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Privilegio y derecho epistémico

La literatura que entabla una discusión crítica con los planteamientos de la decolonialidad, y
especialmente con la obra de Mignolo, todavía no es muy extensa. Dentro de este conjunto exiguo
cabe destacar el artículo del historiador Ricardo Salvatore «A post-occidentalist manifesto» (2006),
entre otras razones porque el propio Mignolo ha intentado responder directamente a las críticas
formuladas en dicho texto. El argumento de Salvatore, según nuestro criterio, pone de manifiesto dos
problemas que están implícitos en los trabajos del autor argentino.
En primer lugar, la pretensión de Mignolo de que una comunidad es «capaz de controlar y conservar
para sí misma su propia perspectiva, conocimiento o categorías» (Salvatore, 2006: 136). Es decir, la
definición de una política de la identidad que procura preservar y asegurar un fondo último de pureza
en la cultura. Por el contrario, según Salvatore, todo hace pensar que «el conocimiento local, como
cualquier otra clase de propiedad, está sujeto a la apropiación por parte de terceros» (136). Hablar de
mestizaje o hibridez, en este contexto, resulta más pertinente desde un punto de vista histórico, puesto
que ni América ni Europa han sido realidades culturales homogéneas y puras, exentas de mezclas y de
violencias internas que no hayan arrasado identidades locales. Pero también puede ser conveniente
hablar de mestizaje o hibridez desde una perspectiva antropológica, ya que una articulación madura
del propio «yo» no puede fundamentarse en la auto-referencialidad de una identidad que excluye la
mirada del Otro.
El segundo aspecto de la crítica de Salvatore incide en el asunto del privilegio epistémico. ¿Acaso
Mignolo no está convirtiendo a las personas oprimidas por siglos de colonialismo y a sus perspectivas
intelectuales, en los nuevos actores y discursos privilegiados? ¿Qué es aquello que le confiere un valor
superior a los escritos de un sociólogo boliviano que escribe en quechua frente a los escritos de otro
sociólogo boliviano que escribe en español, francés o inglés? (136). ¿Por qué el primero estaría más
cerca de la realidad y los problemas de los oprimidos que el segundo?
En el artículo: «La idea de América Latina (la derecha, la izquierda y la opción decolonial)» (2009), si
bien Mignolo no se hace cargo de la crítica referida a la política de la identidad, sí ensaya en cambio
una respuesta frente a las preguntas de Salvatore sobre el privilegio epistémico de «los condenados de
la tierra». Establece la unilateralidad del privilegio epistémico como un monopolio de la episteme
moderna y denuncia un prejuicio que estaría contenido en las interrogantes de Salvatore. Se pregunta
por qué problematizar el derecho que tendría un sociólogo indígena de escribir en castellano sobre la
sociedad boliviana y no, por ejemplo, la opción de Bourdieu de escribir en francés cuando estudia la
sociedad argelina. En tal sentido, según Mignolo, Salvatore estaría defendiendo el único privilegio
epistémico existente, aquél que se atribuye a sí misma la modernidad europea. Entre los subalternos no
habría privilegios posibles, solamente el derecho de argumentar a favor de sus propios intereses.
De esta forma, el pensador argentino intenta mostrar la pertinencia de su reflexión respecto a los
derechos epistémicos, frente a la asimetría que supuestamente subyace en las preguntas de Salvatore.

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En este contexto, existiría la posibilidad universal de un «devenir subalterno» a partir del gesto
personal de identificación y compromiso con la diferencia colonial. Una opción que constituye un
derecho a «intervenir política y epistémicamente» contra el racismo epistémico moderno, un derecho
compartido con aquellos que han sufrido y sufren la herida colonial indígena (Mignolo, 2009: 261).
Sin embargo, en nuestra opinión, Mignolo realmente no considera que sea lo mismo comprometerse
con una «idea decolonial» que pensar desde «la herida de los condenados de la tierra». La forma en
que se presenta la réplica a Salvatore -que modifica sin pudor el sentido último de las preguntas de
éste- nos lleva a concluir que el autor argentino intenta servirse de la retórica del esencialismo sin
hacerse cargo de sus consecuencias. El problema de los sociólogos bolivianos no tiene que ver con una
ficticia inquietud de Salvatore porque un teórico indígena escriba en castellano, sino con la pregunta
muy concreta respecto a si existe una mayor o menor correspondencia con la verdad de «los
desheredados», dependiendo de la episteme (o la lengua) que utilice un indígena para pensar su propia
historia. Hacerse cargo efectivamente de esta interrogante, obligaría a valorar el estatuto del discurso
que construye un indígena desde el «sufrimiento fronterizo», pero con herramientas conceptuales de
origen europeo.
En Inflexión Decolonial (2010), Eduardo Restrepo y Axel Rojas intentan rescatar a Mignolo de la que
consideran como una de las más frecuentes formas de tergiversación que afectan a la teoría decolonial:
la acusación de «esencialismo». Esta crítica afirmaría –como, en efecto, hemos sostenido a lo largo de
este trabajo – que el pensamiento decolonial «establece una correspondencia necesaria entre un lugar
ontológico o social y la posición política o epistémica» (Restrepo, Rojas, 2010: 187). Restrepo y
Rojas, en un gesto que ya es significativo por sí mismo, recurren a los trabajos de Ramón Grosfoguel,
otro de los miembros destacados del colectivo modernidad/colonialidad, para responder a esta crítica.
De acuerdo a Grosfoguel la ubicación epistémica no se derivaría mecánicamente del lugar social. Estar
situado en el «locus» del oprimido, compartir el espacio de la negación y la exclusión, no garantizaría
por sí mismo el hecho de que se esté en disposición de una episteme efectivamente subalterna
(Restrepo, Rojas, 2010: 188). Habría, por ende, que establecer una diferencia entre «ubicación» (como
lugar del pensamiento) y «perspectiva» (como la posición asumida). Entre ambos elementos no
existiría una relación directa y necesaria, lo cual no significa que el lugar desde el que se piensa sea un
asunto completamente irrelevante.
Según Restrepo y Rojas, Mignolo compartiría este punto de vista de Grosfoguel. De tal modo que
sería preciso comprender, desde estos supuestos «anti-esencialistas», su concepto de pensamiento
fronterizo. La diferencia colonial correspondería al lugar de pensamiento de los subalternos, con
respecto al cual resulta posible la identificación y el compromiso. Es decir, habría un pensamiento
fronterizo que consiste en el gesto de asumir el lugar del otro, aunque mi propia ubicación sea
radicalmente distinta. En este sentido, Bartolomé de Las Casas o Karl Marx, por ejemplo, serían
autores fronterizos porque, pese a no compartir la experiencia del sujeto-colonial, consiguen pensar en
la opresión que padece el indígena o en la condición paupérrima del proletariado.

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Sin embargo, Restrepo y Rojas omiten un detalle muy importante. Mignolo se ha preocupado de
justificar una distinción entre pensamiento fronterizo en cuanto tal y lo que denomina: pensamiento
fronterizo débil. Si «el pensamiento fronterizo fuerte surge de los desheredados, del dolor y la furia de
la fractura de sus historias, de sus memorias, de sus subjetividades, de su biografía» (Mignolo, 2003:
28) como sería el caso de Pomá de Ayala o Frantz Fanon; el pensamiento fronterizo débil no nacería
del sufrimiento, sino que lo producirían «quienes no siendo desheredados toman la perspectiva de
éstos» (28). Las Casas o Marx, entonces, representan casos específicos de esta segunda modalidad de
border thinking.
En nuestro criterio, al utilizar la expresión «débil» Mignolo está identificando al mismo tiempo un
déficit y un valor suplementario. Por una parte, estaría la carencia constitutiva de todo pensamiento
comprometido aunque des-localizado, la ausencia de la marca del dolor que nace del lugar desde el
que se habla; y, por otro lado, se encontraría la paradójica potencia del desheredado, el «plus» de
legitimidad que otorga hablar en primera persona de la violencia y la exclusión. Así, por ejemplo, cabe
entender la diferencia que Mignolo establece entre el pensamiento de Pomá de Ayala y Las Casas.
Aunque ambos autores escriban desde el soporte intelectual del cristianismo y lo hagan para
reivindicar la subalternidad indígena, el primero dispondría del privilegio de pertenecer a la cultura
amerindia y el segundo padecería del «déficit epistémico» de no ser un desheredado.
Por Guaman Pomá de Ayala circularía la sangre de la víctima, en su carne se inscribiría como una
huella profunda el acto totalitario de la episteme conquistadora. Evidentemente, todo esto es lo que
falta en Bartolomé de las Casas, quien por mucho que exacerbe su identificación con el padecimiento
de los «simples», «humildes» y «pacíficos» indios, nunca será uno de esos hombres «mansos» e
«inocentes»1. Por lo tanto, aquello que permite discriminar la fortaleza o debilidad del pensamiento
fronterizo representa una estructura etno-racial que es modelada por el lugar y que condiciona el valor
superior de una perspectiva. De esta forma, la colonialidad del poder, como un principio constitutivo
del sistema-mundo moderno, ha quedado completamente invertida y reproducida en el interior del
proyecto decolonial. Mignolo incorpora irreflexivamente la clasificación etno-racial, que él mismo
había denunciado como característica de la modernidad, en la esencia de su propuesta de un
pensamiento disidente.
Se podría contra-argumentar que el análisis sobre Pomá de Ayala y Las Casas constituye nada más
que un episodio particular del planteamiento general del autor argentino, una especie de pequeño
traspié que se produce al introducir la idea de un pensamiento fronterizo débil. No obstante, este tipo
de argumentación representa un recurso habitual del que se sirve Mignolo. En la entrevista con
Antonio Lastra que hemos citado al inicio de este artículo, por ejemplo, señala: «la situación de
Guaman Pomá con respecto a Las Casas es semejante a la de Khatibi con respecto a Nietzsche»
(Lastra, 2012: 72).

1
Todas estas expresiones pertenecen al propio Bartolomé de Las Casas (1992: 14).

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Resulta interesante observar esta similitud porque subraya que la diferencia, entre los dos autores del
siglo XVI-XVII, responde a un principio que se reproduce en otros contextos históricos. Abdelkebir
Khatibi fue un escritor marroquí que desarrolló una crítica de las «metafísicas» occidental e islámica a
partir del «Magreb» como lugar geohistórico de enunciación (Mignolo, 2003: 132). Dentro de este
marco, según Mignolo, Khatibi aprueba y al mismo tiempo toma distancia de las críticas de Nietzsche
a la cultura moderna y al cristianismo, porque asume la singularidad de su ubicación como pensador
árabe/islámico enfrentado a la modernidad europea y a la cristiandad (134). De un modo similar, Pomá
de Ayala podría aplaudir y aprovechar las críticas de Las Casas a la «ratio» imperial hispánica, pero
dice «gracias, pero no» ante el proyecto de conversión y evangelización. Como se podrá advertir,
nuevamente se trata del primado del lugar como fuerza que determina «una diferencia epistémica
irreductible» (133).
Una idea similar se deja entrever también en una anécdota que Mignolo se permite relatar en su
artículo «La idea de América Latina (la derecha, la izquierda y la opción decolonial)» (2009). Cuenta
que mientras asistía en Ámsterdam a la Summer School on Black Europe, en la que intervenía el
historiador británico marxista Robin Blackburn 2, le preguntó a Kwame Nimako, africanista de origen
ghanés y director de la Escuela, por la diferencia entre la crítica de Blackburn a la esclavitud y el
célebre libro de Eric Williams: Capitalismo y esclavitud (2011).
La pregunta, cabe subrayarlo, implica el supuesto de que algún tipo de diferencia tendría que existir
entre una crítica marxista de la esclavitud formulada por un académico europeo, y una crítica marxista
de la esclavitud expuesta por un hombre de color. Nimako, al parecer, confirma la sospecha de
Mignolo y desarrolla una respuesta lo suficientemente significativa como para que el pensador
argentino estime relevante citarla en su artículo: «Blackburn (dice Nimako), como es blanco, necesita
del marxismo para criticar la esclavitud; Williams en cambio, no lo necesita» (Mignolo, 2009: 261).
Es decir, Williams tendría una vinculación con el legado de la experiencia esclavista y del racismo
que va mucho más allá del marxismo, haciendo de este último una «perspectiva débil». Mignolo
afirma que no se trata de un privilegio epistémico, sino «del derecho que tienen los intelectuales y
activistas negros de no continuar siendo hablados y representados por honestos intelectuales blancos»
(2009: 262). Pero la anécdota esconde, en nuestra opinión, otro sentido: que el derecho al que se
refiere Mignolo no consiste en un espacio democrático e igualitario de los discursos, con
independencia del lugar del que procedan o de la raza de aquel que los pronuncie. Aquí se apela más
bien, y de una forma inconfesada, a un derecho que otorga el dolor de la tierra y la sangre, y que
produce un espacio asimétrico y unos actores privilegiados.
La diferencia entre pensamiento fronterizo fuerte y débil emerge incluso cuando Mignolo se refiere a
los autores que más han contribuido a la elaboración del léxico decolonial. En su artículo:
«Geopolítica del conocimiento y diferencia colonial», por ejemplo, distingue las aportaciones teóricas
2
Autor, entre otras obras, de: The overthrow of colonial slavery, 1776-1848 (1988), The making of new world
slavery: From the baroque to the modern, 1492-1800 (1997) y The american crucible: Slavery, emancipation
and human rights (2011)

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de Quijano, Dussel y Wallerstein en los siguientes términos: « (…) al sociólogo Quijano y al filósofo
Dussel los une la experiencia y la trayectoria descolonial latinoamericana o, mejor dicho, una historia
local de la diferencia colonial. Wallerstein, en cambio, habita la diferencia imperial (…)» (2011b: 16).
Una «experiencia», una «historia local», un «habitar», en definitivas cuentas: algo que comparten
algunos y otros no.
Dicha experiencia puede ser descrita, según Mignolo, como una herida colonial (Lastra, 2012: 70). Es
decir, existirían ciertos sujetos que comparten la experiencia de la deshumanización y del racismo, que
han vivenciado el sentimiento de la ausencia de algo en la lengua, en las costumbres, en sus formas de
vivir. Una falta que no es un déficit, sino una extirpación violenta perpetrada por la expansión imperial
de occidente y que se refleja en todos los campos de la existencia. Esto es la herida colonial, un golpe
traumático que se hereda generación tras generación en las periferias subalternas. La opción
decolonial, entonces, nace de este daño infligido, de «las historiales locales que, a lo largo de cinco
siglos, se enfrentaron con la única manera de leer la realidad monopolizada por la diversidad
(cristiana, liberal, marxista) del pensamiento único occidental» (Mignolo, 2009: 254).
Ahora bien, si la diversidad del pensamiento único occidental posee como principio operativo común
la violencia, la exclusión y el ocultamiento de la misma, y si la perspectiva decolonial se caracteriza
por ser la expresión discursiva única de la herida colonial, es necesario concluir que el pensamiento
fronterizo dispone de un privilegio epistémico real frente al pretendido e ilusorio privilegio de la
«ratio» europea. Mignolo sería más honesto intelectualmente si lo reconociera de forma explicita: el
border thinking se fundamenta en el privilegio de la víctima para denunciar la herida colonial.
Aquel que pertenece a la historia y a la herencia del dolor tendría una autoridad cognoscitiva lo
suficientemente legítima como para producir una perspectiva subalterna. Del otro lado de la herida,
todo eventual compromiso crítico con el subalterno o todo interés de denuncia, se verían lastrados por
la densidad de otra herencia: la de pertenecer inevitablemente a un espacio contaminado por el
dominio y el control de su propia alteridad. De ahí se deriva la calificación de eurocentrismo que la
teoría decolonial atribuye de un modo obsesivo a cada gesto de un discurso alternativo. Las Casas,
Kant, Hegel, Marx, Foucault, Derrida, Deleuze, Spivak, Said, Sen, Appiah, Sousa Santos, Zizek,
Hardt, Negri e incluso Wallerstein, todos ellos pertenecerían a la infinita galaxia eurocéntrica.
En suma, convertir la escena originaria de la víctima y el victimario en un vector de la historia de los
últimos siglos implica una inversión del racismo epistémico que se había denunciado como una
propiedad estructural del sistema-mundo moderno/colonial. Frente a esto, la opción que nosotros
defendemos consistiría en ejercer la tarea del pensar sin que se distribuyan pasaportes de legitimidad
o validez discursiva en la antesala de cualquier debate, sin que se asigne el «rol epistémico» de víctima
o verdugo como cuestión previa a cualquier investigación o posicionamiento crítico. Como decía
Foucault en un célebre pasaje de L’archeologie du savoir: «Más de uno, como yo sin duda, escriben
para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una

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moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de
escribir» (1969: 28).

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