El perfume de la pecadora (18 de septiembre de 2014)
El Señor salva «solamente a quien sabe abrir su corazón y se reconoce pecador». Es la enseñanza que el Papa Francisco dio del pasaje evangélico de san Lucas (7, 36-50) durante la misa que celebró el jueves 18 de septiembre, por la mañana, en Santa Marta. Se trata del relato de la pecadora que, durante la comida en la casa de un fariseo, sin ser ni siquiera invitada, se acerca a Cristo con «un vaso de perfume» y «colocándose detrás junto a sus pies, llorando», comienza «a bañarlos de lágrimas», luego los seca «con sus cabellos», los besa y los unge de perfume. El Pontífice explicó que precisamente «reconocer los pecados, nuestra miseria, reconocer lo que somos y lo que somos capaces de hacer o hemos hecho es la puerta que se abre a la caricia de Jesús, al perdón de Jesús. Al respecto el Papa repitió una expresión muy querida por él: «el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo son los propios pecados». A un oído poco atento esto «parecería casi una herejía –comentó– pero lo decía también san Pablo» cuando, en la segunda Lectura a los Corintios (12, 9), afirmaba gloriarse «solamente de dos cosas: de los propios pecados y de Cristo Resucitado que lo ha salvado». El Papa introdujo su reflexión reconstruyendo la escena descrita en el pasaje evangélico. Aquel «que había invitado a Jesús al almuerzo – hizo notar– era una persona de un cierto nivel, de cultura, quizás un universitario. Y «no parece que fuera una mala persona». Hasta que irrumpe en el banquete una figura femenina, una que no tenía cultura o si la tenía, aquí no lo demostró». En efecto, «entra y hace eso que quiere hacer: sin pedir disculpas, sin pedir permiso». Es entonces cuando la realidad se revela detrás de las buenas maneras: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora». Este hombre «no era malo», sin embargo, «no logra entender el gesto de la mujer. No logra entender los gestos elementales de la gente». En resumen, «estaba alejado de la realidad». Sólo así, continuó el Papa, se explica «la acusación» imputada a Jesús: «¡Este es un santón! Nos habla de cosas hermosas, hace un poco de magia; es un curandero; pero al final no conoce a la gente, porque si supiera de qué clase es esta, habría dicho algo». Hay entonces «dos actitudes» muy diferentes entre sí: por una parte la del «hombre que ve y califica», juzga; y por otro la de la «mujer que llora y hace cosas que parecen locuras», porque utiliza un perfume que «es caro, es costoso». En especial el Pontífice se detuvo en el hecho de que el Evangelio sí utiliza la palabra «unción» para significar que el «perfume de la mujer unge: tiene la capacidad de ser una unción», al contrario de las palabras del fariseo que «no llegan al corazón, no llegan a la realidad». En medio a estas dos figuras tan antitéticas está Jesús, con «su paciencia, su amor», su «deseo de salvar a todos», que «le lleva a explicar al fariseo qué significa eso que hace esta mujer» y a reprocharle, si bien «con humildad y ternura», por no haber tenido «cortesía» con Él. El Papa evidenció también que el Evangelio no dice «cómo terminó la historia para este hombre», pero dice claramente «cómo terminó para la mujer: ‘Tus pecados han quedado perdonados’». Una frase, esta, que escandaliza a los comensales, quienes comienzan a confabular entre sí preguntándose: «¿Pero quién es este, que hasta perdona pecados?». En resumen, «a ella se le dice que sus pecados le son perdonados, a los demás, Jesús les hace ver sólo los gestos y se los explica, incluso los gestos no realizados, o sea lo que no han hecho con Él». En consecuencia «la palabra salvación –‘tu fe te ha salvado’– la dice sólo a la mujer, que es una pecadora. Y la dice porque ella logró llorar sus pecados, confesar sus pecados, decir: ‘Soy una pecadora’». Por el contrario, «no la dice a esa gente», que incluso «no era mala», sino porque estas personas «creían que no eran pecadoras». He aquí entonces la enseñanza del Evangelio: «La salvación entra en el corazón solamente cuando abrimos el corazón en la verdad de nuestros pecados». Cierto, observó el obispo de Roma, «ninguno de nosotros irá a hacer el gesto que hizo esta mujer», pero todos nosotros tenemos la posibilidad de llorar, todos nosotros tenemos la posibilidad de abrirnos y decir: Señor, ¡sálvame!». También porque, afirmó, «a esa otra gente, en este pasaje del Evangelio, Jesús no dice nada. Pero en otro pasaje dirá esa terrible palabra: ‘¡Hipócritas, porque os habéis alejado de la realidad, de la verdad!’». Y de nuevo, refiriéndose al ejemplo de esa pecadora, dice: «Pensad bien, serán las prostitutas y los publicanos que os precederán en el reino de los cielos». Porque ellos –concluyó– «se sienten pecadores» y «abren su corazón en la confesión de los pecados, en el encuentro con Jesús, que dio su sangre por todos nosotros».
Miedo de resucitar (19 de septiembre de 2014)
La identidad cristiana sólo se realiza plenamente en nosotros con la resurrección, que será «como un despertar». Por eso el Papa invitó a «estar con el Señor», a caminar con Él como discípulos, para que la resurrección comience ya, aquí y ahora. Pero «sin miedo a la transformación que tendrá nuestro cuerpo al final de nuestro itinerario cristiano». Precisamente en la esencia de la resurrección, el Pontífice centró su homilía durante la misa celebrada el viernes 19 de septiembre, aprovechando la sugerencia del pasaje de la primera Carta de san Pablo a los Corintios (15, 12-20). El Apóstol, explicó enseguida, «debe hacer una corrección difícil en aquel tiempo: la de la resurrección». En efecto, «los cristianos creían que sí, que Cristo había resucitado, se había ido, había terminado su misión, nos ayuda desde el cielo, nos acompaña»; pero «no era tan clara la consecuencia conexa de que también nosotros resucitaremos». En realidad «ellos pensaban de otro modo: sí, los muertos son justificados, no irán al infierno –muy hermoso–, pero irán un poco al cosmos, al aire, el alma ante Dios: solamente el alma». Pero «no comprendían la resurrección». «Hay una resistencia fuerte», observó el Papa, el mismo «Pedro, que había contemplado a Jesús en su gloria en el Tabor, la mañana de la resurrección fue corriendo al sepulcro», pensando que habían robado el cuerpo del Señor. Porque «no entraba en su cabeza una resurrección real»: su visión «teológica», explicó el Pontífice, «se detenía en el triunfo». Hasta tal punto que «el día de la ascensión dirán: Pero dime, Señor, ¿ahora será la liberación, el reino de Israel?». En esencia, los discípulos no comprendían «la resurrección, ya sea de Jesús, ya sea de los cristianos». Al final, sólo aceptaron «la de Jesús, porque lo vieron, pero la de los cristianos no se entendía así». Por lo demás, sucede lo mismo «cuando Pablo va a Atenas y comienza a hablar» de la resurrección: «los griegos sabios, filósofos, se asustan». La cuestión es que «la resurrección de Cristo es un prodigio, una cosa que quizá asuste; la resurrección de los cristianos, es un escándalo: no pueden comprenderla». Y «por eso Pablo hace este razonamiento tan claro: si Cristo ha resucitado, ¿cómo pueden decir algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si Cristo ha resucitado, también los muertos resucitarán». «Hay resistencia a la transformación –observó el Pontífice–, resistencia a que la obra del Espíritu, que recibimos en el Bautismo, nos transforme hasta el fin, hasta la resurrección». Y «cuando hablamos de esto, nuestro lenguaje dice: yo quiero ir al cielo, no quiero ir al infierno». Sin embargo, «nos detenemos allí». Y «ninguno de nosotros dice: yo resucitaré como Cristo». «También para nosotros –prosiguió el Pontífice– es difícil comprender esto». Es más fácil imaginar una especie de «panteísmo cósmico». Hay una «resistencia a ser transformados, que es la palabra que usa Pablo: ‘Seremos transformados. Nuestro cuerpo será transformado’». Pero, precisó, «con la resurrección todos nosotros seremos transformados». «Este es el futuro que nos espera –reafirmó el Papa–, y esto nos lleva a poner tanta resistencia a la transformación de nuestro cuerpo», pero «también resistencia a la identidad cristiana». Y añadió: «Quizá no tengamos tanto miedo al apocalipsis del maligno, al anticristo que debe venir antes; quizá no tengamos tanto miedo». Sin embargo, tenemos «miedo a nuestra resurrección: todos seremos transformados». Y «esa transformación será el fin de nuestro itinerario cristiano». «Esta tentación de no creer en la resurrección de los muertos – explicó el Papa– nació en la primera Iglesia. Pablo debe aclarar lo mismo a los tesalonicenses, y hablarles de ello una, dos veces». Y «al final, para consolarlos, para animarlos, dice una de las frases más llenas de esperanza que hay en el Nuevo Testamento: ‘Al final, seremos como Él’». Esta es nuestra «identidad cristiana: estar con el Señor». Una afirmación que, remarcó el Pontífice, no es ciertamente «una novedad». En efecto, «cuando Juan el Bautista señala a Jesús como el cordero de Dios y los dos discípulos se van con Él, dice el Evangelio: ‘Y ese día se quedaron con Él’». «Nosotros resucitaremos para estar con el Señor y la resurrección comienza aquí, como discípulos, si estamos con el Señor, si caminamos con el Señor. Este es el camino hacia la resurrección. Y si estamos acostumbrados a estar con el Señor, este miedo a la transformación de nuestro cuerpo se aleja». Por eso no hay que «tener miedo a la identidad cristiana», que «no termina con un triunfo temporal, no termina con una hermosa misión». Porque «la identidad cristiana se realiza plenamente en la resurrección». Por lo tanto, afirmó el Papa, «la identidad cristiana es una senda, es un camino donde se está con el Señor, como los dos discípulos que estuvieron con el Señor aquella tarde». Así, «también toda nuestra vida está llamada a estar con el Señor para quedarse, estar con el Señor, al final, después de la voz del arcángel, después del sonido de la trompeta». Al respecto, el Papa quiso recordar por último que el mismo san Pablo, en la Carta a los Tesalonicenses, «termina este razonamiento con esta frase: ‘Consolémonos con esta verdad’».