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323
Colección «PRESENCIA SOCIAL»
20
Luis González-Carvajal Santabárbara
Entre la utopía
y la realidad
Curso de Moral Social
Oq
'5
___ _ víqjJ Los antiguos tniíados de moral social soban comenzar con un
00 «icallar^T^^i^e^, í’^gisíación ñl capitulo de carácter introductorio en el que ofrecían una pano-
woi^smo l!! Pí^gniatísmoT. rámica general de los distintos temas que después inan desa-
en intentan ios papas vk* rrollando. En la Sw/kí Teo/dj^iea de Santo Tomás fue el «Tra-
^®9tiiiibri sociai''. ' tado de las virtudes sociales»*. La moral casuística que vino
«íiihanío utopía v eJ n»-ir • niás tarde pretirió el tratado titulado Derechos y deberes cívi-
* í=D perdón a Di eos». En mi opinión, ese capítulo intrvxluctorio debe dedicarse
"P^'^iencia» 'oluniad sob noeset hov a los derechos y deberes fundamentales del hombre. Co-
ca^ '*osoiK>s Por ^^^undo, sinoí módijo Juan Pablo ii: «Lo que la enseñanza de la Iglesia llama
un ^"Quista J’o Pí*íí “el orden natural” de la convivencia, ”el orden querido por
aleanDios”, encuentra en pane su expresión en la cultura de los
las reiink^ ^^guienre. En oas derechos dcl hombre»\
^’0 sien. Apóstol:
'* n 'ÍX n iU
10, el icxiii en lAíJ., pp. 502'505.
40
por «derechos humanos», ampliando de esta forma el número
ienec>en‘^¿ el hon'bre □ |os artículos 55 de personas a quienes se aplica la Declaración: son «todos los
cho que de*’ Jí 3, siglo XX- C» constituyó en 1945 seres humanos» los que nacen «libres e iguales en dignidad y
derechos» (art. 1), y no puede haber «distinción alguna de ra
de 'as presidida por Eleano,
y 56 de la p^rechos del Hom ricano, que desempe, za, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cual
'-*^S ¿a5el presi „Rtible personalidad y s, quier otra índole, origen nacional o social, posición económi
ca, nacimiento o cualquier otra condición» (art. 2.1). Con ra
nil iniportaaie por '"¡ rnacionales. Los trabajos
zón Juan Pablo ii calificó esta Declaración de «piedra miliar
""“"eonSmiento de los medios
rnfflistón duraron tres ®os, entero^, p, puesta en el largo y difícil camino del género humano»**’. (En
«uHadas personalidades reí a ^.peclaración Universal una simpática viñeta de Máximo aparece el mismísimo Dios
Sdorde loque se nam^“ ‘*¿ado por el jurista francés leyendo la Declaración Universal y exclama: «¡Qué preámbu
lo’ No había leído nada tan bueno desde el Sermón de la
Derechos Humanos» tue miembros para que
Montaña»''^).
René Cassin, se envío . •<> .p^obó la Asamblea
pudieran hacer obser\'acion s, y P diciembre Las Naciones Unidas se plantearon también la convenien
S,»14el»N’“'ES£“nP."'s“- No hubo ningú, cia de completar la «Declaración», cuya autoridad es sólo mo
ral, con unos acuerdos que tuvieran carácter vinculante para
de 1948 en el Palais o ^presentados entonces en
voto en contrm de 1 f^vor de la Declaración y 8 todos los Estados que quisieran firmarlos. Debido precisamen
las Naciones Unidas, comunistas, Sudafrica y Arabia te a su obligatoriedad jurídica, estos trabajos avanzaron mucho
más despacio. Por fin, el 16 de diciembre de 1966 se firmaron
5;I» «I«»™”“ í',™» p- en Nueva York el «Pacto internacional de derechos económi
Saudi .Kesuii concedió el Premio
cos, sociales y culturales»'“ y el «Pacto internacional de dere
SXl dTla Paz 1968- sobre el proceso de redacción y la
chos civiles y políticos»”.
valoración que hace de la Declaración . Sin embargo, para la entrada en vigor de dichos Pactos no
En el título se sustituye la fórmula «derechos del hombre y bastaba su aprobación mayoritaria por la Asamblea General de
del ciudadano», que empleó la Asamblea Nacioniil francesa. las Naciones Unidas. Era necesaria además su ratificación por
35 países miembros como mínimo, cosa que tiirdó todavía diez
años en producirse. Por eso los Pactos no entraron en vigor
11. Cit, en Haro Tecglen, Eduardo, Una frustración: Los derechos dei
hasta 1976. España los ratificó en 1977.
hombre, Aymá, Barcelona 1969, p. 83.
12. Puede verse el cuestionario remitido, así como las principales respues Algunos consideran que tales convenios, junto con la Carta
tas recibidas, en Vv.Aa., Los derechos del hombre, Laia, Barcelona de las Naciones Unidas, podrían ser el germen de una futura
1973.
13. Véase el texto en Truyol, Antonio, Los derechos humanos. Declara- Constitución universal.
dones y Convenios internacionales, Tecnos. Madrid 197 P, pp. 63-68.
abstención de diversas formas. Los países comunistas.
SrivS?’ 9ue, mientras se mantuviera la propiedad 16. Juan Pablo ii, «Discurso a la 34’ Asamblea General de las Naciones
humanos» en^i^^ producción, era ilusorio hablar de «derechos Unidas» (2 de octubre de 1979), n. 7: Ecclesia 1.954 (20 de octubre de
nes se absiuvieronT^^ capitalistas. Sin embargo, basta observar quié- 1979) 1.307.
tención væ^on verdaderas razones de su abs- 17. El País, 31 de mayo de 1998, p. 13.
18. Véase el texto en Truyol, Antonio, Los derechos humanos. Declara
S) W1-6Í3^ ’^‘^'“raiion Universelle»: Lumen Vnae 23
ciones y Convenios internacionales, pp. 69-80.
19. Véase el texto en ibid., pp. 81-101.
43
LOS DERECHOS HUMANOS
tfeclarariones
consentimiento»“. Y un romance medieval decía sin tapujos.
«De la misma manera que se domina a un caballo, y quien o
„nriancia decisiva en ig
monta lo dirige adonde quiere, el rey debe dirigir a su pueblo
do de derechos hunianos^J
según su deseo»-'. Era inevitable que, en cuanto los hombres
dro'^f'u reflexión acerca de los,, empezaron a tomar conciencia de su dignidad, se rebelaran
ligin’i de humanización de la •
ante un poder semejante. Durante la Revolución Francesa, e
indicaciones del piovnniea^ pueblo se aplicó a sí mismo la famosa írase de Luis xiv:
£rSóndelanmjer.Vea,noslos„„^
«L’État c’esl moi»-" («el Estado soy yo»).
El tercer factor, como dijimos, fue la lucha por humanizar
• An ÍU2Ó un papel pojideo de pd,^ el derecho procesal y penal. Tuvo gran influencia el libro De
P*“ -nins la rel'g'®'’Vde la sociedad. Sin einbargn los delitos y de las penas, publicado en 1764 por un joven
las guerras de religg
jurista italiano llamado Cesare Bcccaria*-. En él expuso las rc-
n-i^f a Reíonn“ europeo. Juristas y flexione.s que le había sugerido su experiencia de visitador de
“ alefiirde^^'S .'siendo imposible en lo suces¡. prisiones en Milán, pasando revista a la irregularidad de la.s
Sieroa^“^"'’, ve ¡a sobre la rehgion -eausa mj, prisiones, la crueldad de la.s torturas, las penas que no guarda
Sndanientarlacon n^;^esario hacerlo sobre la libenad ban la menor proporción con lo.s delitos cometidos, etc. Becca-
bien de discordias tolerancia de los diversos cultos, ria propugnó la abolición de la tortura y de la pena de muerte,
leligiosa- es decir, s ^^Ugiosa tuvieron gra„ así como la proporcionalidad entre los delitos y las penas. El
En el recou«”«'«"'” tolerancia, de Locke, y el Tr«, éxito del libro fue espectacular y tuvo gran influencia en toda
Europa. Sin duda, la abolición definitiva de la tortura en Fran
de Voltaire. «Es absurdo --decía
cia (1788) y en otros países hay que atribuirla a la obra de
,ad„ sobre la la cra . cosas que los hombres no lie-
Beccaria y al apoyo que le prestaron los ilustrados (fueron
Locke-que las le) ■ r ■- aquello es verdad no
aen peder para cuniplir^Creer q n muy famosos, entre otros, los comentarios de Voltaire, Diderot
XhíSV “ -i»!.- Y Vollüire y Morellet). Hoy las ideas de Beccaria están recogidas tanto en
la- í-Querríais sosieler por medio de verdugos la religión de la Declaración Universal de los Derechos Humanos como en
las constituciones de lodos los Estados democráticos bajo la
un Dios al que unos verdugos hicieron perecer y que sólo prc- forma de derecho a la vida y a la integridad física, garantías
dicó dulzura y paciencia?»-'. procesales y recurso de amparo en caso de violación de esto.s
En segundo lugar, los derechos humanos se alimentaron de derechos.
las reacciones frente a la pretensión de los príncipes de tener En cuarto lugar, ejercieron gran influencia —ya en el siglo
un poder ilimitado sobre sus súbditos. Uno de los más conoci — las luchas por la emancipación de las clases trabajado-
dos doctrinarios del absolutismo, Jean Bodin, escribía: «El ca
rácter principal de la majestad soberana y poder absoluto con
22. Bobino, Uís seis libros de la República, lib. I, cap. 8 (Aguilar, Madrid
siste, sobre todo, en dar ley a los súbditos en general sin su 1973, p. 57).
23. Bi.íkh, M., Feudal Society. Routledge and Kegan Paul. London 1965,
p. 319.
24. Su autenticidad no e.s segura (cfr. Hartung, F., «L’État c’est moi»:
21. **’‘^'** p. 48. Historische Zeitschrift, 1949).
w, Alfaguara, Madrid 1978 (Opúsctdos satíricos y filosofi- 25. Beccaria. Cesare, De los delitos y de las penas, con el comentario de
Voltaire, Alianza, Madrid 1990'.
a
página.s ames había escrito; «El hombre es fin, y nunca medio
o instrumento; por tanto, independientemente de su mayor o
menor utilidad, reclama un respeto incondicional»^.
•es
¡M^cionesq^ehuoen 1991 Joaquín Orieg,^
Sin embargo, sirviéndose exclusivamente de la razón no es
español en Marruecos, sobre la situación de aquel fácil justificar esas afirmaciones. ¿Cómo podemos decir que la
br .<Lo que los obser\'adores europeos consideran , persona humana tiene una dignidad absoluta si nuestra expe
ción crave de losderechos humanos no es sino ¡a ani ^Íqi
otra escala de valores»^. Esto es completamente L riencia es precisamente la de la contingencia? ¿Cómo pode
mos afirmar la igualdad esencial de todos los seres humanos si,
vieran representadas
Admitimos las que,
de buen prado diversas
másaun cuandoinentalid'^
se intej^. ^si^ desde el punto de vista empírico, las desigualdades sallan a la
vista? Desde luego, si el texto de la Declaración Universal de
Comisión que redactó la Declaración Universal 1948 hubiera afirmado que «lodos los hombres nacen y siguen
claramente lo que cabría llamar «humanismo oc siendo iguales», bastaría abrir los ojos para comprobar su fal
pío. encarcelar
ro eso a los
no sipnifica opositores
que políticos.
en otras culturas Poden.
sea lem't‘ P^r el' sedad. Sin embargo, la fase continúa así: «...en dignidad y en
cambio, con Raimon Panikkar”, que si k, riocíf^J ^^^Pta^' derechos». Estamos ante una afirmación ética, imposible de
humanos», tal como ha sido desarrollada oor f^ ^'deJ^
refutar con datos empíricos. Pero eso no basta para darla por
declaraciones, resulta demasiado «occideni^S ’hodf'^
buena. La pregunta que hacíamos antes sigue en pie: ¿Cómo
Clon en otras culturas requerirá auirá.! ''’ ini»^
podemos justificar que todos los hombres, a pesar de sus dife
dama «equivalentes homeomorfos» m io^ °^hc.
rencias obvias —por razón de sexo, inteligencia, edad, etc.—,
‘Jdoniia en el hinduismo ’ Por e¡° 9íie
son iguales en dignidad y derechos?
Victoria Camps se pregunta: «Si hay acuerdo respecto a los
derechos, ¿qué importa el desacuerdo sobre su fundamenta-
ción?». Ella misma se da cuenta de la gravedad de una postu
ra semejante, porque añade: «Soy consciente de que la pre
Fundamento de los derechos humanos gunta que acabo de formular puede ser vista como una aberra
ción filosófica aceptable sólo por adictos al emotívismo. Pese
Todos los humanistas coinciden en afirmar el valor único de la a lo cual, insisto en que la fundamentación no hace ninguna
persona humana. Recordemos, por ejemplo, la famosa semen, falta»”.
cia de Protagoras: «El hombre es la medida de todas las cosas> Sin embargo, ni el consenso es tan amplio como dice nues
(pántón chréinátdnf'\ O aquello de Kant. «Todo en el mundo tra autora ni está garantizado que se conserve indefinidamen
tiene un precio; sólo el hombre tiene una dignidad»”. Una5 te. Por ello no podemos coincidir con ella: fundamentar con
vincentemente los derechos humanos tiene una importancia
fundamental. Otríi cosa es que quizás en un horizonte pura
30. El Mundo. 6 de julio de 1991, p. 1. mente humanista sólo quepa poner de manifiesto las conse
31. Panikkar, Raimon. «Is the Notion of Human Rights a Westen cuencias que se derivarían de aceptar, o bien de negar, el prin
Concept?»; Imerculiure 17/82 (1984) 28-47. Cfr. también Vachon,
cipio de que cualquier ser humano tiene una dignidad absolu-
Robert, «Los derechos del hombre y el Dharma»; Los Estudios de Pro
Mundi Vita 16(1990) 4-8.
32. Protagoras, Acerca de la verdad (frag. 1). 34. Ibid., p. 84.
33. Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
35. Camps, Victoria, Paradojas del individualismo, Crítica, Barcelona
Espasa-Calpe. Madrid I983\ p. 92. 1993, p. 52.
41.
.^cba: discriminación en los q Como era de esperar, lo primero que anuncia la Declaración
.oda fn""® Z va sea social o cultura), p, Universal es que «todo individuo tiene derecho a la vida^^ (an.
por lo de la social, engua o re^ 3). La vida no sólo es el bien má.s preciado, sino también el
tintinada por ser contraria al ,, primero de todo.s los derechos que pertenecen al individuo. Sin
embargo, este derecho se ha negado en muchas ocasiones. En
ciertos pueblos de la Antigüedad —como Lacedemonía—
eión. dej* ,an,o como otro hombre i
eran eliminados los niños que nacían con alguna deformidad.
íe Dios un hombre matar a Dios p,,,
En el antiguo derecho romano, la patria potesías concedía al
\ieizsche- Po^J , je la existencia. Rece,
cabeza de familia el derecho a disponer de la vida y de la
«bri'^^^oncejKión ^‘feitado; cuando Zaratustra de-,
muene (iiis vitae necisqae) de su mujer, de sus hijos y de sus
manieo^f “¡emuchas¡5 ¡ocura de acudir ai esclavos. La Ley de la.s Doce Tablas, promulgada en Roma el
Tnae los hombros, co populacho: «Todos so
año 451 a.C., «permitía al acreedor apoderarse de la persona
hito donde oyoe^^ g otro, ¡ante Dios todo
de su deudor cuando éste era insolvente, encerrarlo en su casa
y, después de haberlo expuesto en tres mercados sucesivos
para que se presentase una fianza, venderlo como esclavo má.s
allá del Tíber. Si no hallaba comprador, tenía derecho a matar
lo. La ley lo había previsto todo. Si existían vario.s acreedores,
podían repartirse el cadáver»"^. En la Antigüedad se planteó
también la cuestión de si er¿i legítimo dar muerte a los mons
Derechos humanos concretos
truos. Se consideraba enlonce.s que eran el fnilo de las relacio
„.n,ir a continuación unos cuanlos derech» nes entre dos seres de especies distintas, y mucha.s mujeres,
Vamos a comem exhaustivo, porque tengt acusada.s de crimen de supuesta bestialidad, fueron qucmada.s
pSXÍmaío íue hacía Oscar Wilde de uno de »
vivas.
Saies- «Como lodos los que intentan agotar un tema, ago Todo eso, afortunadamente, pertenece ya al pasado, pero
liba él a sus oyentes»”; pero trataré de mencionar lo.s que raí en nuestros días sigue viva la polémica relativa a la pena de
parecen más importantes. muerte.
Durante sigio.s ha sido una práctica habitual, convertida
incluso en espectáculo. En el imperio romano, por ejemplo,
una de las formas que adoptó consistía en hacer representar al
42. CoRTS, José. «La dignidad humana en Juan Luis Vives»: Archivoá condenado el papel de Orfeo tañendo la lira, mientras se lan
Derecho Público (Universidad de Granada, 1950) 73ss. zaban sobre él oso.s que lo hacían trizas, lo que excitaba el fre
43. Concilio Vaticano ii, Gaudiutn el Spes, 29 b ( Once grandes mensüja nesí del público.
p. 415).
Todavía hoy existe la pena capital (en 1996 fueron conde-
pane IV, «Del horabi
^600° '• 3, Prestigio, Buenos Aires 1976 nada.s a muerte más de 7.000 personas en todo el mundo, y eje-
Madrid 197^'.p'lorian Cray (Obras Completas, Agüita 46. Marquiset, Jean, Los derechos naturales, Oikos-Tau, Barcelona 1971,
n. 16.
bien común». El artículo terminaba con estas durísimas pala- Por desgracia, a medida que se generalizan las posturas
bris- «Aunque matar al hombre que conserva su dignidad sea abolicionistas de la pena de muerte, la humanidad está per
en sí malo, sin embargo matar al hombre pecador puede set diendo sensibilidad frente a otros dos atentados contra la vida
humana: el aborto y la eutanasia activa. Según la Encuesta
50. Id., Cana ¡33,1, en ibid, p. 87. 54. Tomás de Aquino, Sutnrna Theologica, 2-2, q. 64, a. 2 (Suma de Teo
5]. Id., Cana 139,2, en ibid., p. 148. logía, t. 3, BAC, Madrid 1990, p. 531). El lector habrá observado, sin
52. Id., Cana ¡53,3 y 5, en ibid., pp. 406 y 408. duda, esa concepción holística de la sociedad de la que hablamos más
53. Nicolás i, Respuesta a los búlgaros, cap. 25 (Monumeuta Germanioi arriba.
Hisioríca, edidit Societas aperiendis fontihus rerum Gemianicanm 55. Juan Pablo ii, Evangelitim vitae, 56 (San Pablo, Madrid 1995 dd
inediiaevi, Epistolae selectae, t. 6, 1925, pp. 579ss). 10I-I02). ’
LOS DERECHOS HUMANOS 57
«oles justificamos
56 ANDRÉS Oreo. Francisco, Los nuevos valores de los españoles. Españ¿ 58. Voltaire, Comentario sobre el libro «De los delitos y de las penas» por
en la Encuesta Europea de Valores, Fundación Santa María, Madri; un abogado de provincias (Beccaria, Cesare, De los delitos y de las
1991, p. 97. penas, con el comentario de Voltaire, Alianza, Madrid 1990", p. 136).
57. Juan Pablo ii, Cruzando el umbral de la esperanza. Plaza & Janes 59. Bruyère, Jean de la, Los caracteres, o las costumbres de este siglo,
Barcelona 1994, p. 201. Aguilar, Madrid 1944, p. 524.
62.
“ ísísasf- ,?S' ■- y «¿“¿risii;- ' '
»/c/íííykv. p. 217); Pablo 63.
Marx’'p. 216)
64.
Por eso a finales del siglo xix se empezó a reiv‘
secunda generación de derechos humanos, caracterií^^f ün»
la palabra «liberaciones». Fueron incluidos primem^Por
nos documentos de alcance nacional, como la Co
Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917
titución del Reich Alemán de 1919 (Constitución de \v
y figuran en la Declaración Universal de 1948: «Toda
tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le ase
como a su familia, la salud y el bienestar, y en especS’
mentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica^ í'
servicios sociales necesarios» (art. 25.1). Tiene también «h
cho a la educación. La educación debe ser gratuita, al m
en lo concerniente a la instrucción elemental y fundameS
La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizad '■
el acceso a los estudios superiores será igual para todos e’
función de los méritos respectivos» (art. 26.1). «Toda persona
tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a con
diciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección
contra el desempleo» (art. 23.1).
En general, el respeto a los derechos de la primera genera-
ción —es decir, los derechos civiles y políticos— sólo exige i
de la sociedad que no interfiera en la libertad de cada uno. Y
como eso no cuesta nada, el respeto de tales derechos no admi
te excepciones ni gradaciones. En cambio, los derechos de la
segunda generación —es decir, los derechos sociales, econó
micos y culturales— sí exigen disponer de abundantes medios
económicos y, por lo tanto, sólo podrán satisfacerse gradual
mente. Cada comunidad política tendrá que estudiar en el
momento histórico que está viviendo hasta dónde puede com
prometerse con sus ciudadanos en educación, sanidad, protec
ción a los desempleados, etc.
Por eso los Pactos Internacionales de Derechos Humanos
aprobados en 1966 por las Naciones Unidas son dos, con sig
nificativas diferencias de formulación. Mientras los firniane
del Pacto Internacional de Derechos Civiles y .
j_ en práctica
^Tuesta CU prdtLlCd inmediata»,
inillCUiaLa<<,
- derechos hayan sido violados
uerecnos nayan sioo vivía«-. pu
1 , ,
los---------- recurso ante los órganos competentes ¡jes, 1
los firmantes del Pacto Internacional de Derechos Socale
1
* El derecho a la autodeterminación. En su im
curso durame la 50“ Asamblea General de las
das, Juan Pablo ii lo planteó en estos términos-Ui¿'
sobre este derecho «ciertamente no es fácil, teniend
ta la dificultad de definir el concepto mismo de “n
Es, sin embargo, una reflexión improrrogable, si^^'^”’'J-i
evitar los errores del pasado y tender a un orden’mu r
Presupuesto de los demás derechos de una nación
mente su derecho a la existencia. 1...] Puede haber
cias históricas en las que agregaciones distintas de una
nía estatal sean incluso aconsejables, pero con la cond'^^'
que eso suceda en un clima de verdadera libertad
por el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos?'*’*
J
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LOS DI-.KL.CIIOS HUMANOS 67
lúi Cíiinbio, en 1937 Pío xi aCii iiió yn (|iie <'el lioiiihre como
persona liene ilereelios recibidos de Dios, (|ne han de ser de-
fendiilos con Ira eiiak|uier alenlado de la comunidad que pre-
lentliese negarlos, abolirio.s o impedir sn ejercicio»’’'. <d)ios
- (.leeía— ha enriquecido al hombre con miílliple.s y variada.s
prerrogativas: el derecho a la vida y a la inlegridad corporal; el
derecho a los medios necesarios para sii existencia; el derecho
a tender a su último fin por el camino que Dio.s le ha señalado;
el derecho, finalmente, de asociación, de propiedad y del uso
de la propiedad»"".
Cinco años después, en el radiomensaje navideño de 1942,
Pío XII ofreció un esbozo de declaración de los derccho.s de la
persona: «El derecho a mantener y desarrollar la vida corporal,
intelectual y moral, y particularmente el derecho a una forma
ción y educación religiosa; el derecho al culto de Dios privado
y público, incluida la acción caritativa religiosa; el derecho, en
principio, al matrimonio y a la consecución de su propio fin, el
derecho a la sociedad conyugal y doméstica; el derecho a tra
bajar, como medio indispensable para el mantenimiento de la
vida familiar; el derecho a la libre elección de estado; por con
siguiente, también del estado sacerdotal y religioso; el derecho
a un uso de los bienes materiales consciente de su.s deberes y
de las limitaciones sociales»"'.
Con estos precedentes cabría haber esperado que Pío xii
acogiera con satisfacción y esperanza la Declaración Universal
de los Derechos Humanos cuando se proclamó seis años des
pués. Sorprendentemente, no fue así. Bollé —un buen conoce
dor del tema— escribe; «En vano hemos intentado encontrar
una alusión explícita, favorable o no, en el magisterio de Pío
XII, durante todo su pontificado. Nuestra investigación ha sido
seria, aunque no exhaustiva»"^. El pertinaz silencio de Pío xii
sólo puede interpretarse como fruto de sus reservas frente a la
Declaración, seguramente por la ausencia en ella de cualquier
. h contribución del
referencia a Dios. Nadie podrá negar que “ .^portante, pero
Papa Pacelli a los derechos humanos lue canii-
trabajó en paralelo a las instancias no todavía vi-
nos nunca llegaron a encontrarse, porque p^oderno y sus
vas las reservas de la Iglesia frente al niun
iniciativas.
r- rip luán xxin pura que
Fue necesario esperar al de buena volun-
la Iglesia se uniera a todos los demas ho encíclica Pacpm
,ad en la defensa de los dereeh^
dé¿:™d:i ho,nb“", Z: figura ya la libertad de expresión,
que tantas reservas suscitó en los papas de sig o pasa o. un-
que existen matices distintos y es también diferente la ordena
ción de los derechos humanos en la Declai ación de las Nacio
nes Unidas y en la Pacem in terris, sus contenidos son bastan
te coincidentes. Quizás la diferencia más significativa sea que
la Declaración tiene una fundamentación eminentemente posi
tiva, basada en el consenso de las naciones, mientras que la
Encíclica afirma que son exigencia de la naturaleza.
La Declaración Digniiatis humanae (1965), del Concilio
Vaticano ii, sobre la libertad religiosa representó igualmente
un progreso gigantesco con respecto al Syllabus (1864) de Pío
IX, que había condenado la siguiente proposición; «Todo hom
bre es libre para abrazar y profesar la religión que juzgue ver
dadera guiado por la luz de su razón»'*“’.
En Pablo vi y Juan Pablo ii el tema de los derechos huma-
mwrtP hTÏ k?‘"^Portancia extraordinaria. Tras la
mitrios 1p ^jetnplo, el patriarca ecuménico Di
heraldo de^loTa ° «defensor de la dignidad humana,
discriminacionp hombre y de la supresión de las
I
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LOS DERECHOS HUMANOS 69
absoluta.
Como dice Juan Pablo n, «la nuestra es, sin duda, la época
en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época
de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo,
paradójicamente, es también la época de las más hondas an
gustias del hombre respecto de su identidad y destino, del re
bajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época
de valores humanos conculcados como jamás lo fueron
antes»’^
Derechos y deberes