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Manuel Toscano
Por consiguiente, la muerte de una lengua implica la eliminación de toda posibilidad de que se
formen neohablantes y se siga trasmitiendo de generación en generación. En realidad, ni siquiera
posibilita la comunicación en un uso simbólico. Para revertir el riesgo de extinción, no queda más
remedio que impedir alguno de los dos pasos de la secuencia: o bien se interfiere para que los
miembros del grupo no dejen de ser monolingües o bien se impide que dejen de ser bilingües. Son
opciones con implicaciones bien distintas, que se confunden o se disfrazan con demasiada
frecuencia en las medidas de política lingüística. Aquí, sin embargo, me gustaría considerar mejor
por qué sucede ese proceso de sustitución de una lengua por otra, pues entre tantas referencias a
lo fascinante que son las lenguas como organismos vivos u objeto de estudio, a su condición de
legado cultural o seña de identidad de un grupo, parece olvidarse su función comunicativa con
respecto a la cual los otros aspectos son derivados.
Atendiendo a esta dimensión social, se puede contemplar a las lenguas como redes que facilitan
la comunicación entre sus hablantes. En este sentido, hay que señalar un factor básico, como es
el tamaño de la red: cuanta más gente usa la red, más atractiva resulta. Simplemente, ofrece más
oportunidades de comunicación, que incluye una gama más amplia y diversa de bienes y servicios
de todo tipo basados en el lenguaje. A la inversa, cuanta menos gente está conectada por medio
de una red, menos incentivos para participar en ella. Hay que notar que este principio del valor
comunicativo de las lenguas puede poner en marcha una dinámica de retroacción positiva o
retroalimentación, que puede culminar en la decantación social hacia otra lengua e, incluso, como
se ha señalado, en verdaderas estampidas de una lengua a otra: por la sencilla razón de que cuantas
más oportunidades de comunicación ofrece, más gente se suma; y, cuanta más gente se suma, más
oportunidades de comunicación ofrece. Así, una dinámica de expansión de algunas lenguas
conlleva correlativamente una espiral descendente en otras lenguas.
Si descuidamos esta función como redes de comunicación social oscurecemos, por una parte, las
relaciones entre lenguas y, también, el comportamiento de los hablantes que subyace a estas. El
sociólogo Abram de Swaan ha explicado que, bajo la abigarrada proliferación y confusión de
lenguas, se esconde un claro orden, un patrón ordenado en las conexiones entre ellas mismas.
Contrario a lo que dice el mito de Babel, las lenguas están conectadas unas con otras a través de
hablantes bilingües o multilingües, a saber, individuos cuyos repertorios lingüísticos incluyen más
de una lengua. Sin embargo, dichas conexiones no se producen al azar, sino que siguen un patrón
fuertemente jerarquizado, que responde al potencial comunicativo de cada lengua.
En otras palabras, las personas no aumentan su repertorio lingüístico de manera caprichosa sino
para maximizar sus oportunidades de comunicación o potencial comunicativo de su repertorio
lingüístico. ¿Cómo se define el potencial comunicativo de una lengua? Según De Swaan, este es
el producto de dos factores: por una parte, la prevalencia o extensión de una lengua, que hace
referencia al número de personas que incorporan esa lengua en sus repertorios lingüísticos dentro
de una población dada, y, por otra, su centralidad, que viene dada por la proporción de hablantes
multilingües que son competentes en esa y otras lenguas. En otras palabras, el potencial
comunicativo de una lengua en una determinada constelación viene dado por el producto de la
proporción de sus hablantes en esa constelación, el número de sus hablantes con relación al
conjunto de hablantes de esa constelación, y de la proporción de sus hablantes multilingües, el
número de individuos que conocen esa lengua y al menos otra lengua más, dividido por el número
de hablantes que hablan más de una lengua en la constelación. El chino es, seguramente, la lengua
más extendida, en tanto que el inglés es la lengua más central de nuestro tiempo. La prevalencia
o extensión de una lengua mide las posibilidades de comunicación directa que ofrece, mientras la
centralidad mide las oportunidades de comunicación indirectas, de acceso a otras lenguas a través
de traductores e intérpretes.
De Swaan plantea de forma convincente que, si las elecciones lingüísticas de los individuos están
guiadas por el potencial comunicativo de sus repertorios lingüísticos, entonces las relaciones entre
lenguas, en tanto medios de comunicación, son fuertemente asimétricas. Para ello, se debe notar
qué lenguas aprende la gente, pues, como ha señalado Louis-Jean Calvet, las personas aprenden
o quieren que sus niños aprendan siempre una lengua con mayor, o al menos el mismo, potencial
comunicativo que la suya propia. Una asimetría que apenas puede encubrir la retórica al uso sobre
la igualdad de las lenguas, que resulta confusa para explicar los fenómenos de desgaste o
sustitución lingüística que están detrás de la pérdida de la diversidad lingüística por la razón de
que pretende ignorar el valor comunicativo que tienen las lenguas en una determinada
constelación lingüística.
Diversidad en la diversidad: el conflicto de valores
De lo anterior se desprende no solo la necesidad de contar con el valor comunicativo de las
lenguas, sino también la importancia de poner en claro los microfundamentos del cambio
lingüístico, contemplado como el efecto acumulativo de muchas decisiones individuales. Resulta
inquietante la tendencia a adoptar, en los debates sobre la diversidad cultural en general, un punto
de vista holista que empaña tanto el análisis como la discusión normativa. Este es un aspecto en
el que apenas se repara, como si fuera un simple desliz en la forma de expresarse, en el que
incurren con toda naturalidad incluso autores que se proclaman liberales, cuando se habla de “lo
que quieren o piden” los grupos y minorías etnoculturales, de su “voluntad de no asimilarse”,
etcétera.
No se trata solo de recordar los beneficios analíticos del individualismo metodológico. Con esa
manera aparentemente inocua de hablar de grupos y comunidades de cultura se cuela toda una
representación de la vida social internamente homogénea, compacta y bien circunscrita a lo
occidental. El problema es que, de esa forma, se encubren las diferencias y los conflictos que se
desarrollan en el interior de los grupos. Se los presenta, con frecuencia interesadamente, como
bloques monolíticos, casi agentes supraindividuales, a los que se asigna un conjunto de
preferencias bien definido, cuando en realidad sabemos que las demandas en nombre de la
comunidad pueden ser contradictorias y que rara vez hay unanimidad de preferencias entre sus
miembros; que sus señas de identidad son materia de casuística y controversia interminables, que
solo cobran relieve en determinadas circunstancias sociales, si no son deliberadamente inventadas
en otras, y que la definición del propio grupo está sujeta, no pocas veces, a contestación interna.
De ahí que sea imprescindible tomar a los individuos, en lugar de grupos o comunidades, como
unidad de análisis, en nuestro caso en tanto agentes del cambio lingüístico, sin perder de vista los
diversos fines e intereses que persiguen, muchas veces incompatibles.
En este sentido, el lingüista Salikoko Mufwene ha señalado la necesidad de interpretar el proceso
de desaparición de una lengua como la consecuencia de las respuestas de sus hablantes a las
condiciones cambiantes de su entorno social y económico. Como certeramente apunta, en la
literatura sobre la muerte de las lenguas parece que solo importara la pérdida de las tradiciones y
de la lengua ancestral, sin que se preste la menor atención a las ventajas que los hablantes pueden
o esperan conseguir con los cambios en sus condiciones de vida. Así, esta sería su principal crítica:
Los lingüistas de forma típica han lamentado la pérdida de la diversidad lingüística. Pocas veces
se han fijado en los hablantes mismos, en términos de sus motivaciones y de los costes y
beneficios que les supone abandonar sus lenguas. Rara vez se han ocupado de la cuestión de si
la supervivencia de una lengua implicaría una adaptación más adecuada de sus hablantes a la
ecología socioeconómica cambiante. Han censurado la pérdida de las culturas ancestrales, como
si las culturas fueran sistemas estáticos y la emergencia de otras nuevas, en respuesta a esas
ecologías cambiantes, fuera necesariamente peor.
Estas palabras incitan el planteamiento de algunas preguntas sobre las implicaciones sociales de
mantener viva una lengua en determinadas circunstancias: ¿podemos evitar que grupos de
cazadores recolectores se establezcan como pastores o agricultores para evitar que pierdan las
costumbres, tradiciones o la lengua asociada con tal modo de vida? ¿O que la gente de las aldeas
abandone su entorno rural para buscar mejores oportunidades de vida en las ciudades? Podemos
saber cómo preservar la integridad del entorno ecológico natural de una especie amenazada,
impidiendo o limitando el acceso humano, pero no hay comparación posible con la preservación
de una lengua que hablan cien o doscientas personas: ¿acaso es posible aislar esa comunidad o
limitar sus contactos con el mundo exterior para mantener una forma de vida congelada en el
tiempo?
La cuestión es que hay que considerar también el precio por conservar la diversidad lingüística
en ciertas circunstancias. Es un asunto crucial para abrir la discusión normativa sobre la muerte
de las lenguas y que, por ello, conviene entender bien. En otras palabras, sería recomendable que
los defensores de la diversidad lingüística, y cultural en general, hicieran más caso de otra forma
de pluralismo: el axiológico. Como han explicado filósofos como Isaiah Berlin, el pluralismo de
valores significa que los fines, ideales o valores que los hombres persiguen no componen ni
pueden componer un conjunto coherente y armónico. Los bienes humanos no solo son diversos,
sino incompatibles entre sí, y entran inevitablemente en conflicto. La pretensión de una
armonización definitiva es conceptualmente inconsistente: ninguna vida humana, ninguna
sociedad, puede contener todos los valores, dado que la realización de algunos solo puede hacerse
a expensas de otros. Seguramente encierra una enseñanza amarga, que tenemos tendencia a
olvidar: la idea de que no podemos tener todas las cosas buenas y que estamos condenados a elegir
entre opciones valiosas, y no solo entre cosas buenas y malas.
Por ello, la reflexión sobre el valor de la diversidad lingüística debe ser repensada profundamente
y no de forma descontextualizada, sin considerar sus costes en términos de otras cosas que se
valoran, dadas las circunstancias. El debate normativo acerca de la muerte y conservación de las
lenguas no puede rehuir ese balance, que pasa por establecer prioridades y considerar sacrificios,
como ocurre en las situaciones reales de elección, personales o políticas.
Se trata de cuestiones muy complicadas, apenas esbozadas aquí con la intención de profundizar
en torno a la diversidad lingüística. Entonces ¿se debe priorizar la supervivencia de las lenguas o
“la suerte” de sus hablantes?
Tomado y adaptado de
TOSCANO, Manuel
2006 “La muerte de las lenguas. Una reflexión crítica sobre el conservacionismo lingüístico”.
Claves de Razón práctica. Madrid, número 160, pp. 32-39. Consulta: 7 de setiembre del
2021.
http://webpersonal.uma.es/~MTOSCANO/TrabajosPDF/muertedelenguas.pdf