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No me p re g u n to ya a mí m ism o,

p u d iera ser que ya no me interesase,


ni a las p la n ta s ni anim ales cabeceantes
145 sino a los espacios de ojos calcinados,
a todo lo que nos rodea con su silencio,
al aire que llena el espacio
de p u n to s inasibles que sostienen como colum nas
los grandes tem plos donde los dioses o rd en an
150 silenciosos a los dorm idos, sin ro m p er la noche.
E l aire que nos hace salir y e n tra r
en el espacio, in vencionando n u estro cuerpo
con el m isterio de la c a n tid a d de astro s
y la extensión vacía.
155 Qué alegría, qué alegría,
qué m ajestu o sa triste z a esa unión
de la respiración m isteriosa,
en tre la tra n sp a re n c ia que se recibe
y la exhalación de las en trañ as
160 que se devuelve.
E sa es n u e stra m orada,
la pureza que se recibe
y la siniestra sem illa que se hunde.
D espués de las estrid en tes canciones báquicas,
165 su voz le fue a rra n c a d a por los gnom os,
arrancándole la lengua con sus b arb as
y tira b a n y tira b a n apoyados en los árboles.
U na segunda voz,
desconocida como la noche que se aleja,
170 fue b ro ta n d o de la m ism a raíz.
S entado en el sillón de A gam enón,
con la n u ev a voz
que iba p e n e tra n d o cada día por sus poros,
re p re se n ta b a con u n a m áscara de ág ata
175 en el proscenio de la selva in te rru m p id a
p o r los zancos que ro b a b a n los racim os
y m a n ch a b a n la n u ev a voz
con la n u ev a sangre que ro b a b a n .
La suprem a esencia, como un dios,
180 está escondida, no necesita como la semilla

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