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Las identidades

fatales Vitaly
Malkin

Como la discriminacion positiva


hizo acabo con la Union Sovietica
y como amenaza
al mundo contemporaneo
Las identidades fatales
Cómo la discriminación positiva hizo acabó con la Unión Soviética
y cómo amenaza al mundo contemporáneo

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Contenidos

Una advertencia proveniente del frío . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5


1. Historia de la ensaladilla rusa
(o cómo Rusia se convirtió en un imperio multicultural) . . . . . . . 7
La pequeña rusa se vuelve grande. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
El nacionalismo como portador de los primeros
gérmenes de fragmentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
2. Ecce Homo Sovieticus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14

Cuando el poder y la ideología van de la mano . . . . . . . . . . . . . . . . 16

Cómo comunistas universalistas «fabricaron» indígenas . . . . . . . 17

La discriminación positiva, un invento soviético . . . . . . . . . . . . . . 19

Para los que no estén de acuerdo: favor arrepentirse . . . . . . . . . . . 22

La cancel culture, inseprable de la promoción de las minorías . . 24

3
3. La verdad tras la fábula de «la amistad entre los pueblos» . . . . . . 27

La discriminación positiva, fábrica de víctimas perpetuas . . . . . . 27


Cuando la discriminación positiva siembra
la discordia entre “hermanos” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
La discriminación positiva, instrumento de purga . . . . . . . . . . . . . 33

La autocensura y la hipocresía al final del camino . . . . . . . . . . . . . 34

4. Cuando estalla la olla a presión identitaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38


La venganza de las nacionalidades
es un plato que se sirve frío . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
La fragmentación sin fin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
5. Ayer y hoy: la discriminación positiva, pasaporte para
interminables conflictos identitarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43

4
Una advertencia
proveniente del frío
Recientemente la prensa nos dio a conocer las peripecias de un caso que
dice mucho acerca de la situación en la que se encuentran los Estados
Unidos. En 2015, un grupo de brillantes estudiantes estadounidenses, de
origen asiático, se quejaron de que las más prestigiosas universidades ame-
ricanas hubieran rechazado sus solicitudes de inscripción con el pretexto
de que varias plazas estaban reservadas a estudiantes negros e hispánicos.
Varios años después, después de una investigación, el Estado federal les
dio la razón al demandar a la Universidad de Yale por discriminación ra-
cial. Una decisión apoyada por el presidente Trump, que por entonces ha-
bía emprendido una cruzada cultural para resaltar, a como diera lugar, las
paradojas del campo progresista. En febrero pasado, el presidente Biden
decidió revocar la demanda que se hizo durante la presidencia de su pre-
decesor. Además de lo que esto revela acerca del nuevo jefe de Estado y
del anterior, resulta algo absurdo ver a estadounidenses de origen asiático
atacar un sistema de discriminación positivo creado para promover a indi-
viduos provenientes de las minorías.

Sin embargo, tras la apariencia absurda del acontecimiento, este episodio


expone la realidad de una sociedad en que los ciudadanos se rigen cada vez
más por su pertenencia a una identidad sobrevalorada. No se trata de una
simple anécdota anodina, ya que hoy en día, en Estados Unidos como en
Europa (aunque en menor medida) existen movimientos minoritarios que,
con ruidosa determinación, buscan proclamar la emancipación de grupos
“dominados” por razones de género o de raza.

En Europa nos hemos acostumbrado a observar con atención lo que se


hace en Estados Unidos, considerando que todo lo que de allá viene termi-
nará imponiéndose aquí. En vez de eso, podríamos mirar hacia el Oriente,
a un pasado no tan lejano, para darnos cuenta de que esas historias no
tienen nada nuevo. Como el espía que venía del frío inventado por John
Le Carré, Rusia tiene mucho que enseñarnos sobre el comportamiento de
Occidente.

5
Quien conozca la historia de la Unión soviética no puede dejar de ver pa-
recidos entre algunas de las prácticas de los movimientos llamados pro-
gresistas y los intentos de los dirigentes bolcheviques por transformar la
sociedad con el fin de que esta se conformara a su ideología. A lo largo de
su historia, la URSS fue sacudida por debates similares a los que hoy giran
en torno a las “minorías”. Es más, fue el laboratorio de una política de dis-
criminación positiva de dimensiones colosales, entorno al problema de las
nacionalidades. Se habla poco de esta política porque su fracaso se perdió
en la confusión que se generó cuando la experiencia soviética se vino abajo.
Recalco intencionalmente el término “experiencia”, para describir una em-
presa cuyo objetivo era transformar radicalmente al hombre por medio de
la fe en una ideología de la felicidad, el progreso y la emancipación.

¿Por qué contar esa historia hoy? La historia, para citar a Nietzsche, puede
ser contemplada como un eterno retorno. En este caso, el eterno retorno de
lo peor. No se trata de afirmar que los jóvenes militantes progresistas, con
su gusto por la pureza ideológica, quieran llenar de gulags a los Estados
Unidos para reeducar a los culpables (aunque las crisis de autoflagelación
a las que se someten ciertos profesores en los campus universitarios, como
déjà vus, nos recuerdan los juicios estalinistas o, más bien, la China de
Mao…). La idea es resaltar la lógica que estos comparten. Ilustrar, por me-
dio de un excurso histórico, los efectos de una política de discriminación
positiva instaurada por emprendedores culturales minoritarios pero visi-
bles, en nombre de una idea generosa. Mostrar cómo ideas, parecidas a las
que oímos expresar hoy en día, dieron lugar a desastres.

Una de las lecciones de esa historia, es que la promoción de identidades


funciona como una poderosa fuerza que genera desacuerdos e incluso lle-
va a que sociedades enteras se descompongan. Una fuerza cuyos efectos
se dejan sentir a largo plazo. Baste por el momento con evocar la disputa,
que comentaré más adelante, que enfrenta a Armenia con Azerbaiyán. Ese
conflicto territorial de variable intensidad, que conoció recientemente un
nuevo episodio sangriento, tiene como origen la política instaurada por los
bolcheviques en los años 20. Un siglo más tarde seguimos saldando con las
armas las cuentas de tales despropósitos.

6
Yo conozco bien esa historia. Nací durante los años de gobierno del cama-
rada Stalin, en lo que entonces era aún la Unión Soviética. A lo largo de
mi juventud, la propaganda trabajaba a pleno rendimiento para ocultar
el fracaso de un proyecto condenado por sus premisas ideológicas. Una
ideología que sus promotores aún seguían como se sigue una fe, aunque
esta ya se hubiera desgastado bastante. La misma fe sigue vivita y coleando
entre los defensores de un progresismo mesiánico que mezcla problemas
raciales, sexuales y de género con fines de liberación individual y colectiva,
un movimiento que ahora designamos con la palabra woke. Así pues, dado
que, en esta época, tan preocupada por la identidad, siempre hay que decir
de dónde se habla, digamos que nación en el Ural en una familia judía atea.
Pero además soy blanco, de edad madura y heterosexual (me parece que
ahora dicen cisgénero), con lo cual “algunes” (creo que que así es que se
escribe) sabrán dónde me posiciono.

Pero dejémonos de bromas, aunque el humor sea un arma de predilección


para enfrentarse a quienes carecen de él. Creo que estos detalles son im-
portantes para el lector porque quiero que sepa que yo viví personalmente
la historia que aquí quiero contar. Una historia que comienza hace mucho
tiempo, con el nacimiento del Estado ruso…

1. Historia de la ensaladilla
rusa (o cómo Rusia se convirtió
en un imperio multicultural)
De mi juventud soviética aún me acuerdo de las imágenes de festividades
en las que se celebraba la diversidad en medio de ese inmenso Estado que
se extendía a lo largo y ancho de once zonas horarias. Baltos, armenios,
georgianos, azeríes, kirguises, yacutos, esquimales, tayikos, tátaros... Des-
filaban representantes de cada pueblo con sus vestidos tradicionales, sus
instrumentos musicales, sus danzas folclóricas. ¡Tremendo espectáculo! La
población de la Unión confrmaba un vasto mosaico que a veces parecía
comprender la diversidad de la humanidad entera. No sólo hay un melting
pot en Estados Unidos: también los sovéticos tenían uno. Una ensaladilla

7
Afiche soviético de 1932, reza:
“Los trabajadores de todos los países y las colonias oprimidas alzan la bandera de Lenin.”

8
rusa, para emplear una metáfora culinaria. Pero esas odas a la amistad,
simples montajes del Partido, ocultaban, como pasa en Estados Unidos,
una realidad más oscura, la de un multiculturalismo contrariado.

No les cuento nada nuevo si les digo que la cohabitación de individuos


provenientes de culturaas y tradiciones variadas es uno de los grandes de-
safíos a los que se enfrentan las sociedades contemporáneas. Si usted tie-
ne la amabilidad de leer estas líneas es porque es consciente de ello. Pero
quizás no sepa cómo fue que un país al que se asocia generalmente con el
estereotipo del rubio ojiazul llegó a ocupar un territorio que va del Caúca-
so al círculo ártico, de las llanuras de Europa oriental a la frontera china,
con toda la diversidad humana que puebla dicho territorio. Para compren-
derlo, debemos dar un corto paseo por la historia rusa. Una historia que,
como lo veremos, contiene el germen de muchos problemas que hoy aún
no dejan de plantearse.

La pequeña rusa se vuelve grande


La pequeña rusia se volverá grande si Dios le da vida. Ese dicho francés
resume, en mi opinión, la manera como el proyecto imperial ruso se des-
plegó: una expansión territorial continua a partir de un feudecillo concen-
trado alrededor de Moscú, claro está bajo el auspicio de Dios (que no le
pidió nada a nadie).

En efecto, el Estado ruso se confundió durante mucho tiempo con la re-


ligión ortodoxa, dada la convicción de que Moscú era la Tercera Roma,
el auténtico centro de la Cristiandad y de que el Zar (palabra que deriva
de César) era el heredero legítimo de los emperadores romanos. ¡Sólo por
eso cualquier reyezuelo indeciso se daría ínfulas imperialistas! Pero de in-
deciso, Iván IV, apodado el Terrible, no tenía nada. Si su nombre amerita
mención aquí es porque fue él quien inauguró el expansionismo ruso mo-
derno al conquistar a los turcomongoles de Kazán y Astracán. Pero ¿a qué
viene a cuento este episodio en nuestra historia? Pues resulta que se trata
de la primera vez que los rusos se enfrentan a la cuestión de la alteridad: las
poblaciones sometidas recientemente son mayoritariamente musulmanas.

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De ahí el problema que inquieta a las élites imperiales desde tiempos de
Roma o incluso de Alejandro: ¿cómo lograr integrarlas al Imperio naciente?
¿Intendando convertirlas? ¿Asimilándolas por la fuerza? ¿Exterminándo-
las (procedimiento que le habría sentado bien a Iván, quien no por nada
llevaba ese apodo)? La solución elegida para asociar a dichas poblaciones
a la corona fue el integrar a las élites en el sistema imperial. Como contra-
parte por su lealtad al Zar, los jefes tátaros obtuvieron un papel político en
los territorios conquistados. La mayoría de ellos se convirtieron incluso
a la ortodoxia y con ello dieron origen a algunas de las más prestigiosas
familias de la aristocracia rusa.

Tras las conquistas de Iván, sus sucesores continuaron su labor enviando


tropas en tres direcciones: al occidente, hacia los territorios bálticos y po-
lacos, al sur, hacia el Caúcaso y al oriente, hacia Siberia (¡el Far West ruso!)
Esta apasionante historia, que se extiende sobre más de tres siglos, ve a Ru-
sia convertirse en lo que es hoy: una potencia cuya influencia se hace sentir
en Europa, sin dejar de estar firmemente asentada en Asia.

Al extenderse el territorio sometido a la corona, la diversidad de los habi-


tantes del territorio crece. Al tiempo que el mundo va en camino a la mo-
dernidad, la heterogeneidad del Imperio ruso es extraordinaria. A finales
del siglo 18, los eslavos orientales representaban el 84% de la población.
Esa proporción disminuye hasta llegar a 68% en las primeras décadas del
siglo 19. Difícil hablar de un país dominado por rubios ojiazules, ¿no?

Cada vez que un nuevo pueblo se encuentra en la órbita del Zar, surgen
las mismas interrogantes: ¿cómo garantizar la coherencia del conjunto?
¿Cómo preservar la calma y la concordia entre los habitantes y, sobre todo,
con respecto a Moscú y, más tarde, San Petersburgo? Como respuesta se les
atribuyen a los territorios conquistados variados estatutos, más o menos
autónomos. Además, las élites locales reciben instrucción. Catalina II, una
de nuestras monarcas más sabias (las portavoces del feminismo no recuer-
dan suficientemente su nombre al hacer listas de “mujeres poderosas”),
logra domar a la nobleza germánica ofreciéndole puestos privilegiados en
la corte. Al mismo tiempo, les entrega a los cosacos de Ucrania, que ahora
le obedecen, títulos de nobleza. La unidad se compra entre regalos y pri-
vilegios.

10
No es que yo quiera negar las tensiones, las protestas, las revueltas: el ejem-
plo de Polonia, un país católico, empedernido, terco e indócil es muy elo-
cuente. Pero fundamentalmente, durante los primeros siglos del Imperio,
en un país dominado por el feudalismo, el problema de las periferias im-
periales se redujo ante todo a un asunto que se manejaba entre la corona
y las aristocracias locales. Todo cambia en el siglo 19, cuando surgen los
nacionalismos. Entonces un parámetro nuevo se introduce en la ecuación:
el pueblo.

El nacionalismo como portador de los primeros


gérmenes de fragmentación
Yo adoro a los franceses, pero debo aceptar con tristeza (e ironía) que todas
las tensiones que se vienen luego se deben en parte a ellos ¡y a su Revolu-
ción! ¡Surgieron montones de émulos e imitadores de esa revolución a lo
largo del siglo y más allá! Todo el año 1848 sirve de ejemplo. En ese año,
florece la Primavera de los pueblos, un amplio movimiento revolucionario
que se propaga rápidamente por todo el continente. Me refiero a ese mo-
mento específico de la historia europea porque contiene las dos facetas del
nacionalismo, un ideal político que siempre me ha parecido ambiguo. El
nacionalismo es, al mismo tiempo, un fervoroso impulso hacia la libertad y
la autonomía y, también, una visión provinciana del mundo, que hace que
cada uno cultive su insignificante especificidad. Una especificidad que a
veces no tiene mucho fundamento: el historiador Eric Hobsbawm (apasio-
nante autor, a pesar de su inveterado marxismo que lo llevó a querer que lo
enterraran a pocas tumbas del mismísimo Marx) mostró hasta qué punto
el concepto de nación surge de una construcción imaginaria. El naciona-
lismo, en la mayoría de los casos, es un asunto de élites que intentan darle
legitimidad a la forma como se hace con el poder sirviéndose del “pueblo”
(conocemos la vieja canción). Es la época en la que los poetas se ponen a
exaltan un pasado que resulta mucho más glorioso porque está lleno de
derrotas, en el que los arqueólogos transforman el túmulo más modesto
en el equivalente del palacio de Agamenón, en el que los lingüistas recogen
aquí y allá pedazos de folclor para clasificar a los pueblos como plantas o
insectos, según el espíritu científico del momento.

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Pero los hechos son tercos: todo esto es en gran parte una reinvención,
esa idea produce efectos en la manera como se gestiona la diversidad en
los viejos imperios. Otrora sujetos imperiales, los sujetos del Zar (es cier-
to, bien pocos), seducidos por tesis nacionalistas, se dan cuenta de pronto
de que son ciudadanos de una nación que reivindica su diferencia y su
derecho a la autonomía o, incluso, a la independencia. Son ideas que les
resultan extravagantes a las élites leales al Imperio, que estiman que no se
debe diferenciar entre los habitantes, ya que estos alcanzarán la educación
y el progreso bajo la dirección benévola del Zar ilustrado. Como reacción
al auge de los nacionalismos locales, se desarrolla en Moscú un nacionalis-
mo imperial, que intenta tratar ese problema en el marco existente, con su
obsesión por la unidad y la estabilidad.

Básicamente, a partir de ese período se establece un nuevo tipo de relación


entre el centro y la periferia. Salvando las distancias, yo percibo aquí simi-
litudes con los debates actuales. En las sociedades multiculturales del siglo
21 cohabitan individuos provenientes de culturas y tradiciones diversas, en-
torno a un “núcleo” que podemos llamar, sin miedo a la corrección política,
la “mayoría cultural”, es decir los descendientes de quienes contribuyeron
a construir esas naciones. Harmonizar las relaciones entre individuos de
orígenes variados: tal es el desafío que tienen por delante las democracias
multiculturales. Un desafío similar se les planteaba a los imperios europeos,
sobre todo desde el momento en que los movimientos nacionalistas entra-
ron en juego. Las comparaciones no equivalen a demonstraciones, pero
resulta interesante observar cómo se establecieron las relaciones entre el
centro imperial y sus periferias ante las tentaciones nacionalistas. En efecto,
esa evolución dice mucho de la manera como dos conceptos, todavía
vigentes, se enfrentan, de los cuales uno hace hincapié en la emancipación
por medio de lo específico y el otro a través de lo universal.

Como iba diciendo, el comienzo del siglo 19 ruso se ve marcado por la


voluntad de exponer a un máximo de sujetos imperiales a la cultura y la
lengua rusas. No hay que entender aquí la palabra ruso en un sentido étni-
co sino, más bien, como un sinónimo de universalismo. Claro, hoy en día
sabemos que este término es condenado por nuestros progresistas, porque
se supone que esconde un deseo solapado de dominación. Así también

12
recibían los nacionalistas las veleidades imperiales que venían “a ilustrar-
los”. Por todo el imperio, la situación alcanza un punto de quiebre. En las
fronteras occidentales, a los finlandeses y los polacos, que gozan de una
relativa autonomía, se unen los ucranianos, los bielorrusos y los pueblos
bálticos. Al oriente, la rusificación debe hacer frente al yadidismo, movi-
miento que hace hincapié tanto en la modernización como la importancia
del papel del islam en los antiguos reinos tátaros. Ante las protestas cre-
cientes, el imperio contraataca. Bajo el reino de Alejandro III, la rusifica-
ción va tomando paulatinamente la forma de una normalización forzada,
con el objetivo de contener cualquier intento de emancipación. En algunos
círculos cercanos al poder, renace la idea de una Rusia mesiánica, que no
debe tener miedo de aceptar su papel dominante en lo cultural y en lo re-
ligioso. Esto se traduce en la adopción de medidas discriminatorias, sobre
todo contra los judíos y los polacos. A medida que dicha política se va
amplificando, los nacionalistas radicalizan sus posiciones.

Al primer nacionalismo cultural se agrega la noción de etnicidad, su


equivalente biológico, basado en una lectura mal digerida de Darwin: la
competencia entre las especies corresponde a una competencia entre los
pueblos, considerados como entidades dotadas de rasgos característicos
únicos. Así las cosas, cualquier idea de asimilación se vuelve obsoleta. En
vez de esto, surge una lógica de la lucha permanente. De este modo, a lo
largo del siglo 19, las divergencias, la incomprensión y la desconfianza se
hacen más grandes entre los partidarios de cada una de esas concepciones
de la convivencia, tal y como se entendía entonces.

El objetivo de esta breve descripción no es distinguir entre buenos y malos,


poniendo a los buenos imperialistas universalistas en un lado y, en el otro,
a los malvados nacionalistas de mente estrecha, sino resaltar la permanen-
cia de un fenómeno que vemos surgir actualmente cuando nos interesa-
mos por los debates identitarios: la dialéctica que lleva a ambos campos a
radicalizar sus posiciones hasta el punto de llevar a extremos el conflicto.

De la palabra dialéctica, me doy cuenta al escribirla, no habría renegado el


personaje que está a punto de entrar en esta historia para mostrarnos su
terrible sabor: me refiero a Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin.

13
2. Ecce Homo Sovieticus
En la historia de Rusia, el año 1917 significa una ruptura de la que el país
sigue sin recuperarse por completo. Y el mundo también, hay que decir-
lo. En octubre de ese año decisivo, ocurrió lo impensable: una minoría
violenta, ebria de ideología, se hizo con el poder, con el fin de demoler el
orden establecido e instaurar un hipotético paraíso terrenal. Una minoría
que estaba tan consciente de serlo que, por medio de una antífrasis tan de-
liciosa como cruel, se autodenominó bolchevique, que en ruso quiere decir
mayoritario.

Desde el momento en que llegaron al poder, los bolcheviques se desvi-


vieron por forjar al nuevo hombre. Un hombre al que el escritor Alexan-
der Zinoviev llamó, irónicamente, Homo Sovieticus. Para quien ve de lejos
esta historia, pensando en imágenes de la Guerra fría, el Homo Sovieticus
es un individuo gris y uniforme, cuyos particularismos han desapareci-
do, confundidos en la lucha por la “edificación del socialismo”. No resulta
sorprendente pensar así cuando se sabe cuáles son los fundamentos de la
ideología bolchevique, tal y como los estableció Lenin basándose en teorías
marxistas. Todos los hombres son iguales. Esa igualdad debe instaurarse
por las buenas, sí, pero también y sobre todo por las malas. La única di-
visión que cuenta es la que separa a los burgueses de los proletarios, pero
llegará el día en que esa división desaparezca en la sociedad comunista, ob-
jetivo al cual todos deben contribuir bajo la dirección firme, pero benévola,
del Partido. Con esto, me dirán, conceptos como identidad, raza y nación
van a dar directo al cementerio de las ideas difuntas. Con esto la querella de
las nacionalidades, la ponzoña que agobió al Imperio ruso en sus últimas
décadas queda relegada a un segundo plano.

¡Pues resulta que no! Los nuevos amos y señores de Rusia no lograrán apagar
el incendio creciente de los nacionalismos. Por el contrario, no harán más
que acelerarlo, confirmarlo, darle fuerza de ley en la organización del país
y en la sociedad entera. Harán todo lo posible para atribuirles a los ciu-
dadanos etiquetas artificiales, entre las cuales se encuentra la categoría,
grotescamente opuesta al pensamiento marxista, de etnia (aunque se pre-

14
Afiche soviético de 1955. Reza:
“¡Todos saludan a la amistad indefectible de los pueblos!”

15
fería hablar de nacionalidad). Como solía pasar con los bolcheviques, esa
proeza se debió a una combinación de cálculo político y de contorsiones
intelectuales tales que le habrían provocado un lumbago al más flexible de
los yoguis.

Cuando el poder y la ideología van de la mano


Empecemos por el cálculo político: los años que vienen tras el golpe se
Estado son delicados para los bolcheviques, pues le hacen frente a una fe-
roz resistencia. El país se hunde en una Guerra civil que causa entre 8 y
20 millones de muertes. Sin embargo, aunque se pueda decir de ellos que
son ineptos, corruptos, asesinos, es innegable que Lenin y sus compinches
fueron estrategas brillantes, dotados de una habilidad excepcional para
conquistar y preservar el poder. En efecto, en un contexto difícil para su
Estado proletario incipiente, los nuevos señores del Kremlin se jugarán con
astucia la carta de las nacionalidades para salvar su revolución.

Es cierto que entre las fuerzas rebeldes que se oponen a los bolcheviques
(los famosos Blancos, que nada tienen que ver con los que hoy en día son
denunciados por todas partes con ese nombre, aunque bueno…) hay divi-
sión, pero un principio común los reúne: su creencia en una Rusia única
e indivisible. Así pues, los Rojos empiezan a apoyarse en los líderes nacio-
nalistas de las regiones periféricas para asentar su dominación que corre
el riesgo de descomponerse. Al ganar la guerra, los bolcheviques quedan
tan impresionados por el impacto del discurso nacionalista entre varios
grupos de la población, que empiezan a presentarse como promotores del
“derecho de los pueblos a disponer de sí mismos”. Para ellos, se trata de
canalizar una fuerza con la que, intuyen, podrán movilizar a las masas, al
tiempo que acaban con el “chauvinismo de la gran potencia”, ese espíritu
que recuerda a la Gran Rusia y lleva consigo la amenaza de un regreso al
antiguo orden.

Pero ¿cómo lograr que ese programa, maquiavélico e implacable, coha-


bite con una ideología que no acepta otro tipo de división que la lucha
de clases? Un teórico soviético resolvió la contradicción inventándose una

16
fábula: según él, tal y como existe un colesterol bueno y uno malo, es ne-
cesario “distinguir entre el nacionalismo de la nación que oprime y el na-
cionalismo de la nación oprimida, entre el nacionalismo de la gran nación
y el de la nación pequeña.” Nuestro brillante dialéctico prosigue, con estilo
inimitable: para lograr una actitud “realmente proletaria”, “no solamente
es necesaria la igualdad formal,” sino también “compensar de una u otra
manera, con su comportamiento, (…) la actitud desafiante, las sospechas,
los agravios que, a lo largo de la historia, nacieron entre el pueblo oprimido
por el gobierno de una nación imperialista.” Este teórico, que habla como
un partidario del pensamiento decolonial de hoy, no es otro que Lenin en
su libro de 1922, La cuestión de las nacionalidades y de la autonomía.

Así pues, para justificar el destino que les reserva a las nacionalidades en su
futura sociedad ideal, el arquitecto de la Revolución asocia al colonizador
ruso con un maestro burgués de los viejos tiempos: así nace la figura del
“opresor.” Así como hoy el movimiento woke se sirve de la “culpabilidad
blanca”, esa otra culpabilidad rusa se extiende a todo el pueblo étnicamente
ruso, sin tener en cuenta su condición social y en flagrante contradicción
con la teoría marxista. Para los nuevos inquisidores, la figura del opresor
resulta mucho más cómoda, en la medida en que puede tomar los rasgos
que uno quiera. Eso lo vemos actualmente entre los partidarios de un pro-
gresismo con tintes de ideología decolonial. Tengo que confesar que me
cuesta saber, cuando oigo hablar a algunos de los más virulentos de ellos,
quién es el opresor cuyos crímenes no paran de denunciar. ¿El Estado “pos-
colonial”? ¿El “sistema capitalista” que, supuestamente, le sirve de motor o
de cómplice? ¿Cualquier hombre “blanco”?

Cómo comunistas universalistas


«fabricaron» indígenas
Pero retrocedamos un siglo, a una Rusia en la que pronto se implemen-
tarían las teorías marxistas leninistas. Una vez que se sentaron las bases
ideológicas de un trato diferente para las distintas nacionalidades, los
señores y amos de Moscú se dedicaron a “corregir” las desigualdades pro-
venientes del imperialismo de la Gran Rusia. Esta política tiene un nombre:

17
la korenizatsiya, que significa “indigenización”. El poder revelador de las
palabras es aterrador: al emplear un término tan afirmativo, gobiernos que
supuestamente actuaban en nombre de la humanidad entera crean nuevas
categorías asociadas al peor de los indicadores identitarios.

Para lograr su cometido, comienzan reestructurando el antiguo imperio


sobre bases étnicas. Cada nacionalidad (salvo contadas excepciones, como
los judíos) accede a un reconocimiento oficial con base a un territorio, una
lengua, una cultura propia, a nuevas élites provenientes de la población lo-
cal, que vivió durante largo tiempo bajo la “opresión” de los colonizadores
rusos. Fue por esa época que la lengua ucraniana empezó a ser empleada
en las instituciones que controlaban la república de Ucrania, igual que el
bielorruso en Bielorrusia, etc.

La división del país en repúblicas socialistas soviéticas no es más que la


punta que sobresale de un iceberg mucho más profundo. Los distritos, los
concejos de las aldeas, el territorio, la administración de los hombres, todo
se reorganiza con base a consideraciones étnicas. Por ejemplo, un hombre,
otrora, sujeto del Zar, puede encontrarse de repente bajo la dirección de
un concejo de aldea judío, en un distrito alemán en medio de la república
de Ucrania.

A riesgo de repetirme, insisto en subrayar que se trataba de algo absoluta-


mente inédito para la mayoría de los interesados, pero también respecto de
la historia rusa. Motivados por el principio de nación imperial, los admi-
nistradores del Zar nunca quisieron que la división territorial coincidiera
con ningún un principio nacional. Antes de 1917, las ideas nacionalistas
no habían echado raíces entre la mayoría de los habitantes. Y no es por
reescribir la historia, pero supongamos lo siguiente: si los ejércitos zaristas
hubieran ganado la guerra contra las fuerzas del Eje, seguramente habrían
suscitado un renacimiento del patriotismo imperial. Eso fue lo que pasó
en Francia después de 1918 y también en la Unión soviética cuando Stalin
tuvo que emplear servirse del patriotismo para salvar al país de la invasión
alemana.

Y no es que yo escriba esto porque tenga nostalgias imperiales o porque


me guste la especulación histórica. Sencillamente quiero que el lector

18
comprenda que el triunfo de las nacionalidades no era, en lo más míni-
mo, ineluctable. Los bolcheviques contribuyeron a que se desarrollara ese
fenómeno. En ese asunto, como en otros, se comportaron como aprendices
de brujo, aprovechando tendencias minoritarias, forzando a que cientos de
millones de individuos adoptaran a las malas una identidad étnica dema-
siado estrecha para circunscribir la realidad de la experiencia humana. En
cierto modo, se puede decir que metieron la manzana podrida en el saco,
porque la cuestión de las nacionalidades, exacerbada, mal digerida, descui-
dada por los sucesores de Lenin, acabará desempeñando un papel esencial
en la caída del comunismo y la desintegración del espacio soviético.

La discriminación positiva,
un invento soviético
Pero por ahora nada permite entrever esa posibilidad. Por ahora, no se
trata de una caída sino de una ascensión. Las primeras décadas del poder
bolchevique están caracterizadas por un movimiento de movilidad ascen-
diente. Un observador descuidado podría interpretarlo como el resultado
de una generosa política de redistribución de puestos. Pero no. El ascensor
social a la soviética pasa siempre muy cerca del cadalso: esa movilidad la
explican principalmente las purgas incesantes que realizan los dirigentes
para librar al país de elementos “sospechosos”. Muy pronto, los amos y
señores de Moscú se verán obligados a educar y formar a las masas, aunque
sea para que el país siga funcionando. Es necesario que surjan especialis-
tas cualificados en todos lados, y rápido. A miles de “trabajadores”, otrora
dominados por las “élites” se les ofrecen nuevas oportunidades en univer-
sidades, en fábricas, en el ejército, en las instituciones políticas asociadas
al Partido.

Ahí es donde intervienen las consecuencias prácticas de la korenizatsia,


que establece reglas especiales y privilegios para los miembros de cada na-
cionalidad. Así, estos cuentan con beneficios y cuotas favorables en el cam-
po de la educación, el trabajo y la vida pública. Concretamente, a partir de
1923, se establecen cuotas a favor de esas nacionalidades en las industrias
y, el año siguiente, en la educación superior. Por todo el país, comisiones

19
gubernamentales se encargan de velar por la aplicación de dicha política.
Por un lado, definen el número de “nacionales” que los órganos del Estado
deben contratar cada año (un trabajo para nada desdeñable en la medida
en que todos los órganos emanan del Estado). Por otro lado, contribuyen a
cumplir con esos objetivos, al identificar los candidatos y orientarlos a las
ofertas que les correspondían, como agencias de empleo reservadas a las
“minorías.”

Así es como se establece en Kazajstán un “sistema preferencial para los


trabajadores kazajos en lo que respecta a las decisiones de contratación
y despidos”. En Asia central, las nacionalidades locales reciben ventajas
legales “al registrarse en el mercado laboral.” En el Cáucaso Norte, sur-
gen planes quinquenales destinados a atraer a una parte de los pobladores
de la montaña a las fábricas de Rostov y otras aglomeraciones. Incluso en
Moscú se establecen programas para que las fábricas reciban cantidad de
romaníes. Lo más sorprendente es que esas cuotas no están reservadas a los
burócratas encargados de esa operación de “relleno”, sino que se publican
en la prensa local. Veamos lo que indican las cuotas que, según la Pravda
Vostoka, el órgano oficial del Partido en Asia central, deben respetarse en
las universidades: “85% por lo menos de nacionalidades locales (y entre
ellos, no menos de 10% de nativos); 20% de Batraki; 30% de kolkhozniks y
de bednyaki [cultivadores], etc.)”

Al leer la Verdad (tal es el sentido de la palabra pravda, para quienes lo


ignoren), se ve hasta qué punto todo ya está calculado y meticulosamente
planificado, con la genialidad administrativa que saben los regímenes to-
talitarios. Aquí no hay lugar para el talento, la iniciativa, el desarrollo de
personalidades inesperadas, en otras palabras, para la vida en cuanto esta
se despliega con irreductible abundancia. El determinismo reina, curiosa
paradoja para un régimen que tanta importancia le da a la emancipación.

También en el año 1923, durante el 12º congreso del Partido, un dirigente


declara: “Con respecto a las culturas nacionales, nos pronunciamos a favor
de una política afirmativa, voluntarista.” El hombre que se expresa en esos
términos no es otro que José Stalin, que acaba de empezar su brillante car-
rera de burócrata, en el puesto de Comisario para las nacionalidades. Así,
cuarenta años antes del movimiento por los derechos civiles de Estados

20
Afiche soviético de 1950 en el que se puede leer:
“No permitiremos que se siembre la discordia entre nuestros pueblos.”

21
Unidos, lo soviéticos reivindican con insuperable claridad esa política de
acceso laboral basada en el nacimiento que hoy en día se conoce como
affirmative action o discriminación positiva.

Para los que no estén de acuerdo:


favor arrepentirse
Pero ese no fue el único campo en el que los rusos estuvieron un paso de-
lante de los estadounidenses, cuarenta años antes del lanzamiento del pri-
mer Sputnik. Introducir la discriminación positiva fue como abrir la caja
de Pandora, una caja en la que se encuentran todos los males que andan
desatados actualmente por nuestras sociedades occidentales. Me refiero a
la política del arrepentimiento y de la cancel culture que, según yo, mantie-
ne estrechas relaciones con la promoción artificial de las minorías.

Para entenderlo, es necesario estudiar una categoría que aún no hemos


evocado: los “rusos étnicos” que viven en los territorios que se volvieron
blanco de la korenizatsia. Este grupo tiene buenas razones para estimar que
ha sido vejado por el mecanismo de cuotas. Como lo veremos, es lo que
terminará pasando. Para justificar el tratamiento favorable que se les da
a las minorías, supuestamente oprimidas por la Historia, hay que aceptar
el tratamiento desfavorable que sufren individuos excluidos a pesar de su
mérito. Ahí entra en juego la noción de arrepentimiento o, por lo menos,
su equivalente en el marco soviético.

Después del fragmento ya citado, en el que hablaba de nacionalismo bue-


no y del malo, Lenin escribe: “Nosotros, ciudadanos de grandes naciones,
somos culpables de haber cometido una inmensurable cantidad de violen-
cias acumuladas.” Así, el jefe supremo presenta la ascendencia rusa como
un crimen que hay que expiar, con el fin de que los interesados acepten las
injusticias que les impondrán más tarde. Pocos meses más tarde, Bujarin,
uno de sus leales lugartenientes (mal le pagarán su lealtad, pues será ejecu-
tado por orden de Stalin), aclara cuál debe ser la actitud de las poblaciones
de origen étnico ruso: “Debemos situarnos en posición de inferioridad

22
y hacer concesiones cada vez mayores a las corrientes nacionalistas (…) Sólo
así podremos ganar la confianza de esas naciones en otro tiempo oprimidas.”

Reconocer su propia culpa por el simple hecho de haber nacido, trans-


formarla en una mancha imborrable, abstenerse de juzgar al Otro porque
supuestamente sus antepasados sufrieron, darle todo el crédito porque se
supone que pertenece al campo de los oprimidos: pareciera que todos esos
principios, dirigidos a los antiguos “dominantes”, hubieran sido dictados
por los partidarios más ardientes de la ideología woke. No puedo evitar
pensar aquí en las críticas que ha recibido un periódico como el New York
Times porque, según dicen, sus periodistas son “demasiado blancos” para
hablar de racismo sistémico. Lo peor es que la redacción del diario terminó
aceptándolo y emprendiendo una concienzuda autocrítica, ya sea para sa-
tisfacer a la nueva doxa o porque los periodistas acabaron creyendo en los
agravios de los que los culpaban.

En ese fenómeno de aceptación por parte de quienes son designados como


“dominantes”, hay un misterio que no deja de sorprendente y, debo confe-
sarlo, de asustarme. Permítanme alejarme un poco de mis contreras rusas
de antaño para contemplar la estepa, no menos glacial, del debate político
contemporáneo. Hace poco oía a la ensayista francesa Caroline Fourest ha-
blar de su paso por los campus de Estados Unidos, donde daba un ciclo de
conferencias dedicadas a la situación actual en Francia. Muy rápidamente,
la conversación llegó al tema del velo islámico. Entonces una estudiante
intervino: una no musulmana como Fourest, heredera de una cultura opre-
siva, carecía de “legitimidad” para hablar de ese tema. Ella se defendió a
pesar de todo y trató de refutarla como pudo, en una atmósfera que se
parecía más a la de una escuela religiosa que a lo que debería poder espe-
rarse de una universidad. Al acabar el evento, varios profesores vinieron a
verla, con lágrimas en los ojos, para agradecerle que se hubiera atrevido a
afirmar cosas que ellos ya no tenían derecho a decir desde hacía tiempo,
con tal de evitar que una cábala los persiga hasta la exclusión. Los meca-
nismos de terror intelectual empleados por los fanáticos woke han puesto a
esos profesores en una situación en la cual no les queda más remedio que
callarse y aceptar el nuevo catequismo que está de moda. Pero, en el fondo,
lo hacen sin creer en él.

23
¿Será que Lenin o Stalin o Bujarin, o los demás creyeron alguna vez en
las cálidas declaraciones cordiales que hacían, con la mano en el corazón,
cuando intentaban seducir a grupos de dirigentes locales con el fin de im-
ponerles más fácilmente su dominación?

La cancel culture, inseparable de la promoción


de las minorías
Hay otro punto en el que veo vínculos entre la herencia soviética y lo que
ocurre en nuestros días en Estados Unidos y Europa: se trata de la rees-
critura de la historia que se realiza, entre otras cosas, en nombre del res-
peto por las minorías. Un fenómeno que generalmente recibe el nombre
de cancel culture. Los abundantes ejemplos de este fenómeno hacen que
me hunda en un abismo de perplejidad. En algunas universidades británi-
cas, algunos militantes luchan por que se retiren de los currículos a mu-
chos pensadores fundamentales, pretextando que son representantes de
un orden “blanco y patriarcal”. En Francia, se quiere borrar la herencia de
Colbert porque presidió la redacción del Code Noir (Código negro). Tam-
bién se muestran reacios a conmemorar a Napoleón a causa del papel que
desempeñó en el restablecimiento de la esclavitud en las colonias, siendo
que existen tantas otras razones de detestarlo. ¡En Rusia, por ejemplo, se
considera que fue casi igual que Hitler! En cualquier caso, la complejidad
de la historia desaparece a favor de una lectura binaria y simplista, escan-
dalosamente militante.

Para mí, es como si estuviera asistiendo por segunda vez a la gran farsa
que puso en escena la Unión Soviética. Es verdad que, en los peores mo-
mentos de la censura, la reescritura de la historia iba mucho más allá del
tema de las nacionalidades. Hubo un tiempo en que todas las infamias del
Partido eran borradas: acontecimientos, cifras reales, dirigentes caídos en
la desgracia, cualquier individuo que se alejara de la línea general. En las
horas más oscuras de la censura y de la vigilancia policial, la declaración
más inocua podía hacer de cualquier persona un individuo sospechoso,
un traidor. Un transeúnte, un vecino antipático, un pariente al que usted
le cayera mal, podría denunciarlo y enviarlo al gulag durante varios años.

24
Incluso los comunistas convencidos, militantes sinceros que se seguían co-
miendo el cuento, debían actuar con prudencia. Y la línea general no era
recta, ni mucho menos. En cualquier momento el Politburo podía dar un
vuelco y acabar con la carrera e incluso con la vida de quienes, de repente,
eran tildados de “desviacionistas”.

Aun así, cuando se habla de ese período, se olvida con demasiada frecuen-
cia el carácter identitario del revisionismo soviético. Si un escritor genial
como Pushkin o un compositor del calibre de Chaikovski fueron remo-
vidos de los programas escolares y de cualquier manifestación oficial a
comienzos de los años 20, fue porque eran representantes del “chauvinis-
mo de la gran potencia”. En cierto sentido, la discriminación positiva y las
purgas culturales son dos caras de la misma monera, miembros de una
dialéctica delirante que implica la necesidad de reescribir el pasado para
rehabilitar, supuestamente, a las víctimas y, más aun (sin que se entienda
por qué) incluir a sus descendientes.

La diferencia entre lo que pasa hoy en día en nuestras democracias y la


experiencia soviética, es que no se trataba de reivindicaciones por parte
de minorías activas sino de una política aplicada por un Estado obnubi-
lado por sus propios discursos sobre las nacionalidades. ¡Me estremezco
al pensar en lo que ocurriría si los más virulentos representantes del nuevo
pensamiento progresista llegaran a maniobrar las palancas del poder! Mi
intuición me hace creer que todo esto se traduciría en purgas permanentes
contra los “símbolos de dominación”, purgas realizadas, además, con el fin
de ocultar la ineficacia de las políticas implementadas. Por supuesto, las re-
cetas que imaginaron los bolcheviques para corregir los errores cometidos
anteriormente respecto a las nacionalidades resultaron prodigiosamente
ineficaces.

25
“¡Por la solidaridad de las mujeres del mundo entero!”
reza este afiche de 1973.

26
3. La verdad tras la fábula
de «la amistad entre los pueblos»
La tesis que defiendo en estas páginas puede resumirse en las palabras si-
guientes: la política de promoción de las nacionalidades en la Unión So-
viética creó las condiciones de un desastre a largo plazo, sembrando los
gérmenes de la división étnica en una sociedad en la que, de manera ge-
neral, esta no existía. Más tarde veremos el papel esencial que también de-
sempeñó en el colapso del país y la manera como sigue influyendo sobre
los Estados nacidos del bloque soviético.

Pero antes de llegar a esos fuegos artificiales finales, ese crepúsculo de los
dioses del marxismo-leninismo, me gustaría detenerme en los efectos de-
sastrosos que la política de reparaciones tuvo en la sociedad durante varias
décadas, fenómeno que se aparenta a un lento proceso de putrefacción. De
hecho, esos efectos sintieron desde que empezó a implementarse la kore-
nizatsiya. Desde los años 30, la política de reparaciones fue desviada de su
propósito inicial, dado que las nacionalidades tendían a reclamar cada vez
más puestos y subsidios.

La discriminación positiva, fábrica de víctimas


perpetuas
Se entiende que lo hayan hecho. Todo, en ese sistema de reparaciones, es-
taba pensado para mantener a quienes beneficiaban de él en un estado de
cómodo atraso. No me estoy inventado el término de atraso: lo encontra-
mos tal cual en los discursos oficiales de los jerarcas bolcheviques. En las
listas de nacionalidades establecidas (no sin cierta condescendencia con
tintes de racismo) por la burocracia central, se consideraba desde un prin-
cipio que algunas de vivían en situación de “atraso”. No me refiero a Ucrania
o a Bielorrusia, donde la tasa de alfabetización era relativamente alta para
la época, sino a los territorios orientales del antiguo Imperio zarista. Para
nuestros demiurgos modernizadores, el atraso cultural debía corregido
cuanto antes, aunque esto significara que el Estado central pagara por ello.

27
Para lograrlo, se creó un fondo de varios millones de rublos a mediados de
los años 20. En muy poco tiempo, ese fondo se transformó en un frasco de
mermelada del que se servían libremente las élites locales, que entendieron
desde un principio que les convenía exagerar el subdesarrollo de su propia
nación, para beneficiar de créditos extra. Se producían entonces escenas,
tan grotescas como desoladoras, en las que los dirigentes locales, durante
una visita a la capital, rivalizaban en miserabilismo para ver quién les saca-
ba más subsidios a los burócratas moscovitas, conmovidos por tanto atra-
so. Así, es posible afirmar que el primer efecto perverso de la korenizatsiya
fue el encerrar a los habitantes de las periferias en la categoría de eternos
mantenidos, primero a nivel administrativo, luego en el plano simbólico y,
por fin, podemos suponer, sicológico.

A estas alturas, me parece necesario precisar lo que pienso de las llamadas


“minorías”. No niego que existan discriminaciones. No niego las dificul-
tades que uno puede encontrar cuando ha nacido en un medio particular,
con padres sin mucha educación, medios económicos limitados, en un en-
torno en que, cada día, le hacen entender, con todo tipo de vejaciones, que
está de más o que es diferente. Sin embargo, pienso simplemente (y ese es
el desacuerdo que tengo con los partidarios de la discriminación positiva)
que existen otros medios de salir de esa situación. Medios relacionados
con la educación, el mérito, la voluntad, el rechazo a dejarse encerrar en
categorías. Pienso que la asignación identitaria, aunque esté motivada por
motivos eminentemente generosos, es algo malo tanto para la sociedad
como para los mismos individuos.

Para existir en la escena mediática, ahora resulta que invocar su estatus de


víctima es una muestra de urbanidad. A veces, al leer el periódico, me pa-
rece que el mundo se reduce a una competencia entre historias lastimeras.
Y claro que tampoco niego la existencia de dramas, traumas o dificultades
personales. Lo que pasa es que no me resuelvo a que esa competencia se
vuelva un modo de regular las relaciones sociales o, peor, un objetivo de
vida para los individuos. Habría que acudir a las luces de la sicología para
saber qué efectos tiene el pensarse como víctima durante toda una vida…
Mi intuición es que eso no hace más que acentuar la envidia, la frustración
y el resentimiento, pasiones que, en nuestras democracias, se ven excesiva-

28
“¡Viva la revolución mundial de octubre!” - reza este afiche de 1933.

29
mente representadas, hasta tal punto que conducen a millones de electores
entre los brazos de líderes autoritarios, quienes prometen acabar con esa
histerización de las relaciones sociales, manipulando así el más temible de
los resentimientos: “El de la mayoría silenciosa.”

Pero ¿quizás la incomodidad sicológica que nace de ese estatuto de víctima


se ve anulado, en ciertos casos, por los beneficios que procura? Cometería un
error al abordar la cuestión de las minorías reduciéndola al campo de las
ideas puras. La mentalidad de sus defensores, como todo ser humano, es a
la vez idealista y calculadora. Po supuesto, detrás de todo eso puede haber
una tremenda dosis de hipocresía, como en el caso de una de las fundado-
ras de Black Lives Matter, que ahora posee una casa de un millón y medio
de dólares en un barrio blanco de Los Ángeles. Pero la mayoría de los mili-
tantes que adoptaron esa causa lo hicieron probablemente con sinceridad.
Lo cual no les impide pensar también en su carrera. No es un secreto para
nadie que la defensa de los “oprimidos”, a nivel étnico, de género, de peso
o de condición física, sirve hoy en día de recurso mediático y material a
cientos de empresarios identitarios (fórmula que, personalmente, me en-
canta, porque expresa claramente que el mundo de las ideas es un mercado
como cualquier otro). Incluso cuando no se es un militante empedernido
siempre es posible sacarle ganancias a la identidad. Miles de empresas se
han convertido al discurso progresista sobre las minorías que, se supone,
habría que “visibilizar”. Eso no deja de tener complicaciones. Hace algunos
años, en Australia, se tomaron medidas para reforzar el número de mujeres
en las brigadas de bomberos. Los sindicatos protestaron, pues eso podía
representar un riesgo en materia de seguridad, al tiempo que varias bom-
beras declararon que se rehusaban a recibir un trato distinto al de sus cole-
gas hombres. En sentido inverso, dado que los seres humanos son como
son, ¿cómo dejar de imaginar que esa reivindicación les sirva a “algunes”
para solicitar un acenso, aunque esto signifique sacar de la competencia a
colegas con mayor mérito, deslegitimándolos, si es necesario, con acusa-
ciones con mayor o menor fundamento? Para alguien como yo, alguien
que creció en un país donde el poder era inseparable de la ideología, no
sería para nada sorprendente. Simplemente, el signo inquietante de que
estamos echando para atrás.

30
Cuando la discriminación positiva siembra la
discordia entre “hermanos”
Ese largo desarrollo podría dar la impresión de que yo también he caído en
la frustración y el resentimiento. ¡Les aseguro que no es así! Sin embargo,
hubo gente que reaccionó de manera muy hostil a la política de repara-
ciones que implementaron los bolcheviques a comienzos de los años 20:
me refiero a los rusos que vivían en los territorios periféricos y también a
los judíos.

En los territorios orientales, esos dos grupos eran a la vez los que contaban
con la mejor educación y los que, proporcionalmente, más apoyaban los
ideales de los bolcheviques. Los autóctonos, en cambio, siempre se mos-
traron neutros, en el mejor de los casos. Al darse cuenta de las vejaciones
que les imponía la korenizatsiya, los rusos “étnicos” sintieron una decep-
ción que podía compararse a la traición, sobre todo entre quienes habían
combatido junto a los Rojos durante la Guerra civil. En cuanto a los judíos,
las cuotas al fin y al cabo tuvieron el efecto contrario de lo que se había
esperado: acabaron limitando el acceso de ciertas minorías a posiciones y
puestos codiciados. Una situación que nos recuerda, salvando las diferen-
cias, la viva oposición de los estudiantes asiáticos a las cuotas universitarias
a favor de estudiantes negros y latinos.

Para entender las proporciones de dicha frustración, hay que leer las cartas
furiosas que varios colegas les hicieron llegar a sus superiores políticos.
Fue lo que hizo Terry Martin, una de las fuentes más útiles para estudiar
esta cuestión. En 1928, un grupo de trabajadores le escribía al Despacho de
Asia central para quejarse de las cuotas en el sector industrial: “En todas
las repúblicas, se introdujo su alfabeto y su lengua. Eso hace que surjan
las preguntas siguientes: ¿Qué lugar les queda a los rusos? ¿Dónde van a
encontrar empleo? Con la implementación de la “uzbequización”, no queda
duda que los rusos serán remplazados por los uzbecos. Es un hecho. Vemos
aumentar el descontento entre los empleados y los trabajadores despedidos
masivamente por causa de la korenizatsya. Pareciera que nuestro gobierno
considerara que el lugar de los rusos está en Rusia, sea cual sea su opinión
al respecto. Por culpa de la korenizatsya y la uzbequización los rusos se

31
verán obligados a huir a Rusia. En boca de algunos uzbecos ya se empieza
a oír: ‘este país nos pertenece a nosotros, no a ustedes’.”

¡El gran remplazo de la población por los uzbecos! He ahí el tipo de fan-
tasías delirantes que la discriminación positiva les inspiró a quienes se
veían injustamente marginados por la política de cuotas. Esa carta no es
un caso aislado. Hay miles del mismo jaez, provenientes de ciudadanos
con suficiente valor (o inconsciencia) para poner en tela de juicio el dis-
curso oficial. Se entiende que tales palabras hayan podido incomodar a los
responsables de la propaganda, que afirmaban que todo era perfecto en el
Paraíso de los Trabajadores.

Otro documento recogido por Terry Martin también hace reflexionar.


Se trata de una carta escrita por un obrero de Tashkent, también en Uz-
bekistán. El hombre se queja de que “no encuentra trabajo” porque “se lo
dan a las poblaciones indígenas, a los uzbecos, mientras que nuestros her-
manos europeos mueren en la indiferencia.” Lo que más lo enfurece es no
encontrar trabajo no porque sus capacidades sean insuficientes sino por su
nacimiento. O, más exactamente, por el hecho de que a otros, para tener
éxito, les bastara con el simple hecho de nacer. Son los mismos agravios
que le endilgan los revolucionarios igualitaristas a la vieja aristocracia he-
reditaria… La historia, hay que aceptarlo, no nos cuenta si nuestro obrero
sentía cierta condescendencia, por no decir algo de xenofobia, hacia sus
hermanos uzbecos. Pero incluso si hacemos a un lado ese debate, que está
a la altura del que habla de la gallina y del huevo, es posible afirmar lo si-
guiente: al implementar un sistema de reparaciones que debía restablecer
la justicia y la concordia entre las nacionalidades, los bolcheviques termi-
naron alimentando la desconfianza o incluso la hostilidad entre ellas.

Aquí nos topamos con una configuración que ya habíamos esbozado antes,
el aumento del resentimiento entre diferentes identidades a medida que el
tema aparece entre las prioridades de un programa político. Resulta una
vez más imposible no establecer un paralelo con lo que ocurrió en Estados
Unidos cuando se instauró la discriminación positiva. Algunos especia-
listas de la cultura americana afirman que esa serie de medidas destina-
das a los negros provocó entre los estadounidenses blancos un poderoso
backlash que los republicanos aprovecharon para presentarse como los

32
defensores de una mayoría “despojada injustamente”. Ronald Reagan supo
sacarle provecho a ese fenómeno, como también, pero de manera más
rimbombante, Donald Trump, difundiendo inquietud y malestar cultural
entre los votantes WASP. Algunos afirman incluso que el rechazo del Esta-
do redistribuidor a la europea en Estados Unidos se debe a que la mayoría
blanca se rehúsa a que los negros recojan los frutos de esa división. En rea-
lidad, las cosas son sin duda más complicadas, pero es cierto que algunos
demagogos manipularon esos temores, haciendo alusión en sus discursos
a la welfare queen, palabra que para ciertos votantes designa espontánea-
mente y sin ambigüedad a una mujer negra con muchos hijos que vive de
subsidios… Un ejemplo más de la manera como medidas a primera vista
generosas terminan consolidando la desconfianza y el uso de estereotipos.
Cuando la situación lleva a que todos los negros o todos los latinos sean
tratados así porque pertenecen a esa categoría, no hay que sorprenderse de
la abundancia de discursos que los acusen de ser “todos iguales”.

Sea como fuere, tanto en la URSS del Tío Pepe (Stalin, Comisario de Na-
cionalidades, no lo olvidemos), como en casa del Tío Sam, las mismas cau-
sas producen los mismos efectos: si usted establece un sistema rígido que
acaba expulsando individuos con base a un criterio asociado al nacimiento,
el resultado será necesariamente el resentimiento entre las categorías que
han sido reducidas a su identidad. La diferencia con los Estados Unidos
de Trump es que los Soviéticos no tenían el derecho de hablar, mucho me-
nos el de participar en elecciones libres. Así que, en mi país de origen, ese
resentimiento se hizo silencioso, subterráneo, terminó irrigando a toda la
sociedad a medida que el poder multiplicaba los discursos apaciguadores
sobre “la amistad de los pueblos.”

La discriminación positiva, instrumento de


purga
Otro efecto perverso que me gustaría resaltar antes de llegar al desenlace
trágico de esta historia, es el riesgo que se corre por causa de una asigna-
ción étnica cuando el poder decide volverse contra las minorías que se
encargó de promover.

33
En un principio, la korenizatsiya sirvió de instrumento de propaganda para
el exterior. Al mostrarles a las minorías de los países vecinos, los ucra-
nianos segregados en Polonia, los coreanos dominados por los japoneses,
los uigures en China, los azeríes de Irán, el buen trato que sus “hermanos”
recibían en la nueva Unión Soviética, el régimen, gracias a su mesianismo
revolucionario, contaba con publicidad a bajo costo entre varias pobla-
ciones en el exterior.

Todo cambió a mediados de los años 30. Stalin, cada vez más paranoico,
empezó a purgar a lo loco. Y cuando el triunfo de Hitler empezó a oscure-
cer el panorama, algunos pueblos, testigos de la magnanimidad soviéti-
ca, se hicieron sospechosos de golpe. Entonces las cuotas implementadas
en los años 20 sirvieron como base para la represión de los grupos étni-
cos acusados de deslealtad. Así ocurrió con los polacos, los alemanes, los
coreanos e incluso los judíos, acusados durante la Gran Guerra Patria de
tener vínculos de connivencia con sus “compatriotas” extranjeros.

Así es como la política de esencialización, que sirvió de palanca para el as-


censo de minorías, puede volcarse contra esas mismas cuando el régimen
lo decide. Esto puede dar que pensar a mis amigos europeos que quieren
introducir estadísticas étnicas en la vida pública, supuestamente para eva-
luar de manera correcta la situación de los oprimidos y poder “corregirla”
de manera adecuada. ¿Quién sabe que hará con un dispositivo de esos un
gobierno que tenga en mente ajustar cuentas con alguna de esas minorías?

La autocensura y la hipocresía
al final del camino
Más arriba expliqué hasta qué punto la cancel culture, que cuenta con una
vertiente identitaria, logró instaurar rápidamente una atmósfera de terror
entre la población. Fue tan así que, para evitar disgustos, la mejor solución
era quedarse callado. Cuando la población empezó a entender lo que era
realmente ese paraíso comunista, la autocensura se convirtió en la mejor
defensa contra la intromisión de la política en la vida privada.

34
A veces me da la impresión de volver a percibir esa atmósfera, claro está, de
manera menos opresiva, cuando veo cómo el uso libre de la palabra puede
terminar en verdaderas persecuciones. Pero esta vez la amenaza no viene
del Estado, sino de la vigilancia que ejercen en el espacio público los Guar-
dianes Vigilantes del Pensamiento Justo. Pienso por supuesto en internet,
que se ha transformado en el espacio ineludible, para bien o para mal. Un
espacio en el que cualquier persona corre el riesgo de que sus palabras
sean atacadas por una turba enfurecida, mutiladas, sacadas de contexto,
o inventadas sencillamente por medio de deepfakes y otras tecnologías de
falsificación. Por eso cuando oigo a periodistas y académicos brillantes,
sinceros y razonables declarar que prefieren renunciar a expresarse en
público, en vez de poner un pie en esa arena y sus bestias, recuerdo con
terror el mundo de mi juventud y me digo que la alianza entre la ideología
y la tecnología en las sociedades abiertas bien podría llegar a resultados
similares.

La exigencia de que el ciudadano tuviera un “pensamiento adecuado”, lo


repito, no se refería únicamente al problema de las nacionalidades. Sin
embargo, como todo lo demás, esta cuestión estaba sometida a una im-
placable censura, de modo que los autores de las cartas que citamos antes
seguramente tuvieron contadas ocasiones de expresar su desesperación en
público.

Con el paso del tiempo, el malestar que provocaba la discriminación po-


sitiva acabó desbocando en el río silencioso de las ilusiones perdidas del co-
munismo. A mediados de los años 30, los mismísimos dirigentes, empezando
por Stalin, que había pasado del Despacho de Nacionalidades a dominar
totalmente a los pueblos de la Unión, empezaron a matizar, en sus enarde-
cidos discursos, la necesidad de rectificar el atraso de las masas. La guerra
con Alemania era una amenaza más urgente. Había que movilizar a los
soviéticos entorno a un proyecto común. Una ideología como la korenizat-
siya, que promovía la división, no podía desempeñar ese papel. Tampoco lo
podía el marxismo-leninismo, que niega la realidad de los conflictos entre
naciones. Lo único que les quedaba era rehabilitar el buen nacionalismo
imperial ruso de antaño. A eso se dedicó Stalin, que tenía un verdadero
don para la propaganda. De golpe, se autorizaba, e incluso se recomendaba

35
invocar a cada rato la gloria de la Rusia eterna. ¿Acaso las tropas alemanas
que estaban a punto de invadir el país no eran herederas de los caballeros
teutónicos que Alexander Nevski había derrotado en el siglo 13? No es una
coincidencia que Eisenstein haya puesto en escena la epopeya de este héroe
en una película estrenada en 1938, tal como lo solicitó deliberadamente el
Kremlin.

Tras la muerte de Stalin, la represión disminuyó. En cierto modo, el pue-


blo pudo volver a respirar. El riesgo de que una persona fuera eliminada
físicamente se redujo, aunque aún fuera posible que la “borraran” simbóli-
camente si llegaba a pronunciar algún comentario descuidado en contra
del régimen. Escritores como Boris Pasternak y Joseph Brodsky pagaron
el precio: las obras del primero fueron censuradas y el segundo tuvo que
exilarse, una mejor opción que el gulag. Aunque fuera obvio que comunis-
mo había fracasado, la ideología seguía funcionando sin que nadie creyera
en ella. Se había transformado en una “forma sin contenido” para retomar
el término del antropólogo Alexei Yurchak. La amistad entre los pueblos,
otra más entre las mentiras oficiales, se transformó con el tiempo en un
“mantra sin sentido”, una fórmula repetida de manera mecánica, con una
mueca de sonrisa. Fuera de los desfiles esplendorosos y las grandes decla-
raciones oficiales sobre el folclor de los pueblos, no quedaba gran cosa, en
mi juventud, de la retórica multicultural de los años 20.

Y aquí, una vez más, me veo obligado a establecer un paralelo con la épo-
ca contemporánea. Cuando veo el éxito mediático de que goza en Francia
la expresión “vivre ensemble” (convivencia), aun cuando el país no deja
de mostrar signos de tensión, me pregunto si esa fórmula no equivale a
la amistad de los pueblos de mi infancia: palabras mágicas pronunciadas
en televisión con la esperanza de que oculten la triste realidad de un país
en el que cada persona parece atrincherarse en los muros de su diminuta
comunidad.

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Este afiche de 1957 muestra un grupo multicultural explorando los sitios turísticos de Moscú.

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4. Cuando estalla
la olla a presión identitaria
Vladmir Putin dijo algún día que la caída de la URSS fue la “mayor catás-
trofe geopolítica del siglo 20”. Desde entonces, ha reafirmado con frecuen-
cia esa posición, agregando que, si pudiera cambiar la historia, haría todo
lo posible por impedir que ocurriera. Muchos comentadores (sobre todo
entre los representantes del que en otro tiempo llamaban el “campo oc-
cidental”) vieron en esas declaraciones la expresión de una nostalgia de
la grandeza, del imperialismo expansionista que el actual residente del
Kremlin emplearía con sus vecinos. Sea cual sea la opinión que uno tenga
de Putin y de su política, sólo quien no haya vivido esa historia de cerca
puede negar la lucidez de esas afirmaciones. Yo las entiendo; es más, com-
parto su opinión. Fruto de pésimas negociaciones, la fragmentación repen-
tina e inesperada de una estructura de más de setenta años que, gracias a
los ardides de la ideología, ejerció influencia y fascinación sobre la mitad
de la humanidad, fue una tragedia para millones de personas. Una tragedia
que sigue teniendo efectos en el momento en que yo escribo estas líneas.

Hoy es fácil afirmar que ese derrumbe era ineluctable. Muchos se jactan de
haberlo previsto, aduciendo la demografía, el estado catastrófico de la eco-
nomía, la extenuación general de un sistema que se estaba quedando sin
aliento. La verdad es que las cosas hubieran podido continuar de la misma
manera durante mucho tiempo, en ese estado de estagnación grisosa en el
que el impulso revolucionario que habían inspirado los bolcheviques por
la fuerza había sido remplazado por la mentira, la hipocresía, la incompe-
tencia generalizada. Los nostálgicos le endilgan a Gorbachov la responsa-
bilidad de ese fracaso. Dicen que, al querer que entrara algo de aire fresco
en esa vieja casa, provocó una tempestad que hizo que todo el edificio se
viniera abajo. Sea como fuere, queda claro que equivocó al medir el poder
del discurso nacionalista, que desempeñó un papel decisivo en esa debacle.
¿Y cómo no equivocarse? ¿No se suponía que todos los pueblos de la Unión
eran amigos?

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La venganza de las nacionalidades
es un plato que se sirve frío
La experiencia que llevó a cabo Gorbachov se resume generalmente con
dos palabras: glasnost (transparencia) y perestroika (reconstrucción), o sea
un intento por liberalizar la sociedad soviética, al tiempo que se controla,
mal que bien, ese proceso de apertura. No entraré aquí en los detalles de
una política que, en mi caso, fue más bien favorable, ya que me permi-
tió lanzar mis primeras iniciativas como emprendedor. Ateniéndonos a la
gran historia, podremos decir lo siguiente: las cosas terminaron saliéndose
de las manos de su iniciador.

Intentemos resumir hasta donde sea posible ese puñado de años en que
todo dio un vuelco. Cuando Gorbachov se da cuenta, en 1988, que tiene
que despojar al Partido de su poder absoluto si quiere alcanzar sus obje-
tivos, la iniciativa es percibida como un signo de debilidad por parte del
centro. Las élites locales de las periferias, sedientas de poder, se dedican a
jugarse la carta separatista, dejándose llevar por una parte de la población
entusiasmada por la perspectiva de poder independizarse. Resulta que,
en ese momento, aparecieron los primeros signos de secesionismo en las
regiones bálticas, luego en el Cáucaso. El movimiento se va extendiendo
poco a poco a lo largo del año 88, como una repetición de la Primavera de
los Pueblos a la escala de la Unión Soviética, que está a punto de perder el
control de sus países satélites (Polonia, Hungría, Alemania…). En Georgia,
en Moldavia, en Bielorrusia, en Ucrania, la gente sale a las calles para recla-
mar democracia e independencia. Frente a esas manifestaciones que, en el
caso del Cáucaso, terminan en violencia, Moscú reacciona de forma débil e
indecisa. El camarada Gorbachov parecía perdido, desubicado, como si la
situación fuera demasiado para él. En su entorno, nadie parece haber pre-
visto ese resultado: oficialmente, se pensaba que el problema de las nacio-
nalidades había quedado solucionado tiempo atrás. Entonces Gorbachov,
como puede, trata de dar garantías y de salvar lo que pueda salvarse. Y
de tanto soltar lastre termina propiciando la ascensión de reformadores
que, con frecuencia, se confunden con nacionalistas étnicos. Las elecciones
libres, organizadas en 1990, llevan al poder, mayoritariamente, a par-
tidos independentistas. De ese período confuso nos quedan imágenes de

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cadenas humanas que atraviesan países enteros, de Boris Yeltsin trepado en
un tanque dictando arengas ante las masas moscovitas. El 26 de diciembre
de 1991 marca el fin oficial de la URSS, con el reconocimiento de la sece-
sión, ocurrida pocos meses atrás, de las antiguas repúblicas soviéticas. Así
pues, la obra de Lenin se desploma por los asaltos de los burócratas, con
un simple sufragio, acarreada por las fuerzas que había creído encauzar en
beneficio de su Revolución.

Al fin y al cabo, todo pasó muy rápido, con la presteza de los dominós que
se van desplomando uno tras otro. Cuando las antiguas repúblicas sovié-
ticas se independizan, es como si las tijeras de la historia hubieran corta-
do un patrón que ya estaba indicado por una línea punteada. Un analista
del KGB, Nikolái Leónov, se sirvió de otra metáfora: la de una tableta de
chocolate. Una tableta que estaba lista a ser dividida según las líneas fron-
terizas que los bolcheviques mismos habían creado. En el momento en que
las periferias empezaron a reclamar su “liberación”, empezó a quedar claro
el carácter contingente de la demarcación que existía entre las distintas
entidades de la Unión. Además de las circunstancias de la Guerra civil,
no existía aún razón objetiva de que Ucrania fuera una república mien-
tras que Baskortostán se integraba a la República socialista federativa de
Rusia. Tampoco había razón, aparte de las circunstancias de la anexión
de 1940, de que la pequeña Estonia gozara del estatus de república y no
Tartaristán, con su vasta geografía y su densa población. La falta de lógica
de esa división geográfica dio lugar a un sentimiento creciente de injusticia
entre los distintos grupos étnicos, pues todos querían que su especificidad
fuera reconocida. Y, como en el lenguaje nacionalista, esa especificidad se
traduce en términos de independencia y soberanía, se daban fácilmente las
condiciones para que hubiera interminables querellas territoriales. “Corre-
gir” los errores históricos cometidos por los geógrafos aficionados de los
bolcheviques se convirtió en el deporte favorito de los líderes de la región,
dopados de nacionalismo. Un deporte que, desafortunadamente, sigue
practicándose con fuego real sobre los escombros de la URSS.

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La fragmentación sin fin
Osetia, Georgia, Armenia, Chechenia, Transnistria, la cuenca del Donets:
esas palabras, de actualidad en los últimos treinta años, figuraron alguna
vez en los archivos de los burócratas encargados de dividir la unión sovié-
tica en función, sobre todo, de criterios étnicos. Un proceder con graves
consecuencias. La historia lo ha dejado bastante claro: al crear pueblos de
la nada o conjuntos humanos a partir de bases tenues, se corre el riesgo
de exponerse, más tarde, a impugnaciones, protestas, conflictos o incluso
masacres, como pasó en Ruanda. Si bien las querellas en las antiguas peri-
ferias soviéticas nunca han terminado en tamaña tragedia, la persistencia
de conflictos de difícil solución sólo puede suscitar, para bien o para mal,
nostalgias imperiales entre algunos de ellos.

Tomemos dos ejemplos entre los casos más candentes de la actualidad. No


para tomar posición sino, solamente, para ilustrar los efectos a largo plazo
de una política de asignación de identidad con bases tendenciosas. El pri-
mero es el Alto Karabaj, territorio poblado en su gran mayoría por arme-
nios que, debido a las circunstancias históricas de la colonización rusa, fue
incluido en la antigua República Socialista Soviética de Azerbaiyán. Desde
1987, los nacionalistas locales sublevaron a la población para exigir que ese
oblast autónomo fuera anexado a Armenia. Fue el comienzo de los “distur-
bios” que sorprendieron por su virulencia a Gorbachov. La desintegración
de la URSS no hizo más que agravar la situación, hasta llegar al episodio
sangriento de 2020, que no resuelve el problema en lo más mínimo. Este
ejemplo bastaría para defender la posición que intento explicar desde el
principio. En este caso, estamos claramente ante dos entidades heterogé-
neas que se rehúsan a vivir en el mismo país. Con esto se demuestra al me-
nos una cosa: que lo único que lograron los administradores soviéticos fue
crear identidades de la nada, sin preocuparse por los indicadores históricos
o culturales preexistentes. El problema, en esta situación, es la organiza-
ción político-administrativa que implementaron, pues resulta obvio que
no está adaptada a las realidades a la realidad sobre el terreno.

En el caso de Ucrania, un estado cuyas fronteras nunca correspondieron a


lo que puede llamarse una realidad nacional, la imposibilidad de encontrar

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una solución que respete la integridad de las dos comunidades principales
que en ella cohabitan (los ucranianos y los rusos “étnicos”, para ser breves),
se explica, como ocurre con frecuencia, por el peso desmesurado de las
querellas del pasado. Para que la calma vuelva al país, se podría pensar
en una solución como la de Canadá o la de Bélgica. No es la idea que yo
defiendo, pero digamos que es una opción. El problema es que los nacio-
nalistas ucranianos están tan firmemente apegados a su excepcionalidad,
que enarbolan desde el siglo 19 y quedó definitivamente grabado en los
corazones gracias a la korenizatsiya, que es imposible que acepten un punto
de vista como ese. Es cierto que la población rusoparlante tampoco contri-
buye a restaurar una atmósfera de serenidad, porque anda escondiéndose
detrás de las soluciones militares apoyadas por Moscú… Es un ejemplo
más del aumento del extremismo que, cuando se trata de cuestiones de
identidad, siempre excluye cualquier solución basada en concesiones y té-
rminos medios.

Existe una tesis de amplia difusión con respecto a esos conflictos que siguen
echándoles veneno a los países en los que otrora dominaba la ideología co-
munista: si dicha ideología desaparece, otra surge necesariamente o, más
bien, vuelve a surgir, como un río subterráneo mal disimulado por una
placa de cemento: el nacionalismo. Se ha empleado esa teoría para explicar
los conflictos armados que surgieron tras la disolución de la URSS, como
los que, en los años, derramaron tanta sangre en los países que formaban
parte de Yugoslavia. Yo no estoy de acuerdo con esa teoría, al menos no en
el caso soviético. Espero que lector que me haya honrado con su atención
hasta este punto, también haya entendido este punto: en vez de atenuar las
divisiones identitarias, la estrategia que llevaron a cabo los bolcheviques en
las periferias no hizo más que exacerbar esas tensiones. La política de na-
cionalidades difundió entre la población el veneno lento del esencialismo.
Generaciones enteras se expusieron a él, cada ciudadano recibió un indi-
cador biológico inalienable inscrito en su pasaporte, o peor: en su mente.
Esa política terminó “naturalizando”, entre millones de personas, líneas de
fractura que sólo existían en la mente de las élites locales que habían creci-
do con los discursos nacionalistas del siglo 19.

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5. Ayer y hoy: la discriminación
positiva, pasaporte para
interminables conflictos
identitarios
Hemos llegado al final de este largo recorrido histórico tras la pista de la
política identitaria al estilo soviético. Espero que los lectores poco fami-
liarizados con Rusia no se hayan perdido con tanta referencia exótica. En
cuanto a los que conocen perfectamente esa historia, les ruego me per-
donen por las aproximaciones voluntarias que contiene este texto: recurrí
a aproximaciones con el fin de ser más convincente.

Me parece que esa historia contiene lecciones útiles, en un momento en


que un movimiento ideológico muy difundido entre los jóvenes exige que
se corrijan las situaciones de desigualdad, tomando como fundamento las
identidades. En Estados Unidos, ese movimiento contribuyó a polarizar la
sociedad con base a la noción de raza, hasta tal punto que el país está casi
partido en dos. También empieza a infiltrarse en Europa, fruto de la alianza
entre universitarios dopados de cultural studies, movimientos indigenistas
y fracciones perdidas de la antigua izquierda marxista. Esa alianza está de-
terminada a arremeter contra el viejo software humanista y universalista.
Resulta interesante (o trágico) que ese movimiento surja en un momento
en que las sociedades europeas, traumatizadas por la experiencia del siglo
20, pensaban haberse desembarazado de la noción de raza.

Hace poco oí a uno de los defensores de la cultura woke en Estados Unidos


afirmar que el verdadero peligro, en su opinión, no era el auge de la nue-
va derecha identitaria sino el universalismo humanista. El humanismo, he
ahí el enemigo: un tonada que también cantaban los progresistas del siglo
pasado. Por romanticismo o por ingenuidad, parte de los nuevos progre-
sistas se sitúan, en sus luchas, en la continuidad de los combates maoístas o
trotskistas de los años 70. Siguen actuando y reflexionando con los mismos
reflejos que la extrema izquierda de la época, a pesar del colapso del comu-
nismo. En lo que a la “cuestión racial” se refiere, piensan resistir a un orden
inicuo, al tiempo que defienden las soluciones que implementó uno de los

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Este afiche soviético des années 1970 dice: “Que viva la URSS,
modelo de amistad de los trabajadores de todas las nacionalidades”.

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peores Estados totalitarios del siglo 20. Por supuesto, ellos nunca aceptarán
ese tipo de comparación ¡mucho menos de parte de un viejo macho blanco
capitalista como yo!

Ya veo venir las críticas. Cuando usted establece un paralelo entre la ex-
periencia soviética y la discriminación positiva en las democracias occi-
dentales, está comparando lo incomparable. Eso equivale a chantajear a la
Historia, olvidando la especificidad del presente, como la gente que habla
de un regreso a los años treinta con temblorosa indignación en la voz. Es-
toy de acuerdo. No se trata de situaciones idénticas. Ni Estados Unidos, ni
Europa viven hoy día bajo la amenaza de un totalitarismo racialista. Pero
existen esquemas, invariantes, una lógica típica de ese pensamiento que
exige que todo lo esté asociado con la discriminación positiva tenga que
tratarse con la mayor de las desconfianzas, porque esa política, dondequie-
ra que ha sido implementada, produjo resultados dudosos, en el mejor de
los casos y nefastos en el peor. Esto lo entendió muy bien el economista
estadounidense Thomas Sowell.

Que Sowell siga siendo un desconocido en Europa se debe en parte a su


pedigrí académico. Como pertenece a la escuela de Chicago y reconoce lo
que le debe a Milton Friedman, hay una doxa de izquierda que lo catalogó
apresuradamente entre los peligrosos ultraliberales, un potencial cómplice
de los crímenes de Pinochet. Es necesario ir más allá de esa caricatura y
adentrarnos en su obra, en particular su crítica de la affirmative action.
A pesar de ser afroamericano, siempre ha denunciado las políticas pen-
sadas para una “comunidad” con la que nunca se identificó. Su crítica de
la discriminación positiva no sólo se nutre de la experiencia de Estados
Unidos, sino también de veinte años de investigaciones sobre países en los
que se implementaron sistemas preferenciales por pertenencia a grupos:
India, Indonesia, Sri Lanka, Malasia, Nigeria, Canadá… En todos esos lu-
gares pudo comprobar la existencia de los mismos efectos desastrosos. El
desánimo que lleva a los estudiantes a esforzarse menos, entre los “discri-
minados” pero también en el grupo mayoritario, dado que la suerte está
echada desde un principio. La falta de vínculos o incluso la hostilidad que
separa a los estudiantes que reciben cuotas y los demás alumnos. La violen-
cia que, a veces, sanciona situaciones que pueden parecer absolutamente

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injustas. Así es como en India, la cuestión de las cuotas reservadas a los
intocables en las escuelas de medicina sirvió como carburante para las ma-
nifestaciones que acabaron con la vida de varias decenas de personas a
mediados de los 80. Al mismo tiempo, quedó claro que menos de 5% de
los puestos reservados a los intocables terminaban siendo ocupados… Sin
llegar a esos extremos, podemos mencionar esa forma de violencia que
consiste en mantener al otro en su estado de supuesta inferioridad. En Es-
tados Unidos, el economista Glenn Loury, que muchos profetas woke acu-
san de haber “traicionado a su campo”, porque es de piel negra, arremetió
recientemente contra las intenciones del alcalde de Nueva York, que quería
suspender los concursos de admisión a los liceos de excelencia pretextan-
do que los negros estaban infrarrepresentados entre los estudiantes. Según
Loury, eso equivaldría a decirles que no pueden rivalizar con los otros, que
nunca podrán estar a la altura de los más altos niveles de excelencia.

Ineficacia, efectos sicológicos desastrosos, hostilidad entre los diferentes


grupos, violencia más o menos larvada: el veredicto de Sowell es inapelable
a la hora de medir las consecuencias de la discriminación positiva. Pero lo
más peligroso, en mi opinión, es la manera como esas medidas, presenta-
das como transitorias, terminan imponiéndose en la práctica y en el ima-
ginario. El punto común entre todas las situaciones que describe Sowell,
es que fueron implementadas por un periodo restringido, con la idea de
“reajustar un retraso” que “compensara” justicias históricas, hasta alcanzar,
supuestamente, un óptimo igualitario entre las comunidades. Pero eso, por
supuesto, no sucede nunca, principalmente porque los individuos nacidos
en culturas en las que se valoran el trabajo y el mérito obtienen mejores
resultados en algunos campos. Además, como todo lo provisional, esas
políticas terminan eternizándose, difundiendo en las sociedades el veneno
del resentimiento. Eso lo aprendí de la experiencia soviética. En vez de
reducir las diferencias, la discriminación positiva las acentúa, las hace aun
más visibles. Con ella se mantiene una atmósfera de victimización per-
manente y de rivalidad mimética, pues niega que los individuos tengan la
capacidad de sobrepasar su condición de nacimiento. Promover las iden-
tidades minoritarias, supuestamente oprimidas, termina siendo lo mismo
que instaurar sociedades estratificadas, en las que nunca se está muy lejos
de la organización por castas u órdenes. Incluso cuando están estratificadas

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en apariencia, en esas sociedades siguen funcionando poderosos impulsos
centrífugos. En el peor de los casos, esto puede llevar al separatismo e in-
cluso a la guerra.

Yo no me cansaré nunca de defender la idea opuesta, es decir la merito-


cracia. La recompensa justa de los mejor dotados, de los más brillantes, los
más voluntariosos, en el marco de una sociedad abierta. Quizá creo en ello
porque esa preferencia ética justifica mi propio recorrido. Nietzsche decía
que los hombres tienden a adoptar las opciones filosóficas que justifican su
propia biografía. Quizás… Pero la verdad es que yo ya lo creía en la época
en que intentaba abrirme camino en un orden en descomposición, instau-
rado por una ideología exhausta, que a duras penas seguía avanzando con
el impulso de reflejos atávicos, como un pato decapitado.

Pasaron los años. La URSS se vino abajo. Los azares de la vida hicieron
que yo ahora viva en Francia. Pero nunca podré borrar de mi corazón la
herida que abrió en mí la explosión del mundo en que crecí. La URSS tenía
muchos defectos, por decirlo suavemente. Pero las cosas habrían podido
tomar otro camino. En algún momento pensé que una transición pacífica
era posible en ese antiguo Imperio ruso. Como muchos otros, no me di
cuenta del poder del discurso identitario. El mal que puede sembrar entre
los hombres. Hoy me percato del resurgimiento de esos mismos esquemas,
de los mismos errores que contribuyeron a que se instalara el caos. Me
gustaría creer que Europa, que Francia, el país que tanto amo, son inmunes
a esos discursos portadores de división. Pero a veces dudo y me da miedo.

Cuando me pongo a observar a Francia, el estado de sus debates intelec-


tuales, me doy cuenta de cómo crece la oposición entre los nacionalistas
identitarios y de una parte de la población, que ahora cree en una mezcla
de ideología woke y de defensa de los inmigrantes oprimidos, supuesta-
mente, por causa de su religión (¡el famoso islamoizquierdismo!). Por
toda Europa, es un tipo de discurso que va viento en popa. No es el único,
pero ha logrado innegablemente apoderarse de gran cantidad de mentes.
Por el momento, el país parece apegado a su modelo universalista. Pero
se va agrietando poco a poco. De tanto oír a los políticos hablar de de-
fender la República, uno termina pensando que esta está en peligro. ¿Será
que aguanta? Me pregunto qué pasaría si, un día de estos, una mayoría

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dispuesta a escuchar a las sirenas del diferencialismo étnico lograra ratifi-
car con fuerza de ley las divisiones de la sociedad. Cuando pienso en eso
me imagino un país aun más dividido que el de hoy. Un país donde todos
se lanzan miradas asesinas, ebrios de resentimiento hacia los miembros de
las demás “comunidades”, disputándose los pocos recursos que le quedan
a un Estado providencia moribundo, al tiempo que van preparando las
armas.

Francia y Europa lograron inventar un modelo político único que respeta


equilibrio que existe entre el individuo y lo colectivo. Un modelo gracias
al cual cada persona es libre de deshacerse del peso de su condición de
nacimiento sin ser dejado a su suerte en caso de accidente (y eso que con
frecuencia echo pestes contra esa solidaridad, pero ese es otro debate). El
universalismo liberal europeo es demasiado precioso para dejarlo caer
entre las manos de los identitarios de toda ralea. Merece que lo defenda-
mos antes de que sea demasiado tarde. Para evitar que enormes catástrofes
ocurran mañana, hoy tenemos que defender con firmeza ciertos princi-
pios. ¡Créanle a un homo sovieticus que se escapó de la debacle!

Afiche soviético de los años 1960, que reza: “¡Paz! ¡Amistad!”

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