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DISCURSO POETICO Y CULTURA AUDIOVISUAL

De un modo para muchos sorprendente, y para otros acaso inexplicable, la poesía mantiene
cierta vigencia en la modernísima cultura audiovisual.Inmersa en un espacio de imágenes
dinámicas y sonidos estentóreos, que consagran las formas endoxales del sentido,la poesía es
capaz, a pesar de ello, de suscitar pasiones y entregas, fervores y servicios, con la misma fuerza
que ciertas causas o ciertos ideales despiertan desde siempre en el ánimo o en la sensibilidad de los
hombres. Así, numerosos libros de poesía se siguen publicando en el país -muchos de ellos, como
es obvio, en modestas ediciones de autor- destinados a un público tan indeterminado como
presente que, de todos modos, mantiene vivo al circuito poético: a ese público consecuente con
quien los libros establecen un vínculo de "complicidad", al presuponer, en el mero acto de su
lanzamiento, su disposición y su gusto para la experiencia de su lectura como una experiencia radi-
calmente alejada de las formas socialmente establecidas de recepción y consumo de los textos.
Desde ese punto de vista, la experiencia de la lectura poética se presenta como una
experiencia verdaderamente extraña, incluso dentro del campo mismo de lo literario, dado que
otros géneros como los narrativos son más cercanos a las formas de discursividad socialmente
hegemónicas, por compartir con ellas las formas comunes del relato. La poesía, en cambio, al
alejarse de la "narratividad" para dar lugar a la exhibición intensiva del sentido, se sustrae de ese
espacio común de los relatos, para situarse en el lugar excéntrico y excepcional donde el lenguaje
más que contar, canta, es decir, deviene ritmo, sonido y a su manera música, como si buscara
restituirse a lo primigenio de sus formas y sus prácticas.
Pero la poesía, como es obvio, se despliega en un universo discursivo absolutamente
contaminado por los discursos socialmente dominantes, y las formas de su percepción y su
reconocimiento no pueden estar exentas de los efectos de lectura que tales discursos - y sobre todo
las convenciones de lectura que los sostienen- imponen sobre los sujetos y los objetos de la cultura
contemporánea. Así, la poesía, a pesar de las formas subversivas de sus enunciados respecto de las
convenciones que regulan la circulación social del sentido, generalmente termina siendo leída
desde los patrones de lectura que organizan la recepción y la interpretación social de los textos y
discursos.
Ello genera no pocas paradojas del lado del lector, sobre todo cuando se trata de lectores
noveles o poco familiarizados con las singulares formas de articulación del lenguaje poético.
Porque en esos casos, muchas veces se apela a las prescripciones ideológicas de una estética de la
expresividad y la comunicabilidad con la que se interpreta al conjunto de las manifestaciones dis-
cursivas en las sociedades actuales. Desde esa perspectiva, siempre se presupone la existencia de
un sentido originario al que los diversos textos vendrían a manifestar, como meros soportes encar-
gados de transmitir dicho sentido desde el sitio fundante del autor al sitio secundario y
subordinado del sujeto que lee.
Por ello, esa estética de la comunicación subsume la singularidad del discurso poético en la
generalidad de los discursos sociales, pretendiendo reconocer en su textura los mismos rasgos que
distinguen e identifican al resto de las formaciones discursivas. Y por lo mismo, enfrentado a la
extrañeza radical que suponen los enunciados poéticos, el lector desprevenido creerá que se trata
simplemente de las formas cifradas de un lenguaje común y compartido, a las que habría que
descifrar mediante una hermenéutica cuyas claves guardaría obviamente el autor, pero a las que
también se podría acceder gracias al trabajo interpretativo de esos auténticos grafólogos que son
los críticos.
Así, la totalidad de los discursos de las culturas contemporáneas tienden a ser interpretados
según una estética y una hermenéutica tradicionales, que no se compadecen con la modernidad
absoluta de sus soportes significantes y tecnológicos. La era de la imagen, cuya consumación
absoluta parecería ser la imagen móvil que transmiten los medios audiovisuales, lejos de potenciar
las posibilidades significantes de los discursos que por ellos circulan parece tender a reducirlas
según estrategias de control que apuntan a evitar la dispersión imprevista del sentido. Ello resulta
comprensible desde el punto de vista de su adecuación a las formas sociales de percepción y
reconocimiento del sentido, a los códigos y prácticas culturales dominantes y de carácter masivo, a
las relaciones interdiscursivas que desde ellos se establecen con los medios y los discursos
mediales, pero también a las estrategias y políticas de poder que promueven tanto como se sirven
de ese estado de cosas.
De ese modo, las condiciones sociales de recepción y lectura del discurso poético aparecen
francamente determinadas por cánones o convenciones que dificultan las posibilidades de
reconocimiento y aprehensión de sus rasgos específicos. Y es en ese contexto, más que en un
marco de transgresión o ruptura, donde habría que situar las razones que dan cuenta de cierta
persistencia de lo poético como valor social: en el contexto de un "imaginario" que hace de lo
estético el lugar privilegiado por donde se manifiesta un "genio creador", auténtico demiurgo que
trama con sus emociones y sus sentimientos las formas más o menos cifradas de un texto que
simplemente expresará los meandros íntimos de su subjetividad.
Esta caracterización de las formas sociales de aprehensión de la poesía no es más que una
simplificación esquematizante de lo que, empíricamente, cualquier observador del fenómeno
podría verificar. Seguramente que no todos los lectores de poesía operan con los mismos supuestos
y códigos estéticos, de la misma manera que no todos los autores de poesía se manejan con esa
clase de creencias y puntos de vista al respecto. Pero lo que resulta indiscutible es el hecho de que,
en términos generales, las culturas contemporáneas tienden a reducir la captación de los
fenómenos estéticos y poéticos según las formas de un patrón interpretativo tradicional, que hace
de la expresividad del autor el parámetro de inteligibilidad fundamental a partir de cual los textos
son leídos.
Las consecuencias que ello acarrea sobre el campo de estudios de los hechos poéticos son
obvias, y no merecen ser precisadas. Sin embargo, no podríamos dejar de señalar que uno de los
efectos más perniciosos provocados por esa visión "endoxal" de la poesía consiste en la negación
de su naturaleza semiótica particular. Pensada en el marco de referencias con que la estética tradi-
cional concibe a las distintas manifestaciones artísticas, la poesía no puede ser entendida como
una práctica semiótica específica, de la misma manera como el conjunto de los medios y discursos
audiovisuales no pueden entenderse como alternativas virtuales respecto de las posibilidades
significantes que ofrecen los discursos estéticos de carácter letrado. Así, esa visión de la poesía
ignora tanto lo que la separa cuanto aquello que la une respecto del resto de los discursos sociales,
particularmente respecto de los discursos mediales. La cuestión de los vínculos de la poesía con los
discursos mediáticos no es una cuestión menor a la hora de pensar en su singular manera de ser,
dado que en las culturas modernas esa relación aparece como una relación determinante de la
configuración del discurso poético. No es necesario recordar aquí el impacto que la escritura y las
formas modernas de reproducción de la escritura han tenido sobre la configuración del discurso
poético, o el efecto evidente que ciertas formas del diseño gráfico han provocado sobre los modos
de articulación espacial del texto poético. De lo que se trata, en todo caso, es de consignar que la
poesía no se ha sustraído del espacio significante que instauran las modernas prácticas textuales,
aunque conserve, como es obvio, los aspectos musicales y sonoros que caracterizan desde siempre
a su discurso.
Pero si la relación de la poesía con las artes y prácticas gráficas en la era de la modernidad
aparece como un vínculo fácilmente datable, su relación con los lenguajes y discursos de tipo
audiovisual, en el apogeo de esa misma era, se presenta como un vínculo cuyas características y
modalidades necesitan ser precisadas. Porque así como resulta evidente que la sustancia gráfica o
fónica de los enunciados poéticos se distingue nítidamente de la materialidad icónica de los len-
guajes audiovisales -aunque en esto, además, habría que plantear la cuestión de la equivalencia o la
diferencia entre lo fónico y lo gráfico como soportes significantes del enunciado poético-, por otra
parte resulta menos claro hasta qué punto esa diferencia de soportes o sustancia significante se
traduce en una diferencia de formas articulatorias en el plano de la configuración de los
enunciados correspondientes a cada uno de esos tipos discursivos. O por decirlo de otra manera, lo
que no está debidamente establecido es si las diferencias de carácter irreductible que se presentan
entre los enunciados poéticos y los enunciados producidos por los discursos audiovisuales se deben
simplemente a las características materiales de sus respectivos lenguajes, o al uso político, cultural
y estético que tales discursos practican sobre esos lenguajes.
Porque si lo que caracteriza a la poesía es su capacidad casi ilimitada de significar,
haciendo de lo metafórico antes que una forma alegórica una instancia de proliferación y
diseminación del sentido, esa caracterización también podría pensarse como una modalidad que
por lo menos virtualmente podría atribuirse a los enunciados de los discursos audiovisuales. El
cine permite probar esta hipótesis, por lo menos en el registro de lo que habitualmente se
denomina cine de autor. Por ello, este tipo de reflexiones remite, de manera inequívoca, al análisis
de los códigos y prácticas que organizan la cultura audiovisual contemporá_ea.
Es sabido que para algunos autores la moderna cultura masmediática implicaría la desa-
parición de las vanguardias y su sustitución por los textos generados por los medios y los recursos
tecnológicos propios de los discursos mediales. Pero ello supone convalidar las convenciones
estéticas, comunicacionales y políticas que los regulan, haciendo de las poéticas vanguardistas ver-
daderos anacronismos cuyos fines y cometidos habrían sido logrados por los productos masivos de
las modernas tecnologías comunicacionales. Semejante extrapolación no parece verdaderamente
válida, ni mucho menos justa, respecto de las concepciones estéticas que alentaron la gestación de
infinitas obras poéticas y artísticas a lo largo del siglo, del mismo modo que no parece justo
homologar sus códigos, su retórica o sus formas a las de los productos generados por esas
tecnologías.
Desde ese punto de vista, parece evidente que la poesía -y particularmente la poesía de
vanguardia- no significa de la misma manera que los enunciados mediáticos. Porque si éstos, aún
cuando articulándose sobre la inmensa potencialidad significante de los lenguajes audiovisuales,
no dejan de operar según estrategias de contención del sentido, por las mismas razones, al con-
frontarse con la poesía, hacen evidente que su discurso procede por expansión y proliferación del
sentido, buscando incesantemente desbordar los límites que las convenciones sociales pretenden
fijarle a la totalidad de los discursos y los enunciados.
Esa modalidad subversiva probablemente sea lo que distinga, de manera esencial, a la
poesía de los discursos mediáticos. En ella se reconoce, seguramente, su filiación "vanguardista",
aunque también cierto halo -o cierta "aura", por decirlo con términos de Benjamin- que la conecta
con experiencias arcaicas y formas de carácter cultual propias de las instancias artísticas primige-
nias.
Aunque ello jamás podría demostrarse, es dable imaginar, casi como un "mito de origen",
un estadio tan primitivo como religioso de la poesía en el que los hombres se entregarían al éxtasis
de su práctica. E imaginar además, que al hacerlo, estaban atrapados por el encanto de sus sonidos,
aún cuando ellos no comportaran, de manera nítida, significados unívocos ni referencias puntuales,
porque no era ése el fin que perseguía su canto.

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