Cuando en 1975 llegó a vivir a mi casa, un niño extranjero de mi edad, lo primero que le pregunté
fue su nombre y él, en un español muy correctamente pronunciado, me dijo se llamaba: Julio...
Sus padres habían llegado a nuestro país enviados por el gobierno francés, pues tenían cierto
proyecto bilingüe con La Alianza Francesa de Arequipa y, según me explicó su familia, su bisabuelo
había sido el genial escritor de libros como: La Vuelta al Mundo en 80 días y Viaje al Centro de la
Tierra, entre tantos otros. Mi amigo era homónimo de su pariente y se llamaba: ¡Julio Verne!
¿Se imaginan? Yo había empezado mis primeras lecturas a los –siete u ocho años- con el libro:
20,000 Leguas de Viaje Submarino y ahora, un pariente del autor que, me había hecho volar la
imaginación, ahora jugaba conmigo a ser dos exploradores en mi casa y en los techos vecinos.
Algo que siempre recordaré luego de recorrer por altos y peligrosas azoteas e irrumpir –sin
ninguna malicia, solo el juego- en alguna propiedad vecina semi abandonada fue cuando, en
medio de nuestras aventuras de muchachos me dijo:
-Pues no –le respondí y luego pregunté- ¿en qué momento fue eso?
-Fue en una novela corta llamada: “Martín Paz”, entonces no las has leído –aseveró.
-Pues no, solo he leído cuatro, pero ahora pienso leerlas todas.
Día a día y juego tras juego, fui aprendiendo un poco más no solo sobre la literatura del genial
escritor nacido en Nantes en 1828 y fallecido en 1905, sino conociendo su vida en boca de su
bisnieto y amigo de juegos y, cuando me tocó exponer –al año siguiente- en mi colegio y en el
curso de lenguaje sobre algún literato famoso, por supuesto hablé sobre Julio Verne/escritor y me
pusieron un 20 de nota, sobre todo al revelar que, contra la creencia popular, Verne escribió sus
obras sin conocer presencialmente aquellos lugares que describía desde su natal Francia. Los datos
y lugares le fueron otorgados por amistades y conocidos viajeros, o por carta/misiva con personas
del extranjero.
Pero si hay algo que recordaré por siempre, fue la aventura que mi amigo Julio y yo vivimos aquel
verano del año 75, cuando mis padres nos llevaron a veranear a Mollendo.
A mi amigo Julio, Mollendo, con su traza de pueblo antiguo y casas de madera le fascinó. De día
nos afanábamos en buscar por el litoral piedritas exóticas o estrellas de mar entre las rocas que
había en la primera playa. Por las noches nos íbamos a la plaza Grau y jugábamos al “teléfono
malogrado” con medio centenar de jóvenes, niños y niñas hasta que ya no quedaba nadie más en
el parque por la hora y regresábamos al hotel a contarnos historias de miedo.
Pero fue una mañana que mientras metíamos en un frasco pequeños peces atrapados entre las
oquedades que habían hecho las rocas, descubrimos otro mundo... Entre las peñas de la primera
playa y lo que mis hermanos decían se llamaba la playa cero, había un lugar mágico que solo en
ciertos años, como aquel, en el cual el mar se retiraba unos metros, había unas cuevas a las cuales
era posible acceder cuando el oleaje se alejaba de la costa y durante 30 segundos era posible
correr por la arena mojada para alcanzar un lugar no inundable, al menos por el día... Y así lo
hicimos, sin medir el peligro y sin que nuestros padres intuyeran que algo malo podía sucedernos.
Debo confesar que, cuando luego de entretenernos y explorar las cavernas –con algunos
murciélagos colgados dentro de las mismas- y ver que el mar parecía ya no darnos tregua para
volver, empecé a pensar lo peor. Julio, también estaba preocupado y me dijo que debíamos buscar
otra salida, antes que la marea subiera y nos golpeara contra las rocas, pero allí no había ninguna
salida posible, salvo intentar nadar, cosa más que peligrosa en esa parte del litoral. Julio nadaba
muy bien, pero yo hacía unos años casi me ahogo y mi trauma aún persistía. Entonces cuando
vimos la mejor oportunidad, nos lanzamos al mar desde una roca saliente y empezamos a luchar
contra la corriente. De Julio no puedo describir nada pues ni habíamos dado unas brazadas, me
nublé y perdí su ubicación; pero sobre mí, por supuesto puedo decirles que me cansé pronto de
mover las piernas y los brazos y empecé a hundirme y ver todo verde -el color del mar de
Mollendo- a tragar plancton como si fuera una ballena y a pensar que hasta allí llegaría mi vida y la
aventura de dos amigos, entonces empecé a ver cosas irreales, pues mientras me ahogaba y
hundía con desesperación, sentí una mano que me asistió y me tomó del mentón, y al ver de quien
se trataba, juro que vi un buzo o ¿sería alguno de los hombres del Capitán Nemo...? De pronto me
vi salir del mar, había un bote y dos hombres en éste que me jalaban de los brazos y Julio los
acompañaba. Habíamos tenido la suerte de que un equipo de la marina había estado
sumergiéndose por el lugar y desde cierta distancia, nos habían visto atrapados en la cueva. Sobre
¿qué hacían o buscaban allí? No lo sé, pero nos salvaron a mi amigo y a mí para poder contar esta
historia.