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Una reflexión crítica en torno a la muerte de las lenguas

Manuel Toscano

La diversidad lingüística presenta múltiples manifestaciones; al fin y al cabo, lo que denominamos


“lenguas”, como el español, el árabe o el urdú, contienen o están sujetas a toda clase de variaciones
regionales o sociales. Si queremos ser precisos, una lengua no es más que una población de
idiolectos, es decir, de idiomas individuales, dentro de los que cabe cierta variedad de registros
en función de la situación comunicativa; ninguno es idéntico a otro, aunque sí suficientemente
cercanos para hacer posible la comunicación entre sus hablantes. En este trabajo, abstraemos todo
ese fondo inagotable de diversidad lingüística, que surge de las diferencias individuales, para
hablar solo de las lenguas. En concreto, se considerará el fenómeno de la muerte de las lenguas,
situación sobre la que lingüistas y antropólogos se han manifestado en los últimos años.

A lo largo de la evolución humana, podemos registrar una curva ascendente en la expansión y


diferenciación de las lenguas que acompaña a la dispersión de las poblaciones humanas sobre la
Tierra. Sin embargo, esa tendencia parece haberse invertido drásticamente en algún momento del
siglo XX. Las lenguas, según las informaciones que ofrecen lingüistas y etnógrafos, están
desapareciendo en un número y a un ritmo sin precedentes en todo el mundo.

Datos globales sobre lenguas amenazadas


Para examinar si está ocurriendo esa revolución señalada por Laponce, se utilizará el trabajo
seminal de Michael Krauss, “Las lenguas del mundo en crisis”, que constituye una referencia
obligada en la literatura sobre lenguas en peligro. En efecto, dicho trabajo no solo fue uno de los
primeros trabajos en dar la voz de alarma dentro de la profesión sobre la pérdida sin precedentes
de la diversidad lingüística, sino que, además, sus datos y estimaciones son repetidos
sistemáticamente en la literatura posterior sobre el tema. Como señala el propio Krauss,
especialista en lenguas amerindias, existe una enorme dificultad de conseguir datos estadísticos
precisos de un asunto así, acrecentada cuando se trata de obtener una perspectiva global. Esto se
debe a la intrínseca dificultad de contar lenguas y de saber cuántas lenguas hay en el mundo. Se
ha dicho que contarlas es tan difícil como contar nubes, pues nunca se sabe dónde acaba una y
empieza otra, dónde tenemos un dialecto, una modalidad de la misma lengua, o tenemos una
lengua diferente.
El criterio que se utiliza para identificar una lengua y distinguirla de un dialecto es, sencillamente,
el éxito en la comunicación: dos lenguas son distintas si sus hablantes no se entienden, si son
mutuamente ininteligibles. Un criterio poco claro y preciso: de hecho, el éxito en la comunicación
y la mutua ininteligibilidad depende de un buen número de variables, relacionadas con la propia
situación comunicativa y, sobre todo, con la disposición y habilidad comunicativa de los hablantes
individuales.
No se tiene duda de que el español y el guaraní, o el inglés y el javanés, son lenguas distintas y
no meras variedades dialectales. No obstante, en la frontera entre Alemania y Holanda, los
hablantes de uno y otro lado pueden entenderse sin problemas, a pesar de que hablan lenguas
distintas, como es posible que un español y un italiano, hablando pausadamente cada uno en su
idioma, se entiendan. No ocurre lo mismo entre el hablante de un dialecto de la Suiza germánica
y del alemán estándar o “alto-alemán”. Este problema manifiesta una verdad importante acerca
de las lenguas que debemos entender: la razón por la que no podemos hacer del todo abstracción
de la diversidad en el interior de una lengua es que las lenguas son ellas mismas una abstracción,
se realizan a partir del comportamiento comunicativo de los hablantes y, generalmente, las
comunidades lingüísticas carecen de fronteras claras y definidas.
A eso hay que añadirle el insuficiente conocimiento de campo de la situación de lenguas y
hablantes en muchos lugares del mundo. Si no se sabe bien qué lenguas se hablan en ciertas zonas
del mundo, aún resulta más difícil determinar su viabilidad o el peligro que pesa sobre ellas, por
el deficiente conocimiento de sus condiciones y circunstancias. De este modo, solo se pueden
realizar con estimaciones y proyecciones a partir de datos poco precisos. Sin embargo, incluso
manteniendo la necesaria reserva hacia el modo en que se barajan los números demolingüísticos,
las cifras son realmente impresionantes: Krauss calcula que un 50% de las lenguas del mundo se
hallan moribundas, es decir, que ya no son aprendidas por los niños como lengua materna. Tales
lenguas están condenadas irremisiblemente a medida que vayan desapareciendo sus hablantes
mayores. Si se calcula en torno a 7000 el número aproximado de lenguas en el mundo, eso
significa la desaparición de unas 4000 lenguas.
No obstante, además de las lenguas moribundas, conviene prestar atención a una categoría
distinta: las lenguas “en peligro”. Estas son lenguas que aprenden cada vez menos niños como
lengua materna y que es previsible que dejarán de hacerlo con el tiempo si su proceso de declive
continúa. La conclusión de las estimaciones de Krauss se torna clara: el siglo XXI contemplará la
muerte del 90 % de las lenguas del mundo, si se mantienen las perspectivas actuales. Esto supone
un promedio de una lengua muerta cada dos semanas a lo largo del siglo, o unas 25 lenguas cada
año. Con la extinción de las lenguas, se afecta la diversidad de la especie humana, pues las lenguas
son el componente de esta variabilidad en tanto estas “recogen”, “contienen” y “trasmiten” los
conocimientos de los hombres. Al respecto, se debe tener en cuenta que una lengua es una
representación de un grupo de gente y la sociedad en que vive, que representa su manera de vivir,
sus peculiaridades, sus creencias, su geografía.
En cuanto a la distribución geográfica de las lenguas, esta varía enormemente entre las diversas
regiones del mundo, según los datos de Ethnologue, por lo que la pérdida de la diversidad
lingüística afecta muy desigualmente a países y continentes. Además, se ha identificado que
tampoco sigue un patrón uniforme. Por continentes, Europa contiene el 3% de todas las lenguas
del mundo, mientras que América alberga el 15%; África, el 30%; Asia, el 33%; y Oceanía y el
Pacífico, el 19%. Aun así, los datos parecen avalar los pronósticos más pesimistas y un claro
sentimiento de catástrofe, como lo expresa el lingüista Robert Dixon, estudioso de lenguas de
Oceanía, Indonesia y Australia, la zona con mayor diversidad lingüística: “No se puede hacer
nada por invertir ni parar el movimiento de reducción continuo del número de lenguas distintas
habladas en el mundo, aunque el ritmo de reducción pueda ser ralentizado. Al principio, había
7000 lenguas distintas; en 2100, habrá muchas menos, quizá solo unos cientos”.
Por qué importa y preocupa la diversidad lingüística del mundo
Con relación a lo señalado sobre la situación de las lenguas en el mundo, preocupa el hecho de
que se vea amenazada la conservación de la diversidad cultural y, por supuesto, lingüística, ya
que es un bien preciado que se debe “conservar y proteger”. Así, en los últimos años, además de
un creciente interés académico, que se traduce en investigaciones y publicaciones al respecto, han
surgido toda clase de iniciativas tanto por parte de instituciones académicas, gobiernos,
organismos internacionales como por asociaciones y fundaciones privadas que tienen por objeto
el estudio y la preservación de la diversidad cultural y, en especial, lingüística. Sin embargo, se
debe tener en cuenta que, en la medida en que expertos y grupos militantes se dirigen a un público
amplio con el propósito de llevar a cabo una labor de concienciación y difusión de sus puntos de
vista en favor del respeto de la diversidad lingüística, recaudan fondos públicos y privados,
proponen iniciativas legislativas, medidas políticas y hasta declaraciones internacionales, tienen
que presentar una defensa de sus planteamientos y reivindicaciones, por lo que parece saludable
abrir la discusión acerca de las justificaciones que ofrecen de su causa. De esta manera, se ha
identificado algunos argumentos (4) que más se utilizan en favor de la diversidad cultural y se
relacionan principalmente con las consecuencias de la muerte de las lenguas.
En primer lugar, predominan los argumentos relacionados con la defensa de la biodiversidad, ya
que se sostiene que la extinción de una lengua genera como consecuencia la pérdida de la
diversidad cultural vinculada al pueblo que habla la lengua extinta. Así, defensores de esta
corriente se han basado en analogías biológicas y han adoptado un patrón ecológico o
evolucionista. Es comprensible que quienes se interesan por el problema de la destrucción de las
lenguas encontraran inicialmente un modelo en las preocupaciones de biólogos y ecologistas por
la extinción de las especies animales y vegetales. En esta perspectiva, existe la idea de que el trato
humano con los diversos entornos naturales se deposita en las diversas lenguas, lo que puede ser
recogido por el tercer tipo de argumento.
En segundo lugar, se plantea la necesidad de defender la integridad de su objeto o campo de
estudio en tanto las lenguas constituyen la materia de estudio del interés científico de la diversidad
lingüística. Si bien las investigaciones se pueden realizar con los datos existentes de lenguas
extintas, por ejemplo, estas tendrían una data limitada y, quizás, sería difícil contrastarla con
estadios o producciones en contextos variados. Por el contrario, los estudios de lenguas vivas
permiten una mayor variabilidad de propuestas investigativas, acceso a datas variables,
contrastación, comparación y verificación constante, además de producción de diversos
materiales. Allí radica el valor e interés de especialistas en la defensa de la revitalización de
lenguas con el objetivo de evitar que se extingan las lenguas que representan importantes campos
de estudio.
En tercer lugar, otra línea argumental versa sobre la idea que relaciona las lenguas con el
patrimonio cultural en tanto considera a estas como depositarias e ingredientes esenciales del
patrimonio de un pueblo o de la humanidad. Esta idea de “bien cultural” que cubre cualquier
“manifestación o testimonio significativo de un grupo humano” asume que la desaparición de
lenguas sería un atentado contra un bien nacional. Esto se debe al hecho de que estas representan
el conocimiento de un determinado pueblo, puesto que no son solamente un recurso usado para
comunicarse, sino que son un receptáculo de la historia y el marcador más importante de la
identidad de una cultura.
Sin embargo, en torno a este planteamiento, se han generado algunos cuestionamientos. Así, no
son pocas las paradojas causadas por la noción amplia de patrimonio cultural, que podría ser
incontrolable, de modo que “todo es potencialmente patrimonializable”. Otra principal
contradicción, en lo que concierne a las lenguas, radica en el hecho de que cuando algo es
conservado como patrimonio cultural se ha alterado radicalmente su situación y sentido: se
convierte en objeto de contemplación estética, ilustración histórica o incluso de símbolo. En el
caso de las lenguas, esa transformación significa pasar de medio de comunicación vital a pieza de
museo, como objeto de interés científico, histórico o estético. Por eso, conviene llamar la atención
sobre la diferencia que existe entre la preservación de una lengua, que requiere una labor de
documentación y registro, a través de archivos sonoros o de la confección de gramáticas y
diccionarios, por contraste con su mantenimiento como forma de comunicación activa y
cambiante en las relaciones y usos comunes de la vida social.
La cuarta línea se centra en la función identitaria de las lenguas y pretende enfatizar la lealtad
hacia su lengua de parte de los hablantes de las lenguas minoritarias. Esta es menos utilizada de
forma expresa y directa, pues suele aparecer en relación de complementariedad tácita con la
tercera, con la que se combina a menudo. No obstante, en ambos argumentos, existe la implicancia
de una pérdida de identidad de todo un grupo social ante la extinción de su lengua. No obstante,
es importante señalar que el término identidad en los últimos 15 años es bastante confuso tanto
desde el punto de vista analítico como normativo. Incluso, Rogers Brubaker, uno de los más
perspicaces estudiosos de la etnicidad y el nacionalismo, abogan claramente por eliminarlo como
categoría de análisis en las ciencias sociales.
Desde un punto de vista moral y político, esto supone un grave riesgo al crear la ilusión óptica de
una identidad categórica, de rasgos comunes típicos compartidos por sus miembros y solo por
ellos, y las consiguientes expectativas sobre el modo correcto de ser miembro de un grupo o
comunidad. En las discusiones sobre lenguas, se advierte muy bien esta tendencia, sobre todo
entre los nacionalistas, aunque no solo ello, a la adscripción de una identidad categórica a los
individuos. Así, por ejemplo, el hecho de que una inmensa mayoría de los vascos tenga el español
como lengua materna y medio habitual de comunicación no impide que los nacionalistas
proclamen el euskera como la lengua propia de los vascos. Y, por citar otro caso, como ha
señalado Connor Cruise O’Brien, es bastante sorprendente que la Constitución de Irlanda defina
el irlandés como la primera lengua del país, al ser el inglés la lengua materna de la gran mayoría
de los irlandeses, en la que se comunican y en la que redactaron también el texto constitucional.
Son ejemplos de la identidad que se construye en torno a lo que se establece como expectativas
sobre lo que significa ser un buen vasco o un buen irlandés. Esas pretensiones esencialistas
justifican luego las políticas de normalización lingüística o cultural que se imponen a las personas
reales para que se amolden a esa identidad predeterminada.
El valor comunicativo de las lenguas
Una lengua es un tipo de conocimiento o competencia cognitiva, registrado en la mente/cerebro
de los hablantes individuales y que se ejercita a través del comportamiento comunicativo de estos.
En ese sentido, las distintas lenguas naturales, como el chino o el latín, no tienen entidad ni vida
propia al margen de las interacciones comunicativas de los hablantes, y mucho menos cabe
dotarlas de intencionalidad; como es obvio, ni asesinan ni se suicidan. Así, una lengua es un
conjunto de regularidades o convenciones que emergen de los intercambios comunicativos de
incontables individuos a lo largo de generaciones y que evolucionan gradualmente en razón de
los efectos acumulativos de innumerables actos de comunicación. Al decir que evolucionan, se
hace referencia simplemente al hecho de que tales regularidades lingüísticas se distribuyen
dinámicamente, incrementando o disminuyendo su frecuencia relativa, dentro de una población
humana.
¿En qué consiste, entonces, la muerte de una lengua? Dejando a un lado los casos trágicos de
verdadera desaparición física de los hablantes, hablamos en general de un proceso de asimilación
lingüística por el que los hablantes de una lengua aprenden otra y, con el tiempo, dejan de usar la
primera o de transmitirla a sus hijos. En una población dada, el empleo de una lengua se extiende,
a la vez que el de otra se contrae hasta caer en desuso. Este cambio puede ser lento o acelerarse
extraordinariamente según las circunstancias, pero requiere el relevo generacional, dado que el
aprendizaje de una lengua tiene un periodo crítico, durante la infancia, después del cual se
convierte en algo generalmente laborioso y difícil. Por describirla de la manera más esquemática
posible, la asimilación lingüística supone siempre dos etapas: a) los miembros de una población
más o menos monolingüe adquieren competencia en una segunda lengua, cuyo uso se generaliza,
y b) con el tiempo, la primera lengua va cayendo en desuso y deja de ser aprendida por las nuevas
generaciones. Entonces, cuando hablamos de la muerte de una lengua, estamos describiendo el
efecto social acumulativo de muchas decisiones y actos comunicativos.

Por consiguiente, la muerte de una lengua implica la eliminación de toda posibilidad de que se
formen neohablantes y se siga trasmitiendo de generación en generación. En realidad, ni siquiera
posibilita la comunicación en un uso simbólico. Para revertir el riesgo de extinción, no queda más
remedio que impedir alguno de los dos pasos de la secuencia: o bien se interfiere para que los
miembros del grupo no dejen de ser monolingües o bien se impide que dejen de ser bilingües. Son
opciones con implicaciones bien distintas, que se confunden o se disfrazan con demasiada
frecuencia en las medidas de política lingüística. Aquí, sin embargo, me gustaría considerar mejor
por qué sucede ese proceso de sustitución de una lengua por otra, pues entre tantas referencias a
lo fascinante que son las lenguas como organismos vivos u objeto de estudio, a su condición de
legado cultural o seña de identidad de un grupo, parece olvidarse su función comunicativa con
respecto a la cual los otros aspectos son derivados.
Atendiendo a esta dimensión social, se puede contemplar a las lenguas como redes que facilitan
la comunicación entre sus hablantes. En este sentido, hay que señalar un factor básico, como es
el tamaño de la red: cuanta más gente usa la red, más atractiva resulta. Simplemente, ofrece más
oportunidades de comunicación, que incluye una gama más amplia y diversa de bienes y servicios
de todo tipo basados en el lenguaje. A la inversa, cuanta menos gente está conectada por medio
de una red, menos incentivos para participar en ella. Hay que notar que este principio del valor
comunicativo de las lenguas puede poner en marcha una dinámica de retroacción positiva o
retroalimentación, que puede culminar en la decantación social hacia otra lengua e, incluso, como
se ha señalado, en verdaderas estampidas de una lengua a otra: por la sencilla razón de que cuantas
más oportunidades de comunicación ofrece, más gente se suma; y, cuanta más gente se suma, más
oportunidades de comunicación ofrece. Así, una dinámica de expansión de algunas lenguas
conlleva correlativamente una espiral descendente en otras lenguas.
Si descuidamos esta función como redes de comunicación social oscurecemos, por una parte, las
relaciones entre lenguas y, también, el comportamiento de los hablantes que subyace a estas. El
sociólogo Abram de Swaan ha explicado que, bajo la abigarrada proliferación y confusión de
lenguas, se esconde un claro orden, un patrón ordenado en las conexiones entre ellas mismas.
Contrario a lo que dice el mito de Babel, las lenguas están conectadas unas con otras a través de
hablantes bilingües o multilingües, a saber, individuos cuyos repertorios lingüísticos incluyen más
de una lengua. Sin embargo, dichas conexiones no se producen al azar, sino que siguen un patrón
fuertemente jerarquizado, que responde al potencial comunicativo de cada lengua.
En otras palabras, las personas no aumentan su repertorio lingüístico de manera caprichosa sino
para maximizar sus oportunidades de comunicación o potencial comunicativo de su repertorio
lingüístico. ¿Cómo se define el potencial comunicativo de una lengua? Según De Swaan, este es
el producto de dos factores: por una parte, la prevalencia o extensión de una lengua, que hace
referencia al número de personas que incorporan esa lengua en sus repertorios lingüísticos dentro
de una población dada, y, por otra, su centralidad, que viene dada por la proporción de hablantes
multilingües que son competentes en esa y otras lenguas. En otras palabras, el potencial
comunicativo de una lengua en una determinada constelación viene dado por el producto de la
proporción de sus hablantes en esa constelación, el número de sus hablantes con relación al
conjunto de hablantes de esa constelación, y de la proporción de sus hablantes multilingües, el
número de individuos que conocen esa lengua y al menos otra lengua más, dividido por el número
de hablantes que hablan más de una lengua en la constelación. El chino es, seguramente, la lengua
más extendida, en tanto que el inglés es la lengua más central de nuestro tiempo. La prevalencia
o extensión de una lengua mide las posibilidades de comunicación directa que ofrece, mientras la
centralidad mide las oportunidades de comunicación indirectas, de acceso a otras lenguas a través
de traductores e intérpretes.
De Swaan plantea de forma convincente que, si las elecciones lingüísticas de los individuos están
guiadas por el potencial comunicativo de sus repertorios lingüísticos, entonces las relaciones entre
lenguas, en tanto medios de comunicación, son fuertemente asimétricas. Para ello, se debe notar
qué lenguas aprende la gente, pues, como ha señalado Louis-Jean Calvet, las personas aprenden
o quieren que sus niños aprendan siempre una lengua con mayor, o al menos el mismo, potencial
comunicativo que la suya propia. Una asimetría que apenas puede encubrir la retórica al uso sobre
la igualdad de las lenguas, que resulta confusa para explicar los fenómenos de desgaste o
sustitución lingüística que están detrás de la pérdida de la diversidad lingüística por la razón de
que pretende ignorar el valor comunicativo que tienen las lenguas en una determinada
constelación lingüística.
Diversidad en la diversidad: el conflicto de valores
De lo anterior se desprende no solo la necesidad de contar con el valor comunicativo de las
lenguas, sino también la importancia de poner en claro los microfundamentos del cambio
lingüístico, contemplado como el efecto acumulativo de muchas decisiones individuales. Resulta
inquietante la tendencia a adoptar, en los debates sobre la diversidad cultural en general, un punto
de vista holista que empaña tanto el análisis como la discusión normativa. Este es un aspecto en
el que apenas se repara, como si fuera un simple desliz en la forma de expresarse, en el que
incurren con toda naturalidad incluso autores que se proclaman liberales, cuando se habla de “lo
que quieren o piden” los grupos y minorías etnoculturales, de su “voluntad de no asimilarse”,
etcétera.
No se trata solo de recordar los beneficios analíticos del individualismo metodológico. Con esa
manera aparentemente inocua de hablar de grupos y comunidades de cultura se cuela toda una
representación de la vida social internamente homogénea, compacta y bien circunscrita a lo
occidental. El problema es que, de esa forma, se encubren las diferencias y los conflictos que se
desarrollan en el interior de los grupos. Se los presenta, con frecuencia interesadamente, como
bloques monolíticos, casi agentes supraindividuales, a los que se asigna un conjunto de
preferencias bien definido, cuando en realidad sabemos que las demandas en nombre de la
comunidad pueden ser contradictorias y que rara vez hay unanimidad de preferencias entre sus
miembros; que sus señas de identidad son materia de casuística y controversia interminables, que
solo cobran relieve en determinadas circunstancias sociales, si no son deliberadamente inventadas
en otras, y que la definición del propio grupo está sujeta, no pocas veces, a contestación interna.
De ahí que sea imprescindible tomar a los individuos, en lugar de grupos o comunidades, como
unidad de análisis, en nuestro caso en tanto agentes del cambio lingüístico, sin perder de vista los
diversos fines e intereses que persiguen, muchas veces incompatibles.
En este sentido, el lingüista Salikoko Mufwene ha señalado la necesidad de interpretar el proceso
de desaparición de una lengua como la consecuencia de las respuestas de sus hablantes a las
condiciones cambiantes de su entorno social y económico. Como certeramente apunta, en la
literatura sobre la muerte de las lenguas parece que solo importara la pérdida de las tradiciones y
de la lengua ancestral, sin que se preste la menor atención a las ventajas que los hablantes pueden
o esperan conseguir con los cambios en sus condiciones de vida. Así, esta sería su principal crítica:
Los lingüistas de forma típica han lamentado la pérdida de la diversidad lingüística. Pocas veces
se han fijado en los hablantes mismos, en términos de sus motivaciones y de los costes y
beneficios que les supone abandonar sus lenguas. Rara vez se han ocupado de la cuestión de si
la supervivencia de una lengua implicaría una adaptación más adecuada de sus hablantes a la
ecología socioeconómica cambiante. Han censurado la pérdida de las culturas ancestrales, como
si las culturas fueran sistemas estáticos y la emergencia de otras nuevas, en respuesta a esas
ecologías cambiantes, fuera necesariamente peor.

Estas palabras incitan el planteamiento de algunas preguntas sobre las implicaciones sociales de
mantener viva una lengua en determinadas circunstancias: ¿podemos evitar que grupos de
cazadores recolectores se establezcan como pastores o agricultores para evitar que pierdan las
costumbres, tradiciones o la lengua asociada con tal modo de vida? ¿O que la gente de las aldeas
abandone su entorno rural para buscar mejores oportunidades de vida en las ciudades? Podemos
saber cómo preservar la integridad del entorno ecológico natural de una especie amenazada,
impidiendo o limitando el acceso humano, pero no hay comparación posible con la preservación
de una lengua que hablan cien o doscientas personas: ¿acaso es posible aislar esa comunidad o
limitar sus contactos con el mundo exterior para mantener una forma de vida congelada en el
tiempo?
La cuestión es que hay que considerar también el precio por conservar la diversidad lingüística
en ciertas circunstancias. Es un asunto crucial para abrir la discusión normativa sobre la muerte
de las lenguas y que, por ello, conviene entender bien. En otras palabras, sería recomendable que
los defensores de la diversidad lingüística, y cultural en general, hicieran más caso de otra forma
de pluralismo: el axiológico. Como han explicado filósofos como Isaiah Berlin, el pluralismo de
valores significa que los fines, ideales o valores que los hombres persiguen no componen ni
pueden componer un conjunto coherente y armónico. Los bienes humanos no solo son diversos,
sino incompatibles entre sí, y entran inevitablemente en conflicto. La pretensión de una
armonización definitiva es conceptualmente inconsistente: ninguna vida humana, ninguna
sociedad, puede contener todos los valores, dado que la realización de algunos solo puede hacerse
a expensas de otros. Seguramente encierra una enseñanza amarga, que tenemos tendencia a
olvidar: la idea de que no podemos tener todas las cosas buenas y que estamos condenados a elegir
entre opciones valiosas, y no solo entre cosas buenas y malas.
Por ello, la reflexión sobre el valor de la diversidad lingüística debe ser repensada profundamente
y no de forma descontextualizada, sin considerar sus costes en términos de otras cosas que se
valoran, dadas las circunstancias. El debate normativo acerca de la muerte y conservación de las
lenguas no puede rehuir ese balance, que pasa por establecer prioridades y considerar sacrificios,
como ocurre en las situaciones reales de elección, personales o políticas.
Se trata de cuestiones muy complicadas, apenas esbozadas aquí con la intención de profundizar
en torno a la diversidad lingüística. Entonces ¿se debe priorizar la supervivencia de las lenguas o
“la suerte” de sus hablantes?

Tomado y adaptado de
TOSCANO, Manuel
2006 “La muerte de las lenguas. Una reflexión crítica sobre el conservacionismo lingüístico”.
Claves de Razón práctica. Madrid, número 160, pp. 32-39. Consulta: 7 de setiembre del
2021.
http://webpersonal.uma.es/~MTOSCANO/TrabajosPDF/muertedelenguas.pdf

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