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En: Hablar de poesía nº 17, año IX (2007), pp. 101-122.

POESÍA Y FILOSOFÍA

Martín Zubiria
Universidad Nacional de Cuyo
Conicet

El tema – “poesía y filosofía” – no quiere ser en esta ocasión objeto de un ensayo; no


habrá de “enriquecerlo”, según suele decirse, el aporte de un nuevo “punto de vista”; sea
que éste proceda de alguna nueva clave hermenéutica o simplemente metodológica. No
pretende ser objeto de una consideración que se proponga corregir ciertas perspectivas o
incluir algún elemento novedoso en el examen de una cuestión casi tan antigua como
nuestra propia historia. Pero puesto que nuestro tema, tal como ha sido formulado,
carece de la debida determinación y podría dar lugar a falsas expectativas – entre otras,
la de que podríamos intentar una comprensión plural del mismo, acaso de alcance
“interdisciplinario” (!), como reclama por doquier la Submodernidad – nos vemos
obligados, a modo de introducción, a trazar sus límites con mayor nitidez.

Señalaremos, en tal sentido, para comenzar de manera negativa o purgativa,


cuatro modos posibles de abordar el tema, cuatro vías de acceso a él por las que no
habremos de internarnos en esta ocasión y que permanecerán así cerradas para nosotros.
En primer lugar, no nos hemos propuesto meditar acerca de la presencia de la filosofía
en la obra de los poetas; ni siquiera en la de aquellos que, como Lucrecio, Dante o
Goethe, recibieron el nombre de “poetas filósofos” (Santayana). Nada tan esclarecedor
al respecto como el testimonio de un hombre a quien no puede negársele autoridad en
esta materia, por haber meditado largamente acerca de cuánto es lo que en rigor deben
los grandes poetas a tales o cuales doctrinas filosóficas. Nos referimos a T. S. Eliot,
quien acaba por concluir que esa deuda “carece de importancia” (Points of View,
Londres 41947, p. 37), porque en la poesía lo que ante todo cuenta es “la ilusión de un
aspecto de la vida” (p. 36).
Tampoco solicitará nuestra atención, ya en segundo lugar, el caso inverso,
conviene a saber, la presencia de la poesía en la obra de los filósofos; aun cuando, para
recordar un ejemplo que bien puede llamarse “clásico”, sean poco menos que
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incontables las citas homéricas esparcidas a lo largo de los diálogos de Platón. Por lo
demás, ¿no cabría ver en esto de la presencia de la poesía en la obra de los filósofos, un
indicio revelador de que, siendo la poesía simple ficción, como sostienen algunas teorías
al uso, toda especulación filosófica anterior a la aparición del llamado Positivismo
Lógico o a la práctica del “análisis del lenguaje” es mero verbiage, el fantástico
embeleco de una razón a la que hay que despertar de sus ensueños “poéticos” acerca de
la verdad y de lo absoluto? Aun suponiendo que ello fuese así, no habremos de
ocuparnos, decíamos, en la mencionada presencia. Que otros acudan a lo que otrora fue
la filo-SOFÍA para poner al descubierto su pretendida naturaleza “ficcional” – sit venia
verbo! –, “poética” o incluso “mitológica” (Derrida). Ya no nos es posible continuar
adheridos al rechazo “moderno”, en sentido singular, de la metafísica, ni prolongar
tampoco el pathos de ese rechazo desde la avidez deconstructiva de la Submodernidad.
Por lo que toca al juicio de los posmodernos, la esfera que los encierra, la del LENGUAJE
diferenciado en sí mismo (cf. H. BOEDER, Die Installationen der Submoderne, Zur
Tektonik der heutigen Philosophie, Würzburg 2006), nos confiere una libertad
bienhechora ante el imperativo de la moda intelectual que obliga a seguirlo a pie
juntillas.
Un tercer modo de abordar el tema consiste en orientarse hacia aquellos textos
donde la poesía y la filosofía parecen vincularse tan estrechamente que sus respectivos
límites acaban por desdibujarse. Aquí viene a cuento Platón, otra vez, con sus célebres
mitos, o bien, para situarnos en sus antípodas, Nietzsche, con su solitario y
estremecedor Zaratustra. Ello es que tampoco vamos a demorarnos en el examen de
esta clase de escritos, en su determinación genérica, o en la consideración de esa suerte
de unidad primigenia donde la poesía y la filosofía parecen hablar con una sola y única
voz. Y no lo haremos, porque esa unidad, esa fusión característica de no pocos textos de
las antiguas civilizaciones orientales – ¡cómo no mencionar aquí el Bhagavad Gita! –
que a no pocos intelectuales se les antoja un modelo hacia el cual, como hacia un
profundo desiderátum debería tratar de marchar – ¿de regresar? – la cultura occidental,
no pasa de ser un estado de confusión donde el pensamiento no logra alcanzar su
verdadera libertad frente al universo de las representaciones sensibles (cf. M. Z.,
Confucio, Laudse, Buda. Las doctrinas sapienciales de la antigüedad clásica en el
Lejano Oriente. Buenos Aires, Quadrata, 2005). Es precisamente esa falta de autonomía
lo que lo obliga a adoptar la forma del discurso mítico o bien la de ciertas narraciones
que, ahítas de elementos simbólicos, no han dejado de ser consideradas como una fuente
de autoridad. Por sólo recordar lo que ha significado el Corpus Hermeticum para no
pocas sectas gnósticas.
Tampoco debe esperarse de esta exposición, ya en cuarto y último lugar, una
suerte de reflexión personal, elaborada en sentido filosófico, acerca de la poesía, de su
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naturaleza y valor, de su significado último, o bien de la función que cabría asignarle


dentro del ámbito de nuestra cultura submoderna. Y si declaramos nula también esta
cuarta vía de acceso al tema, ello obedece a la situación radicalmente crítica en que se
halla el pensamiento filosófico a causa de la aparición del “pluralismo radical”. Bien se
comprende que, ante el mismo, una reflexión “filosófica” acerca de la poesía
difícilmente podría legitimarse con una necesidad que no fuese la del mero interés
particular. En tal caso, cuando la reflexión no se ve animada por la cosa propia de la
filosofía, no es raro que sus esfuerzos cobren la figura abigarrada de esa hidra insaciable
llamada “ensayo”, cuyas cabezas no sería capaz de cortar el propio Hércules. Hoy
estamos habituados, como si se tratase de algo normal, a escuchar la expresión:
“filosofía de esto”, “filosofía de aquello”. Parece que basta con apelar a los tecnicismos
del lenguaje filosófico para creer que uno puede “filosofar” a su sabor acerca del asunto
que fuere, aun cuando la relación que ello guarde con la cosa propia de la filosofía sea
nula o quimérica. Esto parece dejar a la legión de los ensayistas en materia filosófica en
la más plácida indiferencia. Sea de ello lo que fuere: si la Filosofía Primera, si la
llamada “Metafísica” no es más que un espantajo del pensamiento privado, en cuanto
saber, de todo asidero, según se desprende de la meditación de Marx, de Nietzsche, de
Heidegger, ¿cómo no ha de ser vana, a fortiori, toda filosofía segunda, toda “filosofía
de...”?
Para que todo esto pudiese comprenderse con mayor nitidez haría falta un
desarrollo más prolijo, del que debemos prescindir en esta ocasión. Pero acaso baste con
lo dicho para justificar nuestra reserva frente a los posibles intentos, por fuerza
trasnochados, de dar con alguna nueva “poética”, con alguna “filosofía de la poesía”
forjada a partir de los elementos heteróclitos que para ello la especulación del pasado y
del presente podrían ofrecernos a manta de Dios. Como si fuese tan sencillo acceder al
presente o al pasado, así, de manera inmediata, con la misma facilidad con que
extendemos la mano para tomar un libro o una fruta. ¿Cómo es que dice nuestro Pedro
Salinas? “¡Qué fácil, todo al alcance! / ¡Si ya no hay más que tomarlo!” (Todo más
claro, I).

II

Entretanto parece haber llegado el momento de comenzar con las definiciones.


Pues si de algún modo hemos de ocuparnos en la relación que media entre “poesía” y
“filosofía” resulta indispensable una dilucidación previa de lo que se entiende aquí por
una y otra. Para comenzar por la filosofía, una vez más debemos reconocer llenos de
asombro cómo la pregunta heideggeriana por la Metafísica ha sido el punto de partida
de una reflexión que ha logrado concebir esa ciencia, en la unidad de su despliegue
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histórico, como el todo de un absoluto saber acerca de lo absoluto y de cuanto halla en


él, en ese “principio”, su fundamento último (cf. H. BOEDER, “Das Verschiedene im
‘anderen Anfang’”, en: Festschrift W. Marx, Hamburgo 1976, pp. 3-35). La reflexión de
marras distingue la totalidad de ese saber, la historia sui generis de lo que en nuestra
tradición ha sido el amor sapientiae – una historia que vive del reconocimiento debido a
la pareja dignidad y autonomía de sus tres épocas –, respecto de otra totalidad, la
surgida por obra de la meditación de la modernidad poshegeliana o posmetafísica. Tanto
aquella historia de la filo-SOFÍA, como este mundo de una meditación en cuyo horizonte
la SOFÍA resulta literalmente “utópica”, se articulan como una serie finita de posiciones
claramente diferenciadas y vinculadas entre sí. Poseen en cada caso, en efecto, una
constitución “lógica”, puesto que inteligible, no menos diáfana que la de un silogismo.
Y aunque esto no pase de ser aquí más que una simple afirmación, permitirá
comprender lo que diremos más abajo. Por lo que toca, por otro lado, a la poesía, el
modo en que nos ocuparemos de ella nos permite prescindir de una definición. No es
necesario que la llamemos, con Heidegger, “fundamento portante de la historia” (cf.
“Hölderlin y la esencia de la poesía”, § 5), o bien “nombrar fundante del ser y de la
esencia de todas las cosas” (Ibíd.). Y también podemos pasar por alto las definiciones
que de ella han dado los poetas, entre las cuales brilla con claridad siempre nueva,
aquella, altísima, de Shelley, que dice: “La poesía es una espada de luz siempre
desnuda, que consume la vaina que intenta contenerla” (Defensa de la poesía, trad. L.
Williams, Buenos Aires 1978, p. 41).
Pero sí resulta indispensable en este lugar salir al encuentro del más frecuente y
grave de los equívocos acerca de la poesía: el que consiste en reducirla sin más a uno de
sus géneros, conviene a saber, el de la lírica. El hecho, que responde sin duda a motivos
de diverso orden, no deja de ser extraño. Para la conciencia del hombre medio, incluso
para la del hombre que cabe considerar como “culto”, parece que sólo la lírica pudiese
ostentar con legítimo derecho el nombre de “poesía”. Basta con que alguien diga que
ama la poesía, o que frecuenta la obra de los poetas, para que tal afirmación sea
entendida de inmediato como expresión de un vivo interés por la poesía lírica. A tal
punto hemos venido, que podemos repetir ahora sin avergonzarnos la verdad de Pero
Grullo, de que la epopeya no es menos “poética” que una balada, ni el drama menos
“poético” que un soneto. Como bien sabemos, ha sido el drama moderno en prosa el que
ha contribuido, desde mediados del siglo pasado, con autores tan característicos como
Víctor Hugo, Chéjov e Ibsen, a forjar este curioso error de creer que al abordar la
lectura o al asistir a la representación de una obra dramática nos enfrentamos con algo
diferente de la “poesía”. Damos por sentado que, así como la narrativa constituye un
género propio frente a aquélla, así también el drama constituye otro género propio por sí
mismo, diferente de esos dos. ¿Tenemos conciencia, para volver por un momento la
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mirada hacia los orígenes de la poesía occidental, de que toda la tragedia griega, de que
toda la comedia griega (Aristófanes, Menandro), escritas íntegramente en verso, son una
pura creación poética? Lo mismo ocurre con las farsas y los dramas litúrgicos del
mundo medieval, lo mismo con la dramaturgia clásica de las grandes literaturas
europeas. Solemos pensar en Quevedo como en un poeta, en tanto que Calderón se nos
presenta como un “autor dramático”; tenemos a Ronsard por un poeta, pero a Racine
por un “trágico”; y cuando comparamos a Goethe con Schiller, el uno es el poeta y el
otro, en cambio, el “dramaturgo”. Contraposiciones fatalmente equívocas, porque
Calderón, Racine, Schiller, son, ante todo, poetas. Sus creaciones dramáticas se hallan
no menos distantes de la esfera de la prosa que las estrofas de Safo o los cantos de
Leopardi.
En rigor, si la llamada “literatura europea” debe ser cuidadosamente
diferenciada de la “poesía occidental” (cf. M. Heidegger, Was heisst Denken?,
Tübingen 31971, p. 154s.) es porque esta última cala de manera decisiva en la enjundia
misma del devenir histórico. De allí que la filosofía no haya podido permanecer
indiferente, ni a lo largo de su propia historia, ni dentro del mundo de la meditación
“moderna”, ante el reconocimiento unánime y constante tributado por doquier a la
palabra poética como una coordenada fundamental de la existencia humana. Es así
como podemos entrar, finalmente, en materia. Pues al ocuparnos del tema de estas
páginas lo hacemos con el propósito de esclarecer cómo se vincula la filosofía con la
poesía, de qué modo se sitúa frente a ella, en qué términos, para decirlo en una palabra,
la juzga. Pero no la filosofía sin más, como si pudiésemos contar con una doctrina
escolar y ahistórica de tal nombre, al modo de la llamada philosophia perennis, sino la
filosofía tal como ella misma se presenta de manera sucesiva en sus posiciones
fundamentales. Primero, en el todo de su HISTORIA; luego, en ese otro todo, diferenciado
de aquélla, que es el MUNDO de la meditación “moderna”.

III

Veamos primero qué ocurre en el todo de la HISTORIA y, más precisamente, en


cada una de sus tres épocas.
1. La Época Primera es la llamada “griega”. En su seno, la relación de la
filosofía con la poesía aparece caracterizada por Platón como una “antigua discordia”
(p£laia diafor£, Rep. 607 B). Ya Jenófanes, en efecto, censuraba a Homero y a Hesíodo
por haber atribuido a los dioses “todo cuanto es vergüenza e injuria entre los hombres”
(DK 21, B 11 & 12), y no fue menos duro el varapalo de Heráclito cuando dijo de
Homero que “es digno de ser expulsado de los certámenes y azotado, y (que) con
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Arquíloco habría que hacer otro tanto” (DK 22, B 42). Apenas si hace falta recordar una
vez más que Platón persiste en esa actitud “polémica” de los primeros filósofos cuando
decide que el mejor destino que puede dársele a la poesía, dentro de un estado ejemplar
en orden a la justicia, es el destierro. Del fundamento, más aún, de la bondad de tal
decisión, Platón no puede dudar, por haber sido la razón misma quien lo condujo hasta
ella (ὁ γὰρ λόγος ἡμᾶς ᾕρει , Rep. 607 B). Pero como la poesía es “música”, según la
genuina comprensión griega de este término, su destierro no podría significar una gran
pérdida para los hombres, si éstos fuesen capaces de cultivar y de conservar para sí la
verdadera “música”, esto es, la filosofía, que, lejos de ser un simple fruto del ingenio
humano, debe ser venerada como un don de las Musas, más aún, como su don
“supremo” (Fed. 61 A 3; cf. Tim. 88 C 5).
Sólo más tarde, en la posición aristotélica, será posible ver cómo desde la
filosofía misma nace, por primera vez, una “poética”, una doctrina con un lugar propio,
determinado metódicamente dentro de los límites conceptuales del sistema de la ciencia,
donde no sólo están presentes los saberes “teóricos” y “prácticos”, sino también los
“poiéticos”. Estos últimos, los productivos en el elemento del λόγος, son la “Retórica” y
la “Poética” misma. Ellos aseguran el lugar de la τέχνη en el mencionado sistema, que
no puede prescindir de ninguna de las virtudes dianoéticas, esto es, de ninguno de los
cinco medios de que dispone el alma para dar con la verdad (cf. Eth. Nic. VI 3, 1139 b
15ss.). Si puede causar cierto asombro el hecho de que Aristóteles no haya concebido
una “estética”, una filosofía de las llamadas “artes bellas”, aun cuando no sean
infrecuentes los ejemplos de la plástica y de la música que aparecen en sus obras, mayor
asombro todavía ha de causar la actitud de Aristóteles ante la poesía, porque además de
atenerse sólo a este arte, prescinde por entero de uno de sus géneros, la lírica,
representado por poetas a los que conoce perfectamente y a los que incluso cita en otras
obras suyas, tales como Arquíloco, Safo y Píndaro.
Todo el interés de Aristóteles se concentra a ojos vistas en la tragedia y en la
comedia, y si dirige su mirada también hacia la épica es porque esta forma de la poesía
se le impone como predecesora de aquéllas. Este modo diferenciado de considerar las
cosas obedece al concepto que el propio Aristóteles se forja del objeto específico o del
“qué” de la exposición poética. Este objeto es ante todo el hombre, pero no “en
general”, ni, menos aún, en cuanto simple particular, sino el hombre en la medida en
que obra o actúa. En rigor, el objeto propio del decir poético son las acciones humanas
(πρᾶξις), en la medida en que permiten juzgar la estatura moral de los sujetos que las
realizan. Sólo ello permite diferenciar lo que debe tomarse en serio (tragedia) de lo que,
bien mirado, se reduce a una nonada (comedia). De entre las formas de la exposición
poética, la más perfecta, por la unidad y el equilibrio de sus partes, y la más elevada, por
la nobleza de sus caracteres, es la tragedia, cuyo corazón se halla para Aristóteles en el
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μῦθος, esto es, en la articulación “lógica”, artísticamente concebida, de ciertos hechos


de valor ejemplar (“el paradigma debe sobrepujar”, 1461 b 13) que las narraciones
legendarias o “mitológicas” presentan entretejidas en una larga serie de sucesos
dispares; hechos que el buen poeta trágico sabe presentar como un todo de acciones
concatenadas vinculadas entre sí de manera necesaria y en relación con las cuales se
impone el juicio “de la eticidad”, llamado así porque hace valer por doquier, en la esfera
del obrar humano, la diferencia entre “cómo es” y “cómo no debe ser”. Pero si la
Poética sabe cómo se compone un μῦθος según las reglas del arte, no por ello es
“mitológica”; no por ello se ocupa de la mitología, ni tampoco, para decirlo con
Aristóteles, de la teología. Si Karl Reinhardt pudo pensar en Esquilo como “regisseur y
teólogo”, lo cierto es Aristóteles no dice una sola palabra acerca de una conjunción
semejante. Él sí dice expresamente, por el contrario, que los antiguos teólogos, tales
como Hesíodo y los primeros que filosofaron, hablaron de lo divino en términos que
sólo para ellos podían ser persuasivos, pero no ya para nosotros (Met. II 4, 1000 a 5).
Cuando se trata de cuestiones teológicas, la única fuerza de persuasión que admite el
pensamiento es sólo la de la “ciencia primera”. La presencia de la Poética en el sistema
del saber aristotélico no permite, ni mucho menos, justificar la distinción de dos clases
de verdad: una “lógica” y otra “poética”.
Ello no obstante, la poesía y el arte que la gobierna no resultan excluidos del
todo de la verdad configurado arquitectónicamente como un sistema. Ya el τόπος que en
él se le asigna muestra la primacía de la Poética frente a la Retórica; ésta remite, a su
vez, en virtud de una reflexión atenta al orden de los fundamentos, a la primera de las
ciencias prácticas: la Política, a la que, por su parte, permanece subordinada la Ética. Y
ésta remite, por último, según una reflexión análoga a la mencionada, a la primera de las
ciencias teóricas: la Teología, a la que, por su parte, permanece subordinada la Física
(Para una más amplia y fundamentada exposición de lo que acabamos puntualizar, cf.
H. BOEDER, “Der Begriff in der aristotelischen Poetik” en: Das Bauzeug der
Geschichte, ed. G. Meier, Würzburg 1994, 257-277).

2. ¿Qué es lo que ocurre en la Época Media? Lo característico de la misma es


que en ninguna de sus tres posiciones fundamentales, designadas con los nombres de
Plotino, de Agustín y de Tomás de Aquino, aparece la poesía como objeto propiamente
dicho de la especulación filosófica. Para ninguna de esas posiciones la poesía es una
realidad cuya naturaleza, cuya verdad, cuya validez el intelecto deba esclarecer
puntualmente. Sin desmedro de lo cual resulta sobremanera significativa la actitud que
frente a ella adopta San Agustín, tal como lo muestran algunos breves pasajes
entresacados de su inmensa obra. Puesto que la poesía forma parte, por derecho propio,
de la enseñanza reservada a los hombres libres, no puede negársele un cierto valor
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propedéutico respecto del verdadero saber (cf. De ordine, I 8, 24). Las artes liberales, si
son cultivadas con la debida moderación, si no se vuelven un fin en sí mismas, “nos
tornan más despiertos, constantes y cuidadosos para el abrazo de la verdad, para
apetecerla más ardientemente, para conseguirla con más ahínco y unirse así más
dulcemente a aquello que llamamos beata vita” (Ibíd.).
La poesía es reconocida, sí, pero como un bien de carácter transitorio, que ha de
ser luego abandonado. Si no es enteramente ajena al orden de la verdad, tampoco se
identifica con él y ocupa, por ende, una posición ancilar frente al mismo. Porque la
belleza de la poesía, la música de sus “metros”, ingresa en un cono de sombra cuando
comienza a brillar en el interior del hombre otra luz. La que le hace decir: “Confieso
que la filosofía es más bella que Tisbe, que Píramo, que la famosa Venus y Cupido, y
todos los otros amores de este género” (21). Pero a diferencia del juicio que merecen las
doctrinas falsas y engañosas acerca de Dios, de la naturaleza, por Él creada, del hombre
y su redención – doctrinas que la filosofía no puede dejar en pie, porque le prestan voz
no sólo a lo que no es, sino a lo que no debe ser –, la poesía es admitida y valorada en
cuanto tal, si bien de un modo que responde menos a consideraciones estéticas que al
interés por el conocimiento mismo de la verdad. De allí que San Agustín, al deplorar
aquella época de su vida en que se vio seducido por la confusión maniquea exclame:
“¡Cuánto mejores eran las fábulas de los gramáticos y poetas que todos aquellos
engaños. Porque los versos y la poesía y la fábula de Medea volando por el aire son
ciertamente cosas más útiles que esos otros engaños que dan muerte al que los cree.
Porque los versos y la poesía los puedo convertir en vianda sabrosa” – esto es, puedo
servirme de ellos para expresar la verdad – “y en cuanto al vuelo de Medea, si bien lo
recitaba, no lo afirmaba, y si gustaba de oírlo, no lo creía” (Confesiones, III 6, 11).
Y así como la inteligencia pura de la verdad ha de preferirse a la expresión
sensible o “poética” de la misma, así también el arte con que se forja el verso ha de
preferirse al verso mismo. Pues si lo propio de éste no es tanto el recreo de la mente
como el halago del oído, el arte con que el poeta crea sus versos no habla ni al oído ni a
ningún sentido en particular, sino sólo a la razón. La belleza y la armonía del metro
acaba con cada verso, con cada poema, pero el arte con que éste ha sido forjado vive
más allá de ellos; su belleza, no sujeta a medidas temporales ni al devenir del discurso
poético, es la de un saber unitario que abraza en un único “ahora” todos los elementos
que permiten crear un verso, un poema, una tragedia. Porque a diferencia del arte que
los engendra, el verso sólo puede ser comprendido según el orden sucesivo de los
elementos que lo componen, y si el verso es bello, lo es porque revela los vestigios
recónditos de aquella suprema belleza que el arte mismo atesora de modo fijo e
inmutable (Cf. De vera rel. XXII, 42; Plotino V 8, 1, 24-26).
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3. Al avanzar ahora hacia la Última Época de nuestra historia filosófica, cuyas


posiciones fundamentales se vinculan con los nombres de Kant, de Fichte y de Hegel,
fácil es advertir que, por lo que atañe a la poesía, es Hegel quien le presta una atención
más profunda y sostenida. Sus “Lecciones sobre la estética” – ese grandioso desarrollo
de los pocos y breves parágrafos de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas donde el
arte es concebido como una manifestación del Espíritu absoluto – concluyen
precisamente con una extensa “Poética”, cuya sola lectura basta para convencernos de
que no fue un mero rapto de entusiasmo el que movió a los contemporáneos de Hegel a
llamarlo “el Aristóteles germano”. La mencionada “Poética” se divide en tres partes: la
primera esclarece las diferencias que separan la obra de arte poética de la obra de arte en
prosa; la segunda, dedicada a la consideración de la expresión propiamente poética,
determina primero la índole del pensamiento poético en cuanto representativo, luego la
del lenguaje que le es propio y, por último, los elementos necesarios para la
versificación. La tercera parte, la más extensa, por lejos, de las tres, se detiene por
separado en cada uno de los tres grandes géneros de la poesía, el épico, el lírico y el
dramático, a los que Hölderlin llamó “sagrados” por su capacidad para transfigurar el
universo de la realidad inmediata (cf. Stutt. Ausg. Vol. 4, p. 288).
Para atenernos a lo absolutamente indispensable debemos señalar sólo lo
siguiente. A diferencia de la “poética” aristotélica, la de Hegel se halla supeditada a
principios estéticos generales, tales como la belleza y la facultad de creación artística.
Es así como la consideración hegeliana de la poesía en cuanto “obra de arte” forma
parte de un todo más vasto, a saber, el de una ciencia que, en lugar de “estética”, debería
llamarse, con mayor propiedad, “filosofía del arte bello” (cf. Vorlesungen über die
Aesthetik, ed. Fr. Bassenge, Berlin 31976, vol. I, p. 13). En el desarrollo de esta ciencia,
la Poesía se ve precedida en sentido retrospectivo por la Música, la Pintura, la Escultura
y la Arquitectura, a lo largo de un movimiento de determinación progresiva de las artes
particulares, que va desde la configuración simplemente abstracta –arquitectónica– de la
materia, hasta la interioridad casi inmaterial del lenguaje articulado: el de la palabra
poética.
A diferencia de Aristóteles, para quien sólo la “Retórica” y la “Poética”, de entre
el conjunto de las artes (τέχναι), poseen un lugar propio en el sistema de la ciencia,
Hegel da cabida en su “Estética” a la serie íntegra de las “bellas artes” – entre las que no
se cuenta la “Retórica”–, y la primera de las cuales es la “Poesía”. Pues ésta, al
realizarse, prescinde casi por entero de la materia – no necesita ni piedras, ni argamasa,
ni mármol, ni telas, ni pigmentos –, de modo que en ella el espíritu habita ya en su
propia esfera. “Pero si la poesía tiene el privilegio de reproducir el conjunto de las
formas de lo bello de un modo más espiritual” (op. cit., vol. II, p. 335); si precisamente
por ello tiene como misión suprema revelar a la conciencia las fuerzas rectoras de la
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vida interior (cf. p. 339), “por lo que ha sido y es todavía la más eficaz y universal
maestra del género humano” (ibíd.), no ha de extrañar entonces que se halle situada por
encima de la prosa del llamado pensamiento científico y, al mismo tiempo, por debajo
del pensamiento religioso. “Las fronteras del mundo de lo bello son, en efecto, por un
lado, la prosa de la realidad finita y del pensamiento vulgar, por sobre las que asciende
el arte como la verdad de la mismas, y por otro, las esferas superiores de la religión y de
la filosofía, en las que el arte cede paso a una concepción de lo absoluto desvinculada en
mayor grado todavía de lo sensible” (p. 335). Si los antiguos honraron la historia como
magistra vitae, he aquí que la poesía, universa humani generis magistra, en el juicio de
Hegel, es para la posición de este último, como para la aristotélica, más verdadera que la
historia. La mirada poética se aproxima a la del pensamiento especulativo, que en lugar
de limitarse a considerar el mero encadenamiento lógico de las cosas y de las ideas,
puede retrotraerlas a su fundamento y descubrir así en ellas lo que hay de
verdaderamente substancial.
Pero hay además otra coincidencia sorprendente, por decir poco, con Aristóteles.
Sucede que Hegel, al dilucidar el concepto de cada uno de los géneros poéticos
fundamentales: épico, lírico y dramático, ve en este último como “el grado supremo de
la poesía y del arte” (p. 512), pues el drama unifica, en el curso de una acción completa,
los principios en que respectivamente descansan la épica y la lírica. Basta con lo dicho
para comprender cómo en la posición hegeliana, con que llega a su plenitud y
consumación la Última Época de nuestra historia filosófica, la poesía aparece
reconocida en su verdad: la de un saber cuyo concepto queda asumido en el de la
Religión, así como el saber propio de ésta queda asumido en el de la Filosofía. Como
una forma del Arte, como la más alta incluso, la poesía no puede vencer la distancia que
la separa de la filosofía en orden a una intelección estrictamente especulativa de lo
absolutamente primero. Y no es sino esa intelección lo que posibilita y fundamenta el
juicio de la filosofía sobre los demás saberes, subordinados jerárquicamente por ella
misma en la totalidad de un sistema.
Para Aristóteles, para San Agustín, para Hegel, la poesía constituye uno de los
peldaños de esa escala de Jacob que es el saber vuelto hacia el principio de los
principios. Así el juicio con que la filosofía se comprende a sí misma en cuanto “ciencia
primera” o Metafísica confirma la verdad de la sentencia paulina: Spiritualis iudicat
omnia et ipse a nemine iudicatur (1 Cor. 2, 15).

IV
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Cuando la metafísica llega a su consumación – un fin que difiere toto coelo de la


única muerte que parece conocer la Submodernidad, la biológica – y abandona la esfera
de la inmediatez o del tiempo finito, ocupa su lugar un pensamiento de carácter
marcadamente antropológico. El fundamento primordial, concebido otrora por la
metafísica en términos teológicos, es reemplazado por tres totalidades – HISTORIA,
MUNDO, LENGUAJE – que se presentan, para la meditación “moderna”, como lo que
verdaderamente es, en cada una de las tres dimensiones en que ella misma se articula
como un todo unitario. En la dimensión periférica, HISTORIA, MUNDO y LENGUAJE son
pensados en relación con la vida como un fundamento originario, anterior a toda forma
de saber; en la dimensión intermedia es precisamente el saber, en el sentido de las
ciencias positivas, lo considerado a la luz de las tres totalidades mencionadas; y éstas
aparecen por último, en el núcleo, vinculadas con la esencia del hombre en cuanto ser
productivo. En la dimensión intermedia del mundo de la modernidad en sentido
singular, el del llamado pensamiento posmetafísico, Frege dirige su atención hacia el
lenguaje en cuanto instrumento del conocer científico. El afán de perfeccionar tal
instrumento, la voluntad de alejar de él el “peligro” de la equivocidad, hace que el
pensamiento se comporte de manera negativa o excluyente ante la poesía. Y esto,
porque “en la poesía ocurre que se expresan pensamientos sin ser considerados
realmente como verdaderos, aun cuando poseen la forma de una proposición afirmativa”
(Logische Untersuchungen, Göttingen 21976, p. 36). Y esto se debe al hecho de que “la
poesía, al igual que la pintura, por ejemplo, sólo atiende al parecer. Las afirmaciones no
se han de tomar en serio cuando se trata de la poesía; son sólo afirmaciones aparentes.
Si hubiese que entender el Don Carlos de Schiller como si fuese historia, entonces este
drama sería en gran parte falso. Pero una obra poética no quiere ser considerada
seriamente de ese modo; es sólo un juego” (Schriften zur Logik und Sprachphilosophie,
Aus dem Nachlass, ed. G. Gabriel, Hamburgo 21978, p. 41s.).
El único lenguaje válido para Frege, en orden al conocimiento de la verdad, es el
lenguaje formalizado, la “conceptografía” por él mismo ideada, punto de partida, como
se sabe, del desarrollo ilimitado de la cibernética. Una posible gradación de saberes
carece de sentido dentro de la esfera de ese lenguaje, la del formalismo lógico, según el
cual siempre hay dos, y sólo dos, valores de verdad para una proposición dada, conviene
a saber: el hecho de que sea verdadera o falsa. “No hay otros valores de verdad además
de éstos” (Funktion, Begriff, Bedeutung, Göttingen 41975, p. 48).
Si desde la dimensión intermedia, donde está situado Frege, se asciende a la
periférica, no es difícil ver cómo Dilthey se empeña en ir más allá del llamado “saber
científico”, hacia una doctrina que reclama para sí el sitial que dejó vacante la
metafísica de otrora. Esa doctrina es “comprensiva” (“hermenéutica”), en consonancia
con la naturaleza espiritual de su objeto. Sólo desde ella se legitima el concepto –
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inadmisible en la dimensión intermedia– de “ciencias del espíritu”; entre estas últimas


se encuentra la “poética”. Pero si este pensamiento hermenéutico no se comporta ya de
manera negativa frente a la poesía, si deja de considerarla como una realidad
inconsistente o ilusoria, tampoco puede conferirle un lugar claramente determinado
entre las otras ciencias del espíritu. Precisamente una nota distintiva de la “filosofía”
diltheyana, de su meditación acerca de las cosmovisiones históricas, consiste en un
abierto rechazo de todo desarrollo conceptual que pretenda adoptar una forma
sistemática. (Rechazo que también hacen suyo Husserl y Wittgenstein, con quienes
integra Dilthey la dimensión periférica del mundo de la modernidad poshegeliana. Cf.
H. BOEDER, El límite de la Modernidad y el legado de Heidegger”, trad. y notas M. Z.,
Buenos Aires, Quadrata, 2003).
En lugar de una unidad arquitectónica impera sobre el conjunto de las ciencias
del espíritu una conexión libre o “rapsódica”, como no podría ser de otro modo si su
fundamento último es la vida histórica, esto es, una forma de la vida sin más. Y a ésta
“no puede llevársela ante el tribunal de la razón” (Der Aufbau der geschichtlichen
Welt…, Frankfurt/M. 1981, p. 323). Pero si no es posible captar la esencia de la vida (p.
240), porque es inaccesible a la observación, a la reflexión, a la teoría (p. 254), no hay
más camino para “conocerla” que la historia (p. 325), que la comprensión histórica, a
partir de todos los objetos que puedan caer bajo su consideración: la poesía, la música,
la religión, la autobiografía, la pedagogía, la antropología, etc., etc. En qué medida la
Poética de Dilthey, con su abundante caudal de observaciones psicológicas y la
sintomática desaparición de una distinción conceptual de los géneros poéticos, puede
iluminar hoy el arduo camino que va “de los textos a la teoría”, es algo que no nos
corresponde decidir. Lo cierto es que esa Poética, y con ella el pensamiento íntegro de
la dimensión periférica de la Modernidad, en su pretensión de ofrecerse como una nueva
y más radical “filosofía primera”, oculta lo que ocurre en el núcleo, la decisión
gravísima adoptada por las posiciones de Marx, de Nietzsche y de Heidegger, según la
cual, no sólo la “filosofía primera”, no sólo la metafísica, sino la filosofía misma ha
llegado a su fin: no a su consumación, entiéndase bien, sino al agotamiento definitivo de
sus posibilidades históricas.
Ante un fin semejante la tarea del pensamiento no puede consistir ya en pergeñar
nuevas “filosofías”, sino en llevar a cabo una “meditación” [Besinnung] determinada
por las tres totalidades antedichas: Historia (Marx), Mundo (Nietzsche), Lenguaje
(Heidegger). Y es precisamente la meditación que se despliega en torno al lenguaje – no
el formalizado, propio de las ciencias positivas, ni tampoco el de la vida y las
“vivencias”, al que, como hamadríadas, se aferran tanto la “hermenéutica” diltheyana
como la “gramática” de Wittgenstein–, la que reclama ante todo nuestra atención
cuando de la poesía se trata.
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La meditación heideggeriana nos coloca, en efecto, ante un lenguaje puro, en la


medida en que deja de ser instrumento, en que deja de estar al servicio de la “expresión”
o “comunicación” de datos, de representaciones, de experiencias vitales. Un lenguaje
que por eso mismo se vuelve inasible a toda pretendida “filosofía del lenguaje”. Tanto
más si se advierte que el único sujeto de este lenguaje, el único que mediante él se
manifiesta, aquél que verdaderamente habla, es el lenguaje mismo. Porque no es el
hombre, insiste Heidegger, el forjador y el maestro del lenguaje, sino este último, por el
contrario, el “amo del hombre” (cf. Vorträge und Aufsätze, Pfullingen 41978, pp. 140 y
184). ¿Y dónde se revela este sujeto sui generis que no es posible pensar como una
sustancia? Precisamente en el “poetizar” [Dichten]: ni en el uso “infinito” del habla
cotidiana, ni en la trama de las noticias que configuran de manera incesante el horizonte
de lo ya conocido, ni en el aparato cada vez más diferenciado de la información
científica. Sólo en el poetizar, en cuanto actividad propia y creadora del lenguaje, de la
que dan testimonio por igual el pensar de los pensadores y el cantar de los poetas.
“Entre ambos impera un oculto parentesco, puesto que ambos se emplean y se
derrochan al servicio del lenguaje. Y sin embargo media entre ambos un abismo, puesto
que ‘habitan sobre las montañas más separadas’” (Was ist das - die Philosophie?,
Pfullingen 61976, p. 30).
Este hallarse al servicio del lenguaje, que religa el pensar y el poetizar en cuanto
modos fundamentales del decir, es lo que mueve a la meditación heideggeriana a
ocuparse en la poesía del modo sostenido en que lo hace. El curso de esa meditación,
según se desprende de algunos de sus hitos fundamentales – Sendas perdidas (1950), En
camino hacia el lenguaje (1959), Comentarios a la poesía de Hölderlin (1971) –
permite ver, por lo que atañe a la relación entre “poesía” y “filosofía” o, para ser más
precisos, entre “poesía” y “meditación”, que tal vínculo carece de todo sentido
subordinante. El pensar considera al poetizar en pie de igualdad; ambos poseen pareja
dignidad, y por eso el pensar puede aprender del poetizar, realizado de manera ejemplar
en las grandes odas e himnos de Hölderlin, a preparar el advenimiento del “otro
comienzo”. Pero, ¿qué poetizar es éste? El asombro se nos vuelve infinito al advertir
que, para Heidegger, el decir esencial de los poetas es un “llamar”, un “apelar”, un
“invocar”, un “clamar” incluso [Rufen], tal como sólo es posible hallarlo en la poesía
lírica. De allí lo parcial de su atención, cuando se trata de la poesía, vuelta una y otra
vez hacia la obra de Rilke, de George, de Trakl y, ante todo, del elegíaco Hölderlin. Y si
de Sófocles se trata, entonces sólo de algún “coro” (cf. “Hölderlins Hymne ‘Der Ister’”,
GA 53), no de una tragedia considerada de manera unitaria. Para la meditación
heideggeriana, la palabra “poesía” [Dichtung], deja de designar un todo; ella designa ya,
como por antonomasia, la lírica, en desmedro de la épica y del drama. Esto supone una
toma de posición particularmente grave – grave, sobre todo, si se recuerda que tanto
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para Aristóteles como para Hegel el drama es la forma suprema de lo poético –,


animada por una comprensión de la verdad que ha dejado de ser la de la filo-SOFÍA;
porque ahora la verdad no es la del intelecto (νοῦς), sino la de un pensar apocalíptico
que reclama, en la búsqueda de lo “esencial”, una verdad pre-lógica: la verdad como
“desocultación” [Unverborgenheit].

Con la posición heideggeriana, el Mundo de la meditación “moderna” en sentido


singular alcanza su diferenciación última y se cierra sobre sí mismo formando un todo.
Sólo él ha permitido reconocer, por primera vez, la Historia de la metafísica como otro
todo, no menos íntegro y diferenciado en la unidad de sus tres Épocas. Pero la visión de
esta Historia y ese Mundo como dos totalidades no sólo opuestas, sino excluyentes, da
lugar a una nueva comprensión de la relación entre “poesía” y “filosofía”. ¿En qué
sentido?
La distinción de ambas totalidades permite ver ahora – sólo ahora – que la
unidad de la Historia de la metafísica no obedece a un pretendido “tema común”, o a
una misma pregunta fundamental reiterada sin cesar a lo largo de su camino: la que
interroga por el ser del ente. Aquella unidad descansa, por el contrario, en la relación
armónica o “sabiamente acordada” de sus tres Épocas, en cada una de las cuales la
llamada “ciencia primera” está supeditada a la “revelación” de un saber inicial – una
sabiduría – acerca del destino del hombre. Un saber que, aun cuando se manifieste en un
lenguaje y, según los casos, hasta en una forma poéticos, no cabe confundido sin más
con la poesía. Tal es lo que ocurre con el Saber de las Musas, cuyos portavoces son
Homero, Hesíodo y Solón, en la Época Primera; con el Saber Cristiano, revelado a los
hombres en los Evangelios sinópticos, las Epístolas paulinas y el Evangelio según San
Juan, en la Época Media; con el Saber Civil acerca del deber y de la libertad, anunciado
en las obras de Rousseau, de Schiller y de Hölderlin, en la Última Época.
En cada caso, en el comienzo de cada una de las tres Épocas de la Historia del
amor sapientiae, el hombre es convocado por estas sabidurías iniciales a la tarea de su
diferenciación respecto de sí mismo. La razón que se hace cargo de ese llamado, de ese
mandato incluso, y que lo defiende en su verdad, en su necesidad, en su bondad, es la
razón concipiente o propiamente “filosófica”. Es ella, movida por el amor a la sabiduría
(SOFÍA), quien engendra la obra unitaria, sí, pero epocalmente diferenciada, de la filo-
SOFÍA (cf. H. BOEDER, Topologie der Metaphysik, Friburgo/Munich 1980; M. Z.,
Lecciones sobre “La distinción de la razón”. Desde la analítica del lenguaje hacia los
portavoces de la sabiduría occidental, Buenos Aires, Quadrata, 2006).
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Si dentro del ámbito de su propia Historia la filo-SOFÍA se comprendió a sí


misma como una “ciencia primera”, situada por sobre los demás conocimientos
humanos – no sólo más allá de la Física, sino más allá de la Religión, más allá del Arte,
más allá de la Poesía –, ahora, en un presente mediado por el Mundo de la modernidad
poshegeliana, se nos presenta como un saber que descansa en otro, anterior a ella y que
le sirve de fundamento. Ese otro saber, lejos de ser pre-lógico o pre-racional, o
simplemente “mítico”, está transido de racionalidad, de inteligibilidad, y de allí la forma
triádica de su constitución epocal; sólo así se manifiesta la SOFÍA.
Este modo de considerar las cosas ya no es el de Heidegger, pero tampoco es el
del pensamiento submoderno, empeñado en imitar, con diversas modulaciones, el
pathos moderno de la negación de la metafísica. Tal negación supone, en rigor, un
esfuerzo vano, porque la metafísica terminó, ella, consigo misma, al consumar sus
tareas epocales: la concepción de la sabiduría inicial respectiva. Este modo de
considerar las cosas nos dispensa de mantener una actitud recelosa u hostil frente a la
tradición filosófica de Occidente. Pero nos impide, al mismo tiempo, entregarnos a la
faena, no menos vana, de querer restaurar esa tradición o de considerar como “absoluta”
alguna posición determinada dentro de la misma. En lugar de ello debemos comenzar a
reconocer la unidad y la autonomía de la HISTORIA frente a la unidad y autonomía del
MUNDO que le ha sucedido; sin permanecer indiferentes ante la relación excluyente de
ambos, convertidos en términos de un dilema ante el cual la opción por uno u otro de
sus términos resultaría igualmente fatal.
En el presente que permite contemplar estas dos totalidades sin confundirlas ni
negarlas se abre un espacio asombrosamente nuevo, el del LENGUAJE de las sabidurías
iniciales, portador del MUNDO y de la HISTORIA. Ese espacio reclama hoy, como nunca
antes, una meditación decisiva acerca de la palabra – no ya acerca de la “poesía” – con
que la SOFÍA reclamó del hombre su diferenciación respecto de sí mismo. Que esa tarea
urge y que debe ser absuelta, nos lo dejan entrever los versos con que T. S. Eliot
concluye sus Cuatro cuartetos: “Deprisa, aquí, ahora, siempre - / una situación de
completa sencillez / … y todo irá bien y toda / clase de cosas irán bien / cuando las
lenguas de llamas estén plegadas hacia dentro / en el coronado nudo de fuego / y el
fuego y la rosa sean uno.” (Poesías reunidas, 1909/1962, trad. J. M. Valverde, Madrid
5
1989, p. 219).

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