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UNIVERSIDAD DE LA HABANA

IDEA
DE LA

ESTILISTICA

POR

ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR

COMISION DE PUBLICACIONES

1963
ÍNDICE
Advertencias a los lectores de esta reimpresión ...................................................................................... 3
Idea de la estilística....................................................................................................................................... 4
Estilística de la lengua o estilística sin estilo........................................................................................... 11
Estilística del habla o del estilo ................................................................................................................ 28
Otras investigaciones estilísticas .............................................................................................................. 45
Final .............................................................................................................................................................. 49
Bibliografía general .................................................................................................................................... 52
Abreviaturas de revistas citadas ............................................................................................................... 55

2
ADVERTENCIAS A LOS LECTORES DE ESTA REIMPRESIÓN

Citando en septiembre de 1957, cerrada la Universidad de La Habana, fui a enseñar en la de Y ale


invitado por el profesor José Juan Arrom, estaba ya terminado este pequeño libro hecho de notas para un curso.
Lo di a la Universidad de La Habana para su impresión, que no fue posible en aquel momento por falta de
medios materiales. Al cabo la Universidad Central de Las Villas, cuyas publicaciones había empezado a animar
ese año el poeta Samuel Feijóo, lo editó a finales de 1958. En las advertencias de entonces se leía, a propósito
del curso para el cual debieron servir estas notas: «Las circunstancias anormales en que se halla el país, de tan
dolorosa consecuencia en nuestros centros mayores de estudio, al hacer imposible la prosecución de las clases han
obligado a posponer tal curso.» Es obvio que aquellas advertencias son hoy inoperantes. En cambio, sí son
necesarias otras.
Este libro data de cinco años atrás. Agotada la primera edición, ha parecido conveniente una nueva. Esta,
sin embargo, no es todavía esa nueva edición, sino una reimpresión de la primera, incluso una reimpresión
fotográfica. Me ha faltado el tiempo para preparar otra edición, la cual tomara en cuenta los nuevos aportes a la
disciplina y mis plintos de vista actuales. Que no son exactamente los de este libro. En 1957, él expresaba mi
criterio respecto a lo considerado en sus páginas. Cinco años después, ¿me será necesario insistir en que esta
reproducción fotográfica es la fotografía de un rostro de ayer? ¡Y qué cinco años los que han pasado! En ellos, no
sólo cayó en mi patria un régimen criminal, causante, entre cosas mucho más graves, del cierre de las
Universidades, sino toda una época: la época de la criptocolonia sometida al imperialismo norteamericano. Y se
abrió la más dramática y creadora revolución que haya conocido en su historia el continente americano, inicio de la
gran transformación socialista del mundo nuevo. Es pues candoroso suponer que nada haya cambiado en mí, y
que, por ejemplo, hubiera vuelto a escribir ahora este libro exactamente como entonces. Incluso queda por ver si lo
hubiera escrito. En Cuba (y en toda la América nuestra), podemos repetir hoy el verso de Neruda que, en
circunstancias bien distintas, suspiramos durante la adolescencia: Nosotros, los de entonces, ya no somos
los mismos. Espero pues que el estudioso cubano, a quien en primer lugar se dirige el libro, tenga esto en cuenta
al leerlo. En esas condiciones, puede serle de alguna utilidad.
Entre los muchos textos que me hubiera gustado utilizar, quiero por lo menos mencionar el de Ivan A.
Schulman Símbolo y color en la obra de José Martí (Madrid, 1960), el más acucioso análisis estilístico de
la obra de nuestro gran escritor; y entre las críticas hechas a esta Idea que hayan llegado a mi conocimiento, sobre
todo la de R. L. Wagner en el Builetin de la Societé de Linguistique de París (tomo 5-5, 1960). A
Wagner, y a cuantos dedicaron críticas al libro, agradezco sus observaciones.
Por último, debo recordar el carácter meramente introductorio de este libro, y reiterar mi gratitud a quienes,
directa o indirectamente, me prestaron su colaboración.

R. F. R.

La Habana, abril de 1963

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IDEA DE LA ESTILÍSTICA
1. Idea de la estilística: Si la definiéramos, por apego a la etimología, como ‘estudio del estilo’,
incurriríamos en doble exceso: porque esta disciplina, tal como la consideraremos, no se preocupa
por estudiar otros ‘estilos’ fuera de los literarios (plásticos, musicales, etc.); y porque, en una de
sus direcciones, no estudia estilo alguno, ni personal ni epocal. Sin embargo, aunque una
definición no puede lograrse sino al final, estamos obligados a saber, siquiera a grandes rasgos, de
qué vamos hablando; y, a pesar de la diversidad de estilísticas, adelantamos una definición más o
menos provisoria y desatenta a la exigencia etimológica: la estilística es el estudio de lo que haya de
extralógico en el lenguaje. Por lo tanto, es rama de la lingüística, y una comprensión cabal de sus
caracteres y aspiraciones sólo puede alcanzarse partiendo de esta ciencia. Debido a ello, aunque
no es menester adentrarse en su selva selvaggia, al menos a algunos importantes deslindes suyos
tendremos que referirnos.
Pero antes de seguir detallando qué es la estilística, nos parece prudente destacar qué no es la
estilística; es decir, aquélla de que nos ocuparemos aquí. Pues bajo tal nombre se ha cobijado
también durante muchos años (y no ha dejado enteramente de hacerlo) una disciplina normativa
que intentaba o intenta exponer los principios que deben seguirse a fin de disfrutar de un buen
estilo; nuestra ciencia nada tiene que ver con este recetario homónimo que, como se verá más
adelante, ni siquiera entiende lo mismo que ella bajo la denominación estilo.
2. Funciones del lenguaje: A Karl Bühler (n. 1879), debemos el haber señalado un triple aspecto
del lenguaje1 que ha de sernos de utilidad para aclarar la definición que acabamos de ofrecer, y de
acuerdo con la cual la estilística estudia lo extralógico en el lenguaje. Vio Bühler que éste
desempeña a la vez tres funciones diversas a las cuales llamó representativa, apelativa y expresiva.
Según la primera función, la palabra alude a una cosa, la representa. La gramática tradicional se ha
alzado contando casi exclusivamente con esta función de carácter lógico. Según la función
apelativa (latín appellare: llamar) la palabra solicita del oyente una cierta actitud. Cuando nos dirigen
una orden, no sólo sabemos lo que quiere decir (función representativa); también actuamos en
consonancia con ella, pues tal orden era una señal que, como las señales del tráfico, demandaba
una actividad de nosotros (función apelativa). Por último, podemos percibir, gracias a la manera
de ser pronunciada, al tono, etc., si quien nos da la orden está malhumorado, risueño o
indiferente: es la función expresiva, la cual es tan constante, dice Bühler, que «un resto de expresión
se oculta aun en los rasgos de tiza que un lógico o un matemático traza en el encerado. No es
menester, por tanto, llegar al lírico para descubrir la función expresiva como tal. Solamente el
rendimiento será, por supuesto, más rico en el lírico» (p. 44). De antiguo se ha reparado en la
primera de estas funciones, gracias a la cual la palabra no es las cosas —como cree el primitivo—:
las representa. Con tal función representativa, que hace posible que el lenguaje sea instrumento de
la lógica, solía contentarse la gramática. Las otras dos funciones —apelativa y expresiva—
constituyen el aspecto extralógico del lenguaje. A ellas, y de modo especial a la expresiva, las
estudia la estilística.
3. Lengua y habla: La fecunda idea del romántico Humboldt2, según la cual el lenguaje

1Teoría del lenguaje [1934], p. 40-5.


2 El ideario lingüístico de Humboldt, y las relaciones que con él mantienen varios teóricos del lenguaje
contemporáneos, pueden apreciarse en el libro de José María Valverde: Guillermo de Humboldt y la filosofía del lenguaje,
Madrid, 1955.

4
implicaba una «enérgeia» y un «ergon», una labor ya realizada y un gerundio creador (que era para
Humboldt lo esencial), fue reactualizada a finales del siglo XIX y principios del xx por varios
lingüistas, y señaladamente por Ferdinand de Saussure (1857-1913). Escindió éste el lenguaje en
dos realidades: la lengua (la convención, la institución social) y el habla (la versión personal de
aquélla)3. Para Saussure, la lengua, el cuerpo definitivo y fijo en un instante, era lo que interesaba en
especial a la lingüística. El lenguaje en cuanto utilizado o creado por el individuo carecía de la
importancia de aquélla.
El deslinde de Saussure, como todos los suyos, echó extraordinaria claridad sobre el estudio
del lenguaje. Pero ciertos lingüistas —Vossler a su cabeza— que aceptaban, directamente de la
tradición romántico-idealista 4 , ese doble rostro idiomático, habían insistido en que sus dos
aspectos interesaban a la lingüística: ésta debía estudiar tanto lo que Saussure llamaría lengua como
lo que llamaría habla; y lo que es más, el acento debía ponerse en esta última, que de
menospreciada pasaba a reina. Vossler, con ello, corregía dos extremos: el de Saussure al querer
consagrar la lingüística a lo cristalizado, lo social, lo impersonal; y el de Croce, que movido por
impulso contrario sólo concedía realidad al instante creador, chispeante, en que el lenguaje surge
crepitando.
4. Partición de la estilística: Tal idea de Vossler de mantener lengua y habla dentro de estos
estudios es responsable de muchas venturas posteriores; y, en lugar muy principal entre ellas, de la
riqueza de la estilística. Pues si bien es verdad que los primeros pasos decididos hacia esta
disciplina fueron dados por un discípulo de Saussure —Charles Bally, sucesor suyo en la cátedra
de Ginebra—, y que en su misma dirección se han seguido publicando trabajos importantes hasta
nuestros días, no es menos cierto que fue el impulso de Vossler el que permitió llevar la estilística
más allá de los límites impuestos por la lengua (lo social, es decir, lo impersonal) y trascender hacia
lo individual, lo que merece el nombre de estilo. La anterior pudo ser llamada con justicia, en su
mayor parte, «‘estilística’ sin ‘estilo’»5. Tendremos ocasión de volver sobre estas cuestiones. Por lo
pronto, refiriéndonos a dualidad lengua-habla, destaquemos que existe una estilística de la lengua que
se ocupa de estudiar las sustancias paralógicas del lenguaje en cuanto entidad social; y una estilística
del habla que estudia esas mismas sustancias en el uso personal del idioma: esta última, como es
natural, más vivaz y variada que la anterior porque, en teoría al menos, se interesa tanto por el
lenguaje relampagueante qué acompaña a una riña como por un madrigal. Pero así como el habla
sólo muestra silueta personal al contrastarla con la grisura imprescindible de la lengua, del mismo
modo la estilística de la lengua es el basamento de la estilística del habla; es la que realiza el laboreo
gracias al cual puede adquirir rigor, validez y progreso la otra estilística.
Bally pensó que la estilística tendría dos límites infranqueables: estudiaría lo afectivo y lo
estudiaría en la lengua. La estilística desbordó esos dos lindes. En el Tratado de estilística francesa,
1909, Bally define así la estilística: «La estilística estudia [...] los hechos de expresión del lenguaje,
organizado desde el punto de vista de su contenido afectivo, es decir, la expresión de los hechos

3 Curso de lingüística general [1916], passim, esp. p. 49-70. Utilizamos en este trabajo la traducción realizada por Amado
Alonso de los términos propuestos por Saussure: lengua-langue, habla-parole.
4 Tanto como de la tradición alemana, Vossler recibió muchos de estos conceptos de Croce, quien a su vez gustoso

reconocía su deuda con Vico. A más de los muchos pasajes de su obra en que Vossler se declara seguidor —aunque
seguidor crítico, claro— de Croce, es oportuno consultar el interesante epistolario entre ambos (trad. de Elsa
Manassero, Buenos Aires, 1956), donde podrá seguirse el proceso de aceptación por Vossler de las ideas crocianas y
sus parciales apartamientos posteriores. Con respecto a Vico, v. de Andrea Sorrentino: La retórica y la poética de Vico, o
sea la primera concepción estética del lenguaje, trad. de Antonio Loiacono, Buenos Aires, 1946.
5 Por Dámaso Alonso, en su Poesía española, p. 514, n.

5
de la sensibilidad por el lenguaje y la acción de los hechos del lenguaje sobré la sensibilidad» (§
19). El contenido afectivo del lenguaje, para Bally, agotaría el estudio estilístico de la lengua; pero
ese estudio se interesó por otros aspectos, muchos de los cuales ha precisado Amado Alonso6: los
valores en el lenguaje común, el modo de captar y concebir la realidad, los medios de manifestarse
la voluntad de acción y de prevención en la estrategia coloquial, la intervención de la fantasía en el
pensamiento idiomático. Por eso preferimos, como fórmula más justa, hablar de la estilística
como estudio de todo lo extralógico en el lenguaje.
Por otra parte, ya hemos dicho que la estilística desbordó la lengua y, con Vossler, alcanzó
en el habla no sólo una nueva tierra, sino su tierra de promisión. Bally barruntó la posibilidad de
tres estilísticas (Tratado, § 21): una general, aplicable a todas las lenguas; una colectiva, estudio de una
lengua en particular, que es la que llamamos de la lengua; y una individual, a la que nos referimos
como del habla. Sobre las dos primeras tendremos ocasión de insistir más adelante. Nos interesa
ahora la última. Bally supone a esta escindida en dos ramas posibles: una consideraría el habla de
un individuo particular, estudio muy difícil, pero no imposible; y que, en caso de ser realizado,
sería el único en merecer el nomine de estilística individual., Pues aunque podríamos hablar también
de otra que atendiese al estilo de un escritor o al habla de un orador, tal estudio desbordaría
necesariamente la apreciación lingüística. «Hay un foso infranqueable entre el empleo del lenguaje
por un individuo en las circunstancias generales y comunes impuestas a todo un grupo lingüístico,
y el empleo que de él hace un poeta, un novelista, un orador». Mientras que el hablante se
encuentra con una norma común, el literato «quiere obtener belleza mediante las palabras como el
pintor la obtiene con los colores y el músico con los sonidos» (§ 21, b). Bally, pues, a la estilística
del habla en cuanto habla conversacional la consideraba como improbable; y en cuanto habla
literaria, como imposible. Vossler objetó este desdén a la estilística del habla. Sobre todo en lo que
respecta a la separación tajante establecida entre habla corriente y habla literaria. Ni existe ese
«foso infranqueable», ni queda la poesía —caso extremo de la literatura7— limitada a la labor de
«obtener belleza mediante las palabras». Más que a lograr belleza, aspira la poesía a ser expresiva:
recrudece, arrecia ¡o que la conversación deja aguar. Pero a veces el coloquio es afortunado; y
otras el poema afloja amarras y cae en lo común: pierde unicidad, es inexpresivo. Por eso el
estudio de lo expresivo no tiene por qué detenerse a las puertas de la literatura. La estilística,
después de realizadas búsquedas cuidadosas e imprescindibles en la lengua, se acerca
precisamente a aquellas creaciones del habla en que la atención expresiva es mayor; en que el
hombre hace menos concesiones a la lengua, lucha por no ser sorbido por el anonimato, peso
muerto, y frente a él levanta su realidad, su expresión, su estilo. En la literatura, más cuajada de
estilo, halla su felicidad la estilística.
5. Estilística y disciplinas conexas: En cuanto la estilística acepta considerar la obra literaria,
roza con una serie de disciplinas que, de una forma u otra, también tienen a aquélla como objeto
de estudio. Y como algunas de tales disciplinas poseen un campo mejor delimitado, al establecer
la relación que mantiene con ellas quedará más claro, unas veces por afinidad y otras por rechazo,

6En: Charles Bally y otros autores: El impresionismo en el lenguaje, p. 8.


7Por razones comprensibles usamos aquí a menudo casi como sinónimos los términos literatura y poesía. Claro que no
se nos escapa el error que eso implica. Pero, a los efectos de lo que tratamos, confundiría antes que aclararía
establecer tal distingo. El lector podrá, entre otros muchos, consultar con respecto a la singularidad de la poesía libros
como: J. y R. Maritain: Situación de la poesía, trad. de O. N. Derisi y G. P. Blanco, Buenos Aires, 1946; J. Pfeiffer: La
poesía Hacia la comprensión de lo poético, trad. de M. Frenk, México, 1951; B. Croce: La poesía, trad. de N. Rodríguez,
Buenos Aires, 1954.

6
su propio territorio. Debemos antes que nada insistir en que la estilística es capítulo de la
lingüística, y sería por lo tanto ocioso señalar a esta entre las disciplinas con las cuales mantiene
conexiones. Intentos no han faltado por convertirla en ciencia autónoma; pero al cabo se ha visto
que sus relaciones son de tal naturaleza que llevaría a innecesarios desgarramientos separarla de la
lingüística8.
6. Filología: Conviene antes que nada partir de un concepto aceptable de está ciencia; y esto
no es demasiado fácil. La filología, por una parte muy antigua, por otra relativamente reciente,
parece disfrutar —más bien sufrir— de una cierta vacilación en cuanto a la materia a estudiar.
Podemos sin embargo admitir que, tal como hoy nos interesa, es hija del historicismo moderno, y
que, si bien su meta última es la comprensión cabal de una literatura, no es menos cierto que para
facilitar tal comprensión ha segregado en el camino, por así decir, toda una visión del círculo
cultural en que ha surgido tal literatura: con el resultado de que adquiriera también singular
importancia esa visión en sí, la cual fue inicialmente una especie de subproducto. En cierta forma,
podría ser llamada una ciencia del contexto, indicando de tal manera que proporciona el
conocimiento marginal imprescindible para que una obra sea comprendida en su totalidad. Como
es de suponer, y como F. A. Wolf lo hizo destacar, el estudio de tal contexto supone una
pluralidad de disciplinas. Una de ellas es la lingüística. La relación que ambas ciencias guardan
entre sí es también problemática. Sin duda todos están de acuerdo en que la lingüística disfruta de
autonomía; la discusión se suscita sobre si esta autonomía es tal o completa independencia. Los
que, como Vossler o Menéndez Pidal, ven en la lengua una creación al igual que la literatura,
participan del primer punto de vista; los que opinan que la literatura es un hecho de un género y el
lenguaje de otro, sostienen la división de ambas disciplinas, dedicando la filología a la literatura,
creación conciente, y la lingüística a la lengua, interna que el individuo no crea, sino recibe. Es el
caso de los que, a semejanza de Bally, ven un foso infranqueable entre la literatura y la lengua
conversacional. Como aceptamos el primer punto de vista, para nosotros la lingüística no se
separa de la filología: simplemente realiza dentro de ella una tarea especial. En consecuencia, la
estilística, que a su vez hemos colocado dentro de la lingüística, vendrá a manifestarse en último
extremo como una nueva disciplina filológica. Es, en efecto, aquella que más cerca está no del
contesto, sino del texto mismo; que —sin desdeñar el estudio de todas las circunstancias
colaterales— se propone el afrontamiento de la obra en sí, el último esfuerzo por hacerla
asequible. Por eso ha podido decir con razón Amado Alonso que es «una manifestación de los
nuevos anhelos y exigencias profesionales de los mismos filólogos»9.
7. Retórica: Varias veces se han visto afinidades entre la retórica y la estilística. Esta, para
Marcel Cressot, «ha renovado los datos» de la antigua retórica» 10 ; y Pierre Guiraud,
posteriormente, ha llamado a la retórica «la estilística de los antiguos»11. Sin embargo, este mismo
autor la considera «arte de escribir y arte de componer». En este sentido, que le es esencial, la

8 Se encontrará un deslinde interesante entre lingüística, crítica textual, historia literaria y crítica literaria, en «The
aims, methods and materials of research in the modern languages and literatures», trabajo redactado por un comité de
la Modern Language Association y aparecido en PMLA, vol. LXVII, octubre de 1952, núm. 6. La parte dedicada a la
crítica literaria, sin embargo, no hace demasiada justicia a la estilística al postular: «Un análisis estilístico puede ser
hecho de cualquier clase de literatura, estudiando la metáfora, la imagen, las figuras retóricas o los esquemas
sintácticos».
9 Materia y forma en poesía, p. 123.
10 Le style et ses techniques, p. 10.
11 La estilística, p. 29.

7
retórica deja de ser actitud meramente pasiva y, como la preceptiva, intenta dictar normas al
creador. Tal actitud la separa de la estilística; igualmente su preferencia por una clase especial de
lenguaje —el oratorio, que también existe por escrito—, mientras que la estilística, en sus mejores
instantes al menos, se interesa por todo el dominio idiomático. En cambio, la retórica,
preocupada sólo por la labor del rhétor, la estudió cuidadosamente12, persiguió y clasificó las figuras
—de dicción, de construcción, de palabra, de pensamiento—, y creó así una feliz familia de
términos de los cuales, si bien es verdad que muchos «se suelen quebrar de sotiles», otros han
ayudado durante siglos al mejor estudio de los textos. Ceñida a su posición receptiva (es decir,
privada de aspiraciones de dómine) y aliviada de excesivos dobleces, la vieja retórica puede
ofrecer una importante nomenclatura a la estilística: pero ésta no es su prolongación moderna,
entre otras razones, porque el estudio de la expresividad no preocupó en sí mismo a la retórica,
que veía en las figuras ornamentos; y porque su carácter práctico, su condición de recetario, estuvo
lejos de serle accidental. La retórica nació entre los griegos para enseñar a bien hablar o a hablar
de manera efectiva; la estilística no ha nacido para enseñar a escribir bien: en todo caso, a bien
leer, a bien comprender.
Esta separación no supone desconocimiento de lo que ha significado la retórica. Después
de un menosprecio secular, que devino lugar común al mismo nivel que antes la retórica,
últimamente se han levantado las más variadas voces en su favor, como las de Jean Paulhan13 y
Ernest Robert Curtius; por otra parte, Dilthey había previsto que una fundamentación más justa
de las ciencias del espíritu podría provocar, entre otros hechos, «una nueva retórica»14. Acaso la
estilística se vincule —y aun identifique— ya que no a la antigua retórica, a esta nueva, que de tal
modo habría hecho girar su eje que hubiera abandonado sus pretensiones normativas y su
concepto de las figuras. Guiraud parece creerlo así al llamarla retórica no euclidiana —es decir, no
aristotélica.

8. Crítica literaria: Es evidente que en cuanto la estilística se propone —entre otras— la tarea
de explicar y enjuiciar un texto literario, invade el territorio de la crítica; de cierta crítica al menos.
Averiguar lo que es el propósito de la crítica, lo que a lo largo de los siglos ha intentado, llevó a I.
A. Richards a titular «El caos de las teorías críticas» el capítulo correspondiente de sus Principios de
crítica literaria15. Valgámonos de una clara distinción de Alfonso Reyes16 para poner un poco de
orden en tal caos. Al realizar él una «anatomía de la crítica» descubrió estos estratos (la palabra no
es justa: no son sucesivos): impresión, impresionismo, exegética, juicio. El primero, aunque
básico en el sentido real de la palabra, es más bien pre-crítico; los tres últimos merecen más el
nombre de crítica. El impresionismo, poco atento a la objetividad, ofrece la visión personal del
crítico sobre la obra. Sin su participación no puede realizarse crítica verdadera alguna. La
exegética o ciencia de la literatura supone, por el contrario, una serie de trabajos en torno al texto
a fin de poder llegar a una apreciación objetiva. El juicio coronará tales trabajos. De estas tres
formas, la estilística invade la segunda, según opinión de Reyes: prepara materiales para el juicio.
No es ésta la opinión de la mayoría de los investigadores de estilística. Para ellos, la estilística no

12 Un resumen de lo que fue entre los antiguos la retórica puede hallarse en La antigua retórica, de Alfonso Reyes, y en
Literatura europea 3 Edad media latina, cap. IV, de E. R. Curtius.
13 V., por ejemplo, de Paulhan: Les fleurs de Turbes, París, 1941.
14 W. Dilthey: Psicología y teoría del conocimiento, trad. De Eugenio Imaz, México, 1951, p. 8.
15 Una exposición menos pesimista se encontrará en Literary criticism. A short history (Nueva York, 1957), de W. K.

Wimsatt y C. Brooks.
16 El deslinde, p. 15 y 16.

8
realiza un trabajo previo: es la crítica. «Nueva forma que nuestra época da o quiere dar a la crítica»,
la llama Spitzer. Idea que defiende con fortuna Helmut Hatzfeld en su ensayo «La crítica estilística
como filología de intención artística».
Sin duda la estilística se ha acercado considerablemente a la crítica moderna, no decidamos
si para coincidir con ella o para proveerla de necesarios vislumbres. Cuando hayamos tenido
ocasión de recorrer todo el dominio estilístico, volveremos, ya al final de este trabajo, a mencionar
ese acercamiento.
9. Ciencia de la literatura: Será también aquí cuestión de ponernos primero en claro sobre el
concepto de ciencia de la literatura antes de relacionar a la estilística con ella. Observaciones al
respecto las hallaremos en Dragomirescu, en el volumen colectivo editado por Ermatinger, en
Kayser, en Michaud. Sin caer en laberintos sucesivos podemos aceptar que también en su caso
nos hallamos frente a una disciplina filológica: «filología general» la llamó Novalis17; y más
recientemente Sarnetki, «rama más joven de la filología clásica» 18 . Su objeto es estudiar y
comprender completamente la obra literaria. Es natural que mantenga peculiares relaciones con la
estilística, la que, en ciertos momentos, no se propone otra cosa. Esas relaciones podemos
concretarlas en dos posibilidades excluyentes: o la investigación estilística es una de las varias
empleadas por la ciencia de la literatura; o ésta y la estilística coinciden. Lo primero es sostenido
por Alfonso Reyes. Para él la exegética o ciencia de la literatura comprende tres métodos:
métodos históricos, métodos sicológicos y métodos estilísticos. El otro punto de vista lo
mantienen con no pequeña beligerancia Dámaso Alonso y S. Dresden. Ambos, simultáneamente
y con independencia uno de otro, expresaron la opinión de que de existir tal ciencia de la
literatura, de llegar a constituirse —pues con respecto a ello se manifestaban escépticos—, no
podía ser otra cosa que la propia estilística. Sobre la opinión de Alonso insistiremos más adelante.
Para Dresden, que ha consagrado un imprescindible ensayo al tema «Estilística y ciencia de la
literatura», «se ha tendido a desplegar una especie de programa de una ciencia real y empírica de la
literatura, y según mi parecer ésta no podrá jamás ser otra cosa que una cierta estilística muy
completa» (p. 204). Sin duda no es fácil decidir a favor de uno de estos dos puntos de vista; entre
otras razones porque esa estilística muy completa podría llegar a desbordar de tal manera la actual,
que acaso debatiríamos sólo sobre una cuestión de nombres.
10. Teoría de la literatura: Si con respecto a muchas de las anteriores ciencias podía (o mejor,
debía) discutirse su relación con la estilística, bien por querer devorarse ambas mutuamente, bien
porque cierto territorio les fuera común, no es ése el caso con la teoría de la literatura: no
desciende ella a estudiar los textos por sí, sino le interesa señalar lo esencial en las obras literarias —y
para ser más precisos, en la obra literaria. Mientras que la estilística puede ser estorbada por
consideraciones genéricas al intentar acercarse a una creación concreta, la teoría de la literatura,
por el contrario, debe evitar el enamoramiento con las peculiaridades de una obra, y aspirar a la
contemplación (teoría) de lo universal en la literatura. Sin embargo, no deja de ser importante
para la estilística la empresa acometida por aquélla. Pues en última instancia es la teoría de la
literatura la que puede señalar el sitio justo que corresponde al estilo en la obra literaria. Es lo que
han hecho, por ejemplo, Wellek y Warren en su excelente Teoría de la literatura, donde dejan
situado al estilo en el mejor lugar.

17 Cíe. por E. R. Curtías: en op. cit., p 349.


18 En «La ciencia literaria, la poesía y la crítica cotidiana» (p. 487), publicado en Filosofía de la ciencia literaria.

9
11. Historia de la literatura: Como la teoría de la literatura, su historia dispone de un objeto de
estudio que no debe entrar en discusión con la estilística. Mientras ésta se dirige a la creación
como hecho único, la historia subraya la imbricación de obras, la dependencia en que se hallan
unas con respecto a otras a lo largo del tiempo, la fluidez, en fin, propia de todo estudio histórico.
No es tan simple, no obstante, la separación. Pues mientras la estilística puede atender no sólo al
estilo de una obra, sino también al de una época, lo cual la lleva a consideraciones históricas, la
historia de la literatura, por su parte, necesita detenerse en obras concretas. Y en esta labor, la
estilística puede ofrecerle maneras más penetrantes de analizar una obra; maneras con las que
habrá de quedar enriquecida su visión, que así no será sólo fiel a la historia (a la que sirve. con
fechas, ambientes, influencias), sino también a la literatura (a la que a veces, no aceptando aquel
ofrecimiento, sirve bien poco).

10
ESTILÍSTICA DE LA LENGUA O ESTILÍSTICA SIN ESTILO
12. Estilística de la lengua: Hemos dicho que la estilística debe encarar la doble vida del
lenguaje: la lengua y el habla. Comenzamos prestando atención a la primera, la lengua, porque el
estudio de los medios de que todos los que hablamos un idioma nos valemos para expresarnos, el
estudio de los recursos que nos son comunes cuando queremos indicar afectos, valoraciones,
deseos, tiene que anteceder por necesidad al estudio de los medios individuales; es más, sólo
caemos en la cuenta de que algunos son individuales después de conocer los que todos en cierta
medida compartimos: enfrentados con éstos es que aquéllos verifican su singularidad. «Sólo se
puede determinar lingüísticamente», ha dicho Vossler19, «qué es lo que desde el punto de vista
psicológico y artístico posee naturaleza y valor propios, cuando se sabe qué es lo utilizable en
general, qué es lo corriente y qué lo imprescindible». Nos vemos por ello obligados a dedicar
primero atención a la estilística de la lengua. La cual supone, como lo repetiremos varias veces,
una consideración de la lengua completa; una revisión en el sentido primero de la palabra: una
re-visión, volver a contemplarla atendiendo esta vez al contenido extranocional, a todo lo que en
ella sea irreductible a esquema lógico. Por lo tanto, se trata de un nuevo asedio a un mismo
objeto: no nos dirigimos hacia otro reino que la lengua, sino hacia otro reino en la lengua. El
estudioso de estilística acepta las divisiones que suelen inferirse al cuerpo idiomático, pero al
acercarse a ellas lo que persigue es conocer cómo, a su través, logra deslizarse ese aliento
paralógico, objeto de su estudio. No rechaza los capítulos en los cuales se fragmenta o articula el
estudio de la lengua (fonética, morfología, semántica, sintaxis), pero los encara buscando de qué
manera se manifiesta lo estilístico a través de sus dominios respectivos. Y, como corona de esta
tarea que atiende a los fragmentos en que se despedaza un idioma para facilitar su estudio, existirá
desde luego la difícil labor totalizadora que se fije en el cuerpo entero y que mire a la lengua
completa —hecha de varios miembros, pero una— como instrumento expresivo. Sola forma,
además, de calibrar con justicia las partes al verlas en tensión dentro del sistema.
13. Estilística general y estilística colectiva: Aceptado que la estilística de la lengua sea una revisión
de ésta, una nueva contemplación de que la hacemos objeto, queda por ver si, así como la
lingüística general no se dedica al estudio de esta o aquella lengua, sino (según su propio nombre
indica) a lo general, a una especie de idioma arquetípico, como el péndulo sin fricción que estudia
la física; si, de igual modo, existirá una estilística general, referida a lo común a todas las lenguas. Ya
Bally se planteó esta cuestión. En su Tratado, § 20, consideró que, al menos teóricamente, podían
existir tres estilísticas: una general, que afectaría a todas las lenguas; una colectiva, referente a una
lengua en particular y en un cierto momento; y una individual. Lo que pensaba de esta última lo
hemos mencionado anteriormente. Con respecto a la primera, la estilística general, Bally observó
que es ciencia no constituida aún; y que no podrá serlo hasta que no se establezca por la sicología
y la lingüística una correspondencia sólida entre la multiplicidad de alteraciones síquicas y la de
recursos lingüísticos en todos los idiomas. En cambio, es posible una estilística colectiva, cuya órbita
se limita a una lengua en particular; de preferencia, la materna y en su forma hablada; y con otra
limitación aún: será considerada en un cierto momento de su desarrollo. Así pues, en espera de
una estilística general, existe ya una estilística del inglés, una del francés, etc. Y concretamente: del
inglés del siglo XVIII, del francés del siglo XX, etc. A esa estilística que Bally consideró colectiva es
a la que llamamos estilística de la lengua. La estilística general, que vendría a ocupar el mismo espacio

19 Filosofía del lenguaje, p. 165.

11
que la lingüística general, aunque con otras preocupaciones, es disciplina aún inexistente, de creer
a Bally.
14. La obra de Charles Bally20: En páginas previas hemos tenido necesidad de anticipar
muchas de las opiniones de Bally (1865-1947) con respecto a la estilística21: no es extraño, pues
siendo fundador de esta disciplina, estudiarla es por obligación glosar sus opiniones.
Principalmente en dos obras entregó Bally lo general de su doctrina estilística: el Tratado que
varias veces hemos mencionado; y El lenguaje y la vida. Nos referiremos a ellas evitando en lo
posible repetir opiniones que, según confiamos, hayan quedado resumidas con bastante claridad.
En el Tratado, precisando ideas que ya había expuesto en su Compendio de estilística, 1905, afirma
Bally, con voluntad de salvar la lingüística de las tareas meramente mecánicas, que «el estudio de
una lengua no es sólo la observación de las relaciones existentes entre los símbolos lingüísticos,
sino también las relaciones que unen la palabra al pensamiento, lo que es un estudio en parte sicológico»
(§ 1) ; aunque más adelante advierta que si el estudio del lenguaje se preocupa por las relaciones
entre pensamiento y palabra, el objeto de la estilística es sólo «la expresión hablada y no el hecho
pensado» (§ 1 6 ) . Tras esas afirmaciones y deslindes ofrece la definición de estilística que citamos
en la primera parte de este trabajo, y considera las tres posibles estilísticas. En sucesivas «partes»
expone los principios para delimitar (1.ª) e identificar (2.ª) los hechos expresivos, y a continuación
(3.ª) estudia los caracteres afectivos, que divide en efectos naturales y efectos por evocación. Los
primeros (4.ª) son los debidos a vínculos naturales entre fenómenos síquicos y fenómenos
lingüísticos: caso de las onomatopeyas, de los diminutivos para expresar delicadeza, etc. Los
efectos por evocación ( 5 .ª) se originan en formas lingüísticas de tal modo unidas a situaciones
dadas, que establecemos una relación constante entre éstas y aquéllas. Así, por ejemplo, hay giros
característicos de ciertas clases sociales, y al emplearlos, evocamos necesariamente las clases en
que su uso es habitual. Los últimos capítulos los consagra Bally a los medios indirectos de
expresión (6.ª), de los cuales los sintácticos le parecen típicos, y a la lengua hablada y la expresión
familiar (7.ª).
El lenguaje y la vida, 1926, es obra menos escolar que la anterior. El segundo tomo del
Tratado es un libro de ejercicios. Nada expone mejor su condición académica. Por el contrario, El
lenguaje y la vida, libro de ensayos, si de algo adolece no es ciertamente de rigidez estructural o
expositiva. Disparando hacia varios puntos, con la soltura del ensayo, Bally aclara o reafirma sus
puntos de vista, y llegado el caso rechaza los ajenos que estima erróneos, sin excesivo
almidonamiento esquemático.
Los dos trabajos principales del volumen son el que da nombre al libro y «Estilística y
lingüística general». En el primero, dice él mismo al resumirlo, se propone mostrar cómo el
lenguaje natural recibe de la vida individual y social, de la que es expresión, los caracteres
fundamentales de su funcionamiento y su evolución; y, a la vez, colocar en su cuadro sicológico el
orden de investigaciones que ha llamado estilística. Vossler, aunque acogió favorablemente este
trabajo22, objetó que el lenguaje no es sólo «función» (piénsese en el sentido matemático de este
término) de vida y sociedad; si así fuera, estaría privado de evolución independiente: sólo variaría
espejeando alteraciones vitales y sociales; cuando en verdad es más que mera función: actividad
conciente y autónoma, ejercicio del espíritu. Por otra parte, el «foso» que Bally vio entre el empleo

20 v. I. Jordán: An introduction to Romance linguistics... p. 315-24. Aquí nos ceñimos a la obra estilística de Bally.
21 v. también infra, § 19.
22 v. «La vida y el lenguaje», en F i l o s o f í a del lenguaje, p. 119-30.

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del lenguaje por un individuo en circunstancias normales y el que de él hace un literato, ya no es
aquí tan irrestañable. Aunque se niega a aceptar analogías entre la lengua hablada convencional
(lengua) y la lengua literaria, admite: «donde creemos encontrar ciertas afinidades secretas, es entre
las creaciones del estilo de un escritor y las creaciones de la lengua espontánea». Y más adelante
concede que el hombre que habla espontáneamente una lengua «la recrea constantemente»; y aún
más: esos dos tipos de innovaciones, hallazgos espontáneos del habla, y hallazgos del estilo,
derivan de un mismo estado de espíritu y revelan procedimientos muy semejantes. No importa su
insistencia posterior en separar de nuevo ambos campos (para el poeta, dice, es un fin lo que no
es sino un medio para el hombre que vive y actúa); el acercamiento que el propio Bally ha
concedido entre el idioma poético y el corriente, no puede menos que dar impulso a una estilística
de más vasta preocupación.
En «Estilística y lingüística general» Bally habla de dos estilísticas (ninguna de las cuales,
desde luego, es la estilística del habla, y menos literaria, que para él interesa sólo a la crítica o a la
historia de la literatura): una estilística externa, propia de la escuela alemana, que ve en la estilística
de una lengua el estudio de sus caracteres, los que a su vez traducen las peculiaridades espirituales
de la colectividad que la habla; y una estilística interna, que no requiere, como la anterior, una
comparación con otros idiomas —a fin de deducir características— sino que procura fijar, dentro
de una lengua, las relaciones establecidas entre palabra y pensamiento y entre lengua y vida real;
ésta es la propugnada por Bally. Al fijar el campo de la estilística, prosigue, ya se adopte una u otra
definición, la estilística abarca el dominio entero del lenguaje: fonología (en el sentido saussuriano
del vocablo, no en el que después le dio el círculo de Praga) y vocabulario, gramática.
De los ensayos restantes el de más interés es «Mecanismo de la expresividad lingüística»,
donde establece que «el lenguaje, intelectual en su raíz, no puede traducir la emoción más que
trasponiéndola mediante un juego de asociaciones implícitas».
En rápido resumen: Bally se interesó por dejar sentado que la lingüística debía estudiar,
junto a las formas idiomáticas, las relaciones que éstas mantienen con el mundo síquico del cual
son expresión. Este mundo lo vio identificado con la afectividad. La lingüística estudiaría, no la
afectividad (que interesa a la sicología), sino las formas verbales mediante las cuales se expresa. Al
capítulo de la lingüística orientado hacia esos estudios, llamó estilística. No puede ésta ser general
ni individual, pero sí de una lengua en particular y en un cierto momento de su desarrollo. Y
aunque la vida y la sociedad son reflejadas por una lengua, la estilística atenderá principalmente,
no a describir sus caracteres y mediante ellos los del pueblo que la habla (estilística externa), sino a
señalar qué variedades lingüísticas permiten la expresión de singularidades anímicas dentro de una
lengua (estilística interna). Sin embargo, sea cual fuere el punto de vista que finalmente se adopte,
el campo de estudio de la estilística es el mismo: la totalidad de la lengua (fonética, léxico,
gramática), aunque buscando en ella fines distintos a los que persigue la lingüística general;
buscando en ella, en vez del estudio de las estructuras lingüísticas por sí mismas, el estudio de
aquellas que permiten la expresión del hombre.
15. Continuadores de Bally: Como hemos visto, Bally insistió más de una vez en que la
estilística abarcaba el dominio entero del lenguaje, y que, en teoría al menos, haría falta dar
participación igual a la fonología, al vocabulario y a la gramática; «pero» —añadía— «el estado
actual de la ciencia no lo permite». Algunos continuadores de Bally, que no han aceptado su
rechazo de la lengua literaria, han querido aliviar de pesimismo a esa última frase suya,
acometiendo la empresa de considerar los recursos estilísticos de toda una lengua: eso hace Jules

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Marouzeau con el latín y el francés, aunque considerados en su dimensión literaria. Siguiendo a
Bally, reconoce que la estilística cubre todo el dominio de la lengua, y que una exposición de
estilística puede ser concebida en función de las divisiones tradicionales de la gramática: fonética,
morfología, lexicografía, sintaxis. Su Compendio de estilística francesa, 1944, está realizado a base de
tales divisiones: los diversos capítulos van considerando formas fonéticas, sintácticas, léxicas,
como recursos estilísticos dentro de la lengua literaria francesa. También Marcel Cressot ha
emprendido labor similar con referencia al francés en su libro El estilo y sus técnicas. Compendio de
análisis estilístico, 1947. Explícitamente deja sentada su coincidencia con Bally hasta el momento en
que éste decide excluir la literatura del estudio estilístico. «Nos atreveríamos a decir», afirma
entonces en sentencia que hubiera alegrado a Vossler, «que la obra literaria es por excelencia el
dominio de la estilística».
Menos fiel a Bally, podríamos acaso incluir entre sus continuadores a Giacomo Devoto,
quien postula en sus Estudios de estilística, 1950, que el investigador de estilística «en resuelta
antítesis con el crítico opta por el problema de la lengua». Pero mientras Marouzeau y Cressot, a
pesar de haber ampliado la órbita de Bally, suelen permanecer dentro de la lengua general (aunque
literaria), Devoto dedica la mayor parte de su libro a estudios sobre escritores determinados.
Podría parecer esto poco consecuente con la afirmación suya que acabamos de transcribir, si
Devoto no hubiera tenido la precaución de hacer resaltar también el concepto de «lengua
individual», que, no siendo el habla saussuriana, no es tampoco la lengua colectiva, sino más bien
el sistema lingüístico individual que caracteriza a un autor. A esa lengua individual dirige su
estudio estilístico, que no es —insiste mucho en ello— similar al del crítico. Confesamos que no
vemos cómo puede distinguirse con suficiente claridad esta lengua individual de un autor del
habla literaria de ese autor. Tememos que en el primer caso puede caerse en una trampa verbal.
Tal idea de lengua individual la reitera después Guiraud: es lo que le impide, según dice, llamar a
las dos estilísticas «de la lengua» y «del habla» (cosa que si hacemos nosotros). Sin embargo, el uso
individual que cada uno hace de la lengua, es lo que constituye el habla. Cuando hablamos de la
lengua de Hugo, estamos mencionando la manera peculiar que tuvo de utilizar el idioma francés;
desde un punto de vista estricto, es a su habla que nos estamos refiriendo. Las discrepancias,
desde luego, provienen de más lejos que de meras confusiones de términos; se deben a
concepciones del hecho lingüístico bastante alejadas, que, en última instancia, alimentan las dos
grandes líneas de trabajos estilísticos.
Una de las más recientes (y beligerantes) exposiciones de una estilística que, partiendo de
Bally, y aceptando estudiar la literatura, rechace sin embargo los postulados dé Vossler y en
especial de Spitzer (mero impresionista para él), se debe a Charles Bruneau, en su trabajo. «La
estilística», publicado en 1951, que con razón ha sido llamado verdadero manifiesto-programa.
Con el criterio defendido allí, donde niega validez científica a la interpretación estilística de
Vossler, Spitzer y Dámaso Alonso, ha publicado el volumen XIII de la enorme historia de la
lengua francesa iniciada por F. Brunot23.
Así como la estilística puede volverse hacia la lengua literaria, puede igualmente hacerlo
hacia otras formas de la lengua, como las jergas. Es lo que ha hecho, por ejemplo, con respecto a
la jerga argentina llamada lunfardo, José Edmundo Clemente en su «Estilística del lunfardo»,
destacando su necesidad, nacida del deseo de ocultamiento, las riquezas de su metaforismo, las

23Una acuciosa crítica, tanto de la teoría como de la práctica de Bruneau, a propósito de este último libro, ha sido
realizada por A. G. Juilland en L, vol. 30, núm. 2 (primera parte), abril-junio de 1954.

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otras notas que le son esenciales.

16. Estilística interna: Los epígrafes siguientes (§ 17 a 20) tratarán de dar una idea de lo que es
el estudio estilístico de una lengua considerada en sí, no como espejo de una cultura. Aunque con
intención general, hemos de referirnos de preferencia, siempre que los estudios realizados así lo
permitan, al español actual. De más está decir que iremos considerando sucesivamente, como
hizo Guiraud, la fonética, la morfología, la semántica y la sintaxis, y el por qué de estas divisiones.

17. Fonética y estilística: A través de los elementos fonéticos de una lengua, ¿es posible
comunicar el complejo mundo síquico cuya provincia más importante es la afectividad? Claro que
no respondemos a esta pregunta recordando que, puesto que el lenguaje es por esencia oral (y
escrito sólo a veces), estamos obligados a expresarnos mediante sonidos. De lo que se trata aquí
es de averiguar si es posible establecer relaciones necesarias entre hechos síquicos y otros
estrictamente fonéticos.
Platón ya se hizo esta pregunta, y respondió —o pareció hacerlo—, por su habitual boca
socrática, afirmativamente. En el diálogo Cratilo, de tanta importancia para la ciencia del lenguaje,
aseguró que existían ciertas relaciones fijas entre sonidos por una parte y sensaciones por otra: así,
rho se correspondía con la sensación de movimiento, iota con la de ligereza, psi, sigma, dseta con la
de aspiración, lamda con la de deslizamiento, etc. La consecuencia natural de este parentesco es
que la palabra, suma de sonidos pictóricos, sería una réplica fiel del objeto —o, si se quiere, de la
idea que de él tenemos— en el plano del lenguaje. En forma atenuada, la idea de correspondencia
entre sonidos y sensaciones ha reaparecido aquí y allá a lo largo del tiempo; últimamente en la
teoría voco-sensoria de A. A. Roback24. No es difícil refutar esta opinión. En no pequeña medida la
lingüística moderna está edificada sobre la idea, expuesta y defendida con gran claridad por
Saussure, de la arbitrariedad del signo. Con lo cual entendía él, no sólo que la forma verbal o
significante es arbitraria (mesa es mensa, table, etc.), sino también que es arbitraria la idea o significado
que aquella forma conlleva (la idea de rojo, por ejemplo, o de árbol no tiene que existir
necesariamente y, en efecto, no existe en muchas lenguas). No puede, pues, aspirarse a reeditar la
tesis de una relación constante y necesaria entre ciertos contenidos y ciertas formas verbales —en
este caso, formas fonéticas. Pero en cambio es aceptable que algunas de estas últimas, en
determinados estadios de una lengua, parezcan más idóneas para la expresión de ciertas
alteraciones anímicas. El determinar relaciones entre estas alteraciones y aquellas formas es tarea
de una fonética estilística.
Aun sin el deseo de realizar una investigación puramente estilística, un estudio fonético
cuidadoso no puede dejar de tomar en consideración la impresión comunicada al ánimo del oyente
por determinados sonidos. En su gran tratado de fonética Grammont dedica toda una parte (la
tercera y última) a lo que llama fonética «impresiva». Admitiendo la arbitrariedad en la
significación de las palabras —‘sombrero’, dice, podría significar ‘establo’, y viceversa, y nadie se
sorprendería—, no deja de considerar aquellas formas fonéticas que suelen producir
determinadas impresiones en el oyente, de manera casi constante: en primer lugar, desde luego,
las onomatopeyas que reproducen aproximadamente sonidos. Y en cuanto a los elementos de estas
palabras, las reduplicaciones, «que parecen haber tenido en su origen un valor más o menos
intensivo o insistente»; las vocales, con diferente valor «impresivo»: las agudas (i, ü), naturalmente

Cit. por A. A. Roback: «Glossodynamics and the present status of psycholinguistics», en Present-day psychology,
24

Nueva York, 1954.

15
aptas para expresar ruidos agudos, las «retumbantes» [«éclatantes»] (como a y o) , propias para
expresar ruidos de tal naturaleza; las consonantes, que «no son menos expresivas que las vocales»;
las aspiradas expresan un soplo, la l la idea de algo que se desliza, etc. De estas correspondencias,
sin embargo, no deduce Grammont la necesidad de la palabra onomatopéyica, ya que el ser
onomatopéyica, asegura, está determinado por la subjetividad del hablante-oyente, por el hecho
de ser sentida como tal. De cualquier manera, más que estas palabras, por las que el oyente recibe
una impresión, pero a través de las cuales no se ha realizado una expresión, interesan a la estilística las
que Grammont llama «palabras expresivas», que designan «no un sonido, sino un movimiento, un
sentimiento, una cualidad material o moral, una acción o un estado cualquiera, en las cuales los
fonemas entran en juego para pintar la idea». Y esta trasposición de lo espiritual en material es
posible gracias a la acción asociativa del alma humana: hablamos de ideas sombrías o luminosas,
estrechas o amplias, dando a los adjetivos un vuelco metafórico —por otra parte necesario, pues
la metáfora no es un lujo: es un órgano respiratorio del idioma. Gracias a esa analogía que
establecemos constantemente entre entidades diversas («Les parfums, los couleurs et les sons se
répondent», pontificó Baudelaire), vocales agudas, por ejemplo, pueden traducir la impresión de
la agudeza material de un objeto, y aun de la agudeza intelectual. Grammont aduce el ejemplo
'ironía’,, más claro todavía en el francés ‘ironie’. Todo el cuerpo de sonidos lingüísticos estudiado
con vista a su poder para imitar sonidos corrientes, es sometido ahora a nueva contemplación,
pero teniendo en cuenta su relación o analogía con otras circunstancias, especialmente síquicas.
La vinculación, empero (mucho insiste Grammont en esto), no es objetiva, sino subjetiva. Si lo
primero, si ciertos sonidos estuvieran objetivamente relacionados con determinados hechos, la
idea de la arbitrariedad del signo caería por su base; pero como se trata de que el oyente, en
determinadas circunstancias, siente tal relación, este sentimiento no altera el principio que con
tanto énfasis defendió Saussure. Tampoco es fallido aquel sentimiento: es una ilusión. Pero
—según han destacado, cada cual a su modo, von Wartburg y D. Alonso— también las ilusiones
lingüísticas deben ser tomadas en cuenta; también existen puesto que son ilusiones. El oyente se
hace la idea de que hay una relación entre sonidos y hechos espirituales: siente esa relación; ve pues
la palabra como justa, como motivada. y el ser así motivada no le impide a la palabra ser arbitraria.
Grammont observa luego otros fenómenos fonéticos: los enlaces (liaisons) y los hiatos; el
ritmo, que puede expresar equilibrio o violencia; las correspondencias de sonido, como la rima,
que puede traducir ideas de monotonía, acumulación o paralelismo, o como la armonía, que tanta
importancia tiene en el verso; el acento de insistencia, que sólo tiene valor estilístico cuando no
altera el sentido conceptual de un vocablo (la variación no es estilística entre dejó y dejo, sí lo es
entre magnífico con acento normal, y la misma palabra reforzada la primera silaba con intención
enfática); y, por último, el tono y la entonación, a los que dedica un espacio sensiblemente breve.
Aunque el libro de Grammont se refiere a la fonética general, la gran mayoría de sus
ejemplos —y ofrece considerable riqueza— es tomada del francés. Por desgracia no disponemos
en español de una obra de similar envergadura que, aunque de fonética general, estuviera realizada
desde nuestra lengua. Ni el excelente Manual de pronunciación española de Navarro Tomás ofrece,
fuera de los de entonación, ejemplos de fonética expresiva. No es ése, afortunadamente, el caso
de su Manual de entonación española, donde desarrolla esbozos de su anterior manual con el cuidado
y acierto habituales en el maestro de la fonética de nuestra lengua. En este libro, después de varias
observaciones generales, estudia cuatro tipos de entonación: enunciativa, interrogativa, volitiva y
emocional. Aunque toda frase queda teñida del estado de ánimo en que se dice, podemos suponer
una separación suficiente entre los cuatro tipos; y prescindir, a los efectos de una investigación
16
estilística, de los dos primeros: el último, por supuesto, quedará señoreando esa investigación;
pero a ésta interesará también la entonación volitiva, expresión de deseos: hemos aceptado,
conviene recordarlo, que la afectividad no agota, como creía Bally, el campo estilístico.
Para expresar voliciones nuestra lengua nos ofrece dos modos verbales: subjuntivo e
imperativo (que, como veremos al estudiar la sintaxis, pueden reducirse al primero). Pero además
de esos recursos pone a nuestra disposición formas peculiares de entonación, las cuales varían de
acuerdo con la naturaleza de la querencia. Navarro ha descrito cuidadosamente esas formas en lo
tocante al español: la entonación propia del mandato, la recomendación, la exhortación, la
invitación, el ruego, la súplica, etc.
Mayor interés reviste el estudio de la entonación emocional. Al principio del libro, nos
había advertido Navarro de su importancia: «la entonación emocional constituye el fondo
primitivo de donde, sin duda, proceden las demás formas y manifestaciones de esta materia» (p.
10). Ya en el capítulo que le consagra, recuerda oportunamente cómo el tono es con frecuencia,
más que las palabras mismas, lo que agrada o molesta; y que en el desacuerdo frecuente entre la
significación de las palabras y el sentido de la entonación, se pone más confianza en el tono que
en las palabras. De tal modo es patente la vinculación entre estado afectivo y entonación, que esta
delata lo que el gesto, la actitud y las palabras han querido vanamente ocultar; o, si todos se
dirigen en igual dirección y sentido, refuerza extraordinariamente el ‘peso afectivo’ de lo dicho. Es
más, para Navarro, mientras el vocabulario y la sintaxis se prestan sobre todo para traducir
diferencias y variantes de conceptos, los aspectos con que la emoción se manifiesta en la palabra
hablada tienen su medio habitual de expresión en los movimientos melódicos de la voz. Y, sin
embargo, no existen grupos típicos de entonación emocional que ofrezcan estructura propia y
que se distingan entre sí como los de la enunciación o la pregunta. Son estos mismos esquemas
los que, sin alterar sus líneas esenciales, expresan mediante la adición de elementos
complementarios la calidad e intensidad de la emoción que los acompaña; de tal modo que la
exclamación que lo sea de veras —y no mero grito tan sólo—, puede ser considerada en el fondo
como una enunciación o interrogación más o menos impregnada de influencia emocional. A
continuación, Navarro dedica cuidadosas observaciones a las distintas formas de entonación
mediante las cuales se manifiestan estados anímicos peculiares: exaltación, alegría, irritación,
abatimiento, etcétera. La justeza de estas descripciones de Navarro es tal, que debemos llamar la
atención sobre el logro de la estilística de la lengua que suponen. Pues implican descubrir, en
terreno en que lo personal importa tanto, esquemas generales, propios, pues, de la lengua.
Labores de esta índole —poco frecuentes, es cierto— sirven para demostrar que no menos
injusta es la opinión de Bally al negar la estilística del habla, que la de los que niegan, en el otro
extremo, la estilística de la lengua.
17 bis. Fonoestilística: Hasta ahora nos hemos referido a la fonética. Hemos dejado fuera toda
alusión a la fonología (Phonologie) en el sentido que adquiere esta palabra gracias al circulo lingüístico
de Praga. En Norteamérica, donde disfruta de singular boga, recibe el nombre de phonemics o de
phonematics. Preferiríamos, siguiendo en esto a varios lingüistas, llamarla simplemente fonética
funcional. En último análisis, esta rama nueva de la lingüística de lo que se preocupa no es (como sí
la fonética) del aspecto material de los sonidos, sino de su función en la lengua25: variantes de un

25En el «Projet de terminologie phonologique standardisée», publicado en Travaux du Cercle Linguistique de Prague, 4,
Praga, 1931, se define a la fonología como «parte de la lingüística que trata de los fenómenos fonéticos desde el punto
de vista de su función en la lengua» (p. 309).

17
sonido que sean incapaces de alterar el sentido de una palabra; que desempeñen, por lo tanto, no
obstante sus divergencias externas, función similar dentro del sistema, son realizaciones varias de
un mismo fonema. A partir de conceptos parecidos, que introducen el punto de vista estructural en
lingüística, y que son deudores de Saussure y de la teoría de la Gestalt, la fonología o fonética
funcional ha realizado notables descubrimiento. Últimamente el estructuralismo ha desbordado la
fonología, invadiendo el dominio todo del lenguaje, de lo que dan testimonio, entre otros
muchos, los trabajos de Ullmann sobre semántica26. Pero a la estilística no ha dedicado atención
suficiente. Sin embargo, Jean Mukarovsky dedicó un penetrante trabajo a la fonología y la poética,
en que observó: «Es imposible prever hoy hasta dónde llegarán, en el estudio de la obra poética,
las posibilidades de la aplicación de los métodos elaborados por la fonología, y de los resultados
concretos obtenidos por el estudio fonológico de la lengua»27. Y N. S. Trubetzkoy, el gran
representante del círculo de Praga, concedió en sus Principios de fonología, 1939, un capitulo a
«Fonología y fonoestilística». En él, a partir del triple rostro del lenguaje diseñado por Karl Bühler
(v. supra, § 2), habló de una fonología representativa, una apelativa y una expresiva: estas dos
últimas constituirían la fonoestilística, el estudio de lo extranocional en los fonemas. Dámaso
Alonso destacó, en crítica a este esquema28, cómo Trubetzkoy agiganta lo meramente nocional en
la lengua en detrimento de lo expresivo, haciendo de esta conjetural fonoestilística un débil
planeta. Pero la apreciación de lo que la fonética funcional y, en general, el punto de vista
estructural, puedan realizar en terreno estilístico, no podemos hacerla aún. Más preocupada,
como es costumbre, por el aspecto intelectual del lenguaje, ha descuidado esta disciplina lo que
constituye el objeto de un estudio estilístico. A no dudarlo, este novel acercamiento, superado el
conceptualismo excesivo de ahora, nos deparará sorpresas cuando se decida a investigar a fondo
territorios que ya tienen el hábito de esperar para más tarde el ser estudiados. Por lo pronto, no es
sin gusto que leemos en uno de los últimos libros de André Martinet, el gran fonólogo francés:
«Es claro que los fonemas ejercen con frecuencia otras funciones que la distintiva o la
demarcativa que le reconocen los manuales de fonología. Piénsese sobre todo en la función
estética, que suele abandonarse generalmente, porque no es fácil tratar de ella con algún rigor
objetivo. Pero hay todo un dominio, que no se podría caracterizar como ‘estético’ más que dando
a este término un valor amplio, casi etimológico, donde la experimentación debía poder dar
algunos resultados»29.
18. Morfología y estilística: La morfología estudia aspecto formal de las unidades de sentido
llamadas palabras: sus radicales, la formación de nuevos términos por composición, derivación,
etc. Es este capítulo (por otra parte bastante controvertido) menos asequible a lo estilístico que
los restantes, pero no deja de ofrecerle algunas posibilidades. Si bien la composición es poco dócil a
ellas en el español actual30, hallamos en cambio en la derivación campo más dócil. En primer lugar
hay que nombrar los términos despectivos, que expresan una valoración. Pero éstos interesarán a
la estilística sólo cuando realmente expresen tal valoración. Decir casucha cuando se trate en efecto
de una es atenerse a los hechos del mismo modo que decir de una casa blanca: la casa es blanca. Es
como en la broma del hombre que alegaba tener un complejo de inferioridad y a quien el médico

26 S. Ullmann: The principles of semantics, Glasgow, 1951.


27 «La phonologie et la poétique», p. 278.
28 Poesía española, p. 627-8, n.
29 André Martinet: Ecottomie des changements phonétiques. Traité de phonologie diachronique, Berna, 1955, p. 39-40.
30 R. H. Castagnino, en nota al libro de Guiraud, ha recordado la riqueza que los barrocos españoles supieron extraer

de la composición: Quevedo habló de cultigracia, jerihabla, cultalatiniparla, etc.; y Gracián de penseque y creíque (p. 67, n.).

18
le sugirió que simplemente pudiera ser inferior. La mayoría de las veces, sin embargo, el
despectivo es fiel a su nombre: supone desdén o desagrado, o deseo de aparentarlos: en cualquier
caso, expresión de parte del hablante. Y en cuanto tal, constituye materia de estudio estilístico.
No menor importancia revisten los términos aumentativos y los diminutivos. Si no
implicaran más que efectos cuantitativos, se hallarían más limitados en su radio de acción. Pero
sabemos que acompañan a esos efectos, y a veces inclusive los suplantan, otros de índole
expresiva y apelativa. En un excelente trabajo sobre «Noción, emoción, acción y fantasía en los
diminutivos»31, Amado Alonso ha mostrado la variedad del diminutivo español actual, señalando
en él una diversidad de valores: puramente nocionales, que indican sólo tamaño reducido y que,
no siendo los más abundantes, han acabado sin embargo por darle nombre: mesita; emocionales,
mediante los que se expresa un afecto: arrimaditos; de frase, expresión del temple: esperar unos añitos;
estético-valorativos, que suponen como un amoroso señalamiento, y que son del gusto de
determinados poetas (Lorca, Borges, Feijóo); afectivo-activos, que tienden a actuar sobre el
interlocutor: una limosnita; de cortesía, que atenúan al objeto también con la intención puesta en la
otra persona: un asuntito, etc. Remitimos al lector interesado al trabajo de Alonso, acaso lo mejor
que en cuanto a estudio estilístico de un aspecto morfológico se haya realizado sobre nuestra
lengua.
19. Semántica y estilística: La semántica se interesa por el sentido de las palabras, por el léxico.
Es terreno predilecto de lo estilístico. Sin embargo, a fin de no caer en una confusión ingenua, es
preciso tener en cuenta la distinción entre lo representativo y lo expresivo que estableciera Bühler. Si
lo primero, como dijimos, no es estudiado por la estilística, no lo será tampoco cuando sea
representación de algo expresivo. Es decir, si admitimos que la estilística se atiene a lo que
desborda o envuelve al contenido lógico, hay que comenzar por admitir que éste puede referirse a
cualquier objeto; uno de los cuales es el hecho expresivo en sí. Pero en cuanto la palabra implica
una conceptuación de ese hecho, la estilística, limitada a lo extralógico, no debe reclamar para sí el
estudio de ese concepto que, aunque de algo expresivo, es concepto al cabo. La palabra amor, por
ejemplo, puede ser empleada reducida a su función representativa (en la medida en que sea
posible prescindir de las otras funciones) y nadie demandará que en tal caso la estilística se ocupe
de ella a pesar de que, en cuanto sentimiento, se vincula al aspecto expresivo del hombre. Sin
insistir más en tal deslinde, vamos a aludir, como siempre con referencia a nuestra lengua, a
algunos fenómenos estilísticos en la semántica32.
Nos valdremos para la sucinta exposición de este asunto sobre todo del libro de D. Tulio
Casares Introducción a la lexicografía moderna, donde aparecen capítulos dedicados a «Estilística y
lexicografía» con muchas observaciones útiles. Aunque la atención de la obra va dedicada a la
lexicografía, la vinculación de ésta con la semántica es lo suficientemente estrecha como para
permitirnos utilizar el libro en la casi totalidad de este epígrafe.
Casares, después de mencionar las tres estilísticas de que nos habló Bally, se decide a
encarar la de la lengua; y distingue en ella (podríamos decir que a los efectos del lexicógrafo a
quien endereza el libro) una estilística objetiva y una subjetiva. Mientras la primera considera la
lengua con la más rigurosa objetividad, la segunda toma en cuenta la manera personal de
expresarse el lexicógrafo, su ideología y su temperamento. Por más que Casares dedique a esta
última páginas donosas, como las consagradas al inefable doctor Johnson, estamos obligados a

31 En Estudios lingüísticos. Temas españoles, p. 195-229.


32 v., en lo general, «Sémantique et stylistique», en S. Ullmann. Précis de sémantique franfaise, Berna, 1952, p. 45-6.

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concretarnos a la segunda. Esta, recuerda Casares, «tiene por objeto el análisis de las fórmulas
expresivas a fin de distinguir, si ha lugar, los elementos no conceptuales que las integran». Tres
tipos de elementos no conceptuales cree poder distinguir en los vocablos: afectivos, cuantitativos
y ambientales.
Dentro de la categoría afectiva considera efectos directos: llamar al policía ’agente’
(meliorativo) o ‘polizonte’ (peyorativo); e indirectos, que proceden del empleo de palabras con
sentido figurado. Estas últimas comprenden muchos de los más interesantes fenómenos del
lenguaje. I as imágenes así lo atestiguan. Añadamos —apartándonos en esto del texto casariano—
hechos como el tabú o el eufemismo. Sobre todo la extremada riqueza de las primeras (las
imágenes) y la función esencial que cumplen dentro del idioma, explican la importancia que este
estudio comporta para la comprensión del lenguaje33.
También puede aludirse aquí a las observaciones de Amado Alonso sobre ciertas
construcciones con verbos de movimiento en español34, en las que es evidente el carácter traslaticio del
sentido y que constituyen una manifestación propia del castellano. Se trata de una gran cantidad
de verbos de movimiento físico que alteran, en determinados casos, su sentido, en favor de un
movimiento interno: andar por los veinte años, caer en la cuenta, correr un albur, salir al padre, echar una
siesta, etc.
Igualmente podrían ser considerados en torno a este punto los ejemplos de uso impresionista
del lenguaje sobre los cuales llamó la atención primeramente Bally, y han realizado después trabajos
E. Richter, A. Alonso y R. Lida35. Bally observó cómo dos tendencias sicológicas opuestas
intervienen en la captación de los fenómenos y su expresión por medio de la lengua: unas veces
nos limitamos a constatar la presencia del hecho, sin distinguir en él causa y efecto; otras,
expresamos un suceso como causado por un elemento agente. No se trata de dos tipos de
fenómenos, sino de dos maneras de captarlos y expresarlos verbalmente: es, pues, una dualidad
lingüística que puede tener lugar frente a cualquier clase de acontecimientos. Ante el sonido de un
canto en el bosque podemos decir, bien que de este pájaro sale un canto, bien que este pájaro canta. El
primer modo de apercepción es fenomenista o impresionista; el segundo, causal o transitivo. Es
posible que este último satisfaga más a la lógica; pero ambos implican una estructuración de la
realidad por el lenguaje. La peculiar forma, sin embargo, en que el modo impresionista realiza esa
estructuración nos parece que hace posible el considerarlo dentro de estos efectos indirectos o
traslaticios. Ninguna palabra al cabo es recta. Llamar a unas 'metáforas’ es una manera abreviada
de decir que son 'más metáforas’ que las otras. No tan aceptable es que estos hechos sean
catalogados como semánticos. Los fenómenos impresionistas del lenguaje son fenómenos de la
expresión idiomática; es por necesidad didáctica que los apretamos dentro de la semántica, sin dejar
de reconocer que la desbordan, considerados estrictamente. Sin embargo, por ser fenómenos del
sentido, es dentro de este capítulo que quedan mejor situados.
Los efectos cuantitativos, que después de los afectivos estudia Casares, son los debidos a
aumentativos y diminutivos, y tienen mejor oportunidad de ser considerados al hablar de la
morfología.
La última de las tres categorías es para él la de las palabras que provocan efectos ambientales;

33 Sobre la imagen v., entre otros muchos: K. Bühler: op. cit., p. 386-400; H. Pongs: «La imagen poética y lo
inconsciente», en H. Delacroix y otros autores: Psicología del lenguaje, p. 88- 119; y C. Vitier: «Una tesis sobre el lenguaje
poético», en e) Libro jubilar de Alfonso Reyes, México, 1956, p. 397-416.
34 En: Estudios lingüísticos. Temas españoles, p. 230-87.
35 v. El impresionismo en el lenguaje.

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efectos que, como indica su nombre, se originan en relación con otros hechos que los rodean, y a
los que de alguna manera evocan. Bally se ha referido largamente a ellos en su Tratado (parte
quinta). En este grupo habría que incluir las palabras vulgares, las extrañas, las del lenguaje escrito
tan sólo, las que se vinculan a una determinada clase social u oficio, etc. Asaz pertenece a la lengua
escrita, y es por ello en la conversación corriente síntoma de pedantería; papá, por el contrario, a la
lengua hablada, y supone familiaridad o descuido en la escrita, etc.
20. Sintaxis y estilística: Las estructuras complejas de sentido a las que algunos autores han
sugerido que se llame construcciones son estudiadas por la sintaxis. Los elementos sintácticos
devienen tan frecuentemente recursos estilísticos, que en ello se ha reparado con facilidad, y hasta
a veces se ha creído que eran el material único de la estilística. En la sintaxis del español podremos
señalar sin dificultad rasgos estilísticos, aun cuando tampoco contamos en este capítulo con un
estudio totalizador y sistemático. Pero sí con algún valioso estudio parcial; y sobre todo con
observaciones abundantes y atinadas en el Curso superior de sintaxis española, de Samuel Gili Gaya.
Nos atendremos a él en los párrafos venideros, con algunas alusiones a otras obras.
Al estudiar las reglas de concordancia, varias excepciones son atribuidas a discordancias con
fines estilísticos. Unas veces con el propósito de participar amablemente en la actividad o estado
de nuestro interlocutor, como cuando preguntamos a un enfermo: ¿Cómo vamos? Otras, con
intención irónica decimos a quien nos molesta: ¿Esas tenemos? Ocasiones hay en que se desea
disminuir la responsabilidad diluyéndola en una presunta pluralidad; así, cuando al equivocarnos,
decimos: Lo echamos a perder. Y no sólo en cuanto al verbo: también los pronombres personales
nos ofrecen ejemplos de esta concordancia irregular. Hay un plural mayestático (Nos, el Rey) en
que la personalidad del hablante, de tan importante, se supone que abarca una multiplicidad. Y un
plural de modestia, que desdibuja la individualidad del hablante: Opinamos... Según Alonso y H.
Ureña este último plural, «a fuerza de emplearse en los periódicos cuando los redactores hablan
en nombre de la empresa [...] ha sido adoptado por los escritores individuales que publican bajo
su firma, y en vez de ser, como antes, plural de importancia, resulta plural de modestia»36. Y por
último, también esta discordancia existe en lo tocante al adjetivo: sabemos el sentido de
menosprecio que conlleva el designar a personas con demostrativos neutros: Mira eso.
La clasificación de las oraciones simples, según la entidad sicológica del juicio, nos muestra
oraciones en las cuales es patente su contenido extralógico: optativas, expresión de deseos;
exhortativas, que lo son de ruegos o mandatos; pero sobre todo las exclamativas, vehículos
esenciales del sentimiento. Estas últimas, para Alonso y H. Ureña, «no constituyen una clase
aparte, sino el modo predominante emocional de cualquiera de ellas»37.
La oración exclamativa ofrece rasgos fonéticos peculiares y comprende varios grados
dentro de su carácter sintético: en primer lugar, los gritos inarticulados, las interjecciones o los
vocativos; en segundo grado, frases exclamativas en las que hay un comienzo de análisis de la
emoción en dos o más palabras: ¡pobre de mil Finalmente, las oraciones cuya estructura es similar a
la de las enunciativas, de las que sólo se distinguen por los recursos fonéticos aludidos (y cuyo
estudio detenido ha realizado Navarro Tomás). Gili distingue un último grado de afectividad
señalado por la anteposición de las palabras más matizadas de aquélla. Así, desde el inicial
sobresalto interjectivo hasta la oración cuya carga emocional ha sido limitada al nuevo orden de
palabras, nos hemos ido moviendo hacia la proposición desprovista, en la medida de lo posible,

36 Gramática castellana, segundo curso, p. 81.


37 Op. cit., primer curso, p. 24.

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de aliento afectivo.
Entre las oraciones predicativas es dable también señalar posibilidades estilísticas. Así, por
ejemplo, en las oraciones reflexivas o recíprocas se da el caso de que las variantes pronominales,
perdiendo el oficio de complemento directo o indirecto, indiquen una participación o interés en la
acción producida: se ve en el dativo ético o de interés (Él se comió la manzana) como en las oraciones
llamadas seudorreflejas (Te estás en casa) En las oraciones impersonales a veces se usa el verbo en
sentido figurado, pero esto es fenómeno semántico y no sintáctico: Llovió improperios; otras, se
enturbia voluntariamente al sujeto con fines variados, bien en la forma normal de pasiva (Lo han
golpeado cobardemente), bien mediante el empleo de se (Se lo han dicho).
En lo que respecta al orden de colocación de los elementos oracionales, este orden, cuando puede ser
variado sin mengua o alteración del sentido lógico, responde a motivos expresivos. En lenguas
como el español, que posee en este aspecto mucha más flexibilidad que el inglés o el francés
(aunque menos que el latín), el orden puede alterarse muchísimo tanto en el habla corriente como
en las formas poéticas (¡Góngora!). En general, la prioridad concedida a un elemento supone una
mayor atención puesta sobre él. Pedro rompió un plato, Un plato rompió Pedro, Rompió Pedro un plato,
indican primacía otorgada, en el primer caso, al sujeto —fue Pedro y no Juan ni Guillermo—; en
el segundo, al complemento directo —se trata de un plato, no de una cacerola ni de una flauta,
etc. El adjetivo antepuesto supondrá, de acuerdo con lo que venimos diciendo, mayor atención de
parte del hablante hacia la cualidad que hacia el sustantivo: Corrientes aguas; Pura, encendida rosa. El
adjetivo pospuesto es sorbido por el sustantivo, al cual se limita a añadir un rasgo: La casa alta.
Pierde la preeminencia que el orden anterior le da. Salvo que se separe del sustantivo por ligera
pausa, en cuyo caso vuelve a adquirir relieve: La casa, alta, estaba... Todo esto es válido, claro
—insistimos en ello—, sólo cuando el cambio de colocación no altera el sentido, hecho este
último que es frecuente en español (no es lo mismo el pobre hombre que el hombre pobre). En lo que
respecta a los demostrativos este y ese, posponerlos otorga un sentido despectivo: compárese Esa
señora con La señora esa, Ese a l u m n o con El alumno ese.
El hecho mismo de que la construcción más frecuente tenga a su frente al sujeto se explica
porque el sujeto suele atraer sobre sí las más de las veces mayor atención. En general, la existencia
de un orden regular o lógico parece poco defendible. Basta recordar las variantes de lengua a
lengua. Sin salimos de las indoeuropeas: el latín gustaba del verbo al final de la proposición, lo que
en general rechazamos nosotros; el adjetivo suele preceder al nombre en inglés y seguirlo en
español, etc.; y aun hay variedades dentro de una misma lengua en épocas distintas. Podemos así
admitir que cierto orden, en determinado período, es más del agrado de los hablantes, es más
habitual: el hipérbaton de hoy puede ser el orden regular de mañana.
Al estudiar los tiempos verbales del modo indicativo nos encontramos con posibilidades
estilísticas ya en el primero, el presente: sabemos que hay un presente histórico, que no intenta
corresponderse con la realidad, sino trasladar al hablante a la época del suceso, con lo que la
descripción de éste cobra mayor viveza: Martí muere peleando en Dos Ríos; también un presente
referido a hechos futuros (que podría ser llamado profético, como el anterior lo es histórico), con el
cual significamos la intención presente de realizar acción futura que gana en inmediatez, en
inminencia, al ser aludida con el tiempo verbal del ahora: Me voy para Europa; por último, podemos
considerar como un presente estilístico el de mandato, en que una orden aparece, de tan confiada,
en forma puramente descriptiva: Coges la escoba y barres todo el pasillo.
Menos rico en posibilidades estilísticas, no deja de ofrecerlas el pretérito perfecto absoluto
(según la Academia, indefinido): por ejemplo, cuando queremos dar un hecho por cumplido,
22
aunque sea todavía futuro lo enunciamos en el pasado: en Chile, según S. G. G. (y en Cuba,
añadamos, sobre todo en su parte oriental), para anunciar una partida inminente se dice a veces:
Me fui, y aun más, Nos fuimos; se usa este tiempo (y también otros pretéritos) como forma
perifrástica de negación del pasado: Tuve un amigo en Aragón equivale a decir que no lo tengo ahora,
sólo que el peso afectivo es más fuerte en la primera oración.
Dentro del imperfecto podemos señalar algún uso estilístico, como el llamado de cortesía,
recurso estratégico con el que damos a entender a nuestro interlocutor que hemos iniciado algo
cuyo cumplimiento definitivo está en sus manos: Me proponía visitarlo; Quería pedirle un favor.
El antepretérito (Acad.: pretérito anterior) es tiempo raro en nuestros días; y el
pluscuamperfecto, pobre en recursos estilísticos. No así el futuro absoluto (Acad.: futuro
imperfecto): nacido de la cristalización de una perífrasis verbal que tenía sentido de obligación
(Estudiar has), perdió tal sentido y quedó como la simple designación de acto futuro; por ello es
hoy recurso estilístico cuando, desbordando la mera indicación de futuridad, vuelve a significar
mandato o prohibición: Serás bueno; No matarás; lo es, desde luego, cuando implica probabilidad
(Ustedes serán muy honrados, / Pero aqrií falta un tintero) o sorpresa (¿Será posible?)
El antefuturo (Acad.: futuro perfecto) de probabilidad puede expresar la duda del hablante:
No habré sido claro; y el de sorpresa, asombro ante un hecho pasado: ¡Habrá sido torpe!
El futuro hipotético (Acad.: potencial simple) presenta una variedad de cortesía o de
modestia similar a la del imperfecto: Querría hacerle una pregunta; otras veces permite el eufemismo
o la ironía: Juan podría ser más torpe. La forma de cortesía es compartida también por el antefuturo
hipotético (Acad.: potencial compuesto).
El subjuntivo (dentro del cual S. G. G. coloca al imperativo) es en general modo más teñido de
expresividad. Mientras que, al menos en la medida en que el lenguaje lo permite, el indicativo
tiende más a lo meramente conceptual, el subjuntivo es constante expresión de la subjetividad del
hablante: duda, emoción, deseo. Por ello, si en el anterior era cuestión de espigar algunas formas,
en este modo el mismo hecho de encontrarnos con una casi totalidad de formas expresivas
dificulta la labor: hace más de desear el trabajo que, lento y cuidadoso, vaya señalando, no la
presencia de lo estilístico (que aquí es obvia), sino su gradación, el matiz, el peso de cada variante.
Entre los oficios de las partes de la oración algunos denotan su función estilística. Tuvimos
ocasión de mencionar el orden variado que puede asumir el adjetivo, y el sentido de esta variación.
El pronombre personal, debido a que su uso en español no es imprescindible en el sujeto por la
claridad de las desinencias verbales, adquiere, en primera y segunda persona, carácter enfático:
supone insistencia en abultar al sujeto; también es enfático el de tercera persona cuando el género
de la persona es conocido, es decir, cuando hubiéramos podido prescindir de aquél. Inicialmente
fueron también enfáticas formas como A mí me parece: el uso ha acabado por vaciar de contenido
expresivo estas formas. El pronombre de segunda persona usted, que es, en general, forma de
respeto, supone, si los interlocutores suelen tutearse, enojo de parte del hablante. Por el contrario,
el tuteo entre personas que no suelen o deben emplearlo puede indicar menosprecio o descuido.
En gran parte de América (así en Cuba) vosotros ha sido sustituido por ustedes. Sobrevive en
construcciones oratorias y, en consecuencia, es considerado en la conversación corriente como
grandilocuente y afectado. Algo similar ha sucedido con el pronombre ello, confinado hoy a cierta

23
lengua escrita, como hizo ver Pedro Henríquez Ureña en cuidadoso ensayo38. Afectadas se siente
también formas que, aunque en uso, son características de la lengua escrita. De otros empleos
estilísticos de los pronombres se ha hecho mención con anterioridad.
En lo que respecta al artículo disponemos de un trabajo, como de costumbre magistral, de
Amado Alonso: «Estilística y gramática del artículo en español»39. Allí observa Alonso cómo la
bilateralidad de nuestro artículo no es, según suele repetirse, a base de el-un, pues un conserva su
antiguo valor pronominal, cuando no numeral; sino a base de presencia y ausencia de artículo.
Cuando la lengua admite esta alternancia de presencia y ausencia, el artículo destaca sobre todo la
referencia lógica al objeto real; y su ausencia, por el contrario, conlleva un conato de emoción. El
nombre sin artículo, pues, pertenece al lenguaje de la emoción y de la voluntad (dominio
estilístico), mientras que el artículo debe su presencia a las exigencias del pensamiento racional.
Piénsese en la fuerza afectiva de la frase de Martí (ejemplo aducido por Alonso) Patria es
Humanidad, y en el entibiamiento de esa fuerza si, precisando con mayor nitidez, empleáramos los
correspondientes artículos.
Después de estudiar la oración simple y el uso de las partes de la oración, Gili Gaya dedica la
tercera y última parte de su curso a la oración compuesta. También pueden señalarse recursos
estilísticos en ella. Pero debe destacarse que, en lo que toca al orden de colocación de las
oraciones yuxtapuestas, tal orden no indica —como sí entre las partes de la oración simple—
jerarquía de intereses: la que primero aparezca no tiene obligatoriamente que reclamar atención
mayor. Cuando una de ellas lleva un imperativo o un vocativo destinado a atraer el interés del
interlocutor, no pierde su primacía aunque se la posponga: Dame la cesta: la necesito o Necesito la
cesta: dámela: en ambos casos la oración cuyo verbo está en imperativo atrae mayor atención.
Entre las coordinadas copulativas la cantidad, situación o ausencia de la conjunción y puede
dar lugar a variadas formaciones estilísticas. El pleonasmo de y es la forma infantil y popular de las
narraciones: la realidad es, mediante tal pleonasmo, presentada como un mero agregado. Pero
fuera de la imitación del lenguaje popular o infantil, el polisíndeton supone un añadido creciente de
sumandos cuyo valor intensivo se basa en que, después de la conjunción, esperamos el último
miembro de la enumeración: el añadirle más de uno produce el efecto de una enumeración
ilimitada o muy crecida: Había carneros y caballos y vacas y perros y pastores. .Por el contrario, puede
prescindirse de la conjunción, lo que deja la enumeración indeterminada en su final. Con el
asíndeton se produce el efecto de una representación a la que podrían añadírsele nuevos
componentes: Fue valiente, fue hermoso, fue artista. Es recurso preferido por Jorge Luis Borges. Por
último, el uso de la conjunción al comienzo de la cláusula significa enlace —bien lógico, bien
afectivo— con lo anteriormente dicho o pensado. Ensancha, por así decir, el campo aludido: ¿Y
dexas, Pastor Santo, / Tu grey en este valle hondo, escuro...
Entre las coordinadas disyuntivas es interesante destacar —debido sobre todo al auge que ha
conocido en poesía española a partir de Aleixandre— el debilitamiento del carácter disyuntivo de
la conjunción o, lo que permite un equívoco contraste, que a la vez es equivalencia, entre dos
términos. Aunque existe en lenguaje corriente (Lenguas romances o neolatinas), es en cierta poesía que

38 Pedro Henríquez Ureña: «Ello», en RFH, a. I, 1939, num. 3. Por cierto que Henríquez Ureña, rastreando esta
forma en toda América, recuerda haber oído en La Habana lo que él consideró forma muy extraña: Él sí y Él no. Se
trata, en realidad, de las expresiones El sí y El no: formas, consideradas como vulgares, de afirmación y negación; los
adverbios son sustantivados por los artículos (no pronombres) que los preceden. Por otra parte, no creemos que el
pronombre ‘ello’ exista en la conversación corriente de Cuba.
39 En Estudios lingüísticos. Temas españoles, p. 151-94.

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ha prosperado de modo especial. Carlos Bousoño la ha estudiado con fortuna en su libro sobre
Aleixandre.
Entre las coordinadas adversativas puede señalarse el sentido enfático que suele asumir la
conjunción pero colocada al frente de las cláusulas (Pero ¿quién era él?) o dentro de frases
exclamativas (¡Bien, pero que muy bien!).
A la partícula que, capaz de tan diversas funciones, ha concedido un trabajo esclarecedor
Leo Spitzer40, subrayando entre otros, el que narrativo: QUE el estado del país; QUE el desbarajuste...
Esta rápida revisión no ha tenido por objeto en forma alguna agotar la visión de los
recursos estilísticos en la sintaxis del español hablado hoy. Sólo hemos querido desglosar de
algunos textos aquellos fragmentos preocupados por el estudio de formas estilísticas en la sintaxis
española. Conviene recordar que un trabajo de esta índole habrá de ganar notoriamente en
agudeza y precisión cuando sea emprendido en totalidad, y la lengua vista, por tanto, en su
plenitud, como sistema.
21. Estilística externa: Es Bally quien ha llamado de esta manera la estilística interesada en ver
una lengua como reflejo de una cultura, visión que él atribuyó por excelencia a la escuela alemana.
En efecto, encontramos en las obras de Vossler frecuentes referencias a esta actitud, y aun le
concedió todo un libro de ensayos: Espíritu y cultura en el lenguaje, 1925. Todavía recientemente ha
reiterado Leo Spitzer: «Lo que se repite en cada palabra es la posibilidad de reconocer, reflejadas
en ellas, las características culturales y psicológicas de un pueblo [...] el cambio de palabras implica
cambio de cultura y de sensibilidad»41. El carácter de una nación, pues, se manifiesta en su idioma.
Y también, desde luego, en otros aspectos; que no se trata de identificar forzadamente a ambos.
«No todas las veces», dice Vossler, «se refleja todo en cada espejo, como querrían hacernos creer
ciertos intérpretes de símbolos místicos, grafólogos y linguólogos. Hay muchas cosas en la vida de
un pueblo que no aparecen en su idioma, y muchas otras que se hallan en éste y, en cambio, no se
manifiestan en otros terrenos o lo hacen sólo en forma imprecisa o irrecognoscible»42. Pero en
general, para quien sabe ver, la contemplación de una lengua nos pone frente a los caracteres
espirituales de la nación que la ha forjado; por eso Terracini sugirió que este tipo de estudio se
llamara característica. Como toda creación, nos revela al creador en cuanto tal, nos muestra los
rasgos que tradujo en su obra. Este punto de vista es un obligado corolario de la idea según la cual
el lenguaje no es un organismo que se desarrolla por sí ni un eficaz sistema de intercomunicación
tan sólo, sino, sobre todo, el resultado de una creación, de una perpetua y renovada labor
expresiva. Visto así, un idioma es —junto a otras cosas, desde luego— una vasta creación
colectiva, como una gran catedral, donde es posible distinguir el rostro de una nación, de una
época. No se trata, al ver la lengua como hecho estético, de estrechar lo lingüístico, sino de
ampliar lo estético, según hizo ver mejor que nadie Benedetto Croce.
Este estudio de una lengua como trasunto de una cultura ha sido llamado también
idiomatología. En sus formas extremadas, algunos lingüistas lo han rechazado con énfasis
variado. No es sin duda difícil rebatir dos puntos: uno, el reducir el carácter de una nación a
algunas notas (la ciar té francesa o el practicismo inglés); otro, el creer que esas notas,
supuestamente fijas a lo largo del tiempo, determinan por obligación peculiaridades sintácticas,

40 Leo Spitzer: «Notas sintáctico-estilísticas a propósito del español que», en RFH, a. IV, 1942, núm. 2 y 3.
41 Lingüística e historia literaria, p. 20.
42 En Estampas del mundo románico, p. 60.

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fonéticas o semánticas43. Estudiosos como Vossler y sus discípulos mejores no han incurrido en
esas ingenuidades. La reducción —verdaderamente al absurdo— del carácter de una nación a unas
pocas y permanentes notas, aunque es error tan difundido que todos lo ejercemos a ratos, no
puede cimentar ninguna labor sería. Basta con observar un país a lo largo del tiempo para curarse
de tan delicioso desvío. Un ensayista destacó cómo el impetuoso isabelino fue luego (luego de un
imperio) el inglés flemático. Nadie espera encontrar a éste en los versos de Shakespeare. Pero la
idiomatología, en vez de obstinarse en esa búsqueda inútil, lo que puede testimoniarnos es
precisamente aquella alteración en el modo de ser de un pueblo. Pues que éste existe, una manera de
ser de los pueblos en determinados instantes, es algo evidente, que el deseo de evadir simplismos
no debe hacernos olvidar llevándonos a otro. La idiomatología sostiene que esa manera de ser
engendra una manera de decir. Y que ésta es una de las formas de conocer aquélla. Es así como
encara el estudio de esos estilos colectivos que se manifiestan en las lenguas. Generalmente se
acepta que los idiomas conceden un gran caudal de sí a la expresión: sus literaturas respectivas.
Vossler, lo hemos dicho ya, ha negado la existencia de barreras infranqueables entre lo literario y
lo no literario en una lengua: aunque existen diferencias, ambos son instrumentos expresivos. La
historia de una lengua no debe separarse tajantemente de la de su literatura: las dos,
complementándose, nos muestran lo que creó un pueblo en el orden lingüístico; y más allá, a
través de sus rasgos verbales, cómo es ese pueblo. Cuando la historia de una lengua se presenta en
su carácter estrictamente formal no es incorrecta, pero sí defectuosa: carece de su sentido último,
de aquello que, como la clave de un enigma, da sentido a la multitud de sus figuras. Ese estudio
formal es imprescindible, pero parcial. A completarlo viene la idiomatología, que se pregunta por
la intención de esas formas. Y, al responderse, halla el espíritu de una nación tras esos fragmentos,
dándoles coherencia.
El trabajo de mayor envergadura que acometió Vossler en esta dirección es su Cultura y
lengua de Francia, 1913; ed. definitiva, 1929. En este libro estudia la lengua literaria francesa desde
su momento formativo hasta el siglo XX, mostrando en cada una de sus etapas la vinculación
entre sus caracteres formales y la situación general de la cultura francesa. A ningún otro idioma en
la totalidad de su desarrollo concedió trabajo similar. Pero en ensayos breves se refirió al español:
«La fisonomía literaria y lingüística del español»44 y «El idioma y sus estilos»45, por ejemplo; y a
otras lenguas: «Idioma y nación en Italia y Alemania»46. De excelente muestra, con relación a
nuestra lengua, puede servirnos el trabajo de Ramón Menéndez Pidal «El lenguaje del siglo
XVI»47, al que estudia dividido en cuatro períodos: de Nebrija, de Garcilaso, de los grandes
místicos, de Cervantes y Lope de Vega. Pero como visión general del español probablemente la
más ambiciosa sea la del «Perfil estilístico del español» que incluye M. Criado Val en su Fisonomía
del idioma español. Enfrentándolo a otras lenguas románicas y aun germánicas, persigue los ‘índices’
estilísticos que revelan la tendencia y la personalidad de nuestro idioma. Concluye que el español es
lengua conservadora —lo que le ha permitido sobrevivir sin alteración grave a la colonización
americana—, con gran influencia popular, con tendencia a la abstracción realista y al predominio
de la acción, esencialmente personal, etc.
En Cuba, el estilo de la lengua literaria ha sido objeto de un buen trabajo: la conferencia

43 Ambas cosas hace Salvador de Madariaga en su obra Ingleses, franceses, españoles.


44 En Algunos caracteres de la cultura española, p. 49-65.
45 En Introducción a la literatura española del Siglo de Oro. p. 13-32.
46 En Estampas del mundo románico, p. 59-71.
47 En La lengua de Cristóbal Colón..., p. 51-90.

26
de Jorge Mañach «El estilo en Cuba y su sentido histórico» 48 , basada en un concepto
justamente amplio del término estilo, aunque inclinada, como el título advierte, a subrayar las
vicisitudes históricas que los estilos sucesivos traducen. Con referencia a un aspecto del
español hablado en Cuba, es interesante el ensayo de Elias Entralgo «Apuntes caracterológicos
sobre el léxico cubano»49, trabajo rico en indagaciones sobre lo que nuestras palabras enseñan
del carácter del cubano: cubanear, chivo, tángana... Un estudio estilístico de nuestra modalidad
lingüística deberá tener en cuenta estos apuntes.
Si la llamada estilística interna prescinde de toda referencia al espíritu de una nación, por
considerar esta expresión vaga o confusa; si se limita a buscar relaciones entre formas
lingüísticas de una parte y contenidos síquicos de otra, no deja de ser importante su labor para
esta estilística externa, característica o idiomatología, que no se arredra ante la vaguedad de
aquel concepto. Pues el establecimiento de esas relaciones es imprescindible aunque luego, en
vez de mecanismos síquicos, de lo que trate sea de notas compartidas por una comunidad, cuyo
conjunto integre lo que, no obstante lo molesto del nombre, debe llamarse el alma de un
pueblo. Esta estilística no puede en justicia ser incluida dentro de la designación sin estilo: trata
de un estilo, aunque colectivo y no individual. Más adelante aludiremos a la comunidad
ideológica entre la concepción de los estilos individuales y la de los colectivos (v. infra, § 23).

48 Recogido en Historia y estilo.


49 No sólo en este trabajo ha mostrado este autor curiosidad por nuestro léxico.

27
ESTILÍSTICA DEL HABLA O DEL ESTILO
22. La noción de estilo: Hemos insistido más de una vez en el contrasentido de Bally al utilizar
el término estilística (que por su formación parece tener algo que ver con el estilo) y limitarlo a la
lengua, la que supone, precisamente, dejación de lo individual, de lo que podría merecer el nombre
de estilo; mientras afirmaba que el habla sólo de modo difícil podría ser estudiada por la estilística,
y siempre que no fuera el habla literaria —paraíso, sin embargo, del estilo. El punto de vista de
Vossler, entre otras cosas, llenó de sentido el vocablo titular, llevando sosiego a los etimologistas
del porvenir. No obstante, no hay que aceptar muy festinadamente la univocidad del término
estilo. En general, nos suele bastar la definición del diccionario; por ejemplo: «manera de escribir o
de hablar peculiar y privativa de un escritor o de un orador»; pero, aparte de que el diccionario
nos ofrece, como de costumbre, muchas otras definiciones, ni la mencionada ha sido siempre la
más válida ni en la actualidad es exclusiva. Middleton Murry, en su libro El problema del estilo50,
título que supone ya el carácter problemático del estilo, distingue al menos tres acepciones
distintas de la palabra, considerada en su dimensión literaria tan sólo: 1) individualidad de
expresión gracias a la cual reconocemos a un escritor; 2) técnica de expresión; 3) fusión completa
de lo universal y lo personal, la más alta conquista de la literatura. En el primer sentido, toda
valoración queda excluida: estilo en un escritor es su expresión más o menos inconfundible,
aunque la razón por la cual no la confundamos sea su pésima calidad; podremos así decir de un
escritor discreto o correcto que carece de estilo, si sus obras pueden confundirse con las de otros
—como es el caso, casi el ideal, en ciertas publicaciones periódicas; en cambio, será poseedor de
un estilo aquel cuyas obras reconozcamos, aunque ese reconocimiento se deba a sus reiteradas
torpezas. En el segundo caso, nos hallamos en el extremo opuesto: estilo es corrección, dominio
del instrumental lingüístico y, en fin, como dijo alguna vez Juan Ramón Jiménez, «fantasía,
propiedad, analogía, prosodia y ortografía»; tiene que ver más con la escuela que con la literatura,
y es lo que nos autoriza (o nos tienta) a decir que los escritores franceses, por malos que sean,
tienen buen estilo. Un desprendimiento de este punto de vista según el cual el estilo es exterior al
escritor y supone el cumplimiento, por parte de éste, de una serie de normas, es la existencia de
diferentes estilos de acuerdo con el diapasón de la obra: elevado, llano, etc. El tercer sentido de la
palabra, de alguna manera, regresa al primero, pero le injerta, como condición imprescindible, la
existencia de una fuerte personalidad, cuya expresión sea no sólo reconocible, sino digna de ser
reconocida; en cambio, se aparta del segundo sentido, del escolar: admitimos que escritores como
Marlowe, como Vallejo, a pesar de presuntos defectos, poseen en alto grado estilo, es decir, lo
único que de veras los hace grandes escritores.
¿Cuál de estos sentidos preferimos, cuál fundamenta los estudios de estilística?
Comencemos por la respuesta negativa. El segundo sentido no es el que aceptamos. Si bien no es
exagerado decir que ha sido el preferido, casi el único, hasta el siglo XVIII, no es menos cierto
que, desde entonces, ha ido siendo abandonado con énfasis relativamente grande. El sentido
actual de la palabra estilo queda así reservado a las otras dos posibilidades; pero no a una de ellas
sólo: en verdad podría decirse que oscila de una a otra: unas veces se toma en el sentido de
manifestación peculiar de alguien —sea quien fuere; otras, es menester que ese alguien lo sea de
veras: es decir, que tenga individualidad suficiente y valiosa en grado tal como para dejar marcada
con una impronta peculiar y estimable toda obra suya. Por extensión se concede la tenencia de un

50 Publicado en español con el título El estilo literario.

28
estilo a una época, a un círculo cultural, etc., de similares virtudes. «Estilo», dice Dámaso Alonso,
«es todo lo que individualiza a un ente literario: a una obra, a una época, a una literatura». Como
tendremos ocasión de repetirlo, esta noción es imprescindible para la aparición de los estudios
estilísticos, pues es ese estilo el que se proponen investigar. Y es a partir del siglo XVIII que,
rechazando una tradición milenaria, comienza a aceptarse esa profunda modificación en su
sentido.
23. Aproximaciones al concepto de estilo: No importa lo antiguo que sea el término estilo51, en
cuanto lo consideramos como forma de lo individual, según acabamos de hacer, podemos afirmar
que es un concepto perteneciente al mundo barruntado en el siglo XVIII por pensadores como
Vico y Rousseau, expresado en el Romanticismo y continuado, acaso intermitentemente, hasta
hoy. Y ello por una razón evidente: es esta época la que realiza el descubrimiento de la esencial
historicidad del ser humano52, de que éste, para decirlo en los términos extremados de Ortega, no
tiene naturaleza, sino historia: es su historia. Las épocas anteriores habían descansado en la
creencia en una naturaleza humana compartida en el fondo por todos los hombres. Si diferencias
había, no eran debidas a divergencias entrañables, íntimas (pues en la última intimidad dábamos
con una naturaleza humana común), sino a separaciones exteriores: a la distinta altitud a que llegó
cada uno al tender hacia la meta común. Lo que se llamaba estilo podía, pues, enseñarse: consistía
en una serie de artificios (hoy dirán ciertos epígonos: técnicas) para alcanzar con mayor eficacia
los fines propuestos. La retórica proveía con generosa abundancia esos artificios. Juzgar, después,
las obras realizadas mediante ellos, no era sino eso: juzgar los artificios, ver si se usaron los justos,
si en sitio debido, etc.
Cuando, por el contrario, consideramos que no existe una naturaleza humana, una forma
consistente de ser hombre, sino, en su lugar, una multiplicidad de variantes a lo largo de la
historia, cada hombre adquiere así una calidad única, y su expresión, en la medida en que es
genuina, en la medida en que responde cabalmente a la autenticidad de quien se exprese, no podrá
ser sino única a su vez, manifestación de un espíritu irrepetible. Esa manifestación única de un
espíritu único es lo que hoy llamamos estilo.
Impuso el Romanticismo esta idea con la beligerancia que conocemos, rechazó la urdimbre
retórica por inútil (¿cómo aplicar a todos, diversos como somos, patrones iguales?) y postuló que
juzgar una obra no era calibrar su adecuación a normas, sino comprender y estimar la
individualidad que supone.
He aquí, presentado con ingenua simplicidad, por qué el concepto de estilo, en cuanto
rostro de lo personal, es un concepto moderno. Y lo debemos fundamentalmente al
Romanticismo —filosófico tanto como literario— y al pensamiento posterior (Dilthey, Croce,
filosofía de la existencia) que, al subrayar la historicidad del hombre, destaca, por una parte, su
esencial multiplicidad; y por otra, la identificación con sus creaciones.
Esta idea del estilo como expresión de una peculiar manera de ser no se limitó al individuo:
esa peculiar manera de ser podía referirse a todo un pueblo. Así lo hizo ver, quizás primero que
nadie, Winckelmann en su Historia del arte en la antigüedad, obra en que se dejó de concebir el texto
sobre arte como una descripción minuciosa de obras aisladas (Pausanias), un tratado técnico

51 Desde luego, es fácil remitirlo a la Retórica aristotélica, y a obras posteriores, como el Peri Hermeneias atribuido a
Demetrio, que suele t r a d u c i r s e Sobre el estilo (así en la Loeb Classical Library: On style).
52 v. R. G. Collingwood: Idea de la historia, trad. de E. O’Gorman y J. Hernández Campos, México, 1952; y J. Ortega y

Gasset: Historia como sistema, en Obras completas, Madrid, 1952, vol VI.

29
(Vitrubio) o una suma de biografías (Vasari): se vio el arte plástico griego en su articulación
íntima, como expresión de un pueblo en los varios momentos de su vida; como un estilo colectivo.
«El objeto de una historia del arte razonada consiste, sobre todo, en remontarse hasta los
orígenes, seguir sus progresos y variaciones hasta su perfección; marcar su decadencia [...] y dar a
conocer los diversos estilos y características del arte de los distintos pueblos, épocas y artistas»53. De ahí el error
de Walter Pater al incluir a Winckelmann como una de las figuras de su hermoso friso El
Renacimiento. Winckelmann no es un renacentista tardio. Su concepción del arte clásico no
prolonga los éxtasis admirativos y gustosos del momento renaciente. Por el contrario, anuncia al
Romanticismo, y prefigura las posteriores concepciones históricas. Su manera de ver en totalidad,
como estilo colectivo, el arte de un pueblo, alcanzará notables desarrollos: La esencia del estilo gótico,
de Worringer, es excelente ejemplo en nuestro siglo. Y, en alguna medida, le son deudoras las
prodigiosas deformaciones spenglerianas. Wólfflin distinguirá estilos no de pueblo sino de época
—Renacimiento y Barroco en su caso. Pero siempre se trata de dar a la palabra estilo el sentido de
marchamo distintivo —de un pueblo, de una época, de un individuo. El estudio de las artes
plásticas, que desde luego trabaja con material bien distinto que los estudios de lengua y literatura,
ha desarrollado un valioso instrumental en la consideración de los estilos colectivos54. La estilística
lingüística, manteniendo relaciones que pudiéramos llamar simbióticas con la de las artes plásticas,
no ha dejado de considerar los estilos colectivos. Tuvimos ocasión de aludirlos a propósito de la
estilística externa, que observa cada lengua como estilo de una comunidad. Algunos trabajos se
refieren al lenguaje de una época o de una generación55. Pero es a los estilos individuales a los que
ha concedido más atención.
El concepto de estilo visto como expresión de una persona o de una comunidad, afirmado
en el siglo pasado y clarificado en éste, encontrará en la estilística su disciplina.
24. Aproximaciones a la labor estilística: Perdida la posibilidad de utilizar un conjunto de
normas para establecer a base de ellas juicio sobre la obra literaria, y menos para comprenderla,
fue menester un nuevo acercamiento, una nueva manera de interpretar y enjuiciar las creaciones.
El Romanticismo había pulverizado por desbordamiento las estimaciones verbales propias de la
retórica: esa destrucción era su fase negativa; tenía después que buscar nuevas vías, nuevos
acercamientos para comprender la obra. Entre los tanteos en busca de esos acercamientos,
ninguno tan resonante como los debidos a la pesada mano positivista, que todavía causa
devastaciones en predios críticos y menos críticos. Puesto que la investigación verbal se había
confundido con la retórica, y ésta había demostrado su ineficacia última como criterio estimativo,
se creyó en la ineficacia de toda investigación centrada en el idioma: siguieron éstas existiendo
ciertamente, pero sin pretender ya explicar la obra: más bien como solaz de gramáticos y para
proveer de citas a vastos diccionarios.
La investigación responsable fue al otro extremo: era necesario levantar la mirada por
encima del tejido de palabras. Y se levantó. Hasta que casi no se vio ya la creación literaria; en
cambio se vieron razas, climas, clases, momentos históricos, disgustos conyugales, locura para
Luis de Góngora, una mujer morena para Shakespeare. Todo se explicaba por casi todo, y a la
postre la polvareda se tragó las líneas de la novela o del poema. Hoy, por debajo del ruido, la

53 Johannes Joachim Winckelmann: Historia del arte en la antigüedad... trad. de Manuel Tamayo Benito, Madrid, 1955, p.
96 [El subrayado es nuestro].
54 v. Luis de Soto: Los estilos artísticos, La Habana, 1944.
55 v. Joaquín González Muela: El lenguaje poético de la generación Guillén-Lorca, Madrid, 1955.

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estilística ha regresado a ellas. No importa cuánto diferencie a la estilística de la retórica, esto las
acerca: atenerse a las obras literarias. Es este último hecho sin duda el que ha llevado a Hatzfeld a
llamar a la estilística así considerada «fenomeno-lógica», y a emparentaría «con la misma tendencia
de la filosofía de Husserl y de la ‘Gestalt-Psychologie’»56. Sea como fuere, es lo cierto que la
estilística procuró abordar de nuevo la obra literaria en su organismo verbal. La sorpresa o el
encanto de los sonetos shakespirianos, parece decirnos, quizás se deban a amores regulares o
irregulares; pero evidentemente a una estimación de ellos le es lícito prescindir de tales detalles
emocionantes que lo mismo hubieran podido provocar sonetos que la cárcel. La verdadera
preocupación por la poesía no se demora en explicar por qué surgió una obra de arte (cosa que, en
su sitio, también puede interesar) sino por qué es una obra de arte. En último extremo no puede
menos que señalarse que este cambio en el punto de vista es similar al que paralelamente ocurre
en otros órdenes de la cultura: de la apreciación genética se ha pasado a la estructural. Por ello, en
la consideración de la obra de arte literaria, la estilística, en vez de perderse en la equívoca selva
factorial, entra en la obra, lee. Y lee deteniéndose, sopesando, buscando; siente a la vez la
totalidad y los fragmentos, y cómo una y otros mutuamente se alumbran: y así hasta que cada
resquicio ha entregado su excelencia. Desde luego que una obra no es comprensible sino en su
contexto. Ya dijimos que hay una ciencia de éste: la filología. Pero la estilística viene a proveernos
de maneras para pasar del contexto al texto; maneras más penetrantes que las ingenuas —y por lo
demás imprescindibles— del mero lector. Es con tales intenciones que Vossler, y sobre todo
Spitzer, llegaron a desarrollar, como más tarde veremos, una nueva forma de asedio a la obra
literaria. Forma que no carecía de antecedentes o aproximaciones. Mencionaremos sobre todo
tres: la exégesis bíblica, la crítica de las bellezas y la explicación de textos. Cada una de ellas ha
intentado también ceñirse al texto con objeto de comprenderlo cabalmente. No se trata, sin
embargo, de investigaciones estilísticas. En la primera, porque su intención es sustancialmente
extraliteraria; en la segunda, por su autolimitación a determinados momentos de los textos
clásicos y el deseo de señalar allí, más que huellas individuales, cumplimiento o coronamiento de
exigencias. La tercera, la explicación de textos, es la que más cerca ha estado de un trabajo
estilístico. Es más, algunas labores consideradas como ejemplo de este último pueden asimilarse
sin dificultad a aquélla. Y cuando recientemente Carlos Bousoño habla de una estilística «externa
o descriptiva» al lado de una «interna o explicativa»57, no hace sino identificar la explicación de
textos (que sería la primera) con la verdadera estilística. Pues la explicación, faena propia de la
escuela francesa, consiste primordialmente en la minuciosa observación de las construcciones
gramaticales en una obra. Si no se trata en ella tampoco de análisis estilístico, es porque no está
basada en una concepción moderna del estilo. Prefiere la que consideramos como acepción
segunda de la palabra, según Middleton Murry: sujeción a determinadas normas. En la explicación
francesa se va atendiendo a las formas y las normas, no a las formas y la voluntad expresiva del
autor. Pero indudablemente sus métodos son los más cercanos antecedentes de los estilísticos.
No llegan a serlo, repetimos, porque en lo tocante al estilo prefieren arrimarse a la retórica antes
que a la estilística. Y acaban desembocando en la clase, en la didáctica: es gracias a ellas que los
escritores franceses adquieren, siendo alumnos de Liceo, esa eficacia que hizo decir a un escritor
suramericano: «el francés se deja escribir por cada francés; para escribir bien en castellano se
necesita ser un genio». A lo que algún optimista de la pedagogía podría añadir: o haber estudiado

56 Bibliografía crítica..., p. 100.


57 En «Nuevo concepto de estilística».

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según los métodos de los franceses y no los mostrencos nuestros.
No obstante tales diferencias, cada una de las mentadas aproximaciones continuaba siendo
fiel a la construcción verbal del texto (una para desentrañar su oculto sentido; otra, para señalar
felicidades estéticas; otra, en fin, para desmontarla con fines didácticos), y en tal sentido, de cierta
manera, anticipaban en lo externo el asedio estilístico.
25. La escuela idealista alemana58: La lingüística surgió como disciplina autónoma a principios
del siglo XIX, vinculada a la ideología romántica y dando por sentado el carácter creador de la
lengua. Humboldt ejemplifica a cabalidad este momento, que pensadores como Herder habían
prefigurado. La lengua no era vista en calidad de organismo independiente. Se mantenía,
precisamente con gran énfasis por Herder y Humboldt, lo contrario: que un idioma estaba de
necesidad unido al pueblo que lo hablaba, y que ocuparse de uno era ocuparse del otro. La
aceptación del criterio positivista, a mediados del siglo, alteró de raíz estos estudios. Con el deseo
de hacer ingresar en ella los métodos de las ciencias naturales, se separó del lenguaje todo lo que
supusiese expresión. El lenguaje era el vehículo del pensamiento: de éste se ocupaba la sicología;
de aquél se ocuparía la lingüística, atenida sólo a su complejidad formal. Así adquirieron especial
relieve estudios como la fonética, en que tanta importancia ostenta la mera cuantificación. La
filología, en cambio, preocupada como se halla por la literatura, debía ser separada de esa
disciplina puramente objetiva en que iba convirtiéndose la lingüística. Durante cierto tiempo se
llegó incluso a mantener que ella no era sino otra de las ciencias naturales. Lo que suele llamarse
espíritu, poco (si algo) tenía que hacer allí. No todos los lingüistas, desde luego, aceptaron tales
alteraciones. Fieles de alguna manera a la orientación inicial de la ciencia permanecieron autores
como Michel Bréal, iniciador, significativamente, de los estudios semánticos, los que por versar
sobre el sentido se resisten a la simple medida; y como Hugo Schuchardt, quien señaló el papel
del gusto en el cambio fonético, y en cuya obra encontrarían apoyo corrientes posteriores. Pero
no fue hasta la aparición en este siglo de la obra de Karl Vossler que se produjo dentro de la
lingüística un vigoroso rechazo del positivismo; y por ende, un reverdecimiento de la
identificación de lengua y creación que tantos románticos habían postulado. Vossler llegó a
agrupar entorno suyo un apreciable conjunto de investigadores que siguieron o desarrollaron sus
ideas. Así se ha podido hablar de una escuela llamada idealista, que a veces, por el sitio donde
Vossler impartiera principalmente la docencia, se particulariza como «escuela de Munich»59. A ella
pertenecen, a más de Vossler, Leo Spitzer, Eugenio Lerch, en primer lugar. En su misma
dirección, con independencia mayor o menor de esta escuela, se manifestaron investigadores en
campos cercanos de la cultura, como Oskar Walzel, Hermann Pongs o Erich Auerbach, algunos
de los cuales, junto con los anteriores, han sido señalados por H. Gumbel60 como representantes
de «la nueva filología». Es a esta nueva filología que la estilística debe su riqueza mayor, la
amplitud actual de sus proyecciones. Al volver a aceptar aquel vínculo entre nación e idioma,
estudiar éste fue de nuevo una manera de conocer aquél. El estudio de una lengua se encontraba
siempre con un estilo: el de la comunidad que la hablaba. Y esto era aún más visible si de la lengua
pasábamos al habla, al uso que del idioma hace un individuo. De tal modo, la estilística, según va a
entenderla esta escuela, culmina los estudios lingüísticos, y se interesa por la lengua tanto como
por el habla, viendo a ambos como estilos —de un pueblo, de un hombre. Puede entonces

58 v. Iorgu Iordan: An introduction to Romance linguistics..., cap. II.


59 J. de Echave-Sustaeta: Epilogo de la Historia de la lingüística de Guillermo Thomsen, Barcelona, 1945, p. 157 y s.
60 En «Poesía y pueblo» (p. 81), publicado en Filosofía de la ciencia literaria.

32
preguntarse por qué colocamos a estos autores (ya otros cercanos a ellos, como Amado Alonso)
dentro del capítulo estilística del habla, cuando no se limitan a ella, cosa que sí hará, por ejemplo,
Dámaso Alonso. Admitimos que toda ubicación es, en parte al menos, deformante; pero,
obligados a ello, hemos preferido este sitio para colocarlos porque sin duda ven en la estilística del
habla la meta de estos estudios que, por así decir, no les parecen poseedores de sentido último
sino vistos desde el habla. Es más, exagerando (con voluntad aclaratoria), podría decirse que
cuando Vossler y Spitzer se refieren a la lengua, no hacen sino pensar en un habla colectiva;
extraindividual, sí, pero no extrapersonal; sólo que la persona es entonces una colectividad. No
vamos a insistir en esta discusión, cuya endeblez no se nos oculta. Pero nos parece útil a fin de
explicar la situación de estos autores en estas páginas.
26. La obra de Karl Vossler: Como en el caso de Bally, al llegar a referirnos concretamente a
los aportes de Vossler (1872-1949) a esta disciplina, nos encontramos con que hemos ido
dilapidando en el camino mucho de lo que debía haber sido sola riqueza de este apartado.
Intentaremos, no obstante, de manera también similar a como hicimos con Bally, presentar un
resumen de su ideario estilístico, sin insistir demasiado en aquellos aspectos a que hayamos
aludido.
Sus primeros trabajos se hallan profundamente influidos por las ideas que al iniciarse este
siglo expuso Benedetto Croce (1866-1952) en su Estética, 1902. No es ésta ocasión de detenernos
a examinar este libro, por otra parte capital en el pensamiento moderno. Bástenos recordar su
identificación de conocimiento intuitivo y expresión, según la cual «el espíritu intuye haciendo,
formando, expresando»; y por lo tanto, como la estética tiene por objeto la expresión, y ésta es
estudiada también por la lingüística, su idea de que ambas disciplinas no son sino una, lo que
explica el título completo de la obra: Estética como ciencia de la expresión y lingüística general. El punto
de vista crociano tuvo amplia y fructífera resonancia en los predios lingüísticos gracias a la pronta
aceptación que le concedió Vossler, y a la polémica a que se lanzara tempranamente en su
defensa. Su primer libro orientado en este sentido fue Positivismo e idealismo en la lingüística, 1904.
Fácilmente se comprende por su título que la obra es de las que, en los últimos años del siglo XIX
y principios de éste, comenzaron a rechazar el positivismo, triunfante pocos lustros atrás en todas
las ramas del saber. En el caso de Vossler se trataba de un ataque frontal dentro de la lingüística,
en la cual el positivismo, desde Schleicher al menos, disfrutaba de casi indiscutida primacía. Pero
no sólo en el orden lingüístico fue renovador el libro de Vossler: Raimundo Lida ha recordado
recientemente cómo «en lo que atañe a la teoría de la literatura y en especial a la teoría de la
historia literaria, Positivismo e idealismo en la lingüística, anterior en dos años a Vida y poesía, de
Dilthey, abre también el fuego contra el determinismo positivista de la época, con Wilhelm
Scherer como máximo representante en Alemania»61. Para ceñirnos a lo que nos interesa ahora
primordialmente, Vossler, al aceptar la identificación entre lenguaje y expresión espiritual, se
opone a la concepción positivista, que se contenta con «conocer la lengua, no en su fluencia, sino
en su estado». No es que niegue la utilidad de estudiarla «como algo dado y concluido» (¿no se
piensa en lo que Saussure va a llamar después lengua?), y en el provecho que puede obtenerse al
descomponer el lenguaje vivo, con fines didácticos, en frases, períodos, palabras, sílabas y
sonidos; pero el «error se origina cuando se empieza a imaginar que dicha clasificación tiene su
fundamento en el propio organismo del lenguaje humano», siendo en verdad éste unitario cuerpo

61 En Prólogo a la edición española de Cultura y lengua de Francia, p. 20-1.

33
expresivo, en el que hay que estudiar, sobre todo, ese instante personal, creador, que Saussure
llamará habla. Por lo tanto, aun respetando las divisiones metodológicas que el positivismo
propone en la lingüística, puesto que el lenguaje debe ser contemplado como evolución del
espíritu, en vez de ascender de las más pequeñas unidades parciales a las mayores, avanzaremos
inversamente, partiendo de la estilística y pasando a la sintaxis, y de aquí a la morfología y a la
fonética. La alteración es clara. Mientras que Saussure, llevando a plenitud una aspiración del
positivismo, hablará de lengua (lo social) y habla (lo individual), y afirmará que la lingüística debe
prestar atención especial a la primera; Vossler, aunque sin precisar tan nítidamente su
nomenclatura, corrige, más que a Saussure (el Curso de éste no se publicará sino doce años
después), a las tendencias que Saussure perfecciona, y afirma que, por el contrario, el momento
creador —podríamos llamar: poético— es el que requiere atención primordial de parte de la
lingüística. De ahí que no se comenzará por estudiar las más pequeñas unidades parciales, sino el
lenguaje en cuanto creación; y, en consecuencia, el capítulo que sirve de pórtico de entrada es la
estilística, que considera precisamente al lenguaje en cuanto poético. El término estilística no se halla
todavía cargado aquí de todas las determinaciones que irá asumiendo durante medio siglo. Ni
siquiera se detiene Vossler a clarificarlo, pues no se proponía utilizar el término, ya en uso, para
designar una nueva disciplina; cosa que sí hará, poco tiempo después, Bally (el libro de Vossler es
de 1904; el Compendio de Bally de 1905, y su Tratado de 1909). Le bastó el sentido que ya tenía el
vocablo. Pero ese sentido no era el que después de Bally adquiriría; ni siquiera para el propio
Vossler, obligado entonces a puntualizar. En este libro, sin embargo, tiene ya la palabra relación
con el estilo, y éste con el rasgo individual, lo que hizo que Vossler no se viera obligado a
abandonar el vocablo sino a precisar su contenido. Paradójicamente Bally, que sí se tomó desde el
primer momento el trabajo de aclarar el sentido del término, porque de hecho nombraba él así
una disciplina incipiente que requería bautizo, empleó de manera forzada la palabra, al no tener
que ver con el estilo, y aun llegó a confesar: «es quizás una debilidad haber retrocedido ante la
creación de un término nuevo». Esta venturosa debilidad nos salvó de una inútil duplicidad de
voces, y acaso no hacía sino traicionar, de parte de Bally, la secreta sospecha de que, a pesar de su
empeño en apartar al estilo, éste yacía bajo sus preocupaciones, y debía aflorar finalmente para
coronar su tarea y convertir la debilidad en profecía. Sea como fuere, es de celebrar esta
coincidencia de nombres; que, de hecho, sólo es coincidencia, para decirlo en términos lógicos, en
el género próximo: la diferencia específica consiste en que Bally se está refiriendo sólo a la
estilística de la lengua, y Vossler, de preferencia (aunque no con exclusividad) , a la del habla. En
sus propios inicios, pues, la escisión aparece planteada.
En su siguiente libro, El lenguaje como creación y evolución, 1905, Vossler prosigue su polémica,
no desdeñando a ratos argumentos extremados de que después él mismo habría de desdecirse.
Con referencia a nuestro estudio nos importa destacar su reiterada tesis del lenguaje como
creación. No son causas extrañas las que determinan los cambios lingüísticos: es la voluntad
estética la que los provoca, como había visto ya Schuchardt. Consecuente con esa idea, Vossler
afirma en lo tocante a los cambios fonéticos que éstos se explican por un «acento estilístico» del
cual el hablante, desde luego, es conciente. Esa participación de lo estético se ve con mayor
claridad si nos desplazamos de la fonética a la sintaxis, donde es evidente la alteración estilística;
sobre todo en obras literarias, en las cuales es máxima la conciencia del autor. A continuación
ofrece un ejemplo de análisis estilístico de la fábula de Lafontaine «Le corbeau et le renard»,
ejemplo que recogerá después en su Lafontaine y sus fábulas, 1919, y que es excelente anticipo de lo
que realizarán en los años venideros sus muchos discípulos: interesado en descubrir cuanto haya
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de especial y particular en una obra de arte, vista como libre creación del espíritu —no obstante
las determinaciones materiales provocadas por circunstancias de espacio y tiempo—, se acerca
cuidadosamente al poema como hecho verbal, a fin de descubrir el sentido de cada alteración, el
secreto de su peculiar espíritu. El método de la estilística literaria está aquí ya, y sólo recibirá en lo
sucesivo enriquecimientos, no correcciones.
Del resto del libro nos interesa sobre todo su ejemplo de la historia del francés, en que, de
modo necesariamente esquemático, intenta una visión estilística de los orígenes del francés;
esbozo que habría de dar, años después, y tras distintas reelaboraciones, su Cultura y lengua de
Francia. Este ejemplo, junto al anterior análisis de la fábula de Lafontaine, constituyen excelentes
muestras de la amplitud que desde sus comienzos tiene la labor estilística vossleriana: mientras el
uno se dirige a la institución colectiva (lengua) , el otro atiende a la creación individual (habla),
rompiendo así o, por mejor decir, no estableciendo nunca el círculo en que va a quedar limitada la
labor de Bally.
Más reciedumbre y amplitud adquirieron los temas de Vossler en su siguiente libro teórico,
traducido al español con el título Filosofía del lenguaje, 1923. Acaso el tema esencial de este libro es
el sentido en que hay que entender la gramática de una lengua: siendo en principio un conjunto de
normas, cuando trata de buscar respaldo para ellas en expedientes lógicos, sociológicos o
históricos, yerra, pues la razón última de esas normas es estética. De aquí que sólo la comodidad
justifique la separación de la historia de una lengua de la de su literatura: el lenguaje en cuanto
actividad productiva es arte, y la creación lingüística comprende desde los cambios de un sonido
por otro hasta las obras de mayor envergadura. No hay procesos mecánicos en la lengua: incluso
los que más lo parezcan se remiten en última instancia a las determinaciones culturales de un
pueblo. En cuanto al individuo, las formas gramaticales de su lengua aspiran a coincidir con la
articulación sicológica de su pensar miento. Esta articulación no siempre es perfecta: unas veces
por insuficiencia gramatical o sicológica; otras, por creación, por rompimiento en busca de una
nueva forma. Este último caso interesa sobremanera a la estilística. De hecho, son desajustes de
esta naturaleza los que pueden darnos la peculiaridad de un individuo, es decir, la marca de su
estilo. Vistos desde el lado de la gramática, pueden tratarse de errores; vistos desde la estilística,
acaso sean rasgos creadores. Pues la gramática habla en nombre de lo social y exige servidumbre a
la norma a fin de que los términos se conserven inalterables. El lenguaje es fenómeno social y esa
inalterabilidad es lo que garantiza su eficacia. Pero a la vez amordaza al individuo, quien para
expresarse necesita cambiar a su manera, de acuerdo con su peculiar forma interior de lenguaje, el
idioma recibido. Forma interior de lenguaje llamó Humboldt a la manera especial de ver en una
lengua, que caracteriza bien a un pueblo, bien a un individuo. Transcribimos el ejemplo que
ofrece Vossler para dar a comprender este concepto capital: «Cuando los alemanes llaman a la
pupila, Pupille, con un extranjerismo, y los españoles niña del ojo, y los griegos core, y los latinos
pupula, en todos ellos la forma interior de lenguaje es la misma, a saber, la idea de que se ha de
pensar la pupila como un espejo en que aparece una niñita o una muñe- quita. Pero cuando los
alemanes la llaman Augen- stern (estrella del ojo) y los franceses prunelle (ciruelita), tenemos
entonces dos formas interiores de lenguaje diferentes, a saber: en un caso, la idea de que se ha de
pensar la pupila como una estrella, en otro como una ciruelita; y cuando el alemán dice Sehloch
(agujero de ver), entonces ya se piensa otra cosa distinta: que el ojo tiene un agujero. Mientras que
en realidad no hay más que un sitio que deja pasar la luz, y no existe ni agujero ni estrella, ni
ciruela, ni muñeca, ni niña» (p. 244-5). Prescindimos de muchas otras importantes alusiones de
este gran libro de Vossler; algunas hemos mencionado ya, como las que dedica al ensayo de Bally
35
«El lenguaje y la vida» (que había aparecido en 1913, y se recogería después en el volumen de igual
nombre).
Pero Vossler no se limitó a su imprescindible labor teórica ni a estudios de estilística de la
lengua, como Cultura y lengua de Francia. Quizás lo que más renombre le dio fueron sus trabajos
críticos sobre escritores de varias literaturas (italiana, francesa, española, si atendemos a la
evolución cronológica de sus intereses). Estas labores se inician con un ensayo juvenil sobre
Cellini (1899) y van a extenderse durante toda la primera mitad del siglo XX, incluyendo, entre
otros, estudios sobre Dante, Lafontaine, Racine, Fray Luis, Lope, a más de una enorme cantidad
de trabajos varios, algunos de tanta trascendencia como La poesía de la soledad en España, y libros
más escolares como una historia de la literatura italiana.
En comparación con investigaciones de otros estudiosos de estilística, las de Vossler nos
llaman la atención por algunas notas persistentes en casi todos sus trabajos: en primer lugar, no
gusta Vossler de limitarse a un texto (como sí harán, por ejemplo, Spitzer o Dámaso Alonso),
sino prefiere encarar en totalidad la obra del escritor en cuestión; en segundo lugar, tampoco se
resigna a echar por la borda las circunstancias epocales y biográficas a que suelen prestar tan poca
importancia la mayoría de sus seguidores, y casi todos sus estudios de cierta extensión, los
dedicados por ejemplo a Racine o a Fray Luis, incluyen capítulos en que se alude a la época y a la
vida del autor. Lo primero, el atender de preferencia a la producción completa, explica que, a
pesar de su deseo de conceder atención a las obras en sí y no quedarse por las ramas, no incurra
tampoco en la molestia contraria de trabarse en las infinitas peculiaridades de un texto, y aspire
siempre a la visión explicativa o unitaria más que a la tarea relojera que reiteradas veces censuró.
Lo segundo, el conceder capítulos a la biografía y al tiempo del escritor, no debe considerarse
como una recaída de Vossler en las trampas del milieu. Hubiera sido singularmente contradictorio
que, después de haber reclamado —aspiración central de la estilística que el inauguró— atención
especial al texto, no a las circunstancias en que él surge, se detuviese en aquéllas pensando
descifrar y gustar así la obra literaria. Desde luego que no esperaba, como sí algunos positivistas,
que el valor de la creación quedase explicado en función de los caracteres de su época; pero
tampoco gustó del total desasimiento histórico mantenido por muchos de sus seguidores. Prefirió
dar a entender que si bien, en efecto, el valor de un texto no queda determinado por la multitud
de sucesos que tienen lugar paralelamente a su aparición, también es cierto que no podemos
apreciarlo a cabalidad sino en medio de su circunstancia peculiar. En otras palabras, que la
apreciación valorativa propia de la estilística se realiza una vez que la obra ha sido situada en la
coyuntura histórica en que tiene sentido. Si error es realizar este acto de situar y pensar que así se
comprende la obra, error es también intentar apreciar ésta sin esa labor previa.
27. La obra de Leo Spitzer: Después de Vossler, Spitzer (n. 1887) es el más señalado
representante de su escuela. Él mismo se ha preocupado por dejar sentada su filiación vossleriana:
«La investigación estilística [...] la vengo cultivando desde hace años, como realización práctica de
las ideas de Vossler»62. No sólo de Vossler es deudor. En sus primeros trabajos (así sus Estudios
sobre H e n r i Barbusse, 1920) se sintió atraído por el sicoanálisis freudiano, que disfrutaba entonces
de singular prestigio. Si el estilo es manifestación de lo individual, el deseo de comprender un estilo
puede confundirse —en el doble sentido de la palabra— con el de comprender un individuo; y la
técnica psicoanalítica, que fascinó a creadores y críticos al ofrecer la posibilidad de descubrir

62 En: K. Vossler y otros autores: Introducción a la estilística romance, p. 91-2.

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símbolos que iluminaran el alma del escritor, no podía menos que tentar a un investigador de las
letras. No es éste el momento de discutir la eficacia de tal punto de vista, según el cual la literatura,
como para los positivistas a la manera de Taine, volvía a ser considerada documento antes que
monumento63, Spitzer abandonaría la sujeción a tal método, al que se referirá muchos años después:
«no pretendo desconocer la influencia freudiana en mis primeras tentativas de explicación de
textos literarios»64. En lo sucesivo, preferirá subrayar el carácter creador, estético (no sustitutivo o
encubridor) de la obra de arte. Ésta a sus ojos, para decirlo con las palabras de Hermann Pongs,
«ya no es más una forma de la evasión, sino una forma de la necesidad»65. En sus Estudios de
estilística (1928) observa, entre otros, el mundo estilístico de Péguy, Romains y Proust, con mayor
atención a lo verbal; en sus Estudios de estilística y literatura románicas (1931) expone magistralmente
su método de interpretación lingüística de las obras literarias, sobre el que hemos de volver.
Últimamente ha dado a conocer, culminando por el momento su importantísima tarea estilística
—prescindimos de mencionar su contribución a otros capítulos lingüísticos—, Lingüística e historia
literaria, 1948, único de sus libros vertido al español, y aun así parcialmente; y Un método de
interpretar la literatura (1949). En su libro de 1931 recogió su ensayo «La interpretación lingüística
de las obras literarias»66, admirable exposición de su método estilístico. Tal investigación, afirma,
«se basa en el postulado de que a una excitación psíquica corresponde también en el lenguaje un
desvío del uso normal. Vale decir —invirtiendo términos— que del empleo de una forma
lingüística desviada de lo normal ha de inferirse en el espíritu de un escritor un centro afectivo
determinante: toda expresión idioma- tica de sello personal es reflejo de un estado psíquico
también peculiar» (p. 92). Esa «forma lingüística desviada» (que, por otra parte, no tiene que ser
excéntrica) comprende desde lo más ceñidamente verbal hasta las metáforas, la composición, etc.;
y tampoco se detiene, remontando del idioma al creador, en el centro afectivo: incluye
valoraciones estéticas y apreciaciones de circunstancias históricas, aunque no vistas, estas últimas,
como causantes de la obra, sino como resonantes en ella. De ahí que Spitzer conceda notable
amplitud al estudio estilístico, negándose a limitarlo a la pura armazón verbal: es importante que
la estilística no sea sorbida por la explicación de textos francesa, amenaza siempre cercana; para ello,
debe esta disciplina recordar a cada paso que estudia un estilo, y que éste no queda ciertamente
circunscrito a las palabras: esas palabras son el resultado de una voluntad de forma, y sólo gracias a
ella adquieren sentido. Es verdad que al proponerse comprender un estilo, estos estudios parecen
desbordar el estricto campo lingüístico; pero ello no los invalida: sencillamente los obliga a cubrir
un espacio mayor del que, en un principio, se habían propuesto. De ese modo, Spitzer otorga no
pequeña amplitud a su método que, lejos de limitarse a lo idiomático, debe «resolverse por
completo en el análisis de la obra íntegra».
Muchos años después, cuando ya la estilística había recorrido un largo camino, y permitido
obras de la calidad de las de los Alonso, por ejemplo, Spitzer ha vuelto a exponer su método, al
frente de su libro Lingüística e historia literaria, 1948, en ensayo que da nombre al libro. Después de
una cálida evocación autobiográfica («preferí [...] comunicaros mis personales experiencias, por la

63 Rene Wellek ha desenterrado una curiosa frase de Taine que destruye el tranquilo equilibrio de estos términos
polares: La literatura [dijo Taine] es un documento porque es un monumento. Al propio Wellek debemos un nuevo
enjuiciamiento de Taine, que aparecerá en el tercer volumen de la gran historia de la crítica moderna que está
publicando (vol. I y II, New Haven, Conn., 1955).
64 Lingüística e historia literaria, p. 37, n.
65 H. Pongs: op. cit., p. 97.
66 Publicado en español en: K. Vossler y otros autores: Introducción a la estilística romance, p. 87-148.

37
razón de que las vivencias fundamentales de todo hombre de letras, condicionadas como están
por su Erlebnis, como dicen los alemanes, son las que determinan su método»), recoge o
perfecciona muchas de las ideas de aquel ensayo de casi veinte años atrás, como constitutivas de
su método estilístico. Guiraud ha concretado su exposición en ocho puntos, que la comodidad
nos hace transcribir: 1) La crítica es inmanente a la obra. 2) Toda obra es un todo. 3) Todo detalle
debe permitirnos penetrar en el centro de la obra. 4) Penetramos en la obra gracias a una
intuición. 5) La obra así reconstruida se halla integrada en un conjunto. 6) Este estudio es
estilístico, tiene su punto de partida en un rasgo lingüístico. 7) El rasgo característico es un desvío
estilístico individual. 8) La estilística debe ser una crítica en simpatía. No pretendemos que esta
armazón sustituya al vivaz ensayo de Spitzer. Pero esperamos que, con ayuda de lo anteriormente
dicho, sirva para comprender en sus grandes lineamientos la más detallada exposición que se haya
hecho de una manera de análisis estilístico. Debemos rechazar en seguida que ésta sea ‘la’ manera.
Spitzer no ofrece un discurso del método estilístico que concluya en las cuatro reglas cartesianas.
Basta con observar el papel que concede a la intuición (aludiendo en este punto a Bergson y
Croce) para comprender que el peligro de su método, si alguno, no es la mecanización sino, en
todo caso, la reabsorción por parte del llamado (a veces mal llamado) impresionismo. Es censura
que ya le ha hecho Bruneau67. Por nuestra parte no creemos que ello constituya peligro alguno.
Simplemente supone, de parte del investigador, calidad especial; lo que, en último extremo,
asegura la bondad de estos estudios.
Al llevar sus ideas a investigaciones concretas, Spitzer ha realizado con frecuencia trabajos
definitivos dentro de la estilística. Por lo general sin encarar (como sí hará Vossler) la totalidad de
la obra de un autor; y sin detenerse en detalles biográficos, prefiere estudiar una obra en especial
y, concentrándose en ella, buscar, en asedios reiterados y envolventes, ese rasgo que le permitirá
penetrar al centro; y desde allí, habiendo contemplado el sentido, regresar a los detalles. Así, por
ejemplo, en su «interpretación de una oda de Paul Claudel» («La Muse qui est la Gráce»), el detalle
lingüístico que le sirve de punto de partida es la repetición del epíteto «grand»; del conocimiento
que esta repetición le revela, asciende a contemplar las dos líneas —pagana, cristiana— que el
poema unifica. En «Perspectivismo lingüístico en el Quijote» observa la inestabilidad de los
nombres dados a algunos personajes, y concluye que tal vacilación delata, de parte de Cervantes,
una actitud «perspectivista», un deseo de destacar los aspectos diferentes bajo los que puede
aparecer a los demás el personaje en cuestión.
Cuando, del análisis de una obra, Spitzer se dirige a temas más vastos, obtiene igualmente
logros considerables. Excelente ejemplo es en este sentido «La enumeración caótica en la poesía
moderna», donde, retomando una investigación de D. W. Schumann, señala el gusto del poeta
actual por las letanías en que objetos al parecer disímiles son mencionados unos tras otros
(Schumann había estudiado a Whitman, Rilke, Werfel; él añade Claudel, Darío, Salinas, Neruda y
algunos poetas anteriores): infiere de esas colectas el sentido de universalidad que tales
enumeraciones regalan a la poesía, y hace ver que «es el continente americano, con su extensión
enorme, el que ha hecho posible la visión global del mundo [...]. Y no hay duda de que también la
era del ferrocarril es la que ha hecho posible la enumeración caótica de nombres de lugares,
aunque la visión de conjunto de toda la historia y de toda la geografía humana fue preparada por
los historiadores del siglo XVIII»68. Claro que Spitzer no supone que la enumeración sea propia

67 En «La stylistique», p. 12.


68 Lingüística e historia literaria, p. 352-3.

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sólo de la poesía moderna: dentro de lo que Schumann llamó en general «estilo enumerativo»,
distingue la enumeración, «vieja como el mundo» (acaso no hubiera estado de más citar, a
propósito de ella, «el puro recitar nombres» de los épicos griegos, lo que, según Burckhardt, «tenía
un encanto especial») ; la anáfora, de sabor medioeval; el asíndeton, que conocieron la Antigüedad
y el Renacimiento; y, finalmente, la «enumeración caótica», propia, ella sí, de la poesía moderna.
Tampoco ha desdeñado Spitzer el considerarla creación completa de un autor: véase, en tal
sentido, «El conceptismo lingüístico de Pedro Salinas». Por cierto que Spitzer se muestra zahori
en este trabajo cuando afirma: «Sin duda alguna el humor es una de las potencialidades de Salinas
(que podrá expresarse un día en géneros diferentes, en prosa, por ejemplo en la sátira)...» El
ensayo está fechado en 1941. Las prosas de ficción que Salinas publicaría con posterioridad a esa
fecha verificarían su predicción.
28. Otros investigadores alemanes del estilo: Entre los muchos investigadores de habla alemana
que, de alguna forma, se hallan cerca de la tendencia encabezada por Vossler, mencionaremos
sólo a dos; y los escogemos, no sólo por la intención que ambos han prestado a las literaturas
romances, sino también por la notable diversidad de sus enfoques, que ciertamente los sitúa en
los extremos del arco, y sirve para testimoniar la riqueza de estos estudios: son ellos Helmut
Efatzfeld y Ernest Robert Curtius.
Hatzfeld (n. 1892) procede directamente de la línea Vossler-Spitzer. En uno de sus libros
más importantes, el estudio sobre el Quijote, hace saber al frente que utiliza «los más nuevos
métodos de investigación de la Literatura desde el punto de vista estilístico creados,
principalmente, por Oscar Walzel, Karl Vossler y Leo Spitzer». Tales métodos, durante los
últimos treinta años, los ha aplicado con rigor y laboriosidad sobre todo al estudio de la literatura
española —y, dentro de ella, de preferencia a los místicos: podemos disfrutar ahora en nuestra
lengua sus Estudios literarios sobre mística española, Madrid, 195 5. También ha dedicado Hatzfeld su
interés a la comparación de la literatura con otras artes, terreno en que ha sorprendido
aleccionadores paralelismos. Y no debe en verdad dejar de mencionarse su ímproba tarea
bibliográfica en el campo estilístico, que ha culminado en libro de imprescindible consulta para
quien se interese por estas labores: su Bibliografía crítica.
Un ejemplo temprano y ya cabal de la investigación estilística de Hatzfeld es El Quijote como
obra de arte del lenguaje, que data de 1927, el primer análisis de su naturaleza realizado sobre la
novela cervantina. En el libro, Hatzfeld comienza por destacar los ocho motivos esenciales de la
obra: el gran tema («Deshacer agravios...»), la alabanza de Dulcinea, el sosiego quijotesco, su
cólera, su locura, las aspiraciones de Sancho, el retorno, el encantamiento; y a continuación,
analiza los medios estilísticos de que se vale Cervantes para la encarnación de esos motivos. Labor
extremadamente cuidadosa es la de Hatzfeld en este libro, cuya atención a lo verbal es tan mar
cada, que nos parece —y así lo hizo ver en alguna ocasión Spitzer— inclinado hacia esa
contemplación de la pura arquitectura gramatical que ha alcanzado su mejor acogida en la
explicación de textos.
La posición de Curtius (1886-1956) es bien distinta. Más adelante tendremos ocasión de
mencionar su libro Literatura e jiro pea y Edad Media latina, y la atención que en él presta a la
retórica. Por el contrario, cuando se dedica al estudio de un autor (Balzac, Proust, Valéry), se
manifiesta como un francotirador de la investigación: si bien el hecho de que se detenga en el
estilo, proponiéndose arribar al centro afectivo del creador, y no en pormenores accesorios, hace
que se le deba considerar dentro de la onda crítica en que también se inscriben los autores que

39
hemos estudiado; no es menos cierto que se resiste a la reglamentación de su manera apreciativa.
Testimonio de cómo Curtius gusta del acercamiento personal a la obra de arte, es que, en su
estudio sobre Proust, llame «uno de los dos o tres grandes críticos del siglo XX» a Walter Pater, al
cual se limitarían a considerar ‘impresionista’, los que aspiran a que la crítica llegue a alcanzar rigor
científico. Para él, por el contrario, que aun destaca con más vigor que Spitzer el papel de la
intuición, el saber crítico es de índole personal. Lo que no impide que haya exaltado la tarea
filológica, uno de cuyos grandes representantes en este siglo es él mismo. Pero, realizada aquella,
el crítico queda entregado a su sola penetración personal.
29. La escuela lingüística española: A partir de la obra de D. Ramón Menéndez Pidal (n. 1869) y
de empresas animadas por él, como el Centro de Estudios Históricos de Madrid y la Revista de
filología española (1914-1939; 1941 a hoy), en cuyo derredor se fue agrupando una serie de notables
estudiosos —Tomás Navarro Tomás, Américo Castro, Amado Alonso, Dámaso Alonso et al.—,
puede hablarse en lingüística de una escuela española, sobre la que recientemente se ha publicado
un libro de conjunto.89 En las enumeraciones usuales de diferentes corrientes lingüísticas no es
raro que se prescinda de ella. Así hace por ejemplo en su tratado de fonética Grammont, quien se
limita a considerar escuelas modernas de lingüística la francesa, la suiza, la danesa y el círculo de
Praga, todas dependientes, en mayor o menor grado, de Saussure. Echamos de menos en este
sucinto recuento, entre otras tendencias, la escuela idealista alemana tanto como la española. Y no
es raro que ambas corran destino similar, puesto que, por oposición a las anteriores, saussurianas
más o menos puras, estas 69 69 dos direcciones han subrayado el carácter creador del lenguaje. De
la alemana ya hemos hablado. La española, no obstante la evidente influencia que sobre sus
componentes más jóvenes han ejercido algunos representantes de la escuela de Munich, no puede
considerarse como meramente dependiente de ésta. Las realizaciones de su figura primera —por
el tiempo y la calidad—, Ramón Menéndez Pidal, disfrutan de amplia originalidad, y no pueden
ser asimiladas como subsidiarias a ninguna otra tendencia. Pero, ideológicamente, viene a
encontrar raíces comunes con la escuela alemana, sobre todo por remitirse ambas a obras como la
de Hugo Schuchardt, que hubo de ser tomada en cuenta por Vossler tanto como por Menéndez
Pidal. Precisamente por esa coincidencia inicial de fuentes fue fácil que se produjera una mutua
permeabilidad que facilitó la penetración de las teorías de Vossler y el método de Spitzer entre los
españoles; o las apreciaciones de Dámaso Alonso sobre Góngora entre los alemanes. La obra
enorme de Menéndez Pidal, aunque apenas dirigida rectamente a la estilística, se preocupó
siempre por impedir la desecación del lenguaje a que parecen aspirar como ideal tantos lingüistas
modernos —v. gr., los seguidores ortodoxos de Saussure y Bloomfield. No quiso aceptar la
separación de filología y lingüística, y permitió así que, sin ruptura con su trabajo, los más jóvenes
representantes de su escuela se entregaran a tareas estilísticas. Hizo posible también ese
acercamiento de creación y sabiduría de que son ejemplos autores como Alfonso Reyes, Pedro
Salinas o Dámaso Alonso, mantenedores de una noble tradición humanista, en quienes convive
armoniosamente la poesía y la investigación.
30. La obra de Dámaso Alonso: Ha sido el poeta Dámaso Alonso (n. 1898), director de la
actual Revista de filología española y de la Biblioteca románica hispánica de la Editorial Gredos, uno de los

69 Diego Catalán Menéndez Pidal: La escuela lingüística española y su concepción del lenguaje, Madrid, 1955. Nos

hemos ocupado de éste y otros libros en el trabajo «Sobre la escuela lingüística española», que apareció publicada
en UDLH, núm. 124-9, ene-dic. 1956. Utilizamos en estas páginas opiniones expresadas en aquella reseña.

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primeros españoles en incorporarse de lleno a las tareas estilísticas con los trabajos que en 1927
dedicara a Góngora con motivo de su tercer centenario. Publicó entonces una memorable edición
de las Soledades; y es de esa época, aunque sólo llegó a publicarlo más tarde, su estudio sobre la
lengua poética de Góngora, en que acabó de desvanecer la tonta confusión de dos Góngoras
sucesivos, el de los pequeños poemas claros y el de las vastas construcciones enmarañadas,
demostrando, mediante análisis cuidadosos, la esencial similitud de ambos tipos de obras. Los
trabajos que durante muchos años ha ido dedicando a Góngora —los más de ellos recogidos en
sus Estudios y ensayos gongorinos, Madrid, 1955— provocaron, no menos que los de Alfonso Reyes,
la estimación justa que acabó por concedérsele al gran cordobés. Pero no sólo es valiosa la labor
que pudiéramos llamar práctica de Dámaso Alonso, sobre la que hemos de regresar: ha expuesto
con gran claridad su concepción de la estilística, junto a delicados estudios de poesía, en su libro
Poesía española: ensayo de métodos y límites estilísticos, 1950, verdadero hito en estas investigaciones, al
que nos hemos referido ya. Parte en este libro de la dicotomía significante- significado, que proviene
de Saussure. Pero mientras para el ginebrino «significante» es sólo la imagen acústica, para Alonso
incluirá el sonido físico y podrá contener «significantes parciales»; y mientras para aquél
«significado» es sinónimo de concepto, Alonso lo considerará complejo funcional en que son
apreciables también querencias, sinestesias, etc., y en que puede igualmente hablarse de
«significados parciales». Añade que la idea de «forma» se refiere no a uno u otro término, sino a la
relación de ambos: se llamará «forma exterior» cuando nos movamos del primero al segundo, y
«forma interior» cuando procedamos en sentido inverso. Estos conceptos son esenciales para
comprender el acercamiento a la obra literaria que propone. Tal acercamiento supone tres
conocimientos o momentos, que no se niegan, sino se involucran: el del lector, el del crítico, el del
estudioso de estilística. El primer conocimiento es imprescindible, es el único que garantiza
genuinidad en la aprehensión; el crítico no es sino un lector mejor y un artista a su vez; el
estudioso de estilística va a intentar explicar lo que, como lector, ha disfrutado. Al ocuparse de
este tercer conocimiento, al señalar las «tareas y limitaciones de la estilística», Alonso defiende
opiniones de máxima radicalidad que bien pueden corresponderse con las de Bally —en el
extremo opuesto. Según ambos, hay dos estilísticas: una «lingüística» y otra «literaria». Pero la
primera, para Alonso, que se separa bruscamente de Bally, ha escogido definitivamente mal su
nombre, pues nada tiene que ver con el estilo al ceñirse, cerrándose, a la lengua. La verdadera
estilística es la segunda, atenta al habla, que siempre, en grado mayor o menor —desde la
conversación hasta el poema—, supone individualidad, estilo. Es más: de la lengua se ocupa la
gramática, mientras la estilística ha de ser la ciencia que tenga por objeto al habla. En ésta mirará
no sólo a lo afectivo, sino también a lo imaginativo y a lo conceptual, ya que los tres integran un
estilo. Y aunque toda habla implica un estilo, es obvio que éste se recrudece en el habla literaria: es
en ella, por tanto, que ha de fijar su atención preferente la estilística. Su labor viene a
corresponderse con la de la llamada ciencia de la literatura, que, de existir, no puede sino satisfacer la
aspiración mayor de la estilística: la comprensión cabal de la obra literaria. Ello se logra
investigando las relaciones mutuas entre «significante» y «significado». El significante se halla ante
nosotros, es el cuerpo de la creación literaria: debemos ser capaces de captarlo en toda su
complejidad y, auxiliados por la intuición, apoderarnos del significado a fin de entender
totalmente la obra. Todo otro estudio —de época, educación, fuente del autor— sólo será útil a
este propósito en cuanto tienda a hacernos efectivamente comprensible el estilo de la obra, su
unicidad. «En este sentido decimos [...] que el significado es el objeto de la estilística». Pero por la
misma condición del estilo, la estilística no puede llegar a crear un instrumental científico útil para
41
explicar cualquier texto. Siendo el estilo lo individual, lo imprevisible, cada autor, cada obra
plantean problemas únicos que sólo pueden ser conquistados a base de una intuición nueva cada
vez, de un acercamiento original.
Tales ideas las ha llevado Alonso a la realización de estudios concretos que cuentan entre
los más valiosos no sólo de la estilística en lengua española, sino de la estilística en general.
Algunos de tales trabajos los ha dedicado a toda la producción poética de un autor. Por ejemplo, a
las creaciones respectivas de Góngora y San Juan de la Cruz. Pero prefiere la detención en una
obra particular, o en algunas pocas, cuyos menores detalles sabe explicar amorosamente. Así hace
en su libro ya citado Poesía española. Allí, en vez de considerar la totalidad de la obra de algunos
poetas, destacando, por ejemplo, sus caracteres generales, opta por escoger poemas y a veces
fragmentos de poemas (como en el caso de Garcilaso y Góngora) para, concentrándose en torno
a ellos, iluminar los mundos poéticos respectivos. En el caso de los escritores recién nombrados,
parece en sus obras pesar cada vocal, cada giro, cada detención (el significante, en fin), a fin de
captar la relación significante-significado, que en ellos se inclina del lado del primero. En otros poetas,
por el contrario (Fray Luis, San Juan, Lope, Quevedo), tal inclinación favorece al significado, y el
estudio gana al recorrer varios poemas en vez de fijarse en uno solo. Pero en cualquier caso el
trabajo de Dámaso Alonso es de los más atenidos al poema en sí, y de los más cuidadosos en su
análisis entre los estudiosos de estilística.
De entre las muchas otras obras que debemos a Dámaso Alonso, destacaremos sólo sus Seis
calas en la expresión literaria española, que realizara en colaboración con Carlos Bousoño. El libro no
estudia obras particulares sino tipos de sistematización realizados en la obra literaria: en ella suele
disponerse de distinta manera la suma de cosas de la realidad: o bien mediante pluralidades cuyos
miembros tienen un solo elemento (como «fiera, ave, pez»); o bien mediante pluralidades que, a
su vez, constituyen conjuntos, los cuales se ordenan en sentido paralelístico (paratáctico), o en
sentido correlativo (hipotáctico). En el libro se rastrean estas diversas pluralidades a través de las
épocas, subrayándose lo características que algunas son de determinados momentos.
Cercano a Dámaso Alonso debe mencionarse a su discípulo y colaborador Carlos Bousoño,
poeta también él, quien, a más de su contribución al libro que acabamos de mencionar, es autor
de una interesante Teoría de la expresión poética (Madrid, 1952) y de un valioso estudio sobre la
poesía de Vicente Aleixandre, digno de ser situado en la línea que inaugurara en España Alonso
con su trabajo sobre la lengua poética de Góngora70.
31. La obra de Amado Alonso: No menos que a Dámaso Alonso, el desarrollo de los estudios
estilísticos en nuestra lengua se debe a su «fraternal amigo y casi homónimo colega» Amado
Alonso (1896-1952). En lo que respecta a Hispanoamérica, su influencia ha sido ciertamente
capital —en éste como en otros órdenes—, y ejercida desde final de los años veinte a través de
empresas como el Instituto de Filología de Buenos Aires, la Revista de filología hispánica (1939-
1946) y la Nueva revista de filología hispánica (1947 a hoy). Vertió al español el Curso de Saussure, la
Filosofía del lenguaje, de Vossler (en colaboración con R. Lida) y El lenguaje y la vida, de Bally, los dos
primeros precedidos de admirables estudios. Publicó la Colección de estudios estilísticos del Instituto
bajo su dirección, a más de otras colecciones de obras de crítica y creación. Toda esta tarea
(prescindimos de aludir a otras contribuciones suyas en el orden gramatical o el fonético) tuvo
como natural corolario un considerable enseriamiento de las investigaciones filológicas,

70En 1953 comentamos este libro: «Sobre un estudio de la poesía de Aleixandre», en Ateje, revista en las artes, II,
Cienfuegos.

42
especialmente estilísticas, en nuestro ámbito, de las que fue el gran maestro en tierras americanas
durante el último cuarto de siglo. Su muerte, en plena madurez intelectual, ha sido la pérdida más
lamentable que han sufrido estos estudios últimamente. Sus trabajos estilísticos, publicados a lo
largo de muchos años, fueron en gran medida compilados, junto a otros, en sus dos series de
Estudios lingüísticos: Temas españoles y Temas hispanoamericanos; y sobre todo en su libro postumo,
dedicado enteramente a estas investigaciones, Materia y forma en poesía. Es en este último que
tenemos ocasión de conocer el punto de vista de Amado Alonso sobre la estilística —que
también expuso en sendas introducciones a dos tomos publicados en su Colección de estudios
estilísticos.71 Resumirlo aquí sería repetirnos. Pues no hemos hecho, en lo esencial de este curso,
sino aceptar la articulación sugerida por él en trabajos como «La interpretación estilística de los
textos literarios». La inicial definición de la ciencia, su partición en dos ramas o momentos de
acuerdo con la pareja lengua—habla, la necesidad de estudiar la primera como sustento de la
segunda, etcétera, provienen de él. Gustosos cargamos con las torpezas, reintegrándole la
estructura de este trabajo, que le pertenece. Frente a Bally, que limita la disciplina a la lengua; y
frente a Dámaso Alonso, que la ciñe al habla (cubriéndola por completo), Amado Alonso la hace
abarcar tanto una como otra, buscando en la primera lo extralógico, y en la segunda lo extralógico
individual. Que tal posición proviene de la concepción vossleriana del lenguaje, «lo más hermoso
y sugestivo que sobre esta provincia del espíritu se ha escrito en lo que va de siglo»72, lo ha
aceptado el propio Alonso, confesando ser uno de los «seguidores» de «las teorías
estético-intuicionistas de Croce y Vossler»73. Ello es lo que permite que nos refiramos a sus
aportes estilísticos tanto al hablar de lengua como al hablar de habla. Y si finalmente lo colocamos
de preferencia bajo el epígrafe estilística del habla, es con la reserva de que ya hicimos mención a
propósito de la escuela idealista alemana.
Alonso tampoco se ha limitado a su ingente labor como traductor, editor y teorizante; acaso
lo más granado de su trabajo —dejando de lado otros capítulos lingüísticos— se encuentre en sus
investigaciones concretas sobre múltiples temas estilísticos. De varios hemos hablado ya. El libro
Materia y forma en poesía recoge la mayoría de sus estudios breves sobre temas literarios. Van éstos
desde ciertos temas generales («Sentimiento e intuición en la lírica», «Clásicos, románticos,
superrealistas», «El ideal clásico de la forma poética») hasta autores concretos (Lope, Cervantes,
Galdós, Valle-Inclán, Jorge Guillen, Groussac, Reyes, Borges) y aun obras individuales. En los
primeros, desarrollando una idea de clara filiación crociana, postula: «el sentimiento no es
solamente vivido, pues todos vivimos sentimientos, sino a la vez contemplado y cualitativamente
configurado por el poeta». Y alude a la forma clásica, en la que es equilibrada esa configuración de
sentimiento por el poeta, y a la romántica, en que la forma es como rota en beneficio del
sentimiento. Los estudios de autores y obras concretas distan mucho de ser meras aclaraciones de
sus puntos de vista. Son investigaciones en que, con acertada precisión crítica, a la que sustentan
tanto el vasto saber como la gracia intuitiva, logra diseñar la órbita estilística propuesta. Alguna
vez, como en trabajo sobre Valle-Inclán, será más abultado y ciertamente algo enojoso el aparato
científico; otra, acaso se trate de una nota rápida de periódico; pero siempre, en un extremo como
en otro, las páginas son necesarias, algo aclaran o enseñan. Más evidente es esto en libros
dedicados por entero a un tema, como El modernismo en la Gloria de don Ramiro, en que logra

71 Introducción a la estilística romance y El impresionismo en el lenguaje.


72 A. Alonso: Prefacio a Filosofía del lenguaje, de Vossler, p. 18.
73 Estudios lingüísticos. Temas españoles, p. 340.

43
descubrir en determinados recursos estilísticos la modernidad de la obra, cuyo lenguaje superficial
pretende remitirla a otra época. Pero el estudio de mayor valor que haya realizado en este campo
Amado Alonso es su libro Poesía y estilo de Pablo Neruda, a nuestro entender el ejemplo mejor que
pueda ostentar nuestra lengua de estudio estilístico sobre un autor. No es sólo el libro la más
penetrante exégesis realizada de la primera poesía del gran chileno. Por necesidad, el carácter
complejo de la obra nerudiana exigía constantes alusiones y amplificaciones que bien cerca han
andado de convertir al libro en una contemplación global de la poesía moderna. «En mucho, los
procedimientos expresivos [de Neruda] son comunes a los poetas modernos que se llaman
superrealistas o expresionistas o vanguardistas o futuristas, etc.; por lo cual, con poco más que
añadir en cada lugar ejemplos de otros poetas, bien pudiéramos haber llegado a una Introducción al
‘trobar chis’ moderno. Pues el ‘trobar clus’ o poesía oscura de cada época tiene en todos sus
cultivadores procedimientos parientes» (p. 9). El libro no pierde tal carácter de introducción
general por más que, fiel a la idea central de la estilística literaria (cada estilo es único), se dedique
de preferencia a lo típico de la poesía de Neruda hasta su segunda Residencia en la tierra. Como en
Spitzer, el análisis disfruta en Amado Alonso de una considerable vastedad: no está amarrado a las
palabras, sino busca, tras ellas, toda la complejidad del mundo espiritual del poeta. En Neruda,
sobre todo esa visión desintegrada o de mundo apocalíptico que expresan tan bien su sintaxis
caótica, sus imágenes superpuestas, el frenesí de su verso.
El magisterio de Amado Alonso se tradujo en un discipulado con frecuencia admirable que
ha renovado la crítica americana. Bástenos mencionar a Raimundo Lida, a quien debemos
estudios excelentes sobre Quevedo —uno de los primeros trabajos estilísticos en nuestra
lengua—, Juan Ramón Jiménez, Darío74, a María Rosa Lida, cuyo libro sobre Juan de Mena ha
sido considerado por Hatzfeld una obra esencial en la evolución de la moderna estilística; a
Enrique Anderson Imbert y a Juan Carlos Ghiano, que han realizado, entre otros, estudios
estilísticos de Montalvo y Lugones, respectivamente75.

74 Estando en prensa este libro ha aparecido la última obra de Raimundo Lida: Letras hispánicas (México, 1958), que
recoge, a más de otros cuidadosos ensayos, los dedicados a Juan Ramón Jiménez y Darío.
75 No mencionamos otros trabajos para no sobrecargar estas páginas; pero por su importancia nos parece necesario

señalar que varios de estos autores han consagrado buenos trabajos estilísticos a José Martí: especialmente Ghiano,
autor de un largo ensayo sobre su obra poética. Entre nosotros se han realizado pocos estudios estilísticos sobre José
Martí. Recordamos el de José Antonio Portuondo «La voluntad de estilo en José Martí», y el reciente de Manuel
Pedro González «Conciencia y voluntad de estilo en José Martí».

44
OTRAS INVESTIGACIONES ESTILÍSTICAS
32. Otras investigaciones: Bajo este epígrafe incluimos labores estilísticas que desbordan la
mera consideración verbal. «El simple análisis de los elementos verbales», ha dicho Hatzfeld,
«parece un método insatisfactorio, por descuidar aspectos esenciales de la obra de arte».76 El
propio Hatzfeld menciona una pluralidad de estos aspectos, que incluyen de la estructura de la
obra al género, de la técnica al universo poético. Haremos alusión sólo a unos pocos: los temas,
los tópicos, las fuentes, la manera de presentar la realidad. Si se trata en ellas, como así es en
efecto, de apreciaciones filológicas, no cabe duda de que sólo muy forzadamente podríamos
hacerlas ingresar dentro de los marcos lingüísticos. Es aquí donde se ve la importancia del
acercamiento entre filología y lingüística en que han insistido escuelas como las de Vossler y
Menéndez Pidal, pues gracias a ello la estilística, lejos de desgarrar a ambas disciplinas, las une o
enlaza.
Los tipos de estudio que mencionaremos, y los muchos otros que podrían añadirse, se
refieren concretamente a la obra literaria, y ayudan a completar aquel «análisis de la obra íntegra»
que quería Spitzer. Por otra parte, la atención que prestan a aspectos parciales, y la importancia
que suelen conceder a esos aspectos considerados en sí, no pueden menos que recordarnos a la
retórica, aunque desprovista ésta de intención valorativa o rectora. La estilística, lo hemos dicho,
es capaz de reemprender muchas de las tareas que, felices un tiempo en manos de la retórica,
habían llegado a perder toda eficacia, entre otras razones —de que hemos hablado—, por su
deseo de abandonar la actitud teórica en favor de una intervención presuntamente organizativa
dentro de la postura creadora. Estos aspectos de la obra literaria puede ser considerados también
de dos maneras: o bien se ven como formas más o menos cristalizadas, al alcance de una
pluralidad de autores; o bien en el uso peculiar que un autor determinado, en una obra concreta,
hace de ellos. Estas dos maneras no hacen sino prolongar actitudes que, en asuntos estrictamente
lingüísticos, dieron lugar a la dualidad estilística de la lengua—estilística del habla. Y será
necesario repetir que, igual que allí, también en este caso el estudio de lo que pertenece a la lengua
literaria debe anteceder al estudio de lo que es propio de una obra, de un autor. Pero tal estudio
sólo cumplirá completamente su tarea cuando, acercándose a la obra singular, no importa con
cuánto descubrimiento previo, logre hacerla más transparente.
En algunas páginas anteriores hemos mencionado trabajos que hubieran encontrado su
mejor colocación en este capítulo, y que preferimos dejar allí para no fragmentar la exposición
dedicada a un autor. De hecho, todos los grandes estudiosos de estilística —Vossler como
Amado Alonso, Spitzer como Dámaso Alonso— han rehuido limitarse a la apreciación verbal,
abriéndose a una consideración más completa de la obra.

33. Temas, tópicos, fuentes: El tema no es el resultado de la azorante división entre ‘forma’ y
‘fondo’; división que probablemente nadie sabe lo que quiere decir, aunque parece referirse a algo
así como aderezo y asunto, mezclado éste con valoraciones, opiniones, etc. El supuesto ‘fondo’ o
‘contenido’ está de tal modo vinculado a la también supuesta ‘forma’ que no puede ser separado
de ella: es la configuración que, gracias a esa forma, adquiere un tema. Este es, pues, algo menos
ambicioso y ciertamente menos confuso que el fondo. Las más de las veces, la palabra se limita a
designar el asunto central: un árbol, el amor, la revolución, la infancia. De ahí que la simple

76 Bibliografía crítica..., p. 160.

45
detención en él pueda distraernos en algo que, en rigor, no forma parte de la obra literaria. La
obra se dirige a un tema. Por eso mismo no se identifica con él: lo comenta, alaba o rechaza. En
cualquier caso es el comentario, la alabanza o el rechazo lo que constituye el objeto de estudio
literario; y es finalmente su calidad lo que decidirá el juicio. Si bien es con frecuencia importante
observar por qué un autor prefiere unos temas a otros, es inútil insistir en estos últimos a los
efectos de comprender o gustar las obras que los aluden, pues sin duda no encontraremos en
ellos, para mejor comprender el texto, sino lo que las obras en cuestión ya habían considerado
necesario.
El sentido de la palabra tema puede alcanzar más extensión. Así, por ejemplo, para Pedro
Salinas, en La poesía de Rubén Darío (que lleva el significativo subtítulo Ensayo sobre el tema y los temas
del poeta), Buenos Aires, 1948, «el tema no es aquello que el autor quiere reflexivamente, lo que se
propone hacer en su obra; es lo que hace, es lo que se suma al propósito, en el proceso de su
ejecución. Es lo puesto —por inexplicable agencia— sobre lo propuesto». Y más adelante: «Se me
figura la función más deseable del estudio de un poeta la delicada discriminación de su tema, su
cuidadosa separación de los temas segundos o subtemas...» (p. 50 y 51). Bien se ve que lo que
Salinas llama tema no tiene demasiada relación con el significado usual de esta palabra. Más bien
parece vincularse con lo que algunos existencialistas han llamado el «proyecto originario», en
busca del cual se dirige Sartre, por ejemplo, en su Baudelaire77. Pero en esa búsqueda —de
indudable importancia— la atención queda de tal modo desplazada fuera de la obra literaria, que
no puede reclamarse para la estilística una tarea de esta clase.
Así, tanto si el tema es considerado como asunto, como si lo tomamos en el sentido de
proyecto originario, su estudio puede desbordar fácilmente la apreciación estilística: en un caso,
para contentarse con los objetos; en otro, para recogerse hacia el sujeto. No es imposible, sin
embargo, realizar estudios temáticos que interesen a la estilística, siempre que se trate
verdaderamente de temas considerados en cuanto literarios, no de crudos asuntos o de
investigaciones sobre el autor.
Más directamente relacionado con las letras es la tópica, a la que ha dedicado un memorable
estudio Ernest Robert Curtius en su Literatura europea y Edad Media latina. Curtius la ha llamado
con desenfado «almacén de provisiones». «En ella», añade, «se podían encontrar las ideas más
generales a propósito para citarse en todos los discursos y en todos los escritos». Este carácter de
máquina de guerra denuncia su procedencia retórica. Tal almacén de frases hechas o citas
oportunas ha sido implacablemente clasificado por Curtius en tópica de la consolación, histórica,
de la falsa modestia, del exordio, de la conclusión, de la invocación a la naturaleza, del mundo al
revés —donde puede remontarse de Téophile de Yiau al sobrerrealismo—, del niño y el anciano,
de la anciana y la moza, etc. Malparada quedaría la originalidad de los antiguos si no supiéramos
del diferente concepto que sobre tal punto poseyeron. Todavía Shakespeare y Lope compartían
ese concepto, y tomaban fragmentos de aquí y de allá con singular indiferencia. No obstante,
acaso ha habido su punta de exageración en Curtius al presentar su fascinante despliegue de
tópicos. Al menos, D. Ramón Menéndez Pidal, aun alabándole tan «saludable vuelta al estudio de
la tradicionalidad literaria», le ha señalado dos «escollos»: uno, el tomar por tópicas formas
ideológicas espontáneas, impuestas por la naturaleza misma de las cosas (las parejas antitéticas
joven-viejo, invierno-verano, etc.); otra, el olvidar la parte inventiva que más allá del tópico pone
cada uno que lo utiliza. Y añade: «El hablar es una serie continua de tópicos lingüísticos, y sin

77 Jean Paul Sartre: Baudelaire, trad. de Aurora Bernárdez, Buenos Aires, 1949.

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embargo, cada uno que habla crea una expresión y da un valor particular a sus tópicos»78. Esta
observación nos da ocasión de contemplar dos formas de encarar ciertos estudios literarios: en
Curtius (en este caso), atendiendo a lo general y, en último extremo, a la retórica; en Menéndez
Pidal, precisando lo peculiar, es decir, lo propiamente estilístico.
De igual manera que de los anteriores aspectos, puede hablarse de las fuentes de una obra.
Una fuente no es sino un tema o un tópico o un rasgo formal que, proviniendo ostensiblemente
de un autor, es utilizado por otro. A la estilística puede interesarle conocer las fuentes de una
obra; pero no, como ha hecho ver con gran claridad Amado Alonso, por una tentación de «policía
literaria», sino para observar cómo el autor utiliza ese material ajeno, como lo hace someterse a
sus personales exigencias y extrae de él resonancias nuevas; y sobre todo, para conocer el sentido
que tiene para ese autor, qué descubre de él. Pues en última instancia, es uno quien va a las
fuentes y no al revés, y el mero hecho de escoger unas y no otras es ya una declaración. ¿Por qué
Martí fue a los grandes barrocos españoles, Darío al simbolismo francés, Neruda a Quevedo? Si
son sus fuentes es porque las han escogido, no por levantar azarosos pleonasmos. Y las han
escogido por necesidad. Fuera del caso menor del aprovechamiento incidental de un asunto, una
fuente importa porque declara la filiación del autor, la luz a que debemos mirar su creación. No es
lo mismo Martí leído a la escandalosa y huera lumbre de Castelar que al resplandor justo de los
clásicos: se hace en este caso más verdadero; se sabe lo que quería decir, lo que, en efecto, dijo.
Considerado así, este estudio reviste un interés del todo diferente que contemplado como mera
caza de precedencias. Es bien otra cosa que tal caza: el redondeamiento de una familia, dispersa
pero unitaria, cada uno de cuyos componentes ayuda a entender mejor a los restantes. Nadie
duda, por ejemplo, que a partir de la generación de Guillén y Lorca se leyeron con mayor
comprensión a los poeta culteranos. Es con tal criterio que Amado Alonso ha señalado algunas
fuentes literarias de Rubén Darío79, Dámaso Alonso de San Juan de la Cruz, María Rosa Lida de
Quevedo y Borges.
34. Estilística y realidad: Desde que Aristóteles mantuvo en su Poética la teoría del arte como
mimesis o imitación, innúmeras versiones ha recibido tal punto de vista, de realismos a
neorrealismos, del espejo de Leonardo o Stendhal al realismo mágico y el sobrerrealismo. Para
algunos sólo el realismo (que casi nunca aclaran lo que sea) garantiza calidad en la obra de arte.
Unamuno por su parte equiparaba los «realismos» a las «bambalinas» en que suele faltar «la
verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad». Vossler, al estudiar el realismo de la
literatura española —que él encuentra no científico, como el de la novela francesa del pasado
siglo, sino mítico o religioso—, comienza prudentemente por intentar precisar qué es realismo:
«Por lo general,» dice, «se designa como escritores realistas a aquéllos que se esfuerzan en
reproducir tan exactamente como ello les es posible un trozo de la realidad cuotidiana que nos
brinda la experiencia. La definición no es exacta y sólo puede pasar mientras nos movamos en el
terreno de lo aproximado y poco preciso, ya que nunca jamás expone un escritor la nuda y tosca
realidad, tal como la percibimos en el mundo exterior, sino que siempre existe en ello algo
interno, lírico y eminentemente personal, incluso en las ‘descripciones objetivas’. Sobre este suelo
anímico, no sobre la reproducción fielmente natural descansa el valor poético y artístico»80. Para
Vossler, pues, la realidad propone el material que el artista va a conformar de acuerdo con sus

78 Ramón Menéndez Pidal: Castilla, la tradición, el idioma. Buenos Aires, 1945, p. 78.
79 «Estilística de las fuentes literarias. Rubén Darío y Miguel Angel», en Materia y forma en poesía, p. 381-97.
80 Introducción a la literatura española del Siglo de Oro. p. 59-60.

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personales cualidades, logrando así la obra de arte. Esta conformación existe siempre, aun
cuando, como quería Flaubert, el autor desaparezca tras su obra: no alcanza entonces la realidad a
señorearse de ella, porque ésta queda sometida a las leyes del arte, con independencia —al menos
deseada— de las peculiaridades del creador.
Debemos a Erich Auerbach (1892-1957) un libro esencial en la historia de esta tan
controvertida cuestión: Mimesis, La representación de la realidad en la literatura occidental. Para estudiar
cómo se ha concebido, a lo largo de más de dos mil quinientos años, la representación de la
realidad en nuestra literatura, Auerbach se vale del procedimiento consistente en analizar
minuciosamente, según exigencias estilísticas, fragmentos representativos de obras señeras dentro
de las diversas edades. Así, desde Homero hasta Proust, Joyce y Virginia Woolf, va contemplando
la versión que la literatura ha dado de la realidad; desde el primer plano homérico, en que los
personajes se inscriben uno junto a otro, como en un friso, para la mirada del autor, hasta la
representación pluripersonal de la conciencia en novelas de este siglo, sobre todo en el otro,
laberíntico y prodigioso Ulises. En el epílogo explica Auerbach las ideas centrales que rigieron su
investigación: las dos rupturas que la «teoría antigua del nivel en la representación literaria» ha
sufrido: la más inmediata del siglo pasado; y la primera, la debida a la historia de Cristo, con su
mezcla de acción cotidiana y tragedia. «Por muy diferente que sea el realismo de la Edad Media
del realismo contemporáneo, en esta manera de concebir coinciden exactamente». No se limitó
Auerbach a ofrecer la curva de desarrollo de estas rupturas: en cada obra precisó con
detenimiento la versión que implicaba de la realidad. Más allá de la discusión acaso insoluble en
torno a los realismos, su gran libro es una muestra admirable de cómo puede enfocarse asunto tan
espinoso para conocer, sin alarde preceptivo más o menos encubierto, no cómo tiene que ser la
relación entre literatura y realidad, sino simplemente (aunque luminosamente también) cómo ha
sido esa relación.

48
FINAL
35. Otra vez estilística y crítica: Tras esta visión rápida de la estilística podemos volver a
considerar la relación que mantiene con la crítica estrictamente literaria. Si el crítico es, como
pedía Sainte-Beuve, un lector mejor que enseña a leer a los demás81, no será necesario encarecerle
las ventajas del conocimiento estilístico a fin de que disponga, al menos, de otra manera de
penetrar en la obra que debe hacer transparente a los demás. La realidad es que tal encarecimiento
es superfluo, porque desde la propia casa de la crítica ha surgido una apetencia por esa nueva
penetración. ¿Qué significan, si no, los deseos de Croce de que la crítica, dejando de preocuparse
por lo circundante, se centrara en la obra literaria en sí? ¿O los de Eliot y Valéry, coincidentes en
volver a otorgar importancia a las estructuras verbales? Todas las diferencias que son señalables
entre autores tan diversos no pueden ocultar ese punto de convergencia: mientras, en general, el
siglo XIX y ciertas actitudes que lo prolongan tendieron a desviar la atención crítica hacia los
‘factores’, hacia el milieu, hacia otra parte donde no estaba la obra literaria, el siglo XX ha vuelto a
fijarse en el texto, ha querido juzgarlo a él. Es lo que hay de común entre críticos como Croce en
Italia; Eliot, Richards, Empson, en lengua inglesa —la que ha sido llamada la «New criticism»82—;
du Bos, Valéry, Thibaudet, Jean Paulhan, Caillois, en Francia; Casalduero y, en cierta medida,
Borges, en lengua española. Algunos de estos autores se aprovechan, engrandeciéndolos, de
métodos escolares (como es el caso de los franceses con la ‘explicación’) ; otros no ignoran las
investigaciones estilísticas y se sirven de ellas: todos, de alguna forma, confirman que la estilística
responde a una necesidad sentida en distintas órbitas culturales durante los últimos años. Discutir
si la crítica debe identificarse plenamente con la estilística (según cree Spitzer) o no, es asunto
menos importante. Como el nombre crítica encubre las más variadas aventuras, sería vano intentar
apresuradamente esa identificación —que a veces, en efecto, ocurre. Pero ir al extremo contrario
es también vano: la crítica, hoy, no puede prescindir de la estilística. Incluso críticos que están, o
creen estar, alejados de ella, incurren en sus métodos. Y como descubrir el Mediterráneo no es
tarea alegre, lo mejor es saberlo.
36. Final: En general hemos querido, en las páginas anteriores, presentar a la estilística en su
mejor rostro. No se quería dar de ella una mala idea. Pero debemos atender, ya al final, a algunos
reparos que se la han hecho, serios unos y otros menos serios83.
En primer lugar, es cierto que una aplicación mecánica de algunos de sus métodos suele
entorpecer antes que iluminar la visión crítica; ello debe censurarse, pero no parece prudente
olvidar que la censura se está dirigiendo contra la aplicación mecánica y no contra la estilística.
Así, hablando de sus «microscópicos análisis lingüísticos», Guillermo de Torre observa con razón
cómo «olvida a veces lo que está más allá de las palabras y corre el riesgo de convertirse en una
técnica de relojería, cuando no en una aburrida estadística»84. Pero en tal apreciación hay que tener
en cuenta algunos puntos: que de Torre se refiere a lo que ocurre a veces; que «lo que está más allá
de las palabras», por encantador que sea, no es lo que primeramente deba encarar el crítico, pues
la obra literaria no está más allá ni más acá de las palabras; que ese «riesgo» —que sin duda corre

81 Hoy esta posición nos parece bastante limitada: hay en toda crítica, confiésese o no, una actitud valorativa.
82 v. J. C. Ransom: The new criticism, Norfolk, Conn., 1941; y Critiques and essays in criticism 1920-1948. selected by R. W.
Stallman, Nueva York, 1949.
83 Nosotros mismos hemos expuesto algunos de esos reparos en la citada reseña «Sobre la escuela lingüística

española».
84 Guillermo de Torre: Problemática de la literatura, Buenos Aires, 1951, p. 12.

49
la estilística— no la invalida, simplemente la obliga a atención mayor. Por su parte, Octavio Paz
afirma que la estilística «pretende decirnos qué es un poema por el estudio de los hábitos verbales
del poeta»; y también que «el método estilístico puede aplicarse lo mismo a Mallarmé que a una
colección de versos de almanaque»85. De lo primero hay que decir que es cierto sólo cuando la
crítica estilística es incompleta. Tal reproche es aplicable a la explicación de textos francesa y al
sucedáneo suyo a que se refería Bousoño llamándola estilística externa o descriptiva; no a la
estilística verdadera tal como la encontramos, por ejemplo, en Leo Spitzer. Frente a lo segundo es
útil recordar que el hecho de que el pensamiento haya servido tanto para crear la Crítica de la razón
pura como para resolver crucigramas, no basta para invalidar al pensamiento.
Otra censura que con frecuencia se le dirige a la estilística es que gusta de arrancar las obras
de su circunstancia histórica, dedicándose a estudiarlas al margen del tiempo, lo que las priva de
sentido. No sólo es aplicable —y aplicada— esta censura a la estilística, sino a toda una vasta zona
de la crítica contemporánea. Hay que convenir en que, en efecto, como reacción frente a la crítica
positivista, que a veces no sólo se interesó también en la circunstancia histórica, sino especialmente en
ella; como reacción frente a tal crítica, surgió un deseo de subrayar enfáticamente que la crítica
estudia la obra literaria, y que toda otra consideración debe ser empalidecida —cuando no borrada.
Tal énfasis llevó a una exageración de signo contrario. Es sin duda cierto, como tantas veces ha
repetido Ortega, que situar un libro en su época equivale a hacer notorios muchos de sus
componentes antes de haber leído nada de él. Por el contrario, prescindir de tal situación
cronológica nos deja ciegos para comprender la obra: porque, en la mejor de las probabilidades
—siendo imposible la visión ahistórica—, insistimos en juzgarla de acuerdo con las actuales
circunstancias. Podrá quizás parecemos, aun así, valiosa: pero en todo caso, se trata de otra obra.
La Edad Media, que supo del inefable conde Aristóteles, puede ilustrarnos sobre esto. A partir de
los trabajos históricos y filológicos del siglo XIX somos más exigentes. No nos satisface ya que
los reyes que rodean el pesebre vistan como comerciantes flamencos. Necesitamos un
conocimiento lo más completo posible de la época para entender la obra que en ella se hizo. Tal
obra no tiene sentido sino referida al sistema de vida en el cual se inscribe. Ignorando tal sistema,
como ignorando la lengua en que está escrita, no se entiende o se malentiende. Todo esto es así.
Pero en lo que no parecen reparar demasiado algunos de los censores de la estilística es que si esta
disciplina se preocupara por diseñar el ambiente en que surge el texto, devendría otra cosa que
ella misma —sociología, historia, cuando más historia de la literatura—, y no podría desempeñar
su tarea. Por ello, aun aceptando esa verdad hoy de Perogrullo según la cual es menester conocer
la circunstancia en que surgió una obra para comprenderla, la mayor parte de las veces la estilística
da por sentado aquel conocimiento (obtenido gracias a otras disciplinas) para dedicarse al que sólo
ella puede alcanzar. Ya que hemos mencionado a Perogrullo, coloquémonos otra vez bajo su
generosa sombra: mientras el conocimiento de aquella circunstancia nos da lo que hay de general,
de compartido en las obras —que se trate, por ejemplo, de una novela y no de un poema épico,
depende sin duda de la época—, el estudio estilístico destacará lo que la época en sí no ha
provocado (como sí provocó una novela y no un poema épico) : la cualidad única, irrepetible, el golpe
de la gracia. Conocido el Renacimiento español, comprendemos que se diera una cierta condición
social, determinada estructura lingüística, que se trasvasaran toda clase de formas procedentes de
Italia, etc. Nada de eso explica a Garcilaso. Pudo haber sido un versificador eficaz, como Boscán.
Pero fue un gran poeta. En vano buscaríamos en su época razones para ello. La época no nos

85 Octavio Paz: El arco y la lira, México, 1956, p. 15.

50
explica de él sino lo que él comparte con una gran familia de renacentistas, de alta y baja calidad.
Llevados ante esta extrañeza es que la estilística comienza su labor: va a ocuparse, no de lo que
Garcilaso tiene de común con tantos otros, sujeción necesaria a su época, sino de lo que no tiene
de común con otros, de lo que le es privativo, único; de su estilo. Sucede, sin embargo, que a
algunos ese estilo les preocupa poco, si algo. Saben que la literatura deja traslucir las condiciones
de la época en que surge. Les interesa más ese traslucimiento y esas condiciones que la obra
literaria. Podría recordárseles que para esa función suele ser más eficaz un periódico o una
estadística. El poema también la cumple, ciertamente, pero no es ello lo que le da su valor: verlo
en calidad de documento es casi no verlo. Muchos otros poemas son documentos en la misma
medida que ése, privilegiado, en que insistió la poesía. El sociólogo puede considerarlos a todos
por igual. Séale permitido al crítico detenerse en el mejor.
Otras reservas levanta la estilística, a una de las cuales no estará de más aludir. Proviene de
ciertos mantenedores —sépanlo o no, y con frecuencia tampoco eso saben— de una especie de
teoría de la osmosis crítica: por contagio se posesionan ellos, apenas ponen la mano sobre el libro,
de cuanto hay que saber de él; después, valiéndose —no tendrá que decirse que también sin
saberlo— de un desencuadernado impresionismo, comienzan a contar esa osmosis en
prescindibles párrafos. Con demasiada frecuencia alguien nos advierte al frente de verídicos
trabajos que el autor no se interesa por la crítica, por la investigación, por la estructuración; y a
continuación nos castiga con una mala crítica, con una investigación defectuosa, con una rota
estructura. Quería él decir que podía prescindir de armazones ingenuas y sorprender el resplandor
vivo de la creación; pero en realidad no prescinde de nada, porque lo ignora, y las piezas
fragmentarias que debieron servir de armazón, sin saberlo él, van reapareciendo aquí y allá,
aunque más bien como ‘desarmazón’. No es ciertamente a fuerza de fingir desdeñar lo que en
realidad se desconoce como se evita la otra torpeza de imaginar que unas cuantas redes
aprendidas en clase bastan para atrapar cualquier cosa. Es disponiendo de muchas habilidades
como se da la impresión de cazar a mano limpia. (Pues lo que más se parece a la inocencia no es la
ignorancia, sino la sabiduría.) ¿Quién ve las que emplean du Bos, Martí, Menéndez Pelayo, Croce,
Reyes? A fuerza de familiaridad con sus instrumentos nos han ahorrado el desagrado de verlos, y
tomamos por sus propias manos las incontables y cuidadosas herramientas con que van
descubriendo reinos. La estilística nos provee de nuevas redes, de nuevos instrumentos. Sería
ingenuo pensar que ellos solos logren nada. Alguien debe empuñarlos. Ese alguien debe estar
dotado de la penetración crítica que admiramos en Pater como en Eliot —tan diversos. De nada
hubiera servido la espada Tizón si quien la esgrimiera no fuera el Cid, aunque se nos diga de ella
«que mill marcos d’oro val».

51
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
(No están aquí citadas las obras que, en el texto, aparezcan con la mención de su sitio y fecha de publicación.)
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ABREVIATURAS DE REVISTAS CITADAS
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Ind—Indice de las artes y las letras, Madrid.
L—Language, Baltimore.
Neo—Neophilologus, Amsterdam.
No—Nosotros, Buenos Aires.
PMLA—Publications of the modern language association of America, Nueva York.
RFH—Revista de filología hispánica, Buenos Aires.
RP—Romance Philology, Berkeley y Les Angeles.
S—Sur, Buenos Aires.
UDLH—Universidad de La Habana, La Habana.
YFS—Yale French studies. New Haven

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