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PAVLVS

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El León de Dios

VIII parte
Apéndice

J.A.
Fortea

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Copyright de la versión digital
© José Antonio Fortea Cucurull
Título: Paulus, el León de Dios
www.fortea.ws
Teléfono: +34 630 52 31 51
joseantoniofortea@gmail.com

Copyright de la versión impresa


© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 – Fax 917 425 723
Fecha de publicación 1 de julio de 2021

ISBN: 978-84-285-5995-9
Depósito legal: M. 17.635-2021
Printed in Spain. Impreso en España.

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Versión para tablet

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PAVLVS
El León de Dios

VIII parte
Apéndice

José Antonio

Fortea

iv
VIII parte
………………………………………………………………………………………………………….............…………….………..

Apéndice

Pensamientos varios, notas literarias,


teológicas e históricas

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Pensamientos varios

No resulta fácil trabajar en un libro desde el desayuno hasta


la cena, mes tras mes; seguir completando, mejorando y revisando
una obra durante un año entero, a sabiendas de que varias
editoriales (incluso religiosas) habían declinado ya su publicación
al presentarles la parte finalizada. No era fácil seguir luchando en
ese trabajo, cuando en mi lista me quedaban pocas editoriales a
cuya puerta llamar.

Y más arduo se me hacía aceptar la negativa a una obra


escrita, retomada y reemprendida durante un espacio de diez años,
cuando la misma editorial (que me había dicho que no) publicaba,
a bombo y platillo, el libro de un jovenzuelo de menos de treinta
años y que solo pretendía ser simpático en sus páginas. No, no era
fácil aceptar eso. No resulta ninguna exageración afirmar que
necesité la experiencia, lecturas, visitas a museos, de mis cincuenta
y dos años de vida para describir el mundo que aparece en las
páginas de mi libro. Con la meticulosidad de un relojero, retoqué
detalle tras detalle. Esta era una obra que requería una vida detrás
de los capítulos. Pues sí, varias editoriales prefirieron las
simpáticas obras de veinteañeros a la obra de una vida. Para mí eso
resultó frustrante en grado máximo. Pero seguí trabajando. Con
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total desilusión respecto a su hipotética publicación en papel. ¿Y si
no se publicaba en papel? ¿Y si la publicación era solo digital?
Pues, entonces, cabía la posibilidad de que más de un año de trabajo
fuera leído por menos de un centenar de individuos. No exagero.
Sí, la situación que rodeaba mi libro era desmoralizante en grado
máximo.

Eso sí, la obra en sí misma me ofrecía alegrías. Y es que,


cuando hace un año, retomé la escritura de esta novela, jamás me
imaginé el viaje que iba a comenzar. No ha sido una escritura, ha
sido un itinerario personal. No sospechaba hasta qué punto el libro
me iba a llevar a sumergirme en la iglesia del siglo I. O, mejor
dicho, en las comunidades entre el año 33 y el 66. Especifico los
años, porque esas iglesias a finales del siglo I ya habían crecido, se
habían organizado y habían experimentado cambios importantes.
No era lo mismo la Iglesia en el año 38 que en el año 97.

Tras ese itinerario, el apóstol Pablo se había convertido para


mí en un personaje de carne y hueso, ya no era más una idea o un
mero nombre sin rostro ni sentimientos. Aparecía, por fin, un
personaje pintado con colores verídicos, ambientado en un marco
real. Y la Iglesia de esa generación, en mi mente, pasó a ser una
Iglesia concreta, no un escenario de generalidades.

Durante buena parte de mi vida sacerdotal, mi conocimiento


de la Iglesia medieval marcó los esquemas subconscientes de mi
eclesiología. Había una visión sentimental de la época medieval,

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europea, occidental que tuvo una gran influencia en mi modo de
entender la Iglesia. Nos apercibamos o no, todos tenemos una
visión subconsciente de las realidades eclesiales; hasta el que cree
ser muy neutral. Unas veces nos traiciona la historia, otras la
estética; otras, ciertos conceptos filosóficos o patrísticos o
escolásticos. Eso está especialmente claro en personajes como el
papa Francisco, el cardenal Burke, el arzobispo Lefevbre, el
teólogo Hans Küng o Casaldáliga.

Mi visión primera de la Iglesia, la del seminario, la de mi


juventud, pronto se completó con mis viajes, con mi encuentro con
la teología protestante y ortodoxa. La espiritualidad de la
Renovación Carismática también ejerció mucha influencia a la
hora de atenuar ciertas rigideces organizativas y eclesiales, a la
hora de aceptar una estética “tropical” en mi mentalidad
catedralicia. Mi visión gótico-románica de la Iglesia se enriqueció,
se amplió.

Con la escritura de esta obra, el siglo I ha desembarcado con


fuerza en mi estructura dogmática. Leer la actualidad del siglo XXI
a través de los escritos, de la mentalidad, de los padres apostólicos
(los escritores del siglo I) resulta enriquecedor. Leer la actual
realidad vaticana o los hechos de un sínodo alemán del año 2021,
a través del conocimiento de las polémicas de un san Atanasio o un
san Cirilo de Jerusalén, supone una flexibilización de todo lo que
puede ser flexible, de todo lo que puede admitir maleabilidad.

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Releer el presente a través de los ejemplos de la santidad del
pasado nos ilumina. Pero no deja de iluminar el interpretar el
presente a la luz también de las miserias pretéritas. Hasta la vida
cotidiana de una comunidad romana de veinte cristianos que
todavía carecía de presbítero, en el año 50 resulta provechoso para
nuestra época, para enfocar nuestros problemas, nuestros dilemas.
Incluso ese grupo de veinte cristianos tenía sus propios esquemas
mentales e históricos.

Mi novela es una reflexión. No hay aventuras. Es Pablo


pensando, preguntándose cosas, predicando, resolviendo
problemas. Y no es posible hablar de Pablo sin reflexionar acerca
de los que lo rodearon, de los que lo escucharon, también de los
que lo atacaron. El retrato de Pablo es, necesariamente, el retrato
de las comunidades en ese momento del siglo I. La novela muestra
a la Iglesia en su primer momento, en su inicial momento de
frescura. La obra rezuma necesariamente tomas de posición en
materia sacramentaria, organización jerárquica y tantas otras
cuestiones teológicas. Por supuesto que me he podido equivocar al
tratar esas cuestiones, pero ninguna de ellas ha sido abordada a la
ligera. La más pequeña cuestión de teología dogmática que desfila
por estas páginas podrá estar mejor o peor enfocada, pero desde
luego ha sido considerada con toda la seriedad que merece.

Y puedo asegurar que contra lo que más en guardia he estado


es contra mis propios prejuicios, contra aquellos esquemas que yo
pudiera considerar presentes en esa época y no hubiera sido así.
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Desgraciadamente, había que tomar opciones. Y, cada vez que
había que tomar una decisión, era yo consciente del enfado de parte
de mis lectores. Pero la obra, después de un inmenso tiempo de
estudio y reflexión, debía construirse con honestidad, no con
condescendencia hacia los lectores.

Una cuestión que se plantea, una y otra vez, en esta obra es si


Pablo era más judío que helenista, o viceversa. Podríamos fijarnos
en mil pequeños detalles: semíticos, unos; griegos, otros. Pero no
olvidemos el panorama general: es un griego de la diáspora que
escribe en griego y que hace una teología de estilo más helenístico
que tradicionalmente judío.

Los escritos judíos babilónicos son enteramente judíos. Y


seguro que hubo cápsulas radicalmente hebreas en distintos puntos
de la diáspora, lo mismo que los hasídicos de Brooklyn forman una
cápsula cerrada sobre sí misma.

Por eso, lo realmente importante es el panorama general. Si


uno lee las cartas, percibe el estilo helenista del Eclesiástico o del
Libro de la Sabiduría, no el del Eclesiastés, el de Jeremías o el de
la Mishná o el de Qunrán. Pablo, ante todo, es un hombre
culturalmente helenista.

Pero, sin duda, se esforzó en ser muy judío en el momento en


que fue admitido a una escuela farisea. De este afán, de esta

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insistencia en recordar que es judío, hay múltiples referencias en
sus cartas, resulta ocioso aducir una lista. Pero lo más revelador de
esta voluntad de ser muy judío, lo que nos da la medida de este
afán, es su postura en Hechos de los Apóstoles antes de su
conversión: perseguidor como nadie de la nueva herejía, hasta la
prisión y la sangre.

Esta realidad dúplice, interna, de Pablo es la que se muestra


en la novela. Un hombre que hace, primero, una síntesis de
helenismo y judaísmo; y que se ve forzado a unir ese resultado con
el cristianismo, formando una nueva síntesis.

Nos damos cuenta de que la temporalidad en la sucesión de


estas capas tiene su importancia. Las cosas podrían haber sido
completamente de otra forma, produciendo otro Saulo. Por
ejemplo, podría haber existido un Pablo helenista que se convierte
al cristianismo y después retorna a sus raíces de un modo
cristianamente ortodoxo. Es decir, podría haber existido un Pablo
judaizante, pero de un modo dogmáticamente aceptable.

Podría, por el contrario, haber existido un Pablo formado


radicalmente en una cápsula judaica (y que diera la espalda a la
cultura griega) y que después conoce el cristianismo y lo sintetiza
con el helenismo que va conociendo, convirtiéndose en un
entusiasta cristiano-helénico. Pablo podría haberse convertido en
un segundo Filón de Alejandría, pero en un Filón no sincretista,

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sino en un tejedor de un tapiz ordenado, ortodoxo, que hubiera
hibridado las dos sabidurías.

En el primer caso, un Pablo judaizante (pero cristianamente


ortodoxo) hubiera sido una imposición para las generaciones
venideras provocando un inmenso problema acerca de si era
designio de Dios que los cristianos se abstuvieran de alimentos,
respetaran radicalmente el descanso sabatino, etc., etc. En el
segundo caso, lo humano hubiera podido hacer muy bella la
hibridación entre una sabiduría de los hombres y una sabiduría
revelada. Pero nos hubiéramos pasado siglos discerniendo qué era
lo permanente-divino y los humano-transitorio. Las cosas hubieran
ido mucho más allá de que los hombres oraran con la cabeza
descubierta y las mujeres con velo.

Puedo imaginar un Pablo dedicado solo a escribir, no a


evangelizar, con un volumen de escritos tres veces superior, y con
una gran obra rebosante de detalles organizativos de tipo eclesial y
rebosante de conceptos y construcciones humanas para expresar lo
divino. Dios no quiso eso.

Por Hechos de los Apóstoles y por su abundante epistolario


queda descartada la hipótesis de un Pablo frío en lo religioso (que
hace de su fariseísmo solo un modo de vida) y que después conoce
el sustrato cristiano y que, entonces, redescubriera (ahora ardiendo
en la fe cristiana) el sustrato de la fe de sus mayores. Como se ve
podrían haber existido varios pablos alternativos. Pero existió un

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solo Pablo, el de sus epístolas y Hechos; el que intento mostrar en
la novela.

Ciertamente, las cartas no nos muestran un Pablo que


evoluciona hacia un redescubrimiento de sus raíces. Tampoco nos
muestran un Pablo que descubre la filosofía helénica y la
cristianiza. Sus epístolas muestran a un Pablo centrado en su
oración, en su vida ascética, cerrado en la casa de su alma en la
contemplación del Cristo Señor. Sus cartas para nada son un
diálogo con su época, aunque use terminología griega para expresar
su teología. Lo repito: Pablo no entra en diálogo con su época. Vive
en su burbuja cristiana. Eso sí, ya al ir a la escuela farisaica es un
judío helénico.

Para él, Sócrates, el estoicismo, el platonismo, es como si no


existieran. Jesucristo es Señor, con el Padre y el Hálito Santo. Está
centrado en lo divino y solo desciende a cuestiones organizativas
por necesidad. Por eso sus cartas son, en su contenido teológico,
tan atemporales. Y no se extiende a nada fuera de la teología, solo
a cuestiones eclesiásticas. San Pablo tiene más de san Juan de la
Cruz que de personajes judíos contemporáneos que se sintieron
tentados por el sincretismo. No vemos su vocación a la filosofía en
ningún pasaje de sus escritos; es teólogo y solo teólogo. Vive en el
mundo como un monje místico. Realiza funciones de obispo, de
misionero, pero su vida tiene más de Relatos de un peregrino ruso

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que de un personaje interesado en la belleza del mundo que le
rodea. Su vida es Cristo y solo Cristo.

La obra la acabé el 2 de febrero de 2021, festividad de la


Presentación del Señor en el Templo. Permítame, el lector, que
haga un poco de arqueología. Sentimentalmente, tengo la
necesidad de recapitular. Es como llegar a la cima de una montaña.
Me apetece sentarme y contar a los que quieran escucharme cómo
fue esta ascensión. La obra la redacté en varias etapas.

Preparación: Hubo una prehistoria y es que, desde el año


2009, me sentí cada vez con más devoción hacia san Pablo. Viajaba
mucho a dar conferencias. Tanto en aeropuerto, como cuando
hablaba ante la gente, tanto en los preparativos del viaje como
cuando atravesaba una frontera, cada vez tenía más presente a este
santo. Continuamente pensaba qué haría él en tal o cual situación
ordinaria de esos viajes míos. Este santo se convirtió en una
“presencia” en mis viajes.

La primera etapa de la escritura tuvo lugar, más o menos,


en el año 2011, en Roma. Redacté, más o menos, 200 pgs. del
tomo I. Tal vez llegué a trabajar durante un mes, porque escribí y
escribí a toda velocidad, sin revisar; una primera redacción rápida.
En esa época, la novela de san Pablo no iba a tener tomos. Todo
se publicaría en un solo libro. La ilusión de lo que es fresco.

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Primera interrupción: Yo hubiera querido seguir con la
redacción del libro, pero debía retornar a mi tesis doctoral. Esas
interrupciones eran necesarias. Me descansaban de un trabajo que
me resultaba monotemático. Ese mes de descanso, escribiendo
sobre otra cosa, no fue una mala distracción, sino un necesario
descanso. Pero se hacía necesario retornar a mi tesis.

La segunda etapa, en el año 2015, duró varios meses. Revisé


lo escrito hasta entonces, que se transformó en 300 pgs. Proseguí,
desde allí, y acabé entero hasta el primer viaje. Otras 200 pgs.
añadidas a las 300 pgs. iniciales. Había acabado lo que ahora es el
tomo 2 y 3. Pensé que la obra habría que publicarla en dos tomos.
Mi idea era que la novela tendría 500 pgs. hasta el primer viaje, y
que los demás viajes los resumirá en 100 pgs. más. Al final, saldría
una obra en dos tomos, con un total de unas 600 pgs. El temor ante
una obra que se alargaba demasiado.

Segunda interrupción: Esta etapa creativa se interrumpió a


la fuerza. Llegó el verano y me quedé solo un mes en la capellanía
del hospital. Imposible escribir ni una página más. En los dos meses
siguientes, la mitad de los días tenía que subir al hospital. De
nuevo, no fue posible dar continuidad a escritura alguna. Opté por
revisar libros ya escritos. Esa labor sí que la podía hacer con
interrupciones. Se trataba de obras ya escritas que requerían una
revisión del estilo. Eso si que lo podía hacer fragmentariamente.

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Cuando llegó el otoño, tenía, además de mi capellanía y el
hospital, varios viajes. No me vi con un espacio de un par de meses
seguidos para acabar el libro de san Pablo. Así que pospuse el
acabar el libro.

Con el paso de los años, fui entendiendo que la obra se podía


alargar y que eso requería un tiempo de escritura continuada. De
momento, carecía de ese tiempo y preferí afrontar obras breves.
Pero, además, me daba miedo meterme en una obra que presentía
que iba a ser larga. Aunque nunca pensé que tan larga.

La tercera etapa, comenzó en febrero de 2020 y la he


acabado en enero de 2021. A estallar en marzo, la epidemia del
coronavirus, se produjo el confinamiento. Yo no era párroco,
tampoco era ya capellán del convento. De pronto, me encontré con
muchísimo tiempo para escribir. Durante un año entero, me
dediqué solo a la novela.

Hasta que, en el segundo viaje de san Pablo, llegué al


momento de las Minas de Trujún, seguía con la idea de condensar
los tres últimos viajes en cien páginas o poco más. Pero me apetecía
tanto contar el apostolado de Pablo en esas minas. Al final, lo hice.
A partir de ese momento, ya no me impuse condensar todo en pocas
páginas. Si había dedicado tanto tiempo al viaje misionero a las
minas, no tenía sentido abreviar lo otro. Seguir escribiendo como
el que se lanza a un viaje que no sabe cuándo acabará. Y así trabajé
todo el día, durante esos meses, en una obra que acabó teniendo

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2453 pgs. sin contar el apéndice. Aunque es difícil de calcular,
porque hubo varias fases de escritura, he hecho cuentas y he escrito
(y revisado) unas seis páginas por día.

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Notas literarias

Inmerso en la redacción de este libro, el martes santo de 2015,


estaba paseando con un amigo antioqueno-ortodoxo de Estados
Unidos y le comenté acerca de la escritura de esta obra. Él me
preguntó si conocía la novela de Taylor Caldwell sobre san Pablo.
Le pregunté el título: El gran león de Dios, me contestó. Me quedé
atónito. No conocía la obra, ¡pero la mía se titulaba prácticamente
igual!

Mi amigo continuó diciéndome que no habría posibilidad de


confusión con la obra de Caldwell porque la de esa autora acababa
cuando Saulo comienza el viaje a Damasco. De nuevo me quedé
con la boca abierta: ¡la mía comenzaba justo en el viaje a Damasco!

Para mí aquello fue un verdadero signo del cielo. Redactar el


libro me iba costar tantos miles de horas. La tentación era:
“¿Seguro que esto es un trabajo para Dios? ¿No será un mero
capricho mío? ¿Y si, en realidad, el Señor nunca me ha pedido que
escriba esta obra y Él desearía que me dedicara a otras cosas?”.

Pero no, aquello me infundió completa seguridad. Desde ese


momento, me reafirmé en la idea de que comenzar a escribir el libro

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no había sido un mero antojo. Sea dicho de paso, la obra de
Caldwell después la conseguí y no me gustó nada, absolutamente
nada.

Tenía dos opciones para el título de la novela: o Paulus o El


León de Dios. La opción que más me agradaba era nombrar a la
obra con el conciso y rotundo título de Paulus. Existía un libro
sobre el teólogo Paul Tillich con ese mismo título, aunque tenía un
subtítulo que evitaba cualquier confusión.

Durante la redacción de mi novela, el título que siempre


estuvo presente en la portada del archivo Word fue Paulus: el León
de Dios. Pero sin la seguridad si ese sería el título final. El título se
prestaba a confusión con futuros libros con esa palabra. El subtítulo
se prestaba a confusión con la novela de Cadwell.

Dejando atrás ya la cuestión del título, entremos ahora en las


cuestiones realmente literarias. En mi novela, Pablo, en una
conversación sobre su padre, afirma que fue un hombre: Nada dado
a expansiones afectivas. Por supuesto que esa expresión, tal cual,
nunca la hubiéramos encontrado en los labios de Pablo de Tarso.
Los lectores de nuestra época hemos leído muchos más libros que
los que nunca soñó con leer Pablo. Y, sobre todo, hemos leído
mucha buena literatura que ha aumentado nuestro vocabulario y

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enriquecido nuestras expresiones. El concepto de expansión
afectiva Pablo lo hubiera expresado con términos mucho más
simples. Al final, hubiera querido decir lo mismo, pero las palabras
hubieran sido más sencillas.

A Marguerite Yourcenar le acusó cierto crítico de que su


emperador hablaba como un caballero francés del siglo XVII. El
crítico se equivocaba. En boca de Adriano, no encontraremos
ningún anacronismo. No solo de léxico, sino tampoco de
conceptos.

¿Por qué se equivocaba el crítico? Porque anacronismos no


debe haber en una novela histórica. Pero obligar a los personajes
de una novela a hablar con una simplicidad de léxico que “parezca”
más pura supondría una desmejora del texto. Tanto Marguerite
Yourcenar como Umberto Eco, en sus novelas históricas, optaron
por hacer hablar a sus personajes con profundidad, pero no con una
falsa simplicidad.

Por supuesto que se podía hacer que Pablo, en vez de decir


que su padre era nada dado a expansiones afectivas, hubiera
podido haber dicho que era “poco afectivo”. Pero esas
autolimitaciones del escritor no hubieran aportado nada a la obra,
solo hacerla menos bella.

Si hubiera querido hacer una obra más verista, habría que


haber colocado más repeticiones de palabras (pues en la lengua
hablada repetimos más), interrumpimos más las frases, y habría que
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haber colocado expresiones de época enteramente incomprensibles
para un lector actual. ¿Hubiera sido más verdadero un diálogo por
insertar más tacos, más expresiones mal sonantes?

Desde el principio, lo tuve claro. Traducir el modo de hablar


de una persona del siglo I no solo consistía en traducir el
significado de las palabras, sino también en traducir sus frases al
modo de hablar actual. No eran solo las palabras, también el modo.
Cierto que he dejado constancia de modismos en todos los tomos,
pero limitándome. Hubiera bastado tomar obras latinas, griegas y
hebreas e ir insertando todos los giros, todas las expresiones. He
dejado algunas para dar sabor al texto, pero no podía convertir la
lectura en una carrera de obstáculos.

He traducido en mi vida dos obras del latín al castellano. En


una traducción académica, se pide la fidelidad. Pero, en una novela,
traducir incluye no solo la palabra, sino el modo de hablar. Obrar
de la otra manera no hubiera aportado nada.

Si algún lector percibe una pincelada del psicoanalista


Jacques Lacan en el pasaje (del segundo viaje) en que Pablo habla
con Silas acerca de su padre, estará en lo cierto. Eso resulta
evidente cuando Pablo menciona el yo y el gran otro. La frase lleva
a entender toda la conversación en esa línea psicoanalista. Y esa
conversación lleva a preguntarse si uno podría reinterpretar la vida
entera de Paulo bajo esa perspectiva lacaniana. ¿Creo en una
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interpretación lacaniana de Pablo? No, rotundamente, no. Ahora
bien, la parte del yo y el gran yo me parece completamente
verdadera.

Eso me llevó en otros pasajes del siguiente viaje (el tercero),


cuando regresa a Tarso, a retomar el enfoque psicoanalítico de mi
personaje. La construcción teórica de Freud me parece
completamente falsa, ahora bien, resulta fascinantemente literaria.
No me quise resistir a ofrecer un enfoque freudiano a la figura del
apóstol. El enfoque freudiano resulta tan erróneo, como
literariamente seductor para esta novela; sin duda, porque lo que
hizo ese psiquiatra no fue ciencia, sino literatura.

Pero debo dejar claro que la doctrina freudiana, en esta


novela, viene expresada en las acusaciones del rabino de Tarso.
Viene expresada, por supuesto, con su propia terminología del siglo
I, de un modo que no resulte anacrónico. A pesar del lenguaje de
época lo esencial del psicoanálisis está presente en sus palabras.
Por lo tanto, lo freudiano está presente en mi novela como
acusación, no como explicación verdadera de la psicología de
Pablo.

Me hubiera gustado distribuir las epístolas de Pablo a lo largo


de toda esta novela. Hubiera sido un contrapunto perfecto para la
acción. La novela se hubiera articulado como una alternancia entre
la escritura de las cartas y el apostolado.
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Pero eso no era posible, la primera carta que se nos conserva
(otras se perdieron), en ningún caso, pudo escribirse antes del
primer viaje. Pues se dirige a unas comunidades que conoce. En mi
opinión, esa primera carta podría ser la de los Gálatas. Así que
todas las demás cartas debieron escribirse a partir del segundo
viaje. Así que, para empezar, no fue posible distribuir la redacción
de las cartas a lo largo de toda la obra. No solo eso, hay razones
que llevan a concentrar la redacción de varias de ellas en la etapa
romana. Así que el deseo literario de repartir la redacción de las
cartas por todos los tomos tuvo que someterse a la cronología
comúnmente aceptada para sus escritos.

San Pablo tuvo que ser uno de los más grandes santos de la
historia de la Iglesia porque recibió uno de los encargos más
importantes, más delicados, para el futuro del legado de Cristo. Fue
un personaje no solo escogido, sino con virtudes a la altura de su
misión.

Si era tan santo, se me planteó un dilema a la hora de describir


la psicología de Pablo: ¿Lo describía como un hombre recogido,
ascético, con la psicología de un monje del siglo IV en el Desierto
de Nitria, como un san Antonio Abad? Pienso que no. Había que
pintar el retrato de un hombre divinizado, de un místico. Como
alguien repleto de ascetismo, pero con aspectos que, ciertamente,
nos ofrecían su cara más humana y que están presentes en sus

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cartas. Desde esta perspectiva, no podía describir a alguien que
tuviera pecados, pues considero que fue uno de los más grandes
santos de la historia. Con más defectos, algunos lectores hubieran
pensado que ofrecía un retrato más realista. Pero pienso que se
trataba de un asceta místico. Hasta los más escépticos deberían
admitir que también existen ese tipo de personas. Así que si alguien
me acusa de ofrecer un retrato demasiado idealizado de Pablo es
porque da por supuesto que, incluso ahora, no existen ese género
de individuos.

Pero sí, tenía defectos Pablo. Esa parte humana no perfecta


no es fruto de la especulación. En los textos bíblicos se atisban sus
prejuicios: respecto a la mujer o a la esclavitud, su tendencia a
imponer sus decisiones, su tendencia a enfadarse. Pero no es lo
mismo renacer en Cristo y mantener un prejuicio que pintar un
retrato de alguien con verdaderos defectos morales.

En Pablo no hay un sótano oscuro. No hay una dimensión


oscura que yo tenga que descubrir. Describir un sótano mal aireado
en su personalidad, literariamente, hubiera tenido éxito entre los
críticos. A los críticos, les gusta mucho ese tipo de mezclas de lo
excelso con lo sórdido. Pero estoy seguro de que, en un hombre
renacido y transformado como era él, hubiera supuesto un
falseamiento de su figura. Un falseamiento que, repito, hubiera
resultado muy popular, pero Pablo era no solo santo, sino un gran
santo.

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Pecados, no. Pero defectos y prejuicios, sí. Con la base de sus
epístolas, había que tantear posibilidades en las que se conjugara
una grandiosa santidad con deficiencias. Misticismo mezclado con
aspectos de su carácter que no fueran pecado, pero que sí que
manifestasen que, incluso Pablo, era un hombre con sus
limitaciones, con una equivocada mentalidad humana en algunos
temas.

Cuando alguien fenicio aparece, intento que su nombre sea


fenicio. Y si es alguien es lo que llamo sirio-nativo (frente a los
sirios-helénicos), trato de que su nombre sea arameo o hitita. Ahora
bien, unas poquísimas veces he inventado palabras. Por ejemplo,
cuando un fenicio habla de las ñiak-ñiak (langostas) y de los
glugustis (gambones rojos). La razón fue que me parecieron unas
palabras tan graciosas que no me pude resistir a la tentación de
incorporarlas queriendo con ello expresar que la denominación
dialectal de esos crustáceos podía ser tan local que para siempre
sea imposible conocerla. Ambas palabras, evidentemente, tienen
un tono onomatopéyico: en la primera palabra por las tenazas, y en
la segunda por el sonido de la burbuja debajo del agua.

Lo del jabalí de mar para referirme al atún es muy gracioso,


pero está tomado de la Apología de Apuleyo. Aunque soy yo el que
lo identifica con ese pez concreto. La comadreja de mar y el zorro
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de mar están tomados de la De natura animalium de Claudio
Eliano.

En un momento de la obra escribo esto:

Cuando Pablo repetía las palabras de Jesús, a pesar de estar convencido


(así las había oído) de ser exactas, en realidad, estaban un poco “abolladas”. Lo
mismo sucedía cuando citaban de memoria textos del Antiguo Testamento.
Siempre citaban más o menos.

Sí, esto siempre lo he tenido en cuenta. Sin embargo, las citas


del Antiguo Testamento que coloco en boca de Pablo son exactas.
No tenía mucho sentido, cada vez que él cita las Escrituras, colocar
una cita inexacta; para, acto seguido, colocar yo la exacta. Eso
hubiera habido que hacerlo en todas las citas. Soy consciente de
que solo los salmos los sabría de memoria.

Pero, además, los sabría de memoria en la versión de los LXX


o en el arameo de Tarso, no olvidemos que era un hombre de la
diáspora. Sin descartar que un estudiante fariseo pudiera en
Jerusalén tal vez aprender los salmos en hebreo. Pero es dudoso
que los estudiantes los aprendieran en una lengua que no hablaban.
Lo más probable era que el hebreo se reservase, en exclusiva, para
la lectura de los rollos.

Hubiera sido una complicación innecesaria, que no hubiera


tenido ninguna utilidad, el que cada vez que Pablo citase una línea
del Antiguo Testamento, hubiera colocado la versión tal cual él la

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recordaba (casi siempre, inexacta) y la versión auténtica y precisa.
La doble cita, la real y la recordada, no hubiera añadido nada a la
obra. Solo entorpecer la lectura. Aun así, para que quedara
testimonio de que así eran las cosas en esa época, sí que lo he hecho
alguna vez a lo largo de mi obra. Pero dejo constancia aquí de que,
salvo textos muy conocidos, las citas de los rollos siempre eran
aproximadas.

Esta novela se halla dividida en partes, capítulos y secciones.


Especifico cómo denominarlos para aclarar a los que hablen acerca
de esta obra y se pregunten cómo denominar cada una de esas
porciones del texto. La obra originalmente la distribuí en ocho
partes. Para evitar confusiones a los libros físicos sugiero llamarlos
volúmenes o tomos, pero no partes. Cuando esta obra se publique
en papel, un solo volumen puede contener varias partes.

Las secciones están marcadas para expresar un cambio de


acción o de entorno. En la obra original vienen señaladas por una
columna jónica. Varias secciones se agrupan en un capítulo, que
viene marcado por una cabeza de león y referencias temporales más
precisas.

Los capítulos marcan grandes cambios en la acción de la


novela: el traslado a una nueva ciudad, el regreso a Antioquía, el
comienzo del concilio. Pero no dejan de tener un mero carácter
instrumental: el de agrupar las secciones; el de ofrecer hitos que
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nos permitan orientarnos en lo que, de otra manera, sería un
continuo fluir de secciones breves. De ahí que, algunos cambios de
acción ameritarían un cambio de capítulo y no lo hago para no
hacer los capítulos demasiado breves. Y, en otros momentos, la
estancia en una sola ciudad sí que merece la división en dos
capítulos para no hacer demasiado larga una agrupación de
secciones.

Podría haber hecho que los personajes de baja extracción


social hablasen de un modo más vulgar, con un vocabulario más
reducido. Podría haber hecho que hablasen como en La colmena de
Camilo José Cela. Pero eso hubiera cansado al lector y no hubiera
aportado nada. Por supuesto que individuos sin educación hubieran
hablado de un modo sustancialmente más tosco. Pero he ahorrado
al lector la incomodidad de ese verismo histórico.

Por supuesto que, en cualquier época, uno puede encontrarse


con personas que hablan con todo tipo de tacos, maldiciones y
continuas referencias sexuales o que hacen referencia a los
excrementos. Le he ahorrado al lector todo lo excesivamente soez,
no aportaba nada.

El lector observará que unas veces uso la palabra Evangelio


y otras la expresión Buena Nueva. Esto no se debe a una

24
inconsistencia por mi parte, sino que se trata de una variación usada
de un modo deliberado. Cierto que la palabra evangelio proviene
del griego buenas noticias y eso, en su sentido originario entre los
cristianos, se refería al mensaje de Jesús. Pero cuando ese mensaje
se puso por escrito, la palabra evangelio pasó a usarse para referirse
también al libro que contenía ese mensaje.

Para los que hablaban en griego, en el siglo I, la palabra para


decir Buena Nueva (el mensaje) y evangelio (el libro) era la misma.
Pero en una novela en castellano nos vemos obligados a tomar una
decisión. Y, además, añadiendo una segunda bifurcación: escribir
o no esa palabra con mayúscula inicial. Cuando se habla, no hay
mayúsculas. En mi obra, el Evangelio (con mayúscula) es el
mensaje de Jesús. El evangelio (con minúscula) la uso para
referirme a un libro del evangelio. Esa es la regla en mi novela,
salvo que use esa palabra en un título, en cuyo caso hay obligación
de ponerlo en mayúscula: Evangelio de Mateo, por ejemplo.

Así como Buena Nueva pasó a significar no cualquier “buena


noticia” en general, sino el Evangelio, incluso antes de que se
pusiera por escrito; lo mismo sucedió con otras palabras tales como
supervisor o vigilante (episcopos) o anciano (presbiteros), entre
otras. La ambigüedad que alguien puede sentir al leer ciertos
pasajes de mi novela era la misma que existía en esa época. Muchas
veces, el contexto ofrecía claramente el sentido; pero otras, no.

25
En mi novela, al principio, tenía la idea de usar siempre la
palabra anciano y nunca presbítero. Pero no tardé en percibir que
la lectura se hacía algo más ardua si, en todos los casos, siempre,
usaba la palabra en su sentido primario (el general) y no en el
secundario (el eclesial) que llegó a tener ya en esa primera
generación.

Lo mismo se aplica a otras palabras de la novela. Tras leer


muchas páginas, me di cuenta de que la lectura se facilitaba si, tras
dejar constancia en unos cuantos casos, usaba las palabras obispo,
presbítero, diácono, apóstol, iglesia y otras. Se dificultaba la
lectura si siempre usaba la palabra inmersión en vez de bautismo.

Al lector poco familiarizado con los textos neotestamentarios


del siglo I, le llamará la atención que, ni una sola vez, llame
sacerdote a ningún presbítero. Efectivamente, eso era así en esa
generación. En esa época, si un judío escuchaba la palabra
sacerdote, pensaba en lo sacerdotes levíticos. Si un cristiano no
judío escuchaba esa palabra, pensaba en los sacerdotes paganos. El
término que se empleó fue diferente, anciano, para expresar que el
presbiterado se trataba de una realidad diferente, no de una
continuidad.

26
No voy a hacerme aquí eco de las razones para preferir Gaius
frente Caius a la hora de escribir ese nombre romano. Lo que sí que
quiero mencionar es que decidí ser consecuente en ofrecer los
nombres traducidos. Los casos en que hago alguna excepción se
debe a alguna razón. Por ejemplo, hay una vez en mi obra, en que
Pablo, estando en Italia, menciona una vez a Shaul en vez de Saúl.
Con ello quiero dejar constancia de que, a menudo, ocurre que un
hebreo, aun hablando griego, mantiene una tendencia a usar los
nombres propios en su lengua original y no a traducirlos. Eso
ocurre actualmente y lo vemos en muchos emigrantes. Todo lo
traducen, pero, de vez en cuando, los nombres propios los
mantienen en la versión de la lengua nativa. Pero, en mi novela,
como norma general, los nombres se ofrecen en versión traducida.

Otros casos en los que hago alguna excepción es, por


ejemplo, por el placer de ver cómo sonaría el nombre Santiago en
hebreo mientras residía en Jerusalén. El nombre de Pedro (Kefas)
y el de Santiago (Yaakov) sí que se sabe seguro cómo sonaban en
Jerusalén. Pero, de otros no está claro.

Por ejemplo, sabemos que el nombre de Juan en hebreo es


Iojanam. Pero no está claro si el apóstol usaba en Palestina su
nombre griego de Ioannes, o si ese nombre era, en realidad,
arameo. En mi novela, algún personaje sí que es llamado Iojanam.
Pero si lo hago es para que se vea que podían coexistir las dos

27
formas del mismo nombre (la hebrea o la aramea) en el mismo
entorno geográfico.

En Hechos de los Apóstoles, se deja claro que en Pablo


coexistieron en la misma persona la versión hebrea de su nombre
Shaul y la griega de Paulos. Para el título de mi novela, por una
mera razón de gusto personal, preferí la versión latinizada. Sin
duda, en Roma, Pablo latinizó la forma helénica de su nombre en
las conversaciones habladas con los latinos, aunque usara la
helénica al escribir las cartas.

Los nombres griegos aparecen en mi libro tal como se


escuchaban al oído. Al transcribirlos a caracteres latinos, hubiera
despistado al lector dejar constancia de los abundantes diptongos.
Dígase lo mismo de los nombres hebreos o arameos, los escribo
como sonaban al oído. Los nombres latinos sí que aparecen
adaptados al castellano, tal es la norma gramatical de la Real
Academia y tiene su lógica que no voy a explicar aquí. Y así he
preferido la grafía Venuleyo a escribir Uenuleius, que es como se
pronunciaba ese nombre latino.

La parte en la que hablo de las caracolas que encuentran en


una playa de Tiro está inspirada en poemas de Neruda y Lorca.

28
De ningún modo, puedo dejar de manifestar mi
agradecimiento más profundo a mi corrector José Francisco de
Pedro de Argentina. Puntualmente, me envío desde Santa Fe de la
Vera Cruz (Argentina) las hojas que desgranaban sus 1078
correcciones a mi texto original. Para los que no sepan nada de
corrección gramatical y estilística, les puedo asegurar que requirió
por su parte una ingente cantidad de horas. Ya supone mucho
trabajo con un libro normal. Con esta obra tan extensa, el trabajo
se le multiplicó por ocho frente a una novela normal. Es necesario
recordar que una cosa es leer un libro y otra leerlo tratando de
localizar erratas o ver cómo se podía mejorar el estilo de tal o cual
frase. Leer de esta manera se hace mucho más pesado que leer solo
para el disfrute personal.

Leyendo buena parte de mi obra, mi corrector se ha


convertido en un “forteólogo” que capta como nadie cuándo se
trata de un inusual giro expresivo y cuándo es una errata. Gracias,
José, otra vez más, por tu paciencia.

No dejaba de hacerme gracia las luchas que, a veces,


librábamos, con 10 000 kms. de distancia, acerca de si una coma
iba aquí o allí. Debo reconocer que gané muy pocas de esas
contiendas gramaticales. Pero él gozaba de una clara ventaja, y es
que le asesoraba su mujer Luciana Teresa Carmona.

Aunque su labor gramatico-esponsal iba más allá de localizar


“gazapitos”. También sabían meter mano en el texto y reformar sin

29
piedad. Varias veces, nuestra amistad estuvo a punto de acabar por
algunas preposiciones o algún adverbio mal situado.

En el año de la publicación de esta obra, año 2021, las


diferencias entre el texto impreso en papel (por la editorial San
Pablo) y la versión digital son muy pocas. He mejorado
estilísticamente algún párrafo, pero los cambios son escasísimos.
Aun así, debo mencionar que el texto de referencia es el de la
versión digital de Biblioteca Forteniana, que es el lugar donde se
encuentran online mis obras completas.

30
Notas teológicas

Estoy seguro de que si pudiéramos observar, por un agujero,


a Pablo en las comunidades del siglo I, lo que observaríamos sería
continuidad respecto a Jesús. Observaríamos la posesión pacífica
de una recepción, la recepción de su Mensaje. Algunos estudiosos
se han empeñado en querer encontrar a toda costa contradicciones
entre la predicación mesiánica y las iglesias paulinas. No pocos
estudiosos han estado demasiado cargados de subjetivismo.

He leído estudios sobre Pablo en los que el autor quería hacer


ver una montaña en cualquier piedra. Al final, no solo se
contraponía a Pablo contra Jesús, sino que alguno quería
convencernos de la contraposición del Pablo canónico frente al,
según ellos, Pablo real. No es de extrañar que esta visión tan
extraviada opusiera el Pablo de unas cuantas epístolas frente al
Pablo de otras epístolas.

Después de haber escuchado con atenta ponderación las


razones que estos exegetas e historiadores podían darme, sigo
pensando que el único Pablo que existió es el de la tradición de dos
mil años, y cuya voz se ha conservado en las cartas paulinas.

31
El verdadero Pablo no es el de la ficción de esos eruditos.
Pablo no se opuso a Jesucristo ni a la fe de las primitivas
comunidades (como si él fuera un refundador del cristianismo) ni
se opuso a sí mismo (mi opinión es que todas las cartas llamadas
cartas paulinas le tienen a él como autor). Tampoco existe un
Pablo de Hechos y otro Pablo de las epístolas. Esas dos visiones
del único Pablo se armonizan sin dificultad alguna, no son (como
quieren presentarnos algunos) incompatibles. Por más que se
empeñen, no muestran dos pablos. Hay que afirmar con toda
serenidad, pero rotundidad, que muchos estudios hacen de cada
piedra una montaña, con lo cual todo se distorsiona.

Por supuesto que el examen del entero Nuevo Testamento no


solo nos expresa una verdad doctrinal, sino también estratos
históricos en la expresión de esa verdad. Por supuesto que podemos
observar distintos enfoques (en los distintos autores
neotestamentarios), por supuesto que aparece una realidad
dinámica: no se expresan las cosas del mismo modo en las
parábolas de Jesús que en Hechos de los Apóstoles, ni en Hechos
aparece expresada la verdad del mismo modo que en la Epístola a
los Romanos. Ni el Pablo de la Carta a los Romanos ha llegado a
las conclusiones teológicas que llegará, al final de su vida, en la
Carta a los Hebreos; sí, pienso que esa epístola salió de la pluma de
Pablo.

32
Hay un dinamismo de la verdad, pero un dinamismo de la
única verdad que siempre se mantuvo sustancialmente una: desde
las notas arameas que usó Mateo para su evangelio hasta las
profecías del Apocalipsis de san Juan. La verdad doctrinal del
cristianismo siempre fue (y es) una y solo una. Aunque no se
exprese exactamente igual en los labios de Judas Tadeo o en los de
la Carta a los Corintios del papa Clemente.

Muchos no creen en esta verdad única, pero no será por los


hallazgos textuales que hayan hecho. Se trata de una toma de
posición, no de una verdad objetiva que por claridad todos tengan
que aceptar. Y uno de los modos en que les parece ver corroborada
esa visión humana del Nuevo Testamento es multiplicando los
pablos.

Para estos destructores de la tradición, un determinado Pablo


sería, en realidad, una escuela paulina (autora de algunas cartas);
otro Pablo sería el reflejado por Lucas en Hechos; otro Pablo sería
el histórico: el de algunas otras cartas, con ideas muy distintas. No,
no creo en esa suma de conjeturas que les lleva a afirmar
determinadas teorías como verdades ya demostradas.

Concluyendo, esta novela plasma en diálogos e imágenes la


fe de tantos cristianos a lo largo de dos mil años: solo hubo un Pablo
que predicó una única verdad. Los textos, sin ninguna violencia,
encajan en esa visión tradicional sobre la figura de Pablo. Los

33
textos muestran la continuidad entre Cristo y Pablo, la armonía
entre Pablo y Pedro y Juan.

Pero sí que es cierto que esta novela intenta mostrar que Paul
was a higly controversial figure even within early Christianity and
that his relations with the other apostles were at the very least
strained1.

La novela también trata de mostrar y reconsiderar Paul as a


social creature, and to better understand the social dynamics
involved in his mission work2.

Estoy seguro de que alguien, cuanto más santo es, más


problemas tiene. Eso vale para santa Teresa de Jesús y para el
apóstol Pablo. Y esos problemas había que mostrarlos en una
realidad social y dinámica. Realidad social que se verá agitada por
las mismas cuestiones doctrinales que evolucionaron en el interior
de la mente del apóstol. Y es que el Pablo de mi novela va
evolucionando en su conflictiva relación de amor-odio respecto al
judaísmo; también evoluciona en su relación de apertura-cerrazón
hacia el helenismo.

Pero sería simplificar la problemática dogmática que se le


planteó a Pablo (y a los demás apóstoles) pensar que lo bueno era

1
Stanley E. Porter y Christopher D. Land (editores), Paul and His Social Relations, Brill Leiden-
Boston, 2012, pg. 1.
2
Stanley E. Porter y Christopher D. Land (editores), Paul and His Social Relations, pg. 2.

34
que Pablo se abriese a todo. Porque, como defensor de la ortodoxia
doctrinal, no podía abrir la puerta a todo. Su esfuerzo por evitar la
contaminación resulta evidente. Pablo no dirá una sola palabra
sobre los judíos de la Escuela de Alejandría y sus esfuerzos por
conjugar la fe judía con la filosofía griega. Y no dirá nada, porque
Filón mezcló de forma inadecuada. Pablo tampoco dirá nada acerca
de Platón o los estoicos. Su voluntad por mantener puro el mensaje
resulta evidente en sus silencios. No, abrirse a todo no era la
voluntad de Cristo si lo que se quería era preservar la Buena Nueva.

Se podría pensar que ofrezco una visión ideal de la Iglesia


primitiva. ¿Pero acaso, en ese momento, lo ideal no pudo ser lo
real? Es verdad que lo ideal de esa generación puede ser menos
paradisiaco que la visión estilizada y sin borrones que, sin mala fe,
desconoce los conflictos de esa época. Muchos pueden tener una
visión hollywoodiana de esa generación cristiana, sin mala fe, por
desconocimiento. Pero, aun así, con problemas y todo, fue una edad
de oro. Todo era fresco y sencillo, había milagros, se podía
escuchar la predicación de los Doce. Fue una época única e
irrepetible.

En mi libro pasea un ser humano que es el Pablo tal como ha


sido venerado y amado a través de dos mil años de fe. Esa visión

35
sencilla, ingenua, es la que pienso que se ajusta a la realidad
histórica.

Abomino de la idea de Pablo como segundo fundador del


cristianismo. En el Paulus de William Brede se afirma: He [Paul]
stands much further away from Jesus than Jesus himself stands
from the noblest figures of Jewish piety3. De ninguna manera,
¿cómo se puede llegar a tal conclusión simplemente leyendo las
epístolas?

Concuerdo con James Moffatt cuando afirma: Pauline


thought was, in fact, “a genetic development of [Jesus´] original
gospel4. ¿Lo creo esto por la fe? Sí, rotundamente, sí. Aunque los
hechos abalan esta creencia de mi fe. Si no creyera esto, si las
enseñanzas de Jesús no tuvieran mucho que ver con las de Pablo,
el cristianismo sería el mero resultado de fuerzas humanas.

Mi libro, así lo deseo, presenta un Pablo aceptable para


luteranos, evangélicos, ortodoxos y coptos. No porque así lo haya
decidido yo, sino porque el auténtico Pablo pienso que era como lo
muestro en las páginas precedentes. No hubo, en ese primer
momento, nada parecido a la proclamación de un dogma de la
infalibilidad papal o a una declaración magisterial acerca de las

3
Victor Paul Furnish, “The Jesus-Paul Debate: from Baur to Bultmann” en Alexander J. M.
Wedderburn (editor), Paul and Jesus: Collected Essays, T&T Clark International, Londres 2004, pg. 25.

Victor Paul Furnish, “The Jesus-Paul Debate: from Baur to Bultmann” en Alexander J. M.
4

Wedderburn (editor), Paul and Jesus: Collected Essays, T&T Clark International, Londres 2004, pg. 30

36
relaciones que deben existir entre obispos o a las cuestiones que
siglos después plantearía Lutero entre Evangelio y Tradición.

En un primer momento, estuvo la vida: espontánea, no


conflictiva. Después vendrían las polémicas y la consiguiente
reflexión colegial. De la reflexión colegial vendrían las
afirmaciones de fe ya formalmente expresas. En un primer
momento, esas afirmaciones formales no existían, solo la vida.
Existía la realidad vivida y creída, no una lista de artículos de fe.
No existía, por ejemplo, un dogma de la infalibilidad papal ya
redactado en todas sus cláusulas, lo que existía era la realidad viva
de un primado de Pedro. No existía un texto formalmente redactado
acerca de los sacramentos, al estilo de lo que se aprobó en las
sesiones del Concilio de Trento. Lo que existía era la tradición
recibida acerca de cuáles y cómo se impartían los sacramentos por
parte de los Doce.

Insisto, no es que yo haya querido sortear los problemas


confesionales, sino que trasladar esas polémicas a ese primer
momento hubiera resultado artificial y anacrónico. ¿Podría yo
haber planteado la cuestión canónica de las relaciones
jurisdiccionales entre la sede constantinopolitana y la romana en un
momento en el que Pedro, Andrés y Tomas eran amigos del alma
y vivían en la más perfecta armonía? ¿Podría haber planteado la
cuestión de las relaciones entre la Biblia y la Tradición en un
momento en el que Pablo predicaba y fundaba comunidades sin que

37
hubiera sido escrito (en ningún lugar del mundo) ni un solo libro
del Nuevo Testamento? No lo veo razonable.

Por supuesto que podría haber puesto, como quien no quiere


la cosa, tal o cual afirmación en boca de Pablo. Pero no hubiera
sido honesto. Ahora bien, con esto no estoy afirmando que hubo
una etapa en la que la Iglesia estuvo indeterminada. No, la Iglesia,
en sus pilares doctrinales esenciales, fue siempre la misma. Solo se
explicitó lo que se había recibido desde el principio.

Por usar un símil biológico, el ADN fue siempre el mismo.


Sin duda, algunas de esas cuestiones confesionales posteriores sí
que se pudieron plantear en conversaciones informales, al paso de
pequeños conflictos, en consejos dados por un maestro a su
discípulo y futuro presbítero. Pero mi novela es acerca del pasado,
no un escenario para resolver las batallas futuras. Además, me
gustaría que mi libro fuera un puente de unión, no otro muro de
división. Pero, ojo, solo será puente de unión si construyo esta obra
desde la verdad, no desde las concesiones, no desde la negociación.
No tengo conciencia de haber cedido en nada en busca de
aquiescencia.

En mis páginas, paso por encima de los textos


suficientemente iluminados en Hechos de los Apóstoles o en las
epístolas. Mi novela corre alrededor de esos pasajes, los esquiva.

38
Si algo ya está suficientemente descrito en el Nuevo Testamento,
normalmente lo voy a saltar en mi novela.

Ese criterio (que tiene excepciones) se debió a que quise que


mi libro ofreciera luz donde encontramos puntos de oscuridad. Mis
páginas querrían responder a las preguntas que uno se formula al
leer las páginas de la Escritura; especialmente, las preguntas más
humanas, las preguntas acerca de los detalles. No se trataba de
abundar más, sino de aclarar.

En mis páginas, no me centro en la teología. La doctrina ya


está magníficamente descrita en las epístolas. Mi novela son los
hechos alrededor de la teología. Cierto que hay toda una teología
explícita que recorre las páginas de mi novela, pero es una teología
a través de los hechos, casi diríamos que es una teología en
movimiento, una eclesiología narrada.

Muestro a un Pablo que, tras su conversión, por ejemplo,


siempre formula de un modo nítido la expresión de la existencia de
tres Personas Divinas que conforman la Trinidad. Así lo hago
porque el estudio de ese tema no me ofrece ninguna duda de que
fue así desde el principio en las comunidades de creyentes. Este es
un punto concreto, entre muchos, de cómo la novela, de un modo
tácito, muestra una determinada teología presente en ese primer
momento. No explicito mis razones, solo muestro que es así.

39
Insisto en que, sobre todo, cada cuestión eclesiológica sí que
la he valorado una y otra vez, hasta en su más pequeño detalle. Por
poner un ejemplo, la distinción de tres grados en el sacramento del
orden estoy seguro de que existió desde el primer momento.
Aunque no en todos los lugares existiera un episcopado
monárquico, ni en todos los lugares se emplease una terminología
unificada. De ahí que hable yo de archiancianos o de ancianos-
supervisores.

Si escribo en español, uso los nombres castellanizados


cuando estos existen. Por eso escribo Abrahán o Jerusalén con N
al final. Bien sé que, en hebreo, acaban en M. Pero si pongo la M,
por qué no escribir “Yerusalem”, por ejemplo. Y ya puestos, ¿por
qué no escribir el nombre enteramente trasliterado de la lengua
original? En esto he seguido la norma de la Real Academia que está
llena de lógica. Cuando uno escribe en español, no se dice New
York ni London.

Ahora bien, en mitad de un diálogo, cuando uso una palabra


en hebreo, es para indicar que el que habla lo está haciendo en
arameo o en koiné, y que, en ese momento, introduce una palabra
foránea procedente de la lengua hebrea. Ese entremezclamiento de
léxico, sin duda, ocurría. Y eso es lo que quiero reflejar en los
diálogos. En otros casos, hago al revés: pongo la palabra
castellanizada y, entre paréntesis, dejo constancia de la palabra

40
hebrea o griega cuando veo que tal aclaración no carece de algún
interés para el lector.

Los personajes de la novela usan términos de época. Ahora


bien, la voz del narrador usa medidas temporales o de longitud de
nuestra época.

Algún personaje habla de la Vayikra. De inmediato, aclaro en


el texto (poniéndolo entre paréntesis) que se trata del Levítico. ¿Por
qué uso el nombre hebreo? Pues porque hablaban en arameo y, en
ese momento, se refirió a él con el nombre original. Ahora bien, un
poco después, el mismo personaje se refiere a ese libro usando la
palabra Levítico. ¿Por qué lo pongo en castellano? Pues con eso
quiero reflejar que ese personaje, conocía el venerable y antiguo
nombre hebreo del libro sagrado, pero después se refería a él,
habitualmente, como Leviticós porque él lo leía en la versión de los
LXX. Son estos pequeños detalles los únicos de los que puedo
echar mano para dejar constancia de la coexistencia de esas tres
lenguas. La única que no aparece es el latín. Pues en Palestina solo
la hablaban los pocos itálicos que por allí había.

La riqueza de términos con los que me refiero a la realidad


jerárquica ha quedado explicada: servidor, anciano, supervisor,

41
vigilante, diácono, presbítero y obispo. Pero, sin duda, en Samaría,
Judea o Galilea, pudieron usarse también otras palabras para
referirse a esas funciones. Palabras en lengua nativa que, por
ejemplo, significaran cabeza para referirse al presbítero, o superior
para referirse al obispo. Durante más de veinte años, el vocabulario
sin duda debió ser de carácter muy local para referirse a una misma
realidad. Con el tiempo, el vocabulario se fue unificando. Pero yo
sí que creo que los tres órdenes estaban diferenciados y claros
desde el principio.

Ahora bien, como ya he dicho anteriormente nunca al


presbítero lo llamo sacerdote. Estoy seguro de que los judíos
cristianos tuvieron la voluntad de dejar muy clara la diferencia
entre los presbíteros (predicadores con el poder de los sacramentos)
y los sacerdotes de la Antigua Alianza (hombres de los ritos). Ni
en el modo de llamarlo ni en las vestiduras hubo el más mínimo
intento de asemejarse, al revés. Para esa primera generación
cristiana, el sacerdote era el perteneciente a la casta aarónica; el
presbítero era algo nuevo, una figura perteneciente a una nueva
alianza.

¿Eso significa que carecían de una comprensión sacrificial de


la eucaristía? No. Los hebreos cristianos interpretaban el sentido de
ese cáliz de la Sangre de Cristo según el derramamiento de la
sangre de las palomas, corderos, cabras y bueyes en el Templo. El
sentido sacrificial existía. Pero, con el peligro de judaización
siempre latente, no deseaban dar lugar a confusiones. Esa es la
42
razón por la que tardarían cinco siglos para que la mesa de madera
se transformara en altar de piedra.

Si antes he explicado la ambigüedad posible entre anciano y


presbítero, lo mismo ocurre con la palabra apóstol. De la lectura
del Nuevo Testamento queda claro que hay dos niveles en el
sentido de la palabra.
Sentido general: El cristiano que es enviado por una comunidad a predicar, que
muchas veces carecía de cualquier grado del orden sacerdotal.

Sentido más reducido: Es el caso del apóstol por antonomasia, es decir, uno de
los Doce.

La ambigüedad era posible, solo el contexto aclaraba. Lo


mismo que con las demás palabras que expresan jerarquía. En la
primera redacción de esta obra, escribí con mayúscula apóstol
cuando la usaba como sobrenombre de “uno perteneciente a los
Doce”. Pero varias revisiones del texto después, comprendí que la
ambigüedad de la palabra fue la que existió en la época. Es cierto
que el término tenía esos dos sentidos, pero se usó la misma
palabra. Decidí que no debía yo distinguir lo que no se diferenció
en esa época.

Pablo nunca fue considerado uno de los Doce. Él se considera


un enviado, un apóstol, pero no uno agregado a los Doce. Hay un
texto de Pablo en el que se presenta a sí mismo como un añadido
de última hora a ese grupo de enviados. Pero Pablo no clarifica, en

43
ese escrito, su status y los demás cristianos lo consideraron un
enviado, no un miembro de los Doce.

También tiene un sentido distinto la palabra ley en boca de


Jesús y en boca de san Pablo. También decido usar la palabra
gracia, porque la palabra original griega tiene un significado
bastante amplio. Otro caso de posible confusión, en la novela, es
cuando hablo de evangelizadores: los textos griegos los llaman
evangelistas. En griego se usa para referirse a los misioneros, no a
los escritores de los evangelios. Para evitar errores de
interpretación, uso la palabra castellana evangelizador.

En relación a la acción de conferir sacramento del orden, uso


la palabra ordenar. ¿Qué palabra aramea y griega usaron los
primeros cristianos? No lo sabemos. Pudo ser cualquiera que
expresara la idea de consagrar y que comenzase a ser usada con un
sentido técnico más preciso, referido a este sacramento. Para no
complicar el texto sin necesidad, hablo de ordenar y de sacramento
del orden. Es muy posible que no usasen la palabra sacerdotal
añadida a la idea de consagración por las razones que he dicho:
voluntad de diferenciarse del culto hierosolimitano.

¿Los hebreos integrados en los grados del orden sacerdotal se


consideraban como los nuevos levitas? Sí, sin duda; incluso los
diáconos; recordemos que muchos levitas solo ejercían labores

44
diaconales en el Templo, sin subir nunca al escalafón sacerdotal en
el que realizaba el ofrecimiento de los sacrificios sobre el altar.

Resultaba imposible para esos grados del sacramento del


orden leer esos textos sagrados levíticos, y no verse reflejados. Era
imposible no entender la nueva realidad según los antiguos
esquemas. Pero se evitó la terminología, los ritos y las vestiduras
cuidadosamente. Porque las leyes de la Antigua Ley habían
quedado abrogadas. Se atendió a la enseñanza, pero se insistió en
la novedad.

En mi novela muestro cuatro tipos de organización jerárquica


en las iglesias:

Iglesias paulinas: Sería la organización jerárquica normal de las iglesias, con la


articulación de los siete elementos que podían llegar a integrarla: apóstol, obispos,
presbíteros, diáconos, carismas, ministerios, fieles.

Iglesia antioquena: Tendría un episcopado colegial (sin presbíteros) que regiría


las comunidades de la ciudad con la ayuda de los diáconos. Un episcopado
colegial requería de una ciudad grande como sustrato y, por supuesto, extendería
su influencia por las aldeas de alrededor. Pudo haber seis o siete ciudades más con
ese tipo de organización.

Iglesias joánicas: Por último, expongo otra hipótesis organizativa. Hipótesis sin
ningún sustento en los textos, pero que resulta útil para mostrar cómo podría haber
sido otro tipo de organización completamente diversa, situada en la zona de las
siete iglesias de Asia. En esa zona geográfica, expongo cómo podría articularse la
relación entre los elementos apóstol-presbíteros-fieles de un modo bastante
distinto al de las otras iglesias que aparecen en mi obra.

45
Iglesia hierosolimitana: La situación de la iglesia-madre de Jerusalén sería
completamente peculiar: multiapostólica y extremadamente judaica. Judía en
todas sus costumbres mantenidas y conservadas, y judía en el estilo de las
novedades introducidas. Si se bautizaba, se tendería a hacer según el modo de los
baños rituales. Si se celebraba la Cena del Señor, se mantendrían todos los detalles
del shabat judío. Y así, del mismo modo, todos los elementos que configuraban su
vida eclesial.

Debo dejar bien claro que las iglesias joánicas pudieron ser
esencialmente iguales a las paulinas, no tenemos ningún
fundamento para no pensar que fue así. Ahora bien, dado que de
forma gratuita se ha insistido en hacer de esas iglesias joánicas algo
esencialmente distinto a las paulinas, me pareció bien aprovechar
la situación peculiar de esas siete iglesias para explorar qué
variaciones en la articulación de elementos pudieron ser posibles:
experimentar qué era lo posible dentro del dogma.

Es por eso por lo que no he querido perder la oportunidad de


dibujar el cuadro peculiar de esas siete iglesias. Ciertamente,
existieron variaciones sobre el mismo tema si se me permite un
símil musical. Pero siempre variaciones dentro de la misma
estructura dogmática.

Algo que me habría gustado muchísimo para mi novela


hubiera sido describir la vida de Juan con la Virgen María (por
ejemplo, en Éfeso), y cómo les iban a visitar a su casa los cristianos,
siendo atendidos por ella y el Discípulo Amado. Pablo mismo

46
hubiera podido desplazarse a preguntarle detalles sobre su hijo.
Hubiera sido una formidable escena.

Pero, a pesar de no tener textos en contra, estoy


personalmente convencido de que la Virgen María fue asunta a los
cielos en algún momento que no fue más allá de unos siete años
después de la ascensión de su hijo.

Soy plenamente consciente de que la mayoría de los autores


católicos sostienen que la diferencia actual de los tres grados del
orden existía, pero que la terminología todavía “bailaba” un poco
en esa generación. De esta manera, los textos neotestamentarios a
veces, usarían el término obispo y presbítero como
intercambiables.

La opinión que sostengo es que siempre que, en el Nuevo


Testamento, se afirma de alguien que es supervisor o que
supervisa, se está refiriendo al grado episcopal. Así en Hechos 20,
28 se dice de los ancianos de Éfeso que supervisan; luego son
obispos, a mi parecer.

¿Por qué se llama entonces ancianos a los obispos? Pues


porque todo obispo se consideraba que era un anciano. Mientras
que no todo anciano era un obispo. Pienso que para la mentalidad
del redactor de Hechos de los Apóstoles el obispo es un anciano
que supervisa. Por eso no hay problema en que Pablo, ya siendo

47
obispo, diga que es servidor (diakonós). Pienso que, desde el
principio, hubo tres grados diferenciados al administrar el
sacramento del orden; pero que, en el modo de hablar, procedían
como el juego ruso de la matrioska; las muñecas que incluyen otras
muñecas sucesivas dentro de sí. De manera, que el grado superior
siempre podía decir, con toda verdad, que era anciano o servidor.
Si lo leemos de esta manera, al modo de la matrioska, todos los
conflictos de los tres grados en el Nuevo Testamento quedan
resueltos.

El texto de Hechos 20, 28, precisamente, sería otra muestra


más de que Pablo fue el fundador de la iglesia de Éfeso y que Juan
no estaba allí ni siquiera hacia el final del tercer viaje misionero
paulino. Pues Pablo se reúne con los ancianos que supervisan en
esa comunidad. ¿Cómo sería posible ese encuentro con Pablo a
solas, sin la presencia del apóstol Juan, si él era la cabeza de esa
comunidad efesina? Hubiera sido entendido como que hacía algo a
sus espaldas. Además, los hizo llamar a Mileto y vinieron. Hay
todavía más detalles en Hechos (y hasta en san Ireneo de Lyon) que
indican que Juan no estaba en esa ciudad ni siquiera en el año 50.
Baste lo dicho para clarificar que yo también soy de esa opinión.
Pero esa parte ya estaba escrita entera cuando vi los argumentos a
favor de una llegada tardía de Juan a Éfeso. Pero dejé las cosas

48
como estaban porque tenía un gran interés en describir la
posibilidad teórica de unas iglesias joánicas.

Hablo a menudo del judaísmo –término que usó el mismo


Pablo en sus cartas, iudaismós–, pero, por supuesto, lo que
existieron fueron varios judaísmos. Conozco muy bien la polémica
acerca de si Pablo quiso fundar una nueva religión o si quiso tan
solo reformar la religión judaica. Las razones de aquellos expertos
que presentan al apóstol como un mero reformador me parecen tan
equivocadas como los que lo presentan como si fuera el verdadero
fundador del cristianismo. Los textos no prueban ni la postura por
defecto (el mero reformador) ni la postura por exceso (fundador del
cristianismo). Por supuesto que, porque tengo fe, no acepto esas
dos posturas. Pero, además, los hechos tampoco las abalan. Pablo
no fue ni fundador ni reformador, fue apóstol de Cristo.

Yo valoro la labor de la razón a la hora de presentar las


distintas posibilidades (acordes o no acordes con la fe) en la
interpretación de Pablo, pero no podemos olvidar que si Dios
existe, la interpretación de la tradición de la Iglesia también es
posible. Algunos expertos aceptan cualquier posibilidad por
hipotética que sea, pero muestran una terquedad muy poco
científica en aceptar la posibilidad de que las cosas fueran,
precisamente, según el modo que lo cuentan los autores patrísticos.
Para ellos, todo es posible menos eso.

49
Esto es como si en un tribunal, el fiscal, por prejuicio,
estuviera dispuesto a aceptar cualquier hipótesis, por extraña que
fuera, acerca de lo que pasó en la escena del crimen, menos una; y
no hubiera manera de hacerle entender que no puede descartar esa
posibilidad por que sí. La gran cuestión a la hora de abordar las
interpretaciones acerca de Pablo es si Dios existe o no. Si el Cristo
de la tradición cristiana, el Cristo reflejado en los escritos de los
Padres de la Iglesia, existe, entonces, Hechos de los Apóstoles ha
de ser aceptado tal cual se lee en su cristalina sencillez.

Voy a dejar constancia, sin extenderme, de que soy de los que


piensan que todo el Corpus Paulinum del Nuevo Testamento tiene
como autor a Pablo, incluida la Carta a los Hebreos. Por supuesto
que hay diferencias de estilo y contenido; como las hay entre las
cartas de san Juan y su Apocalipsis. Pero frente a eso, que no
prueba nada, prevalece la presencia de la tradición universal y
continua que le adjudica la autoría.

50
Notas históricas

A muchos les sorprenderá que la Jerusalén de mi novela sea


una ciudad con tan pocos habitantes. Hay muchos escritos
especializados acerca de la cuestión de la demografía de esta
ciudad en el siglo I. Pero después de leer a los grandes autores en
este tema, me convencen los razonamientos de Joachim Jeremias y
por eso he aceptado sus cifras. Lo que muchos divulgadores hacen
es aceptar un término medio entre las estimaciones más altas de
población y las más bajas.

Pero, por encima de todas las teorías y cálculos, hubo una


razón personal por la que me decanté por la postura de Joachim
Jeremias; y es que se conoce con seguridad cuál era el perímetro de
Jerusalén. Y yo he pasado toda mi infancia y juventud en Barbastro,
una ciudad que tenía, en mi época, una población de 15 000
habitantes. Y mi ciudad natal tenía mayor extensión que la
Jerusalén histórica del interior de las murallas. Y Barbastro contaba
solo con esos habitantes, a pesar de tener edificios de cuatro y cinco
pisos de altura. Así que yo estaba seguro de que Jerusalén no podía
tener los habitantes que le asignaban algunos historiadores,

51
físicamente resultaba imposible meter tanta gente dentro de las
murallas.

A mis lectores les sorprenderá que ponga tan pocos habitantes


en las ciudades que menciono a lo largo de la obra. No lo hago por
capricho. Es la conclusión que he sacado tras leer no pocos
artículos sobre demografía del siglo I.

Los cálculos de densidad por metro cuadrado son


verdaderamente complicados, pero hay una referencia que resulta
muy sencilla de entender y que orienta bastante: aquellos que
tengan sus dudas de mis cálculos a la baja pueden observar la
demografía rural de los países mediterráneos hasta 1900. Basta
excluir los grandes centros de población para tener una visión
exacta de cuántos habitantes tenían las aldeas, pueblos y ciudades
de Castilla, la Toscana, las costas de Marruecos o los campos de
Túnez. Ese paisaje demográfico, aunque al alza siglo tras siglo, nos
ofrece una cierta idea de los máximos que podía sostener una
región agrícola. Por supuesto que las grandes ciudades (Nápoles,
Niza, Argel, Casablanca) no cuentan, porque esas sí que consta que
han crecido considerablemente. Pero el ambiente rural se ha
mantenido bastante inalterado, aunque también al alza; y nos ofrece
una idea de lo que era la demografía mediterránea rural de pueblos
y pequeñas ciudades.

Pongo ejemplo de un caso del que solo dispongo de datos


incompletos. A Fundi en mi novela le otorgo 3000 habitantes.

52
Ahora (año 2020) es una ciudad de 31 000 almas. En 1861, tenía
6500 habitantes. Lo normal es que la población haya ido creciendo
lentamente siglo tras siglo. Luego no resulta irrazonable pensar
que, cinco siglos antes, contara con la mitad de habitantes. Supongo
que, en el siglo I, estaría por encima del millar de habitantes.

La labor evangelizadora de Pablo (como la del resto de


cristianos del siglo I) fue casi exclusivamente urbana. Varias veces,
en la novela, hablo de evangelizadores que se dirigen a las aldeas
cercanas a una gran ciudad como Antioquía. Esas misiones en las
proximidades a un centro urbano, sin duda, tuvieron lugar. Ningún
patriarca familiar de oriente, o ningún paterfamilias rico occidental,
que se hiciera cristiano, si era muy fervoroso, dejaría de intentar
que su clientela de los alrededores (los que le proveían de materia
agrícola o ganadera) conocieran la nueva fe.

Esa labor en los alrededores de Antioquía o de Corinto se


dejaba en manos de los evangelizadores. Pero, salvo ese tipo de
excepciones, la labor de los “evangelistas” era, fundamentalmente,
urbana.

En mi novela, describo estas incursiones en el mundo rural.


Incursiones cercanas al núcleo urbano que son más bien
ramificaciones de las relaciones clientelares. También dejo
constancia de cómo esas ramificaciones clientelares seguro que
dieron lugar, en una segunda fase, a algunas pocas misiones que
53
seguían el recorrido de los caminos rurales. Véase el pasaje de
Pablo y Tito predicando en las proximidades de Antioquía.

En el fondo, esta segunda fase de las predicaciones rurales era


un intento, por parte de los celosos, de imitar las predicaciones de
Jesús en el ámbito rural. Esas predicaciones del Mesías estaban
demasiado cercanas en el tiempo como para que no quisieran
hacerlas ellos también. Pero el fruto debió ser pequeñísimo, salvo
en Samaría o en Galilea donde la efervescencia de la fe de un
Mesías que les había tratado bien tuvo que ser notable: el Mesías
había pasado por esas zonas repetidas veces, había predicado en
sus pueblos y aldeas. En Palestina sí que las misiones rurales
debieron existir como una continuación natural de lo que había
hecho Jesucristo.

Insisto en que una ciudad con una comunidad asentada, tenía


una primera fase de evangelización a través de las redes clientelares
por la relación entre las familias; y una segunda fase en que
intentarían recorrer los caminos y llegar a las aldeas cercanas. Pero
esta segunda fase chocaría con el tradicionalismo del ambiente
rural y es de esperar que obtuviera pocos resultados.

Unas pocas veces, aparece la palabra gobernador en boca de


personajes de la época de mi novela. Ciertamente, la palabra latina
gubernator significa capitán de barco. Pero no hay ningún
problema en usar esa palabra porque aunque se refiriese a un
54
propretor, a un prefecto o a un legado, sus funciones eran las de lo
que hoy englobamos en la palabra castellana gobernador. Los
personajes de mi novela, si hablaban griego o latín, usarían otro
término. Pero, al traducir ese término al castellano, la palabra que
en castellano expresa esas funciones es la de gobernador.

Dígase lo mismo y por las mismas razones el uso de la palabra


emperador. En oriente, la palabra que se usaba era autocrator.
Pero, al traducir las conversaciones, no hay necesidad de no
traducir la palabra griega por lo que significa en castellano.

A causa de las reticencias de cierto profesor de latín, también


fue objeto de detenido examen si los hombres de esa época usaban
la palabra césar para referirse al princeps (príncipe). El resultado
indudable fue que sí. Del mismo modo que, en la parte oriental del
imperio, se usaba la palabra reinar para el césar.

La palabra imperio también se usaba para referirse a las


tierras bajo dominio de Roma. También ese profesor me comentó
sus reticencias por el sentido que esa palabra había tenido
originalmente. Pero, en la época de Pablo, no hay ninguna duda de
que se usaba con el sentido que lo uso en la novela: las tierras
dominadas por Roma.

Di muchas vueltas al modo de referirme a Asia Menor. Ese es


el modo habitual de referirse por los historiadores a la península de

55
Anatolia (en la actual Turquía). Pero ese nombre de Asia Menor no
aparecería hasta el siglo V.

En mi escrito, podía referirme a ella como la provincia


romana de Asia. Pero sabía que muchos de mis lectores se
confundirían con el uso habitual de Asia para referirse a todo el
continente. Además, en la época de Pablo, el nombre de Asia solo
se usaba para la provincia, es decir, solo para el oeste de la
península que hoy conocemos como Anatolia. A pesar de dar lugar
a confusiones, es el modo adecuado y lo uso varias veces a
sabiendas de las confusiones que provocará.

El otro modo de referirme a Asia menor es llamarla Anatolia.


Así lo hago, pero con conocimiento de que los auténticos griegos
se referían a toda esa zona de la península como anatolé para
significar el punto cardinal este o el amanecer. Bien, me limito
aquí a dejar constancia de esta cierta confusión que haga lo que
haga resultará inevitable para los lectores. Los griegos de la época
hubieran usado simplemente las palabras Anatolé o Asia.

He escuchado muchas veces (forma parte de la mentalidad


popular) que, en la época del imperio romano o en la Edad Media,
todo el mundo vivía en pueblos y aldeas, y que solo un 1% vivía en
ciudades. Esa imagen campestre está muy difundida. Pero todos los
estudios demuestran el gran peso cuantitativo de la población
urbana en la época del siglo I.
56
En la Hispania imperial, el detalladísimo estudio del profesor
Monfort demuestra que la población urbana era de un millón de
habitantes, frente a los tres millones de habitantes de no urbanos5.
Y podemos estar seguros de que la Hispania o la Galia son
ejemplos de provincias especialmente rurales, frente a regiones
mucho más pobladas y urbanizadas como el Ática o el Asia Menor.

Este dato es importante para entender por qué Pablo se dedica


a las ciudades. Sus epístolas tienen como destinatarios a una
minoría culta que después la explicaría a los integrantes más
sencillos de las comunidades. No tienen como destinatarios a unos
campesinos que crían cerdos y cabras. Pablo escribe para oyentes
de una época helenística con abundancia de teatros y asistencia
habitual a las discusiones de las estoas. No es Salomón recopilando
y creando refranes (Libro de Proverbios) para ser recitados
oralmente por agricultores del reino, sentados cada uno en su
pueblo alrededor de una fogata en una noche de primavera. No, ese
no es el mundo cultural de Pablo.

Una cuestión acerca de la que he meditado y leído durante


años es la cuestión del sacramento del orden en esa primera
generación. Al final, pienso que era como explico: poco uniforme,

5
César Carreras Monfort, “A new perspective for the demographic study of Roman Spain” en
Historia da Arte e Arqueologia, n. 2, 1995-1996, pg 59-82.

57
con variedades peculiares, pero manteniendo la distinción de los
tres grados.

¿Pablo pudo haber sido ordenado directamente como obispo?


Es muy posible que sí. Pero, como era posible, preferí que siguiera
el iter que describo. Pasar por ese proceso escalonado me permitía
describir de modo más detallado la vida de un diácono, de un
presbítero y de un obispo en esa generación. Pero había no pocas
ordenaciones de obispo directamente. Eso es así incluso en el siglo
V como tuve ocasión de estudiar con detenimiento al escribir mi
ensayo La catedral de san Agustín acerca de la iglesia norteafricana
en la época final del imperio romano. Pero, en la mayor parte de
los casos, en la época de san Pablo, era que un obispo fuera
escogido de entre los presbíteros. Pero un reputado maestro, un
evangelizador denodado, podía ser ordenado obispo directamente:
el evangelizador para un episcopado itinerante, el reputado maestro
(ya de cierta edad) para ejercer su patriarcado espiritual radicando
de un modo estable en la comunidad en la que siempre había
enseñado. Lo que sí que era más raro era que un diácono pasara a
ser presbítero. El que recibía la imposición de manos para servir,
solía permanecer en esa función hasta el final. En esa época, no se
consideraba el diaconado como un peldaño para seguir subiendo en
la escala clerical. Pero no hay duda de que habría excepciones.

58
Ahora debo dar algunas explicaciones acerca de las enojosas
y siempre aburridas cuestiones cronológicas. El lector que no tenga
un inmenso interés por estas cuestiones, hará bien en saltarse esta
parte tranquilamente. Pero es necesario dar explicaciones para que
se vea que, en esta novela, la cronología, equivocada o no, ha sido
un tema muy reflexionado. Vamos a ir por partes.

Tiempo de estancia en Jerusalén

Una cuestión que merece alguna explicación es si era correcto


situar a Pablo habitando en Jerusalén tras su conversión. Mi
opinión es que pasó pocos días en esa ciudad. El tenor de las
palabras de Pablo en la Carta a los Gálatas más bien da a entender
que se trató de una estancia corta más que una larga. En Gal 1, 18
se nos dice: Tras tres años subí a Jerusalén a visitar a Cefas y
estuve con él quince días. Estuvo quince días con Pedro eso está
claro, ¿pero estuvo más tiempo en Jerusalén?

Por otra parte, para él hubiera sido difícil pasearse


tranquilamente por una ciudad en la que había siervos del Templo
que le conocían. Eso hubiera generado muchos odios. Pero, aunque
es más probable que se tratara de una estancia corta, el versículo de
Gálatas no cierra la posibilidad de una estancia más prolongada. A
favor de que sí que pudo quedarse mucho tiempo está el hecho de
que si tenían odio a Pablo también lo podrían tener por Santiago y
Pedro que sí que moraron más tiempo en la ciudad.
59
Situar a Pablo viviendo un tiempo en Jerusalén me permitía
describir en detalle a las comunidades de esa ciudad y al
microcosmos del Templo. Hacerle residir en esa ciudad me
permitía poder describir sin prisa la labor de otro apóstol, Santiago.
Por todas estas razones y dado que era posible históricamente, le
hice pasar un tiempo en esa ciudad.

Fecha del Concilio de Jerusalén

En Gal 2, 1 se dice: Entonces, después de catorce años, subí


de nuevo a Jerusalén con Bernabé, tomando a Tito conmigo. El
Apóstol explica que subió para estar seguro de que no estaba
corriendo, o había corrido, en vano (Gal 2, 2). No sería lógico que
quedaran dudas doctrinales (acerca de los temas esenciales)
después del concilio. El Concilio de Jerusalén zanjó todas las
disputas; por lo menos, en el campo teórico. Podían quedar flecos,
pero el nudo del asunto ya había quedado dilucidado.

Esa subida a Jerusalén mencionada en Gálatas tuvo que ser


la del concilio. Y dado que, en esa carta, se dice que subió catorce
años después de su primera estancia (tres años después de su
conversión), eso significa que el concilio tuvo lugar alrededor del
año 50.

Fecha de la discusión de Antioquía

60
La discusión con Pedro en Antioquía siempre pensé que
habría tenido lugar antes del concilio. No sería probable que,
después de reunirse todos para tomar una decisión común, el
mismo Pedro actuara de forma no conforme a las disposiciones
comunes. Pero, en Gálatas, la disputa antioquena viene después de
la subida a Jerusalén. Si esa subida no fuera la del concilio, la fecha
del concilio debería retrasarse todavía más. Además de que Pablo
probablemente hubiera hecho una referencia a una tercera subida a
Jerusalén, pues la tercera sería más importante. Todo indica, como
se ve, que la segunda subida de la que habla fue la del concilio.
Pero no hay que olvidar que en Hechos 11, 30 se dice que Antioquía
envió a Pablo con limosnas a Jerusalén. Así que Pablo hizo tres
viajes a Jerusalén.

Llegué a la conclusión de que la discusión de Antioquía tuvo


que tener lugar después del primer viaje misionero de san Pablo y
antes del concilio de Jerusalén. Pablo no hubiera tenido relevancia
suficiente para tener un papel preponderante en esa reunión, la de
la discusión antioquena, antes del primer viaje. Pero ahora ya no
veo como algo completamente seguro que Pedro no hubiera podido
tener un momento de debilidad incluso después del concilio. En el
ambiente se respiraba tal tensión que una cesión de ese tipo parece
posible, incluso después del concilio.

Fecha del concilio y fechas de los viajes misioneros

61
Si Pablo fue al concilio catorce años después del primer
encuentro con Pedro, ese espacio de tiempo es tan extenso que el
concilio pudo tener lugar después del segundo viaje misionero, no
del primero. Pero seguridad no la hay. Incluso es posible retrasar la
fecha del concilio, las referencias de las subidas a Jerusalén no
cierran de forma absoluta tal posibilidad. Ahora bien, mi opinión
es que el concilio tuvo lugar alrededor del año 50 y que fue después
del primer viaje misionero de Pablo.

He escuchado las razones que ofrecen los expertos y se trata


de un asunto enrevesado. Si se retrasa la fecha del concilio, eso
significaría que los Apóstoles hubieran estado moviéndose en los
alrededores de Palestina durante veinte años. Un apóstol Pedro, que
hubiera tenido cuarenta años en la Resurrección, hubiera llegado a
Roma con más de sesenta años. Como se ve, hay dificultades tanto
en adelantar la fecha como en retrasarla. Si la retrasamos, eso resta
años a la predicación de los apóstoles en lugares lejanos. Si la
adelantamos, chocamos con la referencia temporal de Gálatas.

Durante parte de mi vida sacerdotal me pregunté cómo podía


ser una eucaristía de Pablo: ¿era todo espontáneo o existía alguna
ritualidad? Finalmente, veo claro que era una mezcla de ambas
cosas al modo que lo describo: ni todo era inventado en el momento
ni todo estaba fijado, por supuesto. La parte fija, sin duda, era la
repetición de las oraciones de Jesús antes de la consagración.

62
Oraciones que dieron lugar al canon. Las oraciones de Jesús, sin
duda, tampoco fueron todas ellas espontáneas. Repetiría las
fórmulas usuales para esa cena. El canon o plegaria eucarística
surgiría de lo que se escuchó en esa cena pascual.

Me he deleitado (casi regodeado) en las descripciones


litúrgicas, porque era algo que tocó muy profundamente mi interés
como sacerdote durante años. Al leer Hechos de los Apóstoles,
siempre suspiraba por poder saber de un modo realista algo acerca
de cómo fueron esas primitivas misas. Ahora creo haber llegado a
una conclusión definitiva y que es la que he expuesto en este libro.

En Pafos, digo de pasada que Jesús hablaba arameo con los


Doce. Los testimonios acerca de que la lengua común era el arameo
son muchos. Todas las referencias a palabras literales de Jesús en
los Evangelios son siempre en arameo, sin excepción. Incluso la
mención al salmo en lo alto de la Cruz durante el suplicio, también
eso lo recita en arameo. Lo cual hace suponer que la recitación de
los salmos por parte del pueblo era en arameo. Dejando la lectura
en hebreo solo para algunas sinagogas, no todas. No todas, porque
sabemos que algunas la lectura era de la traducción de los LXX.

Sin embargo, me inclino a pensar que parte de la educación


de un futuro fariseo consistía en aprender a leer en hebreo las
Escrituras. Aprender a leer, solamente; no lograr fluidez tal para
hablarlo. Pienso que lo mismo que los sacerdotes hasta el Vaticano
63
II celebraban en latín y lo entendían, así sucedía con los estudiantes
fariseos de Jerusalén.

Muy interesante para la novela hubiera sido saber si el arameo


de Siria (y, por tanto, de la vecina Cilicia) se entendía por parte de
los arameo-parlantes de Palestina. Hice consultas al respecto, con
pocos resultados. Se sabe que había más de siete tipos de arameo
occidental en el siglo I. Pero no queda claro hasta qué punto se
había fragmentado esa lengua en la época postaqueménida. Saber
esto tenía importancia: ¿Pablo, cuando era muy jovencito, se
entendía con los fariseos al llegar a Jerusalén? ¿O tuvo que
aprender el arameo de esa ciudad?

Está claro que Jesús con su arameo-galileo era entendido bien


por los hierosolimitanos que habían evolucionado desde el arameo-
asmoneo del siglo II y del que ha quedado constancia en el Targum,
la Mishná y en Qunrán. No hay la menor referencia a problemas de
comprensión en ninguno de los cuatro evangelios: la multitud
hierosolimitana entendía las predicaciones de Jesús.

Aun así, parece claro que el arameo uniforme (el arameo


imperial de la época de Darío) que se implantó en Siria quinientos
años antes no pudo hacer otra cosa que seguir con su evolución. El
comercio de la costa no pudo ser suficiente para evitar la
fragmentación. De eso estoy seguro, porque el griego estaba
fragmentado a pesar de las intensas relaciones comerciales y
culturales. Lo mismo se puede decir del comercio de la vertiente

64
levantina de la costa hispana a partir del siglo V: no pudo evitar la
fragmentación del latín en catalán y en castellano en versión
andalusí. Dígase lo mismo en la costa itálica, por poner el ejemplo
del lombardo, el siciliano y el maltés.

Por tanto, en el peor de los casos, el arameo de Cilicia se


parecía tanto al arameo-asmoneo (que se hablaba en Judea), como
el catalán al español-andalusí en el siglo XI. Pero, en el mejor de
los casos, se parecía tanto como el catalán al aragonés del siglo XI.

Sin aprender nada, recién llegado, parece claro que Pablo


podía medioentender con sus maestros fariseos al llegar a Jerusalén
a establecerse como estudiante. Si Jesús con su arameo de Galilea
era entendido sin problema en Jerusalén, y la distancia del norte de
Galilea al norte de Siria era casi la misma que a Jerusalén, podemos
aventurar que el arameo cilicio y el de Judea no eran lenguas
incomprensibles entre sí. Cierto que se trataba de dos unidades
étnicas distintas con sus propios centros poblacionales que se daban
la espalda: Jerusalén y Antioquía.

Lo repito, parece que Pablo tuvo que aprender un arameo que


debía diferenciarse como el castellano y el catalán, y todavía no
tanto como el castellano y el francés. Así que Pablo tuvo que
aprender la otra lengua: el arameo de Judea, pero como el que
aprende un dialecto de una lengua que ya sabe.

¿Pablo sabía griego desde niño? No solo eso, pudo haber sido
su lengua materna. Y, si no lo fue, su koiné fue mejorando durante
65
toda su vida. Fuera o no su lengua nativa, las cartas las escribe ya
a una edad en la que lleva años hablando esa lengua todos los días
en sus viajes.

¿Sabía Pablo latín? No. En la parte oriental del Imperio,


incluso las legiones hablaban griego, salvo que se tratara de una
legión formada por itálicos. Cuando se traslada a Roma, sin duda,
aprendería lo esencial para comprar en el mercado o para preguntar
por dónde se iba a un lugar. Pero resulta poco razonable imaginar
que llevara otro tipo de conversaciones, menos superficiales, en
latín. No solo porque tenía ya cincuenta y cuatro años, en mi
novela, , sino también porque tenemos el dato de que la lengua
común de la iglesia romana fue el griego durante un par de siglos.
No es que a los cincuenta años uno no pueda aprender una lengua
nueva. A los cincuenta y cuatro años, el problema, para el que habla
varias lenguas, no es de capacidad de aprendizaje, sino que a esa
edad se siente una cierta pereza por añadir una más. El latín de
Pablo, probablemente, fue utilitario y simple, para defenderse en
las situaciones habituales de la vida ordinaria.

¿Sabía hebreo Pablo? Sin duda, una parte no pequeña de su


trabajo como aprendiz de fariseo fue aprender hebreo. Pero es
razonable pensar que su conocimiento del hebreo, como ya he
dicho, era un poco como el dominio del latín por parte de algunos
sacerdotes católicos actuales que pueden leer el breviario y la
Vulgata. La actual relación de los sacerdotes católicos respecto al

66
latín nos ofrece una referencia bastante similar respecto a la
relación de Pablo y los rabinos respecto a esa lengua sagrada.

Como a todos nos gustan las recapitulaciones, ofrezco lo


dicho de un modo abreviado:

–Arameo de Cilicia: lo hablaba.

–Arameo de Judea: lo hablaba

–Koiné: lo hablaba

–Hebreo: lo leía.

–Latín: conocimiento superficial.

No se puede descartar que su lengua materna no fuera el


arameo, sino la koiné. Si había helenistas en Judea, con mayor
razón en Cilicia. Pero recordemos que los judíos que se dispersaron
por esa zona unos siglos antes hablaban arameo y se establecieron
en esa provincia cuya lengua nativa era el arameo.

En la primera redacción de esta novela, los judíos


palestinenses no helenistas llamaban Yeshúa a Jesús. Pero un
estudio más detenido de la cuestión me llevó a cambiar ese nombre.
La Biblia Antigua Siriaca es de alrededor del año 200 y el nombre
del Mesías está escrito como Yeshu. La coincidencia es perfecta
con el Talmud que lo llama exactamente igual. A eso se añadía la
referencia más antigua que tenemos sobre su nombre, la de los
Evangelios: que lo llamaban Iesus.

67
Estaba, por tanto, claro: en su época, Jesús no era llamado con
el nombre hebreo de Yeshúa, sino con el arameo más simple Iesu o
Iesus, o con el arameo de sonidos más hebraicos que se
pronunciaría como Yeshu. No debemos prejuzgar que el sonido
más hebraico era necesariamente el del arameo de la época.
Mientras no tengamos algún estudio futuro que decante esta
cuestión, debe prevalecer la objetiva realidad del nombre de los
evangelios, sea o no una simplificación del sonido sh.

Lo que sí que es un hecho es que ninguno de los textos


mencionados de ese tiempo lo nombra con el nombre hebreo de
Yeshua. Tampoco María es mencionada en los evangelios con el
nombre hebreo de Miriam, sino con el arameo de María.

Durante los años de seminario, yo pensaba que María era una


helenización de Miriam. Pero para un griego era igual de fácil
pronunciar cualquiera de esos dos nombres. Me di cuenta que, de
nuevo (lo mismo que con el nombre de su Hijo) estábamos dando
por supuesto que el nombre de los evangelios no era el nombre
arameo.

Solo hay una cuestión que puede ser objeto de debate: ¿el
nombre original era Iesu o Iesus? ¿La letra S fue añadida al escribir
el texto al griego? Los nombres masculinos griegos solían acabar
en S. Ocurre, usualmente, lo mismo en los nominativos masculinos
latinos.

68
¿Estuvo o no desde el principio la S en el nombre? La
autoridad de la biblia siriaca parece que debería bastar, y más
estando corroborada por el Talmud. Pero no olvidemos que la
redacción de los Evangelios es anterior y allí se dice, por parte del
ángel: Y tú lo llamarás Iesus (Mt. 1, 21). ¿Yeshú es una evolución
del nombre original, o Iesus es una helenización del verdadero
nombre? ¿En caso de duda, no deberíamos quedarnos con la grafía
más antigua, la del Evangelio?

La gente dirá: “Lo que suene más semítico debe ser lo


verdadero”. Pero si echamos una mirada a las lápidas funerarias de
los judíos palestinenses de la primera mitad del siglo I, los nombres
griegos son muchísimos: nombres helénicos, no arameos. Basta
hacer un recorrido por la lista de los sumos sacerdotes en la época
herodiana (desde el 30 antes de Cristo) hasta el final de la vida de
Jesús para comprobar este hecho: nos encontramos con varios ben
Fabus, con varios ben Boethus, con un ben Theophile y con un ben
Camithus. Y, en la etapa asmonea anterior, la presencia de nombres
helenisticos en esa lista es ¡incluso superior! a la etapa herodiana.

Así que concluyendo: la S final del nombre de Jesús no se


puede dar por supuesto que sea una añadidura posterior. Se trata de
algo sujeto a debate. Pero, dado que la primera fuente es el texto
sinóptico, en principio, debería prevalecer la grafía de la fuente más
antigua. Y todavía más en un ambiente en el que la terminación en
S era normal en esa sociedad con tanta presencia del helenismo.

69
Así que, concluyendo, pienso que los nombres originales fueron
Iesus y María.

Observo que muchos, al hablar de Pablo, lo pintan con los


colores de un apocalíptico que estaba convencido de que la segunda
venida de Cristo era inminente. Esto, de tan repetido, ha pasado a
ser algo aceptado por muchos autores. Algo que puede cambiar
totalmente en quince o veinte años. Cierto que él no descartaba un
regreso inminente, pero la lectura integral de sus epístolas no ofrece
ni siquiera la impresión de que tal fuera su opinión.

Mosaicos que aparecen en esta novela

Dos de entre los mosaicos que aparecen en el comienzo de


cada parte de esta obra merecen alguna explicación. El mosaico
que aparece bajo el título de la segunda parte representa a Dionisio
no fue escogido al azar. Este dios acabaría siendo símbolo de
Cristo. El dueño cristiano de la casa encargó a un artista que le
añadiese la llaga del costado. En el mosaico citado, se le añadió a
la mano del dios griego un plato que puede ser donde se colocaba
el Pan Eucarístico. Esta representación en concreto fue hallada en
zona siria; donde en ese momento, en mi novela, sitúo a Pablo en
la segunda parte de la novela; y es el mosaico que será explicado
por el médico Euricrátides al apóstol.

70
Doy a entender que ese médico, posteriormente al encuentro
con Pablo, se hizo cristiano y realizaron esos cambios posteriores
a la figura de Dionisio. El mosaico representa el momento cuando
el dios se encuentra con su futura mujer, la princesa cretense
Ariadna. Lo cual tiene un significado concreto para el personaje.

El mosaico de la tercera parte que representa peces y pájaros


y otros animales es el Mosaico de Lod, del siglo I y situado en
Israel. Es el que queda descrito con brevedad en la residencia del
procónsul de Chipre. En ese pasaje de mi libro, lo menciono de
forma somera, porque no quería que pareciese que, en mi novela
presto una excesiva atención a los mosaicos.

Pero sí que merece unas palabras el mosaico que coloco al


comienzo de la séptima parte: el de la navegación de Venus.
Afrodita que ha nacido de la espuma del mar aparece en una barca,
hasta allí nada interesante. Lo que sí que hace de esa pequeña pieza
de arte algo remarcable es la visión que nos da de unos cielos
transitados por aves, por cupidos (o amores en latín) y por cupidos
cabalgando aves.

Es muy interesante esta fantasía de unos seres invisibles, los


cupidos, que en abundancia transitan los cielos. Esta escena nos
ofrece una imagen acerca de cómo podían entender los romanos a
los seres angélicos que se movían por los cielos. A diferencia de
los judíos familiarizados con las Escrituras, que tenían imágenes
celestes más misteriosas, los romanos y griegos probablemente los

71
imaginaban como niños, como muchachos, como hombres fuertes,
unos con armaduras, otros con coronas, seres invisibles y con alas,
pero siempre con una semejanza a los seres humanos.

Siempre que la voz del narrador menciona el número de un


salmo sigue la numeración masorética que es la que se ha impuesto
en nuestros días. Pero, sin ninguna duda, la numeración de los
salmos que usaba Pablo y los Apóstoles era la de los LXX. Digo
“la numeración de los salmos que usaba Pablo” porque es posible
que, en ese momento, no hubiera una numeración completamente
uniforme en todas partes. Pero la de los LXX, sin duda, era la más
extendida. Sea dicho de paso, la antigua numeración de los salmos
de la comunidad alejandrina es la que pervive en la liturgia de la
Iglesia Católica.

Sobre el número de cristianos

He prestado toda la atención que me ha sido posible al asunto


del número de cristianos en esta época apostólica. Mi novela, por
supuesto, puede estar equivocada en esta cuantificación, pero no
será por ligereza en tratar ese tema. Es cierto que si tenemos en
cuenta los magníficos estudios de Rodney Stark, la cifra total de
cristianos debería ser menor que la que digo. Stark afirma:

72
Aceptando nuestra cifra inicial (ciento veinte cristianos varios meses
después de la muerte de Jesús), si el cristianismo creció en una tasa del 40% por
decenio, los cristianos deberían haber sido 7530 el año 1006.

El excelente estudio David C. Sim concuerda con la visión de


Stark en su conclusión de que hubo un reducido número de
conversiones. Al hablar de las comunidades cristianas afirma:
Its Jewish membership probably never exceeded 1000 at any point in the
first century, and by the 50s the Jewish members were quite likely exceeded in
number by their Gentile counterparts7.

Sin embargo, yo, como persona creyente, estoy seguro de que


la Sagrada Escritura nunca se equivoca: y esta ofrece unos pocos
números de cristianos. Es cierto que en Hechos 1, 14-15 se afirma
que había 120 cristianos en un momento inicial; pero en Hechos 4,
4 se habla de posteriores conversiones numerosas: concretamente,
se dice que creyeron unos 5000.

Los pasajes de Hechos que muestran la labor de san Pablo y


de otros apóstoles dan la sensación de que en la época apostólica el
crecimiento fue notable. No nos olvidemos que fue una época de
santidad excelsa y de milagros. ¿Pero cuánto es notable? ¿En
cuánto se podría concretar? Después de escuchar a los críticos, pero
creyendo en Biblia, tras darle muchas vueltas, considero que había

6
Rodney Stark, La expansión del cristianismo, Editorial Trotta, 2009 Madrid, pg. 19.

7
David C. Sim, “How many Jews became Christians in the first century? The failure of the
Christian mission to the Jews” en HTS Theological Studies, HTS 61(1&2) 2005, pg. 417.

73
unos 7000 cristianos en el año 50. Por lo menos esa cifra, pero no
creo que, de ningún modo, superaran los 10 000 cristianos.

La afirmación que hago mantiene la fe en las cifras que nos


proveen los textos sagrados de Hechos; pero, al mismo tiempo,
muestra lo arduo que era lograr un número de creyentes suficientes
como para establecer una comunidad. No era lo mismo lograr
oyentes benevolentes o interesados que lograr consolidar un grupo
estable de cristianos. Labor que era algo más fácil en Palestina,
donde había muchos testigos de los milagros de Jesús. Más difícil
en las comunidades judías de la diáspora. Muchísimo más difícil
en tierras de gentiles.

Si leemos con atención cada una de las líneas de Hechos y de


las epístolas paulinas, si conjugamos todas las facilidades
(milagros incluidos) y todas las dificultades (la aparición de
persecuciones locales), al final, como conclusión, llego a esa cifra
razonable. Una cifra a medio camino entre los cálculos de los
expertos (muy tendentes a la baja, pero realistas) y la imaginación
popular que piensa que era llegar, predicar y recoger conversiones
con toda facilidad. En las epístolas paulinas, repetidas veces, y con
los tintes más oscuros, queda constancia de lo arduo que resultaba
constituir una comunidad permanente. Pero los especialistas
escépticos de la veracidad de las Escrituras, los que no creen en su
inerrancia, olvidan que, incluso desde un punto de vista meramente

74
histórico, lo razonable es partir de lo único con lo que contamos: la
cifra de Hechos 4, 4.

Cuando se produce el Concilio de Jerusalén, hay varios


apuntes geográficos. Pero ni allí ni en las páginas de Hechos se
menciona que haya cristianos en Alejandría. Ni siquiera allí con
tanto contacto, mucho menos es de esperar en Roma. En el
concilio, en vano buscaremos una mención. Dada la cantidad de
peregrinos que durante la vida de Jesús y después iban, año tras
año, a Jerusalén, ese hecho resulta significativo.

A pesar de tantas peregrinaciones de judíos de la diáspora,


cuando Pablo llega a una ciudad costera con comunidad judía y
sinagoga, tiene que empezar de cero. No importa lo grande que sea
esa ciudad (y, por tanto, el número de judíos), nunca encuentra
ningún creyente en Jesús. Así entendemos las palabras de Pablo
acerca del rechazo de los hebreos respecto a su Mesías.

Los números de cristianos de Hechos son verdaderos, pero


estimo que avanzaron muy poco por lo que seguimos viendo en el
tercer viaje de Pablo, veinte años después: no hay cristianos en las
grandes comunidades judías del Asia Menor o de Grecia; solo en
las ciudades mencionadas. Entra, incluso, dentro de lo posible que
las siete iglesias joánicas sean una extensión de la fundación de una
comunidad cristiana en Éfeso. Si eso fue así, y es perfectamente
posible, sería la demostración del pequeño número de cristianos
fuera de Palestina y Antioquía.

75
En vano buscaremos en las epístolas paulinas alguna
referencia organizativa o logística que indique un nutrido número
de cristianos: el pueblo judío rechazó al Mesías. Las únicas
excepciones a este silencio serían las listas de ministerios. Las
cuales listas lo más probable es que procedieran de Jerusalén y
Antioquía. Pero, salvo eso, no hay referencias organizativas en las
comunidades a las que visita o a las que escribe.

Sin duda el número de cristianos que menciona Hechos


continuó creciendo lentamente. Pero el que Pablo tuviera que
evangelizar, desde cero, las grandes ciudades del corazón
helenístico es la prueba de que las cifras iniciales habían crecido
con notable lentitud después del momento de primer entusiasmo; y
ya habían pasado veinte años. ¿Qué prueba esto? Que la
evangelización fue un hecho mucho más arduo, mucho más
ingrato, de lo que imaginamos al ver ciertas películas piadosas en
las que los evangelizadores van de un triunfo a otro triunfo con
pequeños intervalos puntuales de problemas.

En fin, sirvan estas líneas para aclarar que las cifras de


cristianos que ofrezco, equivocadas o no, han estado muy
meditadas después de haber leído todas las razones que los
especialistas han dado. Dígase otro tanto de la repartición de ese
número en la parte oriental del imperio. Me gustaría que quedara
constancia de que, al redactar esta obra, no me olvidé de la

76
expansión cristiana hacia oriente. Pero las comunicaciones con
Persia, Armenia o la India debieron ser tan reducidas que, sucediera
lo que sucediera en esas tierras, san Pablo no debió contar con unas
referencias mucho más detalladas de lo que en mi obra he
mencionado.

Pero no quiero dejar el tema del número de cristianos sin decir


que si tuviera que cambiar los números que doy, lo haría al alza.
Menos cristianos que los que menciono seguro que no hubo.

Y un ámbito cuyo número también podría estimarse al alza,


frente a lo que digo en mi novela, es el número de cristianos
samaritanos. Con lo bien que fueron tratados por Jesús, no es de
extrañar que muchos se adhirieran con gusto a la nueva fe. Aunque
la casta sacerdotal encargada de Garizim, sin duda, se encargaría
de hacer una persecución parecida, aunque a escala menor, que la
casta del Monte Sion.

La visita a las minas

¿Es posible que san Pablo visitara una mina? Resulta


totalmente improbable. Ahora bien, imposible no es. Y porque no
era imposible es por lo que incluyo ese pasaje en la novela. La labor
del apóstol fue, casi por entero, urbana. Era en las ciudades donde
había alguna posibilidad de establecer una comunidad cristiana que
pasara desapercibida en la masa. Las poblaciones urbanas son más
77
variadas, más flexibles en cuanto a aceptar estéticas, opiniones o
cultos divergentes respecto a la mayoría.

Pablo trabajó los campos donde tenía alguna posibilidad de


que una comunidad arraigara. La visita a una mina resulta
sumamente improbable. Pero Pablo, a lo largo de su vida, seguro
que también hizo cosas improbables. La idea de exponer cómo
Pablo afrontaría un apostolado en ese ambiente me pareció tan
fascinante que por eso lo incluí.

Los nombres mencionados

Son solo algunos ejemplos, pero los nombres sirios de


Inibsina y de Medimsa están tomados del artículo The storm-gods
of the ancient Near East de Daniel Schewemer.

Elshazar, uno de los escribas del sanedrín, es de una orgullosa


familia perteneciente a los primeros que llegaron con Nehemías
desde Babilonia. Por eso su nombre es acádico. Doy a entender que
su clan mantuvo esa tradición en cuanto a la manera de nombrar a
sus hijos. Su nombre procede de Belshazar, que significa Bel (Baal)
protege al rey. Pero, como es lógico, los hebreos cambian Bel por
El.

En la novela, llamo nativos sirios a las personas


pertenecientes a la etnia original previas a las migraciones griegas
que supusieron un influjo de población helena en todos los puertos

78
de Mediterráneo. Pues bien, en las páginas de esta novela, los
nativos sirios aparecen con nombres prehelénicos de esa zona.
Dígase lo mismo de los nativos fenicios o de los nativos frigios,
que aparecen con nombres anteriores a la helenización y propios de
sus cunas geográficas.

En la época antigua, no hace falta insistir en que el nombre


poseía una gran importancia. Nada que ver con el desapego con
que, hoy en día, en Occidente, se deciden por un nombre u otro.
Eso no era así en el siglo I, y lo intento reflejar en mi obra. En la
novela, desfilan grupos familiares que se aferran a sus raíces
prehelénicas en ese mundo de burbujas étnicas colindantes.

Ahora bien, se muestra que, al mismo tiempo, no era


infrecuente que otros añadieran un segundo nombre a conveniencia
si creían que un nombre latino o griego les daría prestigio o les
resultaría más cómodo. A eso se añade que había nombres difíciles
de pronunciar para otro grupo étnico o que se prestaba a confusión
por el parecido a otra palabra. Esa añadidura de nombres por
conveniencia también es válido para los judíos, incluso para los
judíos palestinos.

El nombre que le doy al Támesis lo “dialectizo” usando una


raíz céltica. Me pareció razonable (y bonito para una novela) la idea
de que unas aldeas tan pequeñas pudieran tener variantes respecto
al nombre de su río a lo largo de su cauce. Cuanto más pequeñas
son las poblaciones, mayor tendencia a las variantes dialectales.

79
Los nombres latinos que Pablo lee en las lápidas funerarias
de la vía que lleva a la colina vaticana son nombres de romanos
reales. Tanto en mi novela como en las inscripciones de las que los
saqué, no se sabe nada de ellos, casi nada, pero existieron. No se
sabe nada de ellos porque no escogí inscripciones de personajes
célebres, sino de lápidas de hombres comunes. Como creo en la
existencia de las almas, les hará gracia verse nombrados en una
novela.

Los dioses mencionados en los templos de Fenicia, por


supuesto, todos son verdaderos. Las minas que menciono en Creta
también estaban en la parte del camino donde las sitúo.

Cerca de las minas de Trujún estaban las Zizima, pero he


preferido la poética idea de unas minas situadas más al norte que
no aparece en los actuales mapas históricos porque desaparecieron
completamente, sin dejar rastro en texto alguno. Me pareció algo
tan poético maginar que las bocas se cerraron por acumulación de
materiales debido a la erosión y que, bajo tierra, sin que nadie lo
sepa, quedan unas galerías oscuras, como una cápsula vacía. Por
eso, el nombre de Trujún es ficticio. Podía haber buscado nombres
reales, pero me gustó la idea de un lugar que fue el infierno sobre
la tierra y del que no ha quedado nada que sobreviva en la historia.

Esta novela comienza describiendo una iglesia, la de


Jerusalén. Es comprensible que el libro comience centrado en ella.

80
Pero, después, se incide mucho en la importancia que tuvieron las
comunidades cristianas de esa ciudad, en concreto, y el judaísmo,
en general, en este momento de la Iglesia. Para un creyente como
yo, Dios cuidó de que el cristianismo no se judaizara. Pero qué
duda cabe del peso que esas dos realidades: tanto de las
comunidades de la ciudad, como de la mentalidad de las
comunidades judías de la diáspora que es de donde salieron muchas
de las conversiones. En un primer momento el peso era tanto que
no es de extrañar la afirmación de David C. Sim: The original
Christian tradition was Christian Judaism, and its oldest and most
influential community was the Jerusalem church8. Ya he dicho que
tengo una visión del cristianismo como de una realidad protegida
por Dios para que no se desviara. Pero la impresión para algunos
coetáneos de Pedro y Pablo de que la nueva fe cristiana era un tipo
de judaísmo es algo que también se ha querido transmitir en mi
novela. Si no hubiera sido por la acción del Espíritu Santo, el
cristianismo se hubiera integrado en el judaísmo de un modo
progresivo.

La destrucción de Jerusalén implica que la comunidad


cristiana de esa ciudad deja de tener influencia a partir del año 70.
Su influjo, sencillamente, desaparece. De nuevo la Providencia: sin
esa destrucción, hubiera sido más fácil que el cristianismo se

8
David C. Sim, “How many Jews became Christians in the first century? The failure of the
Christian mission to the Jews” en HTS Theological Studies, HTS 61(1&2) 2005, pg. 419.

81
hubiera deslizado a la tendencia de volverse mucho más judío en
sus costumbres.

Los judíos eran numerosísimos en todas las ciudades


portuarias de la zona oriental del imperio. Eso reforzaba la posición
de la jerarquía cristiana de Jerusalén frente a las demás iglesias. Sin
la destrucción de Jerusalén y la devastación previa de la provincia
(dejando aparte el debate acerca de la extensión que tuvo esa
devastación) la jerarquía hierosolimitana cristiana hubiera estado
tentada a recordar que la verdadera tradición del cristianismo era la
de ellos, el peso de esta influencia hubiera supuesto un reto para el
ministerio petrino.

La cuestión sinóptica

El proceso por el que aparecieron los cuatro evangelios es un


tema para mí apasionante y, por eso, largamente descrito en la
novela. No describo este proceso de un modo somero en mi obra,
sino que me detengo en ello sin prisa. Por eso, considero que ahora
sería bueno recapitular lo narrado. Recapitularlo ayudará a tener
más claro el esquema de hechos que se desgranan en distintos
momentos de la novela. Después de leer a los especialistas, después
de escuchar las distintas hipótesis, expongo lo que, por supuesto,
es una opinión.

Al principio, hubo una colección de dichos de Jesús (logoi)


que, durante varios años, se fue enriqueciendo con más
82
testimonios. Esta colección de hojas y notas sueltas (escritas en
griego y en arameo) estaba avalada por los apóstoles y los testigos
que moraban en Jerusalén. Durante unos quince años, debieron
considerar que el Evangelio debía trasmitirse como algo
esencialmente oral, vivo. Tardaron tiempo en ponerlo por escrito.
Debieron pensar que era una palabra viva que se superponía a las
Escrituras. Si no, no se entiende que se demoraran tanto en redactar
el primer evangelio.

Pero esa colección de logoi (dichos) se extendió a alguna gran


ciudad más fuera de Palestina. Probablemente solo les enviaron a
Antioquía o a Éfeso (después) los logoi escritos originalmente en
koiné. En los años siguientes, les llegarían también algunos pasajes
que se iban traduciendo a la koiné. Sin mucha prisa en esa labor de
copiar y traducir, porque los apóstoles eran fuentes vivas
evangélicas. Pienso que esa colección (que se fue completando con
el tiempo), colección que es la Fuente Q, fue la que tomó Mateo
cuando decidió emprender la labor de unificar sus partes,
ordenándolas en un solo escrito y completando esa sucesión de
hechos y enseñanzas con más testimonios orales que fueron
recogiéndose para la redacción del Evangelio. Una redacción que
se debió considerar como definitiva. Es decir, la obra de Mateo iba
a ser El Evangelio.

Ese primer Evangelio fue escrito en arameo. Papías (que


vivió entre el año 69 y el 150) dice que Mateo compiló los dichos

83
en la lengua hebrea. Ireneo escribe: Mateo, entre los hebreos, en
su propio lenguaje, produjo un relato escrito del Evangelio.
Aunque pudiera parecer que un Evangelio escrito en hebreo se
prestigiaría, lo cierto es que como instrumento de evangelización
hubiera tenido que ser traducido para ser entendido por la gente.
Además, no olvidemos que Jesús habló en arameo. Por tanto, era
lógico que fuese escrito en arameo. En ese momento, esa
comunidad (con la ayuda de todos) debió pensar que estaban
escribiendo un evangelio único, que no habría más evangelios. Era
lógico pensar de esta manera: Jesús había predicado en Palestina,
allí se escribía la obra que recogía sus hechos y enseñanzas.

Si la obra mateana fue escrita en arameo como creo, eso


facilitaría que en Antioquía se plantearan una disyuntiva: traducir
la obra de Mateo o escribir un evangelio nuevo en koiné que
añadiera los nuevos testimonios añadidos a la Fuente Q. Lo añadido
a la Fuente Q no era poco, iba a ser casi el 50% del Evangelio de
Lucas. No era pequeña esa añadidura. Y, por tanto, justificaba la
redacción de una nueva obra, no unas meras glosas a la obra
mateana. La obra de Mateo (que también había añadido testimonios
nuevos a la Fuente Q) ya estaba acabada.

En Antioquía, la opción de emprender una nueva obra parecía


la mejor opción. Pues estaba claro que al clero de Jerusalén no le
iba a parecer bien que otra comunidad corrigiera su obra. Escribir
una obra que fuera el evangelio según los testimonios de los

84
testigos de Siria parecía la opción más adecuada. En Siria, había
muchos que habían viajado al Templo y que habían visto los
milagros de Jesús y le habían escuchado. Ni siquiera se puede
descartar que hubiera más judíos en Antioquía que los 30 000 de
Jerusalén.

Lo cierto es que había comunicación entre Jerusalén y


Antioquía. No eran dos grupos incomunicados. Se hallaban a siete
días de distancia. Probablemente pensaron que el Evangelio de
Mateo en arameo se consolidaría en Palestina, y el de Lucas en
lengua koiné se consolidaría en Siria. En ese momento, se pensó
que el Evangelio sería ya no una obra única, sino doble: un
evangelio arameo para el pueblo de la provincia de Judea
(samaritanos, galileos, nabateos, judíos de la costa), y un evangelio
griego para los helenistas (judíos de lengua griega) y los gentiles.
Ese evangelio en koiné sería lo más adecuado para todas las
ciudades de la costa desde Cesarea hasta el norte de Siria, salvo
para los fenicios que hablarían arameo todavía.

Durante la redacción del evangelio en Antioquía, sin duda


dispusieron de la colección de logoi, pero no tuvieron la obra
mateana. De lo contrario, hubieran armonizado algunas partes.

Cuando Pedro llegó a Roma, debió encontrarse con que allí


disponían de la colección de logoi. Precisamente, por la lejanía de
los centros donde había testigos directos, es posible que la
colección llegara pronto a pesar de ser pocos los cristianos. No era

85
tan fácil enviar allí presbíteros y menos para tan pocos cristianos,
una veintena. Pero sí que era más fácil que ellos pagaran una copia
de los logoi. Como Pedro tardó muchos años en llegar, si hubiera
habido allí un presbítero es muy posible que esa colección de logoi
ya hubiera experimentado un lento y natural proceso de
unificación. Pero sin clero es posible que la unificación tuviera que
esperar a la llegada de Pedro acompañado de Marcos.

La llegada de la Cabeza de los apóstoles debió coincidir con


dos hechos: Primero, la ausencia en la Urbe de los dos evangelios
ya escritos, tal vez ni sabían de su existencia, era una comunidad
muy pequeña. Si hubiera llegado cualquiera de esos dos rollos, las
anotaciones se hubieran guardado, pero ya no se hubieran
unificado. Segundo, la presencia del Apóstol y de la colección de
logoi. En esta situación, parece lógico que Pedro se animara a
revisar la obra y que añadiera algunas cosas más, concretamente.
Según los cálculos, hay un 24% más de texto respecto a la Fuente
Q.

Dado que solo hay ese 24% más, Marcos es, en esencia, la
Fuente Q que Dios ha querido que se conservara para que
supiéramos qué es de lo que disponían al principio las comunidades
cristianas. Como se ve, el Evangelio de Marcos es el más antiguo.
Pero, sin duda, el último en recibir su forma final. Puesto que la
presencia de Pedro en Roma fue posterior a la redacción de Lucas.

86
El 21% del contenido del evangelio de Marcos está presente
tanto en Lucas como en Mateo, y no en la Fuente Q. Ese 21% no
pienso que venga de otra fuente posterior escrita, sino del
testimonio de Pedro. También es posible que el apóstol, al ir a la
Urbe, llevara consigo algunas notas de testimonios de Jesús,
posteriores a la Fuente Q.

Sin Pedro en Roma, esa Fuente Q no se hubiera unificado bien


en un solo texto, pues en Roma no había testigos de la vida de Jesús.
La labor de Pedro fue necesaria para guiar la labor de redacción
final. Sin Pedro en Roma, la Fuente Q hubiera estado destinada a
desaparecer ante la llegada de evangelios que son el doble de
extensos.

Pero Pedro se puso a predicar, es decir, a hablar de Jesús. Y,


al final, eso se puso por escrito y, sin quererlo (probablemente, sin
premeditación), el apóstol se encontró con que, de hecho, ya había
suficiente material para añadir a la colección de logoi como para
que valiera la pena que no se perdiera.

Pero la aparición del Evangelio de Marcos no fue algo


premeditado, Pedro ya sabía que ya había dos magníficos
evangelios. Pero, de hecho, el tercer evangelio apareció de una
forma natural como resultado de la predicación petrina; y, por
tanto, de hechos nuevos que debían añadirse a la Fuente Q.

Posteriormente, Juan, con el Evangelio de Mateo y de Lucas,


delante, decidió escribir su versión para completar los hechos. Su
87
intención fue completar. Escribir para que no se perdiera nada, ni
la más pequeña parte.

Esta es mi opinión acerca de la génesis redaccional de los


sinópticos:

–Dos evangelios escritos en dos comunidades.

–Dos evangelios para dos tipos de destinatarios.

–Un segundo evangelio porque no quieren que se pierdan los relatos seguros de
los testigos de Antioquía.

–Y la colección de escritos más primitivos que se mantienen vivos por la lejanía


de Roma y que se consolidan en un solo texto con la llegada de Pedro.

–Un cuarto evangelio para completar y porque, de nuevo, tampoco Juan quiere
que se pierda nada.

Si las cosas sucedieron según este esquema de evolución, no


sucedió por casualidad. Si se hubiera preguntado a los apóstoles
antes de que se escribiera el primer evangelio, sin duda, hubieran
preferido una única versión, un solo Evangelio. Pero Dios quiso
que aparecieran cuatro versiones de los hechos, cuatro versiones
que se completaran. Probablemente, cada versión predominó
durante más de un siglo en cada región:

–En Palestina, la versión de Mateo: compuesta por la Fuente Q, por el testimonio


de Santiago y más relatos de testigos.

–En Siria, la versión de Lucas: compuesta por la Fuente Q y nuevos relatos de


testigos sirios, tal vez el texto contó con la revisión de san Pablo.

–En Roma: la Fuente Q y los relatos de Pedro.

88
–En la región de las siete iglesias y en Grecia: Juan queriendo completar las otras
versiones.

Sin duda se debió plantear a Pedro si no convenía escribir el


evangelio en latín. Pero la elección de la lengua es la prueba de la
gran inmigración de oriente que había en la Urbe. Además, los
logoi estaban en koiné; y Pedro no hubiera podido supervisar la
obra en una lengua que no conocía. Pedro dictaba en griego y en
griego quedó.

Cronología entre la redacción de las cartas y los evangelios

Es opinión compartida por la mayoría de los biblistas que


algunas cartas de san Pablo son anteriores a la redacción de los
evangelios. Yo mismo acepté esta conjetura durante años. Cierto
que ningún evangelio es mencionado en las primeras epístolas.
Pero tampoco se los menciona ni una sola vez en los últimos
escritos paulinos.

Además, los viajes de san Pablo no comienzan tan pronto


como pudiera parecer en una primera impresión al leer Hechos de
los Apóstoles. En Hechos hay varios elementos que sopesados
indican que entre la conversión y el primer viaje pudieron pasar
unos trece años. El otro elemento a tener en cuenta es que las cartas
para nada se reparten a lo largo de toda su vida, sino que su
actividad escritora se concentra hacia el final de su vida. Me inclino

89
a pensar que solo la de los Gálatas (la única dirigida a una región)
fue escrita antes del segundo viaje.

Pienso que el primer evangelio fue acabado de redactar unos


catorce años después de la Resurrección. Así que es perfectamente
posible que Pablo estuviera presente en esa comunidad antioquena
cuando se estaban unificando las anotaciones de esa iglesia y
todavía no había escrito ninguna epístola. Esta es mi opinión a
sabiendas de que la opinión más generalizada es la de retrasar
mucho la redacción del primer evangelio.

Una última cuestión, ¿podemos calificar el Evangelio de


Lucas como una obra lucano-paulina? El título de ese capítulo me
produjo muchas dudas, porque solo en un sentido muy laxo se
puede usar ese adjetivo compuesto. Al final, lo mantuve porque
Pablo estaba en la ciudad mientras se redactaba la obra. Y sabiendo
cómo era san Pablo como mente teológicamente inquieta, ¿resulta
plausible imaginarlo desinteresado respecto a la obra de Lucas? Por
supuesto que no. Él coincidió en el tiempo y el espacio, luego leía
lo que se iba escribiendo y daba su opinión. Además, los dos se
llevaban muy bien: Lucas fue un colaborador de las misiones de
Pablo y le acompañó, al menos, en uno de sus viajes. No, no es
posible que Pablo no interviniera.

Ahora bien, la redacción del evangelio no tengo la menor


duda de que fue una obra comunitaria. Intervinieron todos los
testigos de los hechos que tenían algo que decir. No solo eso, se

90
gestó bajo la atenta mirada de un colegio de obispos. Pablo, por
tanto, fue una voz más que dio su opinión, por más que la suya
fuera una opinión relevante por su relación personal con Lucas y
por su profundidad teológica. Pero solo en sentido laxo se la puede
calificar de una obra lucano-paulina. Y más todavía cuando fue
obra de una entera comunidad. Tanto Mateo (en Judea) como Lucas
(en Siria) fueron meramente la mano que compiló, organizó y dio
una redacción final. Por eso, hablar de obra lucana es un mero
modo de poner una etiqueta para referirse a un libro cuyo autor fue
la comunidad. Si eso es así al hablar de la autoría de Lucas, mucho
más laxamente se puede hablar de obra lucano-paulina.

Mi novela hace como Pablo en sus epístolas, presta especial


atención a los problemas. De manera que uno puede sacar una
impresión equivocada acerca lo que son realidades, pero cuya
magnitud hay que ponderar. Fueron realidades, pues quedan
muchos testimonios en las cartas, tanto la existencia de hermanos
en la fe que hablaban mal del apóstol, como las tensiones con el
clero de Jerusalén. Todo eso era verdad, pero el tenor general era
de amor, de armonía, de concordia. Hubo bautizados que se
portaron mal con Pablo, pero en general las comunidades crecían
en virtud y los dones del Espíritu Santo se derramaban sobre ellas.

Impresión social de conjunto: entre lo mejor y lo peor

91
Para varias afirmaciones de la novela como que los residentes
usuales de las ciudades grecorromanas pasaban sus vidas
principalmente en los espacios públicos, y que por lo general «el
domicilio debía de servir solo como lugar para dormir y espacio
para guardar sus pertenencias» o la proporción entre varones y
mujeres en las ciudades de varias regiones, me he basado,
especialmente, en la obra de Rodney Stark, La expansión del
cristianismo (Editorial Trotta, 2009 Madrid). Lo que afirma Stark
ya lo había observado en los textos clásicos, pero se precisa de un
profesor universitario que se dedique a recoger todos los datos y
los sintetice, como hace Stark.

Los datos que da ese autor y tantos otros se basan en


realidades concretas, muchas veces cuantificables. Ahora bien,
sería incorrecto presentar la vida en el siglo I como una época
espantosa en la que casi todos vivían en la pobreza, en la que casi
todos estaban sometidos a estructuras opresivas. Sin duda, la vida
era normal, humana, en la mayor parte de los casos. Incluso la vida
de los esclavos se movía dentro de parámetros razonables,
razonables para la época, claro. Lo repito, la mayor parte de los
esclavos trabajaban para amos que los consideraban siervos y no
cosas. La mayor parte de los esclavos pasaban su vida en entornos
pequeños que, con los años, a causa del trato continuo, les hacía ser
considerados como parte de la familia, aunque situados en un
estrato de tercera categoría. En este campo, los problemas que
presento en la novela son realistas, pero lo normal era tener una

92
buena relación entre amos y esclavos. Entre otras cosas porque la
mayoría de los ámbitos eran pequeños (una casa familiar, un taller)
y el trato continuo.

Dígase lo mismo para la situación de la mujer. Aquellas


esposas, como norma general, aceptaban su situación de
sometimiento como una situación normal, como el orden natural de
las cosas. De manera que no existía una tensión interna. No habían
conocido otra cosa.

Podríamos presentar la vida del siglo I como un infierno. Y


se podría hacer ofreciendo datos y más datos, sin exagerar nada,
únicamente ofreciendo ejemplos concretos. Pero, por eso, son tan
importantes los estudios de grandes eruditos que sintetizan los
datos particulares en conclusiones generales. La vida en el imperio
del siglo I ni era un infierno ni era una arcadia feliz, se movía (como
casi siempre en la historia) en un término medio.

La vida en el mundo grecorromano solía desarrollarse dentro


de condiciones humanas, con un tiempo de trabajo normal y con
unas relaciones sociales civilizadas. La mina de Trujún que
presento en la novela es un ejemplo del tipo más espantoso de
explotación minera, había pocas como esa. Consta que había
algunas así, por ejemplo, cerca del Mar Negro. El relato de la
esclava obligada a abortar ciertamente muestra un tipo de episodio
que se dio muchas veces, seguro que formas y maneras casi

93
idénticas al que expongo. Lo describo porque no era excepcional
ese tipo de abortos forzados.

Sé que el precio de ocho ases para yacer con una prostituta


que menciono en el caso de los obreros les habrá parecido un precio
ridículo a los que conocen la numismática romana. Pero al estudio
de Thomas Mc. Ginn sobre la prostitución no se le puede pedir más
exactitud y él da ese precio exactamente y aun menor9. También
allí aparece la erudita información acerca de cuántos clientes podía
atender por día una prostituta romana. Datos que uso para mi
novela. Esa parte de mi novela acerca de las condiciones de vida
de las prostitutas habrá parecido una exageración, pero el estudio
es formidable y está rebosante de realia, datos reales, concretos.
Por otra parte, si menciono el tema de la prostitución, es porque se
trataba de una realidad frecuente; su continua presencia en las
ciudades en la que estuvo Pablo merecía que se tratase el tema.

De ese capítulo del estudio citado de Mc. Ginn (pg. 50),


extraigo también la confirmación de que el sueldo normal de un
obrero en Roma era el de un denario. La cifra que aparece en mi
novela de un salario cotidiano normal que sumaba un denario,
cinco ases, más pan, es un ejemplo concreto sacado de una
inscripción de Herculano.

9
Thomas McGinn, The Economy of Prostitution in the Roman World, The University of Michigan
Press, United States 2004, pg. 49.

94
Todas las cifras de pagos en moneda de la presente novela
han sido calculadas sobre esa base de lo que era el pago diario de
un trabajador sin cualificación, corroborada por el Evangelio, por
Séneca y por dos inscripciones pompeyanas, datos que aparecen
detallados en el trabajo de Thomas Mc. Ginn. Es decir, en mi obra,
todas las cifras de pagos no se dan al tuntún, sino calculándolas en
base a esa regla. Sean cantidades superiores o inferiores. Sea para
calcular cuánto se le paga a alguien que te ha guiado buena parte
de la mañana por la Acrópolis, sea para calcular cuánto
abusivamente exigió el granjero que cuidó del enfermo Silas. Claro
que la regla de que ese era el salario usual por día (corroborada por
varias fuentes) vale para ese momento del siglo I. Si nos movemos
hacia delante o hacia atrás, la escala de pagos y gastos variaría.

Lo repito, en la novela, siempre que aparece una cifra


concreta de dinero, sea para pagar un viaje en barco, sea para pagar
un desayuno, está puesta habiéndola calculado con distintas
referencias de pagos de la época. Eso es así desde el regateo y
negociación del pago del viaje a Damasco por parte del guardián
del Templo (al servicio de Caifás) hasta el pago del guardia que
tenía que custodiar a Pablo en Roma, pasando por la compra de
unas tórtolas en una aldea de Anatolia.

Ya que menciono que Pablo tuvo que ir a comprar un pollo al


mercado el día antes de su ordenación episcopal, quiero comentar

95
como anécdota que eso se basa en que mi obispo me envió a
comprar un pollo la mañana del día en que me ordenaba como
diácono.

En mi novela, Pablo visita la Acrópolis, ¿El apóstol la hubiera


visitado en alguna de sus dos largas estancias en Atenas? Lo más
probable es que no. Podemos esperar de los judíos más observantes
un total desprecio a la idea de pasear por un lugar que tenía
significación de sacro para los paganos idólatras. El entero
conjunto de la Acrópolis tenía la consideración de santuario.
Ningún judío estricto hubiera querido poner sus pies en él.

¿Era imposible que Pablo accediera a visitarlo? No, no era


imposible que un judío de la diáspora, helenizado, al final, venciese
su repugnancia a la impureza de la idolatría. De ahí que ponga esa
imagen de un Pablo que pasea y mira; comparando, en su interior,
toda la ritualidad ateniense con la ritualidad levítica.

El mosaico de las seis palabras griegas que se describe en el


despacho del mercader frigio de metales existe. Data del siglo IV,
fue hallado en 1857, en Halicarnaso (la actual Bodrum, Turquía) y
se encuentra en el Museo Británico.

Ese pasaje del mercader requirió que me informara de qué


minerales se extraían en ese siglo y en ese marco geográfico.

96
Muchos de los metales que hoy nos rodean, por ejemplo, el
aluminio, no existían en ese tiempo; y otros minerales habituales
para nosotros son originarios de América.

Respecto a la mina de Trujún, hay que decir que es un nombre


inventado. Lo inventé porque, según mi obra, los administradores
falsearon el volumen de extracción de zinc. De manera que, durante
su corta existencia, nunca se le dio demasiada importancia a esa
mina de lo que se consideraba un metal menor, poco valioso. Al
tener datos falseados, al no darle importancia, no quedó constancia
en ningún texto que no fuera administrativo. Menos todavía al estar
situada lejos de cualquier ciudad, en mitad de un área poco poblada.
Agotados los filones, quedó lo que debió ser un campamento
fantasma que desapareció devorado por la humedad y la naturaleza.
Eso, desde luego, ocurrió con otras minas al agotarse. La idea de
tanto sufrimiento sobre un terreno posteriormente invadido por la
vegetación, la imagen de que uno que paseara por el campo jamás
pudiera imaginar que hubo justamente allí, me pareció muy
poética.

Sobre la apariencia física de san Pablo, en una epístola suya,


tenemos una referencia a que era poca cosa, a que tenía una
presencia física más bien humilde. También hay una descripción
física en los Hechos de Pablo y Tecla, datados en el final del siglo
II. Allí se dice que era: Un hombre de pequeña estatura, calvo,

97
arqueado de piernas, de semblante noble, cejijunto, más bien de
nariz aguileña. Resulta llamativo, y sobre eso también hay algún
estudio, que los retratos más antiguos muestran una fisonomía
coincidente en sus rasgos generales.

Cuando describo el “uniforme” de un miembro de la guardia


urbana de Antioquía, a alguien le puede sorprender la especie de
ancha boina blanca del guardia. Pero todo el uniforme está basado
en el fresco de un soldado macedonio de la Tumba de Agios
Athanasios en Tesalónica.

Cuando pasan una noche en Samotracia, digo que esa ciudad


tenía 2000 habitantes. Sé que esa ciudad podía ser más importante
en el pasado que en la actualidad. Pero un dato a tener en cuenta es
que en el año 2001 la isla entera contaba 2723 habitantes. Ya sé
que las poblaciones pueden menguar si pierden importancia
económica, pero es una cifra que, a falta de otras puede servir como
referencia.

Mi obra no cae en la simplificación, falsa, de pensar que el


judaísmo de Palestina era unitario en su tradicionalismo. Sin duda,
Judea pertenecía al mundo helenístico y su población formaba

98
distintas burbujas que se relacionaban entre sí. Creo que el atlas
humano está ampliamente descrito en mis páginas.

Ahora bien, sería erróneo pensar que el judaísmo no


palestinense era de corte liberal al 100%. Seguro que había
burbujas (eso sí, muy pequeñas) que respiraban un espíritu de
reacción, de exaltación de la fidelidad, de aferramiento a las
tradiciones. Pienso que esos judíos radicales debieron ser menos
del 5%. Pero el resto, aunque la mayoría fueran liberales, flexibles,
abiertos, convivía con quizá un 10% o 15% más tradicionales, sin
llegar a ser radicales.

Acerca de esto no hace falta hacer un gran ejercicio de


imaginación, hoy día también tenemos con el pueblo judío una
situación que casi podríamos calificar de idéntica. Por supuesto que
los porcentajes seguro que no son los mismos ahora y entonces,
pero sí que son válidas las líneas generales en que se fragmenta un
pueblo de acuerdo a posiciones más liberales unos, y a posiciones
más tradicionales otros. Con la inevitable aparición de grupos
humanos afincados en posiciones intermedias.

Debo hacer una pequeña mención. La población samaritana


aparece poco mencionada en mi novela porque sin duda tanto una
parte de los cristianos de Judea como los de Galilea no debían
sentirse muy felices de su presencia en las comunidades. Desde un
punto de vista teórico, nada había que reprochar ya a los

99
samaritanos bautizados. Pero, desde un punto de vista sentimental,
no pocos prejuicios debían permanecer.

Pablo se mueve en Jerusalén y en la costa, esa es la razón de


que se mencione poco a los samaritanos, pues el apóstol no se
mueve en ese ámbito. Además, no olvidemos que Samaría estaba
compuesta por comarcas rurales, poco habitadas, sin apenas
ciudades.

Cuando narro que Eumelo, al poner por escrito la Epístola a


los Gálatas, colocaba puntos encima de las palabras o a sus lados
para indicar qué tiene que quitar eso del texto, reconozco que
parece un signo poco claro; pero eso era lo que se hacía de forma
habitual en la época. Puede verse en la obra de Bruce Manning
Metzger, Manuscripts of the Greek Bible: An Introduction to Greek
Palaeography.

¿Por qué Pablo no menciona ni una sola vez una parábola de


Jesús, alguna enseñanza, algún milagro de Jesús? Mi opinión es
que intencionalmente quiere que sus epístolas sean una
profundización teológica y no una rememoración evangélica. De
forma premeditada, la comunidad, tal vez, no deseaba que hubiera
distintas versiones de los hechos evangélicos y de las palabras del
Maestro. Cierto que, al final, surgieron dos evangelios –en

100
principio, iban a ser solo dos, el evangelio arameo (Mateo) y el sirio
(Lucas)–, pero con toda razón no pensaron que sería un bien el que
se multiplicaran obras fragmentarias que ofrecieran versiones de
los hechos y dichos de Jesús. De hecho, la obra lucana nace con ese
propósito: unificar.

Razón por lo cual, Pablo que intervino en la redacción lucana


como consultor, como miembro de esa comunidad, tuvo mucho
cuidado de no repetir nada del contenido de ese evangelio en sus
epístolas. No quería que hubiera un evangelio y varios
microevangelios en sus cartas.

Si hay dos genealogías, es porque dos comunidades tenían


dos listas; eso está claro. Ahora bien, ¿por qué no se pusieron de
acuerdo? ¿Por qué no las hicieron concordar? Antioquía tenía
muchos contactos con Jerusalén. Toda la región de Siria y la de
Palestina estaban magníficamente enlazadas comercialmente entre
sí.

En mi libro trato de explicar el porqué de dos versiones


distintas genealógicas. Doy una explicación plausible, puede haber
otras. Pienso que la genealogía de Lucas y la de Mateo constituyen
un único tronco de ancestros conservado en dos versiones diversas.

Mi opinión, se trata de una opinión enteramente personal, no


considero que una sea la genealogía legal de José, y la otra sea la

101
carnal de María. Hay que reconocer un hecho sentimental, pero
universal: todos los creyentes nos sentiríamos un poco
desilusionados por conocer únicamente la parentela legal; todos
querríamos conocer la ascendencia según la carne del Mesías.

A mi entender, los ascendientes de María y José son los


mismos, la bifurcación se produjo en el momento de los bisabuelos
maternos; concretamente, en Matán. ¡Por eso allí se bifurcan! Eso
explicaría por qué las dos genealogías aparecen en los evangelios
sin especificar cuál es la legal o la carnal. No sería muy importante
especificar puesto que se trata de una sola ascendencia carnal, una
cadena en la que solo cambiarían los últimos tres eslabones: en esos
últimos eslabones sí que se pasa en una lista de lo carnal a lo legal.

Si esto es así, no se trataría, por tanto, de una genealogía de


María y otra de José. Sino de una sola en la que solo los últimos
tres nombres cambian: en una son ascendientes biológicos de Jesús
y en la otra los biológicos con la añadidura de tres ancestros legales,
los de la rama de José. Por eso, porque se trata de una sola
ascendencia es por lo que tanto en el texto de Mateo como en el de
Lucas no se dilucida cuál de las dos es la genealogía de María. Pero
una tiene que ser la de José, porque los últimos nombres no
coinciden. Es lógico que se abrevie o alargue una genealogía en los
ascendientes lejanos de hace siglos. Pero no tendría sentido al
hablar del abuelo y bisabuelo de Jesús. Así que ya que son dos
ramas distintas, una tiene que ser la de José.

102
En mi novela, Mateo usa el rollo de cuero de la genealogía de
José: que culmina en una ascendencia legal. Mientras que el rollo
de papiro de la familia galilea (que había emparentado con levitas,
sin perder su carácter de tribu de Judá) es el que llegaría hasta la
misma María. Aunque los últimos eslabones tienen que añadirlos
los parientes al hacer una copia. Pues, en su propio rollo, llegaban
hasta sus propios parientes, no hasta María.

En mi escrito, se observa que el apóstol, en Antioquía, antes


de comenzar sus viajes misioneros, no es un cristiano
especialmente prestigioso. Cuando se lo menciona con Bernabé,
Pablo siempre es mencionado en segundo lugar. El orden en la
mención nunca era casual en un escrito de esa época.

Mientras que el Pablo que reside en Antioquía antes del tercer


viaje misionero ya es un apóstol lleno de prestigio: es el gran
sembrador de iglesias, ha redactado la epístola a los gálatas que, sin
duda, fue leída en Antioquía. Esa primera carta era el más grande
escrito sobre teología cristiana, en una época en la que ni siquiera
se había acabado de redactar ningún evangelio. La profundidad de
la primera epístola es la prueba de que, sin duda, no pudo no
intervenir como consultor en la obra de Lucas.

Entre estas dos fases, la fase del joven cristiano celoso y poco
conocido, y la fase del maduro prestigioso misionero y teólogo, se
describe en este libro una fase intermedia. Y así, al Concilio de
103
Jerusalén, llega con la fama de haber sido uno de los grandes
misioneros de esa época, pero el relato del concilio no lo muestra
ni siquiera con su nombre a pesar de que lo escribe Lucas, el que
será su compañero de misión. Esa es la prueba de que su prestigio
en Antioquía es posterior al segundo viaje.

Durante mi época del seminario, durante años de sacerdocio,


leí las cartas de Pablo buscando la espiritualidad, la teología. No
presté atención a los detalles personales. Pero durante los años que
me llevó escribir esta novela, releí el Nuevo Testamento buscando,
precisamente, los destellos fugaces de su carácter, los rasgos de su
psicología.

Y esos rasgos están sutilmente presentes en unos escritos que


quieren centrarse en la teología y solo en la teología. Esos rasgos
que concuerdan una y otra vez en sus cartas son los siguientes:

Un Pablo muy preocupado por el reconocimiento de su


autoridad. No lo digo como crítica. Fue retado y cuestionado, su
propia defensa fue necesaria. Se muestra también un Pablo con un
carácter vehemente. El apóstol no era para nada un hombre
flemático. Varias veces se observa el tono de enfado en sus textos.

Pablo fue un santo, un hombre de virtudes heroicas, pero con


unas ciertas gotitas de soberbia en su carácter. Llama la atención
la cantidad de veces que se pone como ejemplo a sí mismo ante la

104
comunidad. La antítesis de este modo de actuar es el apóstol Juan
que no se nombra a sí mismo ni siquiera cuando tal cosa era
necesaria, ocultándose bajo la fórmula del discípulo al que amaba
Jesús.

Observamos en Pablo un claro machismo. Las mujeres del


mundo helénico van tomando un papel ligeramente más relevante
en los actos sociales. Eso también ocurre en las comunidades
paulinas y el apóstol cercena hasta la posibilidad de que
intervengan más. Ese es uno de los prejuicios que mantiene Pablo
a pesar de su conversión, a pesar de su transformación en la vida
en Cristo. Se ve en ello al judío exfariseo.

Otro prejuicio que se mantiene en su mente es el de la


esclavitud. Un análisis detallado de los textos paulinos muestra un
Pablo preocupado por no tener problemas con la autoridad civil. En
Hechos de los Apóstoles vemos cómo huye, una y otra vez, de las
ciudades en cuanto comienza la persecución. Por favor, no le acuso
de cobardía, de ningún modo: pero el hecho es que rehúye la
confrontación ante los tribunales. No tengo ninguna razón para
pensar que eso no fuera lo más prudente.

Ese afán por evitar la confrontación civil podría explicar la


ausencia del tema de la esclavitud en sus cartas. En unas ciudades
donde la presencia de esclavos era tan constante, las pocas
referencias a la esclavitud en el corpus paulinum equivale a no
querer hablar del tema. Y no solo eso, esas pocas referencias son

105
poco relevantes, nunca aborda el corazón del problema. Podríamos
decir que el asunto se toca de refilón, pero casi ni eso.

También observamos el temor con el que escribe a Filemón,


le tiene miedo. No es una carta de un igual escribiendo a un igual.
El temor rezuma en esas líneas que versan alrededor de la fuga de
un esclavo. Ahora bien, aunque su prudencia estuviera plenamente
justificada, aunque la prudencia explicase la ausencia de una
condena de la esclavitud; un párrafo, una sola línea, cuánto
consuelo hubiera traído a los esclavos de esa época y a los de todas
las épocas. Pero no, eso es una realidad: Pablo no solo no condena
la institución (omisión comprensible por prudencia), sino que ni
siquiera los consuela, ni una sola vez.

Esto último significa que la Palabra de Dios es perfecta, pero


su Autor ha querido que quedaran sutiles testimonios de los
prejuicios del apóstol, de los defectos de su carácter, de sus
aspectos menos nobles. La Biblia es tan sublime que nos muestra
la teología que Dios ha querido (sin mezcla de error); pero, al
mismo tiempo, nos muestra los puntos débiles de los autores
humanos del texto. Eso sí, en el caso de Pablo, muestra esos
aspectos bajo el velo de la caridad, de un modo tenue, casi
desvaído; pero esos trazos son concordantes acerca de su carácter
y prejuicios.

106
Un anciano de Antioquía se refiere a Judas Iscariote como
con el nombre de Iejuda. Conscientemente quise que usara ese
nombre porque, a veces, fuera de Palestina los nombres podían
“bailar” al pasar del hebreo al griego. Dejo constancia de ese hecho,
tantas veces atestiguado en la Biblia con otros nombres. Ahora
bien, lo más probable es que la transcripción griega de Iudas, en el
texto de los evangelios, no sea una helenización del nombre hebreo,
sino la transcripción del nombre exacto arameo. Lo más probable
es que el traidor fuera llamado Iudas y no Iejuda. Pero sí que es
posible que los hebreos de Judea hebraizaran nombres arameos sin
querer, en las conversaciones. Eso lo observamos en regiones
bilingües de Europa.

Tuve cierta duda acerca de si, en boca de Pablo hablando con


Tito, podía usar la expresión iscariotes. Cuando en Antioquía
afirma hablando del futuro de la Iglesia: No sabes qué cantidad de
iscariotes se moverán en su seno. Aunque, para ellos, ish keriot
tenía un significado genérico (hombre de Keriot), me inclino a
pensar que, en seguida, en el grupo cristiano (y sobre todo, fuera
de Palestina) pasó a tener un significado secundario de traidor. No
sucedió así con el nombre de Judas, el cual no pasó a significar
traidor, pues se trataba de un nombre común.

Cuando, en el tercer viaje, hago pasar a Pablo por Colosas,


soy consciente de que las biografías suelen poner en duda si estuvo

107
en esa ciudad. Es cierto que nunca afirma que estuvo allí. Y, por el
contrario, escribió: Hemos oído de vuestra fe en Cristo (Col 1, 4a).
Y que, en otra carta, dice que quiere visitarles (Filemón 1, 22).
Frente a estos datos, está el hecho de que ir por la vía de Colosas
era el camino lógico en su trayecto desde Antioquía de Pisidia hasta
Éfeso. He estado mirando las vías romanas y la distribución de
cordilleras: tanto porque es el camino más corto como porque así
se evitan las cadenas montañosas, el viaje más adecuado era el de
la vía de Colosas.

Hay una línea de la novela que dice así: Pablo sabía que este
era el llamado “séptimo misterio sagrado”. Son muchos los
historiadores que afirman que la aparición de los siete sacramentos
fue paulatina, resultado de los siglos siguientes. Pero, por fe,
sostengo lo que siempre ha defendido la Iglesia: que los siete
sacramentos estuvieron presentes desde el principio porque son de
institución divina.

Para los que piensan que Arabia eran solo arenas como las de
Lawrence de Arabia, debo mencionar la existencia de una
interesante civilización nabatea. Por supuesto que la estancia de
Pablo en Arabia pudo no tener un carácter exclusivamente orante.
Es perfectamente posible que sucediera lo que propone Schnabel:

108
Arabia no era solo un desierto, sino una civilización floreciente,
particularmente en la Nabatea norteña. Parece que Pablo, después de su
conversión y después de predicar en las sinagogas de Damasco, pronto obedeció
la divina comisión de predicar el Evangelio “entre los gentiles” (Gal. 1, 16). Eligió
ir a la región que estaba cerca a Damasco y suficientemente distante de Jerusalén.
Eckhard J. Schnabel, Paul the Missionary: Realities, Strategies and Methods,
InterVarsity Press, Downers Grove (IL.) 2008, pg. 63.

Pero el hecho de que Pablo no mencionara ni el más mínimo


hecho apostólico de esa fase de primer fervor y sí los mencionara
(hasta los más pequeños) en cuanto regresa de Arabia, ofrece la
sensación que el tiempo entre su salida de Cafarnaúm y su regreso
a esta ciudad tuvo un carácter peculiar. Y si no fue un tiempo de
apostolado tuvo que ser un tiempo de reflexión y meditación o, al
menos, de crecimiento personal trabajando en una labor no
eclesiástica. Pero sí que es perfectamente posible que no tuviera
una vida eremítica, sino que morara radicado en algún tipo de
población. El Corán deja constancia de que había tribus de fe
judaica en Arabia, así que podía haber también algunos de ellos que
se hubieran convertido a la fe del Mesías a causa de lo que vieron
en Jerusalén al ir allí de peregrinación. Pablo en Arabia o llevó una
vida orante o se integró en una de esas comunidades judías al lado
de algún puñado de cristianos. El silencio de Pablo me lleva a
pensar que no fue un tiempo de apostolado.

En el segundo viaje, cuando Pablo llega a Éfeso, digo que allí


ya se ha establecido previamente el apóstol Juan. La tradición

109
afirma que Juan pasó tiempo en esa ciudad. Ahora bien, hay tres
razones que parecerían indicar que Juan llegó a la ciudad después
que Pablo.

Primera razón: En Hechos 18, 19-21 se describe la primera llegada de Pablo a


Éfeso. Y hay un silencio total respecto a cualquier tipo de comunidad cristiana
previa. Menos todavía acerca de la presencia del apóstol Juan.

Segunda razón: En Hechos 19, 1 cuando regresa a Éfeso en el tercer viaje, se


dice que allí encontró a algunos discípulos. La expresión da a entender que son
pocos.

Tercera razón: Se encuentra con que hay un grupo de creyentes que no han
recibido el sacramento del bautismo. Esa precariedad sería incompatible con la
presencia de uno de los Doce.

Pero esta ausencia de Juan en Éfeso significa que veinte años


después de la Resurrección de Cristo los apóstoles no habían
evangelizado ni siquiera las ciudades principales de la costa del
Asia Menor. De ser esto así, implicaría que los viajes de los Doce
se mantuvieron en el entorno palestinense. Solo más adelante se
embarcarían en viajes más lejanos.

Sinceramente, creo que esta es la verdad de lo que sucedió:


una predicación más palestinense. Durante una larga etapa de años,
los Doce viajaron mucho, pero sin alejarse de la iglesia-madre de
Jerusalén. Evangelizar todo ese entorno, hasta sus límites nabateos,
hasta la costa fenicia, permitía que se mantuviese el contacto entre
los Doce. Algo esencial en un primer momento en el que surgirían
muchas cuestiones acerca de la fe, los sacramentos, la
interpretación de las Escrituras o la misma organización de las
110
Iglesia. Además, mantenerse unos años en ese entorno les permitía
recoger las espigas de la semilla sembrada por Cristo en su
predicación.

Llegué a esta conclusión una vez que ya había escrito la


segunda estancia de Pablo en Éfeso. Valoré la posibilidad de
cambiarla entera, hubiera sido un cambio radical. Opté por dejarla
como está por tres razones.

Primera razón: No resulta imposible que Juan estuviera en Éfeso al llegar Pablo
y que el texto, aun así, hubiera sido escrito como está. También podemos suponer
que Pablo celebraba la eucaristía semanalmente y, sin embargo, apenas hay
referencias a ella. También Jesús había entregado, con gran solemnidad, el poder
de perdonar los pecados en su Nombre, y no encontramos referencias a ese tipo
de actos ni en Hechos ni en las epístolas. Los ejemplos podrían seguir. En unos
textos escritos de forma tan espontánea –no son tratados dogmáticos–, la omisión
de algo no implica necesariamente su no existencia. Eso se puede aplicar al hecho
referido de la presencia de Juan, en esa época, en esa ciudad.

Segunda razón: El que en esa ciudad encontrara algunos discípulos (Hechos 19,
1) da la sensación de que sean pocos. Pero la expresión tinas mazetas no implica
necesariamente una cantidad exigua. No niego que ofrece esa sensación, pero no
se trata de una afirmación que obligatoriamente tenga que entenderse así.

Tercera razón: Había un grupo que no había recibido el sacramento del bautismo,
pero podía tratarse de un grupo llegado de fuera a esa población que todavía no
había sido bien evangelizado.

Repito que mi opinión, por las tres razones previas, es que


Juan llegó después de Pablo. Pero como no resulta imposible su
presencia (por las tres razones que he aducido), lo dejé como estaba
redactado.

111
Había otra gran razón para no cambiar el texto y era lo
fascinante que resultaba pintar el cuadro de cómo podría haber sido
un encuentro de los dos apóstoles, de dos mentalidades, de dos
formas de entender las cosas. El encuentro del Concilio de
Jerusalén no contaba, pues Pablo no era relevante todavía y todavía
no había madurado, cosa que haría en los viajes. Si se produjo ese
contacto en Éfeso, tal cosa me permitía describir cómo pienso que
fueron las comunidades joánicas.

Si tal encuentro hubiera sido imposible, no lo hubiera


“pintado” en mi óleo. Pero como fue posible es por lo que no lo
quité. Pero pienso que Pablo fue el gran apóstol viajero. Los otros
Doce fueron viajeros palestinenses. Solo en algún momento entre
el segundo y tercer viaje paulino, todos (menos Santiago el menor)
se dispersaron por los cuatro vientos.

Quiero dejar constancia de que hay dos cosas que he puesto


en esta obra que pienso que no sucedieron:

–la estancia prolongada de Pablo en Jerusalén tras su conversión

–la evangelización de Juan en Asia Menor antes del Concilio de Jerusalén

Los dos hechos no fueron imposibles, por eso están en mi


novela, y los dos “cuadros” me permiten ofrecer un cuadro más
amplio de la Iglesia de ese tiempo. Sin esos dos capítulos, mi
recorrido por la Iglesia de ese tiempo no hubiera podido describir
con detención ni cómo era la iglesia-madre hierosolimitana ni
112
cómo podían haber sido las comunidades joánicas. Aunque,
repitámoslo una vez más, las comunidades joánicas las entiendo
como realidades esencialmente iguales a las paulinas. Pero esta
novela debe prestar atención a los matices, a los detalles. Y una
novela larga me da espacio para pintar un gran cuadro mural sin
prisas.

Para dirimir cualquier cuestión histórica de la vida de Pablo


me baso, ante todo y sobre todo, en la fe que tengo en los textos
bíblicos como escritos por Dios y, por tanto, carentes de cualquier
error. Esto vale para cualquier cuestión que tenga que dirimir en mi
libro.

Ahora bien, no por ser un hombre creyente desconozco las


versiones críticas que de esos textos neotestamentarios han
ofrecido autores que no creen en la inerrancia de la Biblia. Por
seguir con el ejemplo acerca de quién puso los fundamentos a la
iglesia de Éfeso, he leído la conferencia de Robert M. Price titulada
Paulus Absconditus: Paul versus John in Ephesian Tradition, dada
en octubre de 2002 en el Westar Institute Acts Seminar. Este autor
ofrece una visión radicalmente diversa a la mía, pues considera la
redacción final de Hechos como la “versión del ganador”.

Tantos autores actuales leen Hechos de los Apóstoles como


la versión interesada, parcial, de la facción que ganó finalmente el
dominio sobre las comunidades. Estos autores sin fe en la
113
inerrancia dan por supuesto que la versión que nos ha llegado puede
falsear los hechos que relata. Por supuesto que si no tenemos fe
cándida en la bondad y verdad de los textos sagrados que nos han
llegado, esos textos nos permiten reorganizar los hechos en otro
tipo de hipótesis que los de la tradición. Por ejemplo, como la lucha
entre distintos cristianismos, esencialmente distintos entre sí. Por
citar solo un ejemplo, muchos contraponen como doctrinas
sustancialmente contrarias las simples enseñanzas de un Jesús
rabínico al cristianismo helénico de Pablo. Mi libro tiene en cuenta
todo ese cúmulo de teorías. No por no creerlas no las conozco. No
por el hecho de yo tener fe no he escuchado sus argumentos. Pero
estoy seguro de que lo que realmente sucedió fue lo que nos
cuentan las Escrituras. Ellas nos describen una Iglesia de hombres
buenos, renacidos del Espíritu.

En mi novela, me fijo con detención en los problemas


internos de esas iglesias. Pablo también deja constancia de esos
problemas y hasta con nombres concretos de personas. Ahora bien,
Pablo sabía que las comunidades estaban formadas por hombres
buenos, transformados por el Evangelio, creyentes sin ambiciones;
hombres llenos de fe que crecían en virtud: esa es mi visión de la
Iglesia en esa época. El elenco de problemas a los que tuvieron que
hacer frente los apóstoles no debe hacer que perdamos de vista el
panorama global.

114
Cuando el apóstol, una noche calurosa de Éfeso, en una plaza,
reflexiona acerca del proceso de asimilación, la novela dice lo
siguiente en voz del narrador:

Pablo reflexionaba que los judíos de Tarso, de Éfeso o de Jerusalén no


podían sustraerse al hecho de que pertenecían a ese mundo helénico. Tantos tenían
ya nombres griegos. ¿Los hijos de Abrahán se tornarían indistinguibles de los
griegos, aunque mantuvieran la Ley? En el mundo mediterráneo, todo avanzaba
en esa dirección. Todos los judíos caminaban en esa dirección, desde el pobre
artesano hebreo-chipriota hasta el sumo sacerdote de Jerusalén.

Lo que venía después, finalmente lo quité de la novela por no


interpolar un pensamiento temporalmente posterior, pero había
escrito:

Jamás se le pasó por la cabeza a Pablo que los hebreos formaran grupos
como los jasidim. Ese tipo de judaísmo bielorruso y ucraniano del siglo XVIII era
tan ajeno al mundo judío del siglo I. Si Pablo o los levitas del Templo hubieran
visto a los jasidim de Brooklyn o Tel Aviv se hubieran preguntado qué vestiduras
eran esas, qué lenguaje era el yidish y por qué esos judíos seguían un libro como
la cábala que no pertenecía a las Escrituras.

Como digo, lo había escrito, pero lo extraje del texto. No


obstante, lo consigné al apéndice porque un judío jasídico actual se
parece a un judío de Jerusalén en la misma medida que un celta del
siglo I se parece a un parisino del año 2020. Dicho lo cual, hablo
de apariencia externa, porque sí que ha habido dos elementos: una
continuidad del pueblo judío y la obediencia a las Escrituras Santas.

También es cierto que ciertas costumbres antiguas han sido


preservadas en las comunidades hebreas. Y no me voy a detener en

115
este otro punto adicional, pero la mentalidad hebrea sí que ha
permanecido. En algunos tipos de judaísmo sí que vemos la
mentalidad farisea; en otros, más flexibles en lo externo y en lo
interno, vemos la mentalidad de los judíos de las sinagogas que ya
eran liberales en el siglo I.

¿Cuál es el verdadero judaísmo hoy en día? Al pensar en un


judaísmo puro, muchos piensan en el judaísmo jasídico. Pero ya he
mencionado los problemas que plantea tal afirmación. Las distintas
respuestas a la pregunta “qué es ser judío” ya se encontraban en el
siglo I. Todos los judíos de aquel Mediterráneo romano eran
hebreos. Lo mismo sucede ahora: todos juntos conforman el pueblo
judío del siglo XXI.

Amo al pueblo judío y (aunque hubiera preferido que se


convirtieran al cristianismo) su presencia en nuestra época, en
nuestro mundo, es para mí una alegría. Incluso para un cristiano
como yo, la permisión divina de que perviviera ese pueblo es un
motivo de gozo. Ellos embellecen nuestro mundo. Son la presencia
viva del Antiguo Testamento. Para un cristiano, el Antiguo
Testamento pervive no solo como Escritura Sagrada, sino también
como pueblo.

Pero más allá de los usos añadidos con los siglos, de las
costumbres y vestiduras sobreañadidas, lo que les define es ser
hijos de Abrahán y escuchar la Voz de Dios en las Escrituras.

116
No quiero dejar de hacer notar la tremenda similitud entre el
judaísmo y el catolicismo. Los puntos de conexión son
innumerables. Hasta las iglesias católicas y las sinagogas muestran
clarísimos puntos de similitud en los detalles materiales, cosa que
no sucede con las iglesias protestantes. Mi novela, también en gran
parte, es una novela acerca del judaísmo mediterráneo del siglo I.
De esa realidad múltiple y variada, reñida entre sí.

En un pasaje, hablo de los altares suplementarios en el atrio


del Templo. Lo hago en este párrafo:

La compró y se dirigió a una parte donde había altares menores. Cuando


la afluencia era muy grande, el Altar de Bronce no era suficiente para asumir todas
las ofrendas. Había varios altares suplementarios, más pequeños, parecidos al altar
de los inciensos en su forma y tamaño.

Esta deducción de los altares menores se debe a dos razones:

Primera razón: El Altar de Bronce de ningún modo podía asumir todos los
sacrificios en las grandes festividades, cuando muchos peregrinos se congregaban
en Jerusalén, como en la Fiesta de los tabernáculos. Muchos más iban para la
Pascua.

Segunda razón: Los peregrinos tenían sumo interés en ofrecer un sacrificio las
pocas veces que iban. Algunos que venían de fuera de Palestina solo irían una vez
en la vida. Los peregrinos residentes en Judea tenían obligación de ofrecer ciertos
sacrificios por las razones codificadas en la Ley. No se trataba en muchos casos
de ofrendas voluntarias, sino preceptuadas. Además, los servidores del Templo no
estaban precisamente inclinados a dispensar de los sacrificios, pues suponían un
beneficio material para la casta sacerdotal afincada en la ciudad.

117
Tercera razón: El salmo 84, 3 reza así: Incluso el gorrión encuentra una casa, y
la golondrina un nido para ella, donde pueda poner a sus crías, tus altares, oh,
Señor de los ejércitos. El texto hebreo dice tus altares, a secas; aunque se pueda
traducir ad sensum como “junto a tus altares” o “sobre tus altares”. ¿Por qué se
habla de altares, en plural? Si en el atrio solo había un altar, el de bronce y con
fuego siempre ardiendo. El altar de los inciensos estaba detrás del primer velo y
se usaba de forma continuada.

Luego no tengo ninguna duda de que muy pronto se asumió


la idea de que no había otra posibilidad que habilitar altares
menores, dejando el principal para las grandes ofrendas.

¿Dónde colocar esos altares suplementarios? El lugar más


adecuado parece algún lugar noble y tranquilo de la explanada que
era el atrio, o alguno de los patios en torno al patio del Altar de
Bronce. A favor de situarlos en los patios situados en torno al
Santuario, está la cercanía al Altar de Bronce.

Probablemente, había altares menores en ambos lugares: en


patios situados en torno al santuario, y en lugares nobles del atrio;
no en medio de los puestos de venta. Los altares menores más
cercanos al santuario podrían servir de forma suplementaria más
habitualmente. Los altares del atrio, para las grandes solemnidades
que atrajeran a muchos peregrinos. Muchos de esos altares menores
estarían sin uso la mayor parte del año. Es así como entiendo el
versículo en que la golondrina hace su nido sobre esos altares.

Hay que tener en cuenta que sobre esos altares la carne debía
arder hasta que se derritiera la grasa, en unos casos. Y, en otros
casos, hasta que la carne quedara completamente carbonizada. En
118
ambos casos, se requiere tiempo y estamos hablando de decenas de
miles de peregrinos en varias solemnidades. Y, en algún caso,
incluso de cien mil peregrinos. De ahí la necesidad de que muchos
levitas tuvieran que peregrinar a Jerusalén para ejercer su
sacerdocio.

¿Cómo imagino que serían esos altares menores? Una forma


de imaginarlos es del tamaño y forma del altar de los inciensos. De
las dos mesas que había en el santuario, esa era la única que tenía
el nombre de altar. La otra tenía el nombre mesa de los panes de
la proposición.

Aunque no es seguro, podemos pensar que cada altar adosado


a un muro del atrio (tal vez de piedra) tenía dos paredes de ladrillo,
una rejilla de bronce; y debajo se colocaba la madera. Pienso que
habría un altar al lado del otro, adosados entre sí. No había espacio
para pensar en altares exentos.

Permítaseme un ex cursus. Si esto era así –no estoy seguro,


pues estoy exponiendo una posibilidad–, tal hecho tendría una
concomitancia clara con los templos católicos preconciliares: un
altar mayor (exento, más grande), y altares menores en las capillas,
adosados a las paredes del templo. Es decir, sin saberlo, las iglesias
católicas serían un reflejo del antiguo Templo hasta en un detalle
tan nimio como el de los altares menores y su disposición.

Sea de ello lo que fuere –no hago otra cosa que exponer una
suposición, aunque pienso que de forma fundada–, lo cierto es que,
119
como se ve en la novela, el atrio del Tercer Templo era mucho más
que una explanada vacía (como se suele mostrar en las
reconstrucciones), ni tampoco era una mera explanada para puestos
de venta. En mi novela, el atrio era la zona donde estaban las
dependencias para los barberos de los votos, las instalaciones para
los baños rituales, las áreas destinadas a los altares menores, los
pórticos donde se situaban los predicadores, los lugares fijos para
los maestros con sus discípulos, la sala del sanedrín; y sí, también
los puestos de venta de animales y de los cambistas.
Probablemente, en su perímetro, también había algunas viviendas
para sacerdotes y estancias para la guardia del Templo, así como
almacenes de madera, así como otras cosas necesarias para el culto.
Lo que describo es una suposición, pero parece probable que el
atrio ampliado por Herodes albergó muchas dependencias en el
interior de la explanada y no solo en su perímetro. Quizá esas
dependencias fueron creciendo de un modo natural desde los
pórticos.

Cuando hablo de dependencias, la mayor parte es posible que


no fueran otra cosa que una mera compartimentación con tapias de
ladrillo y, en todo caso, una terraza encima. Si fue así, eso
obedecería a que, a toda costa, se evitó levantar edificios que
eclipsasen la centralidad del santuario situado en la zona de los
patios.

120
Aun así, y dado lo que estoy explicando, otra de las formas
de entender el Templo no es el modo habitual: una gran explanada
que acaba en un extremo con un edificio de más altura que es el
santuario. Sino que tal vez se trataba de un conjunto al que se le
añadieron construcciones desiguales, que no guardaban simetría
con el proyecto inicial. Construcciones de una sola planta; o, como
mucho, de dos niveles; que se habían ido añadiendo con el paso de
los años, sin un plan preconcebido a golpe de necesidad y
conveniencia.

Es decir, a la hora de reconstruir ese espacio arquitectónico


hay dos concepciones: una concepción como Templo-explanada
(una gran plaza que culmina en el edificio del santuario) y otra
concepción como Templo-poblado. Esta segunda tendría la
apariencia de un espacio rebosante de construcciones menores. Los
fieles, en este segundo caso, deambularían por distintas “calles”
que les conducirían a pequeñas plazas donde escuchar los cantos;
en otras “plazas”, se podría asistir a los sacrificios; en otras, se
podría acompañar a la purificación de las mujeres que habían
parido, etc.

En la concepción como Templo-explanada, el conjunto se


vería más despejado, tendría una apariencia más simétrica. En la
concepción como Templo-poblado, la densidad de los adoradores
que lo llenaban todo crearía una atmósfera muy distinta a la
primera, con un espacio más complejo.

121
Es decir, en la concepción diáfana del Templo-explanada, nos
podemos imaginar el Templo de Herodes con aspectos similares a
los de una gran mezquita persa antigua, donde lo diáfano y la
amplitud reinan. O podemos imaginar ese Templo-poblado con
aspectos similares a una catedral gótica, sin techo, por supuesto, a
cielo abierto; pero lo mismo que una catedral gótica tenía el coro
en el centro de la nave mayor, capillas laterales, girola, el templo
herodiano tendría ese aspecto de volúmenes heterogéneos,
consecuencia de adiciones sucesivas. Por supuesto que habría que
sustituir enteramente esa estética gótica por una estética oriental
con muchos elementos helenísticos.

Estas dos formas de concebir el templo herodiano nos ayudan


a entender cómo se pueden admitir dos visiones muy distintas a la
hora de realizar la reconstrucción de ese espacio partiendo de los
datos tan limitados de los que disponemos en nuestra época. Yo me
inclino por una visión del complejo más como Templo-poblado.
Resulta más oriental que las visiones tan estéticamente
racionalistas que le hemos dado a esa explanada.

Este tipo de santuarios crecían de un modo vital con los años


(incluso los santuarios griegos, véase la Acrópolis o Delfos), según
las necesidades de la afluencia de peregrinos. Lo cual se
compadecía muy mal con un plan geométrico preconcebido que no
se acababa respetando.

122
Si bien, el Templo de Ezequiel sí que era un espacio
articulado de una forma enteramente geométrica. Y dígase lo
mismo de la disposición de los atrios y construcciones en el Foro
de César o en el Foro de Augusto, por poner dos ejemplos entre
muchos. Pero el volumen de peregrinación anual al templo
hierosolimitano y los “servicios” que debía ofrecer la casta
sacerdotal, pienso que debieron inclinar a un empleo más
pragmático de unos espacios tan generosos.

Si la segunda concepción del Templo fue la verdadera, la del


Templo-poblado, eso implica que, en las grandes festividades,
acceder a esos patios internos resultaría difícil. Todo estaría
atestado. Pero ver un Templo lleno les causaba alegría, no era
ningún problema. Para un hombre de la Antigüedad, un foro
atestado, una plaza en la que no cupiera nadie más, era un
espectáculo positivo; no se veía tanto desde el punto de vista del
pragmatismo circulatorio.

En el atrio, hay que añadir a todo lo dicho el lugar para la


purificación de los sacerdotes. Recordemos que el Mar de Bronce
estaba situado en este atrio por disposición divina. También he
situado en el atrio el establecimiento para la purificación de los
laicos a través del baño ritual. Esos baños existían también en la
ciudad. Pero no había ninguna razón para que el complejo dejara
de ofrecer ese servicio que produciría beneficios monetarios.

123
No olvidemos que, cuando Pablo hace el voto, en su última
estancia en Jerusalén, el rapado de su cabello da la sensación de
que se hace en el Templo, pues los ancianos de la iglesia le dicen:
Ve a través del rito de purificación con ellos y paga por el afeitado
de sus cabezas (Hechos 21, 24). Si cualquier barbero de la ciudad
hubiera podido rapar sus cabellos, no le hubieran dicho esas
palabras tan precisas. Ese pago “a ellos” ese “ir” indica que no
cualquiera podía hacerlo.

Incluso aunque cualquiera pudiera realizar ese afeitado y en


cualquier lugar uno pudiera recibir el baño, está claro que a los
peregrinos les haría especial ilusión el hacer ambas cosas en el
Templo, así lo contarían al regresar a sus comunidades en tierras
lejanas. Así que este tipo de dependencias tenían que estar muy
bien organizadas. Había razones de devoción para los peregrinos
en hacerlo allí. Y razones económicas para el Templo en que se
hiciera allí.

Algunos lectores tal vez se puedan desorientar un poco con la


palabra santuario al hablar del Templo. El Templo es todo el
conjunto: el atrio (la gran explanada), el santuario (que es el
edificio central, más alto, que contiene las dos cámaras principales)
y las construcciones anexas al santuario. Por lo tanto, nunca escribo
santuario para referirme al entero complejo que, en aquella época,
era conocido como Templo. Por aparente lógica, podría parecer que

124
debiera ser al revés: llamar santuario al todo, y Templo a su
corazón. Pero, de hecho, en el hablar de la gente, se había
consolidado, desde hacía siglos, la costumbre de llamar Templo al
conjunto.

En muchísimos escritos, se habla de los atrios del Templo.


Considero que la palabra hebrea que se usa en las Escrituras es
preferible traducirla por patios. Las construcciones bajas siempre
se articulaban alrededor de un patio, así entraba luz en las estancias
y se ofrecía un lugar de paso para ir de un grupo de edificaciones
(de planta baja) a otro grupo.

El Diccionario de la Real Academia define atrio como “el


espacio descubierto, rodeado de pórticos, que hay en la entrada de
algunos edificios”. El concepto clave es en la entrada. A diferencia
del patio que está rodeado, que está en medio. Sí que había, por
tanto, un atrio, uno solo, que era la gran explanada. Por eso, mejor
que hablar de atrios, propugno que es mejor hablar del Atrio y los
patios.

Las dimensiones de la comunidad judía en Roma

¿Cuántos judíos había en la Urbe en tiempos de Pablo? Pienso


que no debieron ser una comunidad de muchos millares, dado que
Claudio los expulsó de Roma sin darle al acto mayor importancia.

125
El emperador sabía que la expulsión implicaba mover familias y
abandonar su presencia en los negocios propios. Y, sin embargo, la
decisión apenas dejó rastro en las crónicas de cualquier tipo.

Flavio Josefo siempre es exagerado en sus cifras y, más que


una ayuda, resulta casi un elemento de distorsión a la hora de
hacerse una idea. Josefo menciona un pleito en el que 8000 judíos
se alinearon con una de las partes. Dado que a los niños y las
mujeres no hubieran podido tomar parte en un juicio. De ahí que
algunos aventuran (basados solo en su palabra) que la comunidad
debía ser de unos 40 000 miembros.

Pero si Roma tenía, según la opinión de algunos, no más de


350 000 habitantes, eso hubiera significado que uno de cada diez
habitantes era judío. Es posible que Roma superase el medio millón
de habitantes. Un judío por cada veinte habitantes de la Urbe sigue
siendo excesivo. Los textos contemporáneos de ninguna manera
muestran tanta presencia judía. Al revés, la reducida cantidad de
menciones acerca de ellos es una prueba de que se trataba de una
minoría pequeña.

Esta sensación de minoría muy reducida es ratificada por los


pocos hallazgos de lápidas funerarias judías: solo hay 534
inscripciones breves. Otro modo de calcular las dimensiones de la
comunidad es por el número de sinagogas. En el mejor de los casos,
hubo doce en la época de Pablo. Pero se puede sospechar que varias

126
de ellas aparecieron tras la llegada de esclavos en la primera guerra
judeo-romana.

La capacidad de cada sinagoga debió variar mucho, algunas


podrían contener el doble o el triple que otras. La mayoría se puede
suponer que tenían las dimensiones de la sinagoga de Dura
Europos.

Pero si, como media, en cada edificio, se congregaban cien


varones, eso daría un total de unos 1200 varones judíos en Roma.
Lo cual implicaría una comunidad de más de dos mil personas. Si
en la época de Pablo solo había la mitad de sinagogas, la cifra sería
la mitad.

Pablo llega tras la expulsión de judíos en tiempos de Claudio.


Parece posible pensar que, acabada la prohibición de residencia,
algunos prefirieran continuar viviendo fuera de los límites
municipales de la Urbe; pues los ricos tendían a vivir en el
extrarradio. Otros judíos tal vez prefirieran, por razones
comerciales, vivir en Ostia y que, después, cuando cesara la
prohibición, quisieran seguir allí, junto al puerto.

Por todo esto, mi opinión es que la comunidad judía de la


Urbe, en tiempos de Pablo, se situaba entre los dos mil miembros
como cantidad máxima; y unos mil miembros, la mínima. Puede
parecer un número demasiado pequeño, pero hay que tener en
cuenta la cercanía en el tiempo de la expulsión de Claudio y que el

127
número máximo de sinagogas debió darse tras la primera guerra
judeo-romana.

Como curiosidad, el anillo de oro con la inscripción


EVT·UXO del que hablo en la comunidad de Roma existe y se
vendió, por una galería de Londres, como un hallazgo datado
alrededor del siglo IV.

Quizá haya sorprendido a alguno que afirme que la esposa de


Octavio Augusto tenía un templo dedicado a su culto en Corinto.
Pues, bien, así lo afirma Pausanias que lo sitúa en esa ciudad.

Uno de los episodios que se leen en Hechos de los Apóstoles


sin darle más importancia es que un grupo de cristianos de Roma
salió al encuentro de Pablo en la población llamada Foro Apio,
cuando este se dirigía hacia la Urbe. Este asunto supuso para mí un
verdadero quebradero de cabeza.

Primero de todo estaba la cuestión de buscar una razón


plausible para que una escolta con prisioneros decidiera, desde el
principio, que iba a quedarse una semana entera en Puteoli. ¿Por
qué digo desde el principio? Pues porque salieron a recibirle a
mitad de camino. Tengamos en cuenta que la noticia de que iba a
Roma iba a tardar dos días y medio en llegar a la Urbe desde
128
Puteoli, eso es el tiempo mínimo para llegar. Y luego estaba el
hecho de que para que esos cristianos romanos alcanzaran el Foro
Apio necesitaban otros tres días. Así que la estancia de una semana
en Puteoli no fue algo sobrevenido, fue algo previsto. De lo
contrario, sin precisar un lugar de encuentro, no hubiera sido
posible encontrarse en una vía tan transitada.

Otra razón que prueba que estuvo prevista la estancia de una


semana entera radica en el hecho de que para que se encuentren a
mitad de camino los de Roma tenían que saber qué camino iban a
seguir los de Puteoli. Pues había tres rutas hacia Roma y cualquiera
de las tres era perfectamente posible: la marítima (mucho más
rápida), la que bordeaba la costa (que pasa por Tarracinae y Foro
Apio) y la interior (que pasa por Casinum y Anagnia). Las dos
terrestres tienen la misma longitud y eran vías romanas principales.
Los de Roma no podían aventurarse a un viaje de tres días sin saber
qué camino tomaban.

Vemos, por tanto, que necesitaban saberlo, como mínimo,


seis días antes para encontrarse en Foro Apio. Pero a eso se añadía
otro problema: aun sabiendo el camino que iban a tomar, ¿cómo
reconocerse? Cierto que podían ir, durante todo el camino, atentos
a cada grupo de civiles que caminara acompañado de soldados.
Damos por supuesto que resulta probable que alguno conociese el
rostro de Pablo. Pero, como explico en la novela, si el grupo en el
que iba Pablo entraba a una taberna a comer y el grupo romano

129
pasaba por el camino de largo, ya no se encontrarían. Añádase que
el peligro era mucho mayor al atravesar una de las muchas
localidades que había en el camino. La vía atravesaba el centro de
las poblaciones. Por lo tanto, entre viajeros, lugareños y puestos de
venta, era mucho más probable que un grupo no reparase en el otro.

Estamos hablando de un camino muy transitado por


mercancías y viandantes que se dirigían a una Roma de medio
millón de habitantes, por una región bastante poblada. En las vías
romanas, a una semana de distancia de la Urbe, siempre había
caminantes por delante y detrás del grupo. Ponerse a andar por el
camino a ver si se encontraban con Pablo hubiera resultado,
mentalmente, bastante agotador, hora tras hora del día. Como
mínimo, cada dos o tres minutos alguien o algunos se cruzarían en
dirección contraria al grupo romano. Para sustentar esta afirmación
basta ver el tránsito actual de personas en trayectos como el del
Camino de Santiago. En ese camino, todos van en una sola
dirección, hacia Santiago. Pero, en esta vía, el camino contaba con
tantos viandantes de ida como los del Camino de Santiago, a los
que hay que añadir la misma cantidad de vuelta.

Resultado de todos estos elementos es la conclusión de que el


lugar y día del encuentro tuvo que estar previsto. Una vez en
camino, no tendrían forma de comunicarse entre sí. El hecho de
que un grupo saliera a recibirle tan lejos (a tres días de distancia),
de que se le permitiera deliberadamente alargar la estancia en

130
Puteoli (una semana), parece indicar que Pablo gozaba de una
inmensa reputación entre los cristianos de Roma. Los soldados que
le escoltaban debían considerarlo un taumaturgo para permitir tal
retraso en el trayecto.

A esas alturas, dado todo el contexto de prestigio, Pablo no


debía dormir en un calabozo. Vigilado y acompañado, sí. Pero no
en un calabozo. La estancia de una semana se ha visto que no puede
ser, de ninguna manera, un hecho sobrevenido. Así que parece más
bien un detalle que quiso tener el centurión con Pablo para que
pudiera ser recibido por sus correligionarios.

El resto de prisioneros sí que pernoctarían en la prisión del


lugar y los soldados dormirían con el resto de la guarnición de
Puteoli. Durante todo el viaje, soldados y prisioneros comían juntos
en tabernas y dormían en la misma posada, haciendo uso de las
instalaciones castrenses siempre que se pudiera, para abaratar
costes.

No se trasladaba a los prisioneros de uno en uno, en un viaje


tan largo. Se los reuniría hasta formar, al menos, un grupo de unos
veinte. Y no todos los establecimientos municipales (de guardia
urbana o del ejército) estaban bien dispuestos para dar de comer
repentinamente a tantos. Lo más seguro es que el centurión tuviera
que pagar los gastos allí por donde pasaban. Y, por eso, en algunos
casos, preferirían no crear inconvenientes y usar los servicios de
una taberna.

131
Este respeto por Pablo, probablemente, no estaría reñido con
la petición de un soborno para permitir ese tiempo de espera en
Puteoli. Dádivas de este tipo eran algo habitual.

Sea dicho de paso, la inflamación de bazo de Pablo en Puteoli,


en mi novela, se debió a una infección vírica por mononucleosis.
Tanto en los síntomas como en la rápida recuperación me he basado
en el pronóstico de algunos casos de ese tipo de infección.

La predicación de Pablo, en una aldea de Siria, cuando dice:


Así pues, hermanos, proclamémosle en nuestras obras: amándonos
unos a otros, no cometiendo adulterio, no diciendo mal el uno del
otro... está tomada, palabra por palabra, de una homilía del siglo II,
la llamada Secunda Clementis. La puse para que uno se hiciera una
idea de cómo se predicaba acerca de los Mandamientos en esa
época.

Cuando, en esa misma predicación, Pablo dice: No


corromperás a los jóvenes. No fornicarás. No hurtarás. Ese párrafo
entero está tomado de dos partes de la Didajé, un texto de finales
del siglo I.

Unos momentos después, Pablo les habla de Dios a esos


lugareños. El párrafo que comienza con Dios, el Señor y Creador
del universo, que hizo todas las cosas y las puso en orden, toda esa

132
parte está tomada de la Carta a Diogneto, una predicación oriental
del siglo II.

Todas las ideas acerca del Ave Fénix que manifiesta un joven
llamado Clemente, en Roma, y que tanto desagradan a Pablo, están
tomadas de la Carta de Clemente. Sin ninguna duda, ese obispo de
Roma de finales del siglo I tomó por buenas las noticias acerca de
esa ave. Para nada le da un sentido únicamente simbólico; Él creía,
en la existencia auténtica de esa ave fantástica. La lectura de la
carta no deja ningún lugar a dudas.

Los ejemplos de fauna que pongo en boca de la predicación


de Evaristo de Palmira (personaje ficticio) están tomados,
literalmente, de la Carta de Bernabé (siglo II), por extraños que
resulten. Son los tres párrafos que siguen a la línea: Mas tampoco
comerás liebre. ¿Por qué? No serás corruptor ni te asemejarás a
los tales.

No puedo dejar de sorprenderme de que un cristiano (y no un


cristiano cualquiera) como lo era Clemente, creyera en la existencia
del ave Fénix. ¿En la mente de un cristiano romano del siglo I,
cuántas fábulas mitológicas coexistían con la fe en Jesucristo?
Cierto que ya no creían que existieran dioses, ya no creían en un
Olimpo, tampoco en semidioses, pero muchos probablemente
mantenían en sus mentes bastante del resto de la construcción
mitológica: seres monstruosos primigenios o una abundante
variedad de entes de ultratumba.

133
Cuando en la eucaristía de Antioquía, escribo que se
confiesan públicamente los pecados, es algo atestiguado en la
Didajé. En el pasaje donde dice: Los días del Señor reuníos para
la partición del pan y la acción de gracias, después de haber
confesado vuestros pecados, para que sea puro vuestro sacrificio.

Algo que nos ofrece la medida de lo pequeña que era la iglesia


de Roma al llegar Pablo es el hecho de que tenga que alquilar un
piso donde vivir. Resulta llamativo que no se hospede gratis et
amore en casa de un hermano en la fe. El que tenga que alquilar un
piso demuestra lo poquísimos que eran. Pocos y pobres, porque
alguien de clase media podría haberle prestado, al menos, una
habitación.

Cuando escribo que a los dos sacerdotes samaritanos se les


latiniza el nombre quedando como Marjo (Marjus) y como Amro
(Amrus), sé que muchos pensarán que cometo un error al colocar
letra J. Lo cierto es que en el siglo I, en latín, se representaba ese
sonido de J con la letra I con el remate de una línea hecha de tal
manera que la I se transformaba en algo parecido a una J.

Si puse esos nombres a los samaritanos, a pesar del problema


con la J, que muchos tomarían por un error, fue porque eran los

134
nombres históricos de unos sacerdotes samaritanos de época
posterior.

Sea dicho de paso, en mi libro, los nombres latinos siempre


aparecen castellanizados. Y así a ese sacerdote, en el texto, lo llamo
Amro y no Amrus, porque esa es la regla al escribir en español.
Mientras que, en inglés, la regla es mantener su grafía original
puesto que no hay forma de hacer algo parecido a lo que nosotros
hacemos al castellanizar.

Soy consciente de que la Carta a Filemón se suele datar más


tardíamente. Pero es en el tercer viaje cuando pasa cerca de
Colosas. Y cuando se hace fácil que un esclavo huyera a una ciudad
cercana pidiendo auxilio.

Conozco las hipótesis que defienden que la comunidad de


Éfeso fue fundada por Pablo y que el apóstol Juan llegó en un
segundo momento allí. También conozco las vagas referencias
textuales que han llevado, sin fundamento, a considerar que hubo
una mala relación entre los cristianos paulinos del primer momento
y los cristianos joánicos posteriores.

Por supuesto que no creo que fuera así. Los cristianos de esta
generación, normalmente, estaban transformados por la gracia y
edificados por el ejemplo de unos predicadores santos. En algunos

135
versículos, querer ver luchas internas supone una distorsión de la
verdad. Esas comunidades no fueron una realidad meramente
humana. Eran grupos en los que obraba el Espíritu Santo.

Ahora bien, incluso entre los hombres santos de ahora,


encontramos problemas personales que amargan mucho la labor de
algunos evangelizadores. Basta leer la vida del Padre Pío o la de
santa Teresa de Jesús para darse cuenta de que Dios permite que
hombres de oración que viven en pobreza, siguiendo a Cristo con
toda su alma, también tengan sus roces con los hermanos; y más
que roces. Lo mismo sucedía en el siglo I.

El primer momento de la Iglesia fue un tiempo de frescura,


todo estaba recién nacido e invadido por ese entusiasmo de la
efusión de la gracia. Nos equivocaríamos si leyésemos los textos
de esa época buscando a toda costa luchas. Pero también es cierto
que esos problemas internos graves existieron. La relación entre
Juan y Pablo de ningún modo fue de enfrentamiento como lo
presentan algunos amantes de la construcción de hipótesis.

Siguiendo con el tema de Éfeso, en la primera carta a


Timoteo, aparece que este colaborador de Pablo se quedó una
temporada en esa ciudad. Todas las referencias de la carta dan a
entender que Timoteo ejerció un papel muy relevante allí, tan
importante que no parece que Juan estuviera presente.

136
En el tercer viaje, en mi novela, podía haber dejado a Timoteo
como cabeza de la ciudad (era obispo ya) alegando que Juan, por
ejemplo, estuviera prisionero y que la comunidad le hubiera pedido
un obispo a Pablo. Para que el curso de acontecimientos hubiera
sido así, Juan habría tenido que estar prisionero mucho tiempo lejos
de la ciudad e incomunicado. De lo contrario, Juan mismo hubiera
provisto qué hacer y lo más probable es que (aunque fuera en
prisión) hubiera ordenado al obispo de Éfeso.

En el tercer viaje, camino de Jerusalén, era un momento


óptimo para, al pasar por Éfeso, dejar a Timoteo allí. Pero yo ya
había escrito esa parte de la novela. Cambiarla hubiera implicado,
necesariamente, dejar inservible la parte del encuentro de Pablo
con los miembros más influyentes de la comunidad de Éfeso. Esa
parte no se podía trasladar a otro momento. Era para esa situación
y no para otra. Opté por dejar las cosas así y no sacrificar la parte
relativa a esos problemas eclesiales, pero dejando constancia de
que ese momento era el más propicio para dejar a Timoteo como
cabeza de Éfeso por un tiempo.

Otro punto que, voluntariamente, he dejado aparte es el dar


papeles activos a muchos colaboradores que aparecen en las cartas
paulinas. Por supuesto que Lucas debió tener un papel significativo
en sus viajes. Pero, en mi novela, opté por no añadir eso. Mis
páginas ya soportaban un número de personajes demasiado
elevado.

137
Cuando Pablo llega a Roma, puse monedas para separar las
distintas secciones de cada capítulo. Al principio, coloqué
únicamente monedas del principado de Nerón. Pero después incluí
algunas de principados anteriores que me parecieron especialmente
interesantes. Por ejemplo, coloqué una moneda del principado de
Claudio que representa el Templo de Artemisa en Éfeso. Inclusión
más que justificada, pues ese templo es mencionado en esta obra.

Después añadí varias monedas que representan elementos


sacerdotales como un lituus, un trípode, una patera. Me pareció
muy interesante incluir un cierto número de estas monedas pues la
obra reflexiona mucho acerca de las relaciones entre la ritualidad
sacrificial romana y el sistema levítico; así como entre sus
sacerdocios: el judío, el romano y el cristiano.

No es incorrecto poner monedas de principados anteriores,


pues estas circulaban muchos decenios después. No perdí tiempo,
sin embargo, en ver si alguna acuñación neroniana era algún año
posterior al año en que se situaba una sección. Se trataba de un
detalle ornamental que el editor podía quitar de un plumazo.

Llamará la atención de algunos una moneda que representa a


Nerón en el anverso y una serpiente en el reverso. La serpiente
Agathodaimon representaba a un espíritu que acompañaba
benéficamente a la persona.

138
Tuve la tentación de que la última moneda fuera una de las
que representan a Judea cautiva junto a un trofeo. Al ser una
moneda posterior, resistí ese impulso a pesar de la belleza de esa
moneda.

Para los datos poblacionales del viaje a Hispania, me he


basado, sobre todo, en el artículo La demografía de la Hispania
romana tres décadas después de Enrique Gonzalbes Cravioto.

En algunas traducciones de la Carta a los Romanos, entre los


cristianos de la Urbe aparece un varón llamado Junias. En esta
novela aparece como nombre de mujer, Junia. En la primera
redacción de mi obra, aparecía como hombre. El cambio se debió
a la lectura de un artículo de Peter Lampe que explica que el
nombre de Junia era común entre los latinos; pero no así el nombre
de Junias, que no aparece en ningún texto.

En una conversación con los dos evangelizadores a Cartago,


aparecen rasgos antisemitas en un cristiano. Eso es una referencia
a la facción no muy numerosa de cristianos antisemitas que
apareció y que se evidenciaría en obras como la Carta a Diogneto.
Me di cuenta la necesidad de mencionar esta corriente minoritaria.

139
En mi novela sobre san Pablo, una de las cosas que no iba a
aparecer era su hipotético viaje a Hispania. Pero he cambiado de
opinión por dos razones:

La primera razón es que son demasiados los escritores de la


época patrística que hablan de ese viaje no como una posibilidad,
sino como de algo que se produjo. Bastaría citar al papa Clemente.
Su epístola está escrita unos veinte años después de la muerte de
Pablo. Creo que no sería necesario citar a más autores. Pero los hay
y ellos sabían que Pablo solo escribió que deseaba ir. Y, no
obstante, esos escritores patrísticos afirman que después se produjo
el viaje.

La segunda razón es que ir a Tarragona desde Roma eran


ocho días de navegación. Eso, en relación a cualquier viaje por
tierra de los muchísimos que hizo Pablo, era muy poco tiempo.

Para una persona tan lleno de celo como Pablo, poder predicar
en el confín del mundo debió ser algo así como un deseo
irrefrenable. Por esas razones, pero sobre todo por los testimonios
patrísticos, podemos dar por cierto que estuvo en Hispania.

Los rostros de las momias de El Fayum me parecen una de


las cosas más fascinantes que se pueden contemplar de aquellos
lejanos años de ese imperio extinto. Esos ojos nos miran desde el
pasado y nos miran como hombres, esposas y niños vivos, no como

140
líneas en un texto. Los protagonistas impersonales de la historia allí
se vuelven totalmente personales. Miré mucho esas caras porque
esos podían ser las de mis personajes.

En un rostro, podemos percibir una mirada insegura, casi


temerosa. En otra mujer, vemos su dulzura, su sensibilidad. En este
hombre con barba, percibimos carácter, su capacidad de ser duro
con los demás, pero también se percibe su virtud de la fortaleza. En
otro rosto, queda clara una cierta melancolía. En otra momia,
creemos ver una juventud un poco insustancial, sus ojos están tan
vacíos como una hoja en blanco, sin escribir todavía, como alguien
que se despierta a la vida.

Esta otra gran señora muestra un rostro tan neutro como una
máscara, y rostro silencioso que no despierta ningún sentimiento.
En este hombre de treinta años, vemos curiosidad, capacidad para
interesarse por las cosas de la vida; por lo que se ve, murió joven.
Hay un niño que se parece mucho físicamente y psicológicamente
a un primo mío.

Retratos que son una inmersión en la personalidad, en el pozo


de una psicología, en unos sentimientos. Los retratos de El Fayum
poseen esa virtud, no son pinturas neutrales, penetran en los
retratados. Esas pinturas fueron un recordatorio para mí de que
debía penetrar en la psicología de Pablo.

141
Una curiosidad, entre los centenares de rostros de El Fayum,
encontré uno perfecto para Pablo, se trataba de una imagen óptima
para la portada de la novela. El problema era que, si ponía esa
imagen en la portada, habría presentado un apóstol con casi sesenta
años de edad. Eso habría provocado, inevitablemente, que los
lectores hubieran leído los primeros tomos poniendo un rostro
anciano al protagonista.

Viéndolo una y otra vez en la portada, habría sido imposible


que no imaginaran a un Pablo treintañero con una apariencia
madura. Una simple cara en la portada habría distorsionado
gravemente el modo de visualizar al personaje. Renuncié a ponerla.
Por otra parte, ese rostro del que hablo me parecía demasiado
noble, demasiado majestuoso para Pablo. Siempre me lo imaginé
un poco feucho al pobre exfariseo.

Ya tenía casi acabada en mi novela la parte en que Pablo


redacta la Carta a Tito; cuando, de pronto, como un meteorito, cae,
ante mis ojos, la línea en la que Pablo le escribe en el final de la
epístola: Haz lo que puedas para venir a mí en Nicópolis, porque
he decidido pasar allí el invierno.

Madre mía. Cualquier otra cosa la hubiera podido encajar sin


ningún problema en el texto. Pero esa pequeña línea desbarataba
muchas cosas ya escritas. Porque la carta no pudo ser escrita antes
de cierto momento (no os aburro con los detalles cronológicos) ni
142
después de cierta fecha. Además, se suponía que Tito estaría cerca
de Nicópolis de Epiro (hay tres ciudades con ese nombre), cuando
yo lo situaba en Creta para ese momento. En fin, en esos casos, se
agarra la maza y se derriba sin contemplaciones. Hasta la estación
del año de la primera redacción la tuve que cambiar.

La obra (obra de toda una vida) de Jean-Claude Golvin ha


sido una continua referencia a la hora de imaginar cómo eran las
ciudades de esa época. Soy un admirador de la obra tan precisa de
Golvin, tan documentada; tan bella, además. Su trabajo es un
ejemplo de amor al detalle.

Ahora tengo una visión más adecuada de lo que significó el


primer Herodes (el Grande) y el segundo Herodes (Antipas) en el
escenario del Evangelio. Durante los años en que yo estaba en el
seminario, ambos personajes eran tan solo dos luces que se
encendían y apagaban en dos momentos, sin mayor importancia.
Ahora, por fin, veo la extensión de esas dos figuras cuya sombra
aparece en la Biblia. El primero (constructor, poderoso, ambicioso)
fue activo en la trama de la vida de Nuestro Señor. Influyente por
omisión el segundo. Su omisión era el resultado previsible de toda
su carrera como tetrarca.

143
Nunca me imaginé que la corte herodiana tuviera una riqueza
de tramas tan impresionante como la que se desprende de los
estudios actuales. Y es que la figura histórica de los reinos clientes
resulta apasionante. Y el que mejor se conoce es el reino-cliente de
Judea y la tetrarquía subsiguiente.

Yo abordo ese mundo herodiano únicamente como marco del


personaje de mi novela, el apóstol. Pero es lógico que hayan
aparecido y sigan apareciendo novelas centradas en esa estructura
decadente, tambaleante, insegura, pero resiliente que fue esa
dinastía. Cuando escribo esta nota, estoy en la redacción del final
del tercer viaje de Pablo, cuando llega a Jerusalén en tiempos de
Herodes Agripa II que no fue rey de Jerusalén, pero sí del Reino de
Calcis.

Hace muchos años, siendo seminarista, leí Claudio el dios, de


Robert Graves. En la novela, aparece con frecuencia la figura del
Tetrarca. Pero tuve la sensación de una novela desmañada, que
daba bandazos. Un personaje que, en su libro, se presentaba como
una mera acumulación de textos que había encontrado el autor.
Ahora la leería de otra manera. También leí (mejor dicho, comencé
a leer) El trono maldito sobre el primer herodes, se me cayó de las
manos.

Las instituciones decadentes, las instituciones convencidas de


su único propósito de pervivir un poco más, de salvar lo que se
pueda del naufragio, viven en su propia melancolía, en la propia

144
convicción de su impotencia propia. El Régimen de Vichy fue un
ejemplo de Estado Vasallo en pleno siglo XX. Los romanos fueron
muy pragmáticos a la hora de ahorrar efectivos humanos en reinos
donde su imperio fuera recibido con oposición generalizada. Y
crearon una arquitectura de reinos fronterizos muy inteligente.

Ahora, leo el Evangelio y Hechos con otros ojos cada vez que
se menciona a un Herodes. Incluso cuando me imagino a Jesús o
san Pablo paseando por Jerusalén, una ciudad más pequeña de lo
que me imaginaba, la huella de esta dinastía resulta inevitable en
esas composiciones mentales.

Tuve que cambiar, en mi novela, un pequeño detalle que no


sé cómo se me pasó porque para mí era bien conocido. En una
escena del libro, Pablo, Lucas y el dueño de la casa leen en silencio
en una mesa con buena iluminación de las ventas de la pieza. No
me di cuenta de que, en esa época, pocas personas eran capaces de
leer en silencio; era algo rarísimo.

San Agustín solo conoció a una persona que lo hacía. Se leía


en voz baja. No había signos de puntuación. Ni siquiera signos para
indicar que una frase acababa. Leer en voz alta ayudaba, por la
entonación, a saber cuándo acababa una frase. Así que tuve que
poner a Pablo en la entrada del salón cercano. ¿Cuántos centenares
de detalles como este se me habrán pasado sin saberlo? Sin duda
muchos centenares, estoy seguro.
145
Un tema de mi novela que me produjo quebraderos de cabeza
fue el tema de la redacción de los evangelios de Mateo y Lucas.
Estaba claro que se trataba de redacciones independientes y sin
cotejar textos, hay muchas discrepancias. ¿Pero cómo era posible
una redacción independiente si había trasiego de personas entre las
dos iglesias? Con ese trasiego entre dos ciudades situadas a tan
pocos días de distancia, al menos, deberían haberse puesto de
acuerdo en ciertos detalles. Y no lo hicieron.

Si retraso la redacción de Lucas, el problema se agrava.


Cuanto más tiempo pase, más posibilidades de que la existencia de
la obra mateana llegara a Antioquía. En este sentido, y por las
mismas razones, da lo mismo que retrase una redacción o adelante
la otra. El resultado es el mismo.

Sorprende una redacción exactamente simultánea porque


tardaron muchos años en decidirse a escribir los dos evangelios. En
mi novela el primer evangelio es redactado quince años después de
la Resurrección. Pero incluso con una redacción simultánea en el
tiempo, tampoco se resolvería la pregunta de por qué no cotejaron
los textos.

Queda excluida la opción que la redacción del Evangelio de


Lucas fuera un lugar incomunicado. Los Evangelios fueron
redactados en grandes centros cristianos, eso está claro. Son una
labor coral, muy meditada y contrastada. Para nada son una labor
146
personal, solitaria, de un autor incomunicado. Fueron redacciones
de larga duración que conllevó muchas consultas a los testigos.

Se vea como se vea, es un problema cómo arreglar esto. Y el


asunto de fuentes comunes primigenias solo hace que complicar
más todo. Al final, llego a la conclusión que expongo en la novela
y que, en mi opinión, pudo ser el curso de acontecimientos que
llevó a esos dos textos. Al final, la doble redacción se debe a una
concurrencia de hechos. Fuera verdad o no la explicación que
ofrezco, las dos redacciones pudieron suceder como las describo.

Aunque pocos lo habrán notado hay que dar una pequeña


explicación acerca de la cronología en una parte del cuarto viaje.
Pablo es prendido en el Templo en enero. Pongamos que es enviado
a Cesarea a principios de febrero. Allí va a estar bajo custodia
durante dos años. Pongamos que son dos años más o menos, es
decir, que pudo estar tres meses más. Eso significaría que está en
Cesarea hasta abril. Y que desde la llegada del nuevo gobernador
hasta que embarca hacia Italia pasa otro mes más, estaríamos en
mayo. Pongamos que llegar hasta Creta les llevó otro mes.
Estaríamos en junio.

Y aquí está el aparente pequeño desfase. Son dos semanas el


mínimo tiempo necesario para llegar al lugar de la tempestad. Con
las escalas y la subida y bajada de mercancía y algunos

147
inconvenientes podía, como máximo duplicarse ese tiempo.
Estaríamos en julio.

Yo mismo, al leer en mi juventud el pasaje de Hechos cuando


piensan si invernar en un puerto pequeño o seguir a otro puerto más
grande, pensaba que estábamos hablando del invierno. Más
maduro, pensaba que el mal tiempo para la navegación era a
mediados de otoño o como mucho al comienzo. Pero no, las
grandes tormentas marítimas podían estallar en cualquier momento
pasado el 15 de agosto.

A los ojos del que desconoce este hecho, pensando que el mal
tiempo comienza en otoño, le puede parecer que hay unos meses
perdidos. Pero no es así, el desfase aparente sería de más o menos
un mes: llegarían a Creta en algún momento de junio. Y digo que
sería aparente porque el texto especifica que se perdió mucho
tiempo a causa de constantes vientos en contra. Si a eso añadimos
que el mal tiempo puede adelantarse, no hay meses perdidos desde
la salida del puerto de Cesarea hasta la parte previa a la gran
tormenta.

En Malta estuvieron tres meses. Si contamos desde


septiembre, nos ponemos en diciembre. Navegar en ese mes de
invierno sí que ofrecía una meteorología mucho más estable que
los tormentosos meses de verano. Y más todavía porque desde
Malta ya estaban muy cerca de la costa italiana.

148
Mi corrector me señaló que, en el tema de la sucesión en el
primado de Pedro, parecía haber una contradicción en dos
fragmentos de mi novela:

Fragmento 1: El tema había sido tocado en la parte IV, en una de las


conversaciones del Concilio de Jerusalén. Por si alguien quiere localizar el texto,
es el que comienza con la frase: Todos tendremos sucesores. En la comunidad
donde muera Pedro, que sus ancianos escojan su sucesor.

Fragmento 2: Mientras que en la parte VI (Tercer Viaje) Pablo hace algunas


consideraciones al respecto. El texto arranca a partir de esta frase: En ese caso, no
descarto que el lugar donde esté Pedro y sus sucesores se convierta en la nueva
Antioquía y en la nueva Jerusalén. Pero no sabemos.

No hay contradicción entre esas dos partes. Pablo sí que


admitía que los Doce tendrían sucesores y por tanto también Pedro
en sus funciones. Por supuesto que se trataba de una admisión muy
genérica. Con precisión no sabía en que consistiría ese primado.
Pero una cosa era admitir una futura cabeza de los sucesores de los
Doce, y otra muy distinta era pensar que existiría una ciudad que
sucedería a Jerusalén en sus prerrogativas. Es decir, que las
prerrogativas, que la centralidad, que había tenido Jerusalén en el
Reino de Israel, las iba a tener otra ciudad respecto al Reino de Dios
en la tierra. Eso, de ninguna manera, en ese momento, ni se le pasó
por la cabeza a Pablo. Mi personaje, más bien, piensa en un

149
ministerio petrino ejercido de forma ambulante, visitando las
iglesias de los sucesores de los Doce.

Ahora bien, ya para entonces, en el tercer viaje, Pablo piensa


que las ciudades se van a consolidar como indudables centros.
Cuando se convirtió, la fe era algo espiritual, solo pensaba en
términos de pequeñas comunidades, de reuniones de creyentes.
Pero, poco a poco, se va dando cuenta de que no todas las
comunidades van a ser iguales, que las iglesias de algunas ciudades
tienen una misión. En ese momento, solo se atreve a aventurar que
quizá el establecimiento de Pedro, durante largo tiempo, muchos
años, en una de las grandes sedes implique una preeminencia futura
para esa sede.

Sin duda, durante la estancia en Roma con Pedro, Pablo fue


comprendiendo que Roma, de ningún modo, sería una iglesia más.
Muchas de las cosas que hoy día damos por supuestas están
plasmadas en las epístolas de los apóstoles de forma bastante
imprecisa y vaga. Solo posteriormente, hubo una comprensión más
profunda o una expresión teológica más precisa. ¿Creía Pablo en el
primado petrino? Sí, como todos los apóstoles. La fe de Pablo en
ese primado era esencialmente la misma que la nuestra, los
católicos. Ahora bien, si el Señor Jesús regresaba pronto, en tres o
cuatro generaciones, y que Pedro no podía ni viajar ni conocer ni
intervenir en iglesias demasiado distantes, eso configuraba un
primado bastante distinto en los detalles respecto al primado que

150
conocemos nosotros en el siglo XXI. Sustancialmente era el
mismo, pero el ejercicio del primado petrino estaba muy limitado
por la distancia de las comunidades.

Si Pablo hubiera conocido un primado como el de ahora,


podemos suponer que hubiera dedicado algunas páginas al tema en
sus epístolas. Pero, a juzgar por la extensión que dedica en sus
cartas, para él tiene más importancia alguna cuestión alimentaria
(como la de la carne ofrecida a los dioses) o la organización de
funciones dentro de una comunidad (véanse las listas de
ministerios) que un tema (el del primado) que, hasta ese momento,
había resultado pacífico. Dígase lo mismo respecto a los siete
sacramentos o a los privilegios que se contaba entre los creyentes
que había tenido la madre del Redentor.

En el momento de vengar a los legionarios muertos en la


matanza de Jerusalén, aparece esta frase: Era un modo de vengar a
sus compañeros caídos. Decio, Cominio, Plancio... En un
principio, había puesto el praenomen de varios. Pero, en una
segunda corrección, fue cambiado por el nombre de la gens. Es
cierto que, entre camaradas, alguno sería denominado con el
praenomen o con el cognomen para distinguirlo de otro. Pero no
nos olvidemos que, en las situaciones normales de la vida, el
romano al ser preguntado por su nombre respondía con el nombre
de su gens.

151
Esencialmente, había diecisiete praenomina, frente a
centenares de gentes. Aunque nos pueda resultar sorprendente, era
mucho más identificativo llamarse por el “apellido” que con el
“nombre de pila”; si bien, estos términos son inadecuados para
referirse al sistema romano. Pues, para ellos, su “nombre de pila”,
en el fondo, era su “apellido”.

Valga esta explicación para todos los momentos de esta obra


en que se menciona el nombre de un romano. El “nombre de pila”
solo se usaba en familia porque todos tenían la misma gens. Si bien,
fuera del ámbito de la parentela, por razón de la confianza algunos
eran llamados con el praenomen. Entre amigos, usar el praenomen
era un modo de reconocer que pertenecían al ámbito de la familia.
Por eso y porque la regla no era absoluta hago algunas excepciones
en la novela.

Cuando, por ejemplo, el juez romano llama a su secretario


Druso, hay que tener en cuenta que ese secretario tenía como
nombre habitual Livio. Druso es un cognomen de la gens Livia, una
rama de esa familia. Ahora bien, si cuando él entró a trabajar a esos
tribunales ya había un Livio, lo normal es que se le denominara a
él por el cognomen; en este caso, Druso. El que ya estaba antes
seguiría siendo conocido como Livio porque ya se le llamaba así,
pero el siguiente sería llamado por el cognomen. Valga esta

152
explicación para otros momentos de la novela en la que alguien es
llamado o conocido por el cognomen.

Sea dicho de paso, si se hubiera integrado, en el tribunal de


esa basílica, un tercer Livio a trabajar, podía tener otro cognomen:
Salinator, Denter, Andrónico. Si, casualmente, hubieran tenido el
mismo cognomen, se le hubiera añadido un agnomen
(sobrenombre). Pues el praenomen, para ser conocido en un lugar
de trabajo grande, hubiera dado lugar a confusiones, pues eran muy
pocos los praenomina.

Sin embargo, en un pequeño taller o en un comercio, sí que


se podría usar el praenomen. Pues no había lugar a confusiones,
por ser pocos. Pero, precisamente, por ser pocos, habría sido difícil
que el nomen y el cognomen coincidieran. Salvo que trabajasen
varios de la familia, en cuyo caso sí que se usaba el praenomen.

153
154
Conclusión

En el largo trascurso de tiempo que me ha llevado escribir


esta novela, tantas veces me he hecho la misma pregunta: ¿para qué
tanto trabajo?

Ahora que estoy a punto de acabar esta obra sobre el principio


de la Iglesia, me percato por milésima vez de lo entremezclada que
está nuestra fe con la historia. La fe que se desarrolla
(homogéneamente) en la historia. La historia que (sin cambios
esenciales) desarrolla la fe. Construir una novela sobre la Iglesia
salida de las manos de Jesús y entregada a las manos de los Doce
es hacer teología. Viajar con san Pablo es viajar a la frescura
primera de la fe.

Para mí ese momento fue una época áurea. Pero no nos


engañemos, existían las mismas miserias, egoísmos y pecados que
ahora. Pero tampoco esa época fue lo mismo de ahora solo que
vistiendo a los personajes con togas y túnicas. La Iglesia es
sustancialmente la misma, pero ¡cuántos cambios!

155
La frescura del primer momento. La alegría de una ilusión
primaveral. Todo ello en medio de una sociedad de opresión,
esclavitud y sangre. Pero también en medio de un imperio
bellísimo. ¡La belleza del imperio! Se sentían orgullosos de haber
llegado a esa plenitud. Los siglos futuros querrían repetir, imitar,
revivir, ese orden hermoso.

Al acabar de escribir el libro, me deben quedar un par de días


de trabajo para poner punto final a la novela, siento que acaba un
viaje para mí. En la última fase, he consagrado un año entero de mi
vida a un gran mural, a una gran pintura, a la Iglesia. El recorrido
acaba. Ahora otros recorrerán el camino que he abierto sobre la
nada. Tropezarán en las mismas piedras que Pablo, doblarán por
los mismos recodos que sus acompañantes, verán lo mismo,
escucharán las voces que yo escuché, olerán las mismas especias y
escucharán los mismos sones dulces de la flauta doble de los
griegos.

A mis 52 años, tengo el más agridulce de los sabores en mi


boca. Para nada encuentro el sabor de la satisfacción. Quizá
también me encuentro bajo el peso, el inmenso peso de mi obra
sobre san Pablo, cuyas dimensiones pesan sobre mí como una losa.
¿Ha valido la pena?, me pregunto incesantemente. Sea de ello lo
que fuere, ya estoy llegando al final del trabajo.

156
Al llegar a la conclusión de esta empresa, no puedo dejar de
pensar que si hubiera acabado esta extensa obra en los años 70, me
la hubieran quitado de las manos las editoriales. Hoy día no tengo
claro si lograré que vea la impresión en papel.

Bien es cierto que sin el volumen de artículos y libros


presentes, hoy día, en Internet no me hubiera sido posible escribir
esta reconstrucción histórica. No me hubiera sido posible de
ninguna manera. Hoy día hay estudios sobre el más ínfimo de los
detalles y puedo acceder a esos estudios sin necesidad de
trasladarme de la biblioteca de una universidad a otra.

En los años 70, una obra como esta me hubiera permitido


vivir de los derechos toda la vida. Pero hubiera sido imposible
escribirla en esa década. Si la hubiera escrito entonces, lo que
hubiera salido de mis manos se habría parecido a Fabiola
(Wiseman) a Quo Vadis (Sienkiewicz) o a Los últimos días de
Pompeya (Bulwer-Lytton).

Soy un entusiasta lector de Memorias de Adriano de


Marguerite Yourcenar. Por su belleza, esa novela impactó en mi
vida produciendo una conmoción literaria que ha perdurado con
toda su fuerza desde mi juventud hasta hoy. No se me ocurre una
vida más distinta que la de un emperador, cualquiera, y la del pobre
y sencillo Pablo.

157
Por carácter, por formación intelectual, me siento más
cercano a la forma de ser del personaje que tiene voz en la obra de
Yourcernar que al celestial santo. A un místico como Pablo,
debería haberlo descrito otro asceta como él. En mi caso, es como
si el emperador Adriano procediera a contar la historia de un alma
ardiente. Me he sentido completamente indigno por ser yo el que
hiciera el cuadro de una existencia divinizada. Pero he seguido
adelante tranquilo: también tiene interés un Pablo descrito por
Adriano.

No me siento nada parecido al Adriano histórico. Pero el


emperador novelado de Yourcenar es otra cosa. No, no puedo
acceder a Pablo con la inocencia de algunos escritores eclesiásticos
de siglos pasados. He leído El nombre de la rosa, a García
Márquez, a Cortázar. Mis ojos no son totalmente cándidos como
los de un benedictino que vive inmerso en su ambiente de
adoración. Quizá eso también confiere un cierto interés al cuadro
de una personalidad.

Pero, en el fondo, estas últimas líneas son una cierta apología.


Me defiendo porque no estoy satisfecho de mi obra. Siempre he
sentido aversión por las novelas largas. Mi idea es, en el futuro,
concentrar todas las partes, las más de dos mil páginas, en unas
ciento cincuenta páginas o doscientas a lo sumo, ni una más;
aunque se hunda el mundo. Pero quiero dejar pasar, como mínimo,
un año antes de emprender esa condensación. Una condensación

158
que no será un resumen. Me gustaría que sea otra obra. Deseo que
sea una relectura de mi obra, que los párrafos sean redactados de
nuevo, repensados, reformulados. Un libro que se sumerja más en
el interior de Pablo. Una obra que, literariamente, sea más
experimental; como Las Tentaciones de san Antonio, de Flaubert.
Me refiero en cuando a la densidad, pues no es mi propósito hacer
una copia de ese escrito de Flaubert con Pablo como protagonista.
Me gustaría que ese futuro libro mío tenga un estilo propio. Ya
veremos si esto se queda en un anhelo.

¿Esto satisfecho? Lo diré una vez más: no. Demasiado larga


la obra de mis manos, tengo la sensación de haber sido superficial,
de que podía haber indagado más en los sentimientos del apóstol,
de que mi pincel podía haber sido más detallista al estilo de Alas
Clarín. Lo terrible es que esto me suceda a los cincuenta y dos años.
Porque ya no es un ejercicio de juventud. Perdonad que sea tan
sincero al acabar. Pero es que me siento mucho más feliz de mi
Cuando amanezca la ira, sobre las plagas de Egipto, que de esta
obra recién acabada. Y eso para mí es muy frustrante.

Algunos me dirán que ese es el sino del artista: quedar


insatisfecho con su obra. Y te aseguro que me siento más que
proclive a dejarme convencer. Ahora bien, desde mi insatisfacción,
reconozco que en mi Paulus hay momentos maravillosos,
momentos en que la escritura ha sido redonda: el encuentro con
Caifás, toda la estancia con su familia en Tarso, el desierto de

159
Arabia, una conversación junto al río Orontes, la conversación con
Pedro ya encarcelado... Sea dicho de paso, no dejo de ver un cierto
paralelismo entre el encuentro con Caifás (al principio de la novela)
y el encuentro con Poncio (al final).

Cuando me muera, me imagino a Pablo bajando la voz y


advirtiendo:

–Shisss, que pasa por allí ese loco que escribió una biografía
mía en 2400 páginas.

–¿¡2400!?

–2453 páginas sin contar con el apéndice.

Sí, no me extrañaría que me esquive un poco en cuanto vea al


autor de una obra perfectamente adecuada para un náufrago en una
isla. Alguien que se embarcó en un retrato, después en una pintura
mural y, por último, llenó de escenas todas las paredes que encontró
a su paso.

Tened condescendencia. Él era un corazón totalmente


divinizado, era un hombre que había visto el séptimo cielo. Mi
pincel era demasiado humano. Soy un instrumento imperfecto para
plasmar la perfección que no es de este mundo.

160
Índice
Pensamientos varios 2
Notas literarias 14
Notas teológicas 31
Notas históricas 51
Conclusión 155

161
www.fortea.ws

162
José Antonio Fortea Cucurull, nacido en
Barbastro, España, en 1968, es sacerdote
y teólogo especializado en el campo
relativo al demonio, el exorcismo, la
posesión y el infierno.

En 1991 finalizó sus estudios de Teología


para el sacerdocio en la Universidad de
Navarra. En 1998 se licenció en la
especialidad de Historia de la Iglesia en la
Facultad de Teología de Comillas. Ese
año defendió la tesis de licenciatura El
exorcismo en la época actual. En 2015 se
doctoró en el Ateneo Regina
Apostolorum de Roma con la tesis
Problemas teológicos de la práctica del
exorcismo.

Pertenece al presbiterio de la diócesis de


Alcalá de Henares (España). Ha escrito
distintos títulos sobre el tema del
demonio, pero su obra abarca otros
campos de la Teología. Sus libros han
sido publicados en diez lenguas.

www.fortea.ws

163

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