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POESÍA Y FILOSOFÍA
Martín Zubiria
Universidad Nacional de Cuyo
Conicet
incontables las citas homéricas esparcidas a lo largo de los diálogos de Platón. Por lo
demás, ¿no cabría ver en esto de la presencia de la poesía en la obra de los filósofos, un
indicio revelador de que, siendo la poesía simple ficción, como sostienen algunas teorías
al uso, toda especulación filosófica anterior a la aparición del llamado Positivismo
Lógico o a la práctica del “análisis del lenguaje” es mero verbiage, el fantástico
embeleco de una razón a la que hay que despertar de sus ensueños “poéticos” acerca de
la verdad y de lo absoluto? Aun suponiendo que ello fuese así, no habremos de
ocuparnos, decíamos, en la mencionada presencia. Que otros acudan a lo que otrora fue
la filo-SOFÍA para poner al descubierto su pretendida naturaleza “ficcional” – sit venia
verbo! –, “poética” o incluso “mitológica” (Derrida). Ya no nos es posible continuar
adheridos al rechazo “moderno”, en sentido singular, de la metafísica, ni prolongar
tampoco el pathos de ese rechazo desde la avidez deconstructiva de la Submodernidad.
Por lo que toca al juicio de los posmodernos, la esfera que los encierra, la del LENGUAJE
diferenciado en sí mismo (cf. H. BOEDER, Die Installationen der Submoderne, Zur
Tektonik der heutigen Philosophie, Würzburg 2006), nos confiere una libertad
bienhechora ante el imperativo de la moda intelectual que obliga a seguirlo a pie
juntillas.
Un tercer modo de abordar el tema consiste en orientarse hacia aquellos textos
donde la poesía y la filosofía parecen vincularse tan estrechamente que sus respectivos
límites acaban por desdibujarse. Aquí viene a cuento Platón, otra vez, con sus célebres
mitos, o bien, para situarnos en sus antípodas, Nietzsche, con su solitario y
estremecedor Zaratustra. Ello es que tampoco vamos a demorarnos en el examen de
esta clase de escritos, en su determinación genérica, o en la consideración de esa suerte
de unidad primigenia donde la poesía y la filosofía parecen hablar con una sola y única
voz. Y no lo haremos, porque esa unidad, esa fusión característica de no pocos textos de
las antiguas civilizaciones orientales – ¡cómo no mencionar aquí el Bhagavad Gita! –
que a no pocos intelectuales se les antoja un modelo hacia el cual, como hacia un
profundo desiderátum debería tratar de marchar – ¿de regresar? – la cultura occidental,
no pasa de ser un estado de confusión donde el pensamiento no logra alcanzar su
verdadera libertad frente al universo de las representaciones sensibles (cf. M. Z.,
Confucio, Laudse, Buda. Las doctrinas sapienciales de la antigüedad clásica en el
Lejano Oriente. Buenos Aires, Quadrata, 2005). Es precisamente esa falta de autonomía
lo que lo obliga a adoptar la forma del discurso mítico o bien la de ciertas narraciones
que, ahítas de elementos simbólicos, no han dejado de ser consideradas como una fuente
de autoridad. Por sólo recordar lo que ha significado el Corpus Hermeticum para no
pocas sectas gnósticas.
Tampoco debe esperarse de esta exposición, ya en cuarto y último lugar, una
suerte de reflexión personal, elaborada en sentido filosófico, acerca de la poesía, de su
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II
mirada hacia los orígenes de la poesía occidental, de que toda la tragedia griega, de que
toda la comedia griega (Aristófanes, Menandro), escritas íntegramente en verso, son una
pura creación poética? Lo mismo ocurre con las farsas y los dramas litúrgicos del
mundo medieval, lo mismo con la dramaturgia clásica de las grandes literaturas
europeas. Solemos pensar en Quevedo como en un poeta, en tanto que Calderón se nos
presenta como un “autor dramático”; tenemos a Ronsard por un poeta, pero a Racine
por un “trágico”; y cuando comparamos a Goethe con Schiller, el uno es el poeta y el
otro, en cambio, el “dramaturgo”. Contraposiciones fatalmente equívocas, porque
Calderón, Racine, Schiller, son, ante todo, poetas. Sus creaciones dramáticas se hallan
no menos distantes de la esfera de la prosa que las estrofas de Safo o los cantos de
Leopardi.
En rigor, si la llamada “literatura europea” debe ser cuidadosamente
diferenciada de la “poesía occidental” (cf. M. Heidegger, Was heisst Denken?,
Tübingen 31971, p. 154s.) es porque esta última cala de manera decisiva en la enjundia
misma del devenir histórico. De allí que la filosofía no haya podido permanecer
indiferente, ni a lo largo de su propia historia, ni dentro del mundo de la meditación
“moderna”, ante el reconocimiento unánime y constante tributado por doquier a la
palabra poética como una coordenada fundamental de la existencia humana. Es así
como podemos entrar, finalmente, en materia. Pues al ocuparnos del tema de estas
páginas lo hacemos con el propósito de esclarecer cómo se vincula la filosofía con la
poesía, de qué modo se sitúa frente a ella, en qué términos, para decirlo en una palabra,
la juzga. Pero no la filosofía sin más, como si pudiésemos contar con una doctrina
escolar y ahistórica de tal nombre, al modo de la llamada philosophia perennis, sino la
filosofía tal como ella misma se presenta de manera sucesiva en sus posiciones
fundamentales. Primero, en el todo de su HISTORIA; luego, en ese otro todo, diferenciado
de aquélla, que es el MUNDO de la meditación “moderna”.
III
Arquíloco habría que hacer otro tanto” (DK 22, B 42). Apenas si hace falta recordar una
vez más que Platón persiste en esa actitud “polémica” de los primeros filósofos cuando
decide que el mejor destino que puede dársele a la poesía, dentro de un estado ejemplar
en orden a la justicia, es el destierro. Del fundamento, más aún, de la bondad de tal
decisión, Platón no puede dudar, por haber sido la razón misma quien lo condujo hasta
ella (ὁ γὰρ λόγος ἡμᾶς ᾕρει , Rep. 607 B). Pero como la poesía es “música”, según la
genuina comprensión griega de este término, su destierro no podría significar una gran
pérdida para los hombres, si éstos fuesen capaces de cultivar y de conservar para sí la
verdadera “música”, esto es, la filosofía, que, lejos de ser un simple fruto del ingenio
humano, debe ser venerada como un don de las Musas, más aún, como su don
“supremo” (Fed. 61 A 3; cf. Tim. 88 C 5).
Sólo más tarde, en la posición aristotélica, será posible ver cómo desde la
filosofía misma nace, por primera vez, una “poética”, una doctrina con un lugar propio,
determinado metódicamente dentro de los límites conceptuales del sistema de la ciencia,
donde no sólo están presentes los saberes “teóricos” y “prácticos”, sino también los
“poiéticos”. Estos últimos, los productivos en el elemento del λόγος, son la “Retórica” y
la “Poética” misma. Ellos aseguran el lugar de la τέχνη en el mencionado sistema, que
no puede prescindir de ninguna de las virtudes dianoéticas, esto es, de ninguno de los
cinco medios de que dispone el alma para dar con la verdad (cf. Eth. Nic. VI 3, 1139 b
15ss.). Si puede causar cierto asombro el hecho de que Aristóteles no haya concebido
una “estética”, una filosofía de las llamadas “artes bellas”, aun cuando no sean
infrecuentes los ejemplos de la plástica y de la música que aparecen en sus obras, mayor
asombro todavía ha de causar la actitud de Aristóteles ante la poesía, porque además de
atenerse sólo a este arte, prescinde por entero de uno de sus géneros, la lírica,
representado por poetas a los que conoce perfectamente y a los que incluso cita en otras
obras suyas, tales como Arquíloco, Safo y Píndaro.
Todo el interés de Aristóteles se concentra a ojos vistas en la tragedia y en la
comedia, y si dirige su mirada también hacia la épica es porque esta forma de la poesía
se le impone como predecesora de aquéllas. Este modo diferenciado de considerar las
cosas obedece al concepto que el propio Aristóteles se forja del objeto específico o del
“qué” de la exposición poética. Este objeto es ante todo el hombre, pero no “en
general”, ni, menos aún, en cuanto simple particular, sino el hombre en la medida en
que obra o actúa. En rigor, el objeto propio del decir poético son las acciones humanas
(πρᾶξις), en la medida en que permiten juzgar la estatura moral de los sujetos que las
realizan. Sólo ello permite diferenciar lo que debe tomarse en serio (tragedia) de lo que,
bien mirado, se reduce a una nonada (comedia). De entre las formas de la exposición
poética, la más perfecta, por la unidad y el equilibrio de sus partes, y la más elevada, por
la nobleza de sus caracteres, es la tragedia, cuyo corazón se halla para Aristóteles en el
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propedéutico respecto del verdadero saber (cf. De ordine, I 8, 24). Las artes liberales, si
son cultivadas con la debida moderación, si no se vuelven un fin en sí mismas, “nos
tornan más despiertos, constantes y cuidadosos para el abrazo de la verdad, para
apetecerla más ardientemente, para conseguirla con más ahínco y unirse así más
dulcemente a aquello que llamamos beata vita” (Ibíd.).
La poesía es reconocida, sí, pero como un bien de carácter transitorio, que ha de
ser luego abandonado. Si no es enteramente ajena al orden de la verdad, tampoco se
identifica con él y ocupa, por ende, una posición ancilar frente al mismo. Porque la
belleza de la poesía, la música de sus “metros”, ingresa en un cono de sombra cuando
comienza a brillar en el interior del hombre otra luz. La que le hace decir: “Confieso
que la filosofía es más bella que Tisbe, que Píramo, que la famosa Venus y Cupido, y
todos los otros amores de este género” (21). Pero a diferencia del juicio que merecen las
doctrinas falsas y engañosas acerca de Dios, de la naturaleza, por Él creada, del hombre
y su redención – doctrinas que la filosofía no puede dejar en pie, porque le prestan voz
no sólo a lo que no es, sino a lo que no debe ser –, la poesía es admitida y valorada en
cuanto tal, si bien de un modo que responde menos a consideraciones estéticas que al
interés por el conocimiento mismo de la verdad. De allí que San Agustín, al deplorar
aquella época de su vida en que se vio seducido por la confusión maniquea exclame:
“¡Cuánto mejores eran las fábulas de los gramáticos y poetas que todos aquellos
engaños. Porque los versos y la poesía y la fábula de Medea volando por el aire son
ciertamente cosas más útiles que esos otros engaños que dan muerte al que los cree.
Porque los versos y la poesía los puedo convertir en vianda sabrosa” – esto es, puedo
servirme de ellos para expresar la verdad – “y en cuanto al vuelo de Medea, si bien lo
recitaba, no lo afirmaba, y si gustaba de oírlo, no lo creía” (Confesiones, III 6, 11).
Y así como la inteligencia pura de la verdad ha de preferirse a la expresión
sensible o “poética” de la misma, así también el arte con que se forja el verso ha de
preferirse al verso mismo. Pues si lo propio de éste no es tanto el recreo de la mente
como el halago del oído, el arte con que el poeta crea sus versos no habla ni al oído ni a
ningún sentido en particular, sino sólo a la razón. La belleza y la armonía del metro
acaba con cada verso, con cada poema, pero el arte con que éste ha sido forjado vive
más allá de ellos; su belleza, no sujeta a medidas temporales ni al devenir del discurso
poético, es la de un saber unitario que abraza en un único “ahora” todos los elementos
que permiten crear un verso, un poema, una tragedia. Porque a diferencia del arte que
los engendra, el verso sólo puede ser comprendido según el orden sucesivo de los
elementos que lo componen, y si el verso es bello, lo es porque revela los vestigios
recónditos de aquella suprema belleza que el arte mismo atesora de modo fijo e
inmutable (Cf. De vera rel. XXII, 42; Plotino V 8, 1, 24-26).
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vida interior (cf. p. 339), “por lo que ha sido y es todavía la más eficaz y universal
maestra del género humano” (ibíd.), no ha de extrañar entonces que se halle situada por
encima de la prosa del llamado pensamiento científico y, al mismo tiempo, por debajo
del pensamiento religioso. “Las fronteras del mundo de lo bello son, en efecto, por un
lado, la prosa de la realidad finita y del pensamiento vulgar, por sobre las que asciende
el arte como la verdad de la mismas, y por otro, las esferas superiores de la religión y de
la filosofía, en las que el arte cede paso a una concepción de lo absoluto desvinculada en
mayor grado todavía de lo sensible” (p. 335). Si los antiguos honraron la historia como
magistra vitae, he aquí que la poesía, universa humani generis magistra, en el juicio de
Hegel, es para la posición de este último, como para la aristotélica, más verdadera que la
historia. La mirada poética se aproxima a la del pensamiento especulativo, que en lugar
de limitarse a considerar el mero encadenamiento lógico de las cosas y de las ideas,
puede retrotraerlas a su fundamento y descubrir así en ellas lo que hay de
verdaderamente substancial.
Pero hay además otra coincidencia sorprendente, por decir poco, con Aristóteles.
Sucede que Hegel, al dilucidar el concepto de cada uno de los géneros poéticos
fundamentales: épico, lírico y dramático, ve en este último como “el grado supremo de
la poesía y del arte” (p. 512), pues el drama unifica, en el curso de una acción completa,
los principios en que respectivamente descansan la épica y la lírica. Basta con lo dicho
para comprender cómo en la posición hegeliana, con que llega a su plenitud y
consumación la Última Época de nuestra historia filosófica, la poesía aparece
reconocida en su verdad: la de un saber cuyo concepto queda asumido en el de la
Religión, así como el saber propio de ésta queda asumido en el de la Filosofía. Como
una forma del Arte, como la más alta incluso, la poesía no puede vencer la distancia que
la separa de la filosofía en orden a una intelección estrictamente especulativa de lo
absolutamente primero. Y no es sino esa intelección lo que posibilita y fundamenta el
juicio de la filosofía sobre los demás saberes, subordinados jerárquicamente por ella
misma en la totalidad de un sistema.
Para Aristóteles, para San Agustín, para Hegel, la poesía constituye uno de los
peldaños de esa escala de Jacob que es el saber vuelto hacia el principio de los
principios. Así el juicio con que la filosofía se comprende a sí misma en cuanto “ciencia
primera” o Metafísica confirma la verdad de la sentencia paulina: Spiritualis iudicat
omnia et ipse a nemine iudicatur (1 Cor. 2, 15).
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