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PIROPEO PELUCON

x. andrade

*al aire por radio Tropicana (www.radiotropicana.com.ec) en julio 4 de


2007

Es una tarea pendiente para quienes nos interesamos en la manipulación política de


conceptos tales como “cultura” e “identidad” la de historizar el momento en el que el
de “guayaquileñidad” comenzó a denotar una suerte de identidad acomplejada.
Esgrimida como un discurso de identificación unitaria frente al centralismo estatal,
ha servido cuando menos desde el retorno a la democracia para movilizar a diversos
sectores de la sociedad bajo agendas delineadas desde las autoridades de turno y
avivadas por aquellos engendros elitarios que, como la Junta Cívica y la Iglesia
Católica, han sabido hábilmente eregirse en portavoces de la ciudadanía
(generalmente sin mediación ni diálogo alguno con el conjunto de la sociedad). O por
lo menos de aquél conjunto que logra acceso a ser representado, nunca
neutralmente, por los medios masivos.

Son claves, dentro del manejo simbólico que se hace de la “guayaquileñidad”, los
contenidos de género de una identidad cuyo eje no es la autodefinición como camino
de realización propia sino como contraparte a una forma de identidad supuestamente
consolidada (la que le correspondería al “centralismo” más que a la “quiteñidad” o a
la “ecuatorianidad”). Por contenidos de género me refiero a los discursos que tiñen a
cierta identidad cultural con una agenda naturalizante de y entre las relaciones de
género. El caso de la “guayaquileñidad” ilustra de buena manera las tensiones
implícitas en los arbitrarios juegos creados por los políticos y sus portavoces, los
intelectuales públicos, siendo que algunos de estos últimos socapan su tarea de
producción ideológica bajo las propias instituciones del Estado que, en teoría,
detestan por ser “centralista”. Estos últimos también son expertos en hacer pasar su
ideología como ciencia culturológica o como “historia” y no escatiman en
multiplicarse con publicaciones costumbristas y folklorizantes sobre la identidad
local.

Por un lado, la “guayaquileñidad” tiene un género femenino en su citación discursiva.


Sin embargo, ello contradice directamente a la pretensión de historia patricia y
masculinista que las elites intelectuales locales defienden en una ciudad donde el
machismo ha acompañado el performance público de los representantes de las
tendencias políticas privilegiadas en la urbe: el populismo bucaramista antes y el
corporativismo socialcristiano ahora se abrazan en su calidad de machos. Desde allí
se rasgan las vestiduras periódicamente, fanfarronean con metáforas boxísticas
frente a las cámaras, carajean cuando se hallan a salvo en sus resguardados
balcones, y, recientemente, empapelan la ciudad con vallas tan poco imaginativas
como su propio repertorio de género. “Si es con Guayaquil, es conmigo!” rezan las
vallas publicitarias apenas se vislumbra la posibilidad de un debate sobre ideas y
proyectos en términos dignos de un cuadrilátero. Como si con ello se lograra
posicionar a Guayaquil más allá del Estado, viejo anhelo de aquellos quienes han
manejado el destino de la ciudad como negocio propio desde hace demasiados años.

Y, ahora, la también creativa Junta Cívica se prepara a complementar un tipo de


despilfarro que lo denominan “campaña por el civismo” con la joya de la corona:
“Guayaquil embanderado, Guayaquil bien parado”. La repetición de este tipo de
propaganda política y, particularmente, de sus contenidos de género, apuntan pues a
otorgarle un carácter estable a una identidad ficticia, la de la “guayaquileñidad” que,
nacida más como un complejo de las elites que como una afirmación autónoma
demanda por ello su apelación al ideal masculinista como la norma a lograrse. Por
ello, la próxima vez que leamos una de estas vallas, la del “Guayaquil, bien parado”
podemos pensar legítimamente en todo lo contrario. Este efecto boomerang es como
el de un piropo, esgrimido supuestamente para conquistar a una mujer, cuando de lo
único que trata es de impresionar a otros hombres. Las vallas publicitarias recientes
buscan encontrar su reflejo, pues, en un espejo de aniñadas masculinidades, una
suerte de juego de pelucones piropeos.

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