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AUTOFICCIÓN

Martha Bracamontes

Cuando yo iba a la universidad normalmente dejaba el carro en un mismo lugar. Siempre llegaba
temprano y tenía la posibilidad de estacionarme en mi lugar favorito. De ahí me iba caminando a
la escuela de inglés y yo tenía la plena seguridad de que mi carro estaba a la vista de los
vigilantes. Sin embargo, un día llegué tarde y no encontré ningún lugar dentro del campus, por lo
que tuve que estacionarme a un lado de la escuela de inglés, terminé la clase y me dirigí a mis
actividades cotidianas dentro del campus universitario.

A la hora de salida, una compañera me dijo que la llevara a su casa ya que hacía demasiado calor
a las tres de la tarde. Yo gustosa le dije que sí. Caminamos mucho para llegar al estacionamiento,
con la plática, no sentimos ni la distancia ni los rayos del sol. Cuando llegamos al lugar donde
supuestamente lo dejé (porque ahí lo dejaba todos los días), mi carro no estaba; primero me
asusté e inmediatamente después, por el susto quizá, yo reía como loca, sin parar, porque me
acordé, que lo había dejado en otro estacionamiento y de plano se me olvidó allá toda la mañana.

Mi amiga y yo, entre pláticas, nos dirigimos a ese otro estacionamiento, al llegar el carro no
estaba. Yo lo buscaba y lo buscaba hasta quedarme ciega, de pronto todo me empezó a dar
vueltas como si estuviera dentro de una espiral o de un remolino que me arrastraba hacia todo el
proceso que tuve que hacer para reportar y buscar el único bien que poseía. Los policías
acostumbrados a ese tipo de reportes fueron indiferentes. Con los anuncios en el Facebook y los
medios de comunicación, todo mundo me empezó a llamar, a todas horas, compadeciéndose del
carro nuevo, porque era una lástima perderlo y yo caminando bajo los 45 grados de ese día de
verano. Tres meses después, tuve que viajar a Nogales, estoy segura, que el esqueleto quemado
de un carro que vislumbré de pronto, a unos metros más allá de la orilla del camino, era un
Toyota como el mío. Ya no supe más.

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