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EL ARREPENTIMIENTO

Entrar por la puerta estrecha requiere de nosotros dos pasos:


arrepentirnos y creer (Mr. 1:14-15). He aquí lo que Cristo demanda del
pecador: arrepentimiento y fe, fe y arrepentimiento. No podemos
concebir una cosa sin la otra. Son dos gracias distintas, pero
inseparables. Debemos arrepentirnos y creer. Aunque la fe y el
arrepentimiento son gracias divinas, es el hombre quien se arrepiente y
es el hombre el que cree.

Cuando el carcelero de Filipos preguntó a Pablo y a Silas: “¿Qué debo


hacer para ser salvo?” Pablo no le respondió: “Debes esperar alguna
señal de parte de Dios que te indique que eres uno de los elegidos”. No.
La respuesta fue: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo” (Hch.
16:31). Y cuando Pedro predicó su sermón en Pentecostés y la multitud
preguntó: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”, Pedro
respondió: “Arrepentíos”.

La palabra griega que se traduce en el NT como arrepentimiento


es metanoia cuyo significado primario es “cambio de mente”, un
cambio en nuestra forma de pensar que produce nuevos propósitos y se
manifiesta en un cambio de conducta.

Supongamos que una persona se dirige hacia sur del país por la carretera
que va hacia el este. Pero en el camino se encuentra con alguien que le
hace ver su error, que va por un camino equivocado, ¿qué esperaríamos
que haga esa persona ahora que tiene una información correcta?
Esperaríamos que dé media vuelta y se disponga a tomar por el camino
que lo llevará al lugar donde desea ir.

Lo primero que el pecador necesita es la convicción de que va por un


camino equivocado que lo ha de llevar a una condenación eterna. Y
luego que el pecador ha adquirido y aceptado esa información como
buena y válida, ahora decide caminar por otro camino, a la vez que
aborrece el camino anterior. Es por eso que el arrepentimiento está
estrechamente ligado a una seria determinación de divorciarse de la vida
en pecado.
Alguien ha dicho que el arrepentimiento es un divorcio del alma del
pecado. Es la reacción del individuo que vuelve en sí y por primera vez
considera su pecado como la fuente de todas sus desgracias. Eso es
arrepentimiento. Y sin ese arrepentimiento nadie puede disfrutar de la
salvación que Dios ha provisto en Cristo.

Dos veces repite el Señor en Lc. 13 vers. 1 al 5: “Si no os arrepentís…


pereceréis”. El hijo pródigo de la parábola no pidió perdón a su padre
mientras continuaba aún viviendo perdidamente. Él se levantó y fue a su
padre; él había tomado la decisión de cortar con ese estilo de vida que
hasta ahora había seguido y entonces pidió perdón.

Nadie encontrará perdón para su alma mientras continúe casado con su


pecado. Pero hay algo aquí que es indispensable aclarar si deseamos
mantener la pureza del evangelio. El arrepentimiento no es un intento de
parte del pecador de ordenar su vida para que entonces Cristo pueda
aceptarlo. Si el pecador pudiese ordenar su vida sin Cristo, entonces ya
no necesita a Cristo. Cristo vino a salvar a su pueblo de sus pecados,
porque su pueblo no podía salvarse a sí mismo.

Estamos hablando más bien de una persona que reconoce su


pecaminosidad y al mismo tiempo su incapacidad de escapar de
semejante condición; es una persona que habiendo comprendido la
maldad de su pecado y las terribles consecuencias que ese pecado le
acarrea ahora y en la eternidad, acude a Cristo con la disposición de
obedecerle a Él.

Es la disposición del pecador a abandonar su vida de pecado, para


obedecer de ahora en adelante la voluntad de Dios revelada en Su
Palabra, pero sabiendo de antemano que eso sólo será posible con la
ayuda del Espíritu de Dios. El pecador arrepentido no es aquel que dice:
“Voy a reformarme primero y luego iré a Dios”; no. Es más bien el
hombre que reconoce que no puede seguir luchando con la maldad de su
corazón y, habiendo pedido perdón, pide también a Dios que le
transforme, que le conceda la gracia que necesita para ser librado de la
esclavitud de su propia corrupción.
Pero no podemos quedarnos en el arrepentimiento. No se trata
simplemente de dejar el mundo atrás, sino de abrazar a Cristo y
descansar en Él tal cual es ofrecido en el evangelio. Y es a eso que la
Biblia llama fe (comp. Jn. 1:12). Pero eso lo veremos en nuestra
próxima entrada, si 

En Marcos 1:15 se resume el mensaje que Cristo predicó durante Su


ministerio terrenal con estas palabras: “El tiempo se ha cumplido, y el
reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creen en el evangelio”.

Ese es el mensaje que encontramos una y otra vez en el resto del NT: La
salvación es por gracia “por medio de la fe…; no por obras para que
nadie se gloríe” (Ef. 2:8-9; comp. Rom. 3:21-22, 26-31; 4:3-5; por sólo
mencionar algunos).

Esa es la gran noticia del evangelio: que el pecador es


justificado, declarado justo delante de Dios,
únicamente por medio de su fe en Cristo (Rom. 5:1).
No es por obras, ni por guardar los mandamientos, ni
por ser miembro de una Iglesia, ni por tratar de
enmendar tu vida, es únicamente por gracia, por medio
de la fe.
Cuando el pecador cree en Cristo, cuando descansa plenamente en la
obra de redención que Él llevó a cabo a través de Su vida perfecta y de
Su muerte en la cruz, su fe le es contada por justicia. Dios pone en su
cuenta la justicia perfecta de Cristo por medio de la fe.

De manera que si te ves a ti mismo como lo que eres, un pecador que


nada merece de parte de Dios excepto ser condenado, y
consecuentemente dejas de confiar en ti mismo, en tu religión, en que
no eres tan malo como otros, o en cualquier otra cosa, y confías
únicamente en Cristo y Su obra de redención, la Biblia declara que Dios
perdonará todos tus pecados, y en cambio pondrá en tu cuenta en los
cielos la justicia perfecta del Salvador.
Esa es la buena noticia, la gloriosa noticia del evangelio. Dios ha
provisto por gracia un medio de salvación, una salvación que Dios
ofrece gratuitamente por medio de la fe.

¿Saben por qué la salvación es otorgada por medio de la fe?


Precisamente para que sea por gracia, porque la fe es el único acto del
hombre que no es una obra.

El amor, por ejemplo, es una virtud más excelente que la fe; eso es lo
que dice Pablo en 1Cor. 13:13. Pero no somos salvos por amar, sino por
creer. El que ama, con un amor verdadero, actúa y hasta se sacrifica si
es necesario por el objeto amado. Pero la salvación es por gracia, no por
obras, no por méritos propios, no por nuestros sacrificios.

Por eso no somos salvos por amar, sino por creer, por depositar nuestra
fe en Cristo, porque la fe no es una obra, sino una mano desnuda que se
extiende humildemente para obtener el beneficio de lo que Otro hizo.

De hecho, no es ni siquiera la fe la que salva, sino Cristo por medio de


la fe. Y Su invitación es a dejar de confiar en cualquier cosa dentro o
fuera de ti mismo, y confiar únicamente en Él. Por medio de la fe
recibimos a Cristo y todos los beneficios de Su obra redentora,
únicamente por medio de la fe.

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