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Ricardo Zelarayán

La piel de caballo
El cuento de una novela,
o veinticinco años después

Hasta no hace mucho yo só lo escribía para tirar o perder. Se supone que tirar es consciente y
perder no lo es.
Pero en 1972, Norberto Soares me hizo publicar La obsesión del espacio, mi primer libro editado,
tres o cuatro meses después de terminado...
Desde entonces dejé de tirar... sin dejar de perder.
La piel de caballo, novela escrita en poco má s de un mes, entre diciembre de 1974 y enero de 1975,
fue también el resultado de una crisis sentimental, laboral, econó mica, ideoló gica, personal y
nacional, que me llevó a refugiarme en la casa de unos amigos en el Gran Buenos Aires. Yo ya era
entonces, valga el eufemismo, “un señ or mayor”, aunque como siempre un “juventó n”.
“Novela que protagonizan el vértigo y la violencia”, como escribió en su momento Telma Luzzani,
La piel de caballo, título que alude a esa sísmica piel espantamoscas, narra la incursió n fugaz en
Buenos Aires de un provinciano pequeñ o burgués, marginal y resentido.
Publicada en 1986, once añ os después de escrita, yo nunca podré saber realmente có mo pudo
salvarse en medio de la vorá gine de las persecuciones, las desapariciones y el genocidio atroz de la
siniestra dictadura militar.
Tras su aparició n, Eduardo Grü ner veía en ella “una consciente vacilació n entre el ritmo
entrecortado y nervioso y la letanía inquietante, que define un estilo singular en la literatura
argentina, singular por su rareza aunque plural por su estrategia, un estilo polifó nico hecho con
voces mú ltiples y heterogéneas”. Telma Luzzani mencionaba también “el poder del habla”, y
agregaba que en La piel de caballo “el habla identifica, delata, produce complicidades o fobias,
desencadena acciones, provoca”. Y Miguel Briante, por su parte, afirmó que el libro “es uno de los
má s só lidos y delirantes que haya producido la literatura argentina en los ú ltimos añ os”.
Y bien, hasta ahora nadie dijo o se animó a decir que la novela es mala. Pero otras críticas, sin
dejar de ser elogiosas, confundieron el símbolo con la presencia y asociaron con lamentable
facilidad el caballo del título del libro con la gauchesca, el sainete, la parodia y otras ton terías de la
posmodernidad. No faltó una conocida periodista que, tras desmentir rotundamente presuntas
influencias celinescas y joyceanas, insinuó que el libro era un calco de cuentos y leyendas populares
argentinas compiladas por una ignota profesora y antropó loga de los tiempos del Proceso.
Después de La piel de caballo he publicado poco y nada. Confieso que me he perdido en Lata
peinada, una novela enorme y torrencial de la cual se publicaron fragmentos en varios medios, y que
ya ha comenzado a perderse a su vez... Realmente, no sé qué hacer con ella. Como reacció n, escribo
ahora libros “minimalistas”.
Dicen que mi feroz autocrítica es só lo un pretexto para no publicar o para no escribir, y encima me
acusan de “hacerme el Rulfo”, el gran escritor jujeñ o... ¡perdó n!, mexicano, a quien le alcanza y sobra
con sus dos pequeñ os libros.

Ricardo Zelarayá n
Verano 1999
A Laura Robles y Pepe Ascuri,
que hicieron posible que esto se escribiera
en aquel verano inolvidable de 1974-75

¡¡¡Agá rrenme que lo mato!!!... El petiso manoteaba hacia atrá s buscando o invocando la patota
raleada que se había hecho humo. ¡Sin patota y con mina! ¡Puy, puy, puy! A caballo desbocado no se
le miden los trotes, me dije. ¡Mentira! En ese momento me sentí un poco el petiso de la calle en
medio de la algarada de la madrugada tenebrosa. ¿Quién sería el petiso? ¿Jorge Sobral? ¿Por qué no
Piazzolla? Ademá s mi mujer andaba o anda queriéndome matar y yo no quiero saber nada. Quiero
salvar el cuero. Entonces el petiso ese casi era yo. ¿Estamos? Yo trataba de dormir ¿insensible? a ese
juego sin pelota que se desarrollaba en la cortada oscura. Yo no era miró n, era escuchó n. ¿Estamos?
Escuchar sin mirar era el verso, el mío. Mirar y escuchar o mirar sin escuchar no tenía fragancia, no
tenía fragancia de viejo patio con parra.
Troilo, ¡verde gusano de parra! ¡Lá stima, che mandolió n! Mandolió n troileano, verde gusano sobre
la parra del tango... Todo eso era mentira entonces y verdad ahora. ¿Qué ha pasado? ¿Qué me
anduvo? ¿Eh? Lo de siempre.
Yo, movido a empujones por la muchedumbre del centro o, de cañ a pensante, en la calesita
de mi pensamiento circular y vicioso. Algo ha pasado para que en aquel momento me
estremeciera la tremolina de afuera y aura me trepe la risa. El petiso de la calle enfrentaba
verdoso al nú mero que tenía adelante. La mina que lo acompañ aba le encajó un carterazo a un
enfrentado. Así... ¡de canto! ¡Se armó ! ¡La mina se largó primero! (¡Qué hace el petiso?
¿Todavía no?). Una mujer del otro grupo, zapato en mano, se trenzó entonces con Jorge.
(¿Pero era realmente Jorge Sobral? Miento. ¡Yo soy provinciano pero no tengo nada contra el
tango y estoy dispuesto a subirme a ese árbol si se da!) El petiso verdoso, suavemente
iluminado por el neó n, recibió el agudo taco en pleno ojo, un taco caliente como el sello del
ciego que lacrea en el correo (que, de paso, ¡boludo!, se quema los dedos con los fó sforos).
Gotas de lacre caliente, espesas. Gotas de sangre tibia caen del mandolió n de Troilo. ¡Hay
sangre sobre Piazzolla! (¡Otra vez! ¿Quién te dice ahora que era él? ¿No habíamos quedado en
Jorge Sobral? ¿Quién te contó lo del taco en el ojo? ¿Quién, pero quién?, pero, ¿qué cascabel y
qué gato? ¡No te olvidés ahora que vos estabas de cieguito, de puro escuchó n! No te animaste
a bichar. ¿Estamos? Ahora es fácil reírse de la gresca reduciéndola a una bravuconada con
petiso. ¡Pero contá ! ¿Qué te pasaba en ese momento?) El petiso trataba ahora de salvar el
smoking, total la mina paqué... (¡Grandote al pedo, ahora te agrandá s! ¡Vos también pensabas
en salvar la ropa por si tu mujer te quemaba la casa! Y ahora... ¡Dale, dale, tono menor! Ahora
pura joda, ¡pero seguro que cuando escuchabas el barullo de la calle vos sentías altro que taco
en el ojo! ¿Y la sangre, grandote? ¿Y el polvo que te llena el departamento, pedazo de pró fugo?
Oíme sordito, vos sentís el agua cuando te llega al cuello, ¡pero el polvo te entra de la calle
silenciosamente, a la quita callando! ¿Te da miedo mirar, escuchonazo? ¿Por qué los metés en
el baile a Jorge Sobral y a Piazzolla? ¡Asó mate, lacrecito! ¡Asó mate lacrecito alacre!) Al final el
petiso se salvó . Se salvó por un auto que se metió de contramano y de paso reventó un gato.
Despatarrados cuidadores de coches dormían la mona en la vereda. El gato despanzurrado
entraba en la farra como ú nica víctima. Es ley de la vida, de la vida nocturna, no dejar rastros.
Apenas un gato muerto. Un cuidador borracho imponía el orden entre los coches brillosos. La
lluvia de esa madrugada limpiaba el marco. (Es cierto que no era tan sainete lo de aquel
momento. Yo era un títere de ese insomnio que ahonda y ensancha las orejas de los sordos. Yo
seguía queriendo la mujer que yo quería, fraguado como lacre y ciego hasta la otra vuelta.
Sudor en invierno). La cara pá lida del día siguiente. El gato muerto barrido por los pies de la
ajetreada muchedumbre. ¡Có mo se me han desteñ ido los cabecitas del 17! ¿Dó nde estará
aquella vuelta’el perro con puñ aladas de la Enramada?

¿Dó nde? Hoy, nada má s que una correcta muchedumbre blanca que obedece astutamente a los
semá foros. Hasta ahora el día siguiente no me ha fallado nunca... Pero, por las dudas, no hay que
joder con Buenos Aires. A la larga, la pá lida Buenos Aires te la da: “—Señ or, ¿qué se va a servir?”; “—
¡Te lo juro por mi madre!”; “—¿Có mo me decís eso?”; “—¿Le hablaste, le alcanzaste, le miraste?”; “—
¿Te acerco a algú n lado?”; “¡¡¡Oiga!!!”; “—¿Me toma, diga? ¿Me toma?”

Casi sin querer ella inclinó la cabeza para mirarse la punta de los zapatos. Todavía no sabe por qué
esa imagen le trajo llanto. Se puso sola por un momento. Un momento para reponerse entre los
azulejos y las canillas relucientes. Enseguida volvería a la agitació n de afuera del “toilette”. ¿Pero
alguien se habría dado cuenta? Salió lavadita, resplandeciente, aunque la pena aú n golpeaba con
olas mansas la boya de su corazó n. Aspiró a raudales el aire acondicionado de esa oficina luminosa y
funcional de la avenida Alem. Una rosa en un vaso de agua. Una rosa era ella también, aunque
porosa a las penas ú ltimamente. El rumor de un poderoso jet la estremeció a pesar suyo. Por
primera vez vio que las patas de su escritorio eran blancas. Después, para darse á nimo, mezcló
rá pidamente como naipes una pila de expedientes hasta recomponerse por dentro. A los diez
minutos nadie hubiera notado nada. Ni ella.

Al ratito nomá s de dormirme yo volaba por el techo. Y andaba por ahí, como soy o como he sido,
como un Pegaso sin alas pegado al techo. Y movía las extremidades como un cuadrú pedo, pero en el
aire. De la espalda o lomo me colgaban a ambos lados la sá bana y la vieja y sufrida frazadita marró n
con grandes manchas de mate. Así andaba por el techo, lentamente de un rincó n a otro, con el lomo
rozando el yeso descascarado.
No sé si decir que las cosas mejoraron dos meses después. En este caso la palabra mejorar me
hace sangrar el alma. Y no sé si entonces eso sucedió al ratito o al rato de dormirme, pero que
dormir, dormía. De pronto me vi frente a un enorme espejo. Y yo era un pur-sang. ¡Sí! ¡Un magnífico
pur-sang bien tapadito con esa funda blanca que protege los caballos de raza! Y a través de los
agujeros de mi má scara de pur-sang yo miraba con ojos hú medos al noble animal reflejado en el
espejo. Después golpeé divertido el piso reluciente y verde con mi fino casco derecho. Después,
nunca má s.
Amalia, yo nunca hubiera pensado dejarte. No sigas con eso. No es cierto que esa vez que te abracé
sentiste un pesado casco de percheró n en la espalda. Desde hace añ os, aterrorizado, no puedo
mirarme el brazo derecho Amalia, así va el mundo.
—¡A ver, gallego bruto, no te me hagá s la pezpireta! ¿Así que sos carnicero vos? ¡Un matadero
clandestino debes tener! ¿Carnicero? ¡A ver, mostrá la permisa, la permisa! ¡A ver gallego mortadela,
mostrala!, interrogaba el comisario, muy persuasiva y há bilmente.
El gaita, aguantado a duras penas por tres milicotes, trataba furiosamente de remolcarlos por el
piso. Estaba jugado. Después arrasaría la comisaría, el barrio. Buenos Aires, ¡todo!
Para mí era la pura presió n social. Yo andaba nomá s por el yuyal urbano en esas noches de
pajonales sin relinchos. Por esas callecitas suburbanas por donde me internaba nada má s que para
oír cantar los grillos. ¡Y la sombra, el fantasma del viejo guarda de tranvía! ¿Dó nde andará ? Pero yo
me agitaba perseguido por el fantasma calvo de la ocasió n, el fantasma de la casualidad, de la suerte
también, the ghost of chance, ¿qué tal? La pura presió n social supone cierta firmeza en la cú pula y
una espiral en ascenso. La espiral del raquítico arbolito de la esperanza fulminado como un pajarito
por Tata Dios o por el mismo Mandinga, ¿quién te dice? ¿Iniciativa? Seguramente. ¿Pero hasta qué
momento, hasta qué futuro ad-hoc? Lo anterior siempre supone. Una vez logrado se realizaría. ¿O se
realizaría después de logrado? Decime qué monumento: la sombra, el fantasma del viejo guarda en
calzoncillos tanteando en la oscura madrugada su uniforme lavado ayer “pa ver si secó ” y aunque
no, ponérselo nomá s y a yugar en el primer 84 y ¡talá n! ¡talá n!, no pasa el tranvía por Tucumá n.

En el viejo camió n de mudanzas mis cuatro bá rtulos locos bailan como monos. Perdó name linda,
la vida siempre continú a, ¿pero no te olvidaste de nada? ¿Estará todo bien atado? ¿Seguro? Lo
anterior siempre supone. Mirá ; en esta película vos, que sos muy buena actriz, está s muy mal
dirigida. É l, en cambio, que es tan mal actor, está muy bien dirigido. ¡Y te roba la película, linda!
¿Pero qué clase de película es ésta? ¡Ah sí! ¡La pelota! ¡La milonga entre bacanes y la pelota entre
grandotes! ¡Viva el pelotazo!

¿Total para qué? Después de quemar furtivamente mis libretas de direcciones en los pajonales
suburbanos, me he quedado sin amigos y estoy aquí arrumbado, derrumbado en un rincó n del café.
¡Con la mirada vidriosa, la melena revuelta, la corbata floja y suelta y con aliento cloacal! ¡Y pensar
que hace unos añ os yo era un esbelto tubito de neó n en un letrero luminoso de una tiendita roñ osa
de Liniers! —¡Mozo! ¡Un especial de jamó n y queso! ¡Eso! ¡Eso—queso, jamó n—neó n! Y
despabilado ademá s por un pelotazo que recibí en plena jeta, salí del cafetín con las venas llenas del
neó n de antañ o... ¡Mis ojos se encendían y se apagaban, anunciantes, deslumbrantes!

¡Zas! ¡Feroz botellazo de Talacasto vacía en la cabeza lustrosa del gaita meló n! ¡Sangre españ ola a
chorros sobre la enorme fuente de polenta con pacaritos! ¡Sangre humana, sangre furiosa, sangre
españ ola sobre la viscosa, la plá stica polenta! ¡El tano dueñ o de casa le había llenado la calva de
vidrios al otro peninsular! ¡Qué país! ¡Y ahora el gaita le llenaba la cara de dedos, de formidables
dedos de la mano derecha! ¡Y hasta le metía las uñ as mochas y mugrientas en los ojos! Y mientras,
con la otra mano manoteaba el largo y filoso cuchillo dentado, de cortar fiambre, que estaba sobre la
mesa. El gaita pelado y furioso, ahora con una cabellera de sangre, acometía... ¡Dale! La tana madre
lo vio, pero ya era tarde... ¡Ahora le tiraba al gaita puñ ados de polenta en los ojos! Pero así, al voleo,
a la desesperada. Dominaban só rdidas imprecaciones tanto má s en dialectos de esa tierra civilizada
si las hay... Pero el gallego roñ a ya me lo tenía bien amarrado del cogote, al tano, como pollo
parrillero. ¡Y la mano izquierda fue un refucilo! ¡Qué zurda, mi Dios! Curiosos gritos los de la nona
paralítica en su cromada silla de ruedas. Por un momento el presente se me borró . ¡La nona y su
extrañ o graznido de esos instantes me hacía recordar al primer pavo real que vi en mi vida! Fue la
primera vez que vine a Buenos Aires de escolarcito entrerriano. Yo era un pendejo. Justo, el guacho,
era el presidente. Fue como en una película, como en una postal animada del zoo. De pronto me vi
abriendo la boca ante el pavo real que chirriaba. Y ahora la nona paralítica ésta, vaya, uno a saber
qué quería decir con ese graznido que me llevaba al pasado, paralítica antes y ahora encima
paralizada de espanto... Pero espanto de suegra, entendamos. Era la madre de la tana madre. La
tanita, mientras, se agarraba fuertemente de mí. ¡Yo volvía al raje del pasado para caer en las llamas
de la pasió n eró tica del presente inmediato! ¡Hacé algo, me decía la gatita, con el tono má s dulce de
la Tierra! ¡Hacé algo! ¡Ay! ¡Hacé algo! ¡Y me abrazaba cerrando los ojos como si flotara! Era el mismo
tono de: ¡dame la puntita de tu colorada lengua o la otra! ¡Fiera alternativa! Yo tenía que decidirme
entre separar a los peninsulares o... ¡Ay morronga! ¡Ay, mi vida! ¡Esperá ! ¡Ya, ya! Pero el tiempo es el
tiempo y, cuando la cosa ya estaba, cayó la cana... Yo siempre sordo, y má s en esa ocasió n: ni siquiera
escuché los toques escalofriantes de la ambulancia. Pero yo, un invitado casual, ¿qué pito tocaba,
qué vela llevaba en ese almuerzo familiar, tan dominical, tan porteñ o? Casual, ahí está . Casual, todo
casual. Pero, ¡qué casualidad, Carla! ¡Pero qué mona está s! Hacía como dos meses que no la veía. ¿De
veras, flaquito ingrató n? ¿Y adonde vas? Mirá... la cosa está brava, todavía no sé, no tengo la menor
idea. Son las once, noni, noni, ya tendrías que saber... ¿Por qué no te venís a casa, pichó n? ¡Vení que
ya es casi la hora de comer y mamá se está haciendo una polenta bá rbara! No, no, sin ningú n
compromiso... Aparte de nosotros, viene un señ or españ ol que tiene una carnicería. El pobre se
quedó viudo hace unos meses. Vení, esqueletito. Vos sabés, son gente de edad. Después de comer se
van a dormir o a jugar a las cartas al fondo. Ya nos vamos a arreglar, dijo Carla bajando pú dicamente
sus grandes pá rpados. ¿Có mo resistirse? Después sucedió lo de antes y un tremendo oficialote nos
separó violentamente con garfios de acero y brazos de fierro, cuando ya la cosa estaba ¿eh? Y bueno,
ni almuerzo ni nada. ¡Todos en cana! Todos menos el tañ o dueñ o de casa que se mandó mudar en la
moderna ambulancia con dos feroces tajos, con esos tremendos tatuajes en profundidad propios de
la furia españ ola. A todo esto al gaita lo arrastraban a gatas entre cinco uniformados. No podían
darle la salsa porque sangraba a mares y aú n le picaban los cachos de vidrio puntudos que tenía en
la calva. Pero el gaitó n no cejaba. En total inferioridad de condiciones creía, ¡qué bruto!, que
cualquier situació n podía invertirse, siendo como era un gaita por los cuatro costados. ¿Será asesino
ya? me preguntaba yo. Y miraba de reojo el reloj del oficial que me conducía sin ninguna clase de
contemplaciones. Por las dudas, pobre tano. ¡Era tan bueno! Un hombre de trabajo, honesto,
servicial, claro que a veces se impacientaría, pero a todos nos pasa eso. Después me dijeron que
tenía mal vino. Ahora era un trapo, un trapito... ¡pobre tano!
Ya en la calle dos pá lidos oficiales corpulentos me arrojaron fá cilmente, como un viejo escobilló n,
en el fondo del patrullero. Por mi parte, yo caí como una bolsa e´papas en el piso mientras mi cabeza
se posaba violentamente en una manija niquelada. “¿Ah sí, pibito? ¡Ahora vas a ver la que te espera
flaco escopeta!”, y el que hablaba me tiró un guantazo con la palma abierta y regordeta que recibí
casi insensible. Yo estaba en otra, completamente. Me izaron entonces como un pelele. "¡Puta que
sos livianito, mariconacho!”, y me metieron entre ellos dos. ¡Lindo sá ngü iche! Con algo de gata
parida... ¡Qué calidez! Pero yo estaba en otra. En la pantalla de mi pensamiento aparecía Carla.
¿ Dó nde estarías tanita querida? ¡Nuestra separació n física había sido tan brusca que aú n mi
corazó n seguía iluminado por la diá fana y fogosa luz de su pezó n derecho! ¡Mierda, qué calentura!
¿Dó nde estarías, dó nde estará s ahora tanita gatona? Tal vez se había ido con su vieja antiojuda en la
misma ambulancia del pobre tano malherido. ¿Y la nona? ¡Caray!, ¿también se la habrían llevado
graznando siempre en su cromada silla rodante?
¡Vaya qué enigma! Yo estaba muy caliente, como se dice. Carlita, ¡ay!, ¡ay!, ¡ahora! sí, ¡ahora!... decía
silenciosamente haciendo la banda sonora de las escenas que se proyectaban mudas en mi mente,
en las que aparecíamos nosotros dos tiernamente abrazados, soldados, en medio de la atroz trifulca
de sangre y polenta. Después, como es de suponer, agregaba a los documentos reales que se me
proyectaban fresquitos, una continuació n, una secuencia “a piacere” con lo que debía haber
pasado... una secuencia de tono subidísimo, naturalmente.
Y ni me acuerdo de cuá ndo me bajaron, ni siquiera de la fachada de la comisaría... Pero, ¡qué
mentecato y palurdo sos! me decía yo, ¡có mo no te diste cuenta antes que la Carla estaba con vos! Lo
de mentecato y palurdo eran palabras dichas por el gaita que se me habían grabado en medio de la
violenta rosca junto con los confusos vocablos dialectales de los tanos invitantes... y el graznido de
pavo real de la nona paralítica, ¡me olvidaba! Ya ni me acuerdo de có mo y cuá ndo me bajaron a
empujones y totalmente erecto. ¡Eh! ¡A un erecto no se le pega! ¡A un perro abotonado no se lo
despega, diga! Claro. Yo eso lo pensaba nomá s, mientras era violentamente impulsado hacia adentro
o absorbido como basurita por el tremendo poder de succió n de la comisaría. Pasé como céfiro
sobre la ancha vereda, después volé por una amansadora convencional, y en un santiamén me vi en
un corredor, ya arrastrá ndome en zig-zag como pelota pinchada, como pelota fofa, empujoncito va,
empujoncito viene. “¿Y como te va? ¡Te está bamos esperando! ¡Llegá s justo” ¿Eh?”. La ú ltima patada
me embocó exactamente delante de un mostrador. “¡Despertate marmota! ¿Qué te creés?” dijo la
carota imponente que me enfrentaba y me estaba destinada. Sería el oficial principal o algo así:
“¡Qué! ¿querés dormir la siesta aquí, eh?” Y ahí nomá s me encajó un tremendo golpe de filo de
mano. ¡Qué callo feroz! ¡Un borde de má rmol de una pulgada asestado velocísimamente justo en mi
clavícula quebrada añ os atrá s en un accidente! ¡Me hizo bramar! Y antes de entregar mis
documentos me acordé del chueco aquel, una bestia de mi pueblo —pero ¡qué gran tipo!— que
arreglaba huesos salidos, a presió n, a trompadas e incluso a patadas. Te hacía bramar, sí, pero
después, con el huesito bien puesto, te ibas de vuelta a la cancha a seguir peloteando, feliz y
contento, silbando La Cumparsita. Y por un instante volví a ver el Paraná estupendo de ese
mediodía de otoñ o, las dragas del Ministerio que remoloneaban entre las islas de jubiloso verde
intenso, la maravilla azul de los jacarandaes. Hasta que, ¡zas!, ¡otra monumental caricia a velocidad,
aunque menos certera que la anterior! Entonces dije con la voz má s dulce de la tierra: “Discú lpeme
usted señ or oficial. Aquí está n mis documentos”. Comenzaba otro problema, lo veía venir al vuelo:
un viejo problema de identidad. “¡Eh!, gritó el principal, ¿qué es esto guacho? ¡La cédula, qué la
libreta! ¡la cédula, quiero la cédula!” Y, de mientras, hacía rebotar el grueso callito del borde de su
manita sobre el mostrador de caoba… Sorprendido ahora por esa palabra guacho mi cabeza
trabajaba a full. ¿No sería por´ai paisano mío este animal? ¡Si era, la ganaba seguro! Sin perder un
segundo y viendo que ni siquiera había abierto la libreta, insinué: “Por favor, señ or oficial, ¿puede
usted controlar si coinciden mis señ as particulares? La libreta de enrolamiento es un documento
pú blico. Yo soy entrerriano…” El principal me miró con gran desconfianza, y hasta parecía que me ia
a arrimar otro saque, pero finalmente abrió la libreta. No pudo má s. No pudo evitar que le saliera
del alma una voz afectuosa de padre comprensivo: ¡Entrerriano! ¡Entrerrianito como mis finados
viejos! ¿Y có mo te has metido en ésta gurisito? Vos está s medio mal entrazado, no me gusta mucho
tu facha, tenés una mirada de turco, ¡pero aquí dice Paraná ! ¡Mis viejos eran de Rosario Tala, pero
tengo unos tíos en Paraná ! ¡No sigá s gurisito cursiento! ¡No te metá s en líos! Yo tengo que proceder.
Yo soy porteñ o, muy porteñ o. Toco la viola, ¿sabés?. Estaba confidenciando demasiado, tanto que yo
ya maliciaba un nuevo brote de violencia. Hay que ver que ahora yo estaba a la ofensiva: en plena
comisaría le había asestado un fuerte golpe, un golpe sentimental, claro, un golpe bajo tal vez. Y
esperaba una reacció n… Pero no: “¿Para qué te metiste en estas cosas pibe? ¿Quién te saca ahora?
¿Có mo no se te ocurrió separarlo, desarmarlo, convencerlo a ese gallego bestia de tu viejo?”. ¡¡¡Qué!!!
—no pude evitar un gritito— ¿gallego yo? ¡Ehhh! Perdó n, mi querido oficial principal, dije
suavemente entonces. Hay aquí una tremenda confusió n. A ese lo he visto hoy por primera vez, al
gallego... Se lo juro... Soy amigo a ratos de la tanita. Hoy, por pura casualidad, ella me encontró en la
calle y me invitó a almorzar en su casa por primera vez, ¡mire usted! Por otra parte, mi padre era del
norte y medio aindiado, mi madre es entrerriana como yo. Nada que ver con los gallegos... Ni con los
tanos, agregué por las dudas. Usted comprenderá : ¡qué podía hacer yo, un visitante de primera vez!
Ademá s yo estaba en otra, ¿me comprende? Yo estaba con la tanita... Soy soltero. Cuando nos dimos
cuenta de lo que pasaba ya no había nada que hacer. Y si hubiera podido hacer algo por´ai no
contaba el cuento.
¿Comprende señ or oficial? El oficial ya estaba de mi lado, aunque le costaba. Se tomó la frente y
visiblemente preocupado, bajando la voz, me dijo: “Pero pibe, hay un problema. ¡Este gallego bruto
no quiere cantar! Este animal no habla. ¡Pega! Mira que aquí hay experiencia, ¡pero a esta bestia
parece que no la ablanda, nadie! Le hemos registrado con mucho laburo su ropa hedionda y
pringosa, ¡y lo ú nico que le hemos encontrado son unos miserables billetitos estrujados en el fondo
del ú nico bolsillo sano! ¡Hasta ahora, y hasta, que no aparezcan los documentos —el oficial miró la
hora en su reloj— vos sos aquí el hijo y el có mplice del gallego asesino! Pero quedate tranquilo.
Ahora necesito una impresió n de tu dígito-pulgar para completar tus datos. Y después esperá
tranquilo en aquella salita. Dejá pasar un poco el tiempo, esperá nomá s. ¡A ver agente Fottini!
Condú zcame este detenido a dactiloscopía! ¡Y trá igame a la brevedad su impresió n dígitopulgar
para controlar su documento!”, ordenó profesionalmente el oficial principal. El agente me acompañ ó
sin tocarme y sin hablar hasta un pequeñ ísimo cuchitril siguiendo por el corredor hacia la
izquierda. Abrió una puerta. —¡Ah!, fue lo ú nico que dijo, queriéndome decir entra. Entré. Un
hombre de remera colorada subido en una escalerita ordenaba en un estante unas carpetas azules.
Otro, de espaldas y apoyado en el mostrador era evidentemente un oficial sin la chaquetilla. El
miliquito se cuadró . El oficial se dio vuelta lentamente, me miró sin verme y dijo: “¿Qué?”.
“Dígitopulgar derecha, oficial.” Almohadilla, apoya dedos, pulgarcito y ¡pum! al papelito. Al ver mi
fino pulgar el oficial fortachó n no pudo resistirse. “¡Qué lindo dedito que tengo yo!”, y me lo trituró
de paso sin dejar de esbozar una sonrisita. “¿Te dolió , eh?”, me dijo. “Aquí hay que ser macho pibe,
¡aprienda!” El miliquito se apoderó del papelito con mi impresió n digital y se cuadró . Y esta vez sí
me empujó para que saliera, quizá para quedar bien con el oficialito rompepulgarcitos. Pero ya en el
corredor se suavizó y me puso en manos de un compañ ero después de decirle solamente “salita”, y
darme un cordial empujoncito de “hasta lueguito”. El otro que me tocaba era un tapecito regordete y
me llevó hasta la “salita” con má s pinta de corredor que otra cosa. Era un recintito de tres por dos,
cuanto má s, con dos largos bancos e madera apoyados contra las paredes opuestas. Una especie de
salita de paso, de circulació n, una antesala del calabozo. Una luz anémica amarillenta de lamparita
pelada y sucia bajaba del techo ló brego. De un lado, sin puerta, la salita comunicaba con el corredor.
Del otro, había una puerta cerrada con visillos bastante limpios, y se veía luz en la habitació n de al
lado. El vigilante regordete, señ alá ndome con el dedo el vacío banco de madera, me gritó : “¡Aquí!”,
como quien educa un pichicho. Después volvió al corredor y se quedó mirando en silencio desde
allí. En el banco de enfrente estaban otros dos tipos como yo, digamos. ¿Qué habrá n hecho estos dos
pillastres? pensé enseguida. Ellos me estudiaban de reojo y, seguro —¿habrían llegado juntos?—,
estaban pensando lo mismo que yo: ¿Quién será este mequetrefe y qué habrá hecho? ¡Mirá la carita
de á ngel que pone! De pronto, uno de ellos lo miró al otro. Ahí se vio clarito que no habían llegado
juntos. Uno parecía decirle al otro con la mirada: “¿Y vos polaco podrido? ¿Quién te ha visto y quién
te ve? Sos un santito acaso?”. Y el otro al uno: “¡Salí, fruto del país, sorete empolvado, con esa jeta
abollada tenías que caer aquí!”. Casi igualito, pero no tanto, que en las salas de hospital. Una vez, un
pobre deshauciado me decía sigilosamente desde su cama meada, en un momento de lucidez: “Mirá ,
el que está jodido en serio es el de la cama de la derecha. Ese sí que no se salva. La gorda que lo
viene a ver se dispara a cada rato para llorar afuera. Seguro que ya se lo dijeron. ¿Y el de la cama de
la izquierda, que hace una semana nomá s se hacía el Tarzá n? ¡Escuchá có mo respira! ¡Ese no pasa
de esta noche! ¡Por’ai se queda ahora nomá s!”. Y bueno, como decía, me estuve en aquella só rdida
salita muy entretenido con ese juego de miradas: “¡Estafador, agiotista, escruchante!”, acusaba yo al
polaco. “¡Asesino de tu vecino!”, me respondía el gringo. “¡Porteñ ito vago y raterito!”, me acusaba el
má s criollo. Ahí me dio en lo má s íntimo: “¡Que te recontra! ¡Má s porteñ a será tu madre! ¡La boca se
te haga a un lado, pampeano de mierda! ¡Andá que te zurzan! ¡Cruz diablo!”. Y así habrá n pasado
como dos horas, hasta que de pronto se abrió una puerta, la ú nica, la de los visillitos, y por el ruido
que hizo pareció que no se había abierto en mucho tiempo. Entraron —o salieron— dos oficiales
bigotudos. El má s bajo, me apuntó con la mirada, y en el corredor le preguntó al canita, levantando
la voz para que lo oyéramos: “¿Quién es ese enclenque que no lo vi antes?”. El milico respondió en
voz baja, inaudible al menos para mí. “Ajá, dijo, ¿y será capaz de eso? No le veo uñ as ni facha. Bueno,
sacámelos de aquí. ¡Afuera todos!”. Evidentemente, iban a pasar algo o alguien por la salita y no
querían testigos. “Esos dos allá”, prosiguió el oficial, y señ aló algú n recoveco del corredor. “Al flaco
tísico llevá melo al fondo,
¡paseá melo!” Enseguida apareció otro milico que se llevó a los empujones al polaco y al
pampeano.”¡Afuera, afuera todos!” Y el canita que ya estaba se encargó de desalojarme a mí.
“¡Vamos, vamos, arriba!”, me dijo, aunque yo ya estaba parado.”¡Rapidito!” Me tomó enérgicamente
del brazo. Y entre palmada y empujoncito seguimos por el corredor hacia el fondo, doblamos
después por otro corredor a la izquierda, después otra veza hacia el fondo y ahí volví a ver la luz del
día que se filtraba por una puesta de fierro de mugrientos vidrios de color. La abrió , empujó n hacia
afuera y ¡ah!, ¡el día otra vez! Un patio de baldosas rojas, y a la izquierda y a la derecha,
pabelloncitos bastante nuevos color gris. Y se oían murmullos, ronquidos, grititos de pobres diablos
enjaulados. Seguimos luego, siempre al ras, por un corredor estrecho, que terminaba en un pequeñ o
patiecito con una habitació n a la izquierda y un patio de tierra al final, donde caía espléndidamente
el sol en posició n de cuatro, cinco de la tarde –está bamos en primavera—. Allí, casi en el patio de
tierra, sentado en un banquito de lona y tomando mate, estaba un milico, sin chaquetilla, morochazo
de pelo, aunque no tanto de cara, una cara medio cuadrada, de facciones angulosas con un bigote
recortado y medio ralo, que nos miró con expresió n entre sorprendida y divertida. “A ver Dorilo,
dice el oficial Cacciabue que me lo hagas mover un rato. ¡Que barra! ¡Que saque un poco de polvo!
¿Me entendés? Vamos, tenelo, ¿qué estas esperando?” Y el otro milico se fue. El canita del mate
siguió chupando un rato largo la bombilla, mirando oblicuamente el suelo. Se rió en silencio.
Después bajó lentamente la bombilla de la boca y me dijo: “Ya me hablaron de vos. ¿Así que sos
tagü é?”. Volvió a chupar mate, se rió otra vez en silencio y me dijo medio con sorna: “¡Mirá che!, yo
creo que de acá no salís má s. Sentate, sentate nomá s en el suelo. No te hagá s problemas.” “¿Có mo
que no viá salir?”, dije yo. “¿Quién te ha dicho eso?” “Saldrá s sí, alguna vez, pero de viejito...
¡Pa las calandrias griegas, tagü é, pa las calandrias griegas, segurito!” Estiró la mano y agarró la
pava que tenía al lado, llenó otra vez el mate y me dijo: “¡Habla, habla pata’e catre, que yo soy
correntino y no tagü é! La verdá, nunca me gustaron los tagü és, pero por lo menos, aquí en la capital,
ustedes, con lo engrupidos y traicioneros que son, son medio correntinos al lao de los porteñ os.
¡Por lo menos, son como los de Goya, que casi son tan piores como ustedes! ¡Sentate nomá s, che!
¿Querés un amarguito? Me dijeron que no comiste por despacharte un tano. Tengo galleta, ¿querés?
¿Sí? ¡Así me gusta! Pero tagü é, ¡con esa facha de cobardó n quién diría que sos pelionero!”. Esta vez
me pasó el mate y siguió hablando:
“¡Es una lá stima no poder probarte en la calle y de cevil, gallinita colorada!”. Yo estaba medio
confundido: ¿A este correntino no me lo habrían puesto adrede pa tirarme la lengua? Vivísimo, el
guacho me leyó el pensamiento. "Sos rapidito", me dijo. "Ta rico el mate, ¿viste? ¡Chupá verde que te
hace bien! No, no creas, ¡la erraste fiero tagü ecito! ¡Yo soy vigilante pero no alcagü ete! A má s, vos no
salís má s: ¿quién te va a soltar, quién te va a sacar de aquí, vagoneta?" "Vos, le dije entonces, me
parece que sos medio paragua, ¿no?" "¡¡¡Qué!!! ¿Paragua yo? ¡Yo soy de Conceció n! ¡Que te creés,
culo sucio!" Y enseguida me guiñ ó un ojo conteniendo la risa. Ya lo había entrado a tutear, ¡ya tenía
un amigo de veras! ¡Qué tipo grande me iba a resultar ese tal Dorilo Funes! Al ratito nomá s
está bamos como chanchos. "¡Vigilante culo picante! Piujujujujú . Ah, no ¡no me grités aquí! ¡Ah, no!
¿Qué?, ¿querés que me echen?" Y ¡¡¡puy, puy,puy, puy!!! "¡Callate, yacaré coludo, o te mando a la
capacha!" "¿Y, correntino? Puro mate, pura galleta, y ¿donde metés el vino? ¿A que no? ¿Eh? ¿A que
no? Te juego una pulseada por una damajuanita´e vino negro, ¿eh? ¿A que no?" le decía yo
desafiante. "¡Ah no, vino no! ¡Asesino, borrachó n, patasucia, calandraca!", decía Dorilo casi gritando.

La enorme mano hachada al raso —¿hoja caída?—, la palma vuelta hacia el abismo nocturno. Sus
sinuosas, infinitas nervaduras de neó n, sus líneas de vida. Regresaba de la calle. La luz de un farol
penetraba en á ngulo por la ventana de mi pieza, de la calle Reconquista. No encendí la luz. Tal vez
para no ver mi desorden solitario. Me bastaba el haz de luz callejero. En mi cama dormía un
personaje habitual que no me causó ninguna sorpresa. Era un pigmeo panzó n y cabezó n,
dolicocéfalo como yo, desnudito él. Lo saqué de allí sin despertarlo como si lo hubiera hecho otra
vez. Lo puse de través en los pies de la cama. Enseguida me acosté, y mientras pensaba, antes de
dormirme, lo sentía sobre mis pies. En determinado momento dejé de sentirlo. “¡Bah!”, me dije, “¡se
habrá caído otra vez! Ya subirá . ” Al despertarme, la mañ ana siguiente, yo era el pigmeíto panzó n y
cabezó n, y recordaba vagamente que en algú n momento de la noche, mientras dormía, un hombre
grandote me había sacado y tirado de la cama ¿Quién sería ese grandote?, me preguntaba yo.

De pronto me desperté, quizá por haber soñ ado que me despertaba, quizá por algú n rumor de la
calle. ¿Quién era yo ahora? Se oía un griterío infernal, pero yo no estaba en casa. Estaba acostado en
un colchó n tirado en el piso de un calabozo de la comisaría. Una celda minú scula con una ventanita
con barrotes en la puerta, por donde entraban algunos reflejos de la noche. El griterío cesó de
pronto y luego se oyeron taconeos de tropa que entraba o se retiraba. Un silbato lejano y el
traqueteo de un tren, un tren de carga seguramente hacia el sur, me apaciguaron. Respiré
profundamente y volvía a dormirme. Serían como las tres o cuatro de la mañ ana cuando sentí que
la puerta de la celda se abría para cerrarse de nuevo enseguida. Me incorporé y sentí dos cá lidos y
redondeados brazos femeninos que me rodeaban el cuello. Enseguida, acaricié en la oscuridad un
pequeñ o y hú medo rostro de mujer morena. Sus pulseras tintineaban suavemente. Subí por sus
redondos muslos hasta que sentí su mojoncito hirsuto y hú medo. “¡Ay! ¡Ay gurisa!” "¡Ay! ¡Sí, sí! ¡Ay,
ay, presito! Dame tu garrotito de vigilante. ¡Ay presito. tu palitroquito!" "¡Ay, pero dame vos tu
boquita de abajo, tu trompita mojada que se abre y se cierra como la flor de conejito! ¡Y tomá , tomá !
¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ay!... ¡Y tomá otra vez!... ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!..." Hasta que se oyó afuera la voz de Dorilo que
cuchicheaba: ¡Basta! ¡Basta ya, tagü é. que viene la polecía! ¿Viste qué linda correntinita? ¡la metí
presa nada má s que pa traértela! ¿Qué má s querés tagü é? Ahora basta!”, dijo. Hizo tintinear las
gruesas llaves, entró decidido y se la llevó nomá s... “¡Salí paragua policilló n! ¡No te me llevés la
putita, no te me la llevés, taquero matero, cachaco tripa verde!”, chillaba yo, con ganas de armar un
escá ndalo... ¡Nada que hacer!, Junto al colchó n, menos mal, el Dorilo me dejó la bolsa de agua
caliente llena´e vinacho, tal cual me había prometido.
“Juancito el escobero/ se compró un auto Ford/ Le faltaban las cuatro ruedas/ los asientos y el
motor.” Sí. Juancito sin Ropa, Juancito el escoberito, antes vendedor de escobas y después vestido de
uniforme de portero, me regaló cuando yo era pendejo una pizarrita má gica, de esas que se borran
solas...

Y yo, el flaco escopeta, el Vicuñ a, el pilpinto, el francesito, el cabecita resentido, seguía má s


entrerriano, má s tucumano, má s salteñ o que nunca, barriendo el ú ltimo patio del fondo de la
comisaría. Y me moví, me movía mucho, me hacían mover. Ademá s, no quería ser una media guacha,
tirada durante añ os en un rincó n de la pieza, ¡inú tilmente inú til! Mi identidad ya se había aclarado.
Yo era nomá s el hijo de mi madre y de mi padre. Al gallego, “mi padre” durante tres días, ya me lo
habían metido en un celular rumbo al departamento, todo abollado y cá rdeno aunque no amansado
ni mucho menos, gracias a los esfuerzos profesionales de media comisaría. Al final, los documentos
ibéricos aparecieron, junto con varias chequeras, algunos titulitos de propiedad, viejos pagarés y
otras yerbas, disimulados bajo viejas hojas de diarios, en una histó rica fiambrera llena de moscas,
colgada del techo de la trastienda de la carnicería... De modo que yo casi estaba con un pie afuera...
Claro, había perdido a la tanita. Y ya me había enterado que andaba diciendo que yo era un cobarde
que no había salido en defensa de su babbo... Que yo era un maldito, un atorrante, un muerto de
hambre. Tiene razó n en parte. No le guardo ningú n rencor. Esas son cosas que se piensan y se dicen
después que ocurren las cosas, nunca antes ni durante. Tiene razó n. Si yo fuera ella, ahora lo odiaría
a ese flaco flojo, a ese muerto de hambre, a ese...

Y en esa primavera verde mate´e Dorilo, en medio de la sombra violá cea, aporreada, de la
comisaría, ya se me estaría formando sin darme cuenta la sombra de Amalia, la de la cabinita de
cristal de Caballito, el invierno que siguió .
Sombra a la cual aú n le faltaba el cuerpo y que ahora es recuerdo, sombra sin cuerpo.

Y el Dorilo llegando con la pava y el mate. “¡Vamos tagü é! ¡Largá la escobita, vení para acá que se
enfría!” Yo estaba terminando de fregar el patio y la galería del fondo. ¡Escobita, lavandina,
detergente, estropajo, lampazo! ¿Sería la ú ltima mateada? ¿Se terminaban entonces esas
inolvidables tenidas con el Dorilo, verde riacho’e mate? Y bueno, al décimo mate de ese octavo día
en la comisaría me llama el oficial principal Cardoso, el hijo de tagü és. Mi abogadito, el gordo
Quique, otro hijo de tagü és, ya había arreglado mi libertad... condicional. Se supone que en cualquier
momento yo debía presentarme ante el juez. “¡A ver che! ¡Apú rate a ver si todavía te largan! ¡Son
capaces! ¡Pasa cada cosa aquí!”, me dijo el Dorilo medio en broma medio en serio, sin largar el mate,
claro. Y bueno, allí en la misma oficina de atrá s del mostrador donde una semana antes el principal
me dio aquel golpecito duro de callo como bloque de má rmol, me esperaba el mismo Cardoso en
mangas de camisa y un cabito idem que se encargó de escribir a má quina mi ú ltima declaració n
bien pulidita, con dos dedos y, supongo, con simpatiquísimos errores de ortografía. No me
interrumpieron, declaré tranquilo, mirando fijamente una vieja salivadera enlozada blanca, con
patitas de tortuga, que estaba en un rincó n. ¡Imagen imborrable! El oficial Cardoso asentía esta vez
muy respetuosamente mis palabras: una fría pormenorizació n de los hechos, clarita y mejorada.
Habían llegado informes que me favorecían. En la oscura oficinita entraba un chijete de sol y
planeaba una sombra densa y violeta como la de las siestas del verano. ¡Yo ya flotaba en la ola
violá cea de mi minú scula libertad! ¡Una breva! Una breva que crecía vertiginosamente por
instantes! El miliquito que me acompañ ó hasta la oficina desde el fondo ni me tocó . Puso sí la palma
de la mano a unos diez centímetros de mi espalda por si se le quejaban de excesiva delicadeza, pero
en ningú n momento me empujó , quizá porque no lo miraron. Después de declarar, llegué así, casi
flotando, al patio del fondo. “No me digá s tagü é que te vas”, dijo Dorilo al verme, sin largar el mate.
“¡No puede ser!” “Mirá”, le digo, “parece que es cuestió n de unas horitas má s, tal vez de un día, pero
ya está .”
Los amigos se portaron. Los que se enteraron... Los demá s, ni noticia, como la barra brava del
remolcador, el Jeta, Reynaldo, Carmelo, y el Sorongo, y el Taita Gó mez... Pero, hasta unos cuantos que
nunca me tragaron se interesaron por mi suerte. A lo mejor, sin ser mal pensado, para darse el gusto
de tenerme lá stima o pa reírse un rato al verme entre rejas... ¿Quiénes se llegaron hasta la
comisaría? Bueno, los que menos me esperaba. Una yunta de correntinos, por’ai de puros vagos, por
mover las tabas. “A esos no me los traigas má s, sobre todo al grandote. ¿Có mo se le ocurre venirse
mamao a una comisaría? Me metió en un compromiso. ¡Tendría que haberse quedado aquí con la
mona que traía! ¡Qué te creés!” También fue a visitarme Luisito, el negrito que me robó un versito.
¡Cada negrito con mi versito! ¡Cada Luisito con su frasquito! Sí, me trajo un frasquito de alcohol
Soler, bien precintadito, que entregó al oficial de guardia: “¡Déselo a ese flaco pa que se rasque la
roñ a ya que no se bañ a!”. ¡Pero era un frasquito lleno de ginebra! ¡Gracias Luisito! ¡Y llevate nomá s el
versito que encontré escrito en el excusao de la capacha!
Una hora escasa y se llegaron al fondo de la comisaría el mismo oficial Cardoso con el Quique, mi
abogadito. ¡Este Quique! El gordo Quique, que me sacó de cada una, apenas unos añ os mayor que yo,
allí en la comisaría me decía siempre “¡M’hijo!”. Y bueno... ¡qué viá’cer! ¡Otro papacito! Y el principal
diciéndole al Quique: “Esta vez ganó usté, dotorcito”. Y ya andaba con ganas de convidarlo con una
lusera o con un guindado. “¿Y usted no guitarrea dotor? Porque yo sé cantar, ¿sabe? ¿Por qué no se
me viene a casa una de estas noches a tomar la ventolina? ¡Mire que allí se orejea de lo lindo! Si
gusta, dotor, ¡véngase nomá s con este flaco y tráigase otros má s que por’ai hasta se arma bailongo!
A la patrona le gusta la mú sica y el baile, ¿sabe? Y tiene amigas solteritas y buenas mozas, ¿qué me
dice?”, insistía Cardozo chocho.
Al salir me saludó hasta el comisario, un formoseñ o. Ya lo conocía por los gritos que le pegaba al
gallego mal sujetado, al asesino, mi padrecito por tres días. “Buenas joven, y dentro de un ratito
nomá s se me va porque lo quiero ver lo má s afuera posible. Pero aquí me guarda compostura, ¿o
dó nde se cree que está ?”, dijo al final haciéndose el fuerte. Esperé un momento en el vestíbulo de la
comisaría. Mi abogado, el Quique, se despidió y salió a los apurones. Después pasó Dorilo,
taconeando fuerte y cuadrá ndose, con la tropa hacia la calle. “Esperame, tagü é, que tenemos que
arreglar. ¡No te me vayá s aunque te larguen y aunque me demore, yacaré!” cuchicheó .
Y ahora, ya con la calle a la vista, la comisaría me parecía un hotel, un hotel pobre, claro, y gratis...
De pronto veía la ciudad con otros ojos. “¡A ver usted!”, me grita entonces el oficial de guardia. “Aquí
tiene sus efectos personales.” Y saca de un sobrecito de polietileno mi reloj que ya no anda, detenido
en las 14.20, roto seguramente en la soliviantada que me dieron rumbo a la comisaría, mi billetera y
mi viejo cinturó n comprado hace añ os en un negocito de la Avenida de Mayo. Empecé tímidamente
a salir. Lavadito, afeitadito y muy saludador, aunque nadie me respondía. Ya en la vereda, a un metro
de la puerta, comencé a apurarme. ¡A ver si estos se arrepienten! Y enseguida me largué a correr
como si me hubiera escapado. Tanto, que al rato ya ni sabía de qué lado estaba la comisaría. Caminé
luego, siempre rá pido y al tun tun, unas cuantas cuadras. Caminé y caminé sin parar. De golpe me
detengo. Quería fumar cigarros de los míos. Los de Dorilo no eran malos, pero ya entonces me
gustaba fumar filtrado. ¡Siempre fumaré negros hasta el ú ltimo minuto, el minuto má s negro,
negrísimo de mi vida! Me costó mucho encontrar un quiosquito entre las casas bajas de aquel
barrio. Al fin, entre un garaje y un tapial, veo un toldito. Y al asomarme quedé sorprendido: una
quiosquera rubita de unos diecisiete añ os inflaba un globo amarillo. Só lo veía, en silencio, sus
hermosos ojos, su amplia frente y sus cabellos. Se quitó el globo inflado y me miró con naturalidad,
como si me esperara. Pedí automá ticamente mi marca y le alcancé un billete sin dejar de mirarla.
“Faltan quinientos”, dijo la rubita con una sonrisa dulce. “Perdoná”, le dije entonces, “ya te lo habrá n
dicho mil veces... ¡pero sos tan linda! Esperá que me recupere.”

No es la mano caballar mano espantamoscas. Es la piel movediza, la piel de caballo mandada a


hacer para espantar las moscas. Una piel naturalmente sísmica. Y a veces, el cogote ayuda cuando
las moscas se van a la cabeza y zumban en las orejas. Y hay un pajarito navegante de esa piel,
acostumbrado desde siempre a ese movimiento de vaivén. Conocí esa piel oscilante al mismo
tiempo que la marejada. Ese flujo y reflujo de la piel de caballo asediado por las moscas,
acompañ ados de giros del cuello y rítmicos movimientos de la cola. Nada má s natural, parece decir
el boyero que, posado en el lomo, acompañ a durante largas horas a su compañ ero de siempre.

—¿Có mo te va pibe?
Yo paseaba por la calle con Lita, la preciosa hija ú nica de ese hombre totalmente desconocido para
mí hasta ese momento. No tenía el menor interés en conocerlo, pero allí estaba: “¡Qué casualidad!”,
dijo, “¡Lita nos ha hablado tanto de vos!” No era cierto, Lita no le había contado una palabra de mí a
sus padres. Pero paseá bamos por e| barrio de ella, por ese barrio, para mí, el má s hermoso de
Buenos Aires... “¿Y por qué no te venís ahora mismo a cenar a casa? Bueno... si no querés ahora,
pasate má s tarde a tomar un cafecito... O unos mates, o grappa o tinto si preferís...” A Lita ese
encuentro casual con su padre, a pocos días de conocernos, no le hizo ninguna gracia. A mí menos.
Pero ya se verá .

Me sentía libre entonces, ¡má s libre que nunca quizá...! ¡Claro! Acababa de salir de la comisaría. Y
una vez má s penetraba, aunque de otro modo, en la para mí siempre impenetrable Buenos Aires.
De pronto, distraído como iba por calles ya oscuras, me encuentro con una avenida semafó rica ya.
Estaba en Caseros a la altura de Parque Patricios, tras perder la cuenta de las cuadras que había
caminado al azar durante casi dos horas tal vez. La noche calurosa descendía. Para apartarme del
trajín urbano doblé por la primera esquina. Y a las pocas cuadras, sin querer ni pensarlo, había
caído en un barrio hasta entonces desconocido, para mí el má s hermoso de Buenos Aires. O mejor,
esa franja de barrio entre Rivadavia y Garay, y Rioja y Loria, poco má s o menos. Edificació n baja,
muchos árboles, pendientes, subidas y bajadas, manzanas irregulares...
Una especie de rompecabezas sin armar de Paraná . La fuerte pendiente arbolada de la calle
General Urquiza viniendo desde Garay me conmovió profundamente. Por un momento creí estar
cerca de la Plaza Sá enz Peñ a de Paraná. Caminé como si flotara bajo la sombra de los árboles
oscilando entre la calle y la vereda. Y el olor verde fresco, intenso, de esos á rboles: paraísos, plá tano,
ligustros y hasta jacarandaes. Era un delirio paranaense después de má s de una semana de
comisaría. Y el cielo terso y reluciente, chispeando entre las copas de los á rboles. Unos pocos autos,
muy poca gente. Algú n perro ladrá ndome sú bitamente, desde un zaguá n o detrá s de un portó n. El
interior suavemente iluminado de viejas habitaciones entrevistas desde la calle. Una pared rosada
con la foto retocada de algú n finado en un marco ovalado. ¿Era necesario salir de una comisaría
para descubrir lo que no había visto antes: ese barrio de manzanas irregulares, de lentas figuras, de
sombras movedizas de á rboles, esas sombras tan propicias para los amores míos de aquellos
tiempos?

Una mosca violácea planea sobre la movediza piel del caballo. Una mosca delirante sobre las migas
del mantel arrojadas en un patio de tierra cerca de México y 24 de Noviembre. Caballo en un alfalfar
en Paracao, una mosca verde y ladina, ya sin vértigo de piel de caballo. Libertad fresca y mía
después de una semana y algo de comisaría en ese barrio de sombras hoy deshabitadas sombras del
amor al raso, del amor campero y perfumado de hace añ os... en aquellos tiempos en que Irene y Lita
eran para mí tan importantes como esa franja de Paraná metida en el barrio de San Cristó bal, que
entonces recién descubría.

Lita juntando las migas y luego levantando el mantel de aquella cena para sacudirlo en el patio de
tierra. Me imagino, estoy viendo sus ojos tristes a través de los pá rpados transparentes. El
encuentro casual con su padre en 24 de Septiembre y Venezuela, cuando andá bamos en busca de
una oscuridad de jacarandá , de pared de hospital, de falta de iluminació n o de lo que fuera... para
sentirnos má s juntos, para conocernos mejor...
Don Vicente, el padre de Lita, era portero en un colegio y también radiotécnico. Tenía un pequeñ o
taller en la calle Chiclana cerca de Juan de Garay. De eso me enteré la noche de la invitació n forzada
a cenar que no figuraba para nada en nuestros planes. Aparte, don Vicente, ¡qué gran tipo! Un
porteñ o de los de antes... Socarró n, sencillo, encantador. Se las sabía todas, como porteñ o que era,
pero eso sí, simpá ticamente. Realmente un amigo. Ya durante la cena quiso hacer rancho aparte
conmigo. “Vos sabes có mo son las mujeres”, me diría pocos días después. Pero ya aquella noche de la
primera cena, aunque creo que no hubo otra, se las arregló para dejar a las mujeres afuera y
después adentro, como se verá . Yo sentía en un costado de la cara la mirada permanente de Lita
sentada a mi izquierda, y eso me partía el alma. ¡Yo había caído para ella en las redes de su padre
seductor! ¡Seguramente! “¡Oíme flaco!”, me dijo por lo bajo don Vicente, “tenemos que hablar
seriamente, como hombres.” Y después del postre y el café, me tomó fuerte del brazo. “Mirá, dicen
que yo soy loco, pero a mí no me importa. Vení a ver esto. Seguro que pasaste sin fijarte.” Y me llevó
hasta su dormitorio para mostrarme la pintada que había hecho. “Fijate, el techo lo pinté de rojo.
Por eso también me dicen que estoy loco. ¿A vos qué te parece?” Doñ a Rosita, la patrona, tendría
unos cuarenta y cinco añ os, un poco sufrida, se veía, y también un poco abandonada. Pero aceptaba
su rol, sonriente. Yo contemplaba el techo pintado de rojo chilló n, con unas extrañ as estrellas
plateadas, cuando don Vicente me dijo: “¡Vamos viejo, salgamos! ¡Vamos a tomar una cerveza o un
cafecito al bar de la esquina! ¡Tenemos que hablar seriamente!”.
Harían apenas unos diez días que había conocido a Lita y la cosa pintaba bien. Era una rubita alta,
muy directa, al menos conmigo, que, haciéndose la seriecita, se las arregló para que los dos nos
fuéramos juntos de una reunió n de amigotes en un bar del Once. Lita sabía lo que quería. Con unas
pocas miradas nos pusimos de acuerdo. Pero nuestro matrimonio callejero y primaveral aú n no se
había consumado. Esperá bamos ese fin de semana del viernes en que se produjo ese encuentro
"casual” con su padre en el barrio.

—No, a ése no, me dijo don Vicente cuando salimos ya casi en la esquina. Vamos a hablar
tranquilitos al café de la otra esquina. Fuimos entonces para allá y, al entrar, saludó a algunos
conocidos y nos sentamos al fondo en una mesa aislada. “Oíme pibe, ¿qué pensá s hacer?”, me dijo
directamente, sin preá mbulos. Yo me hice el extrañ o, pero enseguida reaccioné: “Mirá”, lo entré a
tutear, “vos sabes có mo son estas cosas. Seguro que a vos te pasó algo parecido alguna vez, ¿me
entendés?”. Y sonreí maliciosamente. “¡Ah sí! ¡Pero yo te pesqué, pelandrú n! ¡A mi hija no me la vas a
tocar así nomá s! ¡La quiero tanto como a mi vieja!” “¿Y eso qué tiene que ver?”, le dije ya sin
poderme controlar. “¿Có mo que no tiene que ver?” “Y bueno, ¿qué querés que te diga? ¿Que la metá s
en un convento? Tarde o temprano tendrá que ser...” “Yo no digo que no”, dijo don Vicente, “¡pero tan
rá pido no! ¡En todo hay que hacer méritos! Ahora, si andas caliente, te puedo dar una mano...!
Vamos al café de enfrente y te presento unas putitas divinas! ¡Las conozco muy bien! A mí, de noche,
la patrona me echa de casa! Claro, son muchos añ os de casados, ¿sabes? Y en cuanto me le quiero
insinuar, chilla: “¡Dejame dormir tranquila! ¡No me vengas a mí con esas cosas!” ¡Menos mal que hay
cada loquita en el barrio! Contá conmigo, yo te las presento. ¡Pero a mi hija no me la vas a tocar,
flaco’e mierda! Andá despacito... ¡te conviene! Sos un bicho simpá tico, ya sos mi amigo, ¿qué má s
querés? ¡Pero ojo con mi hija! Si con el tiempo sentá s cabeza, entonces puede ser. ¿Me entendés? ¡A
los apurones no, viejo! ¿Te crees que no te vi hoy en la calle con los ojitos ardidos, la corbata floja y
la jeta llena e baba? ¡Ah no, viejo!, si está s caliente venite conmigo al otro café. ¡Si no, nada! Es mi
hija ú nica. ¡Vos la cuidarías igual si tuvieras una hija como Lita!” Yo ya estaba impacientá ndome:
“¡Pero a mí me gusta tu hija y vos me querés arreglar con los yiritos del café de enfrente!” “¡Mirá ,
flaco, callate de una vez y no arruinés la joda! ¡Mi hija, no! Ahora, má s adelante, si la respetá s, si
venís seguido a casa... Entonces veremos”.
Al final fuimos nomá s al café de enfrente. Allí don Vicente me enganchó enseguida con una rubia
teñ ida, bien criolla, de dientes desparejos pero bien armadita. “Ya que andá s queriendo una rubita,
¿qué te parece ésta?”, me dijo por lo bajo. Y él se prendió de una petisa tetona mucho má s fea que su
mujer, la sonriente doñ a Rosita, que seguiría en su casa con su hija bien guardada. ¿De qué estará n
hablando?, pensé por un instante. Después de esa primera noche de cena de novio a la fuerza,
terminada así, en una pieza de hotel, con una rubia teñ ida y dientuda, ricotona, diestra y alegre, no
lo vamos a negar, volví a casa muy confundido. Al mediodía siguiente, Lita me llama por teléfono y
me dice entre triste inocente: “Te aburrieron mis padres, ¿verdad? No fue culpa mía, vos sabes. Yo
estoy con vos, podés estar seguro. ¿Dó nde nos vemos hoy?”. Podría haberle dicho en otro barrio o en
el centro, pero no... Ese, su barrio, me atraía como un imá n, y me atrajo siempre.
“¿Qué te dijo mi viejo?”, me preguntó Lita al atardecer cuando nos encontramos. “Hum...”, le
respondí. “Sí, me imagino lo que te habrá dicho. No importa, dijo tomá ndome tiernamente de la
mano, pero no me has dicho nada de mi nuevo peinado...” Le acaricié largamente las hermosas
onditas que se había hecho sobre la frente sin decir palabra. Esa misma noche de sá bado se produjo
lo que era de esperar: la primera trincada —había que ganarle al viejo— contra una pared oscura de
la calle Carlos Calvo. Hubo que arreglarse al raso nomá s. Los “muebles” cercanos estaban repletos.
La cosa siguió después en un solitario banco de piedra en la parte alta de la plaza Martín Fierro, con
todos los faroles rotos. ¡Espléndidamente!, en medio de otras parejas... Al día siguiente, domingo, a
eso de las once, el viejo me llama a casa. “¡Che! ¡Qué anduviste haciendo anoche con Lita que llegó
cerca de las cuatro de la mañ ana!”, gritó de entrada. “En fin”, le digo, “la noche estaba hermosa para
pasear, para tomar el fresco...” “¡Mirá flaco, conmigo no te hagas el vivo! ¡Yo te he abierto las puertas
de mi casa! ¡Si querés verla vení por casa! ¡Aquí no te voy a vigilar! ¡Ya te dije que con mi hija no se
juega! Bueno, ahora oíme, ¿querés venir hoy conmigo al cine Independencia? ¡Dan una policial
bá rbara...! Después cenamos en casa y podrá s verla a Lita...” “Está bien, Vicente, de acuerdo.” ¡Qué le
vamos a hacer! ¡Me tuve que aguantar nomá s una película estú pida sin chistar! Al salir, ¡ya me la
veía venir!, me propone pasar por el café de los yiros antes de ir a su casa. Por supuesto, esa vez ya
no me hizo ninguna gracia la rubia teñ ida y dientuda de la otra noche, que evidentemente me estaba
esperando. Y esa indiferencia mía le habrá hecho menos gracia todavía a don Vicente.
Y má s preocupado quedó cuando al rato me fui nomá s, pretextando cansancio y tener que
levantarme temprano. ¡Pero che! ¡Recién son las diez! ¿Qué clase de amigo sos? Si está s cansado,
¡tomate un geniol y una ginebra con hielo! ¡Mozo! ¡Eh, eh, eh! ¿Adó nde vas pibe? ¡Eh, eh, eh, pibe!
¡Así vamos mal!”
Lentos corcovos de las calles del barrio. Lentísimos corcovos de las fuertes raíces de los á rboles
que levantan las veredas. Lentas caminatas de cuerpos que apenas se ven en la penumbra. La
bú squeda de la sombra pasional, el techo y las paredes del amor al raso. Irene se apagó lentamente,
como brasa, en mi recuerdo. Ahora la asocio má s que a Lita con la plaza Martín Fierro, con las
escaleras que subíamos para llegar a los bancos de arriba, muy difíciles de conseguir si llegá bamos
tarde. Había que llegarse al atardecer y esperar impacientes que cayera la noche.

La piel cá lida, movediza, del negro caballo de la nche. La piel de pleamar de sangre, la má gica
alfombra espantamoscas. La mosca mormosa, saciada. La gran mosca azabache de la noche, con sus
patas enormes apoyadas en las copas de los árboles sombreadores, jaspeadores de parejas. ¿Dó nde
estará n los amantes de entonces, dó nde el amor al raso, dó nde el amor campiriñ o ahuyentado del
barrio?
Y mis amigos frescos de entonces... La barra del remolcador... ¿Dó nde el Jeta e’Bagre? ¿Dó nde la
chirusita Alcira? ¿Y Reynaldo y el Carmelo?

Don Vicente tuvo que aguantá rsela nomá s. Nunca má s me aparecí por su casa sin dejar de andar
por eso por el barrio. Con Lita nos pusimos bien de acuerdo para que no se produjera otro
encuentro casual. “Ese flaco traidor se anda escondiendo. No ha de tener buenas intenciones si no
se anima a venir a casa. Lo traté como un amigo y mirá vos...” Menos mal, y quizá esto no fue casual,
en ese momento cambié de trabajo y de casa. Don Vicente se quedó sin teléfono para llamarme. Se la
aguantó . No podía apretarla má s a Lita. No podía impedirle que saliera sola o sin explicaciones. ¡Se
jugó al todo o nada con su hija! Y yo ya no me acuerdo por qué dejé de verla. Quizá porque entonces
apareció Irene. Puede ser...

Ahora, cinco añ os después, camino por el barrio de nuevo. A tres cuadras de Rivadavia no puedo
seguir. Entro a comer algo en México y General Urquiza. Después me dejo estar allí. No me animo a
salir. Me decido al fin, deseando encontrarme incluso con don Vicente. ¿Qué sería de él? ¿Seguirían
los dos cafés, el honesto y el prostibulario? ¡Lá stima este padre celoso de su hija ú nica! Don Vicente
era, y ojalá que siga siendo, un gran tipo. Lá stima haberlo conocido como el padre de Lita.

Y otra vez volvía a sentir el balanceo de piel de caballo de las sombras de los á rboles sobre las
parejas ahora ausentes. El cielo nocturno, palpitante ojo de caballo, donde por momentos veía
nítida, transparentemente, los á rboles casi cabeza abajo de los cerros tucumanos. La enorme mosca
de sombra de ojos fluorescentes y verdes como los del tuco bajo una copa de cristal rosado. Y el
adoquinado de la calle amarilleando como enorme choclo maduro. Oscura marejada caballar.

“¡Qué hacés! ¿Adó nde vas vago?”, me dice él que en su vida trabajó ni creo que piense hacerlo ya.
“¿Trabajar yo? ¿Hacerle el juego al capitalismo?”, era una de sus frases predilectas. Y yo que me
arrimaba ensimismado a aquel café de las putas y al otro... Encontrarme nada menos que con Tito,
el loco má s lindo de Buenos Aires, ¡tan luego en ese momento! Y enseguida se largó a perorar sobre
el mundo del futuro, la liberació n total del hombre, su increíble teoría del condicionamiento
objetivo y otros disparates por el estilo. Sentí que me desmoronaba junto con el barrio. “Mirá”, le
dije en un vano intento de sacá rmelo de encima, “voy a casa de un amigo a buscar unas cosas.” “¿Qué
te tiene que entregar?”, preguntó él. Y se me pegó nomá s... ¿Qué hacer? ¿Có mo despegarme de este
loco espléndido en otro lado y en otro momento?, pensaba. ¡Ah! ¡Ya está ! Y rá pidamente ubiqué a mi
amigo imaginario en Rioja y México... ¡Me tiré un lance! Llamé en la puerta de la primera casa sobre
México. Así, al azar... Nadie salió . Insistí. Nadie, nadie... “¿Seguro que vive aquí?”, preguntó el inefable
Tito. “Sí, seguro. Es raro. No habrá llegado todavía.” “¿No tiene teléfono?”, dijo él. “No. Tendré que
esperarlo. Andá nomá s. Nos vemos en cualquier momento...” “¿Qué? ¡Vos en vez de sumar restá s!
¡Sos un enemigo del condicionamiento objetivo! ¡Un enemigo de la humanidad! ¡Si tenés que
esperarlo, vamos a un café! ¡Después volvemos!”, chilló el loco lindo. Estaba perdido. Y ya en el
primer café, no en los que yo quería ver, Tito, siempre sonriente, me dice: t “¡Flaco! ¿Me das diez de
libertad para decirte algo?”. “No, Tito, te doy nueve, ni un punto má s...” “¡No me alcanza, viejo! ¡No
me alcanza!” “Bueno, insisto, arreglate con nueve.” “Lo que pasa es que vos sos un pequeñ o-burgués
reaccionario”, se enardeció . Y con esos delirios siguió gastá ndome esa noche ú nica. Menos mal que
al final se indignó al verme bostezar en medio de sus exhortaciones y optó por retirarse ofendido
después de dos horas. “¡Sos un pequeñ o, pequeñ o, pequeñ o-burgués que trabaja para que siga
habiendo patrones!”, trinó . “No tenés idea de lo que se viene! ¡No vas a ser siquiera el ú ltimo ciclista
que se agarra del ú ltimo camió n!”

Un remolcador cachuzo arrastra su panza chota por la mugre líquida del Riachuelo. ¡Riacho puto,
angurriento de aceite fabriquero y portuario! ¡Riacho sediento de aceitacho tachó n! Un
remolcadorcito fullero y pirató n anda por ese riacho guacho. Andando nomá s, sin remolcar un
carajo por el momento. Andando como lancha nomá s por el Riachuelo inmundo rumbo a la Gran
Charca donde se pudren los cadáveres irreconocibles de los dos grandes ríos suicidas. ¡Hay cada
renuncio en esta vida! ¡Rumbo a esa charca cenagosa, viscosienta, algodonosa, donde los barcuchos
y los grandes paquebotes de los gringos trompiezan —si no me los llevan de la soguita— con esos
turros hormigueros sin hormigas que son los bancos de arena o esas blandas montañ as de soretes,
esa enorme masa fecal que expele incontinente el ano paquidérmico de la Reina del Plata! ¡Puta que
hace calor! Don Venancio Dalmiro Roca, alias Cascote, el patró n del remolcador, lleva puestas a la
fuerza dos gruesas camisetas de sudor mefítico, pestoso, y apoya sus ciento diez kilos en sus patas
mugrientas y chatas sobre las astillas del piso podrido. De tanto en tanto, las grandes manchas
aceitosas con reflejos azulados lo incitan a escupir. Don Venancio lanza entonces un gargajo denso,
verdoso oscuro, bien de hombre, que flota durante largo rato como una florcita blanca sobre el agua
negra. ¡Oh bellas flores blancas del Riachuelo! Pero ¡guarda! ¡guarda! Ahí viene justo, de
contramano, “La Flor del Riachuelo”, una vieja chata untuosa llena’e sá ndias coloradas. Don
Venancio, con buen olfato, se hace a un costao, mientras espanta las pesadas moscas que se pegan a
sus pá rpados sudados. Lenta y agradecida, “La Flor del Riachuelo” le obsequia una sá ndia gorda,
¡caliente como la gran puta! Bueno, piensa el patró n: A sá ndia regalada... Ahora los reflejos del sol
bochornoso en el agua le jaspean el torso desnudo con pitucas y movedizas manchas de luz. ¡Altro
que efectos de luz negra! Pero el gordo Venancio no está en eso. Está en el paco de plata fresca del
paquebote, del taransatalá ntico que lo está esperando. Su remolcador cachuzo y cachaciento no
afloja. Claro que a veces cincha tanto que al final hay que remolcarlo. Pero el gordo todavía se rasca
sus buenos mangos con las piratongas changas changarinas que se hace con su remolcadorcito. —
Aura enderezá derechito hacia la boya 714 —dice con voz cansina, ya en la Charca, a su grumetito-
tripulante-maquinista Jeta’e Bagre, un chaqueñ ito oscuro y vivarach de veintitrés añ os a quien paga
jornalitos de hambre pero que se las arregla... no con el patró n cornudo sino con un suplemento que
consigue por el otro costado el costado dulce, la dulce Alcira, una chirucita divina y de cabeza fresca
p’administrar los mangos de su marido. Mangos rotosos o nuevitos pero mangos contantes y
sonantes, mangos bien remolcados.

El remolcador cachuzo sigue viaje por la Charca, por la gran hoya fosca, dando saltitos en la
ciénaga bikinizada que cubre como astrosa mortaja el renuncio de dos grandes ríos que ahí nomá s
se van al muere sin pena ni gloria. Ya llegan hasta donde tenían que dir, a una media legua de la
canal. Suben a la cubierta del remolcador los otros dos tripulantes Reynaldo y Carmelo. Y allí en el
horizonte está la presa codiciada, el roperazo flotante, el taransatalá ntico de Su Majestad, el
paquebote. ¡Y está allí, de plantó n, esperando ¡ahijuna! al acalorado remolcadorcito criollo que va a
cincharle de la grupa! ¡El taransatalá ntico de Su Graciosa Majestad, con sus libras bien guardadas en
su panzota blindada, emerge glorioso en medio de un velo de bruma! ¡Tirame la soga’e fierro
gringuito tirifilo! ¡Inglesucho trucha e pucho, tirame la soga’e fierro, la puta que te parió ! ¡Dale
Liverpul, a ver si la mosca se quema! ¡Dame rá pido una alita, una patita, un ojito, una pestañ ita, una
cagadita, de tu mosca loca y britanicona! ¡Dale Birmigá n, dale Sutantó n, dale gringo alfeñ ico, dale
payo e mierda! ¿Qué esperá s? ¿La guerra? ¡La guerra, sí, la guerra/ Muito Obligado, dale Craig. ¡A
estó mago lleno, corazó n compadre! ¡A pancita caliente platita fresca! ¡Dale vos rubito tramposo!
¡DaJe pobre mariposa, pobre maringote! ¡Dale chirolero, larga la piola! ¡Dale cervezudo, por si las
moscas! Dale maringote, maringa, ¿qué está s esperando? ¿y qué espera captain? Huella, huella
buey... Captain ojo’e buey, captain Jeta e corcho. ¡Salí canadiucho, senegalés, surimano, cipayongo,
bengalí, hibridacho, mulo cara’ecuJo, lambeculos de la reina! Qué te crees, Pirulazo, etc., etc. La
críollada sudorosa se desgañ itaba. Don Venancio se dejaba el faso en la boca pa no reírse a
carcajadas. “*No se me insolenten guasos! ¡No griten tan fuerte por si la Suprefetura! ¡Por si Ja
Suprefetura!” Y, mientras, se echiaba encima un balde de agua sucia de la Charca antes de meterse
una barra entera de antisudoral en los sobacos fétidos y pringosos, por si los gringos... “¡No griten
guachos! ¡En boca abierta no entra esta Mosca!”
Al Jeta e’Bagre hoy lo llamamos Pancho porque está triste. Ojalá nada má s que hoy. Y ojalá nunca
tengamos que llamarlo Francisco... Esa noche en la Costanera, esta noche de sá bado, Pancho, el
chaqueñ o vivaracho del remolcador, que no se las aguanta tanto y que si se las aguanta ya se sabe
por qué, anda medio alicaído... Es una noche calurosa de esos días de primavera que anticipan el
verano. El río, el estuario, la Charca, ¡bah!, parece la ó rbita vacía de un ojo enorme, un inmenso
zanjó n de sombra, con las lucecitas del canal a lo lejos, enrojecidas por la bruma. Hay mucho bullicio
en la Costanera, una imperiosa necesidad de tomar la fresca y de paso... Los parlantes largan una
mú sica ruidosa, informe. Estamos en una mesita al aire libre con Pancho y sus compañ eros de
trabajo del remolcador: Reynaldo, un santafesino tranquilito, Carmelo, un ñ ato de Bahía Blanca. El
Jeta’e..., perdó n, el Pancho, bebe ausente su cerveza en silencio. Todos sabemos o maliciamos lo que
pasa. Y estamos esperando, si no una confesió n al menos algú n detalle. Pero no hay que forzar la
mano. Carmelo y Reynaldo hacen rancho aparte, aunque por momentos tratan de Pancho entre en el
tema de ellos: hablan del partido de mañ añ a. Al chaqueñ ito no se le mueve un pelo. El partido de
mañ ana es pan comido. Los de Independiente ganan caminando, aunque vayan dormidos. El
santafesino y el bahiense tienen casi la misma edad que Pancho, pero el chaqueñ o es una luz. Si no
fuera por su cara aindiada de hijo de la tierra, por ese físico desgarbado, mellado por el raquitismo
—pero qué lungo’e fierro!— el Pancho ya andaría picando alto a pesar de sus veintitrés añ os
escasos. No hay cosa que no aprenda rá pido y bien. Y cuando él se aparta estando presente, la barra
no funciona. Esta noche Pancho está y no esta. Pensá bamos ir a un bailongo en Berisso, pero
Reynaldo aú n renguea por una patada que le dieron el jueves en una peloteada en un potrero del
Dock Sud, y Carmelo quiere pelotear un rato mañ ana a mediodía antes de ir al partido. Yo, por mi
parte, estoy atravesando uno de los tantos desiertitos de mi vida hasta el pró ximo oasis o isla
sentimental... ¡Para qué está n los amigos! Pancho piensa seguramente en las muchas horas de
soledad que le esperan. Si el partido de mañ ana fuera un clá sico sería otra. Pero el partido de
mañ ana no es un partido. Y un domingo vacío es muy triste para los ajeneros... Pancho no puede
dejar de pensar en Alcira, y a ratos se refugia recordando los momentos felices e intensos de ése, su
amor clandestino que ahora parece peligrar. Se refocila con la imagen del calzoncito carmín
fluorescente y palpitante de la chirucita, con sus tetitas como uvas moradas, con el recuerdo de sus
corcovos y sus grititos jadeantes. Hoy don Venancio, el marido, la habrá llevado al cine, y a estas
horas se la imagina cenando con el gordo en algú n restaurante del centro. Pancho se siente
desgarrado porque sabe qué a la chirusa no le entusiasma la idea de irse con él. La Alcirita le ha
confesado que el gordo le conviene “y no solamente por lo que vos pensá s, porque lo otro también
lo sabe hacer. Claro, vos me gustá s má s y no me gritá s. Será porque no vivís conmigo. El me chirlea a
veces pero me sigue gustando. Me gusta de otro modo sí, no como vos. ¿Có mo podría explicarte? Y
bueno, el tiempo dirá”. Había semanas en que Pancho le ganaba al gordo, otras no. Había semanas
en que ella lo absorbía completamente, quería estar todo el día a su lado, salvo los sá bados y
domingos, naturalmente. Y se las arreglaban para encontrarse en cualquier momento todos los días
há biles. Don Venancio había puesto un quiosquito de cigarrillos en la calle Montes de Oca para que
lo atendiera la chirusita. La Alcirita se turnaba allí con su hermana menor de veintidó s añ os, recién
casada, que ya lo sabía todo, y que se excitaba con los detalles del amor escondido de su hermana
que hasta ahora la impulsaban a profundizar su fresca relació n conyugal. “¿De dó ndes sacarste esta
experiencia?”, le desconfiaba Jorge, el marido, que la desvirgó cuando eran novios, en una placita
oscura. Jorge era un muchacho fuerte y sano, un poco ingenuote ponepliegos en una imprenta. Pero
todo andaba bien. Llevaban apenas dos meses de casados y pronto, pensaban, habría que agrandar
la familia. En fin, las ú ltirnas semanas habían sido muy amargas para Pancho. La chirusa está
preñ ada y, sea de quien fuera, ella se aferra a su marido. Alcirita es muy despierta, muy rá pida para
los nú meros, y en eso y en la cama se entiende bien con el gordo, mal que le pese al chaqueñ ito. En
lo demá s, no tanto. “¡Callate!”, le dice don Venancio cuando van hombres a su casa. Y cuando a ella la
visitan amigas el gordo saluda y se va. Pero don Venancio la quiere y la chirusa lo sabe. Don
Venancio Roca, alias Cascote, nació en Barracas y siempre vivió en el barrio. Ahora anda por los
cuarenta y seis, aunque representa unos cuantos má s. Ha sido, ha hecho, de todo: obrero portuario,
tripulante, tuvo una agencita de lotería, ha vendido camisas, pantalones, baratijas, ha hecho
contrabando y lo sigue haciendo. Ahora piratea con un viejo remolcador, entre otras cosas. Eso es
peligroso y él lo sabe mejor que nadie. Pancho siente que se ha quedado afuera. No sabe lo que va a
pasar ni tampoco qué hacer. Hasta ahora va perdiendo. Días pasados anduvo por el quiosco de la
calle Montes de Oca. Estaban las dos hermanitas. La chirusa se limitó a entregarle unos pesos para
compensar el sueldo escaso que el chaqueñ o recibe de don Venancio. Pero no quiso nada de
encontrarse má s tarde con Pancho. Y antes de llegar al quiosco Pancho pensaba, no podía evitarlo
en el hotel del Once que tan gratos recuerdos suscitaba en él, el lugar de sus encuentros furtivos con
la Alcirita, con sus ridículos florones, sus cortinas apolilladas y sus grandes espejos. Ahora se sentía
humillado, usado por la chirusita. ¿Có mo no pensar lo peor? “¿Y negro? ¿Hasta cuá ndo?”, se anima a
decirle suavemente Reynaldo. “Bueno, yo no quisiera hablar, pero vos sabés... me tiene agarrado”,
dice Pancho sin inmutarse. “Te juro que me la robaría, pero ella no quiere. Estoy seguro que el chico
es mío, pero...” Poco a poco el chaqueñ ito se va abriendo a la confidencia, lo necesita. “Y entonces
hacelo desaparecer al gordo”, insinú a Carmelo con una sonrisa acida. “Ya lo pensé, pero por’ai el
remedio resulta peor que la enfermedad. Quiero que ella decida, pero se me escapa. Desde que supo
que está ... ¿eh?, se me escabulle”. Y enseguida Pancho vuelve a retraerse.

Pagamos y nos levantamos. Está bamos cerca de la fuente de la Lola Mora, pero preferimos
caminar hasta la salida de Belgrano, por la parte má s concurrida de la Costanera. Ya era cerca de la
medianoche. Un trencito despintado y oxidado esperaba a la intemperie a sus clientecitos del día
siguiente, las hamacas voladoras giraban vacías. Por unos instantes nos detuvimos a escuchar
ingenuas tonterías que venían desde uno de los pocos cafés de variedades al aire libre que
quedaban, con un pobre diablo disfrazado a la fuerza de Carlitos Chaplin. “Hay que pelechar che,
¿no?”, dijo Carmelo para romper el silencio. De pronto, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo,
los cuatro nos quedamos abriendo la boca frente a un stand muy concurrido de tiro al blanco con
rifles 22. Enseguida me acordé de mis primeros tiros con una 22. Primero: ¡pum! al tarrito, después
le erraba a los pá jaros... Al final hacía volar una liebre o bajaba un gato de una cornisa, casi siempre
nada má s que para hacer puntería... “Aquí hay tongo. Mirá que yo tengo puntería, pero aquí nunca
emboqué una.” “¿No será que el pulso se te afloja esta noche?”, se animó a decir Pancho. “Lo que vos,
seguro que hoy no pegas una ni de chiripa”, respondió Carmelo desafiá ndolo, aunque con cierta
ansiedad, pues temía una reacció n silenciosa de Pancho. Pero el chaqueñ o esbozó una sonrisa, la
primera de la noche: “Tenes razó n che, ¿y si le metemos pa probar?”. “¡Meta, meta!”, dijimos todos.
¡Hecho! Al principio todos andá bamos mal, pero era el principio... Al rato, Reynaldo, el má s seguro,
ya andaba arrimá ndose al blanco. Y ¡pum, pum, pum! ¡Pum, pum, pum! ¡Pum, pum, pum! Pero el
chaqueñ o comenzó a repuntar. Yo también. Sin embargo, Carmelo fue el primero en hacer un centro.
Y ya no pensá bamos en otra cosa, hipnotizados por el dichoso centro, esa pelotita plana y fija.
Carmelo, impaciente, tuvo una breve discusió n con el encargado del stand, un hombre de unos
cincuenta y pico de añ os, calvo, de pá rpados hinchados, vestido con camisa blanca y corbata y un
pantaló n acrocel verde, que se desplazaba continuamente entre los andariveles para cambiar los
cartones. En ese momento seríamos unos ocho tiradores, aparte de los curiosos que eran unos
cuantos má s. Todos los andariveles estaban ocupados. Y, ¡pum, pum, pum! .pum, pum, pum! Me
acuerdo que vi a Reynaldo bajar el arma mientras esperaba su cartó n. Yo apuntaba como los otros.
Y, ¡pum, pum, pum! De pronto, el encargado del stand, que estaría a unos dos metros escasos de la
barra, se irguió hacia adelante como si fuera a volar y giró luego hacia atrá s como en cámara lenta.
Enseguida, ya frente a nosotros, nos miró por una fracció n de segundo con ojos extrañ amente fijos,
moviéndose suavemente hacia ambos lados. Intentó entonces levantar la mano derecha donde ya
tenía preparado un índice acusador. ¡En vano! Se oyó un débil quejido: ¡Ah, ah, ah! y enseguida cayó
redondo al suelo. En su espalda con camisa blanca vi fugazmente un pequeñ o orificio rojo que
sangraba... ¡Y se vino el desbande general y a la atropellada! ¡Sálvese quién pueda! Todos nos
separamos en medio de la mayor confusió n. Todos corrían. ¡Solo, mejor! Y la fuga desordenada del
stand fue un reguero de pó lvora. ¡Al instante toda la Costanera corría! ¡Todos emprendían la fuga
por las dudas! ¡Cuidado! ¡Cuidado!, gritaban algunos, pero nadie dejaba de correr. La gente que
azorada nos veía venir corriendo, se plegaba de inmediato a esa enorme manifestació n fugante.
Todos corrían sin saber qué había pasado. ¡Rá pido! ¡Rá pido! ¡Por Brasil o por BeJgrano! ¡A correr! ¡A
correr! ¡No preocuparse por los que caen! ¡A correr, correr y correr! ¡Había que salir cuanto antes de
la Costanera!

"¡Alto! ¡Alto Vicuñ ita! ¿Có mo te va yendo?...” Sorongo, el tucumano metalú rgico y mecanicote se me
abalanzó tambaleante, en medio de la mú sica chillona con un vaso’e tinto en la mano, pa darme un
abrazo de hermano y de compadre. Yo me dejaba abrazar, pero cuidando mi flamante camisa grafa
de los barquinazos del vaso’e vino negro del tucumano. Yo acababa de entrar con la barra en ese
bailongo al raso de la costa del Sarandí. “¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡No te me vayá s tan fuerte! ¡Vení, vení,
chango’e mierda, vení o te vuacer cagar!” Pero yo ya seguía de largo, con mis amigotes, hacia el otro
lao de la pista, buscando una mesa entre los saucitos. ¡Puta! A este Sorongo me lo conocía desde
hacía añ os, cuando yo andaba por la isla Maciel en aquellos tiempos heroicos. Había nacido en un
rancho en la costa del río Loro, en Tucumá n. Muy vivaracho, aquí pronto se hizo metalú rgico. Y
enseguida ¡mecá nico! Había que verlo con su mameluco impecable en la fonda roñ osa del Dock Sud
donde sabíamos encontrarnos. ¡El Sorongo era un tigra pa meterse en rodo tipo de motores! Cuando
lo conocí ya andaba por los motores marinos. ¡Ya picaba alto este tucumano morochazo y grandote,
má s fuerte que cebil! Después me enteré que cuanto má s se iba pa arriba má s se la agarraba con su
mujer. Comenzó con el chirlo, siguió con la cachetada, después la mano cerrada, basta que un día la
tiró por una escalera pringosa y larga que llevaba a un só tano. Ahora, la loca vivía con su madre
fiambrera en Constitució n. Sorongo iba a buscar allí a Filemó n, su hijo —ya tendría unos once añ os
— para verlo, pa ventearlo por ai’ cerca nomá s. Y cuando se topaba con la loca, hasta le metía un
guantazo bravo, de los de antes, “pa que te acordes, pa que aprendas”. A todo esto, yo y la barra del
bailongo ya se habíamos instalado en un á ngulo de la pista, formando un ocho con dos mesitas de
fierro redondas y anaranjadas. É ramos una barra medio veteada pero pareja. Estaban la Alcira y el
Jeta’e Bagre. Ya se habían “casado”, mejor dicho encachilado. Don Venancio, el marido de la chirusa,
el patró n del remolcador pirata, seguía preso. ¡Que siga bien guardao!, pensaría el Jeta mientras se
prendía fuerte de la divina chirusita de calzó n fosforescente. También estaba Reynaldo, el
santafesino, que esa noche parecía medio incó modo, él, tan tranquilo siempre. Estaban también dos
morochos nuevos, muy sosegados, que sonreían siempre y decían lo justo. ¿Serían santiagueñ os? Y
una bizquita medio gaita, una retacona de piernas feas, culo grande y tetas abiertas hacia los
costados, que se hacía la otra cuando la pellizcá bamos sin asco por debajo de la mesa. Creo que en
un momento tenía tres manos debajo de la pollera. Pero ella dejaba hacer. Eso sí, si la cosa venía por
encima de la mesa, ¡ahí no! Porque se veía, ¿no? Entonces miraba p’al otro lado y rempujaba la mano
suelta que la quería tetear. Carmelo, el que faltaba de la barra, se había soltao por un momento pa
bailarse unos chamamés y algú n valseado con una petisita dientuda y flaca de cabello teñ ido,
prestada por dos o tres piezas nomá s por una barra amiga, porque como siempre las minas
escaseaban. Yo pellizcaba nomá s, ¿pa qué iba a bailar?, y le metía al vinacho y a la cerveza caliente.
El aire estaba quieto, hú medo, sofocante. Una bruma rojiza descendía sobre la ribera. Los parlantes
ensordecían. Pero yo tranquilo, sirviéndome nomá s. Por’ai oía gritos de mujeres, puteadas,
amenazas, voces roncas y machazas, ruidos de botellazos y de vidrios rotos. También vi volar unas
sillas y hasta tuve que cuerpear una mesa que andaba por el aire buscando dó nde aterrizar. Pero yo
tranquilo entre tintacho y pellizcó n, mano izquierda y mano derecha, ¡el tinto del lao del corazó n! Al
rato, supongo que yo estaría diciendo macanas, pero ya me había instalado, ya estaba sumergido en
una densa, en una gran mancha multicolor, con voces distantes. De pronto se iluminaba algú n
detalle: un brazo, un bracito, una blusita bien rellenita, unos dientachos blancos de jeta sucia, dos o
tres cabecitas en la sombra, una enorme boca pintarrajeada de mujer... Después la mancha dentro
de la cual estaba, se fue oscureciendo má s y má s hasta volverse negra, con una o dos lucecitas nada
má s, allá lejos. Y yo me sentía un botecito amarrao en la orilla, barquineando en las olitas y
cabeceando, ¡poc! ¡poc! ¡poc!, la canoa ancha de al lado. Cuando la mancha se hizo negra del todo, mi
cabeza se hundió plácidamente en un mar de tinieblas. Al rato largo, supongo, me desperté
sobresaltado. ¡Un grito pelado, agudo, de mujer a la distancia! ¿Lo habría traído la brisa? Ya se venía
la fresca, desde el río inmundo. Yo estaba molido, tirado en un yuyal, en medio de los pajonales y
juncales de la costa. ¡Y a mi lado roncaba a pierna suelta la petisita bizca y macetuda! ¿Qué me
decís? ¿Yo era el ganador? ¿Me la había ganado a lo macho o me había tocado de ú ltimo? Nunca lo
supe. Pero ahí estaba nomá s la galleguita retacona, roncando a mi lado, desnuda debajo de la
pollera. Yo estaba roto, me dolía el cuerpo y sentía calor en el brazo derecho, Me fijo: me habían
arrancado la mitad de una manga de la grafa nueva. Y la media manga que quedaba, medio
desgarrada, se me había pegado a un tajo fresco, debajo del hombro, hecho seguro con un cacho’e
vidrio o con una faca desafilada. La tela de la manga que quedaba, ¡dura de sangre seca, bien
pegadita a la herida! ¿Para qué despegarla? ¿Para que me duela má s?, pensé. Ademá s, en ese
momento, ¡qué mierda me importaba la sangre, la herida y todas esas cosas! Yo quería seguir
durmiendo, pero después de trincá rmela un rato, ahora con la cabeza fresquita, a la galleguita
morronga de tetas fofas. Estiré entonces mis manos tembleques hacia sus piernas macetudas, pero...
¡oh!, la petisa ya no estaba. ¿Dó nde andaría? Después volví a oír gritos lejanos, pero cuando quise
acordarme ya me había dormido de vuelta. A la mañ ana siguiente me despertaron las voces frescas
de unos chicos que andarían hondeando cerca. Abrí los ojos y desde el suelo vi pasar sonrientes a
unos morochitos simpaticones, de ojos grandes, que iban con sus cañ itas caseras en direcció n al río.
“¡Mirá ese flaco mamao tirado en los yuyos!”, le oí decir a uno de los changos antes de pasar. Me
hicieron reír. Estaba lindo. Eran como las siete y media, ocho de la mañ ana de ese domingo, un
hermoso día. Me levanté a duras penas. Estaba aporreado, magullado, pero ya con la cabeza aireada
me fui orientando por los yuyales, pajonales y los juncales sucios de petró leo, pa ver qué carajo
pasaba o qué me había pasado, pa buscar una salida, pa entender algo, ¡qué sé yo! Caminé un rato
siguiendo la costa hasta que reconocí a unos cincuenta metros, má s o menos, el tinglado anaranjao y
verde del bailongo de anoche. ¿Ya estará n sirviendo café?, pensé un poco en joda, un poco en serio.
Y medio distraído por un zorzal que cantaba la melodía má s hermosa de la Tierra, ¡altro que
ruiseñ or!, me metí como un idiota en un pantano disimulado por los yuyos altos en la ribera. Menos
mal que pude zafarme sudando, y ya volvía a embelesarme con la melodía del zorzal, divino cantor
alado, cuando me la tapó una voz machaza, bien ronca, que venía del bailongo de anoche, del
tinglado verde y naranja y soleado de aura. ¡Pero mira quién está !, me dije sin verlo todavía. Y a
medida que me acercaba ya oía las palabrotas, el vozarró n de Sorongo, que también canturreaba a
ratos para lanzar después só rdidas, zafadas amenazas. Ya a escasos metros pude verlo. ¡Allí está
nuestro hombre! ¡Mírenmelo! Dueñ o de la desierta pista de baile y arremetiendo cuchillo en mano
contra los á rboles. “¡Pajarucho despintao, ya te vua a cortar las alas, maula! ¡Vení, si sos macho,
balde dao vuelta!” Y arremetía como una fiera, aunque a los tumbos y hecho un harapo, contra los
pobres saucitos! En una de esas se abalanzó con tal ímpetu que se desbarrancó hasta la orilla. Pero
volvió , ¡volvió gritando, hecho una furia, cubierto de barro hasta la manija! “¡Eh, tramposo, traidor,
maleta! ¡Así no vale! ¡Aura vas a ver, marica! ¡A ver, a ver, de frente, de frente, a lo macho!” “¡Vamos
Sorongo!”, le grité entonces. “¡Vamos Sorongo que está s machado! ¡Vamos a tomar un cafecito,
vamos a pitar unos fasos! ¡Vamos Sorongo!” “¿Cafecito, cafecito? ¿Qué?”, dijo un poco confundido
bajando el cuchillo y tambaleá ndose siempre. “¡Ahh...!”, tronó , “ ¡Vicuñ a! ¡Sos vos, tape’e mierda!
¡Traidor! ¡Vení mierda que te vua’cer cagar, vení maula!” Y con el fierro filoso que destellaba al sol,
se puso a machetear sin asco y al voleo las hojas y las ramitas de los pobres saucitos. ¿En qué
mancha andará metido este pobre Sorongo?, me pregunté sin acercarme má s. Y me lo imaginaba
metido en una mancha verde traslú cida, ¡en una enorme uva moscatel! ¡Allí andaría él, en medio de
la pulpa de la uva, queriendo achurar frenético las oscuras semillas del centro que se le escapaban!
¡Y la erraba pero no cejaba! ¡Pobre tucumano!, dije alejá ndome de allí. ¿En qué macha, en que
mancha te has metido? Y me fui nomá s sin saludarlo en direcció n contraria al río. Pasaron otros
chicos tempraneros con sus cañ itas y me miraron sonrientes como si ya lo supieran todo. “Gü en día,
señ or”, dijeron poniéndose serios. A los ochenta, cien metros, se me cruza un gringo en medio de los
yuyales. Me mira foscamente y enseguida dice: “mruk, trock, funk, fonk”, como perdido. ¿Sería
mudo, tartamudo, polaco o todo junto? Lo esquivé y seguí de largo. Má s allá, en una lomita a un
costado, me esperaban un gordo rubicundo, medio pelado y panzó n, con una mujer de pañ uelo en la
cabeza. Me siguieron un rato, siempre a un costado, detrá s de los yuyos altos, como quien está
cercando a un chancho. Yo seguía caminando por ese descampado verde desparejo donde no
parecían aflojar las á nimas diurnas ni las nocturnas. Pero seguía encantado, al mismo tiempo, con
los ruiditos de las tucuritas y los grillitos entre la maleza, el ¡plop! de algú n sapo que retozaba en un
charco entre los pajonales, algú n pirincho que pasaba volando lentamente, ningú n zorzal ya... Y
¡zas!, otro personaje. ¡Otra alma en pena de carne y hueso girando sobre sí misma como un trompo,
con los brazos extendidos! Vestía un traje viejo y un sombrero igual. “¿La trajo? ¿La trajo?”, me
preguntó deteniéndose. “¿Qué?”, dije yo. “¿La trajo? ¿La trajo?”, insistió ansioso. “Pero, ¿qué puedo
traer yo?” “¡Ah! ¡Entonces no es usted! ¡Pero usted es igualito! ¿No la trajo?” “¡No señ or! ¡Yo no
traigo nada! ¡Yo voy, ando de paso!” Me hice a un lado y pasé. Y allí quedó el hombre, dando vueltas
y vueltas sobre sí mismo como espantapá jaros suelto. Yo ya llevaría una hora y pico caminando.
Había dejado atrá s unos cuantos ranchos. Oía ladrar un cuzquito.

¿Y aura? Ahora, después de un rato largo por esos andurriales, me había metido al azar en un
campito verde, en un prado entre tanto pajonal, basural y taperas de cartó n y chapas. Después de
una peleíta de rutina dominguera por un mate mal cebado y, desde otro vividero, como escupida en
la oreja, una vieja guaracha desafinada por una antigua victrola.
Pero ahora, estaba, pisaba un largo campito con pasto transplantado, pasto civilizado, césped,
¡bah! Un campito verde parejito, un campito irlandés, green field, ¿qué tal? Y me encantaba el
ruidito que hacían mis zapatos embarrados en ese césped disciplinado traído de afuera, bien gringo:
¡chips, chips, chips, chips! Unos cuantos metros má s... y de pronto se aparece una masa, un fantasma
diurno de muchas cabecitas... ¡Una manifestació n ingresaba rumorosa por un costado del prado
irlandés! Una tracalada de hombres, mujeres y chicos, irrumpía triunfal en el campito por la derecha
para luego enderezar por el medio, hacia el fondo, en direcció n, supongo, este-oeste. ¡Y giraron
disciplinadamente! Yo iba hacia aquel lado y por un tiempo iba a incorporarme sin querer a esa
extrañ a manifestació n. Las hormiguitas humanas seguían dó cilmente su senda por el verde campito
hacia allá , a lo lejos, donde ondeaba una bandera roja y se divisaba una mesa sobre el pasto con tres
hombrecitos, uno de ellos vociferando megá fono en mano.
Remate, rematador, martillo... De pronto, un ítalo-porteñ o confianzudo, desprendido de la
caravana, me toma enérgicamente del brazo: “¡Vos lo habrá s pensado bien, pibe! ¿No? ¡Hiciste bien
en venir! ¡¡Eh!!”, se paró de golpe, “¿qué te hiciste ahí? ¿De dó nde saliste vos?”, dijo al ver la manga
desgarrada, teñ ida de sangre seca pegada a mi brazo derecho. La sangre atrae...“¡Eh pibe! ¿Dó nde te
metiste? ¿Dó nde te hiciste eso? ’, insistió el tano. “Ya te cuento, me caí... por venir muy apurado...”
“¡Ah sí! ¡Realmente no hay que perderse esto! ¿Vos te imaginá s adonde se puede ir este campito si le
metemos chalets californianos?’ Le iba a contestar una barbaridad, pero ya casi había dejado de
oírlo pensando en el martillo del martillero. ¿Lo traerían en un estuche especial? De pronto, el tano
me tomó fuertemente del brazo y me dijo secamente: “¿Tenes fasos?”. Me quedaba un solo puchito
loco, un pobre pucho doblado en el paquete estrujado. “¿Tendrá s otro paquete, lungo, no? Yo fumo
rubios, pero por esta vez pasame esa tagarnina. ” Y me arrancó el fasito de las manos. “Ya vas a ver
pibe, dijo retozó n, conmigo vas a llegar lejos, ¿eh?” Y enseguida me palmeó con fuerza, pegá ndome
bien la grafa sudada en el lomo.
Al final, no sé có mo, lo dejé hablando solo. ¡Pum, pum, pum! ¡Toc, toc, toc! Siempre me atrajeron
los martillos. Pensar que un añ o después de ese remate del tano confianzudo me enamoré de
Laurita, ¡una chinita hermosa! ¡Y hasta del martillo de su tata, un astuto martillero de Lanú s! Yo, un
Juan sin Tierra, no tenía en ese momento la menor idea de su existencia. Todavía no podía pensar en
ella... Al salir del prado verde só lo tuve la visió n premonitoria del tano desesperado, cercado por la
inundació n en su chalet californiano...

Y siempre manchas, manchas. Manchas planas y tridimensionales. Pelotas. Ya me alejaba de esa


gran mancha verde prolija donde me había metido de paso, sin querer, mancha verde con toque rojo
de remate. Ahora me iba a meter sin ganas en esa mancha enorme, sofocante, destellante, pegajosa y
hú meda, la gran mancha metropolitana. ¡Puaf!
¡Y una pelota, la pelota del pasado, se metía en mi presente! ¡La pelota de romper los vidrios de mi
frá gil equilibrio presente! Laurita, la hija del rematador de Lanú s, o la bizquita, mi casual
compañ era de anoche... Caminaba entonces pensativo, cuá ndo no, por yuyales con campanillas
azules y tá rtagos, ya muy de vía de ferrocarril. De pronto recordé un domingo gris del invierno
pasado y las primeras caricias de Amalia, la empleadita de la inmobiliaria, en una oficinita de apuro,
madera y vidrio, delante de un edificio en construcció n en Caballito. Y yo, ahora metido en este
amarillo rojizo y abrasador saliendo apenas de ese mar de verdura y piltrafas humanas muertas de
calor, arrastrá ndome por espontá neos basurales, vidrios rotos, latas, palanganas cachadas en medio
del tierral picoteado por gallinas sueltas. Y a lo lejos, en el asfalto reverberante de la calle inmediata,
el espejismo anunciando una invasió n de culebras, mezcladas con yarará s tratando de ganar a nado
las copas de los á rboles durante la inundació n. “En los tiempos de los apostó les, cuando vivían los
barbá ros, se subían a los arboles y se comían los pajá ros... ”
¡Puta esta Buenos Aires cafishia del quilombo nacional! ¡Puta, con qué derecho, con qué
instrumento, decime patrona guacha, vieja puta franchuta con dientes de oro! ¿Hasta cuá ndo
guacha? ¿Qué mierda te creés, marsellesa bigotuda? ¿Que porque me alcés tu montó n e Kavanases,
Saficos y Alotas me vas a joder? Gringa poltrona’e mierda, ¿por qué no te me mandá s mudar toda
afuera, a tu tierra con tus porteñ itos cursientos? ¡No me hagá s gritar, gringa hija’e una gran puta! Y
ai nomá s me mandé una patada grande en el aire pa espantar esos espantapá jaros de cemento y caí
de culo en el suelo. Una yegua suelta galopaba a todo tranco. La corría un cojudo relinchando má s
que un tren. Y en su atropellada, el tungo hirsuto se me lleva por delante y la voltea una vieja pared
solitaria en medio’el pajonal. ¡Dale que allá te está esperando! ¡Dale que la tenés! El cacho de
potrero se alarga hasta la primera avenida. ¡Una gota grande como Gü enos Aires! ¡Una gota
grandota, elá stica!, ¡no te rompá s! ¡pa ver si la ahogamos! Arena, tierral, mugre, roñ a, pero, ¡qué
buen plop de sapo, qué panzada en el agua! ¡Dale gota no aflojés! ¡Qué sonora, escombrera
inundació n parduzca con bigotachos verdes en los bordes! ¡Y que siga el balanceo, la marejada, el
mundo cabeza abajo, la curva a velocidad, el mareo y unos nudos huesudos sobre la jeta fofa, si es
que no se escurre! Jeta con jareta e upite’e pollo mojao! ¡La vomitada gruesa, espesa, luego
traslú cida hasta hacerse transparente! ¡Y el agua viscosa que arrastra la mesita con hule verde del
rematador, el martillero! ¡Y el martillo de platino del padre de Laurita! ¡Y el sol, pesado lagarto, y la
piel pegajosa del veranote porteñ o y napoledano! ¡Y mi media manga de camisa grafa bien pegadita
con mi vieja sangre de anoche! ¡Y la bizquita de piernas gordas, también de anoche! ¡Los
relumbrones grasientos del verano y las uvas tiernitas, medio ácidas! ¡Y una iguana, de las que aquí
no hay, llegando a cococho sobre la pelota del pelotazo del pasado! ¡Ah! ¡Ah! ¡Crash! ¡Crash! ¡Crash!
¡Los vidrios rotos, los rotos vidrios de mi tenue equilibrio de aura! ¡Y los vidrios color habano de la
cabinita de la inmobiliaria de la Amalia, en el edificio hormigonado en construcció n en Caballito, el
añ o siguiente! ¡Las hormigas frescas en la cresta de la inundació n, arrastrando inefables sus dó ciles
hojitas verdes! El volcá n del amor entrando en erupció n en el frío y gris invierno que siguió , ese
domingo inclemente en la cabinita de vidrio y palo de la inmobiliaria en el edificio por verse en
Caballito, donde me encontraba con Amalia, la empleadita... ¡Amalia-Rosa, Rosa-Boya, creciendo y
creciendo para mí ese invierno en el invernadero-oficinita de la inmobiliaria, un añ o antes de
orientarme por la boyita de la hija del martillero de Lanú s! ¡Rosa de invernadero! ¡Amalia tenía
bellas espinas de dorado también! Y yo que te añ oraba queriendo subirme, rosa, por tus espinas, tus
fuertes espinas, ahora en el recuerdo. Queriendo subir por ellas como por escalera de obrerito
telefó nico. ¡Oh, enorme rosa con la cual viví sobre mis zancos infantiles! Rosa fresca y cálida a la vez,
Amalia-Rosa-Boya. ¡Fresca como la lluvia de verano colmando las canaletas del techo de mi casa en
Paraná, e inundando el patio a borbotones! ¡Rosa-Amalia, canaleta fresca y abundante, espinas de
dorado, talle de escalera de telefó nico! ¡Rosa de invernadero, má s semá fora que boya tal vez!

El gallego salteñ o, el gallego forajido con tres o cuatro muertes encima, le sacudió un tremendo
mazazo de derecha en la cabeza y la tiró de panza sobre la moquette amarilla. Pero medio trampeó :
al mismo tiempo la había empujado con la izquierda metiéndole ademá s una zancadilla. La hermosa
turca de ojos extrañ amente verdes cayó de panza al suelo. Era una turca fortachona, dura, á gil. ¡Una
briosa potranca azabache! Ahora intentaba levantarse, pero el gallego salteñ o ya le había plantado
su formidable botín Patria 45 en la cintura y la aplastaba furiosamente contra el piso, contra la
moquette amarilla. La turca cimbreaba. Tenía que jugarse. Hacía varios meses había intentado
envenenar lentamente al gallego metiéndole dosis pequeñ as pero progresivas de veneno de
hormigas en la sopa. Al ver que eso no surtía efecto, ahora le metía veneno de ratas en el mate. ¡Se
pasó la turca! ¡Tan bruto no era el gallego! ¡Ademá s era salteñ o! Ahora la guacha forcejeaba, pero el
gaita la aporreaba como martillo al yunque. ¡Feroces mazazos de manotas velludas a ritmo
vertiginoso! Estropeada y mormosa, la turca languidecía. Tenía la ropa hecha jirones, el corpiñ o
hecho un hilito. ¡Toda magullada y con las tetas aplastadas contra la moquette amarilla! El gallego la
soltó un segundo, dio un salto hacia atrá s y manoteó al vuelo una cosa chiquita. ¡La turca
comenzaba a moverse otra vez! ¡Puta, qué turca dura! Pero el enorme botín Patria 45 volvió a caer
como martinete sobre su espinazo. Entonces el gaita peló esa cosita chiquita. ¡Una yilé medio
desafilada! ¡Y a rapar a la turca envenenadora! “¡Yo te voy a dar! ¡Yo te voy a dar!”, le decía al mismo
tiempo que le rebanaba la negra cabellera a toda velocidad y sin miramientos. ¿Acaso era un
peluquero fino? El pelo de la turca volaba por el aire. “¡Qué bien quedá s así!”, gritaba enardecido el
gaita. La turca, ya a medio pelar, tenía una cabeza redonda, ¡una cabecita braquicéfala que se
agitaba! Tanto peor: ¡así, el gallego le erraba a los mechones que quedaban y le tajeaba el cuero
cabelludo! ¡Sangre roja sobre la moquette amarilla! Pero ya terminaba su faena: un trabajo medio
sucio, la verdad sea dicha. La turca estaba dominada, casi desvanecida... Y cuando volvió a abrir
lentamente los ojos siempre tirada de panza en la moquette, su consorte desplegaba un rollo de
cartulina blanca con el propó sito evidente de que la turca lo viera. Enseguida el gallego sacó la caja
de Ranchera de un bolsillo haciéndola sonar para mantener la atenció n de la turca. “¡Mirá !”, gritó
tomando el rectá ngulo de cartulina con una mano mientras que con la otra le arrimaba un fó sforo
encendido. ¡Era el diploma de maestra de la turca! La pobre recién se dio cuenta cuando una llama
grande, ancha, llegó hasta el á ngulo superior del diploma sostenido por la mano izquierda del gaita.
“¡La gran puta!”, gritó el gallego al sentir el ardor del fuego en los dedos. Ya el diploma estaba bien
quemado y el gaita pisoteaba frenético las cenizas incandescentes sobre la moquette amarilla...
“¡Hey Chuck! ¿En qué está s pensando?”, me interrumpió de pronto Inge, la secretaria ejecutiva del
director general de la agencia de publicidad. Se ve que hacía rato que yo estaba distraído, abstraído,
mirando la rubia moquette de la boutique creativa. Y también se ve que me había distraído muy
creativamente. Aunque no tanto, pues se trataba de un recuerdo, deformado forzosamente por mi
memoria: en realidad la turca no estaba tumbada sobre una moquette amarilla, sino sobre duras y
frías baldosas coloradas...
“¡Hey Chuck!”, insiste Inge, “¿Qué te pasa? ¿Está s enfermo?” “No, le digo, estaba pensando en lo que
podríamos hacer vos y yo, si estuviéramos solos, sobre esta mullida moquette amarilla.” “Vamos
progresando, Chuck. No estuviste tan crudo como otras veces. Yo soy la primera en lamentar tu falta
de sentido de las relaciones pú blicas, pichó n. No basta con ser creativo. Tenes que estudiar bien la
oportunidad para decir ciertas cosas. ¡Y hacerlo finamente! Yo sé que a vos eso te cuesta. ¡Pero
inténtalo! ¡Te puede ser muy ú til, pichó n!” Hermosa y madurita Inge, siempre tuviste y tendrá s
razó n. Hermosa modelo jubilada, es cierto, but notfor me.
¿Por qué la moquette amarilla de mi lugar de trabajo me trajo el recuerdo de la turca
envenenadora y de su gaita consorte con varias muertes encima? ¿Y por qué Inge me interrumpió ?
Pero ya no recuerdo si la visió n del episodio de la turca y el gallego, que sucedió alguna vez, la tuve
en mi lugar de trabajo, o si se me apareció caminando por el barrio de la piel de caballo, pensando
en la moquette amarilla de mi lugar de trabajo.

—¿Cuá ntos suicidios por añ o te mandá s, morocha?


¿Te bastan veinte suicidios por añ o, diez renuncios por semana? Yo llevo unos veinte añ os aquí.
Una vida de suicidios anuales y renuncios semanales. ¿Te imaginas lo longevo en suicidios en vida
que soy? ¡Por lo menos veinte veces por añ o levantá ndome la tapa de los sesos! ¡Es claro que soy
má s viejo que vos y a lo mejor ya me suicido menos! ¡Por’ai eso es peor! ¿Y vos? ¿Hasta cuá ndo
pensá s seguir suicidá ndote má s de veinte veces por añ o? Pero... ya que estamos cerca: ¡Feliz añ o
nuevo, morocha!
—¿Está s loco? ¿Có mo me decís eso? ¡Yo soy lo que soy! Eso sí, desconfío de la gente...
—Claro que desconfiá s. Te has hecho una fortaleza para defenderte de vos misma. ¿Te da miedo
saber quién sos? ¿Tanto miedo te tenés?
—Mirá, ¡no me digas eso! ¡Yo ahora estoy haciendo títeres! ¡Lo que pasa es que el hombre está
alienado!
—¿Pero qué sos vos? ¿Mujer o hombre? Suicida, sí, ¡seguro! Y bueno, ¡tenés toda la vida para
suicidarte! ¡Mirá qué programó n!
—No sigá s. Así no te entiendo.
—Vos me entendés. ¡No hay peor mudo que el que no quiere hablar!
—¿Qué querés? Yo soy así. Soy desconfiada. ¡No lo puedo evitar!
—Sí, ¡vos sos así! Pero yo estoy harto de que cuando te encontrá s con Pepe le preguntés: ¿Có mo
anda el Flaco?
Y que cuando te encontrá s conmigo me preguntés: ¿Có mo anda Pepe? ¡Todo de costado, nada de
frente! ¡No lo busqués a Pepe pa preguntarle de mí! ¡Y no te encontrés casualmente conmigo para
preguntarme por Pepe! Así, morocha, te desangrá s inú tilmente.
—Mirá, tenés razó n. El hombre está alienado... Y la revolució n...
—Sí, ¡vos te dejá s pirojar pero sin dejarte cober! Vos decís que sabés quién sos, pero lo del pirojo
es puramente por fuera. ¡Vos lo sabés! ¡No pasa nada!
—Yo sé lo que soy, te repito. Es cierto que en cuanto a los demá s... Pero aquí no podés vivir de otro
modo. Así es la vida. La alienació n, sabés, la alienació n.
—Mirá, no te me rajés, no te me escondá s con eso de la alienació n. Si tenés sed, tomá agua
fresquita... ¡Morocha, quiero tu voz desde lo má s profundo! ¿Por qué te tenés tanto miedo?
—¿Es cierto, sí. Pero, ¿qué es de la vida de Laura? ¿Hace mucho que no la ves?
—¡Y dale con Laura! ¡Dejala vivir en paz! ¡Hablá un poquito de vos! No me hablés de títeres ni de la
revolució n! ¿Dó nde está s? ¿Dó nde te me escondés, morocha?
—¿Qué querés que haga?
—Mirá, ¡bú scate un abogado para que te defienda mejor contra vos misma! ¡Un abogado
revolucionario si querés! ¡Tu intimidad es puro miedo, morocha!
—Es cierto lo que decís. ¡Pero no le digá s a nadie que yo te lo dije, por favor! Ahora, de todos
modos está s un poco loquito... ¿No es cierto?
—Sí, pero aunque así fuera no te me quieras rajar. ¡No te la arreglés tan fá cil! ¡El que por su gusto
muere hasta la muerte le sabe a muerte nomá s!
—¿No ves? Está s piantado. ¡Qué tendrá que ver!
—¿Y qué tiene que ver la vida suicidada que está s llevando con lo que sos? Yo no quiero
entristecerte. Ni cojerte... Ahora, si querés...
—¡Ya sabía que ibas a empezar o terminar con eso!
—¡Te equivocá s! ¡Otra vez te querés rajar! Mirá , yo sé que no corro —aunque corra— y que aquí
no corre nadie... Y bueno... ¡Si sos feliz!
—¿Có mo voy a ser feliz? ¡El hombre está alienado!
—¡Y entonces vos, que sos mujer, te aliená s má s que todos!
—¡Me parece que está s diciendo cosas que no se pueden decir!
—¡Có mo que no se pueden decir, porteñ a e mierda! ¡Yo te las digo nomá s! ¡Yno te olvidés de
llamarme a las siete pa preguntarme có mo andan Francisco y la Negra, y Juan José y la Rubia.
Decime, ¿qué carajo te importa todo eso? Hace un añ o que te conozco y desde entonces...
—Mirá, ahora estoy prepará ndome para pasar una semana en San Clemente del Tuyú . Va a estar
muy divertido. Vienen la Pocha, Ernesto, Juancho, Dora...
—Está bien, linda. ¡Seguí alternando con gente que te informa de mí! ¡Flor de vida te mandá s,
morocha!
Me había encontrado por casualidad con la morocha maestrita de vacaciones al mediodía cuando
salí a almorzar. Ella caminaba por Corrientes hacia el oeste, rumbo a un cine. Yo hacia el este, hacia
mi trabajo. Tomamos entonces un café. Escurridiza, dramá ticamente escurridiza la maestrita. Decía
una cosa con la boca, otra con los ojos. Al salir ella hacia el oeste, yo hacia el este, seguro se habrá
ido pensando: ¡Pobre Flaco, qué mal que está ! Y yo rumbo a mi trabajo pensaba: ¡Pobre morocha,
qué mal que está !
Y caminando, volvía a escuchar la voz de la calle: “Esas mocosas de mierda, ¡mirá !, decía un petiso
gordo, ¡despreciativas, engrupidas! Creeme, así es la mujer argentina. ¡Hijas de puta! Ahora, como te
venía diciendo, el Torino que te conviene es la coupé. El convertible no sirve”.
Justo una cuadra má s y... ¡zuik, zuik! ¡pim, pum! ¡¡¡Kraaaashü ! Un viejo Kaiser Carabela estropeaba
un flamante Peugeot. Un choquecito de costado, nada má s.
El chocado sale del Peugeot hecho una fiera pero puro grito:
—¡Asesino! ¡Lo hiciste adrede! ¡Me chocaste justo del lado donde viajaba mi madre! ¡Asesino! ¡Lo
hiciste a propó sito!
El del Kaiser Carabela va a su encuentro sabiendo que hay curiosos de sobra para separarlos.
—¡Aprendé a manejar, idiota, antes de sacar a pasear a tu madre! ¡Hij’una gran puta!
—¡Asesino, asesino!, insiste el del Peugeot, ¡vos no tenés madre, por eso me la quisiste matar!
Los curiosos miran compungidos a la madre en el Peugeot chocado, presunta víctima elegida del
solitario conductor del viejo Kaiser Carabela.

Y en mi piecita de la calle Reconquista encuentro un mensaje escrito con letra menuda y


adornadita, la letra de Alcira, la chirusita del Jeta’e Bagre. Después supe que me anduvo llamando al
trabajo sin encontrarme... Cuando se enteró por otro lado que yo estaba preso, se llegó hasta mi casa
y me dejó el mensaje. Había en él un nú mero telefó nico. “Pedí que la llamen a la señ ora del quiosco
de abajo”, y me daba la direcció n exacta del quiosquito de la calle Montes de Oca. “En cuanto salgá s,
no te demores en verme, flaco, me siento muy mal. Después te cuento.” Y el mensaje terminaba:
“Cariñ o, Alcira”.
Por un día me olvidé del mensaje. En el trabajo me esperaba otro. “Te llamaron dos veces, era una
voz de mujer. Una miss McFirlan o algo así... ¡Qué querés! ¡No le iba a hacer deletrear el apellido! ¡A
ver si se piensa que no sé inglés!”, me dijo un chufaseca bien bañ adito y estucado que atendió de
paso los llamados. La miss ésa había dejado su tubo. Y en seguida: “¡Wow!¡MissMc Pherlan, please! O
yes, Helen, Chuck speaking. Yes, yes Helen... Butwhats the matter with me? Tell me!”. Y así inicié, todo
canchero, una conversació n cachuza en gringo bá sico con “la competencia , en pleno centro de esa
enorme torta de mierda de vaca esterilizada que era mi oficina suspendida del cielo, piso catorce.
Realmente sobreactuaba, me sobredimensionaba, me agrandaba, ¡bah! Pero lo de miss Mc Pherlan
era una propuesta en serio para trabajar en la competencia en mejores condiciones. Tuve que
frenarme para no preguntarle de entrada: How much? Me citó para el día siguiente a las 19.30,
estricta reserva, cubículo C, sala de situació n, hablar primero con Uki, la secretaria balinesa de Peter
Cirigliano, ¡un american má s yanqui que los espaguetis!
A los cinco minutos me llama el director general. “Mirá Chukie”, dijo ultravioletizado, yateado,
supersincronizado, multicanalizado, mi director sigloveintiú nico en su despacho presurizado y
supersó nico. “Si vos aquí no te sentís OK, ¡decímelo! ¡Decímelo a nivel humano! Ahora, si querés un
mes de vacaciones en Punta, ¡ningú n problema! ¿O preferís Copacabana o Ipanema? Pero decime
vos, ¿dó nde podés sentirte mejor que aquí, mi viejo? Y si querés también te vamos pagando un
auto... ¿Có mo es posible que todavía no tengá s uno?”
Por atrá s había entrado la bella sombrita cromada de Inge, la ex modelo cuarentona, ahora
secretaria ejecutiva. ¡La bella narcisista miraba desde arriba, por su amplio escote, a través del
surco profundo de sus preciosas tetas có nicas, el hermoso paisaje de su monte de Venus asomando
sobre el elá stico de sus breves dutch panties! No era tonta la viejita, aunque para dejar de serlo del
todo tuviera que olvidarse de la moda nostalgia, del camp, del Di Tella, de los viajes por el mundo,
del psicoaná lisis y otras balandronadas por el estilo. A veces se comedía a arrimarme hasta mi
pobre piecita de la calle Reconquista. Entonces se prendía creativamente de la palanca de cambios
de su Fiat 1600. Le brillaban los pó mulos ultravioletas bajo sus anteojos semiahumados. “¿Hasta
cuá ndo, Chuck, vas a seguir viviendo en esa pocilga? Claro, vos sos un romá ntico. Pero, ¿quién entra
allí?” “No creas”, le digo, “hay quien se anima.” “¡Bah! ¡Seguro son unas negritas nomá s! El barrio
está bien, ¡está s en la manzana loca! ¡Pero mirá qué lindo edificio está n haciendo en la esquina! ¿Por
qué no, Chukie? ¡Yo te apoyo!” ¡Pobre Inge, porteñ ita hija de un alemá n nacido y criado en Misiones!
Ser rubia la favorecía. ¡Y hasta decía ser hija de un alemá n puro, de un nazi fugado después de la
guerra, la mentirosita! Eso también la favorecía.
¿Y Helen, Uki, Peter Cirigliano, sala de situació n, cubículo C, 19.30? ¡Cualquier día! ¡Tu abuela no
compra pollos! ¡Excuse me Helen!¡A ver si al final, como quien no quiere la cosa, uno termina
queriendo la cosa! ¡A ver si al final me resultá s entrerriana y adventista educada en Puiggari! No,
Helen, hoy no. Después a lo mejor sí. Primero la chirusita. ¡Después veremos, Helen de Santa Elena
— Y, ¡¡¡puypuypuypuypuy!!!

“¡El Jeta se defendía como lió n! Pero eran muchos, ¿sabés? Eran cinco contra uno. Serían como las
tres de la mañ ana o má s. Yo te vi a vos antes en un entrevero en medio de la pista. El Reynaldo se
nos dio vuelta, ¿sabés? ¡Y en vez de defenderlo al Jeta me manosió ! ¡Mirá qué amigo! ¡Yo me tuve
que disparar volando porque me quería chucear! Llegué corriendo a un descampado. ¡Menos mal
que estaba fresca y el Reynaldo y los otros punteados! Y me puse a gritar. ¿Qué iba a hacer? ¡Ah!
¿Vos me oíste? ¿Pero no se te ocurrió ? Sí, es cierto, ¡yo te vi defenderla a la galleguita bizca! Después
no te vi má s. A mí me empezaron a pellizcar mientras lo provocaban al Jeta al mismo tiempo.
Cuando llegué al descampado no supe qué hacer. Oía los gritos de ellos. Le estarían dando al Jeta
con cualquier cosa, con un ladrillo, con un palo, con una lata... ¡Qué se yo, flaco! Desde entonces no
lo vi má s. Estaba muy oscuro. ¡Tengo miedo, guaycurú ! ¡Me imagino lo pior! ¡Lo pueden haber
muerto! ¡No te cuento lo que fue esa noche para mí, perdida en esos cangrejales, sin saber qué hacer
y para dó nde disparar! ¡Con locos y perros que me salían al cruce de entre los pajonales a cada rato!
Y gracias a Dios que al final no sé có mo pude salir de allí. Cacé un colectivo a la madrugada, ¡un
colectivo que iba a cualquier parte pero que me sacaba de allí, cuando ya me alcanzaba otra patota
en medio de los yuyales! Claro que el colectivero también se me ofreció ... pero no podía largar el
volante y ya había gente adentro. Yo lloriqueaba como ahora. Oíme flaco, ¿me vas a ayudar? ¡Yo por
el Jeta haría cualquier cosa, ¡pero vos me tenés que ayudar! ¡Hecho, flaco! ¿Me ayudá s entonces?”
La chirusita gimoteaba con su criatura en brazos que aú n no tendría un añ o. Su cuerpo hermosito
y espigado, forrao con un vestidito morao con frunces en el pecho. Esa tarde había llevado a la
criaturita a Devoto para que la viera el padre... “¡Mirá !, hasta el Cascote (don Venancio) me pregunta
por el Jeta!”
¡Un cascote en la jeta! ¡Eso era lo que yo me imaginaba justamente que le había pasado al Jeta’e
Bagre! Cascotazo, ladrillazo, un adoquín en la sien o má s atrá s. ¿Hasta el seso? Pero la verdad es que
la chirusita Alcira estaba muy linda esa noche! ¿Y yo me había salvado del cascotazo fatal la noche
del bailongo del Sarandí, o me había salvado de darlo, tal vez por la bizquita? Nunca lo sabré. Como
en una visió n se me aparecían cuatro hombres irreconocibles en la oscuridad llevando un bulto
informe pa tirarlo al río y después hacerse humo... ¿Pero ese bulto sería el Jeta o el Jeta era uno de
los que tiraban el bulto? ¿Muerto o pró fugo?
Esa noche, mejor dicho al atardecer, me había llegado al quiosco de la calle Montes de Oca. Estaba
la Alcirita con la hermana menor, que me dejó confundido por su manera de mirar. Después la
chirusa se quedó sola conmigo y comenzó a contarme lo de antes, lo ocurrido la noche del bailongo
de la costa del Sarandí. “Vamos a casa”, dijo interrumpiendo el relato, “tomaremos unos mates y
comeremos algo.” Y alzó la guagua de ojos negros y grandotes, medio sonrientes, medio muertos de
sueñ o. La casa: un edificio viejo, tipo conventillo, de esos de principios de siglo: todos
departamentitos de planta baja con patiecito adelante, donde la chirusa vivía ahora con las pilchas
del Jeta nomá s, esperando... Me quedé sentado en el patio delantero mientras ella cambiaba a la
gurisa y le daba de comer antes de acostarla. ¡Qué delicia el fresco! Al rato llama a la puerta un
gordo en camiseta de unos cincuenta añ os. Abro y se mete nomá s como Pedro por su casa. Pregunta
por la chirusa y me examina atentamente. Se fue a regañ adientes. “Ya voy a volver”, amenazó . “¿Con
quién tengo el gusto de hablar?”, le dije yo finamente. Pero se fue dando un portazo. Volví a
sentarme, estiré las piernas y respiré profundamente. En medio de todo me sentí muy bien. La
noche estaba serena y había refrescado algo. Al rato viene la Alcirita y comemos un pucherito
recalentado pero muy rico, allí mismo en el patiecito. La gurisita ya duerme. Tratamos de recordar
lo que pasó aquella noche del bailongo hasta donde podemos. Nos ponemos de acuerdo. Pero no
só lo ha desaparecido el Jeta, sino también Reynaldo y Carmelo. “Que haya desaparecido Reynaldo,
dice la chirusa, me lo explico. A Carmelo lo perdí de vista aquella noche igual que a vos. La ú ltima
vez que lo vi, seguía bailando con la dientuda de la otra barra, ¿te acordá s? Tal vez se habría ido a
ventearse con ella por allí cerca, antes de que ocurriera lo que te cuento”. De pronto la chirucita
llora. “ ¡Vamos a buscarlo al Jeta entre los dos, flaco, prometeme!” “Ya te he dicho que sí”, le contesto.
“Mirá flaco, si ahora apareciera el Jeta, ¡te juro que me daría miedo como si fuera un aparecido! ¡No
me dejés sola! ¡Al Jetita lo he querido má s que nunca en estos meses que hemos vivido juntos!
¡Nunca lo hubiera creído! El Cascote ya sabe todo pero se las aguanta. Me lo tendrá n guardado un
buen rato. La gurisa crece. Todos contentos en fin pa lo que podemos pedir. Aunque la cosa escasea,
vos sabés. Pero, por favor flaquito, no me dejés sola! Aquí mismo, en la casa, ya hay varios que me
andan arrastrando el ala. Hasta el encargado... Me ven sola y ya se ofrecen pa cuidarme. Es claro que
si no vuelve el Jeta tendré que buscarme un hombre. Por mí y por la nena... ¿No te parece?”
Yo ya pongo cara de irme. La chirusita se da cuenta. “¡No pensará s irte ahora...!” “¿Por qué no?”, le
digo. “Por favor, guaycurú , ¡no me dejes sola! . Pero, ¿no vendrá el Jeta?”. “No, flaquito, seguro que
hoy no viene.” Y la Alcirita me toma suavemente de la mano y cuando quiero acordarme ya estamos
en una piecita encalada, con una ventana y una cortina de cretona de colores vivos. No, no, no, digo
yo. Sí, sí, sí, dice ella. ¡Hermosa chiquilina! Ahora puedo palpar esas tetitas botellonitas como uvas
moradas, esos largos pezones y ese mojoncito azabache de abajo: ¡una breva de diciembre! ¿Có mo
resistirse? La tumbo en la cama y enseguida me abalanzo entre sus piernas abiertas en busca del
rojo interior... ¡Una breva!

Esa mañ ana me había llegado hasta la Subprefectura acompañ ado por Paco, un amigo influyente.
De esto no le dije nada a la Alcirita. Nos mostraron tres verdosos cadáveres, no reclamados,
recogidos en el río. Uno de ellos tenía la boca fruncida como si apretara una pipa. ¡No sería un
yachtman, seguro! Otro parecía haber perdido los anteojos antes de perder la vida. Tenía la huella
de usarlos en la nariz. El tercero má s bien un muerto de hambre, hinchado por el agua pero puro
hueso. Me ofrecieron participar en un rastreo en lancha, por el lado del Sarandí el día siguiente al
caer la tarde. ¡De acuerdo!
Antes de cerrar los ojos me quedé pensando en el comedimiento de la Subprefectura, pero a poco
de dormirme yo ya era un oso hormiguero haciendo rodar con la trompa una sandía sobre la cual
hacía equilibrio a saltitos un tordo. ¡Qué dulce y suave es la miel de las lechiguanas! En el monte hay
que ahuyentarlas con el humo de una fogata para que se vayan del panal. Y la miel no empalaga,
porque se come con panal y todo. Oso hormiguero, oso melero. O mejor, ucumari... ¡Sí! ¡Ucumari!

Al llegar al pueblo grande el solazo raja la tierra. Plena siesta. Fiesta de las iguanas. Venimos en
camió n desde Mendoza con el Taita Gó mez, él trabajando, los dos de jarana. Y van tres noches sin
dormir. Ya en el asfalto que pela, se nos cruza un camió n regador. Bigotazos de agua... Algo es algo.
¡Y a dormir la siesta como vizcachas que esta noche hay farra! Unas cuantas leguas para arriba o
para abajo... Nos enteramos en el camino. Cuando me despierto no sé dó nde estoy. Ni hablar de
quién soy. Me siento derramado, fuera de la botella. Y me cuesta un rato largo y una ducha, juntarme
conmigo otra vez. Un fuerte chaparró n me despabila del todo. ¡Ah...! Chapa, chapa, chaparró n. ¡Puy,
puy, puy! ¡Qué lindo llueve sobre el galpó n! Y enseguida Villa Mercedes se me pierde en la memoria
en medio de la lluvia. A las dos leguas el chaparró n se termina. ¡Solazo otra vez! Chapa, chapa, la
farra es en un caserío en la San Luis de entonces, la San Luis sin diques todavía. ¿Papagayos,
Cortaderas, Merlo? Por’ai debió ser. No viá ponerme a escarbar justo ahora. Una farra de esas que
vienen después de la fiesta de fin de curso de las “blancas palomitas”. Y aunque no puedo acordarme
dó nde era, mirá vos, veo en el tablado, oigo clarito, un chico disfrazado y con bigotes tiznados
recitando con la mirada en la lejanía: “Soy noble gaucho puntano / Soy el hijo de este suelo...”. Y no
me acuerdo má s. La escuelita del caserío pegado a la sierra por un lado y al desierto en pendiente
por el otro. Y se arriman al bailongo, que vendrá después de la fiesta de los chicos, hasta gente de
Concará n, me dicen. “Y de Mendoza...”, digo yo, porque sin querer se venimos de allí. Y al final, como
siempre, en estas guerras sobran los hombres. Las maestritas, dos, son las má s solicitadas. El
director de las “blancas palomitas” desapareció antes de que empezara la mú sica, llevá ndose a su
mujer bonita. Pero hay una chinita suelta. Me largo. Sí, linda de lejos... De cerca, ajadita y
desdentada. Se tapa la boca para reírse de las macanas que digo, arrastrá ndole el ala en la
polvareda. Dos piezas nomá s. Derecho de piso. Soy forastero. ¡Adió s! ¿La mú sica? Bandoneó n, violín
y guitarra. Sin altoparlantes. Justo para que la escuchen los bailarines del patio de la escuelita. A
treinta metros escasos del patio, apenas se oye. Y allí está el mostrador, ya en el descampado: sierra,
desierto, luna enorme, cielo estrellado. ¿Mostrador?, dije. Una tabla sobre cajones y un sol de noche.
¡Hasta tan lejos no llega el cable de la eléctrica! Y vino, empanadas, cerveza caliente, ginebra y
anisado. El Taita se me ha perdido. Fuera del camió n se suelta rá pido. Se las arregla solo. Venga un
tinto pues. Y entro a conversar con la paisanada. El má s dicharachero se me arrima. “¿Y qué anda
haciendo por acá ?”. “Y... de paso nomá s.” “¿Y de dó nde se ha venido?” “De Mendoza, pues, pero soy
de... Ahora ando por Buenos Aires...” “¡Ah sí! ¿Yqué me cuenta del Peró n? ¿Usted lo ha visto? ¿Le
parece que puede ganar? ¿Sí? Yo no creo. Aquí no. Seguro que no lo vota nadie... Y si anda ahora por
Buenos Aires, irá seguido a las canchas, ¿no?” “Sí, a veces. Sigo siendo hincha de Belgrano de
Paraná .” “¿Y qué tal las porteñ as y las entrerrianitas? Porque no me va a decir que a eso va de vez en
cuando... ¡Jua! ¡Jua!” Y al rato me palmea tan fuerte que me hace doler. “¡Dale flaco, chupá tranquilo
nomá s que paga Aguilar Hermanos. ¡Jua, jua, jua!”. A los tres vasos de vino me sale un grito del alma
entrerriana: ¡Puy, puy, puy, puy.J ¡Piuujjjj!” Me siento alegre, nada má s. Pero nadie conoce este grito
en la zona y el miliquito que cuida el orden, se abre paso entre la paisanada y me pone la mano en el
hombro. Mi nuevo amigo me salva: “¡Pare, che!... ¡Dejámelo tranquilo al señ or! ¿Qué te ha hecho?”
“Bueno, si usted lo dice, don Aguilar, pero...” “Pero nada, ¡mandate mudar que hoy paga Aguilar
Hermanos!” Y la convidada era para todos. Y don Aguilar má s prendido del vaso que ninguno. Ya le
iba a preguntar qué era eso de Aguilar Hermanos, cuando se le acerca justo una mujer de luto
riguroso, avejentada, alta, flaca y desdentada también, la típica viuda. Habla en voz baja con don
Aguilar y se va enseguida. El otro larga una carcajada y me dice, también por lo bajo: “¡Aquí si
conseguís bailar má s de tres piezas con la misma vas a terminar casá ndote! ¿Te conviene? Si no te
conviene seguime. ¡Dale que la viuda me ha ofertado unas chinitas! ¡Vamos que nos está n
esperando! ¡Una botella má s y vamos! ¡Vamos que paga Aguilar Hermanos! ¡Jua, jua, jua, jua!”, gritó
má s fuerte que nunca, mientras todos los del mostrador nos miraban. Y escuchaban, claro.

Lo de la viuda era una casa muy vieja, del lado del desierto de aquel entonces, a unas cuatro
cuadras de campo de la escuelita del bailongo. Un patio de tierra grande, iluminado por una
lamparita pelada, amarillenta, rodeado de un corredor con piso de ladrillo al cual daban las piezas.
De entrada nomá s, don Aguilar se larga a vomitar como Dios manda. De todos los rincones oscuros
se vienen al raje los perros largos, enclenques, famélicos, a lamer, a pelearse por la vomitada sobre
el piso de ladrillo... Bl, bl, bl, bl, bl... ¡Cuando hay hambre no hay pan duro, ni blando! La Viuda, sin
decir a, lo endereza enseguida al don con unos amargos y ya Aguilar Hermanos la comienza a
pellizcar. A mí me dejan solo en una piecita vacía. Hay una lamparita también pelada sobre el piso
en un rincó n. Me dejan también una botella de vino blanco y un vaso. El tiempo pasa. Lento, muy
lento. Me entretengo mirando mi sombra enorme y a del vaso y la botella contra la otra pared. El
vino hace olitas en la sombra. Ni sé cuá nto llevo esperando. El don ese, y la Viuda me han engañ ado.
Pero cuando me decido a abrir la puerta para irme, me detienen los paragolpes dulces de una
chinita baja y redondita, de unos dieciséis añ os... Servicial, dulce, seguidora, ¡ah! ¡Y dale nomá s que
paga Aguilar Hermanos! ¿Qué me contá s?
Al día siguiente sigo encerrado con la chinita. ¡Toc, toc, toc, toc, toc! Golpes en la puerta. Es don
Aguilar que se despide: “¡Dale, dale nomá s que paga Aguilar Hermanos! Jua, jua, jua!”. No sé cuá nto
tiempo seguí dulcemente encerrado allí con la chinita puntana. ¡Divina! Me olvidé de todo,
alegremente. ¡Qué me importa el mundo! ¡Y dale nomá s...! Por la mañ ana, a eso de las diez y a la
tardecita, la Viuda golpeaba suavemente la puerta y cuchicheando le preguntaba a la chinita qué
necesitá bamos. Se llevaba hasta la pelela y la traía limpita de vuelta. Y volvía ademá s con un guisito,
vino de repuesto, brevas, duraznitos, sin entrar en la pieza para nada. Todo en la puerta. Amor frutal
y regalado. A la chinita puntana hasta le prometí volver sin preguntarle el nombre. Volver para
llevá rmela del todo. Y por’ai lo hubiera hecho, de no ser que a los cuatro o cinco días, ¡qué sé yo!,
salgo de la piecita unos cincuenta metros y alguien me entera, alguno del mostrador de la otra
noche, seguro, ¡que al don Aguilar me lo han metido preso por cuatrero junto con el hermano! ¡Al fin
sabía qué era eso de Aguilar Hermanos! Y, encima... que a mí me tenían fichado y me seguían el
rastro, por có mplice! ¡Y que si no me habían cazado todavía era por falta de personal: el policilló n
encargado de proceder conmigo había desaparecido. Quién sabe si prendido del vaso o si el amor se
lo había llevado lejos... ¡Y dale nomá s, ahora sin Aguilar Hermanos!

La chinita puntana se adelantó , la verdad sea dicha de una vez... Se adelantó cinco añ os a quien no
quiero nombrar. Pero aquí tiene que ser, aquí lo vua decir no má s. ¡Fuerza! Rararararamo...na ¡Al
Fin! ¡Ramona, sí! ¡Llevo veinte añ os sin nombrarte! ¡Ni en sueñ os, creeme! ¡Pero vos siempre sos,
siempre será s una herida, nunca un recuerdo! ¡Separació n dramá tica en Tucumá n! ¡En un hotelito
frente a la plaza Alberdi... Lo tuyo no es recuerdo ni cicatriz, será una herida siempre. Amor
superfrutal el nuestro, con el solazo entrando por la ventana. ¡Y todo, todo el hotel alimentando
nuestro amor! ¡Tremenda lecció n de amor, la tuya! ¡La mitad de mi vida por lo menos...! Hachazo
feroz en cebil. Rayo en yamita, apenas, la chinita puntana... La Alcirita anda en el medio. Por ahora...

Y una madrugada me fui nomá s de la casa de la Viuda, en el San Luis sin diques de entonces. “Ya
vuelvo”, le dije a la chinita puntana. Y esa noche, esa madrugada, digo, me deslicé hacia la ruta y paré
a un camionero que me llevó hasta Justo Daract, donde tomé el primer tren que pasó . Me buscaban,
ya lo dije, por complicidad con Aguilar Hermanos. Y hasta andaban diciendo que yo era uno de los
cordobeses del otro lado de la sierra que cuatrereaban de a ratos del lado de San Luis.
¿Y el Taita, el Taita Gó mez, pues? Y bueno, también a él le perdí el rastro esa vez.

Y un cordobés maneja la lancha, el cabo Heredia.


Y el marinerito Maidana me dice:
—¡Pero ché! ¿Quién es ese Jeta’e Bagre y quién sos vos que se interesa tanto por él?
La pregunta se me vino encima nomá s, distraído como estaba.
—¿Quién sos vos, contá , que andá s limpito, pa meterte en ésta? ¿Qué andabas haciendo, decime,
en esa milonga rea del arroyo Sarandí?
Hipnotizado por las boyas de la lejanía lo dejé seguir.
—Hay que ser medio degenerado pa juntarse con esa gente... ¿Vos no tenés hijos? Porque añ os
tenés de sobra para eso, ¿no?
Aquello se parecía, cada vez má s, a un “há bil interrogatorio”. Había que frenarlo. Hice un esfuerzo
enorme:
—Añ os tengo de sobra, es cierto. No es culpa mía haber nacido antes que vos. Esa es mi gente, te lo
digo fuerte. Yo no soy de aquí. Soy un yacaré... ¿Qué Je v’ia’cer?
—Yyo soy de Casilda. ¿Y de’ai?
—Así vamos bien, ¿y qué?
—Que me parece que andá s en malas juntas...
—Ando limpito por hoy. ¡Perdé cuidado! Recién me conocés. No te me hagas el educado, el
porteñ ito. Sacate un poco el uniforme. Así vamos a entendernos. Si no...
—Está bien, vos está s acomodado. Si no, no hubieras subido a esta lancha. ¿Quién es el tal Jeta’e
Bagre?
—Un amigo, un amigo del alma...
—Y si eras tan amigo, ¿por qué no lo defendiste cuando se la estaban dando?
—Mirá, andaba medio punteado, mamao, machado. ¿Me entendés?
—Te entiendo, sí. Borracho... Ya me parecía. ¡Al fin mostraste la hilacha! Pero decí de una vez: ¿por
qué no lo defendiste al Jeta’e Bagre ese? Decí...
—La verdá... Todavía no sé si lo defendí o no. Yo no me acuerdo nada.
—¡Ah.,.! ¡No te acordá s de nada! ¡Ya te van a hacer acordar, perdé cuidado! Ahora resulta que toda
tu barra desapareció menos vos... ¿No estará s inventando todo, borracho limpito?
—No la sigas. Yo no estoy preso...
—Claro, está s acomodado...
—Basta che... ¿Ves esta cicatriz? Es un recuerdo de la noche del bailongo cuando desapareció el
Jeta.
—¡Ajá ! ¡Y todos desaparecieron menos vos! ¡Y también una mujer que estaba con tu barra y que
no se sabe quién es! Si es cierto que el Jeta y los demá s existen, y encima hay un muerto y vos te
salvaste, ¿có mo me explicá s todo esto? ¿Quién es esa mujer? ¿La conocés? ¿Por qué te salvaste vos?,
decime...
—Pensá lo que quieras. Yo creo que me salvó el alcohol. No me acuerdo nada... Y a lo mejor
también una bizquita petisa que conocí en el bailongo...
—¿No será s vos el que lo despachó al Jeta?
—Mirá, ya te veía venir desde el principio. ¡Calmate de una vez! ¡Yo no estoy preso!
—Tenés razó n, está s recomendado.
Y el cabo Heredia y el marinerito Maidana, mucho má s joven que yo, se largaron a reír a
carcajadas. Y esta vez, desconcertado al principio, terminé por sumarme a las carcajadas. “Yo no
quise meterme, dijo después el cabo Heredia, yo te escuchaba y te miraba. Por’ai es cierto lo que
decís... quién sabe.”

Ya estaba oscureciendo. Yo miraba las luces rojizas de las boyas distantes. Pensé: estos son de los
míos, simularon querer sacarme de las casillas. Las luces de dos boyas se me antojaban ahora los
dulces y largos pezones morados de la Alcirita. ¿Me estaría esperando? Y hasta me parecía ver
adelante sus dos piernas abiertas, enormes, tendidas sobre el río sucio y oscuro.

El aire pesado, inmó vil. El agua caliente de la Charca, como de puchero. El rastreo sigue sin
novedad. Se me acerca el cabo. “Aquí no pasa nada. Vamos al recreo que está allá , en la salida del
arroyo Sarandí ¿Lo ves? Es ése, ¿no?”
—No. Está un poco má s adentro, entrando en el arroyo.
—Está bien. Ya sé cuál es. Pero vamos a éste que es de unos amigos. Ellos siempre saben lo que
pasa en el Sarandí.

Ya era noche cerrada cuando bajamos al recreo, iluminado y casi vacío. En la pista de baile solitaria
resonaba “El pollo Ricardo”, tironeado por D’Arienzo, que rebotaba en los á rboles. Lindo el eco, ¿no?,
pensé distraído, siempre a la deriva de muchos pensamientos entrecruzá ndose interminablemente
con recuerdos... La piel de caballo, ¡bah!
Los días há biles, sabido es, los recreos de la zona funcionan como almacén y despacho de bebidas.
Unos pocos personajes, todos auténticos de la ribera, bebían en silencio vino, ginebra o cerveza. Nos
sentamos en una mesita al borde de la pista pelada con el marinerito, mientras el cabo Heredia se va
a hablar con el patró n del local. Enseguida nos traen cerveza con una picada grande, sin cargo. Al
rato vuelve el cabo: “El patró n dice que te vio alguna vez por aquí. É l siempre hace la denuncia
cuando se arma una podrida. En cambio el patró n de tu recreo, el del otro lado, parece que no...”,
sonrió con malicia y no dijo má s. Le metimos a la cerveza y a la picada. Después pedí una botella de
tinto. Los mosquitos nos apuraban. “Vamos”, dijo el cabo Heredia, mirá ndome fijamente en los ojos,
“me ha dicho el patró n que casi media legua arriba vio un bulto sospechoso en un riacho, dice.”
Subimos de nuevo a la lancha y a los quince minutos divisamos el bulto casi quieto, en un riacho
estancado, cubierto de espuma de barro. Un bulto casi quieto.
Un cuerpo flotando de panza. Un hombre de unos cincuenta añ os, con bigote y la barba crecida.
Tiene el crá neo hundido por un golpe que parece dado con un fierro o una piedra. Ya no hay rastros
de sangre. Un hombre má s bien flaco, de mediana estatura, hinchado por el agua, vestido con una
camiseta de mangas largas y pantalones arremangados hasta las rodillas. El cabo y el marinero lo
arriman a la orilla. Después lo suben a la lancha, lo tienden sobre una lona y lo cubren con otra.
Ya tenemos uno. ¿Aparecerá el tuyo?”, dice el marinerito, y sonríe. Volvemos por el Plata y
seguimos explorando la costa, iluminá ndola ahora con un reflector. Al rato, el cabo Heredia decide
enfilar río adentro. Esta muy oscuro. Cielo cubierto sin luna. Só lo se ven las boyas y las luces en el
horizonte. Tomamos por el canal hacia abajo. Después volvemos y merodeamos cerca de un pontó n
hundido. Oigo aletear un biguá . Vuelvo a sentirme incó modo. Realmente... ¿Quién soy yo otra vez?
¿Quién soy para reconocer a ese Francisco Jacinto Gó mez, má s conocido por el “Jeta’e Bagre”?
Encima el cabo y el marinerito ya saben que la noche del bailongo aquel también desapareció una
mujer... La mujer que me ha dicho que al Jeta lo mataron, “jDale flaco! ¡Basta por hoy! ¡Volvemos
nomá s!”, dice el cabo Heredia pasá ndome un jarro con ginebra. “¡Dale! ¡Salú !” Y él alza también otro
jarro con la izquierda mientras atiende el volante con la otra. El marinerito hace otro tanto. Tomo un
trago y sigo pensando: ¡Y yo, que me he encajetado con la chirusa! ¿Me estará esperando o habrá
aparecido el Jeta? ¿Se habrá terminado todo o todo vuelve a empezar, pero cambiado? Y en ese
momento recién presto atenció n al ruido del motor de la lancha. Y vuelvo a oler a podrido. La charca
viscosa, purulenta, agua de puchero de muertos.
Peor es nada, flaco. Algo encontramos. Siempre se encuentra algo, che... Y menos mal que el
muertito que encontramos no es tu amigo”, dice el cabo Heredia, ya de vuelta en la Dá rsena Norte. Y
Maidana, el marinerito guaso, me alcanza la botella de ginebra pa chupar de ú ltima sin jarro,
directamente los tres. “Si mañ ana o pasado querés acompañ arnos otra vez, ¡arrimate nomá s, no hay
problema! Ya veo que te gustan estas cosas... Y si llega a aparecer tu amigo, el Jeta ése, ¡venite con él
también!”, la siguió el cabo Heredia, guiñ á ndome un ojo. Los dos me miraban picaramente, pero con
simpatía... ¡Al fin me reconocían como uno de ellos! Les quise dar una mano pa bajar al muerto...
“¡No, flaquito, deja nomá s, pero no te olvidés de nosotros!”, insistió el cabo. Grandes abrazos y hasta
la vuelta. Medianoche o má s. Camino pesadamente, desanimado, por el empedrado solitario entre
los espigones sombríos. Al llegar a Retiro no sé qué hacer. Al final me tomo el primer colectivo que
pase por Reconquista y que me arrime, pienso y me equivoco, a la casa de la chirusa. “Mirá ,
encontramos un muerto... pero equivocado, Alcirita...” Ahora estaba dispuesto a contarle todo lo que
no le había dicho antes: “No fue adrede, ¡te lo juro, cambicha!”. ¿Y si por’ai había vuelto el Jeta?
Malicié que me estaba buscando pretextos para no ir a lo de la chirusa por no haber encontrado al
Jeta muerto o para no encontrá rmelo vivo en la casa de ella... De a ratos me imaginaba que la chirusa
se había cansado de esperarme... Y ya le andarían rondando cerca todos los que se le ofrecían: el
peluquero de al lado, que la tiene vista sola desde hace rato, lo mismo que el peó n de la
Municipalidad, que le quiere arreglar todo, y el encargado, que también quiere mojar... Cuando el
colectivo llega a Có rdoba, aflojo... ¡No doy má s! Bajo y camino media cuadra escasa. Subo a mi
piecita de la calle Reconquista. Abro la puerta y me confundo en la oscuridad. No me acuerdo ni
dó nde está la llave de la luz. Acierto al fin. Debajo de la puerta hay un papel desgarrado, arrugado,
con un mensaje escrito en letra grande con lá piz de carpintero, parece: “Reynaldo está en la casa del
Taita Gó mez”. Nada má s. No hay firma. No es la letra de la Alcirita. ¡Para nada! ¿La letra del
peluquero que quiere despistarme? ¿O la del peó n municipal? ¿O la del Taita mismo que malicia
algo? Pero alguien debió dejar el mensaje. ¿Lo hizo dejar la Alcirita? No. No puede ser la letra de la
hermana. ¿Será la del cuñ ado? No puedo quedarme un minuto má s. Salgo rá pidamente, camino al
azar. ¿Quién me mandó bajarme en Có rdoba? ¡Si hubiera seguido hasta la casa de la chirusa,
después no le hubiera hecho caso al mensaje! Pero sigo caminando hacia el sur. De tanto en tanto,
me paro y vuelvo a leer el mensaje sin firma a la luz de las vidrieras. Sin darme cuenta ya estoy a
pocos pasos de la Avenida de Mayo. ¿Qué hacer? ¿Romper ese papel maldito, irme como si nada a lo
de la chirusa? Pero... el 64, ¡ay!, el 64, ¡sí!, me deja casi justo... El Taita Gó mez vive en el Bajo
Belgrano a unas seis cuadras de la parada... ¡El primer 64 lo dejo pasar, pero el que viene después lo
tomo! ¡Seguro! ¡Hay que jugarse!... Y una vez arriba pienso que la Alcirita me estará esperando... No
me decido a bajarme en Callao. ¡No puedo volverme atrá s! ¡Hay que jugarse! Si llego a verlo al
Reynaldo, la cosa se aclara o se oscurece del todo. Sin vueltas. Si es cierto que ademá s de la chirusa,
ha aparecido otro, ya es mucho, aunque siga faltando el Jeta. Ademá s, para dos o má s de ellos falto
yo. Y otra vez: ¿Quién es en realidad el muerto y quién lo mató ? ¿Quién a quién? Estos pensamientos
se pegan como moscas. Me fijo ahora en el colectivo que tomé. Nuevito, carrocería rosarina, reloj, la
una y cinco de la mañ ana, y mú sica de Paul Mauriat. Unos quince pasajeros al pasar por Once, medio
dormidos todos. Lo de la chirusa... ¡qué tristeza! Al rato rodamos por Paraguay. Después doblamos
por Gallo. El colectivero charla con alguien que viaja en la escalerita de la puerta cerrada. Un chofer
fuera de servicio, seguro. Poco antes de llegar a Gü emes, el colectivo se detiene. Alcanzo a ver afuera
una grú a amarilla del Automó vil Club que se lleva de allí un estupendo “bote” fanfarró n que por lo
visto se mancó . Y el hombre del “bote” remolcado sube al colectivo. Un viejo pituco de má s de
cincuenta añ os, pelado y petiso, de impecable traje gris, agrio y perfumado... ¿Qué está haciendo
éste aquí? ¿Por qué no se toma un taxi? Pienso por un momento en el remolcador pirata del
“Cascote”. Nada que ver por lo visto. Por otro lado tengo una visió n: la piel de caballo se agita, de
improviso enérgicamente y el boyerito no sabe lo que pasa. Ahora el jovato pituco se corre hacia
atrá s por el pasamanos. De paso me echa una mirada hosca. Creo entender el mensaje. Mueve la
cabeza como diciéndome: “¡A mí tan luego me viene a pasar esto! Tener que viajar con ustedes...!
¡Borrachos de mierda!”. A lo mejor me equivoco. Por ai me quiere agarrar de có mplice, lo que es
peor... Va hacia un asiento vacío, pero no alcanza a sentarse. En la curva de Gallo y Gü emes, aparece
velozmente unTorino naranja que trata de encerrar al colectivo. ¡Violentísima frenada nuestra! El
viejo oligarca se desliza a pesar suyo hacia adelante y ¡zum!... va a dar duro contra la varandita
cromada de adelante, mientras el colectivero putea y todos los demá s gritamos. Pero el garca se
endereza con dignidad y para mi gran asombro lanza estas palabras inesperadas, definitivas:
“¡Chó quemelo a ese Torino! ¡Há game el servicio!”. Para el colectivero, que habría pensado lo mismo,
ésa es una orden, má s que una orden, algo deseado, esperado. ¿Soy o no soy un hombre?”, parece
pensar. Y se embala. El colectivero fuera de servicio también lo había pensado: “¡Dale Carlitos! ¿Qué
esperá s? ¡Rompelo todo al Tormo, como dice el señ or! ¡Metele fierro!”. Y Carlitos se prende fuerte
del volante y mete pata. ¡Meta, meta! ¡A las tres cuadras el colectivo lanzado ya se arrima como
balazo al corazó n del Torino naranja! Y a mí me parece oír a Tito: “¡La lucha de clases, viejo! ¡La
sirvienta contra la patrona, el colectivero contra el tuerca!”. Pero... ¡otra descomunal frenada! Y esta
vez me encuentro volando como palomita sobre los asientos. Trato de agarrarme de algo... Del
cogote de una vieja, de los pelos de cualquier cabeza, de algo... Al final doy con mis huesos contra el
suelo del pasillo. Cuando a gatas consigo levantarme, todo machucado, ya se han formado dos
bandos en el colectivo: los que quieren aplastar al Torino y los que nos queremos bajar. “¡Má tense
ustedes, si quieren!” “¡Pá renlo!”, gritan unas viejas. Y los cagones, que somos mayoría, no decimos
nada. “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Policía!”, vociferan ellas ahora. ¡Epa!, no es para tanto, pienso. Pero
enseguida necesito gritar algo. “¡Televisió n! ¡Televisió n! ¡Llamen a todos los canales!”, es todo lo que
me sale hasta que me alza hasta el techo una formidable patada en el culo. ¡Violento aterrizaje! Y
desde el suelo, en el pasillo otra vez, veo pasar volando a una rubia madura que intenta encender en
el aire un Kent con un Flamminaire. “¡Che! ¡Aquí se puede volar, pero está prohibido fumar!” De
nuevo le andamos cerca al Torino naranja: ¡cincuenta, treinta, veinte, diez metros! ¡Se nos escapa el
loco haciendo humillantes eses anaranjadas! ¡El colmo de la provocació n! Los barquinazos nos tiran
en todas direcciones. Ahora sí, los cagones nos juntamos para pararlos de una vez. ¡Nosotros
también somos hombres! ¡Qué mierda! En un operativo a lo Tarzá n, me deslizo por el pasamanos
para darles fuerte, con mis patas 44 anchas a los locos de adelante... ¡Tremendo barretazo férreo en
los tobillos y luego en la cintura, dedicado por el chofercito fuera de servicio. Me siento un infeliz en
el suelo, siempre en el suelo, mientras aterrizan otros cuerpos sobre mí. Aplastado, pisoteado,
magullado y todo, espero decolar en cualquier momento hacia el techo. ¡Hay tormenta en la piel de
caballo! ¡Las boyas parpadean a la disparada! ¡La chirusita espera a velocidad!... Quebrado o como
sea, estoy de nuevo en pie. El chofer fuera de servicio siempre con el fierro en la mano. El viejo
pituco, el cerebro del aplaste del Torino, no deja de azuzarlos. Y ellos se enardecen... Veo al Torino
naranja dar la vuelta completa al monumento de los gaitas. ¡Olé! Ahora amaga venírsenos encima
encandilá ndonos. Pero, corte y quebrada, desaparece en los bosques de Palermo. “¡Basta!”, grito
entonces con mi voz má s recia y cavernosa. “¡Basta!”, y avanzo decidido a todo... Y otro feroz
barretazo me parte la boca y escupo clientes... ¿Quién te mandó ponerte a tiro? Uno de atrá s, que me
envalentonaba, se va al suelo y, en otro tumbo, se desliza como por tobogá n hacia adelante. Liga un
fierrazo peor que el mío. ¡Servido caballero! Y ya no se levanta má s. ¡Otra vez Paul Mauriat! Del
paisaje sombrío de los bosques de Palermo pasamos de un salto a una calle oscura. ¡Crish, crish,
crish! ¡Crash, crash, crash! Cuatro o cinco coches estacionados en la penumbra afeitados de pasada.
Ahora nos inclinamos fiero. ¡Vamos a volcar! ¡Me tiro! Pero el 64 se endereza por milagro. “¡Dale que
se nos escapa el Torino!” El chofer, su colega fuera de servicio y el garca cerebro está n jugados.
Nosotros, los demá s, siempre listos para el aterrizaje y el despegue. De pronto veo al Torino naranja
meterse como cohete a contramano por Cabildo. Y nosotros detrá s de él... ¡Meta! Los otros coches,
despavoridos, ya quisieran subirse a los árboles... Y una vez má s: treinta, veinte, diez, cinco metros...
Lo tenemos... Lo tenemos... Siento que yo también estoy jugado. Quebrado, blando, viscoso, aceitoso
de sangre con aditivos mortales, ahora que no hay otra. ¡Hay que aplastarlo, destriparlo,
desintegrarlo, desmenuzarlo al Torino! Pero de golpe se nos viene encima metiendo faros otra vez.
¡Bam, bam, bam! ¡Crash, crash, crash, crash! ¡Nos dio fuerte de costado! Encandilado, aporreado en
el suelo, ya casi no veo. Siento que tambaleamos en una vereda. Prendido de un asiento destartalado
percibo confusamente que el 64 devuelve el golpe acorralando y atropellando con sañ a al Torino
contra un portó n de zinc acanalado. El ruido a lata ensordece. Le dimos fuerte, sí, pero no del todo.
Me llega apenas un mensaje desde la costa del Sarandí. Dos boyas rojas parpadean frenéticamente...
¡Estoy jugado! “¡Dale Carlitos!” Hasta que un fierrito travieso se mete en mis costillas y al mismo
tiempo me sofoca el humo. ¡No está muerto quien pelea! ¡El bó lido naranja ataca de nuevo aullando
con todas las luces altas! Una rueda tuerta se mete girando por una ventanilla. ¡Ah! ¡Ahora los
fierritos me mantienen parado! ¡El pasto de fierro crece y crece hacia adentro atropelladamente! ¡Le
dimos de nuevo! ¡Ya está ! ¡Acabalo, achatalo, Carlitos! ¡Hacelo sombra en el paredó n oscuro! ¿Y por
casa? La ropa ensangrentada má s pegajosa que nunca, el pantaló n que comienza a arder desde
abajo y una llama que se posa en el hombro izquierdo. La costa del Sarandí está muy lejos... Tan
lejos como los pies, la boca desdentada, los ojos... Apenas un chiñ ido: Biiii... chateee... taaa... guuué...
chumbeeeaooo... biiii... chaandooen... cachiqueeengue...
Yqueee... viaaaa... biiiichar... redaaaamaooo... deeesen... cachiiiiilaoooo.

FIN

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