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36849-Texto Del Artículo-38734-5-10-20111125
36849-Texto Del Artículo-38734-5-10-20111125
Carl SCHMITT
Recibido: 02/02/2011
Aceptado: 06/03/2011
I.
La valoración del Estado más extendida y absolutamente dominante hoy queda
caracterizada del mejor modo mediante el título de un muy citado ensayo america-
no (de Ernest Barker, año 1915): The discredited state, el Estado caído en descrédi-
to. Incluso en Estados muy fuertes cuyo poder político exterior y orden político
interior no están amenazados, en los EE. UU. y en Inglaterra, las representaciones
tradicionales del Estado se critican vivamente desde la guerra, y se ha quebrado la
antigua pretensión del Estado de ser la unidad y totalidad soberanas. En Francia, los
teóricos sindicalistas proclamaron la frase, ya en el año 1907: “el Estado ha muer-
to”. Aquí hay, desde hace más de 20 años, una literatura sociológica y jurídica que
discute la superioridad tanto del Estado como de la ley y subordina ambas a la
“sociedad”. Como nombres significativos e interesantes entre los juristas modernos
1Esta traducción, así como la nota introductoria que la acompaña, han sido realizadas en el marco del
Proyecto de Investigación Naturaleza humana y comunidad (II): H. Arendt, K. Polanyi y M. Foucault.
Tres recepciones de la Antropología política de Kant en el siglo XXI (FFI2009-12402).
pueden ser citados aquí León Duguit y Maxime Leroy. En Alemania, la crisis se
manifestó por primera vez con el colapso del Reich de Bismarck, cuando se derrum-
baron las representaciones del Estado y el gobierno que se tenían por inquebranta-
bles; desde 1919 surge una abundante literatura sobre la crisis, con respecto a la cual
bastará con recordar el título de un libro de Alfred Weber: La crisis del pensamien-
to europeo del Estado. A ello viene a sumarse un extenso conjunto de escritos refe-
rentes al derecho nacional e internacional que buscan destruir el concepto de sobe-
ranía y, con él, las representaciones tradicionales del Estado como una unidad que
sobresale por encima de todos los grupos sociales.
El colapso del Estado es siempre también un colapso de la ética de Estado. Pues
todas las representaciones tradicionales de la ética de Estado comparten el destino
del Estado concreto, al que siempre presuponen, y caen en el descrédito con él.
Cuando el “dios terrenal” cae de su trono y el reino de la razón objetiva y la etici-
dad se vuelve un “magnum latrocinium” [banda de ladrones], entonces los partidos
sacrifican al poderoso Leviatán y cada uno se apropia de un trozo de carne del cuer-
po que han despedazado. ¿Qué significa entonces ya “ética de Estado”? El golpe
alcanza no sólo a la ética de Estado de Hegel, que hace del Estado el portador y cre-
ador de una ética propia, no sólo a la idea del stato etico en el sentido de la doctri-
na fascista: alcanza también a la ética de Estado de Kant y al individualismo libe-
ral. Aun cuando ésta no contempla el Estado como sujeto y portador de una ética
autónoma, sino que su ética de Estado consiste ante todo en vincular el Estado con
normas éticas, hasta ahora ha partido siempre – con excepción de unos pocos anar-
quistas radicales – de que el Estado es una instancia suprema y el juez que da la
pauta sobre lo tuyo y lo mío exterior, mediante el cual el estado de naturaleza, que
es meramente normativo y por ello carece de juez – un status justitia (más exacta-
mente judice) vacuus, en el que cada uno es juez de sus propios asuntos –, queda
superado. Sin la representación del Estado como una unidad y magnitud supremas,
todos los resultados prácticos de la ética de Estado kantiana resultan inválidos y
contradictorios. Esto vale del modo más claro para la doctrina del derecho a la resis-
tencia. Pese a toda relativización del Estado mediante el derecho racional, Kant
rechazó un derecho a la resistencia contra el Estado directamente a partir de la idea
de la unidad del Estado.
II.
Teorías anglosajonas mas recientes sobre el Estado (aquí nos interesan sobre
todo G. D. H. Cole y Harold I. Laski) se denominan a sí mismas “pluralistas”. Con
ello quieren negar no sólo el Estado como una unidad suprema y abarcante, sino
también, ante todo, sus pretensiones éticas de ser un vínculo social de otro tipo y
más elevado que cualquiera de las muchas otras asociaciones en las que viven los
III.
La gran impresión que deben producir hoy en día estas teorías se explica a par-
tir de muchas y buenas razones, que son de interés también filosóficamente. Cuando
los teóricos sociales pluralistas como Cole y Laski se atienen ante todo a lo empíri-
co, lo hacen como pragmatistas y permanecen por tanto en las consecuencias de su
filosofía pragmatista, a la cual Laski expresamente se remite. Éste es interesante
desde un punto de vista filosófico precisamente porque, al menos según su inten-
ción y aparentemente también en sus resultados, traspone la imagen del mundo plu-
ralista de la filosofía de William James al Estado: de la disolución de la unidad
monista del universo en un multiverso extrae un argumento para disolver de modo
pluralista también la unidad política del Estado. En esa medida, su concepción del
Estado pertenece a la serie de fenómenos que yo he designado como “Teología
Política”. La concordancia de la imagen del mundo teológica y metafísica con la
imagen del Estado se deja constatar a través de toda la historia del pensamiento
humano; sus ejemplos más sencillos son las conexiones ideales entre monarquía y
monoteísmo, constitucionalismo y deísmo. La conexión no puede ser explicada ni
de modo materialista como mera “superestructura ideológica”, reflex o “reflejo”, ni
tampoco, inversamente, de modo idealista o espiritualista como “infraestructura
material”.
IV.
A pesar de su concordancia con la percepción empírica y de su relevancia filo-
sófica, un pluralismo de este tipo no puede ser la última palabra respecto al proble-
ma actual de la ética de Estado. Considerados desde un punto de vista histórico-
espiritual, estos argumentos pluralistas, dirigidos contra un Estado que tiene en sí el
carácter de unidad, no son en modo alguno tan extraordinariamente nuevos y
modernos como aparece a primera vista, si uno, bajo la fuerte impresión de la veloz
reordenación de la vida social actual, recuerda sumariamente que, a lo largo de
miles de años, todos los filósofos del Estado, desde Platón hasta Hegel, asumían la
unidad del Estado como el más alto valor. En realidad, hay muchos matices en todos
estos filósofos, críticas muy fuertes a las exaltaciones del monismo y muchas reser-
vas a favor de grupos sociales independientes de todo tipo. Son conocidas las obje-
ciones aristotélicas contra la exageración platónica del monismo político: la πόλις,
cree él, debe ser una unidad, μίαν εἶναι , como también lo es la οἰκία, pero no del
todo ni enteramente, ἀλλ᾽ οὐ πάντως (Política II 2, 19, y en muchos otros luga-
res del segundo libro). Tomás de Aquino, cuyo monismo irrumpe de una forma muy
fuerte ya a causa de su monoteísmo, y que cifra el valor del Estado en la unidad y
equipara la unidad con la paz (et ideo id ad quod tendit intentio multitudinem guber-
nantis est unitas sive pax, Summa Theol. Ia. Q. 103 Art. 3), dice en conexión con
Aristóteles que la unidad llevada hasta el final destruye el Estado (maxima unitas
destruit civitatem). Por lo demás, para él, como para todos los filósofos del catoli-
cismo, la Iglesia se encuentra, como societas perfecta, junto al Estado, que también
debería ser una societas perfecta. Esto es un dualismo que, como todo abandono de
la unidad simple, ofrece muchos argumentos a una extensión del pluralismo. A par-
tir de esta posición peculiar respecto del Estado se aclara aquella alianza histórico-
espiritual, a primera vista algo peculiar, entre la Iglesia católico-romana y el fede-
ralismo sindical que sale a la luz en Laski. Al mismo tiempo, se prueba con ello que
el pluralismo en teoría del Estado requiere una mayor profundización filosófica si
no quiere ser alcanzado por una objeción obvia, a saber, que los argumentos que él
utiliza de la filosofía de Estado católica provienen, de hecho, de un universalismo
especialmente decidido. La Iglesia católica romana no es una entidad pluralista, y
en la lucha de la Iglesia contra el Estado el pluralismo se encuentra, al menos desde
el siglo XVI, del lado de los Estados nacionales. Una teoría social pluralista se con-
tradice a sí misma cuando juega contra el Estado la baza del monismo y el univer-
salismo de la Iglesia católica romana secularizados en el universalismo de la segun-
da o la tercera Internacional, y, en ello, aún pretende permanecer pluralista.
Ya en la ambigüedad de esta coalición histórico-espiritual se muestra que el plu-
ralismo de esta teoría social moderna es equívoco y en sí mismo problemático. Se
dirige polémicamente contra la unidad estatal existente e intenta relativizarla. Al
mismo tiempo, los teóricos pluralistas hablan, la mayoría de las veces, un lenguaje
extremadamente individualista en los puntos decisivos de su argumentación. En
especial, a la pregunta obvia y decisiva de quién decide en el ineludible conflicto
entre las distintas relaciones de fidelidad y lealtad, se da la siguiente respuesta: el
individuo singular decide él mismo. Esto supone una doble contradicción. En pri-
mer lugar, se trata aquí, en efecto, de una situación social que concierne al indivi-
duo, pero que no puede ser modificada arbitrariamente por él; se trata de un asunto
de la ética social, y no de la autonomía interior del individuo. Corresponde, por cier-
to, a un temple anglosajón el responder de este modo individualista y situar la últi-
ma decisión en el individuo, pero una ética social pluralista abandona con ello jus-
exigencia de que los acuerdos y los compromisos se mantengan. Esta sería una
ética, si bien muy problemática, del “pacta sunt servanda” [los acuerdos deben ser
cumplidos]. Naturalmente que es posible limitar históricamente la palabra “Estado”
al Estado absoluto de los siglos XVII y XVIII. Entonces es fácil combatirla hoy éti-
camente. Pero no se trata de la palabra, que tiene su historia y que puede dejar de
ser moderna, sino de la cosa, a saber, el problema de la unidad política de un pue-
blo. Aquí rige ahora, como en casi todas partes, también en los teóricos sociales plu-
ralistas, un error que permanece en una inconsciencia acrítica, a saber, que lo polí-
tico significa una sustancia propia junto a otras sustancias de “asociaciones socia-
les”, que junto a la religión, la lengua, la cultura y el derecho presenta un conteni-
do específico, en función del cual los grupos políticos pueden coordinarse junto a
los demás grupos, junto a la Iglesia, la compañía, el sindicato, las comunidades cul-
turales o jurídicas de todo tipo. La unidad política se convierte entonces en una uni-
dad especial que aparece junto a otras, una unidad nueva y sustancial. Todas las
aclaraciones y discusiones sobre la esencia del Estado y lo político seguirán cayen-
do en confusiones mientras siga rigiendo esta representación tan extendida de que
habría una esfera política de contenido propio junto a otras. Así se hace muy fácil
reducir ad absurdum al Estado como unidad política y refutarlo hasta el final. Pues,
¿qué queda del Estado como unidad política, si uno retira todos los demás conteni-
dos, el religioso, económico, cultural, etc.? Si lo político no es sino el resultado de
tal sustracción, entonces es de hecho igual a cero. Pero justo aquí yace el malenten-
dido. En verdad lo político sólo designa el grado de intensidad de una unidad. La
unidad política puede por tanto tener y abrazar en sí diferentes contenidos. Pero ella
designa siempre el grado más intensivo de una unidad, a partir de la cual también
se determina la distinción más intensiva, a saber, la agrupación de amigos y enemi-
gos. La unidad política es la unidad suprema, y no porque dictamine todopoderosa-
mente o porque nivele a las demas unidades, sino porque es la que decide y porque
puede evitar que dentro de ella todas los demás agrupaciones sociales se disocien
hasta la enemistad extrema (esto es, hasta la guerra civil). Pues donde está ella,
puede decidirse acerca de los conflictos sociales de los individuos y grupos socia-
les, de modo que subsiste un orden, esto es, una situación normal. La unidad inten-
siva, o bien está ahí, o bien no lo está; puede disolverse, y entonces se derrumba el
orden normal. Pero ella, ineludiblemente, es siempre unidad, puesto que no hay una
pluralidad de situaciones normales, e, inevitablemente, siempre que esté sin más
ahí, la decisión sale de ella. Cualquier grupo social, es indiferente de qué tipo y con
qué contenido, se vuelve político en la medida en que tome parte en la decisión o
incluso concentre en sí la decisión. Como lo político no tiene ninguna sustancia pro-
pia el punto de lo político puede ganarse a partir de cualquier terreno, y todo grupo
social, iglesia, sindicato, compañía, nación, se vuelve político y por lo tanto estatal
cuando se acerca a este punto de la suprema intensidad. Éstos alimentan con sus
contenidos y valores a la unidad política, que vive de las diversas áreas de la vida y
pensamiento humanas y que extrae su energía de la ciencia, la cultura, la religión,
el derecho y la lengua. Toda vida humana, tambien aquella de las más altas esferas
espirituales, tiene en su realización histórica, al menos potencialmente, un Estado
sobre sí, que se vuelve fuerte y poderoso a partir de tales contenidos y sustancias,
como la mítica águila de Zeus, que se alimenta de las entrañas de Prometeo.
V.
Las oscuridades y contradicciones que se pueden demostrar en las teorías soci-
ales pluralistas no tienen su raíz en el pluralismo, sino solamente en el uso incorrec-
to de un pluralismo que es en sí correcto e inevitable en todos los problemas del
espíritu objetivo. Pues el mundo del espíritu objetivo es un mundo pluralista: plu-
ralismo de las razas y los pueblos, de las religiones y las culturas, de las lenguas y
los sistemas jurídicos. No se trata de negar este pluralismo dado y violarlo con el
universalismo y el monismo, sino, más bien, de situar correctamente el pluralismo.
El mundo político es por tanto esencialmente pluralista. Y los portadores de este
pluralismo son las unidades políticas como tales, esto es, los Estados. En especial,
los Estados modernos europeos surgieron en los siglos XVI y XVII de la disoluci-
ón de un universalismo, y su soberanía se dirige polémicamente tanto contra la pre-
tensión universal de una monarquía mundial del Imperio, como contra las preten-
siones políticas igualmente universales del Papado. Es un malentendido histórico-
espiritual del tipo más asombroso querer disolver estas unidades políticas plurales
apelando a representaciones universales y monistas y colocar eso como pluralismo,
y lo que es más, como Laski hace, apelando a William James. En el sistema de la
“teología política”, el pluralismo de imágenes del mundo de James corresponde a la
edad de los actuales Estados-nación democráticos, con su pluralismo de pueblos
dispuestos hacia el Estado sobre la base de su nación. La monarquía, según su ten-
dencia ideal y su argumentación, es más bien universalista, dado que debe ser justi-
ficada por Dios cuando no lo hace democráticamente mediante la voluntad del pue-
blo. Por el contrario, la democracia conduce al reconocimiento de cada uno de los
muchos pueblos como una unidad política. Un filósofo del pluralismo dice por lo
tanto con razon: “así como en la vida social ahora y para siempre el δῆμος ha apa-
recido en primer plano, y por lo tanto en el mundo civilizado no puede haber más
reyes que no sean sirvientes del pueblo, así también en el campo de la filosofía el
ente mismo en su totalidad y en toda su multiplicidad, esto es el βάϑος de la expe-
riencia, hace su aparición como legislador, y el tiempo de sus distintas esquemati-
zaciones y nivelaciones ha quedado irreversiblemente atrás. ” (Boris Jakowenko,
Vom Wesen Des Pluralismus, Bonn 1928).
***
En esta conferencia tan sólo se debía aportar una breve panorámica sobre un
lugar histórico-espiritual. Quiero terminar con un breve resumen en forma de tesis:
rece en primer plano la manifiesta insuficiencia del principio pacta sunt servanda,
que, cuando se concreta, no puede ser mucho más que una legitimación del corre-
spondiente status quo [sic], del mismo modo que en la vida privada llega, a lo sumo,
a proporcionar una excelente ética de usureros. Si la unidad estatal en la realidad de
la vida social se vuelve problemática, entonces se da un estado de cosas insoporta-
ble para todo ciudadano, puesto que con ello se volatiliza la situación normal y el
presupuesto de toda norma ética y jurídica. Entonces el concepto de ética de Estado
recibe un nuevo contenido, y surge una nueva tarea, la de trabajar en introducir
conscientemente la existencia de tal unidad, el deber de contribuir a que se realice
un pedazo de orden concreto y real y que la situación vuelva a ser normal. Entonces,
entra en escena, junto al deber del Estado, que yace en su subordinación a normas
éticas, y junto a los deberes para con el Estado, un ulterior deber ético-estatal con-
formado de un modo totalmente distinto, a saber, el deber [de una acción] por el
Estado.