miró
al hombre—. Aún.
—Hades, no puedes matarlo.
—No lo mataré —prometió el dios—. Pero le haré desear
estar muerto.
—Hades. Déjalo ir.
Los ojos oscuros del dios estudiaron los de ella y parecía
que cuanto más miraba, más se calmaba. Después de un
momento, suspiró y gritó:
—Bien.
El mortal desapareció. Tendría que acordarse de hacer un
seguimiento sobre dónde envió realmente al hombre.
Perséfone no creyó ni por un momento que Hades se hubiera
rendido tan fácilmente.
Hades se sentó y la guio a su regazo, su mano se movió en
círculos tranquilizadores sobre su espalda.
—¿Qué pasó? —No fue exigente, pero había un tono en su
voz que Perséfone reconoció como miedo. No podía culparlo.
Había irrumpido en su oficina sin previo aviso, poco después
de un día en el que había aparecido en las noticias después
de ser atacada. Tardó mucho en responder, tanto que Hades
inclinó la cabeza hacia atrás para poder buscar sus ojos,
haciendo una mueca.
¿Ya sabe lo que le pasó a Lexa? Se preguntó.
Trató de decírselo, pero su boca temblaba tanto que tuvo
que hacer una pausa y respirar profundamente varias veces.
Después de unos minutos de esto, Hades convocó vino. Ella lo
tragó como si fuera agua. La bebida amarga cubrió su lengua,
pero ayudó a sus nervios.
—Empieza de nuevo —dijo Hades—. ¿Qué pasó?
Las palabras salieron más fáciles esta vez.
Mientras hablaba, su expresión pasó de preocupación a
una máscara de indiferencia. Era un movimiento estratégico
en el póquer, una forma de engañar a otro jugador ocultando
sus sentimientos. Pero esto no era un juego, y Perséfone supo
en el fondo que era solo la forma en que Hades se preparaba
para decirle que no podía ayudar.
—Ya no se parece a Lexa, Hades.
Un fuerte sollozo escapó de su garganta. Se tapó la boca,
como si eso pudiera mantener todos sus sentimientos
contenidos.
—Lo siento mucho, querida.
Ella se giró para mirarlo en la silla de felpa.
—Hades. —Su nombre fue un suspiro tembloroso—. Por
favor.
Él apartó la mirada, su mandíbula apretándose para
sofocar su frustración.
—Perséfone, no puedo. —Su tono fue más duro esta vez.
Ella se puso de pie, necesitando distancia. El dios permaneció
sentado.
—No la perderé.
—No lo has hecho —señaló Hades—. Lexa aún vive.
Quería discutir, pero Hades no la dejó.
—Debes darle tiempo a su alma para que decida.
—¿Decidir? ¿Qué quieres decir?
Hades suspiró y se pellizcó el puente de la nariz, como si
temiera la conversación que se avecinaba.
—Lexa está en el limbo.
—Entonces puedes traerla de vuelta.
Perséfone había oído hablar del limbo antes. Hades había
traído un alma de allí para una madre afligida. La esperanza
floreció en su pecho y fue como si Hades pudiera sentirla
porque la estrelló rápidamente.
—No puedo.
—Lo hiciste antes. Dijiste que cuando un alma está en el
limbo, puedes negociar con las Moiras para traerlas de vuelta.
—A cambio de la vida de otro —recordó Hades—. Un alma
por un alma, Perséfone.
—No puedes decir que no la salvarás, Hades.
—No digo que no quiera, Perséfone. Es mejor que no
interfiera con esto. Créeme. Si te preocupas por Lexa, si te
preocupas por mí, dejarás esto.
—¡Estoy haciendo esto porque me importa! —discutió.
Hades frunció el ceño.
—Eso es lo que piensan todos los mortales, pero, ¿a quién
estás tratando de salvar realmente? ¿A Lexa, o a ti misma?
—No necesito una lección de filosofía, Hades —dijo entre
dientes.
—No, pero aparentemente necesitas un control de la
realidad.
Se puso de pie, se quitó la chaqueta y comenzó a
desabotonarse la camisa.
Perséfone frunció el ceño.
—No voy a tener sexo contigo en este momento.
Hades la fulminó con la mirada, pero continuó
desabotonando su camisa. Luego vio marcas negras
emergiendo en su piel, todas eran líneas finas, tatuajes que
envolvían su cuerpo como un hilo delicado.
—¿Qué son? —Comenzó a extender la mano, pero Hades
la detuvo con una mano firme alrededor de su muñeca. Ella
se encontró con su mirada.
—Es el precio que pago por cada vida que he tomado al
negociar con las Moiras —dijo—. Los llevo conmigo. Estos son
sus hilos de vida, quemados en mi piel. ¿Es esto lo que
quieres en tu conciencia, Perséfone?
Lentamente, apartó la mano de la de él y la llevó de nuevo
a su pecho, con los ojos siguiendo las líneas de su piel
dorada. Recordó haberse preguntado cuántos tratos había
hecho cuando hicieron el suyo. No tenía idea de que estaban
escritos en su piel. Aun así, encontró esto frustrante. Hades
había hablado antes de equilibrio, pero esto lo tenía
encadenado. Era uno de los dioses olímpicos más poderosos
y, sin embargo, su poder era limitado.
—¿De qué sirve ser el Dios de los Muertos si no puedes
hacer nada? —Las palabras salieron de su boca antes de que
pudiera atraparlas. Respiró hondo—. Lo siento. No quise decir
eso.
Hades soltó una risa ronca.
—Lo quisiste decir —dijo, y puso su mano en un lado de
su rostro, forzando su mirada de nuevo a la de él. Cuando lo
miró a los ojos, sintió que su corazón se iba a romper en
pedazos. ¿Cómo era que este dios inmortal parecía entender
su dolor?—. Sé que no quieres entender por qué no puedo
ayudar, y está bien.
—Yo solo… no sé qué hacer —dijo y sus hombros se
hundieron. Se sentía derrotada.
—Lexa aún no se ha ido —dijo Hades—. Y, sin embargo, la
lloras. Puede recuperarse.
—¿Lo sabes con certeza? ¿Que se recuperará?
—No.
Sus ojos estaban buscando y ella se preguntó qué era.
Perséfone había venido aquí en busca de esperanza, de
consuelo al saber que Lexa estaría bien sin importar qué y,
sin embargo, Hades no se lo estaba dando. Dejó caer su
cabeza contra su pecho. Estaba tan cansada.
Después de un momento, Hades la tomó en brazos y se
teletransportó al Inframundo.
—No llenes tus pensamientos con las posibilidades del
mañana —dijo mientras la colocaba en la cama. Presionó un
beso en su frente y todo se oscureció.
XIII

Un Toque de Pánico

Perséfone se despertó a la mañana siguiente con los ojos


pegajosos y dolor de cabeza. Su sueño había sido
intermitente, los acontecimientos del día fluctuaron,
golpeándola con fuerza, evocando un estallido de tristeza y
emoción cruda, y luego retrocediendo hacia una especie de
estupor entumecido.
Cuando se incorporó, alguien llamó a su puerta y Hécate
asomó la cabeza.
—Buenos días, querida —dijo—. Te he traído algo de
desayuno.
Algo espeso se había asentado en el fondo de su garganta
y pensó que podría vomitar. No había forma de que pudiera
comer en este momento, no con la forma en que su estómago
se revolvía.
—No, gracias, Hécate. No tengo hambre.
La diosa frunció el ceño.
—Entonces, siéntate conmigo un rato. Quizás cambies de
opinión.
—Lo siento, Hécate. No puedo —dijo Perséfone, ya de pie
—. Necesito ir al hospital.
Revisó su teléfono, pero no había mensajes de texto de la
madre de Lexa ni de Jaison. Esperaba que fuera una buena
señal. Se apresuró a entrar en el baño contiguo y se frotó el
rostro. El agua fría se sentía bien contra su piel enrojecida.
—Realmente deberías comer algo —dijo Hécate—. Le
agradaría a Hades.
Podría complacer a Hades, pero Perséfone estaba segura
de que se enfermaría si comía.
—¿Dónde está Hades? —preguntó, saliendo del baño.
Había estado a su lado durante la mayor parte de la noche,
despertando cada vez que ella se levantaba de la cama para
sonarse la nariz o lavarse el rostro.
La diosa se encogió de hombros.
—No lo sé. Me llamó esta mañana temprano. No quería
molestarte.
No estaba segura de por qué, pero no saber dónde estaba
Hades en este momento la inquietaba. No pudo evitar dónde
vagó su mente: ¿estaba resolviendo las cosas con Leuce? Ella
le había pedido que le diera un lugar para vivir y que le
devolviera el trabajo, pero no había visto a la ninfa. Supuso
que podría preguntar hoy, ya que tenía programado
encontrarse con Leuce más tarde. Era parte del trato que
había hecho para ser mentora de la ninfa.
—Siento lo de Lexa, Perséfone —dijo Hécate finalmente.
El sentimiento hizo temblar a Perséfone y se le llenaron
los ojos de lágrimas.
—No debería haber sido ella.
Hécate no dijo nada y Perséfone se aclaró la garganta.
Después de vestirse, tomó su teléfono y su bolso.
—Tomaré café si tienes —le dijo a Hécate mientras se
preparaba para salir.
—Eso no es sustento.
—Sí, lo es… es cafeína.
Hécate frunció el ceño, pero obedeció, convocando una
humeante taza de café.
—Gracias, Hécate —dijo Perséfone—. Cuando veas a
Hades, dile que desayuné.
—Eso sería mentira —discutió.
—No, no lo es. Sabe lo que significa el desayuno para mí.
Hécate negó, haciendo una mueca, pero no discutió.
Perséfone abandonó Nevernight a pie. Ya hacía calor y ni
siquiera era mediodía. El calor se enroscó alrededor de su piel
mientras caminaba, humedeciendo su ropa y haciendo que su
cabello se le pegara al cuello y rostro. Probablemente debería
haber tomado el autobús o pedirle a Hécate que llamara un
transporte, pero realmente quería estar sola.
—¡Perséfone! —Miró hacia arriba. Alguien al otro lado de
la calle la había llamado por su nombre. No los reconoció,
pero ahora miraba a ambos lados de la carretera en un
intento de cruzar. Aceleró el paso.
—¡Perséfone!
Volvió a mirar hacia atrás. La persona había cruzado la
calle y ahora corría hacia ella.
—¡Perséfone Rosi, espera!
Se encogió al escuchar su nombre dicho tan fuerte,
atrayendo miradas de espectadores curiosos.
—¿Perséfone? —Otra voz se unió—. ¡Oye, es Perséfone
Rosi! ¡Amante de Hades!
Un hombre se paró frente a ella y le preguntó:
—¿Puedo tomar una foto?
Ya estaba sosteniendo su teléfono.
—Lo siento, no. Tengo prisa. —Perséfone esquivó al
hombre y continuó por la acera.
—¿Cómo es Hades? —llamó alguien.
—¿Se enojó por el artículo que escribiste?
—¿Cómo lo conociste?
Las palabras se agolparon como la gente fuera de la
Acrópolis. Mantuvo los brazos cerca de su cuerpo y la cabeza
gacha para que no pudieran tomar fotografías de su rostro.
¿Pensaron que agobiarla forzaría que respondiera? Quizás
pensaron que el miedo haría el truco.
—¡Dejen de seguirme! —gritó finalmente, sintiéndose
claustrofóbica y un poco aterrorizada.
Perséfone echó a correr, tratando de escapar de la
multitud que se había formado a su alrededor. Gritaban su
nombre, preguntas y cosas horribles. Cruzó la calle y se
deslizó por un callejón. Justo cuando salía, fue agarrada por
el hombro y arrastrada. Se retorció y golpeó a su agresor.
Sus nudillos se encontraron con el rostro duro como una
piedra de Hermes.
—¡Joder! —maldijo. Sacudiendo sus dedos—. ¡Hermes!
Sus cejas se levantaron para encontrarse con la línea de
su cabello.
—Tengo que decir que las mujeres están placenteramente
comprometidas conmigo cuando esas dos palabras salen de
su boca.
—¡Se fue por aquí! —gritó alguien.
Perséfone se encontró con la mirada de Hermes y le
espetó:
—¡Sácame de aquí!
Él sonrió.
—Como desees, Diosa de las Blasfemias.
Hermes se teletransportó y una vez que llegaron sanos y
salvos al jardín de la azotea del hospital, soltó un grito de
frustración.
—¡No puedo ir a ningún lado! ¿Cómo eres un dios,
Hermes?
El dios se encogió de hombros, con una sonrisa en su
rostro.
—No es tan malo. Somos venerados y adorados.
—Y odiados —finalizó Perséfone.
—Habla por ti —respondió Hermes.
Perséfone lo miró con enfado y luego suspiró, pasando los
dedos por su cabello. Tenía que admitir que estaba un poco
conmovida por lo que había sucedido en la calle.
—Sefy, si no te importa que te diga… en algún momento,
tendrás que aceptar que tu vida ha cambiado.
Miró al dios, confundida.
—¿Qué dices?
—Digo que probablemente no puedas simplemente
caminar por la calle como quieres. Estoy diciendo que vas a
tener que empezar a actuar como una diosa… o al menos la
amante de un dios.
—¡No me digas qué hacer, Hermes! —No quería sonar tan
frustrada, pero este no era el momento para tener esta
discusión.
—Está bien, está bien —dijo, levantando las manos—.
Solo intento ser útil.
—Bueno, no lo eres.
Él le ofreció una mirada aburrida, sin parecer en absoluto
frustrado por lo malcriada que estaba siendo.
—¿Era esto realmente necesario?
Ella suspiró.
—No… lo siento, Hermes. Las cosas son realmente…
horribles en este momento.
—Está bien, Sefy. Avísame si necesitas que te lleve.
Él le guiñó un ojo y la dejó sola en el techo.
Antes de ir al hospital, Perséfone llamó al trabajo. Con
cada tono, la ansiedad se acumuló en su estómago. Había
pasado de disfrutar de la compañía de Demetri a temer verlo.
—Perséfone —respondió Demetri—. Cómo está tu amiga.
—No… no está bien —dijo Perséfone—. No iré hoy.
—Por supuesto —dijo—. Toma todo el tiempo que
necesites.
La simpatía en su voz la hizo rechinar los dientes. Este
hombre la desorientaba. Podía ser considerado cuando quería
y vengativo cuando tenía que serlo.
—Voy a necesitar una extensión de la exclusiva —dijo.
Contuvo la respiración mientras esperaba que él hablara.
Finalmente, él dijo:
—Veré qué puedo hacer, pero Perséfone… no puedo hacer
ninguna promesa.
Esa no era la respuesta que estaba buscando y sintió un
retorcimiento inquietante en su estómago.
—Si me quieres como empleada, Demetri, no me
presionarás en esto.
Él suspiró y se lo imaginó frotándose los dedos entre las
cejas como si tuviera dolor de cabeza. Lo había visto hacerlo
en múltiples ocasiones, especialmente cuando había estado
mirando la pantalla de su computadora demasiado tiempo.
—Me ocuparé de eso —dijo—. Solo… cuida de tu amiga…
y de ti.
Colgó sin dar las gracias.
Cuando llegó al segundo piso del hospital, supo por la
madre de Lexa que el médico la había visitado esta mañana.
Dijo que los signos vitales de Lexa estaban mejorando.
Perséfone sintió que su pecho se hinchaba de esperanza.
—Esas son buenas noticias, ¿verdad?
—Es positivo —respondió—. Su verdadera preocupación
es su cerebro.
Eliska continuó explicando que Lexa tenía contusiones
cerebrales y que se desconocía el alcance de sus lesiones,
pero que podían variar de leves a graves.
A Perséfone no le gustaron esas probabilidades.
La esperanza que había sentido hace un momento se hizo
añicos.
No había mucho que hacer en el hospital, así que se
acercó a una ventana y sacó su computadora portátil. Tenía
la intención de ponerse al día con las noticias, pero su mente
se enredó en las palabras de Hermes.
Vas a tener que empezar a actuar como una diosa.
—¿Y eso qué significa? —murmuró para sí misma.
¿Estaba tratando de decirle que necesitaba ser como Afrodita
o Hera? Perséfone no estaba interesada en renunciar a las
cosas que la ataban al mundo de los mortales. Eran alrededor
de lo que había formado su identidad cuando llegó a Nueva
Atenas, y ahora parecía que se lo estaban arrebatando.
Todos querían que fuera alguien que no era.
Perséfone se distrajo leyendo sobre Apolo.
Al final resultó que, ahora otros estaban presentando
historias como la que Perséfone había publicado en Noticias
Nueva Atenas, casos en los que Apolo había amenazado con
desmantelar las carreras de sus amantes si lo dejaban.
Se preguntó si era por eso que aún no tenía noticias de
Apolo.
“Estas nuevas acusaciones surgieron pocos días
después de que la amante de Hades, Perséfone Rosi,
publicara un artículo mordaz sobre el dios”.
Aun así, el artículo se negaba a culpar al Dios de la
Música, afirmando:
“Las acusaciones aún no se han confirmado. Divine
Entertainment se ha comunicado con los representantes
de Apolo, aunque se han negado a emitir una declaración
en este momento”.
Probablemente porque Apolo necesita un nuevo oráculo,
pensó.
Perséfone notó algo verde en su periferia y se volvió para
encontrar enredaderas que brotaban del alféizar de la ventana
y trepaban por el cristal. Impulsadas por su ira, estaban
creciendo rápidamente. Golpeó su mano contra ellas, como si
estuviera aplastando un insecto y las destrozó.
Dioses, era un desastre.
—¿Estás bien? —Perséfone saltó y se volvió para
encontrar a Jaison.
Se veía horrible.
—¿Has dormido? —preguntó.
Él le ofreció una sonrisa cansada.
—Aquí y allá.
—Deberías descansar —dijo—. Puedes ir a nuestro
apartamento. Está más cerca que el tuyo.
—Yo no… ¿Y si pasa algo mientras no estoy? ¿O dormido?
¿Qué pasa si me pierdo…?
Perséfone sabía lo que iba a decir, ¿y si se perdía
despedirse? No respondió a eso porque se preguntaba lo
mismo.
—Los médicos dijeron que sus signos vitales estaban
mejor hoy.
Jaison solo asintió. Algo más estaba en su mente. Tocó el
suelo con la punta del pie, las manos en sus bolsillos y luego
se sentó en el alféizar de la ventana ya abarrotado. Perséfone
se movió y lo miró fijamente.
—¿Hades dijo que podía ayudar? —habló rápido, como si
quisiera pronunciar las palabras para que esta conversación
pudiera terminar.
Perséfone no pensó que esa pregunta dolería tanto, pero le
robó el aliento. Apretó los labios con fuerza, se le
humedecieron los ojos.
—Dijo… que aún no la hemos perdido.
Jaison asintió.
—Lo supuse.
Las cejas de Perséfone se juntaron.
—¿Qué quieres decir?
Se encogió de hombros, eligiendo no mirarla.
—Es el Dios de los Muertos, no el Dios de los Vivos. ¿Por
qué salvaría una vida cuando puede conseguir otro residente?
—Hades no es así —dijo Perséfone—. Hay más de lo que
piensas. Las Moiras…
—Eso dice —respondió Jaison—. Pero… ¿Cómo sabes
realmente que eso es cierto?
—Jaison. —Su voz temblaba mientras hablaba. Creía a
Hades porque había visto los hilos en su piel, uno por cada
vida que había negociado.
—Lo defiendes, pero, ¿qué dice de él? ¿Que ni siquiera te
ayudará cuando más lo necesites?
Porque no lo necesito más en este momento. Lexa me
necesita, pensó.
—Eso no es justo, Jaison.
—Quizás tengas razón —respondió el mortal—. Lo siento,
Sef.
No le dijo que estaba bien porque no era así. Las palabras
de Jaison fueron poco amables y, lo que es peor, se hundieron
bajo su piel.
¿La negativa de Hades a ayudarla significaba que no la
amaba tanto como ella pensaba?
Eso es ridículo, se regañó.
Y, sin embargo, se preguntó, ¿cómo podía verla sufrir así?
Sin cambios en la salud de Lexa, Perséfone decidió acudir
a su cita con Leuce. Iba a encontrarse con la ninfa en La
Perla, una boutique propiedad de Afrodita ubicada en el
distrito de la moda de Nueva Atenas.
Ilias había logrado programar un evento de compras
privado para ella y la ninfa. También hizo arreglos para que
Antoni la llevara, algo por lo que estaba agradecida después
de la desastrosa caminata de esta mañana hacia el hospital.
Perséfone entró en la tienda en cuanto llegó. La boutique
olía a rosas y era exactamente lo que esperaba de la Diosa del
Amor. La alfombra a sus pies era blanca y peluda, las sillas
lujosas y adornadas con piedras preciosas, y cada tono
relucía.
Perséfone deambuló por la tienda, sus dedos rozando la
tela suave e inspeccionando finas gemas.
—A Lexa le encantaría este lugar —dijo en voz alta.
—Estoy segura de que lo haría —respondió una voz.
Perséfone giró. Afrodita se apoltronaba en un diván en su
propia boutique. Estaba vestida con algo que parecía lencería:
un traje rosa y una túnica rosa transparente. El atuendo
resaltaba sus suaves curvas. Sus cabellos rubios brillantes se
extendían alrededor de su cabeza. Perséfone se preguntó si se
había caído de esa manera en la silla o si se había posado.
No pondría la pose más allá de Afrodita.
—Afrodita —dijo Perséfone, sorprendida de ver a la diosa.
—Perséfone.
—No sabía que estarías aquí.
—Oh, solo vine a ver cómo estabas —dijo—. Vi las
noticias.
—Tú y todos los demás —murmuró Perséfone—. Estoy
bien, como puedes ver.
La diosa rubia arqueó una ceja.
—Veo que tu vida sexual es vibrante.
Perséfone se puso rígida y luego entrecerró los ojos.
—¿Cómo sabes eso?
—Puedo olerlo —dijo—. Hades está sobre ti. Debe haber
sido una noche salvaje. ¿Sexo de reconciliación?
—Ese es un poder horrible —dijo Perséfone, y Afrodita se
encogió de hombros—. ¿Y tú? —preguntó—. ¿Cómo estás?
La diosa pareció sorprendida por su pregunta, como si
nadie hubiera preguntado nunca.
Frunció el ceño y sus bonitas cejas pálidas se juntaron
sobre sus ojos penetrantes. Perséfone notó el cambio en su
expresión; parecía confundida, como si no estuviera segura de
por qué la pregunta había provocado emoción. Finalmente, la
diosa respondió.
—No lo sé.
Era la Afrodita más honesta que jamás había visto, y a
Perséfone le hubiera gustado explorar el dolor que sentía
debajo de esas palabras, pero la puerta sonó y Leuce entró en
la tienda.
Afrodita se aclaró la garganta y sonrió a Perséfone.
—Bueno, es hora de que me vaya.
—Espera. Afrodita. —Perséfone la detuvo—. Lo… siento. Si
alguna vez necesitas hablar…
—No lo necesito —dijo la diosa rápidamente, y luego
ofreció una sonrisa torcida—. Quiero decir… gracias,
Perséfone.
Con eso, se fue.
—¿Perséfone? —preguntó Leuce. La ninfa parecía pálida
bajo las brillantes luces de Afrodita. Se relajó cuando
encontró a Perséfone en la habitación contigua—. Oh, Dios.
Estás aquí.
—¿No esperabas que estuviera aquí?
La ninfa se encogió de hombros incómodamente y luego
admitió:
—No te culparía si decidieras que no quieres hacer esto.
La mirada de Perséfone se endureció un poco.
—Cumplo mi palabra, Leuce.
—Lo sé —dijo—. Estoy… acostumbrada a la decepción,
eso es todo. Lo siento.
Perséfone frunció el ceño, sintiendo simpatía por la ninfa.
Aparecieron dos empleadas, tomaron los abrigos y
carteras de Perséfone y Leuce y les dieron una copa de
champán.
—La tienda es suya —dijo una de las empleadas—.
Estamos aquí para servir.
A ambas les tomó tiempo para animarse a comprar, pero
pronto Leuce estuvo entregando un montón de ropa a las
empleadas.
—¿Estás planeando reemplazar tu guardarropa? —
preguntó Perséfone.
—No… pero pensé, ¿por qué no probarlo todo? No es
probable que tengamos otra oportunidad como esta.
Perséfone sonrió un poco. Sonaba como Lexa.
—¿No te vas a probar nada? —preguntó Leuce.
—No lo creo. No necesito nada.
—No se trata de necesitar —dijo Leuce—. Es por diversión.
—Adelante —animó—. Estoy contenta de sentarme aquí y
beber.
Leuce frunció un poco el ceño, pero desapareció en el
vestuario.
Perséfone realmente deseaba que Lexa estuviera aquí.
Esto era lo suyo. Cuando se conocieron en la universidad,
Lexa la había llevado a esta misma boutique. Se rieron, se
probaron vestidos y bebieron jugo de uva espumoso. Fue la
primera vez que le dijeron que sus “colores” eran rojo, dorado
y verde, la primera vez que alguien que no fuera su madre le
había dicho que era hermosa, la primera vez que sintió que
alguien lo decía en serio.
Había sido un día maravilloso.
Los recuerdos de Perséfone fueron interrumpidos por el
timbre de su teléfono. Era Jaison.
Respondió, con el corazón acelerado en su pecho.
—¿Está todo bien? —Ni siquiera dijo hola.
—Sí, Perséfone. Quería hacerte saber que Lexa acaba de
salir de la cirugía.
—¿Qué? ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque todo está bien.
¿Cómo podía ir todo bien cuando Lexa tenía que ser
operada? Perséfone no pudo evitar pensar que Jaison había
hecho esto con un propósito debido a su incapacidad para
convencer a Hades de que la ayudara.
—¿Y si todo no hubiera estado bien?
—Es por eso que no te lo dije antes. —Su frustración era
evidente en su tono—. Te asustas y empeora todo.
De acuerdo, esas palabras duelen.
—Tenía una hemorragia interna. Lo detectaron a tiempo y
ahora está estable y de vuelta en la UCI.
—¿Me asusto? Disculpa que me preocupe mi mejor amiga,
Jaison.
—Sí, bueno, ella es mi novia.
La línea se cortó y Perséfone se apartó el teléfono de la
oreja para descubrir que Jaison le había colgado.
¿Qué diablos estaba pasando?
De repente, no podía respirar y su corazón se sentía como
si latiera en su cabeza, irregular y rápido. Miró a su
alrededor, con la visión borrosa y lo único que podía pensar
era que se estaba muriendo.
Salió corriendo de la tienda.
Escuchó que la llamaban por su nombre mientras se
marchaba.
—¡Lady Perséfone!
Corrió por la acera y se detuvo en un callejón. Se apretó
contra los ladrillos y se inclinó, respirando profundamente.
—¿Lady Perséfone? ¿Estás bien?
Leuce la había seguido mientras huía. Perséfone tardó un
momento, pero finalmente se enderezó. Su pecho subía y
bajaba.
—¿Está bien si no compramos?
Los ojos de Leuce eran grandes, extrañamente inocentes,
y asintió.
—Por supuesto. Lo que quieras.
—Café —dijo Perséfone.
—Claro.
Fueron a The Coffee House. Era el único lugar donde
Perséfone sentía que aún podía ir sin que la molestaran. Pidió
dos cafés con leche de vainilla, uno para ella y otro para
Leuce, que nunca antes había tomado café.
Se sentaron una frente a la otra. Perséfone mantuvo sus
manos ahuecadas alrededor de su bebida, mirando cómo la
hoja de espuma encima se derretía en la nada.
—¿Cómo hacen esta imagen? —preguntó Leuce,
inspeccionando la espuma como un espécimen raro.
—Con mucho cuidado —respondió Perséfone.
La ninfa tomó un sorbo tentativo.
—Hmm —tarareó y tomó un trago más grande. Perséfone
recordó la primera vez que había tomado café. En realidad, no
le había gustado mucho, pero Lexa había afirmado que era
porque había tomado café solo.
Había tenido razón, agrégale un poco de crema, y era su
bebida favorita.
—Solo espera a probar el chocolate caliente —comentó
Perséfone.
Los ojos de Leuce se abrieron de par en par.
El silencio se extendió entre ellas. Perséfone mantuvo la
mirada fija en su bebida. No estaba segura de qué decirle a
Leuce y su cuerpo se sentía extraño. Su pánico anterior hizo
que sus entrañas se sintieran temblorosas.
—¿Quieres hablar de antes? —preguntó Leuce.
Perséfone se encontró con la mirada de la mujer y negó.
—Preferiría que no.
La ninfa asintió.
—Lamento que tu amiga esté enferma.
—No está enferma. —Perséfone no quiso decir las palabras
bruscamente, pero simplemente salieron de su boca. Además,
todavía estaba un poco asustada por lo de antes—. Está
herida. Estaba herida.
—Lo siento. —La voz de Leuce fue un susurro.
Los hombros de Perséfone se hundieron.
—Gracias. Lo siento. Es… difícil.
Leuce asintió.
—Lo sé.
Perséfone encontró su mirada y la ninfa le explicó.
—Me desperté hace unos días y todo lo que conocía había
cambiado. La mayoría de mis amigos están muertos. —Se
detuvo—. Estaba enojada al principio. Creo que todavía lo
estoy.
Perséfone no estaba segura de qué decir, pero era sincera.
Ahora que se había alejado de la situación, ahora que su ira
hacia Hades había disminuido, podía pensar desde el punto
de vista de Leuce.
—Lo siento, Leuce.
Se encogió de hombros.
—Al menos soy libre.
Era extraño sentarse frente a esta mujer y darse cuenta de
lo similares que eran en realidad.
—¿Estabas… consciente mientras estabas encarcelada?
—No —dijo—. Creo que eso podría haber sido peor. Quizás
fue una misericordia.
Perséfone se mordió el labio. Hablaban de Hades, pero de
forma indirecta.
—Yo no… lo culpo por su enojo —dijo—. Lo traicioné. No
fue una buena relación. No fue lo que tienes.
—¿Cómo sabes lo que tengo? —preguntó Perséfone.
—Tienes amor —respondió—. Él te ama.
Perséfone apartó la mirada. Realmente no quería hablar
de Hades con su ex amante. Leuce pareció darse cuenta de
esto y cambió de tema.
—Tu amiga, ¿se está recuperando bien?
Perséfone no estaba segura de cómo responder a eso, en
realidad estaba igual. Negó.
—Solo desearía poder curarla.
Leuce guardó silencio por un momento y luego respondió:
—Creo que puedo ayudar.
Perséfone se encontró con la mirada de la ninfa y ella se
inclinó hacia delante para susurrar.
—¿Has oído hablar de los magos?
Había escuchado. Eran mortales practicantes de magia
oscura. No sabía mucho sobre ellos, aparte del hecho de que
Hécate a menudo tenía que limpiar después de sus hechizos.
Leuce le ofreció una pequeña sonrisa.
—Puedo notar que sí. ¿Qué has escuchado?
—Nada bueno —respondió ella.
—No lo son —dijo Leuce—. Eso es algo que no ha
cambiado desde la antigüedad, pero algunos, los que son
buenos en su trabajo, pueden crear algunos hechizos
poderosos.
—¿Qué tipo?
—De cualquier tipo: hechizos de amor, hechizos de
muerte, hechizos de curación.
—Esa es magia ilegal.
Era ilegal porque iba en contra de los dioses. Los hechizos
de amor eran el territorio de Afrodita, la muerte, Hades, y la
curación, de Apolo.
—Ilegal, sí, pero muchos preferirían deberle a un mortal
que a un dios. No digo que tengas que aceptar un contrato
con un mago, pero… puedo meterte en el mismo club que
ellos. Si atraes su atención, consigues una audiencia con
ellos.
—¿Y cómo saben que quiero una audiencia?
—Porque nadie va allí a menos que quiera algo. Toma —
dijo Leuce, sacando una tarjeta de su bolsillo y
entregándosela. Era negra. Un nombre estaba grabado en la
superficie.
Lo leyó en voz alta.
—¿Iniquity?
—El club es fiel a su nombre. Es una guarida de maldad y
pecado. No es un lugar para ti.
Perséfone ofreció una pequeña sonrisa sin humor.
—No me conoces muy bien si crees eso.
—Tal vez no, pero sé que Hades me volvería a convertir en
un árbol si supiera que te lo estoy contando, pero… podría ser
la única forma de salvar a tu amiga a menos que quieras
hacer un trato con Apolo.
Eso era un gran no.
—¿Qué tan pronto puedes hacerme entrar?
—Mañana, si quieres.
Perséfone golpeó la tarjeta contra su palma.
—Hades se enojará si se entera.
Leuce sonrió.
—Él siempre se entera.
—Te protegeré —respondió ella.
—No estoy preocupada por mí —dijo Leuce—. ¿Quién te
protegerá?
—¿De Hades? —La pregunta la sorprendió, pero conocía la
respuesta. No podía protegerse de su amante. El aire entre
ellos estaba crudo. Incluso si hubiera querido, no había nada
que pudiera hacer contra el Dios de los Muertos.
—Yo no tengo protección contra Hades.
XIV

Iniquidad

Perséfone necesitaba estar en Iniquity a medianoche.


Al principio del día, le había dicho a Hades que se
quedaría en su apartamento para estar con Sybil. En cambio,
pasó la noche preparándose.
Su vestido era revelador, por decir lo menos, y se preguntó
qué diría Hades si lo viera. Llevaba una blusa de malla
entrecruzada con escote alto, mangas largas y una falda
negra corta. Lo combinó con un bralette negro y tacones de
tiras.
—Te ves impresionante —dijo Sybil. Se paró en la entrada
de Perséfone en pijama, una camisa azul y pantalón corto
gris.
—Gracias.
—No te ves emocionada de salir.
—No es por diversión.
Sybil asintió.
—¿Tienes que ir?
—Eso creo. —Se encontró con la mirada de Sybil—. ¿Hay
algo que deba saber?
No estaba completamente segura de cómo funcionaban los
poderes de Sybil, pero le gustaba pensar que, si se enfrentaba
a algo peligroso, Sybil se lo haría saber, pero el oráculo negó.
En cambio, se apartó del marco de la puerta y dijo:
—Te llamaré un taxi.
Sybil desapareció.
Perséfone volvió a mirar su reflejo. Casi no reconoció a la
persona que le devolvía la mirada. Estaba diferente,
cambiada.
Es oscuridad, pensó.
Pero no era Hades quien la hizo salir a la superficie.
Era el dolor por Lexa la que lo había desatado.
Sybil regresó.
—El taxi está aquí.
—Gracias —dijo Perséfone. Respiró hondo, sintiendo como
si no pudiera respirar lo suficientemente hondo. Recogió su
bolso de mano y su teléfono, y cuando se dio la vuelta para
irse, encontró a Sybil todavía de pie en la puerta, mirándola.
—Hades no sabe a dónde vas, ¿verdad?
Perséfone abrió la boca y luego la cerró. No había
necesidad de responder, Sybil ya lo sabía. Así que, en cambio,
dijo:
—No es que no pueda encontrarme.
El oráculo asintió.
—Solo… ten cuidado, Perséfone. Sé que quieres salvar a
Lexa, pero, ¿qué destruirás para llegar allí?
Esas palabras la estremecieron. No le gustó lo que
insinuaban. Todo lo que Perséfone quería era que todo
volviera a ser como era antes del accidente de Lexa.
—Pensé que dijiste que no había nada que necesitaba
saber.
El oráculo esbozó una sonrisa irónica.
—Tú no haces promesas, y los oráculos hablan con
acertijos.
Justo.
Perséfone había aprendido mucho sobre los oráculos por
Sybil. Podían escuchar profecías, pero las escuchaban de la
forma en que las decían. La forma de interpretarla dependía
de quien la recibía.
Perséfone eligió interpretar esto como: no hay otra manera,
y por eso se fue a Iniquity.
Reprimió la ansiedad que estalló en su estómago cuando
le dijo al conductor su destino. Él la miró por el espejo
retrovisor. El nombre claramente lo hizo sentir incómodo,
pero no dijo nada, solo asintió y arrancó en la noche.
Perséfone se sentó en el asiento trasero y miró su teléfono.
Era un hábito porque solía hablar con Lexa todo el
tiempo, pero no había mensajes nuevos, ninguno de Lexa, ni
actualizaciones de Jaison o de la madre de Lexa, nada.
Pasó el viaje leyendo mensajes de texto anteriores de Lexa
y cuando el taxi se detuvo, tenía los ojos llorosos y la garganta
llena de lágrimas. La emoción era motivadora. Hizo que fuera
más fácil tragarse su culpa y mirar por la ventana.
El auto se había detenido frente a un sencillo edificio de
ladrillos. El nombre no se encontraba en ninguna parte del
exterior.
Dudó antes de salir.
—¿Es el lugar correcto? —preguntó.
—Dijiste Iniquity, ¿verdad? —preguntó el conductor,
señaló el edificio—. Ese es.
Dejó el taxi y se quedó fuera sola, desconcertada por el
silencio. Había esperado una multitud similar a Nevernight a
pesar de que Leuce había dejado claro que Iniquity era
diferente. Solo se accedía por invitación, exclusivo para los
más bajos de la sociedad. Se estremeció y echó a andar por el
callejón. El taxista la había dejado en la parte delantera del
edificio, pero Leuce había sido clara en sus instrucciones: La
entrada está por la parte de atrás, baja las escaleras, toca una
vez.
Se dirigió a un callejón con poca luz y encontró la puerta.
Hizo lo que le indicaron y se abrió una ranura en la puerta.
Saltó, pero no pudo ver nada a través de la abertura. Le tomó
un momento recordar su contraseña.
—Parabasis —dijo.
La palabra tembló por todo su cuerpo, su significado
sacudió sus cimientos.
Cruzar intencionalmente una línea.
Sabía que eso era lo que estaba haciendo, pero tenía que
intentarlo.
Lexa la necesitaba, ella necesitaba a Lexa.
Quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta cerró
la ranura y abrió. Vacilante, entró en el club. Como
Nevernight, todo estaba en completa oscuridad. Quien
ocupaba el espacio con ella no era visible, pero los sentía.
No dijeron nada, simplemente pasaron junto a ella.
Después de un breve momento, un juego de cortinas se abrió
al frente, y la dejaron entrar en un mundo desconocido
coloreado de rojo, lleno de gemas, plumas y luces ardientes.
El piso del club estaba lleno de gente. Un escenario se elevaba
sobre la multitud, enmarcado con cortinas carmesí y
bombillas encendidas. Allí bailaban mujeres vestidas con
sujetadores relucientes, medias de rejilla y tocados enormes.
Eran glamorosas, sincronizadas y eróticas, balanceándose
con música sensual.
Perséfone se quedó congelada, extasiada.
El aire a su alrededor era caliente, pesado y aromatizado a
vainilla. Lo inhaló y llenó sus venas como su magia,
temblando por su cuerpo, calentando su piel. Giró el cuello y
hombros, aflojando los músculos tensos, relajándose con la
música. La parte de su mente que le decía que estuviera
nerviosa se estaba desvaneciendo.
Una mano se deslizó en la suya y se giró para encontrar a
Leuce de pie detrás de ella. No habló, simplemente arrastró a
Perséfone a lo largo de la pared trasera hacia un pasillo
oscuro.
—Este lugar… —susurró Perséfone.
—Está destinado a atrapar, Perséfone. —Leuce colocó sus
manos a ambos lados del rostro de la diosa—. Mantente
lúcida y concéntrate en tu tarea. El aire aquí es tóxico. Te
atraerá, una corriente de la que no puedes escapar.
—Habría sido una gran información antes de llegar aquí
—dijo, un poco irritada.
La ninfa sonrió.
—No hay nada que pudiera haber hecho para prepararte.
O eres de voluntad fuerte o no. Así es como te elegirán.
Perséfone se centró en la ninfa. Sus ojos blancos como el
hielo eran intensos. Fue entonces cuando notó cómo vestía la
chica. Su cabello blanco estaba rizado y peinado. Llevaba
lápiz labial rojo brillante y su atuendo era un vestido corto
con borlas plateadas que brillaba como todas las estrellas en
el cielo. Parecía una de las bailarinas en el escenario.
—¿Trabajas aquí?
Una vez más, era información que le hubiera gustado
tener antes de llegar, pero Leuce no parecía pensar que fuera
importante.
—Concéntrate en tu tarea, Perséfone. Querías esto,
¿recuerdas?
Eso casi sonó como una amenaza.
Miró a la mujer con ojos destellantes. De repente quiso
recordarle a Leuce quién era en realidad.
—Entonces dime qué hacer. ¿Cómo me aseguro de que me
vean?
—Bailas —respondió Leuce—. Si están interesados,
vendrán a ti.
Perséfone miró por encima de su hombro, donde cientos
de personas estaban apiñadas en la pista.
—¿Me estás diciendo que todas estas personas están aquí
por lo mismo?
—No por lo mismo —dijo—. Pero están aquí porque
quieren algo.
—Leuce, ¿qué más sucede aquí además de la magia ilegal?
—Esa no es una conversación que quieras tener,
Perséfone. Créeme.
Entonces se fue y Perséfone fue tragada por la multitud.
Durante unos segundos, fue como luchar contra una
corriente, sin gracia y en pánico, pero como antes, descubrió
que había algo fascinante en la música. Parecía vibrar a lo
largo de su piel, filtrarse a través de sus poros, hasta que se
movió con el ritmo, meciendo las caderas y levantando los
brazos por encima de su cabeza. El sudor le cubría la frente y
las imágenes de noches sensuales con Hades se tambaleaban
por su cabeza: su boca suave sobre la de ella, su lengua
sedosa lamiendo la piel sensible, su cuerpo brillante y
caliente, su pene engrosándose, estirándose, exigente. Su
respiración se entrecortó y un gemido escapó de su boca.
Se sentía rabiosa, hambrienta, desesperada.
Empeoró.
Sus recuerdos fueron repentinamente infiltrados por otro
rostro, no era su cuerpo debajo de Hades, era Leuce, su
espalda estaba arqueada, su cabeza echada hacia atrás, su
boca abierta mientras gritaba el nombre de su amante.
Fue suficiente para romper el hechizo que la música había
lanzado sobre Perséfone. De repente, volvió a ser consciente
de lo que la rodeaba: los cuerpos la flaqueaban, sus pieles
empapadas de sudor rozaban la de ella.
Manos agarraron sus caderas y un cuerpo se movió detrás
de ella. Se volvió hacia un hombre vestido con ropa oscura y,
bajo la luz roja, sus ojos eran negros. Al principio, se
preguntó si él estaba allí para llamarla, pero su mano
permaneció sujeta a sus caderas. Lo empujó hacia atrás, con
la intención de romper el contacto con él, cuando otro par de
manos la sujetaron por los hombros.
Perséfone se soltó de su agarre, su corazón se aceleró, su
magia se encendió en su sangre, pero cuando se volvió para
mirar a la otra persona que la había tocado, ambos hombres
desaparecieron entre la multitud.
Nerviosa, se abrió paso entre la masa de gente hasta que
alcanzó el borde exterior de la pista de baile. Buscó
oscuridad, deseando convertirse en sombra, y la encontró
cuando se apoyó contra una pared en la entrada de un
pasillo.
Su cuerpo todavía temblaba por los recuerdos que había
conjurado en la pista de baile. Estaba excitada y enojada a la
vez. ¿Qué clase de magia horrible alentaba pensamientos tan
lascivos? ¿Y por qué se habían transformado en algo que le
daba ganas de vomitar? No quería pensar en Leuce y Hades
juntos. No quería pensar que lo que tenían en común era que
ambas conocían muy bien el cuerpo de Hades.
Le gustaba pensar que conocía un Hades diferente, y que
la forma en que él la persuadía para que llegara al orgasmo
era diferente a cómo había tratado a las demás.
Se sintió ridícula cuando estos pensamientos pasaron por
su cabeza. Quizás la magia que la había dominado en la pista
de baile todavía se aferraba a su aura.
Mientras se escondía en la oscuridad, la multitud
palpitando en la pista de baile frente a ella, algo fue
repentinamente empujado en su puño cerrado. La sensación
fue extraña y repentina, mágica, se dio cuenta cuando abrió
la mano y encontró un trozo de papel. Desdoblándolo, había
un número escrito con tinta. 777. Debajo del número había
una flecha, como si le indicara que caminara por el pasillo.
Miró a su alrededor y no vio nada, pero sintió como si toda
la habitación la estuviera mirando, incluso mientras
merodeaba en la oscuridad. Apartándose de la pared, siguió
la flecha por el pasillo oscuro y se topó con un ascensor, solo
visible porque los números y las puertas estaban encendidas
en rojo.
Apretó el botón y el ascensor se abrió silenciosamente.
En el interior, notó que los pisos solo subían hasta ocho.
Supuso que necesitaba el séptimo y que el número en el papel
era una habitación.
Después del rugido en la pista de baile, el silencio en el
ascensor se presionó contra sus oídos. La inquietó y la dejó
concentrada en lo que estaba por delante: lo desconocido. ¿Y
si Leuce se equivocaba con los magos? ¿Y si querían algo que
ella no podía dar? ¿Y si no podían ayudarla?
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, salió a un
pasillo que conducía directamente a una puerta negra. Se
acercó vacilante, el miedo combatiendo con la culpa en su
mente. Finalmente, llamó a la puerta y una voz del otro lado
le indicó que entrara.
El pomo estaba frío e hizo que se le erizara la piel al
entrar. La habitación era oscura y tenía suelos de mármol
negro y paredes oscuras. La única fuente de luz provenía del
centro de la habitación. Iluminaba una plataforma redonda
elevada y una silla grande y afelpada en la que estaba sentado
un hombre familiar.
Era Kal Stavros.
Se veía exactamente como sus fotos en los tabloides. Tenía
el rostro cuadrado perfecto, una franja de cabello negro y
espeso y ojos azules.
Odiaba su rostro.
Perséfone entrecerró los ojos y apretó los dedos en puños.
La oleada de ira que sintió al ver a este hombre fue aguda.
Volvió su magia salvaje.
—Perséfone —ronroneó Kal.
¿Era posible meter la mano en su boca y arrancarle su
nombre? Pensó Perséfone.
—Espero que Alec y Cy no te hayan asustado, pero tenía
que estar seguro de que eras tú.
Entonces esos hombres de la pista de baile trabajaban
para él.
—Puedo ver por qué le gustas tanto a Hades —dijo, sus
ojos recorrieron su cuerpo, dándole náuseas—. Belleza y
espíritu, educada y obstinada. Cualidades que admiro.
—No me hagas vomitar —dijo—. Solo dime qué quieres.
Se rio entre dientes. Fue malvado, un sonido contrario a
su belleza.
—Me alegro mucho de que lo hayas preguntado —dijo—.
Pero tú primero, ¿qué te trae a Iniquity, el corazón del
pecado?
Ella vaciló. ¿Qué estaba haciendo todavía en esta
habitación? Se volvió para irse, pero en lugar de encontrar la
puerta por la que había entrado, se enfrentó a una pared de
espejos.
—¿Yendo a algún lugar?
Se giró hacia él.
—¿Me tienes prisionera?
—Estas son las reglas de Iniquity. Una vez que ingresas a
la cámara de un comerciante, no te marchas hasta que se
llega a un acuerdo.
Eso no es lo que había dicho Leuce.
—¿Qué pasa si no quiero negociar contigo?
—No sabes lo que estoy ofreciendo.
—Si no es una forma de salir de esta habitación, no la
quiero.
—¿Incluso si eso significa salvar a tu amiga?
El silencio siguió a su pregunta y Perséfone tragó saliva.
—¿Qué sabes de eso?
Kal sonrió, y eso hizo que las palabras que salieron de su
boca fueran más insensibles.
—Sé que morirá a menos que encuentres una manera de
curarla.
—No se está muriendo —dijo Perséfone entre dientes. No
era verdad, no podía serlo. Ni Hades ni Sybil lo habían
dicho… ¿y no lo dirían ellos?
—Eso no es lo que veo.
Perséfone se movió ligeramente sobre sus pies. Se sentía
incómoda en esta habitación oscura, encerrada con un
hombre que ya había negociado con ella, una exclusiva a
cambio de su trabajo.
—¿Por qué debería confiar en ti?
—Porque en el fondo, sabes que tengo razón. Si pensaras
que Lexa iba a vivir, ¿habrías venido?
Lo odiaba.
—¿Qué quieres?
Mostró sus dientes cuando sonrió esta vez.
—Tengo un trato para ti. Te daré el hechizo que necesitas
para curar a tu amiga si me lo das todo.
—¿Todo?
—Quiero cada detalle de tu relación con Hades. Quiero
saber cómo lo conociste, cuándo te besó por primera vez y
todos los detalles escandalosos de la primera vez que te folló.
—Estás enfermo.
—Soy un hombre de negocios, Perséfone. El sexo vende. —
Se reclinó en la silla—. El sexo con dioses se vende mejor, y
tú, cariño, eres una mina de oro.
—No soy la única que se ha acostado con Hades. —Odiaba
haber dicho las palabras en absoluto, pero era verdad.
—Pero eres la primera con la que se ha comprometido y
eso vale más que las palabras de una amiguita de sexo. Ha
invertido en ti, lo que significa que hará cualquier cosa para
protegerte y proteger los detalles de tu vida privada.
Perséfone comprendió de repente.
—¿Quieres chantajear a Hades?
—Bueno, es El Rico.
—Pero eres rico —argumentó Perséfone.
—No como él —dijo Kal—. Pero eso es con lo que me vas a
ayudar y, a cambio, puedes salvar a tu amiga de una muerte
segura.
Mientras Kal hablaba, Perséfone notó que algo negro
brillaba a los pies del hombre: serpientes. Se abrieron camino
alrededor de sus pies y muñecas. Kal solo se dio cuenta
cuando el cuerpo escamoso de la serpiente se enroscó sobre
su cuello. Gritó, pero se quedó inmóvil cuando las criaturas
apretaron su agarre, siseando cerca de su oído.
Hades se materializó en la oscuridad, sorprendiendo a
Perséfone. Ella no lo había sentido en absoluto.
Su voz sonó tranquila y serena, pero ella sintió su rabia.
—¿Me estás amenazando, Kal? —preguntó.
—¡No… nunca! —El tono de la voz de Kal cambió,
aumentando con su miedo.
Perséfone se volvió para mirar a Hades. Estaba enojado,
estaba presente en sus ojos y la presión de sus labios contra
los de ella cuando se inclinó para besarla. Su lengua exigía
entrada, entrelazándose con la suya. Una de sus manos
ahuecó su cuello y barbilla, la otra se anudó en su cabello,
apretándose alrededor de los mechones. Forzó su boca a
abrirse más, lamiendo el fondo de su garganta. Cuando se
apartó, fue con su labio inferior entre sus dientes.
—¿Estás bien? —Su voz fue áspera.
Ella asintió, aturdida.
Hades volvió su atención a Kal y se dirigió hacia él. El
mortal comenzó a defenderse, todavía congelado bajo la luz
blanca. Sus manos se hundieron en los brazos de la silla, su
cuerpo rígido mientras las serpientes siseaban y se deslizaban
sobre su cuerpo.
—¡E-estaba siguiendo tus reglas! ¡Ella me llamó!
—¿Mis reglas? ¿Estás insinuando que aprobaría un
contrato entre tú y mi amante?
—Eso sería hacer una excepción —respondió Kal—. No
hay excepciones en Iniquity.
—Déjame ser claro —dijo Hades, y puntas negras brotaron
de las yemas de sus dedos. Agarró el rostro de Kal. El hombre
gritó mientras la sangre burbujeaba bajo las lanzas que se
clavaban en su piel—. Cualquiera que me pertenezca es una
excepción a las reglas de este club.
Hades levantó a Kal de la silla y lo arrojó al suelo. Aterrizó
con un ruido sordo y las serpientes se fueron con él.
Atacaron, sus colmillos se hundieron profundamente en su
piel. Kal gritó y Perséfone observó, inquebrantable, cómo el
hombre que la había amenazado era torturado por su amante.
—¡Bastardo! —gimió, acostado en posición fetal, sus
manos temblaban mientras intentaba cubrir sus heridas.
—Cuidado, mortal. —Hades se movió como el humo y se
paró junto a Kal.
—Seguí las reglas —gimió el hombre—. Seguí tus reglas.
Perséfone miró el rostro de Hades, estaba ensombrecido,
sus pómulos, ojos y frente enrojecidos.
—Conozco bien las reglas, mortal. No te metes conmigo ni
con mi amante, ¿entiendes?
Kal rodó sobre manos y rodillas. Luchó por levantar la
cabeza, pero cuando lo hizo, se encontró con la mirada de
Perséfone.
—Ayúdame —gritó.
—No hables con ella, mortal.
Hades colocó su bota contra el costado del hombre y lo
empujó al suelo. Aterrizó sobre una de las serpientes, que
tomó represalias mordiendo su carne nuevamente. Kal gritó.
Perséfone ni siquiera se inmutó.
¿Qué le pasaba? Debería detener esto. Excepto que una
parte de ella creía que Kal realmente se lo merecía.
Hades se volvió hacia Perséfone. Ella lo miró a los ojos,
incapaz de distinguir sus pensamientos de su expresión.
—¿Debo seguir castigándolo? —preguntó Hades.
Perséfone miró a Hades y sus ojos se posaron en Kal.
Caminó hacia él y se arrodilló. Su rostro ensangrentado ahora
estaba surcado de lágrimas.
—¿Su rostro tendrá cicatrices? —le preguntó a Hades.
—Lo hará si lo deseas.
—Lo deseo.
Kal se quejó.
—Shh —canturreó Perséfone—. Podría ser peor. Estoy
tentada de enviarte al Tártaro.
Él se calló ante su declaración y ella continuó:
—Mañana, quiero que llames a Demetri y le digas que
cometiste un error. No quieres la exclusiva y nunca jamás me
volverás a decir qué escribir. ¿Tenemos un acuerdo?
Temblando, asintió. Perséfone sonrió.
—Bien.
Se enderezó y se volvió hacia Hades.
—Puede vivir —dijo.
El dios le sostuvo la mirada durante un largo momento y
luego miró a Kal.
—Vete.
En el siguiente segundo, el hombre y las serpientes se
fueron, y Perséfone se quedó sola con Hades. A pesar de su
distancia, la ira se acumuló entre ellos como un sólido muro
de piedra.
Antes de que pudiera decir algo, ella habló.
—¡Arruinaste todo!
Él pareció sorprendido y luego rápidamente tomó la
defensa, moviéndose hacia ella.
—¿Yo arruiné todo? Te salvé de cometer un gran error.
¿Qué estabas pensando al venir aquí?
—Estaba tratando de salvar a mi amiga, y Kal estaba
ofreciendo una forma de hacerlo, a diferencia de ti.
—¿Renunciarías a nuestra vida privada, algo que aprecias
mucho, a cambio de algo que solo condenará a tu amiga?
—¿Condenarla? ¡Le salvará la vida! Bastardo. ¡Me dijiste
que tuviera esperanza! Dijiste que podría sobrevivir.
Ahora estaban nariz con nariz.
—¿No confías en mí?
—¡No! No, no confío en ti. No cuando se trata de Lexa. ¿Y
qué hay de este lugar, Hades? Este es tu club, ¿no? ¿Qué
demonios?
Hades la agarró por los hombros y la atrajo hacia sí.
—Nunca debías venir aquí. Este lugar no es para ti.
Perséfone se estremeció.
—Leuce trabaja aquí —espetó Perséfone.
—Porque es Leuce —dijo Hades, como si eso lo explicara
todo—. Me dijiste que le devolviera el trabajo, así que la envié
aquí. Tú… eres… diferente.
Se apartó de él.
—¿Diferente?
—Pensé que habíamos establecido esto —dijo Hades entre
dientes—. Tú significas más para mí que nadie, más que
nada.
—¿Qué tiene eso que ver con ocultarme este lugar?
Hades guardó silencio.
—Todo aquí es ilegal, ¿no? Los magos están aquí. ¿Qué
más?
Hades intentó permanecer en silencio de nuevo.
—¿Qué más, Hades? —exigió.
—Todo lo que alguna vez has temido —respondió, y ella se
estremeció—. Asesinos, capos de la droga…
Perséfone sintió que el color desaparecía de su rostro.
—¿Por qué?
—Creé un mundo donde podía verlos.
—¿Verlos hacer qué? ¿Violar la ley? ¿Dañar a las
personas?
—Sí —respondió, su voz fue áspera.
—¿Sí? ¿Eso es? ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—Por ahora —dijo, su voz se tensó, y su pecho subió y
bajó con su ira, pero en lugar de irse, se movió hacia ella. Se
mantuvo firme, sin miedo. Levantando la barbilla y
mirándolo.
—¿Quién te trajo aquí? —preguntó.
—Un taxi.
—¿Crees que no lo averiguaré?
—Tengo libre albedrío. Elegí venir aquí por mi propia
voluntad.
—Una elección que no puede quedar impune —dijo, y se
acercó a ella.
Instintivamente, Perséfone le apartó las manos. Sus ojos
brillaron.
—¿Me estás diciendo que no?
Sabía que, si decía que no, se detendría, pero no podía
negar que quería ver su castigo. Significaría un placer intenso
y sería enojado, áspero y primario, y ella necesitaba
liberación.
Sacudió la cabeza una vez y luego Hades la giró para
mirar hacia la pared espejada. Ella lo usó como apoyo
mientras él la inclinaba hacia delante y lo miraba en el reflejo.
Le abrió las piernas con un codo y le levantó la falda, con ojos
hambrientos.
Su mano le acarició la piel y luego le dio un azote en el
trasero. Ella gritó, más de sorpresa que de dolor, y Hades
levantó la mirada, encontrándose con sus ojos en el espejo
antes de llevarle su ropa interior hasta los tobillos y ayudarla
a quitársela. Su centro se tensó con anticipación cuando la
metió en su bolsillo.
Jadeó cuando su mano se hundió entre sus muslos, su
espalda se arqueó mientras sus dedos se burlaban. Estaba
fundida contra él, ni siquiera necesitaba los juegos previos.
La inhalación de Hades fue un siseo.
—Tan jodidamente mojada. ¿Cuánto tiempo llevas así?
Un gemido se atascó en su garganta cuando respondió.
—Desde que llegué aquí —dijo—. Te quería en la pista de
baile. Quería que te manifestaras desde la oscuridad, pero no
estabas allí.
—Estoy aquí ahora —dijo, y se inclinó para besar su
hombro, su espalda y luego su trasero mientras su dedo se
curvaba, yendo más profundo mientras su otra mano
trabajaba en su clítoris en círculos suaves y dolorosos.
Apenas podía respirar, concentrándose en la sensación de él
dentro de ella, sin sentido por la necesidad.
—Hades —suplicó—. Por favor.
Se retiró y Perséfone lanzó un grito de frustración.
Comenzó a volverse hacia él. Se sentía rabiosa. Necesitaba
liberación y si él no se la ofrecía, ella misma la perseguiría.
Pero las manos de Hades sujetaron sus caderas.
—Quédate ahí —le ordenó y lo miró en el espejo.
Ofreció una sonrisa diabólica.
—No sería un castigo si te diera lo que quieres cuando lo
exiges.
Ella elevó la barbilla y dijo:
—No finjas que no me deseas.
—Oh, no estoy fingiendo —dijo mientras se desabrochaba
el pantalón, sacaba su pene y entraba en ella por detrás. La
respiración de Perséfone se atascó en su garganta. ¿Era
posible que Hades fuera de alguna manera más grueso? Lo
tomó de una rápida penetración, un sonido gutural escapó de
su garganta mientras él bombeaba dentro de ella.
Al principio, fue como si Hades no estuviera seguro de qué
tocar: sus manos apretaron sus pechos, su estómago, sus
caderas. Luego envolvió un puñado de su largo cabello
alrededor de su mano como un vendaje y tiró de su cabeza
hacia atrás para poder besar su boca. Cuando la soltó, sus
embestidas se volvieron lánguidas y lo sintió en el fondo de su
estómago.
—Esto es para nosotros —dijo—. No compartirás esto con
nadie más.
Todo lo que Perséfone pudo manifestar fue un gemido
entrecortado. Sintió la intensidad de sus palabras como si
sintiera la crudeza de su sexo dentro de ella. Su brazo
atravesaba su estómago mientras la mantenía en su lugar y
sus uñas se clavaron en su piel.
—Algunas cosas son sagradas para mí. —La respiración
de Hades se volvió irregular, pero siguió hablando, sus
palabras entrelazadas con los gemidos de Perséfone—. Esto es
sagrado para mí. Eres sagrada para mí. ¿Lo entiendes?
Perséfone asintió, el sudor goteaba en su frente y sus
cejas se juntaron en una línea dura. Apenas se aferraba a su
cordura.
—Dilo —ordenó—. Di que lo entiendes.
—Sí —sollozó—. Sí, maldita sea. ¡Lo entiendo! ¡Hazme
terminar, Hades!
El dios la hizo girar para enfrentarlo y la besó,
presionándola contra el espejo, saboreando su boca antes de
levantarla y entrar en ella nuevamente.
Perséfone gimió, sus dedos entrelazados en su cabello, y
cuando se apartó, sus ojos brillaron.
—Nunca he amado a nadie como te amo. —Habló como si
estuviera confesando—. No puedo expresarlo con palabras, no
hay ninguna que se acerque a expresar cómo me siento.
Perséfone apretó su agarre sobre él, inclinándose hacia
sus labios.
—Entonces no uses palabras —dijo.
Sus labios chocaron y se deslizaron hasta el suelo. Las
rodillas de Perséfone estaban dobladas, presionando el duro
suelo de mármol mientras se sentaba a horcajadas sobre
Hades, pero ni siquiera lo notó, estaba demasiado
concentrada en el placer que se acumulaba en su interior.
Entrelazó los dedos con Hades y guio sus brazos por encima
de su cabeza, balanceándose contra él.
—Joder —maldijo Hades, rompiendo su agarre. La agarró
por las caderas y la ayudó a moverse más rápido, con más
fuerza. Sus ojos se mantuvieron firmes hasta que el placer se
volvió demasiado. La cabeza de Perséfone se echó hacia atrás
cuando llegó y Hades la siguió poco después.
Perséfone se derrumbó sobre su pecho, sin aliento y
saciada, reconfortada por la sensación de los brazos de Hades
alrededor de ella. No hablaron durante mucho tiempo, no
hasta que su respiración se estabilizó y sus corazones dejaron
de acelerarse.
Hades rompió el silencio.
—Cásate conmigo.
Perséfone se reclinó. Hades todavía estaba duro dentro de
ella y el movimiento hizo que sus ojos brillaran como
carbones.
—¿Qué?
No había forma de que hubiera escuchado correctamente.
—Cásate conmigo, Perséfone. Sé mi reina. Di que estarás
a mi lado… para siempre.
Él hablaba en serio y ella estaba… confundida. No por su
amor por Hades, sino por muchas otras cosas.
—Hades… yo… —No sabía qué decir—. Estabas enojado
conmigo.
Él se encogió de hombros.
—Y ahora no lo estoy.
—¿Y quieres casarte conmigo?
—Sí.
Se puso de pie, tambaleándose mientras sus piernas
luchaban por sostenerla. Hades extendió las manos para
ayudarla a estabilizarse, pero ella las rechazó.
—No puedo casarme contigo, Hades —respondió, sus ojos
estaban llenos de lágrimas—. Yo… no te conozco.
Las cejas de Hades se fruncieron.
—Me conoces.
—No, no te conozco —discutió, indicando a su entorno—.
Me ocultaste este lugar.
Hades bajó la barbilla y entrecerró los ojos.
—Perséfone, he vivido una eternidad. Siempre habrá cosas
que aprenderás sobre mí y debes saber que algunas de ellas
no te gustarán.
—Esta no es una de esas cosas, Hades. Este lugar es real
y existe en el presente. Contrataste a Leuce para trabajar
aquí. ¡Merecía saberlo igual que merecía saber sobre Leuce!
Cuando no dijo nada, ella preguntó:
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque tenía miedo —espetó y se quedó en silencio. Sus
palabras fueron enojadas, y ella se preguntó si estaba más
frustrado por tener que decir algo así en voz alta o por tener
esos sentimientos en absoluto.
—¿Por qué?
—Obviamente por tu brújula moral. —Se puso de pie y se
alejó unos pasos. Realmente no podía explicar cómo se
sentían esas palabras, pero quería argumentar que su brújula
moral no era muy alta, ya que había convertido a Menta en
una planta de menta y había visto a Hades torturar a un
mortal.
Él suspiró.
—Quería tiempo para pensar en cómo mostrarte mis
pecados. Explicar sus raíces. En cambio, parece que todo el
mundo desea hacerlo por mí.
Perséfone parpadeó y su frustración desapareció de
repente. En cambio, se sintió… triste. No había esperado que
Hades se sintiera inseguro por esto y, mucho menos,
frustrado cuando otros le quitaron la oportunidad de
decírselo.
Su expresión se suavizó y dio un paso hacia él.
—Lo siento, Hades.
Sus cejas se fruncieron.
—¿Por qué te estás disculpando?
—Supongo… todo —dijo—. Por venir aquí… por decirte
que no.
—Está bien. Es pedirte mucho ahora mismo —dijo—. Con
Lexa y tu trabajo. Y he puesto mucho en ti esta noche, te he
mostrado un lado de mí que no has visto antes.
—¿No estás… molesto?
Hades consideró esto por un momento.
—¿Desearía que hubieras dicho que sí? Por supuesto.
Sus hombros se hundieron.
—Simplemente… no estoy lista.
—Lo sé. —Le besó la frente, y cuando sus labios tocaron
su piel, ella comenzó a llorar.
Hades se secó las lágrimas.
—Háblame.
—Arruiné todo. —Enterró el rostro en su pecho.
—Shh —la tranquilizó—. No arruinaste nada, querida.
Fuiste honesta contigo misma y conmigo. Eso es todo lo que
pido.
—¿Cómo puedes querer casarte conmigo ahora? ¿Después
de decirte que no?
—Siempre querré casarme contigo porque siempre te
querré como mi esposa y reina.
Se sintió reconfortada por la promesa en su voz y
esperaba que cuando volviera a preguntar, estuviera lista.
—¿Me mostrarás más de este lugar? —preguntó,
frotándose el rostro para borrar las lágrimas.
—¿Más de Iniquity?
—Sí.
Él gimió.
—¿Tengo una opción?
—Si alguna vez voy a ser tu reina, no.
XV

Una Red de Secretos

Había más en Iniquity que su experiencia como clienta en


la pista de baile. Se usaba también como un lugar de reunión
para las familias del crimen de Nueva Atenas, sociedades
secretas, pandillas y delincuentes independientes. Su guarida
estaba en el sótano del edificio, accesible solo con una
moneda antigua llamada obol.
Perséfone miró a Hades.
—Veo que has reutilizado la idea de pagar para entrar al
Inframundo.
Él se rio entre dientes, pero no dijo nada mientras la
guiaba por un pasillo largo y oscuro hasta una habitación
espaciosa, iluminada solo por la luz que se filtraba a través de
una pared de ventanas. Perséfone se acercó y descubrió que
la suite daba a una zona de estar informal. Había una barra y
varias mesas y sillas más pequeñas. La gente estaba sentada,
jugando a las cartas y charlando, bebiendo y fumando,
llenando bandejas de cristal hasta el borde con cenizas.
Perséfone tocó el cristal y preguntó:
—¿Pueden vernos?
—No —dijo Hades.
—Entonces, ¿los espías desde aquí? —preguntó, mirando
al dios que se quedaba atrás, pegado a las sombras.
—Puedes llamarlo espiar si quieres —dijo.
Estudió a las personas de abajo y encontró un rostro
familiar.
—Esa es Nefeli Rella —dijo Perséfone, sorprendida de ver a
la señora y dueña del Pleasure District, literalmente, todo un
vecindario de burdeles. Era una hermosa mortal de mediana
edad. Su cabello era oscuro y usaba lentejuelas y plumas.
Una boquilla de jade estaba colocada entre su índice y su
dedo medio. Perséfone nunca había visto a nadie lucir tan
glamoroso mientras fumaba.
Nefeli estaba a menudo en las noticias, defendiendo a las
trabajadoras sexuales, defendiendo condiciones más seguras
y castigos más duros por los delitos cometidos contra ellas.
—Está en deuda conmigo.
—¿Cómo?
—Le presté el dinero para comenzar su primer burdel.
Perséfone no estaba segura de cómo sentirse al respecto.
—¿Por qué?
—Fue una oportunidad —dijo con total naturalidad—. A
cambio del dinero, tengo una participación en sus negocios y
puedo garantizar la seguridad de sus acompañantes.
Perséfone no esperaba que Hades dijera esa última parte,
pero realmente no la sorprendió. Era protector con las
mujeres.
—¿Quién más está ahí abajo? —preguntó.
Sintió al Dios del Inframundo a su lado y lo miró mientras
él escudriñaba la multitud de abajo. Señaló una pequeña
mesa redonda en un rincón oscuro donde dos hombres
jugaban a las cartas.
—Son Leonidas Nasso y Damianos Vitalis. Son
multimillonarios y jefes de familias criminales rivales.
—¿Nasso? —preguntó Perséfone—. ¿Quieres decir… el
dueño de la cadena Nasso Pizzería?
—El mismo —confirmó Hades—. Los Vitalis también son
dueños de restaurantes, pero se ganan la vida de la pesca.
Perséfone también reconoció ese nombre del Vitalis Fish
Market. Era uno de los mayoristas de pescado más antiguos e
importantes del país.
—Si son rivales, ¿por qué juegan a las cartas?
—Este es un territorio neutral. Es ilegal causar daño a
otra persona en esta propiedad.
—¿Supongo que eres la excepción a esa regla? —preguntó,
levantando una ceja. Básicamente, había torturado a Kal.
—Siempre soy la excepción, Perséfone.
Ella sintió esa verdad profundamente.
Todos los dioses eran la excepción.
Fue así como Apolo se salió con la suya con su
comportamiento inapropiado.
—Dijiste antes que creaste un mundo donde podías…
observar a estos… criminales. ¿Por qué?
Hades la miró fijamente por un momento, luego
respondió.
—El Destino teje el bien y el mal —dijo—. Y prefiero
sostener el mal en la palma de mi mano que mantenerlo a
distancia.
—Entonces, ¿por qué no… terminarlo?
Hades se rio entre dientes y Perséfone lo miró con enojo.
—Porque no es posible.
—¿Cómo? —exigió.
—El mal nace de las circunstancias, Perséfone. Es una
cuestión de biología, recursos y medio ambiente. La lucha de
un mortal por la libertad es el terrorismo de otro mortal.
Perséfone se estremeció. Era un círculo vicioso.
—¿Y qué? ¿Simplemente… lo nutres?
—Como lo harías con una rosa —respondió—. Este es el
inframundo del mundo de los vivos y aquí soy todopoderoso.
Es mi dinero el que alimenta sus riquezas, el que ha
construido sus imperios y, como la vida, puedo quitarlo todo
con un movimiento de muñeca.
Perséfone dejó que eso calara, sintiéndose un poco
nerviosa por su reacción. Debería sentirse conmocionada por
esto, por el poder puro que Hades tenía sobre los vivos y los
muertos. En cambio, sintió curiosidad.
—¿Y lo has hecho? ¿Lo has quitado todo?
Supo la respuesta a la pregunta, pero quería escucharlo
decirlo.
—Sí —dijo.
—¿Cómo decides?
Se encogió de hombros.
—A veces, por mucho mal que alguien comete, hacen el
mismo bien. Es un equilibrio.
Las cejas de Perséfone se fruncieron.
—¿Cómo? ¿Cómo puede ser bueno también alguien que es
malo?
Hades la miró fijamente por un momento y luego asintió
hacia el piso de abajo.
—Toma a los Vitalis. Han creado un imperio del crimen
organizado. Son los mayoristas más grandes del país y han
hecho cosas terribles para llegar allí: amenazas, incendios
provocados, extorsión, pero también canalizan millones de
dólares a orfanatos en Nueva Grecia cada año.
—¿Cómo hace eso que lo que están haciendo esté bien?
—No lo hace —dijo—. Y no significa que no los castigaré
por sus crímenes cuando mueran, pero equilibra la balanza y
eso es todo lo que estoy tratando de hacer.
—¿Y qué pasa cuando inclinan la balanza?
—Los destruyo.
Lo dijo con tanta confianza que Perséfone se sintió
extrañamente consolada por la idea de que Hades había
puesto orden en un mundo tan oscuro y devastador. Aun así,
esto era mucho para asimilar, y no estaba segura de
entenderlo por completo.
—Dime más.
No podía discernir los pensamientos de Hades por su
expresión, pero tuvo la sensación de que él se mostraba
reacio a continuar. Aun así, lo hizo, señalando a algunas
personas en el piso de abajo.
—Ese es Alexis Nicolo —dijo, señalando a un hombre con
el cabello corto y oscuro y un anillo de lobo gigante en su
dedo—. Es un apostador profesional y un tramposo. Lo
empleo para atrapar a otros tramposos. Esa es Helene Hallas.
Es una falsificadora de arte y gana miles de millones
vendiendo sus pinturas. Cuando la confronté, le di un
ultimátum: podía pasar una eternidad en el Tártaro, o podía
donar la mitad de sus ganancias a organizaciones para
adolescentes sin hogar. Ella, por supuesto, aceptó felizmente
lo último.
Perséfone pensó que estaba empezando a comprender,
pero entonces Hades dijo:
—Y ese es Barak Petra. Es un asesino.
—¿Asesino? ¿Quieres decir que le pagan por matar gente?
—No puedes negociar con algunos tipos de maldad,
Perséfone.
Tenía la sensación de que también sabía a qué tipo de
maldad se refería, a personas como el Impío. Se estremeció.
Era extraño darse cuenta de que Hades no era solo poderoso
por el control que tenía sobre su magia. Era poderoso por los
tratos que hacía y esto lo demostraba.
—Pero, ¿qué hay de los magos? —preguntó—. ¿Qué pasa
con personas como Kal Stavros? ¿Les has dado el espacio
para practicar magia oscura? ¡Les dejas destruir la vida de las
personas!
—Es un equilibrio —respondió Hades. Perséfone tuvo la
sensación de que iba a empezar a odiar esa respuesta—.
Personas como Kal Stavros ya han negociado su alma a
cambio de magia.
—¿Qué significa eso?
—Significa que el precio que Kal paga por su poder es su
vida —explicó—. Y las Moiras dicen que es un destino mejor
que permitirle una más larga.
Perséfone tragó saliva, dándose cuenta de nuevo de lo
complicadas que eran realmente las reglas del Inframundo, de
Sino y Destino. Era una intrincada red de negocios que todos
parecían conducir a un bien mayor, pero el camino allí era el
infierno.
—¿Me tienes miedo? —preguntó después de un momento
de silencio.
La pregunta la sorprendió. Sabía que esto había nacido
del miedo y, sin embargo, cuando lo miró, su expresión no
reveló nada de sus pensamientos.
—No —respondió rápidamente—. Pero es mucho para
asimilar.
Y un ejemplo obvio de por qué no podía casarse con él.
No todavía, de todos modos.
¿Cómo podía pensar en pedirle que fuera su esposa, su
reina, cuando no tenía idea de nada de esto? ¿No era este un
imperio que ella también heredaría?
Hades apartó la mirada, su garganta se contrajo mientras
tragaba cualquier malestar que se había apoderado de su
conciencia.
—Te lo contaré todo.
No tenía ninguna duda. Ella se aseguraría de eso. Tenía
tantas preguntas. Quería conocer a todas las personas que
ingresaban a este club, qué negocios poseían y qué parte del
mundo controlaba Hades.
Una parte de ella quería preguntarle qué pensaba que
haría ella cuando se enterara de Iniquity, pero era obvio que
pensaba que se marcharía.
—Creo que he escuchado suficiente esta noche —
respondió—. Prefiero irme a casa.
—¿Quieres que te lleve Antoni?
Ella sonrió un poco, dándose cuenta de que pensaba que
se refería a que quería regresar a su apartamento.
—También podrías llevarme —dijo—. Vamos al mismo
lugar, después de todo.
Sus labios se curvaron y le rodeó la cintura con un brazo,
acercándola antes de teletransportarse al Inframundo.

***

Perséfone no podía dormir.


Yacía quieta, acunada contra el calor de Hades y
agonizaba. No por lo que había aprendido sobre el Dios de los
Muertos, sino por lo que Kal había dicho sobre Lexa.
Si pensaras que Lexa iba a vivir, ¿habrías venido?
Kal tenía razón, por supuesto. Perséfone no podía negar
que había buscado una cura para las heridas de Lexa en
Iniquity y lo había hecho por temor a que no se recuperara. El
miedo de que, incluso si lo hacía, podría no ser la misma.
Cerró los ojos contra el dolor y salió de la recámara de
Hades.
Los pasillos del palacio estaban silenciosos e iluminados
por la luz del cielo nocturno. Hades no había logrado capturar
el brillo del sol, pero manejaba bien la luna. Tal vez eso
tuviera algo que ver con la presencia de Hécate en el
Inframundo, aunque no lo sabía con certeza.
Atravesó el comedor y se dirigió a la cocina. Nunca antes
había estado en esta parte del palacio. A Hades siempre le
llevaban comida a la mesa del comedor o a la biblioteca, a la
oficina o al dormitorio.
Encendiendo la luz, encontró una cocina moderna e
impecable. Los gabinetes eran blancos, las encimeras de
mármol negro y los electrodomésticos de acero inoxidable.
Caminó arrastrando los pies por el suelo frío y comenzó a
buscar suministros en los armarios, buscando cacerolas,
tazones para mezclar y utensilios.
Esa fue la parte fácil.
La parte más difícil fue encontrar los ingredientes para
hornear algo.
Cualquier cosa.
Terminó reuniendo suficientes ingredientes para hacer un
simple pastel de vainilla y glaseado. Le tomó unos minutos
descubrir cómo funcionaba la estufa. La que usaba en su
apartamento era mucho más vieja y tenía perillas, no botones.
Una vez que el horno se estaba precalentando, se puso a
trabajar, concentrándose en su tarea. Hornear tenía algo
relajante. Tal vez le gustaba tanto porque se sentía como una
alquimia, medir cada ingrediente a la perfección, crear algo
que hechizaría los sentidos.
Sin mencionar que el acto siempre la distraía de las cosas,
pero en cuanto metió el pastel en el horno, una abrumadora
sensación de pavor le robó el aliento. Frenética por detenerlo,
comenzó a limpiar. Aunque la cocina de Hades tenía un
lavaplatos, fregó cada artículo a mano, enjuagó, secó y volvió
a colocarlos en los armarios. Después de eso, se concentró en
limpiar el acero inoxidable que había manchado con sus
huellas dactilares.
Cuando terminó, el único indicio de que alguien había
usado la cocina fue el olor de su pastel horneado.
El temporizador del horno aún indicaba que le quedaban
quince minutos más. Quince minutos para estar sola con sus
pensamientos agonizantes.
Encendió su música, esperando que le proporcionara la
distracción que necesitaba. Hizo clic en las primeras
canciones, su timbre oscuro y frío. Esas canciones le
recordaban a Lexa, las letras se enredaban con sus
pensamientos e inspiraban recuerdos que no quería evocar.
Cuanto más hacía clic en cada canción, más se daba cuenta
de que no importaba cómo sonaba la música, todo le
recordaba a Lexa.
Lo apagó, sintiéndose repentinamente agotada. Tenía los
ojos sensibles y las extremidades pesadas. Se hundió en el
suelo, su cuerpo iluminado por la luz del horno y acercó sus
rodillas a su pecho.
—¿No podías dormir? —El sonido de la voz de Hades la
sobresaltó. Se dio la vuelta para encontrarlo apoyado en la
puerta, con sus gruesos brazos cruzados sobre el pecho
desnudo. Una túnica le colgaba de la cintura y el cabello se
arremolinaba en capas oscuras alrededor de su rostro. Se veía
adormilado y hermoso.
—No —dijo ella—. Espero no haberte despertado.
—No me despertaste —dijo—. Tu ausencia lo hizo.
—Lo siento.
Sonrió un poco.
—No lo sientas, especialmente si eso significa que estás
horneando.
Hades atravesó la cocina. Pensó que podría levantarla y
llevarla a la cama con el pastel aún en el horno, pero la
sorprendió y se sentó a su lado en el suelo.
Se encontró mirándolo, la forma en que sus músculos
subían a la superficie de su piel, la sombra de la barba que
adornaba su mandíbula, la curva carnosa de sus labios. Era
increíblemente guapo, inimaginablemente poderoso, y le
pertenecía.
—Sabes que puedo ayudarte a dormir —dijo.
Lo sabía porque lo había hecho antes.
—El pastel no está terminado —susurró en respuesta. No
era porque quisiera hacer silencio, era que su voz no podía
ser más alta cuando el cansancio se apoderó de ella.
—Nunca dejaría que se quemara —respondió Hades.
Después de un momento, se movió y Perséfone apoyó la
cabeza en su pecho. La piel de Hades era cálida, su aroma tan
embriagador como la vainilla en el aire, y a pesar de lo mucho
que quería ver esto hasta el final, se quedó dormida en sus
brazos en el suelo de la cocina.
XVI

Punto de Ruptura

Perséfone llamó a Eliska para ver cómo estaba Lexa


mientras se dirigía al trabajo a la mañana siguiente. En
verdad, había estado evitando a Jaison desde sus odiosas
palabras después de la cirugía de Lexa y sus comentarios
sobre Hades. Ya era bastante difícil conseguir aceptar que
Hades no pudiera ayudar, peor cuando Jaison cuestionó su
amor.
La madre de Lexa sonaba agotada por teléfono mientras
comunicaba que no había cambios en sus signos vitales. Todo
se sentía como una pesadilla, excepto que, cuanto más
pasaba, más pensaba Perséfone que podría tener que vivir sin
Lexa.
Después de anoche, eso de alguna manera parecía más
una posibilidad.
—¡Buenos días, Perséfone! —dijo Helen mientras bajaba
del ascensor. Su expresión alegre se desvaneció rápidamente
—. ¿Está todo bien?
Su pregunta hizo que Perséfone se sintiera extrañamente
violenta.
—No —espetó. Su estómago se llenó inmediatamente de
culpa mientras se dirigía a su escritorio. Tendría que
disculparse con Helen más tarde, pero ahora mismo,
necesitaba calmarse.
Apenas se instaló cuando Demetri salió de su oficina.
—Perséfone, ¿tienes un momento?
Su ira se precipitó a la superficie de nuevo, espontánea y
sin sentido. Debería decir que no, preguntar si podría tener
más tiempo para instalarse, pero se encontró siguiendo a su
jefe hasta la oficina.
—Tengo buenas noticias —dijo Demetri, tomando asiento
detrás de su escritorio.
Perséfone sabía lo que le iba a decir, pero esperó,
mirándolo con más indiferencia de la que jamás había sentido
en su vida. Era la primera vez desde que le había dado el
ultimátum que se daba cuenta de cuánto esto la había
afectado.
—Kal ha decidido no forzar la exclusiva.
Cuando no reaccionó, Demetri frunció el ceño.
—¿Qué ocurre? Pensé que estarías feliz.
—Pensaste mal —dijo—. El daño ya está hecho.
—Perséfone. —Odiaba la forma en que su jefe decía su
nombre, como si pensara que estaba siendo irrazonable—. No
hagas esto.
—¿No hacer qué? ¿Echarte en cara tus tonterías?
—Si fuera una tontería, habrías renunciado cuando tuve
que darte el ultimátum. Por mucho que quieras fingir que no
necesitas este trabajo, sé que lo haces. Es la única forma en
que puedes distinguirte de Hades.
Se estremeció. Esas palabras dolieron.
Demetri suspiró; su frustración palpable.
—Lo siento. No debería haber dicho eso.
—¿Por qué no? —Se rio amargamente—. Es la verdad.
—El hecho de que sea la verdad en este momento, no
significa que será la verdad para siempre. Si alguien puede
hacerse un nombre en este negocio, eres tú, Perséfone.
—Los halagos no te llevarán a ninguna parte, Demetri.
Él se rio sin humor.
—¿Me ganaré alguna vez tu perdón?
—El perdón, sí. La confianza, no.
—Supongo que me lo merezco.
Los ojos de Demetri se posaron en sus manos mientras
entrelazaba los dedos con nerviosismo.
—Sabes que lo hice porque no tenía otra opción.
—Estoy segura de que tuviste una opción al igual que yo.
Asintió, pero sus ojos estaban distantes, como si estuviera
recordando algo que sucedió hace mucho tiempo. Después de
un momento, comenzó a hablar.
—Kal no es Hades, pero es poderoso. Yo… —Hizo una
pausa para aclararse la garganta—. Busqué su ayuda.
Se dio cuenta de que Demetri sabía que Kal era un mago.
—¿De qué manera?
—Una poción de amor.
Perséfone frunció el ceño.
—Yo... no entiendo.
Demetri arqueó las cejas y luego se encontró con la
mirada de Perséfone.
—En la universidad, conocí a un hombre llamado Luca. Se
convirtió en mi mejor amigo y estaba muy enamorado de él.
Una noche, decidí contarle cómo me sentía. Mis sentimientos
no fueron correspondidos... pero... no podía imaginar una
vida sin él.
—¿Así que le diste una poción de amor?
Estaba horrorizada de que Demetri recurriera a tales
medidas. Una poción de amor era un asunto serio. Había una
razón por la que su creación y distribución era ilegal. Le
quitaba la elección a un individuo.
—No fue mi momento de mayor orgullo —admitió Demetri
—. Si tuviera que hacerlo todo de nuevo, lo habría dejado ir.
—Tienes que deshacerlo —dijo Perséfone. Los ojos de
Demetri se agrandaron. Claramente, no esperaba que dijera
eso.
—¿Deshacerlo?
—O decirle lo que hiciste —instó Perséfone—. Demetri...
estabas equivocado.
—No te conté esto para que me dijeras cómo debería
solucionarlo —dijo, con el rostro enrojecido—. Te digo esto
para que entiendas por qué te presioné.
—Me doy cuenta de eso, pero Demetri... si realmente
amas...
—No —espetó, y Perséfone cerró la boca con fuerza. Él
tomó un respiro profundo—. Esta conversación terminó.
—Demetri…
—Si escucho un susurro de lo que te he dicho en
cualquier lugar, Perséfone, te despediré. Es una promesa.
Perséfone apretó los labios y se puso de pie, aturdida. Hizo
una pausa antes de salir de la oficina.
—No eres mejor que Apolo.
Demetri se rio, y fue frío y sin humor.
—Creo que es la primera vez que alguien me compara con
un dios.
—No es un cumplido —respondió Perséfone. Sabía que no
era necesario señalarlo. Demetri era muy consciente de la
gravedad de su comparación. Apolo y Demetri habían tomado
esencialmente las mismas decisiones cuando se trataba de las
personas que supuestamente amaban, y los resultados fueron
devastadores para los mortales.
Salió de la oficina de Demetri y recogió sus cosas.
—Oh... eh, ¿Perséfone? —llamó Helen mientras pasaba
junto al escritorio hacia el ascensor. No se detuvo—.
¿Perséfone?
Helen se acercó.
—¿Qué, Helen? —chasqueó ella.
—¿Estás…?
—Por favor, no me preguntes si estoy bien.
Los labios de Helen se tensaron y vaciló, tropezando con
sus palabras.
—Um, esto llegó para ti.
Le entregó a Perséfone un sobre blanco.
—¿Quién…?
Comenzó a preguntar cuando Helen giró sobre sus talones
y regresó a su escritorio.
Perséfone suspiró. No culpaba a la chica por
prácticamente huir de ella. Ahora tenía dos razones para
disculparse, pero tendría que hacerlo más tarde, porque
realmente quería irse.
Entró en el ascensor y abrió el sobre.
Dentro había una carta escrita a mano.
Queridísima Perséfone:
Veo que no te gustó la rosa. Quizás encuentres más
aceptables los regalos futuros.
-Tu admirador
Era la primera vez que pensaba en la rosa desde que llegó
a su escritorio hace unos días. Todavía estaba allí, marchita y
olvidada después del accidente de Lexa. Si bien había
asumido que Hades se la había dado, ahora se dio cuenta de
que no era de él, si no de otra persona. Iba a tener que decirle
a Helen que dejara de aceptar regalos y sobres sin marcar.
Perséfone, repentinamente inquieta, aplastó la carta entre
sus manos y, al salir del ascensor, la tiró.
Llamó a un taxi y se dirigió al hospital para visitar a Lexa.
Nunca se acostumbraría a este lugar, el solo hecho de
acercarse la ponía ansiosa, un sentimiento que creció una vez
que llegó al segundo piso, dirigiéndose por el pasillo hacia la
habitación de Lexa. De repente, se detuvo viendo a Eliska y
Adam hablando con el médico.
—En este punto, es algo a considerar —decía el médico.
Los padres de Lexa parecían angustiados.
Perséfone se escondió detrás de un soporte de
computadora, escuchando.
—¿Cuánto tiempo tiene? ¿Una vez que se quita el
ventilador? —Escuchó preguntar a Adam.
—Eso realmente depende de ella. Podría pasar en cuestión
de segundos o días.
Perséfone sintió náuseas.
—Por supuesto, es su decisión —dijo el médico—. Les daré
algo de tiempo para que lo piensen. Si tienen alguna
pregunta, por favor, háganmelo saber.
Perséfone se volvió y corrió por el pasillo hasta el baño.
Apenas llegó antes de vomitar, y cuando no salió nada más,
empezó a tener arcadas.
Le tomó mucho más tiempo recuperarse de lo que
imaginaba y cuando llegó a la habitación de Lexa, Eliska
estaba sola. Miró hacia arriba cuando Perséfone entró y
sonrió.
—Hola, Perséfone —dijo.
—Hola, señora Sideris. Espero no molestar. Debería haber
dicho que venía.
—Está bien, querida. —Eliska se estiró—. Si vas a estar
aquí un rato, creo que daré un paseo…
Perséfone logró asentir y esbozar una pequeña sonrisa.
Cuando Eliska se fue, se sentó en la cama de Lexa y tomó su
mano con cuidado. Su piel estaba magullada por la vía
intravenosa y decolorada por la cinta que usaban para
asegurar todos los tubos que iban a su cuerpo.
La culpa se instaló pesadamente sobre sus hombros. No
había podido encontrar una cura para las heridas de Lexa. El
ventilador respiraba por ella, mantenía su cuerpo en
funcionamiento, y los padres de Lexa querían quitárselo.
Era el peor miedo de Perséfone hecho realidad.
¿Sería tan terrible verla entrar en el Inframundo?
Era una pregunta que debería tener una respuesta simple,
pero era más complicada que eso, y poco después de la
propuesta de Hades, la verdad de sus pensamientos
agonizantes quedó al descubierto. ¿Y si ella y Hades no
estuvieran destinados a estar juntos para siempre? ¿Y si
perdía el acceso al Inframundo y a las almas? Eso significaría
que también perdería contacto con Lexa.
Reconocía que incluso cuando ella y Hades se separaron,
el Dios de los Muertos le había permitido conservar su favor.
Podría haber ido al Inframundo en cualquier momento y
visitar las almas, pero no lo había hecho. La idea de ir había
sido demasiado dolorosa y la llenaba de ansiedad, eso no
cambiaría si se separaran de nuevo.
—No sé si puedes oírme —dijo Perséfone—. Pero tengo
mucho que contarte.
Mientras sostenía la mano de Lexa, se lanzó a un resumen
de todo lo que le había sucedido.
Habló del ultimátum de Kal.
—Debería habértelo dicho en el momento en que sucedió.
—Hizo una pausa y se rio un poco—. Estoy segura de que me
habrías dicho que lo dejara, que me fuera y empezara mi
propio periódico o algo así.
Le contó sobre el trato de Hades con Apolo y cómo frustró
su plan de reunirse sin ella. Habló sobre Iniquity y todas las
cosas que había aprendido sobre Hades.
Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras hablaba:
—Y luego me pidió que me casara con él y le dije que no.
Puedo oírte preguntándome qué estaba pensando, y la verdad
es que no lo sé. —Hizo una pausa y negó—. Solo sé que no
importa cuánto lo ame, no puedo casarme con él en este
momento.
La única respuesta fue el sonido del ventilador de Lexa.
Nunca se había sentido más sola.
—Lexa. —La boca de Perséfone tembló, y lágrimas
gigantes nublaron su visión. Presionó un beso en la mano de
su mejor amiga y susurró—: Te necesito.
De repente, el olor a flores silvestres impregnó el aire,
cítricos amargos y menta. Perséfone se puso rígida y se
recompuso lo más rápido que pudo.
—Madre. —Se encogió cuando habló. Era obvio que había
estado llorando. No se volvió para mirar a Deméter—. ¿Qué
estás haciendo?
—Escuché sobre Lexa —dijo—. Vine a ver si estabas bien.
Llevaba dos semanas en el hospital. Si Deméter estuviera
realmente preocupada, habría aparecido antes.
—Estoy bien.
Sintió que su madre se acercaba.
—¿Hades no la ayudó?
De nuevo, Perséfone se tensó. Odiaba esta pregunta, la
odiaba porque muchas personas asumían que Hades
ayudaría, la odiaba porque había dejado que ella creyera que
podría llegar a ser una excepción a su regla, la odiaba porque
era la razón por la que tenía que decir que no.
—Dijo que no era posible —susurró.
Soltó la mano de Lexa y se volvió para mirar a su madre.
La diosa había aparecido en su forma mortal y llevaba un
vestido amarillo hecho a medida. Su cabello dorado estaba
esculpido en una cola de caballo apretada que se rizaba al
final.
—¿Por qué estás realmente aquí? —preguntó Perséfone.
—¿Es tan difícil de creer que estoy preocupada por ti?
—Sí.
—Solo he tenido en mente lo mejor para ti, incluso si te
niegas a verlo.
Perséfone puso los ojos en blanco.
—No vamos a tener esta conversación, madre. Hice mi
elección.
—¿Cómo vivirás tu vida al lado del dios que dejó morir a
tu mejor amiga?
Perséfone se encogió. Pensó en los hilos que él escondía en
su piel y en las vidas que había intercambiado para
conseguirlos. Estaría mintiendo si no admitiera que se había
preguntado por qué no elegiría cambiar el alma de Lexa por
otra.
Perséfone entrecerró los ojos, de repente sospechosa.
—Si descubro que tuviste algo que ver con esto...
—¿Tú qué? —Deméter la incitó—. Sigue.
—Nunca te perdonaré.
Deméter sonrió con frialdad.
—Hija, para que esa amenaza funcione, necesitaría desear
el perdón. —Perséfone ignoró el dolor de las palabras de
Deméter—. No lastimé a Lexa. Dadas las circunstancias, creo
que deberías considerar: ¿puede una hija de la primavera ser
realmente la novia de la muerte? ¿Puedes estar al lado del
dios que dejó morir a tu amiga?
La verdad era que Perséfone no lo sabía, y eso la hacía
sentir culpable y enojada. Apretó los puños.
—Cállate —dijo entre dientes.
—Deberías canalizar tu ira contra las Moiras —dijo
Deméter—. Ellas son las que se han llevado a tu amiga.
Perséfone soltó una carcajada sarcástica.
—¿Como hiciste tú? ¿Cómo te resultó eso?
Deméter entrecerró los ojos.
—Eso aún está por verse.
Perséfone se apartó de su madre y volvió a mirar a Lexa.
Verla así era lo más difícil que había experimentado, y
empeoraba cada vez que entraba por la puerta del hospital.
—Hades no es el único dios que podría ayudarte. Apolo es
el Dios de la Curación. —El cuerpo de Perséfone se congeló—.
Por supuesto, es posible que hayas arruinado cualquier
oportunidad que pudieras haber tenido de conseguir su
ayuda después de ese atroz artículo que publicaste.
—Si viniste a defenderlo, no lo escucharé. Apolo hirió a mi
amiga y a muchos otros.
—¿Crees que algún dios es inocente? —Hizo una pausa
para reír y el sonido fue escalofriante—. Hija, ni siquiera tú
puedes escapar de nuestra corrupción. Es lo que viene con el
poder.
—¿Qué? ¿Ser una mala persona?
—No, es la libertad de hacer lo que quieras. No puedes
decirme que, si tuvieras la oportunidad, desafiarías a las
Moiras a favor de salvar a tu amiga.
—Esas decisiones tienen consecuencias, madre.
—¿Desde cuándo? Dime el impacto que tus artículos han
tenido en los dioses, Perséfone. Escribiste sobre Hades y
terminó con un amante. Escribiste sobre Apolo y todavía es
querido. —Hizo una pausa para reír—. ¿Consecuencias para
los dioses? No, hija, no hay ninguna.
—Te equivocas. Los dioses siempre requieren un favor, los
favores significan consecuencias.
—Suerte que eres un dios. Combate el fuego con fuego,
Perséfone, y deja de lloriquear por esta mortal.
Su madre se había ido, pero el olor de su magia
permanecía y la hacía sentir enferma.
O tal vez se sentía enferma ante la idea de acudir a Apolo
en busca de ayuda.
No podía hacerlo. ¿Cómo podía pedirle ayuda al dios que
había criticado y proclamado odiar? Sería traicionar a Hades
y Sybil; sería traicionarse a sí misma.
Cuando Eliska regresó, Perséfone se preparó para irse,
presionando un beso en la frente de Lexa. Cuando se volvió
hacia la madre de Lexa, soltó:
—No la saques todavía de la ventilación mecánica.
Los ojos de Eliska se llenaron de lágrimas, ya enrojecidos.
Perséfone estaba segura de que irse fue más una excusa para
poder llorar.
—Perséfone —dijo Eliska, con la boca temblorosa—. No
podemos... seguir dejándola sufrir.
Ni siquiera está allí, quería decir. Está en el limbo.
—Sé que esto es difícil. Adam y yo aún no hemos decidido
un curso de acción, pero tan pronto como lo hagamos, te lo
haré saber.
Perséfone salió de la UCI aturdida. Se sentía como lo
había hecho el día que se enteró de que Lexa tuvo el
accidente. Era un fantasma, congelada en el tiempo, viendo
cómo el mundo continuaba. Sin conexión a tierra, se dirigió al
ascensor. Estaba tan perdida en sus propios pensamientos
que casi no se dio cuenta de que Tánatos estaba apoyado
contra una pared en la sala de espera. Debajo de las luces
fluorescentes, su cabello rubio parecía incoloro y sus alas
negras estaban muy fuera de lugar entre las paredes estériles
y las sillas rígidas.
Perséfone supo que no esperaba verla aquí porque cuando
captó su mirada, sus llamativos ojos azules se ensancharon
con sorpresa.
Trató de controlar los latidos de su corazón. Hay varias
razones por las que podría estar en el hospital. Lexa no es la
única en la UCI, se dijo. Podría estar aquí por otra persona.
Se acercó a él y esbozó una sonrisa.
—Tánatos, ¿qué estás haciendo aquí?
—Lady Perséfone —dijo, y se inclinó—. Estoy...
trabajando.
Perséfone intentó no encogerse. Tánatos no podía evitar
ser el Dios de la Muerte, pero de alguna manera, era diferente
hablar con él en el Inframundo. Allí, ella realmente no había
pensado demasiado en su propósito. Aquí, en el Mundo
Superior, con su amiga con soporte vital, estaba claro como el
agua. Cortaba la conexión entre las almas y sus cuerpos.
Dejaba familias devastadas. La dejaría a ella devastada.
—¿Quieres decir que estás cosechando?
—Todavía no —dijo, su media sonrisa era encantadora y le
dio ganas de vomitar—. Te ves...
—¿Cansada? —ofreció. No sería la primera vez que lo
escuchara hoy.
—Iba a decir bien.
Podía sentir la magia de Tánatos en los bordes de su piel,
animándola a calmarse. Normalmente, lo tomaría como una
señal de su naturaleza cariñosa, pero hoy no. Hoy se sentía
como una distracción.
—No quiero tu magia, Tánatos. —Sus palabras fueron
duras. Estaba frustrada, asustada, y su presencia la hacía
sentir incómoda.
No creía que el dios pudiera verse más pálido, pero aún
más color desapareció de su rostro. Le tomó un momento
darse cuenta de que el brillo de sus ojos había desaparecido.
Ella había herido sus sentimientos. Dejó atrás la culpa y
preguntó:
—¿Qué estás haciendo realmente aquí, Tánatos?
—Te dije…
—Que estás trabajando. Quiero saber a quién te llevarás
siendo que estás aquí.
Su voz tembló cuando hizo la pregunta.
El dios apretó los labios, una marca de desafío y
respondió:
—No puedo decirte eso.
Hubo un silencio, y luego Perséfone dijo las palabras que
sabía que Tánatos se vería obligado a obedecer porque Hades
lo había ordenado.
—Te lo ordeno.
Los ojos de Tánatos brillaron, como si todo esto le causara
dolor físico. Sus cejas se juntaron sobre sus ojos
desesperados, y susurró su nombre, con la voz quebrada
mientras hablaba.
—Perséfone.
—No dejaré que te la lleves.
—Si hubiera otra forma...
—Hay otra manera e implica que tienes que irte. —Lo
empujó un poco—. Vete.
Habló en voz baja al principio, sin querer llamar la
atención, pero cuando él no se movió, lo dijo de nuevo, firme
esta vez, las palabras se le escaparon entre los dientes.
—¡Dije que te vayas!
Lo empujó más fuerte y él levantó las manos,
retrocediendo.
—Esto no es algo que puedas evitar, Perséfone. Mi trabajo
está ligado a las Moiras. Una vez que corten su hilo... tengo
que cobrar.
Odiaba esas palabras y la provocaron de una manera que
nunca imaginó.
—¡Vete! —gritó ella—. ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete!
Tánatos desapareció y Perséfone fue rodeada de repente
por enfermeras y un guardia de seguridad. Estaban
interrogando y dirigiendo, y las palabras llenaron su cabeza
hasta hacerla estallar.
—Señorita, ¿está todo bien?
—Quizás debería tomar asiento.
—Le conseguiré un poco de agua.
El dolor se formó en la parte delantera de su cabeza. A
pesar de que la enfermera trató de llevarla a una silla, se
liberó.
—Necesito ver a Lexa —dijo, pero cuando trató de regresar
al área de la UCI, el guardia de seguridad la bloqueó.
—Tiene que escuchar a las enfermeras —dijo.
—Pero mi amiga...
—Conseguiré una actualización sobre su amiga —dijo.
Perséfone quería protestar. No había tiempo. ¿Y si Tánatos
se hubiera teletransportado a su habitación y la hubiera
llevado al Inframundo? De repente, las puertas se abrieron
desde el interior, y Perséfone aprovechó la oportunidad,
empujando al guardia, salió corriendo hacia la habitación de
Lexa y desapareció rápidamente.
Ser teletransportado a otro reino sin previo aviso se sentía
como estar en el vacío. De repente, fue más difícil respirar, su
cuerpo se sintió vacío de humedad y sus oídos estallaron
dolorosamente. Los síntomas duraron unos segundos antes
de que fuera dominada por el olor de la magia de Hades,
quemándole la nariz como escarcha helada.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se dio
cuenta de que la habían depositado en la sala del trono de
Hades. Siempre estaba oscuro a pesar de la luz nebulosa que
se filtraba a través de las ventanas inclinadas del techo.
Hades se sentaba en su trono, una pieza de obsidiana
vidriosa que era a la vez artística y monstruosa. No podía ver
nada del dios más que un tajo de su hermoso rostro,
iluminado por una luz roja.
Podía adivinar por qué Hades la había traído aquí, para
evitar que interfiriera con el trabajo de Tánatos, para
sermonearla una vez más sobre cómo no podían interferir en
la vida de Lexa, pero no quería escucharlo.
Trató de reunir su magia y teletransportarse, sabiendo
que era en vano, Hades era mucho más liberal al revocar
cualquier derecho que ella tuviera para dejar el Inframundo
mientras estaba enojado.
Y estaba enojado.
Podía sentir su frustración, que se acumulaba entre ellos,
haciendo que el aire fuera tangible.
—¡No me puedes simplemente removerme desde el Mundo
Superior cuando te plazca! —le gritó.
—Tienes suerte de que te removiera yo y no las Moiras.
El tono de su voz se hizo más profundo y la puso nerviosa.
Aun así, quería pelear.
—¡Envíame de vuelta, Hades!
—No.
Un dolor punzante brotó del hombro de Perséfone, su
costado y sus pantorrillas mientras las espinas brotaban de
su piel. La puso de rodillas ante Hades. El dios se levantó de
su trono, iluminado completamente por la luz roja. Se veía
horrorizado y mortífero, y se movió hacia ella con gracia
depredadora.
—¡Detente! —ordenó mientras él se acercaba—. ¡No te
acerques más!
No quería que viera lo graves que eran realmente sus
heridas.
Hades no obedeció.
Se arrodilló a su lado.
—Mierda, Perséfone. ¿Cuánto tiempo ha estado
manifestándose tu magia así?
Perséfone no respondió. En cambio, preguntó:
—¿Nunca escuchas?
Él soltó una risa sin humor.
—Podría preguntarte lo mismo.
Ignoró su comentario, enfocándose en respirar a través del
dolor de sus heridas. Su magia se había manifestado así en
varias ocasiones, pero este era probablemente el peor de los
casos. Hades colocó sus manos en su hombro, luego en su
costado, luego en sus pantorrillas, sanando las heridas.
Cuando terminó, se sentó sobre sus talones, la sangre
cubriéndole sus manos.
—¿Cuánto tiempo me has ocultado esto?
—He estado un poco distraída en caso de que no lo hayas
notado —dijo—. ¿Qué quieres, Hades?
Los ojos de Hades brillaron, y su preocupación por ella se
disolvió rápidamente en ira.
—Tu comportamiento hacia Tánatos fue atroz. Le pedirás
disculpas.
—¿Por qué debería hacerlo? —protestó—. ¡Iba a llevarse a
Lexa! Peor aún, trató de ocultármelo.
—Estaba haciendo su trabajo, Perséfone.
—¡Matar a mi amiga no es un trabajo! ¡Es asesinato!
—¡Sabes que no es asesinato! —Su voz era áspera—.
Mantenerla con vida para tu propio beneficio no es una
bondad. Ella tiene dolor y tú lo estás prolongando.
Ella se encogió, pero se recuperó.
—No, tú lo estás prolongando. Podrías curarla, pero has
elegido no ayudarme.
—¿Quieres que negocie con las Moiras para que pueda
sobrevivir? ¿Así puedes tener la muerte de otro en tu
conciencia? Asesinar no te calza, diosa.
Ella lo abofeteó, o trató de hacerlo, pero Hades la agarró
por la muñeca y la atrajo hacia él, besándola hasta que quedó
sometida en sus brazos, hasta que todo lo que podía hacer
era llorar.
—No sé cómo perder a alguien, Hades —sollozó en su
pecho.
Él tomó su rostro entre sus manos, intentando enjugarle
las lágrimas.
—Lo sé —respondió—. Pero huir de ello no servirá de
nada, Perséfone. Solo estás retrasando lo inevitable.
—Hades, por favor. ¿Y si fuera yo?
La soltó tan rápido que ella casi perdió el equilibrio.
—Me niego a albergar ese pensamiento.
—No puedes decirme que no violarías cada Ley Divina que
existe por mí.
Perséfone había notado la profundidad de los ojos de
Hades antes, como si hubiera miles de vidas reflejadas en
ellos, pero no se parecía en nada a lo que veía ahora. Hubo
un destello de malicia, un momento en el que juró que podía
ver cada cosa violenta que él había hecho. No dudaba por lo
que él pasaría para salvarla.
—No te equivoques, milady, quemaría este mundo por ti,
pero esa es una carga que estoy dispuesto a llevar. ¿Puedes
decir tú lo mismo?
Algo cambió dentro de Hades después de su pregunta, y
tan repentinamente como pareció abrir todas sus heridas, se
cerraron. Sus ojos se embotaron y su expresión se volvió
pasiva.
—Te daré un día más para despedirte de Lexa —dijo—.
Ese es el único compromiso que puedo ofrecer. Deberías estar
agradecida de que te ofrezca eso.
El dios desapareció.
Sola en la sala del trono, Perséfone esperaba sentirse
abrumada por la realidad de que en las próximas veinticuatro
horas Lexa estaría muerta.
En cambio, sintió una extraña sensación de
determinación.
¿Consecuencias para los dioses? Pensó. No hay ninguna.
Se puso de pie y se teletransportó a su apartamento. Sybil
se reclinaba en el sofá, sus ojos se agrandándose cuando
apareció Perséfone, ensangrentada y magullada por su magia.
El oráculo se incorporó.
—Perséfone, ¿estás...?
—Estoy bien —dijo rápidamente—. Necesito tu ayuda.
¿Dónde pasa el rato Apolo los jueves por la noche?
XVII

El Distrito del Placer

Perséfone navegaba por las estrechas calles adoquinadas


del Distrito del Placer, pasando frente a tiendas encaladas y
burdeles con nombres como Hetaera, Pornai y Kapsoura. Los
pasajes estaban llenos a rebosar de gente. Había quienes
habían venido a disfrutar de los placeres del barrio, obvio por
las máscaras que llevaban para ocultar su identidad. Luego
estaban los que estaban aquí para dar el placer: mujeres con
encajes y hombres en topless. Bailaban entre la multitud,
provocando a los clientes potenciales con boas de plumas y
chocolate. Su piel brillaba por los aceites que olían a jazmín y
a vainilla. Las luces se entrecruzaban en lo alto, dando a todo
el lugar un extraño brillo rojo.
Resulta que aquí era donde Apolo pasaba los jueves por la
noche.
—Estará en Erotas —había dicho Sybil—. Tiene una suite
en el tercer piso.
La Diosa de la Primavera se estiró para comprobar la
máscara que Sybil le había prestado, paranoica de que de
alguna manera se soltaría y expondría su identidad. Era de
un negro sólido y pesado. Solo necesitaba usarlo hasta llegar
a Erotas, una vez dentro, a cada visitante se le prometía el
anonimato.
Reconocía que tenía una elección, pero era una que no
estaba dispuesta a hacer. Su madre tenía razón. ¿Por qué no
pedirle a Apolo que cure a su amiga? Era un trato que estaba
dispuesta a hacer, por lo que se dirigió en dirección a Erotas.
Podía verlo desde la distancia: un falo gigante de espejo en
el mismo borde del Distrito del Placer. Al ser uno de los
burdeles más caros y de mayor categoría, tenía la mejor vista
del océano. Cuando estuvo a la vista de la puerta, se quitó el
abrigo y la máscara. Debajo, llevaba un sencillo vestido negro
y tacones negros de tiras; era el atuendo que usaban las
mujeres que servían en Erotas, y si Perséfone tenía suerte, se
mezclaría lo suficiente como para encontrar a Apolo.
Se sorprendió al descubrir que el interior del burdel tenía
una decoración más tradicional. La entrada era redonda y
estaba iluminada por un gran candelabro de cristal. Las
paredes eran rojas, decoradas con espejos y apliques
ornamentados, y no había nadie en el lugar mientras cruzaba
el piso de mármol hacia una elaborada escalera de princesa
que conducía al segundo piso.
Bastante fácil, pensó Perséfone, mientras su mano tocaba
la barandilla de hierro forjado.
—¿A dónde vas?
Se congeló y se volvió para encontrar a una mujer mayor
vestida de carmesí. Era hermosa, esbelta y tenía el cabello
blanco. Supuso que esta mujer era la madam, o la directora,
del burdel.
—Tengo un cliente —dijo Perséfone—. Esperando. Arriba.
—Estás mintiendo —dijo la mujer.
Perséfone palideció.
—Ninguna de las niñas ha subido todavía —continuó la
mujer—. ¡Ven!
Perséfone vaciló, pero bajó las escaleras. La mujer estudió
a Perséfone mientras se acercaba, tratando de ubicarla.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó, con los ojos
entrecerrados.
—K-kora —logró decir Perséfone.
—Eres nueva —dijo la mujer, y luego tocó el rostro de
Perséfone, como si la inspeccionara en busca de
imperfecciones—. Sí, obtendrás un precio alto.
—¿Un precio alto? —Las cejas de Perséfone se fruncieron.
—Supongo que es por eso que te ibas. ¿Nerviosa por la
subasta?
¿Subasta?
Perséfone asintió.
—No te preocupes, mi amor. Ven.
La madam pasó su brazo por el de Perséfone y la condujo
a un salón debajo de la escalera.
En el interior, había mujeres y hombres de todas las
edades y tamaños vestidos de negro. Perséfone se preguntó
por qué era el color elegido, ya que todos parecían estar en un
funeral.
Mientras la madam y Perséfone entraban, un hombre que
vestía un paño rojo alrededor de la cintura y una máscara del
mismo color se acercó con una bandeja de plata. La señora
tomó una copa de champán y se la pasó a Perséfone.
—Bebe —dijo—. Calmará tus nervios.
Perséfone tomó un sorbo de la bebida, era dulce y ligera.
—Mézclate, charla. Las apuestas comenzarán pronto.
La madam se fue y una vez que Perséfone estuvo sola, se
le acercó una mujer de rizos oscuros y largas pestañas. Sus
labios eran de un rojo brillante y su piel de un rico tono
marrón.
—Nunca te había visto antes —dijo—. Soy Ismena.
—Kora —dijo Perséfone—. Um... ¿puedes decirme qué está
pasando?
Ismena se rio un poco, casi como si pensara que Perséfone
estaba bromeando.
—¿Solo te sacaron de la calle porque eras bonita?
Los ojos de Perséfone se agrandaron.
—¿Eso pasa?
—No importa —dijo Ismena—. Es una subasta. Te dan un
número y te dejan entrar en una habitación como un
auditorio donde esperas hasta que llamen a tu número.
Después de eso, te llevan a un escenario y simplemente... te
quedas ahí hasta que te digan que te vayas.
—¿Y después de eso?
—Te llevan a la habitación de tu postor. —A Perséfone se
le agrió el estómago—. ¿Cómo entraste en esta línea de
trabajo de todos modos? —preguntó Ismena—. No pareces
preparada en absoluto.
Perséfone se rio un poco y ofreció lo único que podía:
—A veces no hay opciones. ¿Tú?
La mujer se encogió de hombros.
—Es buen dinero, y la mayoría de las veces estos hombres
ni siquiera buscan sexo. Solo quieren conversación.
Bueno, eso era bueno, porque eso es todo lo que Perséfone
había venido a buscar: una conversación y un trato.
La mujer de carmesí regresó y aplaudió, llamando la
atención de todos.
—Es el momento, damas y caballeros.
Perséfone siguió el ejemplo de Ismena. Entraron en una
habitación contigua donde se dispusieron una serie de sillas.
Al entrar, se les dio un número y se sentaron. Uno por uno, la
madam convocó a hombres y mujeres, y mientras
desaparecían en la oscuridad que la rodeaba, el corazón de
Perséfone se aceleró. Se preguntó qué haría Hades si se
enterara de que estaba a punto de subastarse al mejor postor
en un burdel.
Entonces se le ocurrió otro pensamiento: ¿y si no podía
encontrar a Apolo?
Esperó una eternidad, hasta que todos en la habitación se
fueron excepto ella.
Entró la señora.
—Tu turno, Kora.
Perséfone se levantó y siguió a la mujer hacia la sombra.
Fue dirigida a un escenario redondo. No podía ver nada más
allá, pero sabía que la gente estaba esparcida en la oscuridad
más allá porque podía sentirlos. Un torrente de emociones la
golpeó, intensa soledad y anhelo, debajo de eso, había un
tinte de diversión. Miró hacia la oscuridad y ofreció una
media sonrisa suave.
—Estoy aquí por ti, Apolo.
La madam apareció de entre las sombras, veloz como un
rayo, y la agarró por la muñeca.
—¡Cómo te atreves! Se supone que esta subasta es
anónima.
Una voz crepitó a través de un intercomunicador.
—No dejes un hematoma, madam Selene, o te enfrentarás
a la ira de Hades.
Hasta aquí el anonimato.
La mujer inhaló bruscamente y la soltó, con sus ojos
abiertos.
—¿Eres Perséfone?
La voz de Apolo volvió a crujir por el intercomunicador.
—Escóltala a mi suite.
Perséfone se volvió hacia la madam, expectante. A ella le
tomó un momento moverse, parecía congelada, mirándola
como si ella misma fuera uno de los muertos. Después de un
momento, se aclaró la garganta e inclinó la cabeza.
—Por aquí, milady.
Sacó a Perséfone de la habitación y la metió en un
ascensor con espejos. Cuando las puertas se cerraron,
madam Selene miró a Perséfone a través del reflejo.
—¿Por qué me dejaste tratarte como a una de mis chicas?
Perséfone se encogió de hombros.
—Estaba curiosa. No te preocupes, si todos los asistentes
esta noche guardan mi secreto, me aseguraré de que Hades
nunca se entere de que me pusiste la mano encima.
¿Entendido?
—Por supuesto.
Madame Selene sacó una llave y la insertó en el panel,
presionando el botón del tercer piso. Se quedaron en silencio
hasta que preguntó:
—¿Estás aquí para negociar con él?
El corazón de Perséfone se aceleró.
—¿Por qué negociaría con Apolo?
—Porque estás desesperada.
Perséfone miró fijamente a la mujer.
—Veo desesperación todos los días, mi amor. Si buscas
ponerle fin, créeme, Apolo no es la respuesta.
Perséfone apretó la mandíbula.
—¿Recuerdas mi promesa anterior, madam? Harías bien
en quedarte callada.
La mujer ofreció una media sonrisa y Perséfone pensó que
insinuaba su maldad.
—Disculpas, milady.
El ascensor se detuvo y Perséfone entró en una sala de
estar lujosa y bien amueblada. El lugar estaba cubierto de
ricas telas, alfombras texturizadas y bellas obras de arte.
Perséfone se sintió nerviosa mientras se movía hacia el
espacio, pensando que el Dios de la Música podría aparecer
de la nada solo para asustarla, pero cuando rodeó la sala de
estar, encontró a Apolo en una habitación adyacente. Estaba
desnudo, relajándose en un baño gigante. Cuando la vio, el
dios se estiró, apoyó los pies y colocó los brazos sobre el borde
de la bañera.
—Ah, lady Perséfone —dijo—. Un verdadero placer.
—Apolo —lo reconoció.
—¡Ven y únete a mí!
—¿No acabas de advertir a Madame Selene de la ira de
Hades? Él te cortará las pelotas y te las dará de comer si me
tocas.
Apolo se rio, como si disfrutara mucho de la visión que
Perséfone le acababa de dar.
—¿Me negarías lo que se me debe? Compré y pagué por ti,
después de todo.
—Entonces esa es tu pérdida —respondió ella.
Apolo se rio entre dientes, entrecerrando esos ojos violetas
como la tinta.
De repente, las puertas del ascensor se abrieron de nuevo
y tres ninfas entraron en la habitación. Estaban vestidas con
chanclas relucientes. Una llevaba un cuenco, la otra una
bandeja con varias botellas y la última una pila de toallas.
—Pon los aceites en el baño. He esperado lo suficiente —
espetó Apolo mientras se acercaban.
La ninfa de la bandeja no parecía preocupada por la
rudeza del dios. Sus movimientos eran pausados y precisos.
Dejó la bandeja, eligió una botella y midió el aceite con la
tapa. Cuando terminó esa ninfa, la otra esparció pétalos de
rosa en el baño de Apolo, y la última enrolló una toalla y la
colocó debajo de su cabeza. Una vez que las ninfas
terminaron, abandonaron la habitación sin hacer ruido.
—¿Sybil te dijo dónde encontrarme?
Perséfone lo fulminó con la mirada.
—Entonces, recuerdas su nombre.
Se había negado a decirlo antes.
El dios puso los ojos en blanco.
—Recuerdo los nombres de todos mis oráculos, todos mis
amantes, todos mis enemigos.
—¿No son todos iguales? —desafió Perséfone.
El dios frunció el ceño, su rostro se volvió pétreo.
—Debes tener más cuidado con tus palabras,
especialmente cuando estás aquí para pedir ayuda.
—¿Cómo sabes que estoy aquí para pedir ayuda?
—¿Me equivoco? —Ella guardó silencio y el dios se rio—.
Entonces dime, lady Perséfone, ¿qué quieres que tu amante
no ofrezca gratuitamente?
La vida.
De repente, Perséfone sintió una ráfaga de calor a través
de su cuerpo. Odiaba estar aquí, odiaba haber acudido a
Apolo en busca de ayuda. Odiaba que supiera que estaba
aquí porque Hades no podía darle lo que quería.
—Necesito que sanes a mi amiga —dijo Perséfone. Las
palabras se sintieron como espinas en su lengua. Sabía que
no debería decirlas ni pedirle a Apolo que desafiara a las
Moiras... pero aquí estaba.
Apolo la miró fijamente durante un largo momento y luego
echó la cabeza hacia atrás, riendo. Perséfone despreciaba su
sonido. El tono estaba apagado, lleno de falsa diversión.
Excepto que cuando el dios la miró de nuevo, sus ojos
brillaron.
—¿Y por qué ayudaría a la periodista que calumnió mi
nombre?
Las manos de Perséfone temblaron y apretó los puños
para evitar que él se diera cuenta. Después de un momento
de silencio, habló:
—Porque sí. Estoy dispuesta a negociar.
Eso llamó la atención de Apolo. Se sentó en el baño y se
levantó, completamente desnudo.
—¿Estás dispuesta a negociar conmigo? —preguntó.
Perséfone volvió la cabeza y tragó saliva. Si estaba siendo
honesta, ver a Apolo desnudo no era diferente a ver las
estatuas en el Jardín de los Dioses en la Universidad de
Nueva Atenas, pero había algo diferente en ver carne en lugar
de piedra.
—Sí, Apolo. Eso es lo que dije.
El agua chapoteó y supo sin mirar que él había salido del
baño.
—Esta... amiga. Debe ser muy importante para ti.
—Lo es todo.
—Aparentemente —dijo Apolo, divertido en su tono—.
Especialmente si estás dispuesta a desafiar a Hades y
negociar conmigo.
Los ojos de Perséfone se clavaron en Apolo. No había
hecho nada para cubrirse.
—¿Me ayudarás o no? No vine aquí para tener una
conversación cortés.
—¿Llamas a esto cortés? —se burló el dios.
Los puños de Perséfone se cerraron con fuerza y Apolo
entrecerró los ojos. Se preguntó si podría sentir que perdía el
control de su glamour.
—Suplica —dijo él—. De rodillas.
Perséfone estaba disgustada.
—Nunca.
—Entonces no te ayudaré.
Él comenzó a girarse cuando ella gritó:
—¡Espera!
Apolo hizo una pausa, arqueó una ceja y esperó.
Perséfone trabajó para mantener su ira bajo control
mientras se dirigía al suelo, y cuando habló, su voz tembló.
—Por favor.
—No.
Apolo comenzó a alejarse justo cuando las enredaderas
brotaron del suelo sin previo aviso, atrapándolo.
—Bueno, bueno, bueno, estás llena de sorpresas —dijo el
dios.
—Dije, por favor. —Su voz era venenosa. Lo torturaría y
obtendría un inmenso placer con el acto.
—Eres una diosa. ¡Una diosa disfrazada de mortal! —
Apolo ignoró su súplica, sus ojos brillando de emoción—.
Nadie lo sabe, ¿verdad?
Eso no era exactamente cierto, pero en lugar de
responder, a las enredaderas que sostenían a Apolo les
crecieron espinas. Una astilla afilada explotó cerca de su
rostro y polla, silenciándolo.
—Creo que estábamos teniendo una conversación —dijo
ella—. Que implicaba que salvaras a mi amiga.
Apolo entrecerró la mirada y luego intentó romper las
enredaderas que lo sujetaban. Después de algunos intentos,
se rindió, jadeando.
—¿De qué están hechas?
Perséfone parpadeó, no lo sabía. Pero estaba sorprendida
de que Apolo no hubiera podido romper su magia. Quizás su
ira y odio por el dios tenían algo que ver con su fuerza.
Él encontró su mirada, ojos inquisitivos.
—Eres una pequeña criatura poderosa.
—No soy una criatura.
—Sí, lo eres. Eres una sanguijuela, chupando la diversión
de mi noche.
—Tú eres quien hizo esto difícil.
—Difícilmente pensé que eras capaz de... —Se miró,
evitando por poco que su rostro fuera empalado por la enorme
espina.
—¿Derrotarte? —Suministró Perséfone.
—Contenerme —corrigió, y ese brillo travieso volvió a
entrar en sus ojos—. ¿Estoy en lo cierto al suponer que esta
es una de las partes favoritas de Hades?
—No estoy aquí para hablar de Hades.
—Por supuesto. Porque si así fuera, tendríamos que
abordar al elefante en la habitación. Él no sabe que estás
aquí, ¿verdad?
—¿Por qué todo el mundo sigue preguntando eso? —se
quejó—. No tengo que pedir permiso para estar aquí.
Los labios de Apolo se curvaron.
—Quizá no, pero estoy seguro de que se sentirá
completamente traicionado cuando descubra que acudiste a
mí en busca de ayuda. Después de todo, él ofreció su propio
favor para salvarte de mí la última vez.
Perséfone ignoró la culpa.
—Esa fue la elección de Hades. También he hecho una
elección. Propongo un trato, Apolo. Cura a mi amiga y yo...
yo...
Bueno, no estaba muy segura de lo que haría.
—Harás lo que yo quiera.
Odiaba lo interesado que parecía Apolo ante la perspectiva
de una solicitud abierta.
—No lo que quieras —dijo Perséfone—. No haré nada que
pueda dañar a Hades.
—Oh, pero ya lo estás haciendo, pequeña diosa. —Él hizo
una pausa—. Está bien. Negociaré contigo, pero solo porque
esto me entretendrá.
Ella esperó. Quería los términos de su acuerdo.
—No puedo pensar con esta espina en el rostro.
Consideró decirle que lidiara con eso, pero decidió que
debería ser un poco complaciente. Estaba a su merced
cuando se trataba de este trato.
Descartó su magia y Apolo se estiró, todavía desnudo.
—¿Es demasiado pedir que te vistas? —preguntó ella.
—Sí. Ahora, ¿qué quiero de ti?
Consideró la pregunta mientras caminaba hacia la
esquina de la habitación y recuperaba una bata floral. Estaba
de espaldas a ella mientras se la ponía. Sin embargo, no hizo
nada para asegurarla y quedó abierta, dejando al descubierto
su desnudez. Ella puso los ojos en blanco.
—Quiero que salgas conmigo.
—¿Qué?
Perséfone pensó que estaba bromeando, pero la expresión
del rostro de Apolo decía lo contrario.
—Serás mi... amiga. Festejaremos juntos, asistiremos a
eventos juntos, vendrás a mi ático.
—¿Quieres que salga contigo? —Algo no parecía estar bien
en esto—. ¿Por cuánto tiempo?
—¿Cuánto vale la vida de tu amiga?
Perséfone no iba a contestar eso.
—¿Y si nos odiamos?
Porque estaba segura de que solo lo odiaría más al final de
esto.
Apolo se encogió de hombros.
—Te sorprendería lo que puedo manejar.
Nunca había deseado tanto poner los ojos en blanco ante
una persona.
—¿Qué implica salir contigo? —preguntó.
—Alguien te ha enseñado bien —dijo.
—No dormiré contigo. No lastimaré a gente por ti.
Tampoco usaré mis poderes por ti.
—¿Algo más?
—Si tu curación no funciona, el trato se cancela.
Apolo pareció pensar que eso era particularmente
divertido.
—¿Si mi curación no funciona? Pequeña diosa, ¿sabes
cuántos sanadores he engendrado?
—No quiero saber nada sobre esa parte de tu vida, Apolo.
—¿Es ese el final de tus solicitudes?
—Seis meses —dijo Perséfone—. Solo haré esto durante
seis meses.
El dios guardó silencio mientras consideraba su
propuesta. Finalmente, dijo:
—Trato hecho.
—¿Trato hecho?
No podía evitarlo, tenía que preguntar. No había esperado
que él aceptara el tiempo.
Apolo se rio entre dientes.
—¿Es tan increíble que pueda ayudar?
—No estás ayudando por la bondad de tu corazón —
respondió Perséfone—. Estás ayudando porque te beneficia.
De alguna manera extraña.
Apolo se enfurruñó.
—No me insultes, puedo rescindir mi oferta.
—¡No! —dijo rápidamente, y su rostro se puso caliente. No
por vergüenza, sino por ira—. Lo siento.
El dios la miró fijamente.
—Realmente te preocupas por tu amiga. Pero debo
preguntar, ¿qué tiene de malo su muerte? Eres la amante de
Hades. No es que no puedas verla en el Inframundo.
Perséfone dudó en hablar y Apolo se echó a reír.
—No estás segura de tu relación con El Rico, ¿eh?
—Yo solo… —balbuceó, sin saber cómo aceptar lo que
Apolo estaba diciendo. Pensó en las palabras de su madre:
Dadas las circunstancias, creo que deberías considerar:
¿puede una hija de la primavera ser realmente la novia de la
muerte? Era una pregunta que no podía responder. ¿Podría
existir junto a Hades, el dios que dejaría morir a su mejor
amiga? ¿Podría gobernar un mundo que fuera responsable del
dolor insoportable que sentía?—. No hay forma de que pueda
ser la diosa que él quiere.
Apolo resopló.
Perséfone lo fulminó con la mirada.
—¿Qué?
El dios arqueó las cejas.
—Parece que piensas que él quiere algo más que tú, que
no es lo que presencié cuando fui a castigarte al Inframundo.
Cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué sabrías al respecto, Apolo?
No le gustó lo serio que parecía de repente.
—Más de lo que jamás podrías imaginar, pequeña diosa.
Sintió la verdad de esas palabras. Quería hacer más
preguntas: qué fue exactamente lo que presenciaste cuando
llegaste al Inframundo, pero no quería que Apolo supiera que
tenía curiosidad.
—Solo... sana a mi amiga, Apolo.
—Como desees, diosa. —Le tendió la mano—. ¿A dónde
vamos?
—Asclepio —dijo—. Segundo piso, en la UCI.
—Oh, sí, el homónimo de mi hijo. ¿Sabías que Hades se
quejó tanto de su habilidad que mi padre lo mató?
—¿Su habilidad?
—Él podría devolver la vida a los muertos —dijo Apolo—.
Me imagino que Hades lo puso en el Tártaro por eso.
Apolo tomó su mano y la atracción de su magia hizo que
su estómago se revolviera. Olía a madera y eucalipto.
Se encontraron en el cuarto oscuro de Lexa. Sus padres
dormían en un rincón. La habitación olía a rancio y el aire
estaba pegajoso y caliente. Perséfone miró a Apolo,
sorprendida de ver que su rostro estaba demacrado y
sombrío.
—Puedo ver por qué estabas desesperada por negociar —
dijo él—. Casi se ha ido.
El comentario fue una afirmación de que Perséfone había
tomado la decisión correcta y, como si Apolo hubiera
escuchado ese pensamiento, la miró a los ojos.
—¿Estás segura de que quieres esto?
—Sí. —Su voz fue un susurro en la oscuridad, y en el
segundo siguiente, el Dios de la Música sostenía un arco y
una flecha. El arma era etérea: brillaba y relucía en la sombra
de la habitación. Era extraño presenciar a un dios vestido con
una bata floral, sosteniendo un arma tan majestuosa.
Apolo ensartó la flecha, las venas de su brazo estallaron
mientras tiraba de la cuerda hacia atrás, soltándola
silenciosamente. La flecha golpeó el centro del pecho de Lexa
y se desvaneció en una lluvia de magia brillante.
Siguió el silencio.
Y no pasó nada.
—No está funcionando —dijo Perséfone, sintiendo ya una
sensación de terror ante la idea.
—Lo hará —dijo Apolo—. Mañana la sacarán del
ventilador y se despertará y respirará por sí sola. Ella será un
milagro viviente que respira. Exactamente lo que querías.
Por alguna razón, esas palabras dejaron un sabor horrible
en la boca de Perséfone. Volvió a mirar a Lexa, que estaba tan
quieta como un cadáver.
—Estaré en contacto —dijo—. Tus deberes comienzan
pronto.
Luego desapareció.
Y en la ruidosa UCI, Perséfone se preguntó: ¿qué había
hecho?
XVIII

Las Furias

Perséfone llegó al hospital con Sybil dos horas después.


Estaba demasiado ansiosa para mantenerse alejada. No era
que no confiara en los poderes curativos de Apolo, pero no
podía evitar la sensación de que algo estaba a punto de salir
terriblemente mal. Podía sentirlo: una oscuridad tangible que
se acumulaba detrás de ella, ganando velocidad, profundidad
y peso.
¿Lexa estaría lo suficientemente curada para cuando le
quitaran el ventilador? ¿Intervendría Hades? ¿Qué pasaría
una vez que descubriera que había negociado con Apolo?
¿Vería su decisión como una traición?
La culpa la hizo sentir náuseas y aturdimiento y mientras
se dirigía al ascensor con Sybil, le preocupaba tener otro
ataque de pánico. Se preguntó si el oráculo sintió su
confusión, especialmente cuando miró en su dirección.
En cambio, Sybil preguntó:
—¿Lo hiciste?
Perséfone no miró al oráculo. Mantuvo su mirada en el
número rojo mientras cambiaba de piso a piso.
—Sí.
—¿Qué ofreciste a cambio?
Esperaba mantener su trato en secreto durante el mayor
tiempo posible. No quería saber qué pensaba realmente su
amiga de su elección.
—Tiempo.
Perséfone todavía tenía que entender realmente lo que
había acordado cuando llegara la demanda de Apolo a su
atención, pero la preocupación ya se estaba hundiendo en sus
huesos. En las horas después de dejar el hospital, había
repasado los términos de su acuerdo. Estaba segura de que
se había perdido algo, y era solo cuestión de tiempo antes de
que Apolo le pidiera que hiciera algo que ella no podía
rechazar.
Si Lexa está viva, valdrá la pena, pensó.
Esperaba.
Cuando llegaron al segundo piso, Jaison ya estaba allí,
sentado en la misma silla de madera que había ocupado
desde el accidente de Lexa con los ojos cerrados. Se movió
cuando se acercaron y los miró.
—Oye —dijo Perséfone con tanta gentileza como pudo—.
¿Cómo estás?
Jaison se encogió de hombros. El blanco de sus ojos
estaba amarillo, su piel pálida.
—¿Cuánto tiempo hasta que escuchemos algo? —preguntó
Sybil.
—Planean retirarla del soporte vital a las nueve. —Su voz
era hueca.
Perséfone y Sybil intercambiaron una mirada. Jaison se
inclinó hacia delante y se frotó el rostro vigorosamente antes
de ponerse de pie.
—Voy a tomar un café.
Se alejó y Perséfone lo miró hasta que desapareció. No era
de extrañar que los mortales suplicaran a Hades que les
devolviera a sus seres queridos. La amenaza de muerte se
cobraba más de una vida. El pensamiento hizo que se le
llenaran los ojos de lágrimas. ¿Cómo se suponía que iba a
gobernar un reino que causaba tanto dolor? ¿Que traía
sufrimiento a los vivos?
—Él no lo sabe, ¿verdad? —preguntó Sybil.
Perséfone negó. Todavía pensaba que hoy estaba
perdiendo a Lexa.
—Nadie necesita saberlo —dijo—. Que piensen que fue un
milagro.
Las dos tomaron asiento y esperaron. Jaison finalmente
regresó con una taza de café humeante y se sentó a su lado.
No hablaron, lo cual estaba bien para ella. Estaba perdida en
sus pensamientos, incapaz de concentrarse en una sola cosa.
Cuanto más se alargaba el silencio, más crecía su ansiedad.
En algún momento, la familia de Lexa comenzó a llegar.
Pronto, los llevaron a una habitación más grande donde
habían trasladado a Lexa. Los padres de Lexa estaban más
cerca de ella, luego Jaison, varias tías y tíos y amigos de su
ciudad natal de Jonia. Cada persona en la habitación se
acercó a ella y se despidió, tocándola, tomándola de la mano o
besando su rostro.
Cuando fue el turno de Perséfone, tomó la mano de Lexa y
le dio un beso en la piel fría.
—Por favor, por favor despierta —rezó a nadie más que a
la magia de Apolo y, para sorpresa de Perséfone, Lexa le
apretó la mano. Ella levantó la vista y se encontró con la
mirada de Jaison, pero por su expresión supo que no había
visto lo que sucedía.
—Apretó mi mano. —La voz de Perséfone era aguda,
desconocida para sus oídos, pero estaba experimentando una
descarga de adrenalina.
—¿Qué? —Jaison miró a Lexa y le tomó la otra mano.
—Lexa, Lexa, nena. ¡Si puedes oírme, aprieta mi mano!
Después de eso, hubo un frenesí de actividad. Todos,
excepto los padres de Lexa, fueron sacados de la habitación y
se llamó a los médicos para que revisaran sus signos vitales.
Algún tiempo después, el padre de Lexa llegó a la sala de
espera para hacerles saber a todos que su cuerpo se había
curado lo suficiente en las últimas doce horas como para
mantener la actividad vital.
—Es un milagro —dijo con los ojos llorosos—. Un milagro.
Los ojos de Perséfone también se llenaron de lágrimas y su
cuerpo tembló. ¡Su sacrificio había valido la pena! Lexa había
vuelto.
—Lo hiciste —susurró Sybil, y las dos se abrazaron. Fue
entonces cuando se dio cuenta de que Jaison estaba apartado
de ellos. Se acercó, vacilante.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Sí —dijo Jaison, sorbió por la nariz y se secó los ojos.
Después de un momento, la abrazó, su respiración se liberó
en un jadeo áspero—. Gracias, Perséfone.
Su expresión de gratitud parecía fuera de lugar dado lo
que había hecho Perséfone, así que, en lugar de hablar, se
quedó callada, abrazándolo con más fuerza.
Se quedaron un rato en la sala de espera, hablando y
riendo. Todo se sentía extraño pero esperanzador, como si el
sol aún estuviera logrando brillar a través de espesas nubes
negras. En algún momento, Perséfone decidió que era hora de
irse. Necesitaba una ducha y unas horas de sueño. Se
despidió de la familia, de Jaison, Sybil y Lexa y se fue.
Salió al exterior antes de que se le erizara el cabello de la
nuca y un siseo aterrador llamó su atención hacia el cielo,
donde tres mujeres flotaban, con las alas negras y correosas
extendidas. Sus extremidades eran de un blanco pálido y
serpientes negras enroscadas alrededor de sus cuerpos. Su
cabello estaba manchado de tinta y parecía flotar a su
alrededor como si estuvieran bajo el agua. Cada una llevaba
una corona de agujas gruesas, que se asemejaban a espadas
negras.
Eran Furias, Diosas de la Venganza, y solo aparecían
cuando alguien rompía la Ley Divina.
—Perséfone, hija de Deméter.
Hablaron al unísono, sus voces resonaban en su mente
como el silbido de una serpiente.
—Mierda.
—Has violado una ley sagrada del Inframundo y, por lo
tanto, debes ser castigada.
Un escalofrío de miedo sacudió su columna vertebral. No
había considerado que su decisión de ayudar a Lexa sería ser
castigada por las tres diosas.
De repente, serpientes se deslizaron alrededor de sus pies.
Perséfone saltó.
—¡Oh, no! ¡Mierda, mierda, mierda!
Trató de saltar desde el medio del charco de serpientes,
pero se apresuraron a rodearla, deslizándose por sus piernas,
torso y hombros. Sus escamas eran resbaladizas y ásperas y
se apretaban a su alrededor como una cuerda. Un leve
susurro llegó a sus oídos: castigar, castigar, castigar. Luego,
una de las serpientes hundió sus colmillos en su hombro.
Perséfone gritó. El dolor era agudo y el veneno quemaba.
De repente, se congeló, su grito se secó en su garganta y sus
piernas no funcionaron. Trató de moverse, pero cayó,
golpeando el cemento con fuerza. Su cuerpo se sentía como si
lo estuvieran desgarrando y, de repente, todo se oscureció y
estaba cayendo.
Apareció en el suelo de Nevernight.
Se sorprendió cuando Apolo aterrizó de bruces a su lado.
El dios gimió, rodando sobre su espalda. Perséfone recuperó
el movimiento de sus extremidades y comenzó a ponerse de
pie cuando vio a Hades de pie sobre ella como una nube
oscura. Había una furia aguda en sus ojos, y sintió como si la
estuviera despellejando viva con esa mirada. Nunca había
experimentado miedo frente a él, incluso después de haber
publicado su historia sobre Apolo, pero en este momento, se
instaló pesado y frío en su estómago.
¿Es así como era comparecer ante Hades, Rey del
Inframundo, juez y castigador?
—Malditas Furias —dijo Apolo mientras se ponía de pie,
sacudiéndose. Perséfone miró al dios, que ahora vio a Hades
—. Sabes que puedes actualizarte a algo un poco más
moderno para hacer cumplir el orden natural, Hades. Prefiero
dejarme llevar por un hombre musculoso que por un trío de
diosas albinas y una serpiente.
—Pensé que teníamos un trato, Apolo —dijo entre dientes
Hades.
Perséfone se maravilló de cómo su amante podía parecer
tan tranquilo y, sin embargo, infundir en su voz una furia
silenciosa. Lo sintió en el aire y se posó en su piel, haciendo
que se le pusiera la piel de gallina.
—¿Te refieres al trato en el que me mantengo alejado de tu
diosa a cambio de un favor?
Hades no dijo nada. Apolo conocía el trato.
—Hubiera sido más que servicial, excepto que tu pequeña
amante se presentó en Erotas exigiendo mi ayuda. Mientras
estaba en medio de un baño, debo agregar.
—No, no deberías —siseó Perséfone.
—Ella puede ser muy persuasiva cuando está enojada —
continuó, ignorándola—. La magia ayudó.
Apolo ni siquiera necesitó decir la última parte, Hades
sabía lo que significaba cuando se enojaba: pérdida de
control.
—Nunca dijiste que era una diosa. No es de extrañar que
la agarraras rápidamente.
¿Por qué todos dicen eso? Se preguntó.
—Difícilmente pude negar su petición cuando tenía
espinas afiladas como navajas apuntando a mis regiones
inferiores.
Perséfone quería vomitar, pero miró a Hades y notó que a
pesar de la ira que nublaba su rostro, parecía un poco
orgulloso.
—Entonces, hicimos un trato. Una ganga, como te gusta
llamarlo.
Los ojos de Hades se oscurecieron.
—Me pidió que curara a su amiguita y, a cambio, me
brinda... compañía.
—No hagas que suene asqueroso, Apolo.
—¿Asqueroso?
—Todo lo que sale de tu boca suena como una
insinuación sexual.
—¡No!
—Sí.
—¡Suficiente! —La voz de Hades rompió como un látigo, y
cuando Perséfone lo miró, vio fuego en sus ojos. Aunque se
dirigió a Apolo, su mirada no la abandonó y ella sintió que
desgarraba todas sus capas, exponiendo el miedo crudo y real
que sentía debajo—. Si ya no necesitas a mi diosa, me
gustaría hablar con ella. A solas.
—Es toda tuya —dijo Apolo, quien tuvo el buen sentido de
evaporarse y no decir nada más.
Perséfone se quedó quieta, mirando a Hades. El silencio
en el suelo de Nevernight era tangible. Se puso pesado sobre
sus hombros y presionó contra sus oídos, y cuando su voz
estalló, quemando el silencio, prometió dolor, ya podía sentir
su corazón rompiéndose.
—¿Qué has hecho?
—Salvé a Lexa.
—¿Es eso lo que piensas? —Él hervía. Podía ver zarcillos
de su glamour saliendo de él como humo. Nunca lo había
visto perder el control de su magia.
—Ella iba a morir…
—¡Ella estaba eligiendo morir! —gruñó Hades, avanzó
hacia ella. Su encanto se desvaneció y se paró ante ella,
despojado de su forma mortal. Parecía llenar la habitación,
un infierno, extendiendo su calor, su ira ondeando, ojos
inflamados—. Y en lugar de honrar su deseo, interviniste.
Todo porque le tienes miedo al dolor.
—Tengo miedo al dolor —espetó—. ¿Te burlarás de mí por
eso como te burlas de todos los mortales?
—No hay comparación. Al menos los mortales son lo
suficientemente valientes para enfrentarlo.
Ella se estremeció y su ira se encendió, un dolor
abrasador brotó de todas partes cuando las espinas brotaron
de su piel.
—Perséfone.
Él la alcanzó, pero se apartó, el movimiento fue doloroso e
inhaló entre dientes.
—¡Si te importara, habrías estado allí!
—¡Estaba allí!
—Ni una sola vez viniste conmigo al hospital cuando tuve
que ver a mi mejor amiga yacer sin responder. Ni una sola vez
estuviste a mi lado mientras sostenía su mano. Podrías
haberme dicho cuándo empezaría a aparecer Thanatos.
Podrías haberme hecho saber que ella estaba... eligiendo
morir. Pero no lo hiciste. Escondes todo eso, como si fuera un
maldito secreto. No estabas allí.
Por primera vez desde que las Furias la dejaron frente a él,
se veía sorprendido y sonaba un poco perdido cuando dijo:
—No sabía que me querías allí.
—¿Por qué no lo haría? —preguntó, y había un giro en su
voz, una nota de su tristeza que no pudo ocultar.
—No soy la vista más bienvenida en un hospital,
Perséfone.
—¿Esa es tu excusa?
—¿Y cuál es la tuya? —preguntó—. Nunca me dijiste…
—No debería tener que decirte que estés ahí para mí
cuando mi amiga se está muriendo. En cambio, actúas como
si fuera tan... normal como respirar.
—Porque la muerte siempre ha sido mi existencia —
espetó, cada vez más frustrado.
—Ese es tu problema. Has sido el Dios del Inframundo
tanto tiempo que has olvidado lo que es estar al borde de
perder a alguien. ¡En lugar de eso, pasas todo el tiempo
juzgando a los mortales por el miedo a tu reino, por el miedo
a la muerte, por el miedo a perder a quien aman!
Estaba un poco sorprendida por las palabras que salían
de su boca. Para ser sincera, no se había dado cuenta de lo
enojada que estaba hasta este mismo momento.
—Así que estabas enojada conmigo —dijo—. Y una vez
más, en lugar de venir a mí, decidiste castigarme buscando la
ayuda de Apolo. —Escupió el nombre del dios; su odio
evidente.
—No estaba intentando castigarte. Cuando decidí ir a
Apolo, sentí que ya no eras una opción.
Los ojos de Hades se entrecerraron.
—Después de todo lo que hice para protegerte de él...
—No te pedí eso —espetó.
—No, supongo que no. Nunca has dado la bienvenida a mi
ayuda, especialmente cuando no era lo que querías escuchar.
—Sonaba tan amargado que se estremeció.
—No es justo.
—¿No es así? He ofrecido un Aegis, y tú insististe en que
no necesitas un guardia, sin embargo, regularmente te
abordan de camino al trabajo. Apenas aceptas paseos de
Antoni, y solo lo haces ahora porque no quieres herir sus
sentimientos. Entonces, cuando te ofrezco consuelo, cuando
intento entender tu dolor por el dolor de Lexa, no es
suficiente.
—¿Tu consuelo? —explotó ella—. ¿Qué consuelo? Cuando
vine a ti, rogándote que salvaras a Lexa, te ofreciste a dejarme
llorar. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Retroceder y verla
morir cuando supe que podía evitarlo?
—Sí —siseó Hades—. Eso es exactamente lo que se
suponía que debías hacer. ¡No estás por encima de la ley de
mi reino, Perséfone!
Claramente no. Las Furias habían ido tras ella.
—No veo por qué importa su muerte. Vienes al
Inframundo todos los días. ¡Habrías vuelto a ver a Lexa!
—Porque no es lo mismo —espetó ella.
—¿Qué se supone que significa eso?
Ella lo fulminó con la mirada; brazos cruzados apretados
sobre su pecho. ¿Cómo se suponía que iba a explicar esto?
Lexa era su primera amiga, su amiga más cercana, y justo
cuando pensaba que tenía su vida en orden, conoció a Hades
que lo echó todo fuera de órbita. Lexa era la única ancla de su
antigua vida y, ¿ahora Hades quería llevársela también?
Lo que llevaba al problema real y dolía decirlo, porque
estaba admitiendo su mayor temor.
—¿Qué pasa si tú y yo…? —Hizo una pausa, incapaz de
decir las palabras—. ¿Si las Moiras deciden desenredar
nuestro futuro? No quiero estar tan perdida en ti, tan anclada
al Inframundo, que no sepa cómo existir después.
Los ojos de Hades se entrecerraron, pero cuando habló, su
voz era desolada.
—Estoy empezando a pensar que tal vez no quieres estar
en esta relación.
Esas palabras hicieron que su pecho se sintiera como si se
estuviera derrumbando.
—Eso no es lo que estoy diciendo.
—Entonces, ¿qué estás diciendo?
Se encogió de hombros y, por primera vez, sintió que las
lágrimas se acumulaban detrás de sus ojos.
—No lo sé. Solo que... justo cuando estaba empezando a
descubrir quién era, viniste y lo alteraste todo. No sé quién se
supone que debo ser. No sé…
—Lo que quieres —dijo.
—Eso no es cierto —dijo ella—. Te deseo. Te…
—No digas que me amas —la interrumpió de nuevo—. No
puedo... escuchar eso ahora mismo.
El silencio que siguió la hizo sentir aún más desesperada.
Tenía el rostro húmedo y se tocó la mejilla para enjugarse las
lágrimas.
—Pensé que me amabas —susurró ella.
—Lo hago —dijo, mirando al suelo—. Pero creo que puedo
haber entendido mal.
—¿Mal entendido qué?
—Las Moiras —dijo con amargura—. Te he esperado tanto
tiempo que ignoré el hecho de que rara vez tienen finales
felices.
—No puedes decir eso —dijo ella.
—Lo digo en serio. Descubrirás por qué lo suficientemente
pronto.
Hades restauró su glamour y se arregló la corbata; sus
ojos vacíos de emoción. ¿Cómo podía recuperarse tan rápido
cuando ella sentía que sus entrañas estaban destrozadas?
Luego, como si aún no le hubiera abierto un agujero en el
corazón, sus palabras de despedida la alcanzaron, heladas y
angustiosas.
—Debes saber que tus acciones han condenado a Lexa a
un destino peor que la muerte.
XIX

Diosa de la Primavera

Sola, Perséfone se derrumbó en lágrimas. Al caer al suelo,


las espinas que le brotaban de la piel se sacudieron y gritó de
dolor.
—Oh, querida. —Perséfone sintió la mano de Hécate en su
espalda. No miró a la diosa, sollozando en sus manos
cubiertas de sangre.
—Me equivoqué, Hécate.
—Shh. —La diosa la tranquilizó—. Ven, de pie.
Hécate levantó a Perséfone, con cuidado de no tocar las
espinas que brotaban de su cuerpo y se teletransportó a su
cabaña. Sentó a Perséfone, puso sus manos sobre las espinas
que le habían roto la piel y comenzó a cantar. Calor emanaba
de sus palmas. Perséfone observó cómo las púas comenzaban
a hacerse más pequeñas hasta que no se veía nada de la
afección. Cuando las heridas sanaron, Hécate limpió la
sangre y se sentó frente a Perséfone.
—¿Qué pasó?
Perséfone rompió a llorar de nuevo, la culpa y la agonía
luchaban en su mente. Le contó todo a Hécate: la
conversación que había escuchado acerca de quitarle el
soporte vital a Lexa, la visita de su madre y su viaje al Distrito
del Placer.
—Cuando se redujo a perderla... no pude. —Se atragantó
con un sollozo. Hécate extendió la mano y cubrió la mano de
Perséfone con la suya—. Y mi madre lo empeoró todo. Puede
que no haya consecuencias para los dioses, pero hay
consecuencias para mí.
—Siempre hay consecuencias. La diferencia entre tú y
otros dioses es que tú te preocupas por ellas.
Perséfone se quedó en silencio por un momento y luego
repitió lo que Hades le había dicho.
—He condenado a Lexa a un destino peor que la muerte.
—Hizo una pausa—. Solo la quería conmigo.
—¿Por qué te aferras al reino de los mortales?
Perséfone miró a Hécate.
—Porque es donde pertenezco.
—¿Lo es? —preguntó—. ¿Qué pasa con el Inframundo?
Cuando Perséfone no respondió, Hécate negó.
—Querida, estás tratando de ser alguien que no eres.
—¿Qué quieres decir? Todo lo que he intentado hacer es
ser yo misma.
Y eso había sido más difícil de lo que podía imaginar.
—¿En serio? —preguntó—. Porque la persona que se
sienta frente a mí ahora no coincide con la que veo debajo.
—¿Y a quién ves? —preguntó, su voz rayaba en el
sarcasmo.
—La Diosa de la Primavera —respondió—. Futura Reina
del Inframundo, esposa de Hades. —Esas palabras la hicieron
temblar—. Te estás aferrando a una vida que ya no te sirve.
Un trabajo que te castiga por tus relaciones, una amistad que
podría haber florecido en el Inframundo, una madre que te ha
enseñado a ser prisionera.
Perséfone se erizó ante esas palabras.
»Y si necesitas más evidencia de que te estás negando a ti
misma, no busques más allá de la forma en que se manifiesta
tu magia. Si no aprendes a amarte, tus poderes te
destrozarán.
Las cejas de Perséfone se fruncieron.
—¿Qué estás diciendo, Hécate? ¿Que debería abandonar
mi vida en el Mundo Superior?
Ella negó.
—Piensas en extremos —dijo Hécate—. O eres una diosa o
una mortal, o vives en el Inframundo o en el Mundo Superior.
¿No lo quieres todo, Perséfone?
—Sí —dijo, frustrada—. Por supuesto, lo quiero todo, ¡pero
todo el mundo me sigue diciendo que no puedo!
Una lenta sonrisa se deslizó por el rostro de Hécate.
—Crea la vida que quieres, Perséfone, y deja de escuchar a
los demás.
Perséfone parpadeó, absorbiendo las palabras de Hécate.
Crea la vida que quieres.
Hasta este punto, pensó que sabía qué tipo de vida quería,
pero de lo que se estaba dando cuenta ahora, es que las cosas
habían cambiado desde que conoció a Hades. A pesar de su
lucha por aceptarse a sí misma y comprender su poder, él
había cambiado algo dentro de ella. Con él llegaron nuevos
deseos, nuevas esperanzas, nuevos sueños, y no había forma
de alcanzarlos sin dejar atrás los viejos.
Tragó saliva y le lloraron los ojos.
—Lo arruiné, Hécate —dijo.
—Como todos hacemos —respondió la diosa, poniéndose
de pie—. Y como todos haremos. Ahora, canalicemos algo de
ese dolor y limpiemos el desastre que hiciste en la arboleda.
Considéralo una práctica.
Perséfone no discutió, descubriendo que estaba
extrañamente motivada.
Las dos salieron de la cabaña de Hécate hacia la arboleda.
Perséfone sabía cuándo estaban cerca porque podía oler la
fruta podrida, una terrible mezcla de azúcar y
descomposición.
—El objetivo es recolectar todas las piezas muertas y
convertirlas en granadas maduras —dijo Hécate.
—¿Cómo puedo hacer eso?
—De la misma manera que las destruiste, excepto que
quieres controlar la cantidad de energía que usas.
Perséfone no estaba segura de poder hacerlo, pero recordó
el tiempo que pasó con Hades y cómo él le enseñó a enfocar
su poder. Ese recuerdo hizo que le doliera el pecho de una
manera que nunca creyó posible.
La magia es equilibrio: un poco de control, un poco de
pasión. Es el camino del mundo.
—Imagina la granada entera, de un delicioso color
carmesí.
La voz de Hécate se desvaneció cuando Perséfone se
centró en su tarea.
Cierra los ojos, escuchó a Hades susurrarle al oído, y
obedeció mientras se le quedaba el aliento atascado en la
garganta. Podría haber jurado que sintió el roce de su mejilla
contra la de ella.
Él continuó susurrando.
Dime qué sientes.
Calidez, pensó ella.
Concéntrate en ello.
Como antes, empezó en la parte baja de su estómago y lo
alimentó, torturada por pensamientos sobre el Hades.
¿Dónde estás cálida?
—En todas partes —susurró, e imaginó todo ese calor en
sus manos, la energía creciendo tan brillante que apenas
podía mirarla, como un sol en la palma de sus manos, o una
estrella moribunda.
Abre los ojos, Perséfone. Juró que su aliento le acariciaba
la piel.
Lo hizo, y la brillante imagen de una granada se mostró
entre sus manos. Respiró hondo y deliberadamente, guiando
sus manos hacia la tierra, y mientras lo hacía, trozos de carne
podrida se levantaron del suelo y se juntaron. En poco
tiempo, la arboleda olía a fruta fresca y madura, y varias
granadas rojas enteras yacían a sus pies.
Cuando miró a Hécate, la diosa estaba claramente
sorprendida.
—Muy bien, querida —dijo.
Perséfone habría sonreído, pero descubrió que su éxito en
la reconstrucción de la granada se vio ensombrecido por una
profunda tristeza. Hizo que el mundo se sintiera pesado y su
cuerpo se sintiera lento. Parpadeó rápidamente, esperando
contener las lágrimas.
No estaba segura de si Hécate podía sentir su confusión,
pero la diosa se apresuró a distraerla.
—Ven, te enseñaré a hacer venenos como te prometí.
Las dos regresaron a su cabaña, y Perséfone se sentó al
lado de Hécate, quien había recogido y encuadernado varias
variedades de plantas.
—¿Que es todo esto?
—Lo normal. Cicuta, daphne, belladona, hongo de la
muerte, trompeta de ángel, curare.
La diosa explicó qué partes de cada planta eran mortales y
cuánto se necesitaría de cada una para matar a un objetivo.
También pareció deleitarse al explicar cómo mataría la planta.
—¿Qué le haría el veneno a un dios? —preguntó
Perséfone.
El fantasma de una sonrisa tocó los labios de la diosa.
—¿Estás pensando en envenenar a Apolo?
Perséfone sintió que se le enrojecían las mejillas.
—¡N-no!
Hécate se rio en voz baja.
—No te sientas culpable por contemplar el asesinato,
querida, la mayoría de los dioses han hecho cosas mucho
peores.
Perséfone sabía que eso era cierto.
—El veneno probablemente tendría poco impacto en
Apolo, excepto que lo pondría muy enfermo, lo que sería igual
de divertido. Hablando de no tener consecuencias.
Perséfone se rio y guardó esa información para más tarde.
Pasaron un rato triturando hojas y aceites en poderosos
brebajes hasta que a Perséfone le dolieron las manos de usar
el mortero y los ojos le escocieron por la potencia de las
plantas. En un momento, comenzó a frotarse los ojos, cuando
la mano de Hécate le apretó la muñeca.
Perséfone gritó, sobre todo por la sorpresa. No sabía que
Hécate podía moverse tan rápido.
—No lo hagas.
Hécate llevó a Perséfone a una palangana. Se lavó las
manos y esperó a que Hécate terminara antes de dirigirse a
los Campos Asfódelos.
—He terminado tu vestido para el solsticio de verano —
dijo Hécate. El estómago de Perséfone se sintió revuelto. Sabía
lo que intentaba hacer la diosa. Ya había encargado una
nueva corona para que Perséfone la usara para la ocasión.
Estaba tratando de convertirla en una especie de reina, y
justo después de su pelea con Hades, eso la ponía ansiosa.
Cuando Perséfone y Hécate llegaron, las almas pululaban.
No estaba segura de por qué, pero hoy, su entusiasmo,
amabilidad y clara devoción por ella hicieron que se le
llenaran los ojos de lágrimas. Quizás tuvo algo que ver con su
conversación con Hécate. Ella siempre había sabido que la
gente del Inframundo la consideraba una diosa, más que eso,
inmediatamente la aceptaron como parte de su mundo, e
insinuaron su potencial para convertirse en Reina del
Inframundo, y todo lo que ella había hecho era resistirse.
Estaba asustada.
Asustada de que de alguna manera los decepcionaría
como había decepcionado a su madre, como había
decepcionado a Hades.
Respiró hondo, reprimiendo la emoción espesa dentro de
su garganta y fingió que todo estaba bien. Ayudó a finalizar
las decisiones para la celebración del solsticio, probó
degustaciones de varias comidas, aprobó la decoración y jugó
con los niños antes de regresar al Mundo Superior.
Cuando llegó a casa, se derrumbó.
Sybil no hizo ninguna pregunta, lo más probable es que ya
hubiera adivinado lo que había sucedido. El oráculo
simplemente la abrazó mientras lloraba hasta quedarse
dormida.
Antes del trabajo al día siguiente, Perséfone pasó por el
hospital solo para descubrir que Lexa estaba dormida.
—Se despertó brevemente —dijo Eliska—. Pero estaba
muy confundida. El médico le dio un sedante.
—¿Confundida?
La ansiedad de Perséfone se disparó, haciendo que su
estómago se sintiera enfermo.
—Creen que es una psicosis temporal —explicó—. No es
inusual para los pacientes que han estado en la UCI.
Psicosis. Temporal.
Su alivio fue inmediato. Probablemente era demasiado
esperar que Lexa se recuperara. Aun así, Perséfone había
dejado que sus esperanzas aumentaran. Había pensado que
la magia divina funcionaría de manera diferente a la medicina
tradicional. Que cuando Apolo hablara de milagros, también
significaría saltarse la recuperación.
—Perséfone, ¿estás bien? —preguntó Eliska.
La diosa se encontró con la mirada de la mortal y asintió.
—Sí, estoy bien. ¿Me... enviarás un mensaje de texto
cuando Lexa se despierte?
—Por supuesto, querida. —Hizo una pausa, estudiándola.
Lo que sea que Eliska estaba viendo en la expresión de
Perséfone la hizo sospechar porque volvió a preguntar—:
¿Estás segura de que estás bien?
No, pensó Perséfone. Mi mundo entero se está
desmoronando.
Asintió.
—Sí, solo... cansada.
Se sintió tonta al decir eso. Eliska también estaba
cansada.
—Entiendo. Prometo enviarte un mensaje de texto tan
pronto como Lexa se despierte.
Cogió a Perséfone y la abrazó con fuerza.
—Estoy muy agradecida de que Lexa tenga una amiga
como tú.
Perséfone tragó saliva y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Una vez más, las palabras de Hades estallaron en su mente.
Debes saber que tus acciones han condenado a Lexa a un
destino peor que la muerte.
Se habían pegado a ella, como una sanguijuela,
hambrientas de sangre. Hacían que le doliera la cabeza y el
corazón. Le dieron ganas de gritar.
No soy una buena amiga. No soy una buena amante. No
soy una buena diosa.
***

El trabajo fue incómodo.


Perséfone no se sentía cómoda con Demetri desde que se
enteró del trato que había hecho con Apolo. Para empeorar las
cosas, había recurrido a asignarle tareas menores como hacer
copias, verificar el trabajo de otro compañero y delegar
algunas investigaciones que se suponía que debía hacer sobre
una ley de privacidad. Le había enviado la lista de tareas
pendientes en un correo electrónico con una fecha límite de
finalización del día, lo que significaba que no podía trabajar
en ninguna de las historias que tenía en la cola.
Llamó a la puerta abierta de Demetri.
—¿Tienes un momento? —preguntó cuando levantó la
vista de su tableta.
—En realidad, no —dijo—. ¿En otro momento?
—Se trata de la lista de tareas pendientes.
Demetri se quitó las gafas y la miró fijamente.
—Son tres cosas, Perséfone. ¿Qué tan difícil puede ser?
Su comentario la puso nerviosa.
—No lo es —espetó—. Pero tengo otras historias...
—Hoy no —la interrumpió—. Hoy, tienes tres cosas que
lograr antes de cinco. —Perséfone apretó los dientes con tanta
fuerza que pensó que podría romperse la mandíbula—. Cierra
la puerta al salir.
La cerró de golpe. Probablemente no fue el mejor
movimiento, pero era mejor que llenar al tipo con agujeros de
las espinas que quería lanzarle. Respiró hondo unas cuantas
veces, decidiendo que sería mejor si solo completara las
tareas que Demetri le había asignado.
Cuando hubiera terminado, podría revisar la información
que había recibido durante las últimas semanas tratando de
decidir su próxima historia.
Tenía varias opciones disponibles para ella y un millón de
líneas de investigación, pero la información hacia la que
gravitaba siempre incluía a su madre. La Diosa de la Cosecha
debería ser rebautizada como Diosa del Castigo Divino porque
definitivamente le gustaba la tortura y sus métodos eran
viciosos, a menudo obligando a los mortales a morir de
hambre o maldiciéndolos con un hambre insaciable. De vez
en cuando, cuando estaba realmente enojada, creaba
hambruna, matando a poblaciones enteras.
Mi madre es la peor, pensó Perséfone.
Para cuando llegó el momento del almuerzo, Perséfone se
estaba entreteniendo pensando en escribir sobre Deméter.
Podía ver el titular en letras negras y gruesas:
Nutrir a la Diosa de la Cosecha Priva a Poblaciones
Enteras de Alimentos.
Luego se encogió, imaginando las consecuencias.
Era probable que Deméter se vengara y probablemente de
la forma más devastadora que Perséfone pudiera imaginar,
revelando que en realidad era su hija.
Con ese pensamiento, dejó la Acrópolis y se reunió con
Sybil en el Café de Mithaecus para almorzar.
Su mente era caótica, yendo en varias direcciones,
pensando en la curación de Lexa y la ira de Hades, lo que le
dificultaba concentrarse en cualquier cosa que el oráculo
estuviera diciendo, lo que la hacía sentir culpable porque
Sybil tenía noticias.
—Tuve una oferta de trabajo esta semana —estaba
diciendo, lo que llamó la atención de Perséfone—. De la
Fundación Cypress.
Perséfone se alegró.
—¡Oh, Sybil! Estoy muy feliz por ti.
—Debería darte las gracias —dijo—. Estoy segura de que
es por eso que me eligieron.
Ella negó.
—Hades reconoce el talento cuando lo ve.
El oráculo no parecía tan segura.
Perséfone no pudo explicar por qué, pero su entusiasmo
por Sybil disminuyó rápidamente, mientras una sensación de
pesadez se apoderaba de su pecho. Fue una combinación de
sentimientos: culpa, desesperanza y un montón de
sentimientos no expresados.
—Tengo que pasar el rato con Apolo —dijo abruptamente.
Sybil miró a Perséfone.
—Ese fue el trato —explicó Perséfone—. Solo… quiero que
lo sepas.
—Me alegra que me lo hayas dicho —respondió, y
Perséfone no pudo evitar pensar que era demasiado amable,
demasiado comprensiva.
—¿Recuerdas en la Gala, cuando me dijiste que mis
colores y los de Hades estaban...?
Su voz vaciló, la pregunta posada en su lengua. Los ojos
de Sybil buscaron y apretó los labios. Perséfone no estaba
segura de si era porque estaba tratando de evitar decir algo de
lo que se arrepentiría, o si estaba tratando de no sonreír, de
cualquier manera, Perséfone tenía que preguntar.
—¿Están todavía... enredados?
—Lo están —dijo en voz baja—. Desearía que pudieras
verlo. Es hermoso, sensual y caótico.
Perséfone se rio sin humor.
—Caótico es correcto.
Ella sonrió.
—Bueno, sí que dije que era un enredo. —Perséfone la
miró interrogante—. Es lo que sucede cuando dos personas
poderosas se encuentran.
—¿Discordia? —preguntó Perséfone.
—Y pasión y felicidad.
Sybil sonreía completamente ahora.
Perséfone miró hacia otro lado. Ella y Hades
definitivamente tenían todas esas cosas, pero, ¿eran posibles
de reclamar? ¿Después de todo lo que había hecho?
Sybil puso una mano sobre la de Perséfone.
—Siempre estuviste destinada a la grandeza, Perséfone,
pero llegar allí será una guerra.
Se estremeció.
—No una guerra literal, ¿verdad?
Sybil no lo dijo.
Se fueron, caminando en direcciones opuestas, Perséfone
al trabajo y Sybil al hospital para visitar a Lexa. Perséfone no
había tenido noticias de Eliska, así que asumió que aún no se
había despertado. El pensamiento la puso ansiosa.
¿Significaba eso que la magia de Apolo no había funcionado?
Hizo a un lado esos pensamientos. Apolo era un dios antiguo,
su magia bien practicada.
Lexa todavía se está recuperando. Está cansada, se dijo.
Necesita descansar.
Tomó un atajo de regreso a la Acrópolis. Se estaba
acostumbrando a evitar la atención de los periodistas y
fanáticos rabiosos de lo Divino, y eso significaba evitar las
carreteras principales en favor de callejuelas estrechas. Si
bien no eran tan agradables como las aceras bien ajardinadas
de Nueva Atenas, había aprendido que era la forma más fácil
de llegar a donde necesitaba en el menor tiempo posible
porque había menos gente, y aquellos con los que se
encontraba parecían no importarles que ella estuviera allí.
Probablemente por eso se dio cuenta de que un gato nevado
con grandes ojos verdes la seguía.
Sabía por sus gestos, extrañamente humanos y atentos,
que la criatura era un cambia formas. Los cambia formas no
usaban el glamour para enmascarar las apariencias, su
biología les permitía cambiar de forma, lo que significaba que
Perséfone no podía ver lo que eran debajo de su forma animal.
Siguió caminando un rato, fingiendo que no se había dado
cuenta de que el gato deambulaba por los callejones con ella.
Cuando estuvo lo suficientemente fuera de la vista de los
espectadores, se detuvo. El gato también pareció sorprendido
y se detuvo.
Entonces, como si recordara que se suponía que era un
gato, la criatura comenzó a lamerse la pata.
Asqueroso, pensó Perséfone. Esta piedra no está limpia.
—Cambia —ordenó.
Si fue enviado, como sospechaba, por Hades, el cambia
formas no tendría más remedio que exponerse. A pesar de
eso, intentó huir. Claramente, no esperaba que Perséfone lo
confrontara.
A mitad de carrera, su cuerpo se enderezó y creció,
transformándose en una mujer esbelta. Era alta y vestía una
armadura de oro. Su cabello oscuro estaba trenzado y caía
sobre su hombro hasta su cintura. Perséfone notó varias
armas atadas a su cuerpo: una espada larga en su cadera, un
juego de cuchillos cruzados en su espalda, una daga
alrededor de su muslo desnudo.
Ella era una Égida y una amazona, una hija de Ares
criada para la brutalidad y la guerra.
Se arrodilló sobre una rodilla, presionando una mano
contra su pecho mientras lo hacía y dijo:
—Milady.
—No lo hagas. —La voz de Perséfone era aguda, y la
guerrera encontró su mirada, de pie—. ¿Hades te envió?
—Es un honor servirle, milady
—No pedí esto —dijo Perséfone.
—Lord Hades se preocupa por usted. La mantendré
segura.
Realmente odiaba la forma en que esas palabras hacían
que la esperanza floreciera en su pecho.
—No necesito que me mantengas a salvo. Puedo hacerme
cargo de mí misma. He vivido en el mundo de los mortales
durante años y confía en mí, si una amazona viene a mi
rescate, solo me pondrá las cosas más difíciles.
La mujer levantó la cabeza, desafiante.
—Haré lo que lord Hades mande.
—Entonces hablaré con lord Hades —respondió ella,
girando sobre sus talones.
—Por favor.
Perséfone fue detenida por el temblor en la voz de la
amazona. Ella miró a la mujer.
—No debería esperar que le importe, pero necesito esto.
Necesito este cargo. Necesito este honor.
—¿Por qué?
Perséfone estaba genuinamente curiosa, pero no le gustó
el cambio que inspiró en la amazona. La mujer se miró los
pies, sus hombros cayeron. Cualquiera que sea su
razonamiento, era una carga. Luego dijo:
—No deseo exponer mi vergüenza.
Siguió un tenso silencio, y después de un momento,
Perséfone preguntó:
—¿Cuál es tu nombre?
La mujer parecía desconcertada.
—Puede llamarme Aegis, milady.
—Prefiero llamarte por tu nombre —respondió Perséfone
—. Como prefiero que me llames Perséfone.
—Lord Hades...
—Realmente desearía que el personal de lord Hades dejara
de decirme lo que le disgusta o le gusta. Claramente, él no ha
hecho esa consideración por mí.
Lamentó el arrebato, porque esencialmente se estaba
refiriendo a la Égida.
Pero la mujer sonrió.
—Está bien. —Hizo una pausa—. Soy Zofie.
—Zofie —dijo Perséfone su nombre—. Si es tan importante
para ti, no te despediré.
Pero tendría unas palabras con Hades... cuando decidiera
volver a hablar con él.
—Gracias... Perséfone.
—Llego tarde —dijo, y comenzó a retroceder, y luego
señaló lo que vestía la mujer—. Hablaremos de la armadura
más tarde.
Zofie avanzó.
—Lord Hades dijo que no te perdiera de vista.
Perséfone puso los ojos en blanco.
—Eres un gato, Zofie. No puedo llevarte a mi oficina.
—Estoy contenta de esperarte fuera —ofreció.
Perséfone suspiró.
—Está bien. Hablaremos de eso más tarde también.
Perséfone abandonó el callejón y su nueva Égida la siguió.
Tenía muchas preguntas para la mujer, a saber, ¿de dónde
era y por qué era tan importante para ella mantener este
puesto? Perséfone no pudo negarse cuando vio la mirada en
sus ojos porque la había reconocido en sí misma. Era
desesperanza.
Se preguntó si el Dios de los Muertos había elegido
estratégicamente a su Égida, sabiendo que Perséfone no
podría privar a alguien de su sueño.
XX

Competencia

Perséfone decidió ocuparse rápidamente de la armadura


de Zofie.
Al salir del trabajo, la amazona trotó junto a ella hacia el
Lexus de Hades y saltó dentro.
—A La Perla, Antoni.
Se preguntó si Afrodita estaría en la boutique. Dado que
Zofie era la empleada de Hades, y había sido designada para
proteger a Perséfone en el Mundo Superior, seguramente a él
no le importaría que cargara ropa, zapatos y accesorios a su
cuenta.
Y si lo hacía, bueno, era culpa suya por socavarla.
Antoni miró por el espejo retrovisor.
—Veo que conociste a Zofie —dijo él.
—No me digas que sabías sobre esto, Antoni.
El cíclope agachó un poco la cabeza, como para
esconderse de su frustración.
—Creo que era inevitable, milady.
Perséfone no respondió. Miró por la ventana mientras
pasaban por edificios de mármol blanco, iglesias estoicas y
apartamentos coloridos hasta que llegaron a la tienda de
Afrodita. Perséfone levantó a Zofie, quien protestó con un
fuerte gemido.
—¡Shh! —ordenó—. Nadie deja que su gato entre en una
tienda por su propia voluntad.
Salió de la limusina y entró en la tienda.
—No sabía que te gustaban los gatos —dijo Afrodita,
materializándose tan pronto como Perséfone depositó al gato
en el suelo. La diosa estaba un poco más cubierta de lo
habitual, con un vestido color champán de seda con flores en
relieve. Tenía tirantes finos, le llegaba a la mitad de la
pantorrilla y parecía más un camisón que algo para usar en
público, pero Perséfone estaba descubriendo que ese era el
modus operandi de Afrodita.
—Cambia —ordenó Perséfone, y Zofie volvió a ser
humana.
Los ojos de Afrodita se entrecerraron sobre la amazona.
—Una hija de Ares —dijo—. No me sorprende.
Las cejas de Perséfone se juntaron.
—¿Qué quieres decir?
—Hades solo asignaría lo mejor para protegerte.
Zofie inclinó la cabeza.
—Es un honor para mí, lady Afrodita.
La Diosa del Amor ofreció una media sonrisa, pero no fue
amable.
—Por supuesto. Todo el mundo sabe que las amazonas
son brutales, agresivas y llenas de sed de sangre. Todas
ustedes son como su padre.
Zofie se puso rígida a su lado y Perséfone se preguntó por
qué la diosa sentía la necesidad de ser tan cruel.
—Afrodita, espero comprar un nuevo guardarropa para mi
Aegis —dijo Perséfone rápidamente—. Necesito que se mezcle
si va a... protegerme.
A Perséfone le resultó difícil pronunciar la palabra. No
quería necesitar protección. Quería protegerse por sí misma,
pero en este punto, después de lo que había sucedido hace
unos días, era probable que se hiciera pedazos.
—¿Qué pasa? ¿La elegancia de la guerra es demasiado
llamativa para ti?
Perséfone le dio a Afrodita una mirada apagada mientras
comenzaba a sacar la ropa de los percheros y entregársela a
los asistentes.
—¿Qué colores te gustan, Zofie? —preguntó Perséfone.
—No lo sé —dijo—. Nunca lo había pensado.
Perséfone hizo una pausa y la miró.
—¿Nunca pensaste en eso?
—Somos guerreras, lady Perséfone.
—Eso no significa que no puedas disfrutar de la moda —
comentó Perséfone, y luego se rio para sí. Sonaba como Lexa.
Cuando los brazos del asistente estaban llenos de ropa,
Perséfone acompañó a Zofie a uno de los vestuarios y tomó
asiento. Afrodita se recostó cerca.
—¿Cómo va la vida amorosa? —preguntó Afrodita.
—¿Por qué siempre preguntas eso?
La pregunta la frustró por razones obvias. No había visto a
Hades desde su pelea, y había estado agonizando por el
estado de su relación desde entonces.
—Nunca te lo había preguntado antes. Normalmente
puedo olerlo.
Perséfone puso los ojos en blanco, todavía repugnada por
las inusuales habilidades de Afrodita.
—Entonces supongo que tienes tu respuesta.
Perséfone no miró a Afrodita, se quedó mirando la cortina
por la que Zofie había desaparecido.
—Puede que no estén teniendo sexo, pero aún lo amas —
dijo Afrodita.
—Por supuesto que amo a Hades.
Nadie necesitaba magia para ver eso.
—¿Se lo has dicho?
—Lo intenté —dijo.
No digas que me amas.
Afrodita guardó silencio durante un largo momento y
luego dijo:
—Nunca le he dicho a nadie que lo amaba en serio.
—¿Qué pasa con Hefesto?
—Nunca le he dicho que lo amaba.
Hubo una pausa incómoda y luego Perséfone preguntó:
—¿Es eso porque realmente lo amas?
Afrodita no respondió, y Zofie eligió ese momento para
salir del vestuario con un vestido azul hecho a medida que la
hacía lucir notablemente bronceada y acentuaba su atletismo.
—¡Oh, Zofie! Estás preciosa.
La amazona se sonrojó y se paró frente al espejo, alisando
la tela con las manos.
—No es muy propicio para pelear —comentó, tratando de
patear sus pies y ponerse en cuclillas.
—Oh, querida. Si no puedes pelear con tacones y un
vestido hecho a medida en esta época, ¿cómo puedes llamarte
guerrera?
Perséfone no podía decir si Afrodita hablaba en serio o no.
Era fácil para un inmortal decir algo así. Los dioses eran
virtualmente invencibles.
—Esperemos que no tengas una razón para pelear con
nadie mientras me estás protegiendo —dijo Perséfone.
Zofie volvió a desaparecer detrás de la cortina. Se probó
varios conjuntos, prefiriendo los trajes de pantalón a las
faldas y los vestidos. Perséfone logró convencer a la amazona
de que se comprara un vestido, un vestido largo hasta el
suelo del mismo color azul que el primero que se había
probado, argumentando que, si la guerrera iba a ser su Aegis,
tendría que asistir a eventos formales.
Cuando terminaron de comprar, Perséfone y Zofie estaban
fuera de la tienda de Afrodita.
—¿Tienes casa? —preguntó ella.
—Mi casa está en Terme —respondió.
Eso estaba al norte y a varios cientos de millas de
distancia.
—¿Tienes un lugar para quedarte aquí, en Nueva Atenas?
Zofie frunció el ceño y pareció confundida.
—Debo ir a donde tú vayas, Perséfone.
Fue entonces que se le ocurrió una idea.
—¿Dónde te habrías quedado si no te hubiera
descubierto?
—Fuera —dijo.
—¡Zofie!
—Está bien, milady, soy resistente.
—Resiliente, no tengo ninguna duda. No permitiré que
duermas fuera, como un gato o de otra manera. Puedes
dormir en el sofá por ahora.
Volverían a solucionar los arreglos para dormir una vez
que Lexa regresara a casa. Sybil había tomado la cama de
Lexa por el momento, y no era probable que Perséfone
durmiera en el Inframundo durante las próximas semanas.
—No puedo dormir —dijo Zofie.
—¿Qué quieres decir?
—No necesito dormir. ¿Quién te cuidará si no estoy
despierta?
—Zofie, he sobrevivido todo este tiempo sin ser
secuestrada. Estoy segura de que estaré bien.
Pero cuando las palabras salieron de su boca, sintió que
magia desconocida la agarraba y el familiar tirón de ser
absorbida por un vacío.
Alguien la estaba obligando a teletransportarse.
—Zofie…
Los ojos de la amazona se agrandaron, y lo último que vio
antes de desaparecer fue la mirada decidida en el rostro de
Zofie mientras la alcanzaba.
Un segundo después, Perséfone fue empujada en medio de
una multitud que gritaba. El aire a su alrededor era brumoso
y pegajoso. Olía a tabaco y a olor corporal.
—¡Ahí está! —Apolo le rodeó el cuello con un brazo y la
atrajo hacia él. Estaba sudado y vestido de manera informal,
con un polo y vaquero.
—¿Qué diablos, Apolo? —preguntó Perséfone, empujando
salvajemente, pero el dios la abrazó con fuerza, arrastrándola
entre la multitud hacia un pequeño escenario en la parte
delantera de la sala. Mientras lo hacía, volvió la cabeza hacia
la de ella, susurrándole al oído.
—Teníamos un trato, Diosa.
Odiaba sentir su aliento en su piel. Debería haber
esperado que Apolo la secuestrara en cualquier momento. Era
parte del trato que se había olvidado de aclarar y ahora lo
lamentaba.
Fue arrojada bajo luces brillantes, la cegaron e hicieron
que todo el lugar pareciera más oscuro, por lo que era difícil
saber cuántas personas había en la multitud frente a ella.
Apolo agarró el micrófono y le gritó.
—¡Perséfone Rosi, todos! Puede que la conozcan como la
amante de Hades, pero esta noche, ¡es nuestro jurado, juez y
verdugo!
La multitud vitoreó.
Apolo devolvió el micrófono a su base y tomó el brazo de
Perséfone. Ella retrocedió, pero el dios colocó su mano en su
espalda, guiándola hasta una silla al costado del escenario.
—Deja de tocarme, Apolo —dijo entre dientes.
—Deja de actuar como si no te gustara —respondió el
dios.
—No lo hace. Que me gustaras no era parte del trato —
espetó.
Los ojos de Apolo brillaron.
—No me opongo a terminar el trato, Perséfone, si puedes
vivir con la muerte de tu amiga.
Ella lo fulminó con la mirada y se sentó. Apolo sonrió.
—Buena chica. Ahora, te vas a sentar aquí con una
sonrisa en ese bonito rostro y juzgar esta competencia por mí,
¿entendido?
Apolo le dio unas palmaditas en el rostro. Quería darle
una patada en las pelotas, pero se contuvo, agarrándose a los
bordes de su silla. Cuando se volvió hacia la multitud,
comenzaron a corear su nombre. El dios alentó esto
levantando los brazos en el aire.
—Damas y caballeros de la Lira, tenemos un retador entre
nosotros.
La multitud abucheó, pero Perséfone se sintió aliviada de
saber finalmente dónde estaba. La Lira era un lugar en Nueva
Atenas donde actuaban músicos de todo tipo. Estaba ubicado
en el Distrito de las Artes en las afueras de la ciudad.
—¡Un sátiro que dice que es mejor músico que yo!
Más abucheos de la multitud.
—¿Saben lo que digo a eso? Pruébalo.
Se apartó del micrófono, su rostro inundado por la luz del
escenario.
—¡Traigan al competidor!
Hubo una interrupción y Perséfone vio cómo la multitud
se dividía. Dos hombres fornidos arrastraron a un sátiro entre
ellos. Era joven y rubio, su cabello era un nido de rizos sobre
su cabeza. Tenía la mandíbula apretada, y su pecho subía y
bajaba rápidamente, revelando su miedo, pero sus ojos
estaban entrecerrados, negros y fijos en Apolo con un odio
que Perséfone podía sentir.
—¡Sátiro! Tu arrogancia será castigada.
La multitud aplaudió y Apolo les indicó a los hombres que
llevaran al joven hacia delante. Lo empujaron al escenario, y
tropezó, cayendo de rodillas. Perséfone observó cómo Apolo
invocaba un instrumento de la nada. Parecía una especie de
flauta, y cuando el sátiro lo vio, abrió mucho los ojos.
Claramente, era importante para él.
Apolo se la arrojó y él la agarró contra su pecho.
—Tócala —ordenó el dios—. Muéstranos tus talentos,
Marsyas.
Por un momento, el chico pareció incluso más asustado al
escuchar su nombre salir de la boca del dios, y luego lo vio
ponerse de pie, su expresión decidida.
Marsyas se llevó la flauta a los labios y comenzó a tocar.
Al principio, Perséfone apenas podía escuchar la música que
él creaba porque la multitud era muy rebelde. No pudo evitar
pensar que parecían estar bajo algún tipo de hechizo, pero
lentamente, se quedaron en silencio. Perséfone miró a Apolo,
notando la forma en que apretó los puños y la tensión en sus
hombros. Claramente, no esperaba que el sátiro fuera bueno.
Su música era hermosa, dulce y se hinchaba, llenando
toda la habitación, filtrándose por los poros herméticamente
con sangre. De alguna manera, sabía exactamente cómo
enfocar cada emoción oscura, cada recuerdo doloroso, y al
final, Perséfone se encontró llorando.
La multitud estaba en silencio y Perséfone no pudo decir
si estaban atónitos en silencio, o si Apolo les estaba
impidiendo reaccionar con su magia, así que ella comenzó a
aplaudir, y, lentamente, el resto se unió, silbando, vitoreando
y cantando el nombre del sátiro. El rostro de Apolo enrojeció y
miró amenazadoramente a Perséfone y al joven antes de
invocar su propio instrumento, una lira.
Mientras rasgueaba, surgió una bonita melodía, y cada
nota parecía durar más que la anterior. Era un sonido
extraño y etéreo, uno que no calmaba, pero llamaba la
atención. Perséfone se sintió como si estuviera en el borde de
su asiento, y no podía entender por qué. ¿Le tenía miedo a
Apolo? ¿O estaba esperando que la música se transformara
en algo más?
Cuando terminó, la multitud estalló en aplausos.
Perséfone sintió como si una mano invisible hubiera
agarrado su corazón y simplemente lo hubiera soltado. Se
hundió en su silla y respiró hondo.
Apolo se inclinó ante la multitud y luego se volvió hacia
Perséfone.
—¡Y ahora demos la bienvenida a nuestra hermosa jueza!
—Sonrió, pero su mirada era amenazante.
Hizo un gesto para que Perséfone se uniera a él en el
centro de atención. Ella lo hizo, encogiéndose cuando su
brazo se deslizó alrededor de su cintura.
—Perséfone, hermosa diosa que eres, dinos quién es el
ganador de la competencia de esta noche. Marsyas… —hizo
una pausa para dejar que la multitud abucheara, la hipnosis
anterior que habían experimentado mientras escuchaban su
música, desapareció—. O yo, el Dios de la Música.
La multitud aplaudió y Apolo le puso el micrófono en el
rostro. Podía sentir su corazón latiendo fuerte en su pecho y
gotas de sudor en su frente. Odiaba estas luces; eran
demasiado brillantes y demasiado calientes.
Miró a Apolo y luego a Marsyas, que parecía igualmente
asustado por lo que pudiera decir.
Ella habló, sus labios rozaron el duro metal del micrófono.
—Marsyas.
Fue entonces cuando se desató el infierno.
La multitud gritó en protesta y algunos se apresuraron al
escenario. Al mismo tiempo, los hombres corpulentos que
habían arrastrado al sátiro al escenario regresaron y lo
agarraron nuevamente, obligándolo a arrodillarse.
—¡No, no, por favor! —Era la primera vez que hablaba el
joven. Él le suplicó, sus ojos oscuros desesperados—.
¡Retíralo! Lord Apolo, me equivoqué al hablar en contra de su
talento. ¡Es superior!
Pero sus súplicas cayeron en oídos sordos porque Apolo
solo tenía ojos para Perséfone.
—¿Te atreves a desafiarme? —dijo entre dientes. Su
mandíbula estaba tan apretada que las venas de su cuello
estallaron.
—No hay letra pequeña, Apolo. Marsyas fue mejor que tú.
No ayudaba el hecho de que a ella nunca le había gustado
realmente la música de Apolo.
La furia del dios pronto se convirtió en diversión, y una
sonrisa maliciosa cruzó su hermoso rostro. El cambio
repentino en su comportamiento convirtió su sangre en hielo.
—Jurado, juez y verdugo, Perséfone.
Se volvió hacia la multitud.
—Han escuchado el veredicto de Perséfone —gritó en el
micrófono—. Marsyas, el ganador.
La multitud todavía estaba enojada. Gritaron
obscenidades y tiraron cosas al escenario. Perséfone se
agachó detrás de Apolo.
—Cuidado —advirtió—. Está protegida por Hades.
Le pareció extraño que dijera eso, pensando que tal vez
preferiría que enfrentara el abuso, pero ante su recordatorio,
la multitud se calmó.
—Aunque Marsyas es el ganador, todavía es culpable de
Hubris. ¿Cómo lo castigaremos?
—¡Cuélgalo! —gritó alguien.
—¡Destrúyelo! —dijo otro.
—¡Desuéllalo! —gritaron varios. Los vítores fueron los más
fuertes entonces.
—¡Que así sea! —Apolo devolvió el micrófono a su soporte
y se giró hacia Marsyas, que luchaba en los brazos de los
hombres que lo sostenían.
—¡Apolo, no puedes hablar en serio! —Perséfone lo
alcanzó y el dios la empujó a un lado.
—La arrogancia es la ruina de la humanidad y debe ser
castigada —dijo—. Yo seré el castigador.
—¡Es un chico! —discutió ella—. Si él es culpable de
arrogancia, tú también lo eres. ¿Está tu orgullo demasiado
herido para dejarlo vivir?
Apolo apretó los puños.
—Su muerte está en tus manos, Perséfone.
La diosa saltó frente a él, bloqueando la vista de Marsyas.
—No lo tocarás. ¡No le harás daño! —Estaba desesperada
y temía perder el control. Podía sentir su magia pulsando,
haciendo que su carne hormigueara y su cabello se erizara.
Apolo se rio.
—¿Y cómo me detendrás?
La magia de Apolo rodeándola, sofocándola con el olor a
laurel. Lo fulminó con la mirada.
—Ahora… —Se volvió hacia Marsyas—. Que comience el
desollado.
Perséfone sintió náuseas.
Esto no puede estar sucediendo.
Apolo convocó una hoja de la nada, sus bordes brillaban
bajo las luces encendidas.
Perséfone luchó por liberarse, pero cuanto más se resistía,
más pesada se sentía la magia de Apolo.
Observó, con los ojos muy abiertos y aterrorizada, cómo
Apolo se arrodillaba ante el sátiro y le apoyaba la hoja en la
mejilla.
Cuando vio que la sangre le caía por el rostro, perdió el
control.
—¡Detente! —gritó a todo pulmón. Su magia huyó de su
cuerpo. Era una sensación inusual, como si saliera por todos
sus poros, boca y ojos. Ardía como si estuviera desgarrando la
piel y cegaba como si fuera pura luz.
Cuando el sentimiento se desvaneció, se sorprendió al
encontrar a todos congelados: Apolo, sus hombres, la
multitud, todos excepto Marsyas.
El sátiro miró fijamente a Perséfone, con el rostro pálido y
teñido de rojo por la herida que había hecho Apolo.
—T-tú eres una diosa.
Perséfone corrió hacia él e intentó arrancar los dedos del
hombre del brazo del sátiro, pero estaban demasiado
apretados. Frenética, buscó otra opción. No sabía cuánto
tiempo se mantendría su magia. No estaba siquiera segura de
cómo se las había arreglado para congelar toda la habitación.
Luego, sus ojos se posaron en el cuchillo que Apolo
sostenía a centímetros del rostro de Marsyas. Lo alcanzó, y el
mango resbaladizo se le escapó de las manos. Respiró hondo
unas cuantas veces antes de cortar los dedos del hombre para
que Marsyas pudiera liberarse.
—Corre —dijo.
—¡Él me encontrará! —discutió frotándose el brazo.
—Te prometo que no volverá a por ti —dijo ella—. ¡Vete!
El sátiro obedeció.
Esperó hasta que se perdiera de vista para volverse hacia
Apolo y darle una fuerte patada en las pelotas.
La liberación de la agresión fue suficiente y toda la
habitación volvió a la vida.
—¡Hija de puta! —rugió el hombre detrás de ella
apretando su mano contra su pecho mientras Apolo
colapsaba al suelo, arrastrándose.
Perséfone se cernió sobre él.
—Nunca vuelvas a ponerme en esa situación. —La voz de
Perséfone temblaba de ira. Apolo respiró con dificultad,
mirándola—. Puede que tengamos un acuerdo, pero no seré
usada. Vete a la mierda.
Salió del edificio con una sonrisa en el rostro.
XXI

Un Toque de Traición

Cuando Perséfone regresó a casa, encontró a Sybil, Zofie y


Antoni en su sala de estar.
—¡Oh, gracias a los dioses! —dijo Sybil, apresurándose a
abrazarla—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —dijo Perséfone. A decir verdad, no se había
sentido tan bien en un tiempo.
—¿Dónde estabas? —demandó Zofie.
—La Lira. Apolo decidió que hoy era el día en que
aprovecharía nuestro trato —dijo Perséfone.
Los ojos de Zofie se agrandaron.
—¿Tienes un trato con Apolo?
No respondió y se trasladó a la sala de estar para sentarse
en el sofá, repentinamente exhausta. Los tres la siguieron.
—¿Le dijiste a Hades que fui secuestrada?
Antoni se frotó la nuca y se sonrojó un poco. No
necesitaba responder, sabía que el cíclope lo había hecho.
Perséfone suspiró.
—Alguien debería hacerle saber que estoy bien para que
no destruya el mundo.
Antoni y Zofie intercambiaron una mirada.
—Lo haré —dijo Antoni—. Me alegro de que estés bien,
Perséfone.
Sonrió al cíclope. Una vez que se fue, Sybil se sentó junto
a Perséfone.
—¿Qué te hizo hacer Apolo?
Perséfone les contó a Sybil y Zofie lo que había sucedido,
dejando de lado cómo se las arregló para congelar a todos en
toda la habitación y que le había cortado los dedos a alguien.
Sin embargo, decidió que sí quería que supieran que había
pateado a Apolo en las bolas. Sybil se rio. Zofie trató de
ocultar su diversión, probablemente porque temía represalias.
—No creo que me obligue a juzgar otra competencia a
corto plazo —dijo—. O abducirme de la calle.
Hubo silencio durante un largo momento.
—¿Alguna actualización sobre Lexa? —preguntó Perséfone
a Sybil.
El oráculo negó.
—Seguía dormida cuando la visité.
Más silencio. Hubo un extraño tipo de agotamiento que
pareció apoderarse de todas a la vez y Perséfone suspiró.
—Me voy a la cama. Nos vemos mañana.
Se dieron las buenas noches y Perséfone se dirigió a su
habitación. Hizo una pausa mientras abría la puerta,
abrumada por el olor de Hades. Su corazón latía más rápido
en su pecho y su piel estaba caliente. Se sentía tonta,
emocionada y ansiosa ante la posibilidad de verlo y hablar
con él.
Cerró la puerta y dijo:
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—No mucho. —Su voz provenía de la oscuridad. Había un
trasfondo áspero en su tono. Sabía que estaba tratando de
controlar sus emociones. Podía sentirlas a su alrededor, la
ira, el miedo, la lujuria y el anhelo.
Las tomaría todas si eso significaba estar cerca de él.
—¿Sabes lo que pasó? —preguntó.
—Escuché, sí.
—¿Estás enojado? —susurró las palabras y descubrió que
temía su respuesta.
—Sí —dijo—. Pero no contigo.
Él había mantenido la distancia hasta ese momento, y
luego ella lo sintió, su energía alcanzó la suya. Sus manos
encontraron sus brazos, sus hombros y luego su rostro. Ella
inhaló bruscamente ante su toque.
—No podía sentirte —dijo él—. No pude encontrarte.
Perséfone colocó las manos sobre las de él.
—Estoy aquí, Hades. Estoy bien.
Pensó que podría besarla, pero, en cambio, la soltó y
encendió la luz. Le quemó los ojos.
—Nunca sabrás lo difícil que es esto para mí.
—Me imagino que tan difícil como ha sido para mí lidiar
con Menta y Leuce. —Los ojos de Hades se oscurecieron—.
Excepto que Apolo nunca ha sido mi amante.
Él frunció el ceño. Lo estaba provocando, pero necesitaba
ver su emoción, ver que le importaba.
—No has ido al Inframundo.
Perséfone cruzó los brazos sobre el pecho.
—He estado ocupada —dijo, y enojada y asustada.
—Las almas te extrañan, Perséfone —dijo finalmente
Hades. Ella lo miró, sin saber a dónde iba con esto. ¿La
extrañaban?—. No las castigues porque estás enojada
conmigo.
—No me sermonees, Hades. No tienes idea de con lo que
he estado lidiando.
—Por supuesto, no. Para eso tendrías que hablar conmigo.
Lo fulminó con la mirada.
—¿Quieres decir como tú haces conmigo? No soy la única
con problemas de comunicación, Hades.
—No vine aquí para discutir contigo —dijo—. O
sermonearte. Vine a ver si estabas bien.
—¿Por qué vienes en absoluto? Antoni te lo hubiera dicho.
—Tenía que hacerlo —dijo, y miró hacia otro lado,
apretando la mandíbula—. Tenía que verte yo mismo.
Podía sentir lo que no dijo. Las emociones que se
hincharon entre ellos estaban llenas de desesperación y
miedo, pero, ¿por qué no estaba diciendo eso?
—Hades, yo... —Dio un paso hacia él. No estaba segura de
lo que iba a decir. Tal vez, ¿lo siento? Sin embargo, esas
palabras no parecían suficientes y no tuvo la oportunidad de
entenderlo antes de que Hades hablara.
—Debería irme. Llego tarde a una reunión.
Él desapareció y Perséfone exhaló, inclinándose contra la
puerta para apoyarse, su cuerpo de repente se sintió pesado y
pensamientos tortuosos rodaban por su cabeza.
No podía alejarse de ti lo suficientemente rápido, pensó.
La tristeza se acurrucó en su pecho, dolorida y caliente.
Se dirigió a la ducha y se quedó bajo el chorro de agua
caliente hasta que estuvo helada. Después, se subió a la
cama.
Echaba de menos a Hades.
Su consuelo.
Su conversación.
Su toque.
Sus burlas.
Su pasión.
Extrañaba todo sobre él.
Gimió y rodó sobre su costado.
Es curioso, podía escuchar la voz de Lexa en su cabeza.
¿Por qué simplemente no le pediste que se quedara?
No me dio la oportunidad. De todos modos, estaba
ocupado.
¿Intentaste siquiera detenerlo?
No.
Ya habían estado discutiendo. ¿Qué habrían hecho si se
hubiera quedado?
Tener sexo de reconciliación realmente excitante, comentó
Lexa en su cabeza.
Logró sonreír, a pesar de las lágrimas que le picaban los
ojos. Por un momento, sus pensamientos se dispararon.
¿Cómo había llegado hasta aquí? Rompió la relación con su
madre, terminó un trato con Hades solo para saltar a otro con
Apolo. Su mejor amiga estaba en el hospital, su futuro aún
era incierto, y no le había gustado mucho su trabajo desde el
ultimátum de Demetri.
—¿Qué diablos estás haciendo, Perséfone? —susurró en
voz alta.
Lo mejor que puedas, escuchó la respuesta de Lexa antes
de caer en un sueño profundo.

***

Sin ninguna actualización de Lexa por parte de su madre,


Perséfone se dirigió directamente al trabajo. Antoni se detuvo
frente a la Acrópolis y miró por el espejo retrovisor.
—¿Quieres que te acompañe?
Estaba mirando por la ventana cuando él habló, y su voz
la llenó de pavor. No porque estuviera pidiendo que la
acompañara, sino porque tenía que salir del auto.
Había estado haciendo todo lo posible por abrazar a la
multitud que gritaba, pero hoy, no tenía ganas de fingir.
Estaba triste.
Miró al ogro.
—No, pero gracias, Antoni.
Perséfone salió del Lexus y entró en la multitud de
fanáticos y periodistas que gritaban.
—¡Perséfone! ¡Perséfone!
Mantuvo la cabeza gacha, caminando con pasos decididos
hacia la Acrópolis.
—¡Perséfone! ¿Has visto el Divine?
—¿Conoces a la mujer con la que se vio a Hades anoche?
Sus pasos vacilaron y se detuvo, buscando entre la
multitud a la persona que hizo la pregunta cuando sus ojos
se posaron en un papel que sostenía uno de los mortales. En
la portada del Delphi Divine había una foto de Hades y Leuce
tomados de la mano. El título le gritaba de regreso:
Hades Sale Con Una Mujer Misteriosa.
Se acercó al mortal y le arrebató el papel de las manos.
Todo a su alrededor de repente se sintió distante, el sonido
ahogado por un rumor en sus oídos.
Llego tarde a una reunión, oyó la voz de Hades en su
cabeza.
Tarde para un amorío, pensó con amargura.
Dioses, había sido tan estúpida.
¿Había estado tan enojado con ella que había buscado el
consuelo de Leuce? Y también tan públicamente. Debía
querer torturarla. Meses atrás, nunca se había dejado
fotografiar, pero de repente apareció en la portada de Divine.
Pero no solo se sintió traicionada por Hades.
Se sintió traicionada por Leuce. Después de todo lo que
había hecho para ayudar a la ninfa, ¿así era como le pagaba?
Perséfone se dirigió al interior, el papel se aferró a su
puño. Helen miró hacia arriba cuando salió del ascensor y,
por primera vez desde que empezó en Noticias Nueva Atenas,
no le preguntó si estaba bien.
La diosa guardó sus cosas, incluido el periódico. No
estaba segura de por qué quería quedárselo, tal vez para
poder empujarlo en el rostro de Hades cuando lo viera de
nuevo. Quizás porque le gustaba la tortura. Encendió su
computadora y preparó café, su mente giraba con tantas
emociones que no podía concentrarse, y sentía que estaba
teniendo sofocos. En un momento, estaba enojada, al
siguiente, apenas podía contener las lágrimas.
En algún momento, pasó a tratar de racionalizar la
situación.
Quizás fue todo un malentendido.
Sabía que los medios de comunicación podían engañar.
Una foto solo contaba parte de la historia.
Sacó el periódico de nuevo y estudió la imagen. Hades y
Leuce parecían decididos, sus expresiones serias.
Porque sabían que habían sido capturados, pensó.
¿Qué explicación daría Hades? ¿Quería siquiera
escucharla?
Su estómago estaba hecho un nudo, y la parte de atrás de
su garganta se sentía hinchada. Iba a vomitar.
Mientras estaba de pie, hubo una conmoción en el frente,
y Perséfone miró a tiempo para ver a Hades caminando hacia
ella. Parecía enojado, decidido, y solo tenía ojos para ella.
—Tienes que irte —dijo de inmediato. Estaba provocando
una escena. Todos en la sala de trabajo habían dejado de
hacer lo que estaban haciendo para mirarlos.
—Tenemos que hablar —dijo él.
Su olor la golpeó con fuerza, su presencia aún más fuerte.
Era un ejecutivo de la muerte, bien vestido, guapo y
melancólico.
—No.
—¿Entonces lo crees? ¿El artículo?
—Pensé que tenías una reunión —dijo.
—La tuve —dijo.
—¿Y convenientemente omitiste el hecho de que fue con
Leuce?
—No fue con Leuce, Perséfone.
—No quiero escuchar esto ahora mismo. Tienes que irte —
dijo ella, y salió de detrás de su escritorio. Se dirigió hacia el
ascensor, lo acompañaría.
—¿Cuándo vamos a hablar de esto? —preguntó él.
—¿De qué hay que hablar? Te he pedido que seas honesto
conmigo cuando estuvieras con Leuce. No lo fuiste.
Presionó el botón para llamar al ascensor.
—Vine a ti inmediatamente después de ver a Leuce en
casa —dijo—. Pero no me sentí bien sobre despertarte.
Cuando te vi ayer, parecías agotada.
Se giró hacia él, sus ojos brillaban.
—Estoy agotada, Hades. Estoy cansada de ti y harta de
tus excusas. —Señaló a las puertas del ascensor mientras se
abrían—. Vete.
Hades la fulminó con la mirada y, sin previo aviso, la
agarró por la cintura y la metió en el ascensor. Su magia
destelló y ella sabía que estaba impidiendo que nadie entrara
o usara el ascensor.
—¡Déjame ir, Hades! —Se contoneó contra él y él la apretó
con más fuerza contra la pared—. Me estás avergonzando.
¿Por qué tenías que hacer esto ahora?
—Porque sabía que sacarías conclusiones apresuradas.
Ella lo miró, pero su expresión era igual de feroz.
—No me estoy follando a Leuce.
—¡Hay otras formas de ser infiel, Hades! —Empujó contra
su pecho, pero el dios no se movió. Era roca sólida, una
montaña inamovible y frustrante.
—¡No estoy haciendo ninguna de ellas!
Miró su pecho y trató de no llorar.
—Perséfone. —Hades dijo su nombre y ella cerró los ojos
ante la desesperación en su voz—. Perséfone, por favor.
—Déjame ir, Hades.
Estuvo en silencio durante un largo momento.
—Si no me escuchas ahora, ¿me dejarás explicarte más
tarde?
—No lo sé —susurró.
—Por favor, Perséfone. Dame la oportunidad de explicarte.
—Te lo haré saber —susurró, su voz llena de emoción.
—Perséfone. —Extendió la mano para acariciar su mejilla,
y ella se retiró de su toque, todavía sin mirarlo, lo que
significaba que no vio la expresión de su rostro antes de que
desapareciera.
Cuando se fue, las puertas del ascensor se abrieron y
Perséfone encontró a toda la sala de redacción reunida frente
a las puertas.
—¿Qué demonios están mirando? —gritó.
—Perséfone. —Demetri estaba al frente del grupo y señaló
con el pulgar hacia su oficina—. Un momento.
A regañadientes, obedeció su dirección y lo siguió. Una vez
que se cerró la puerta, su jefe se sentó a su lado en lugar de
detrás de su escritorio.
—No tienes que decirme qué está pasando realmente —
dijo—. Pero no puedes actuar de esta manera en el trabajo.
—¿De qué manera?
—El ascensor, la blasfemia —dijo.
—El ascensor no fue mi culpa…
No quería ni imaginar lo que pensaba la gente acerca del
ascensor. Era el centro de atención otra vez.
Demetri levantó la mano.
—Mira, vi el Divine esta mañana. Sé que estás pasando
por algunas cosas. ¿Por qué no te tomas el resto del día libre?
—No, estoy bien. Necesito la distracción —dijo ella.
—No, Perséfone. Necesitas lidiar con tus problemas.
Seriamente. Vete.
Perséfone obedeció, sintiéndose aturdida cuando salió de
la oficina de Demetri, recogió sus cosas y se dirigió al primer
piso. Se detuvo al ver a la multitud esperando fuera. No podía
enfrentarlos o repetir lo que había en el periódico hoy, así que
entró de nuevo al ascensor y eligió ir al sótano.
Encontró a Pirítoo en la oficina de mantenimiento. Estaba
en su escritorio, distraído por algo frente a él.
—Oye —dijo Perséfone.
Pirítoo la miró dos veces. Claramente, no esperaba verla
en la puerta de su oficina. Se apresuró a cubrir en qué estaba
trabajando, y Perséfone se puso de puntillas, curiosa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Oh, nada —dijo, y se puso de pie con torpeza—. ¿Puedo
ayudarte?
Parecía nervioso, frotándose las manos en su uniforme,
así que ella sonrió.
—Necesito ayuda —dijo—. ¿Puedes sacarme de aquí?
—S-seguro —dijo—. ¿Quieres el vehículo de escape de
nuevo?
—No es mi método de escape preferido, pero si es la única
opción…
Sonrió, más tranquilo ahora. Se preguntó qué lo tenía
nervioso.
—Podría tener algo mejor.
Pirítoo agarró sus llaves, apagó la luz y cerró con llave
antes de llevarla a una puerta sin marcar al final de un
pasillo.
Era la entrada a un túnel subterráneo.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Me hiciste tirarme a la basura cuando sabías que esto
existía?
Pirítoo se rio.
—Entonces no tenía llave.
—Oh —dijo ella—. Bueno, en ese caso…
—Vamos. —Hizo un gesto para que entrara y cerró la
puerta detrás de ellos. El túnel era de cemento, frío e
iluminado por rieles de luz que hacían que todo pareciera de
un verde pálido.
—¿A dónde lleva esto?
—Olive&Owl Gastropub, en la plaza Monastiraki.
Los túneles peatonales eran comunes en Nueva Atenas,
pero Perséfone nunca había estado en uno.
—¿Hay alguna razón por la que no esté abierto al público?
—Probablemente porque los ejecutivos de la Acrópolis no
quieren compartir.
Ah. Eso tiene sentido.
—Estás saliendo temprano del trabajo hoy —observó
Pirítoo.
—Solo necesito un día de salud mental —dijo Perséfone.
No quería explicar lo que había en el periódico, o que Hades
había llegado a su trabajo y causado una escena. Por suerte,
Pirítoo no presionó. Él simplemente asintió y dijo:
—Lo entiendo.
Caminaron en silencio durante un rato y luego Perséfone
preguntó:
—¿En qué estabas trabajando antes?
—Una lista —respondió—. Solo algunos... suministros que
necesito.
Pensó en preguntarle qué tipo de suministros, pero no
parecía interesado en hablar de eso. En verdad, parecía tan
distraído como ella se sentía.
Finalmente, llegaron al final del túnel y Pirítoo abrió la
puerta.
—Gracias, Pirítoo. Te debo una.
Él negó.
—¿No has aprendido nada sobre deberle a la gente?
Esas palabras la golpearon con fuerza, y su pregunta la
hizo detenerse, pero el mortal se apresuró a cambiar de tema.
—Ten cuidado, Sef.
Cerró la puerta y escuchó el clic de la cerradura en su
lugar del otro lado.
Perséfone atravesó el Olive&Owl Gastropub y salió a la
plaza Monastiraki, un patio cubierto de piedra con varios
pubs, cafeterías y una gran iglesia. Las nubes se habían
espesado en su tiempo bajo tierra, y una ligera niebla flotaba
en el aire, cubriendo todo con una capa resbaladiza de lluvia.
Metió las manos en los bolsillos de su vestido y se dirigió a su
apartamento.
De camino a casa, recibió un mensaje de texto de Eliska
que le decía que Lexa estaba despierta. Cambió de dirección y
se dirigió al hospital.
No estaba segura de lo que esperaba cuando imaginó su
reencuentro con Lexa, pero cuando vio a su mejor amiga,
supo que había dejado que sus esperanzas fueran demasiado
altas.
Lexa parecía exhausta. Estaba pálida y tenía círculos
oscuros debajo de los ojos. Tenía los labios agrietados y el
cabello oscuro enredado, con partes pegadas al rostro.
Luego estaban sus ojos.
A diferencia de su cuerpo, no habían recuperado la vida, y
cuando se encontró con la mirada de Perséfone, no hubo
chispa de reconocimiento. Aun así, logró sonreír, a pesar de
sentir que algo oscuro se acumulaba en el fondo de su mente.
Algo está mal.
—Hola, Lex —dijo Perséfone en voz baja, acercándose a la
cama. Las cejas de Lexa se juntaron, y cuando habló, su voz
era baja y ronca.
—¿Por qué estoy aquí?
Perséfone vaciló y miró a Eliska en busca de claridad.
—Ha estado diciendo eso desde que se despertó —explicó
—. El médico dice que es parte de la psicosis.
—¿Por qué estoy aquí? —repitió Lexa.
Eliska se acercó a ella y se sentó en el borde de su cama,
tomándola de la mano.
—Tuviste un accidente, bebé —respondió—. Te lastimaste
mucho.
Lexa miró a su mamá, pero fue como si tampoco la
reconociera.
—No, ¿por qué estoy aquí? —El interrogatorio de Lexa fue
más agresivo y sus ojos se desenfocaron—. ¡Se supone que no
debo estar aquí!
Perséfone pudo sentir el color desaparecer de su rostro.
Sabía lo que decía Lexa. No estaba preguntando por qué
estaba en el hospital; estaba preguntando por qué estaba en
el Mundo Superior.
Eliska miró a Perséfone y vio la desesperación en sus ojos.
Una cosa era tener a Lexa de regreso, otra manejar las
secuelas y el impacto de su trauma.
—Llamaré a la enfermera —dijo Eliska—. Eso te dará algo
de tiempo a solas con ella.
—Se supone que no debo estar aquí —repitió Lexa
mientras su madre abandonaba la habitación.
Perséfone se sentó a los pies de su cama.
—Lexa. —La diosa la llamó por su nombre. Le tomó un
momento, pero finalmente levantó la cabeza y se encontró con
la mirada de Perséfone—. No te acuerdas.
Los ojos de Lexa brillaron con lágrimas.
—Era feliz —dijo.
—Sí, eras feliz —dijo, con la esperanza inflada en su
pecho. Quizás estaba recordando—. La persona más feliz que
conocí, y estabas enamorada.
Eso hizo que Lexa se detuviera y frunciera el ceño.
—No. —Negó—. Era feliz en el Inframundo.
Perséfone estaba atónita. Eso era lo último que esperaba
que dijera.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó Lexa una y otra vez—.
¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estoy
aquí?
Su voz se hizo más fuerte y comenzó a mecerse,
sacudiendo la cama.
—Lexa, cálmate.
—¿Por qué estoy aquí? —gritó.
Perséfone se puso de pie.
—Lexa…
La puerta de su habitación se abrió de golpe y Eliska y dos
enfermeras se apresuraron a someterla. Lexa estaba gritando
ahora, era un sonido que nunca había escuchado hacer a su
mejor amiga. Ella retrocedió de la escena hasta que llegó a la
puerta, luego huyó.
Los gritos de Lexa siguieron a Perséfone hasta que entró
en el ascensor.
Esperó hasta que se cerraron las puertas para estallar en
lágrimas.
—¿Estás contenta con los resultados?
Perséfone se volvió hacia Apolo.
Estaba vestido con un traje gris y una camisa blanca con
botones. Su cabello oscuro un perfecto lío de rizos. Se veía
hermoso y frío al mismo tiempo.
—¡Tú! —Perséfone avanzó hacia él. Apolo arqueó una ceja
afilada y no se movió. Odiaba que pareciera tan
despreocupado por ella—. ¡Dijiste que la curarías!
—Y la curé. Obviamente. Está despierta.
—¡No sé quién es esa persona, pero no es Lexa!
Apolo se encogió de hombros y su desdén enfureció tanto
a Perséfone que las enredaderas comenzaron a brotar de su
piel. Ni siquiera sintió el dolor.
Apolo pareció disgustado.
—Controla tu ira. Estás haciendo un lío.
—El trato se cancela, Apolo.
—Me temo que no —dijo, de repente parecía mucho más
alto e imponente que antes mientras se enderezaba y
descruzaba los brazos—. Me pediste que la sanara y lo hice.
En lo que fallaste es en darte cuenta de que no fue solo su
cuerpo el que se rompió, su alma también, y eso, me temo, es
la timonera de tu amante, no la mía.
Era como si le hubieran dicho que Lexa iba a morir de
nuevo.
No sabía mucho acerca de las almas, no sabía lo que
significaba tener un alma rota.
Pero podía adivinar.
Significaba que nunca tendría a la Lexa que conocía antes
del accidente.
Significaba que nada volvería a ser lo mismo.
Significaba que había hecho un trato con Apolo por nada.
Sabía que esto era lo que había querido decir Hades.
Tus acciones han condenado a Lexa a un destino peor que
la muerte.
Perséfone tardó un momento en concentrarse.
—Realmente eres lo peor.
Giró sobre sus talones y salió del ascensor cuando las
puertas se abrieron. Apolo la siguió de cerca.
—El hecho de que no hayas reconocido los defectos de tu
trato no me convierte en una mala persona.
—No, todo lo demás que haces te convierte en una mala
persona.
—Ni siquiera me conoces —argumentó él.
—Tus acciones hablan alto y claro, Apolo. Vi todo lo que
necesitaba en La Lira.
—Hay dos lados en cada historia, pepita de amor.
—Entonces, por supuesto, dime tu lado —espetó.
—No necesito explicarte.
—Entonces, ¿por qué sigues hablando?
—Bien, no lo haré.
—Bien.
Hubo un silencio mientras cruzaban el piso principal del
hospital y salían del edificio, luego Apolo volvió a hablar.
—¡Estás tratando de distraerme de mi propósito!
—Pensé que no estabas hablando —se quejó ella, y luego
preguntó—: ¿Que propósito?
—Vine a convocarte —dijo—. Para una cita.
—Primero, no convocas a alguien para citas —dijo—. En
segundo lugar, tú y yo no estamos saliendo. Pediste un
acompañante. Eso es.
—Los amigos tienen citas todo el tiempo —argumentó.
—No somos amigos.
—Lo somos por seis meses. Eso es a lo que accediste,
labios de miel.
Perséfone lo fulminó con la mirada.
—Deja de insultarme.
—No te estoy insultando.
—¿Pepita de amor? ¿Labios de miel?
Él sonrió.
—Nombres de mascotas. Estoy tratando de encontrar el
correcto.
—No quiero un nombre de mascota. Quiero que me llamen
por mi nombre.
Hermes le había puesto un apodo, y había llegado a
pensar que era entrañable.
—Qué mal. Parte del trato, querida.
—No, no lo fue —dijo.
—Te lo pasaste, estaba en letra pequeña.
Perséfone sabía que sus ojos brillaban de un verde
radiante.
—No es una opción, Apolo —lo interrumpió—. Me llamarás
Perséfone y nada más. Si quiero que me llamen de otra
manera, te lo diré.
Apolo tenía mucho que aprender sobre cómo respetar los
deseos de las personas. Notó cómo su mandíbula se movía y
se preguntó qué haría a continuación.
—Bien —dijo entre dientes—. Pero te unirás a mí esta
noche. Las Siete Musas. Ve allí a las diez.
—Esta noche, realmente no es una gran noche, Apolo.
Necesitaba ir al Inframundo y escuchar la explicación de
Hades de por qué estaba con Leuce, además necesitaba
finalizar los preparativos para la celebración del solsticio de
verano mañana por la noche.
—No te pregunté si el momento era adecuado para ti —
respondió el dios—. Te estoy diciendo que te prepares.
Tenemos un evento.
XXII

Las Siete Musas

Perséfone estaba en su armario buscando algo para


ponerse. Gimió.
—¿Qué se supone que debo ponerme para Las Siete
Musas?
—Déjame ayudarte —dijo Hermes, tomando el lugar de
Perséfone en el armario, evaluó su guardarropa—. Sabes que
Apolo se enojará cuando me presente contigo —dijo Hermes.
Perséfone lo había llamado tan pronto como llegó a casa.
Cuando lo llamó por su nombre, él apareció de inmediato y
preguntó:
—¿A quién necesito matar, Sefy?
—Tu hermano —había respondido.
—Oh. ¿Puedo obtener un cupón para otra ocasión?
Ella le había dado otra opción: acompañarla esta noche.
—Él nunca dijo que tenía que estar sola.
Apolo se apresuró a señalar dónde había fallado Perséfone
al aceptar su trato, por lo que ella haría lo mismo. No tenía
ningún interés en estar a solas con el Dios de la Música.
Hermes asomó la cabeza fuera del armario de Perséfone.
—¿Sabe Hades que vas a salir?
—¿Por qué todos preguntan eso? —se quejó Perséfone—.
No tiene que saber cada movimiento que hago.
Hermes arqueó las cejas.
—¿Demasiado sensible? Solo te pregunto en caso de que
exista la posibilidad de que te encuentres con él esta noche.
—¿Qué tiene eso que ver con lo que lleve puesto?
—Tiene todo que ver con lo que te pones —dijo Hermes,
desapareciendo en su armario de nuevo. Después de un
momento, reapareció—. Creo que deberías usar esto.
Sostenía un vestido que parecía un mosaico de apliques
de hojas de oro estratégicamente colocados unidos con aire.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó, porque sabía que
no era dueña de nada parecido.
Hermes sonrió.
—¿No te gustaría saberlo?
Entrecerró los ojos.
—¿Lo robaste?
Probablemente se teletransportó mientras estaba en el
armario.
—Solo póntelo —dijo, dejándolo en la cama.
—No puedo usar eso, Hermes.
—¿Por qué no?
—¡Porque parecerá que llevo... nada!
—No, no lo hará. Parecerá que estás usando hojas de oro
colocadas estratégicamente.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Te perdiste la parte en la que tengo que salir con
Apolo?
—¿Te perdiste la parte cuando pregunté por Hades?
—Solo lo vas a molestar.
—Quieres que Hades se moleste. No me mientas, Sefy.
Están ansiosos por tener sexo de reconciliación. —Hermes
empujó el vestido a las manos de Perséfone—. Ahora ve.
Se dirigió al baño.
Había una parte de ella que quería poner celoso a Hades,
especialmente después de toda la situación de Leuce.
Se puso el vestido. Estaba un poco sorprendida de lo
perfecto que le quedaba, y salió del baño para mostrárselo a
Hermes, que silbaba.
—¡Ese es el vestido!
—Déjame entenderlo. ¿Quieres que me ponga esto en caso
de que me encuentre con el Hades esta noche?
Hermes se encogió de hombros.
—Siempre existe la posibilidad, pero si no lo ves, sabes
que habrá fotos.
—No puedo usar esto —dijo Perséfone. Se dirigió hacia el
baño de nuevo para cambiarse, pero cuando se volvió,
Hermes estaba bloqueando la puerta.
—Mira, tienes que mostrarle a Hades lo que se está
perdiendo.
—¿Qué pasa si Apolo cree que me estoy vistiendo para él?
Hermes resopló y Perséfone lo fulminó con la mirada.
—Bien, bien. Mira, Apolo es muchas cosas, pero sabe que
perteneces a Hades. Podría coquetear contigo, pero no
intentará nada. A pesar de lo que pienses, sabe cuándo está
en peligro de perder las bolas.
—Si ese fuera el caso, no habría hecho ningún trato
conmigo.
—Sefy, conozco a Apolo desde hace mucho tiempo. Es
muchas cosas: egoísta, egocéntrico y grosero... pero también
se siente solo.
—Bueno, tal vez si no fuera tan egoísta, egocéntrico y
grosero, no se sentiría solo.
—Mi punto es que quiere un amigo. Y sí, es un poco
patético que haya tenido que hacer tratos solo para tener
amigos, pero en caso de que no lo hayas notado, Apolo no
sabe nada sobre relaciones genuinas. Es por eso que molesta
a todos sus amantes.
—Ni siquiera trata de mejorar.
—Porque no tiene por qué hacerlo. Es un dios.
—Eso no es una excusa.
—Y, sin embargo, sigue siendo una excusa.
—No eres como él.
—No, pero, ¿alguna vez has considerado que soy la
minoría? La mayoría de los Divinos son como Apolo.
Simplemente tuvo la mala suerte de atrapar tu ira.
—Haces que parezca que hice algo mal.
—¿Te sientes culpable?
—No. Por supuesto que no. Apolo necesitaba responder
por su comportamiento.
—¿Y cómo te resultó eso? —No lo había hecho—. No estoy
diciendo que lo que hiciste estuviera bien o mal. Lo que estoy
diciendo es que no es la manera de hacer que Apolo te
escuche.
—Entonces, ¿qué sugieres?
Se encogió de hombros.
—Solo... sé su amiga.
Perséfone quería reír. No le gustaba Apolo. Había
lastimado a la gente, específicamente a su amiga. La había
engañado, curando a Lexa sabiendo que su alma aún estaba
rota. ¿Cómo se suponía que iba a ser amiga de alguien así?
Como si Hermes adivinara sus pensamientos, agregó:
—La gente como Apolo está rota, Sefy.
—Apolo no es una persona.
—Y, sin embargo, él, como todos nosotros, sufre defectos
humanos.
Hermes cambió de tema y juntó las manos.
—Ahora, ¿qué me pongo?
Hermes se decidió por un atuendo completamente blanco:
una camisa de seda, vaquero y zapatos brillantes. Justo
cuando estaban a punto de irse, Zofie irrumpió en la
habitación.
—¿A dónde crees que vas? —exigió.
—¿Cómo sabías que íbamos a algún lado? —preguntó
Perséfone.
Le había dicho a Zofie que se iba a acostar cuando llegó a
casa.
—Estaba escuchando en la puerta —dijo la amazona.
—Está bien, vamos a tener que hacer una regla sobre eso
—dijo Perséfone.
—Y vamos a llegar tarde. —Hermes tomó la mano de
Perséfone—. Entonces, si no te importa...
Zofie desenvainó su espada.
—¡Libérala o siente mi ira!
Hermes se rio.
—¿Dónde la conseguiste?
Perséfone suspiró.
—Zofie, guarda eso.
—Dondequiera que vayas, debo ir, lady Perséfone. —Miró
a Hermes—. Para protegerte.
Hermes seguía riendo.
—Sabe que soy un dios, ¿verdad?
Perséfone le dio un codazo.
—Ayuda a Zofie a encontrar algo para ponerse. Viene con
nosotros.

***

Cuando aparecieron fuera de Las Siete Musas, la gente


gritó sus nombres.
Perséfone miró a Hermes mientras dos centauros los
llevaban al interior.
—Solo tenías que hacerle saber al mundo que estábamos
aquí, ¿no?
Él sonrió.
—¿De qué otra manera se supone que debe saber Hades
sobre el vestido?
Volvió a darle un codazo al dios.
—¡Auch! Estás violenta esta noche, Sefy. Solo intento
ayudar.
Apenas lograron entrar al club cuando Apolo les bloqueó
el paso. El dios fulminó con la mirada a Hermes.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Me invitaron —dijo el Dios de las Travesuras.
La mirada de Apolo se movió hacia Zofie.
—¿Una amazona?
Zofie lo fulminó con la mirada y Perséfone tuvo la
sensación de que la amazona no lo había perdonado por
secuestrar a Perséfone.
—Es mi Égida —dijo Perséfone—. Su nombre es Zofie. —Él
frunció el ceño y Perséfone sonrió cuando dijo—: Nunca
dijiste que no podía traer a un amigo.
Puso los ojos en blanco y suspiró.
—Ven, tengo una cabina.
Apolo se giró y los tres lo siguieron. Perséfone notó que el
Dios de la Música había elegido pantalón de cuero negro y
una camisa de malla como atuendo. Debajo de la malla, se
veían los contornos de sus músculos. Era cincelado y atlético.
Se encontró comparándolo de nuevo con Hades. Hades, cuyo
cuerpo parecía construido para destruir con hombros anchos
y músculos grandes.
La mesa de Apolo se parecía más a un salón. Los sofás
blancos uno frente al otro, y las cortinas blancas
transparentes proporcionaban una pequeña cantidad de
privacidad.
El Dios de la Música se derrumbó dramáticamente en uno
de los sofás, sus brazos cayeron sobre la espalda, una pierna
descansando sobre un cojín.
Perséfone, Hermes y Zofie se sentaron uno al lado del otro.
La diosa se sintió incómoda con su vestido revelador y se
sentó con la espalda recta y las manos en las rodillas.
—Entonces, ¿desde hace cuánto se conocen?
Apolo arqueó una ceja pálida, mirando entre ella y su
hermano. Parecía frustrado.
—Oh, hemos sido amigos desde siempre —dijo Hermes,
luego se bebió un trago de lo que fuera que estaba en la mesa
—. Mmm, deberías probar esto.
Trató de darle a Zofie una de las bebidas, pero la mirada
de la amazona lo hizo reconsiderar.
—No importa —dijo, y tomó otro trago.
—Quiere decir seis meses —dijo Perséfone—. Hermes y yo
nos conocemos desde hace seis meses.
—Siete —corrigió el Dios de la Travesura—. La saqué de
un río y me arrojaron al Inframundo por mis problemas. —
Miró a Perséfone—. Ahí fue cuando supe que Hades estaba
enamorado de ti, por cierto.
Perséfone miró hacia otro lado y un incómodo silencio
descendió entre ellos, o tal vez Perséfone se sentía fuera de
lugar porque Hermes comenzó a reír a su lado.
—¿Recuerdas cuando serviste a los mortales, Apolo? —
preguntó.
Apolo no pareció divertido.
—Bueno, ¿quién le enseñó a Pandora a ser curiosa,
Hermes?
El Dios de la Travesura lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué todo el mundo siempre menciona eso?
—Se podría argumentar que eres responsable de toda la
maldad del mundo.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Apolo. En realidad,
fue... encantador.
—¿Quién puso el mal en una caja, de todos modos? —
preguntó Perséfone—. Eso parece estúpido.
Los hermanos intercambiaron una mirada.
—Nuestro Padre.
Perséfone puso los ojos en blanco.
Poder no era sustituto de inteligencia.
Después de un par de tragos, Hermes arrastró a Perséfone
y Zofie a la pista de baile. La música tenía un ritmo
electrónico y vibraba a través de ella. Durante un tiempo,
todos bailaron juntos, incluso Zofie, que había estado
nerviosa, se relajó y se dejó arrastrar por el pliegue de los
cuerpos.
Perséfone continuó moviéndose. Se sacudió y se
estremeció, haciendo coincidir los movimientos de Hermes
hasta que su atención fue captada por un hombre guapo que
se acercó sigilosamente detrás de él.
Perséfone lo animó, pero se encontró de frente con Apolo.
No estaba bailando, solo estaba parado en el centro de la
multitud, mirándola.
—Entonces, ¿tenías miedo de estar a solas conmigo? —
preguntó Apolo.
—No tengo miedo de estar a solas contigo, simplemente no
quería estar a solas contigo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —preguntó, estupefacta por la pregunta—.
¿No entiendes por lo que me hiciste pasar la otra noche? ¡Casi
matas a un niño!
—Dijo calumnias...
—Este no es el mundo antiguo, Apolo. La gente no estará
de acuerdo contigo y tendrás que lidiar con eso. Por el amor
de Dios, ni siquiera me gusta tu música.
Los ojos de Perséfone se agrandaron. ¿Había dicho eso en
voz alta?
Apolo apretó los labios con fuerza y, después de un
momento, dijo:
—¿Quieres un trago?
—¿Vas a envenenarlo?
Una vez más, ofreció esa sonrisa torcida.
Salieron de la pista de baile y se dirigieron al bar, pidiendo
una ronda.
Apolo tomó su trago, golpeó su vaso contra el mostrador y
miró a Perséfone.
—Entonces, ¿cómo se tomó tu amante la noticia de
nuestro trato?
Perséfone miró fijamente el vaso vacío.
—Mal. Supongo que no puedo culparlo.
Le había prometido mucho a Hades y lo había defraudado.
—Creo que me odia —dijo ella, tan tranquilamente que no
creía que Apolo pudiera oír.
—Hades no te odia —casi se burla Apolo—. No lo tiene en
él.
—No viste la forma en que me miró.
—¿Te refieres a todo roto? —preguntó Apolo—. Creo que lo
entiendo, Perséfone.
Le miró parpadeando.
—Está herido y frustrado. Todos tenemos cosas que son
importantes para nosotros, cosas que valoramos por encima
de los demás. Hades valora la confianza. Valora el proceso de
ganarse la confianza. Siente que ha fallado.
Perséfone frunció el ceño.
—¿Como sabes eso?
—Los Olímpicos tienen una larga historia. Nos conocemos
de maneras que te harían temblar, por dentro y por fuera.
Perséfone se estremeció.
—Hades no se siente digno sin confianza. Necesita que
creas en él, que encuentres fuerza en él.
Perséfone frunció el ceño. Sabía que Hades tenía
dificultades para sentirse digno de la adoración de su pueblo,
pero nunca pensó que tendría el mismo sentimiento de ser
digno de su amor.
¿Qué le había sucedido a lo largo de sus muchas vidas?
—¿Qué te pasó? —preguntó Perséfone a Apolo—. Nadie
hace lo que tú haces sin... algún tipo de trauma.
Apolo tardó mucho en hablar, pero finalmente respondió.
—Era un Príncipe Espartano. Hyacinth. Él era hermoso.
Admirado y perseguido por muchos dioses, pero me eligió a
mí. —Tragó saliva—. Él me eligió.
Apolo hizo una pausa y luego comenzó de nuevo.
—Cazamos y escalamos montañas. Le enseñé a usar el
arco y la lira. Un día, le estaba enseñando el tejo. —El tejo fue
uno de los juegos que se jugaron durante los Juegos
Panhelénicos. Implicaba lanzar un disco de metal pesado—. A
Hyacinth le gustaba desafiarme y quería competir. Sabía que
no le negaría la oportunidad de ganar. Yo tiré primero. No
pensé en la fuerza detrás del lanzamiento. Fue a atrapar el
disco, pero había demasiado poder detrás de mi lanzamiento,
rebotó en el suelo y lo golpeó en la cabeza.
El pecho de Apolo se elevó con una profunda inhalación.
—Traté de salvarlo. Soy el maldito Dios de la Curación.
Debería haber podido curarlo, pero cada vez que mi magia
trabajaba para cerrar su herida, se volvía a abrir. Lo sostuve
hasta que murió.
Su voz temblaba ahora.
»Odié a Hades durante mucho tiempo después de eso. Lo
culpé por lo que las Moiras me habían quitado. Lo culpé por
negarse a dejarme verlo. Yo... hice algunas cosas
imperdonables después de la muerte de Hyacinth. Es por eso
que Hades me odia y, honestamente, no lo culpo.
—Apolo —susurró Perséfone. Vacilante, le puso una mano
en el brazo—. Lo siento por tu pérdida.
Se encogió de hombros.
—Fue hace mucho tiempo.
—Eso no lo hace menos doloroso.
Si bien esto no excusó las acciones de Apolo, lo entendió
un poco mejor. Había estado roto hacía mucho, mucho
tiempo y, desde entonces, había estado buscando formas de
sentirse completo.
—¡Otra ronda! —llamó al camarero, quien se apresuró a
obedecer.
Apolo le entregó un trago a Perséfone.
—Salud —dijo.
Las cosas se volvieron borrosas después del último trago.
La cabeza de Perséfone daba vueltas, sus palabras se
arrastraban y todo era divertido. Bailó con Apolo hasta que le
dolieron los pies, hasta que las luces le escocieron los ojos,
hasta que el sudor le goteó la piel. Cuando el sudor se enfrió,
de repente no se sintió bien y tropezó, chocando con algo
duro.
—Oh, hola, Hermes.
Él frunció el ceño.
—¿Estás bien?
Ella respondió vomitando en el suelo.
Su siguiente momento de lucidez fue cuando se encontró
tumbada en el sofá de la cabina de Apolo, un Hades borroso
proyectaba una sombra sobre ella.
Parecía impasible, y eso dolió más de lo que esperaba.
—¿Por qué lo llamaste? —le preguntó a Hermes—. Me
odia.
—Culpa a Zofie —dijo Hermes.
Hades se arrodilló a su lado.
—¿Puedes ponerte de pie? Preferiría no sacarte de este
lugar a cuestas.
Otro golpe. Se sentó. Hades trató de darle agua, pero la
apartó.
—Si no quieres que te vean conmigo, ¿por qué no te
teletransportas?
—Si me teletransporto, podrías vomitar. Me han dicho que
ya lo has hecho una vez esta noche.
No parecía complacido.
Se puso de pie. El mundo tardó un momento en dejar de
girar y ella se balanceó hacia Hades, que se apresuró a
abrazarla.
La sensación de él contra su piel fue como una
experiencia sexual. La hizo temblar hasta el fondo. La puso
caliente por todas partes. Le dio ganas de gemir su nombre.
Estaba siendo ridícula.
Se apartó de él.
—Vamos.
Caminaron fuera, donde esperaba el Lexus negro de
Hades, Antoni le ofreció su sonrisa torcida cuando la vio.
—Milady.
—Antoni —dijo, y pasó junto a él, subiendo a la parte
trasera del auto de Hades sobre sus manos y rodillas. Hades
la siguió de cerca. Lo sabía porque podía olerlo: especias,
cenizas y pecado.
Nunca antes había considerado el olor del pecado, pero
ahora lo sabía por lo que era: sensual y sexual. Llenó sus
pulmones, encendió su sangre.
Se sentaron en silencio de camino a casa, el aire estaba
cargado de emociones en conflicto. Perséfone estaba ocupada
construyendo un muro contra lo que fuera que sintiera
Hades, estaba oscuro. Podía sentirlo girando hacia ella, como
los zarcillos de su magia.
Se sintió tan aliviada cuando llegaron a Nevernight, que
abrió la puerta antes de que Antoni se levantara de su
asiento, pero al salir, falló el bordillo y cayó, su rodilla
golpeando con fuerza el cemento.
—¡Milady! —gritó Antoni.
Tomó su brazo, pero lo apartó.
—Estoy bien.
Se dio la vuelta y se sentó. Su rodilla estaba hecha un
desastre y pedazos de tierra pegados a la sangre. Hades se
paró junto a Antoni y la miraron.
—Está bien. Ni siquiera lo siento.
Trató de ponerse de pie, pero su cabeza estaba bastante
confusa y se dio cuenta de que estaba arrastrando algunas de
sus palabras. Odiaba estar en este estado.
Exhaló un largo suspiro.
—Saben, creo que me quedaré aquí un rato.
Hades no dijo nada, pero esta vez la tomó en brazos y la
llevó a Nevernight.
Cuando la sentó, estaba detrás de la barra. No dejó que
sus pies tocaran el suelo mucho antes de levantarla y
sentarla en el borde de la mesa. Se volvió y empezó a trabajar.
—¿Qué estás haciendo?
Hades le entregó un vaso de agua.
—Bebe.
Lo hizo, esta vez tenía sed.
Mientras bebía, Hades se quitó la chaqueta y llenó otro
vaso de agua. Le limpió la rodilla herida, lavando la suciedad
y la sangre. Después, lo cubrió con la mano y su calor sanó.
—Gracias —susurró.
Hades dio un paso atrás, apoyándose contra el mostrador
frente a ella. Tenía que admitir que no le gustaba la distancia.
Era como si todavía tuviera agarrado su corazón y lo estirara
mientras se movía.
—¿Me estás castigando? —preguntó Hades.
—¿Qué?
—Esto —dijo, señalándola—. ¿La ropa, Apolo, la bebida?
Frunció el ceño y miró su vestido.
—¿No te gusta mi ropa?
La miró, y por alguna razón eso la enfureció. Se apartó de
la encimera y se subió el vestido por las caderas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Hades.
Sus ojos brillaron, pero no pudo decir si estaba divertido o
excitado.
—Quitándome el vestido.
—Puedo ver eso. ¿Por qué?
—Porque no te gusta.
—No dije que no me gustara —respondió.
Aun así, no la detuvo.
Se quitó el vestido y se paró desnuda frente a él.
Los ojos de Hades recorrieron su cuerpo.
Dioses.
Todo su cuerpo hormigueaba, como si su piel fuera una
colección de nervios expuestos. Sus dedos picaban por tocar,
por placer, ya fuera ella misma o él, realmente no le
importaba.
—¿Por qué no llevabas nada debajo de ese vestido?
—No podía —dijo—. ¿No lo viste?
La mandíbula de Hades se apretó.
—Voy a asesinar a Apolo —dijo, casi en voz baja.
—¿Por qué?
—Por diversión.
Su voz era ronca y Perséfone se rio.
—Estás celoso.
—No me presiones, Perséfone.
—No era como si Apolo supiera —dijo, mirando a Hades
beber directamente de una botella de whisky que había
recuperado de la pared—. Hermes fue quien lo sugirió.
La botella se hizo añicos. En un momento, estaba
completo en las manos de Hades y al momento siguiente, el
vidrio y el alcohol cubrieron el suelo a sus pies.
—Hijo de puta.
Perséfone no estaba segura de si la maldición era por lo
que había dicho sobre Hermes o por el whisky que acababa de
desperdiciar.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
—Perdóname si estoy un poco nervioso. Me han obligado
al celibato.
Perséfone puso los ojos en blanco.
—Nadie dijo que no podías follarme.
—Cuidado, diosa —retumbó su voz, profunda y
aterradora. Era la voz que usaba cuando castigaba—. No
sabes lo que estás pidiendo.
—Creo que sé lo que estoy pidiendo, Hades. No es como si
nunca hubiéramos tenido relaciones sexuales.
Él no se movió, pero ladeó un poco la cabeza y su cuerpo
se tensó, sabiendo que cualquier cosa que estuviera a punto
de preguntar haría que su cuerpo se estremeciera.
—¿Estás mojada por mí?
Lo estaba, él lo sabía y su moderación la estaba
molestando. Inclinó la cabeza y desafió:
—¿Por qué no vienes y lo averiguas?
Esperó, y el pecho de Hades subía y bajaba rápidamente,
sus nudillos se volvieron blancos cuando agarró el mostrador
detrás de él. Cuando no se movió, decidió que mencionaría a
Apolo, era lo que se merecía.
—¿Por qué no dejaste que Apolo viera a Hyacinth después
de su muerte?
—Realmente sabes cómo matar una erección, querida, te
lo concedo.
El dios se volvió hacia la variedad de licor y encontró otra
botella. Perséfone cruzó los brazos sobre el pecho, el zumbido
del alcohol desapareció, de repente ya no tenía ganas de estar
desnuda. Cogió la chaqueta de Hades. Mientras se la ponía,
tragó.
—Dijo que te culpó de su muerte.
—Lo hizo —la respuesta de Hades fue breve—. Al igual
que tú me culpaste por el accidente de Lexa.
—Nunca dije que te culpaba —argumentó.
—Me culpaste porque no pude ayudarte. Apolo hizo lo
mismo.
Perséfone apretó los labios y respiró hondo.
—No estoy… tratando de pelear contigo. Solo quiero
conocer tu lado.
Hades consideró esto mientras tomaba un trago de la
botella que había sacado del estante. No podía decir qué era,
pero no era whisky.
Finalmente, habló.
—Apolo no pidió ver a su amante. Pidió morir.
Los ojos de Perséfone se agrandaron. Eso no es lo que
esperaba que dijera Hades.
—Por supuesto que fue una solicitud que no podría ni
concedería.
—No entiendo. Apolo sabe que no puede morir. Él es
inmortal. Incluso si fueras a herirlo...
—Quería ser arrojado al Tártaro. Ser despedazado por los
Tizianos. Es la única forma de matar a un dios.
Perséfone se estremeció.
—Estaba indignado, por supuesto, y se vengó de la única
forma que sabe: se acostó con Leuce.
Las cosas estaban encajando.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Perséfone.
—Tiendo a querer olvidar esa parte de mi vida, Perséfone.
—Pero yo... yo no habría...
—Ya rompiste una promesa. Dudo que mi historia de
traición te hubiera impedido buscar la ayuda de Apolo.
No sabía qué decir a eso, sus palabras fueron duras pero
justificadas. Se estremeció y se abrazó un poco más fuerte. No
estaba segura de si Hades notó su reacción o decidió que
había terminado con esta conversación, pero se apartó de la
barra y dijo:
—Probablemente estés cansada. Puedo llevarte al
Inframundo o Antoni te acompañará a casa.
Lo estudió durante un largo momento y luego preguntó:
—¿Qué quieres?
Lo que realmente estaba preguntando era: ¿me quieres?
—No es mi decisión.
Miró hacia otro lado, tragándose un nudo en la garganta,
pero la voz de Hades la hizo volver.
—Pero ya que preguntas… siempre te quiero conmigo.
Incluso cuando estoy enojado.
—Entonces iré contigo.
La atrajo hacia sí, su brazo se envolvió alrededor de su
cintura. Ella se apoyó contra sus bíceps cuando la parte
media de ambos se tocaron y sus ojos se sostuvieron. Quería
besarlo, no haría falta mucho. Ya estaban muy cerca, pero
dudaba, había vomitado antes y todavía se sentía repugnante.
Además de eso, Hades no se acercó más, y el dolor que tiraba
de sus rasgos la mantuvo congelada y endureció su propio
corazón.
Aún le quedaba una noche entera para dormir junto a él.
Esto iba a ser duro.
XXIII

La Celebración Del Solsticio

Perséfone se despertó sola.


Ignoró la forma que su pecho se apretó mientras se
levantaba para alistarse. Una vez se vistió, encontró a Hécate
en el salón del palacio, instruyendo almas, ninfas, y demonios
en sus tareas mientras se preparaban para la celebración del
solsticio esta noche.
Cuando Perséfone llegó, Hécate sonrió, y varias voces
erupcionaron todas al mismo tiempo.
—¡Milady, has llegado!
Había tanto entusiasmo y energía en la habitación, que
Perséfone no se pudo mantener hosca.
—Espero que no hayas esperado mucho —dijo.
—Justo estaba terminando de asignar tareas —dijo
Hécate.
—Genial. ¿Qué puedo hacer?
Perséfone vio la duda en el rostro de Hécate.
—Por supuesto, deberías supervisar.
Perséfone frunció el ceño.
—Me gustaría ayudar —dijo, y miró hacia las personas
reunidas en la habitación—. ¿Alguno de ustedes podría
necesitar un par de manos extras?
Al principio, fue recibido con silencio, y luego Yuri habló:
—Por supuesto, milady. ¡Estaríamos felices de tener su
asistencia con los arreglos de flores!
Perséfone sonrió.
—Gracias, Yuri. Eso me gustaría.
Sin mencionar que necesitaba una distracción, cualquier
cosa para mantener su mente lejos de las últimas semanas.
—¡Vamos a trabajar! —dijo Hécate, y la multitud se
dispersó.
Perséfone trabajó con un grupo en el salón haciendo
arreglos florales, guirnaldas, y coronas de flores que las almas
habían recogido de los jardines del Inframundo.
—Estás más callada que lo usual —dijo Hécate, viniendo a
trabajar al lado de Perséfone. Ella cortaba hojas de los tallos
mientras Perséfone lo arreglaba en una gran urna.
—¿Lo estoy?
Había estado tan metida en su trabajo, que no había
prestado mucha atención a lo que estaba sucediendo a su
alrededor.
—No solo hoy —dijo—. No has estado en el Inframundo en
días.
Perséfone se congeló por un momento, y luego continuó
con su proyecto. No sabía qué decir, ¿se supone que tenía que
disculparse? Sus ojos se nublaron con lágrimas, y antes de
saberlo, Hécate la estaba llevando fuera del salón, por el
pasillo, y hacia la biblioteca de Hades.
—¿Qué sucede, querida? —preguntó Hécate, guiando a
Perséfone a sentarse y arrodillándose ante ella.
—Lo arruiné terriblemente.
—Estoy segura de que no es nada que no pueda ser
solucionado.
—Estoy segura de que no puede —dijo Perséfone—. He
cometido tantos errores, Hécate. He destruido la vida de mi
mejor amiga, negociado con un dios terrible, y sacrificado mi
relación con Hades.
—Eso es mucho. —Las palabras de Hécate hicieron a
Perséfone sentirse incluso más miserable—. Pero pienso que
no es verdad.
—Por supuesto que es verdad. —Miró a Hécate,
confundida con la diosa.
—¿Golpeaste a Lexa con un auto? —preguntó Hécate.
Perséfone negó.
—No arruinaste la vida de tu mejor amiga —dijo—. La
conducción mortal lo hizo.
—Pero no es la misma…
—No es la misma. Incluso si se hubiera recuperado por sí
sola sin la magia de Apolo, no habría sido la misma. Has
negociado con un dios, sí… ¿Terrible? —Hécate se encogió de
hombros—. Si alguien puede volver a Apolo más compasivo,
eres tú, Perséfone.
No estaba segura de eso, pero después de entender el
pasado de Apolo, sabía que quería hacer algo por él. Tal vez si
le mostrara amabilidad, aprendería a comportarse igual con
los otros.
—Compasión o no, no cambia cómo piensa Hades de mí
ahora. No confía en mí, y piensa que no confío en él.
—Hades confía en ti —dijo—. Te dio su corazón.
—Estoy segura de que se arrepiente de esa decisión.
—No puedes estar segura de nada a menos que preguntes,
Perséfone. Es muy injusto asumir que conoces los
sentimientos de Hades.
Perséfone consideró esto. Quería preguntarle muchas
cosas ayer, pero el temor y la vergüenza la detuvieron.
—Y tengo la sensación de que nuestro gobernante oscuro
no ha sido del todo justo contigo.
Perséfone no estaba segura de si justo era la palabra
correcta.
—Ha sido honesto acerca de cuán enojado está conmigo.
—Que es probablemente por lo que quieres evitarlo. Yo lo
haría. A nadie le gusta Hades cuando está enojado.
Perséfone se rio un poco.
—Mi punto es que ambos tienen que aprender de esto. Si
quieres que esta relación funcione, debes ser honesta. No
importa si tus palabras pican, son importantes.
Ella tenía muchas palabras.
—No te preocupes, querida. —Hécate se levantó a sus
pies, llevando a Perséfone con ella—. Todo estará bien.
Antes de que dejaran la biblioteca, Perséfone hizo una
pausa.
—Hécate, ¿sabes cómo encontrar un alma en el
Inframundo?
Sonrió.
—No, pero sé quién lo hace.
Perséfone y Hécate regresaron al salón y terminaron sus
arreglos florales. Después, se las arreglaron para ir hacia las
cocinas en donde Milan, un demonio, y un personal
compuesto por almas que habían sido chefs en vidas
anteriores, trabajaban en el festín del solsticio. Milan insistió
en que probaran un surtido de mermeladas, preservas, uvas,
higos, granadas, moras, peras, y dátiles. Había carnes
curadas y varios quesos, galletas y hierbas frescas.
—Lady Perséfone… ¿de casualidad tiene la receta para el
pan dulce que hizo? —preguntó Milan.
Le tomó un momento entender de lo que Milan estaba
hablando.
—¡Oh, te refieres a la torta!
—Lo que sea que era, estaba delicioso —dijo Hécate—. Y
casi empezó una guerra.
Perséfone se rio. Ella había horneado una torta, dejada
enfriar por la noche, y se había olvidado por completo de ella.
—Es muy fácil, Milan. Te enseñaré.
El demonio sonrió y Perséfone pasó el resto de la tarde
horneando en la cocina hasta que Hécate la sacó para
alistarse para las festividades.
Pasaron el rato en el dormitorio de Hades. Las ninfas de
Hécate, lámpades, trabajaron en el cabello de Perséfone con
unos rizos fluidos, luego lo trenzaron por piezas,
esculpiéndolo por partes en un estilo medio alto. Su
maquillaje era más oscuro que lo usual. Una sombra negra
brillante y una gruesa línea que hicieron que sus ojos
parecieran más amplios y más abiertos; el color también
iluminaba sus iris. Un labial borgoña completó el atuendo.
Mientras miraba su transformación en el espejo, se
recordó las noches en las que ella y Lexa habían pasado
juntas preparándose para eventos. Perséfone no había crecido
alrededor de mortales, así que cuando fue a la Universidad de
Nueva Atenas, no había tenido experiencia con el maquillaje y
la moda. Lexa le había mostrado todo, y había sido increíble
en eso.
Es increíble en eso, se corrigió.
Lexa estaba viva.
Excepto que casi sentía como si Lexa se hubiese ido. La
persona sentada en esa habitación de hospital lucía como su
mejor amiga, pero no actuaba como ella.
Los ojos de Perséfone se llenaron de agua, y tomó una
respiración, mirando más allá del techo. Las lámpades
sintieron su angustia y palmearon su rostro y cabello.
—Estoy bien —susurró—. Solo pensando en algo triste.
—Tal vez esto lo sacará de tu mente —dijo Hécate,
entrando en el dormitorio.
Perséfone se giró en su asiento mientras la Diosa de la
Brujería se acercaba con una larga caja blanca. Dentro había
un hermoso vestido. Era negro con acentos dorados. Las
mangas estaban fuera de los hombros, largas, pero
separadas, dando la ilusión de una capa.
—Oh, Hécate. Es hermoso —dijo Perséfone, girando frente
al espejo después de ponérselo.
El vestido no era la única sorpresa que Hécate tenía para
ella. Se paró detrás de Perséfone y se movió como si estuviera
poniendo algo en su cabeza. Mientras lo hizo, una corona
apareció entre sus manos. Era de hierro y dentada, y brillaba
con brillantes perlas negras obsidianas y diamantes. Encima
de su cabeza, parecía un halo negro, encendido contra su
brillante cabello.
—Luces hermosa —dijo Hécate.
—Gracias —suspiró Perséfone.
No se reconoció en el espejo y no estaba segura de qué era
diferente: ¿La corona, el vestido, el maquillaje, o algo más?
Muchas cosas habían sucedido en el último mes, y sintió el
peso de ello en sus hombros, en su pecho, estableciéndose al
fondo de su estómago.
—¿Ha llegado Hades?
—Estoy segura de que vendrá más tarde —dijo Hécate.
Perséfone encontró la mirada de su amiga en el espejo.
Quería a Hades. Ni siquiera tenían que hablar; solo quería su
presencia para consuelo.
—Vamos, las almas tienen una sorpresa para ti.
Hécate estiró la mano hacia Perséfone y dejaron el
dormitorio de Hades. Las lámpades siguiéndolas, alejándose
para tomar su lugar fuera.
El palacio estaba decorado por completo. Los ramos de
flores que Perséfone y los otros habían preparado poniendo
vida en las sombras. Mesas de banquetes estaban rellenas
con comida y candelabros. Los olores hacían la boca agua.
Las puertas francesas en el salón estaban abiertas y llevaban
al patio real, donde fuegos ardían y las almas habían erigido
un árbol de mayo.
Cuando caminó fuera, las almas y demonios y ninfas se
animaron.
Yuri corrió hacia delante, tomando las manos de
Perséfone.
—¡Perséfone! ¡Ven, los niños tienen una sorpresa para ti!
Yuri la llevó lejos del jardín real de piedra a la hierba
elástica donde las lámpades se habían reunido en círculo.
Almas las siguieron por detrás.
Estuvo sorprendida cuando Yuri la dirigió hacia un trono
que esperaba en el centro del círculo. A diferencia del de
Hades, era una silla hecha de oro. El metal había sido
moldeado en flores y los cojines eran blancos.
—Yuri, yo no…
—Podrías no ser la reina por título, pero las almas te
llaman su reina.
—Eso no significa que deba usar una corona o sentarme
en un trono en el Inframundo.
—Haz esto por ellas, Perséfone —suplicó Yuri—. Es parte
de la sorpresa.
—Está bien —dijo Perséfone, asintiendo—. Por las almas.
Tomó asiento y Yuri aplaudió con entusiasmo.
Después de un momento, los niños del Inframundo
aparecieron de la oscuridad, deambulando en círculos de luz,
vestidos en ropas de colores. Empezaron su espectáculo
pisoteando y aplaudiendo en unísono. El efecto era musical,
incrementando el tempo cada vez más. Pronto, sus voces se
unieron a los aplausos y pisotones, y empezaron a moverse,
creando diferentes líneas y formas con sus cuerpos. Para el
final de espectáculo, Perséfone estaba aplaudiendo y
sonriendo tan amplio que su rostro dolía. Los niños
sonrieron, inclinándose a los aplausos.
Entonces una flauta empezó a tocar, y los niños
comenzaron a cantar, sus voces levantándose y cayendo en la
melodía encantadora. La canción que cantaban era el cuento
de Leteo, el río de los olvidados, y hablaba de una mujer que
bebió de sus aguas y se olvidó del amor de su vida. Cuando la
canción terminó, un duro nudo se estableció en la garganta
de Perséfone. Se puso de pie mientras aplaudía, y los niños
corrieron hacia ella, abrazando sus piernas.
—Gracias —les dijo—. ¡Todos estuvieron maravillosos!
Después de la presentación de los niños, el festival
empezó, y los residentes se dispersaron. Algunos bailaban y
tocaban instrumentos mientras otros jugaban juegos:
carreras, lanzamientos de discos, y saltos de competencia. Un
grupo se dirigió al salón para comer y los niños se reunieron
alrededor del árbol de mayo.
—¡Perséfone! —Leuce se acercó, lanzando sus brazos
alrededor del cuello de la diosa, con un vaso de vino en mano.
—Leuce, estoy muy contenta que hayas venido.
La ninfa retrocedió.
—Gracias por invitarme. Esto es verdaderamente
increíble. Nunca había visto un Inframundo tan vibrante.
Bebe, —dijo, pasándole el vino que sostenía a Perséfone—. El
vino sabe a frambuesas y atardecer.
Leuce se giró, desapareciendo en la multitud de almas.
—Bueno, ¿no luce como la Reina del Inframundo? —dijo
Hermes, apareciendo de repente.
Perséfone sonrió al Dios de la Astucia. Estaba vestido
como un dios antiguo, armadura de oro y falda de cuero. Sus
sandalias envueltas alrededor de sus fuertes pantorrillas, un
círculo de hojas de laurel como corona en su cabeza, y sus
alas de plumas blancas envolviendo su cuerpo como una capa
exuberante.
—¡Hermes! —Le rodeó con los brazos—. Estoy tan
contenta de que estés aquí.
—No me lo perdería por nada del mundo, Sefy —dijo, y
luego guiñó, sosteniendo una botella de vino que había
sacado del salón—. El vino ayuda. ¿Dónde está tu inquietante
amado? No estaba muy enojado contigo, ¿espero?
Con la mención de Hades, Perséfone recordó que el Dios
del Inframundo aún no había hecho una aparición. Frunció el
ceño.
—No estoy segura de dónde está. Se fue antes de
despertar.
—Oh, oh. No me digas, Sefy. ¿No sexo de reconciliación?
¿Cuándo hablar de sexo se había convertido en algo
normal entre ella y Hermes?
—No.
—Lo siento, Sefy —dijo Hermes, y luego sirvió más vino en
la copa de ella—. Bebe, preciosa. Vas a necesitarlo.
Pero Perséfone no tenía ganas de beber, y pronto, Hermes
fue distraído.
—¡Némesis! —gritó Hermes cuando vislumbró a la Diosa
de la Divina Retribución y Venganza—. ¡Tengo un hueso que
recoger contigo!
Perséfone trató de no reírse. Escuchar a Hermes usar
idioma mortal era gracioso. Empezó a girarse cuando notó a
Apolo. Debía haber llegado, estuvo segura al sentir su
presencia amenazadora ahora. Se sentía como estática en el
aire alrededor de ella.
Vestía una túnica roja y estaba asegurada por
embellecidas hojas doradas. Nunca había visto sus cuernos
antes, pero esta noche, estaban a completa vista. En total
tenía cuatro, un par, curvados en cada lado de su rostro. Casi
lo hacían lucir como un casco desgastado durante la batalla.
Le sonrió y se acercó.
—La última vez que verifiqué, era yo el que se supone que
tenía que hacer la convocatoria —dijo.
—Yo no te convoqué —dijo Perséfone—. Te invité. No
tenías que venir.
La mandíbula de Apolo se tensó.
—Pero me alegra que lo hicieras —añadió, y el ceño del
dios se alzó—. Ven, me gustaría que conocieras a alguien.
Llevó a Apolo fuera, donde el árbol estaba levantado y los
muertos bailaban. Le tomó un momento, pero finalmente lo
encontró parado con una multitud de almas. Hyacinth, el
joven que Apolo amó. Era musculoso y hermoso, con una
andana de cabello dorado. Cuando sonreía, sus dientes
brillaban, cuando se reía, era como música. Sabía que Apolo
también lo había visto, porque se puso rígido a su lado.
—Ve a él, Apolo —dijo.
Dudó y se puso pálido.
—¿Él recuerda…?
—Todavía te ama —dijo—. Y te ha perdonado.
Estuvo sorprendida cuando Apolo la miró con una severa
expresión en su rostro.
—¿Por qué? —demandó.
Pestañeó.
—¿Qué?
—¿Por qué harías esto? —preguntó—. He sido muy cruel
contigo.
—Todos merecen amabilidad, Apolo.
Especialmente los que lastiman a otros, pensó, pero no lo
dijo.
—Ve —lo alentó—. No tienes mucho tiempo, y deberías
aprovecharlo al máximo.
Aun así, la miró fijamente, como si no pudiera entenderlo.
Después de un momento, se giró y tomó una profunda
respiración, encuadró los hombros, y caminó hacia Hyacinth.
La joven alma hizo reacción tardía y su expresión cambió a
conmoción cuando vio al Dios de la Música acercarse. Puso
su bebida abajo y tiró los brazos alrededor del cuello de Apolo,
llevándolo más cerca. Cuando sus labios se encontraron,
Perséfone sintió una punzada en el pecho, un recordatorio de
lo mucho que extrañaba a Hades.
Sacudió la cabeza y deambuló hacia el patio en los
jardines. Esperó pasar unos minutos sola, pero se tropezó
contra una figura de sombra, asustándola.
—Thanatos —respiró, su corazón calmándose—. Me
asustaste.
—Lo siento. No era mi intención.
Frunció el ceño. No había visto al Dios de la Muerte desde
que le había gritado en el hospital. Podía sentir la diferencia
en el aire entre ellos. Una vez amigable, ahora era tierna.
—¿Qué estás haciendo aquí fuera?
—Disfrutando de la fiesta —respondió. No la estaba
mirando mientras hablaba, sus ojos en el árbol al frente,
iluminado por las luces de las ninfas.
—¿Por qué no te unes a ellos? —preguntó.
La sonrisa de Thanatos era triste.
—No fui hecho para el regocijo, milady.
Frunció el ceño.
—Por favor, dime Perséfone, Thanatos.
Inclinó la cabeza.
—Correcto. Lo siento.
—No, yo lo siento —dijo ella—. No hay excusa para cómo
te traté. Puedo… apenas creerlo.
—Está bien, Perséfone. Estoy acostumbrado.
Ella hizo una mueca.
—Me duele saber eso. Desearía que no fuera así, mereces
algo mejor, especialmente de un amigo.
Thanatos encontró su mirada, sonriendo.
—Gracias, Perséfone.
Se pararon juntos por un tiempo, mirando a los residentes
del Inframundo celebrar.
En algún punto, Perséfone reingresó al palacio. Recorrió
de habitación en habitación buscando a Hades. Cuanto más
tiempo pasaba sin su presencia, más frustrada se volvía.
¿Cómo pudo faltar a una celebración de su propio reino? No
solo era importante para su gente, era importante para ella.
Había ayudado a planearlo y él sabía que estaba sucediendo
esta noche. ¿Qué lo estaba reteniendo?
La fiesta se acercó a su final sin señal de Hades. Incapaz
de descansar, esperó despierta por él.
Y esperó.
Y esperó.
Eran cerca de las cinco de la mañana cuando regresó. Su
presencia era familiar, pero no como las anteriores veces,
cuando él había despertado necesidad en ella, en esta
ocasión, ella sintió frío.
Cuando Hades entró a la habitación, se giró para mirarlo.
Su mirada oscura la evaluó de la cabeza a los pies. No se
había quitado la corona que Ian había hecho para ella, o el
vestido que Hécate había elaborado. Hades no habló de su
atuendo, en su lugar dijo:
—No pensé que estarías despierta.
—¿Dónde estabas?
—Tenía algunas cosas de las que ocuparme.
Los dedos de Perséfone se pusieron en puños.
—¿Eran cosas más importantes que tu reino?
Las cejas de Hades se fruncieron.
—Estás enojada porque no estuve en tu fiesta.
Entonces no se había olvidado.
—Si, estoy enojada. Debías haber estado allí.
—La muerte celebra todo, Perséfone. No me perderé la
siguiente.
—Si esa es tu opinión, preferiría que no vinieras.
Hades pareció sorprendido con su comentario.
—¿Entonces qué quieres de mí?
—Malditamente no me importa lo mucho que celebren. Lo
que es importante para ellos debería ser importante para ti.
Lo que es importante para mí, debería ser importante para ti.
—Perséfone…
—No —lo cortó—. Entiendo que no sabes qué decirme,
pero espero que seas consciente de lo que estoy planeando y
muestres interés, no solo por mí, sino por tu gente. Nunca
preguntaste, ni una vez, por la celebración del solsticio, ni
siquiera después de que pedí tu permiso para celebrarlo como
anfitriones en el palacio.
—Lo siento.
—¡No lo sientes! —exclamó—. Solo lo estás diciendo para
apaciguarme y lo detesto. ¿Es por eso que quieres una reina?
¿Así no tienes que atender estos eventos?
—No, te quería a ti —dijo—. Y por eso, deseaba hacerte mi
reina. No hay motivos ocultos.
Pero ella no había obviado que lo que acababa de decir era
en pasado.
Estrechó los ojos.
—Mira, Hades. Si no… quieres más esto, necesito saberlo.
La cabeza de Hades se sacudió y la miró fijamente.
—¿Qué?
Obviamente, no se estaba dando a entender.
—Si no me quieres, si no crees que puedes perdonarme,
no creo que debamos estar en una relación, que las Moiras
estén condenadas.
Fue la primera vez que Hades se movió desde que había
entrado a la habitación.
Tomó zancadas hacia ella y habló mientras se movía.
—Nunca dije que no te quería. Pensé que lo había dejado
claro ayer.
Ella rodó los ojos.
—Entonces, ¿quieres follarme? Eso no quiere decir que
quieras una relación real. No quiere decir que vayas a confiar
en mí de nuevo.
Hades se detuvo a centímetros de ella y estrechó los ojos.
—Déjame ser perfectamente claro. Sí, quiero follarte. Más
importante, te amo… profunda e indefinidamente. Si te alejas
de mí hoy, aún te amaré. Te amaré por siempre. Eso es lo que
el Destino es, Perséfone. A la mierda los hilos y colores… y a
la mierda la incertidumbre.
Se inclinó cerca de ella mientras hablaba, su rostro a
centímetros del de ella.
—No soy incierta —dijo—. ¡Tengo miedo, idiota!
—¿De qué? ¿Qué he hecho?
—¡Esto no es sobre ti! Dioses, Hades. Pensaba que tú, de
todas las personas, entenderías.
Giró la cabeza lejos, incapaz de mirarlo.
Después de un momento, Hades habló de nuevo,
insistiendo.
—Dime.
La boca de Perséfone tembló.
—He anhelado el amor toda mi vida —dijo—. Anhelado por
aceptación, porque mi madre lo colgó en mí como algo que
tenía que ganar. Si lo adhería a sus expectativas, lo
concedería, si no, se lo llevaría. Quieres una reina, una diosa,
una amante. No puedo ser lo que quieres. ¡No puedo…
adherirme a esas… expectativas que tienes de mí!
Hubo algo liberador acerca de decir todo eso en voz alta.
De repente se sintió más ligera, como si hubiera dejado ir una
roca que había estado llevando en su espalda.
—Perséfone… —Los dedos de Hades presionaron bajo su
barbilla. Encontró su mirada—. ¿Qué piensas cuando piensas
en una reina?
Las cejas de Perséfone se unieron, y sacudió la cabeza
mientras admitía:
—No lo sé. Sé lo que querría ver en una reina.
—Entonces, ¿qué querrías ver en una?
—Alguien que sea amable… compasiva… presente.
Los pulgares de Hades frotaron sus labios.
—¿Y no piensas que tú eres todas esas cosas?
No respondió, y Hades dijo:
—No te estoy pidiendo que seas una reina. Te estoy
pidiendo que seas tú misma. Te estoy pidiendo que te cases
conmigo. El título viene con nuestro casamiento. No cambia
nada.
Perséfone tragó.
—¿Me estás pidiendo que me case contigo de nuevo?
—¿Lo harías?
Su aliento quedó atrapado en su garganta. No podía
responder. En las últimas semanas, ella y Hades exactamente
no habían hablado en términos. Tenían mucho que
reconciliar. Sus ojos se humedecieron, y lágrimas surcaron su
rostro. Hades las limpió.
—Mi amor, no tienes que responder ahora. Tenemos
tiempo… una eternidad.
Sus labios se encontraron, su beso pecador y áspero y
desesperado. Perséfone se sintió febril y frenética. La
adrenalina la hizo audaz, y estiró la mano hacia su pantalón,
trabajando su polla con la mano. Hades gimió, sus dientes
rozando el labio inferior de ella mientras se alejaba para
explorar su mandíbula y cuello y senos.
Lució aturdido cuando lo apartó. Se detuvieron lejos por
un momento, respirando fuerte, caliente y húmedo y salvaje.
Entonces Perséfone plantó una mano en su pecho y lo empujó
hacia atrás, hasta que la parte posterior de sus rodillas
golpearon la cama.
—Siéntate —ordenó.
Lo hizo, y ella sostuvo su mirada mientras se arrodillaba
ante él. Sus ojos brillando obsidiana.
—Luces como una jodida reina —dijo.
Una esquina de su boca se levantó.
—Soy tu reina.
Envolvió la mano alrededor de su longitud y lo acarició
desde la raíz a la punta, su pulgar moviéndose ligeramente
sobre la cabeza de su polla.
—Perséfone.
Gruñó su nombre, y ella lo tomó en su boca. Hades gimió,
sus dedos entrelazándose en su cabello. Lo tomó profundo, al
fondo de su garganta, y luego a un costado de su mejilla. Hizo
una pausa para lamer y chupar, divirtiéndose con su sabor.
—Sí… —siseó. Podía sentirlo crecer más grueso, pulsando,
y cuando se corrió, lo tragó como si nunca hubiera saboreado
algo tan dulce. Hades la levantó, la besó, poseyó y paralizó.
Dejó su vestido en un charco en el suelo y la guio a su cama,
despojándose de sus propias ropas antes de cubrir el cuerpo
de ella.
Era cálido y sólido, y encajaba contra ella como si hubiera
sido hecho para cada contorno de su cuerpo. Mientras se
cernía sobre ella, Perséfone estiró la mano y llevó un mechón
de su cabello de seda alrededor de su dedo.
—¿Por qué deseas estar casado?
Las cejas de Hades se alzaron, claramente la pregunta lo
divirtió.
—¿No has soñado siempre con casarte?
—No —dijo, y estaba siendo honesta. Realmente nunca
antes había considerado casarse como una posibilidad. Su
madre se aseguró de que nunca conociera a nadie en sus
primeros dieciocho años de vida, y una vez estuvo libre,
estaba tan enfocada en la universidad y en conseguir un
trabajo, que no había pensado mucho acerca de relaciones—.
No respondiste mi pregunta. ¿Por qué casarse es tan
importante para ti?
—No lo sé —respondió sinceramente—. Se volvió
importante para mí cuando te conocí.
Perséfone sostuvo su mirada y abrió las piernas,
envolviéndolas alrededor de su cintura. Podía sentir el calor
de su polla presionándose contra su entrada. Hades se
hundió en ella con un gruñido. Ella jadeó, agarrando sus
brazos. Había algo dulce acerca del comienzo, Hades se curvó
para besarla, dejando su frente descansar contra la suya, y
respiró su aliento. Luego todo cambió. Las embestidas se
volvieron urgentes, y su cabeza cayó en el hueco de su cuello,
sus dientes rozando y mordiendo su piel.
—Tan jodidamente dulce —siseó Hades, mirando a sus
ojos—. Tómame más profundo, querida.
Ella no sabía si era posible; ya podía sentirlo en el fondo
de su estómago. Los brazos de Hades se colocaron bajo sus
rodillas, y la levantó ligeramente. El placer desgarró a través
de ella, y raspó sus uñas a lo largo de su piel.
—¡Más fuerte! —le ordenó.
Él se condujo en ella, bombeando sus caderas. Se apretó
alrededor de él, su orgasmo construyéndose dentro, arañando
su camino a la superficie.
—Córrete, querida.
Con su permiso, llegó al clímax desde lo alto, Hades gimió,
lanzando la cabeza atrás e inclinándose.
En las secuelas se acostaron juntos, besándose y tocando
y respirando.
—Dioses, te extrañé —dijo Perséfone, descansando contra
Hades, la cabeza en su pecho.
Hades se rio entre dientes, y se miraron fijo el uno al otro.
Después de un latido de silencio, Perséfone habló en voz baja.
—Ibas a contarme sobre Leuce.
—Hmm. Sí —dijo, y después de un momento, la arrastró
sobre él—. Tuve una reunión con Ilias en mi restaurante. No
sabía que Leuce estaba allí. Se apresuró hacia mí mientras
estaba saliendo y me agarró la mano. Un viejo hábito.
Perséfone lo miró, y Hades presionó un dedo en sus labios
de puchero.
—Me alejé y seguí caminando. Estaba pidiendo un trabajo
nuevo.
—¿Solo eso?
—Me temo que sí.
Ella colapsó en él.
—Me siento como una idiota.
Hades envolvió los brazos a su alrededor.
—Todos nos ponemos celosos. Me gusta cuando estás
celosa… excepto cuando piensas que en realidad podrías
dejarme.
Se levantó de nuevo, a horcajadas sobre él ahora.
—Estaba enojada, sí, pero… dejarte nunca se me ocurrió.
Después de un momento, Hades la siguió en una posición
sentada.
—Te amo. Incluso si las Moiras desenredan nuestro
destino, encontraré una manera de regresar a ti.
Perséfone entrelazó los brazos alrededor del cuello de
Hades.
—¿Crees que pueden oírte? —bromeó.
—Si lo hacen, deberían tomarlo como una amenaza.
Perséfone se rio y luego se unieron de nuevo. Más tarde,
cuando se durmió, no pudo evitar preguntarse acerca de las
Moiras.
¿Realmente desenredarían su destino?

***

La ausencia de Hades sacó a Perséfone de su sueño.


Se sentó, sosteniendo las sábanas contra su pecho. El
fuego ardía, y aún estaba oscuro en el Inframundo.
Algo no está bien, pensó.
Salió de la cama, se deslizó en su bata, e hizo su camino
hacia el jardín. Hades tenía el hábito de deambular en la
noche para sentarse bajo las estrellas y la glicina. Caminó la
longitud del jardín, llegando al borde donde desembocaba en
un campo floral. Desde aquí, podía ver las luces de Asfódelo y
el fuego apagado de Tártaro.
Tal vez ha ido allí, pensó.
Deambuló en el campo. Una brisa cálida elevó el olor a
ceniza e hizo crujir el césped a su alrededor. Era casi tan alto
como para ahogar el sonido de las pisadas de Cerbero, Tifón Y
Ortro, pero Perséfone escuchó sus jadeos y se giró a tiempo
para ver a los tres dóberman correr en el césped.
—Oh, mis dulces chicos. —Palmeó cada una de sus
cabezas—¿Han visto a papá?
Los tres lloraron. Asumió que era un sí.
—¿Me llevarían a él?
Los tres llevaron a Perséfone a través del campo y hacia
un bosque enredado. Nunca había estado aquí antes, y
asumió que era una nueva sección del Inframundo. El reino
de Hades siempre estaba cambiando, y sospechó que era para
hacerlo más difícil para las personas que entran y quieren
escapar.
El bosque parecía eterno, profundo y oscuro. Tres ramas
estaban entrelazadas, creando un arco sobre su cabeza y, a
pesar de que estaban desnudas, lámpades descansaban allí,
iluminando el camino como si fuera un cielo estrellado.
Los perros mantuvieron sus narices en el suelo, y
sorprendieron a Perséfone cuando se apresuraron desde el
camino hacia el bosque al frente. ¿Estaría Hades tan profundo
en estos bosques?
Los siguió, su camino iluminado por ninfas, hasta que
perdió la vista y el sonido de Cerbero, Tifón Y Ortro.
Fue un gemido sin aliento lo que llamó su atención. Venía
de atrás de ella y crecía.
Perséfone se movió hacia el sonido. Su corazón
martilleando en su pecho, y el aire alrededor de repente se
sintió pesado y sólido. No fue mucho antes de verlos
claramente, Hades y Leuce envueltos juntos al igual que las
ramas de los árboles sobre su cabeza, las ninfas los
iluminaron haciendo el amor.
XIV

Un Toque De Locura

Por un horrible segundo, Perséfone no se pudo mover.


Estaba congelada, adormecida.
Sus piernas se sentían temblorosas y le dolía el pecho de
una manera que no creyó posible. Era como si su sorpresa se
hubiera convertido en un monstruo, y estaba reclamando su
camino desde dentro.
Después, un sonido espantoso escapo de su boca.
Los dos se congelaron y se giraron en su dirección. Hades
se alejó de Leuce, y la ninfa colapsó en el suelo, porque no
estaba preparada para su repentino movimiento.
—Perséfone…
Apenas lo escuchó decir su nombre sobre el rugir en sus
oídos. Su poder se agitaba dentro de ella, hirviendo su sangre,
corriendo a la superficie de su piel.
No vio nada más que rojo.
Iba a destruirlo. Iba a destruirla. Iba a destruir este mundo.
Perséfone gritó su ira, y todo lo que la rodeaba comenzó a
marchitarse. Los árboles se pudrieron ante sus ojos, las hojas
se marchitaron y cayeron, la hierba amarillenta a su
alrededor se desvaneció hasta que la tierra estaba estéril.
Despojó la vida del mundo de Hades como él le despojó la
felicidad.
Leuce huyó y él trató de acercarse a ella. Con este
enfoque, volvió a sentir el golpe devastador de su traición.
—¡Perséfone!
—¡No digas mi nombre!
Su voz sonaba diferente, gutural.
El poder ardía en sus manos, y alimentó la angustia en su
interior. El suelo bajo sus pies empezó a temblar.
—¡Perséfone, escúchame!
Lo había escuchado. Lo había escuchado y le había creído.
Te amo profundamente, por siempre.
Ya no lo escuchaba.
Dio un paso hacia ella.
—¡No lo hagas!
Mientras hablaba, la tierra entre ellos se dividió, y una
caverna masiva apareció.
Los ojos de Hades se abrieron.
—¡Perséfone, por favor! —Sonó desesperado, pero era de
esperar.
Estaba destruyendo su reino.
Gritó, su voz llena de furia y violencia, y su magia era
como fuego contra su piel. No sabía lo que estaba haciendo,
pero se sintió guiada a unir sus manos, y el poder que reunió
explotó de inmediato. Hades voló hacia atrás, al desolado
paisaje.
Se levantó y dejó caer su glamur. Era una manifestación
de la muerte, oscuro y amenazante.
Así es como se veía en el campo de batalla, pensó, y por un
momento, el corazón de Perséfone latió más fuerte ante el
temor de que pudiera dominarla.
Las sombras se despegaron de su cuerpo y se dirigieron
hacia ella. Estaba tratando de dominarla, y el pensamiento
envió una ola de furia a través de su cuerpo. Gritó de nuevo, y
su magia salió, congelando las sombras como pasó en La Lira.
Lo siguió un silencio ensordecedor, antes de encontrarse
con su mirada y devolverle sus sombras ardiendo con su
propia magia.
Hades levanto sus brazos, y las sombras se hicieron
cenizas.
—¡Detente! —ordenó—. Perséfone, esto es una locura.
¿Locura? Ella le iba a mostrar locura.
—¿Ibas a quemar el mundo por mí? —preguntó,
recordándole sus palabras cuando le habló acerca de Apolo,
recordándole lo feroz que había sido cuando le dijo que no
dijera el nombre de otro dios en su cuarto. Su cuarto. Poder
vibró en sus manos—. Lo voy a destruir por ti.
Los ojos de Hades se abrieron cuando un terrible sonido
retumbo a través del aire. Raíces enormes dividieron el cielo,
dirigiéndose a la tierra. Estaba arrastrando la vida del Mundo
Superior hacia el Inframundo.
Las raíces golpearon el suelo con una explosión
ensordecedora, sacudiendo la tierra y derrumbando
montañas.
—¡Hécate! —La voz de Hades era poderosa mientras
convocó a la Diosa de la Magia. Apareció inmediatamente,
manifestándose junto a Hades. Juntos, usaron su poder para
luchar contra Perséfone, y las raíces que trataban de destruir
el Inframundo se detuvieron en el aire.
—¿Qué pasó? —gritó Hécate.
—No lo sé. Sentí su angustia y vine lo más pronto posible.
La respuesta de Hades la enfureció.
¿Sintió su angustia? ¡Lo había visto! ¿Por qué estaba
actuando como si no fuera el traidor aquí?
La furia de Perséfone continuó. Luchó contra Hades y
Hécate. Combinada, su magia era un peso imposible. Entre
más empujaba hacia ellos, más drenada se sentía, pero no
estaba cansada solo físicamente.
En su interior, su furia estaba empezando a desvanecerse.
Por dentro, estaba rota.
—Querida. —Fue como si Hécate estuviera dentro de ella,
hablando en su oído, aunque estaba al otro lado de la caverna
—. Dime.
Los ojos de Perséfone se llenaron de lágrimas y negó.
—Perséfone, dime qué pasó.
Las lágrimas se derramaron por el rostro de Perséfone
mientras el recuerdo que desató su terror se desprendía. Si
pudiera, lo habría reprimido por el resto de su vida, pero, con
las palabras de Hécate, revivió el terror de ver a Leuce
seduciendo a Hades. Ver el placer en su rostro le dio ganas de
vomitar.
En esta ocasión, en lugar de inspirar la furia que encendió
su poder, el recuerdo la agotó. Se sintió inestable, derrotada y
enferma. El poder que corría a través de su cuerpo estaba
muriendo, y se balanceó. Hécate la atrapó en sus brazos
mientras vomitaba.
Lentamente, la diosa la ayudó a acomodarse en el suelo, y
Perséfone descansó en sus brazos. Retiró el cabello de su
rostro, diciendo:
—No era real, querida, amor, dulzura.
Perséfone sollozó, girando su cabeza hacia el pecho de
Hécate.
—No puedo verlo. No puedo vivir con ello.
—Shh. Lo harás, querida. Descansa.
Entonces se sumergió en la oscuridad.

***
Perséfone despertó en el cuarto de la reina, su rostro se
sentía hundido y le dolía la cabeza. Mantas de felpa acunaban
su débil cuerpo, y una luz brillante se filtraba por las
ventanas. Le tomó un momento recordar cómo había llegado
allí, pero tan pronto como sus recuerdos regresaron, su
mente cayó en una pesadilla.
Lágrimas se formaron en sus ojos y se deslizaron por el
costado de su rostro.
—No llores, querida —dijo Hécate.
Perséfone giró la cabeza y encontró a la diosa sentada
junto a la cama.
Perséfone se frotó los ojos, tratando de hacer desaparecer
las lágrimas, pero solo sollozó más fuerte.
Hécate tomó su mano.
—Respira, querida. Lo que viste no era real.
Perséfone respiró profundo varias veces y miró a su amiga.
—¿Qué estás diciendo?
—Caminaste por el Bosque de la Desesperación,
Perséfone. Lo que viste fue la manifestación de tu miedo más
grande.
Perséfone se quedó en silencio por un momento, tratando
de entender lo que estaba diciendo Hécate, pero el terror de
esos recuerdos estaba incrustado en su mente.
Hécate suspiró.
—Y veo que el encantamiento no se ha desgastado aún.
—¿Encantamiento?
—Creemos que es como terminaste en el bosque —dijo.
—¿Crees que alguien me embrujó? —Perséfone frunció el
ceño—. ¿Quién?
La diosa le dio una pequeña sonrisa, pero no había nada
gracioso en ello.
—Hades está de cacería.
Se estremeció. Solo podía imaginar lo que eso significaba,
recordando cómo se veía en el bosque después de que ella
quedó agotada. Aun así, no pudo evitar tener la esperanza de
que encontrara a quien había hecho esto, porque lo que había
visto anoche fue una tortura.
Perséfone se sentó, recostándose contra el cabecero de la
cama, su cabeza giró.
—¿Por qué Hades tendría un lugar tan horrible en el
Inframundo?
—Bueno, es una extensión del Tártaro —dijo Hécate—. Y
tú no deberías haber estado allí.
Perséfone empujó las mantas y trató de levantarse, pero se
sintió muy débil.
—Quiero ir fuera —dijo.
Hécate la ayudó a levantarse y caminar fuera. Era tarde, y
Perséfone se sintió aliviada cuando vio que el Inframundo era
exuberante y verde.
De repente, estaba frenética.
—¡Las almas! Hice…
Usó mucho poder, sacudió el suelo y fracturó el cielo, sin
importarle que la gente saliera lastimada.
—Todo el mundo está bien, Perséfone —aseguro Hécate—.
Hades a restaurado el orden.
Perséfone cerró los ojos y soltó un suspiro.
Gracias a dios, pensó.
Entraron al jardín y encontraron un lugar donde sentarse
bajo la glicina púrpura.
—Demostraste un enorme poder en el bosque, Perséfone
—dijo Hécate. No pudo ubicar el tono de la diosa, pero sintió
una mezcla de admiración y miedo.
Miró a la diosa.
—¿Tienes… miedo?
—No tengo miedo de ti —dijo—. Tengo miedo por ti.
Las cejas de Perséfone se juntaron, y Hécate suspiró,
mirando a sus manos.
—Es un miedo que tengo desde el momento en que te
conocí, que ibas a ser terriblemente… poderosa.
Perséfone negó.
—Yo… no entiendo. No soy…
—Detuviste la magia de Hades. Usaste su magia contra él,
Perséfone. Es un dios antiguo, bien entrenado. Si el Olimpo se
entera…
—¿Si se enteran…? —La animó a continuar cuando la voz
de Hécate se desvaneció.
Fue su turno de negar.
—Supongo que cualquier cosa podría pasar. Tal vez
quieras que te conviertan en un Olímpico, o…
—¿O?
—Pueden percibirte como una amenaza.
Perséfone no pudo evitarlo, se burló, pero con una mirada
hacia Hécate se dio cuenta de lo seria que era sobre el tema.
—Eso es ridículo, Hécate. Apenas puedo controlar mi
poder, y aparentemente no puedo mantener mi fuerza.
—Aprenderás que el control y la fuerza vienen con la
práctica —dijo Hécate—. Marca mis palabras, Perséfone, te
vas a convertir en una de las diosas más poderosas de
nuestro tiempo.
Perséfone no se rio.
Se quedaron tranquilas por un tiempo después de eso, y
Hécate se levantó para irse.
—Tengo que marcharme. Le prometí a Yuri que
tomaríamos el té. No creo que estés lista para eso.
Perséfone sonrió. La diosa estaba en lo correcto, no se
sentía muy fuerte. Estaba exhausta e inquieta por los
acontecimientos que se habían desarrollado la noche anterior.
Hécate se inclinó y besó el cabello de Perséfone antes de
irse.
Sola, sus pensamientos regresaron a Hades. Pensó que su
mayor miedo se había manifestado cuando casi perdió a Lexa,
nunca pensó que la traición de Hades podía ser tan horrible.
Todavía sentía ese dolor insondable cuando pensó en Leuce y
Hades juntos, a pesar de la explicación de Hécate sobre lo que
había visto en el Bosque de la Desesperación.
Suspiró y se puso de pie, vagando por el jardín de Hades,
deteniéndose cuando el dios apareció a la vista desde la
dirección opuesta. Estaba en su forma divina, su fuerte
cuerpo cubierto con túnicas, y su largo cabello estaba
envuelto en un moño desordenado. Sus cuernos eran como
cortes negros, subiendo al cielo. Se veía exhausto, pálido y
hermoso.
Sostuvo la respiración en su presencia, sintiendo como si
hubiera océanos entre ellos.
—¿Estás bien? —preguntó.
La pregunta siempre la calentaba, pero esta vez la
incendió. Sintió tanto por él en un momento, que difícilmente
le pudo dar sentido, amor, deseo y compasión.
—Lo voy a estar —contestó.
Hades la miró por un momento, buscando.
—¿Puedo acompañarte en tu paseo? —preguntó.
—Este es tu reino —respondió.
Hades frunció el ceño, pero no dijo nada, y a medida que
avanzaban se colocó junto a ella. No se tomaron de las manos
ni juntaron sus brazos, pero aquí y allá sus dedos se rozaron,
y la sensación fue eléctrica. Cada pulgada de su piel se sentía
como un nervio abierto. Era tan extraño, después de todo lo
que habían pasado los últimos días, su cuerpo todavía
respondía a él como si no hubiera pasado nada.
Se preguntó si a Hades le pasaba lo mismo, entonces notó
que su puño se cerraba a un costado.
Tomó eso como una confirmación.
Caminaron en silencio hasta el límite del jardín, donde
Perséfone estaba anoche antes de aventurarse en el Bosque
de la Desesperación. Finalmente, Hades se giró hacia ella y
habló.
—Perséfone. Yo… no sé lo que viste, pero tienes que saber,
tienes que saber, que no era real.
Sonaba tan roto, tan desesperado porque entendiera.
—¿Te digo lo que vi? —susurró las palabras, y aunque no
se sentía enojada, también quería que él entendiera—. Te vi a
ti y a Leuce juntos. La sostenías, te movías dentro de ella
como si estuvieras hambriento por su cuerpo.
Tembló mientras hablaba, y sus uñas se enterraron en
sus palmas.
—Tomaste placer de ella. Saber que fue tu amante es una
cosa, verlo fue… devastador.
Cerró los ojos ante la pesadilla mientras lágrimas se
deslizaban por su rostro.
—Quería destruir todo lo que amas. Quería que me vieras
destrozar tu mundo. Quería destrozarte.
—Perséfone… —Hades susurró su nombre, y sintió sus
dedos en la barbilla, le inclinó la cabeza hacia arriba y sus
ojos se encontraron—. Tienes que saber que eso no fue real.
—Se sintió real.
Hades pasó las puntas de sus dedos por su piel,
limpiando sus lágrimas.
—Tomaría esto de ti si pudiera.
—Puedes —dijo, acercándose—. Bésame.
Hades presionó sus labios con los de ella. Su lengua probó
sus labios antes de meterse en su boca colisionando con la
suya. Fue brutal y brusca, probó ahumado y dulce, y
mientras exploraba, sus manos buscaban, moviéndose por los
duros planos de su estómago y agarrando su pene a través de
la túnica.
Un gruñido antinatural salió de su boca y la alejo, su
mirada ardiendo en la suya.
—Ayúdame a olvidar lo que vi en el bosque —dijo,
respirando fuerte—. Bésame, ámame, arruíname.
Chocaron, desgarrando la ropa del otro hasta que ambos
quedaron desnudos contra el pálido cielo del Inframundo. Sus
labios se estrellaron, sus lenguas probaron, sus alientos se
mezclaron. La mano de Hades acunó su cabeza, la otra se
movió hacia abajo, sobre su abdomen y dentro del nido de
rizos entre sus muslos. Ella gimió mientras sus dedos se
hundían en su carne caliente. Por un momento, se perdió en
su placer, en el dolor de su centro.
Cuando Perséfone no pudo aguantar más, Hades se
arrodilló con ella. La recostó hacia atrás, acunada entre sus
túnicas mientras él se sentaba en sus talones, mirando su
cuerpo desnudo, con los ojos como el fuego del Tártaro.
—Hermosa —dijo—. Si pudiera, nos mantendría en este
momento para siempre, contigo abierta frente a mí.
—¿Por qué no avanzar rápido? —dijo—. ¿A cuando estés
dentro de mí?
Hades sonrió
—¿Hambrienta, querida?
—Siempre.
Presionó un beso en el interior de su rodilla, y siguió
bajando por su muslo hasta que su boca se cerró sobre su
centro, su lengua juguetona, antes de separar su hendidura y
lanzarse. Se movió contra él, y Hades empujó sus rodillas,
abriéndola más. Podía sentir cómo se apretaba alrededor de
él, con su excitación acentuada, fue doloroso, incluso.
Ella se corrió, diciendo su nombre, enredando los dedos
por su cabello empujó su cuerpo para besarlo. Sus labios
chocaron con los de ella, viajando por su cuello, sus senos, su
lengua girando alrededor de cada punta, haciéndolos roca
sólida.
—No hay mayor tortura que sentir tu angustia —dijo—.
Sabía que era responsable de alguna manera, y no podía
hacer nada al respecto.
Presiono sus dedos contra sus labios hinchados.
—Puedes hacer algo al respecto.
Bajó la mano, donde la polla dura como el acero de Hades
se movía contra su pierna. Lo guio hacia su centro. Se
movieron juntos viciosamente. Las caderas de Hades
empujaron entre las suyas y su polla se abrió paso dentro de
ella, deleitándose con el dolor de él llenándola y estirándose.
Su cabeza se movió hacia atrás, presionándose contra el
suelo, se arqueó contra él, y un quejido gutural escapó de su
boca. Hades se inclinó para besarla, capturando el sonido.
Ella no podía encontrar un lugar para sus manos. Sus dedos
se cerraban en las túnicas de seda, en la hierba, y luego en
sus brazos.
—¡Joder!
Tal vez maldijo porque lo arañó, no estaba segura, pero,
de cualquier forma, fijo sus muñecas sobre su cabeza. Sus
ojos estaban salvajes y sin enfoque, y su ritmo aumentó
mientras perseguía su orgasmo, golpeándola más fuerte que
nunca.
Se corrieron juntos y Hades colapsó sobre Perséfone, su
cabeza descansando en el hueco de su hombro. Estaban
cubiertos de sudor, y sus respiraciones salieron en duros
jadeos. Después de un momento, Hades se levantó en sus
codos, y retiró el cabello de Perséfone de su rostro.
—¿Estás bien?
—Sí —susurró.
—Yo te… —dudó—. ¿Te lastimé?
Sonrió con la pregunta porque nunca se había sentido
mejor.
—No. —Tocó su rostro, trazando sus cejas, su nariz, sus
labios hinchados, y susurró—: Te amo.
Una sonrisa tocó los labios de Hades.
—No estaba seguro de si escucharía esas palabras de
nuevo.
La admisión de Hades la lastimó.
Sus ojos comenzaron a inundarse.
—Nunca dejé de hacerlo.
—Shh, mi amor… —La mirada de Hades era tierna—.
Nunca pierdo la fe.
Pero ella lo había hecho, y la verdad casi la destruyó.
La levantó en sus brazos y la llevó hasta su cama. Allí, la
besó, sacándola de su oscuridad. Separó sus piernas con sus
rodillas, y cuando estaba preparado para consumirla otra vez,
golpearon la puerta.
Perséfone se congeló, y para su sorpresa, Hades le dijo a
la persona en la puerta que entrará.
—¡Hades!
El dios rodó fuera de ella y se sentó en la cama, con su
pecho desnudo expuesto. Perséfone se sentó detrás de él,
sosteniendo las sábanas contra su pecho mientras Hermes
entraba a la habitación.
—Hola, Sefi —dijo, dándole una sonrisa inocente.
—Hermes. —Hades llamó su atención.
—Oh, sí —dijo—. Encontré a la ninfa, Leuce.
—Tráela —ordenó Hades.
Perséfone le dio a Hades una mirada interrogante
mientras Leuce aparecía en medio de la habitación. Había
pasado un tiempo desde que vio a la ninfa, y parecía cansada
y asustada. Sus ojos se abrieron y todo su cuerpo se sacudió.
Cuando su mirada cayó en Hades y Perséfone, un horrible
sollozo explotó en su garganta.
—Por favor…
—Silencio —ordenó Hades, y fue como si Leuce perdiera
su habilidad para emitir sonido—. Le vas a decir la verdad a
Perséfone. ¿La enviaste al Bosque de la Desesperación?
Lágrimas se derramaron por el rostro de Leuce y asintió.
El vino, se dio cuenta Perséfone. Bebe, el vino sabe a
frambuesas y atardecer. El instinto de Perséfone era sentirse
traicionada, pero algo parecía… apagado.
—¿Por qué? —preguntó.
—Para separarlos —respondió.
No había una pizca de veneno en su voz, y Perséfone
encontró eso extraño. Si la ninfa de verdad quisiera eso, ¿por
qué se veía tan… arrepentida? Se movió, acercándose al final
de la cama.
—¿Por qué? —preguntó Perséfone.
Los ojos de Leuce se abrieron y negó, rehusándose a
hablar.
—Vas a hablar —dijo Hades.
Perséfone no creyó que fuera posible para Leuce llorar
más fuerte, pero lo hizo, y en esta ocasión la ninfa colapsó de
rodillas.
—Ella va a matarme.
—¿Quién?
—Tu madre —dijo Hades.
La revelación debió sorprender a Perséfone, pero no lo
hizo.
—¿Es verdad? —preguntó, girándose hacia Leuce.
—Mentí cuando dije que no recordaba quién me dio la
vida —admitió—. Pero tenía miedo. Deméter me recordó una y
otra vez que ella podía quitármela si no la obedecía. Lo siento
mucho, Perséfone. —Leuce levantó su rostro—. Fuiste muy
amable conmigo y te traicioné.
Perséfone agarró las sábanas alrededor de ella y se
levantó, ignorando el hecho de que dejó a Hades desnudo en
la habitación. Se acercó y arrodilló junto a Leuce.
—No te culpo por tener miedo a mi madre —dijo
Perséfone, y cuando habló, Leuce la miró—. También le tengo
miedo, hace mucho tiempo. No voy a permitir que te lastime,
Leuce.
La ninfa colapsó contra Perséfone, y la diosa la sostuvo
por un rato, hasta que fue capaz de componerse.
—Hermes —dijo Perséfone—. ¿Puedes llevar a Leuce a mi
habitación? Creo que merece algo de descanso.
—Si, milady. —Se arqueó de manera exagerada y sonrió.
Una vez se fueron, Perséfone se giró hacia Hades, que
tenía una mirada peculiar en el rostro.
—¿Qué?
Negó, y una sonrisa creció en su boca.
—Solo te estoy admirando.
Ella se distrajo temporalmente con su comentario y luego
dijo:
—Supongo que vamos a convocar a mi madre al
Inframundo.
Las cejas de Hades se levantaron. Claramente no esperaba
que dijera eso.
—¿La llamamos ahora? —preguntó—. Tal vez deberíamos
hacer el amor para que no tenga ninguna razón para
sospechar que su plan funcionó.
—¡Hades! —dijo Perséfone, pero también sonrió.
XXV

Coleccionando Piezas

Horas más tarde, Hades, Perséfone y Leuce se reunieron


en la sala del trono. Hades estaba en su forma Divina, y
Perséfone también. Estaban sentados uno al lado del otro,
Hades en su trono de obsidiana y Perséfone en oro y marfil.
Leuce estaba junto a Perséfone, temblando.
—Ella atacará —dijo Leuce—. Estoy segura de eso.
—Oh, lo espero —respondió Perséfone, y miró a la ninfa—.
Es mi madre.
—Hermes ha regresado —comentó Hades. Había enviado
al dios en busca de la Diosa de la Cosecha, una tarea que no
estaba ansioso por aceptar.
—Creo que solo quieres que me desfigure el rostro —dijo
Hermes—. Me arrancará la cabeza de un mordisco cuando le
diga que has ordenado su presencia en el Inframundo.
—Entonces no le digas que Hades te envió por ella —
respondió Perséfone—. Dile que yo lo ordeno.
Hermes sonrió, tal como lo estaba haciendo Perséfone
ahora.
Se sintió poderosa de una manera que nunca antes había
hecho, y realmente no podía explicar por qué. Tal vez tuviera
algo que ver con lo que Hades había dicho la noche de la
celebración del solsticio: que la amaba por lo que era, y eran
esas cualidades las que quería en su reina.
Significaba que podía ser ella misma sin sacrificios, y el
primer paso hacia eso sería tratar con su madre.
Hermes escoltó a Deméter a la habitación y, a pesar de la
severa máscara que intentó mantener, Perséfone reconoció la
expresión de desprecio en el rostro de su madre cuando vio a
Hades y Perséfone sentados uno al lado del otro como
miembros de la realeza en el oscuro precipicio.
Tenía los labios apretados y la mirada dura y fría. Se
detuvo cuando llegó al centro de la habitación.
—¿De qué se trata esto? —exigió Deméter; su voz teñida
de furia.
—Mi amiga me dice que la has amenazado —dijo
Perséfone. Si Deméter no iba a fingir cortesías, ella tampoco.
Deméter miró a la ninfa y luego a Perséfone.
—¿Creerías a la puta de tu amante sobre mí?
—Eso es cruel —dijo Perséfone con fuerza—. Pide
disculpas.
—No haré tal...
—Dije que te disculpes —ordenó Perséfone, y Deméter fue
enviada de rodillas, el mármol debajo de ella crujió con la
fuerza de su caída. Perséfone no quiso usar tanta fuerza, pero
el resultado tuvo el efecto deseado. Los ojos de Deméter se
abrieron con sorpresa. No esperaba que su propia hija la
llevara al suelo.
Su expresión rápidamente se convirtió en una mirada
furiosa, su ira llenó la habitación.
—Entonces… —Su voz tembló—. ¿Así es como será? —
Perséfone no dijo nada. Deméter había elegido este camino
con sus acciones.
—Podrías poner fin a tu humillación —dijo Perséfone—.
Solo... discúlpate.
Esas palabras fueron como declarar la guerra.
—Nunca. —La palabra abandonó los labios de Deméter en
un suspiro estremecedor.
Una onda de choque del poder de Deméter atravesó la sala
del trono cuando la diosa intentó levantarse. El aumento de
fuerza tomó a Perséfone con la guardia baja por un momento,
su propia magia se apresuró a aniquilarla. Miró a Hades,
podía sentir su poder a su alrededor, lamiendo el borde del
suyo, al acecho.
Perséfone se puso de pie y bajó los pocos escalones que la
separaban de su madre. Mientras se acercaba, el suelo debajo
de Deméter seguía agrietándose y desmoronándose.
Finalmente, cedió, su poder disminuyó y miró a su hija.
—Veo que has aprendido un poco de control, hija.
Perséfone pudo haber sonreído, pero descubrió que
cuando miraba a su madre, todo lo que sentía era
resentimiento. Era como una maldición, atravesando su
cuerpo, cubriendo todo en la oscuridad.
—Todo lo que tenías que hacer era decir que lo
lamentabas —dijo Perséfone con fiereza. Se dio cuenta de que
ya no hablaban de Leuce—. Podríamos habernos tenido la
una a la otra.
—No cuando estás con él —escupió.
Perséfone miró fijamente a su madre por un momento y
luego dijo:
—Lo siento por ti. Prefieres estar sola que aceptar algo a lo
que temes.
Deméter miró a su hija con el ceño fruncido.
—Estás renunciando a todo por él.
—No, madre, Hades es solo una de las muchas cosas que
gané cuando salí de tu prisión.
Liberó a Deméter de su magia, pero la diosa tembló
visiblemente y no se puso de pie.
—Mírame una vez más, madre, porque nunca me volverás
a ver.
Perséfone esperaba ver furia en los ojos de su madre. En
cambio, brillaron de orgullo y una sonrisa inquietante curvó
sus labios.
—Mi flor... Te pareces más a mí de lo que crees.
Perséfone cerró los dedos en un puño y Deméter
desapareció.
Hubo un latido de silencio después de que Leuce se
apresurara hacia delante y la abrazara.
—Gracias, Perséfone.
Cuando la ninfa se apartó, Perséfone sonrió, manteniendo
la compostura. Por dentro, estaba temblando. La expresión
del rostro de su madre era una que conocía bien.
Se acercaba la guerra.

***

Perséfone estaba ansiosa mientras se acercaba al hospital.


Habían pasado unos días desde que había visitado a Lexa. La
mayor parte de eso se debió a que todavía estaba luchando
contra el delirio, o, más bien, lo que los médicos llamaban
delirio. Perséfone sabía la verdad de su psicosis. Su alma
estaba luchando por comprender lo que estaba haciendo en el
Mundo Superior.
La culpa hizo que sintiera náuseas.
Había sido egoísta. Lo sabía ahora, pero la comprensión
llegó demasiado tarde.
Se dirigió al cuarto piso, la sala general a la que habían
trasladado a Lexa después que le desconectaran el ventilador,
y sorprendió a Eliska saliendo de la habitación de Lexa.
—Oh, Perséfone. Me alegra que estés aquí. Solo iba a
tomar un café. ¿Quieres algo?
—No, gracias, señora Sideris.
Miró hacia la habitación.
—Está teniendo un buen día —dijo Eliska—. Adelante,
vuelvo enseguida.
Perséfone entró en la habitación. La televisión estaba
encendida y las cortinas corridas. Lexa estaba sentada en la
cama, pero parecía sin huesos. Sus hombros estaban
hundidos y su cabeza se inclinaba hacia un lado. Era casi
como si estuviera dormida, pero tenía los ojos abiertos y
parecía estar mirando a la pared.
—Oye —dijo Perséfone en voz baja, se sentó cerca de la
cama de Lexa—. ¿Cómo estás?
Lexa miró fijamente.
Y miró.
Y miró.
—¿Lex? —Perséfone rozó la mano de Lexa y ella se
sacudió, pero el toque había llamado su atención. Excepto
que ahora que Lexa la estaba mirando, se sentía... inquieta.
La mujer tenía el cuerpo y el rostro de su mejor amiga, pero
los ojos no le pertenecían.
Estos ojos estaban vacíos, sin brillo, sin vida.
Tenía la sensación de que acababa de tocar a un extraño.
—¿Es esto el Tártaro? —preguntó Lexa. Su voz era ronca,
como si se hubiera oxidado por el desuso.
Las cejas de Perséfone se fruncieron.
—¿Qué?
—¿Es este mi castigo?
Perséfone no lo entendió. ¿Cómo podía pensar que su
sentencia eterna sería el Tártaro?
—Lexa, este es el Mundo Superior. Tú... volviste.
Vio como Lexa cerraba los ojos y cuando los abrió de
nuevo, Perséfone sintió que estaba mirando a su mejor amiga
por primera vez desde que se había despertado.
—Pasas todo tu tiempo en el Inframundo y, sin embargo,
no sabes nada sobre la muerte. —Lexa guardó silencio por un
momento—. Sentí... paz.
Exhaló, como si la palabra le produjera placer, y continuó:
—Mi cuerpo se aferra a la facilidad de la muerte, busca su
sencillez. En cambio, me veo obligada a existir en un mundo
angustiado y complicado. No puedo seguir el ritmo. No quiero
seguir el ritmo.
Lexa miró en dirección a Perséfone.
—La muerte no habría cambiado nada para nosotras, Sefi
—susurró Lexa—. ¿Estar de regreso? Eso lo cambia todo.

***

Perséfone acababa de regresar del hospital y se sirvió una


copa de vino cuando alguien llamó. Estaba temerosa acerca
de abrir la puerta cuando estaba sola en casa, así que lo
ignoró, pensando que quienquiera que estuviera allí se iría.
Excepto que no lo hicieron.
Los golpes se volvieron más fuertes. Perséfone se acercó;
su corazón tartamudeaba en su pecho. Se asomó por la
ventana y gritó.
—¡Apolo! —dijo. El rostro del dios estaba presionado
contra el cristal. Abrió la puerta—. ¿Por qué llamas?
—Estoy practicando respetar los límites —dijo Apolo—.
¿No es esto una costumbre mortal?
Se habría reído, pero la había asustado.
—Creo que prefiero que aparezcas donde no te quieren.
Para su sorpresa, él sonrió.
—Cuidado con lo que deseas, Sefi.
Pensó en corregirlo, pero dejó que el apodo se deslizara. Al
menos no la había llamado Labios de Miel.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Vine a traerte esto —dijo, y sacó algo de detrás de su
espalda. Era una lira pequeña de oro.
Perséfone tomó el instrumento.
—Es hermoso —dijo, y luego se encontró con sus ojos
violetas—. ¿Por qué?
—Para decir gracias.
Ella sonrió.
—Creo que es la primera vez que me das las gracias.
—Es la primera vez que me diste una razón —bromeó él, y
luego asintió hacia el instrumento—. Puedo enseñarte a
tocarlo... si quieres.
—Eso me gustaría.
Después de un segundo, volvió a ponerse serio, su
mandíbula se tensó y sus ojos se endurecieron.
—Siento mucho lo de Lexa, Perséfone. Si significa algo
para ti, solo debes saber... que en realidad no sabía que su
alma estaba rota cuando la curé.
Perséfone se miró los pies. Ella tampoco lo sabía, no sabía
lo que significaría para Lexa o sus seres queridos.
—Gracias —dijo, mirándolo de nuevo—. ¿Quieres venir a
tomar un poco de vino?
—No —dijo rápidamente, y luego se rio—. Me gustaría
conservar mis pelotas, gracias.
Perséfone no dejaría que Hades se manifestara sin previo
aviso. Aun así, incluso con la oferta, Apolo se resistió.
—Hay algo más.
Perséfone esperó.
—Me gustaría dejarte salir del contrato —dijo el dios por
fin.
Los ojos de Perséfone se abrieron como platos.
—¿Qué?
El dios sonrió con pesar.
—Estoy intentando cambiar.
—Ya veo —dijo, y se detuvo—. Pero prefiero aferrarme a
mis negocios, y si mis cálculos son correctos, todavía nos
quedan cinco meses y cuatro días.
Apreciaba cómo Apolo intentaba ser diferente y sabía que
el cambio requería tiempo. Quería pasar los próximos meses
observándolo, guiándolo. Ella confiaba en que podría cambiar
con ella, pero, ¿otras personas? No estaba segura.
Apolo arqueó una ceja y desafió:
—¿Café mañana a las dos?
—¿Es una demanda o una solicitud?
—¿Ambos?
—Bien, pero puedo elegir el lugar.
Perséfone juró que vio un momento de vacilación en los
ojos de Apolo, una reacción instintiva para no estar de
acuerdo y exigir control, pero luego sus ojos se suavizaron.
—Bien. Hasta entonces.
Y se fue.
XXVI

Un Toque de Serenidad

Dos semanas después, Lexa fue dada de alta del hospital.


Su apartamento se sentía más pequeño con seis personas
dentro, todas adulando a Lexa. Eliska y Adam compraron
comestibles y llenaron su despensa hasta desbordar, Jaison
había trasladado más de sus cosas al dormitorio de Lexa y
asumió la responsabilidad inmediata de sus medicinas. Sybil,
Perséfone y Zofie se quedaron atrás, viendo cómo se
desarrollaba todo, sin saber qué hacer.
Perséfone no estaba segura de cuál era la peor parte: el
hecho de que Lexa parecía estar completamente desconectada
de la situación, o que sus padres y Jaison ignoraban lo
diferente que era. Pasaba largos períodos de tiempo
durmiendo y, cuando no estaba dormida, miraba la pared.
Cuando se le hacían preguntas directas, se quedaba mirando
boquiabierta a la persona que hablaba hasta que se repetían
y, a veces, incluso entonces no respondía.
—No es la misma —había dicho Perséfone una noche
después de preguntarle a Lexa si quería unirse a ellos en la
sala de estar para ver Titans After Dark. No era la favorita de
Perséfone, pero recordaba cómo su mejor amiga se
entusiasmaba cuando hablaba de los crudos detalles del
drama Primordial.
No había mirado a Perséfone cuando respondió con un
silencioso.
—No.
Cuando hablaba en la cocina, hablaba principalmente
consigo misma. Era su propio intento de procesar el dolor.
Lexa podría no haber muerto, pero la habían perdido de
cualquier manera.
—Fue atropellada por un maldito auto —espetó Jaison—.
No se recuperará tan rápido.
Perséfone parpadeó, sorprendida por su ira.
—Lo sé. No quise decir...
—Tal vez si no estuvieras tan envuelta en tus propios
problemas, lo verías.
Regresó a la habitación de Lexa sin decir una palabra
más.
—Está molesto —dijo Sybil—. Sabe que ella no es la
misma.
—Este mortal te ha angustiado —dijo Zofie—. ¿Quieres
que lo mate?
—¿Qué? No, Zofie. No puedes simplemente matar a las
personas que te molestan.
La Aegis se encogió de hombros.
—Puedes de donde soy.
—Recuérdame que esconda todas tus armas —dijo
Perséfone.
La tensión se mantuvo durante la semana siguiente.
Perséfone se alegró de poder escapar al Inframundo, pero se
aseguró de hablar con Lexa todos los días: se convirtió en una
nueva rutina, una nueva normalidad. Levantarse, comprobar
a Lexa, trabajar, comprobar a Lexa, Inframundo.
Siguió así durante semanas hasta que una mañana
después de regresar del Inframundo, entró en la cocina y se
detuvo en seco.
Lexa estaba haciendo café.
Estaba de pie en pijama, con el cabello en un moño
desordenado, y cuando miró a Perséfone, sonrió. Se veía...
normal.
—Buenos días —dijo.
—B… buenos días —dijo Perséfone, un poco temerosa.
—Pensé que te gustaría un poco de café.
—Sí —dijo Perséfone, y soltó una risa entrecortada—. Amo
el café.
Lexa se rio, llenó una taza y se la acercó.
—Lo sé.
Perséfone tomó la bebida entre sus manos. Por un
momento, no pudo moverse. Se quedó allí, mirando incómoda
a Lexa.
Se aclaró la garganta.
—Yo... será mejor que me prepare para el trabajo —dijo,
reacia a irse, temiendo que, si lo hacía, se daría cuenta de que
todo esto era solo un sueño.
Lexa volvió a ofrecer una pequeña sonrisa.
—Suerte —dijo—. Me gustaría volver a trabajar.
—Pronto lo harás.
Perséfone regresó a su habitación. Mientras lo hacía,
sorbió el café que Lexa había hecho y rápidamente lo escupió
en la taza. Era fuerte, amargo y espeso.
No como el café que Lexa preparaba antes del accidente.
Lo está intentando, pensó Perséfone. Eso es todo lo que
importa.
Bebería un millón de tazas de este café si eso significaba
que Lexa se estaba curando.
Se preparó para trabajar. Odiaba cómo había cambiado su
percepción del trabajo. Solía esperar con ansias los días que
pasaba en Noticias Nueva Atenas, ahora la llenaban de pavor,
y no tenía nada que ver con la multitud que iba a verla todos
los días: era su jefe. Demetri le había asignado continuamente
un trabajo ocupado, lo que le impedía trabajar en historias.
Decidió que, si lo volvía a hacer hoy, lo desafiaría.
—¡Hola, Perséfone! —dijo Helen mientras salía del
ascensor.
—Hola, Helen —dijo Perséfone, sonriendo a la joven. Ella
era casi lo único que disfrutaba de su trabajo.
Cruzó la sala de trabajo y, antes de llegar a su escritorio,
Demetri salió de su oficina y le entregó una pila de papeles.
—Obituarios —dijo.
Cuando Perséfone no los tomó, los dejó sobre su
escritorio.
—Tienes que estar bromeando, Demetri. Soy una
periodista de investigación.
—Y hoy estás editando obituarios —dijo.
Dio media vuelta y regresó a su oficina. Ella lo siguió.
—Me has dado tareas domésticas desde que Kal canceló la
exclusiva. —Desde que me enteré de tu maldita poción de
amor, quiso decir—. ¿Fue esta la compensación?
—Escribiste un artículo que resultó en publicidad negativa
para esta empresa y dañó tu reputación. ¿Qué esperas?
—Se llama periodismo, Demetri, y espero que me
defiendas.
—Mira, Perséfone, no te ofendas, pero cuando se trata de
salvar mi propio trasero o salvar el tuyo, me elijo a mí.
Perséfone asintió.
—Te arrepentirás de esto, Demetri.
—¿Me estás amenazando?
—No —dijo ella—. Te estoy ofreciendo un vistazo al futuro.
—Haznos un favor, Perséfone. Deja de enviar a tu dios
tras tus problemas.
—¿Crees que Hades será el que te desmantele? —preguntó
Perséfone, dando pasos deliberados hacia el mortal. Demetri
se tensó, desconcertado por lo que vio en su expresión.
Ella negó y continuó:
—No. Tu destino es mío para desenredarlo.
Con la profecía pronunciada, Perséfone giró sobre sus
talones y salió de la oficina de Demetri.

***

Lexa estaba en la cocina a la mañana siguiente con otra


taza de café. El mismo lodo espeso y quemado que había
hecho el día anterior, pero a Perséfone no le importaba.
Aceptó la bebida, sentada en la barra.
—¿Estás bien? —preguntó Lexa. Perséfone estaba tan
sorprendida por la pregunta que se quemó los labios tratando
de tomar un sorbo de café.
—Disculpa, ¿qué? —preguntó Perséfone.
—¿Estás bien?
Perséfone dejó su taza en la mesa.
—Debería estar haciéndote esa pregunta —dijo y suspiró
—. Supongo que no tengo muchas ganas de trabajar.
Explicó lo que había sucedido el día anterior.
—Cuando comencé allí, estaba tan... extasiada. Estaba
lista para encontrar la verdad, para dar una plataforma a los
que no tienen voz. En cambio, estoy para hacer copias, editar
obituarios e inventar predicciones.
—Creo que es hora de empezar tu propio periódico —dijo
Lexa.
Perséfone negó.
—¿Cómo?
Se encogió de hombros.
—No lo sé, pero, ¿qué tan difícil podría ser? Simplemente
haz lo que ya haces: da voz a los oprimidos.
Perséfone golpeó con las uñas la encimera, considerando
la propuesta de Lexa. Era algo sobre lo que había bromeado
antes, pero esto no parecía gracioso. Se sentía como una
posibilidad real. Pensó en todas las razones por las que el
periodismo la había atraído: quería encontrar la verdad, hacer
justicia, hablar por los que no tenían voz, todas las cosas que
podía hacer por su cuenta sin Demetri ni Kal.
—Gracias, Lex. Eres increíble. Espero que lo sepas.
Lexa sonrió y se concentró en el mostrador por un
momento antes de sugerir:
—Quizás… podríamos salir alguna vez. Como antes. Te
distraerá de todo.
Perséfone sonrió.
—Eso me gustaría.
Por primera vez en mucho tiempo, Perséfone sintió que
podría curar la culpa que sentía por todo este calvario.
—Lo siento, Lex —dijo Perséfone. En realidad, nunca se
había disculpado con ella por lo que había hecho, por el trato
que había hecho con Apolo.
—Lo sé —dijo Lexa—. Pero te perdono.

***

Cuando Perséfone llegó a casa del trabajo, encontró a


Sybil preparándose en su habitación. Llevaba el cabello
rizado, estaba maquillada y llevaba puesto un bonito vestido
de flores.
—Espero que no te importe —dijo Sybil—. Necesitaba un
lugar para prepararme y Lexa está en la ducha.
—No, por supuesto que no —dijo Perséfone—. Solo vine a
casa para ver cómo estaba. ¿Cómo está?
Sybil asintió.
—Mejor.
—¿Vas a salir?
El oráculo se sonrojó.
—Tengo una cita.
Perséfone sonrió, emocionada por ella.
—¿Con quién?
—Aro —dijo en voz baja.
Antes de que Sybil se convirtiera en un oráculo oficial, las
tres habían sido inseparables. Perséfone se alegró de que se
hubieran reunido.
—¿Cuándo empezó esto?
Se encogió de hombros.
—Siempre hemos sido amigos y después de que Apolo me
despidió... empezamos a hablar de nuevo.
Perséfone sonrió.
—Oh, chica. Estoy muy feliz por ti.
—Gracias, Sefi.
Perséfone se sintió mal por no despedirse de Lexa, pero le
envió un mensaje de texto para avisarle que volvería por la
mañana, luego se teletransportó al Inframundo y apareció en
la biblioteca. Había tenido la intención de acurrucarse junto a
la chimenea y leer, en cambio, encontró a Hades esperando.
—¿Qué llevas puesto? —Perséfone se rio.
Llevaba una camisa negra, pantalón, y lo que parecían
botas de lluvia negras. Solo lo había visto así de casual una
vez, y fue cuando fue a su casa a hornear galletas.
—Tengo una sorpresa para ti.
—Ese pantalón es definitivamente una sorpresa.
Él sonrió con suficiencia.
—Ven.
Le tendió la mano y ella la tomó, sus dedos se
entrelazaron mientras la conducía fuera. En la parte
delantera del palacio esperaban dos grandes caballos negros.
Eran majestuosos, su pelaje brillaba, sus crines trenzadas.
—¡Oh! —Perséfone se llevó una mano a la boca—. Son
hermosos.
Los caballos resoplaron y patearon el suelo. Hades se rio
entre dientes.
—Dicen gracias. ¿Te gustaría montar?
—Sí —respondió de inmediato—. Pero... yo nunca he...
—Yo te enseñaré —dijo.
Hades la guio hacia el caballo.
—Este es Alastor —dijo.
—Alastor —susurró su nombre, acariciando su hocico—.
Eres magnífico.
El otro caballo relinchó.
—Cuidado, Aethon se pondrá celoso.
Perséfone se rio:
—Oh, ambos son magníficos.
—Cuidado —dijo Hades—. Podría ponerme celoso.
Hades le entregó las riendas y le indicó que pusiera el pie
en el estribo y se sentara en la silla lo más suavemente
posible. Le dio más directrices: hundir su peso, inclinarse
hacia atrás, fortalecer las piernas.
—Mis corceles te escucharán si hablas; diles que se
detengan, se detendrán. Diles que disminuyan la velocidad, lo
harán.
—¿Les enseñaste? —preguntó.
—Sí —dijo mientras montaba a Aethon—. No te
preocupes, Alastor sabe lo que lleva. Te cuidará.
Empezaron a paso de tortuga, pero a Perséfone no le
importó. A menudo salían a caminar, pero estaban aislados
de los jardines y su arboleda, y había algo refrescante en ver
el Inframundo de esta manera. Alastor y Aethon trotaban uno
al lado del otro, y Hades la llevó a un nuevo territorio, a través
de campos de altramuces púrpura y rosa, bordeados por
montañas oscuras.
—¿Con qué frecuencia... cambias el Inframundo? —
preguntó.
Una comisura de la boca de Hades se elevó.
—Me preguntaba cuándo me harías esa pregunta.
—¿Bien?
—Siempre que me apetezca —dijo.
Ella rio.
—Quizás cuando mi magia no sea tan aterradora, lo
intentaré.
—Querida, no hay nada que me gustaría más.
Llegaron al final del campo de lupinos y continuaron por
un camino estrecho entre las montañas. Al otro lado, florecía
un bosque esmeralda. Hades se mantuvo cerca de la pared
rocosa de la montaña. El sonido del agua corriente despertó el
interés de Perséfone. Fue entonces cuando Hades se detuvo y
desmontó.
Se acercó a ella y la ayudó a bajar, sus manos se
demoraron en su cintura.
—Te ves hermosa hoy —dijo—. ¿Te lo he dicho?
Ella sonrió.
—Todavía no. Dímelo de nuevo.
Sonrió y la besó.
—Eres hermosa, querida.
La tomó de la mano y la condujo a través de una hilera de
árboles. En el otro lado había una cascada que se derramaba
desde las rocas montañosas en un lago reluciente. Era un
millón de tonos de azul y claro como el cristal.
—Hades —susurró—. Qué hermoso.
Cuando lo miró, su mirada ardía, excitada e intensa. La
conciencia se estremeció a través de ella y se convirtió en él.
No hablaron, simplemente se unieron bajo los árboles.
Hades no se apresuró a explorar y Perséfone absorbió
cada segundo. Todo era lento, los besos lánguidos, las
caricias soñadoras. Cuando la penetró, se detuvo y acercó sus
labios a los de ella. Había algo extremadamente crudo en este
beso, aunque fue ligero y prolongado. Cuando abrió los ojos,
lo encontró mirándola, quieto e hinchado dentro de ella.
Se acercó y le tocó el rostro.
—Cásate conmigo —dijo Hades.
Ella sonrió.
—Sí.
Luego se movió dentro de ella, la fricción se acumuló tan
lentamente como él se movió y, a pesar del ritmo que
estableció, su respiración se aceleró. Le agarró por los
hombros, clavando las uñas en su piel, perdida en las
sensaciones que provocaba en todo su cuerpo.
Le amaba, le amaba.
Se corrió con fuerza, pero en silencio.
—Querida —susurró Hades. La besó en el rostro y secó
sus lágrimas—. ¿Por qué estás llorando?
Ella negó.
—No lo sé.
Sentía todo intensamente, cada emoción era como una
lanza dentro de ella. Su amor por Hades era casi insoportable.
Su felicidad casi dolorosa.
Hades la levantó y la llevó al lago donde se ducharon
debajo de la cascada.
Después, regresaron al palacio.
Por dentro, Perséfone todavía estaba luchando con sus
sentimientos. Eran muy poderosos, elevados. Estaba tan
profundamente enamorada que dolía.
Era un nuevo nivel de amor, uno en el que había entrado
como su prometida, como su futura esposa y reina.
El pensamiento hizo que su pecho se sintiera caliente, una
sensación que no duró cuando vio a Thanatos esperando su
llegada. Miró a Hades, su rostro se había vuelto pétreo, los
labios apretados, los ojos duros.
Algo está mal.
Trató de no sacar conclusiones precipitadas, pero fue
difícil dadas las últimas semanas.
Hades desmontó y ayudó a bajar a Perséfone.
—Thanatos —dijo Hades.
—Milord. —Asintió, y sus ojos azules se encontraron con
los de Perséfone—. Milady.
El Dios de la Muerte abrió la boca para hablar, pero no
salió ninguna palabra. Lo intentó de nuevo.
—No sé cómo decirte esto.
Perséfone juró que los latidos de su corazón se
ralentizaron y, de repente, se sintió muy difícil respirar. A
diferencia de antes, Thanatos ni siquiera trató de calmarla
con su magia.
—Es Lexa —dijo.
Perséfone ya estaba llorando. Los brazos de Hades se
apretaron alrededor de ella como si se preparara para su
colapso.
—Se ha ido.
XXVII

Empoderamiento

Hubo un extraño zumbido en los oídos de Perséfone y de


repente se sintió distante del mundo que la rodeaba, como si
estuviera viendo cosas desde el interior de un globo. No podía
sentir nada, un terrible contraste con la anterior intensidad
de sus emociones. Incluso el toque de Hades estaba
entumecido contra su piel.
—Perséfone —dijo Hades, pero sonaba lejano. No podía
mirarlo porque sus ojos no enfocaban—. Perséfone.
Finalmente, Hades le puso las manos en las mejillas y la
obligó a mirarlo a los ojos. Cuando miró esos ojos negros,
estalló en lágrimas. Hades la atrajo hacia él mientras
temblaba y sollozaba.
—Querida —la tranquilizó Hades, frotando su espalda—.
No tenemos mucho tiempo.
Apenas lo escuchó, pero sintió su magia acunándola. Se
teletransportaron y se encontró en la orilla del Estigia. Se
apartó, tenía el rostro empapado y la presión que se le había
acumulado en la nariz y detrás de los ojos hacía que le doliera
la cabeza.
—Hades, ¿qué estamos...?
Su pregunta murió en sus labios cuando vio el ferry de
Caronte cruzando el río negro. El daimon se encendió como
una antorcha contra el paisaje mudo. Detrás de él, sentada
con las rodillas pegadas al pecho, estaba Lexa.
Se veía pálida, pero sin miedo, y cuando Perséfone la vio,
se le escapó un sollozo. Se tapó la boca con una mano para
reprimirlos.
Caronte atracó y ayudó a Lexa a ponerse de pie. Cuando
subió al muelle, abrazó a Perséfone con tanta fuerza que
pensó que se le romperían los huesos.
Lloraron juntas.
—Lo siento, Sefi —susurró Lexa.
Perséfone se apartó y la miró a los ojos. Era extraño ver
sus ojos azules en el Inframundo. Debajo del cielo apagado,
eran brillantes y... animados.
—No entiendo —dijo Perséfone—. Pensé que estabas...
mejor.
El dolor estalló en los ojos de Lexa.
—Lo intenté.
Perséfone se tragó un nudo en la garganta y luego se le
ocurrió una idea horrible. Se volvió hacia Hades, alarmada y
asustada.
—¿A dónde va?
Hades parecía tan angustiado como Lexa.
—Sefi —susurró Lexa, llamando su atención—. Va a estar
bien.
Pero no iba a estar bien.
Perséfone entendió lo que había sucedido ahora.
Lexa se había quitado la vida. Cometió un suicidio. Iba a
beber del Leteo, lo que significaba que se olvidaría de todo,
incluida ella.
—¿Por qué? —graznó la voz de Perséfone, su boca tembló.
Lexa simplemente negó, como si no pudiera explicarlo.
Tus acciones han condenado a Lexa a un destino peor que
la muerte.
—Yo hice esto —se lamentó Perséfone.
Había negociado para curar a Lexa, había traído su alma
rota para ocupar un cuerpo que no quería, a una vida que
había terminado. Al hacerlo, había preparado a su mejor
amiga para otro final devastador.
—Perséfone —dijo Lexa, tomando sus manos temblorosas
—. Esta fue mi elección. Lamento que tuviera que ser así,
pero mi tiempo en el Mundo Superior había terminado. Logré
lo que necesitaba.
—¿Qué fue eso?
Ella sonrió.
—Empoderarte.
Eso hizo que Perséfone llorara más fuerte y se abrazaron
de nuevo.
No se separaron hasta que llegó Tánatos, lo que marcó el
final de su reunión.
—¿Estás lista? —preguntó, su magia era tranquilizadora,
reconfortante y, por primera vez en mucho tiempo, Perséfone
estaba agradecida por ello.
—¿Ad-adónde voy?
Era la primera vez que Lexa parecía insegura desde que
llegó.
Tánatos miró a Hades, quien le explicó:
—Beberás del Leteo —dijo—. Y luego Tánatos te llevará a
los Campos Elíseos para curarte.
Durante mucho tiempo, Perséfone había intentado
imaginar un mundo donde Lexa no existiera, y ahora se dio
cuenta de que esto era todo, este era el comienzo de ese
mundo.
—Te visitaré todos los días —prometió—. Hasta que
volvamos a ser mejores amigas.
—Lo sé. —La voz de Lexa se quebró.
Perséfone cerró los ojos, tratando de memorizar la
sensación de los abrazos de su mejor amiga, la calidez, la
sensación de sus manos clavándose en su espalda.
—Te amo —susurró Perséfone.
—Yo también te amo.
Cuando se separaron, Tánatos tomó la mano de Lexa y
observó mientras avanzaban por el camino de piedra hacia el
Leteo. En algún momento, ella y Hades regresaron al palacio.
La animó a descansar, y lo hizo, cayendo en la comodidad de
la cama de Hades.
Cuando despertó, no recordaba haberse quedado dormida.
Se levantó, exhausta, y fue en busca de Hades. Lo encontró
parado frente al fuego en su estudio. Estaba de pie con las
manos detrás de la espalda, la luz del fuego reflejándose en
su rostro, haciéndolo parecer serio y severo. Parecía sumido
en sus pensamientos, pero cuando entró en la habitación, se
puso rígido.
La culpa la golpeó y supo que él estaba esperando su ira,
su reproche.
—¿Estás bien? —preguntó cuando no se volvió hacia ella.
—Sí —dijo él—. ¿Y tú?
—Sí —dijo, y era cierto.
Estaba mejor, a pesar de saber que Lexa estaba muerta, a
pesar de saber que había bebido del Leteo.
Ella iba a estar bien.
Perséfone se acercó a él.
—Hades. —Esperó a que la enfrentara—. Gracias por hoy.
Ofreció una pequeña sonrisa y volvió a mirar al fuego.
—No fue nada.
Lo alcanzó y le puso la mano en el brazo. Su mirada cayó
allí primero, y luego se encontró con la de ella.
—Fue todo.
Se volvió hacia ella completamente y sus labios chocaron.
Se besaron durante un rato y pronto Hades la tiró al suelo,
entrando en ella con un movimiento suave y decidido.
—Tenías razón —susurró Perséfone.
Se refería al final de Lexa. Su aliento se quedó atrapado en
su garganta; sus dedos se entrelazaron con su cabello.
—No quería tenerla.
—Debería haber escuchado —dijo, y gimió cuando una ola
de placer la recorrió.
—Shh. —La calmó Hades—. No hables más de lo que
deberías haber hecho. Lo que es, es, no hay nada más que
hacer que seguir adelante.
Cuando el primer orgasmo sacudió su cuerpo, Hades la
agarró con fuerza.
—Mi reina —siseó.
—Hades —gimió su nombre.
Se deleitaron en la sensación del otro, profundizando su
conexión antes de colapsar juntos en un montón de piel,
sudor y sexo.
En algún momento, Hades se levantó con Perséfone y los
acercó al fuego. Ella descansaba sobre su espalda, Hades a su
lado.
—Voy a dejar Noticias Nueva Atenas —dijo.
El dios arqueó una ceja.
—¿Oh?
—Quiero comenzar una comunidad en línea y un blog. Lo
llamaré The Advocate1, será un lugar para los que no tienen
voz.
—Parece que has pensado mucho en esto.
Ella sonrió. Estaba siguiendo el consejo de Hécate y Lexa.
Estaba creando su propia vida, tomando el control.
—Lo he hecho.
Colocó los dedos debajo de su barbilla.
—¿Que necesitas de mí?
—Tu apoyo —dijo.
—Lo tienes.
—Y me gustaría contratar a Leuce como asistente.
—Estoy seguro de que estará encantada.
—Y... necesito tu permiso —añadió tímidamente.
—¿Oh?
—Quiero que la primera historia sea nuestra historia.
Quiero contarle al mundo cómo me enamoré de ti. Quiero ser
la primera en anunciar nuestro compromiso.
Kal y Demetri habían tratado de quitarle eso, pero ahora
lo veía como un camino hacia el empoderamiento.
—Hmm. —Hades fingió considerarlo. Podía decirlo por la
mirada en sus ojos. Estaba en parte divertido, en parte
admirado—. Estoy de acuerdo, con una condición.
—¿Y eso es…?
—Yo también deseo contarle al mundo cómo me enamoré
de ti.
La besó lentamente al principio, su lengua recorrió
dulcemente la de ella, y luego profundizó el beso.
Giraron en espiral y se perdieron nuevamente en el calor
del otro.

***

El funeral de Lexa estaba programado tres días después


de su muerte.
Perséfone no había podido visitar a Lexa en los Campos
Elíseos desde el día que llegó al Inframundo, por lo que ver su
cuerpo, ungido y pálido, adornado con una corona y
monedas, la hizo llorar.
Hades asistió y mantuvo un brazo protector alrededor de
ella.
Podía sentir las emociones en la habitación: curiosidad,
ira y tristeza. Estos mortales obviamente se preguntaban por
qué Hades había dejado morir a Lexa, se preguntaban cómo
Perséfone podía estar a su lado. Una vez, ella se había
preguntado lo mismo, y ahora ese pensamiento le traía un
dolor inmenso.
Hades la miró y le tocó la mejilla.
—Nunca podrías hacerles entender —dijo, adivinando sus
pensamientos.
Ella frunció el ceño.
—No quiero que piensen mal de ti.
Le ofreció una pequeña y triste sonrisa.
—Odio que te moleste. ¿Te ayuda si te digo que la única
opinión que valoro es la tuya?
—No.
Después del funeral de Lexa, pasaron los siguientes días
limpiando su habitación y empacando artículos en cajas para
que sus padres los guardaran. Fue un día extraño, y dejó a
Sybil, Zofie y Perséfone sintiéndose inquietas en su propio
apartamento.
—Creo que deberíamos mudarnos —dijo Sybil.
—Sí —dijo Zofie—. Esta casa... huele a muerte.
Los dos miraron a la amazona.
—¿Perséfone? —dijo Sybil—. ¿Qué opinas?
Abrió la boca y luego la cerró.
—Estoy... comprometida —espetó.
Sybil y Zofie chillaron de emoción y Perséfone se rio.
Durante el fin de semana, Perséfone reclutó a Leuce para
que la ayudara con su nuevo negocio. Se encontraron en The
Coffee House y trabajaron juntas con café con leche de
vainilla.
—He llamado a todos los medios de comunicación de tu
lista —dijo Leuce—. Todos han acordado publicar tu historia.
El Divine dijo que sería noticia de primera plana.
—Excelente.
Perséfone sonrió.
Le había pedido a Leuce que llamara en frío a varios
periódicos y revistas para anunciar su nueva empresa
comercial y su compromiso con Hades. Fue un movimiento
estratégico que garantizaría automáticamente que tuviera
lectores para su blog donde compartiría la historia de cómo
conoció y se enamoró del Dios de los Muertos.
También enfurecería a su madre. Perséfone, la nueva
Deméter, prestó atención a las noticias de todos los casos en
que la había regañado por escribir sobre dioses.
—Varios han solicitado revisiones —continuó Leuce—.
Dije que no estarías disponible para ellos hasta dentro de dos
semanas. Los puse en una hoja de cálculo. Me tomó una
eternidad, ¿cómo usas este... teclado... tan fácilmente?
Perséfone se rio.
—Aprenderás, Leuce.
Sybil se unió a ellas más tarde. Perséfone le había
encomendado la tarea de crear un sitio web que combinara
simplicidad y poder y los resultados fueron asombrosos. The
Advocate estaba garabateado en la parte superior de la página
en un intenso tono púrpura. Sybil también le mostró un
cronograma de cómo evolucionaría el sitio web a medida que
agregaran contenido: páginas para la salud de todo tipo y
artes y cultura.
Ver el sitio alimentó la emoción de Perséfone. Ahora todo
lo que tenía que hacer era concentrarse en su artículo de
bienvenida.
Fue extraño volver a visitar el comienzo de su relación con
Hades porque su mentalidad había sido muy diferente
entonces. Se había sentido insegura y desconfiada y, sin
embargo, quería aventuras. Poco sabía que su anhelo la
llevaría a un contrato ineludible con el Dios de los Muertos,
un trato que se convirtió en amor.
Él me ayudó a comprender que el poder proviene de la
confianza, de la fe en tu propio valor. Para él, soy una diosa.
Sintió esas palabras profundamente en su alma.

***

El lunes por la mañana, Perséfone se sentó entre Leuce y


Sybil en The Coffee House mientras presionaba para publicar
su artículo. Sonrió cuando leyó las letras en negrita en la
página de inicio de su sitio web:
Mi viaje hacia Amar al Dios de los Muertos.
Las dos chillaron y abrazaron a Perséfone.
—Esto es solo el comienzo —dijo.
Se sintió orgullosa, se sintió empoderada y se sintió libre.
Perséfone dejó a Leuce con una lista de tareas pendientes
mientras ella y Sybil recogían sus cosas y se dirigían a sus
respectivos lugares de trabajo. Para Perséfone, fue
especialmente emocionante regresar a la Acrópolis, porque
nunca volvería a ir allí.
—¡Buenos días, Helen!
La joven pareció sorprendida y tartamudeó.
—¡Buenos días, Perséfone!
La diosa entró directamente en la oficina de Demetri. Él la
miró, su tableta deslumbró sus gafas, oscureciendo su
expresión.
Por un momento, ninguno habló.
—Renuncias.
—Renuncio.
Hablaron al mismo tiempo.
Demetri sonrió y eso la alarmó.
—No puedo decir que esté sorprendido. Vi tu anuncio.
Reclutaste todos los medios de comunicación —dijo, y se
reclinó en su silla. Parecía sincero cuando dijo—: Felicidades.
—Gracias —respondió.
—The Advocate —dijo—. Adecuado. ¿Continuarás
escribiendo sobre dioses?
Levantó la barbilla. Sabía lo que quería preguntarle:
¿escribirás sobre mí?
—Si es una injusticia, lo expondré —dijo.
Él asintió.
—Entonces te deseo todo lo mejor.
Ella no lo hizo, pero no importaba. Había prometido que
desmantelaría a Kal y desenredaría a Demetri, y los dioses
estaban obligados a cumplir sus promesas.
Perséfone salió de la oficina de Demetri y se dirigió
directamente a su escritorio, vaciando todo lo que había
traído en una caja.
—¿Adónde vas? —preguntó Helen, levantando la vista del
escritorio mientras se dirigía al ascensor.
Sonrió a la joven rubia.
—Renuncio, Helen.
—Llévame contigo.
Los ojos de Perséfone se agrandaron.
—Helen...
—Trabajaré para ti gratis —dijo—. Por favor, Perséfone. No
quiero quedarme sin ti.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, sonrió.
—Vamos.
Helen chilló, agarró su bolso y se unió a Perséfone en el
ascensor. Cuando llegaron al primer piso, Perséfone le entregó
la caja a Helen.
—¿Esperarás por mí? Tengo que despedirme de alguien.
—Oh, claro —dijo.
Perséfone se dirigió al sótano en busca de Pirítoo.
Encontró su oficina vacía. Mirando por encima de su
escritorio, en medio de pilas de órdenes de trabajo y
herramientas, vio un cuaderno. Recordó el día en que lo
sorprendió en su oficina para preguntarle si podía ayudarla a
escapar de nuevo y lo protector que había parecido con la
información que contenía y, sin embargo, estaba abierta, con
una pequeña letra garabateada en las páginas.
Podría haberlo dejado sin leer si no hubiera visto su
nombre en la página.
La curiosidad la abrumó y empezó a leer.
Fecha: 7/2
Hoy vestía una blusa blanca y una falda a rayas blancas y
negras. Cabello recogido. La blusa estaba muy escotada y
pude ver la hinchazón de sus pechos mientras respiraba.
A Perséfone se le heló la sangre.
¿Qué diablos era esto?
Pasó una página. Había una nueva descripción de su
atuendo para el día siguiente: un vestido rosa ajustado y
tacones blancos. Sus piernas están bien formadas. Me
encontré queriendo levantarle la falda, abrirla y follarla. Ella
me dejaría.
Más abajo, escribió: Hubo otro informe sobre ella y Hades
en las noticias de hoy. Cada maldito día alguien me recuerda
que está con él. No lo amará por mucho tiempo. Es un dios y
destruyen todo lo que aman. Me aseguraré de eso.
Luego encontró la lista:
Cinta adhesiva, cuerda, pastillas para dormir, condones.
Perséfone sintió algo amargo en el fondo de la garganta.
Ese día había interrumpido a Pirítoo, cuando parecía tan
nervioso trabajando en una lista.
—¿Qué estás haciendo?
Perséfone apartó la mano del diario de un tirón, mientras
su cabeza giraba hacia la puerta donde ahora estaba Pirítoo,
bloqueando su salida. Sus ojos eran acerados y le heló la
sangre.
Abrió la boca para hablar, pero no pudo encontrar las
palabras. Su corazón latía fuera de su pecho, y una fina capa
de sudor perlaba su frente.
—Pirítoo —dijo sin aliento—. Vine a despedirme.
—¿De verdad? —preguntó—. Porque parecía que estabas
fisgoneando.
—No —susurró, negando. Hubo un breve momento en el
que ninguno de los dos habló y luego Perséfone alcanzó el
objeto más cercano y pesado: una linterna colocada sobre el
escritorio de Pirítoo. Se lo tiró a la cabeza y, mientras
esquivaba el golpe, intentó pasar a toda velocidad por delante
de él, pero la alcanzó y le clavó las uñas en la piel.
—¡Déjame ir! —gritó, su magia se precipitó y las
enredaderas brotaron a su alrededor.
Perséfone apenas tuvo tiempo de registrar su sorpresa
antes de que Pirítoo hablara.
—¡Dormir!
Perséfone obedeció, cayendo en la oscuridad.
Cuando se despertó, se sintió como si hubiera sido
drogada. Su visión estaba borrosa, su cabeza dolía, y su boca
estaba rellenada con un paño y sellada con cinta. Sus manos
estaban atadas detrás de su espalda, y estaba sentada en una
dura silla de madera que cortaba en sus brazos.
Trató inmediatamente de liberarse, pero el nudo se ajustó
más. Pronto, se puso frenética, moviendo la silla adelante y
atrás.
Entonces se fijó en lo que la rodeaba y se congeló. Había
fotos y periódicos sobre ella en todas partes. Fotos tomadas
mientras caminaba por la calle, haciendo mandados, y
almorzando con sus amigos. Fotos en su casa, en pijama y
durmiendo. Las imágenes eran un resumen de su vida diaria.
Se sintió enferma y frenética.
—Despertaste.
Pirítoo salió a la vista.
Perséfone gritó, aunque su llanto fue apagado, y las
lágrimas derramadas por sus mejillas.
—¡Para, para, para! —ordenó. La alcanzó y retiró la cinta y
paño de su boca.
—Todo está bien, mi amor. No voy a lastimarte.
—¡No me llames así! —gritó.
La mandíbula de Pirítoo se apretó.
—Eso no importa —dijo—. Vas a amarme.
—Que te den —respondió Perséfone.
El hombre saltó hacia delante, hundiendo los dedos en su
cabello y tirando de su cabeza. Cuando encontró su mirada,
notó que el color de sus iris había cambiado de negro a
dorado.
—¿Eres…un semi dios?
Una sonrisa picarona atravesó su rostro.
—Hijo de Zeus.
—Oh, dios, no hay duda de porqué eres un jodido
pervertido.
Tiró más fuerte de su cabello y Perséfone se quejó,
arqueándose para disminuir la tensión.
—Desagradecida —se quejó—. Estaba protegiéndote.
—Estás lastimándome.
—¿Crees que esto es doloroso? —preguntó, pero la liberó
—. Dolor es ver a la mujer que amas fijarse en otro.
Perséfone no habló.
Estaba asustada. Su magia estaba bien dentro de ella,
pero no sabía cómo usarla, sus muñecas estaban atadas, y
solo había canalizado su poder con sus manos. Incluso
entonces, lo mejor que podía hacer era restringir a Pirítoo, y
eso podía ser contraproducente, ya que no era consciente de
su poder.
—Pirítoo, no me conoces, ¿cómo puedes amarme?
—¡Te amo! ¿No te lo he demostrado? ¿Los corazones, las
flores, las notas?
—Eso no es amor. Si me amaras, no me habrías traído
aquí.
—Te traje aquí porque te amo, ¿no lo ves? Hay gente que
quiere separarnos.
—¿Como Hades? Te aseguro que va a destrozarte.
—¡No digas su nombre!
—Hades va a encontrarme.
Pirítoo se movió hacia ella amenazadoramente y cerró los
ojos. Cuando no la tocó, abrió los ojos y lo encontró
mirándola.
—¿Por qué él?
Perséfone buscó una respuesta, una que pudiera
calmarlo, que lo hiciera alejarse.
—Porque el destino lo ordenó —respondió.
Se puso pálido, y por un momento, pensó que había
tenido éxito, pero apretó los dientes y gritó.
—¡Estás mintiendo!
Se arrodilló delante de ella.
—¿Por qué él? ¿Es el sexo?
Perséfone se tensó, apretó sus piernas mientras Pirítoo
colocó sus manos a los lados de la silla.
—Dime qué hace que te gusta, puedo hacerlo mejor.
—¡Demonios, no me toques! —gritó Perséfone, y trató de
alejarse de él, pero sus talones resbalaron en el suelo. Los
dedos de Pirítoo se enterraron en su piel, y le separó las
piernas.
—¡No!
—Te va a gustar. Lo prometo. Ni siquiera vas a pensar en
él cuando haya terminado.
No, solo desearé morir.
—¡Dije que no!
Gritó, y espinas irrumpieron alrededor de ella desde el
suelo. Creando una jaula, protegiendo a Perséfone de los
avances de Pirítoo, cortándolo en el proceso.
Él gritó.
—¡No me alejarás de ti!
Al principio, agarró la madera, tratando de romperla con
sus manos desnudas. Cuando eso no funcionó, desapareció y
regresó con un cuchillo, empujándose a través de la barrera
de espinas.
Perséfone gritó, y las espinas se engrosaron hasta que
explotaron en fragmentos y astillas.
Pirítoo fue lanzado lejos. Aterrizó contra la pared, su
cuerpo se hundió en el piso, con una estaca atravesando su
pecho.
Estaba muerto.
Perséfone gritó.
—¡Ayuda! ¡Por favor, que alguien me ayude! —sollozó —
¡Hades!
Luchó para liberarse hasta que su mirada atrapó algo
cerniéndose sobre ella.
—Furias —susurro, respirando fuerte por su frenético
esfuerzo.
Las diosas flotaban, sus pálidos cuerpos brillaban en la
oscuridad.
—Novia de Hades… —Sus voces hicieron eco—. Estás
segura ahora.
El humo se enrollaba en el aire y, de repente, Hades
apareció en su forma divina. Enorme e imponente, se colocó
sobre ella, un vacío de negro. Sus ojos, feroces y furiosos, se
encontraron con los suyos antes de dirigirse al cuerpo sin
vida de Pirítoo.
De repente, hubo un sonido jadeante cuando devolvió la
vida al semi dios.
Empezó a respirar agitado, un extraño lloriqueo venía de
su garganta. No habló, pero sus ojos se abrieron más cuando
vio a Hades.
—Te devolví la vida —dijo Hades—. Para poder decirte que
voy a disfrutar torturándote por el resto de tu eterna vida.
No se veía lo suficientemente lúcido para registrar lo que
estaba diciendo Hades, pero el dios continúo de todos modos.
—De hecho, creo que voy a mantenerte vivo para que
puedas disfrutar tu dolor.
Chasqueó sus dedos, y un cráter se abrió bajo los pies de
Pirítoo. Sus gritos resonaron mientras bajaba al Inframundo.
Hades se giró hacia Perséfone, y con un movimiento de su
mano, sus ataduras estaban rotas. Se recostó contra Hades
cuando se acercó, y la levantó en sus brazos girándose hacia
las Furias.
—Alecto, Megaera y Tisiphone, revisen a Pirítoo.
Ellas movieron sus cabezas.
Las Furias se desvanecieron, y Hades los teletransportó al
Inframundo. Fue en su recámara donde ella se rompió. Hades
se sentó acunándola contra él, calmándola con palabras
susurradas hasta que sus lágrimas se secaron, hasta que
dejó de sentir que estaba implosionando desde dentro.
Finalmente, se alejó.
—Baño —dijo—. Necesito quitarlo de mi piel.
Hades apretó la boca, y Perséfone pensó que podía ver su
mente trabajando, decidiendo la tortura que iba a infligir
sobre Pirítoo. A pesar de eso, su voz fue calmada cuando
habló.
—Por supuesto.
Hades la llevó a los baños, se deshizo de su ropa y entro al
agua caliente. Vapor se envolvió alrededor de ella e inhaló la
esencia de vainilla y lavanda. Frotó su piel hasta que estuvo
roja e irritada. Cuando sintió que había terminado, dejo el
agua, envolviéndose en una túnica blanca y esponjosa.
Hades no se unió a ella. Se sentó a cierta distancia de la
piscina, observándola. Fue hacía él y se sentó en su regazó,
envolviendo sus brazos alrededor de su cuello. Necesitaba su
confort, su cercanía.
—¿Dime qué pasó? —dijo, y había un borde en su voz que
le indicó que no estaba listo, que, si hablaba de su secuestro,
liberaría la violencia dentro de él.
—Te lo cuento si me prometes una cosa —dijo.
Levantó una ceja, esperando, y sus ojos cayeron en sus
labios.
—Cuando lo tortures, podré unirme a ti.
—Esa es una promesa que puedo mantener.

1 La defensora.
XXVIII

Un Toque de Ruina

Thanatos acompañó a Perséfone en su primera visita a


Elíseo.
—No podrás hablar con ella hoy —dijo—. Debe estar
cómoda en los Campos Elíseos o se sentirá abrumada.
Perséfone tenía la sensación de que sabía lo que eso
significaba: Lexa tendría que volver a beber del Leteo. Eso era
lo último que quería.
—¿Cuándo estará lista? —preguntó.
Thanatos se encogió de hombros.
—Es difícil de decir.
Sabía lo que Thanatos no dijo. Depende de cuánto deba
curar.
La idea le dolió, pero la apartó. No podía pensar en lo que
debería haber hecho, todo lo que podía hacer era aprender de
sus errores.
Se detuvieron en la cima de una colina en Elíseo. Aquí, el
cielo de Hades era tan brillante que casi cegaba. A su lado,
Thanatos señaló una figura en la distancia. Una mujer cuyo
cabello negro resplandecía como una antorcha contra su
vestido blanco.
Era Lexa.
Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras veía a su
mejor amiga atravesar el campo, sosteniendo su mano en
alto, tocando briznas de hierba alta, y aunque Perséfone no
podía ver su rostro, sabía que sentía paz aquí.
Pasaron las semanas y Perséfone visitaba Elíseo todos los
días, observando a Lexa desde lejos hasta que un día,
Thanatos se acercó y dijo:
—Es la hora.
Perséfone pensó que estaría lista, que aprovecharía la
oportunidad de reunirse con Lexa, pero cuando Thanatos le
dio su permiso, de repente se sintió nerviosa y más insegura
que nunca.
—¿Y si no le agrado? —preguntó.
—Lexa es el mismo alma que encontraste en el Mundo
Superior. Es cariñosa, adorable y amable. Está lista para una
amiga.
Perséfone asintió y respiró hondo. Prepararse para
acercarse era como prepararse para un discurso público. La
ansiedad se arremolinaba dentro de ella, haciendo que su
estómago se sintiera inquieto y apretando su pecho.
Marchó hacia Lexa, que estaba sentada bajo un árbol tan
lleno de granadas que parecía estar en llamas. Vestía un
vestido blanco y su largo cabello negro caía sobre sus
hombros. Tenía la cabeza apoyada en el tronco y los ojos
cerrados, como si estuviera durmiendo.
Se veía hermosa y tranquila, y Perséfone casi tenía miedo
de molestarla, temía que cuando abriera los ojos, no
reconociera a la persona detrás de ellos.
Tomó aliento.
—Hola.
Perséfone no usó el nombre de Lexa, de todos modos,
Thanatos dijo que no lo recordaría.
Lexa abrió sus familiares y cegadores ojos azules y se
encontró con la mirada de Perséfone. Pensó que su pecho
podría explotar cuando sonrió.
—Hola.
—¿Puedo sentarme contigo un rato? —preguntó Perséfone.
—Sí. —Lexa se movió un poco para que Perséfone pudiera
sentarse y usar el tronco para apoyarse.
—No estás muerta —dijo Lexa.
La observación sorprendió a Perséfone e inclinó su cabeza.
—No, no lo estoy.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
—Soy la prometida de Hades —dijo—. Visito Elíseo a
menudo.
Lexa se rio.
—Me he dado cuenta.
Eso también la sorprendió.
—¿Lo has hecho?
—Siempre noto a Thanatos —dijo, sonrojándose.
De repente, Perséfone se preguntó si las almas podrían
estar enamoradas.
—Si eres la prometida de lord Hades, entonces serás
reina.
—Supongo que lo seré.
—Entonces tendrás una corona y un trono —dijo.
Perséfone se rio. Era algo tan Lexa para decir.
—Ya tengo dos coronas.
Los ojos de Lexa se abrieron un poco.
—Debes traerlas —dijo—. Siempre he querido llevar una
corona.
Las cejas de Perséfone se fruncieron.
—¿Desde cuándo?
Se encogió de hombros.
—Desde... que vine aquí. ¿Habrá una boda?
Perséfone suspiró.
—Sí, pero debo admitir que no he pensado mucho en la
planificación.
Entre la muerte de Lexa y su secuestro, las cosas habían
sido un poco agitadas.
—Serás una novia hermosa —dijo Lexa—. Una reina
hermosa.
Perséfone se sonrojó.
—Gracias.
Su conversación continuó hasta bien entrada la tarde.
Probablemente se habría quedado más tiempo, pero Hécate
apareció y la convocó.
—Debo irme —dijo Perséfone, poniéndose de pie—. Tengo
que prepararme.
—¿Prepararte para qué?
—Hay una gala esta noche —dijo, y luego sonrió—. Te
encantaría. Habrá dioses y diosas, bonitos vestidos y bailes.
Le encantaría porque era el evento en el que había estado
trabajando antes de su accidente. Una cena de promoción
para El Proyecto Halcyon, y se estaba celebrando en el
Olympian, uno de los hoteles de Hera, un edificio que Lexa
siempre había admirado por su belleza y arquitectura.
Y porque era donde se alojaban la mayoría de los dioses
cuando visitaban Nueva Atenas.
—Debes volver y contarme todo —respondió Lexa.
Perséfone sonrió.
—Por supuesto. Regresaré mañana.
Cuando regresó al palacio, Hécate y sus lámpades la
ayudaron a vestirse.
Hécate había elegido un vestido rojo con hombros
descubiertos. La parte superior era de encaje y la falda era
amplia y estaba hecha de capas y capas de tul. A Perséfone le
encantaba la silueta. La hacía sentir como una princesa. Las
lámpades moldearon su cabello en rizos suaves y glamorosos
y le aplicaron maquillaje natural.
—Dejaremos que tu belleza hable por sí misma —dijo
Hécate, mirando el reflejo de Perséfone mientras la ayudaba a
adornar con joyas de oro y zapatos.
Sonrió.
—Gracias, Hécate.
—Claro que sí, querida.
Hécate se fue cuando apareció Hades. Se quedó cerca de
la puerta, admirándola desde lejos. Iba vestido con un traje
negro a medida, su color característico. Llevaba el cabello
peinado hacia atrás y la barba afeitada. Era apuesto y regio, y
le pertenecía.
Ese pensamiento envió una ola de calidez a través de ella.
—Te ves preciosa —dijo.
—Gracias —dijo, sonriendo—. Tú también. Quiero decir...
te ves guapo.
Él se rio entre dientes y extendió su mano.
—¿Nos vamos?
La atrajo contra él, envolviendo una mano alrededor de su
cintura mientras se teletransportaban a la superficie, donde
Antoni los esperaba afuera de Nevernight.
Mientras Perséfone se deslizaba en el asiento trasero de la
limusina de Hades, se rio.
—¿Qué es tan divertido?
—Sabes que podríamos teletransportarnos al Olympian.
—Pensé que querías vivir una existencia mortal cuando
estabas en el Mundo Superior —respondió Hades.
—Quizás solo estoy ansiosa por comenzar nuestra noche
juntos —dijo, mirándolo a través de sus pestañas. La tensión
en la cabina aumentó y los ojos de Hades brillaron.
—¿Por qué esperar? —preguntó.
Ella se movió primero, apartando capas de su vestido para
poder sentarse a horcajadas sobre él.
—¿Quién eligió este vestido? —preguntó Hades, haciendo
a un lado la montaña de tul que florecía entre ellos.
—¿No te gusta? —Hizo un puchero.
—Realmente prefiero tener acceso a tu cuerpo —dijo
Hades.
—¿Me estás pidiendo que me vista para el sexo?
Hades sonrió.
—Será nuestro secreto.
Se besaron, y las manos de Perséfone se deslizaron por el
pecho de Hades hasta la cintura de su pantalón. Se lo
desabotonó y liberó su sexo, acariciándolo mientras su lengua
exploraba su boca.
Gimió y los labios de Perséfone dejaron los suyos para
bajar por su mandíbula y cuello.
—Te necesito —gruñó él—. Ahora.
Estaba duro como una roca, y el aliento de Perséfone
quedó atrapado en su garganta, anticipando cómo se sentiría
dentro de ella. Se levantó, guio su polla hasta su entrada y se
hundió sobre él.
Gimieron y se mecieron juntos en la oscuridad de la
limusina.
—Me has arruinado —dijo Hades—. Esto es todo en lo que
pienso.
—¿Sexo? —Se rio, abrazándolo con fuerza, amando la
sensación de su aliento en su piel mientras hablaba.
—Tú —dijo, sus manos se movieron hacia arriba, debajo
de su vestido hasta que sostuvo sus caderas—. Estar dentro
de ti, la sensación del agarre en mi polla, la forma en que te
aprietas a mi alrededor justo antes de correrte.
Ella se estremeció.
—Acabas de describir el sexo, Hades.
—Describí el sexo contigo —dijo—. Hay una diferencia.
Se derritió contra él, y sus labios se juntaron de golpe,
acariciándose con la lengua. El placer la recorrió sosteniendo
a Hades como si fuera a desmoronarse, subiendo y bajando
sobre él.
—Mierda, mierda, mierda —maldijo Hades mientras se
movía, y los sonidos de sus relaciones amorosas llenaron el
pequeño espacio.
Las caderas de Hades empujaron hacia arriba,
encontrando sus movimientos con una velocidad furiosa. Ella
soltó un grito gutural, sus dedos retorciéndose en su cabello.
—Córrete para mí —susurró Perséfone.
—Querida —dijo Hades, sus dedos presionaron su piel con
fuerza y se corrió dentro de ella en un chorro de calidez.
Perséfone se derrumbó contra él, respirando con
dificultad, su piel resbaladiza por el sudor. Le temblaban las
piernas y se sentía como si estuviera flotando.
Él gimió.
—Que me jodan —murmuró—. Soy como un maldito
adolescente.
Ella rio.
—¿Sabes siquiera lo que es ser un adolescente?
—No —respondió—. Pero me imagino que siempre están
cachondos y nunca completamente saciados.
Hades todavía estaba dentro de ella, duro, húmedo y listo
para más.
—Tal vez pueda ayudar —dijo, y se levantó de él. Comenzó
a deslizarse sobre sus rodillas, con la intención de llevárselo a
la boca cuando la detuvo.
—No, querida.
Perséfone frunció el ceño.
—Pero…
—Confía en que no hay nada que me gustaría más que me
hicieras una mamada, pero por ahora, debemos asistir a esta
cena olvidada por los dioses.
—¿Debemos? —preguntó ella.
—Sí —dijo, presionando un dedo debajo de su barbilla—.
Créeme, no querrás perdértelo.
No estaba tan segura, pero sostuvo su mirada mientras se
levantaba y se sentaba a su lado, ajustándose las capas de la
falda. Observó cómo Hades trataba de ocultar su polla
excitada. Casi la hizo reír. Hasta que la miró y un sonido
surgió de algún lugar profundo de su pecho.
—Diosa.
Fue una advertencia, y todo su cuerpo comenzó a sentirse
caliente nuevamente. Sonrió y miró por la ventana,
inmediatamente salió de su ensueño cuando notó el mar de
mortales fuera del auto. La multitud parecía continuar
durante millas, y estaban apiñados, de pie lo más cerca
posible del vehículo.
Probablemente no debería haberla sorprendido, dada su
experiencia en la Gala Olímpica, pero había asistido como
periodista entonces. Esta vez, era la prometida de Hades.
Inhaló bruscamente, la ansiedad se apoderó de ella. No
estaba segura de que alguna vez se acostumbrara a esto.
El auto se detuvo y la puerta se abrió. Inmediatamente su
visión se llenó de luces intermitentes. Hades salió del auto
con un rugido de adoración. Lo llamaron por su nombre, le
rogaron que los llevara al Inframundo, le rogaron verlo en su
forma Divina.
Ignoró los gritos y se volvió, tendiéndole la mano. Respiró
hondo, armándose de valor.
—¿Querida?
La palabra la consoló, deslizó los dedos en su palma y
cuando él cerró su fuerte mano alrededor de la de ella, le dio
la tranquilidad que necesitaba para salir de la limusina.
Cuando se elevó en toda su altura al lado de Hades, hubo un
caos: las luces parpadearon más rápido, una ametralladora
de luz blanca arruinó su visión.
Con los dedos entrelazados, comenzaron a caminar por la
franja de alfombra roja que conducía al frente del Olympian,
un gran hotel que parecía una pared dorada de metal
reflectante. Perséfone se sorprendió cuando Zofie se unió a
ellos, vestida con el vestido azul que la había obligado a
comprar para eventos como esta noche.
—Zofie. —Perséfone tiró de la amazona en un abrazo. Ella
se puso rígida.
—Perséfone, ¿estás bien?
—Sí —respondió ella—. Simplemente feliz de verte.
La amazona sonrió.
De vez en cuando, los dirigían a un lugar para que
posaran para las fotografías. Hades obedeció, tirando de
Perséfone contra él y deslizando un brazo alrededor de ella.
En un momento, juró que sintió sus labios tocando su
cabello.
Fueron trasladados a una sala de recepción con un techo
hecho de flores de vidrio soplado. Perséfone pasó varios
minutos con el cuello estirado, mirando la pantalla, pero
pronto fue interrumpida por numerosas personas que se
acercaron a saludarla. Algunos eran extraños, algunos eran
criminales de alto rango y miembros de Iniquity, pero algunos
eran amigos de Perséfone.
—¡Sybil!
No había visto a su amiga y excompañera de piso desde
que se mudaron de su apartamento hace una semana. Abrazó
al oráculo con fuerza. La rubia vestía un vestido brillante
color champán.
—¡Estás preciosa!
—Gracias, al igual que tú —dijo Sybil—. ¿Cómo estás?
—Bien. Genial —dijo Perséfone. No podía dejar de sonreír
—. ¿Cómo está Aro?
Sybil se sonrojó.
—Bien. Estamos bien.
Perséfone dejó escapar un pequeño grito cuando apareció
Hermes, abrazándola con fuerza. Cuando la puso de pie, fue
frente a Apolo, quien sonrió al verla.
—Entonces, Sefi —dijo Hermes, moviendo las cejas—.
Escuché que Hades te puso un anillo.
Ella rio.
—Bueno, no... literalmente.
El Dios de la Travesura jadeó.
—¿Qué mierda? No puedes comprometerte sin un anillo,
Sefi.
—Eso no es cierto en absoluto, Hermes.
—¿Quién lo dice? No habría dicho que sí hasta que
hubiera visto la roca.
Ella puso los ojos en blanco.
—Felicidades, Sefi —dijo Apolo, y Perséfone le sonrió.
Fueron conducidos al comedor poco después, y Perséfone
se sentó en una mesa al frente de la habitación entre Hades y
Sybil. A pesar de la emoción de la noche y de volver a ver a
sus amigas, Perséfone no pudo evitar pensar en Lexa. Podía
verla en partes del evento: en las listas de vinos, la música, la
decoración. Todo era glamoroso y dramático, tal como a ella le
gustaba.
Sintió su ausencia agudamente.
Ya entrada la cena, Katerina, directora de La Fundación
Cypress, se puso de pie y dio la bienvenida a la multitud.
Ofreció una descripción general del Proyecto Halcyon, y luego
entregó el resto de la presentación a Sybil.
—Soy nueva en la Fundación Cypress —dijo—. Pero ocupo
un puesto muy especial, uno que una vez ocupó mi amiga,
Lexa Sideris. Lexa era una persona hermosa, un espíritu
brillante, una luz para todos. Vivió los valores del Proyecto
Halcyon, por lo que en la Fundación Cypress hemos decidido
inmortalizarla. Presentamos... el Lexa Sideris Memorial
Garden.
Perséfone jadeó y Hades le agarró la mano debajo de la
mesa.
En la pantalla detrás de Sybil había bocetos del jardín, un
oasis con un hermoso paisaje.
—El Lexa Sideris Memorial Garden será un jardín de
terapia para los residentes de Halcyon —explicó Sybil,
saltando a una descripción general del significado detrás de
cada parte del jardín, y explicó que las solanáceas rindieron
homenaje a su amor por Hécate y al hermoso cristal, mientras
una escultura en el centro del jardín representaba el alma de
Lexa, una antorcha brillante y encendida que mantenía a
todos en marcha.
El corazón de Perséfone estaba lleno.
Hades se inclinó y le susurró al oído:
—¿Estás bien?
—Sí —susurró, tragando saliva—. Perfecta.
Después de la cena, se reunieron en el salón de baile.
Hades arrastró a Perséfone a la pista, acercándola. Una mano
descansaba en la curva de su espalda, la otra sostenía su
mano. La guio por el suelo con gracia y confianza, y aunque
era un perfecto caballero, había algo sensual en la forma en
que sus cuerpos se acoplaban entre sí.
El calor se instaló en el fondo del estómago de Perséfone y
no podía apartar los ojos de él.
—¿Cuándo planeaste el jardín? —preguntó.
—La noche que murió Lexa.
Perséfone negó y se mordió el labio.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Hades.
—Estoy pensando en lo mucho que te amo —respondió.
Hades sonrió, era una hermosa sonrisa y la sintió
profundamente en su pecho.
Después de eso, la música se convirtió en algo más
electrónico, y Hades se despidió, animándola a bailar con
Sybil, y frunciendo el ceño cuando Hermes y Apolo se
unieron. Pasó un rato con ellos, riendo y bromeando y
sintiéndose mejor que en un largo tiempo. En algún
momento, fue en busca de Hades y se encontró fuera, en un
balcón que daba a toda Nueva Atenas. Desde allí, podía ver
todos los lugares que habían cambiado su vida en los últimos
cuatro años: la Universidad, la Acrópolis, Nevernight.
No estuvo mucho tiempo allí cuando se acercó Hades.
—Ahí estás. —La rodeó por la cintura con los brazos y la
atrajo hacia él—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Respirando —dijo.
Él se rio entre dientes y el sonido envió escalofríos por su
espalda. Le dio un beso en la mejilla, apretándola con fuerza.
—Tengo algo para ti —dijo Hades, y Perséfone se volvió en
sus brazos.
—¿Qué es? —preguntó, con una sonrisa en su rostro.
Nunca había sido tan feliz.
Hades la estudió por un momento y ella se preguntó si
estaría pensando lo mismo. Luego, metió la mano en el
bolsillo y se arrodilló ante ella.
—Hades… —Quería protestar. Ya lo habían hecho.
Estaban comprometidos, no necesitaba un anillo ni una
propuesta formal.
—Solo... déjame hacer esto —dijo, y la sonrisa en su
rostro hizo que su pecho se hinchara—. Por favor.
Hades abrió una pequeña caja negra, revelando un anillo
de oro. Era ridículo y hermoso, con incrustaciones de
diamantes y flores de oro. Coincidía con la corona que Ian le
había hecho.
Lo miró boquiabierta por un momento antes de cambiar
su mirada hacia Hades.
—Perséfone. Te hubiera elegido mil veces, al diablo con el
Destino —dijo riendo—. Por favor... conviértete en mi esposa,
gobierna a mi lado, déjame amarte para siempre.
Las lágrimas brotaron de sus ojos y ofreció una sonrisa
temblorosa.
—Por supuesto —susurró—. Siempre.
La sonrisa de Hades creció, mostrando sus dientes. Era
una de sus sonrisas favoritas, la que le gustaba imaginar que
era solo para ella. Deslizó el anillo en su dedo y se puso de
pie, capturando su boca en un beso que ella sintió en su
alma.
—No se te habrá ocurrido escuchar a Hermes pedir una
piedra, ¿verdad? —preguntó cuando él se apartó.
Hades se rio entre dientes.
—Podría haber estado hablando lo suficientemente alto
como para que lo escuchara —dijo—. Pero si quieres saberlo,
he tenido ese anillo por un tiempo.
—¿Cuánto? —exigió.
—Vergonzosamente largo —dijo y luego admitió—: Desde
la noche de la Gala Olímpica.
Perséfone se tragó un nudo que se le había formado en la
garganta.
¿Cómo había tenido tanta suerte?
—Te amo —dijo él, presionando su frente contra la de ella.
—Yo también te amo.
Se besaron de nuevo, y cuando él se apartó, ella notó que
algo blanco giraba a su alrededor. Tardó un momento en
darse cuenta de que era nieve.
A pesar de su belleza, había algo siniestro en la forma en
que caía del cielo.
Sin mencionar que era agosto.
Perséfone miró a Hades, la felicidad que había iluminado
su rostro un momento antes desapareció de repente. Ahora
parecía preocupado, sus cejas oscuras se juntaron sobre ojos
severos.
—Hades, ¿por qué está nevando? —susurró Perséfone.
Él la miró, sus ojos eran un vacío sin fin, y respondió en
un tono solemne:
—Es el comienzo de una guerra.
Próximo libro
A Game of Retribution

(Hades&Perséfone 2.5)

Septiembre 2021

Hades, Dios de los Muertos, no toma partido ni se salta


las reglas. No hace excepciones a estos valores, ni para los
dioses ni para los mortales, ni siquiera para su amante,
Perséfone, Diosa de la Primavera.
Normalmente, el miedo evita las represalias.
Pero esta vez no.
Cuando Hera, Diosa de las Mujeres, se acerca a Hades con
un plan para derrocar a Zeus, éste se niega a ofrecerle ayuda.
Como castigo, Hera condena a Hades a realizar una serie de
trabajos. Cada hazaña parece más imposible que la anterior y
aleja su atención de Perséfone, cuya propia tragedia la ha
hecho cuestionarse si puede ser la Reina del Inframundo.
Scarlett St. Claire

Scarlett St. Clair vive en Oklahoma con su esposo. Tiene


una maestría en Bibliotecología y Estudios de la Información.
Está obsesionada con la mitología griega, los misterios de
asesinatos, el amor y el más allá. Si estás obsesionado con
estas cosas, entonces te gustarán sus libros.

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