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fatales Vitaly
Malkin
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3. La verdad tras la fábula de «la amistad entre los pueblos» . . . . . . 27
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Una advertencia
proveniente del frío
Recientemente la prensa nos dio a conocer las peripecias de un caso que
dice mucho acerca de la situación en la que se encuentran los Estados
Unidos. En 2015, un grupo de brillantes estudiantes estadounidenses, de
origen asiático, se quejaron de que las más prestigiosas universidades ame-
ricanas hubieran rechazado sus solicitudes de inscripción con el pretexto
de que varias plazas estaban reservadas a estudiantes negros e hispánicos.
Varios años después, después de una investigación, el Estado federal les
dio la razón al demandar a la Universidad de Yale por discriminación ra-
cial. Una decisión apoyada por el presidente Trump, que por entonces ha-
bía emprendido una cruzada cultural para resaltar, a como diera lugar, las
paradojas del campo progresista. En febrero pasado, el presidente Biden
decidió revocar la demanda que se hizo durante la presidencia de su pre-
decesor. Además de lo que esto revela acerca del nuevo jefe de Estado y
del anterior, resulta algo absurdo ver a estadounidenses de origen asiático
atacar un sistema de discriminación positivo creado para promover a indi-
viduos provenientes de las minorías.
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Quien conozca la historia de la Unión soviética no puede dejar de ver pa-
recidos entre algunas de las prácticas de los movimientos llamados pro-
gresistas y los intentos de los dirigentes bolcheviques por transformar la
sociedad con el fin de que esta se conformara a su ideología. A lo largo de
su historia, la URSS fue sacudida por debates similares a los que hoy giran
en torno a las “minorías”. Es más, fue el laboratorio de una política de dis-
criminación positiva de dimensiones colosales, entorno al problema de las
nacionalidades. Se habla poco de esta política porque su fracaso se perdió
en la confusión que se generó cuando la experiencia soviética se vino abajo.
Recalco intencionalmente el término “experiencia”, para describir una em-
presa cuyo objetivo era transformar radicalmente al hombre por medio de
la fe en una ideología de la felicidad, el progreso y la emancipación.
¿Por qué contar esa historia hoy? La historia, para citar a Nietzsche, puede
ser contemplada como un eterno retorno. En este caso, el eterno retorno de
lo peor. No se trata de afirmar que los jóvenes militantes progresistas, con
su gusto por la pureza ideológica, quieran llenar de gulags a los Estados
Unidos para reeducar a los culpables (aunque las crisis de autoflagelación
a las que se someten ciertos profesores en los campus universitarios, como
déjà vus, nos recuerdan los juicios estalinistas o, más bien, la China de
Mao…). La idea es resaltar la lógica que estos comparten. Ilustrar, por me-
dio de un excurso histórico, los efectos de una política de discriminación
positiva instaurada por emprendedores culturales minoritarios pero visi-
bles, en nombre de una idea generosa. Mostrar cómo ideas, parecidas a las
que oímos expresar hoy en día, dieron lugar a desastres.
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Yo conozco bien esa historia. Nací durante los años de gobierno del cama-
rada Stalin, en lo que entonces era aún la Unión Soviética. A lo largo de
mi juventud, la propaganda trabajaba a pleno rendimiento para ocultar
el fracaso de un proyecto condenado por sus premisas ideológicas. Una
ideología que sus promotores aún seguían como se sigue una fe, aunque
esta ya se hubiera desgastado bastante. La misma fe sigue vivita y coleando
entre los defensores de un progresismo mesiánico que mezcla problemas
raciales, sexuales y de género con fines de liberación individual y colectiva,
un movimiento que ahora designamos con la palabra woke. Así pues, dado
que, en esta época, tan preocupada por la identidad, siempre hay que decir
de dónde se habla, digamos que nación en el Ural en una familia judía atea.
Pero además soy blanco, de edad madura y heterosexual (me parece que
ahora dicen cisgénero), con lo cual “algunes” (creo que que así es que se
escribe) sabrán dónde me posiciono.
1. Historia de la ensaladilla
rusa (o cómo Rusia se convirtió
en un imperio multicultural)
De mi juventud soviética aún me acuerdo de las imágenes de festividades
en las que se celebraba la diversidad en medio de ese inmenso Estado que
se extendía a lo largo y ancho de once zonas horarias. Baltos, armenios,
georgianos, azeríes, kirguises, yacutos, esquimales, tayikos, tátaros... Des-
filaban representantes de cada pueblo con sus vestidos tradicionales, sus
instrumentos musicales, sus danzas folclóricas. ¡Tremendo espectáculo! La
población de la Unión confrmaba un vasto mosaico que a veces parecía
comprender la diversidad de la humanidad entera. No sólo hay un melting
pot en Estados Unidos: también los sovéticos tenían uno. Una ensaladilla
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Afiche soviético de 1932, reza:
“Los trabajadores de todos los países y las colonias oprimidas alzan la bandera de Lenin.”
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rusa, para emplear una metáfora culinaria. Pero esas odas a la amistad,
simples montajes del Partido, ocultaban, como pasa en Estados Unidos,
una realidad más oscura, la de un multiculturalismo contrariado.
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De ahí el problema que inquieta a las élites imperiales desde tiempos de
Roma o incluso de Alejandro: ¿cómo lograr integrarlas al Imperio naciente?
¿Intendando convertirlas? ¿Asimilándolas por la fuerza? ¿Exterminándo-
las (procedimiento que le habría sentado bien a Iván, quien no por nada
llevaba ese apodo)? La solución elegida para asociar a dichas poblaciones
a la corona fue el integrar a las élites en el sistema imperial. Como contra-
parte por su lealtad al Zar, los jefes tátaros obtuvieron un papel político en
los territorios conquistados. La mayoría de ellos se convirtieron incluso
a la ortodoxia y con ello dieron origen a algunas de las más prestigiosas
familias de la aristocracia rusa.
Cada vez que un nuevo pueblo se encuentra en la órbita del Zar, surgen
las mismas interrogantes: ¿cómo garantizar la coherencia del conjunto?
¿Cómo preservar la calma y la concordia entre los habitantes y, sobre todo,
con respecto a Moscú y, más tarde, San Petersburgo? Como respuesta se les
atribuyen a los territorios conquistados variados estatutos, más o menos
autónomos. Además, las élites locales reciben instrucción. Catalina II, una
de nuestras monarcas más sabias (las portavoces del feminismo no recuer-
dan suficientemente su nombre al hacer listas de “mujeres poderosas”),
logra domar a la nobleza germánica ofreciéndole puestos privilegiados en
la corte. Al mismo tiempo, les entrega a los cosacos de Ucrania, que ahora
le obedecen, títulos de nobleza. La unidad se compra entre regalos y pri-
vilegios.
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No es que yo quiera negar las tensiones, las protestas, las revueltas: el ejem-
plo de Polonia, un país católico, empedernido, terco e indócil es muy elo-
cuente. Pero fundamentalmente, durante los primeros siglos del Imperio,
en un país dominado por el feudalismo, el problema de las periferias im-
periales se redujo ante todo a un asunto que se manejaba entre la corona
y las aristocracias locales. Todo cambia en el siglo 19, cuando surgen los
nacionalismos. Entonces un parámetro nuevo se introduce en la ecuación:
el pueblo.
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Pero los hechos son tercos: todo esto es en gran parte una reinvención,
esa idea produce efectos en la manera como se gestiona la diversidad en
los viejos imperios. Otrora sujetos imperiales, los sujetos del Zar (es cier-
to, bien pocos), seducidos por tesis nacionalistas, se dan cuenta de pronto
de que son ciudadanos de una nación que reivindica su diferencia y su
derecho a la autonomía o, incluso, a la independencia. Son ideas que les
resultan extravagantes a las élites leales al Imperio, que estiman que no se
debe diferenciar entre los habitantes, ya que estos alcanzarán la educación
y el progreso bajo la dirección benévola del Zar ilustrado. Como reacción
al auge de los nacionalismos locales, se desarrolla en Moscú un nacionalis-
mo imperial, que intenta tratar ese problema en el marco existente, con su
obsesión por la unidad y la estabilidad.
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recibían los nacionalistas las veleidades imperiales que venían “a ilustrar-
los”. Por todo el imperio, la situación alcanza un punto de quiebre. En las
fronteras occidentales, a los finlandeses y los polacos, que gozan de una
relativa autonomía, se unen los ucranianos, los bielorrusos y los pueblos
bálticos. Al oriente, la rusificación debe hacer frente al yadidismo, movi-
miento que hace hincapié tanto en la modernización como la importancia
del papel del islam en los antiguos reinos tátaros. Ante las protestas cre-
cientes, el imperio contraataca. Bajo el reino de Alejandro III, la rusifica-
ción va tomando paulatinamente la forma de una normalización forzada,
con el objetivo de contener cualquier intento de emancipación. En algunos
círculos cercanos al poder, renace la idea de una Rusia mesiánica, que no
debe tener miedo de aceptar su papel dominante en lo cultural y en lo re-
ligioso. Esto se traduce en la adopción de medidas discriminatorias, sobre
todo contra los judíos y los polacos. A medida que dicha política se va
amplificando, los nacionalistas radicalizan sus posiciones.
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2. Ecce Homo Sovieticus
En la historia de Rusia, el año 1917 significa una ruptura de la que el país
sigue sin recuperarse por completo. Y el mundo también, hay que decir-
lo. En octubre de ese año decisivo, ocurrió lo impensable: una minoría
violenta, ebria de ideología, se hizo con el poder, con el fin de demoler el
orden establecido e instaurar un hipotético paraíso terrenal. Una minoría
que estaba tan consciente de serlo que, por medio de una antífrasis tan de-
liciosa como cruel, se autodenominó bolchevique, que en ruso quiere decir
mayoritario.
¡Pues resulta que no! Los nuevos amos y señores de Rusia no lograrán apagar
el incendio creciente de los nacionalismos. Por el contrario, no harán más
que acelerarlo, confirmarlo, darle fuerza de ley en la organización del país
y en la sociedad entera. Harán todo lo posible para atribuirles a los ciu-
dadanos etiquetas artificiales, entre las cuales se encuentra la categoría,
grotescamente opuesta al pensamiento marxista, de etnia (aunque se pre-
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Afiche soviético de 1955. Reza:
“¡Todos saludan a la amistad indefectible de los pueblos!”
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fería hablar de nacionalidad). Como solía pasar con los bolcheviques, esa
proeza se debió a una combinación de cálculo político y de contorsiones
intelectuales tales que le habrían provocado un lumbago al más flexible de
los yoguis.
Es cierto que entre las fuerzas rebeldes que se oponen a los bolcheviques
(los famosos Blancos, que nada tienen que ver con los que hoy en día son
denunciados por todas partes con ese nombre, aunque bueno…) hay divi-
sión, pero un principio común los reúne: su creencia en una Rusia única
e indivisible. Así pues, los Rojos empiezan a apoyarse en los líderes nacio-
nalistas de las regiones periféricas para asentar su dominación que corre
el riesgo de descomponerse. Al ganar la guerra, los bolcheviques quedan
tan impresionados por el impacto del discurso nacionalista entre varios
grupos de la población, que empiezan a presentarse como promotores del
“derecho de los pueblos a disponer de sí mismos”. Para ellos, se trata de
canalizar una fuerza con la que, intuyen, podrán movilizar a las masas, al
tiempo que acaban con el “chauvinismo de la gran potencia”, ese espíritu
que recuerda a la Gran Rusia y lleva consigo la amenaza de un regreso al
antiguo orden.
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fábula: según él, tal y como existe un colesterol bueno y uno malo, es ne-
cesario “distinguir entre el nacionalismo de la nación que oprime y el na-
cionalismo de la nación oprimida, entre el nacionalismo de la gran nación
y el de la nación pequeña.” Nuestro brillante dialéctico prosigue, con estilo
inimitable: para lograr una actitud “realmente proletaria”, “no solamente
es necesaria la igualdad formal,” sino también “compensar de una u otra
manera, con su comportamiento, (…) la actitud desafiante, las sospechas,
los agravios que, a lo largo de la historia, nacieron entre el pueblo oprimido
por el gobierno de una nación imperialista.” Este teórico, que habla como
un partidario del pensamiento decolonial de hoy, no es otro que Lenin en
su libro de 1922, La cuestión de las nacionalidades y de la autonomía.
Así pues, para justificar el destino que les reserva a las nacionalidades en su
futura sociedad ideal, el arquitecto de la Revolución asocia al colonizador
ruso con un maestro burgués de los viejos tiempos: así nace la figura del
“opresor.” Así como hoy el movimiento woke se sirve de la “culpabilidad
blanca”, esa otra culpabilidad rusa se extiende a todo el pueblo étnicamente
ruso, sin tener en cuenta su condición social y en flagrante contradicción
con la teoría marxista. Para los nuevos inquisidores, la figura del opresor
resulta mucho más cómoda, en la medida en que puede tomar los rasgos
que uno quiera. Eso lo vemos actualmente entre los partidarios de un pro-
gresismo con tintes de ideología decolonial. Tengo que confesar que me
cuesta saber, cuando oigo hablar a algunos de los más virulentos de ellos,
quién es el opresor cuyos crímenes no paran de denunciar. ¿El Estado “pos-
colonial”? ¿El “sistema capitalista” que, supuestamente, le sirve de motor o
de cómplice? ¿Cualquier hombre “blanco”?
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la korenizatsiya, que significa “indigenización”. El poder revelador de las
palabras es aterrador: al emplear un término tan afirmativo, gobiernos que
supuestamente actuaban en nombre de la humanidad entera crean nuevas
categorías asociadas al peor de los indicadores identitarios.
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comprenda que el triunfo de las nacionalidades no era, en lo más míni-
mo, ineluctable. Los bolcheviques contribuyeron a que se desarrollara ese
fenómeno. En ese asunto, como en otros, se comportaron como aprendices
de brujo, aprovechando tendencias minoritarias, forzando a que cientos de
millones de individuos adoptaran a las malas una identidad étnica dema-
siado estrecha para circunscribir la realidad de la experiencia humana. En
cierto modo, se puede decir que metieron la manzana podrida en el saco,
porque la cuestión de las nacionalidades, exacerbada, mal digerida, descui-
dada por los sucesores de Lenin, acabará desempeñando un papel esencial
en la caída del comunismo y la desintegración del espacio soviético.
La discriminación positiva,
un invento soviético
Pero por ahora nada permite entrever esa posibilidad. Por ahora, no se
trata de una caída sino de una ascensión. Las primeras décadas del poder
bolchevique están caracterizadas por un movimiento de movilidad ascen-
diente. Un observador descuidado podría interpretarlo como el resultado
de una generosa política de redistribución de puestos. Pero no. El ascensor
social a la soviética pasa siempre muy cerca del cadalso: esa movilidad la
explican principalmente las purgas incesantes que realizan los dirigentes
para librar al país de elementos “sospechosos”. Muy pronto, los amos y
señores de Moscú se verán obligados a educar y formar a las masas, aunque
sea para que el país siga funcionando. Es necesario que surjan especialis-
tas cualificados en todos lados, y rápido. A miles de “trabajadores”, otrora
dominados por las “élites” se les ofrecen nuevas oportunidades en univer-
sidades, en fábricas, en el ejército, en las instituciones políticas asociadas
al Partido.
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gubernamentales se encargan de velar por la aplicación de dicha política.
Por un lado, definen el número de “nacionales” que los órganos del Estado
deben contratar cada año (un trabajo para nada desdeñable en la medida
en que todos los órganos emanan del Estado). Por otro lado, contribuyen a
cumplir con esos objetivos, al identificar los candidatos y orientarlos a las
ofertas que les correspondían, como agencias de empleo reservadas a las
“minorías.”
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Afiche soviético de 1950 en el que se puede leer:
“No permitiremos que se siembre la discordia entre nuestros pueblos.”
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Unidos, lo soviéticos reivindican con insuperable claridad esa política de
acceso laboral basada en el nacimiento que hoy en día se conoce como
affirmative action o discriminación positiva.
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y hacer concesiones cada vez mayores a las corrientes nacionalistas (…) Sólo
así podremos ganar la confianza de esas naciones en otro tiempo oprimidas.”
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¿Será que Lenin o Stalin o Bujarin, o los demás creyeron alguna vez en
las cálidas declaraciones cordiales que hacían, con la mano en el corazón,
cuando intentaban seducir a grupos de dirigentes locales con el fin de im-
ponerles más fácilmente su dominación?
Para mí, es como si estuviera asistiendo por segunda vez a la gran farsa
que puso en escena la Unión Soviética. Es verdad que, en los peores mo-
mentos de la censura, la reescritura de la historia iba mucho más allá del
tema de las nacionalidades. Hubo un tiempo en que todas las infamias del
Partido eran borradas: acontecimientos, cifras reales, dirigentes caídos en
la desgracia, cualquier individuo que se alejara de la línea general. En las
horas más oscuras de la censura y de la vigilancia policial, la declaración
más inocua podía hacer de cualquier persona un individuo sospechoso,
un traidor. Un transeúnte, un vecino antipático, un pariente al que usted
le cayera mal, podría denunciarlo y enviarlo al gulag durante varios años.
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Incluso los comunistas convencidos, militantes sinceros que se seguían co-
miendo el cuento, debían actuar con prudencia. Y la línea general no era
recta, ni mucho menos. En cualquier momento el Politburo podía dar un
vuelco y acabar con la carrera e incluso con la vida de quienes, de repente,
eran tildados de “desviacionistas”.
Aun así, cuando se habla de ese período, se olvida con demasiada frecuen-
cia el carácter identitario del revisionismo soviético. Si un escritor genial
como Pushkin o un compositor del calibre de Chaikovski fueron remo-
vidos de los programas escolares y de cualquier manifestación oficial a
comienzos de los años 20, fue porque eran representantes del “chauvinis-
mo de la gran potencia”. En cierto sentido, la discriminación positiva y las
purgas culturales son dos caras de la misma monera, miembros de una
dialéctica delirante que implica la necesidad de reescribir el pasado para
rehabilitar, supuestamente, a las víctimas y, más aun (sin que se entienda
por qué) incluir a sus descendientes.
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“¡Por la solidaridad de las mujeres del mundo entero!”
reza este afiche de 1973.
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3. La verdad tras la fábula
de «la amistad entre los pueblos»
La tesis que defiendo en estas páginas puede resumirse en las palabras si-
guientes: la política de promoción de las nacionalidades en la Unión So-
viética creó las condiciones de un desastre a largo plazo, sembrando los
gérmenes de la división étnica en una sociedad en la que, de manera ge-
neral, esta no existía. Más tarde veremos el papel esencial que también de-
sempeñó en el colapso del país y la manera como sigue influyendo sobre
los Estados nacidos del bloque soviético.
Pero antes de llegar a esos fuegos artificiales finales, ese crepúsculo de los
dioses del marxismo-leninismo, me gustaría detenerme en los efectos de-
sastrosos que la política de reparaciones tuvo en la sociedad durante varias
décadas, fenómeno que se aparenta a un lento proceso de putrefacción. De
hecho, esos efectos sintieron desde que empezó a implementarse la kore-
nizatsiya. Desde los años 30, la política de reparaciones fue desviada de su
propósito inicial, dado que las nacionalidades tendían a reclamar cada vez
más puestos y subsidios.
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Para lograrlo, se creó un fondo de varios millones de rublos a mediados de
los años 20. En muy poco tiempo, ese fondo se transformó en un frasco de
mermelada del que se servían libremente las élites locales, que entendieron
desde un principio que les convenía exagerar el subdesarrollo de su propia
nación, para beneficiar de créditos extra. Se producían entonces escenas,
tan grotescas como desoladoras, en las que los dirigentes locales, durante
una visita a la capital, rivalizaban en miserabilismo para ver quién les saca-
ba más subsidios a los burócratas moscovitas, conmovidos por tanto atra-
so. Así, es posible afirmar que el primer efecto perverso de la korenizatsiya
fue el encerrar a los habitantes de las periferias en la categoría de eternos
mantenidos, primero a nivel administrativo, luego en el plano simbólico y,
por fin, podemos suponer, sicológico.
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“¡Viva la revolución mundial de octubre!” - reza este afiche de 1933.
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mente representadas, hasta tal punto que conducen a millones de electores
entre los brazos de líderes autoritarios, quienes prometen acabar con esa
histerización de las relaciones sociales, manipulando así el más temible de
los resentimientos: “El de la mayoría silenciosa.”
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Cuando la discriminación positiva siembra la
discordia entre “hermanos”
Ese largo desarrollo podría dar la impresión de que yo también he caído en
la frustración y el resentimiento. ¡Les aseguro que no es así! Sin embargo,
hubo gente que reaccionó de manera muy hostil a la política de repara-
ciones que implementaron los bolcheviques a comienzos de los años 20:
me refiero a los rusos que vivían en los territorios periféricos y también a
los judíos.
En los territorios orientales, esos dos grupos eran a la vez los que contaban
con la mejor educación y los que, proporcionalmente, más apoyaban los
ideales de los bolcheviques. Los autóctonos, en cambio, siempre se mos-
traron neutros, en el mejor de los casos. Al darse cuenta de las vejaciones
que les imponía la korenizatsiya, los rusos “étnicos” sintieron una decep-
ción que podía compararse a la traición, sobre todo entre quienes habían
combatido junto a los Rojos durante la Guerra civil. En cuanto a los judíos,
las cuotas al fin y al cabo tuvieron el efecto contrario de lo que se había
esperado: acabaron limitando el acceso de ciertas minorías a posiciones y
puestos codiciados. Una situación que nos recuerda, salvando las diferen-
cias, la viva oposición de los estudiantes asiáticos a las cuotas universitarias
a favor de estudiantes negros y latinos.
Para entender las proporciones de dicha frustración, hay que leer las cartas
furiosas que varios colegas les hicieron llegar a sus superiores políticos.
Fue lo que hizo Terry Martin, una de las fuentes más útiles para estudiar
esta cuestión. En 1928, un grupo de trabajadores le escribía al Despacho de
Asia central para quejarse de las cuotas en el sector industrial: “En todas
las repúblicas, se introdujo su alfabeto y su lengua. Eso hace que surjan
las preguntas siguientes: ¿Qué lugar les queda a los rusos? ¿Dónde van a
encontrar empleo? Con la implementación de la “uzbequización”, no queda
duda que los rusos serán remplazados por los uzbecos. Es un hecho. Vemos
aumentar el descontento entre los empleados y los trabajadores despedidos
masivamente por causa de la korenizatsya. Pareciera que nuestro gobierno
considerara que el lugar de los rusos está en Rusia, sea cual sea su opinión
al respecto. Por culpa de la korenizatsya y la uzbequización los rusos se
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verán obligados a huir a Rusia. En boca de algunos uzbecos ya se empieza
a oír: ‘este país nos pertenece a nosotros, no a ustedes’.”
¡El gran remplazo de la población por los uzbecos! He ahí el tipo de fan-
tasías delirantes que la discriminación positiva les inspiró a quienes se
veían injustamente marginados por la política de cuotas. Esa carta no es
un caso aislado. Hay miles del mismo jaez, provenientes de ciudadanos
con suficiente valor (o inconsciencia) para poner en tela de juicio el dis-
curso oficial. Se entiende que tales palabras hayan podido incomodar a los
responsables de la propaganda, que afirmaban que todo era perfecto en el
Paraíso de los Trabajadores.
Aquí nos topamos con una configuración que ya habíamos esbozado antes,
el aumento del resentimiento entre diferentes identidades a medida que el
tema aparece entre las prioridades de un programa político. Resulta una
vez más imposible no establecer un paralelo con lo que ocurrió en Estados
Unidos cuando se instauró la discriminación positiva. Algunos especia-
listas de la cultura americana afirman que esa serie de medidas destina-
das a los negros provocó entre los estadounidenses blancos un poderoso
backlash que los republicanos aprovecharon para presentarse como los
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defensores de una mayoría “despojada injustamente”. Ronald Reagan supo
sacarle provecho a ese fenómeno, como también, pero de manera más
rimbombante, Donald Trump, difundiendo inquietud y malestar cultural
entre los votantes WASP. Algunos afirman incluso que el rechazo del Esta-
do redistribuidor a la europea en Estados Unidos se debe a que la mayoría
blanca se rehúsa a que los negros recojan los frutos de esa división. En rea-
lidad, las cosas son sin duda más complicadas, pero es cierto que algunos
demagogos manipularon esos temores, haciendo alusión en sus discursos
a la welfare queen, palabra que para ciertos votantes designa espontánea-
mente y sin ambigüedad a una mujer negra con muchos hijos que vive de
subsidios… Un ejemplo más de la manera como medidas a primera vista
generosas terminan consolidando la desconfianza y el uso de estereotipos.
Cuando la situación lleva a que todos los negros o todos los latinos sean
tratados así porque pertenecen a esa categoría, no hay que sorprenderse de
la abundancia de discursos que los acusen de ser “todos iguales”.
Sea como fuere, tanto en la URSS del Tío Pepe (Stalin, Comisario de Na-
cionalidades, no lo olvidemos), como en casa del Tío Sam, las mismas cau-
sas producen los mismos efectos: si usted establece un sistema rígido que
acaba expulsando individuos con base a un criterio asociado al nacimiento,
el resultado será necesariamente el resentimiento entre las categorías que
han sido reducidas a su identidad. La diferencia con los Estados Unidos
de Trump es que los Soviéticos no tenían el derecho de hablar, mucho me-
nos el de participar en elecciones libres. Así que, en mi país de origen, ese
resentimiento se hizo silencioso, subterráneo, terminó irrigando a toda la
sociedad a medida que el poder multiplicaba los discursos apaciguadores
sobre “la amistad de los pueblos.”
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En un principio, la korenizatsiya sirvió de instrumento de propaganda para
el exterior. Al mostrarles a las minorías de los países vecinos, los ucra-
nianos segregados en Polonia, los coreanos dominados por los japoneses,
los uigures en China, los azeríes de Irán, el buen trato que sus “hermanos”
recibían en la nueva Unión Soviética, el régimen, gracias a su mesianismo
revolucionario, contaba con publicidad a bajo costo entre varias pobla-
ciones en el exterior.
Todo cambió a mediados de los años 30. Stalin, cada vez más paranoico,
empezó a purgar a lo loco. Y cuando el triunfo de Hitler empezó a oscure-
cer el panorama, algunos pueblos, testigos de la magnanimidad soviéti-
ca, se hicieron sospechosos de golpe. Entonces las cuotas implementadas
en los años 20 sirvieron como base para la represión de los grupos étni-
cos acusados de deslealtad. Así ocurrió con los polacos, los alemanes, los
coreanos e incluso los judíos, acusados durante la Gran Guerra Patria de
tener vínculos de connivencia con sus “compatriotas” extranjeros.
La autocensura y la hipocresía
al final del camino
Más arriba expliqué hasta qué punto la cancel culture, que cuenta con una
vertiente identitaria, logró instaurar rápidamente una atmósfera de terror
entre la población. Fue tan así que, para evitar disgustos, la mejor solución
era quedarse callado. Cuando la población empezó a entender lo que era
realmente ese paraíso comunista, la autocensura se convirtió en la mejor
defensa contra la intromisión de la política en la vida privada.
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A veces me da la impresión de volver a percibir esa atmósfera, claro está, de
manera menos opresiva, cuando veo cómo el uso libre de la palabra puede
terminar en verdaderas persecuciones. Pero esta vez la amenaza no viene
del Estado, sino de la vigilancia que ejercen en el espacio público los Guar-
dianes Vigilantes del Pensamiento Justo. Pienso por supuesto en internet,
que se ha transformado en el espacio ineludible, para bien o para mal. Un
espacio en el que cualquier persona corre el riesgo de que sus palabras
sean atacadas por una turba enfurecida, mutiladas, sacadas de contexto,
o inventadas sencillamente por medio de deepfakes y otras tecnologías de
falsificación. Por eso cuando oigo a periodistas y académicos brillantes,
sinceros y razonables declarar que prefieren renunciar a expresarse en
público, en vez de poner un pie en esa arena y sus bestias, recuerdo con
terror el mundo de mi juventud y me digo que la alianza entre la ideología
y la tecnología en las sociedades abiertas bien podría llegar a resultados
similares.
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invocar a cada rato la gloria de la Rusia eterna. ¿Acaso las tropas alemanas
que estaban a punto de invadir el país no eran herederas de los caballeros
teutónicos que Alexander Nevski había derrotado en el siglo 13? No es una
coincidencia que Eisenstein haya puesto en escena la epopeya de este héroe
en una película estrenada en 1938, tal como lo solicitó deliberadamente el
Kremlin.
Y aquí, una vez más, me veo obligado a establecer un paralelo con la épo-
ca contemporánea. Cuando veo el éxito mediático de que goza en Francia
la expresión “vivre ensemble” (convivencia), aun cuando el país no deja
de mostrar signos de tensión, me pregunto si esa fórmula no equivale a
la amistad de los pueblos de mi infancia: palabras mágicas pronunciadas
en televisión con la esperanza de que oculten la triste realidad de un país
en el que cada persona parece atrincherarse en los muros de su diminuta
comunidad.
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Este afiche de 1957 muestra un grupo multicultural explorando los sitios turísticos de Moscú.
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4. Cuando estalla
la olla a presión identitaria
Vladmir Putin dijo algún día que la caída de la URSS fue la “mayor catás-
trofe geopolítica del siglo 20”. Desde entonces, ha reafirmado con frecuen-
cia esa posición, agregando que, si pudiera cambiar la historia, haría todo
lo posible por impedir que ocurriera. Muchos comentadores (sobre todo
entre los representantes del que en otro tiempo llamaban el “campo oc-
cidental”) vieron en esas declaraciones la expresión de una nostalgia de
la grandeza, del imperialismo expansionista que el actual residente del
Kremlin emplearía con sus vecinos. Sea cual sea la opinión que uno tenga
de Putin y de su política, sólo quien no haya vivido esa historia de cerca
puede negar la lucidez de esas afirmaciones. Yo las entiendo; es más, com-
parto su opinión. Fruto de pésimas negociaciones, la fragmentación repen-
tina e inesperada de una estructura de más de setenta años que, gracias a
los ardides de la ideología, ejerció influencia y fascinación sobre la mitad
de la humanidad, fue una tragedia para millones de personas. Una tragedia
que sigue teniendo efectos en el momento en que yo escribo estas líneas.
Hoy es fácil afirmar que ese derrumbe era ineluctable. Muchos se jactan de
haberlo previsto, aduciendo la demografía, el estado catastrófico de la eco-
nomía, la extenuación general de un sistema que se estaba quedando sin
aliento. La verdad es que las cosas hubieran podido continuar de la misma
manera durante mucho tiempo, en ese estado de estagnación grisosa en el
que el impulso revolucionario que habían inspirado los bolcheviques por
la fuerza había sido remplazado por la mentira, la hipocresía, la incompe-
tencia generalizada. Los nostálgicos le endilgan a Gorbachov la responsa-
bilidad de ese fracaso. Dicen que, al querer que entrara algo de aire fresco
en esa vieja casa, provocó una tempestad que hizo que todo el edificio se
viniera abajo. Sea como fuere, queda claro que equivocó al medir el poder
del discurso nacionalista, que desempeñó un papel decisivo en esa debacle.
¿Y cómo no equivocarse? ¿No se suponía que todos los pueblos de la Unión
eran amigos?
38
La venganza de las nacionalidades
es un plato que se sirve frío
La experiencia que llevó a cabo Gorbachov se resume generalmente con
dos palabras: glasnost (transparencia) y perestroika (reconstrucción), o sea
un intento por liberalizar la sociedad soviética, al tiempo que se controla,
mal que bien, ese proceso de apertura. No entraré aquí en los detalles de
una política que, en mi caso, fue más bien favorable, ya que me permi-
tió lanzar mis primeras iniciativas como emprendedor. Ateniéndonos a la
gran historia, podremos decir lo siguiente: las cosas terminaron saliéndose
de las manos de su iniciador.
Intentemos resumir hasta donde sea posible ese puñado de años en que
todo dio un vuelco. Cuando Gorbachov se da cuenta, en 1988, que tiene
que despojar al Partido de su poder absoluto si quiere alcanzar sus obje-
tivos, la iniciativa es percibida como un signo de debilidad por parte del
centro. Las élites locales de las periferias, sedientas de poder, se dedican a
jugarse la carta separatista, dejándose llevar por una parte de la población
entusiasmada por la perspectiva de poder independizarse. Resulta que,
en ese momento, aparecieron los primeros signos de secesionismo en las
regiones bálticas, luego en el Cáucaso. El movimiento se va extendiendo
poco a poco a lo largo del año 88, como una repetición de la Primavera de
los Pueblos a la escala de la Unión Soviética, que está a punto de perder el
control de sus países satélites (Polonia, Hungría, Alemania…). En Georgia,
en Moldavia, en Bielorrusia, en Ucrania, la gente sale a las calles para recla-
mar democracia e independencia. Frente a esas manifestaciones que, en el
caso del Cáucaso, terminan en violencia, Moscú reacciona de forma débil e
indecisa. El camarada Gorbachov parecía perdido, desubicado, como si la
situación fuera demasiado para él. En su entorno, nadie parece haber pre-
visto ese resultado: oficialmente, se pensaba que el problema de las nacio-
nalidades había quedado solucionado tiempo atrás. Entonces Gorbachov,
como puede, trata de dar garantías y de salvar lo que pueda salvarse. Y
de tanto soltar lastre termina propiciando la ascensión de reformadores
que, con frecuencia, se confunden con nacionalistas étnicos. Las elecciones
libres, organizadas en 1990, llevan al poder, mayoritariamente, a par-
tidos independentistas. De ese período confuso nos quedan imágenes de
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cadenas humanas que atraviesan países enteros, de Boris Yeltsin trepado en
un tanque dictando arengas ante las masas moscovitas. El 26 de diciembre
de 1991 marca el fin oficial de la URSS, con el reconocimiento de la sece-
sión, ocurrida pocos meses atrás, de las antiguas repúblicas soviéticas. Así
pues, la obra de Lenin se desploma por los asaltos de los burócratas, con
un simple sufragio, acarreada por las fuerzas que había creído encauzar en
beneficio de su Revolución.
Al fin y al cabo, todo pasó muy rápido, con la presteza de los dominós que
se van desplomando uno tras otro. Cuando las antiguas repúblicas sovié-
ticas se independizan, es como si las tijeras de la historia hubieran corta-
do un patrón que ya estaba indicado por una línea punteada. Un analista
del KGB, Nikolái Leónov, se sirvió de otra metáfora: la de una tableta de
chocolate. Una tableta que estaba lista a ser dividida según las líneas fron-
terizas que los bolcheviques mismos habían creado. En el momento en que
las periferias empezaron a reclamar su “liberación”, empezó a quedar claro
el carácter contingente de la demarcación que existía entre las distintas
entidades de la Unión. Además de las circunstancias de la Guerra civil,
no existía aún razón objetiva de que Ucrania fuera una república mien-
tras que Baskortostán se integraba a la República socialista federativa de
Rusia. Tampoco había razón, aparte de las circunstancias de la anexión
de 1940, de que la pequeña Estonia gozara del estatus de república y no
Tartaristán, con su vasta geografía y su densa población. La falta de lógica
de esa división geográfica dio lugar a un sentimiento creciente de injusticia
entre los distintos grupos étnicos, pues todos querían que su especificidad
fuera reconocida. Y, como en el lenguaje nacionalista, esa especificidad se
traduce en términos de independencia y soberanía, se daban fácilmente las
condiciones para que hubiera interminables querellas territoriales. “Corre-
gir” los errores históricos cometidos por los geógrafos aficionados de los
bolcheviques se convirtió en el deporte favorito de los líderes de la región,
dopados de nacionalismo. Un deporte que, desafortunadamente, sigue
practicándose con fuego real sobre los escombros de la URSS.
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La fragmentación sin fin
Osetia, Georgia, Armenia, Chechenia, Transnistria, la cuenca del Donets:
esas palabras, de actualidad en los últimos treinta años, figuraron alguna
vez en los archivos de los burócratas encargados de dividir la unión sovié-
tica en función, sobre todo, de criterios étnicos. Un proceder con graves
consecuencias. La historia lo ha dejado bastante claro: al crear pueblos de
la nada o conjuntos humanos a partir de bases tenues, se corre el riesgo
de exponerse, más tarde, a impugnaciones, protestas, conflictos o incluso
masacres, como pasó en Ruanda. Si bien las querellas en las antiguas peri-
ferias soviéticas nunca han terminado en tamaña tragedia, la persistencia
de conflictos de difícil solución sólo puede suscitar, para bien o para mal,
nostalgias imperiales entre algunos de ellos.
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una solución que respete la integridad de las dos comunidades principales
que en ella cohabitan (los ucranianos y los rusos “étnicos”, para ser breves),
se explica, como ocurre con frecuencia, por el peso desmesurado de las
querellas del pasado. Para que la calma vuelva al país, se podría pensar
en una solución como la de Canadá o la de Bélgica. No es la idea que yo
defiendo, pero digamos que es una opción. El problema es que los nacio-
nalistas ucranianos están tan firmemente apegados a su excepcionalidad,
que enarbolan desde el siglo 19 y quedó definitivamente grabado en los
corazones gracias a la korenizatsiya, que es imposible que acepten un punto
de vista como ese. Es cierto que la población rusoparlante tampoco contri-
buye a restaurar una atmósfera de serenidad, porque anda escondiéndose
detrás de las soluciones militares apoyadas por Moscú… Es un ejemplo
más del aumento del extremismo que, cuando se trata de cuestiones de
identidad, siempre excluye cualquier solución basada en concesiones y té-
rminos medios.
Existe una tesis de amplia difusión con respecto a esos conflictos que siguen
echándoles veneno a los países en los que otrora dominaba la ideología co-
munista: si dicha ideología desaparece, otra surge necesariamente o, más
bien, vuelve a surgir, como un río subterráneo mal disimulado por una
placa de cemento: el nacionalismo. Se ha empleado esa teoría para explicar
los conflictos armados que surgieron tras la disolución de la URSS, como
los que, en los años, derramaron tanta sangre en los países que formaban
parte de Yugoslavia. Yo no estoy de acuerdo con esa teoría, al menos no en
el caso soviético. Espero que lector que me haya honrado con su atención
hasta este punto, también haya entendido este punto: en vez de atenuar las
divisiones identitarias, la estrategia que llevaron a cabo los bolcheviques en
las periferias no hizo más que exacerbar esas tensiones. La política de na-
cionalidades difundió entre la población el veneno lento del esencialismo.
Generaciones enteras se expusieron a él, cada ciudadano recibió un indi-
cador biológico inalienable inscrito en su pasaporte, o peor: en su mente.
Esa política terminó “naturalizando”, entre millones de personas, líneas de
fractura que sólo existían en la mente de las élites locales que habían creci-
do con los discursos nacionalistas del siglo 19.
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5. Ayer y hoy: la discriminación
positiva, pasaporte para
interminables conflictos
identitarios
Hemos llegado al final de este largo recorrido histórico tras la pista de la
política identitaria al estilo soviético. Espero que los lectores poco fami-
liarizados con Rusia no se hayan perdido con tanta referencia exótica. En
cuanto a los que conocen perfectamente esa historia, les ruego me per-
donen por las aproximaciones voluntarias que contiene este texto: recurrí
a aproximaciones con el fin de ser más convincente.
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Este afiche soviético des années 1970 dice: “Que viva la URSS,
modelo de amistad de los trabajadores de todas las nacionalidades”.
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peores Estados totalitarios del siglo 20. Por supuesto, ellos nunca aceptarán
ese tipo de comparación ¡mucho menos de parte de un viejo macho blanco
capitalista como yo!
Ya veo venir las críticas. Cuando usted establece un paralelo entre la ex-
periencia soviética y la discriminación positiva en las democracias occi-
dentales, está comparando lo incomparable. Eso equivale a chantajear a la
Historia, olvidando la especificidad del presente, como la gente que habla
de un regreso a los años treinta con temblorosa indignación en la voz. Es-
toy de acuerdo. No se trata de situaciones idénticas. Ni Estados Unidos, ni
Europa viven hoy día bajo la amenaza de un totalitarismo racialista. Pero
existen esquemas, invariantes, una lógica típica de ese pensamiento que
exige que todo lo esté asociado con la discriminación positiva tenga que
tratarse con la mayor de las desconfianzas, porque esa política, dondequie-
ra que ha sido implementada, produjo resultados dudosos, en el mejor de
los casos y nefastos en el peor. Esto lo entendió muy bien el economista
estadounidense Thomas Sowell.
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injustas. Así es como en India, la cuestión de las cuotas reservadas a los
intocables en las escuelas de medicina sirvió como carburante para las ma-
nifestaciones que acabaron con la vida de varias decenas de personas a
mediados de los 80. Al mismo tiempo, quedó claro que menos de 5% de
los puestos reservados a los intocables terminaban siendo ocupados… Sin
llegar a esos extremos, podemos mencionar esa forma de violencia que
consiste en mantener al otro en su estado de supuesta inferioridad. En Es-
tados Unidos, el economista Glenn Loury, que muchos profetas woke acu-
san de haber “traicionado a su campo”, porque es de piel negra, arremetió
recientemente contra las intenciones del alcalde de Nueva York, que quería
suspender los concursos de admisión a los liceos de excelencia pretextan-
do que los negros estaban infrarrepresentados entre los estudiantes. Según
Loury, eso equivaldría a decirles que no pueden rivalizar con los otros, que
nunca podrán estar a la altura de los más altos niveles de excelencia.
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en apariencia, en esas sociedades siguen funcionando poderosos impulsos
centrífugos. En el peor de los casos, esto puede llevar al separatismo e in-
cluso a la guerra.
Pasaron los años. La URSS se vino abajo. Los azares de la vida hicieron
que yo ahora viva en Francia. Pero nunca podré borrar de mi corazón la
herida que abrió en mí la explosión del mundo en que crecí. La URSS tenía
muchos defectos, por decirlo suavemente. Pero las cosas habrían podido
tomar otro camino. En algún momento pensé que una transición pacífica
era posible en ese antiguo Imperio ruso. Como muchos otros, no me di
cuenta del poder del discurso identitario. El mal que puede sembrar entre
los hombres. Hoy me percato del resurgimiento de esos mismos esquemas,
de los mismos errores que contribuyeron a que se instalara el caos. Me
gustaría creer que Europa, que Francia, el país que tanto amo, son inmunes
a esos discursos portadores de división. Pero a veces dudo y me da miedo.
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dispuesta a escuchar a las sirenas del diferencialismo étnico lograra ratifi-
car con fuerza de ley las divisiones de la sociedad. Cuando pienso en eso
me imagino un país aun más dividido que el de hoy. Un país donde todos
se lanzan miradas asesinas, ebrios de resentimiento hacia los miembros de
las demás “comunidades”, disputándose los pocos recursos que le quedan
a un Estado providencia moribundo, al tiempo que van preparando las
armas.
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