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Tras el estallido de la primera guerra mundial, la pregunta aún se volvió más urgente. En el
frente de batalla, fallecían más soldados víctimas de infecciones causadas por las heridas, que
en las trincheras. Fue entonces cuando el problema adquirió un interés particular para el
bacteriólogo escocés Alexander Fleming destinado al laboratorio de un hospital de campaña
en Francia. Había llegado recomendado por sus superiores por su experiencia como médico
privado en Londres. Allí había establecido un próspero negocio tratando la sífilis de artistas
famosos con un nuevo compuesto llamado salvarsán (que significa “el que salva mediante el
arsénico”), y se le ocurrió que podría hallarse algo parecido que fuera igualmente útil contra
las infecciones que resultaban tan devastadoras en las trincheras.
Fleming nació en una región rural y remota de Escocia en 1881, pasó gran parte de su infancia
en contacto con la naturaleza. Para el futuro científico, la experiencia fue formativa.
“inconscientemente aprendimos muchísimo de la naturaleza”, observó posteriormente,
refiriéndose a él y a sus hermanos.
Cuando se fue de vacaciones, por alguna razón se olvidó de guardar sus cultivos de la bacteria
Staphylococcus aureus en las estufas, donde se hubieran mantenido calientes
Llegamos a este punto y vale la pena explicar un poco la disposición del laboratorio. Como a
Fleming le era casi imposible abrir su ventana, solía dejar la puerta abierta para que circulara
un poco de aire. Dicha puerta daba a un tramo de la escalera y en el piso de abajo había otro
laboratorio que estaba siendo usado por un joven micólogo irlandés, C.J. La Touche, cuya
puerta se abría al mismo tramo de la escalera. Por entonces, La Touche estaba trabajando con
un moho que como se demostraría, tenía propiedades muy interesantes.
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También el tiempo fue propicio, durante la ausencia de Fleming. Londres se vio afectada por
una temperatura insólitamente fría, seguida inmediatamente de un retorno de calor, un ciclo
que hizo que las esporas del laboratorio de La Touche florecieran en su nuevo hogar del piso
de arriba.
Cuando Fleming regresó de sus vacaciones en septiembre, empezó a desechar algunas de las
placas de Petri que había dejado fuera de la estufa. De ordinario, la contaminación en el
trabajo bacteriológico es lo que para los agricultores son las malas hierbas. Cuando un cultivo
está contaminado, normalmente el primer instinto de un científico es desecharlo y empezar
de nuevo. Y esto es exactamente lo que Fleming se dispuso a
hacer en una especie de limpieza rutinaria.
Dedujo correctamente que el hongo debía haber liberado una sustancia que simultáneamente
destruyó los microorganismos existentes e inhibió su crecimiento ulterior. Pues bien, este
descubrimiento, que literalmente fue extraído de los desechos, iba a cambiar el curso de la
historia.
Pero hizo falta un científico perspicaz como Fleming para observar en primer lugar el insólito
efecto del halo y después reconocer su significado. Este fue su momento de ¡eureka!,
resultado de una combinación de intuición personal y de razonamiento deductivo. Sus largos
años de preparación habían dado sus frutos.
Fleming no había descubierto Penicillium, la existencia de este género de hongo no era ningún
misterio y se conocían bien sus efectos. En 1871, el cirujano inglés Joseph Lister se dio cuenta
por casualidad de que el hongo podía detener el crecimiento de gérmenes. Otros dos
investigadores (John Tyndall en 1875 y D. A. Gratia en 1925) también habían advertido la
acción antibacteriana del hongo.
Pero, al igual que Lister, no parece que apreciaran la importancia sus observaciones, ni
realizaron los experimentos necesarios para descubrir por qué exactamente el hongo mataba
a las bacterias. Una de las razones por las que la ciencia no avanza de manera continuada en
una especie de macha inexorable de progreso es que los descubrimientos a veces se pasan
por alto, o son desacreditados porque no concuerdan con la sabiduría convencional. En cierta
medida esto fue lo que sucedió con la penicilina
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hacía gala de su característica modestia: “Mi único mérito es que no pasé por alto la
observación y seguí el tema como bacteriólogo”.
Lo que también resultó evidente es que no bastaba con realizar un descubrimiento notable; si
había de tener algún uso práctico, debía investigar también la sustancia con la que de manera
tan fortuita había dado.
Fleming, que no se caracterizó nunca por utilizar una prosa encendida, sencillamente señaló:
“Me interesé lo suficiente para continuar con el asunto”.
Entonces se preguntó qué ocurriría si exponía parte de su propia saliva a la sustancia que
formaba el Penicillium notatum. Puesto que la saliva está llena de todo tipo de bacterias,
supuso que tendría un efecto pronunciado. Puso la muestra de saliva en una placa de Petri
con agar y la colocó en l estufa. Como esperaba, colonias de varios tipos de bacterias
crecieron rápidamente. Después añadió penicilina. Algunas colonias fueron eliminadas, otras
continuaron creciendo. Las que fueron destruidas eran evidentemente sensibles a la
penicilina.
En otros experimentos encontró que, mientras que la penicilina era eficaz contra las bacterias
que causaban la fiebre tifoidea, la disentería y determinadas infecciones intestinales,
funcionaba bien contra las bacterias que causaban la neumonía, la sífilis, la gonorrea, la
difteria y la escarlatina.
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descubrimiento, posteriormente no participó en la investigación de purificación del
antibiótico. Sin embargo, se aseguró de salvaguardar la insólita cepa de Penicillium notatum
para la posteridad y continuó facilitando muestras del hongo a otros investigadores.
TAREA:
PREGUNTAS
3. ¿Qué profesión estudió Alexander Fleming y con qué nuevo compuesto y contra que
estaba trabajando cuando fue llamado por sus superiores?