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Taller de huerta del colectivo Nada Crece a la Sombra, en el Hogar Colibrí. (archivo, mayo de
2016) Taller de huerta del colectivo Nada Crece a la Sombra, en el Hogar Colibrí. (archivo La
Diara, mayo de 2016)
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Medio
La Diaria
Medio
Medio digital
Conductor/a - Periodista
Denisse Legrand
Fecha
FUENTE
https://ladiaria.com.uy/articulo/2020/2/pesa-la-cana-como-afecta-la-carcel-a-los-
adolescentes/
Una investigación sobre el sistema penal adolescente analiza los daños que genera el pasaje
por la prisión.
“Te pesa la cana: afectaciones subjetivas del encierro en la adolescencia” es una investigación
transformada en libro que reúne información actualizada sobre el estado del sistema penal
adolescente. Además de presentar datos estadísticos, analiza el sistema y presenta, en primera
persona, la experiencia de varios adolescentes privados de libertad.
La investigación fue realizada por un equipo de la Unidad Académica Asociada del Instituto
Académico de Educación Social del Consejo de Formación de Educación y el Instituto de
Psicología, educación y Desarrollo Humano de la Facultad de Psicología de la Universidad de la
República, en un acuerdo con Unicef Uruguay.
Su objetivo fue caracterizar las condiciones de vida de los adolescentes privados de libertad en
sus propias voces y comprender qué procesos de subjetivación generan estas condiciones. La
investigación busca demostrar “las afectaciones que producen las condiciones en las que
cumplen la sanción penal en las cárceles del Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente
(INISA)”. Para esto se relevaron las condiciones materiales y de convivencia de estas cárceles.
Para conocer esta realidad, se hizo un censo a los adolescentes privados de libertad que
estaban presos a marzo de 2018. Fueron consultados 346 adolescentes, que representaban
77% del total de la población de ese momento. Los censados tenían entre 13 y 22 años, y 55%
eran primarios; esta era su primera experiencia en la cárcel. Se hicieron también entrevistas en
profundidad que luego fueron transformadas en testimonios.
A pesar de que los adultos son responsables de 94% de los delitos, se construyó a los
adolescentes como enemigos públicos y responsables de los problemas de seguridad. El
corolario de ese proceso fue un plebiscito en 2014 que intentó –sin éxito– bajar la edad de
imputabilidad penal de 18 a 16 años. Una militancia juvenil masiva se movilizó en todo el país y
el plebiscito obtuvo 47% de apoyo, por lo que quedó descartada la medida. Cabe recordar que
los adolescentes en Uruguay son procesados bajo el régimen penal adolescente a partir de los
13 años.
Otra conclusión a la que llegó el estudio es que la violencia se enseña. El encierro compulsivo
es “el ritual de iniciación que incluye 23 horas diarias en una celda”. De los adolescentes en
esta situación, 67% resuelve los conflictos peleando, “porque muchas veces no queda otra”. El
informe afirma que “enseñar la violencia como modo de vida se aprende poniendo el cuerpo,
soportando el encierro sin recurrir a nadie”.
En el estudio quedan demostradas las deficitarias condiciones del sistema penal y se visibilizan
las huellas que la cárcel deja en los adolescentes. Se reconocen las situaciones de violencia que
suceden durante la privación de libertad y cómo repercuten en sus vidas.
El INISA
La mayoría de los delitos de los adolescentes son delitos contra la propiedad: 80,6%. El delito
más común es el hurto (38%), seguido por la rapiña (30,9%). Las infracciones “contra la vida de
las personas” representan 6,3% de los casos, de los cuales 3,6% fueron lesiones personales y
2,7% homicidios. Los delitos asociados al tráfico de drogas representan la causa de
procesamiento sólo en 3% de los casos.
El delito se concentra en la capital del país y en Canelones: 56% de los adolescentes vivían en
Montevideo, en particular en los municipios A y D, y 12% eran de Canelones.
La mitad (50,6%) de los adolescentes pasan 18 horas al día o más encerrados en la celda, y
32,% pasan allí entre 12 y 18 horas. Sólo 14% de la población pasa menos de 12 horas. Las
condiciones de las celdas son deficitarias: 40% no tiene pileta, 38% no tiene inodoro y 55% no
tiene agua potable para tomar.
Según el estudio, 38% de los adolescentes no realizaba ninguna actividad de educación formal,
y 47% decía tener clase tres veces por semana, nunca más de diez horas semanales. A su vez,
45% no realizaba actividades socioculturales. En lo que respecta al trabajo, también hay un
déficit: 49% no recibía capacitación laboral alguna y sólo 5% tenía una actividad laboral
remunerada.
De los adolescentes censados, 56% tomaba medicación psiquiátrica y 82% decía que lo hacía
para dormir. El estudio demuestra que “el consumo de medicación aparece asociado a la
cantidad de horas de encierro: a mayor cantidad de horas dentro de la celda, mayor
porcentaje de adolescentes que tomaban medicación”. El porcentaje de los adolescentes que
pasaban 18 horas o más dentro de la celda y consumían psicofármacos llegaba a 67%, mientras
que entre los que pasaban entre 12 y 18 el porcentaje era de 52%, y entre los que estaban
menos de 12 horas encerrados descendía a 32%.
Cuatro de cada diez adolescentes dijeron haber necesitado atención por angustia, depresión o
crisis nerviosa. De ellos, 75% tuvo varios episodios de crisis desde que cayeron presos. 19
adolescentes dijeron que se usó la fuerza física para contenerlos en estos episodios y 20
afirmaron que se usaron objetos para inmovilizarlos.
Para mejorar la situación de las cárceles, 29% de los adolescentes dijo que deberían tener más
actividades. 27% propuso mejorar la comida y 26% dijo que estar más horas fuera de la celda
sería muy importante.
Al pensar en el afuera, 65% dijo que quería conseguir un trabajo, 29% que quería
reencontrarse con su familia apenas saliera y 27% dijo querer volver a estudiar. A su vez, 23%
se refirió a vincularse con actividades de ocio y deporte, mientras que 8% quería acceder a
capacitación laboral. Por otra parte, 4% se quería mudar de barrio y 5% se quería mudar con su
pareja e hijos.
En primera persona
Aristóteles
“Esto no es como el Comcar, de ahí capaz que no salís...”, dice Aristóteles. Su historia es una de
las que se cuentan en el libro. Para él, el tiempo tiene un lugar central. “Hay que aprender a
sobrevivir, que pase el tiempo sin que te haga daño”, esa es su máxima. Describe la privación
de libertad como un momento muy largo en el que estás “encerrado y perdido de la sociedad”.
Por eso dice que es mejor “no pensar”, porque si te ponés a pensar “terminás cortándote”.
Para él, la cárcel es un entorno hostil y un lugar donde no se puede confiar en los adultos.
Cuenta que una vez se fracturó un brazo y estuvo más de una hora y media gritando antes de
recibir asistencia. Cuando piensa en el afuera dice que no quiere que lo reconozcan como
“aquel que estuvo preso”, porque quiere cambiar y tener una familia. Dice que no quiere
“drogas, policías ni rejas nunca más”.
Pablo
Otro de los adolescentes que cuenta su historia es Pablo. Cayó por una rapiña que lo tuvo
adentro un año y medio. Dice que no quiere volver a caer, y para eso piensa en cómo cambiar.
“Al salir me gustaría hacer las cosas bien, que sería trabajar y estudiar”, pero no sabe si va a
poder, porque afuera “hay mucho bardo”. Estar en el barrio implica tener problemas, por eso
quiere mudarse. “Voy al cementerio, hay que cumplir con lo que la tribu manda o cambiar de
barrio”. Paradójicamente, Pablo dice que se siente libre porque está preso. En el análisis sobre
su caso destaca que “está encerrado y se siente libre porque allí está protegido, protegido del
otro encierro, del que no tiene un tiempo para salir. Está atrapado en una lógica que no
permite instalar otras lógicas”.
Javier
Para Javier, la espera de la sentencia en el centro de ingreso fue “agobiante, fatídica”. Para los
investigadores, el castigo se inicia justamente en ese centro, “en ese lugar de varones, de
machos, un lugar de muerte social, un mundo opaco de aplicación de sufrimientos”. Entre
rejas hay que sobrevivir y resguardar la propia vida. “El castigo no es sólo la sentencia, la pena
a cumplir. Es lo que se vive en la cotidianidad de la privación de libertad. Entre lo
incomprensible e inenarrable, lo irracional o lo perverso”. Así se construyen subjetividades
rudas y códigos asociados a la violencia. Por eso Javier decidió que si tenía que “pararse de
mano” (pelear) lo iba a hacer. “Tenés que hacerte valer, es tu vida. Tenés que ir y pararte de
mano, porque si no te van a cazar de pinta”. Para los investigadores se trata de poner en juego
mecanismos de defensa.
“Tendrá que racionalizar las maneras de estar en el encierro, dar cuenta de la firmeza, de ser
un macho, alguien que pisa fuerte, que les pone un freno a los otros”. Por eso construirá “una
fortaleza simulada”, porque “no podrá ser frágil en la cárcel, tiene que resistir a las condiciones
del encierro”. Se trata de aguantar que lo avasallen y avasallar a otros. Eso es la cárcel.
“Aguantar humillaciones, lo sombrío y la opresión del encierro. El abandono social”. A Javier le
tocó soportar “la experiencia física de la pelea, la tirada de agua caliente”. “Su psiquis resistió
los gritos y el caos del centro de ingreso, el sufrimiento de todos los que están en su módulo,
además del propio”. Eran tres en una celda y había dos camas, uno siempre “comía piso”. En
una celda sin salir, reja de día, reja de noche. Dice Javier que en un momento sentís que “estás
quedando loco”.
El miedo a la locura siempre está. “Sabe de otros que han quedado locos por estar trancados”,
y por eso, seguramente entre otras cosas, “decidieron matarse, otros se amotinaron o se
fugaron”. “La opinión pública a eso le dice fugarse”, pero dicen los investigadores que “ese
intento de huida es querer sobrevivir al infierno de estar trancado día y noche”. Estar
encerrado “es sentirse enloquecer, morir”. Por eso gritan, “para reafirmar que están vivos”.
Los autores del libro señalan que Javier es el enemigo social. “Su castigo está justificado por el
hecho de que le ha declarado la guerra a la sociedad”.
Para Javier “estar quedando loco” es caminar de un lado a otro sin tener nada que hacer.
“Pensando como loco, caminás de acá para allá, tres metros por un metro, caminás y no tenés
nada que hacer. Tenés sed, no tenés para tomar. Tomas pastillas para dormir, para poder
dormir tranquilo, trancado no podés ni dormir”. A pesar de todo, se propuso “cambiar la
mente” y recuperar su historia. Se acordó de que en la calle jugaba al fútbol y empezó por
hacer lo que podía en la celda: lagartijas. Al tiempo fue trasladado a un centro de mayor
apertura y allí practica boxeo. En el INISA son pocos los centros que plantean modelos más
abiertos y menos dañinos. Los adolescentes que atraviesan estas experiencias tienen muchas
más chances de tener afiliaciones sociales a futuro. Para “reparar su error”, Javier quiere otra
oportunidad cuando salga del encierro. “Siente que ya perdió mucho tiempo en la privación de
libertad y sabe que si vuelve a equivocarse ‘se va a pudrir en cana’”. Por eso, “quiere encarar la
vida y trabajar como su padre en la construcción”. También quiere “formar una familia” y
“dejar atrás las huellas”.
Ramiro
Los adolescentes que habitan las cárceles tienen la particularidad de vivir mucho en muy poco
tiempo. Tal es el caso de Ramiro, que tiene 16 años y ha vivido múltiples experiencias
significativas. Tuvo trabajo y lo perdió, tiene una hija, vivió en pareja. Los investigadores
explican que “el tiempo parecería ser más intenso cuando se vive en los márgenes, al enfrentar
situaciones y asumir responsabilidades que no se asocian con lo que dice la cédula”. Ramiro
espera que pasen los cuatro años que tiene por delante preso.
María
En el INISA también hay adolescentes mujeres privadas de libertad. Son muy pocas (3%), y,
como en todos los sistemas carcelarios, están invisibilizadas. Una de esas adolescentes es
María, que “de estar rodeada de amigos y familia pasó a estar sola en una celda”. Otra de las
cosas que cambiaron en su vida fue la ingesta de medicación. El uso extendido de
psicofármacos en la privación de libertad se incrementa aun más en las mujeres. “Ahora tomo
para dormir y para la ansiedad, antes nunca había tomado”. La medicación psiquiátrica tiene
repercusiones severas en los cuerpos. “Antes era bien flaquita, engordé pila acá, por la
medicación. Estoy a punto de ser diabética, ahora hago una dieta especial. Acá tengo mucha
ansiedad, pero me aguanto”.
“Resistir parece ser el verbo que representa la experiencia de María”, dicen los investigadores.
“Enunciados como aguantar, dejar pasar el tiempo, no calentarse se repiten y dan cuenta de la
vivencia: presa, sola, viendo pasar el tiempo”. María no quiere volver a la cárcel. “Cuando salga
tengo que cambiar, no tengo que seguir más en la gilada”. Su hermano y su padre también
están presos. Pero ella quiere salir. Dice que si pudiera “cruzarse con el genio de la lámpara” le
pediría “sacame de acá y conseguime un trabajo”.
Balder
Es la segunda vez que Balder viene a Montevideo; su casa queda a tres horas de la capital. La
primera fue con un paseo de la escuela. La segunda fue a prisión. “Era la primera cana, no
sabía nada, me tiraron en el módulo C durante un mes, fue un bardo”. En la cárcel no se puede
confiar en nadie, y sobre todas las cosas no se puede visibilizar que tenés un problema con
alguien. “Si plantea que aquel lo va a romper, va a ser peor: será un buchón y sabe que eso
está mal. Las reglas son simples y claras, se transmiten por ósmosis: no mandes en cana, y si te
pifean –roban– algo, parate de manos”. Dice que con el tiempo te acostumbrás a eso y al mes
ya sabés cómo son las cosas.
Cuando llegó, le llamaron la atención las rejas. “Para donde mires hay rejas”. Para los
investigadores, “la reja y el alambre de púas son objeto y forma para delimitar un espacio
físico y un horizonte de posibilidades de experimentación”. La arquitectura es la producción de
espacios habitables. Pero, por el contrario, “la descripción de Balder transmite la invitación a
un mundo inhabitable”. La cárcel es un sinfín de “objetos que construyen una geografía
inhabitable y deshumanizadora”. El lugar que se habita es la celda. Un espacio pequeño, sin
nada para hacer. “La quietud y el encierro que produce estar todo el día en la celda, sin nada
para hacer, son percibidos como la ausencia de reglas”.
Algunos no se acostumbran, “les pesa la cana a morir”. Balder cuenta que un día se despertó
escuchando sonidos guturales y espasmos. Era su compañero de celda que se estaba colgando.
“Tuvimos que bajarlo. Llamamos y se lo llevaron para otro módulo, donde se quiso matar tres
o cuatro veces más. Eso pasa porque no podés aceptar la realidad. No te voy a decir que no me
bajoneé pensando en mi familia, pero no para colgarme o partirme los brazos así [cortarse]”.
Balder “sostiene con convicción que la cárcel no cambia a nadie, menos de una forma
positiva”.
“La angustia y el dolor no son tolerables, hay que taparlos con otras emociones. El peso de la
cárcel sobre el cuerpo y las emociones es tan devastador que muchos adolescentes no saben
cómo manejarlo”, explican los autores del libro. “La estrategia que encuentran y conocen es la
violencia”. Balder dice: “Prefería pelear, me sacaba la bronca; me rompen todo, lo rompo
todo”. Los daños que genera el propio encierro sirven para legitimar la violencia. “El circuito se
repite en una funcionalidad macabra de una pedagogía de reproducción de la violencia. La
supervivencia del sistema punitivo necesita de más Balder que exploten, que peleen, que
golpeen y, por supuesto, que resistan al encierro”.
Ana
A Ana le dieron cinco años de condena, la pena máxima para una adolescente. A su novio, que
ya es mayor de edad, le dieron 24 años. Una rapiña con resultado de muerte; ambos
procesados por homicidio. El tiro lo disparó el. “Ella misma no entiende lo que pasó, apenas
puede nombrarlo. Parecería que el miedo y el horror se apoderaron de ella. Huye”. Ana
también huyó luego del delito. No supo qué hacer. Le contó a sus padres. La escondieron por
unos días hasta que se entregó. Se entregó porque acusaron a su madre por el homicidio. Su
abuela organizó a la familia y la acompañó a la jefatura. La mamá y el papá de Ana también
fueron privados de su libertad. Su madre porque era la responsable de ella, y su padre por
encubrimiento. Estuvieron dos años y medio y diez meses, respectivamente. Según los
investigadores, “es consciente de su delito y parecería que no puede procesar el hecho de
haber dado muerte a otro”. “En ese momento no se dio cuenta de lo que hacía. La caída es
abrupta, el proceso lento; quizás nunca termine de hacerlo”, expresan. Para la familia fue un
golpe muy duro e inesperado.
Alan
Cuando Alan cayó pasaba 22 horas encerrado en una celda. La tranca, el encierro del centro de
ingreso, es de las experiencias más traumáticas que atraviesan los adolescentes. Dice que al
principio “extrañás como loco a tu familia”, pero después te acostumbrás. “A medida que pasa
el tiempo hay un acostumbramiento forzoso y rutinario, que incide en la forma de transitar la
privación de libertad”. Se acostumbran a todo: a extrañar, a la tranca, a la violencia. Cuando
Alan fue detenido su pareja estaba embarazada. Ahora en cada visita va con su bebé. “Asume
haber cambiado y este proceso lo asocia con la presencia y apoyo de sus familiares y con el
nacimiento de su hijo”. El nacimiento de un hijo y asumir la paternidad es uno de los hechos
más significativos que aportan a los procesos de desistimiento de la actividad delictiva.
Ema
Ema cayó embarazada y Valentina nació al poco tiempo de estar presa. Ambas viven en la
cárcel para mujeres del INISA. La bebé va a un CAIF y Ema aprovecha para cursar materias del
liceo mientras. Ema mató a un hombre. “Sentía rabia, rencor hacia una persona y me desquité
con otra. Esa otra persona también estaba mal, porque mantenía relaciones con una menor”.
A Ema la violó su padrastro desde que tenía nueve años. De ese abuso nació Valentina. “El
embarazo es la primera denuncia silenciosa del abuso”. No sabe si su madre no vio o no quiso
ver la situación, pero siente que la dejó de lado.
El delito que cometió la sacó del lugar de donde era abusada. “El acto cambia su vida, la saca
de su espacio cotidiano, su casa, su familia, y la encierra. Cabe preguntarse de qué cambio se
habla: ella ya estaba encerrada, encerrada en un padecer, en una situación de abuso sin salida.
Pasar al acto, matar, la saca de ese encierro y pasa a otro encierro”. Ema dice que este
encierro –la cárcel– no lo padece tanto como el otro –el abuso permanente–.
Pensar en el afuera le da miedo. “Fui dejada de lado por mi familia... Pasé por el abuso y es
bastante fuerte, y a veces pienso que estoy un poco loca”. Dice que su hija es lo que hoy “la
mantiene en pie”. “Quiero tener mi casa, mi trabajo, para estar con mi hija. Que mi hija
estudie, que no haga lo que hice yo, que no cometa errores, y contarle la realidad de quién es
su padre y poder protegerla de que no pase por lo mismo que yo”, dice ella. “Ema habla de su
capacidad de resiliencia, de su fortaleza para enfrentar la situación que le era intolerable y
hacer algo como pudo, de darle sentido a lo hizo y responsabilizarse, lo que le posibilita
repensarse en otro lugar, aunque la acompañe el miedo”.
Artus
A Artus le proponen el juego de imaginarse siendo presidente del INISA, con el poder para
cambiar la realidad de las cárceles para adolescentes. Aunque sabe que es imposible, juega:
“Lo primero que haría es conocer más a los adolescentes y sacarlos a estudiar, que puedan
hacer algo. Que conozcan más. Que entiendan que no hacemos las cosas por tener unos
championes o porque nos queremos drogar, sino porque nos faltan cosas. La gente que dice
que a estos pichis hay que matarlos a todos, hay que encerrarlos a todos, piensa que somos
todos unos malandros. Nadie se pone en el lugar: a las personas que dicen eso les faltan cosas
por vivir, pasan hambre. Necesitamos que nos saquen a estudiar y a trabajar, tengo un hijo y
necesito trabajar”.
Mientras los varones suelen caer presos por experimentar el delito y la violencia, las mujeres
suelen hacerlo por no soportar más la violencia a la que están expuestas desde muy chicas. “En
ese territorio, simbólicamente, mueren o sobreviven”. “Físicamente sufren el día a día en una
celda, la estrechez y opacidad, los gritos de todos, el suicidio de algunos, el intento de suicidio
de otros”. Simbólicamente, “sufren el abandono, el desprecio, la confusión e incertidumbre de
lo que pueda pasar”. La tensión en las cárceles es permanente. “Viven la humillación, el dolor
propio y de los otros”. Algunos no soportan el sufrimiento. “Se derrumban, se quitan la vida, se
cortan brazos y piernas”. Otros, en cambio, tratan de atravesar la privación de libertad
intentando zafar de los daños.
Para soportar hay que adaptarse. “Construir el aguante y adaptarse, resistir y sobrevivir
configuran las maneras de estar y fundamentalmente de llevar el encierro”. También es
aprender a vivir con el castigo dentro del castigo. “En los varones, el aguante pone en juego la
masculinidad, la rudeza, la fortaleza, producirse como macho”. El aguante no es sólo soportar
con el cuerpo, es también encontrar otros soportes, como son las religiones o las actividades
socioeducativas.
Salir en libertad es proponerse pensar en otra vida posible. Salir y poder hacer todas las cosas
que no hicieron por estar presos. También es pensar en cómo hacer para no volver, en zafar al
barrio y a las deudas, al lugar común desde donde saben pararse.
Hugo Britos, subdirector del Centro de Máxima Contención (CMC) del Instituto Nacional de
Inclusión Social Adolescente (INISA), compartió en redes sociales una publicación con fotos de
un adolescente privado de libertad con el texto: “Compartan para que todos sepan quién es
esta basura, un pibe de 17 años quien rapiñó dos veces en Barra de Chuy y obligó a dos
personas del sexo femenino a hacerle sexo oral mientras él grababa el hecho. Ya tenía
antecedentes por abuso sexual y lo tenían suelto”.
En uno de los comentarios, el subdirector de CMC comenta: “El cante y gane va a ser un
poroto... Jaja”. El CMC es uno de los peores centros de INISA. Se ha pedido su cierre en
reiteradas oportunidades. Paola Macedo, otra funcionaria, que es cocinera en la Colonia Berro,
agrega: “Hay que matar las ratas y pa la cuneta”.