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A los seres humanos nos reúne algo en común, la necesidad obstinada de poseer
felicidad. Todos deseamos ser felices, las acciones que hemos realizado en
nuestro devenir y el robustecimiento de nuestras aptitudes y capacidades son en
beneficio de esto. Entendamos algo, no somos seres felices, más bien, siempre
estamos en constante búsqueda de tan anhelada felicidad.
Ahora bien, la felicidad no se reduce al bienestar afectivo de un organismo
adaptado a su medio. El hombre debe reflexionar para construir su vida según
unos valores. Nadie puede desentenderse ni su libertad, ni su responsabilidad
ante el compromiso voluntario de su acción. Ser feliz supone que el humano sea
capaz de lograr un equilibrio que supere sus contradicciones y sus conflictos.
Si el hombre quiere ser feliz, no debe olvidar que la felicidad es el resultado de
una conquista, primero, sobre él mismo, y luego, sobre un mundo en el que debe
tener en cuenta, no solamente las fuerzas naturales, sino también a los demás
hombres actuando sobre el.
Es más que claro, hoy en día hay un gran déficit social, y, como seres humanos
razonables, tenemos la obligación moral de cuestionarnos sobre las ineficiencias
que como sociedad hemos cometido y buscar los posibles medios de solución, sin
recurrir a más ímpetu, para que, posiblemente, podamos encontrar nuestra
felicidad.
Entendamos la realidad. La sociedad está compuesta por una serie de
mecanismos y sistemas que regulan las actividades que desarrollamos desde una
infante realidad hasta una rígida madurez; por lo que, todos seguimos el mismo
patronaje y basamos nuestras capacidades y nuestros pensamientos futuristas en
el mismo engranaje; es este, siendo la medida que regula los sistemas políticos,
sociales, culturales y religiosos desde la antigüedad, es donde empieza la
trascendencia del problema social.