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LAS ESTRUCTURAS
ANTROPOLÓGICAS
DE LO
IMAGINARIO
Introducción a la arquetipología general
Versión castellana
de
Mauro A rmiño
V.
■i
taurus
Título original: Lesstructures anthropologiquesde
a l'arcbétypologie génerale.)
© 1979, Bordas, París.
ISBN: 2-04-008001-5.
Platón, Menón, 85 c.
Las im á g e n e s d e «c u a t r o c u a r to s»
3 Alain , Vingt lefons sur les beauxarts, 7 .a lección, cfr. Préliminaires a l a mytkolo-
gie, pp. 89-90: «Y es claro que nuestra mitología está exactamente copiada sobre estas
ideas de infancia...» Sobre la posición de los clásicos, cfr. Descartes, VIe Méditation,
principio; Pascal, Pernees, fragm. 82, edición Brunschvicg; Majlebranche, Entretiens
sur le méthaphysique, V, § 12, 13; cfr. J. Bernis , V lm agination, cap. I, «Apergj histori-
que» sobre el problema de la imagen.
4 S artre, L lm ag in atio n , pp. 115 y ss.
5 Cfr. H. T aine, D e l'Intelligence; B ain , L ’Esprit et le corps consideres au p o in t de
vue de leur relation; H. H offding , Esquisse d 'u n e psycbologie fon d ée su r l ’expérience.
6 Cfr. Sartre, op. cit., pp. 41 y ss. y 58; cfr. Bergson , Matiére et Mémoire, cap. I y
II, páginas 180 y ss.; cfr. Lacroze, La fonction de l'im agination, pp. 46 y ss.
7 Cfr. S artre, op. cit., pp. 47, 62, 68, 85 y ss.
de ser cosas...»8. Se trata de preguntarse ahora si VIm aginaire de Sartre
ha mantenido las promesas críticas de L ’lm agination.
Para evitar «cosifícar» la imagen, Sartre preconiza el método feno-
menológico, que ofrece la ventaja de no dejar aparecer del fenómeno
imaginario más que intenciones purificadas de toda ilusión de inma
nencia9. El carácter de la imagen que revela la descripción fenomenoló-
gica, es que es una conciencia, y por consiguiente es, como toda con
ciencia, ante todo trascendente10. El segundo carácter de la imagen que
diferencia la imaginación de otros modos de la conciencia, es que el
objeto imaginado viene dado inmediatamente por lo que es, mientras
que el saber perceptivo se forma lentamente por aproximaciones y acer
camientos sucesivos. Sólo el cubo imaginado tiene de entrada seis ca
ras. Por tanto, la observación de semejante objeto por la imaginación
no me enseña nada, y en última instancia no es más que una «cuasi-
observación»11. De ahí resulta al punto un tercer carácter12; la concien
cia imaginante «plantea su objeto como una nada»; el «no ser» sería la
categoría de la imagen, lo cual explica su carácter último, es decir, su
espontaneidad13; la imaginación traga el obstáculo que es la opacidad
laboriosa de lo real percibido, y la vacuidad total de la conciencia co
rresponde a una total espontaneidad. Es, por tanto, a una especie de
nirvana intelectual a lo que llega el análisis de lo imaginario, que no es
más que un conocimiento desengañado, una «pobreza esencial».
En los capítulos siguientes, Sartre tratará de hacer un censo comple
to de la «familia de la imagen»l4; no podrá impedir que esta última sea
considerada como un pariente pobre mental, ni que las tres partes fina
les de su obra15, en las que por otra parte abandona el método feno-
menológico, no estén sobreentendidas por el leiv motiv de la «degrada
ción» del saber que representa la imagen. A la pluma del psicólogo
vuelven sin cesar epítetos y apelaciones degradantes16: la imagen es una
«sombra de objeto» o también «no es siquiera un mundo de lo irreal»;
la imagen no es más que un «objeto fantasma», «sin consecuencia»; to
das las cualidades de la imaginación son sólo «nada»; los objetos imagi
narios son «turbios»; «vida ficticia, estereotipada, aminorada, escolástica,
que en la mayoría de las gentes no es más que un remedio para salir
27 Op. cit., p. 7.
28 S artre, V Im aginaire , pp. 76, 30, 46.
29 Cfr. B uhler, Tatsachen u n d Problem e zu einer Psychologie des D enkvorgange ,
I, p. 321, en Arch. f Ges. Psycho ., 1907, p. 321, y Burloud , La Pensée d 'apres les re-
cherches experimentales de Watt, Messer, Bühler, pp. 65 y ss.; cfr. B inet, Etude experi
méntale de l'intelligence , p. 309; cfr. B inet, «La Pensée sans images* (.Rev. phil. 1903, I,
p. 138).
to. En resumen, las posiciones asociacionistas, bergsonianas o sartrianas
tendían igualmente en sentidos diferentes a un monismo de la con
ciencia psicológica del que lp imaginario no era más que una ilustra
ción dialéctica. Monismo mecanicista, metafórico o aniquilador, poco
importa: la imaginación, bien haya sido reducida a la percepción debi
litada, al recuerdo de la memoria o, por el contrario, a la «conciencia-
de» en general, no se distinguía —a pesar de las vacilaciones sartria
nas— de la corriente homogénea de los fenómenos de conciencia. Por
el contrario, la Denkpsicología, prolongando el cartesianismo, se vale
resueltamente del dualismo de James —y del que a veces dio pruebas
Bergson— 30 que separa la «corriente de conciencia», es decir, la con
ciencia únicamente válida, del polipero superficial de las imágenes. Pa
radoja, decimos, porque el «pensamiento sin imágenes», caro a la
Denkpsicología, parece acercarse más morfológicamente a las relaciones
formales de las «imágenes-ideas» del asociacionismo que a las riquezas
flotantes de la corriente de conciencia. No obstante, lo que Bradley31
descubre, aproximadamente por la misma época que James, es la pri
macía de los elementos transitivos del lenguaje y del pensamiento so
bre los elementos sustantivos y estáticos, mientras que W undt32 distin
gue de la percepción productora de imágenes la apercepción de un
«sentido» intelectual. Pero es, sobre todo con Brentano y con Husserl33,
cuando la actividad del espíritu va a oponerse radicalmente a los «con
tenidos» imaginarios y sensoriales, la «intención» o acto intelectual del
espíritu, es decir, el sentido organizador de estados o de colecciones de
estados de conciencia, es afirmada como trascendente a esos estados
mismos. Y Sartre, como hemos visto, no se ha perdido la lección de es
ta trascendencia constitutiva de la conciencia. Desde ese momento, los
psicólogos de la Denkpsicología aceptan, como Sartre, la dicotomía
metafísica cara a los clásicos entre conciencia formal y residuo psicológi
co y «material» del pensamiento. Paralelamente a estas conclusiones
que de nuevo separaban la actividad lógica de lo psicológico, los psicó
logos de la Escuela de Würtzburg que verifican «sobre el terreno de la
introspección experimental el antipsicologismo de Husserl»34 llegaban a
nociones psicológicas muy próximas a la de «intención», tales como
«conciencia de reglas», «tensiones de conciencia», «actitudes de concien
cia», pensamientos puros de imágenes y constitutivos del concepto. Por
ser el concepto un «sentido» que la imagen y la palabra pueden simple
mente evocar, pero que preexiste tanto a una como a otra, la imagen
no es más que un «impedimento» para el proceso ideativo.
30 Cfr. J ames, Précis de Psychologie, pp. 206, 210, 214. Cfr. B ergson, Essai, pp. 6,
8, 68, 127.
31 Cfr. B achelard, Principies o f Logic, I, pp. 10 y ss.
32 Cfr. W undt , Über Ausfrage, p. 81.
33 Cfr. B rentano, Psychologie, pp. 17, 27, 38. Cfr. H usserl, Id ees..., pp. 53, 64,
75 y ss.
34 S artre, V Im agination, p. 74.
En estas teorías intelectualistas, lo que sorprende ante todo es el
equívoco de la concepción de la imagen, estrechamente empirista y
tanto más empirista cuanto que se la quiere desacreditar a fin de sepa
rar de ella un pensamiento puramente lógico. Lo que luego salta a la
vista es el equívoco de las fórmulas y de las nociones empleadas «to
mando a la letra esta expresión de pensamiento sin imágenes» que ho
nestamente no puede significar, según escribe Pradines35, «más que
un pensamiento no hecho de imágenes, se ha querido que el pensa
miento no fuera siquiera acompañado de imágenes... lo que conducía
a buscar un pensamiento incapaz de ejercerse...». La Escuela de Würt-
zburg, como la Denkpsicología, postula un pensamiento sin imágenes
sólo porque la imagen es reducida de nuevo a un doblete remanente
de la sensación y porque entonces es lógico que tales imágenes no aña
dan nada al sentido de las nociones abstractas.
Pero, sobre todo, la crítica general que puede hacerse de las teorías
reseñadas hasta ahora, es que todas ellas minimizan la imaginación,
bien pervirtiendo su objeto, como en Bergson, donde se resuelve en re
siduo mnésico, bien depreciando la imagen como un vulgar doblete
sensorial que prepara así el camino al nihilismo psicológico del imagi
nario sartriano. La psicología general, aunque sea tímidamente feno
m enología, esteriliza la fecundidad del fenómeno imaginario recha
zándolo pura y simplemente, o también reduciéndolo a un torpe esbo
zo conceptual. Ahora bien, en este punto es donde, con Bachelard,
hay que reivindicar para el filósofo el derecho «a un estudio sistemático
de la representación»36 sin exclusiva alguna. Dicho en otros términos, y
a pesar de su etimología hegeliana, la fenomenología psicológica siem
pre ha separado el número significado del fenómeno significante, con
fundiendo la mayor parte de las veces el papel de la imagen mental
con los signos del lenguaje tal como los define la escuela saussuriana37.
El gran malentendido de la psicología de la imaginación es, por últi
mo, entre los sucesores de Husserl e incluso de Bergson, haber confun
dido, a través del vocabulario mal elaborado del asociacionismo, la
imagen con la palabra. Sartre38, que sin embargo había tenido cuidado
de oponer el signo escrito «oficina del subjefe» y el «retrato» de Pedro,
llega poco a poco, en capítulos de títulos ambiguos, a malcasar la ima
gen con la familia semiológica. Por último, para Sartre la imagen no es
siquiera, como para Husserl39, un «rellenado» necesario del signo arbi
trario, no es más que un signo degradado. La genealogía de la «familia
de la imagen» no es más que la historia de una turbia bastardía. Lo
contrario del sentido propio, el sentido figurado, no puede entonces
(
más que ser un sentido sucio. Pero es capital observar que, si en el len
guaje la elección del signo es insignificante porque este último es arbi
trario, no ocurre nada parecido en el terreno de la imaginación donde
la imagen —por degradada que se la pueda concebir— es portadora en
sí misma de un sentido que no ha de ser buscado fuera de la significa
ción imaginaria. Finalmente, es el sentido figurado el único significati
vo, no siendo el sedicente sentido propio más que un caso particular y
mezquino de la vasta corriente semántica que drena las etimologías.
De ahí el necesario regreso, más allá de la pseudofenomenología sar-
triana, a una fenomenología ingenua, preparada por un largo desinte
rés científico40. El analogon que constituye la imagen no es jamás un
signo arbitrariamente escogido, pero siempre está intrínsecamente
motivado, es decir, es siempre símbolo. Finalmente, dado que han
marrado la definición de la imagen como símbolo, las teorías citadas
anteriormente han dejado evaporarse la eficacia de lo imaginario41. Y
aunque Sartre ve perfectamente que hay una diferencia entre el signo
convencional, «no posicional» y que no «da su objeto»42, y la imagen, se
equivoca al no ver en la imagen más que una degradación del saber,
más que una presentación de un cuasiobjeto, y al remitirla de este mo
do a la insignificancia43. ™ “
Otros psicólogos se han dado cuenta afortunadamente del siguiente
hecho capital: que en el símbolo constitutivo de la imagen hay homo
geneidad del significante y del significado en el seno de un dinamismo
organizador, y que por ello la imagen difiere totalmente de lo arbitra
rio del signo. Pradines, pese a algunas restricciones, observa ya que el
pensamiento no tiene otro contenido más que el orden de las imáge
nes. Si la libertad no se resuelve en una cadena rota, una cadena rota
representa sin embargo la libertad, es el símbolo —es decir, una hor
mona del sentido— de la libertad44. Jung4\ siguiendo al psicoanálisis,
ve perfectamente asimismo que todo pensamiento descansa sobre imá
genes generales, los arquetipos, «esquemas o potencialidades funcionales»
que «modelan inconscientemente el pensamiento». Piaget46 consagra
toda la parte tercera de una larga obra a mostrar, mediante observa
ciones concretas, la «coherencia funcional» del pensamiento simbóli
co y del sentido conceptual, afirmando con ello la unidad y la solidari
dad de todas las formas de la representación. Expone que la imagen
juega un papel de significante diferenciado «más que el indicio, puesto
que éste está separado del objeto percibido, pero menos que el
semántico que domina el relato mítico mismo: «Ya no nos encontramos en presencia de
largas cadenas de razones, sino de una imbricación recíproca de todo en todo a cada instan
te.» S oustelle, La Pensée cosm ologique des anciens Mexicains, p. 9. Cfr. Leroi-
GOURHAN, La Fonction des signes dans les sanctuaires paléolitiques , op. cit., p . 308.
Cfr. infra , p. 319.
58 S artre, Im agination, p. 104.
59 R enán , De l'origine du langage, cap. VI, pp. 147-149.
60 S aussure, op. cit., p. 103. Estas «complicaciones 8» son formuladas matemática
mente por la teoría de la información; cfr. P. G uiraud, «Langage et communication», en
Bull. soc. ling. de Paris, 1954.
61 Cfr. infra , pp. 387 y ss.
62 Cfr. la Symbolik der Traume de Von Schubert , pp. 8-10, y Aeppu , Les reves et
leur interprétation.
imaginación literaria. Tan pronto escogen como norma clasificadora un
orden de motivación cosmológico y astral, en el que están las grandes
secuencias de las estaciones, de los meteoros y de los astros que sirven
de inductores a la fabulación, como son los elementos de una física pri
mitiva y sumaria los que, por sus cualidades sensoriales, polarizan los
campos de fuerza en el continuum homogéneo de lo imaginario. Por
último, también se puede suponer que los datos sociológicos del micro-
grupo o de grupo extendidos hasta los confines del grupo lingüístico
proporcionan marcos primordiales a los símbolos, ya sea que la imagi
nación estrictamente motivada, tanto por la lengua como por las fun
ciones sociales, se modele sobre estas matrices sociológicas, o bien que
genes raciales intervengan bastante misteriosamente para estructurar los
conjuntos simbólicos que distribuyen tanto las mentalidades imagina
rias como los rituales religiosos, ya sea incluso que, con un matiz evo
lucionista, se intente establecer una jerarquía de las grandes formas
simbólicas y de restaurar la unidad en el dualismo bergsoniano de Les
deux sources, o ya sea, por último, con el psicoanálisis, que se trate de
encontrar’ una síntesis motivante entre las pulsiones de una libido en
evolución y las presiones inhibidoras del microgrupo familiar. Son estas
diferentes clasificaciones de las motivaciones simbólicas las que hemos
de criticar antes de establecer un método firme.
La mayoría de los analistas de las motivaciones simbólicas, que son
los historiadores de la religión, se han detenido en una clasificación de
los símbolos según su parentesco más o menos nítido con una de las
grandes epifanías cosmológicas. Así es como Krappe63 subdivide los mi
tos y los símbolos en dos grupos: los símbolos celestes y los símbolos te
rrestres. Cinco de los primeros capítulos de su Genese des mythes están
consagrados al cielo, al sol, a la luna, a los «dos grandes lumbreras» y a
las estrellas, mientras que los seis últimos capítulos se ocupan de los
mitos atmosféricos, acuáticos, ctónicos, cataclísmicos y, por último, de
la historia humana y de su simbolismo. Eliade64, en su notable Traite
d'histoire des religions, sigue aproximadamente el mismo plan de se
paración de hierofanías, pero con más profundidad consigue inte
grar los mitos y los símbolos cataclísmicos, volcánicos y atmosféricos
en categorías más generales; lo cual nos vale amplios capítulos consa
grados a los ritos y símbolos uranios, al sol, a la luna y a la «mística lu
nar», a las aguas, a las cratofanías y a la tierra. Pero a partir del séptimo
capítulo65, el pensamiento del mitólogo parece interesarse de repente
por los caracteres funcionales de las hierofanías y los estudios de los
símbolos agrarios se polarizan en torno a las funciones de fecundidad,
de los ritos de renovación y de los cultos de la fertilidad, que insensi-
63 Krappe, Genese des mythes; cfr. índice de materias, pp. 287 y ss.
64 Mircea Eliade, Traite d'histoire des religions; cfr. índice de materias, pp. 332
y siguientes.
65 Eliade, op. cit., p. 211.
blemente conducen, en los últimos capítulos, a meditar sobre el Gran
Tiempo y los mitos del Eterno Retorno66. Se ve, pues, que estas clasifi
caciones, que pretenden estar inspiradas en normas de adaptación al
mundo objetivo, tanto sideral como telúrico y meteorológico, parecen
orientar irresistiblemente a consideraciones menos objetivas: en sus úl
timos capítulos, Eliade lleva insensiblemente el problema de las moti
vaciones en el plano de la asimilación de las imágenes al drama de una
duración íntima y lo separa del positivismo objetivo de los primeros ca
pítulos, mientras que Krappe67 termina bastante confusamente su libro
con consideraciones sobre muy «diversas» cosmogonías y «mitos de ori
gen» que implícitamente le remiten también a una motivación psicoló
gica de las imágenes por la apercepción completamente subjetiva del
tiempo.
Bachelard68, en nuestra opinión, se ciñe más de cerca al problema
dándose cuenta de entrada de que la asimilación subjetiva juega un pa
pel importante en el encadenamiento de los símbolos y de sus motiva
ciones. Supone que es nuestra sensibilidad la que sirve de médium entre
el mundo de los objetos y el de los sueños, y se atiene a las divisiones
de una física cualitativa y en primera instancia de tipo aristootélico.
O mejor dicho, se detiene en lo que puede encerrar de objetivo semejan
te física, y en lugar de escribir monografías sobre la imaginación de lo
cálido, de lo frío, de lo seco y de lo húmedo, se limita a la teoría de los
cuatro elementos. Son estos cuatro elementos los que van a servir
de axiomas clasificadores a los estudios poéticos, tan finos, del episte-
mólogo, porque estos «cuatro elementos son las hormonas de la imagi
nación»69. No obstante, Bachelard se da cuenta de que esta clasifica
ción de las motivaciones simbólicas es, por su simetría, demasiado ra
cional, demasiado objetivamente razonable para calcar exactamente los
caprichos de la loca de la casa. Con un instinto psicológico muy seguro
rompe, pues, esa simetría cuaternaria escribiendo cinco libros, dos de
los cuales están dedicados a los aspectos antitéticos del elemento terres
tre. Se da cuenta de que la materia terrestre es ambigua, tanto blandu
ra de gleba como dureza de roca, porque «incita —dice— tanto a la in
troversión como a la extraversión»70 Nosotros añadiremos que, con esta
ambigüedad, Bachelard toca una regla-fundamental de la motivación.
simbólica.eniajque todo elemento es bivalente, a la vez invitación a la
conquista adaptativa y rechazo que motiva un repliegue asimilador.
Asimismo, en UEau et le reves71, el elemento acuático se divide contra
sí mismo: porque el agua clara no tiene completamente el mismo sen-
I n t im a c io n e s a n t r o p o l ó g ic a s , plan y v o ca bu la r io
150 P iaget habla de «matrices de asimilación», Form. symb. chez enfant; p. 177.
151 Cfr. Lévi-Strauss, op. cit., pp. 8, 9, 10.
del sujeto y su medio donde arraigan de una forma tan imperativa las
grandes imágenes en la representación y las lastra con suerte suficiente
para perpetuarlas.
En esta investigación cultural nos inspiraremos frecuentemente en
los hermosos trabajos de Leroi-Gourhan l32, no sólo porque nuestra bús
queda coincide con algunas grandes clasificaciones tecnológicas, sino
también porque el tecnólogo ha dado a su estudio un carácter pruden
temente ahistórico: la historia de las representaciones simbólicas, como
la de las herramientas, es demasiado fragmentaria para que pueda ser
virse uno de ella sin cierta temeridad. Mas, «aunque el documento es
capa con frecuencia a la historia, no puede escapar a la clasificación»133.
Por otro lado, así como Leori-Gourhan equilibra los materiales técnicos
mediante «fuerzas», así nosotros hemos de equilibrar los objetos simbó
licos por la oscura motivación de los movimientos dominantes que he
mos definido. No obstante, y contrariamente a ciertas necesidades de
la teoría tecnológica, aquí no concederemos jamás una prelación a la
materia sobre la fuerza134. Porque nada es más maleable que una mate
ria imaginada cuando las fuerzas reflexológicas y las pulsiones tenden-
ciales siguen siendo más o menos constantes. Leroi-Gourhan parte, en
efecto, de una clasificación material muy próxima a la que hemos criti
cado en Bachelard m . Se puede incluso encontrar un esbozo de clasifi
cación elemental en el tecnólogo: al ser la primera categoría de la
tierra, material de percusiones, lugar de gestos tales como «romper, cor
tar, modelar», y ser la segunda la del fuego que suscita los gestos de ca
lentar, cocer, fundir, secar, deformar, la tercera nos es dada por el agua
con las técnicas del desleimiento, de la fuente, del lavado, etc.; y, por
último, el cuarto elemento es el aire que seca, limpia, aviva136. Pero
pronto el tecnólogo137 enuncia una gran ley que corrige el materialismo
rígido que dejaba presentir esta clasificación elemental: «Si la materia
manda inflexiblemente sobre la técnica, dos materiales tomados de dos
cuerpos diferentes, pero con las mismas propiedades físicas generales,
tendrán inevitablemente la misma manufactura.» Esto es reconocer que
la materia es actuada por detrás de los caracteres conceptuales que reve
la la clasificación aristotélica, es confesar la importancia del gesto. Y si
el cobre y la corteza tienen por instrumento común de manufactura la
matriz y el percutor, si el hilo de cáñamo, de rota o de hierro se trata
por procedimientos idénticos es, al parecer, porque la iniciativa técnica
vuelve al gesto, gesto que no se preocupa de las categorías de un mate-1523467
173 Cfr. S artre, lm aginaire, pp. 33, 96, 141; D umas, Traite, t. IV, pp. 266-268;
J ung , Typespsycb., p. 491.
174 Cfr. D umas, op. cit., p. 268.
175 Cfr. Hegel, Estética (primera lección), p. 163, Cfr. G. Durand , «L’Occident ico-
nociaste», en Cahiers intem. de symbolisme, n .° 2.
176 Cfr. K ant , Critique Raison p u ré, I, p. 102; Revault d ’Allonnes, art. Rev.
ph il., septiembre-octubre 1920, p. 165; B urloud, Pensée conceptuelle, pp. 105 y ss., y
Psycho. des tendances, p. 200; S artre, op. cit., p. i 37.
177 Piaget, Form. sym bol., p. 178.
178 B achelard, Terre et réverie du repos, p. 264.
solamente engramas teóricos, sino trayectos encarnados en representa
ciones concretas precisas; de este modo, al gesto postural corresponden
dos esquemas: el de la verticalización ascendente y el de la división
tanto visual como manual; al gesto del tragamiento corresponde el es
quema del descenso y del acurrucamiento en la intimidad. Segunda
frase de Sartre179, el esquema aparece como el «presentificador» de los
textos y las pulsiones inconscientes.
Los gestos diferenciados en esquemas van a determinar, en contacto
con el entorno natural y social, los grandes arquetipos, más o menos
como Jung los ha definido180. Los arquetipos constituyen las sustantifi-
caciones de los esquemas. Jung toma prestada esta noción de Jacob
Burckhardt y de hecho el sinónimo de «imagen primordial», de «engra
ma», de «imagen original», de «prototipo»181. Jung ha puesto perfecta
mente en evidencia el carácter de trayecto antropológico de los arqueti
pos cuando escribe: «La imagen primordial debe estar en relación irre
futablemente con ciertos procesos perceptibles de la naturaleza que se
producen sin cesar y son siempre activos, pero por otra parte es asimis
mo indudable que se refiere también a ciertas condiciones interiores de
la vida del espíritu y de la vida en general...» Este arquetipo, interme
dio entre los esquemas subjetivos y las imágenes proporcionadas por el
entorno perceptivo sería, «para hablar el lenguaje de Kant, como el
noúmeno de la imagen que la intuición percibe...»182. Desde luego,
Jung insiste sobre todo en el carácter colectivo e innato de las imágenes
primordiales, pero sin entrar en esta metafísica de los orígenes y sin ad
herirnos a la creencia en «sedimentos mnésicos» acumulados en el curso
de la filogénesis, podemos hacer nuestra una observación capital del
psicoanalista que ve en estos sustantivos simbólicos, que son los arque
tipos del estadio preliminar, la zona matricia de la idea»183. Lejos de
primar la imagen, la idea no sería más que el compromiso pragmático
del arquetipo imaginario, en un contexto histórico y epistemológico
dado. Lo que explica a la vez que «... la idea, a causa de su naturaleza
racional, está mucho más sometida a las modificaciones de la elabora
ción racional que influyen fuertemente el tiempo y las circunstancias y
le procura expresiones conformes al espíritu del momento184. Lo cual
estaría dado, por tanto, ante rem en la idea, sería su molde afectivo-
representativo, su motivo arquetípico; es lo que explica asimismo que
el racionalismo y los pasos pragmáticos de las ciencias jamás se liberen
completamente del halo imaginario, y que todo racionalismo, todo sis-
195 Cfr. E. Souriau, Pensée vivante et perfection form e lie, p. 273- «Mantener esta for
ma a todo riesgo, a todo azar, es en adelante el acto fundamental de esta vida: su nom
bre es también Fidelidad...» Sobre la diferencia entre estructura y función, cfr. B ergson ,
Les deuxsources, pp. 111 y 112; Lacroze, Fonction de l'lm agination, pp. 11, 12.
196 Cfr. R adcliffe-Brown, On Social Structure, pp. 4, 6, 10; cfr. Lévi-Strauss,
op. cit., p. 335.
197 Cfr. infra, p. 341.
Jk
EL RÉGIMEN DIURNO DE LA IMAGEN
Semánticamente hablando, puede decirse que no hay luz sin tinie
blas mientras que lo contrario no es cierto: la noche tiene una existen-
-^ ^ ^ & b ólica,au íóo om a. El Régimen Diurno de la imagen se defíne,
por tanto, de una forma-general;,"^ antítesis. Este,
maniqueísmo de las imágenes diurnas no ha escapado a qüienes han
abordado el estudio profundo de los poetas de la luz. Con Baudouin 1
ya habíamos observado la doble polarización de las imágenes hugolia-
nas en torno a la antítesis luz-tinieblás. Ásimismo, Rougémont2 se las
ingenia para encontrar el dualismo de las metáforas de la noche y del
día entre los trovadores, los poetas místicos del sufismo, la novela bre
tona de la que Tristan et Isolde es una ilustración y, por último, en la
poesía mística de San Juan de la Cruz. Según Rougémont, este dualis
mo de inspiración cátara estructuraría toda la literatura de Occidente,
irremediablemente platónica. Asimismo, Guiraud3 pone de manifiesto
de forma excelente la importancia de las dos palabras-clave más fre
cuentes en Valéry: «puro» y «sombra», que constituyen «el sustentador
de la decoración poética». Semánticamente estos dos términos «se opo
nen y forman los dos polos del universo valéryano: ser y no ser...
ausencia y presencia... orden y desorden.» Y Guiraud observa esa fuer
za de polarización que poseen estas imágenes axiomáticas: en torno de
la palabra «puro» gravitan «cielo», «oro», «día», «sol», «luz», «grande»,
«inmenso», «divino», «duro», «dorado»..., mientras que junto a «la
sombra» están «amor», «secreto», «sueño», «profundo», «misterioso»,
«solo», «triste», «pálido», «pesado», «lento»... El fonético opone incluso
14 Cfr. B ochner y H alpern, op. cit., pp. 60 y ss.; cfr. Rorschach, Psychodiagnostic,
páginas 36, 38; cfr. Bohm , op. cit., I, p. 145; cfr. PiAGET, Form ar symb. pp. 325 y ss.
15 B achelard, La Terre et les reverles du repos, pp. 56, 60.
16 Cfr. Film de D alí-Buñuel, Un chien andalón; cfr. cuadro: E l gran Masturbador.
17 Bachelard, op. cit., p. 77.
18 Schlegel, Philo. de la vie, t. I, p. 296; cfr. B audouin , V. Hugo, p. 141.
19 Cfr. Langton , Dém onologie, p. 216; A poc., IX, 3 y 7; XVI, 13.
pugnante que está unida a la de los pequeños mamíferos rápidos, rato
nes y ratas20.
Esta repugnancia primitiva ante la agitación se racionaliza ante la
variante del esquema de la animación que constituye el arquetipo del,
caos. Como observa Bachelard, «no hay en la literatura un solo caso In
móvil... y en el siglo XVII se ve la palabra chaos [caos] ortografiada ca-
hot [traqueteo]»21. El infierno es imaginado siempre por la iconografía
como lugar caótico y agitado; lo testimonian tanto el fresco de la Capi
lla sixtina como las representaciones infernales de Jerónimo Bosco o la
D ulle Griet de Breughel. En el Bosco, además, la imaginación va a la
par con la metamorfosis animal. El esquema de la animación acelerada
que es la agitación hormigueante, pululante o caótica, parece ser una
proyección asimiladora de la angustia ante el cambio, no haciendo la
adaptación animal en la huida más que comprensar un cambio brusco
por otro cambio brusco. Ahora bien, el cambio y la adaptación o asimi
lación que él motiva es la primera experiencia del tiempo. Las primeras
experiencias dolorosas de la infancia son experiencias del cambio: ya
sea el nacimiento, o las bruscas manipulaciones de la comadrona y lue
go de la madre, o más tarde el destete. Estos cambios convergen hacia
la formación de un engrama repulsivo en el niño de pecho. Puede de
cirse que el cambio está sobredeterminado peyorativamente tanto por
el «complejo de Rank» como por el traumatismo del destete, que vie
nen a corroborar esta primera manifestación del temor que Betcherev,
igual que María Montessori22, han puesto de manifiesto en las reaccio
nes reflejas del recién nacido sometido a bruscas manipulaciones.
Con esta valoración negativa del movimiento brusco hay que rela
cionar el tema del Mal en Víctor Hugo que Baudouin23 muy justamen
te denomina el «Zwang», la violencia que se manifiesta igualmente en
la huida rápida, en la persecución fatal, en la errancia ciega de Caín
perseguido, de Napoleón vencido o de Jean Valjean, el eterno fugitivo.
Esta imagen reviste una característica obsesiva en el poeta. Según el
psicoanalista24 existiría una raíz edípica en ese fantasma, que se mani
fiesta en los poemas célebres de La Conscience, Le Petit roi de Galice y
V A ig le du casque. Desde luego, una educación edípica viene como
siempre a reforzar tales esquemas; pero no es menos cierto que este es
quema de la huida ante el Destino tiene raíces más arcaicas que el te
mor del padre. Baudouin25 tiene razón al relacionar este tema de la
errancia, del judío errante o del maldito, con el simbolismo del caballo
Los poetas no hacen más que recuperar el gran símbolo del caballo
infernal tal como aparece en innumerables mitos y leyendas2627, en rela
ción bien con constelaciones acuáticas, bien con el trueno, bien con los
infiernos antes de ser anexado por los mitos solares. Pero estas cuatro
constelaciones, incluso la solar, son solidarias de un mismo tema afecti
vo: el terror ante la fuga del tiempo simbolizada por el cambio y por el
ruido.
Examinemos primero el semantismo tan importante del caballo ctó-
nico. Es la montura de Hades y de Poseidón. Este último, en forma de
semental, se acerca a Gaia la Tierra Madre, Demeter Erinnys, y engen
dra a las Erinnias, dos pupilos demonios de la muerte. En otra lectura
de la leyenda es el miembro viril de Urano, cortado por Cronos el
Tiempo, el que procrea dos demonios hipomorfos28. Y vemos perfilar
se detrás del semental infernal una significación sexual y terrorífica a la
vez. El símbolo parece multiplicarse a placer en la leyenda: es en un
abismo consagrado a las Erinnias donde desaparece Erion, el caballo de
Adrasto. Asimismo Brimo29, la diosa feraiana de la muerte, es repre
sentada en las monedas montada sobre un caballo. Otras culturas rela
cionan de forma más explícita aún el caballo, el Mal y la Muerte. En el
Apocalipsis, la muerte cabalga el caballo macilento 30; Ahrimán, como
los diablos irlandeses, rapta a sus víctimas a lomos de caballos; entre los
griegos modernos, como en Esquilo, la muerte tiene por montura un
corcel negro31. El folklore y las tradiciones populares germánicas y an
glosajonas han conservado esta significación nefasta y macabra del ca
ballo: soñar con un caballo es signo de muerte próxima32.
Hay que examinar más de cerca ese demonio hipomorfo alemán, la
mahrt, cuya etimología es comparada por Krappe33 con el paleoeslavo
A i
bo que se pone el demonio de Temese o el dios ctónico galo que César
indentifica al Dis Pater101 romano. Para los antiguos Etruscos, el dios
de la Muerte tiene orejas de lobo. Muy significativa del isomorfismo
que examinamos ahora es la consagración romana del lobo, dedicada al
f dios Mars gradinus, al Marte «agitado» que corre, o también a Ares, la
violencia destructora cercana a la de los Maruts, compañeros de
Rudra102. En la tradición nórdica, los lobos simbolizan la muerte cós
mica; son devoradores de astros. En los Eddas, son dos lobos, Skóll y
Hali, hijos de una giganta, y asimismo el lobo Fenrir, quienes persi
guen al sol y a la luna. Al fin del mundo Fenrir devorará el sol, mien
tras que otro lobo, Managamr, hará otro tanto con la luna. Esta creen
cia reaparece tanto en Asia septentrional, donde los Yakutos explican
las fases lunares por la voracidad de un oso o de un lobo devorador, co
mo en nuestras campiñas francesas donde se dice indiferentemente que
un perro «aúlla a la luna» o bien «aúlla a la muerte». En efecto, el do
blete más o menos doméstico del lobo es el perro, asimismo símbolo
del tránsito. Lo atestigua el panteón egipcio 1031045tan rico en figuras cino-
morfas: Anubis, el gran dios psicopompo, es llamado Impu, «el que
tiene la forma de un perro salvaje», y en Cinópolis es venerado como
dios de los infiernos. En Licópolis es al chacal Upuahut a quien corre -
ponde ese papel, mientras que Kenthamentiu tiene también el aspecto
de un perro salvaje. Anubis nos remite al Cerbero grecoindio. Los pe
rros simbolizan igualmente a Hécate 10\ la luna negra, la luna «devora
da», a veces representada, como Cerbero, bajo la forma de un perro tri
céfalo. Por último, desde el estricto punto de vista de la psicología,
Marie Bonaparte 103 ha mostrado en su autoanálisis la relación estrecha
que existe entre la muerte —en este caso la madre muerta— y, el lobo
ctónico asociado al temblor de tierra y, finalmente, a Anubis. Esta «fo-
bia de Anubis», más explícita que el temor del gran Lobo Malvado,
aterrorizó la infancia de la psicoanalistas, uniéndose, durante el análi
sis, por un notable isomorfismo, al esquema de la caída en el mar y a
la sangre. Hay, pues, una convergencia muy nítida entre el mordisco
de los cánidos y el temor al tiempo destructor. Cronos aparece aquí con
el rostro de Anubis, del monstruo que devora el tiempo humano o ata
ca incluso a los astros medidores del tiempo.
El león, y a veces el tigre y el jaguar, cumple en las civilizaciones
tropicales y ecuatoriales aproximadamente la misma función que el
101 Cfr. G rimal, op. cit., artículo «Dis Pater»: «El Padre de la Riquezas es un dios del
mundo subterráneo... desde muy pronto identificado con Plutón...»
102 Cr. K rappe, op. cit., p. 173.
103 Cfr. G orce y Mortier, Hist. génér. des religions, I, p. 218. Sobre el dios «perro»
de los antiguos mexicanos, «Xolotl», que guía las almas hacia los infiernos, cfr. SOUSTEL-
le , op. cit., p. 54.
104 Cfr. H arding, Mysteres de la fem m e, p. 228; cfr. G rimal, op. cit., artículo «Hé
cate».
105 M. Bonaparte, Psych. anthr., p. 96.
lobo106. Se relaciona la etimología de leo , de j lei, «desgarrar» —que se
encuentra en el slizam , «hender», del antiguo alemán— 107108. Vinculado
en el zodíaco al sol ardiente y a la muerte, se dice de él que devora a
sus hijos; es la montura de Durga, entra en la composición de la famo
sa imagen de la Esfinge. Pero es en el Nrisinha - pürva - tapaniya Upa-
nisad y en la Nrisinha -uttara-tápaniya Upanishad \ o «Upanisad del
hombre León» (sinah significa león), donde el rey de los animales es
asimilado al terrible poder omnímodo de Visnú,08: «Visnú el Terrible,
el Todopoderoso, el inmenso, lanza llamas en todas las direcciones,
gloria al hombre-león espantoso.» El Dios Visnú es el dios de los avata-
res: el zodíaco se denomina «disco de Visnú»109, es decir, el sol medi
dor del tiempo. La raíz de la palabra sinha no deja de tener relación,
por otra parte, con la luna sin , reloj y calendario por excelencia. El león
es, por tanto, un animal también terrible, emparentado con el Cronos
astral. Krappe1101señala numerosas leyendas, tanto entre los Hons como
entre los Bosquimanos, en las que el sol más o menos leonino devora a
la luna; otras veces es la divinidad del rayo la que se entrega a esa car
nicería. En la Croacia cristiana, es San Elias quien cumple el papel de
comedor dé luna. Los eclipses son casi universalmente considerados co
mo destrucciones por mordedura del astro solar o lunar. Los mexicanos
precolombinos empleaban la expresión tonatiuh qualo y m etztli qualo ,
o sea: «devoración» del sol y de la luna. Las mismas creencias se en
cuentran entre los Caribes y los moros; y entre los indios Tupí es un ja
guar el animal devorador, mientras para los chinos es indiferentemente
un perro, un sapo o un dragón; entre los Nagas de Assam es un tigre y
entre los persas es el diablo mismo quien se entrega a ese funesto fes
tín. Ya se ve, pues, la ambivalencia del astro devorador-devorado que
va a cristalizarse en la agresión teriomorfa del león o del animal devora
dor. Ese sol es, a la vez, león y es devorado por el león. Lo cual explica
la curiosa expresión del Rig V eda 111 que cualifica al sol de «negro»: Sa-
vitri, dios solar, es al mismo tiempo la divinidad de las tinieblas. En
China encontramos la misma concepción del sol negro Ho, que se rela
ciona con el principio Yin, con el elementomocturno, femenino, hú
mero y paradójicamente lunar112. Vamos a encontrar dentro de breves
instantes este color moral del desastre. Observemos, por ahora, que es
ta «oscura claridad» del sol negro, ya esté asimilada a Visnú el León o a
123 B audouin, op. cit ., pp. 94-95; cfr. H uguet, Métapbores et comparaisons dans
l'oeuvre de V. H ugo , I, pp. 216 y ss.
124 S. Comhaire-Sylvain , Les Contes haitiens , vol. I, pp. 248 y ss.
125 Cfr. Malraux, Satum e.
126 Citado por B éguin , Le reve chez les rom antiques allem ands, II, p. 140.
A
127 B ohm, Traite, I, p. 168; cfr. B ochner y H alpen, op. cit., pp. 81 y ss.
128 B ochner y H alpen, cop. cit., p. 94.
129 Rorschach, op. cit., p. 20.
130 Citado por B ohm, op. cit., I, P. 169.
131 B ohm, op. cit., p. 170.
132 Peter Mohr, en Psychiatrie u n d Rorschach'schen Formdeut. Versuch, pági
nas 123-133.
133 D esoille, op. cit., pp. 72, 158.
134 D esoille, op. cit., p. 159.
una reacción depresiva. Como dice también Bachelard 13\ «una sola
mancíia negra, íntimamente compleja, desde que es soñada en sus pro
fundidades, basta para ponernos en situación de tinieblas». Por ejem
plo, el acercamiento de la hora crepuscular ha puesto siempre al alma
humana en esa situación moral. Refirámonos a Lucrecio pintándonos
en versos célebres el terror de nuestros antepasados a la caída de la no
che, o a la tradición judía, cuando el Talmud nos muestra a Adán y
Eva viendo «con terror la noche cubrir el horizonte y el horror de la
muerte invadir los corazones temblorosos»135136. Esta depresión del véspe
ro es común, por otro lado, a los civilizados, a los salvajes e incluso^a
los animalesl37. En el folklore138, la hora de la caída de la luz, o incluso
la medianoche siniestra, deja numerosas huellas aterrorizadoras: esjla
hora en que los animales maléficos y los monstruos infernales se apode
ran de cuerpos y almas. Esta imaginación de las tinieblas nefastas pajre-
ce ser un dato primero, que duplica la imaginación de la luz,.y, del día.
Las tinieblas nocturnas constituyen el primer símbolo del tiempo, y en
casi todos'los primitivos, como entre los indoeuropeos o los semitas, «se
cuenta el tiempo por noches y no por días»139. Nuestras fiestas noctur
nas, la noche de San Juan, Navidad y Pascua, serían la supervivencia de
los primitivos calendarios nocturnos140. La noche negra aparece, pues,
como la sustancia misma del tiempo. En las Indias, el tiempo se llama
Kala —pariente muy próximo etimológicamente de Kali— : ambos sig
nifican «negro, sombrío», y nuestra era secular se llama ahora el Kali-
Yuga, «la edad de las tinieblas». Y Éliade constata que «el tiempo es
negro porque es irracional, despiadado»141. Por eso mismo la noche
está sacralizada. La N yx142 helénica, como la No tí escandinava, arras
tradas en un carro por corceles sombríos, no son vanas alegorías, sino
temibles realidades míticas.
Es este simbolismo temporal de las tinieblas el que asegura su iso-
morfismo con los símbolos hasta ahora estudiados. La noche viene a
reunir en su sustancia maléfica todas las valorizaciones negativas prece
dentes. Las tinieblas son siempre caos-^rechinar de dientes, «el sujeto
lee en la mancha negra [del Rorschach]... la agitación"desordenada de
las larvas»l43. San Bernardo144 compara el caos con las tinieblas inferna-
153 Cfr. Barba Azul. Es muy significativo que en el tema mítico del Cónyuge animal
o de demonio disfrazado que analiza S. C omhaire-Sylvain (o p . cit., II, pp. 122, 125), el
personaje nefasto adopte indistintamente los rasgos teriomorfos o los de Barba Azul:
príncipe turco (en la baja Bretaña) o moro (Portugal).
154 G. D ieterlen, Religión des Bam bara, pp. 39-40.
155 Cfr. A. Rosenberg , Le mythe du X X e siecle, pp. 20, 43, 47.
156 Cfr. M. D avy, op. cit., p. 168.
157 Cfr. E. Huguet , Métaph. et comparaisons dans l ’oeuvre de V. H ugo, I, cap. V,
p. 216.
158 Cfr. Ch. B audouin , La découverte de lapersonne, pp. 10, 16, 24.
constela el folklore de todos los países, pasando por el tan célebre y te
rrible Edipo, la parte profunda de la conciencia se encarna en el perso
naje ciego de la leyenda. Leia159160ha subrayado con justicia la triparti
ción psicológica de los personajes de la Gitá. Al lado del cochero y del
combatiente, está ese famoso «Rey ciego», Dhritaráshtra, símbolo del
inconsciente, al que la conciencia clara y ágil, el narrador lúcido y clari
vidente adjudica el combate de Arjuna. Este personaje borrado de la
epopeya hindú debe relacionarse con todos los «viejos reyes» modestos
y subalternos que dormitan en la memoria de nuestros cuentos: en La
Biche au bois tanto como en R iquet e l d e l Copete , en Cenicienta igual
que en El Pájaro a z u lm . Sin ocultarnos la ambivalencia que enmarca la
persona burlesca del viejo rey, muy cercana aún de la majestad y del
poder, es sin embargo la caducidad, la ceguera, la impotencia, incluso
la locura, lo que aquí prevalece, y la que, a ojos del Régimen Diurno
de la imagen, tiñe el inconsciente de un matiz degradado, lo asimila a
una conciencia caída. Caída como el Rey Lear que ha perdido el poder
porque ha perdido la razón. La ceguera, como la caducidad, es una
lisiadura. de. la inteligencia. Y es este arquetipo del rey ciego el que,
inconscientemente, acosaba a los pensadores racionalistas cuyas interpre
taciones de la imaginación nosotros hemos criticado. Los términos sar-
trianos mismos, «turbia», «loca», «degradada», «pobre», «fantasma», ve-
hiculaban con ellos ese tono peyorativo del que siempre está teñida la
ceguera que se enfrenta a la clarividencia161. Pero en nuestros cuentos
de hadas, mucho más que en los austeros racionalistas, la ambivalencia
subsiste: el viejo rey está siempre dispuesto a transigir con el joven hé
roe de luz, príncipe encantador que se casa con la hija del regio ancia
no. Si el carácter de caducidad y de ceguera es la mayor parte del tiempo
valorada negativamente, la veremos sin embargo eufemizarse y rea
parecer con la solarización benéfica de las imágenes. Odín en su omni
potencia permanece tuerto como para dejar presentir un misterioso pa
sado, poco claro, terrorífico, propedéutico de la soberanía. Los poetas
vienen una vez más a confirmar el psicoanálisis de las leyendas, todos
han sido sensibles a este aspecto nocturno, ciego e inquietante que re
viste el forro inconsciente del alma. Mefistófeles, el confidente tene
broso y el consejero sombrío, es el prototipo de un abundante linaje de
estos «extranjeros vestidos de negro» y que se nos parecen «como un
hermano».
De la sombra que ha perdido Peter Schlemihl, al rey o al soberano
de que nos hablan René Char o Henri Michaux162, todos son sensibles a
la vertiente íntima, tenebrosa y a veces satánica, de la persona, a esa
«translucidez ciega» que simboliza e l espejo , instrumento de Psique, y
159 Leía, Contes de fées, pp. 13-14, 41.
160 Leía, op. cit., p. 67.
161 Cfr. supra, p. 19.
162 Cfr. A ldebert von C hamisso, Peter Schlem ithl; R. C har, A une sérénité crispée ,
y H. Michaux, Mon roí.
que perpetúa la tradición pictórica desde Van Eyck163 a Picasso, así co
mo la tradición literaria desde Ovidio a Wilde o a Cocteau. Un hermo
so ejemplo de isomorfismo de la mutilación y del espejo nos es propor
cionado por la mitología del tenebroso dios mexicano Tezcatlipoca164165.
El nombre del dios significa espejo (tezcatl) que echa humo (popoca):
es decir, espejo hecho con la obsidiana volcánica, espejo que mira el
destino del mundo. No tiene más que una sola pierna y un solo pie,
los otros han sido devorados por la tierra (este dios es asimilado a la
Osa mayor, cuya «cola» desaparece bajo el horizonte durante una parte
del año). Pero este simbolismo del espejo nos aleja suavemente de
aquel del viejo rey ciego para introducir una nueva variación nictofor-
ma: el agua, al mismo tiempo que bebida, fue el primer espejo dur
miente y-sombxío.
Este símbolo del agua hostil, del agua negra, es a todas luces el que
mejor puede captar la fragilidad de las clasificaciones simbólicas que
desean limitarse a referencias puramente objetivas. El propio Bache-
lard, en su notable análisis abandona su principio elemental de clasifi
cación —que no era más que pretexto— para hacer valer axiomas clasi
ficadores más subjetivos. Al lado del reír del agua, del agua clara y jo
vial de las fontanas, sabe hacer sitio a una inquietante «estinfalización»
del agua163. Este complejo, ¿se ha formado al contacto de la técnica de
la embarcación morturaria, o bien el miedo al agua tiene un origen ar
queológico bien determinado, que procede del tiempo en que nuestros
primitivos antepasados asociaban los cenagales de los pantanos a la
sombra funesta de los bosques? «El hombre, que no puede prescindir
del agua, se ve contrariado inmediatamente; la inundación, tan nefas
ta, es todavía accidental, pero el cenagal y el pantano son permanentes
y crecientes»166. Por ahora, sin responder a estas cuestiones y sin optar
por esas hipótesis, contentémonos con analizar el aspecto tenebroso del
agua. Bachelard, utilizando el hermoso estudio de Marie Bonaparte, ha
mostrado perfectamente que el mare tenebrum había tenido su poeta
desesperado en Edgar Poe 167. El color «de tinta» se encuentra relaciona
do en este poeta a un agua mortuoria, completamente empapada de
los terrores de la noche, preñada de todo el folklore del miedo que he
mos estudiado hasta aquí. Como dice Bachelard, en Poe el agua es «su
perlativamente mortuoria», es doblete sustancial de las tinieblas, es la
163 Cfr. van E yck , Portrait d 'A m olfin i et de sa fem m e, N. Gallery, Londres. Cfr.
C octeau, Le Sang d'un p oete; cfr. O. W ilde, E l retrato de Dorian Gray.
164 Cfr. S oustelle, op. cit., p. 29.
165 Cfr. B achelard, L ’Eau et les reves, p. 137.
166 D ontenville, op. cit., p. 133.
167 Cfr. B achelard, op. cit., p. 138; cfr. M. B onaparte: E. Poe, étude psychanalyti-
que.
o
«sustancia simbólica de la muerte»168. El agua se convierte incluso en
una directa invitación a morir: de estinfálica que era, se «ofeliza». Va
mos a detenernos algo en las diferentes resonancias fantásticas de esta
gran epifanía de la muerte.
La primera cualidad del agua sombría es su carácter heracliteo169. El
agua sombría es «devenir hídrico». El agua que corre es amarga invita
ción al viaje sin retorno: jamás se baña uno dos veces en el mismo río,
y los riachuelos no remontan nunca hacia su fuente. El agua que corre
es la figura de lo irrevocable. Bachelard insiste en este carácter «fatal»
del agua en el poeta americano170. El agua es epifanía de la desgracia
del tiempo, es clepsidra definitiva. Este devenir está cargado de terror,
es la expresión misma del terror171. El pintor Dalí ha encontrado ade
más, en un cuadro célebre1721734, esa intuición de la licuefacción temporal
representando relojes «blancos» y fluyentes como el agua. El agua noc
í turna, como permitían presentirlo las afinidades isomorfas con el caba
\: llo o el toro, es, por tanto, el tiempo. Es el elemento mineral que se
anima con la mayor facilidad. Por eso es constitutiva de ese universal
arquetipo, a la vez teriomorfo y acuático que es el Dragón,73.
La intuición del poeta sabe unir el monstruo universal con la muer
te en el espantoso La caída de la casa UsherrA. El Dragón parece resu
mir sombólicamente todos los aspectos del régimen nocturno de la
imagen que hemos considerado hasta ahora: monstruo antediluviano,
i. bestia del trueno, furor del agua, sembrador de la muerte, es, como ha
observado Dontenville, una «creación del miedo»175176. El folklorista estu
dia minuciosamente las epifanías del monstruo a través de la toponi
mia céltica. El Dragón tiene «un nombre genérico común a muchos
pueblos, dracs del Delfinado y del Cantal, Drache y Drake germánico,
Wurm o Warm que recuerda el hormigueo de nuestro «ver» [gusano]
o de nuestro «vermine» [miseria (parásito)]. Sin contar los antiguos Ge-
rión y Gorgona, nuestra Tarasca, toro acuático, y el Máchecroüte [Mas-
ticacortezas] —cuyo nombre es todo un programa— que frecuenta los
remolinos de La Guillotiére en Lyon o La Coulobre oculta en la Fonta
na de Vaucluse r6. La morfología del monstruo, la de un Gigante sau-
168 B achelard, op. cit., pp. 65, 75-76, 122. Sobre el pantano, la cloaca en Spittelcr.
cfr. B audouin, Le Triomphe du héros, p. 211.
169 B achelard, op. cit., p. 79. Fragmento 68, Heráclito, citado.
170 B achelard, op. cit., p. 66.
171 B achelard, op. cit., pp. 140-144.
172 Cfr. S. D alí, Los relojes blandos.
173 Cfr. Éliade, Traite, p. 183; K rappe, op. c it .,p . 330; cfr. G ranet, Pensée chinoi-
se , pp. 135, 356-357.
174 E. Poe, Historias extraordinarias.
175 Dontenville, op. cit., pp. 134 y ss. Cfr. F. d ’Ayzac , «Iconographie du Dragón»
(Revue d'art Chrétien, 1864), pp. 75-95, 169-194, 333-361; cfr. L. D umont, op. cit., pá
ginas 190 y ss., 209 y ss.
176 Dontenville, op. cit., p. 143. Cfr. D umont, op. cit., pp. 155 y ss., 164
y ss., 197.
rio, palmípedo y a veces alado, se conserva con rara constancia desde su
primera representación iconográfica en Noves, en la baja Durance. El
recuerdo del Dragón céltico está muy vulgarizado, es muy tenaz: Taras
cón, Provins, Troyes, Poitiers, Reims, Metz, Mons, Constance, Lyon y
París tienen sus héroes sauróctonos y sus procesiones conmemorativas.
Las gárgolas de nuestras catedrales perpetúan la imagen de esta voraci
dad acuática. Nada es más común que la relación entre el arquetipo
saurio y los símbolos vampíricos o devoradores. Todas las relaciones177
legendarias describen con horror las exigencias alimenticias del Dragón:
en Burdeos, el monstruo devora una virgen por día, lo mismo que en
Tarascón y en Poitiers. Esta ferocidad acuática y devoradora va a popu
larizarse en todos los Bestiarios medievales bajo la fórmula del fabuloso
coquatrix e innumerables cocadrilles y cocodrilles [cocodrilos] de nues
tros campos. Este Dragón, ¿no es la horrorosa Echidna178 de nuestra
mitología clásica, media parte serpiente, media parte pájaro palmípedo
y mujer? Echidna, madre de todos los horrores monstruosos: Quimera,
Esfinge, Gorgona, Escila, Cerbero, León de Nemea; en ella Ju n g 179180
quiere encarnar —puesto que se acopló con su hijo el Perro de Gerión
para dar a luz a la Esfinge— una «masa de libido incestuosa» y hacer
por ello incluso el prototipo de la Gran Prostituta apocalíptica. Porque
en el Apocalipsis, el Dragón está vinculado a la Pecadora, y recuerda a
los rahab, Leviatán, Behemot y diversos monstruos acuáticos del Anti
guo Testamento ,8°. Es ante todo el «Monstruo que está en el mar», la
«Bestia de la fuga rápida», la «Bestia que sube del mar»181. Sin decir
nada por adelantado sobre las feminizaciones psicoanalíticas del Mons
truo de las aguas mortuorias, contentémonos con subrayar la evidencia
que se deriva del método de convergencia. Parece que, psicológicamente
hablando, el Dragón existe como llevado por los esquemas y los arque
tipos de la bestia, de la noche y del agua combinadas. Nudo donde
convergen y se mezclan la animalidad vermídea y pululante, la voraci
dad feroz, el estrépito de las aguas y del rayo, así como el aspecto visco
so, escamoso y tenebroso del «agua espesa». La imaginación parece
construir el arquetipo del Dragón o de la Esfinge a partir de terrores
fragmentarios, de repugnancias, de pavores, de repulsiones tan instin
tivas como experimentadas y, finalmente, erguirlo espantoso, más real
que el río mismo, fuente imaginaria de todos los terrores de las tinie-
177 Cfr. D ontenville, op. cit., pp. 145-153; cfr. G ranet, Danses et légendes de la
Chine ancienne, II, p. 154.
178 Cfr. G rimal, op. cit., artículo «Echidna». La lección escita del mito de la «mujer-
serpiente» es un hermoso ejemplo de eufemización, como Melusina es la antepasada epó-
nima de los Lusignan. Escitas, hijo de Echidna, es el antepasado de los escitas.
179 J ung , Libido, p. 174; cfr. B erger de X ivrey, Traditions tératologiques, pp. 60
y ss., 122 y ss.
180 Apoc., XII, 7-9; Isaías, LI, 9; Salmos, LXXXIX, 10; ]o b , XXVI, 12-13, IV, I;
Ezequiel, XXIX, 2, XXXXII, 7, etc. Sobre la relación del Dragón y de la femineidad en
K. Spittler, cfr. B audouin, Le tñom phe du héros, pp. 207 y ss.
181 Cfr. Isaías , XXVII, 1 y Apoc., XXIII, 1.
blas y de las aguas. El arquetipo viene a resumir y clarificar los seman-
tismos fragmentarios de todos los símbolos secundarios.
Nos detendremos asimismo algunos instantes en un aspecto secun
dario del agua nocturna, y que puede jugar el papel de motivación su
balterna: las lágrimas. Lágrimas que pueden introducir indirectamente
el tema del ahogamiento, como lo señala perfectamente la boutade de
Laertes en Hamlet: «No tienes sino demasiada agua, pobre Ofelia, por
eso yo me prohíbo llorar...»182. El agua estaría vinculada a las lágrimas
por un carácter íntimo, una y otras serían «la materia de la desespera
ción»183. Es en este contexto de tristeza, cuyo signo psicológico son las
lágrimas, donde se imaginan ríos y estanques infernales. El sombrío
Stix o el Aquerón son moradas de tristeza, la morada de la sombras de
pesadilla. Baudouin184, analizando dos sueños de niñas relativos al
ahogamiento, observa que están acompañados de un sentimiento de
algo incompleto que se manifiesta por imágenes de mutilación: el
«complejo de Ofelia» va acompañado de un «complejo de Osiris» o «de
Orfeo». En la imaginación ensoñadora de la niñita, la muñeca es rota,
descuartizada antes de ser precipitada en el agua de la pesadilla. Y la
niñita adivina el isomorfismo del Dragón devorador cuando pregunta:
«¿Qué es lo que pasa cuando uno se ahoga? ¿Se queda uno entero?»
Cerbero es, como vemos, el vecino inmediato de Cocito y del Stix, y el
«campo de los llantos» está contiguo al río de la muerte. Es lo que apa
rece muchas veces en Hugo, para quien el interior de la mar, donde
numerosos héroes terminan sus días mediante un brutal ahogamiento
—como los de Les Travailleurs de la mer y de L ’Homme qui rit—, se
confunde con el abismo por excelencia: «colmena de Hidras», «análogo
de la noche», «océano nox», donde los bocetos de vida, las larvas «se
dedican a las feroces ocupaciones de la sombra...» 18\
Otra imagen frecuente, y mucho más importante en la cons-
¡ telación del agua negra, es la cabellera. Esta última va a inclinar insen
siblemente los símbolos negativos que estudiamos hacia una feminiza-
ción larvada, feminización que se verá reforzada definitivamente por
o í ese agua femenina y nefasta por excelencia: la sangre menstrual. A pro-
\ pósito del «complejo de Ofelia», Bachelard186 insiste en la cabellera flo
tante que poco a poco contamina la imagen del agua. La crin de los ca
ballos de Poseidón no está lejos de los cabellos de Ofelia. A Bachelard no
le cuesta mucho mostrarnos la vivacidad del símbolo ondulante en los
autores del siglo XVIII, como en Balzac, D ’Annunzio o Poe: este último
197 Éliade, Traite, p. 145; cfr. B achelard, L ’Eau e tle s reves, p. 111.
198 Cfr. É liade, op. cit., p. 148; para los mexicanos la luna es hija de Tlaloc, el Dios
de las aguas; cfr. S oustelle, op. cit., p. 26 y ss.
199 Rig Ved. I, 105-1.
200 Éliade, op. cit., pp. 145-148.
201 Cfr. infra, pp. 271 y ss.
202 Éliade, op. cit., p. 142.
203 Cfr. Éliade, op. cit., p. 155; K rappe, op. cit., p. 166; H ardingo />. cit., p. 37.
des lunaes son ctónicas y funerarias. Tal sería el caso de Perséfone, de
Hermes y de Dionysos. En Anatolia, el dios lunar Men es también el
de la muerte, y lo mismo el legendario Kotschei, el inmortal y maligno
genio del folklore ruso, la luna es considerada a menudo como el país
de los muertos, tanto entre los polinesios Tokalav, entre los iranios o
los griegos, como en la opinión popular de Occidente en la época de
Dante 204. Más notable es aún desde el punto de vista de la convergen
cia isomorfa esta creencia de los habitantes de las Cótes-du-Nord, se
gún la cual la cara invisible de la luna oculta unas fauces enormes que
sirven para aspirar toda la sangre vertida en la tierra. Esta luna antropó-
faga no es rara en el folklore europeo205. Nada hay más temible para el
campesino contemporáneo que la famosa «luna roja» o «luna quemada»
más ardiente que el sol devorador de los trópicos. Lugar de la muerte,
signo del tiempo, es por tanto normal ver atribuir a la luna, y especial
mente a la luna negra, un poder maléfico. Esta maligna influencia está
censada en el folklore hindú, griego, armenio, igual que entre los in
dios del Brasil. E l Evanlio de San Mateo utiliza el verbo séléniaszesthai
«estar lunático» cuando alude a una posesión demoníaca206. Para los sa-
moyedos y los dayak, la luna es el principio del mal y de la peste, en la
India se la denomina «Nirrti», la ruina207. Casi siempre la catástrofe lu
nar es diluvial 208. Si a menudo es un animal lunar —una rana, por
ejemplo— el que degurgita las aguas del diluvio, es porque el tema
mortal de la luna está estrechamente vinculado a la feminidad.
Porque el isomorfismo de la luna y de las aguas es al mismo tiempo
una feminización. El término medio lo constituye el ciclo menstrual.
La luna está vinculada a los menstruos, es lo que enseña el folklore ;
universal209210. En Francia, los menstruos se llaman «el momento de la lu- \
na», y entre los maoríes la menstruación es la «enfermedad lunar». Muy
a menudo, las diosas lunares (Diana, Artemis, Hécate, Anaitis o Freyja),;
tienen atribuciones ginecológicas. Los indios de América del Norte di
cen de la luna menguante que tiene «sus reglas». «Para el hombre pri
mitivo —observa Harding— 21(), el sincronismo entre el ritmo mensual
de la mujer y el ciclo de la luna debía parecer la prueba evidente de
que existía un vínculo misterioso entre ellas.» Este isomorfismo de la
luna y de los menstruos se manifiesta en numerosas leyendas que hacen ;
de la luna o de un animal lunar el primer marido de todas las mujeres;
entre los esquimales, las jóvenes vírgenes no miran nunca a la luna por
miedo a quedar encinta, y en Bretaña las muchachas hacen lo mismo
son su testimonio. Pero no nos detendremos por ahora más que en el >
producto del hilado: el hilo , que es el primer vínculo artificial. En La ¡
Odisea , el hilo es ya símbolo del destino humano 234. Como en el con
texto micénico, Éliade23^ relaciona muy acertadamente el hilo con el la-;
berinto, conjunto metafísico ritual que contiene la idea de dificultad, ■
de peligro de muerte. El lazo es la imagen directa de las «ataduras»
temporales, de la condición humana ligada a la conciencia del tiempo
y a la maldición de la muerte. Muy a menudo en la práctica del sueño
despierto, el rechazo de la ascensión, de la elevación, es representada
por una constelación notable: «Lazos negros que atan al sujeto por detrás
hacia abajo» 236, lazos que pueden ser reemplazados por el enlazamien-
to de un animal, y por supuesto por la araña. Más adelante volveremos ;
a examinar el problema, tanto a Dumézil como a Éliade, de la u ti-.
lización antitéticamente valorizada del «atador» y del «cortador d e \
—
232 Tanto Escila, mujer cuyo bajo vientre está armado con seis mandíbulas de perros,
como la Hidra, son amplificaciones mitológicas del pulpo. Cfr. G rimal op. cit ., artículos
«Scylla», «Hydre de Lerne». Todos estos monstruos son dragones plurales.
233 Cfr. infra, pp. 306 y ss.
234 Odisea, VII, 198.
235 Cfr. Éuade , Im ages et Symboles, p. 149. Cfr. P. Riccíur, op. cit., p. 144, el con
cepto de «servo-arbitrio».
236 Cfr. D esoilleo/>. cit., p. 161.
ata d u ra s» 237. Por ah ora no nos o cu p am o s m ás q u e d el sen tid o fu n d a
m e n ta l, q u e es n egativo , d el lazo y d e las d iv in id a d e s ata d o ras. É lia d e
concluye q u e entre los Y a m a y N irti, las d os d iv in id a d e s védicas d e la
m u e rte , estos «a trib u to s de ata d o r son n o sólo im p o rta n te s, sin o c o n sti
tu tivos», m ien tras q u e V aru n a sólo accid en ta lm en te es u n d io s ata d o r.
A sim ism o U rtra, el d e m o n io , es a q u e l q u e e n cad en a tan to a los h o m
bres co m o los elem en to s: «Los lazo s, las cu erd as, los n u d o s caracterizan
a las d iv in id a d es d e la m u erte» 238. Este e sq u e m a de la a ta d u ra es u n i
versal y se en cu en tra entre los iran ios, p a ra q u ie n e s A h rim an es el a t a
d o r n e fa sto , entre los au stralian o s y los ch in os, p a ra los cuales so n , res
p e c tiv a m e n te , la d e m o n ia A ran d a o el d e m o n io P au h i q u ie n e s o c u
p a n esta fu n ció n . Entre los g erm an o s, p a ra q u ie n e s el sistem a ritu al d e
ejecu ción es la h orca, las d io sas fu n erarias h alan d e los m u erto s con u n a
cu erd a 239. Por ú ltim o , la Biblia a b u n d a en alu sio n es diversas a las « a ta
d u ras de la m u e r te » 240. É lia d e 241 estab lece ad e m á s u n a im p o rta n te c o
rrelación etim o ló g ica entre «atar» y «e m b ru jar»: en turco-tártaro bag,
bog , sig n ifica a ta d u ra y b ru jería, com o en latín fascinum, el m ale ficio ,
es p ró x im o p arien te d e fascia , el lazo . E n sán scrito yukli ’ q u e sig n ifica
un cir, q u iere decir ta m b ié n «p o d e r m ág ico », d e d o n d e deriva p recisa
m en te el «Y o g a ». M ás tard e verem os q u e a ta d u ra s y p ro ced im ien to s
m ág ico s p u e d e n ser ca p ta d o s, an exad o s p or los p o d eres b en éfico s, d o
ta n d o así el sim b o lism o d el lazo d e cierta am b iv alen cia . E sta a m b iv a
len cia, en el cam in o d e la eu fe m iz a c ió n , es m ás esp ecialm en te lu n ar:
las d iv in id a d e s lunares son a la vez factores y d u eñ o s tan to de la m u e r
te com o de los castigos 242. T al es el sen tid o de u n h erm oso h im n o d e
Ishtar citad o por H a rd in g : la d io sa es d u e ñ a d e la catástrofe, ella a ta o
d e sata el h ilo d el m a l, el h ilo del d estin o . Pero esta am b ivalen cia cícli
ca, esta elevación d el lazo sim b ó lico a u n a p o ten cia «al cu ad rad o » d e lo
im ag in ario , nos hace an ticip arn os a las eu fem iza cio n es d e los sím b o lo s
terroríficos. Por ah o ra, co n ten tém o n o s con el asp ecto prim ero d el v ín
culo y del sim b o lism o de p rim era in stan cia. Este sim b o lism o es p u r a
m en te n egativo : el lazo es la p o ten cia m ág ica y n efasta de la arañ a, del
p u lp o y tam b ié n d e la m u je r fata l y m ág ica 243. N o s q u e d a p or e x a m i
nar, volvien do al tem a d e la fem inidad-^terribie^^xjQ m -o se p asa, p or
m e d ia c ió n ^ e f a g u a 'b e fa sta por ex celen ciavJ a san gre .m en strual,..de. los
sím b olos, n ictom o rfos a. Jo s sím b o lo s visee ral es... de. la caíd a y la carne v
La san gre m en stru al, v in cu lad a com o h em os d ich o a las ep ifa n ías
267 Cfr. B achelard, La Terre et les revenes de la volonté, pp. 350, 400.
268 B achelard, op. cit., p. 352.
269 B achelard, op. cit., pp. 344-346; D esoille, op. cit., p. 153.
270 Cfr. D iel, Le Symbolisme dans la mythologie grecque, pp. 64 y ss. y M. BonapaR-
TE. Psycb., p. 99.
271 Cfr. B achelard, pp. 361-366.
272 Cfr. SolisteLLE, La Pensée cosm ologique des anciens Mexicains, pp. 55-62.
de ver en la trad ición g rie ga , es lo q u e asim ism o p u e d e percibirse en la
trad ición ju d ía : la caíd a de A d á n se rep ite en la c aíd a d e los án geles
m alv ad o s. El Libro de Henoch 2732745nos cu en ta cóm o los á n g e le s, «se d u c i
d o s p or las h ijas de los h o m b res», d e scie n d e n a la tierra, se u n e n con
su s sed u ctoras y en gen d ran en o rm es g ig a n te s. E stos án g eles reb eld es
son m a n d a d o s p or A zazel y S em iaza s. R a fa e l, p o r ord en d e D io s, c asti
g a a los trán sfu g as, los ap la sta b jo p e sa d a s rocas an tes d e p recip itarlo s
al fin d e los tie m p o s en un a b ism o de fu e g o . E lja b ism o , leit m otiv d el
castigo a p o c a líp tico *.te n d ría p o r p ro to tip o , se g ú n L an g to n 27\ el e p iso
d io del Bundehesh , d o n d e se ve a A h rim án p re cip ita d o en tierra p or
h ab er in te n ta d o asaltar los cielos, y su c aíd a hacer u n precip icio q u e
h ab itará en el fu tu ro el P rín cipe d e las T in ie b la s. C o m o b ien h an s u
bray ad o los etn ó lo g o s 27\ este e sq u e m a de la ca íd a n o es n a d a m ás q u e
el te m a d el tie m p o n efa sto y m o rtal, m o ra liz a d o en fo rm a d e castig o .
Se in trod u ce en el con texto físico d e la caíd a u n a m o raliz ació n e in c lu
so u n a p sic o p a to lo g ía d e la c aíd a: en ciertas ap o calip sis a p ó crifas, la
c a íd a es c o n fu n d id a con la «p o sesió n » p o r el m a l. L a c a íd a se convierte
en tonces en el e m b le m a d e los p ecad o s d e forn icació n , d e celos, d e c ó
lera, de id o latría y d e asesin ato 276. Pero esta m o raliz ació n se d esarro lla
sobre u n fo n d o tem p o ra l: el se g u n d o árb ol d el jard ín d el E d é n , cuya
caíd a será d e te rm in a d a p or el con su m o d el fru to , n o es el del co n o ci
m ien to com o p reten d en lecturas recien tes, sin o el d e la m u erte. L a ri
v a lid a d entre la serp ien te, a n im a l lu n ar, y el h o m b re , parece reducirse
en n u m erosas ley en d as a la riv alid ad d e u n e lem en to in m o rtal, re g e n e
rad o , cap az de cam b ia r d e p ie l, y d el h o m b re caíd o d e su in m o rta lid a d
p rim o rd ia l. El m é to d o co m p arativ o nos m u estra q u e el p a p e l d e r o b a
dor d e in m o rtalid ad lo tien e asim ism o la serp ien te en la ep o p ey a b a b i
lón ica d e Gilgamesh, o en u n a ley en d a, p arásita d e la d e P ro m eteo ,
del c o m p ilad o r E lien 277278. E n n u m erosos m ito s, es la lu n a , o u n an im a l
lu n ar, q u ien e n g a ñ a al p rim er h o m b re y trueca el p e c ad o y la c aíd a p or
la in m o rtalid ad d el h o m b re p rim o rd ia l. T a n to entre los caribes com o
e n h . Biblia, da-M u ertees- el re su lta d o d iré C ttF d e la .cáíd a '2^ :
En n u m erosas trad icion e s, a este p rim er resu ltad o c atam o rfo se u n e
otra con secuen cia q u e co n firm a el carácter an tag ó n ico d e la lu n a n e fa s
ta y las asp iracion es h u m a n a s y q u e am e n a z a con hacerlo zo zob rar (co
m o se p rod u ce en el con texto ju d eo cristian o ) en u n a in terp retació n p u
ram en te sexual d e la caíd a. En efecto, los m e n stru d sJ"§üfí"a m e n u d o
con sid erad os com o láO ^O T elas secu n d arias ..o e l ^ T ^ f d a . Se d e se m b o c a
así en u n a je m in iz a c ió n del p ecad o originaLque^_viene a converger con
la m is o g i n ia ^ ü F d ^ a b O r á n s p á r e m aguas. so m -
301 Langton , op. cit:, p. 176; cfr. asimismo el nombre judío del invierno, gehin-
non, «el valle de los detritus». Cfr. D uchesne y G uillemin, Ormadz et A húm an, p. 83.
302 B achelard, Rév. repos, p. 239; cfr. J ung , L ’homme a la decouverte de son ame,
p. 344; cfr. infra, p. 191 y ss.
303 Cfr. infra, Libro, II, primera parte, I.
304 Cfr. B achelard, Rév. repos, p. 240.
305 M. Leiris, Aurora, p. 9, citado por B achelard, op. cit., p. 126.
ancestralmente el río rojo que animaba a la masa de todas aquellas bes
tias acosadas». Este vientre ensangrentado e interiorizado es también
vientre digestivo, porque esta carne es «carne de carnicería» y recuerda
la imagen intestinal que nos entrega su contenido: «Un largo río de fi
letes de buey y de verduras mal cocidas corría...» Ahí se encuentra el
simbolismo carnal completo, centrado en el tubo digestivo, que remite
hacia significaciones anales que no escapan al poeta: «Es tu tubo di
gestivo el que hace comunicar tu boca, de la que estás orgulloso, y tu
ano, del que sientes vergüenza, horadando a través de tu cuerpo una
zanja sinuosa y viscosa.» En última instancia, y desde luego secundaria
mente, en estas imágenes puede leerse el simbolismo de la intimidad y
de la casa como hace Bachelard 306, pero nos parece que, ante todo, es el
color sombrío de los grandes arquetipos del miedo el que prevalece so
bre el lado «mullido» de la aventura interior, pese a la eufemización
carnal y al intimismo corporal. En efecto, aunque el tubo digestivo sea
el eje del desarrollo del principio de placer, es asimismo, en nosotros,
la reducción microcósmica del Tártaro tenebroso y de los meandros in
fernales, es-el abismo eufémico y concretizado. La boca dentada, el
ano, el sexo femenino, sobrecargados de significaciones nefastas por los
traumatismos que diversifcan en el curso de la ontogénesis el sadis
m o307 en sus tres variedades, son, desde luego, las puertas de este labe
rinto infernal reducido que constituyen la interioridad tenebrosa y san
grante del cuerpo.
EL CETRO Y LA ESPADA
Bhagavad-Gita, I, 3
7
Cfr. M. B onaparte, Psych. anthrop ., p. 6?.
8
Cfr. M. B onaparte, op. cit., p. 71.
9
B achelard, V A ir e tle s songes, p. 18.
10
B achelard, La Terre et les revenes de la volonté , p. 364; cfr. S chelling, Philo. de
la Mytologie, II, p. 214, que remite a A ristóteles, D e Coelo, IV, 4; II, 2.
ensayo Coup d'oeil sur le monde des reves11. Esta terapéutica nos hace
captar incluso la vinculación directa entre las actitudes morales y meta
físicas y las sugestiones naturales de la imaginación. Desoille se niega,
con razón, a separar el símbolo ascensional de la idea moral y de la
completitud metafísica. Es un catarismo y un donquijotismo provocado
y terapéutico al que somos invitados y que prueba de forma eficiente
que los conceptos de verdades y de valores «elevadas» y las conductas
prácticas que acompañan su aparición en la conciencia están motivadas
por las imágenes dinámicas de la ascensión12. K offka13, utilizando mé
todos totalmente distintos a los de los reflexólogos y a los de los psico
analistas, pone de relieve la primacía del esquema verticalizante, o lo
que es lo mismo, del «nivel» horizontal, nivel que domina en las per
cepciones visuales puesto que de entrada se restablece cuando una si
tuación accidental viene a perturbarlo: la impresión de percepción «in
clinada» que se siente al mirar a través de la ventanilla de un tren de
montaña que sube una pendiente pronunciada se disipa inmediata
mente si se pone la cabeza en la portezuela. Existe por tanto en el
hombre una constante ortogonal que ordena la percepción puramente
visual^ Es lo que implica la reacción «dominante» del recién nacido que
responde al brusco paso de la vertical a la horizontal, o viceversa, por
^inhibición de todos los movimientos espontáneos. Este problema de
la dominante vertical ha sido metódicamente estudiado por J. Gibson y
O. H. Maurer14. Estos autores ligan ese «reflejo de gravitación» no sólo
a las excitaciones que parten de los canales semicirculares, sino también
a las variaciones bilaterales de la presión táctil sobre la planta de los
pies, sobre la caderas, los codos y probablemente también las presiones
«internas y viscerales». Sobre este cañamazo cinésico y conestésico vie
nen a tejerse la segunda clase de factores, y, como por condicionamien
to, los factores visuales. La jerarquía de estas dos motivaciones, siendo
la verticalización la dominante a la que se subordina la visión, está
constatada por el hecho de que «líneas retínales inclinadas pueden pro
ducir líneas fenoménicamente percibidas como rectas cuando la cabeza
está inclinada»15. Por último, la psicología16 genética viene a confirmar
este acento axiomático y dominante que entraña la verticalidad, cuan
do descubre en el niño «grupos», especie de a priori necesarios para la
11 Cfr. D esoille, op. cit., y Le Reve éveillé en psychotérapie, pp. 297-300. Cfr.
J ean -Paul (Sám . Werke, XVII, pp. 164-165) presintió el carácter aximomático de las dos
polarizaciones verticales: «No se puede obtener o impedir por la fuerza el ascenso de cier
tas imágenes fuera del tenebroso abismo del espíritu.»
12 Cfr. experiencia del doctor Arthus , en Le Test du village , p. 210; la verticalidad en
la construcción del test es interpretada como «equivalente de la actividad espiritual y de
la separación de sí mismo».
13 K offka, Principies o f Gestalt psycho., p. 219.
14 G ibson y Maurer, Determ inants o f perceived vertical a n d horizontal, en Psychol.
Review, julio de 1938, pp. 301-302.
15 K ostyleff, op. cit., p. 103.
16 Cfr. Piaget, La Construction du r ie l chez l'enfant, pp. 18, 95 y ss.
interpretación de los movimientos, que estructuran el espacio posturaL
Es por tanto natural que estos esquemas axiomáticos de la verticali-
zación sensibilicen y valoricen positivamente todas las representaciones
de la verticalidad, de la ascensión a la elevación. Es lo que explica la
gran frecuencia mitológica y ritual de las prácticas ascensionales17: sea
el durohana , la subida difícil, de la India védica, sea el clímax , escala
iniciática del culto de Mitra, o incluso la escalera ceremonial de los Tra-
cios, la escala que permite «ver a los dioses» de que nos habla El libro
de los muertos del antiguo Egipto, sea la escala de abedul del cha
mán siberiano. Todos estos símbolos rituales son medios para alcanzar
el cielo. El chamán, escribe Éliade18, al escalar los peldaños del poste,
extiende las manos como un pájaro sus alas» —esto denota el vasto iso-
'morfisjn5Q^entr?Ja,ascensÍQ a estudiar aquí en unas
pocas líneas— y llegado a la cima, exclama: «He alcanzado el cielo, soy
inmortal», señala bien la preocupación fundamental de esta simboliza
ción verticalizante, ante toda escala levantada contra el tiempo y la
muerte. Esta tradición de la inmortalidad ascensional común al chama
nismo indonesio, tártaro, emerindio y egipcio, se encuentra en la ima
gen para nosotros más familiar de la escala de Jacob19. Es de notar que
este último está dormido sobre un bethel , un lugar alto, cuando imagi
na el famoso sueño. Es la misma escala sobre la que; Mahoma ve alzarse
el alma de los justos y que también se encuentra en el Paraíso de Dan
te, «el más verticalizador de los poetas»20, como en la ascensión mística
de San Juan de la Cruz, La subida d el Monte Carmelo. Por lo demás,
este tema es muy trivial en la mística cristiana: es el anabathmon de
siete grados de que habla Guillaume de Saint-Thierry21; luego, Hil-
degarde de Bingen, Honorius Augustodunensis, Adam de Saint-Víctor
llaman a la cruz de Cristo «escala de pecadores» o «divina escala», y
San Bernardo lee a través de las líneas del Cantar de los cantares una
técnica de la elevaicón22. Tradición reforzada entre los cristianos por la
literatura paulina y neoplatónica, porque todos los dualismos han
opuesto la verticalidad espiritual a la llaneza de la carne o a la caída23.
Por último, la poesía hereda este «complejo de Jacob». Baudouin24 ob-
73 Cfr. K rappe, op. cit., p. 68; cfr. ,Piganiol, op. cit., p. 140; cfr. Mauss, Année
sociol., IX, p. 188; XII, p. 111.
74 Cfr. D umézil, Indo-Europ., p. 61; K rappe, op. cit., p. 69.
75 Cfr. G ranet, Pensée chinoise, pp. 511, 522.
76 Cfr. Mund. Upan., I, 1-2; II, 2-5.
77 Piganiol, op. cit., p. 93.
78 Cfr. Elia d e , op. cit., p. 94.
79 B achelard, Rév. volonté, p. 385.
80 Op. cit., p. 380.
re, «Khan muy misericordioso»; entre los ainou, «Jefe divino»81. Así,
vemos cómo la actitud imaginativa de la elevación, originalmente psi-
cofísiológica, no solamente inclina hacia la purificación moral, hacia el
aislamiento angélico o monoteísta, sino que incluso está vinculada a la
función sociológica de soberanía. El cetro es la encarnación sociológica
de los procesos de elevación. Pero este cetro es asimismo verga82. Por
que parece evidente que es preciso unir a la elevación monárquica la
noción edípica de Dios Padre, de Dios gran-macho. Sabemos desde
luego que es temerario unlversalizar el complejo de Edipo, pero bioló
gicamente hablando, incluso entre los trobriandeses83, el macho pro
creador tiene siempre un papel familiar. Este papel de protector del
grupo familiar viene a sublimarse y a racionalizarse más o menos fuerte
mente en el arquetipo del monarca paterno y dominador. Y las con
cepciones del psicoanálisis clásico84, lejos de ser originariamente causa
les, no vienen sino a inscribirse de camino como sobredeterminación
social y sexual de la finalidad de los grandes gestos reflexológicos pri
mitivos.
De esta 'asimilación del cielo con el monarca derivarían todas las fi
liaciones heroicas de los «hijos del cielo» y del sol. Éliade85 muestra so
bradamente en las culturas finougrias la estrecha relación que existe en
tre el Khan celeste, el Khan terrestre y los atributos paternos. El Kan
terrestre es, en efecto, como lo serán los emperadores de China, «hijos del
cielo». Esta vinculación entre cielo y paternidad se manifiesta universal
mente tanto entre los finougrios, los chinos, las tribus del lago Victo
ria, los indios de Massachusetts como en la tradición semítica y egip
cia86. Este simbolismo, al dramatizarse, se metamorfoseará en el del
Esposo celeste, paredro fecundador de la diosa madre, y se le verá con
fundirse poco a poco con los atributos de la paternidad, de la soberanía
y de la virilidad. Es lo que se produce en Occidente con el cetro que
tiene sobre su autoritaria verticalidad una «mano de justicia» o una
«flor de lis», atributos netamente fálicos87. Parece que hay deslizamien
to de la paternidad jurídica y social a la paternidad fisiológica y confu
sión entre la elevación y la erección. Baudouin88 ha mostrado cómo
Hugo, sin ir hasta la explícita sexualización de los símbolos, reúne en
un notable isomorfismo edípico el «complejo de la frente», símbolo de
la elevación ambiciosa, las imágenes ascensionales y montañesas, y por
último las representaciones sociales del padre. Toda la ambivalencia
102 Cfr. W ervett, op. cit., p. 68; cfr. M. B onaparte, Psych. Anthr., p. 71.
103 Cfr. W ernet, op. cit., p. 67.
104 Cfr. D iterlen op. cit., p. 65, nota 3; cfr. la importancia atribuida a la cabeza du
rante las ceremonias iniciáticas entre los Vaudou, nociones de pot-téte de m ai'téte y
práctica del «lavado de cabeza», en Métraux , Le Vaudou hattien, pp. 188-197.
105 B audouin , V. H ugo, pp. 14-15.
106 Cfr. infra, pp. 202 y ss.
107 Citado por M. B onaparte op. cit., p. 71, nota 1; cfr. p. 73; cfr. Lot-Falk, Les
Rites de cbasse, pp. 173, 205 y ss., 209 y ss.
amerindias y oceánicas. En la anatomía animal es la cuerna, imputres
cible y cuya forma oblonga es directamente sugestiva, la que va a sim
bolizar de modo excelente el poder viril, tanto más cuanto que entre
los animales son los machos los que llevan los cuernos. M. Bonaparte
observa que en hebreo queren significa a la vez cuerno y poder, fuerza,
así como en sánscrito sm ga y en latín cornu108. El cuerno no es sólo su
gestivo de poder por su forma, sino que también su función natural es
imagen del arma potente. En este punto preciso es en el que la Omni
potencia viene a unirse a la agresividad: Agni posee cuernos impere
cederos, armas aceradas, aguzadas por el propio Brahma109, y todo
cuerno termina por significar poder agresivo tanto del bien como del mal:
Yama, lo mismo que su adversario el bodhisattva Manjusri, tienen
cuernos; Baal o Ramaan, igual que Moisés, los ríos griegos y el Baco la
tino, las divinidades de los dakota y de los hopi; el jefe indio iroqués lo
mismo que el rey Alejandro, los chamanes siberianos igual que los sa
cerdotes de Marte Salió1101. En esta conjunción de los cuernos animales
con el jefe político o religioso descubrimos un procedimiento de ane
xión del poder por apropiación mágica de objetos simbólicos. La cuer
na, el degüello del bóvido o del cérvido es trofeo, es decir, exaltación y
apropiación de la fuerza. El soldado romano valeroso añade un comi-
culum a su casco, y mediante esa contaminación simbólica se compren
den la función del amuleto o del talismán: «La representación de cier
tos animales provistos de armas naturales, como también de partes ca
racterísticas aisladas de éstos, sirven a menudo de medio de defensa
contra la influencia de los demonios...», y M. Bonaparte acumula des
cripciones de amuletos cornudos tanto africanos como europeos, asiáti
cos, americanos y australianos, a los que podrían unirse los colgantes
grabados de Les Eyzies y de Raumonden ni. Estos amuletos captan el
poder bienhechor separándolo de la animalidad. De igual modo, la
posesión del trofeo enemigo, de su cabellera, de su falo, de su mano o
de su cabeza, confiere al guerrero un incremento de poder.
Se puede reprochar a esta investigación del trofeo y del culto de los
cráneos o de los talismanes anatómicos el acto mismo de la agresividad
cinegética, especialmente en la caza de montería francesa y en el p in
chen de la Europa central, que se practica especialmente en la época
del celo112. Ya Pascal había hecho una observación profunda sobre el
sentido metafísico de la caza: hay que añadir que no es siquiera la per
secución lo primordial en la liebre que se persigue, sino el sentido de la
108 Cfr. M. B onaparte, op. cit., p. 62; cita Seligman: en argot italiano el pene se
denomina «corno»; cfr. op. cit., pp. 51-54; d i . Jo b , XVI, 15; Amos, VI, 13, Salmos,
CXLVIII, 14; XCII, 11.
109 cfr. Rig Veda, VII, 86-6.
110 Cfr. M. B onaparte op. cit., p. 52; cfr. Lot-Falk, op. cit., planchas II, VII.
111 Cfr. M. B onaparte op. cit., p. 56; cfr. 57-60; cfr. B reuil, op. cit., p. 427; W er-
nert, op. cit., pp. 61-63.
112 Cfr. M. B onaparte, op. cit., pp. 76-79-
hazaña, de la proeza. Podría relacionarse el ritual de la caza francesa
con el de la corrida de las culturas hispánicas, en la que el isomorfismo
del héroe luminoso luchando contra el animal tenebroso y la concesión
de la oreja al matador victorioso se destaca aún más explícitamente113.
No obstante, nos parece que M. Bonaparte114* se equivoca al reducir el
triunfo cinegético al esquema freudiano de la muerte del padre. Esta
interpretación es, en efecto, una hipóstasis injustificada del Edipo.
Nosotros constatamos más bien en estas prácticas cinegéticas o guerre
ras un proceso de abstracción violenta, mediante el robo, el rapto, el
desgarramiento o la mutilación, del poder y de sus símbolos sustraídos
a la feminidad terrible. En efecto, como hemos mostrado anteriormen
te, no es el tabú lo que hay que hacer depender del tótem, sino lo con
trario: es el tabú el que manifiesta una angustia primitiva. El trofeo to-
témico o emblemático no es más que el resultado de la captación,
siempre peligrosa, del poder del tabú, es su desfeminización, su desani-
malización, como podrá constatarse en las prácticas bautismales con
ellas relacionadas m . El bautismo, lo más a menudo es por circuncisión,
es la puesta en orden de un mundo y de funciones perturbadas por una
caída que era captación de poder. Zeus arrebata la virilidad al usurpa
dor feminoide, el ogro Kronos. En la veneración del tótem, y especial
mente del tótem craneano y del talismán, es decir, en el esfuerzo de
captación de una cratofanía, hay una intención de «desionización»
fundamental. Y más que una perspectiva freudiana, es un punto de
vista jungiano el que adoptamos: es la feminidad terrible, es la libido
destructora, cuyas epifanías hemos estudiado, lo que se exorciza aquí
mediante la reconquista de los símbolos de la virilidad116. El pensa
miento adopta un estilo heroico y viril a partir del acto guerrero o la
hazaña cinegética. Por tanto, puede decirse que tótem y talismán están
constituidos por la discriminación práctica del símbolo abstracto, privi
legiado y separado de su contexto temporal. En este punto preciso es
en el que la función simbólica del psiquismo humano viene a separar
los poderes de la desgracia, y a apropiarse del poder mediante un acto
ya diairético exorcizando todo y reduciendo a la impotencia la necesi
dad natural simbolizada por la hostilidad y la animalidad. Este simbo
lismo del talismán o del tótem, esencialmente vicariante, es decir, que
procede mediante la selección de una parte que vale por el todo, es un
medio de acción sobre la necesidad temporal aún más adecuado que los
procedimientos antifrásicos cuyo paso hemos esbozado117. Hay en la uti
lización del talismán o del tótem una masculinización de poder, una
captación de las fuerzas naturales que puede detectarse a través de un
113 Cfr. Vi alar, La Grande M ente, y Reglem ent taurin , texto oficial traducido por
M. L. Blancou; cfr. S icilia de A renzana (F.), Las Corridas de toros, su origen...
114 M. B onaparte, op. cit., p. 80.
113 Cfr. infra , pp. 160 y ss.
116 Cfr. Long -Falk, op. cit., p. 97, especialmente p. 128: «La Femme et la chasse».
117 Cfr. supra, p. 109.
trayecto que va del estado de la ostentación y de la agresividad viril
hasta la utilización de la palabra mágica y del verbo racional. La palabra
mágica y luego el lenguaje profano son el resultado de un largo proeso
de magia vicariante cuya práctica ritual del trofeo de cabezas o del ta
lismán de cuernos es la manifestación primitiva. La conquista y el
arrancamiento del trofeo es la primera manifestación cultural de la abs
tracción. Podría situarse como término medio en este trayecto que va
del objeto natural y talismánico al signo ideal, la práctica del gesto ta
lismán, del que la cuerna o la mano nos proporcionan precisamente
numerosos ejemplos: mano com uta118 de los italianos o mano fica que
conjuran la mala suerte o que sirven para echar un maleficio; amuleto
islámico en forma de mano abierta, o también gesto de la bendición y
del exorcismo judeocristaino, innumerables posturas corporales o sim
plemente manuales de la áscesis tántrica del Yoga, igual que el teatro
chino o japonés119. Mediante el proceso de la vicariante, el símbolo se
transforma primero en signo, en palabra luego, y pierde la semantici-
dad en beneficio de la semiología.
] En conclusión, los símbolos ascensionales nos parecen marcados por
Üa preocupación de la reconquista de un poder perdido, de un tono de-
) gradado por la caída. Esta reconquista puede manifestarse de tres formas
¡ muy próximas, y unidas por numerosos símbolos ambiguos e interme-
I diarios: puede ser ascensión o erección hacia un más allá del tiempo,
hacia un espacio metafísico cuyo símbolo más corriente es la verticali
dad de la escala, de los betilos y de la montaña sagrada. Se podría decir
que en este estadio hay conquista de una seguridad metafísica y olím-
ipica. Puede manifestarse ésta, por otra parte, en imágenes más fulgu-
¡rantes, sostenidas por los símbolos del ala y de la flecha, y la imagina
ción se colorea entonces de un matiz ascético que hace del esquema del
vuelo rápido el prototipo de una meditación de la pureza. El ángel es
,*el eufemismo extremo, casi la antífrasis de la sexualidad. Por último, el
¡poder reconquistado viene a orientar esas imágenes más viriles: realeza
\celeste o terrestre del rey jurista, sacerdote o guerrero, o también cabe-
' as y cuernos fálicos, símbolos en segundo grado de la soberanía viril,
Í ímbolos cuyo papel mágico saca a la luz los procesos formadores de los
signos y de las palabras. Pero esta imaginación del cénit trae a la mente
Idc modo imperioso, como bien ha mostrado Éliade120, a las imágenes
[complementarias de la iluminación en todas sus formas.
135 Lamartine, Hólderlin, Goethe , Claudel, citados por Bachelard , op. cit .,
pp. 197, 199, 201. Cfr. Simbolismo de la turquesa asimilada al fuego solar entre los an
tiguos mexicanos, S oustelle, op. cit., p. 71.
136 B ochner op. cit., p. 47. Contrariamente a lo que piensa Bohm (op., cit., I,
p. 176). Este último, aunque reconociendo la grandísima rareza del «choque azul» decla
ra sin explicación: «En cierto sentido parece ser la réplica del choque negro.» Ahora bien,
hay que tener en cuenta la saturación, y precisamente las planchas X y VIII del Rorschach
están tintadas de un azul medio que puede ser visto bien como azur y decolorado por la
luz, bien «azul noche». La lengua alemana no indica, como la francesa, estos matices de
intensidad, contrariamente a lo que pasa en los casos del «rojo» y del «rosa».
137 Cfr. K. GOLDSTEIN y O. Rosenthal, Zum Problem der Wirkung der Farben a u f
der Organismus, pp. 10, 23 y ss.; cfr. D. I. Masón , Synestbesia an d S o u n d S p ec tra», en
Word, vol. 8, n .° 1, 1952, pp. 41 y ss.; cfr. R. L. Rousseau, Les Couleurs, pp. 42 y ss.,
sobre el azul «color de la Sabiduría» y de la sublimación. Cfr. el poema del Mallarmé,
L 'Azur.
138 Cfr. L. R ousseau, op. cit., pp. 128 y ss., el «dorado» en tanto que color cercano
al amarillo.
139 Cfr. D iel, Le sym bolisme dans la mythologie grecque, p. 176.
140 Cfr. infra, p. 249. Sobre el simbolismo del «amarillo» solar, cfr. Soustelle, op.
cit.. p. 70.
p la n d e cie n te s, d e trajes y d e b arb as «b lan co s co m o flores en e sp i
n o s » 141. Lo d o ra d o es, p or ta n to , sin ó n im o d e b lan cu ra. E sta sin o n im ia
es a ú n m ás n ítid a en el Apocalipsis , d o n d e la im ag in ació n del ap ó sto l
visio n ario u n e a u n a n o ta b le con stelación los cab ellos b lan cos com o la
nieve, com o la lan a, los ojos resp lan d ecien tes y los p ies b rillan tes del
H ijo d el h o m b re , su faz «resp lan d ecien te com o el so l» y la corona d o ra
d a , la e sp a d a y las d ia d e m a s 142. Los d io ses u ran ian o s d e los b u riato s y
d e los alta i, tan to d e l U p a n ish a d com o d el cu lto m itriático , p o seen
atrib u to s d o r a d o s 143. ¿N o to m a acaso Z eu s la ap arien cia d e u n a llu v ia
d o ra d a p a ra en g en d rar al héroe sau ró cton o P erseo? L a co n q u ista d e las
m a n z a n a s d o rad as d e la H esp érid es es u n a h a z a ñ a so lar, re aliz ad a p or
u n héroe solar, y la d io sa d el «casco d e oro », la viril A te n e a , es h ija d e
la fren te d e Z e u s 144. Por ú ltim o , en la sim b ó lica alq u ím ica se p a sa
c o n sta n tem en te d e la m e d itació n d e la su stan cia oro a su re flejo , el
oro, p o r m ed iació n d e su resp la n d o r, q u e p osee «las virtu d es d ila ta d a s
d el sol en su cu erp o », y el sol q u e por eso se convierte d e m o d o c o m
p le ta m e n te n atu ral en el sig n o a lq u ím ico d el o r o 145. G racias a lo d o ra
d o , el oro es «g o ta d e l u z » l46.
\ El sol, y esp ecialm en te el sol ascendente o levan te, será, por ta n to ,
* | p o r las m u ltitu d e s, so b red eterm in acio n es de la elevación y d e la lu z ,
¡ d el rayo y d e lo d o ra d o , la h ip ó stasis p or excelen cia d e los p o d eres ura-
* n ian o s. A p o lo sería el d io s «h ip erb ó reo » tip o , d io s de los invasores in
d o e u ro p e o s, la h elio latría triu n fan te en la é p o ca h allsta tia n a al m ism o
tie m p o q u e el cu lto d el fu e g o y d e l c ie lo 147. B a jo el n o m b re d e A p o lo
(A p p e lló n ), D o n te n v ille 148 d etecta la id e a , si n o el fo n e tism o , d e l B el
céltico. B el, B elen o B elin u s sign ifica ría «b rilla n te , resp la n d ecien te»,
q u e d a el bretó n balan q u e d e n o m in a la re ta m a d e flores d e oro. Sería
la v ie ja p a la b ra B elen la q u e in eq u ív o cam en te d e sig n a ría el so l, m ie n
tras q u e la raíz sol sería a m b ig u a , d iv in id a d fe m e n in a (cfr. ale m á n : die
Sonne), dea sulis an g lo sa jó n . H a b ría h a b id o asim ilació n p o r m ed iació n
d e la raíz si entre la lu n a (sélené) y el re p la n d o r solar (sélas) 149. E sa v a
cilación y esa asim ilación m u estran n ítid a m e n te el fe n ó m e n o d e c o n ta
m in a ció n p o sib le d e las im á g e n e s, q u e p o n d re m o s d e relieve en los c a
p ítu lo s con sagrad os a la m e d id a d el tie m p o . S e a com o fu e re , parece
141 E. Bruyne, Études d'esthétique m edié vale, III, pp. 13, 14.
142 Apoca/., I, 12; XIV, 14; XIX, 12-13; XIX, 22. Cfr. More., IX, 2, 3, 4.
143 Cfr. É liade, Traite, p. 62; M undaka Upan., II, 25 y ss., y cfr. J ung , Libido,
p. 97.
144 Cfr. D iel op. cit., pp. 102, 209; Cfr. L. R ousseau, op. cit., p. 131; Le Jardin des
Hespérides.
145 Cfr. Bachelard, La Formation de Tesprit scientifique, pp. 135, 143; cfr. Hutin ,
L'Alckim ie, pp. 25-71.
146 Lanza d e l Vasto, Commentaires des évangiles, p. 137.
147 Cfr. Piganiol, op. cit., pp. 101-104.
148 Cfr. D ontenville op. cit., p. 90.
14^ Op. cit., p. 94; cfr. J u ng , Libido, p. 82. El autor se complace en relacionar
«Schwan», el cisne, pájaro solar, con «Sonne».
que el sol significa ante todo luz y luz suprema. En la tradición medie
val, Cristo es comparado constantemente al sol, es llamado «sol
salutis», «sol invictus» o también, es una clara alusión a Josué, «sol oc-
casum nesciens», y según San Eusebio de Alejandría los cristianos, has
ta el siglo V, adoraban al sol levante150. El sol naciente es además com
parado frecuentemente con un pájaro. En Egipto, el dios Atum se llama
«el gran Fénix que vive en Heliópolis» y tiene a gala haberse «ceñi
do él mismo su cabeza con la corona de plumas». Rá, el gran dios solar,
tiene cabeza de gavilán, mientras que para los hindúes el sol es un
águila, y a veces un cisne151. El mazdeísmo asimila el sol a un gallo que
anuncia el alba del día, y nuestras campanas cristianas llevan todavía
ese pájaro que simboliza la vigilancia del alma a la espera de la venida
del Espíritu, el nacimiento de la Gran Aurora152. Es aquí donde está el
poder benéfico del sol naciente, del sol victorioso de la noche que es
magnificada, porque no hay que olvidar que el astro puede tener en sí
mismo un aspecto maléfico y devorador153, y en este caso ser un «sol
negro». La ascensión luminosa valoriza positivamente el sol. E l Oriente
es un término cargado de significacionies bienhechoras en el lenguaje
del joyero, que califica con ese nombre el resplandor de la perla, como
i
en la terminología cristiana o masónica. Egipcios, persas y cristianos se
vuelven hacia el Oriente para rezar porque, según dice San Agustín,
«el espíritu se mueve y vuelve hacia lo que es más excelente». En
Oriente se sitúa el paraíso terrestre, y es allí donde el salmista sitúa la
ascensión de Cristo, y San Mateo el retorno de Cristo154. Como escribe
M. Davy al comentar la orientación a d orientem del templo cristiano,
el oriente designa la aurora y posee el sentido de origen, de despertar:
«en el orden místico, Oriente significa iluminación»155.
La tradición de los antiguos mexicanos confirma esta tradición me
diterránea. El Levante es el país del nacimiento del sol y de Venus, el
país de la resurrección, de la juventud. Es allí, «del lado de la luz»
(Tlapcopa), donde el dios Nanauatzin y el Gran Dios Quezalcoatl, re
sucitados después de su sacrificio, reaparecieron el uno en sol, el otro
bajo el aspecto de planeta Venus. Es allí igualmente donde se sitúa el
paraíso terrestre (Tlalocan). Mediante este ejemplo del Oriente mexica
no, puede mostrarse la diferencia que hay entre arquetipo y un simple
simbolismo debido a un incidente local: el color arquetípico del Orien
te es en México, como en otras partes, el rosa o el amarillo de la aurora,
pero por una razón geográfica, la situación del golfo al Este de México
150 Cfr. D avy, op. cit ., pp. 40, 177; Josué, I, 13; cfr. J ung , Libido, p. 99.
151 J ung , Libido, p. 82; cfr. K rappe, op. cit., p. 83; cfr. el sol y el águila entre los
antiguos mexicanos, S oustelle op. cit., p. 21.
152 Cfr. M. D avy op. cit., pl. XI, p. 143; cfr. J ung , op. cit., p. 330; cfr. Arbould de
G rémilly, Le Coq , pp. 48 y ss.
153 Cfr. supra, p. 71.
154 Cfr. Gen., II, 8; Salmos, LXVIII, 34; M at., XXIV, 27.
!55 M. D avy, op. cit., p. 142.
y las montañas lluviosas al Este de la ciudad de México, el Este es deno
minado también «el.país verde»; de este modo, como dice Soustelle156
«la imagen solar y la imagen acuática vegetal... vienen a coincidir,
abarcando esa región del golfo que es a la vez el país del sol rojo en su
levante y el del agua verde y azul...». En cuanto al sol en el Cénit, to
ma el nombre del gran dios guerrero de los aztecas, Uitzilopochtli, que
aniquiló a la diosa de las tinieblas Coyolxauhqui y las estrellas157. Él
mismo fue engendrado por la diosa tierra y el alma de un guerrero sa
crificado convertida en colibrí158. De este modo se encuentran unidos
en un emocionante isomorflsmo el sol, el Este y el cénit, los colores de
la autora, el pájaro y el héroe guerrero alzado contra las potencias noc
turnas.
Al simbolismo del sol se une finalmente el de la corona solar, la co
rona de rayos, atributo de Mitra-Helios que aparece en las monedas ro
manas desde el momento en que César adopta el título de comes solis
invicti y culmina en la iconografía francesa del «Rey Sol»159160. Desde lue
go, la imagen de la corona y de la aureola se anastomosará en la conste
lación simbólica del círculo y del M andalaxm en numerosas tradiciones.
Pero en su origen, la corona, como la aureola cristiana o búdica, parece
ser solar. De igual modo, la tonsura de los clérigos y la corona de las
vírgenes (la primera existía ya entre los sacerdotes egipcios del sol), tie
nen una significación solar161162. Bachelard descubre perfectamente el
auténtico sentido dinámico de la aureola que no es sino «la conquista
del espíritu que toma poco a poco conciencia de su claridad... la aureo
la realiza una de las formas del éxito contra la resistencia a la subida»,62.
En conclusión, el isomorfismo de la luz y de la elevación se habría con-
densado en el simbolismo de la aureola, así como en el de la corona, y
estos últimos, tanto en la simbólica religiosa como en la simbólica polí
tica, serían la cifra manifiesta de la trascendencia.
202 Cfr. J u ng , Libido, p. 46, sobre el origen sexual de Pneuma, pp. 95-96; cfr. Hist.
gen. relig., I, p. 253.
203 Cfr. supra, pp. 130 y ss.
204 Subrayamos aquí que el cartesianismo, como el platonismo, puede poseer una co
herencia isomórfica. Para Descartes y para Platón el Régimen diurno se ha convertido en
la mentalidad piloto de Occidente; cfr. infra p. 171.
205 Cfr. B achelard, Rév. volonté, p. 390.
í
| ra exaltar mejor lo gigantesco y la ambición de las ensoñaciones ascen-
i sionales. El dinamismo de tales imágenes prueba fácilmente un belico-
| so dogmatismo de la representación. La luz tiene tendencia a hacerse
rayo o espada, y la ascensión a pisotear a un adversario vencido. Ya se
dibuja en filigrana, bajo los símbolos ascensionales o espectaculares, la
figura heroica del luchador afianzándose contra las tinieblas o contra el
abismo. Esta dicotomía polémica se manifiesta frecuentemente en las
experiencias del sueño despierto en las que el paciente inquieto decla
ra: «Yo estoy en la luz, pero mi corazón está totalmente negro»206.
Asimismo, las grandes divinidades uranianas están siempre amenaza
das y por eso permanecen siempre alerta. Nada es más precario que
una cima. Estas divinidades son por tanto polémicas, y Piganiol207
quiere ver en esta divina animosidad el origen histórico, para la cuenca
del Mediterráneo, del mito de la victoria del caballero alado sobre el
monstruo hembra y ctónico, la victoria de Zeus sobre Cronos. El héroe
solar es siempre un guerrero violento y se opone en esto a! he roe lunar
que, como veremos, es un resignado 208. En el héroe solar, son las haza
ñas las que cuentan más que su sumisión a la orden de un destino. La
revuelta de Prometeo es arquetipo mítico de la libertad de espíritu. El
héroe solar desobedece de buen grado, rompe sus juramentos, no pue
de limitar su audacia, como Hércules o el Sansón semita. Podría decirse
que la trascendencia exige este descontento primitivo, este movimiento
de humor que traduce la audacia del gesto o la temeridad de la haza-
f 'ña. La trascendencia está por tanto siempre armada, y ya hemos encon-
! trado ese arma trascendente por excelencia que constituye la flecha,
y habíamos reconocido que el cetro de justicia apela a la fulguración de
los rayos y a lo ejecutivo de la espada o del hacha.
Son las armas cortantes lo que vamos a encontrar unidas primera
mente a los arquetipos del Régimen Diurno de la fantasía. En el nota
bilísimo caso analizado por Desoille 209, a consecuencia de imágenes in-
ductoras ascensionales y de imágenes inducidas luminosas, aparece en
la conciencia del soñador experimental el arquetipo de la «espada de
oro» nimbada de una aureola luminosa, sobre la que está grabada la
palabra «justicia». El paciente se abisma entonces en la contemplación
mística de esa hoja. El psicólogo subraya muy justamente que la acep
ción fálica del arma, cara al psicoanálisis, sólo es secundaria, mientras
que la noción de justicia, el esquema de la separación tajante entre el
bien y el mal, posee la primacía y colorea sentimentalmente toda la
conciencia del soñador. Sin embargo nos parece que el simbolismo
diairético, lejos de excluir la alusión sexual, no hace más que reforzar
la. Porque la sexualidad macho no es «doce veces impura», al contrario,
210 Citado por J u ng , Libido, p. 145; cfr .au rora = campo, abismo, seno.
211 Citado por É l ia d e , Traite, p. 227.
212 É lia d e , Traite , p. 227.
213 D umézil, Les D ieux des Germains, pp. 127, 131; cfr. Indo-Europ., p. 94, 100.
214 Cfr. D umézil, I n d o - E u r o p p. 89, y Tarpeia, p. 128.
215 D iel op. cit., pp. 21, 176.
de todos los héroes, todos ellos más o menos solares, parece ser Apolo
atravesando con sus flechas a la serpiente Pitón. Minerva también es
una diosa armada. Esta espiritualidad del combate es lo que el psicoa
nálisis pone de relieve en una notable constelación hugoliana216 donde
vienen a confluir, en torno a la actividad intelectual, la espada, el pa
dre, el poder y el emperador. Hugo, que compensa sus deficiencias
físicas con este doblete de la espada que constituye la inteligencia, con
fiesa explícitamente: «Yo habría sentido la necesidad de volverme pode
roso por la espada como mi padre y Napoleón, si no hubiera descubier
to este admirable ersatz de volverme poderoso por el espíritu como
Chateaubriand.» No hemos de extrañarnos, por tanto, de ver en la mi
tología a la espada revestir siempre un sentido apolíneo. El arma de
Perseo es el disco solar mismo que mata al rey Acriso, libera de sus ata
duras a Andrómeda, decapita a la Medusa, y de esta última hazaña,
desdoblándose en cierta forma el arma misma, nace Crisaor, «el hom
bre de la espada de oro», símbolo de espiritualización217. Teseo, gran
especialista vencedor de monstruos, mata con una espada mágica a Sci-
rón, Procusto y Peripethes. Y si Heracles utiliza a menudo la clava, usa
el arco para abatir a los tenebrosos pájaros del lago Estínfalo, y liberar
así al sol, y es también con flechas como combate con Nesso, mientra
que, para vencer a la Hidra, recurrió a la espada y a la llama purifica
dera. En la tradición germánica e indoeuropea, los héroes matadores
de monstruos son innumerables. Su paladín parece ser claramente el
Indra védico, y Thorr su primo hermano, vencedor del gigante Hrung-
nir. Igual que el Vritrahan védico, mata al «gigante terrestre», monstruo
tricéfalo que intenta comer el festín de los dioses218. Veremos que esta
triplicidad de Hrungnir y de Tricirah, sobre la que insiste Dumézil219 y
que se encuentra tanto en el Azhi Dahaka iranio como en el Gerión
griego o en el Mech irlandés de corazón formado por tres serpientes, no
es nada más que el gran símbolo del tiempo lunar que estudiaremos en
nuestro segundo libro 220. Estos dioses combatientes que se relacionan
con nuestro más familiar Marte latino y sus lanzas —hastae Martis—
son también dioses fulgurantes que utilizan indiferentemente armas
humanas o rayos cósmicos. Innumerables dobletes folklóricos de Thorr
llenan las leyendas germánicas, matadores de monstruos, de osos, de
dragones, como Barco o Bjarki y su protegido Hóttr que no dejan de re
cordar a Marutah y los compañeros belicosos de Indra221. La cristiandad
hereda por supuesto de este arquetipo del héroe combatiente. Los dos
Í
i espada se convierte en «el arma de los pueblos conquistadores» y es
el arma de los jefes», arma sobredeterminada por el carácter diarético
[ue lleva en su filo, porque «la espada de los pueblos septentrionales
stá destinada a golpear no con la punta, sino con el corte...»234. La es
pada es por tanto el arquetipo hacia el que parece orientarse la signifi
cación profunda de todas las armas, y por este ejemplo se ve cómo se
knudan inextricablemente en un sobredeterminismo las motivaciones
psicológicas y las intimaciones tecnológicas.
Cuando se estudia la naturaleza de las armas del héroe, es preciso
abrir el informe, admirablemente formado por Dumézil y por Eliade,
relativo a la dialéctica de las armas divinas y al problema mitológico de
la atadura 235. Dumézil, acumulando un grandísimo número de obser
vaciones documentales, trata de mostrar que las funciones del atador-
mago son irreductibles con las del guerrero-cortador de ataduras. Varu-
na el atador es antítesis de Indra, el manejador de espada. Pero nos pa
rece que Éliade elimina juiciosamente esta dialéctica considerando que
atadura y desatadura se subordinan a la actividad dominante de un so
berano atador. Porque primitivamente el símbolo de las ataduras es,
como ya hemos indicado, patrimonio de las divinidades fúnebres y
nefastas236. Ahora bien, parece que en la persona de Varuna hubo colu
sión psicológica entre el miedo al maleficio de las ataduras y la esperan-
237 Cfr. Athar. Véd., VI, 121-4; Rig Ved., VIII, 87-2.
238 Éliade, Yoga, pp. 18-19.
239 Cfr. infra, p. 109.
240 Cfr. B ergaigne, La Religión védique d 'apres les hymnes du Rig-Véda, París,
1883,111, p. 115.
241 Éliade, In et sym b., p. 131. Sobre la «participación homeopática» del héroe y de
su adversario, cfr. B audouin, Le Trikomphe du héros, p. 224.
242 D umézil, Germ., p. 154.
aparece nítidamente en Roma y entre los germanos 243. Asimismo, en la
leyenda de Tyr el manco, la mano cortada es asociada dialécticamente
a la atadura: es por haber atado la crueldad del lobo Fenrir por lo que
Tyr deja en prenda su brazos en las fauces del lobo 244.
El mismo copromiso se observa en la mitología francesa y cristiana.
Para vencer al monstruo, el héroe cristiano no siempre utiliza los me
dios expeditivos de la espada: Santa Marta «enlaza» a la Tarasca con
su cinto, lo mismo que San Sansón de Dole anuda su cinturón al cuello
de la serpiente mientras que San Véran ata con una cadena de hierro a
la «culebra» de la fuente de Vaucluse, y según Dontenville 245, el Apolo
sauróctono del Museo del Vaticano «doma» al reptil y no lo mata. El
mitólogo indica en este procedimiento de la atadura una bifurcación
muy importante —que él califica de no cristiana— de la actitud heroi
ca respecto al mal fundamental, a saber: una eufemización del mal. El
monstruo aparece como «enmendable» y se abre así de nuevo la vía de
la antífrasis a la inversión de los valores imaginarios, cuyo símbolo mis
mo sería la serpiente con cabeza de carnero de los druidas (que no deja de
evocar para nosotros la serpiente emplumada amerindia»): «La cabeza de
carnero es protectora... debe aplicarse a dirigir a la serpiente, a dirigirla
inteligentemente, es decir, en un sentido favorable al hombre»246. Nos
parece que la misma inflexión ha dado la literatura apocalíptica,
para la cual la destrucción definitiva de los demonios se diferencia cui
dadosamente de su captura. Esta última, hecha con la ayuda de ligadu
ras o de cadenas, no es por otra parte más que un castigo temporal y,
como dice Langton, «el encadenamiento de Satán por un período que
varía según los diferentes textos era un rasgo habitual de las concepcio
nes demonológicas que florecían entre los judíos de aquella época» 247.
Se encuentra la misma distinción en las concepciones del zoroastrismo.
Al final de este período de cautiverio, Satán es «desencadenado» para
servir de auxiliar a la justicia divina, para servir de ejemplo general de
la destrucción definitiva del mal 248. Es asimismo en este sentido de
compromiso por subordinación como Jung ve en las monturas animales
del héroe el símbolo de los instintos sometidos: Agni montado en su
carnero, Wotan en Sleipnir, Dioniso en el asno, Mitra en el caballo,
Freyr en el jabalí, Cristo en su jumento, igual que Yaveh en el serafín
monstruoso, son símbolos de un compromiso «con». Pero todos estos
compromisos, estos esbozos de antífrasis, estos héroes que desdoran el
264 DiETERLEN op. cit., pp. 179 y ss.; cfr. G riaule, Nouvelles recherches sur la notion
de personne chez les D ogons» (Joum . psych. norm. et p ath o l., octubre-diciembre
de 1947, p. 428).
265 Cfr. D ieterlen, op. cit., pp. 181-183.
266 Cfr. op. cit., p. 187.
267 Op. cit., p. 181.
268 Op. cit., p. 65.
26? Op. cit., p. 187.
comprometido y confuso; cada sexo se purifica por la circuncisión o la
excisión de los elementos perturbadores del sexo adverso simbolizados
por el prepucio y el clítoris. Frente a los psicoanalistas clásicos 270271, vemos
en la circuncisión un acto más urgente que el famoso rescate de la cas
tración o que la novelesca tesis de Tótem y Tabúllx, para la cual el ri
tual de circuncisión es la reminiscencia debilitada de la castración de
los machos jóvenes por los viejos. La circuncisión, como lo prueba el es
tudio antropológico, es ya una filosofía ritual de la purificación por la
distinción de los contrarios sexuiaparentes: tiene por misión separar lo
masculino de lo femenino, zanjar literalmente los sexos como zanja
entre la pureza masculina y el wanzo feminoide y corrompido. La cir
cuncisión es, por tanto, un bautismo por arrancamiento violento de la
mala sangre, de los elementos de corrupción y de confusión.
^ El segundo arquetipo en el que van a condensarse las intenciones
purificadoras es la lim pidez del agua lustral. Bachelard 272 señala la re
pugnancia espontánea por el agua sucia y el «valor inconsciente atribuido
al agua pura». No es en cuanto sustancia —contrariamente a la interpre
tación elemental de Bachelard—, sino en cuanto limpidez antitética,
:omo ciertas aguas juegan un papel purificador. Porque el elemen-
:o agua es en sí mismo ambivalente, ambivalencia que Bachelard reco
noce de buena fe cuando denuncia el «maniqueísmo» del agua 273. Ese
igua lustral tiene de entrada un valor moral: no actúa por lavado cuan-
itativo, sino que se convierte en la sustancia misma de la pureza y al
gunas gotas de agua bastan para purificar un mundo: para Bachelard274
es la aspersión la operación purifícadora primitiva, la gran y arquetípica
imagen psicológica de la que el lavado no es más que el doblete grose
ro y exotérico. Se asiste incluso ahí al paso de un sustancia a una fuerza
«irradiante», porque el agua no sólo contiene la pureza, sino que «irra
dia la pureza» 275. ¿No es la pureza en quintaesencia rayo, relámpago y
.deslumbramiento espontáneo? El segundo carácter que duplica senso-
Vrialmente la limpidez del agua lustral y refuerza su pureza es el frescor.
Este frescor juega en oposición a la tibieza cotidiana. La quemadura del
i fuego es también purifícadora, porque lo que se exige de la purifica-
J jtión es que, por sus excesos, rompa tanto con la tibieza carnal como
fcon la penumbra de la confusión mental. En otra parte hemos mostra-
| do 276 que ese agua lustral por excelencia que es la nieve purifica tanto
¿por la blancura como por el frío. También Bachelard observa que ante
todo el agua de juventud «despierta» el organismo 277. El agua lustral es
C aseneuve, Les D ieux dansent a Cíbola , p. 98. Cfr. la ceremonia del lavado nupcial en
tre los Hopi, en D on T alayesva, Soleil Hopi, p. 228 y ss.
278 Cfr. Éuade , Traite, p. 172; cfr. A poc., XXII, 1-2; Ezeq., XXXVII; Zac., XII, 1;
cfr. S ébillot, Folkl., II, pp. 256 y ss., 460; y cfr. E. Long -Falck, Les rites de chasse chez
les peu ples sibériens, pp. 135 y ss.
279 i Ucas, III, 16.
280 Cfr. Leroi-G ourhan, H om m e e tm a t., p. 66.
281 Cfr. Leroi-Gourhan, op. cit., p. 68.
282 Cfr. B achelard, Psych. du fe u ; cfr. infra, p. 314 y ss. Cfr. J. P. B ayard, Le Feu,
especialmente cap. VI: «Purification», p. 50; cap. VII, «La Lumiere», p. 59; cap. X: «Feu
et eau», p. 115.
283 Piganiol, op. cit., p. 87.
284 Cfr. op. cit., p. 96.
ción, los sacrificios por cremación y las preocupaciones espiritualistas
que desprecian la geografía ctónica han sustituido a los sacrificios san
grantes de las religiones agrarias. En Roma sería incluso el héroe solar
Hércules quien ha realizado míticamente esta reforma285. Existe por
tanto un «fuego espiritual» separado del fuego sexual, y el propio Ba-
chelard286 reconoce la ambivalencia del fuego que, al lado de alusiones
eróticas, implica y transmite una intención de purificación y de luz. El
fuego puede ser purificador o, al contrario, sexualmente valorizado, y
la historia de las religiones confirma las constataciones del psicoanalista
de los elementos: Agni es tan pronto un simple doblete de Váyü el pu
rificador como —Burnouf lo ha demostrado perfectamente— 287 el resi
duo de un ritual de fecundidad agraria. Asimismo, en el culto de Ves-
ta, un ritual de purificación muy acentuado, cargándose con un viejo
fondo agrario, hace paradójicamente que la diosa se confunda en nu
merosos puntos con las divinidades de la fecundidad, tales como Ana
hita Sarasvati y Armad288. El fuego es llama purificadora, pero también
centro genital del hogar patriarcal. No hay que ir a buscar, como hace
Bachelard siguiendo a Frazer 289, el sentido purificador del fuego en la
cocción culinaria, sino que «siguiendo la dialéctica del fuego y de la
luz» es como se forma la verdadera virtud sublimante del fuego, y Ba
chelard 290 cita la admirable expresión novalisiana de esa intuición de la
esencia catártica del fuego: «La luz es el genio del fenómeno ígneo.»
El fuego, ¿es acaso, en el mito de Prometeo, algo más que un simple
sucedáneo simbólico de la luz-espíritu? Un mitólogo puede escribir291
que el fuego «es muy apto para representar el intelecto... porque per
mite a la simbolización representar, por un lado, la espiritualización
(por la luz); por otro, la sublimación (por el calor)».
Ciertas consideraciones antropológicas vienen a confirmar el simbo
lismo intelectual del fuego: el empleo del fuego señala, en efecto, «la
etapa más importante de la intelectualización» del cosmos y «aleja cada
vez más al hombre de la condición animal». Por esta razón espiritualis
ta, el fuego es casi siempre «regalo de Dios» y se ve siempre dotado de
un poder «apotropeico» 292. Bajo el aspecto ígneo, la divinidad se revela
en sus manifestaciones uranianas a los apóstoles el día de Pentecostés, y
343 Minkoswky, Scbizophrénie, pp. 67, 69; cfr. asimismo, «L’autisme et les attitu-
des schizophréniques», en Jotim . Psycol., 1927, I, p. 237.
344 Citado por Minkowski op. cit., p. 110; cfr. Lacroze, op. cit., p. 121 y ss.
345 Cfr. S échehaye, op. cit., pp. 54, 89.
346 Minkowski op. cit., p. 42; cfr. E. S ouriau op. cit., p. 257, que opone muy jui
ciosamente la fro n ta lid a d de una obra estilizada, como el Grifo del Campo Santo de Pisa
o los Kheroubim del Louvre a los resúmenes de las formas movientes y barrocas del «Galo
matándose» de la Colección Ludovisi.
v r M o n n i e r , «Test psychologique de Rorschach», en Encéphale, vol. 29, 1934; cfr.
B o h m , op. cit., II, p. 436. E . S o u r ia u (op. cit., p. 258) da cuenta perfectamente de que
la estilización puede volverse exagerada y caer en el autismo; cfr. en M a l r a u x (Voix du
Silence, pp. 129 y ss.) la noción de «regresión» de un estilo en signos puramente for
males.
348 Cfr. op. cit., II, p. 439.
349 Cfr. Minkowski, op. cit., pp. 212-213.
normales, etc., es interpretada de una forma dividida: el sujeto no ve
más que la cabeza, el cuello, los brazos 350. A las descripciones esquizo-
morfas vuelven sin cesar términos tales como «cortado, compartido, se
parado, dividido en dos, fragmentado, mellado, despedazado, roído,
disuelto...»351 que ponen en evidencia incluso la obsesión de «complejo
de espada». La enferma estudiada por Séchehaye utiliza numerosas ex
presiones características de la Spaltung^ 2. Los objetos, los sonidos y los
seres se «recortan», son «separados». De ahí el aspecto artificial que re
visten los objetos naturales privados de su finalidad mundana: «Los ár
boles y los setos eran de cartón, puestos aquí y allá como accesorios de
teatro.» Los personajes no son más que «estatuas», no son más que
«marionetas», «maniquíes movidos por una mecánica», «robots», «ma
quetas». No sólo la visión esquizomorfa del universo arrastra a la enso
ñación del animal-máquina, sino incluso a la ensoñación del cosmos
mecanizado. Es un furor de análisis lo que se apodera de la representa
ción de la esquizofrénica: los rostros están «cortados como si fueran car
tón»353, cada parte del rostro es percibida como separada, independien
te de las demás. El enfermo repite incansablemente: «todo está separa
do... dividido, todo es eléctrico, mineral» 354. Por último, la Spaltung
misma se materializa a los ojos de la imaginación y se convierte en el
«muro de bronce», en el «muro de hierro» 355 que separa al enfermo de
«todo y de todos» y a sus representaciones unas de otras.
La tercera estructura esquizomorfa, que deriva de esta preocupación
obsesional de la distinción, es lo que el psiquiatra denomina el «geo-
metrismo mórbido» 356. El g£omemsmo se expresa por una primacía de
la simetría, del plano, de la lógica más formal tanto en la representa
ción como en el comportamiento. Desde los dieciséis años, un enfermo
se obsesiona con el juego de construcción, es perseguido por una manía
de simetría en su vestimenta, en su forma de andar por medio de la
calzada. Para el enfermo, el espacio euclidiano se convierte en un valor
supremo que, por ejemplo, le hace negar todo valor a la moneda, por
que ésta ocupa demasiado poco espacio, mientras que la estación de
Lyon, «en ampliación», tiene una importancia primordial 357. El valor
dado al espacio y al emplazamiento geométrico explica, por el contra
rio, la frecuente gigannzació.n dé los objetos en la visión esquizomorfa.
Séchehaye 358 da una explicación de esta geometrización y de esta gi-
gantización: el enfermo no sitúa ya los objetos de sus relaciones Ínter -
359 Minkowski, op. cit., p. 94. Cfr. la visión «radiográfica» del arte de ciertos primiti
vos; Bo as , L ’A rt pñm tif.
360 Cfr. op. cit., pp. 94, 245, 246.
361 Op. cit., p. 245.
tremos», y debido a ello, «vive... en una atmósfera de conflicto cons
tante con el ambiente»362. Esta fundamental actitud conflictiva rebasa,
sobre todo, el plano de la representación, y las imágenes se presentan
por parejas en una especie de simetría invertida que Minkowski deno
mina la «actitud antitética»363. La antítesis no es más que un dualismo
exacerbado, en la que el individuo rige su vida únicamente según las
ideas y se convierte en «doctrinario a ultranza». Todas las representacio
nes y todos los actos son «considerados desde el punto de vista de la an
títesis racional del sí o del no, del bien y del mal, de lo útil y de lo per
judicial...»364. Minkowski 365 traza un cuadro completo de estas antítesis
esquizomorfas, en las que el pensamiento se opone al sentimiento, el
análisis a la penetración intuitiva, las pruebas a la impresión, la base a
la cima, el cerebro al instinto, el plan a la vida, el objeto al aconteci-
niiento y, por último, el espacio al tiempo. Estas antítesis conceptuales
no son más que la prolongación de las antítesis imaginativas que seña
lábamos al principio de este libro en la obra de algunos grandes
poetas 366. Y por último, todas se resumen en la antítesis constitutiva de
las dos partes de este primer libro: es la antítesis del tiempo, de sus
piúltiples rostros, y del Régimen Diurno de la representación, lastrado
¿le sus figuraciones verticalizantes y de su semantismo diairético, ilus
trado por los grandes arquetipos del Cetro y de la Espada.
1 Para concluir este cuadro de las estructuras esquizomorfas exaspera
das por la enfermedad, es necesario dejar al propio enfermo que resu
ma el isomorfismo rígido del régimen general de sus representación.
En este monólogo de esquizofrénico referido por Minkowski 367, vamos
a ver converger una Weltanschauung geométrica que se podría tachar
de cartesiana, con acentos parmenídeos aquí y allá, y ensoñaciones an-
tibergsonianas de la solidez como ideal; por último, lo sólido apela a la
imaginación de la roca y de la montaña. «A ningún precio quiero estro
pear mi plan —dice el enfermo— , antes prefiero estropear mi vida que
el plan. Es el gusto por la simetría, por la regularidad lo que me lleva
hacia mi plan. La vida no muestra ni regularidad ni simetría, y por eso
es por lo que yo fabrico la realidad.» Para reforzar este intelectualismo
triunfante, el enfermo precisó: «... mi estado de espíritu consiste en no
prestar fe más que a la teoría. No creo en la existencia de una cosa más
que cuando la he demostrado...» Y tomando por su cuenta el viejo
sueño cartesiano de la «Mathesis universalis»: «Todo será remitido a las
matemáticas, incluso la medicina y las impresiones sexuales...» Luego,
la voluntad de geometrizar se simplifica en una visión parmenídea en
369 P. R ic c e u r , op. cit., p. 261, cap. IV, «Le Mythe de l ’áme exilié et le salut par la
connaissance».
L IB R O S E G U N D O
19 Cfr. op. c i t pp. 404, 406; cfr. B audouin, Le Tñomphe du kéros, pp. 228-229.
20 Cfr. P. Auger , «Deux temps, trois mouvcments, en Diogene, julio de 1957, p. 3.
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PRIMERA PARTE
EL DESCENSO Y LA COPA
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Tao-Te-Kmg, VI
2 Cfr. D umézil, / M. Q., I, p. 144; Tarpeia , pp. 59, 61; cfr. S oustelle, op. cit .,
pp. 35 y ss., sobre la ambigüedad de la diosa Tlazoltéotl.
3 Cfr. supra , pp. 156 y ss.
4 D umézil, Tarpeia , p. 56.
de retorno como aclimatación o consentimiento a la condición tempo
ral5. Se trata de «borrar el miedo»6. Es una de las razones por la que la
imaginación del descenso necesitará más precauciones que la de la as
censión. Exigirá corazas, escafandras o, incluso, el acompañamiento de
un mentor; todo un arsenal de artefactos y mecanismos más complejos
que el ala, atributo tan sencillo del vuelo7. Porque el descenso corre el
riesgo en todo instante de confundirse y de transformarse en caída. De
be ir constantemente acompañado, como para tranquilizarse, por los
símbolos de la intimidad. Incluso, en las precauciones tomadas en el
descenso, como veremos a propósito del complejo de Jonás, existe una
sobredeterminación de las protecciones: uno se protege para penetrar
en el corazón de la intimidad protectora. Con su sagacidad habitual,
Bachelard, al analizar una página de Aurora, de Michel Leiris, ha de
mostrado que toda valorización del descenso iba unida a la intimidad
digestiva, al gesto de deglución. Si la ascensión es una llamada a la ex
terioridad, a un más allá de lo carnal, el eje del descenso es un eje.ínti
mo, frágil y delicado. El retorno imaginario es siempre una «vuelta»
más o menos coenestésica y visceral. Cuando el hijo pródigo arrepenti
do traspasa de nuevo el umbral paterno, es para banquetear. Se conci
be que en esas profundidades oscuras y ocultas no subsista sino un lí
mite muy delgado entre el acto temerario del descenso sin guía y la caí
da hacia los abismos animales. Pero lo que afectivamente distingue el
descenso de la fulguración de la caída, así como del vuelo, es su lenti
tud. La duración es reintegrada, contenida por el simbolismo de la caí
da gracias a una especie de asimilación del devenir por el interior. La
redención del devenir se hace, como en la obra de Bergson, por el inte
rior, por la duración concreta. Aunque todo descenso es lento, «se to
ma su tiempo» hasta lindar algunas veces con la penetración laboriosa.
A esta lentitud visceral se une, por supuesto, una cualidad térmica. Pe
ro se trata aquí de un calor dulce, diríamos, de un calor lento alejado
de todo resplandor demasiado fuerte. Y si el elemento pastoso es el de
la lentitud8, si el descenso no admite más que la pasta, el agua espesa y
durmiente no retiene del elemento ígneo más que sustancia íntima: el
calor. En su obra consagrada al fuego, ese mismo autor diferencia per
fectamente, siguiendo a Novalis, el calor que arde y que brilla y el ca
lor de las profundidades y de los regazos: «La luz ríe y juega en la su
perficie de las cosas, pero sólo el calor penetra... El interior soñado es
cálido, nunca ardiente... Por el calor todo es profundo, el calor es el
signo de una profundidad, el sentido de una profundidad...»9. Y es
mente capítulo XI, p. 124, «Le feu des alchimistes», y cap. XIV, p. 168, «Chaleurs magi-
ques».
10 Cfr. R e i k , D er eigene u n d der frem d e Gott, en Intern. psychoanal. Verlag,
número 2, p. 234, Viena, 1923.
11 Cfr. B achelard, Re pos, pp. 129 y ss.; Feu, p. 85.
12 B a c h e l a r d , Repos, p. 142; cfr. V er r ie r E l w i n , Maison des je u n e s..., pp. 239 y ss.
13 Cfr. supra, p. 110.
14 S é c h e h a y e , Jo u m . Schizopb., pp. 70, 84.
dónico de la caída feliz, libidinosamente sexual y digestiva a la vez. Por
otra parte, puede observarse de pasada que lo digestivo es con frecuen
cia eufemización elevada a la segunda potencia: el acto sexual es sim
bolizado a su vez por el beso bucal. Atengámonos a la sola imagina
ción del descenso visceral, al «complejo de Jonás» tan difundido y que
se manifiesta tanto en la leyenda del Caballo de Troya como en el com
portamiento de todos los gigantes comilones de la mitología céltica, en
el ensueño de un Hugo que aloja a su Gavroche en la estatua del Ele
fante, igual que en las fabulaciones espontáneas de niños de escuela
primaria1$.
El descenso nos invita a una transmutación directa de los valores de
imaginación, y Harding1516 cita a los gnósticos para quienes «subir o ba
jar equivale a lo mismo», asociando a esta concepción de la inversión la
doctrina mística de Blake para la cual el descenso es también un cami
no hacia lo absoluto. Paradójicamente, se desciende para remontar el
tiempo y volver a encontrar la calma prenatal. Detengámonos, pues,
sobre este proceso tan importante de inversión y preguntémonos por
qué mecanismo psicológico se constituye el eufemismo que tiende hasta
la antífrasis misma, puesto que el abismo transmutado en cavidad se
convierte en una meta y la caída convertida en descenso se transforma
en placer. Podría definirse tal inversión eufemizante como un proceso
de doble negación. Proceso cuyos pródomos habíamos encontrado a
propósito de la dialéctica de la ligadura y del personaje del autor atado.
Proceso que revelan numerosas leyendas y fábulas populares en las que
se ve al robador robado, al engañador engañado, etc., y que señalan los
centones de repetición como, por ejemplo: «El cazador cazado...», «A
pillo, pillo y medio», etc. El procedimiento reside esencialmente en que
mediante lo negativo se restablece lo positivo; por una negación o un
acto negativo se destruye el efecto de una primera negatividad. Puede
decirse que la fuente del retroceso dialéctico está en este proceso de la
doble negación vivida en el plano de las imágenes antes de ser codifica
do por el formalismo gramatical. Este procedimiento constituye una
transmutación de valores: yo ato al atador, yo mato a la muerte, yo uti
lizo las armas propias del adversario. Y por eso mismo, simpatizo con el
todo, o con una parte del comportamiento del adversario. Este procedi
miento es por tanto indicativo de toda una mentalidad, es decir, de to
do un arsenal de procesos lógicos y de símbolos que se opone radical
mente a la actitud diairética, al fariseísmo y al fatalismo intelectual y
moral del intransigente Régimen Diurno de la imagen. Puede decirse
que la doble negación es el criterio de una total inversión de actitud
representativa.
r itu a l n o so n d e n a t u r a le z a d ife r e n te d e lo s q u e se p u e d e c o n se g u ir d e la sa n t a p r o te c
to ra » .
36 C fr. B a c h e l a r d , Eaux et reves, p p . 6 8 y ss.
37 B achelard, Terre et repos, p. 245.
38 C fr . W. F a u l k n e r , E l ruido y la fu ñ a; Sartoris; La invicta; A bsalom , A bsalom , e t
c é te ra .
39 Cfr. B réhier, Hist. p h i l II, 3, p. 164, y A. Beguin , Le reve chez les rom antiques
allem ands, I, p . 270; cfr. D urand , «Le Décor mythique», op. cit., cap. I, § 3, Epimé-
thée ou les freres opposés.
40 S t e f f e n s , Caricaturen, II, p . 6 9 7 .
la vigilia», mientras que Carus41 insiste en el tema caro a los gnósticos
según el cual hay inversión del punto de vista humano al punto de vis
ta divino, y que a los ojos de Dios los valores están invertidos. Nova-
lis42 vuelve con frecuencia sobre esta idea de que «todo descenso en sí
es al mismo tiempo asunción hacia la realidad exterior», y Tieck43 pien
sa que el sueño duplica el mundo de la apariencia de un universo in
vertido y más hermoso. Si pasamos al romanticismo francés, vemos que
redoblamiento e inversión son un tema constante en Hugo. Sea de ma
nera explícita como en esa reflexión4445en que el isomorfismo de las imá
genes del descenso y de la profundidad están admirablemente sentidas
por el poeta: «cosa inaudita... es dentro de uno mismo donde hay que
mirar lo de fuera. El profundo espejo sombrío está en el fondo del
hombre. Ahí está el claroscuro terrible... es más que la imagen, es el
simulacro, y en el simulacro hay algo de espectro... Al inclinarnos so
bre ese pozo... vemos allí, a una distancia abisal, en un círculo estre
cho, el mundo inmenso». A esta admirable constelación donde la am
bigüedad se mezcla a la profundidad, al abismo revalorizado, al círculo
y la inversión, hacen eco los dos versos del poema D ieu At>.
Yo volaba en la brum a y en el viento que llora
hacia e l abism o de arriba, oscuro como una tum ba.
54 Cfr. H utin, L'Alchim ie, p. 89; cfr. S chuhl, op. cit., p. 65. Sobre el hom unculus
y la «muñeca» de Mandrágora, cfr. A. M. Schmidt, l a Mandragore, pp. 53 y ss., 71 y ss.
55 B achelard, Terre et repos, p. 151; cfr. Poétique de l'espace, cap. VII: «La minia
ture», p. 140; cfr. G. P arís, Le p etitP o u cet et la Grande Ourse, 1875.
56 S. D a l í , Ma vie secrete, pp. 34 y ss.
57 Op. cit., p. 37. v?,,
58 Cr. J ung , Libido, p. 114; cfr. B achelard, Repos, p. 13.
59 B achelard, op. cit., p. 14; cfr. S chuhl, op. cit., p. 62. djfr. %
S. C omhaire-Sylvain op. cit., II, pp. 45, 121, 141, 143, 147 a?
%
n * cit.,
61 Op. «v p. ~ k o
158. p '‘V■. C’A %
cc
O
* V'Qr>
lecturas del cuento, el niño minimizado es reemplazado por un animali-
11o: cucaracha, piojo, mosca, saltamontes (Fjort o Hausa), loro
(Ashanti),ratón (Isla Mauricio), perrito (Haití); o también, el bienechor
Pulgarcito se reduce a un objeto minúsculo, un anillo o un alfiler (Samo-
go, República Dominicana). De cualquier modo, el proceso de gulliveri-
zación está ligado a la benevolencia y a veces al acoplamiento del Jonás.
Estas figurillas de la imaginación que realizan la inversión requeri
da permitiéndonos penetrar y entender el reverso de las cosas, suelen es
tar muy sexualizadas, como Ju n g62 ha observado. El psicoanalista rela
ciona la leyenda de Pulgarcito con la de los Dáctilos, haciendo resaltar
el parentesco etimológico que existe entre país, el niño, especialmente
el niño divino personificando el falo de Dionisos, con peos, poste (del
sánscrito, pasa, en latín penis, alemán medio vise/). Por otra parte,
Jung refiere sueños en que los dedos desempeñan un papel netamente
fálico63. Pero hay que observar que se trata de falos «gulliverizados»,
miniaturizados a su vez. Es lo que muestra el papel del enano Bes en la
mitología egipcia, que bajo esta forma panteísta es un Horus itifálico
en miniatura64. Esta gulliverización es, por tanto, una minimización
invirtiente de la potencia viril. Hay una «potencia de lo pequeño»65
que hace que Visnú mismo sea llamado a veces «el enano», mientras
que los Upanishads, dan el epíteto de «alto como un pulgar» a Purus-
ha, «presencia de Dios en nosotros»66. La potencia tiende entonces a
volverse misteriosa y a veces maligna. Esta gulliverización es una espe
cie de infantilización de los órganos masculinos y denotaría un punto
de vista psicoanalíticamente femenino expresando el miedo al miem
bro viril y la efracción del coito. Tanto, que este fantasma minimizador
se proyecta a veces en el símbolo del pájaro privado de alas, materiali
zado, reducido a su puro aspecto teriomorfo de animal pequeño y que
ya no está muy lejos de los muchos ratones malignos que pueblan to
dos los folklores. Tal es el sentido fálico-maternal que Baudouin67 da a
su análisis de los deniquoiseaux en V. Hugo; escenas de buscadores de
nidos de pájaros que coincidirían, según el analista, cón los primeros
sueños sexuales del joven Hugo. Hay que unir esta imagen del pájaro
áptero, todavía huevo y siempre nido, a un complejo sexualizado de la
incubación. El mismo esquema de gulliverización se repite en el poeta
en las relaciones desproporcionadas entre la cuerda masculina y el pozo
femenino68.
87 Cfr. C ontenay, D éluge babylonien, pp. 44-47; cfr. sobre Oannés, J uno , Libido,
p. 189; cfr. H arding; op. cit ., pp. 175-177.
88 H. G. R., í, p. 210. Según Fabre d ’Olivet la letra noun significa pez pequeño y
niño pequeño; cfr. Langue hébraique , p. 34.
89 Cfr. J u n g , Paracelsica, pp. 159-161.
90 H arding op. cit., p. 125.
91 Cfr. G r ia u l e , «Role du silure “ Ciarías senegalensis” dans la procréation au Sou-
dan franjáis», en Deutsch. Akad. der Wissens. zu Berlin Instit. f u r Orientforschung,
n .° 26, 1955, pp. 299 y ss., y J . S o u s t e l l e , La Pensée cosmol. des anciens Mexicains,
p. 63.
madre92. La fecundación es también cosa del siluro que se «pone en
forma de bola» en el útero de la madre, siendo comparada la «pesca del
siluro» al acto sexual: el marido emplea de cebo su sexo. El siluro estará
asociado, pues, a todo ritual de la fecundidad tanto del nacimiento co
mo del renacimiento funerario: se viste el muerto con ropas (gorro y
mordaza) que simbolizan el pez original93. Asimismo, como en el mito
indio citado más arriba94, un curioso isomorfismo une el siluro y la ca
bellera a través de un contexto melusino: las mujeres Dogon utilizaban
antaño las «clavículas» del siluro como escarpidores y los clavaban en
sus cabellos: toda mujer era asimilada a un pez, cuyas agallas serían las
orejas adornadas, los ojos las cuentas rojas que adornan las aletas de la
nariz, las barbillas simbolizadas por el labro fijado al labio inferior95.
Soustelle, por su parte, pone en evidencia, entre los antiguos mexicanos,
un isomorfismo muy notable, polarizado en torno del símbolo del pez.
El pez está en relación con el Oeste, que es a la vez la región de los
muertos, «puerta del misterio», y también «Chalchimichuacán», «el lu
gar de los peces de piedra preciosa», es decir, el país de la fecundidad
en todas sus formas, «lado de las mujeres» por excelencia, de las diosas
y de las divinidades del maíz. En Michuacán, el país de los peces, se
encuentra Tamoanchán, el jardín regado donde reside Xochiquetzal, la
diosa de las flores y del amor.
110 Sobre el carácter «centrípeto» del color verde, cfr. L. Rousseau, op. cit., pp. 30 y
siguientes.
111 Cfr. Béguin , op. cit., II, pp. 46-47.
112 T ieck, La coupe d 'o r, citado por B éguin , op. cit., II, p. 152.
113 B achelard, Repos, p. 34.
114 Sobre la «nigredo», «albedo», «citrinitas» y «rubedo», cfr. Éliade, Forgerons et
Alchimistes, p. 167, y J. Evola, La Tradizione ermetica, pp. 156 y ss. Cfr. sobre todo
B asile V alentín, Révélation des Mysteres des teintures des Sept métaux, edición de
E. Savorel.
115 B achelard, op. cit., p. 44.
116 Op. cit., pp. 46-47.
diferente juego de los regímenes de la imagen en ambos pensadores.
Como Schopenhauer, fiel a la tradición química, Goethe considera el
color como un tinte inscrito en la sustancia, constituvivo del «centro de
la materia»117. El sueño ante la paleta o ante el tintero es un sueño de
sustancia, y Bachelard118 apunta ensoñaciones en las que las sustancias
comunes, vino, pan, leche, se transforman directamente en colores. Se
concibe que el análisis espectral de los colores y su prolongación estéti
ca, «la mezcla óptica» cara a los impresionistas, hayan constituido para
algunas imaginaciones románticas él escándalo de los escándalos. No
sólo el newtonismo y sus derivados estéticos atentaban contra la emi
nente dignidad de la luz, sino que atacaban incluso al color local, al
color como absoluto simbólico de la sustancia.
El agua misma, cuyo propósito primordial debe ser lavar, se invier
te bajo el empuje de las constelaciones nocturnas de la imaginación: se
vuelve vehículo del tinte por excelencia. Tal es el caso del agua profun
da que Bachelard estudia, siguiendo a M. Bonaparte, a través de las
metáforas de E. Poe119. Al mismo tiempo que el agua pierde su limpi
dez, «se concentra», ofrece a los ojos «todas las variedades de la púrpu
ra, como tornasoles y reflejos de seda cambiante». Está formada por ve
nas de diferentes colores, como un mármol; se materializa hasta tal
punto que se puede cortar con la punta de un cuchillo 12°. Y los colores
que le gustan son el verde y el violeta, «colores de abismo», esencia
misma de la noche y de las tinieblas, tan caras a Poe como a Lermontov
o a Gogol, acuñación simbólica de la negrura121 adoptada por la litur
gia. Este agua densa, coloreada, que obsesiona a la sangre, está unida
en el poeta americano al recuerdo de la madre desaparecida. Este agua,
geográfica, que sólo se concibe en vastas extensiones oceánicas, este
agua cuasi orgánica a fuerza de ser densa, a medio camino entre el ho
rror y el amor que inspira, es el tipo mismo de la sustancia de una ima
ginación nocturna. Pero ahí también el eufemismo deja transparentar
la feminidad.
Resulta bastante sorprendente comprobar a este propósito que
M. Bonaparte, en su autoanálisis, no haya deducido el arquetipo de la
madre a partir de la visión tan tenaz y tan capital «del gran pájaro del
color del arcoiris» que inquieta su infancia de huérfana122. Este pájaro,
tan poco volátil, de colores irisados y maravillosos, sólo se asimila a la
madre por el rodeo de la anamnesis individual, por medio de un ópalo
regalado en realidad por una amiga a la madre de la analista. Tanto que
117 Op. cit., p. 35; cfr. G ray , Goethe the Alchim ist, y A. von Bernus, Alchimie
u n d H eilkunst, pp. 165 y ss.
118 Op. cit., p. 38.
119 B achelard, Eau, p. 82.
120 Op. cit., p. 83.
121 Cfr. B achelard, Terre... volonté, p. 400; sobre el violeta, cfr. Rousseau ,
op. cit., p. 171.
122 M. Bonaparte, Psych. et A nthrop., p. 90.
no parece ser necesario recurrir a una incidencia biográfica: al estar la
multicoloración directamente unida en las constelaciones nocturnas al
engrama de la feminidad maternal, a la valoración positiva de la mu
jer, de la naturaleza, del centro, de la fecundidad123. Quizá haya que
ver en esta laguna, en una analista tan perspicaz como M. Bonaparte,
la superioridad de las concepciones jungianas sobre las de Freud. Estas
últimas se limitan demasiado a la imagen individual, a los accidentes
de la biografía, mientras que la arquetipología toma en consideración
estructuras imaginarias que, más allá de la ontogénesis, interesan y «re
suenan» en toda la especie. Para la arquetipología, el «goce»124 que
aporta a la joven la visión del animal coloreado —«el recuerdo más ra
diante de mi infancia», insiste ella— reforzando su caso particular, co
mo en el de E. Poe, por el isomorfismo de la sangre y el incidente he-
moptísico, es un símbolo directo del culto y de la veneración a la ma
dre difunta. El color, como la noche, nos remite, pues, siempre, a una
especie de femenidad sustancial. Una vez más la tradición romántica o
alquímica y el análisis psicológico convergen para evidenciar una es
tructura arquetípica, y se unen a la inmemorial tradición religiosa.
Este tornasolado de la sustancia profunda se encuentra, en efecto,
en las leyendas hindúes, egipcias o aztecas. Es el velo de Isis, el velo de
Máyá, que simboliza la inagotable materialidad de la naturaleza, lo
que las diferentes escuelas filosóficas valoran positiva o negativamente,
es el vestido de Chalchiuhtlicue, diosa del agua, paredra del Gran Dios
Tlaloc125. Jung compara a Máyá con nuestra Melusina occidental126;
Máyá-Melusina que, valorizada por una imaginación diurna, sería la
«Qakti falaz y seductora», pero que para el Régimen Nocturno de los
fantasmas es el símbolo de la inagotable multiplicidad, cuyo reflejo es
la variedad de matices coloreados127. La imagen del suntuoso vestido de
la diosa madre es por otro lado muy antigua. Przylyski128 la señala en el
Apesta y en ciertos sellos babilónicos. En este último caso es el Kauna-
kés, manto que simboliza el poder fecundo de la diosa, símbolo de la
vegetación y de la naturaleza. El Kaunakés estaba hecho de una tela
de gran valor, cálida, «cuya lana caía en largas mechas rizadas y que
pertenecía al mismo grupo de tejidos que el tapiz», fabricado en los ta
lleres «donde se unían los más bellos tintes a las lanas más finas de
123 Cfr. S oustelle, op. cit., p. 69: «En cuanto al centro, no tiene un color particu
lar. Síntesis y encuentro, puede ser multicolor, como se lo representan también los Pue
blos...»
124 Op. cit., p. 96.
125 Cfr. Harding , op. cit., p. 193, y H. G. R., I, p. 186. Cfr. Soustelle, op. cit.,
p. 50. Chalchiuhtlicue, «la que tiene una falda de piedra verde», es verde como el bos
que y el agua a la vez, y también verde como la sangre de las víctimas sacrificadas (Chal-
chiuatl).
126 J ung , Paracelsica, p. 136 y ss.
127 Sobre el papel desempeñado por los colores cardinales en las religiones agrarias,
cfr. H. G. R., I , p. 187.
128 Cfr. Przyluski, La Grande Déesse, pp. 53-54; cfr. Soustelle, op. cit., p. 50.
oriente»129. De igual modo, la Fortuna, doblete etrusco de la Gran
Diosa, está revestida con una capa colorada que plagian los reyes roma
nos como prenda de prosperidad. Por último, el Kaunakes es pariente
del Zaimphy el manto milagroso de Tanit, prototipo de todos los velos
milagrosos de la Virgen-Madre 13°. En todos estos casos el arquetipo del
color aparece estrechamente asociado a la tecnología del tejido, cuya
eufemización encontraremos también a propósito de la rueca que valo
riza positivamente a la hilandera. Observemos, por ahora, que el color
aparece en su diversidad y su riqueza como la imagen de las riquezas
sustanciales, y en sus matices infinitos como promesa de inagotables re
cursos.
El eufemismo que constituyen los colores nocturnos en relación con
las tinieblas, parece constituirlo la melodía con relación al ruido. Así
como el color es una especie de noche disuelta y el tinte una sustancia
en solución, puede decirse que la melodía, que la suavidad musical tan
cara a los románticos, es el doblete eufemizante de la duración existen-
cial. La música melodiosa juega el mismo papel enstático que la noche.
Para el romántico, mucho antes de las experiencias mescalínicas de
Rimbaud, los colores y los sonidos se corresponden. Y no podemos de
jar de citar, según Béguin, la traducción de este pasaje de Phantasien
über die Kunts de Tieck131: «La música obra el milagro de tocar nuestro
núcleo más secreto, el punto de arraigo de todos los recuerdos y de ha
cer de él por un instante el centro del mundo maravilloso, comparable
a semillas embrujadas; los sones arraigan en nosotros con una rapidez
mágica... en un abrir y cerrar de ojos, percibimos el murmullo de un
boscaje sembrado de flores maravillosas...» En tanto que Novalis preci
sa el lugar isomorfo entre la música y el retorno sustancial: «... en el fo
llaje de los árboles, nuestra infancia y un pasado todavía más remoto se
ponen a bailar una danza alegre... Los colores mezclan su centelleo.»
Por último, el poeta alcanza un énstais que no deja de estar emparen
tado con la intuición mística o bergsoniana: «...n os sentimos derretir
de placer hasta lo más profundo de nuestro ser, transformarnos, disol
vernos en algo para lo cual no tenemos ni nombre, ni pensamien
to ...» 132. Mientras que el pensamiento solar nombra, la melodía noc
turna se contenta con penetrar y disolver; es lo que Tieck no para de
repetir: «El amor piensa en tiernas sonoridades, porque los pensamien
tos están demasiado lejanos.» Estas ensoñaciones sobre la «función me
lódica» que se encuentran tanto enjean Paul como en Brentano133, no
dejan de estar emparentadas con la tradicional concepción china134 de
Cfr. J. V. Andreae , Les noces Cbym iques, pp. 42-64, 89, 120, etc.; cfr. L. Fi-
GUIER, L \Alchimie et les alchimistes.
155 J ung , op. cit., p. 167.
156 Cfr. D ontenville, op. cit., p. 185.
157 Cfr. Briffaut, The Mothers, III, p. 184.
158 Citado por Harding , op. cit., p. 107.
159 Cfr. B urnouf, Vase sacre, pp. 105 y ss., 117.
160 D ontenville op. cit., p. 192; sobre la mujer-pez, prenda de riquezas, cfr.
Leenhardt, Docum ents néo-calédoniens, p. 470.
toponimia nos ha conservado numerosos Lusigny, Lésigné, Lézignan,
Lésigney, secuela de un fervor melusino antaño muy extendido. Esta
rehabilitación del eterno femenino entraña naturalmente una rehabili
tación de los atributos feminizados secundarios: las Melusinas tienen lar
ga cabellera, el Faro bambara lleva cabellos lisos y negros «como de crin
de caballo»161, y el culto a Venus no sólo está ligado, bajo el reino de An-
cus Martius, al de la cortesana Larentalia y al flamen de Quirinus, sino
que también se le atribuye la protección de la cabellera de las dam as162.
No obstante, si se estudia en toda su amplitud el culto de la Gran
Madre y su referencia filosófica a la materia prim a , se advierte que osci
la entre un simbolismo acuático y un simbolismo telúrico. Si la Virgen
es Stella maris, también se le llama en un viejo himno163 del siglo XII
«térra non arabilis quae fructum parturit». Piganiol164 observa que si el
culto a Venus está vinculado en Roma a la gens Cornelia, fiel al rito
de la inhumación, esta valencia telúrica está en continuidad con la va
lencia acuática, puesto que las diosas de la tierra son protectoras en Ita
lia de los marineros: «Fortuna sostiene un gobernalle y Venus, como
Afrodita, protege los puertos»165. Piganiol da una explicación histórica
y tecnológica de esta curiosa ambivalencia. Los mediterráneos rechaza
dos hacia el mar por los indoeuropeos se habrían transformado, de
agricultores que eran al principio, en piratas y marinos. O también,
puede suponerse que en las riberas italianas los Pelasgos difundieron
cultos ctónicos que se fusionaron con los cultos indígenas de las diosas
marinas. Resulta además curioso que este culto a las diosas agrícolas y
marítimas se encuentre en las costas de España e incluso en el litoral
atlántico de la G alia166. Para otro historiador de las religionesI67, extis-
tiría una diferencia sutil entre la maternidad de las aguas y la de la tie
rra. Las aguas se hallaban «al comienzo y al fin de los acontecimientos
cósmicos», mientras que la tierra estaría «en el origen y el fin de toda
vida». «Las aguas preceden a toda creación y a toda forma, la tierra pro
duce formas vivientes.» Las aguas serían, pues, madres del mundo,
mientras que la tierra sería madre de los seres vivos y de los hombres.
Nosotros, sin detenernos en las explicaciones históricotecnológicas ni en
la sutil distinción de Éliade, nos contentaremos con insistir en el iso-
morfismo completo de los símbolos y de la iconografía de la Madre su
prema donde se confunden virtudes acuáticas y cualidades terrestres.
Pero sólo más tarde la «materia» primitiva, cuyo simbolismo está cen
trado en la profundidad ctónica o abisal del regazo, se transforma, en
161 D ieterlenoA cit., p. 41.
162 Cfr. D umézil, lndo-Europ., p. 158; sobre el importante papel atribuido a la cabe
llera y al peinado en la erótica de los Muria, cfr. Verrier Elwin op. c i t pp 204-205 v
320-321.
163 Citado por Éliade, Traite, p. 226.
164 Cfr. Piganiol op. cit., pp. 110-111.
165 Op. cit., p. 112.
166 Cfr. Piganiol op. cit., p. 1 1 3 .
167 Cfr. É liade, Traite, p. 222.
la conciencia imaginante, en la Gran Diosa cíclica del drama agrícola,
cuando Demeter sustituye a G ea168.
Primitivamente la tierra, como el agua, es la primordial materia del
misterio, aquello que se penetra, aquella que se excava y que se dife
rencia simplemente por una resistencia mayor a la penetración169. Élia-
de cita numerosas prácticas telúricas que no son directamente agrícolas,
en las que la tierra se considera simplemente como circundante gene
ral170. Algunas de estas prácticas son incluso francamente antiagrícolas:
dravidianos y altaicos consideran que es un gran pecado arrancar las
hierbas corriendo así el riesgo de «herir a la madre». Esta creencia en la
divina maternidad de la tierra es ciertamente una de las más antiguas;
en cualquier caso, una vez consolidada por los mitos agrarios, es una de
las más estables171. La práctica de parir en el suelo extendida en China,
en el Cáucaso, entre los maorí, en África, en la India, en Brasil, en Pa
raguay, lo mismo lo hacían los antiguos griegos y romanos, permite
afirmar la universalidad de la creencia en la maternidad de la tierra172.
Por otra parte, la pareja divina cielo-tierra es un leiv motiv de la mito
logía universal. Éliade enumera en toda una página las leyendas relati
vas a la pareja divina, espigadas desde el Ural a las Montañas Roco
sas 173. En todos estos mitos la tierra desempeña un papel pasivo, aun
que sea primordial. En el vientre «materno del que han salido los hom
bres», como dicen lso armenios174. Asimismo, las creencias alquímicas y
mineralógicas universales afirman que la tierra es la madre de las pie
dras preciosas, el seno donde el cristal madura en diamente. Éliade175
muestra que esta creencia la comparte el chamán cheroqui y los indíge
nas del Transvaal, así como Plinio, Cardan, Bacon o Rosnel. La alqui
mia, por otra parte, no sería sino una aceleración técnica de esa lenta
gestación en el Athanor. Muchos pueblos localizan la gestación de los
niños en las grutas, en las hendiduras de las rocas, así como en las
fuentes. La tierra, como la ola, está tomada en el sentido de continente
general. El sentimiento patriótico (habría que decir matriótico) no sería
más que la intuición subjetiva de este isomorfismo matriarcal y telúri
co. La patria está representada casi siempre con características feminiza-
das: Atenas, Roma, Germania, Mariana o Albión. Muchas de las pala
bras que designan la tierra tienen etimologías que se explican por la
intuición espacial del continente: «Lugar», «zona», «provincia», o por im-
196 Cfr. A. B retón, Le Poisson soluble, pp. 77, 83. Bretón observa en esas páginas la
intuición fundamental del taoísmo. Cfr. Lao-Tsü , Tao-Tei-King, cap. 8, p. 78; cfr.
C ohn , op. cit., p. 16.
197 A lquié, op. cit., p. 117.
198 Cfr. S. D alí, «De la beauté terrifiante et comestible de l’architecture modern’sty-
le, en Minotaure, n.os 3-4 (1933).
199 Cfr. S éCHEHAYE, Journal, pp. 82 y ss.; cfr. infra, p. 229.
ta, Cibeles, Rea, Gea, Demeter, Myriam, Chalchiuhtlicue o Shing-
Moo son sus nombres innumerables que tan pronto nos remiten a
atributos telúricos, como a epítetos acuáticos, pero que son siempre
símbolos de un retorno o de una nostalgia. Podemos comprobar, pues,
para acabar, el perfecto isomorfísmo, en la inversión de los valores diur
nos, de todos los símbolos engendrados por el esquema del descenso.
El masticamiento se eufemiza en deglución, la caída se frena en des
censo más o menos voluptuoso, el gigante solar se ve mezquinamente
reducido al papel de pulgarcito, el pájaro y el vuelo son reemplazados
por el pez y el acoplamiento. La amenaza de las tinieblas se transforma
en una sanidad bienhechora mientras que los colores y tintes sustituyen
a la luz pura, y el ruido, domesticado por Orfeo200, el héroe nocturno, se
cambia en melodía y viene a reemplazar por lo indecible la distinción
del habla y de las palabras. Por último, las sustancias inmateriales y
bautismales, el éter luminoso, son suplantadas en esta constelación por
las materias que se excavan. El impulso activo invocado a las cimas, el
descenso magnifica la gravedad y exige la excavación o la zambullida
en el agua y la tierra hembra. La mujer —acuática o terrestre— noctur
na, de adornos multicolores, rehabilita la carne y sus cortejo de cabelle
ras, de velos y de espejos. Pero la inversión de valores diurnos, qüe
eran valores del escalonamiento, de la separación, de la partición analí
tica, entraña como corolario simbólico la valorización de las imágenes
de la seguridad cerrada, de la intimidad. Ya el acoplamiento ictiológi
co y el apelotonamiento materno nos hacían presentir esta simbólica de
la intimidad que vamos a estudiar a continuación.
por la muerte y la descomposición que rozan la necrofilia; cfr. Sám ... Werke., IV, p. 27.
225 C it a d o p o r B é g u i n , op. cit., I, p . 198,
226 Cfr. Céllier, op. cit., pp. 88-89, 90; cfr. el tema central en la obra de Stendhal,
de «La Prison heureuse», en Le Décor mythique, II, cap. 2.
227 Cfr. B audouin , V. H ugo, pp. 128 y ss.
228 B audouin , op. cit., pp. 129,131.
229 J ones, citado por B astide, en Psych. et sociol., p. 63; cfr. J ung , Libido, p. 207.
230 B audouin , op. cit., p. 114.
del Régimen Diurno en una antífrasis verdadera y múltiple del destino
mortal. Extrapolando las conclusiones del hermoso estudio de M. Bona-
parte, Duelo, necrofilia y sadism o 231, podría pensarse que hay conti
nuidad entre la manifiesta necrofilia de un Bertrand y de un Ardisson,
la necrofilia inhibida o sublimada de un E. Poe, tal como M. Bonaparte
la ha estudiado magistralmente 232, y las rehabilitaciones más o menos
explícitas de la muerte, de la noche y del tiempo tal como las expre
sa toda la poesía romántica. Entre nosotros, pese a algunos estremeci
mientos de sagrado terror, heredado del Régimen Diurno, la muerte se
eufemiza hasta la antífrasis a través de las imágenes innumerables de la
intimidad.
266 Cfr. É l ia d e , Traite, pp. 318-320; Uoga, pp. 223, 225. Sobre la bibliografía del
Mandola, cfr. É u a d e , op. cit., p. 392. Sobre el parentesco del paisaje sagrado y del «man
dara» japonés, cfr. Y ukio Y ashiro, D eux mille am d 'art japonais, pp. 146, 150, 151.
267 Cfr. op. cit., p. 227.
268 Cfr. J ung , Psychan. u n d Alchim ie, pp. 146 y ss.; J . J acobi, Psychologie de
C. G .Ju n g , p. 148.
269 Cfr. cita de Tieck, en B éguin , op. cit., II, p. 138.
de la intimidad, y especialmente la psicología de Jung, utilice constan
temente la metáfora del círculo. De treinta y cuatro figuras o láminas
explicativas de la psicología de Jung 270, veintiuna están dedicadas a fi
guras circulares donde palpita el centro misterioso de la intimidad;
nuestro yo, nuestro «centro propiamente dicho»271. Lo cual da la razón
a Bachelard 272 cuando escribe que la psicología no sería posible si se le
prohibiese el empleo de la palabra «profundo» que combina con todo y
que, «después de todo sólo corresponde a una pobre imagen». Añadi
remos imagen pobre porque está dada inmediatamente por la intuición
cenestésica más primitiva: la «profundidad» de nuestro cuerpo, como la
de nuestro espíritu, nos es inmediatamente íntima.
Algunos 273 han afinado sobre este simbolismo del centro, pregun
tándose qué diferencia semántica existía entre las figuras cerradas circu
lares y las figuras angulares. Bachelard hace un matiz muy sutil entre el
refugio cuadrado, construido, y el refugio circular que sería imagen del
refugio natural, el vientre femenino. Y aunque muy a menudo, como
en el Marídala, el cuadrado esté unido inextricablemente al círculo, pa
rece sin embargo que el matiz observado por pensadores tan diferentes
como Guénon, Jung, Arthus o Bachelard, debe ser tomado en consi
deración 274. Las figuras cerradas cuadradas o rectangulares hacen hinca
pié simbólicamente en los temas de la defensa de la integridad inte
rior. El recinto cuadrado es el de la ciudad, es la fortaleza, la ciudade-
la. El espacio circular es más bien el del jardín, del fruto, del huevo o
del vientre, y desplaza el acento simbólico a las voluptuosidades secre
tas de la intimidad. Sólo el círculo o la esfera muestran, para el sueño
geométrico, un centro perfecto. Arthus 275 parece tener completa razón
al observar que «desde cada punto de la circunferencia la mirada se
vuelve hacia adentro. La ignorancia del mundo exterior permite la des
preocupación, el optimismo...» El espacio curvo, cerrado y regular se
ría, pues, por excelencia, signo de «suavidad, de paz, de seguridad», y
el psicólogo insiste en ese carácter «colérico» del «pensamiento digesti
vo» del niño 276. Desde luego hay que tener mucho cuidado en no con
fundir esta esfericidad con la perfección parmenídea. En este caso la es-
270 Cfr. J. J acobi op. cit., figuras de las pp. 17, 18, 19, 22, 25, 28, 31, 42, 44, 97,
130, 142, 143, 148, 149, 150, 151, 152, 153, 162, 163.
271 Op. cit., p. 143. Cfr. G. Poulet, op. cit.
272 B achelard, Form. esprit scient., p. 98.
273 Cfr. Arthus , Le Village, p. 268; R. G uénon , Régne de la quantité, p. 136; Bache
lard, Repos, p. 148; J ung , Psycb. u n d A lch ., p. 183.
274 No obstante, de la iconografía paleolítica se deduce que la feminidad está simbo
lizada indistintamente por líneas cerradas rectangulares (signos llamados «escutiformes»)
u ovales, incluso triangulares. Pero hasta en los signos no completamente cerrados, la ten
dencia semiológica es siempre enmarcar un elemento con otros dos o tres. Cfr. Léroi-
G ourhan, «Répartition et groupement des animaux dans l’art parietal paléolithique»,
op. cit., p. 520, fig. 2.
275 A rthus op. cit., p. 265; cfr. supra, p. 159.
276 Op. cit., p. 266.
T
B
siformidad del ingenio puede sugerir igualmente la rueca de las hilan
deras o los «cuernos» de la luna. Por tanto, la sobredeterminación psi
cológica actúa plenamente; la barca de forma sugestivamente lunar será
también el primer medio de transporte: Isis y Osiris viajan en una bar
ca fúnebre, mientras que Ishtar, Sin, el Noé bíblico, así como el poli
nesio, el mono solar del Ramayana, el Prometeo hindú Matarigvan
(«aquel que crece en el cuerpo de su madre»), todos ellos construyen
un arca tanto para transportar el alma de los muertos como para con
servar la vida y a las criaturas amenazadas por el cataclismo. EL simbo
lismo del viaje mortuorio impulsa a Bachelard282 incluso a preguntarse
si la muerte no fue arquetípicamente el primer navegante, si el «com
plejo de Carón» no está en la raíz de toda aventura marítima, y si la
muerte, según un verso célebre, será el «viejo capitán» arquetípico que
apasiona toda navegación de los vivos. Eso es lo que confirmaría el
folklore universal, tanto el céltico como el chino 283, y el «holandés
errante» sería la supervivencia tenaz de los valores mortuorios del bajel.
Desde luego, gracias a este incidente fúnebre, toda barca es un poco
«bajel fantasma» y es atraída por los ineluctables valores terroríficos de
la muerte.
La alegría de navegar se ve siempre amenazada por el miedo a «zo
zobrar», pero son los valores de la intimidad los que triunfan y «salvan»
a Moisés de las vicisitudes del viaje. Es lo que nos permite descuidar,
por ahora, el carácter dramático de la embarcación, la peripecia del via
je que confunde barca lunar y carro solar, para no tener en cuenta más
que el arquetipo tranquilizador de la cáscara protectora, del bajel cerra
do, del habitáculo. Más que hacer derivar la palabra arca de argha,
«creciente», arco de círculo, preferimos poner el acento etimológico so
bre arca, «cofre», de la misma familia lingüística y psíquica que arceo
«yo contengo», y arcanum, «secreto»284. Porque la constelación isomorfa
que estudiamos en este capítulo es la del continente, y este carácter do
minante importa más que la fijeza o la movilidad del utensilio. La tec
nología sólo se sirve de la diferencia entre continentes fijos (cisternas,
lagos, cubas, etc.) y continentes móviles (cestos, bajeles de toda clase,
etcétera) como un simple artificio taxinómico. En la noción de conti
nente, según observa el teenólogo 285, vienen a confundirse tres activi
dades: transporte, travesía y colección. Hacemos aquí hincapié en esta
última actividad, simple modalidad de la intimidad que consiste en
agrupar cerrando. Al analizar a Julio Verne, Barthes 286, ha observado
perfectamente esta intimidad náutica fundamental: «El barco puede
muy bien ser símbolo de partida, pero es más profundamente cifra del
282 Cfr. B achelard, Eau, p. 102. Sobre las navegaciones psicopompas en el mundo
céltico, cfr. Bar , «Les routes de l’autre monde», cap. X, § 2, Les navigations , p. 38.
283 Cfr. C laudel, Connaisance de l ’Est, p. 35.
284 Cfr. H ardingo/ c cit., p. 115.
285 Cfr. Leroi-G ourhan op. cit., pp. 310, 313.
286 R. Barthes, M ythologies , p. 92.
cierre. La afición por el navio es siempre alegría de encerrarse perfecta
mente... amar los navios es ante todo amar una casa superlativa, por
estar cerrada sin remisión... el navio es un hábitat antes de ser medio
de transporte.» Y el mitólogo siempre descubre en los navios del nove
lista, en medio de las peores travesías, la existencia tranquilizante de
un «rincón al amor de la lumbre», que hace, por ejemplo, del Nautilus
«la caverna adorable», la antítesis misma del barco ebrio 287. Si el navio
se convierte en morada, la barca más humildemente se hace cuna. Ta
les son las alegrías que nos revela la «barquilla» lamartiniana que
Bachelard 288 relaciona juiciosamente con la beatífica zambullida novali-
siana. Barca ociosa que, según el poeta, proporciona «una de las más
misteriosas voluptuosidades de la naturaleza», lugar cerrado, isla en
miniatura donde el tiempo «suspende su vuelo». Tema caro al romanti
cismo, desde Balzac a Michelet. Este último recupera el júbilo lamarti-
niano y escribe: «No más lugar, ni tiempo...un océano de sueño sobre
el blando océano de las aguas»289. La barca, aunque sea mortuoria, par
ticipa por tanto, en su esencia, del gran tema de la canción de cuna
materna. La barquilla romántica se une a la íntima seguridad del arca.
Podría asimismo demostrarse que esta seguridad acogedora del arca tie
ne la fecundidad del Abismo que la lleva: es una imagen de la Natura
leza madre regenerada que vomita la oleada de seres vivos sobre la tie
rra devuelta a la virginidad por el diluvio.
En la conciencia contemporánea informada por el progreso técnico,
la barca se ve reemplazada a menudo por el autom óvil o incluso por el
avión. Marie Bonaparte 290 ha insistido con justicia en el carácter hedó-
nico y sexual del paseo en coche. El automóvil es, en tanto que refu
gio, un equivalente, de la barquilla romántica. ¿A quién no le ha con
movido el sueño de la roulotte , el vehículo cerrado? Roulotte del Gran
Meaulnes magistralmente vinculada a lo extraño del dominio perdi
do... Habría mucho que decir de la vinculación muy freudiana del
hombre del siglo XX con el autorefugio, con el automóvil amorosamen
te acicalado y mantenido. Es que el automóvil también es microcos
mos; tal como la morada se anima, se animaliza, se antromorfiza291.
Como la morada, sobre todo, se feminiza. Los vehículos «pesados» de
los camioneros llevan, como las barcas de pesca, nombres de mujeres.
El «santo patrón» de los automovilistas, ¿no es acaso el cristóforo, el
barquero, el hombre nave que asegura la seguridad del fardo que
transporta y salva de las aguas madrastras?
287 Op. cit. , p. 95.
288 Cfr. B achelard, Eau, p. 178.
289 Citado por B achelard, op. cit., p. 178. Sobre la barquilla romántica en S tend
hal, cfr. Le Décor m ythique, II parte, cap. 3.
290 M. B o n a p a r t e , Mythes de gu erre, pp. 43, 49, 52.
291 Cfr. artículo de GiACOMETTi, «La Voiture démystifée», en Art, n .° 639, 1957: «El
coche... extraño objeto con su propio organismo mecánico que funciona; con sus ojos,
con su boca, con su corazón, con sus intestinos, que come y bebe, ...extraña imitación
traspasada de los seres vivos.»
Se puede decir que San Cristóbal es símbolo en segundo grado del
simbolismo de la intimidad en el viaje. Es el icono de un símbolo, en
los peldaños de la semiología. Y como ocurre frecuentemente en la
transcripción iconográfica de un símbolo, asistimos aquí a una gullive-
rización. En efecto, el antepasado mítico de San Cristóbal es nuestro
Gargantúa 292. Y el continente, el receptáculo, en las figuraciones po
pulares de Gargantúa, es su cuévano. Este simbólico continente gulli-
verizado fue, por lo demás, encuadrado por el cristianismo, así como el
tema del cuévano de la abundancia de Papá Noel, en el personaje de
San Nicolás. Otro cristiano portador de cuévano es San Cristóbal, que
aparece por doquier en el siglo en el país celta tras los pasos de la
toponimia gargantuica293. Unos y otros son gigantes buenos, y Cristó
bal, el primero de los catorce santos auxiliadores, garantiza seguridad
en el viaje. En todos estos casos, el cuévano del pasador gigante no es
sino la nave reducida a dimensiones más pequeñas por la iconografía y
la leyenda popular. En esta minimización, reconocemos el proceso de gu-
lliverización que desde la nave al cuévano nos lleva a la contemplación
ensoñadora de los pequeños recipientes, cuyos prototipos naturales son
la cáscara, la concha, el grano, la yema floral o el cáliz vegetal294,
mientras que el cofre y sobre todo la copa son los fiadores técnicos. Por lo
demás, el paso del macrocosmos al microcosmos es muy ambiguo: los
bajeles de altura se modelan en las cáscaras de nuez, las cáscaras o los
huevos gigantes sirven de navio, como en ciertos cuadros de J. Bosco295.
Las imágenes de la cáscara de nuez, tan frecuentes en nuestros
cuentos y en los sueños liliputienses, se relacionan más o menos con las
del germen encerrado, con el huevo. «La imaginación —escribe Bache-
lard— 296 no solamente nos invita a volver a nuestra concha, sino a des
lizamos en cualquier concha para vivir en ella el verdadero retiro, la
vida arrebujada, la vida replegada sobre sí misma, todos los valores del
reposo.» A partir de ahí se hace una primera interpretación simbólica
de la concha, muy diferente de la que encontraremos a propósito del
simbolismo cíclico; se trata aquí de la concha escondrijo, refugio que
prima las meditaciones en su aspecto helicoidal o en el ritmo periódico
de las apariciones y desapariciones del gasterópodo. La intimidad del
recinto de la concha está además reforzada por la forma directamente
sexual de numerosos orificios de las conchas. Freud se acerca a la poesía
turbia de Verlaine cuando ve en la concha un sexo femenino 297. La ico
298 Cfr. Éliade, Forgerons et alchim ., pp. 124-126, 158; cfr. H utin , Alchim ie,
p. 83; cfr. J. P. B ayard, Le Feu, pp. 135 y ss.
299 Sobre el huevo cósmico entre los letones, en África, en las Indias, en Australia,
cfr. Éliade, Traite, p. 353.
300 Citado por H utin , op. cit., p. 84.
301 Citado por Manly Hall , op. cit., p . 71; cfr. en Grillot de Givry, Musée des Sor-
ciers..., p. 306, figura extraída de los Elem enta Chymiae, de Barkhausen.
302 J ung , Faracelsica, p. 168.
303 Éliade, Traite, p. 354; cfr. G riaule y G. D ieterlen, «Un Systéme soudanais de
Sirius» (Jou m . Soc. des africanistes, t. XX, 1950, p. 286 y ss.). Para los Dogon, la mi
núscula semilla de D igitaria Exilis es un huevo cósmico asimilado a una estrella que en
jambra en espiral a los seres del mundo: «Digitaria es la más pequeña de todas las cosas y
la cosa más pesada.»
304 Obsérvese la sobredeterminación de la intimidad en el ritual osiriano: Osiris e Isis
sr acoplan en «el vientre de Rea», y el cuerpo de Osiris muerto es encerrado en un cofre
dotante; cfr. J ung , Libido, p. 226.
gestación de los metales 305. Pero, inspirando este simbolismo tan rico,
vemos aparecer constantemente el tema de la intimidad liliputiense:
microcosmos u homúnculo, acoplamiento de gérmenes que el «quími
co» o el botánico del siglo XVIII se complace en soñar, suavemente incu
bados por el calor, resguardados, detrás de las paredes de la cáscara, de
la concha o de la mondadura.
Si la concha en todas sus modalidades es una gulliverización natural
tanto del continente como del contenido, el vaso es la disminución na
tural del bajel. En su interesante folleto dedicado al Santo Graal, el
lingüista Vercoutre demuestra que la leyenda del Graal podría apoyarse
en uno o varios errores de traducción 306. Se habría traducido el céltico
nombre del templo célebre de los Galos «Vasso Galate» por el latín vas.
Asimismo el Graal se llama «sepulcro del Salvador», porque una acep
ción latina de vas es también «sepulcro»; por último, si en ciertas lectu
ras se trata de una nave misteriosa construida por Salomón, es porque
un trovero tomó vas en el sentido de navis que a veces tiene. Es más, la
espada tan vinculada a veces al Graal procede también de una acepción
paronímica de vas en su significado arma , acepción provocada por la
presencia histórica de la espada de César en el famoso Vasso Gálata de
Puy-de-Dóme. Ahora bien, es notable, cualquiera que sea el valor de
las hipótesis paronímicas y homográficas de Vercoutre, comprobar la
solidez de arquetipo y el isomorfismo de los homónimos invocados. El
haz de contrasentidos sólo ha nacido porque estaba provocado por un
vector psicológico real: el templo, el vaso, el sepulcro y la nave son psi
cológicamente sinónimos. Por último, la colusión de estos símbolos en-
domorfos con el simbolismo ciclomorfo, que estudiaremos en los últi
mos capítulos dedicados al Divino Hijo, se ve ilustrada en el caso del
Graal, no sólo por la presencia de la sangre de Cristo, sino también por
la presencia histórica de una estatua del dios Lug, doblete céltico del
Mercurio romano, que Nerón hizo erigir en el Vasso Gálata 307. Pero
por ahora recordemos simplemente que el vaso acumula la intimidad
del bajel y la sacralidad del templo.
Todas las religiones emplean utensilios culinarios para los ritos sa
crificiales, generalmente, en las ceremonias de comidas sagradas o de
comunión. Copa del culto de Cibeles, calderos hindúes y chinos, calde
ro de plata de los celtas, «caldero de la regeneración» del Museo de Co
penhague, antepasado probable del Graal 308 y antepasado seguro del
cáliz cristiano, «puchero triunfal» al que se asimila el Marídala en las
ceremonias tántricas, calderos que en el Edda contienen los alimentos
para los guerreros afortunados, hacen inagotable la lista de los vasos
341 Cfr. Éliade, Traite , pp. 247-248; cfr. B audouin , he Triomphe du héros, p. 38.
342 Cfr. Barthes, M ytholog., p. 83. La mitología del antiguo México nos presenta un
nermoso isomorfismo entre la divinidad lunar y sus animales (conejo, concha) y las divi
nidades plurales de la embrieguez (cfr. S oustelle, op. cit., p. 27), «la luna no sólo repre
senta mediante sus diversas fases el sueño y el despertar del hombre embriagado..., sino
también en cuanto astro de fertilidad preside las abundantes cosechas».
343 Éliade, Traite, p. 248. Sobre el simbolismo eucarístico del vino, cfr. J . P. B a -
yard , op. cit., pp. 105-106.
344 Cfr. Cant, I, 6-14; II, 4; cfr. S an J uan de la C ruz, Cántico espiritual, estrofa 17;
cfr. Robai, de Ornar K hayam.
345 D umézil, Germains, p. 109-
346 Cfr. P. de Felice, Poissons sacres et ivresse divine, y M. Cahen , ha libation. Etu-
de sur le vocabulaire religieux du vieux scandinave.
cotidiana de la existencia y permitir la reintegración orgiástica y místi
ca. Y como señala muy exactamente Dumézil 347, con mucha frecuencia
la fiesta tiene lugar en invierno, «tiempo de la vida encerrada», que de
nota una preocupación de involución, de énstasis, bastante cercanos a
los rituales taoístas de acumulación vital. Por último, en estas costum
bres germánicas de la borrachera, encontramos otro elemento isomorfo:
el cervecero soberano es Aegir, el dios del agua, el gran disolvente ma
rítimo. Hymir, que custodia el caldero divino, no es más que un genio
del m ar348.
El sueño alimentario, reforzado por las imágenes tomadas a la tec
nología de las bebidas fermentadas y alcohólicas, nos lleva al final de la
digestión, como de la destilación por excelencia, al oro que el alqui
mista recoge en el fondo de la copela349350. Desde luego, ya hemos estu
diado una propiedad del oro en cuanto color, en cuanto apariencia do
rada. Pero esta vez hemos de interesarnos en el mismo sentido íntimo
de esta sustancia. El semantismo de los reflejos no es siempre el mismo
que el de las sustancias. Todo lo que brilla no es oro. La sustancia del
precioso metal simboliza todas las intimidades, ya sea en los cuentos
donde el tesoro se encuentra guardado en un cofre metido en la habi-
ración más secreta, ya sea en el pensamiento alquímico cuyas secretas
intuiciones retoca el psicoanálisis de un modo trivial. Para el
«químico», como para el analista, el valor del oro no está en su brillo
dorado, sino en el peso sustancial que le confiere la natural o artificial
digestión a que es asimilado. La retorta digiere, y el oro es un excre
mento precioso. La Encyclopédie 350 define todavía la palabra buccella-
tion como una «operación por la que se divide en trozos, como boca
dos, diferentes sustancias para trabajarlas», y la palabra cibation oculta
la extraña práctica química que consiste en nutrir de pan y de leche la
retorta donde se prepara el metal. Si para la «química» el metal es ali
mento, recíprocamente el alimento y el excremento serán tesoros para
la psicología analítica: convierte el oro en símbolo de codicia, de ga
nancia, de avidez posesiva, porque en última instancia es el doblete
técnico del excremento natural.
El oro de que se trata en estas líneas no es, por tanto, el reflejo dora
do, el chapado de oro de la conciencia diurna, sino la sal fundamental
que polariza toda la operación alquímica. Según Nicolás de Locques351
es «lo íntimo de lo íntimo». En efecto, la sal no es más que un término
genérico cuyo caso más particular y precioso es el oro. El oro con que
sueña el alquimista en una sustancia oculta, secreta, no el vulgar me
tal, aurum vulgi, sino el oro filosofal, la piedra maravillosa, lapis invi-
sibilitatis, alexipharmakon , «tintura roja», «elixir de vida», «cuerpo de
347 D umézil, op. c i t pp. 114, 120.
348 D umézil, op. cit., p. 117.
349 Cfr. B achelard, Eau, pp. 325, 331.
350 Citado por B a c h e l a r d , Form. espñ t scient., p. 1 7 4 .
351 Citado por B a c h e l a r d , Form, espñ t scient., p. 120.
diamente», «flor de oro», corpus subtile, etc. 352. Todos estos vocablos
dicen incansablemente que el oro no es nada más que el principio sus
tancial de las cosas, su esencia incarnada. La sustancia es siempre causa
prima, y la sal, como el oro, son las sustancias prima, «grasa del mun
do», «densidad de las cosas», como escribe todavía un alquimista del si
glo XVII 353. El oro participa lo mismo que la sal, en estos sueños de
operaciones madres de todo el sustancialismo que separan las nociones
de «concentrado», «comprimido», «extracto», «jugo», etc. Un místico
moderno, confundiendo el oro aportado por los magos y la sal, hace de
ellos los símbolos de la concentración y de la condensación 354. En estas
operaciones soñadas cuyos sustantivos son la sal y el oro, se unen ínti
mamente los procesos de gulliverización, de penetración cada vez más
hábil, de acumulación, que caracterizan los simbolismos de la intimi
dad profunda. Toda química es liliputiense, toda química es microcos
mos, y aún en nuestros días, la imaginación se maravilla al ver cuán gi
gantescas realizaciones técnicas se deben, en su origen, a la minuciosa y
mezquina manipulación de un sabio, a la mediación secreta, resguar
dada, de un químico. A este respecto habría mucho que decir sobre la
significación primera, etimológica, del átomo. Al principio se imaginó
el átomo como inexpugnable e indivisible intimidad, mucho antes de
que fuera el elemento que el atomista hace intervenir en su puzzle. La
alquimia es aún más decididamente sustancialista que la química mo
derna, totalmente saturada de física matemática. La gulliverización
interviene a tope, porque en lo ínfimo es donde reside el poder de la pie
dra y es siempre una ínfima cantidad la que es capaz de provocar trans
mutaciones cien mil veces más importantes 355. La sal, el oro, son para
el «químico» la prueba de la perennidad de la sustancia a través de las
peripecias de los accidentes. La sal y el oro son los resultados de una
concentración, son centros. Sigue siendo el Marídala el que sirve de
símbolo elevado a la segunda potencia para toda la operación alquí-
mica 356.
Por otra parte, siendo la sal a la vez asunto culinario, alimentario y
químico, puede pasar en una química de primera instancia junto al
agua, al vino y a la sangre, por madre de los objetos sensibles. Por otro
lado la sal —como el oro— 357 es inalterable y sirve para la modesta
conserva culinaria. Por tanto, se encuentra siempre, detrás del simbo
lismo de la sal y del de su doblete noble, el oro, el esquema de una di
gestión y el arquetipo del apelotonamiento sustancialista. Y ya que el
Régimen Nocturno de la imagen valoriza positivamente la digestión en
su inicio, no hay ninguna razón para que el excremento final de la di-
358 B a c h e l a r d , Form. esprit scient., pp. 169 y s s., 178; cfr. A b r a h a m , Capital, e t '
sexualité, p . 47.
359 B a c h e l a r d , Form. esprit scient., p . 131; J u n g , Libido, p . 179.
360 Cfr. D o n t e n v il l e , op. cit., p . 48.
361 B a c h e l a r d , op. cit., p . 131.
362 J ung , op. cit., p. 180.
363 Cfr. P. G r im a l , op. cit., artículos: «Dactyles», «Deucalión», «Pyrrha».
364 Cfr. J ung , Libido, p. 182.
cuentos, aunque todo contenido excrementicio parece suprimido explí
citamente, se puede ver sin embargo que las joyas y sortijas que ador
nan a las princesas encantadoras son símbolos directos de la sexualidad
femenina 365. Hugo 366, que valora negativamente el excremento, lo aso
cia sin embargo al oro en Les Miserables al declarar: «Si nuestro oro es
estiércol, nuestro estiércol es oro.» Pero estas asociaciones son muy fuga
ces en el poeta y escapan muy pronto hacia motivos sádicos que depre
cian el tema del oro. Es que esta asociación del oro y del excemento no
es de recibo para un pensamiento diurno. Una vez más tenemos aquí
un hermoso ejemplo de inversión de valores. Porque las defecaciones
son para el pensamiento diurno, el colmo de lo peyorativo y de la abo
minación catamorfa, mientras que para el Régimen Nocturno el excre
mento se confunde con el patrón metálico de los valores económicos,
así como con ciertos valores celestes, aunque nocturnos, como en esas cu
riosas expresiones germánicas e indias que Jung saca a flote a propósito
de las estrellas fugaces 367.
Es significativo que Dumézil 368369estudie el simbolismo del oro en los
germanos a propósito de los «Mitos de la vitalidad» y de los dioses de
la fecundidad. Observa que el oro es una sustancia ambivalente tanto
motivo de riquezas como causa de desgracias. El tesoro es propiedad de
los Vanes, está ligado a la sepultura y al enterramiento, para garantizar
confort y riquezas en el más allá. A menudo este oro oculto está ence
rrado en un cofre o un caldero, como el de la Saga d e l escaldo Egilli69 y
oculto en un pantano. Estos accesorios habituales del tesoro legendario
refuerzan la polarización del oro en el seno de los símbolos de la inti
midad. Por otra parte, Dumézil 370 señala el parentesco lingüístico entre
Gull-veig , «la fuerza del oro», y Kvasis, «bebida fermentada», pues la
raíz veig significa vigor dionisíaco. Y sobre todo, el sociólogo de las ci
vilizaciones indoeuropeas371 manifiesta perfectamente la oposición ra
dical que existe entre el héroe guerrero y el hombre rico, así como la
frecuente valorización negativa del census iners, del oro fatal tanto para
el héroe como para la purificación heroica. Como el «Oro del Rhin» o
el collar de Armonía de donde provienen las desgracias de Tebas. El
mismo César había observado en los guerreros germanos esta repulsión
fortísima hacia el oro 372. Entre ellos, la edad del oro está presidida por
el dios Fródhi o Frotha, variedad de Freyr, la divinidad feminoide de la
fecundidad y de la tierra. Habría, pues, ciclos míticos de civilizaciones
alternativamente polarizadas por la conquista guerrera, la espada o, al
contrario, por la quietud y la riqueza.
365 Cfr. L e ía , op. cit., p. 75.
366 Cfr. B a u d o u i n , op. cit., p. 85.
367 J ung , op. cit., p. 179.
368 Dumézil, Germains, pp. 138 y ss.
369 Op. cit., p. 140.
370 Op. cit., p. 152.
371 Op. cit., pp. 145 y ss.
372 D umézil, Indo-europ., p. 69.
Una parte esencial de las tesis de Dumézil 373 está dedicada al estu
dio de la fusión armónica de estas aspiraciones psicosociales contradic
torias. En Roma, esta fusión se simboliza por la asimilación histórica de
los sabinos y de los romanos. Lo que oponen los protegidos de Júpiter y
de Marte a los sabinos es que aquéllos no tienen opes, riquezas, en tan
to que los sabinos desprecian la inopia de los vagabundos romanos.
Con el cebo del oro, el jefe sabino Tito Tacio seduce y corrompe a la
vestal Tarpeia 374. Y Rómulo, marcando esta antinomia entre la espada
romana y la riqueza sabina, hace su invocación a Júpiter Stator contra
la corrupción por el oro y las riquezas. Tras la reconciliación legendaria
entre los dos pueblos enemigos, los sabinos llegarán a fundar en Roma
los cultos agrarios, y entre ellos el culto de Quirino al que Dumézil se
ha dedicado particularmente 375. Los sabinos de la leyenda aportan,
pues, a la ciudad guerrera, valores nuevos, particularmente la revalori
zación de la mujer y del oro. De esta fusión mítica resultará el equili
brio de esa famosa civilización romana, a la vez guerrera y jurídica,
pero también agrícola y doméstica. De este modo Roma se convertirá
para Occidente en el arquetipo político por excelencia. A este respecto,
habría que emprender un interesantísimo estudio sobre la tenacidad y
la persistencia de la iconografía simbólica romana. Espadas y cuernos
de abundancia se difunden hasta nuestros días en todas las monedas y
medallas de los países de Europa. Esta fuerza de los emblemas de Mar
te y de Quirino debe hacernos comprender que la historia legendaria de
la famosa ciudad no es en el fondo más que la proyección mítica de las
estructuras antropológicas. Esta primera reacción de desconfianza de los
guerreros frente a los ricos sabinos repercute a través de toda una tradi
ción indoeruopea para la que el mal se asimila a «la mujer y al oro» 376.
Es la oposición tradicional de las divinidades monoteístas y de los valo
res exclusivos respecto a las divinidades y los valores «plurales». Lares y
Penates están siempre en plural. En la India, la tercera clase de los dio
ses lleva el nombre de «Vasu», apelativo cercano a un término que sig
nifica las «riquezas»377. La oposicióin entre los dos regímenes de la ima
ginación vuelve a encontrarse en la leyenda germánica del combate de
los Ases contra los Vanes. La leyenda de Tarpeia está muy cerca de la
bruja maléfica Gullveig, «embriaguez del oro» 378. Y toda sociedad
373 cfr. op. cit., p. 128. Sobre la síntesis de las divinidades chichimecas y guerreras y
de divinidades sedentarias y agrarias, cfr. S oustelle, op. cit., pp. 33, 47, 50.
374 cfr. op. cit., p. 131; cfr. S oustelle op. cit., p. 49; la gran pirámide de México
sostenía dos santuarios: el de Uitzilopochtli, la divinidad tribal de los aztecas, y el de
Tlaloc, el dios plural de los agricultores preaztecas.
375 Cfr. D umézil, /. M. Q., I y II, e Indo-europ., p. 226.
376 Kámini-Kanchana, este tema es un lei-motiv de la enseñanza de un pensador hin
dú moderno como Ramakrishna; cfr. V 'enseignement de Ramakrisbna, pp. 58 y ss.
377 Cfr. Dumézil, Indo-europ., p. 213. Asimismo el dios mexicano Tlaloc se amoneda
en una multitud de pequeños dioses enanos y contrahechos: los Tlaloques; cfr. S oustelle
op. cit., pp. 48 y ss.
378 D umézil, op. cit., p. 140; cfr. Germains, p. 40, 132.
equilibrada, aunque fuese originariamente la de los guerreros, debe
preservar en sí una parte nocturna. Así es como los germanos rinden
culto a Njordhr, asimilado a la tierra madre y a la diosa de la paz. El
día de su fiesta los guerreros no tocan las armas, ni siquiera los objetos
de hierro. El día del dios Njordhr es día de paz y de descanso, pax et
qu iesm . Asimismo, en Roma, el culto que compitió con el fuego puri-
ficador fue el de Fortuna, la Gran Diosa ctónica de los sabinos, la cu-
pra mater, de la que Ceres, Heries, Flora, Hera o Juno no difieren más
que en el nombre 79380.
3 Sería el sabino Tito Tacio, corruptor de Tarpeia,
quien habría propagado el culto de la diosa de la abundancia.
En Roma, pues, lo mismo que entre los germanos, subsisten las dos
mentalidades, pese a la maraña de instituciones y cultos, con distinción
suficiente para probar la solidez de los Regímenes Diurno y Nocturno
como estructuras de lo imaginario. Los estudios historicosociológicos a
que acabamos de aludir abarcan, pues, por entero la antítesis psicológi
ca que hemos puesto de relieve en los capítulos anteriores, entre dos
grandes regímenes simbólicos; el primero gravita en torno a los esque
mas ascensionales y diairéticos y promueve imágenes purificadoras y
heroicas; el otro, por el contrario, se identifica con los gestos d e l des
censo y d el agazapado , concentrándose en las imágenes del misterio y
de la intimidad, en la búsqueda obstinada del tesoro, del descanso y
de todos los alimentos terrestres. Estos dos regímenes en la psique son
absolutamente antinómicos e incluso en los complejos históricos e insti
tucionales de las civilizaciones romana, germánica o hindú, ambas co
rrientes se distinguen perfectamente y fuerzan a la leyenda a reconocer
y a oficializar esta distinción.
379 l n d o - e u r o p p. 135.
380 Cfr. P i g a n i o l , op. ctt., pp. 109-111.
381 Entre los antiguos mexicanos, los dos infiernos, el de las tinieblas del Norte y el
de la iluminación desecadora del Mediodía, coexisten. La morada infernal de Mictlante-
poso y a la profundidad, serían lo superficial, la sequedad, la nitidez,
la pobreza, el vértigo, el deslumbramiento y el hambre. No sería difícil
recoger expresiones filosóficas, religiosas o poéticas de la repulsión ante
la claridad, la distinción, el idealismo etéreo, la elevación, etc. 382. Sin
embargo, por la actitud que promulga los valores de intimidad, por la
preocupación de las relaciones y de las fusiones infinitas que comporta
el paso reduplicado de la conciencia, por la sutileza de los procesos de
doble negación que integra el movimiento negativo, el Régimen N oc
turno de la psique es mucho menos polémico que la preocupación
diurna y solar de la distinción. La quietud y el goce de las riquezas no
es agresivo y sueña más con el bienestar que con las conquistas. La
preocupación por el compromiso es la marca del Régimen Nocturno.
Veremos que esta preocupación desemboca en una cosmología sintética
y dramática en la que se fusionan las imágenes del día y las figuras de
la noche. Por ahora, ya hemos comprobado que los símbolos nocturnos
no llegan constitucionalmente a desembarazarse de las expresiones
diurnas: la valorización de la noche se hace a menudo en términos de
esclarecimiento. El eufemismo y la antífrasis no apuntan más que a un
término de la antítesis y no van seguidos por una devaluación recíproca
del otro término. El eufemismo huye de la antítesis sólo para volver a
caer en la antilogía. La poética nocturna tolera las «oscuras claridades».
Desborda de riquezas, y es, por tanto, indulgente. Son los romanos
quienes hacen la guerra a los sabinos. Sólo la inopia es realmente im
perialista, totalitaria y sectaria.
III. Las e s t r u c t u r a s m ís t ic a s d e l o im a g in a r io
384 En este sentido lo utiliza Lévy-Bruhl, aunque para repudiarlo; o también Przylus-
ki, aunque para subordinarlo; cifr. L é v y -B r u h l , Les fonctions mentales dans les sociétés
inférieures, pp. 28-30, pp. 100-112, 453; P r z y l u s k i , La Participation, p. IX, 2, 30-34.
385 C fr . E . S t r ó m g r e n , Om dem ixothume Psycke, H opitals tidende, 1936, p p . 637-
648; c ita d o p o r B o h m , op. cit., II, p . 398.
386 Cfr. B o h m , op. cit., I, p. 287.
387 Op. cit., II, p. 400. Cfr. la noción física de entropía.
388 Cfr. op. cit., I, p. 193.
expresiva. Asimismo pueden encontrarse en los epilépticos ciertos casos
de perseverancia en la percepción y en la interpretación al mismo tiem
po. Es lo que Bovet ha llamado la «viscosidad del tema» 389. Esta viscosi
dad del tema se traduce no por una exacta repetición esterotipada de
una interpretación dada, sino por variaciones temáticas que ponen de
manifiesto el isomorfismo de las interpretaciones. Por ejemplo, una
primera interpretación de un detalle de la plancha será «cabeza de pe
rro», y seguirán otras interpretaciones en otras planchas que se manten
drán más o menos en la misma categoría del contenido semántico: «ca
beza de caballo», «cabeza de serpiente», etc. Si luego el sujeto decide
abordar otro tema, floral, geográfico, etc., este tema se reconocerá y
mantendrá durante un buen rato. Pero, ¿quién puede ignorar que esta
«viscosidad del tema» y esta perceptionalperseveration no son sino las
estructuras del acoplamiento de los continentes isomorfos y la obse
sión de la intimidad propia del Régimen Nocturno de la imagen? Los
capítulos en que pasábamos tan fácilmente del mar al pez tragador, del
tragador al tragado, de la tierra cuna ctónica a la caverna, luego a la ca
sa y a los recipientes de todo tipo, no eran sino una ilustración de esta
estructura general de la representación que se manifiesta tanto en la
percepción de las planchas del Roschach como en las fabulaciones de lo
imaginario. En todos los casos hay una fidelidad tenaz en su quietud
primitiva, ginecológica y digestiva, que la representación parece pre
servar.
Es, asimismo, esta perseveración la que puede hacernos comprender
la confusión costantemente puesta de manifiesto en el curso de estos
iiItirnos capítulos, entre el continente y el contenido, entre el sentido
pasivo y el sentido activo de los verbos y de los seres. Subyacente en
electo a la forma activa o pasiva, es decir, a la clara atribución a tal o
cual sujeto de una acción cualquiera, persiste más profundamente la
imagen gratuita de la acción pura misma. La perennidad sustancial de
la acción misma hace descuidar las cualificaciones sustantivas o adjeti
v a s . Esta estructura de perseveración configura todo este juego en el
que continentes y contenidos se confunden en una especie de integra-
i ion hasta el infinito del sentido verbal del ajustado. Materialmente es-
la conmovedora vinculación a la patria materna, a la morada y al asien
to, se traduce por la frecuencia de imágenes de la tierra, de la profun
didad y de la casa. No es casual el que la doctora Minkowska haya
puesto de relieve 390 en Van Gogh —pintor epiléptico— esta iconogra
fía de la fidelidad: interiores de Holanda donde los campesinos comen
patatas, jardín del presbiterio paterno, habitación de Arles, nidos de
*"|m la misma restricción que la sugerida por la nota 383 de la página 255: Van Gogh fue
."|nejado seguramente de perturbaciones epilépticas, pero estas perturbaciones parecen
-,n tmdarias en relación a la «melancolía» que al final acabó con el pintor.
pájaros, chozas de Nuenen, paisajes de Provenza en que la tierra lo in
vade todo y va eliminando poco a poco el cielo, son eco de la gran fide
lidad de Vicent a su hermano Theo391. La misma estructura se encuen
tra, por tanto, en el plano de unión de imágenes por reduplicación,
doble negación y repetición, y en el plano de construcción de percep
ciones por perseveración.
La segunda estructura, que es corolario de la primera, es la viscosi
dad\ la adhesividad del estilo de representación nocturna. Por otro la
do, este carácter es el que sorprendió, en primer lugar, a los psicólogos
cuando dieron a ciertos tipos psicológicos nombres sacados de raíces que
significan viscosidad, liga, cola392. Esta viscosidad se manifiesta en múl
tiples terrenos: social, afectivo, perceptivo, representativo. Ya hemos vis
to cuán importnate era la viscosidad del tema, que dicta un pensamiento
que ya no está hecho de distinciones, sino de variaciones confusas sobre
un sólo tema. El ixótimo da siempre muestra de «muy pocas disociacio
nes»393. Esta viscosidad ixotímica puede manifestarse igualmente en el
plano social. Kretschmer ha podido hablar a este respecto de un «sín
drome hipersocial»394 del ixótimo, y en el test de Roschach la gran can
tidad de respuestas «forma-color» sería el indicio de la viscosidad afecti
va 39\ En Van Gogh se encuentra asimismo esta constante preocupación
de unirse amistosamente, de construir una comunidad cuasi religiosa
en «casa de los amigos», de construir una «cooperativa de pintores» 396.
Pero es sobre todo en la estructura de la expresión donde aparece la vis
cosidad. Minkowski397398ha demostrado que en «el epiléptico» todo «se
une, se confunde, se aglutina» y encuentra en ello una prolongación
natural hacia lo cósmico, lo religioso. La «epilepsia» sería así la estruc
tura opuesta a la «Spaltung» esquizofrénica. «Van Gogh pintó muchos
puentes siempre con el mismo carácter, es decir, que lo que se pone de
relieve es el puente»m . Por otra parte, se sabe que toda la obra literaria
del pintor está atormentada por fuertes preocupaciones religiosas3" . En
la expresión escrita, el Régimen Nocturno del vínculo, de la viscosidad,
se manifiesta por la frecuencia de los verbos, y especialmente de los
391 Podría señalarse en la obra tanto literaria como pictórica del pintor de las «Noches
estrelladas» numerosas ilustraciones de esta estructura mística del Régimen Nocturno; cfr.
Lettres a Théo, 8 de septiembre de 1888, y especialmente la del 23 de enero de 1889:
«tengo un lienzo de nana... se me ocurrió la idea de pintar un cuadro tal que los mari
nos, a la vez niños y mártires, al verlo en la cabina de un barco de pescadores de Islandia,
experimentaran un sentimiento de balanceo que les recordara su propio canto de
cuna...»
392 Ixotimia, isoidia, gliscroidia.
393 B ohm, op. cit., p. 284; cfr. la «participación» estudiada por Przyluski, op. cit
pp. 4, 30, y Lévy-Bruhl, op. cit., pp. 100-104.
394 Cfr. P , op. cit., p. 5: «Toda la vida mental de los primitivos está profun
r z y l u s k i
damente socializada.»
395 Op. cit., I, p. 286.
3% y AN G ogh , Lettres a Théo, 10 de marzo de 1888.
297 M in k o w , Schizophrénie, p. 209.
s k i
112 Op. cit., p. 204; Lévy B r u h l (Fonctions mentales, p. 67) describe la percepción
•.mística» en las sociedades primitivas.
4,3 Bohm, op. cit., I, p. 260.
414 Minkowski, op. cit., p. 204.
4n Cfr. Minkowski, op. cit., p. 205; Minkowska,0/>. cit., p. 25; B ohm, op. cit., II,
p. 449.
4 1 6 M i n k o w s k i , op. cit., p. 205.
tc hacerse más sutil —más música y menos escultura— en fin promete el color», cfr. carta
del 8 de septiembre de 1888 sobre el simbolismo de los colores del Café de Nuit.
418 Min k o w , op. cit., p.. 199.
s k i
419 Cfr. B ohm, op. cit.. I, p. 286; Strómgen, op. cit.. pp. 640, 642.
420 Cfr. Bohm, op. cit., II, pp. 286, 451.
421 Op. cit., II, p. 400.
422 Citado por Bohm op. cit., II, p. 451. Cfr. Michel Leiris (en «Note sur l'usage de
chromolithographies par les vaudouisants á Haití», p. 207, en Mém. de /'Instituí frangais
d'Afñque noire, n.° 27, 1953) hacia una interesantísima observación sobre lo que él lla
me los «retruécanos de las cosas» en la interpretación vuduísta de los cromos católicos: ca
si siempre un detalle es el que decide la confusión de tal santo católico con tal o cual
«loa»vudú. Cfr. op. cit., II, p. 449.
cíente integra en un elemento perceptivo o representativo restringido
todo un semantismo más amplio. Completa la cosmización inherente a
la viscosidad de la representación mediante una auténtica «microcosmi-
zación». Es el detalle lo que se vuelve representativo del conjunto. Ya
hemos encontrado frecuentemente este fenómeno de supletoriedad lili
putiense, pero es en el Régimen Nocturno de la imagen, gracias al jue
go de los encajamientos sucesivos, donde el valor se asimila siempre al
último contenido, al más pequeño, al más concentrado de los elemen
tos. Como en el KalevalaA2i, es la minúscula chispa la que da todo su
sentido a los diversos continentes, y en última instancia a ese continen
te general que es el Universo. Lo mismo ocurre con la sal o el oro que
es la sustancia activa, microcósmica por la que los metales y los elemen
tos del amplio mundo existen. No es sorprendente que en semejante
estructura las formas sean «malas»424, es decir, que estén deformadas
con relación a su uso diurno y «correcto», puesto que a ese nivel místico
ya no es la forma lo que importa, sino la materia, la sustancia. Ya
hemos visto que, en resumidas cuentas, el recipiente, el continen
te, importaba poco siempre que se poseyera la embriaguez del con
tenido.
Como hemos mostrado mediante ejemplos concretos de imagina
ción, en la estructura mística hay una inversión completa de valores: lo
que es inferior ocupa el lugar de lo superior, los primeros son los últi
mos, el poder de pulgarcito viene a escarnecer la fuerza del gigante y
del ogro. Se puede encontrar esta preocupación constante por la revolu
ción microcósmica, por la revolución por los «humildes», en la obra del
epiléptico Dostoyevski; e incluso el hecho de atribuir toda importancia
al medio material o social, al hábitat humano, tanto en Balzac como en
Zola, es también, pese a las apariencias que parecen dar la primacía al
continente, invertir los hábitos diurnos de pensar del clasicismo nove
lesco y hacer primar lo inferior, el materialismo del ambiente, sobre lo
que hasta entonces estaba considerado como superior, a saber, los sen
timientos humanos. Pero nuevamente la obra de Van Gogh va a ofre
cernos el ejemplo más completo de «microcosmización». Porque, para
dójicamente, esta obra cósmica, esta obra que agita todo un universo
en el magma espeso de su pasta, tiene predilección por los «temas pe
queños». Es lo que siempre le reprocharon los pintores 425 aficionados a
las Bodas de Cana y a las vastas composiciones. Sus naturalezas muer
tas: botellas y escudillas de rudo realismo, biblia solitaria puesta sobre
una mesa, par de zuecos o de zapatos, coles y cebollas, silla, butacas, se42
3 ° cfr. M
in k o w , op. cit., p. 25. Cfr. L
s k i -S
é v i U S S , op. cit., p. 35, que ve muy
t r á
donienne, p. 178.
I
cos, es decir, pondrán alternativamente en juego las valorizaciones ne
gativas y las valorizaciones positivas de las imágenes. Los esquemas cí
clicos y progresistas implican, pues, casi siempre, el contenido de un
mito dramático3.
n Op. cit.,p.84.
14 Op, cit.,p.85.
n Op. cit.,p.15.
1(1 Cfr. C ouderc, Calendrier; cfr. supra, p. 110; cfr. B erthelot, Astrobiologie,
|»|» S8 y ss.L 3 6 0 .
1; Cfr. Éliade, Traite, pp. 1 6 0 y ss.; cfr. Brhad-Aranyaka Upan., I, 5-14; Chandogya
d p , VI, 7-1; Rtg Veda, I, 164-45.
IH Cfr. C ouderc, op. cit., p. 13; cfr. H ubert y Mauss, «Études sommaires de la re-
| mrsc-iitution du temps dans la religión et la magie», en Mélanges, pp. 195 y ss.
servarse que en el plano de la aritmología se vuelve a encontrar la gran
división en un Régimen Diurno y un Régimen Nocturno de la ima
gen, porque la semiología de la cifra no escapa por completo al seman-
tismo. La aritmología es una prueba de esa resistencia semántica a la
pureza semiológica de la aritmética. Piganiol1920sugiere que hubo dos
sistemas de numeración en el mundo mediterráneo: uno, decimal, de
origen indoeuropeo y otro duodecimal, más primitivo. De la combina
ción de ambos habría nacido el sistema sexagesimal. Ahora bien, el
año solar es el de diez meses, y Numa el Sabino el que pasa por haber
preconizado el calendario lunar duodecimal. Pero también en Roma
surgió pronto un compromiso entre ambos sistemas, como entre los se
mitas y los incas: de ahí la existencia frecuente en numerosos calenda
rios —en el nuestro, por ejemplo— de dos días al año, de dos fiestas
de la primavera, como la Navidad solar y la Pascua lunar.
Es notable que todos los mitólogos e historiadores de las religiones
lleguen a consideraciones aritmológicas. Przyluski insiste en la impor
tancia del número tres y del número veintisiete (tres veces tres veces
tres) en el Mahabharata y en la teoría de los makshatra, mientras que
Boyancé insiste en el valor triniario de las nueve musas y Dontenville
propone una interpretación interesantísima de la confusión isomorfa de
tres y de cuatro en el simbolismo del triskele y del swastika20. Desde
luego, Dontenville da a está aritmología un sentido solar, pero este úl
timo puede reducirse fácilmente a una intención simplemente tempo
ral; el cuatro no sería otra cosa que la noche añadida a las tres horas de
la vigilia: «Disipada la noche, reinan las tres horas del día: aurora, me
diodía, crepúsculo; comienzo, medio y fin de todas las cosas tal como
lo formulará Aristóteles. Las horas de Hesíodo y de Homero son
tres...»21. Sea lo que fuere de las relaciones de la tríada y la tétrada, la
noche y la luna tienen siempre un papel en su formación, papel que
nosotros juzgaremos capital. La luna sugiere siempre un proceso de re
petición, y gracias a ella y a los cultos lunares se ha dado un espacio tan
grande a la aritmología en la historia de las religiones y de los mitos.
Podría decirse que la luna es la madre del plural. Volvemos a hallar
aquí esta noción de divinidad plural que ya habíamos señalado a pro
pósito de los símbolos de la abundancia22. La última clase de los dio
19 Cfr. Piganiol, op. cit., pp. 2 0 6 -2 0 8 ; cfr. el sistema tonalam atl que se basa en la
combinación de 13 cifras y una serie de 2 0 números, en S oustelle, La Pernee cosmol. des
anciens Mexicains, pp. 80 y ss.
20 Cfr. Przyluski, La Grande D iese, p. 199; cfr. B oyancé , Le Cuite des muses chez
les philosophes grecs, p. 225; cfr. D ontenville, Mytholog. frangaise, p. 121; cfr. R. Gi-
rard , Le Popol-Vuh, pp. 16, 25, 297 y ss.; cfr. B audouin , Le Triomphe du héros,
pp. 26 y ss., 3 6 y ss.
21 D ontenville, op. cit., p. 22.
22 Cfr. supra, p. 253.Sobre la relación de la luna con los dioses plurales y con la em
briaguez, cfr. S oustelle, op. cit., p. 27: Los dioses de la embriaguez —al simbolizar esta
última las fases de la luna— , están considerados como innumerables: Centzon Totoch-
tin, «los 400 conejos».
ses, los Vasu, es, en efecto, según Dumézil23, teológicamente plural,
ya se acuda a los de A$vins, o se acuda a Vigve Deváh, «todos los dio
ses». Esto puede ser por isomorfismo del radical vig y de los vaigya, la
tercera casta de los hombres, la de los productores. Desde luego, la ex
plicación de este plural de abundancia por referencia a la función de
los «productores», más numerosos que los guerreros o los sacerdotes, es
muy lógica. Sin embargo, nos permitimos señalar que el plural co
mienza en dos. Ahora bien, todos los protagonistas y los símbolos del
drama agrolunar son plurales: se computan las peripecias lunares y los
ritos agrícolas. Puede decirse que en el caso de estas divinidades plura
les indoeuropeas hay una sobredeterminación del plural por la función
soc ial, por el elemento natural que es la luna y por la tecnología agríco
la. Asimismo Dumézil24 explica mediante una motivación lingüística el
aspecto plural de Quirinus relacionando este vocablo con curia, palabra
que se emparentaría con la noción ambigua de Quintes, equivalente
latino, sociológico y teológico, del plural indio Vigve Deváh. Pero lo
que importa sobre todo para nuestro punto de vista es que ese Quiri
nus plural sea un dios agrario asimilado al dios umbro Vofonius, dios
del crecimiento, semejante al Líber latino, dios de la masa, de la plebe,
pero también de la fructificación. Esta divinidad sería, con el nombre
de Mars tranquillus, la antítesis del Marte guerrero.
Lo que nos hace decir que estas divinidades plurales no patrocinan
simplemente una abundancia indefinida de bienes o de hombres es
que los Quirinus, Penates, Lares, el Tautates galo (¿dios de la multitud
teuta?), los Totochtin mexicanos, tienden a condensarse en una diada
0 en una triada perfectamente definida25, como el Njordhr, Freyr y
l'icyja germánico, como los gemelos A$vins (o Násatya) a los que se
une Pushan, dios de los «£üdra», de los no arios, protector de los ani
males y de las plantas como Ometochtli «dos conejos», el más impor
tante de los Totochtin, como los Dioscuros que flanquean a ambos la
dos el icono de la gran diosa26. Przyluski ha estudiado minuciosamente
•este problema de las tríadas»27, tríadas universales que se encuentran
•desde el mar Mediterráneo hasta la India y más allá... desde el perío
do egeo... e incluso en el arte de la Edad Media». El autor insiste en el
luiíícter teriomorfo de estas tríadas, siendo representada a menudo la
diosa como «domadora» o dueña de animales, los cuales pueden con-
88 Cfr. Éliade, op. cit., p. 261; cfr. p. G rimal, op. cit., artículos «Adonis», «Attis».
89 B achelard, L A ir, p. 238.
90 R. Berthelot, La Pensée de l ’Asie et l''a strobiologie.
91 Cfr. B erthelot, op. cit., pp. 236 y ss., 277 y ss. Sobre astrobiología y cultura chi
na, cfr. op. cit., pp. 77 y ss., 106 y ss.
92 Cfr. Leenhardt, D o kamo, pp. 31, 85, 50, 124.
93 Cfr. op. cit., pp. 50, 198-199, y G usdorf, op. cit., pp. 114-115; B erthelot, op.
cit., p. 289-
94 Cfr. G usdorf, op. cit., p. 117.
hindú, tao chino, moíra griega son figuras que preparan la noción pre
científica de cosmos y la moderna concepción científica del Universo.
Los famosos principios de la termodinámica no son más que una acu
ñación racionalizada de esa gran intuición mítica en la que la conserva
ción de la energía vital o de la plena apariencia astral compensa la de
gradación pasajera que representan las latencias estacionales, la luna
negra y la muerte. Pero a nivel simplemente mítico, esta compensación
unitaria se traducirá por una síntesis dramática reflejada por todas las
grandes culturas: el drama agrolunar.
El argumento de este drama está integrado esencialmente por la
ejecución y la resurrección de un personaje mítico, la mayor parte de las
veces divino, hijo y amante a un mismo tiempo de la diosa luna. E l
drama agrolunar sirve de soporte arquetípico a una dialéctica que no es
ya de separación, ni tampoco de inversión de valores, sino que, por or
denación en un relato o en una perspectiva imaginaria, hace servir si
tuaciones nefastas y valores negativos al progreso de los valores positi
vos. Acabamos de mostrar95 cómo esta complementariedad de contra
rio se advertía en el carácter de fase del devenir lunar, al ser la luna
siempre polivalente. Pero se puede comprobar que el tema de la «deso
lación de la diosa»96, a propósito de la catástrofe que ella misma provo
ca, se desliza por transferencia a la desolación a propósito de la muerte
del hijo que ella no ha causado. Porque la coincidencia de contrarios
en un único objeto es insoportable incluso para una mentalidad primi
tiva, y el drama litúrgico que saca partido de la contrariedad a expensas
de varios personajes parece ser, a todas luces, una primera tentativa de
racionalización. La ambivalencia se hace temporal para no ser ya pensa
da «al mismo tiempo y con respecto a lo mismo», y por ahí se produce
el drama cuyo personaje central es el H ijo97.
El símbolo del Hijo sería una traducción tardía del androginado
primitivo de las divinidades lunares. El Hijo conserva la valencia mas
culina junto a la femineidad de la madre celestial. Al impulso de los
cultos solares, la femineidad de la luna se acentuaría perdiendo el an
droginado primitivo del cual se conservaría sólo una parte en la filia
ción98. Pero las dos mitades, por decirlo así, del andrógino no pierden
con la separación su relación cíclica: la madre da a luz al hijo y éste se
convierte en amante de la madre en una especie de ouroboros heterose
xual. El hijo demuestra así un carácter ambiguo, participa en la bise-
xualidad y tendrá siempre el papel de mediador. Ya descienda del cie-
110 Cfr. Przyluski, op. cit., p. 117, y Éliade, en Forgerons, «Cabires et forgerons»,
p. 107; cfr. P. G imal, op. cit., artículo «Cabires»: «En la época romana los Cabires están
considerados con frecuencia como una tríada que abarca las tres divinidades romanas: J ú
piter, Minerva y Mercurio.»
111 Przyluski, op. cit., p. 178.
112 Przyluski, op. cit., p. 179. Sobre Mithra «mediador», cfr. D uchesne-
G uillemain, Ormadz et Ahúm an, p. 129, nota 1, p. 132.
113 Cfr. J ung , Paracelsica, p. 63; cfr. A. J. Festugiére, La Révélation d'H erm es Tús-
mégiste, t. I, pp. 47-53, 146 y ss.
114 J ung , Psycho. u n d A lch em ., p. 229'.
115 Max Muller (Science du langage, p. 66) relaciona por esta etimología «legein» y
«logos» en Homero.
116 Cfr. S enart, Le Zodiaque, p. 458.
117 Cfr. J ung , op. cit., p. 103, grabado de Mutus l i b e r é Ripellae, Cfr. L. Figuier,
V Alchim ie et les alchimistes, pp. 62, 379-380.
I Icrmcs es el hermafrodita descrito por Rosenkreuz: «Yo soy hermafro-
dita y tengo dos naturalezas... Soy padre antes de ser hijo, he engem
diado a mi padre y a mi madre, y mi madre me ha llevado en su ma-
n í/V ,H. Ju n g 119 vuelve constantemente sobre este carácter mixto del
Mermes alquímico. La alquimia no tiende a realizar el aislamiento,
sino la conjunctio, el rito nupcial al que sigue la muerte y la resurrección.
|)r esta conjunctio nace el Mercurio transmutado, llamado hermafrodi-
M debido a su carácter completo. Estas bodas son las Bodas del corde
lo , «forma cristiana del Hiéros Gamos de las religiones orientales». En
este homúnculo alquímico, los arquetipos de gulliverización y de redu-
|ih< ación vienen a converger con los de la totalidad cósmica. El Hijo es
asimilado a Cristo, al producto del matrimonio mediador, cuyas hue
llas se encuentran por lo demás en las leyendas relativas al nacimiento
de huela: Maya es embarazada por el elefante blanco, el Espíritu, y el
de diciembre da a luz a Siddártha, el futuro B uda120. Más adelante
velemos qué relaciones pueden establecerse entre Cristo y Agni el
lu e g o m. La alquimia asimila igualmente a Hermes Hijo con el Lug de
los ( .citas; San Justino confunde además Lug y Logos, el Mercurio célti-
iii y el Cristo joánico122. Más tarde Mercurio sufre un doble avatar cris-
ii.inu muy significativo de su naturaleza sintética: se sublima en parte
en San Miguel, mensajero del cielo y psicopompo, y en parte se degra
da en diablo. Según Vercoutre, el diablo medieval habría conservado la
morfología del Lug-Mercurio romano-céltico123. Las dos fases forma-
I(un parte de la representación de la lucha entre el arcángel y el diablol24.
El objeto supremo de la alquimia sería «engendrar la luz», como di-
tc Paracelso125, o mejor, como ha observado agudamente Éliade126,
a» ciclar la historia y dominar el tiempo. La alquimia, cuyo personaje
i uIminante sería el Hermes Hijo, resultaría una auténtica cultura artifi-
i mI de los metales. Tanto en China como en las Indias, en Annam, en
Insulindia o en el Occidente cristiano, el aquimista afirma: «lo que la
n.umaleza sólo llega a perfeccionar en muchísimo tiempo, nosotros po
demos acabarlo en muy poco con nuestro arte»127. El alquimista es,
pues, el «salvador fraternal de la naturaleza»; ayuda a la naturaleza a
ical izar su finalidad, y «acelerar el crecimiento de los metales por la
obra alquímica equivale a salvarlos de la ley del tiempo»128. Éliade ve
186 Cfr. É lia d e , Traite, P. 158; H a r d in g , op. cit., p. 38; cfr. S o ustelle , op. cit., pp
19, 27.
187 Cfr. su pra , p. 98.
188 C fr.J. B u h o t , Art de la Chine, pp. 37, 163.
1 8 9 B a c h e l a r d , Re pos, p. 179.
199 Cfr. G r a n e t , Pensée chinoise, p. 135; cfr. É lia d e , Traite, p. 183. Cfr. una bella
imagen del ouroboros alquímico, en la Anato?nia auri de Mylus, reproducida en M. C a
ró n y S. H u t in , Les alchimistes , p. 182: «La serpiente que se muerde la cola indica que
el fin de la Obra da testimonio al comienzo.»
200 Citado por J u n g , Libido, p. 101; cfr. L e is e g a n g , «Le mystere du serpent», Eran,
Ja h r b ., 1939, p. 153.
201 B a c h el a r d , Repos, p. 274.
202 Cfr. H. G. R., I, p. 185; cfr. S o ustelle , op. cit., pp. 23 y ss., 28, 87.
203 Cfr. R. G ir a r d , o p . cit., p. 189; cfr. S o u stelle , op. cit., pp. 7 9 y ss.
204 Cfr. É lia d e , Traite, p. 186; cfr. G r a n e t , Civilis. chin., p. 206.
205 Cfr. D o n ten v ille , op. cit., pp. 185, 188.
que sr fíje sobre el gorro de los levitas, de los sacerdotes del Monte Si-
fitil (la montaña de Sin), o bien acompañe a la luna en cuarto creciente
iiur pisa la Virgen Madre 206. Por último, la iconografía y la leyenda de
Nuda Mucalinda 207, el Buda protegido por la caperuza de la cobra pro
digiosa, en nuestra opinión simboliza con particular agudeza el impe-
líiilismo de la serpiente, que reconcilia los contrarios, y en los siete la-
*os iIr su cuerpo gigantesco y negro abraza y cobija la meditación del
bienaventurado y en los cuales el iluminado reposa en quietud total,
mino ya Visnú descansaba en la serpiente gigante Ananta208. En su pri-
inna acepción simbólica, el ouroboros ofidio aparece, pues, como el
ian símbolo de la totalización de contrarios, del ritmo perpetuo de las
f mrs aliernativamente negativas y positivas del devenir cósmico.
l a segunda dirección simbólica que puede tomar la imagen de la
^ripíeme no es más que un desarrollo de los poderes de perennidad y
«Ir irgcncración ocultos bajo el esquema del retorno. La serpiente es,
ni rim o , símbolo de fecundidad. Fecundidad totalizadora e híbrida
pursio que es, al mismo tiempo, animal femenino por ser lunar, y por
que* su forma oblonga y su modo de caminar sugieren la virilidad del
Unir: el psicoanálisis freudiano viene a completar aquí una vez más la
lihioiia de las religiones. Ya hemos señalado 209 la interpretación gine-
tulogiia del símbolo ofidiano. Y de la ginecología se pasa de modo
»límpidamente natural al tema de la fertilidad. Para la tradición hin
dú , los Nagas y los Ntigis son genios serpentiformes, guardianes de la
fungía vital contenida en las aguas, y su androgineidad se manifiesta
fh que son, como Jano, «guardianes de puertas» (dvárapála)210. En To-
ju Kimo en Guatemala, la serpiente va a buscar a los niños para hacer-
Im i muer en las casas de los hombres, como en las culturas chino-
tfMQiuas el Dragón representa las aguas fertilizantes «cuya armoniosa
uitduhu ión alimenta la vida y hace posible la civilización»211. El dragón
Yin inínc las aguas, dirige las lluvias, es el principio de la humedad
Inunda: por esta razón se confunde con el emperador, distribuidor
Irinporal de la fertilidad. Se cuenta que un rey de la dinastía Hya, para
Augurar la prosperidad del reino, comió Dragones. En Annam o en
Indonesia el rey lleva el título de «rey Dragón» o de «esperma de
Ntfga*;l\ innumerables mitos representan serpientes o Dragones que
i nuil oían las nubes, que habitan los estanques y alimentan el mundo
Los instrumentos y los productos del tejido y del hilado son univer
salmente simbólicos del devenir. Hay, por otra parte, una constante
contaminación entre el tema de la hilandera y de la tejedora, al reper
cutir por otra parte en los símbolos del vestido, del velo. Tanto en la
mitología japonesa o mexicana como en el Upanishad12,) o en el folklo
re escandinavo, se encuentra este personaje ambiguo, a la vez atadora y
dueña de los lazos 25226. Przyluski 227 hace derivar el nombre de la Moira
Atropos del radical atro, emparentado de cerca con Atar, nombre asiá
tico de la gran Diosa. El huso o la rueca con los cuales las hilanderas hi
lan el destino se vuelve atributo de las grandes Diosas, especialmente
de sus teofonías lunares. Serían estas diosas selénicas las que hubieran
inventado la profesión de tejedor y son famosas en el arte del tejido.
Como la Keith egipcia o Proserpina, Penélope es una tejedora cíclica que
cada noche deshace el trabajo diario al objeto de aplazar eternamente
el término 228. Las Moiras que hilan el destino son divinidades lunares:
una de ellas se llama explícitamente Clotho, «la hilandera». Porfirio es
cribe que son «fuerzas de la luna» y un texto órfico las considera como
«partes de la luna»229. Nuestras hadas, «hilanderas» y lavanderas, suelen
ir de tres en tres o al menos de dos en dos —un hada «buena», otra
nefasta— , poniendo de manifiesto con esta duplicidad su carácter
lunar230. Y sobre todo Krappe231 evidencia la etimología de un término
que significa destino (en el antiguo alto-alemán, wurt; en el noruego
antiguo, urdhr; en el anglosajón, wyrd) y se deriva del indoeuropeo
vert que quiere decir girar, y de ahí el antiguo alto-alemán wirt, wirtl,
«huso», «rueca», y el holandés worwelen, girar. No hay que olvidar que
el movimiento circular continuo del huso está engendrado por el movi
miento alternativo y rítmico producido por un arco o por el pedal del
torno. La hilandera que utiliza este aparato, «una de las máquinas más
248 Cfr. H a r d in g , op. cit., p. 231; D o n ten v ille , op. cit., p. 122.
249 Cfr. G ranet, Pernee chin., pp. 161, 177, 186, 200, 205, y R. G irard, P opol
Vub , p. 26; cfr. infra , pp. 394 y ss.
250 Lévi-Strauss, Tristes tropiques, pp. 225, 229 y ss.; cfr. Lévi-Strauss, Anthro-
pol. structurale , pp. 133 y ss. «Les structures sociales dans le Brésil central et oriental», y
pp. 147 y ss., «Les organisations dualistes éxistent-elles?».
’ 251 I Í v i -St r a u s s , Tristes tropiques ,p. 190; figuras pp. 184, 186, 189, 193, 195,
198, 200, 2-1.
252 Cfr. Lé v i -St r a u s s , «Le Dédoublement de la représentation dans les arts de l’Asie
et de LAmérique», en Anthropol. structurale, pp. 269 y ss.; cfr. H. G. R I, pp. 84,
142.
obedece, en efecto 253, a dos necesidades: servir al diálogo y desempeñar
un papel en tanto que objeto de una colección. De ahí la elección de
un eje oblicuo que mitigue la simetría de las figuras dobles. Esta com
paración entre representaciones tan dispares a primera vista, y pura
mente estilística, tiene además un significado sociológico y cosmológico
al mismo tiempo cuando se considera el papel social de la bipartición
de la aldea Bororo y la jerarquía ternaria del clan: estos mecanismos so-
( i((filosóficos descansan a un tiempo en la reciprocidad de los contrarios
Ven la jerarquía de las esencias sociales y cósmicas. El arte cosmético de
los (iaduveo no sería más que la transcripción estética y semiológica de
las instituciones y de la filosofía que la sociedad Bororo pone en acción
en una doble síntesis, binaria y ternaria a la yez 254. Asimismo es intere
sante subrayar que la sociología de la aldea Bororo 255 confirma todo lo
(jue hemos comprobado hasta ahora de la vinculación de contrarios: la
mitad de la aldea es la herencia de los dioses y de los héroes creadores;
la otra tiene el privilegio de simbolizar las potencias ordenadoras. En la
mitad de la aldea reside el bari, el brujo, intermediario entre los póde
les malévolos y los seres vivientes, mientras que el aroettowaraare que
reside en el otro barrio preside las relaciones con las potencias benéfi-
( as. lino prevé e invoca a la muerte, el otro cuida y aleja a la muerte;
uno se encarna en el jaguar sanguinario, el otro en el arara, el pez o el
tapir, todos ellos animales víctimas 256. Aún más: el «círculo» sociológi-
(o y cosmológico de los Bororo contiene un significado sobre la impor-
i anc ia primordial a la que volveremos pronto: el intercambio sexual,
l a bipartición de la aldea es, en efecto, reglamentación de exogamia,
micrcambio sexual, pues cada mitad debe casarse obligatoriamente —y
para los machos ir a residir— en la otra mitad de la aldea257. De este
modo el ciclo de los contrarios, de la vida y de la muerte, de los sexos
rnlrentados, se encuentra cerrado en la cosmología social de los Bororo,
V el círculo, y sus particiones espaciales, es el emblema directamente le
gible de este equilibrio, de esta simetría puntual que hace girar en tor
no ;t un centro una asimetría axial. El todo no deja de recordar formal
mente el inestable equilibrio de la swastika258.
Es completamente natural relacionar estas técnicas del ciclo, esta
•puesta bajo yugo» de contrarios con el carro tirado por caballos. Por
11. D el e s q u e m a r ít m ic o a l m it o d e l p r o g r e s o
¿<A Cfr. É lia d e , Traite, pp. 253-254; cfr. J. P. B a y a r d , Le Feu, pp. 238 y ss.
Cfr. M. B o n a p a r t e , Psycban. et anthropol., p. 82.
IU’ R. G u é n o n , Le Symbolisme de la croix.
}U1 Cfr. op. cit., pp. 69 y ss., p. 54, nota 1.
C fr. S o ustelle , op. cit., p . 67.
mo emplazamiento de la síntesis, este centro presenta una cara ambi
gua: un aspecto nefasto y un aspecto favorable. Por último, en el Co-
dex Borgiam el centro está representado por un árbol multicolor, de
cuya ambigüedad vertical no hay ninguna duda, rematado por un
quetzal, pájaro del Este, nace del cuerpo de una diosa terrestre, símbo
lo del Oeste. Además, este árbol cósmico está flanqueado, por un lado,
por el gran Dios Quetzalcoatl, el dios que se sacrifica en una hoguera
para dar vida al sol y a Venus; por el otro, con Macuilxochitl, dios de la
aurora, de la primavera, y también de los juegos, de la música, de la
danza, del amor.
Vamos a examinar las raíces tecnológicas y finalmente sexuales de
este arquetipo cuasi semiológico de la unión de los contrarios, y ver así
cómo la unión del fuego, de la sexualidad y de la cruz de madera for
ma una constelación perfectamente coherente cuyo emblema sobrede
terminado es el signo de la cruz. Descubriremos de este modo el esque
ma del movimiento rítmico y el gesto sexual que subtiende y ordena
subjetivamente todo ensueño y toda meditación sobre el ciclo. Siguien
do este método regresivo y culturalista que parte del medio astrobioló-
gico, pasa luego al entorno tecnológico y desemboca finalmente en el
esquematismo psicofisiológico, habremos mostrado que el estudio del
trayecto antropológico se cumple indistintamente con la gestión psico-
logista que habíamos utilizado en las partes anteriores de nuestra inves
tigación o con la investigación culturalista que utilizamos en estos capí
tulos dedicados a los símbolos y arquetipos cíclicos.
Accidentalmente ya hemos tropezado con el hieroglifo de la cruz
bajo su forma de swastika ligado al devenir lunar y astral, doblete
acuartelado de la rueda. Pero es Burnouf*270 quien parece haber descu
bierto el componente y la determinación tecnológica de la swastika y
de la cruz en general. El sabio orientalista relaciona ante todo a khris-
tos, «ungido», con el Agni indio y con el Athra persa. Y hay que obser
var a este respecto que la etimología de khristos «ungido» está cerca de
la de Krishna, que quiere decir «esencia, perfume, óleo»; pues ambos
proceden de khrio, «yo unjo, yo unto, yo froto...» Burnouf relaciona
esta práctica de la unción con aceites esenciales, con la técnica de que
se sirven los hindúes y numerosos primitivos para producir fuego. El
encendedor de la India védica, arani, era, según Burnouf, de grandes
dimensiones. La pieza inferior, en forma de cruz, estaba fijada al suelo
por cuatro clavijas, la pieza superior se movía por medio de una correa
tirada por dos hombres271. «Cuando el fuego aparece en el punto de
272 Op. cit., p. 15, Rig Veda, I, 95-2; III, 29; V, 11, 6; VI, 48. Cfr. Viennot, op.
(//., pp. 54-55, y 174-175.
273 H a r d in g , op. cit., p. 143.
274 B a ch ela r d , Air, p. 234; cfr. B a y a r d , l e Feu, pp. 28 y ss.
273 Cfr. D umézil, Tarpeia, p. 106.
276 É lia d e , Traite, pp. 268-269; cfr. J. P. B a y a r d , op. cit., pp. 235 y ss.
277 Cfr. F ra zer , Ram ean, III, p. 474; B a c h el a r d , Feu, p. 6.V
cristianas, la ceremonia del «fuego nuevo» y de la extinción del fuego
antiguo desempeña el papel de un rito de paso, de un rito que permite
la emergencia de la fase ascendente del ciclo 278.
Pero sobre todo, creemos que el arquetipo del fuego y su relación
con el simbolismo de fecundidad de la madera está sobredeterminado,
en el araní y en los encendedores en forma de cruz, por el esquema del
frotamiento cuyas motivaciones hay que elucidar ahora. La etnología279
confirma la teoría de Burnouf cuando nos demuestra que la mayoría de
los encendedores primitivos actúan por fricción de dos piezas de made
ra, frecuentemente en forma de cruz. Este esquema del frotamiento
primitivo, constitutivo de la sustancia del fuego, como observa Ju n g 280
a propósito de la etimología de Promoteo y del Pramatha hindú, des
borda ampliamente el elemento ígneo: la batidora (manthara) creadora
del mundo en la tradición hindú sería un recurso del encendedor pri
mitivo. Asimismo, el molino primitivo se ve contaminado por el fuego
gracias al esquema del frotamiento rítmico: Vesta no sólo es la diosa
del focus, sino también del pistrinum , el molino para cereales y para
aceite de la casa romana. Y los asnos de las muelas públicas descansan
en las Vestalias28128. Asimismo, el frotamiento ignífugo puede relacio
narse con el pulimento que se opone a la brutalidad de la talla directa
de la piedra o de la madera. Este pulimento se utiliza sobre todo en la
confección de adornos, y nos permite entrever un desarrollo estético de
ensueños relativos al frotamiento. Es de señalar que el pulidor-
taladrador, de cuerda o de torno, utilizado para la perforación de las
perlas por los japoneses y por muchas poblaciones del Pacífico, es muy
semejante al encendedor de arco 282
Un mito del Alto Volta relativo 283 al origen del fuego resulta muy
significativo del isomorfismo sexual y nocturno vinculado al nacimiento,
del fuego: el poseedor del fuego es ante todo un «pulgarcito», el trasgo
Nekili, que «mucho antes que el hombre, supo hacer brotar la llama
de la madera haciendo girar rápidamente el encendedor». Este Nekili
tiene por función «causar la fecundidad». Por otra parte, en la búsque
da del fuego por el Promoteo L’éla, la sexualidad aparece en muchas
ocasiones: la mujer del ladrón del fuego huye con el trasgo, y Promo
teo alcanza a este último con una flecha encendida que prende el es
croto hipertrofiado del pulgarcito; más adelante el héroe persigue a
L
Nrkili ton el «mazo del pequeño mortero». Por último, como en el mi
to hindú relativo al arani, el fuego va unido con el secreto de los aceites
tM*iu ialcs. Esta vez es la mujer del héroe la que roba al trasgo la receta
pula preparar la grasa vegetal de K arité2U. La tecnología y la mitología
unen en este hecho: el frotamiento rítmico, ya sea oblicuo o sobre
ludo <¡radar, es el procedimiento primitivo para hacer el fuego. Leroi-
( mullían ¿H\ pese a sus loables reticencias para emitir un juicio de ante-
llondad histórica, admite que el encendedor por vaivén rítmico es, si no
ti poned imiento más primitivo al menos sí el procedimiento «del más
|Munitivo de los pueblos vivientes», los melanesios. Los encendedores ro-
Uiivos que implican el uso del arco, el principio del berbiquí o de la
manivela, parecen ser más tardíos y derivados de los anteriores. «Los
Otiles animados de un vaivén se han perfeccionado al lograr el movi-
liurnio circular continuo»286. La tecnología del encendedor nos permite
viluular el movimiento circular al vaivén primitivo. Ahora bien, este
ftipirma del vaivén, tan importante para el porvenir técnico de la hu
manidad puesto que es el padre del fuego, ¿no tiene un prototipo en
el mu rocosmos del cuerpo humano, en el gesto sexual? El fuego, como
el #//*//// o su emblema la cruz, ¿no es la ilustración directa de este gesto
ni#anico que es el acto sexual en los mamíferos?
Ya Jung 287 había subrayado el notable isomorfismo semántico e in-
iluso lingüístico entre la madera, los rituales agrarios y el acto sexual.
UfH en germano significaría la madera, y ueneti «él trabaja», es decir,
diluí ida el suelo por medio de un bastón puntiagudo como lo hacen
düu los australianos en el juego simbólico del coito. Este término se ha
bí la aplicado luego al campo mismo: en gótico vinga, en irlandés vin.
lUlu raíz habría dado por último «Venus», la diosa de las delicias del
dmoi, renos. Asimismo, en el ritual de los herreros y de los alquimis
ta*, es el fuego de la madera lo que está directamente vinculado al acto
•nuial. El fuego sacrificial del altar védico constituye una heirogamia:
ti seno es altar, el pelo el césped, la piel el lagar de soma, «el fuego
tMA en el centro de la vulva»288. El fuego, producto del acto sexual, ha
le de la sexualidad un tabú riguroso para el herrero. Las ceremonias
metalúrgicas africanas presentan elementos del simbolismo nupcial y el
Inventor mítico de la metalurgia china Yu-el-Grande procede, por el
luego Yang y por el agua Yin, que constituyen la operación del tem
ple, a un auténtico matrimonio de los elementos289. El aspecto general
290 Cfr. Leroi-G ourhan op. cit., p. 69. Cfr. en M. C arón y S. H utin , op. cit., pp.
152, 158, figuraciones «nupciales» de la conjunctio alquímica, sacadas de la Anatom ía
au n de Mylius y de un tratado tántrico.
291 Cfr. B a c h el a r d , Psych. du Feu, pp. 54, 56.
292 B a c h el a r d , op. cit., p. 54. Nosotros mismos hemos sometido a alumnos de las
clases de C.O.U. a un test en el que deberían imaginarse en la situación de Robinson
abandonado en su isla. Todos sin excepción pensaron en reinventar el fuego, el 85
por 100 han recurrido a un encendedor por fricción; de ellos, el 97 por 100 confesaron
no haber practicado jamás ese procedimiento.
293 B achelard, op. cit., p. 81; cfr. J ung , Libido, p. 163.
294 B a c h el a r d , op. cit., p. 84. Sobre el fuego de los alquimistas, cfr. J. P. B a y a r d ,
op. cit., p. 137.
293 B a c h ela r d , Feu, p. 48.
Himlo^ia confirma esta intuición: en el hombre primitivo, las técnicas
Minutas del fuego, del pulimento, de la matanza, del barquero o del
hriirlo son las que van acompañadas de danzas y de cantos296. En*
liimiias lenguas semíticas, en sánscrito, en escandinavo y en turco-
lili alo, la dignidad de «dueño del fuego» está explícitamente unida a
Id *1**1 «dueño de las canciones». Odín y sus sacerdotes son «forjadores
di ian<'iones» 297. En Occidente existirá una supervivencia de tal rela-
ilñn rime los cíngaros, a la vez herreros y músicos 298. Esta afinidad de
U musit a, especialmente rítmica, de la danza y de la poesía acompasa
d a , y de las artes del fuego que se encuentran en niveles culturales
muy dil'erentes, es aún más explícita en la constelación música-
ir mululad. Ya habíamos observado el parentesco que existe entre la
mihita, especialmente la melodía, y la constelación del Régimen
No* turno2'” . Podemos completar el isomorfísmo nocturno que señalá-
Imiiios a propósito del pez entre los dogones 300, con un curiosísimo iso-
HimiIimiio que Griaule observa entre los tambores o el arpa de los Do-
flnii y el pez Tetrodónm . Por un lado, el instrumento musical, y espe-
ildlmenie el tambor, está ligado a la fecundidad y a la creación; por
Mim esui ligado al pez Tetrodón. En efecto, algunas semanas antes de
Id siembra es cuando los niños tocan el tambor Kounyou, hecho de un
linio de Baobab, huevo del primer mundo cuya existencia se represen-
!d poi la corona de espinas del arbusto Mono que fija la piel del tam
bo! lisie arbusto, cuyo nombre significa «recoger, reunir», es metatéti-
io «le Nommo, el genio del agua concretado por el manatí, vicario del
tlrimaigo. Con una pasta negra extraída del fruto de este arbusto se
imiluieic el interior del tambor para simbolizar el caos y las tinieblas
|Mimordiales. La gama de los tambores dogones, cuyo prototipo es el
V»wnyou, resume las fases principales de la creación. Así pues, los pali
llo* del tambor Koro golpean tan pronto el borde situado delante del
f|(M litante y que simboliza la tierra, sus cultivos, las cosas «de aquí aba-
d» un pronto el otro borde, que simboliza el mijo creciente y todas
I O* «tusas de allá arriba». El tambor Boy gann, en forma de reloj de are-
lid, ir presenta el cuerpo de Nommo, medio hombre, medio pez,
mirtinas que los dos parches del tambor Boy dounnoulé simbolizan el
lírlu y la (ierra y el tambor Barba (de bara> añadir) está adornado con
Imágenes de mujeres embarazadas «que añaden» hombres al país. El
Itfinbni es síntesis creadora, unión de contrarios. Pero al ser símbolo de
fumino es también ictiomorfo. El tambor, lo mismo que el arpa, se
302 Cfr. S achs, Geist u n d Werden der Musikinstrumente, pp. 254 y ss.; cfr.
S chaeffner, Origine des instruments de m usique, pp. 24, 238 y ss.; cfr. artículo P. G er-
MAIN «La Musique e tla psychanalyse» (Rev. fr. depsychan., 1928, n .° 4), pp. 751 y ss.;
cfr. asimismo G ranet, Pensée chin., p. 211; teoría de la división de los 12 tubos de la
música china en seis tubos «machos», y seis tubos «hembras». Por otro lado, escribe Gra
net, «el mito relativo a los doce tubos alude expresamente a las danzas sexuales...», cfr.
op. cit., p. 215. Sobre la naturaleza fisiológica del ritmo en oposición a la naturaleza in
telectual de la armonía, cfr. E. W illems, Le Rythme musical, pp. 35, 36. El autor, según
F. G evaert (Histoire et théorie de la M usique de l'antiquité, Hoste, Gand, 1881, p. 5),
pone de manifiesto el valor fisiológico de la fórmula griega que define el ritmo, arsis-
thésis, diástole-sistole. El ritmo no sólo puede ser sugerido por los movimientos cardía
cos, sino por la respiración, el caminar y el «amor (caricia, deseo, movimiento de caderas
que se hacen a veces más excitantes por el empleo de pequeños instrumentos sonoros)»,
ib id ., p. 111.
303 B. de Schloezer, Introduction a J . S. Bach, p. 31; cfr. G. Brelet, Le Temps m usi
cal, 1 vol., pp. 259 a 364.
304 G ranet (op. cit., p. 214) muestra la explícita relación en China del calendario y
de los doce tubos de bambú productores de las doce sonoridades fundamentales.
I;i danza», blande con una mano el pequeño tambor que ritma la ma
lí ¡íestación del universo y con la otra la llama del sacrificio. Danza ro
deado por una aureola de llamas (prabhá-mandala). Y desde ese mo
mento, podemos completar la hermosa expresión de Zimmer 305, cuan
do escribe que «la rueda del tiempo es una coreografía», añadiendo
que toda coreografía rítmica es erótica. Erótica no sólo en el sentido de
míe muchas danzas sean directamente una preparación o un sustituto
«leí acto del amor 306, sino también porque la danza ritual desempeña
siempre un papel preponderante en las ceremonias solemnes y cíclicas
míe tienen por meta asegurar la fecundidad y sobre todo la perennidad
del grupo social en el tiempo. Danzas del Siguí entre los dogones, Sha-
lako de los zuñi así como Pilú de los neocaledonios307, tienen por do
ble misión instaurar la repetición cíclica de la fiesta y por el ritmo de la
danza la fructífera continuidad de la unidad de la sociedad. Ritual má-
gico de fecundidad, pero también símbolo erótico de la unidad por el
liuno, así aparece la danza especialmente en esta reflexión de un cana
to donde se observará la alusión al isomorfismo del hilo y del tejido:
«Nuestras fiestas... son el movimiento'de la aguja que sirve para unir
l.is partes de la techumbre de paja para hacer un solo techo, una sola
palabra...»308.
Esta gigantesca constelación mítica que une el fuego, la cruz, la
/meion, el giro, la sexualidad y la música nos parece resumirse en una
ñola de Granet relativa a un objeto ritual encontrado en las excavacio
nes de Lo-Lang. Este objeto está constituido por una tablilla circular de
madera dura dispuesta en una pequeña plancha cuadrada de madera
Manda. No podemos por menos que citar esta larga nota 309 en la que
la sutileza del sinólogo capta en su totalidad los matices simbólicos del
isomorfismo que acabamos de estudiar: «me limitaré a señalar... la
existencia de todo un lote de datos míticos que atestiguan la relación
del tema del fu eg o 310 y de los temas del giro, de la rueda y del pivote
unidos a los temas del balancín, del mástil de cucaña, del gnomo. Se
encontrará311 la indicación de la relación de algunos de estos temas con
l.i anoción de Tao y con las prácticas hierogamicas... en relación... con
una ordenación de números que evocan la swástica... el tema de las ho
gueras avivadas aparece vinculado a todo un conjunto de prácticas y de
metáforas en relación con la idea de hierogamia.y> Y Granet312 comple-
w,‘) Z immer , op. cit., p. 149; cfr. papel del dios mexicano Macuilxochitl, dios del
‘«mol, de la danza y de la música; cfr. SouSTELLE, op. cit., p. 42. Cfr. J . P. B a y a r d , op.
. pp. 72, 175, 205, 216, 218.
'(,í’ J. C uisinier, op. cit., pp. 17-30.
u,/ Cfr. G riaujle, M asques Dogons, pp. 166, 198, 204; C a zen euv e , Les D ieux dan-
\i ni a Cíbola, pp. 184 y ss.; L e en h a r d t , N otes d'ethnographie, pp. 160, 163, 171.
Citado por L e en h a r d t , op. cit., p. 118.
'(N G ranet, op. cit., p. 200, nota 2.
’ 1,1 La cursiva es nuestra, G. D.
m Cfr. G r a n e t , op. cit., p. 319.
' L! Cfr. G r a n e t , op. cit., pp. 124-209.
ta esta constelación puesta de manifiesto en la nota citada, añadiéndole
sus componentes musicales: el utensilio adivinatorio de que acaba de
tratarse va siempre unido al tubo acústico que da la nota inicial de la
escala china. La escala pentatónica china reúne, por otra parte, el sim
bolismo crucifero y cósmico puesto que sus cinco notas forman «un cru
ce que se convierte en símbolo del centro y de las cuatro estaciones-
orientes»; tanto así que, con motivo, «los antiguos sabios consideraban
como cuestiones vinculadas los problemas relativos a la teoría musical y
a la disposición del calendario...»313. Vemos, pues, finalmente que to
das las ensoñaciones cíclicas relativas a la cosmología, a las estaciones, a
la producción xílica del fuego y al sistema musical y rítmico, no son
más que epifanías de la rítmica sexual.
Nos vemos obligados a hacer dos observaciones a propósito de la
tecnología rítmica que acabamos de estudiar. Vemos, ante todo, que la
mayor parte de los instrumentos técnicos del primitivo: huso, torno,
rueda de carro, torno de alfarero, batidora, pulidora y finalmente araní
o encendedor por fricción314, han salido del esquema imaginario de un
ritmo cíclico y temporal. Toda técnica empieza por una ritmología, y
especialmente la de las dos invenciones más importantes para la huma
nidad: el fuego y la rueda. De ahí la segunda observación: que estos
modelos técnicos del ritmo circular, estructurados por el engrama del
gesto sexual, van a liberarse poco a poco del esquema del eterno volver
a empezar para alcanzar una significación mesiánica: la de la produc
ción del Hijo, de quien el fuego es prototipo. La filiación vegetal o ani
mal sobredetermina la «producción» técnica, y la inclinan hacia una
nueva modalidad del dominio del tiempo. La noción primitiva de «pro
ducto» vegetal, animal, obstetricio o pirotécnico, suscita los símbolos
de un «progreso» en el tiempo. Si hemos separado este párrafo dedica
do a las imágenes de la cruz y del fuego, del párrafo limitado a la tec
nología del movimiento cíclico, es porque, con la reproducción del fue
go aparece una nueva dimensión simbólica del dominio del tiempo. El
tiempo no es ya vencido por la simple seguridad del retorno y de la re
petición, sino porque de la combinación de los contrarios brota un
«producto» definitivo, un «progreso» que justifica el devenir mismo,
porque la irreversibilidad misma es dominada y se vuelve promesa. Así
como la ensoñación cíclica se ve rota por la aparición del fuego que su
pera los medios de su propia producción, ahora vamos a ver que la
imaginación del árbol, provocada por los esquemas verticalizantes,
rompe a su vez progresivamente la mitología cíclica en la que se ence
rraba la imaginación estacional del vegetal. Puede decirse que tanto
por la fenomenología del fuego como por la del árbol, se capta el paso
desde arquetipos puramente circulares a arquetipos puramente sintéti-
m ( -ir. B a c h el a r d , A ir , p. 231.
Cfr. É lia d e , Traite , p. 245; cfr. Ezeq., 47; Apocap. XXII, 1-2.
' | ! Cfr. P r z y lu sk i , op. cit., pp. 80, 90; cfr. O . V ie n n o t . nt>. cit., pp. 26, 27, 84,
rio de las tecnologías primitivas de la construcción que transforman el
árbol en viga o en columna, sino que también es el medio técnico que,
metamorfoseando la madera en encendedor, el árbol en cruz, transmu
ta el simbolismo xílico en ritual creador del fuego. La continuidad de
la evolución del arquetipo del árbol no se hace en el sentido racional
que el historiador de las religiones quiere darle después, so pretexto de
que numerosas civilizaciones parecen haber sido nómadas antes de ha
berse establecido en costumbres sedentarias y agrarias, sino en el senti
do absolutamente contingente motivado por el descubrimiento del
fuego y de los medios de encenderlo. Es posible que, en tanto que ve
getal, el árbol haya preparado el culto de la vegetación, pero es cierto
que en tanto que madera que sirve para producir y mantener el fuego,
el árbol se anexionó inmediatamente al gran esquema del frotamiento
rítmico.
Sea como fuere, en ambos casos, como columna o como llama, el
árbol tiene tendencia a sublimarse, a verticalizar su mensaje simbólico.
Los lugares sagrados más arcaicos, centros totémicos australianos, tem
plos primitivos semíticos y griegos, hindúes o prehindúes de Mohenjo-
Daró están constituidos por un árbol o un poste de madera asociado a
un betilo318. Se trataría de una «imago-mundi», de un jeroglífico, sím
bolo de la totalidad cósmica en el cual la piedra representa la estabili
dad, mientras que el árbol significa el devenir. Con frecuencia, a este
conjunto se une, como comentario, el glifo de las fases lunares319.
A veces se produce la contracción de dos símbolos en uno sólo: éste se
ría el significado de los mojones latinos, que representan a Término
«arraigado», y al que se ofrecen sacrificios sangrientos 320. Entre los se
mitas, la Gran Diosa se asimila a la Ashéra, la estaca sagrada que en
ciertos casos se reemplaza por una columna de piedra321. A veces sólo el
betilo está asociado a un jeroglífico lunar, otras veces es la columna de
piedra la que se transforma en árbol acompañada del jeroglífico lunar,
especialmente en la iconografía caldea y asiria 322. Por último, el árbol
puede estar flanqueado por dos animales, o por dos columnas 323.
Przyluski ha estudiado muy minuciosamente esta relación frecuente en
tre el árbol, la flor y la columna de piedra tanto en el siglo IX antes de
nuestra Era en el arte siriofenicio como en Babilonia, en Egipto, en
318 Cfr. H. G. R., I, pp. 109, 130, 146, y É lia d e , Traite, p. 236; cfr. P r z y lu sk i , Par-
ticipation, p. 41 y Jerem ., II, 20, XVII, 1-3.
319 Cfr. H a r d in g , op. cit., 53 y ss. Sobre el Yupa (poste artificial), cfr. O. V ie n n o t ,
op. cit., pp. 41-54.
320 Cfr. P ig a n io l , op. cit., p. 96. Sobre el origen «sabino» de Terminus, cfr. G rim al ,
op. cit., art. «Terminus».
321 Cfr. P r z y lu sk i , Grande Déesse, p. 89; cfr. ]erem ., II, 27; cfr. J u n g ,, Libido,
p. 210; cfr. G u é n o n , Symb. croix, p. 77.
322 Cfr. H a r d in g , op. cit., pp. 126, 130.
323 Cfr. H arding , op. cit., pp. 142, 227; cfr. Z immer, op. cit., pl. III, fig. 8, p. 32;
cfr. O. Viennot, op. cit., pp. 26, 27, 84.
(necia en Irán o en las Indias 324. Casi en todas partes, en los monu
mentos de estas culturas antiguas, se encuentra asociada la columna
bien al datilero o al loto sagrado, o bien a los dos a la vez. En tales
ejemplos se ve con claridad cómo el arquetipo del árbol es frecuentado
i mistan temen te por las acepciones ascensionales de los betilos y de las
piedras fálicas que hemos estudiado anteriormente 325. El árbol-
lolumna viene a estructurar la totalización cósmica ordinaria de los
nimbólos vegetales por un vector verticalizante. El pilar de Sarnath reú
ne en su verticalidad las figuras animales, y los diversos capiteles loti-
1ni mes de las columnas hipóstilas sintetizan las diversas fases del des
atollo de la flor: yema, corola abierta, pétalos marchitos. Por tanto, a
lo que nos invita el árbol-columna es a una totalización cósmica, pero
insistiendo en la verticalidad progresiva de la cosmogonía 326.
1.a imagen del árbol se presenta siempre bajo el doble aspecto de
irsumen cósmico y de cosmos verticalizado. Así pues, el árbol será el ti
po mismo del hermafrodita, a la vez Osiris muerto y la diosa Isis, la
A\/><ra al mismo tiempo Dios padre y Diosa madre 327. El árbol repre
sentará fácilmente el producto del matrimonio, la síntesis de ambos se
nos el Hijo. El Gargantúa popular, en tanto que hijo, está ligado al
simbolismo del árbol; los Kyrióles, ramos silvestres que se agitan en
Pentecostés en las procesiones, se llaman en nuestros campos «Gargan-
lii.ii>, y son prototipos de todos los «ramos» de la cristiandad. La icono-
gialia representa a Gargantúa, o a su doblete cristiano San Cristóbal,
ionio Hércules, con un tronco de árbol en la mano, como encina po-
iltiil.i en el cabo Fréhel o como haya arrancada de la tierra en el
Vel.iy ' ’H. El simbolismo del árbol recoge, pues, de modo creciente, to
dos los símbolos de la totalización cósmica. Ya sea el árbol de la tradi-
i ion india, el árbol lunar de los mayas o de los Yakutas, el árbol Kiska-
im babilónico, el Yaggdrasil de la tradición nórdica, el árbol lunar y el
Ai bol solar de la tradición alquímica, el árbol es siempre símbolo de la
totalidad del cosmos en su génesis y en su devenir329. El Kiskana babi-
lonuo crepita de simbolismos cósmicos que le adornan: rombos, cápri
dos, astros, pájaros y serpientes. En Mohenjo-Daro, igual que entre los
‘-’ 1 < ir. P r z y lu sk i , op. cit., pp. 67, 69 y ss.; cfr. O. V ie n n o t , op. cit., pp. 35,
41.
w"' ( :ií. supra, pp. 122 y ss.
*''• Juno (Libido, p. 210), relaciona el «Pal» —palios — de madera, símbolo de Ce-
lin di (.alona o Priapo, con «phalanx», poste, con «phalos», luminoso, y finalmente con
•|i!hdc •.<*, talo.
( Ir. P r zy lu sk i , op. cit., pp. 81, 82, 86; cfr. O. V ie n n o t , op. cit., pp. 52, 53.
Niiliii la bisexualidad del árbol entre los Canacos («diro» y palmeras machos opuestas al
•Mui» y Lis eritrinas hembras), cfr. L e en h a r d t , N otes d'ethnologie, pp. 21 y ss. Cfr.
|i| V. I; VI, 1, 3.
*•" ( ír. D o n t en v ill e , op. cit., p. 48.
< Ir. Hu a d e , Traite, pp. 238-239, 248; cfr. sobre el árbol alquímico, G rillot d e
lim o , op. cit., pp. 324, 388, 395 (figs. II, III, VI), 400, 404, 407, 414; cfr. H u t in , op.
tu , p /o.
Nagakkal dravidianos, bóvidos y serpientes y pájaros se hacinan en tor
no del árbol central 330 o sobre él. Entre los Bambara, el árbol Balenza
es un avatar del demiurgo primitivo Pemba. Tal como en la iconografía
paleo-oriental que vincula el árbol a la columna, el Balanza está asocia
do al Pembele, tronco-madero que representa —a través de concepcio
nes numerológicas ternarias y cuaternarias— a Pemba el Creador, el
Andrógino primordial que se ha «separado de su parte femenina para
que sus dos principios puedan unirse como macho y hembra»331. El ob
jeto en su conjunto, escribe Dieterlen, es la imagen del Universo, y se
llama Ngala, «Dios», porque es la totalidad de todas las potencias
—nyama— familiares, hereditarias y agrícolas. Yaggdrasil, el árbol de
las leyendas nórdicas, se presenta con los mismos atributos de cosmici-
dad, es «el árbol cósmico por excelencia» 332, cuyas raíces se hunden en
el corazón de la tierra, cuyo ramaje resguarda la fuente de juventud,
cuya cepa está regada por las Nornes, y en el cual anida toda la crea
ción, con la víbora al pie y el águila en la copa. La rivalidad entre la
serpiente y el pájaro viene a dramatizar y a verticalizar esta gran ima
gen cósmica. Hay que subrayar, en efecto, la constante yuxtaposición
del simbolismo del árbol y del arquetipo del pájaro, tanto en ciertos
textos upanishádicos como en la parábola evangélica del «grano de
mostaza», tanto en la tradición china como en el árbol Peridex de la
iconografía medieval» 333. Toda fronda es invitación al vuelo.
Por su verticalidad, el árbol cósmico se humaniza y se convierte en
símbolo del microcosmos vertical que es el hombre, como lo muestra
Bachelard apoyándose en el análisis de un poema de Rilke 334. El
Bagbavad-Gítd asimila igualmente el árbol al destino del hombre, es
tando el árbol cósmico, en este último caso, integrado en una técnica
del alejamiento de la vida cósmica, simbolizada por el consejo de cortar
el árbol desde su raíz. En otro pasaje 335 el árbol es realmente la totali
dad psicofisiológica de la individualidad humana: su tronco es la inteli
gencia, sus cavidades interiores los nervios sensitivos, sus ramas las im
presiones, sus frutos y sus flores las buenas y las malas acciones. Esta ,
humanización del árbol podría estudiarse asimismo en la iconografía»,
porque si el árbol se hace columna, a su vez la columna se hace esta
tua, y toda figura humana esculpida en la piedra o en la madera es una
metamorfosis al revés. Habíamos comprobado 336 que el papel meta-
morfosizador del vegetal es, en muchos casos, prolongar o sugerir la
330 Cfr. P r z y lu sk i , op. c i t p. 80; cfr. V ie n n o t , op. cit., pp. 26, 84.
331 G . D ieter len , Religión des Rumbaras , p . 36.
332 E li a d e , Traite, p. 241. Bello ejemplo de árbol cósmico que une el cielo a la tie
rra, en un mito Matako contado por Métraux y a través del cual se transluce el isomorfis-
mo con el fuego. Cfr. M é t r a u x , Histoire du Monde, p. 509-
333 Cfr. G u é n o n , o p . cit., p. 83.
334 Cfr. B a c h e l a r d , Air, pp. 237, 250; cfr. A. M. S c h m id t , op. cit., pp. 14 y ss.
333 Bagh. Gita, XV, 1-3.
336 Cfr. supra, pp. 283 y ss.; cfr. Él ia d e , Traite, p. 239.
prolongación de la vida humana. El verticalismo facilita mucho este
•< ircuito»337 entre el nivel vegetal y el humano, porque su vector viene a
ir forzar aún más las imágenes de la resurrección y del triunfo. Y si
I )cm artes compara la totalidad del saber humano con un árbol, Bache-
la id pretende que «la imaginación es un árbol» 338. Nada es, pues, más
liaicrno y halagador al destino espiritual o temporal del hombre como
lompararse a un árbol secular, contra el que el tiempo nada puede,
ion el que el devenir se hace cómplice de la majestad de las frondas y
de la belleza de las floraciones.
Por eso no resulta sorprendente comprobar que la imagen del árbol
rs siempre inductora de cierto mesianismo, de eso que podríamos lla
mar el «complejo de Jessé». Todo progresismo es arborescente. El mito
de los tres árboles, tal como aparece en ciertos evangelios y apocalipsis
apódifos, no es más que un doblete del mito de las tres edades 339.
( ijando Seth va al Paraíso a implorar el perdón de su padre se ve sor-
pie ndido por una triple visión: la primera vez, ve un árbol seco encima
de un río; la segunda, una serpiente enroscada en torno a un tronco; la
leñera, el árbol crece y se alza hasta el cielo llevando un recién nacido
en sus ramas. El ángel da a Seth tres semillas del fruto del árbol fatal
<|iic probaron los padres, y de estas tres semillas germinan los tres árbo
les (juc más tarde servirán para fabricar la cruz del suplicio. Este mito
lepen ute, de forma lejana en todos los Paisajes de los tres arboles, des
de el bello aguafuerte de Rembrandt a la hermosa aguada de V. Hugo.
l,o (juc se debe advertir es que el árbol se asocia míticamente a tres fa-
m's que se encadenan progresivamente y simbolizan, más que un ciclo,
la Ilistona mesiánica del pueblo judío. Por estas imaginarias razones to-
d.i evolución progresiva se representa bajo los rasgos del árbol ramoso,
ya sean los árboles genealógicos tan gratos a los historiadores, o el ma
jestuoso árbol de la evolución de las especies, grato a los biólogos
rvolui ionistas 340. No obstante, no hay que creer que el árbol se libre
tan fácilmente de sus vinculaciones cíclicas. Todo progresismo se ve
Mc mprc seducido por la comparación histórica, es decir, por una ad ic i
dad comparativa. Cierto que, si para los antiguos judíos el ólam hab-
A/, «el siglo futuro», debe reemplazar irremediablemente al reino de
las tinieblas, el ólam hazzeh, el siglo presente, cuyo Príncipe es Satán,
Vaunque ya Daniel y Esdras341 introducen en la meditación del devenir
una nota polémica que permite pasar del ciclo caro a todas las astrobio
logías de la antigüedad a la verticalidad del árbol, no obstante, en este
monoteísmo hebraico, inductor tan fácil de concepciones trascendentes
V de imágenes diabéticas, tras el mesianismo verticalizante de la histo-
330 Cfr. Przyluski, op. c i t p. 80; cfr. V iennot, op. cit., pp. 26, 84.
331 G. D ieterlen, Religión des Bam baras, p. 36.
332 É liade, Traite, p. 241. Bello ejemplo de árbol cósmico que une el cielo a la tie
rra, en un mito Matako contado por Métraux y a través del cual se transluce el isomorfis-
mo con el fuego. Cfr. Métraux, Histoire du Monde, p. 509.
333 Cfr. G uénon , op. cit., p. 83.
334 Cfr. B achelard, Air, pp. 237, 250; cfr. A. M. S chmidt, op. cit., pp. 14 y ss.
333 Bagh. Gítá, XV, 1-3.
336 Cfr. supra, pp. 283 y ss.; cfr. Éliade, Traite, p. 239.
prolongación de la vida humana. El verticalismo facilita mucho este
•i iraí ito»337 entre el nivel vegetal y el humano, porque su vector viene a
ir (orzar aún más las imágenes de la resurrección y del triunfo. Y si
I )cm artes compara la totalidad del saber humano con un árbol, Bache-
laid pretende que «la imaginación es un árbol» 338. Nada es, pues, más
liaicrno y halagador al destino espiritual o temporal del hombre como
mmpararse a un árbol secular, contra el que el tiempo nada puede,
ton el que el devenir se hace cómplice de la majestad de las frondas y
dr la belleza de las floraciones.
Por eso no resulta sorprendente comprobar que la imagen del árbol
rs siempre inductora de cierto mesianismo, de eso que podríamos lla
mar el «complejo de Jessé». Todo progresismo es arborescente. El mito
i Ir los tres árboles, tal como aparece en ciertos evangelios y apocalipsis
apóuifos, no es más que un doblete del mito de las tres edades 339.
( .liando Seth va al Paraíso a implorar el perdón de su padre se ve sor-
piendido por una triple visión: la primera vez, ve un árbol seco encima
de un río; la segunda, una serpiente enroscada en torno a un tronco; la
(enera, el árbol crece y se alza hasta el cielo llevando un recién nacido
en sus ramas. El ángel da a Seth tres semillas del fruto del árbol fatal
que probaron los padres, y de estas tres semillas germinan los tres árbo
les que más tarde servirán para fabricar la cruz del suplicio. Este mito
lepen ute, de forma lejana en todos los Paisajes de los tres arboles, des
de el bello aguafuerte de Rembrandt a la hermosa aguada de V. Hugo,
l o que se debe advertir es que el árbol se asocia míticamente a tres fa-
*es que se encadenan progresivamente y simbolizan, más que un ciclo,
la historia mesiánica del pueblo judío. Por estas imaginarias razones to-
du evolución progresiva se representa bajo los rasgos del árbol ramoso,
ya sean los árboles genealógicos tan gratos a los historiadores, o el ma
jes! uoso árbol de la evolución de las especies, grato a los biólogos
evolui ionistas 340. No obstante, no hay que creer que el árbol se libre
tan fácilmente de sus vinculaciones cíclicas. Todo progresismo se ve
siempre seducido por la comparación histórica, es decir, por una ad ic i
dad comparativa. Cierto que, si para los antiguos judíos el ólam hab-
A/, «el siglo futuro», debe reemplazar irremediablemente al reino de
las tinieblas, el ólam hazzeh, el siglo presente, cuyo Príncipe es Satán,
Vaunque ya Daniel y Esdras341 introducen en la meditación del devenir
una nota polémica que permite pasar del ciclo caro a todas las astrobio
logías de la antigüedad a la verticalidad del árbol, no obstante, en este
monoteísmo hebraico, inductor tan fácil de concepciones trascendentes
V de imágenes diabéticas, tras el mesianismo verticalizante de la histo-
Daniel, X, 13; II, Esdras, IV, 26; VI, 20, 12; VIII, 1.
ria reaparece la tenaz creencia en el siglo del «milenium» 342. En las par
tes más recientes del Libro de Enocb y en los Salmos de Salomón «se
declara que el reino mesiánico sólo tendrá una duración limitada» 343.
Para Esdrás esta duración sería aproximadamente medio siglo, para
Enoch mil años. Se trata, por tanto, en este milenio, «de una transfor
mación de la vieja espera judía de un eterno reino mesiánico estableci
do sobre esta tierra» 344. Añadiremos que esta transformación nos parece
una tentativa más o menos consciente de inclinación hacia las condicio
nes cíclicas de los eones benéficos y maléficos. La imagen altiva del ár
bol no puede separarse nunca completamente de su contexto estacional
y cíclico, y las mitologías, como las religiones, han buscado desespera
damente el árbol que no tenga en sí nada de caduco y escape a los rigo
res pasajeros de las fases invernales.
Por último, la iconografía imaginaria del árbol presenta una figura
ción muy curiosa que es, además, llamada al simbolismo cíclico en el
seno de las aspiraciones verticalizantes. Es la imagen del árbol inverti
do, que corresponde en parte a la inversión que habíamos señalado a
propósito de la bisexualidad de la serpiente345, y que nos parece muy
característica de la ambivalencia del simbolismo cíclico. El árbol cósmi
co de los Upanishads, por ejemplo, hunde sus raíces en el cielo y ex
tiende sus ramas sobre la tierra 346. Este árbol dialectizado representaría
la manifestación de Brahma en el cosmos, es decir, la creación imagina
da como procesión descendente 347. Esta imagen del árbol invertido
puede encontrarse en la tradición sabea, en el esoterismo seflrótico, en
el Islam, en Dante, así como en ciertos rituales lapones, australianos e
islandeses 348. Este árbol invertido, insólito, que choca con nuestro sen
tido de la verticalidad ascendente, es signo de la coexistencia, en el ar
quetipo del árbol, en el esquema de la reciprocidad cíclica. Es pariente
próximo del mito mesiánico de los tres árboles en el que el último ár
bol invierte el sentido del primero: Ipse lignum tune notavit. Damna
ligni ut solveret349, y rehace en sentido inverso la procesión creadora,
siendo la redención mesiánica el doblete invertido, ascendente, de un
descenso, de una caída cosmogónica.
De este modo, el arquetipo del árbol y su sustancia, la madera que
sirve para hacer el poste-columna, y también la cruz de donde brota el
fuego, es, en nuestra opinión, ejemplo de una ambivalencia en la que
se acentúan los valores mesiánicos y resurreccionales, mientras que la
342 Cfr. L a n g t o n , D ém onol., p. 227.
343 L a n g t o n , op. cit., p . 226.
344 L a n g t o n op. cit., p. 227.
345 Cfr. su pra , p. 305. Sobre «el árbol invertido» y su bibliografía védica, consúltese
O. V ie n n o t , pp. 32 y ss.
346 K a t h U p a n ., VI, I; Maitri. Upan., VI, 7.
347 Cfr. É lia d e , Traite, pp. 239-240.
348 Cfr. É lia d e , op. cit., pp. 241.
349 Himno «Crux fidelis», liturgia católica de la Pasión; cfr. G u é n o n , Symb. de la
croix, p. 80.
imagen de la serpiente parecía propiciar más bien el sentido laberíntico
y funerario del ciclo. El árbol no sacrifica y no implica ninguna amena
za; es sacrificado, leña quemada del sacrificio, siempre bienhechora in-
<luso cuando sirve para el suplicio. Y si el árbol, como el ciclo ofidiano
0 zodiacal, sigue siendo medida del tiempo, es medida orientada por
la verticalidad, individualizada hasta propiciar la única fase ascendente
del ciclo. Esta implicación nueva es la que somete el destino del árbol
al del hombre. Lo mismo que el hombre es animal vertical, ¿no es el
ai bol lo vertical por excelencia? Las encinas más antiguas llevan nom
ines propios, como los hombres. Por tanto, el arquetipo temporal del
ai bol, al tiempo que conserva tanto los atributos de la ciclicidad vege-
ial y de la ritmología lunar y técnica cómo las infraestructuras sexuales
de este último, ve cómo el simbolismo del progreso en el tiempo pre
domina sobre él gracias a las imágenes teleológicas de la flor, de la ci
ma, de ese Hijo por excelencia que es el fuego. Todo árbol y toda ma
licia, mientras sirva para hacer una rueda o una cruz, sirve en última
instancia para producir el fuego irreversible. Por estos motivos, en la
imaginación todo árbol es irrevocablemente genealógico, indicativo de
un sentido único del tiempo y de la historia que será cada vez más difí-
1il de invertir. Así es como el bastón retoñante del juego del Tarot lin
da ion el cetro en el simbolismo universal y se confunde fácilmnete con
los arquetipos ascensionales y con los de la soberanía. Y si el símbolo
del árbol vuelve a guiar al ciclo hacia la trascendencia, podemos com-
piobar que, a nuestra vez, hemos cerrado en sí mismo el inventario de
valorizaciones arquetípicas positivas que, derivadas de la insurrección
polémica contra los aspectos del tiempo, de una revuelta «esencial» y
abstracta, conduce a una trascendencia encarnada en el tiempo que,
puniendo de una soberanía estática sobre el tiempo por la espada y el
simbolismo geométrico del «huir de aquí», nos lleva a una colaboración
dinámica con el devenir que hace de éste el aliado de toda maduración
y de todo crecimiento, el tutor vertical y vegetal de todo progreso.
III, E st r u c t u r a s s in t é t ic a s d e l o im a g in a r io
Y ESTILOS DE LA HISTORIA
lis muy difícil analizar las estructuras de esta segunda categoría del
lu i'iwen Nocturno de la imagen. Éstas son, efectivamente, sintéticas
en iodos los sentidos de la palabra, ante todo porque integran en una
seiie continua todas las demás intenciones de lo imaginario. Más aún
que en el estudio de las estructuras místicas, nos hemos visto obligados
a abandonar en nuestro título la terminología de la psicología patológi-
i ,i, y en particular, pese al atractivo innegable de estos dos vocablos, los
mininos de «cicloide» y de «síntono» 350. Porque, mientras la enferme-
r’° K kktsch m er , K óperbau u n d Charakter; cfr. B leu ler , «Die Probleme der Schizo'í-
•ln hikI Syntonie» {Zeitschrift f ü r die gesam . Neur. undPsych., LXXVIII, 1922).
dad y su etiología parecen insistir en las fases contrastadas del compor
tamiento maníaco-depresivo, el estilo de las imágenes que acabamos de
estudiar se centra más bien sobre la coherencia de los contrarios, sobre
la «coincidentia oppositorum». No obstante, debemos señalar que los
psicólogos han encontrado las mismas dificultades diagnósticas cuando
han tratado de trazar el cuadro coherente de los síndromes de la ciclo-
dia o de la psicosis maníaco-depresiva. Bohm351 observa, en el test de
Roschach, que es casi imposible obtener un protocolo global de los sín
dromes cicloides: los contrarios que el estado cicloide pone en juego se
anulan reícprocamente y hacen ínfimos los desvíos de la norma. Por eso
el diagnósticador recomienda hacer dos listas, una para los estados de
presivos, otra para los síntomas hipomaníacos. Ahora bien, esta dicoto
mía es lo que querríamos evitar al analizar las estructuras de síntesis,
dicotomía que amenaza precisamente con matar la síntesis. No obstan
te, el diagnosticador 352 llega a detectar un estado sui generis de la psi
cosis maníaco-depresiva en su aspecto global, diagnóstico negativo y
por exclusión, desde luego, pero que sin embargo permite hacer cons
tar que jamás se observa el choque negro o el choque color en los esta
dos cicloides graves. Ahora bien, es excelente comprobar también que
las estructuras sintéticas eliminan cualquier choque, cualquier rebelión
ante la imagen, aunque sea nefasta y terrorífica; y que, por el contra
rio, armonizan en un todo coherente las contradicciones más fla
grantes.
Tal es, en nuestra opinión, la primera estructura sintética: una es
tructura de armonización de contrarios. Desde luego, ya habíamos
comprobado (y ése es quizá uno de los rasgos generales de toda imagi
nación en el Régimen Nocturno) el profundo acuerdo con el ambiente,
que va hasta la viscosidad, de las estructuras místicas 353. La imaginación
sintética, con sus fases contrastadas, estará, si es posible, más aún bajo
el régimen del acuerdo viviente. No se tratará ya de la búsqueda de
cierto reposo en la adaptabilidad misma, sino de una energía móvil
en la que adaptación y asimilación conciertan armónicamente 354.
Minkowsky 355 ha observado muy bien esta voluntad de armonización
en la sintonía cuando escribe que en el síntono la intuición de la medi
da y de los límites «redondea por doquier los ángulos» y que «la vida
de síntono puede compararse a las ondas». Por eso, como ya habíamos
observado 356, una de las primeras manifestaciones de la imaginación
sintética, que da el tono a la estructura armónica, es la imaginación
musical. Porque la música es esa meta-erótica cuya función esencial es a
la vez conciliar contrarios y dominar la fuga existencial del tiempo.
370 Sobre el aspecto sintético de la novela y del «momento novelesco», cfr. G. Du-
RAND, Le Décor m ythique , «Conclusión».
371 E. Souriau ha hecho un excelente estudio de esta «combinatoria dramática»; cfr.
E. S ouriau, op. cit., pp. 94 y ss.: «No habría drama sin embargo si la tendencia no en
contrara ningún obstáculo..., la fuerza de la tendencia sólo es dramática cuando encuen
tra resistencia.»
372 Cfr. supra, p. 267.
Ilus tic la historia en la prolongación de toda ensoñación cicloide y rít-
inm i Tanto los historiadores del progreso como Hegel o Marx, y los
li Mor iadores de la decadencia como Spengler proceden de la misma
lumia, que consiste a la vez en repetir fases temporales que constituyen
lili cicio, y al mismo tiempo en contrastar dialécticamente las fases del
ií< lo constituido de ese modo. Tanto para Hegel como para Marx, la
lihioria presenta fases bien claras de tesis y de antítesis; para Spengler
que inconscientemente toma su vocabulario clasificador de la astro
biología— la historia ofrece a la meditación «estaciones»373 de vida y de
miiene, primaveras e inviernos bien caracterizados. Para todos, estos
mui rustes tienen el poder de repetirse, de cristalizar en verdaderas
mnstantes históricas. El modo del pensamiento historiador es el del
siempre posible presente de narración, de la hipotiposis del pasado. La
•mmprehensión» en historia, ¿no procede acaso del hecho de que yo
•uempre pueda derivar mi reflexión presente y la trama de mi medita-
i lón del hilo de las décadas pasadas? La analogía o la homología cam-
Iii;i simplemente de nombre y se llama aquí método comparativo. En
rl presente de narración es donde se reconoce la estructura historiadora.
N<> obstante la repetición cíclica de las antítesis por el artificio de la hi-
poiiposis no basta para caracterizar esta estructura. Lo imaginario nece-
mi.i más que un presente de narración y la comprensión exige que las
mniradicciones se mediten al mismo tiempo y desde el mismo aspecto
rti una síntesis. Sobre este factor ha insistido claramente Dumézil 374. El
piolo tipo representativo de la gestión historiadora parte siempre de un
esluerzo sintético para mantener al mismo tiempo en la conciencia tér
minos antitéticos. Esta estructura sintética tanto de la historia como de
la leyenda, aparece en el famoso relato de la fundación de Roma y de
l.i <reación de las instituciones romanas a partir de la guerra sabina: Ro
ma se funda en efecto, como síntesis de dos pueblos enemigos, consi
gue la existencia histórica por la reconciliación de dos reyes adversarios,
Kómulo y Tito Tacio, síntesis que se repite y se prolonga en el herma
namiento jurídico de las instituciones forjadas por Rómulo y de las ofre-
i idas por Numa 375. Esta síntesis histórica se manifiesta también por la
pareja antitética de Tulo Hostilio el guerrero y Anco Marcio el funda
dor del culto de Venus, el restaurador de la paz y de la prosperidad.
V finalmente, la sociología funcional y tripartita, modelo de toda la
política indoeuropea, no es más que un residuo de la meditación histo-
nadora, espontáneamente sintética, olvidada de ciertas verdades en be
neficio de un mito del tiempo histórico concebido como «el gran recon-
i iliador» 376. El mismo proceso totalizador se encuentra en la historia le
gendaria de las divinidades hindúes, en las cuales Indra equilibra a Va-
377 Cfr. op. cit., pp. 141-142; cfr. supra, pp. 236 y ss.
378 Cfr. D umézil, Indo-Europ., p. 170; Servias, pp. 65-68, 190.
379 Cfr. C e l l ie r , op. cit., pp. 47-51.
380 Cfr. Merleau-Ponty , Les Aventures de la dialectique, especial m. pp. 81 y ss. y
280.
381 M ic h e l e t , Histoire de la Révolution frangaise, IV, I, p.
na es una sucesión de edades, de poblamientos sucesivos. Cuando aún
la historia no es completamente mesiánica, ya es épica 382. Esta intui-
<ión progresiva del escalonamiento de las edades parece haber consti-
iuido también la base de la filosofía de los Maya-Quiché. En la cultura
Maya aparece claramente el personaje del Héroe cultural, del Hijo que,
en el curso de peripecias y de avatares cíclicos, llega finalmente a triun
far de las emboscadas y a instaurar el sol de la «Cuarta edad», en el fi
nal culminante de la civilización Maya 383. Por supuesto, el mesianismo
judío y su prolongación cristiana viene a ilustrar aún más claramente
e s t e estilo de la historia, puede decirse incluso 384 que para la mentali
dad judeocristiana el estilo mesidnico eclipsa enteramente el estilo ex
haustivo de las formas indoeuropeas de la historia: la tripartición fun-
lional, residuo sociológico del esfuerzo sintético, se borra en beneficio
de la igualdad ante los designios de la Providencia. «El pequeño pastor
David mata al campeón filisteo en el campo de batalla y pronto se con
vertirá en el ungido del Señor...» 385. Quizá un cierto parentesco entre
e s t e mesianismo judío y el estilo épico indoeuropeo de los romanos y
de los celtas será lo que explica la rápida difusión del cristianismo en el
Imperio romano y en los pueblos celtas. Podría decirse, por último,
que la continuidad entre las leyendas progresistas judeoromanas por un
lado y las modernas mitologías de la revolución, ha sido asegurada con.
rara constancia por los alquimistas. La alquimia es a la estructura pro
gresista lo que la astrobiología a la estructura de armonización de los
contrarios. Como escribe lúcidamente Éliade: «En su deseo de sustituir
al tiempo, los alquimistas han anticipado lo esencial de la ideología del
mundo moderno»386, porque el opus alchymicum parece ser ante todo
un proceso de aceleración del tiempo y de dominio completo de esta
aceleración. «La alquimia ha legado mucho más al mundo moderno
que una química rudimentaria: le ha transmitido su fe en la transmu-
ración de la Naturaleza y su ambición de dominar el Tiempo» 387. Sin
detenernos más en la alquimia, cuyos resortes imaginarios hemos exa
minado en el camino, dejamos para concluir constancia de que hay un
estrecho parentesco progresista entre la exaltación épica, la ambición
mesiánica y el sueño demiúrgico de los alquimistas.
En resumen, podemos decir que esta segunda fase del Régimen
Nocturno de lo imaginario, que agrupa las imágenes en torno de los
arquetipos del «denario» y del «bastón», nos revela, pese a la compleji
382 Cfr. D u m é ZIL, lndo-Europ, p. 172; Servius, p. 65;./. M. Q., III, p. 181.
383 Cfr. R. G ir a r d , op. cit., p . 31.
384 Cfr. D u m é ZIL, lndo-Europ., p. 240.
385 Op. cit., p. 241; cfr. J. GuiTTO N , Le Temps et ¿ ’Etermté chez Plotin et saint
Agustín.
386 Cfr. p. 179-
É lia d e , Forgerons,
387 Op. cit.,p. 180. La alquimia es, en efecto, el modelo occidental y oriental de un
progreso hacia un fin triunfante del drama químico, la astrobiología sólo es promesa de
un retorno.
dad inherente a la marcha sintética misma, cuatro estructuras bastane
claras: la primera, estructura de armonización, cuyo gesto erótico es la
dominante psicofísiológica, organiza las imágenes, bien sea en universo
musical, o bien en Universo a secas, apoyándose en la gran rítmica de
la astrobiología, raíz de todos los sistemas cosmológicos. La segunda,
estructura dialéctica, tiende a conservar a cualquier precio los contrarios
en el seno de la armonía cósmica. Por eso, gracias a ella el sistema toma
la forma de un drama, cuyo modelo son la pasión y las pasiones amoro
sas del Hijo mítico. La tercera constituye la estructura historiadora, es
decir, una estructura que ya no intenta —como la música o la cosmolo
gía— olvidar el tiempo, sino que por el contrario utiliza consciente
mente la hipotiposis que aniquila la fatalidad de la cronología. Esta es
tructura historiadora está en el meollo de la noción de síntesis, porque
la síntesis no se piensa sino en relación a un devenir. Por último, al po
der revestir la historia diferentes estilos, el estilo revolucionario que po
ne un punto final ideal a la historia inaugura la estructura progresista e
instala en la conciencia el «complejo de Jessé». Tanto la historia épica de
los celtas y de los romanos como el progresismo heroico de los mayas y
el mesianismo judío son sólo variantes del mismo estilo, cuyo íntimo
secreto nos revela la alquimia: la voluntad de acelerar la historia y el
tiempo a fin de perfeccionarlos y de hacerse dueño de ellos.
IV. M it o s y s e m a n t is m o
388 Cfr. supra , pp. 56 y ss. Cfr. P. Ricoeur , op. cit., p. 153, noción de «Símbolo
primario».
389 Aunque sea interesante comprobar cómo un mito stricto sensu anexiona de pa
sada los acontecimientos históricos importantes, como lo demuestra la comparación de
un mito caledonio referido por Leenhardt y de su lectura histórica referida por el
mito propiamente dicho, es decir, el relato que legitima tal o cual fe
religiosa o mágica; la leyenda y sus intimaciones explicativas; el cuento
popular o el relato novelesco 390. Por otro lado, no tenemos que inquie
tarnos inmediatamente por el puesto del mito en relación al ritual391.
Querríamos sólo precisar la relación que existe entre el relato mítico y
los elementos semánticos que vehicula, la relación entre la arquetipolo-
gía y la mitología. Según todo lo dicho, hemos mostrado que la forma
de un rito o de un relato mítico, es decir, de un alineamiento diacróni-
(o de acontecimientos simbólicos en el tiempo, no era nada indepen
diente del fondo semántico de los símbolos. Por eso vamos a vernos
obligados ante todo a completar el método tan sagaz establecido por
l.évi-Strauss en cuanto a la investigación mitológica, que nos llevará a
precisar la noción de estructura: sólo después de esta puntualización
metodológica podremos demostrar con dos ejemplos concretos lo bien
f undada que está una mitología inspirada por el semantismo arquetípico.
Ante todo, repetimos, rechazamos la tentación frecuente en que
cae Lévi-Strauss392 de asimilar el mito a un lenguaje y sus componentes
simbólicos a los fonemas. Tentación muy legítima, claro está, en un et
nólogo que ha dedicado parte de su vida a estudiar las relaciones de
parentesco, lo que nos ha valido el admirable libro sobre Les Structures
elémentaires de la párente. Pero tentación peligrosa cuando se aborda
un universo como el del mito, universo que no está hecho de relaciones
diacrónicas o sincrónicas, sino de significaciones comprensivas; universo
cargado de un semantismo inmediato y que sólo perturba la mediatiza-
ción del discurso. Lo que importa en el mito no es exclusivamente el
hilo del relato, sino también el sentido simbólico de los términos. Por
que si el mito, al ser discurso, reintegra cierta «linealidad del signifi
cante»393, este significante subsiste en cuanto símbolo, no en cuanto
signo lingüístico «arbitrio»394. Por eso, poco más adelante, Lévi-Strauss
dice muy bien que «podría definirse el mito como esa forma del discur
so donde el valor de la fórmula traduttore, traditore tiende práctica
mente a cero» 395. Nosotros añadiremos: porque un arquetipo no se tra-
\\ Lambert, cfr. L e e n h a r d t , Documents neo-calédoniens, pp. 60-65; cfr. P. L a m b e r t ,
Moeurs et superstitions des Neo -Calédomens, p. 301; cfr. K r a p p e , op. cit., pp. 328 y ss.
Contrariamente a lo que piensa el evemerismo, no es el documento histórico el que pro
voca el mito, sino las estructuras míticas las que captan e informan el documento arqueo
lógico.
390 Cfr. J . P . B a y a r d , Histoire des légendes, p . 10.
391 Cfr. L é v i -S t r a u s s , «Structure et Dialectique», en Anthropologie structurale,
pp. 257 y ss.; cfr. infra, p. 332.
392 I Í v i -S t r a u s s , «La Structure des Mythes», en Anthrop. struct., p. 320. Como el
mismo autor admite, «acercar el mito al lenguaje no resuelve nada».
393 Reintegración completamente relativa, porque el sincronismo que redunda un
mito anula por poco que sea la linealidad diacrónica.
394 Cfr. supra, pp. 27 y ss.; cfr. Lévy-Strauss, op. cit., pp. 105 y ss., en las que el
autor minimiza la ley lingüística de lo arbitrario del signo.
395 L é v i -S t r a u s s , op. cit., p. 2 3 2 . Cfr. L£ v i -S t r a u s s , la Pensée sauvage, p. 2 0 6 ,
donde admite con Saussure que «lo arbitrario del signo tiene grados».
duce, por tanto no puede ser traicionado por ningún lenguaje. Y si el
mito es lenguaje en toda la casa diacrónica del relato, no por eso deja
de despegarse del fundamento lingüístico sobre el que ha comenzado
por rodar.
Entonces, ¿qué necesidad hay de apelar a los «fonemas» y a los
«morfemas», es decir, a todo el aparato lingüístico para dar cuenta de
los «mitemas» que se sitúan en un «nivel más elevado»? 396. Este nivel
más elevado no es exactamente «el de la frase» como afirma Lévi-
Strauss. Es, para nosotros, el nivel simbólico —o mejor, arquetípico—
basado en el isomorfismo de los símbolos dentro de constelaciones es
tructurales. Las «grandes unidades» que constituyen los «mitemas» no
pueden reducirse, y Lévi-Strauss conviene en ello, a puras «relaciones»
sintácticas 397. Y cuando el etnólogo escribe finalmente: «En efecto,
planteamos que las verdaderas unidades constitutivas del mito no son
relaciones aisladas, sino paquetes de relaciones...», se nos parece muy
cerca de nuestra concepción del isomorfismo semántico, excepto que
para nosotros hay «paquetes», no de relaciones, sino de significados 398.
Esto lo comprueba muy bien Soustelle 399 cuando a propósito de la ex
presión del mito en lenguaje náhuatl, declara que este discurso mítico,
cuya lengua está formada por asociaciones de palabras, está constituido
«por bloques, o, si se quiere, por enjambres de imágenes cargadas de
un significado mucho más que intelectual, afectivo». En este caso con
vendría más hablar incluso de isotopismo que de isomorfismo. El mito
no se reduce a un lenguaje, ni incluso, como Lévi-Strauss quiere hacer
lo, a una metáfora, a una armonía, aunque sea musical400. Porque el
mito no es nunca una notación que se traduce o se descifra, es presen
cia semántica y, formado por símbolos, contiene comprensivamente su
propio sentido. Para expresar esta densidad semántica del mito que
desborda por todas partes la linealidad del significante, Soustelle utiliza
la metáfora del eco, o del palacio de los espejos en el que cada palabra
remite en todos los sentidos a significados acumulativos. Ciertamente,
no se trata de negar los importantes resultados obtenidos por Lévi-
Strauss401 al comparar las ecuaciones formales inducidas del sincronis
mo mítico que le permiten integrar hechos sociológicos tan dispares co
mo las relaciones de subordinación de las gallináceas a otros animales,
como «el intercambio generalizado en los sistemas de parentesco» y co
mo la dualidad de naturaleza que pertenece a ciertas divinidades.
396 A n th r o p p. 233; cfr. polémica con G. Haudricourt y G. Granai, op. cit., p. 95.
397 Lévi-Strauss, op. cit., p. 233.
398 La misma palabra paquete está utilizada en un sentido muy próximo al que nos
otros le damos por Leroi-Gourhan , en «La fonction des signes dans les sanctuaires paléo-
lithiques», op. cit., p. 308.
399 Cfr. J. S oustelle, La Pensée cosmologique des anciens Mexicains, p. 9.
400 Hemos mostrado que el proceso musical es de la misma esencia que el discurso
mítico. No dependen uno del otro, sino que se clasifican en el mismo grupo de estructu
ras sintéticas.
401 Lévi-Strauss, op. cit., p. 252.
Pero si, en última instancia, el mito se reduce o puede reducirse a
inú pura sintaxis formal, entonces puede volverse, justificadamente,
muirá Lévi-Strauss402 la crítica contra aquellos que «escamotean» el mi
li» en beneficio de una explicación naturalista o psicológica. En nuestra
opinión el Lévi-Strauss teórico escamotea lo mítico en beneficio de la
lógn ;i y de la matemática cualitativa cuando declara que un día descu -
Iuunos «que la misma lógica está actuando en el pensamiento mítico y
rn rl pensamiento científico» y que en resumidas cuentas «el Hombre
Mnnpre ha pensado igual de bien»403. Lo que debe interesarnos, por el
mnirario, es que el hombre, aunque siempre haya tenido la cabeza
lnrn organizada, no siempre la ha tenido igualmente bien llena, y
ijiir, finalmente, la forma en que la cabeza está llena influye el modo
rn que está hecha la cabeza... Lo repetimos: el mito no se traduce, ni
tii|iiicfa en lógica: todo intento para traducir el mito —como todo in-
Irnio por pasar de lo semántico a lo semiológico— es un intento de
empobrecimiento. Acabamos de escribir todo un libro no para reivin-
iliiiii un derecho de igualdad entre lo imaginario y la razón, sino un
ilrin lio de integración o por lo menos de antecedencia de lo imagina-
lío y de sus modos arquetípicos, simbólicos y míticos, sobre el sentido
|»iopio y sus sintaxis. Hemos querido demostrar que lo que hay de uni-
vris.d en lo imaginario no es forma que ha cambiado, sino el fondo. Y
r* en este punto donde hay que volver sobre la noción de estructura
ijiir hemos utilizado y que no debe confundirse con una simple forma
ñuño Lévi-Strauss404 parece tender a hacer. No es la forma la que explica
fl londo y la infraestructura, sino, al contrario, el dinamismo cuali-
Uiivo de la estructura es la que hace comprender la forma. Las estruc-
Hmis que hemos establecido son puramente pragmáticas, y no respon
den en modo alguno a una necesidad lógica. Porque la estructura
«niiopológica sólo tiene con la estructura fonológica un parentesco de
hombre ,(n; por eso sería mejor reservar el término de forma a la fonolo-
IU y el de estructura a todo sistema que sea también instaurativo. Una
finin luía es una forma, desde luego, pero una forma que implica sig-
llílii üdos puramente cualitativos en más cosas de las que se pueden
flirdii o incluso simplemente resolver en una ecuación formal, porque,
ftithd tascando a Lévi-Strauss, hay en este terreno de los símbolos (nos-
Mllus no decimos simplemente «de la sociología»), muchas cosas que se
Jmrdrn formular matemáticamente, «pero no es cierto en modo alguno
t | U r sean las más importantes»406. Tampoco decimos exactamente como
1955, pp. 14, 17, 19); cfr. L é v i -S t r a u s s , «Les Mathématiques et les Sciences sociales», en
Bull. intern. des Sciences soc., p. 647.
407 Cfr. Piaget, Epistém. génétique, I, pp. 77-80.
408 Cfr. infra, pp. 355 y ss.
409 Cfr. Lévi-Strauss , le s Math. et les Sciences soc., pp. 642 y ss.
410 Lo reconoce muy bien la lingüística misma que se da cuenta de que es más difícil
formalizar e incluso formular las estructuras sintácticas, y con mayor motivo las semántu
cas, que las de la fonología. A decir verdad, la palabra estructura no comienza a aplicarse
bien, en lingüísica, más que a nivel del léxico. Cfr. P. G u ir a u d , La Sémantique, p. 68;
M a t o r é , Méthode de Lexicologie, pp. 15, 22, 61, 65. Cfr. S a u s s u r e , op. ctt., p. 183.
Pero quizá haya que dejar de lado estas peleas de palabras y ver que
rn realidad, en las aplicaciones que da de su método mitológico, Lévi-
Stiauss desborda ampliamente la estrechez formalista que él defiende
rn la excitación de la polémica. En efecto, en la alineación «sincrónica»
•Ir los temas míticos, que el etnólogo querría que fuese sólo normal,
nnleñador de los «paquetes» de relaciones, se deslizan afortunadamen
te indicios puramente cualitativos, tópicos y no relaciónales: en las dos
liliimas columnas del análisis «sincrónico» del mito de Edipo411 figuras
nimbólos y presencias no relaciónales que invalidan el formalismo «es-
11iic iural». En la tercera columna, aunque subsiste aún una relación de
vli lima a asesino, no es menos cierto que la cualidad monstruosa del
Diagón o de la Esfinge, importan tanto si no más que la relación. En
ni,mío a la cuarta columna, no insiste más que en el elemento pura-
mrme semántico de la mutilación o de la invalidez: «cojo», «torpe»,
•pie hinchado». Igualmente, si los mitos Zuni de origen y de emergen-
i la " ’ inducen a ciertas operaciones lógicas, nada permite concluir que
iMcn «en la base del pensamiento mítico»413. Afortunadamente, como
ya liemos observado414, el paciente análisis realizado por Lévi-Strauss
|»tnir en evidencia el isomorfismo semántico de los dioscuros, del trick-
\ta, del hermafrodita, de la pareja, de la tríada y del mesías. Tanto es
iim que nosotros conservaremos en mitología los dos factores de análisis:
di,((iónico del desarrollo discursivo del relato —y en otra parte415 he-
mus mostrado cuál es su importancia por lo que se refiere al sentido del
nulo mismo— así como el análisis sincrónico de dos dimensiones: la
del interior del mito con ayuda de la repetición de las secuencias y de
lus grupos de relaciones evidenciados, y la comparativa con otros mitos
« mejantes. No obstante, añadiremos el análisis de los isotopismos sim-
hóluos y arquetípicos que es el único que puede darnos la clave semán-
H« a del mito. Más aún: el único que puede dar la ordenación misma y
rl sentido del «mitema» en general, porque la repetición, redoblamien
to , triplicación o cuadriplicación de las secuencias, no se reduce a la
•irspuesta fácil» que desea encontrarle Lévi-Strauss: «La repetición tie
ne una función propia, que es poner de manifiesto la estructura del
imiu*,,u\ Porque es esta forma redundante lo que hay que comprender
ion ayuda, precisamente, de una estructura o de un grupo de ellas, y
mu precisamente las estructuras del Régimen Nocturno con la redupli-
ni( ion de los símbolos y la repetición de las secuencias de fines acróni-
hi\ las que dan cuenta de la redundancia mítica. Esta última es de la
misma esencia que la repetición rítmica de la música, pero esta vez no
ir nata para nosotros de una ilustración metafórica del poder que tiene1
422 Cfr. L e e n h a r d t , Docum ents neo-calédoniens, pp. 421-428: «Le Cadet de Méje-
no» y «Le Cadet de Taou», cfr. asimismo p. 466, «Les Femmes du polygame».
423 Cfr. S. C o m h a i r e - S y l v a i n , Les Contes haíitiens, vol. I.
424 Cfr. J. N ic o l á s , «Mythes et étres mythiques des L’éla de la Haute-Volta»,
op. cit., pp. 1370 y ss.
corazón del joven viajero. Si el mito L’éla es un auténtico repertorio ;
del sincronismo y de sus redundancias, el mismo tema mítico, incluso
reducido a su más simple expresión tal como nos lo refiere Griaule425, !
presenta todavía, además del desdoblamiento del mito en dos secuen
cias dedicadas a los dos jóvenes protagonistas, una reduplicación de las
peticiones de la vieja: «peticiones» de fuego y de alimento, y también a
reduplicación de la recompensa: la puerta abierta para el buen cazador
y cerrada para el mal cabrero; luego, don del tambor de los Andumbu-
lú al buen cazador. Por tanto, tras un diacronismo moralizador hay en
todos estos cuentos míticos un sincronismo de las pruebas y de las re
compensas, así como la redundancia inicial de los «dos jóvenes». Pero, j
¿debe satisfacerse el mitólogo con tan pobre resultado formal? Tanto
más cuanto que en toda esta serie mítica, toda alusión a las estructuras
parentales debe ser desechada: los dos jóvenes son tan pronto herma
nos como no lo son, tan pronto chicas como chicos. Tan pronto el «ve
te» inicial es pronunciado por una madrastra enfurecida como —en la
versión neocaledonia— por los otros hermanos426 y otras veces es sólo
una sanción de opinión para «aquel a quien se ha vejado»427. Por eso
tenemos que buscar las estructuras de este conjunto mítico no en el as
pecto de las sintaxis —que aquí son muy pobres— , sino en el del con-
tenido simbólico que, en todos los casos referidos, es muy rico y pre
senta notables constantes y una notable coherencia isótopa. El isotopis-
mo queda señalado aquí, una vez más, por una redundancia semántica.
Dejaremos de lado el tema de la simetría disocúrica que, sin em
bargo, se ha planteado con constancia como el gran eje del diacronismo
de este mito: porque las atribuciones recíprocas de los dos jóvenes son
contradictorias, y tan pronto la palma es dada al «labrador» Caín, como
al «pastor» Abel428. Pero más significativa es la constante del personaje
de la vieja de Mamá del agua, vinculado a todo el simbolismo del agua j
propicia aunque temida. El contexto haitiano subraya expresamente es- i
ta ambivalencia del hada de las fuentes, tan pronto simwi caníbal y te-
riomorfa como bonachona vieja negra encorvada y arrugada por la
edad429. Éste es, por tanto, el aspecto irrisorio y repugnante: «Virgen í
santa disfrazada de vieja»430, «vieja medio comida por el ogro Dimo»; o
en las escasas lecturas masculinizadas que se parecen a las leyendas occi
dentales de San Julián el hospitalario o de Reprobatus-San Cristóbal431: ]
«Nuestro señor se presenta con el aspecto de un “ viejo cubierto de lia- ’
dio en la de Cataluña o Chile, son «callos» lo que el niño tenía que la
var, y esos mismos callos es lo que volverá a encontrar mágicamente,
fin México y entre los Zuñi, el cuento es muy explícito y nos da un
aumento del simbolismo del continente-contenido alimentario vincula
do al tema de la reciprocidad entre objeto perdido y objeto buscado, y
también al tema de la inversión de la intención con fines morales:
dina niña lava el estómago de un ternero muerto. Un pez se lleva ese
estómago. Grita y un hombre le pregunta el motivo, que ella le dice al
| mimo. Entra en esa casa, dice el hombre, y verás un bebé, mátalo y co
ge su estómago... Al ver al bebé ella no tiene el valor de matarlo...»
lisia fantasía alimenticia vinculada al simbolismo de los continentes se
vuelve a encontrar bajo formas diversas a través de los temas de la «co-
t uta fantástica»; el arroz de la versión haitiana que se multiplica mági-
t ámente en la marmita; la vieja que pide comer carne como en la ver
sión Dogon446. Este tema alimentario no se le ha escapado a
leenhardt447 que dedica una nota al episodio final del mito en el que
se ve al mismo tiempo al «Hijo menor de Tau», encerrado en el preci-
hiuo con sus mujeres y socorrido por el camarón, amontonar víveres y
luego matar al malvado hermano mayor y «ofrecérselo al camarón para
dai más sabor a las legumbres». Este tema alimentario nos parece isóto
po de todas las alusiones bucales que implica el conjunto mítico de
Mamá del agua. Entre los Temas y los Haussa448, la vieja está «cubierta
ile bocas», mientras que entre los L’éla la primera prueba exigida por la
vieja al héroe es «recibir en sus manos su incisivo»449. Esta oralidad se
ilesa rrolla abundantemente en la Forma 2 del mito observado por
S ( ,<>mhaire-Sylvain: tanto recompensas como castigos escapan por la
boia, como en el cuento de Perrault Las Hadas, pero mientras que los
objetos del castigo son reptiles, sapos o serpientes, o bien excremen
tos h0, la recompensa se manifiesta por un «vomitado»451 de riquezas:
panado, oro, piedras preciosas, monedas, vestidos y ricas ropas cuya
luir lia ha conservado nuestra Cenicienta (que según la clasificación de
la mitología pertenecía a la Forma 3) en la metamorfosis de los po-
hies harapos en vestidos principescos. Todas estas riquezas salen de la
lint a. En ciertas lecturas, tales como la de los L’éla o la de los Canacos,
rilas riquezas están simbolizadas por dos hermosas mujeres que se ca
lan ion el héroe, mientras que el castigo se expresa por medio de mu
irles lisiadas, que no tienen más que un ojo, ventana en la nariz, una
nirj.1, un brazo... 452.
Así pues, tras el esquema diacrónico y las relaciones sincrónicas el
2 Es lo que tan bien había presentido Alain, quien, como Bachelard, se niega a con
siderar el sueño como un signo vergonzoso que remite a un significado oculto: cfr. Préli-
minaires, pp. 211-213. «Y se habla mucho de un método que interroga a los sueños co
mo a ladrones que mentirían por sistema. La verdadera Clave de los Sueños está muy por
debajo de esos pensamientos teológicos... Pero ¿cuál sería entonces la interpretación ver
dadera? No abandonar el sueño, tomarlo como es, saber lo que es, hacer la investi
gación...»
3 Cfr. L a c r o ze , La Fonction de l'im agination, pp. 1-3, 12, 35.
4 N o v a l is , Schriften , II, p. 365; cfr. B a c h el a r d ,, Terre, p. 5, y v o n S c h u b e r t ,
Sym bolik , p. 55.
la imaginación. En otras palabras: lejos de ser aprio ri universal, la fun
ción de imaginación estaría motivada por tal o cual tipo psicológico de
finido, y el contenido imaginario por tal o cual situación en la historia
y en el tiempo. Éstas son las dos grandes objeciones hechas a la arqueti-
pología trascendental por la tipología y por la historia, y que ahora he
mos de examinar.
27 Cfr. O stwald, Les Grands H om m es, pp. 27, 262; cfr. JüNG, Types, p. 333.
28 B a c h el a r d , Formation esprit scient., pp. 246.
29 Cfr. S. Pétrement, op. cit., pp. 57 y ss.
30 Cfr. G usdorf, op. cit.y p. 276.
31 Cfr. G. Michaud, Introd. a une Science de la littérature, pp. 255 y ss. Sobre la de
limitación de las «generaciones lingüísticas», cfr. G. Matoré, La M éthode en lexicologie.
Cfr. P. S orokin, Social a n d C ultural Dynamics.
32 Cfr. W orringer, Abstraktion , pp. 30 y ss., y Malraux, La Métamorphose des
dieux , pp. 44 y ss., 126, 285.
33 Cfr. J a s p e r s , Strindberg et Van G ogh , p . 2 7 2 . Cfr. asimismo Psycbopatb. g e n .;
cfr. M. F ó u c a u l t , Histoire de la folie.
en su lugar rechazarían las aspiraciones fantásticas extrañas a su régi
men. Así, por ejemplo, al geometrismo abstracto de la iconografía de
los primitivos sería expresión de una «inmensa necesidad de paz» por
oposición al lote de creencias, de mitos y de verdades que impone la
dura lucha por la vida. La abstracción de las imágenes y su geometriza-
ción aparecerían cuando el hombre esté cansado de los terrores frente a
la naturaleza y de las construcciones épicas, existenciales o históricas34.
Hsta abstracción iconográfica, este geometrismo de las figuras reapare
cería naturalmente cada vez que las necesidades vitales se hicieran de
masiado imperiosas: el arte no figurativo contemporáneo, intuido en la
naturaleza muerta cézanniana o cubista, se apartaría a un tiempo del
expresionismo de la figura humana y del realismo que más o menos es
tá presente en todo paisaje. Vasto movimiento pictórico que a princi
pios de este siglo vuelve la espalda a lo sensorial y a la percepción para
desembocar en la estilización y el intelectualismo35. La dicha eventual
que estas generaciones artísticas buscan en el arte «no consistía
—escribe Worringer— 36, en prolongarse en las cosas del mundo exte
rior, en saborearse a sí mismo en ellas, sino en arrancar cada objeto
particular externo a su arbitrariedad..., en eternizarlo al relacionarlo
con formas abstractas y en descubrir así un punto de parada en la fuga
de los fenómenos». Según Jung, ése sería, asimismo, el destino de las
culturas «orientales» y especialmente del budismo, huir por la introver
sión y la Spaltung de la invasión terrorífica del Karma. La abstracción
sería una función en lucha contra la participación mística primitiva»37.
Si es que esta asimilación del budismo y del induismo a un pensamien
to abstracto puede parecer errónea38, la reflexión de Jung se aplica per
fectamente al legalismo iconoclasta de los judíos y de los árabes. Occi
dente siempre ha tenido tendencia, al adoptar su modelo cultural de
esos monoteísmos semíticos, a «perder su posibilidad de permanecer
mujer», según la hermosa frase de Lévi-Strauss39. Podría decirse incluso
que para Occidente, el Régimen Diurno de las imágenes ha sido men-
la tesis de Piganiol sobre Les Origines de Rome está asimismo inspirada en la coexistencia
de dos mentalidades, sabina y romana, en la ciudad.
48 Cfr. supra, pp. 335 y ss.
49 Cfr. supra, pp. 33, 315.
50 G u sd o r f , op. cit., p . 180.
51 G u sd o r f , op. cit., p p . 21 8 , 222, 230.
52 Op. cit., p. l l l .
53 Cfr. M o ret y D a v y , D es Clans aux Empires, pp. 15, 27, 88.
54 Cfr. G u sd o r f , op. cit., p. 114.
55 El imperio napoleónico no es ajeno al universalismo romántico.
«norma de inteligibilidad»56 en la conciencia mítica? Lejos de ser el pe
destal y el umbral del racionalismo individualista, la edad de los impe
rios —igual que cualquier otra fase sociológica de la historia— no es
una edad caduca: si el milagro griego y el momento socrático sigue a la
victoria de Temístocles en el imperio persa, Atenas a su vez será coloni
zada por el Imperio romano. No hay, pues, «fin del período de los Im
perios», y el milagro griego, lejos de ser el punto de partida de una ra
cionalización y de una «democratización» del destino, estará seguido
cronológicamente por uno de los imperios más totalitarios que el mun
do haya conocido, vehículo en Occidente de todas las mitologías paleo-
orientales puestas en sordina por los sofistas humanistas de Grecia.
Por último, la razón y la inteligencia, lejos de estar separadas del
mito por un proceso de maduración progresiva, sólo son puntos de vis
ta más abstractos, y a menudo más especificados por el contexto social,
de la gran corriente de pensamiento fantástico que vehicula los arqueti
pos. El error adicional de las explicaciones históricas consiste en afirmar
que la filogéneis reproduce la ontogénesis. Ahora bien, esta afirmación
ontológica pertenece al terreno mítico. Afirmar: «El paso de la prehis
toria a la astrobiología tendría así su equivalente para cada vida parti
cular en el paso de la infancia a la pubertad»57, es una simple miniatu-
rización del macrocosmos. Hay en tal pensamiento un proceso de re
ducción del género humano a la génesis de una persona y podemos
preguntar una vez más si esta reflexión sobre la astrobiología no estará
dictada por un contexto mental astrobiológico.
Por tanto, hay que adoptar un punto de vista estructural y socioló
gico si se quiere juzgar las presiones pedagógicas, y no un esquema
evolucionista, tributario a su vez de la mitología. Tal como han presen
tido los sociólogos, la mentalidad imaginaria es un estado de la menta
lidad humana entera: «Hay una mentalidad mística... presente en todo
espíritu»58. La etnología planteaba en 1938 sus exigencias al espíritu
honesto del sociólogo positivista de 1910 y lo forzaba a abandonar las
secuelas de la filosofía comtiana de la historia para un estudio de las es
tructuras. Dicho de otro modo, lejos de ser un producto de la historia,
es el mito el que vivifica con su corriente la imaginación histórica y el
que estructura los conceptos mismos de la historia59. En todas las épo
cas y en todos los incidentes históricos se encuentran enfrentados los
grandes regímenes antinómicos de la imagen. El contexto sociológico es
5 6 G u s d o r f o / ? . cit. , p . 1 1 8 .
57 Op. cit., p. 42. Si nos hubiéramos adherido a este credo progresista, habríamos
construido entonces esta obra según el plan ontogenético de la aparición de los reflejos
dominantes: reflejos de succión, reflejos posturales, regulación y dominantes sexuales,
pero la Humanidad, en tanto que especie psicológica, no tiene una génesis controlable.
58 Lé v i -Br u h l , Carnets , p . 131; d i . p . 136; cfr. asim ism o D u r k h eim , Formes élé-
mentaires , p p . 340-342, 625.
59 Cfr. G u s d o r f , op. cit., p. 247. Sobre etnología e historia, cfr. L é v i -St r a u s s ,
Antrhrop. struct., pp. 3 y ss.
el único que colabora —como ha demostrado Bastide en una obra deci
siva— 60 a la modelación de los arquetipos en símbolos y constituye la
derivación pedagógica. Parafraseando la tesis de Bastide, en nuestra:
propia terminología, podría decir que la universalidad de los arqueti-'
pos y de los esquemas no entraña, ipso facto, la de los símbolos61 y aún!
menos, por supuesto, la de los complejos. Hay, por así decirlo, una
«tensión» sociológica creciente que especifica el simbolismo del arqueti
po y del esquema universal en la expresión social precisa del concepto
por medio del signo de un lenguaje bien diferenciado. Es lo que expli
ca al mismo tiempo que un idioma —terreno semiológico— nunca se
traduce completamente a otro idioma, y sin embargo siempre es posi
ble una traducción que juegue con el semantismo de los mitemas. Esta
paradoja de la traducción resume la ambigüedad psicosocial del símbo-,
lo. Damourette62 ha mostrado claramente cómo un idioma como el
francés organizaba a su modo el reparto de las sexuiapariencias, prime- •
ro rechazando el neutro que en francés queda asimilado al masculino.
Todo el reparto sexuiaparencial está dirigido por el concepto activo del
masculino y pasivo de lo femenino. En francés, todo lo que es diferen
ciado, desexualizado, todos los pulliaparentes, todo aquello a que se
presta un alma activa, todo lo que está fijado en una delimitación pre
cisa, metódica y en cierto modo material, es masculino. Por el contra
rio, todo lo que representa una sustancia inmaterial, abstracta, todo lo
que sufre una actividad exógena, todo lo que evoca una fecundidad
mecánica es femenino. Es evidente que tal matiz lingüístico no existe
nunca en una traducción. Pero este matiz, lingüísticamente bien espe
cificado, viene a actuar sobre el fondo universal de las representaciones:?
más elementales de la feminidad y de la masculinidad. Detrás de la de
rivación social del idioma persisten, pues, en su universalidad, los ar
quetipos y los símbolos más generales sobre los que vienen a ensartarse'
los incidentes sociológicos. Y volveremos a hablar de la tesis del «trayecto
antropológico» que habíamos planteado metodológicamente al princi-'
pió de esta obra63. El «trayecto antropológico» del sujeto humano en su^
entorno crea una generalidad comprensiva que no puede comprender
totalmente ninguna explicación, ni siquiera histórica.
Como conclusión podemos afirmar, en primer lugar, que la historia
no explica el contenido mental arquetípico, por pertenecer la historia
misma al dominio de lo imaginario. Y sobre todo que en cada fase his-;
tórica la imaginación se encuentra presente por entero, en una motiva- <
las relaciones del plano de la lengua y del plano del mito, se destaca ló
gicamente que es el mito el que engloba el «lenguaje-objeto», por tan
to, que es la categoría semiológica más rica puesto que aporta algo al
lenguaje. Pero no se debe partir de este artificio esquemático, dado
que está, en su origen, falseado por la decisión arbitraria de reducir el
mito a lo semiológico, sino del análisis antropológico que nos muestra
de forma perentoria que el mito es siempre el primero en todos los sen
tidos del término y que, lejos de ser el producto de un rechazo o de
una derivación cualquiera, es el sentido figurado el que prima sobre el
sentido propio. Se quiera o no, la mitología está primera con relación
no sólo a toda metafísica, sino a todo pensamiento objetivo; y son la
metafísica y la ciencia las producidas por el rechazo del lirismo míti
co8081. Lejos de ser un sustituto devaluado de la asimilación frente a una
adaptación defectuosa, a lo largo de este estudio el simbolismo se nos ha
revelado como constitutivo de un acuerdo, o de un equilibrio —que
nosotros hemos llamado «trayecto»— entre los deseos imperativos del
sujeto y las intimaciones del ambiente objetivo. Y la indignación de
Barthes82 ante la «bajeza» del mito y lo «descorazonados del proceso
simbólico no basta para demostrar que la naturaleza mítica sea «falsa»
en relación con una «verdadera» naturaleza que estaría de parte del ob
jeto. ¿Quién no ve, además, que el culto de la objetividad, lo mismo
que la valorización del «rechazo», están vinculados al sentido de una
Weltanschauung que consiste en dar la primacía a la naturaleza del «en
sí» objetivo sobre la naturaleza del «para sí» subjetivo?83. Porque, final
mente, lo que tantos pensadores modernos censuran al símbolo es «que
está hecho para m í»8485. Y esta toma de posición antimítica nos parece,
en última instancia, que se sitúa singularmente en el régimen de ima
ginación por el cual la intimidad del yo es odiosa y al que repugna to
talmente la concepción de una realidad que no sea objetiva, es decir,
que no sea distante, separada de la comprensión que la piensa. Pero
ahora podemos afirmar, gracias a la psicología contemporánea, que no
hay sólo «verdades objetivas» productos del rechazo y de la adaptación
ciega del ego a su medio objetivo; hay también «verdades subjetivas»
más fundamentales para el funcionamiento constitutivo del pensa
miento que los fenómenos. Por eso, no se debe condenar la función
fantástica por «fraudulenta», y como muy bien dice Gusdorf83: «La ver-
rece desmentir la tesis que sostenía en Le D egré zéro de l'écriture, según la cual, la mito
logía personal del estilo, esa «hipofísica de la palabra» primaba siempre en la escritura.
Por lo que a nosotros se refiere, nos parece que el mito es el «grado cero» del lenguaje, de
la semiología. Cfr. B a r th es , Le D egré zéro, pp. 19, 22, 35-40.
80 Mythol., p . 222.
81 Cfr. G u sd o r f , op. cit ., p. 265.
82 B arthes, op. cit., p. 233, nota 7.
83 Cfr. B achelard, Format. esprit. scient., pp. 38, 119.
84 B a ch ela r d , op. cit., p . 232.
85 G u sd o r f , op. cit., p. 249.
dad del mito está testificada por la impresión global de compromiso
que produce en nosotros... la verdad del mito nos devuelve a la totali
dad, en virtud de una función de reconocimiento ontológico.» Una
mentira, ¿sigue siendo mentira cuando puede ser tachada de vital?86.
Si la función fantástica desborda el rechazo y la semiología y si por
ello no es secundaria en relación a un departamento cualquiera del con
tenido mental sino que constituye ese «mundo plenario del que nin
gún significado está excluido»87, entonces nada impide verla participar
en toda la actividad psíquica tanto teórica como práctica. En efecto,
desde el punto de vista teórico, no hay que contentarse sólo como hace
Auguste Comte, con atribuir un remoto papel explicativo a la imagina
ción, ni como hace Lacroze con pretender que «ante el progreso de la
ciencia el pensamiento mítico no sufre ningún retroceso, sino que cam
bia simplemente de objetivo...» Porque estas dos afirmaciones minimi
zan la función fantástica excluyéndola de la gestión intelectual.Ahora
bien, la invención es imaginación creadora como subrayan brevemente
nuestros modernos manuales de psicología. Desde Descartes, toda la
ciencia moderna reposa sobre una doble analogía: a saber, que el álge
bra es análoga de la geometría, y que los determinismos naturales son
análogos a los procesos matemáticos. No insistiremos más en el inmen
so papel que desempeña la función fantástica en la investigación y el
descubrimiento. Puede añadirse simplemente que toda la investigación
objetiva se hace alrededor y contra la función fantástica: es la imagina
ción quien da el aliciente, y luego —como Bachelard ha señalado en
una obra capital— es la imaginación la que sirve de cincel antitético al
desciframiento objetivo. La imaginación es, a un tiempo, el correo y la
banderilla de la ciencia. Bachelard, con su perspicacia habitual, advierte
perfectamente de que la gestión científica no puede borrar ni aniquilar
las imágenes pensadas, sino que hace simplemente un esfuerzo para
«decolorar»88 las metáforas inductoras de la investigación. Porque el te
rreno de la búsqueda objetiva es por excelencia el terreno del rechazo.
Lejos de ser producto del rechazo, el mito es, en cierto modo, su de
sencadenante a lo largo del proceso de «psicoanálisis objetivo»; es el
acuerdo del yo y del mundo en el seno del símbolo lo que necesita ser
disociado, para que la conciencia recoja en lo posible, un mundo «ob
jetivo», es decir, depurado de toda intención asimiladora, de todo hu
manismo. Pero no es menos cierto que contrariamente a lo que afir
man Comte y Lacroze, la imagen persiste en la idea objetiva como su
86 Cfr. sobre la noción de «mentira vital», Lacroze, op. cit., p. 115; cfr. Piaget,
Sym bol, p. 117. Nosotros preferiríamos la expresión «verdades doxológicas» por oposi
ción a las verdades «epistemológicas».
87 B achelard, op. cit., p. 78.
88 B achelard, op. cit., p. 78. Sobre L'lm agination et la Science, cfr. J. B ernis, op.
cit., cap. IX, p. 69. Este esfuerzo de «decoloración» que reúne la «claridad», la «distin
ción», etc., sitúa de entrada la gestión científica en el Régimen Diurno de lo imaginario.
propia juventud. Y el purismo del régimen científico del pensamiento
no es más que el último estrechamiento semiológico del Régimen
Diurno de la imagen.
La función fantástica no sólo participa en la elaboración de la
conciencia teórica, sino que, contrariamente a lo que piensa Lacroze89,
no desempeña en la práctica el simple papel de refugio afectivo, sino
que es un auxiliar de la acción. Quizá no sea, como cree Groos, porque
el juego es iniciación a la acción, sino más profundamente, porque
toda cultura con su carga de arquetipos estéticos, religiosos y sociales, es
un marco en el que viene a situarse la acción. Ahora bien, toda cultura
inculcada por la educación es un conjunto de estructuras fantásticas.
El mito, escribe Gusdorf90, «es el conservatorio de los valores fun
damentales». La práctica se enseña, ante todo, de forma teorética extre
ma: en forma de apólogos, de fábulas, de ejemplos, de trozos escogi
dos en las literaturas, en el museo, en la arqueología o en la vida de
hombres ilustres. Y los juegos no son sino un primer ensayo de los mi
tos, de las leyendas y de los cuentos. Si los niños europeos occidentales
juegan a los cow-boys y a los indios, es que toda una literatura de có
mics ha vestido al arquetipo de la lucha con el ropaje histórico y cultu
ral de Búfalo Bill y de Ojo de Halcón. Por otro lado, según el estadio
educativo, la función fantástica desempeña un papel directo en la ac
ción: ¿No hay acaso «obras de la imaginación» y toda creación humana,
incluso la más utilitaria, no está siempre nimbada de cierta fantasía?
En este «mundo pleno» que es el mundo humano creado por el hom
bre, lo útil y lo imaginativo están inextricablemente mezclados; por es
te motivo chozas, palacios y templos no son termiteros o colmenas, y la
imaginación creadora adorna el menor utensilio a fin de que el genio
del hombre no se aliene.
Así pues, el alba de toda creación del espíritu humano, tanto teóri
co como práctico, está gobernada por la función fantástica. Esta fun
ción fantástica no sólo nos parece universal en su extensión a través de
la especie humana, sino también en su comprensión: está en la raíz de
todos los procesos de la conciencia y se revela como la marca originaria
del Espíritu. Por eso nada nos parece más próximo a esta función fan
tástica como la vieja noción aviceniana de intelecto agente, rectora del
saber de la especie humana entera, principio específico de universali
dad y de vocación trascendente91. Desde ese momento podemos pasar
al análisis filosófico de esta función primordial del Espíritu.
tos puntos a las conclusiones de nuestro estudio presente, tiene el inmenso mérito de res
tituir su puesto primordial a lo imaginativo que le había sido arrebatado por las interpre
taciones averroistas del intellectus adeptus.
92 Cfr. S a rtre , L'Im aginaire, pp. 22, 121, 171; cfr. Marie B o n a pa r t e , Eros, pp. 25,
27, 33; cfr. A l a in , Préliminaires, p. 80. «Todo cambio en las cosas reales supone un tra
bajo que se reduce en el fondo a un desplazamiento. Las cosas imaginarias se desplazan
sin esfuerzo, como se ve en los cuentos; un palacio surge y desaparece con un toque de
varita...»
93 Cfr. Thomas de Q uince Y, The Confession o fa n English Opium Eater, pp. 32, 45
y ss.; B audelaire, Paradis artificiéis, pp. 23 y ss.; Proust, Le Temps retrouvé, II, p. 72.
94 Cfr. PiAGET, Pensée sym bohque chez Tenfant, pp. 212, 215.
95 A l a in , op. cit.
96 Cfr. M. Bonaparte, Eros, p. 33; cfr. A lain, op. cit., p. 212: «Digamos que el es-
Como es sabido, Bergson97 acusa a Kant de haber atajado entre
noúmeno y fenómeno y de haber reexpedido al tiempo al mismo lado
fenoménico que el espacio, considerándolo también como un medio
homogéneo. Y Bergson concluye su célebre Essai mostrando cómo
Kant, ignorando la duración, se ha vedado la metafísica: «El problema
de la libertad ha nacido de un malentendido... tiene su origen en la
ilusión por lo cual se confunde sucesión y simultaneidad, duración y
extensión, cualidad y cantidad.» Desplazando la cesura ontológica,
Bergson reintegra el noúmeno a la forma de la duración y separa cuida
dosamente el yo y su duración concreta, realidad ontológica, de la re
presentación pragmática, completamente orientada hacia la acción so
bre el mundo. Sin embargo, si se examina directamente, y no a través
de la crítica bergsoniana, la tesis kantiana relativa a las formas de la re
presentación, se percibe que L'Esthétique trascendentale también con
cede una primacía, al menos perceptiva, al tiempo, del que hace «la
condición ap rio ri de todos los fenómenos en general»98. Desde luego,
el criticismo se niega a conceder una realidad al tiempo que se queda
puramente formal, pero no es menos paradójicamente cierto que tanto
en Kant, como en Bergson, el tiempo posee una plusvalía psicológica
sobre el espacio. Se llama «dato inmediato» o «condición a priori de la
generalidad de los fenómenos», minimizan el espacio en beneficio de
la intuición de la temporalidad. Y una crítica del ontologismo de la
duración en Bergson acarrea también en Kant una crítica del privilegio
fenomenológico del tiempo.
Alquié99 ha demostrado que la dificultad esencial de esta duración
ontológica bergsoniana reside en que, o bien es «impensable», o bien
que, si se la piensa, ya no es duración. Porque, por un lado, si se aban
dona esta duración al lirismo ontológico, se convierte en un puzzle in
comprensible, sin relación con las sucesiones cualitativas, o, según la
frase de Burloud, en una vaga «hidrología mental» 10°. Si por otra parte,
«se subraya su unidad, se la ve perderse en una inmobilidad estática»101
y entonces uno puede preguntarse con motivo si Bergson, al llamr du
ración al de la conciencia, no ha entendido subrepticiamente este verbo
«durar» en la acepción más trivial que le da el sentido común en la ex
presión «con tal de que esto dure», es decir, con tal de que esto perma
nezca, con tal de que esto siga. Pero entonces, ¿dónde está lo propio
de la duración que es devenir y pasar? ¡Se llega a la paradoja de que la
duración bergsoniana, dado que dura, ya no es temporal! Porque el
tiempo, y su actualización concreta, la muerte, es, propiamente ha-
píritu de los sueños... está en la palabra de los grandes hombres... los asuntos ¡para m a
ñana!»
97 Cfr. B ergson, Essai, p. 175.
98 K ant , Critique de la Raison puré, p. 74.
99 Cfr. A lquié, D ésir d'étem ité, p. 91.
100 Cfr. B urloud, Psycho. des tendances, p. 32.
101 A lquié, op. cit., p. 91.
blando, impensable, y lejos de confundirse con el ser psíquico, la tem
poralidad no es sino la nada. «Vivir el tiempo —como escribe un psico
analista— es morir en él»102. Finalmente el análisis bergsoniano de la
duración se vuelve contra sí mismo, puesto que Bergson define la dura
ción como un antidestino; el «tiempo es esa vacilación misma»103 que
permite el bloqueo del fatal determinismo. Pero entonces, ¿se puede
llamar «duración» a lo que precisamente tiene por objeto suspender el
vuelo rapaz y ciego del destino? ¿No hay una confusión entre «durar» y
«ser», entre existir en el tiempo y ser más allá del tiempo? ¿No hay
confusión entre la inteligencia o las artimañas de Ulises y las peripecias
ciegas de la Odisea? Es más, el propio Bergson utiliza como calificativo
verbal de la vida el término de «diferir»104 por oposición al inexorable
devenir material. La vida tiene por misión «diferir» la caída de energía;
gracias a este aplazamiento de la muerte, ésta es anuncio de libertad.
Entonces en el seno de la filosofía bergsoniana el ser cambia de
campo; lejos de definirse como fluidez, es ineluctablemente el poder
mismo de la detención. La evolución se manifiesta como creadora
cuando se detiene en su evolución 10\ La libertad es un reposo, lujo su
premo que hace fracasar al destino. El valor se sitúa en la explosión del
devenir. El orden de la voluntad, de lo «vital» que se opone a la inercia
y al automatismo, no es más que el poder de tención, el poder de con
siderar, en contrapunto del destino, otros posibles distintos a los enca
denados automáticamente por el determinismo material. Este retorno a
lo esencial, más allá de un punto de partida temporal o existencial, se
encuentra a través de un pensamiento como el de Gusdorf106, que con
funde en su lenguaje el transcurso del tiempo y la liberad de reversibi
lidad que otorga la representación. Cuando escribe: «El tiempo consti
tuye un conjunto de imágenes, de situaciones cuya eficacia se conserva
al margen mismo (la cursiva es nuestra) del acontemiento actual que
les hace nacer», ¿quién no ve que el verbo «conservar», igual que en
Bergson el verbo «diferir» o incluso «durar», debilita el sombrío poder
de Cronos? Y Gusdorf confunde, como Bergson, la facultad de proyec
tar las imágenes y de «representar» el destino, es decir, de «durar» al
margen del determinismo temporal, con la evanescencia crónica mis
ma. Porque cuando escribe107: «El tiempo del hombre es la posibilidad
de contar su pasado y de premeditar su futuro, como también de nove
lar su actualidad...», ¿quién no ve que hay abuso y perversión de la
temporalidad? ¿Quién no ve que «contar», «premeditar», «novelar» son
actividades contribuyentes de la función fantástica y que escapan preci
samente al devenir fatal?
112 Cfr. Malraux, Les Voix du silence, III, pp. 119, 145, 146, 150.
113 Cfr. A llendy, UEnfance méconnue , p. 60, y B audouin, lntroduction a l'analyse
des reves, p. 37.
114 Cfr. M. D ufrenne, La Personnalité de base , pp. 155 y ss. Cfr. G. D urand, Les
Troix Niveaux de form ation du symbolisme.
115 Cfr. K ostyleff, op. cit., pp. 32, 232; cfr. G oldstein, op. cit., p. 135: «El reflejo
es reacción del organismo total.»
fragmento existencial puede resumir y simbolizar la totalidad del tiem
po recuperado. Y el reflejo —esbozo muy humilde de la memoria—
procede por lo que los psicoanalistas llamarían «ley del desplazamiento *
sim ple»116 en el que un estímulo secundario desencadena la reintegra- j
ción y, por ello, ocupa un puesto preponderante en el campo de las
motivaciones. Por eso, no nos equivocábamos al inspirarnos metodoló
gicamente en la reflexología para establecer un plan clasificador de los
arquetipos. El acto reflejo es ontológicamente el esbozo de una negati
va fundamental de la muerte que anuncia el espíritu117. Lejos de abo- '
gar por el tiempo, la memoria, como lo imaginario, se alza contra los
rostros del tiempo y garantiza al ser, contra la disolución del devenir, la ;j
continuidad de la conciencia y la pobilidad de volver, de regresar, más '
allá de las necesidades del destino. Es éste pesar injertado en lo más i
profundo y en lo más lejano de nuestro ser el que motiva todas núes- :
tras representaciones y aprovecha todas las vacaciones de la temporali
dad para hacer crecer en nosotros, con ayuda de las imágenes de nues
tras pequeñas experiencias muertas, la figura misma de nuestra espe
ranza esencial. Desde ese momento, la tesis bergsoniana de la doble
asimilación de la fabulación en la memoria y de este «pensamiento»
auténtico en la intuición de la duración concreta, es insostenible. Con
tra la nada del tiempo es contra lo que se alza la representación entera,
y especialmente la representación en toda su pureza de antidestino: la
función fantástica de la cual la memoria no es más que un incidente118. '
La vocación del espíritu es insubordinación a la existencia y a la muer
te, y la función fantástica se manifiesta como el patrón de esta re
belión.
Bergson parece haber advertido este carácter fundamental de la
función fantástica cuando corrige la fórmula inadecuada: la fabulación ■
es una «reacción de la naturaleza contra el poder disolvente de la inteli- i
gencia»119, por este complemento que perturba el sentido anti-intelec-
tualista: «una reacción defensiva de la naturaleza contra la representa
ción, por la inteligencia, de la inevitabilidad de la muerte»120. Ahora
bien, este aditivo echa por tierra, con motivo, toda la doctrina bergso
niana del privilegio ontológico del tiempo: porque al ser la fabulación
también representación, no es la representación en sí la culpable, sino
el terrible veredicto el que drena la intuición del tiempo. Y el «tema in
mediato» de la última obra de Bergson no es ya el del primer Essai, da
do que «el origen primero no es ya el temor, sino un seguro contra el
140 Es la posición que mantiene Alain, para quien las «cosas reales resisten al despla
zamiento», op. cit., p. 80.
141 S a rtre , V lm aginaire, p . 165.
142 Op. cit., p . 166.
143 P ia g e t , Réprésent. esp., p p . 532, 535.
144 Cfr. S échehaye, op. cit., p . 97.
145 Cfr. Séchehaye, op. cit., p. 121.
distancia temporal se borran y «el horizonte tiene tanta existencia como
el centro146. Y después de haber criticado la memoria bergsoniana, que
no es más que una imaginación tímida en los peldaños del pensamien
to abstracto, Bachelard resume admirablemente la descripción de la
forma de la fantástica cuando escribe147: «A veces se cree conocer el
tiempo, mientras que sólo se conoce una serie de fijaciones en los espa
cios de la estabilidad del Ser, de un ser que no quiere transcurrir, que
en el pasado mismo cuando va en busca del tiempo perdido, quiere
suspender el vuelo del tiempo. En esos mil alvéolos, el espacio se pare
ce al tiempo comprimido. El espacio sirve para eso.» El espacio sirve
para eso porque la función fantástica no es más que eso, reserva infini
ta de eternidad contra el tiempo. Es lo que hace escribir a un psicoana
lista: «El espacio es nuestro amigo», «nuestra atmósfera» espiritual,
mientras que el tiempo «consume»148. Así pues, la forma a priori del
eufemismo es el espacio euclidiano «nuestro amigo», que tan fácilmen
te se abstrae de la prueba perceptiva y temporal. Ahora tenemos que
examinar cuáles son las propiedades de ese espacio fantástico.
151 Cfr. A. R o u h ier , «La Plante qui fait les yeux émerveillés», y R a u c o u le , «Halluci-
nations mescaliniques», en Encéphale, junio de 1938. Cfr. R eic h a r d , J a k o b so n y
W e r th , «Language and Synesthesia», en Word\ V, n .° 2, 1949, pp. 226 y ss. El atlas
auditivo se libera más difícilmente del utilitarismo que la visión. El oído es, durante más
tiempo, simple sentido de alarma, simple receptor de señales. La acuidad visual llega
mucho más lejos que la acuidad auditiva.
152 S r a v in sk y , Poétique musicale, p . 28.
153 Cfr. S artre , L'lm agin ation , p. 149. Sobre los límites de lo prosaico en literatura,
cfr. «Le Décor Mythique», op. cit., parte II, cap. 2.
154 Pues la vista es, por esencia, órgano de la lejanía, porque la «ocularidad» hace re
troceder instintivamente el horizonte a través de los «espacios infinitos».
que todo espacio «pensado» comporta en sí mismo un dominio de la
distancia que, abstraída del tiempo, espontánea y globalmente regis
trada, se convierte en «dimensión» en la que la sucesión del distancia-
miento se difumina en beneficio de la simultaneidad de las dimensio
nes. Al parecer, puede rechazarse el tan célebre pseudoproblema que
consiste en preguntarse qué sensación nos da la profundidad. Porque la
profundidad no es cualitativamente distinta de la superficie dado que
el ojo «se deja engañar». Pero es distinta, temporalmente por el esfuer
zo y algebraicamente por el concepto. Globalmente las tres dimensio
nes se dan en el seno de la imagen. Lo mismo que ningún psicólogo se
plantea el problema de saber de donde viene la primera o la segunda
dimensión, no debemos preguntarnos sobre el origen de la tercera. El
tiempo y la espera son los que transforman esta dimensión en distan-
ciamiento privilegiado, pero, primitivamente, para lo imaginario, co
mo para la vida, como para el polluelo que rompe su cascarón y corre
tras el gusanillo, el espacio se revela de entrada con sus tres dimensio
nes. El espacio es constitucionalmente invitación a la profundidad, al
viaje lejano. El niño que tiende los brazos hacia la luna tiene concien
cia espontáneamente de esta profundidad en la punta de los brazos, y
sólo se asombra porque no alcanza inmediatamente la luna: es la sus
tancia del tiempo la que le descepciona, no la profundidad del espacio.
Porque la imagen no se enseña como tampoco se enseña la vida: se ma
nifiesta. La «relación de conjunto» de los fragmentos tipológicos va uni
da a la concepción misma de estos fragmentos como plurales, al acto
sintético de todo pensamiento manifiesto.
Por último el tercer carácter de la imagen es su ubicuidad respecto a
la extensión perceptiva, es la homogeneidad del espacio euclidiano.
Frecuentemente hemos subrayado155 esta propiedad que tiene la ima
gen de no ser afectada por la situación física o geográfica: el lugar del
símbolo es plenario. Cualquier árbol, cualquier casa puede convertirse
en el centro del mundo. El historiador de las religiones156 ha quedado
sorprendido por el poder de repetición de lo que él llama «el espacio
trascendente» o el «tiempo mítico». Pero subrayemos bien que este úl
timo término es abusivo: repetir es negar el tiempo, y se trata más bien
de un «no tiempo» mítico. Esta facultad de repetición, de «reduplica
ción», este sincronismo del m ito157, si bien es extraño a un espacio mí
tico, constituye la cualidad fundamental del espacio euclidiano, en el
que la homogeneidad garantiza el desplazamiento intantáneo de las fi
guras, la ubicuidad por similitud. Es más, así como la homogeneidad
no fija ningún límite a la extensión o a la reducción infinita de las fi
guras, así nosotros hemos comprobado muchas veces este poder de «gu-
158 Cfr. B a c h el a r d , Philo. du non , p. 108; cfr. Rationalisme appliqué, p. 84; cfr.
asimismo K o r z y b sk i , Sicience a n d Sanity, pp. 52-58, para quien toda la lógica copulati
va se resuelve en coincidencias , inclusiones e invasiones espaciales.
159 B a ch ela r d , Philosophie du non , p p . 116 y ss.
160 Cfr. K o r z y b sk i , op. cit., p p . 56-58. La noción de intrusión es geométricamente
muy ambigua, dado que las variedades de la intrusión son infinitas.
161 Cfr. Lé v y -Br u h l , Foctions mentales dans les sociétés inférteures, pp. 453 y ss.; cfr.
P r z y lu sk i , La Participaron, pp. 156 y ss., 167; cfr. B a st id e , «Contribution á l’étude de
la participation» (Cahiers intem . sociol., XIV, 1953), pp. 130-140.
da la ambivalencia de la representación de la viga y la participación
en una sustancia sagrada común de objetos alejados en el tiempo o
el lugar geográfico. Ahora bien, esta modalidad de la representación
es absolutamente extraña a toda la lógica bivalente del discurso aristo
télico.
El tiempo, y sólo el tiempo, es el que transforma el principio de
identidad en un «riesgo a correr», riesgo irremediable de error y de con
tradicción. Para un pensamiento atemporal, todo está pensado siempre
en los marcos de la simultaneidad y del antagonismo, in illo tempore,
«al mismo tiempo y bajo el mismo punto de vista». Es,el tiempo el que
aparece como la distensión misma de la identidad de no contradicción.
El espacio es factor de participación y de ambivalencia. Bleuler162, el
creador del concepto de ambivalencia y su primer observador metódi
co, señala que el estado de conciencia pragmática, de interés temporal,
no hace sino disociar solamente la ambivalencia: «El hombre normal
ama la rosa a pesar de las espinas..., a veces en el esquizofrénico los dos
signos afectivos se manifiestan alternativamente (la cursiva es nuestra)
de forma kaleidoscópica...» Pero en los estados de gran imaginación,
los dos afectos se manifiestan simultáneamente: el enfermo «ama la ro
sa en razón de su belleza, pero la odia al mismo tiempo a causa de las
espinas». Por tanto, es el tiempo y sólo el tiempo el que introduce poco
a poco una diferenciación exclusiva en la representación calificada
de «normal», siendo la representación pura del dominio de lo si
multáneo —por tanto de la ambivalencia— y el intermediario del do
minio de lo alternativo. Este análisis bleuleriano es capital. No sólo
porque prueba que el espacio es la forma de lo imaginario y expli
ca la ambivalencia, sino sobre todo, como vamos a verlo dentro de
unos instantes, porque discierne tres categorías de eufemización: la
del a pesar de o contra,, la de la alternativa y, por último, la de la si
multaneidad. Vamos a detenernos ahora en este análisis de la fan
tasía.
Antes podemos terminar este capítulo afirmando que es el espacio
fantástico y sus tres cualidades de ocularidad, de profundidad, de ubi
cuidad, del que depende la ambivalencia, que es la forma a priori de
una función cuya razón de ser es el eufemismo. La función fantástica es
por tanto función de Esperanza. Nos queda por resumir ahora, a la luz
del estudio estructural de los dos primeros libros, las categorías fun
cionales de este eufemismo, las modalidades mismas de la actividad
fantástica del Espíritu.
163 Cfr. J. S o ustelle , La Pensée cosmol. des anciens Mexicains, especialmente capí
tulo VII, «Le séjour des morts»; VIII, «Les points cardinaux»; IX, «Espace et temps». Cfr.
supra, segundo libro, segunda parte. Cfr. H a l b w a c h s , La Topograptiie légendaire des
évan g il es en Terre sainte.
164 Cfr. supra , pp. 46 y ss.
165 G r a n e t , Pensée cbinoise, pp. 184 y ss.; cfr. asimismo C a zen euv e , Les D ieux
dansent a Cíbola , pp. 68 y ss.; cfr. asimismo Lé v i -St r a u s s , «Les Organisations dualistes
existent-elles?», en Antrhop. struct., pp. 148-180.
166 S o ustelle , op. cit., pp. 68 y ss., 73-75.
les. Pero, en líneas generales, encontramos en la repartición de estos
«orientes» la división estructural de nuestro trabajo: al Norte, y a veces
al Sur, la muerte en la que se integra el ritual de resurrección guerrera
por el sacrificio, constituye los «Rostros del Tiempo» y la polémica con
el Este, lugar del sol triunfante, mientras que el Oeste es el lugar feme
nino del misterio, del «Descenso y la copa» y del Régimen Nocturno
que es eufemización de las tinieblas; el «Centro», lugar de cruces, de
síntesis, puede entonces asimilarse al simbolismo del «Denario y del
Bastón»167. Direcciones cualitativas del Espacio y estructuras arquetípi-
cas no parecen ser sino uno sólo y constituir las categorías de lo imagi
nario. Por eso no insistiremos más en estos «puntos cardinales» que
constituyen en cierta forma «la Analítica» de la fantástica trascendental.
Estas categorías topológicas, tanto como estructurales, quizá sean el mo
delo de todas las categorías taxonómicas, y el distingo afectivo y espacial
que preside las denominaciones de las regiones del espacio sirve proba
blemente de modelo a todo el proceso mental de la distinción168. Pero
hemos podido observar, a la luz del análisis estructural, que el trayecto
imaginario colmaba el hiato que habían abierto los psicólogos entre los
pensamientos de «cien mil francos» y las imágenes de «cuatro cuartos»,
entre el sentido figurado de los símbolos y el sentido propio de los sig
nos. Habíamos visto que cada estructura principal de la imaginación
dictaba una sintaxis y en cierta forma una lógica: las filosofías dualistas
y las lógicas de la exclusión169 se modelaban con ocasión de las estruc
turas esquizomorfas; mientras que las visiones místicas del mundo per
filaban las lógicas de la doble negación o de la denegación con ocasión
de las estructuras místicas; así como con ocasión de las estructuras sinté
ticas se esbozaban las filosofías de la historia y las lógicas dialécticas 17°.
Hemos de volver ahora sobre ese trayecto, en el que lo semántico se
deshace o se endurece en semiológico, en el que el pensamiento se fija
y se formaliza. Ya habíamos observado171 el lugar que ocupa el lengua
je en este proceso de formalización: habíamos visto que la sintaxis, en
el fondo, es inseparable del semantismo de las palabras. Pero ahora es
cuando podemos aclarar el significado de tal fenómeno: el discurso se
nos aparece, entre la imagen pura y el sistema de coherencia lógico-
filosófico que promueve, como un término medio que constituye lo
que podemos llamar —puesto que hemos adoptado una filosofía kan
tiana— un «esquematismo trascendental»172. Dicho de otro modo, la
185 VOLMAT, O p . C Í t ., p . 2 1 1 .
186 VOLMAT, O p . C Í t ., p . 2 0 4 .
mos cómo se pasa de la expresión pictográfica a medios de expresión
cada vez más formalizados.
En cuanto a las estructuras místicas, nos descubren el estilo de la
antífrasis, del eufemismo propiamente dicho. No volveremos sobre el
génesis de la antífrasis por el procedimiento de la reduplicación de las
imágenes y la sintaxis de doble negación187. En tanto que el estilo de la 1
antítesis destacaba en el espacio fantástico el esquema del retorno, es '
decir, de la simetría simple en relación a un eje, el estilo de la antífrasis
y la sintaxis de doble negación diseñan el esquema de la simetría en la,
similitud188. Puede inducirse, en efecto, toda una geometría de la re
duplicación de las figuras a partir de la imaginación del acoplamiento
de las imágenes189. Pero el estilo de la antífrasis conserva la huella se- ^
mántica del proceso de doble negación y es el triunfo estilístico de la ¡
ambivalencia, del doble sentido. Al mismo tiempo y desde el mismo y
punto de vista es como las espinas de la rosa se convierten en mensaje-
ras del perfume. No es preciso insistir en los esbozos patológicos de un
estilo semejante, que Bleuler admite de entrada como el estilo patoló
gico por excelencia.
Ya hemos comprobado, en las bellas artes, hasta qué punto estaban
estas estructuras místicas en la base de toda una importante categoría
de medios de expresión 19°. Y si la catarsis prepara la hipérbole y suscita
la antítesis, puede decirse que el adorno o la decoración en general
anuncian la antífrasis. Esta actitud perfectamente puede manifestarse,
como hemos dicho191, por los realismos optimistas en los que el artista
«suspende el vuelo» de los instantes privilegiados, en los que el recuer
do proustiano, el egotismo de los buenos momentos stendhalianos, el
fervor gideano o el amor de la minucia tanto en Flaubert como en Van
Gogh, se unen para hacer de estas instantáneas del devenir la esencia
concreta de la eternidad reencontrada. Puede también manifestarse
cuando se tiñe de hipérbole en un eufemismo idealizante que suaviza
los pesares y las decepciones en algunas «fiestas galantes», o también
escamotea la muerte en los bastidores de la tragedia clásica o en las ale
gorías académicas que adornan el Fe don. Desde el nivel de la lingüísti
ca se esboza nítidamente el estilo de la antífrasis. Breal192 muestra que
una palabra llega a significar lo contrario de su sentido primitivo. Tal
como el adjetivo latino maturas que primitivamente significaba mati
nal, precoz. De él vino el verbo maturare, apresurar, que aplicado a los
frutos de la tierra quiere decir «madurar». Como sólo se madura con el
tiempo, el adjetivo, bajo la presión del verbo activo, se ha deslizado
hasta el sentido de «sabio», «prensado» y finalmente su sentido se ha
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aunque estos regímenes de imaginación, estas categorías estructurales y
estos estilos sean contradictorios y entrañen, como hemos mostrado a Id
largo de este trabajo, el isotopismo de las constalaciones imaginarias y*
de los mitos, no por ello se excluyen unos a otros.
Se puede comprobar ahora que cuanto más se formaliza, cuanto
más se aleja uno del semantismo originario de los grandes arquetipos
fantásticos, menos se respeta el isotopismo de las estructuras y la unici
dad de un estilo. Ya una obra de arte utiliza el recurso de todas las es
tructuras. En la tragedia más sombría, en la más catártica, es imposible y
excluir las dulzuras de la antífrasis, es imposible disociar, en la delicade- ¡
za stendhaliana, la purga de los resentimientos políticos y las ternuras i
sublimantes respecto a los buenos momentos pasados. Una gran obra >
de arte quizá es sólo totalmente satisfactoria porque se mezcla a ella el í
acento heroico de la antítesis, la nostalgia tierna de la antífrasis y las
diástoles y las sístoles de esperanza y desesperanza. Pero en el nivel pu- ¡
ramente esquemático de la retórica, las oposiciones entre los diferentes 1
regímenes* se esfuman también, y el poder isotópico de las estructuras
se desarticula a la vez que se pierde el semantismo: la sintaxis de la fí- :
gura de retórica ya no se toma en su sentido figurado, aunque todos los v;
estilos —dejando a un lado un ligerísimo predominio estadístico— se
utilizan en una obra por la expresión del discurso.
Así, por medio de la retórica y sus figuras, vemos deshacerse poco a
poco el semantismo de lo figurado. Terreno intermediario, la retórica
es también el lugar de todas las ambigüedades. Quizá por esta razón su
estudio ha sido descuidado en provecho de las epistemologías que pare
cían interesarse en los procesos formales depositarios de la exclusiva, en
la lógica y en las matemáticas. Y en el momento mismo en que la ima
ginación caía en descrédito en el pensamiento occidental, el término de
rétor se hacía también peyorativo...199.
199 Paradójicamente en la época en que, con buen juicio, se separa el estilo de la «es
critura» retórica y cuando se afirma «el estilo es el hombre» es cuando la filosofía se apar
ta de la retórica, del estilo y por consiguiente del hombre. Cfr. G ü I R A U D , La Stylistiq u e ,
p. 31: «Décadence de la rhétorique».
CONCLUSIÓN
4 Cfr. F r ied m a n , O ü va le travail h um ain?, pp. 150-151, 235 y ss., 343. Cfr. S t e r n ,
La Troisiem e R évolution , pp. 124 y ss. Cfr. sobre todo la reacción generalizada contra el
arte llamado «abstracto», no por un retorno a lo «figurativo», sino por una inclinación ha
cia lo «informal». Cfr. CEuvres de Franz Kline, Mark Tobery, Zo-Wou-Ki, Domoto, en
C atalogue exposition «O rient-O ccidente, museo Cernuschi, noviembre de 1958.
5 Cfr. el estudio muy reciente que Jung dedica a la «psicosis» de los «platillos volan
tes». C. G. J u n g , Ein m odem er M ythus. Von D ingen, die am H im m elgeseh en w erden ,
Zurich, Rascher, 1959.
sar, de una expresión que nimba siempre el sentido propio objetivo.
Lejos de irritarnos, este «lujo » 6 poético, esta imposibilidad de «desmiti-
i ficar» la conciencia, se presenta como la posibilidad del espíritu, y
constituye ese «hermoso riesgo a correr» que Sócrates7, en un instante
; decisivo, opone a la nada objetiva de la muerte, afirmando a la vez los
derechos del mito y la vocación de la subjetividad en el Ser y en la li
bertad que lo manifiesta. Para el hombre no hay honor tan verdadero
como el de los poetas.
Así pues, nosotros que acabamos de tener en cuenta la imagina
ción, pedimos modestamente que se sepa tener en cuenta a la cigarra
junto al débil triunfo de la hormiga. Porque la verdadera libertad y la
dignidad de la vocación ontológica de las personas sólo se apoyan en la
espontaneidad espiritual y la expresión creadora que constituye el cam
po de lo imaginario. Esa libertad es tolerancia de todos los regímenes
del espíritu, sabiendo bien que el conjunto de estos regímenes no está
de sobra para el honor poético del hombre que consiste en hacer fraca
sar la nada del tiempo y de la muerte. Nos parece, pues, que se impo
ne una pedagogía de la imaginación al lado de la cultura física y la cul
tura del razonamiento. Sin saberlo, nuestra imaginación ha abusado de
un régimen exclusivo de lo imaginario, y la evolución de la especie en
el sentido del equilibrio biológico parece inspirar a nuestra cultura una
conversión, so pena, de declive y de bastardía. Romanticismo y surrea
lismo han destilado en la sombra el remedio a la exclusividad sicótiea
del Régimen Diurno. Quizá hayan llegado demasiado tarde. En nues
tros días, gracias a los descubrimientos de la antropología, no es sólo
una ola de exotismo o el simple encanto de la evasión y de lo extrava
gante los que vienen a balbucear los consejos de una terapéutica huma-
pista.
Así como nuestra civilización tecnócrata y planetaria autoriza para
dójicamente el Museo imaginario, también permite un inventario ge
neral de los recursos imaginarios, una arque tipología general. Entonces
se impone tanto una educación estética, totalmente humana, como
úna educación fantástica a escala de todos los fantasmas de la humani
dad. No sólo podemos reeducar la imaginación en el plano del trauma
tismo individual como lo inventa la «realización simbólica»8; no sólo se
puede corregir individualmente el déficit imaginario, originario de an
gustia, por la psicoterapia que utiliza el «sueño despierto»9, sino que
también las técnicas llamadas de «acción psicológica», las experiencias
^ociodramáticas10 esbozan una pedagogía de la imaginación, cuya edu-
f_____________
La poesía es un piloto
Orfeo acompaña a Jasón.
R egímenes
0 D iurn o N o cturn o
Polaridades
Principios de Representación objetivamente heteroge- Representación diacrónica que une las Representación objetivamente homoge-
explicación neizante (antítesis) y subjetivamente ho- contradicciones por el factor tiempo. El neizante (perseveración) y subjetivamente
y de justi mogeneizante (autismo). Los Principios de Principio de CAUSALIDAD bajo todas heterogeneizante (esfuerzo antifrásico).
ficación 0 EXCLUSION, de CONTRADICCION, de sus formas (espec. FINAL, y EFICIENTE), Los Principios de ANALOGIA y de SIMI
Lógicos IDENTIFICACION actúan a tope. actúa a tope. LITUD actúan a tope.
Reflejos do Dominante POSTURAL con sus deriva Dominante COPULATIVA con sus de Dominante DIGESTIVA, con sus adyu
minantes dos m a n u a l e s y el adyuvante de las sensa rivados motores r í t m i c o s y sus adyuvantes vantes c o e n e s t é s i c o s , t é r m i c o s y sus deri
ciones a distancia (vista, audifonación). sensoriales (cinésicos, musicales-rítmicos, vados t á c t i l e s , o l f a t i v o s , g u s t a t i v o s .
etcétera).
ARQUETIPOS PURO # MANCILLADO ALTO # BAJO HACIA ADELANTE HACIA ATRÁS PROFUNDO, CALMO, CALIENTE, ÍNTIMO, OCULTO
«EPITETOS* CLARO # SOMBRIO FUTURO PASADO
Situación de
las «catego
rías del jue LA ESPAD A- — (El Cetro)- 1 - E L BA STÓ N - —EL DENARIO — - L A COPA
go del tarot.
La Luz La Cima El Fuego-llama La Rueda El Microcosmos La Morada
A r q u e t ip o s # Las Tinieblas # El Abismo El Hijo La Cruz El Niño, el Pulgarcito El Centro
«SUSTANTIVOS* El Aire El Cielo # El Infierno El Árbol La Luna El Animal nido La Flor
# El Miasma El Jefe El Germen El Andrógino El Color La Mujer
El Arma Heroica # El Inferior El Dios plural La Noche El Alimento
# El Lazo El Héroe La Madre La Sustancia
El Bautismo # El Monstruo El Recipiente
# La Mancilla El Ángel
# El Animal
El Ala
# El Reptil
W
Wainamoinen, 146, 225
Watusi, 287
Wotan, 157
INDICE
INTRODUCCION
LIBRO PRIMERO
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
EL CETRO Y LA ESPA D A
U B R O SEG U N D O
EL REGIM EN N O C TU R N O DE LA IM AGEN
PRIMERA PARTE
EL D ESC EN SO Y LA COPA
Capítulo primero
SEGUNDA PARTE
Capítulo II.— Del esquema rítmico al mito del progreso ........................................... 313
I a» cruz y e l fu e g o .— Polisimbolismo de la cruz. Xiuhtecutli, dios del
fuego, y el sim bolism o totalizante de la cruz mexicana. El «Araní» y la cruz.
El fuego Hijo de la cruz de madera. Vesta. El fuego y la fertilidad. El encen
dedor por frotam iento. Mantequera y pulidor. El esquem a del vaivén.
Ritmo técnico y ritmo sexual. El fuego y las «bodas químicas». Fuego y se
xualidad. Sobredeterminación rítmica. Dom inio del fuego y Amo de las
(unciones. El ritmo musical y la sexualidad. El simbolismo de los tambores
sudaneses. Shiva-Natarája. Isomorfismo mítico del objeto ritual de Lo-Lang.
Del producto ígneo al p r o g r e so .................................................................................. 313
V isen tido d el árb o l.—La bivalencia del árbol. El árbol de la vida. La m a
dera del árbol. Verticalización del árbol.
La columna. El capitel floral. El árbol hijo y el árbol cósmico. Yaggdrasil
y Balanza. El árbol antropomorfo.
lx)s tres árboles y el complejo de Jessé. Ciclo y progresismo. El árbol inver
tido. El mesianismo del á r b o l .................................................................................... 323
Ü B R O TERCERO
C O N C LU SIO N