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La visión del mundo conocida como filosofía perenne – por manifestarse de manera
prácticamente idéntica a través de culturas y épocas – ha confirmado el núcleo no sólo
de las grandes tradiciones de sabiduría del mundo entero – desde el budismo hasta el
cristianismo, pasando por el taoísmo – sino también de los principales filósofos,
científicos y psicólogos. La filosofía perenne se halla tan abrumadoramente difundida
que, o bien se trata del mayor error intelectual de la historia de la humanidad, o bien
constituye la reflexión más detallada sobre la naturaleza de la realidad que jamás se
haya llevado a cabo.
En ocasiones, la gran cadena se presenta como si estuviera compuesta por tres grandes
niveles: materia, mente y espìritu; otras versiones hablan de cinco niveles: materia,
cuerpo, mente, alma y espíritu, y ciertos sistemas yóguicos, por último, enumeran
literalmente docenas de dimensiones discretas pero continuas. Para nuestro propósito,
sin embargo, bastará con recurrir a una jerarquía de cinco niveles: materia, cuerpo,
mente, alma y espíritu.
Pero adviértase que la gran cadena es, en realidad, una jeraquía y que éste, por otra
parte, es un término que, en la actualidad, parece despertar rechazo. El término jerarquía
– introducido originalmente por el gran místico cristiano San Dionisio – significa
esencialmente gobernar la propia vida en base a principios espirituales (hiero significa
sagrado o santo y archi significa gobierno o regla). Pero apenas se trasladó al campo del
poder político y militar, el gobierno del espíritu pronto se transformó en
el gobierno de la Iglesia católica. De este modo, un principio espiritual mal entendido
terminó convirtiéndose en un sinónimo de despotismo.
Sin embargo, para la filosofía perenne – y en realidad, para toda la psicología moderna,
la teoría evolucionista y la teoría de sistemas – la jerarquía consiste simplemente en un
ordenamiento de acontecimientos en función de su capacidad holística. En cualquier
secuencia evolutiva aquello que abarca la totalidad de un estadio deviene meramente
una parte de la totalidad mayor propia del estadio subsiguiente. Una letra, por ejemplo,
forma parte de una palabra, la cual se halla integrada en una frase que, a su vez, forma
parte de un párrafo, etc. Arthur Koestler acuñó el término holón para referirse a estos
elementos que, siendo un todo en un determinado estadio, constituyen un simple
elemento compositivo de la totalidad superior propia de un estadio posterior.
Tales jerarquías implican un tipo de redes de control donde los niveles inferiores (es
decir, los niveles menos holistas) pueden influir sobre los niveles superiores (o más
holistas) a través de lo que se denomina causación ascendente. Pero, del mismo modo,
los niveles superiores también pueden ejercer una poderosa influencia o control sobre
los inferiores mediante la denominada causación descendente (cuando decidimos mover
el brazo, por ejemplo, todos los átomos, moléculas y células del brazo se mueven con
él).
En cualquier secuencia evolutiva de crecimiento, cuando emerge un estadio, u holón,
más abarcador, termina incluyendo las capacidades, pautas y funciones propias del
estadio anterior (es decir, de los holones previos) y les agrega sus propias (y más
abarcadoras) capacidades. En este sentido – y sólo en éste – los holones nuevos son más
abarcadores, más elevados y más amplios. Sea cual fuere la importancia del valor de los
estadios previos, el nuevo estadio los engloba a todos pero también les añade un nuevo
elemento (una capacidad más integradora, por ejemplo) y ese algo más es un valor extra
relativo al estadio previo (y menos abarcador). Esta definición crucial de estadio
superior – que fue introducida por primera vez en Occidente por Aristóteles y en
Oriente por Shankara – ha sido absolutamente central en la filosofía perenne desde
entonces. Como dijo Hegel en primer lugar y han repetido después de él todos los
evolucionistas, cada estadio es adecuado y válido, pero los estadios superiores son más
adecuados y, sólo en ese sentido, más valiosos (lo cual siempre significa más holistas).
Es por este motivo que Koestler, después de haber advertido que todas las jerarquías
están compuestas por holones – por órdenes de totalidad creciente – señaló que la
palabra más adecuada para jerarquía es realmente holoarquía . En mi opinión Koestler
da de lleno en el blanco y es por ello que, a partir de aquí, seguiremos refiriéndonos a la
jerarquía, en general, y a la gran cadena, en particular, como holoarquía.
Todas las grandes tradiciones de sabiduría del mundo son variaciones de la filosofía
perenne, de la gran holoarquía del ser. En su libro Forgotten Truth, Huston Smith
resume las principales religiones del mundo en una sola frase: Una jerarquía de ser y de
conocimiento. Chogyam Trumgpa Rinpoché , por su parte, señalaba que la idea
fundamental, el sustrato esencial que impregna y subyace a todas las religiones
orientales , desde la India hasta el Tibet y China y desde el shintoísmo hasta el taoísmo,
es una jerarquía de tierra, ser humano, cielo, lo cual equivale a decir de cuerpo, mente y
espíritu.
Esto nos conduce a la paradoja más notable de la filosofía perenne. Hemos visto ya que
las grandes tradiciones de sabiduría suscriben la noción de que la realidad se manifiesta
a través de una serie de niveles , o dimensiones, y que las dimensiones superiores son
más inclusivas y, por consiguiente, más próximas a la totalidad absoluta de la Divinidad
o el Espíritu. En este sentido – y en la medida en que no tomemos la metáfora en un
sentido literal – el Espíritu constituye la cúspide del ser, el peldaño superior de la
escalera evolutiva. Pero también es cierto que el Espíritu es la madera de la que está
hecha la escalera misma y cada uno de sus peldaños. El Espíritu es la talidad, la
ipseidad, la esencia de todas y cada una de las cosas que existen.
Es así que tanto las religiones matriarcales como las patriarcales han sustentado visiones
unilaterales del Espíritu que han tenido nefastas consecuencias históricas y que han
conducido al ser humano a realizar brutales sacrificios masivos para propiciar la
fertilidad de la Diosa Tierra o a emprender guerras santas en nombre del Dios Padre.
Pero, en el mismo núcleo de todas estas deformaciones superficiales, la filosofía
perenne, el núcleo esotérico interno de la sabiduría religiosa, ha soslayado siempre todas
las dualidades – tierra o cielo, masculino o femenino, finito o infinito, ascesis o
revelación – y se ha ocupado, por el contrario, de tratar de lograr su unión e integración
(no dualismo). Esta unión entre los cielos y la tierra, lo masculino y lo femenino, lo
infinito y lo finito, terminó explicitándose en las enseñanzas tántricas de las diversas
tradiciones de sabiduría , desde el gnosticismo occidental hasta el vajrayana oriental.
Este es, en definitiva, el núcleo no dual de las tradiciones de sabiduría al que se aplica el
término de filosofía perenne.
El hecho es que si intentamos pensar en el Espíritu en términos mentales (lo que
necesariamente provoca ciertas distorsiones, puesto que los holones inferiores no
pueden englobar totalmente a los holones superiores) deberíamos, al menos, tener en
cuenta la paradoja entre trascendencia e inmanencia que hemos señalado. La paradoja es
simplemente la forma que adopta la no dualidad cuando se la considera desde el nivel
mental. El Espíritu, en sí mismo, no es paradójico porque, estrictamente hablando, no
hay forma alguna de caracterizarlo.
El hecho es que todos éstos son niveles que foman parte del mundo manifiesto, de
maya. Cuando maya no se reconoce como el juego de lo Divino, no hay nada más que
ilusión. Jerarquía es ilusión. De hecho, los únicos niveles que existen son niveles de
ilusión, no niveles de realidad. Pero, según las tradiciones, la comprensión – y sólo la
comprensión – de la naturaleza jerárquica del samsara nos permite realmente salir de él.
Podemos considerar ahora los distintos niveles reales de la holoarquía, de la gran cadena
del ser, tal como aparece en las tres principales tradiciones de sabiduría más
ampliamente practicadas: judeo-cristiana-islámica, budista e hinduísta (aunque
cualquier religión madura podría servirnos para ello). Los términos cristianos son los
más sencillos porque ya los conocemos: materia, cuerpo, mente, alma y espíritu. La
materia se refiere al universo físico y a nuestro cuerpo físico (es decir, a aquellos
aspectos de la existencia que se rigen por las leyes de la física). En este caso, el cuerpo
se refiere al cuerpo animal: el sexo, el hambre, la vitalidad, la fuerza, etc. La mente es la
mente racional, argumentativa, lingüística e imaginativa (estudiada por la psicología).
El alma por su parte es la mente sutil o superior, la mente arquetípica, la mente intuitiva,
la esencia de la indestructibilidad de nuestro ser (estudiada por la teología). Y,
finalmente, el Espíritu constituye la cúspide trascendental de nuestro ser, nuestra
Divinidad (estudiada por el misticismo contemplativo).
Por último – y esto es muy importante – el vedanta agrupa estas cinco capas en tres
estadios fundamentales: grosero, sutil y causal. La dimensión grosera constituye el nivel
inferior de la holoarquía, el cuerpo físico (annamayakosha); la dimensión sutil consiste
en los tres niveles intermedios: el cuerpo sexual-emocional (pranamayakosha), la mente
(manomayakosha) y la mente superior o sutil (vijnanmayakosha); y la dimensión causal
consiste en el nivel superior (anandamayakosha) el espíritu arquetípico del que, en
ocasiones, también se dice que en su mayor parte – aunque no totalmente – es no
manifestado y carece de forma. El vedanta correlaciona estas tres dimensiones
principales del ser con los tres estadios fundamentales de consciencia: vigilia, sueño y
dormir sin sueños. Más allá de estos tres estadios se encuentra el Espíritu absoluto –
denominado turiya – el cuarto estado que se encuentra más allá (e incluye) los tres
estadios manifestados. El cuarto estado trasciende (e integra) los niveles grosero, sutil y
causal.
Así pues, el alma es, al mismo tiempo el nivel más elevado del proceso de desarrollo del
individuo y también el obstáculo final, el último nudo que nos impide completar la
iluminación, su identidad suprema, simplemente porque en tanto que testigo
trascendental es inherente a todo aquello que testimonia. Sólo cuando vamos más allá de
la posición del testigo, el alma o el testigo mismo termina disolviéndose y entonces sólo
queda el juego de consciencia no dual, la consciencia que no observa a los objetos sino
que se identifica completamente con todos ellos (según el zen es como degustar el
cielo). El abismo existente entre sujeto y objeto desaparece entonces, el alma se
trasciende o se disuelve y aparece la consciencia pura , espiritual y no dual, una
consciencia sencilla, evidente y clara. Entonces comprendemos que nuestro ser es la
totalidad del espacio, vasto y abierto, y que todo lo que aparece lo hace
espontáneamente, y como espíritu, en nosotros.
El modelo psicológico fundamental propio del budismo mahayana nos habla de ocho
vijnanas, ocho niveles de conciencia. Los primeros cinco niveles son los cinco sentidos,
el siguiente es el manovijnana, la mente que opera sobre la experiencia sensorial; luego
viene el manas, que se refiere tanto a la mente superior como al centro de la ilusión de
la existencia de una identidad separada. Es el manas el que mira al alayavijnana (el
siguiente nivel superior, el de la consciencia supraindividual) y lo confunde con un ser
separado o con un alma substancial, tal como la hemos definido. Y, más allá de estos
ocho niveles, se halla su mismo sustrato y su fuente, el alaya puro o Espíritu puro.
No quisiera, sin embargo, minimizar algunas de las diferencias reales existentes entre
estas tradiciones. Simplemente estoy señalando que todas ellas comparten ciertas
similitudes estructurales profundas, lo cual testimonia elocuentemente la auténtica
naturaleza universal de sus intuiciones.
Una vez que reconozcamos la existencia de todos los niveles y dimensiones de la gran
cadena del ser, estaremos ciertamente en condiciones de disponer adecuadamente de
todas las modalidades del conocimiento, no sólo del ojo de la carne – que nos permite
acceder al mundo físico y sensorial – o del ojo de la mente – que nos revela el mundo
lingüístico y lógico – sino también del ojo de la contemplación – que nos abre a las
dimensiones del alma y del Espíritu. Cuando la psicología confía exclusivamente en el
ojo de la carne, se ve abocada al conductismo, y si lo mismo ocurre en el campo de la
filosofía, termina conduciéndonos al positivismo. Incluir al ojo de la mente supone, en
psicologìa, abrir la puerta a las escuelas introspectivas – como el psicoanálisis, la
gestalt, la existencial y la humanista – y en filosofía, retornar a la filosofía propiamente
dicha; la fenomenología, la hermenéutica, el existencialismo y la teoría crítica.
También tenemos que dar un último paso y tener en cuenta al ojo de la contemplación
que, como metodología científica y respetable, nos revela el alma y el espíritu. El
resultado de este último paso nos conduce a la psicología y a la filosofía transpersonal.
Y esta visión transpersonal es el punto definitivo de regreso, el punto del reencuentro
del alma del hombre moderno con el alma de la humanidad – el verdadero significado
del pluriculturalismo – donde, subidos a hombros de gigantes, trascendemos, pero
incluímos – y esto significa respetar – su presencia siempre recurrente.
Ken Wilber