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Veo que os turbo y que os pasaríais perfectamente sin mi visita.

A decir verdad,
nos incomodamos singularmente el uno al otro, y si estáis harto de verme, yo
estoy también harto de vuestras locuras. ¡Ah, qué poco sabemos lo que
hacemos cuando no dejamos al cielo el cuidado de las cosas que necesitamos,
cuando queremos ser más sagaces que él y le importunamos con nuestros
deseos ciegos y nuestras peticiones desconsideradas! Quise un hijo con ardor
sin par, lo pedí sin descanso con increíbles transportes, y ese hijo que obtuve
fatigando al Cielo con mis votos es el pesar y el suplicio de esta vida misma, de
la que supuse que iba a ser la alegría y el consuelo. ¡Qué bajeza la vuestra! ¿No
os ruborizáis de merecer tan poco vuestra alcurnia? ¿Os creéis con cierto
derecho, decidme, a sentiros envanecido de ella? ¿Qué habéis hecho en el
mundo para ser gentilhombre? ¿Creéis que baste con llevar un nombre y
ostentar un escudo, y que resulte glorioso proceder de sangre noble al que
vive en una forma infame? ¡No, no! El nacimiento no es nada cuando no existe
la virtud. Vos descendéis en vano de vuestros antepasados: su sangre reniega
de vos, y todo lo ilustre que ellos hicieron recae sobre vos para acentuar
vuestro deshonor y su gloria es una antorcha que ilumina ante los ojos de
todos, la vergüenza de vuestras acciones. Sabed, finalmente, que un
gentilhombre que vive mal es un monstruo en la naturaleza; que la virtud es el
primer título de nobleza; que es menos importante el nombre con que se firma
que las acciones que se hacen y que me enorgullecería más del hijo de un
jornalero que sea honrado que del hijo de un monarca que viva como vos.

J.B. de Molière. Don Juan. Acto IV.

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