Los procesos y prácticas educativas que buscan contribuir a la formación de
sujetos autónomos en sus maneras de pensar, decir, sentir y de actuar, se despliegan como formas de aprendizaje que dan expresión al principio de aprender a aprender y desaprender. Principio inseparable del proceso de auto-organización que, siguiendo a Edgar Morín, reconoce la relación de todo sistema con el contexto del que forma parte, pues la permanente construcción de sí mismos como sujetos autónomos es impensable e irrealizable sin las relaciones con los demás y con el mundo. En un mundo donde la incertidumbre, lo transitorio y los cambios están a la orden del día, y donde la cantidad de información y de conocimientos crecen incontrolablemente, la educación universitaria precisa dotar a los estudiantes de criterios para desarrollar su capacidad crítica de evaluar, procesar y articular informaciones y conocimientos relevantes; su capacidad de estudio e investigación, de reflexión sobre el propio pensamiento y conocimiento, de interrogación sobre lo que aprende, de aprender y cambiar lo aprendido en una amplia gama de contextos distintos de los institucionales (trabajo, ocio, vida cotidiana, entre otros.). Y, sobre todo, de nuevos esquemas de comprensión que permitan a los estudiantes posicionarse favorablemente ante un mundo complejo e incierto. Todo ello se sintetiza en la capacidad más importante que es la de aprender y desaprender por ellos mismos, asumiendo su propia responsabilidad en este proceso. El principio de aprender a aprender y desaprender involucra a estudiantes y a profesores como aprendices que son singulares, diferentes y contextualizados, como seres de praxis que a la vez accionan y reflexionan sobre su mundo y sus contextos de acción, que construyen conocimiento en su interacción con el mundo y con los demás, que son capaces de organizar su propia experiencia y aprender de manera propia y específica. Igualmente involucra dejar de considerar la relación con el saber como una relación exterior e instrumental para hacerla relación de experiencia formativa, en el sentido de provocar cambios en las maneras de pensar, decir y hacer de los sujetos, en la relación consigo mismos, en la relación con los otros y en la relación con el mundo del que forman parte. El aprender a aprender y desaprender como objetivo básico de la formación implica pensar los contenidos y prácticas formativos desde la perspectiva del estudiante y del profesor como sujetos que aprenden -ambos- en la práctica misma de enseñanza-aprendizaje. Ello implica la necesidad de modalidades de aprendizaje más personalizado y autónomo y una concepción del profesor como guía del proceso que busca el desarrollo autónomo del estudiante, acompañándolo en este proceso y atento a los cambios que debe introducir de acuerdo a las circunstancias y condiciones que surjan de manera imprevisible. En efecto, si el aprendizaje es indisociable de procesos reflexivos y dialógicos, el papel fundamental del profesor es el de mantener estos procesos creando condiciones para que se desarrollen. Es un educador que no se siente poseedor de certezas incuestionables, que acepta la indeterminación y practica el pensamiento complejo. Como aprendiz es más investigador y guía que transmisor de lo que conoce, más atento a lo que está aconteciendo que a los contenidos de enseñanza, más atento a los procesos de formación que a los resultados a ser medidos en pruebas de conocimiento.