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KLT8

Animal

© 2021, Lola Sampedro


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Diseño interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-18345-01-2
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Impreso en España – Printed in Spain

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A mi madre,
el amor de mi vida,
porque se lo perdió todo

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Todo lo que vas a ver y leer es una fantasía, un sueño,
una quimera; pero si mis sueños se hiciesen realidad,
usaría condones sin dudarlo.

Madonna, Sex

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UN MUNDO PEQUEÑO

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M
e llamo Deo, tengo casi cuarenta años y
estoy a punto de dejar a mi marido. Lle-
vo veinte casada con él y ahora sé que en
algún momento me separaré; quizá sea
hoy, mañana o dentro de un par de meses. A veces, cuando
el miedo me ahoga más de lo normal, creo que no lo haré
nunca. Podría seguir así hasta morirme, viviendo esta vida
dormida. Cuando me repongo de ese pánico, sé que eso ya
es imposible. Si la idea de la separación llega a tu cabeza,
no hay vuelta atrás; una vez se mete en tu mente es como
una larva, la posibilidad del divorcio empieza a tomar forma
poco a poco, hasta colonizarlo todo. Al principio es solo
algo peregrino, que no te acabas de creer, pero va volviendo
a ti hasta hacerse real, sin alternativa posible. Durante casi
dos décadas, ni una sola vez se me ocurrió romper mi ma-
trimonio. Jamás. Ni siquiera pensé que la separación fuera
algo imposible, ese escenario sencillamente no existía para

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mí. Hasta que un día, de repente, quise que ocurriera. Deseé
romper mi vida de cuajo.
En ese mismo momento empecé a sentir ese miedo, un
miedo tan concreto, tan paralizador; un miedo que con el
tiempo se fue transformando en un pozo negro gigante en
el que yo sola me metí y del que sola conseguí salir. De
forma descarnada, en ese proceso me dejé las entrañas, me
vacié para poder volverme a llenar. A veces, aún todo me
parece mentira.

Vengo de una familia en la que todas las mujeres se casa-


ron jóvenes. También los hombres. Todos pasaron por el al-
tar con poco más de veinte años, sin plantearse nunca nada
más que jugar a las casitas y mantener el mismo trabajo du-
rante décadas. La estabilidad familiar y económica siem-
pre fue, y para muchos sigue siendo, lo único importante.
Cuando tus padres han pasado hambre de verdad, como la
pasaron mis abuelos, tu vida se basa en crear tu propia tribu,
trabajar y ahorrar. La ambición no existe porque nadie te ha
enseñado a soñar.
Mi madre tenía diecisiete años cuando conoció a mi
padre, se casaron con veinte y me tuvieron con veintitrés.
Estuvieron juntos hasta que ella murió con cincuenta. Me
crio para convertirme en una mujer fuerte y libre, pero ha-
bía algo con lo que ninguna de las dos contaba: la impor-
tancia de todo lo que no se dice; de ese patrón silencioso
que, a menudo, seguimos sin darnos cuenta. Mamá, daba
igual que me dijeras vuela, yo tenía pánico a todo lo que
no fueras tú.

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Hasta los veinte años, me dejé guiar por las palabras de
mi madre, me esforcé por ser valiente e independiente, no
tuve novios ni los quería. De alguna forma, estaba conven-
cida de que la única manera de ser una mujer fuerte era no
tener pareja. Me enamoré varias veces, descubrí el sexo y, bi-
soña, me divertí, pero nunca formé ningún vínculo con nin-
guno. Hasta que apareció él en mi vida. Demasiado pronto
para romper todos mis planes y, con ellos, sin darme cuenta,
empecé a repetir el patrón. Enloquecí por él y después, la
vida sencilla de la que una vez quise escapar, empezó a fa-
gocitarme.

El amor nos duerme, y mi matrimonio fue una siesta


muy larga de la que de vez en cuando despertaba para vivir
un rato y después volver a cerrar los ojos. Lo que quiero de-
cir es que pronto empecé a ser infiel a mi marido. Durante
veinte años le puse los cuernos porque estaba profundamen-
te convencida de que esa era la única forma de seguir junto
a él, el hombre de mi vida.

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El día en que lo conocí, mi madre me dio un tortazo. Em-
pezaba el primer verano del nuevo milenio y mis días eran
siempre luminosos. Yo tenía veinte años y vivía en un estado
permanente de felicidad, ni siquiera me hacía falta buscarla
porque la daba por sentada. Aquella noche había quedado
con dos amigas para salir y poco más, todo tenía que haber
sido normal, lo esperado cada fin de semana. Aquel primer
tequila cambió mi vida para siempre.
Ya me habían hablado de él, un cocinero de treinta años
que había llegado a la ciudad hacía pocos meses. Con una
nariz grande y algo ladeada; moreno, con los labios finos y
la mandíbula marcada. Me pasó lo mismo de siempre, supe
en cuanto lo vi que me acostaría con él. El primer beso se lo
di yo y él me llevó a la cama.
Habíamos bebido y nos quedamos dormidos. El sexo
etílico se puede disfrutar, pero el recuerdo del placer y los
fluidos siempre queda en la memoria teñido por una nebu-
losa. El tequila diluye esos recuerdos y cuando crees que has
conseguido recuperar algunas imágenes, se te escapan como
cáscaras de pipas de entre los dedos. El alcohol desinhibe el
momento, pero es una putada al día siguiente.

A la mañana siguiente, él se despertó con el timbre de


la puerta. Ya era de día y mis amigas estaban en el umbral
preguntando por mí. Las miró entre el asombro y el terror
de no saber con quién se acababa de acostar. Se giró y me
preguntó si yo me llamaba Deo y cuántos años tenía, por si
era menor. Ay, qué miedo le entró.

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Entendí enseguida lo que estaba pasando. Me levanté de
la cama como una momia de su sarcófago y me vestí mien-
tras él me pedía que le escribiera mi número de teléfono en
un trozo de papel.

—A vosotras, ¿qué coño os pasa?


—Tu madre está esperando en el coche.

Me dio por reír mientras aligeraba el paso y las insultaba.


Yo aún me sentía borracha y estaba viviendo la escena más
surrealista de mi vida. Una escena ridícula de comedia de
serie B escrita por un guionista de mierda. Era consciente
de lo que ocurría, podía avanzar en mi cabeza qué estaba a
punto de ocurrir y ya sentía el escozor de la vergüenza en
mis mejillas.
Mi madre me esperaba apoyada en la puerta del coche.
Se había preocupado al despertarse y ver que su hija no es-
taba en casa, aunque apenas eran las ocho de la mañana y yo
tenía veinte años. Antes de llamar a la Policía, a la Guardia
Civil, a los hospitales y al Ejército, llamó a mis amigas.

—¿Dónde está mi hija?


—No lo sé, se fue con uno al que no conocía de nada.

«Que no cunda el pánico —dijo una de ellas—, yo sé


dónde vive, ahora mismo te llevo allí». Para que no faltara
nadie, fueron a buscar a mi otra amiga, que no quiso per-
derse el momento más ridículo de nuestras vidas de vein-
teañeras.

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Era universitaria, su hija mayor, y me había acostado con
un desconocido. Cuando la vi esperando fuera del coche,
supe enseguida lo que estaba a punto de ocurrir. Me crio
para la libertad, pero para ella el sexo fuera de la pareja no
entraba en la ecuación de mi vida como mujer soltera. Eso
era sencillamente imposible de aceptar, que su hija pudiera
acostarse con un hombre cualquiera era la línea roja, la ver-
güenza, pecado hasta para quien nunca reza.

Mientras seguía con la risa floja, mi madre se acercó a mí


y, por primera y última vez en su vida, me pegó. Con toda la
fuerza en su mano abierta, me dio un tortazo:

—Te lo mereces, por puta.

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