Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

La Edad Media de Chile: Historia de la Iglesia: desde la fundación de Santiago a la incorporación de Chiloé 1541-1826
La Edad Media de Chile: Historia de la Iglesia: desde la fundación de Santiago a la incorporación de Chiloé 1541-1826
La Edad Media de Chile: Historia de la Iglesia: desde la fundación de Santiago a la incorporación de Chiloé 1541-1826
Ebook1,410 pages27 hours

La Edad Media de Chile: Historia de la Iglesia: desde la fundación de Santiago a la incorporación de Chiloé 1541-1826

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

La Edad Media de Chile presenta un notable esfuerzo de recopilación histórica acerca de la fundación de la Iglesia Católica en el paí­s. Aborda no solo la evolución de las primeras comunidades sino que aporta a la comprensión histórica, cultural y religiosa de una época. A través de hechos concretos, obras y tradiciones de este legado, este libro nos adentra en un cosmos de relaciones e intercambios marcados por el encuentro y la diversidad cultural entre "primero" los conquistadores y los pueblos indí­genas. Luego, el proceso de fusión de la Conquista y la Colonia, para, finalmente, describir el rol de la Iglesia durante la formación de la República.
LanguageEnglish
PublisherEdiciones UC
Release dateOct 2, 2016
ISBN9789561425859
La Edad Media de Chile: Historia de la Iglesia: desde la fundación de Santiago a la incorporación de Chiloé 1541-1826

Related to La Edad Media de Chile

Related ebooks

History (Religion) For You

View More

Related articles

Related categories

Reviews for La Edad Media de Chile

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    La Edad Media de Chile - Gabriel Guarda

    A la memoria de S.E. Rvdma el Cardenal Raúl Silva Henríquez.

    AGRADECIMIENTOS

    Excma. Rvdma. Mons. Giuseppe Pinto, antiguo Nuncio Apostólico en Chile.

    Eminencia Rvdma. Cardenal Ricardo Ezzati Andrello, Arzobispo de Santiago.

    Mons. Ignacio Muñoz, Canónigo de la Catedral de Santiago.

    Alvaro Sahieh, Santiago.

    Juan Pablo Morgan, Santiago.

    Patricia Novoa, Santiago.

    Álvaro Vidal, Santiago.

    Pepa Foncea, Catapilco.

    María Elena Troncoso, Santiago.

    Rodrigo Moreno Jeria, Santiago.

    Magdalena Krebs, DIBAM.

    Francisca Valdés Valdés, DIBAM.

    Natalia Vial, DIBAM.

    Eliana Peña Córdoba, Biblioteca Nacional, Sala Americana J. T. Medina, Santiago.

    Wilma Stuardo Osorio, Biblioteca Nacional, Sala Americana J. T. Medina, Santiago.

    Rafael Sagredo, Biblioteca Nacional, Sala Medina, Santiago.

    Mario Monsalve, Biblioteca Nacional, Sala Medina, Santiago.

    Juan José Alfaro, Biblioteca Nacional, Sala Medina, Santiago.

    Gonzalo Catalán, Biblioteca Nacional, Santiago.

    Bárbara de Voss, Museo Histórico Nacional, Santiago.

    Ximena Cruzat, Museo Histórico Nacional, Santiago.

    Isabel Alvarado, Museo Histórico Nacional, Santiago.

    Juan Manuel Martínez, Santiago.

    María Eugenia Barrientos Harbin, Archivo Nacional, Santiago.

    Osvaldo Villaseca, Achivo Nacional, Santiago.

    Iván Inostroza, Archivo Nacional, Santiago.

    Luis Martínez, Archivo Nacional, Santiago

    R. P. Rigoberto Iturriaga, O.F.M., Archivo de San Francisco, Santiago.

    Loreto Lucar, Museo San José del Carmen del Huique.

    Milán Ivelic, Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago.

    Javier González Echenique (+) Academia Chilena de la Historia, Santiago.

    R. P. Walter Hanisch, S.J. (+) Academia Chilena de la Historia, Santiago.

    José Miguel Barros, Academia Chilena de la Historia, Santiago.

    Bernardino Bravo Lira, Academia Chilena de la Historia, Santiago.

    Sergio Martínez Baeza, Academia Chilena de la Historia, Santiago.

    José Armando de Ramón (+), Academia Chilena de la Historia, Santiago.

    René Millar Carvacho, Academia Chilena de la Historia, Santiago.

    Hernán Rodríguez Villegas, Academia Chilena de la Historia, Santiago.

    R. H. Beda Estrada, O.S.B., Monasterio Benedictino de la Santísima Trinidad, Santiago.

    R. H. Javier Domínguez Philippi, O.S.B., Monasterio Benedictino de la Santísima Trinidad, Santiago.

    Alejandra Araya, Universidad de Chile, Santiago.

    Antonia Rebolledo, Universidad de Chile, Santiago.

    Angélica Zegers, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago.

    Paulina Benavides, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago.

    Fernando Balmaceda, Santiago.

    R. Hna. Nilda, Nunciatura Apostólica, Santiago.

    Sr. Embajador Alberto Labbé Galilea, Embajada de Chile en Panamá.

    Jaime Gandarillas Infante, Santiago.

    María Inés Gandarillas de Valdés, Santiago.

    Marta Cruz Coke, Corporación Patrimonio Religioso y Cultural de Chile.

    Mary Rose Mac Gill, Santiago.

    Gabriela Murillo, Santiago.

    Mari Carmen García Atance de Claro, Santiago.

    Isabel Cruz de Amenábar, Santiago.

    Luz María Williamson, Santiago.

    René Lara, Santiago.

    María Graciela Fernández, Santiago.

    Elisabeth Wicha, Santiago.

    Cynthia Ramírez, Santiago.

    Agustín Edwards Eastman, Santiago.

    Eugenio Irarrrázaval Echeverría, Santiago.

    Ilonka Csillag Pimstein, Santiago.

    Fernando Guzmán Schiappacasse, Universidad Adolfo Ibáñez, Valparaíso

    Carmen Pizarro, Santiago.

    Clemente Guarda Weiss, Santiago.

    Benjamín Lira Valdés, Santiago.

    Magdalena Pereira, Fundación Altiplano, Arica.

    E. Rvdma. Mons. Gaspar Quintana Jorquera, Obispo de Copiapó.

    Eduardo Tapia Donoso, Archivo, Biblioteca y Museo de la Diócesis de Copiapó.

    E. Rvdma. Mons. Manuel Donoso Donoso, Arzobispo de La Serena.

    Guido Díaz Passi, Museo de la Catedral, La Serena.

    Ximena Olivares de Salas, Vicuña.

    Arturo Serey Cortés, Illapel.

    E. Rvdma. Mons. Cristián E. Contreras Molina, Obispo de San Felipe.

    R. P. Antonio Albornoz, Parroquia de Petorca.

    Germán Domínguez, Director del Museo del Carmen, Maipú.

    René Navarro, Museo del Carmen, Maipú.

    Carla Miranda, Museo del Carmen, Maipú.

    Clara Navarro, Museo del Carmen, Maipú.

    Manuel Jesús Sierra Ortiz, Museo del Carmen, Maipú.

    Antonio Fuentes Palma, Museo del Carmen, Maipú.

    Ximena Garri Hammersley, Archivo Edwards, Graneros.

    Carlos Alberto Cruz Claro, Santiago.

    José Luis Coo Lyon, San Francisco de Mostazal.

    R.M. Alejandra Izquierdo, O.S.B., Monasterio de Benedictinas de La Asunción, Mendoza, Rengo.

    Claudia Campaña, Pontificia Universidad Católica de Chile.

    Rodrigo Sanders, Concepción.

    Excma. Rvdma. Mons. Ignacio Ducasse, obispo de Valdivia.

    Carlos Guarda Geywitz (+), Museo de la Catedral, Valdivia.

    Ivonne Bravo de Fried, Museo de la Catedral, Valdivia.

    Ana Acuña, Centro Cutural El Austral, Valdivia.

    Rodrigo Torres, Valdivia.

    R. P. Boldy Morales, O.F.M., convento franciscano Dulce Nombre de Jesús, Castro.

    Dante Montiel Vera, Castro.

    Álvaro Vidal, Castro.

    Excmo. Sr. Marqués de Castrillón, Director de la Real Academia de la Historia, Madrid.

    Dalmiro de la Válgoma (+), Secretario Perpetuo de la Real Academia de la Historia, Madrid.

    Eloy Benito Ruano, Secretario Perpetuo de la Real Academia de la Historia, Madrid.

    María Luisa López Vidriero, Directora de la Biblioteca Nacional, Madrid.

    Teresa Rodríguez González, Biblioteca Nacional, Madrid.

    Milagros del Corral Beltrán, Biblioteca Nacional, Madrid.

    Luis Sánchez Belda, Archivo Histórico Nacional, Madrid.

    Carmen Sierra Bárcena, Directora del Archivo Histórico Nacional, Madrid.

    Jesús Gaite Pastor, Subdirector del Archivo Histórico Nacional, Madrid.

    Matilde López Serrano, Biblioteca de Palacio, Madrid.

    Consolación Morales, Biblioteca de Palacio, Madrid.

    Coronel Cesáreo Justel Cadierno, Servicio Geográfico del Ejército, Madrid.

    Honorio Iglesias Longo, Instituto de Historia y Cultura Militar, Madrid.

    Víctor Espinoz Orlando, Servicio Histórico Militar de Madrid.

    Excmo. Sr. Marqués de Torre Tagle, Madrid.

    José de la Peña Cámara, Archivo General de Indias, Sevilla.

    Rosario Parra Cala, Archivo General de Indias, Sevilla.

    José Manuel Díaz Blanco, Sevilla.

    Carmen Crespo.

    Juan Pablo Fusi Aspuru.

    E. Rvdma. Mons. Rubén Salazar, Presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia.

    E. Rvdma. Mons. Iván Antonio Marín López, Arzobispo de Popayán, Colombia.

    E. Rvdma. Mons. Antonio Arregui Yarza, Arzobispo de Guayaquil, Ecuador.

    R. P. Nicolás Dousdebés, Secretario General Adjunto de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, Quito.

    Arturo Griffin Barros, Quito.

    Ignacio Griffin Valdivieso, Quito.

    Christoph Hirtz, Quito.

    E. Rvdma, Dr. Juan López Tormaleo, Cuenca, Ecuador.

    María Belén de Salvador, Cuenca, Ecuador.

    E. Rvdma. Mons. Miguel Cabrejos Vidarte, O.F.M., Arzobispo de Trujillo, Perú.

    Germán Carnero Roqué, Museo de Arte de la Universidad Mayor de San Marcos, Lima, Perú.

    Guillermo Lohmann Villena (+), Lima, Perú.

    Arqto. José Correa Orbegozo, Lima, Perú.

    Arqto. Roberto Samanez Argumedo, Cuzco, Perú.

    Klaus Berckolz Benavides, del Sodalicio de Vida Cristiana, Lima, Perú.

    Gustavo López, Lima , Perú.

    Luis Sardón Cánepa, Arequipa, Perú.

    Patricio Latapiat, Cónsul de Chile en Tacna, Perú.

    E. Rvdma. Cardenal Julio Terrazas Sandoval, Presidente de la Conferencia Episcopal, La Paz, Bolivia.

    Teresa Gisbert de Mesa, La Paz, Bolivia.

    Pedro Querejazu, La Paz, Bolivia.

    Anita Suárez de Terceros, Museo de Arte Sacro, Santa Cruz, Bolivia.

    Alberto G. Bellucci, Director del Museo Nacional de Arte Decorativo, Buenos Aires.

    ÍNDICE

    Prólogo a la segunda edición. Gabriel Guarda, O.S.B.

    LA REPÚBLICA DE LOS NATURALES

    La primera Evangelización

    El recurso de seglares

    La comunicación y el lenguaje

    El papel de la encomienda

    Su evolución

    La Segunda evangelización. Después de Trento

    Doctrinas

    Misiones

    Misioneros

    La creación de ‘pueblos de indios’

    La guerra de Arauco

    La idea de conquista en el pensamiento religioso del siglo XVI

    La crueldad de los tiempos

    Los cautivos de la guerra

    La esclavitud de los ‘indios de guerra’

    Los ‘indios de servicio’

    La peste

    Testimonios de una escurridiza realidad

    Parlamentos y paces

    La Iglesia, realista defensora de los indígenas

    El Real Colegio de Naturales

    El legado musical y el arte de enseñar

    LA REPÚBLICA DE LOS ESPAÑOLES

    LOS OBISPADOS

    Santiago

    La Imperial-Concepción

    El vicariato de Paposo y el proyectado obispado para Valdivia y Chiloé

    Los obispos

    El regio patronato indiano

    Sínodos y concilios

    Visitas pastorales y ad limina

    EL CLERO

    Las vocaciones

    Clero diocesano

    Formación del clero. Los seminarios

    La ordenación de indigenas

    LAS ÓRDENES

    Los mendicantes

    Mercedarios

    La familia franciscana

    Los franciscanos de Propaganda fide y los franciscanos en Chiloé

    Dominicos

    Agustinos

    La Compañía de Jesús

    La expulsión

    Hospitalarios de san Juan de Dios

    Vida monástica masculina

    MONASTERIOS DE MONJAS

    La vida religiosa femenina

    Educación y cultura

    La otra cara de los monasterios

    EL LAICADO

    La cristiandad seglar

    Formación

    Teología

    Apostolado de laicos

    Suplencia de los eclesiásticos

    La institución de los fiscales

    Ejercicios y retiros espirituales

    Casas de ejercicios

    Órdenes terceras, cofradías y hermandades

    Tránsito al estado religioso

    Composiciones, restituciones y legados

    LA CELEBRACIÓN

    El tiempo litúrgico: ciclo temporal

    Ciclo santoral

    Los sacramentos ‘de iniciación’: bautismo, confirmación y eucaristía

    La eucaristía

    Las sacramentos ‘de estado’: matrimonio y orden

    Sacramentos que restituyen la vida: La Penitencia y La Unción

    Sacramentales y devociones

    La ciudad de Dios

    Un gran espacio sacral

    Las iglesias. Santiago

    Concepción

    Las iglesias de las ciudades del reino

    La dignidad del culto

    En las fuentes de la piedad popular

    CULTURA

    La educación

    Libros y ciencia

    Disciplinas del espíritu

    Arte, música y canto

    Drama

    Danza

    Pintura

    Escultura

    La plata

    LA ILUSTRACIÓN

    Una ilustración católica

    Una élite social y eclesiástica

    Las expediciones científicas

    La reforma de las órdenes y el VI Concilio Limense

    Los cementerios fuera del poblado

    Religión y política

    EL RÉGIMEN DE CRISTIANDAD

    Manifestaciones de piedad

    Religiosidad pública y privada

    Dos singulares testimonios

    Muestras de piedad

    Una estricta moral

    La unidad de fe

    La familia como célula de formación cristiana

    La esclavitud negra

    LA IGLESIA DURANTE EL PROCESO DE LA INDEPENDENCIA

    Cambios

    Obispos españoles e indianos

    Clero secular y regular

    Los regulares

    El pueblo fiel

    El despojo de las iglesias

    LOS BIENES DE LA IGLESIA

    Las bases de la economía

    Cargas de los bienes eclesiásticos

    El obispado de Santiago

    Concepción

    Las órdenes

    Monasterios de monjas

    Censos

    Capellanías

    CENTROS DE EVANGELIZACIÓN

    Iglesias

    Trazados Armónico s

    Fundadores

    Oratorios privados, capillas rurales y fortificadas

    Fortificaciones y capillas

    Pueblos de indios y la Araucanía

    Impronta urbana

    LAS OBRAS DE MISERICORDIA

    Saciar el hambre y la sed

    La hospitalidad y el vestido del desnudo

    Solicitud por los enfermos

    Servicio de las cárceles

    El mandamiento nuevo

    El ejercicio de la justicia

    APÉNDICES

    Abreviaturas y siglas más usadas

    Notas

    Bibliografía

    Índice de láminas

    Índice onomástico

    Santiago Matamoros. Escuela Española, siglo XVIII, 208 x 110 cm. Iglesia de Santo Domingo, La Serena.

    PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

    A FINES DE 2011 SE PUBLICÓ LA PRIMERA EDICIÓN DEL PRESENTE ESTUDIO, precedido de una conceptuosa introducción de S.E. Rvdma. Mons. Ricardo Ezzati Andrello, B., arzobispo de Santiago, de una carta de la Sra. Marta Cruz Coke Madrid, Presidenta de la Corporación del Patrimonio Religioso y Cultural de Chile y de D. Álvaro Sahieh Benecck, Presidente de la Fundación CorpArtes, gracias a cuya generosidad fue posible aquella edición.

    Sujeta a la Ley de Donaciones Culturales, de 602 páginas y 517 ilustraciones, fue una edición de lujo, hermosa, merecido marco al noble tema tratado. Sin embargo, las limitaciones que impone la ley impidieron su adquisición en librerías, limitando el principal objeto de toda publicación, que pueda venderse y llegar a todos los interesados.

    La presente edición, cumplidos ya más de dos años, hace posible lo último, cuidando todos los valores de la primera, aunque reduciendo en la medida de lo posible aquello que no alteraba los contenidos, juntamente con el número de láminas, incluyendo en cambio aportes surgidos en el intertanto.

    Para mejor orientar al lector, aprovechamos de repetir aquí algunos de los conceptos más ilustrativos de nuestro prólogo a la primera edición, que titulamos Historia de una Cristiandad.

    Relataba allí el porqué de la elección del título, que en 1961 había usado en mi estudio Formas de devoción en la Edad Media de Chile, objetado en esa ocasión por parte de nuestro gran crítico literario Raúl Silva Castro, por juzgar no ser lícito el recurso arbitrario a las designaciones de períodos consagrados por la historiografía, so riesgo de confusión. Tenía toda la razón; nunca más reincidí y me atuve obediente a las directrices de aquel sabio y recordado maestro.

    Pero llegado el momento de dar forma a un proyecto tan largamente elaborado, como es el presente, decía que buscando un término que ilustre fácilmente al lector sobre una de las características, sobre el sello de la época, no había resistido a la tentación de volver sobre él.

    Los siglos del período español, o coloniales, visualizados desde la historia de la Iglesia, tienen todas las características del régimen que en ese plano ha sido llamado de cristiandad; y nada más identificativo de la Edad Media que precisamente aquel régimen. Dentro de la libertad que la titulación actual confiere al más variado género de publicaciones, la revisión del mismo término Edad Media, por los especialistas del período, no me pareció tan mal recurrir a aquel vocativo que sugiere tantísimo más de lo que dicen sus dos palabras. Por otra parte, sin entrar en la discusión sobre el concepto, ni forzar la explicación de los hechos, creo que el lector común irá descubriendo aquí y allá cómo se justifica tal calificativo, que diferencia en forma tan rotunda su antes y después temporal. No obstante los profundos cambios que se operan por la Ilustración en el siglo XVIII, aparte su manifestación en altas esferas administrativas y en un restringido círculo social, sobre todo, en la península, en el conjunto del pueblo fiel siguieron presentes las modalidades del régimen descrito, en no pocos casos, aún instalada la república, en ciertos lugares, hasta hoy.

    Ladero Quesada¹ dice que la cuestión sobre los antecedentes medievales de la conquista y organización de las Indias españolas es un tema antiguo, pero siempre presente en las preocupaciones de los historiadores de América; Thomas Madden,² refiere que aunque las conquistas de México y Perú no fueron en sí mismas cruzadas, la cultura cruzada jugó un papel esencial en ellas; los papas, los monarcas españoles y los conquistadores vieron naturalmente a los habitantes del Nuevo Mundo a través de los lentes de cuatro siglos de cruzadas; los conquistadores eran guerreros de Cristo en una tierra infiel [...]; también deseaban ardientemente el botín, todos hechos que concordaban con características establecidas en las cruzadas; Fernando Aliaga, refiriéndose al ataque a Santiago en septiembre de 1541, dice que demuestra que la conquista queda dentro de la concepción de cruzada o de guerra santa.³ Las indulgencias concedidas en 1611 por Paulo V para quienes rogasen por la paz del reino de Chile, están igualmente dentro de la línea que tratamos.⁴

    La práctica de los singulares combates, el dar el Santiago en las batallas, la movilización popular con motivo de las elecciones de provinciales de las órdenes mendicantes y de las abadesas en los monasterios de monjas, las agresivas luchas entre las órdenes, no solo en el plano de puntos doctrinales, sino hasta llegar a las manos, son todas circunstancias que repiten ejemplos observados en la Edad Media. Isabel Cruz⁵ ve en el trasplante a América de municipios, gremios, encomiendas, reparticiones, esclavitud, Inquisición y comercio regulado, elementos medievales tsimplemente adaptados a la nueva realidad indiana. La vigencia de las Siete Partidas, de la Novísima Recopilación, de leyendas fantásticas como El dorado, las Siete Ciudades de Cíbola⁶ o, en Chile, la Ciudad de los Césares, buscada hasta el último cuarto del siglo XVIII,⁷ evidencian esta cosmovisión.

    Aunque muchas de estas situaciones desaparecieron con el tiempo, la pervivencia hasta hoy de las peregrinaciones, el Quasimodo, las cofradías, los bailes, o las iglesias de Chiloé, poderosamente vigentes, llevan a pensar hasta qué grado han influido sus orígenes coloniales –medievales– como para llegar a formar parte tan vistosa de nuestra cultura.

    Aunque todas estas similitudes, y tantas otras que se podrían traer a colación, justificarían de sobra el título elegido, sin embargo hay otros factores de carácter más profundo y unificador, cuales son la mentalidad y el espíritu que predominó a lo largo del período, los que hacen de la época un sorprendente trasunto de los constituyentes de la Edad Media europea; percibimos la fe como su componente clave.

    Aunque originalmente, hace unos cuarenta años, pensábamos componer una especie de manual que integrara las publicaciones, especialmente artículos de revistas, que habían venido editándose, completando las obras clásicas de los siglos XIX y XX, o lo referente a la Iglesia en las obras generales sobre la historia de Chile, con el tiempo nuestro proyecto se fue ampliando hasta llegar a la presente edición que, más que a los historiadores o al clero, se dirige a todo lector, en lenguaje simple, aunque cuidadoso en cuanto al uso del vocabulario eclesiástico y recurriendo en cuanto fuese posible a los cronistas, por su doble mérito de ser testigos presenciales y expresarse en el lenguaje de la época.

    Siendo la celebración el centro de la vida de la Iglesia, hemos hecho lo posible por darle la importancia que le corresponde, a despecho de la cosmovisión de nuestros grandes historiadores positivistas, para los cuales no tenía ningún sentido concreto, y acaso también para muchos de nuestros lectores actuales, a quienes pedimos paciencia; lo mismo puede decirse respecto al tratamiento de la arquitectura y el arte de la época, de insoslayable presencia hasta hoy.

    Nuestro encuadre geográfico se circunscribe al de la Capitanía General de Chile, que comprendía la provincia de Cuyo, desde 1776 traspasada al virreinato del Río de la Plata, aunque retenida en lo eclesiástico hasta 1806; en cambio excluye las provincias adquiridas al norte por efecto de la Guerra del Pacífico, en 1879; cronológicamente lo es desde la fundación de Santiago, en 1541, a la incorporación de Chiloé a la república, en 1826.

    Antes de concluir creo oportuno repetir el porqué de la dedicatoria al cardenal Silva. Siendo bien joven, en alguna de sus visitas al Monasterio, conversó conmigo, con la mayor amabilidad, para sugerirme que me dedicara a estudiar la historia de nuestra Iglesia: me llamó de inmediato la atención sobre sus conocimientos de la historia de Chile, enterándome posteriormente que era uno de los temas de conversación con sus íntimos. Desde entonces, siempre que me encontré con él, me preguntaba cómo iban mis investigaciones. Hasta que, llegado un momento, exactamente en 1969, obtuvo de mi superior la autorización para que pudiera asumir la cátedra de Historia de la Iglesia en Hispanoamérica, en la Facultad de Teología de la Universidad Católica, que desempeñé hasta noviembre de 1987, en que fui elegido Abad de mi comunidad.

    En ulteriores encuentros, las conversaciones me convencieron del interés de sus motivaciones: él veía en la rica historia de nuestra Iglesia un desconocimiento que podría ser causa de algunas falencias en el plano no sólo cultural, sino hasta pastoral, de muchos sacerdotes.

    Después pasamos a conversaciones –distanciadas por intervalos a veces de meses o años– que me revelaron una inimaginada faceta de su interés, propio no sólo de un aficionado: le atraía la genealogía, rama auxiliar de la historia, propia de cultivadores más profundos dentro del gremio de los historiadores: le interesaban sus antepasados talquinos y dentro de ellos, la familia Cienfuegos, y sobre todo, el personaje más conocido de ellos, José Ignacio Cienfuegos, obispo titular de Cerán. No le eran desconocidos los errores canónicos, ni las ideas erráticas de su pariente, al verse involucrado tan hondamente en la política activa durante la revolución de la Independencia, pero rescataba el papel de puente que, con otros sacerdotes, desempeñó en un momento tan difícil, como fue el tránsito de la monarquía a la república, sin jamás alterar la unión con Roma sino, al contrario, fortaleciéndola. Estas ideas revelaban en el Cardenal intuiciones que la historia confirmaría como irrebatibles.

    Como si todo esto fuera poco, fue generoso a la antigua, como aquellos prelados renacentistas que echaban mano a un cajón y daban al interlocutor una bolsa de oro; al menos así fue para mí. Destino: gastos de investigación; fui cauteloso en acudir a ese fondo, pero no cabe duda que gracias a esa generosidad he podido llegar a obras como la presente. Todo esto lo estimo del todo desconocido y creo un deber revelarlo para hacer pública una faceta poco conocida del Cardenal.

    GABRIEL GUARDA O.S.B.

    LA REPÚBLICA DE LOS NATURALES

    Dos indígenas orantes. Plata en su color, c. 1800. Iglesia de La Merced, Petorca.

    LA PRIMERA EVANGELIZACIÓN

    AUNQUE SEA DE SOBRA CONOCIDO, es necesario recordar que en la época que tratamos, la cristiandad indiana fue dividida en dos repúblicas, la de los naturales, o de los indios, y la de los españoles; consecuentemente, en el plano pastoral se aplicó esta distinción: no se podía tratar igual a unos y a otros y así lo acordaron las autoridades españolas en diversas juntas, lo abordaron los sínodos y la práctica misional. La distinción partía de un concepto bíblico que favorecía de manera especial a quienes se iniciaban en la fe; ampliamente desarrollado ya en la antigüedad pagana, entre otros, por Séneca y Ovidio, y en la Edad Media por san Isidoro de Sevilla y otras autoridades; en el Renacimiento, dentro del cual cae parte de la época estudiada, el concepto lo será por una pléyade de tratadistas, incorporándose en el derecho canónico en el III Concilio Limense.

    El término latino miser o miserabilis, base etimológica del vocativo misericordia, dio pie también al uso, en español, de miserables, que se aplicó en diversos tratados a los indígenas, evidentemente no en el actual sentido peyorativo del término, sino en su alcance original. Tal condición determinaba un trato especial, precisamente, misericordioso, benévolo, inflamado de caridad cristiana, condescendiente, perdonador, que se hace patente, por ejemplo, en la bula de Paulo III, citada en el Itinerario para párrocos de indios, de Alonso de la Peña Montenegro, al concederles dispensas de los ayunos, o en el no imponer en las confesiones penitencias que no sean dificultosas de cumplir, incluso frente a ciertos casos de embriaguez, para los que también se pide tolerancia.¹⁰ En el mismo proceso de conversión, ya santo Tomás de Aquino, en la Summa,¹¹ había establecido que a los gentiles no se les podía forzar en la predicación de la fe, principio asumido en Indias, y expresado en Chile en la Suma y Epílogo, de Pineda Bascuñán, que cita al jurista Solórzano y Velasco, respecto a la conversión por medio de la persuasión y jamás recurriendo a la fuerza.¹² Toda la legislación protectora del indio, incorporada a la Recopilación de las Leyes de Indias, encuentra su explicación en el concepto que tratamos y hace comprensible la distinción de la república de los indios.¹³

    Deben considerarse otros factores de diferenciación, resultante de las distintas regiones del reino, con la consiguiente aplicación de diferentes métodos pastorales. Agréguese que fue común para los indígenas de toda América la aplicación de una doble catequesis, una para avanzados y otra para rudos –para los cuales bastaba saber solo los rudimentos necesarios para salvarse¹⁴–, y se entenderá mejor la riqueza del proceso; lo anterior explica por qué las exigencias más fuertes fueron para los españoles, en tanto que para los indígenas, solo la mencionada misericordia y clemencia. Los mestizos, en cambio, al menos en los siglos XVI y XVII, fueron mal mirados, considerábase que no eran ni lo uno ni lo otro y, en todo, lo peor de la grey. Maravilla la teoría implícita en el proceso, esto es que la paulatina cristianización de nuestros indígenas se verificó entrando a la comunidad no por haberse convertido, sino que se convertían por haber entrado a la comunidad.¹⁵

    En lo referente a las zonas geográficas de Chile es necesario distinguir la norte y central, conquistada por los incas antes del arribo español,¹⁶ sometida a estricta disciplina, y, por lo tanto, de población dócil y más fácil de evangelizar; Cuyo, ultra cordillera, se asimila a esta zona.

    Más o menos al sur del río Itata, hasta el Toltén, se extendía el pueblo mapuche, en el lenguaje de la época, los araucanos, en constante conflicto, aunque decreciente con el tiempo; desde aquel río al Bueno, el pueblo huilliche se distingue por una mayor cultura, docilidad y, por lo tanto, facilidad en la adopción de la fe.¹⁷ Desde el Bueno –y desde 1780, desde el Maipué–, hasta el Polo Sur –según lo afirma el nombramiento del obispo de Concepción, Pedro Ángel de Espiñeira, en 1769–,¹⁸ se extiende Chiloé, el jardín de la Iglesia, donde el proceso evangelizador se dio mejor que en todo el resto del reino.

    El momento más atractivo de su historia, cual es el primer encuentro del cristiano español con el indígena, el infiel, es lo que en nuestro caso más se ignora; antes del recurso a los niños intérpretes, que hicieron de puente en las primeras comunicaciones, del recurso a sistemas nemotécnicos, del eventual uso de cuadernos con figuras, del tipo de las usadas por Fr. Pedro de Gante en México,¹⁹ antes de la publicación de los primeros vocabularios, en resumen, de la primera evangelización, en nuestro caso concreto, no hay datos: la llamada destrucción de las siete ciudades, que siguió al desastre de Curalaba, en diciembre de 1598, significó la pérdida de todos los archivos de las ciudades del sur y con ello, toda huella de los primeros tiempos de la implantación de la fe, precisamente en la zona de mayor población aborigen y donde, por lo tanto, debió experimentarse desde un principio la mencionada diversidad de métodos; aun, la destrucción de Castro, en Chiloé, en 1600 –la única ciudad que había sobrevivido a la catástrofe de Curalaba– a manos del holandés Baltasar de Cordes, borró igualmente toda huella relativa a aquellos primeros momentos en una zona especialmente interesante por el carácter de su población.

    Con todo, debe tenerse presente que para la Iglesia el desafío de convertir a los infieles, aunque demorase siglos, no constituía ninguna novedad: lo había hecho con los griegos, los romanos, los galos, los visigodos y todos los bárbaros germánicos; para el P. Acosta se trataba de sembrar para el futuro.²⁰

    Parcela dentro del virreinato, y desde el punto de vista canónico, parte del arzobispado de Lima, no es descaminado pensar que se debieron seguir aquí los mismos pasos y recurrir a los mismos procedimientos que se utilizaron en esa etapa allí, aunque precisamente también su huella fuera expresamente borrada del todo desde el arribo, en 1565, de las disposiciones del Concilio de Trento; análogamente en el virreinato ha sido difícil vislumbrar el comienzo de la evangelización. Esta realidad nos hace adherir a lo expresado respecto al Perú por Juan Carlos Estenssoro en su estudio Del paganismo a la santidad, sobre la repetición de supuestas experiencias no comprobadas suficientemente por complementos documentales sólidos; a su parecer, el establecimiento de la ortodoxia colonial tras el tercer Concilio (1582-83), rompió con todo lo obrado hasta entonces y lo sepultó bajo el silencio, dificultando el acceso y el estudio de las fuentes; cada uno de los catecismos elaborados antes de esas fechas fue retirado y destruido.²¹

    Respecto al uso de sistemas nemotécnicos, sólo encontramos la mención, por parte del P. Alonso de Ovalle,²² de uno implantado por los jesuitas: el recurso a palillos y piedrecillas para enseñar a rezar a los niños indígenas. Aunque la Compañía de Jesús llega solo en 1593, no se excluye que antes se hubieran usado métodos análogos; consta que los naturales conservaron el uso de sus quipus en el sacramento de la confesión.²³

    Si bien no a la altura de las del incario, nuestro mundo indígena, desde tiempo inmemorial, usaba la música, como también la danza; las ha conservado hasta hoy y puede observarse su inter-pretación en sus juntas y celebraciones, con sus propios instrumentos. Se sabe que precisamente en la primera mitad del siglo XVI, en Flandes, se pusieron en música preguntas y respuestas que se hacían cantar en coro.²⁴ En 1573, en las Ordenanzas de población, de Felipe II,²⁵ se cita la música en la doctrina, para atraer a los indígenas desde el primer intento de conversión, diciéndose en este período que Gabriel de Villagra, doctrinero en las chacras de Santiago en 1581, era buen músico y el obispo Diego de Medellín, que en 1590 los tres mestizos que han residido en este obispado, todos tres son habilísimos para el coro y ambos a dos son sochantres; al año siguiente, los jesuitas Luis de Valdivia y Hernando de Aguilera imparten la instrucción con música.

    Ya en el siglo XVII el padre Alonso de Ovalle²⁶ señala que en las procesiones dominicales para la doctrina siempre hay música y cantos por las calles […] en la lengua de los indios y el pseudo Olivares,²⁷ hablando de la misión de Peñuelas, que sus cantares en casa y fuera de ella, eran los que los padres les enseñaban en la iglesia, de que gustaban mucho. Se agrega que el padre Luis Chacón juntaba en su iglesia a los indiecitos, con quienes rezaba la doctrina y cantaba los cantares de la doctrina, gustando de ello sus propios padres. Las citas no deben omitirse por pertenecer al período fundacional de nuestra Iglesia.

    De ninguna manera podemos omitir la mención del trabajo del mercedario Antonio Correa, llegado a Santiago en 1549; aunque muy citado, tanto por lo ilustrativo que resulta para la apreciación de la intensidad de la preparación al bautismo, como por su encantadora descripción, propia de la pluma de Tirso de Molina, su transcripción es imprescindible:

    "[...] Reparó, pues, que aquellos bárbaros se deleitaban con el destemplado son de ciertas flautas que usan en sus fiestas; sabía más que medianamente de este ministerio y tenía extremada voz, que ayudada de su destreza, si en el siglo agradaba, en el coro suspendía. Para cumplir, pues, con las solemnidades de este divino culto, con su inclinación y con las de los indios, escogió cuatro de los más capaces y enseñándoles poco a poco y a poder de industria y lecciones, los sacó maravillosos ministriles. Con ellos –continúa–, como señuelos añagosos, atraía a aquellos rústicos que, hechizados con el sonoro canto, se iban tras él absortos [...] todas las mañanas al asomar la aurora, sobre la cumbre de un apacible cerro que hace agora a espaldas del convento nuestro de la ciudad de Santiago [...] y se llama de Santa Lucía, y despertaba con sus festivas voces a los vecinos españoles, que al punto le enviaban sus yanaconas e indios de servicio, sino a todos los de la comarca que, dejando sus puguíos, corrían a aquel puesto. Juntábanse con esta industria infinidad de todos sexos y predicándoles la doctrina y misterios de nuestra salvación, hacía que la aprendiesen, cantándola con ellos al son de los alegres instrumentos. A un lado las mujeres y los niños, y a otro los varones, y él en medio, servía con una misma acción de Maestro de Capilla y de cura de almas, comenzando desde la señal de la Cruz, hasta los artículos y mandamientos. Deste modo –concluye–, sin sentirlo, se llevaban a sus casas sabidas las lecciones, disponiéndolos sin dificultad para el bautismo".²⁸

    EL RECURSO A SEGLARES

    ANTES DE ENTRAR EN LA IMPLANTACIÓN DE LOS CATECISMOS y demás textos, llamémoslos, definitivos, que regularizarán la catequesis, debe hacerse mención, a falta de sacerdotes, al recurso a seglares: el licenciado Hernando de Santillán en las ordenanzas que da para el gobierno de las ciudades del Sur, prescribe que los encomenderos sean obligados a tener doctrina en sus pueblos y minas y entretanto que no hay clérigos y religiosos, tengan un español hábil y suficiente, y el salario que se le diere se reparta por entre los dichos encomenderos y persona que estuviere sacando oro, conforme al número de los que cada uno tuviere;²⁹ el mismo Pedro de Valdivia, al fundar La Imperial en 1552, no teniendo sacerdote para proveer la dotación de la futura catedral, pone un sacristán seglar para que catequizase a los indios y les enseñase los misterios de nuestra fe, con 200 pesos de sueldo.³⁰

    Este tipo de suplencia se verificó en todo el reino, según se desprende de la información levantada en 1561 por parte de los oficiales reales Arnao Segarra y Alfonso Álvarez, en que se interroga respecto a los indios de Quillota, si saben que siempre ha habido en ellos doctrina de personas de buena vida y fama e ansimesmo han tenido iglesia con retablos e ornato para servicio della e campana, con que dos veces cada día se llamaban e iban dichos indios a la doctrina y a la ley de ordinario se les ha enseñado la doctrina cristiana por los hombres puestos por los dichos oficiales reales, que han sido dos personas legas de buena vida y costumbre, por falta de sacerdotes que hay en este reino. Por el testimonio de uno de los interrogados sabemos los nombres de estos predicadores: Juan de Terrazas e Diego Cabello, a los cuales vido este testigo que se ocupaban dos veces al día en doctrinar los dichos indios del dicho valle y en ampararlos y defenderlos. En la diócesis de La Imperial, el obispo Antonio de San Miguel, después de una visita, trató de arreglar la asistencia de religiosos a pueblos, encomiendas y minas, y que para subvenir a esta falta se destinaron algunos españoles de vida inculpable.³¹ Estas pocas informaciones, tan precisas, reflejan una realidad fuera de toda duda.

    Aparte el impedimento primario, de las lenguas, ¿cuál fue el anuncio que impartieron aquellos seglares antes de la aparición de sacerdotes y catecismos? Por una parte, la literatura contemporánea, y sobre todo la del Siglo de Oro, revela una cultura teológica nada escasa, que hacía comprensible al pueblo español, incluso en medios populares, no solo los temas centrales de la fe, sino las más altas expresiones en el plano especulativo. Pero una cosa era presentarlas a los españoles, cristianos viejos, y otra a los indígenas; éstos no solo carecían de sistemas religiosos desarrollados sino, dentro de este plano, su distancia respecto al mundo español resultaba inmedible. Retengamos tan solo el hecho de que había seglares españoles que tenían avanzado conocimiento de su fe, o mejor, que fueron utilizados para estas primeras catequesis aquellos que tenían cabal conocimiento de su fe.

    Dada la eliminación de los testimonios anteriores a Trento, sentimos la sensación de un gran vacío respecto a cómo partió en su primer momento la exposición del contenido de la fe, qué se les exigió creer a los nuevos fieles.

    Decantadas las primeras experiencias, desconocidas, la fórmula que después se impondrá, de la que sí hay innumerables ejemplos, puede haber sido la llamada de fe implícita: creer todo lo que cree la santa Iglesia católica,³² según lo expresarían la prédica y lo repetirán los fieles en el más diverso tipo de declaraciones, especialmente testamentarias, y no solo en el momento que nos ocupa, sino a lo largo de todo el período. Tan solo cabe preguntarse si este concepto se practicó en la república de los indios como lo fue en la de los españoles; hay testamentos de indígenas que sí lo confirman, aunque pertenecen a fechas más tardías.

    Desde otro ángulo, lejos en el tiempo habían quedado las propuestas ensayadas en el Caribe y Nueva España, tan teóricas como extrañas para la mentalidad actual, como el hecho de haberse concebido la idea de que cualquier español, por ser bautizado, fuese capaz de contribuir como agente en la evangelización de los naturales. Si bien es cierto que dentro de tal suposición subyacía una postura teológica, esto suponía un estado espiritual nada frecuente en la generalidad del elemento colonizador. Aunque el apostolado de tales misioneros tenía distinto carácter del asignado al sacerdote, debía complementar en forma indirecta a éste, pues su acción era el simple contacto, o sea, en el lenguaje de la época, la conversación. Puestos en comunicación los unos con los otros, se concluía que los primeros, bien por medio de la persuasión, de la exhortación o simplemente del buen ejemplo, ejercían una influencia benéfica para los nativos. En esta teoría, llamada de la conversación, resultaba que en las partes en que habitaban los españoles con los indios, éstos eran más cristianos que donde no se daba tal contacto. Esta teoría predominó entre intelectuales, teólogos y teorizantes áulicos hasta la década de 1530.

    Sobre la base de la experiencia, toma cuerpo la posición contraria, llamada del mal ejemplo de los españoles, como consecuencia de su simple conversación o contacto: en 1535 la formula Vasco de Quiroga, aún oidor de la audiencia de México: convencido de la debilidad de los cristianos, sugería la idea de que sería mejor que los indios no conversasen con los españoles según los malos ejemplos de obras, así de soberbia, como de lujuria, como de codicia [...], como de tráfagos y todo género de profanidades que les damos, sin verse casi en nosotros obra que sea de verdaderos cristianos. Fruto de la teoría del mal ejemplo, será la fundación de los pueblos llamados de la Santa Fe, reservados en forma exclusiva a los indios, como, luego, las conocidas reducciones, en que, exceptuados los misioneros, se vedará el acceso a españoles, mestizos y castas.³³

    Catequesis sobre los efectos de la Eucaristía y la intercesión de los santos en la salvación de las almas. Fines del siglo XVIII, 1,26 x 1,60 m. Museo de la Catedral de Valdivia.

    El gran desafío lo constituirá la comunicación de las verdades católicas a los indígenas en su propia lengua, plano en que los niños de ambas etnias –como en toda América– fueron agentes indispensables. Pero tal temática nos lleva a uno de los más ricos esfuerzos de la evangelización, cual es la adopción de las lenguas nativas.

    LA COMUNICACIÓN Y EL LENGUAJE

    YA LA CONSTITUCIÓN VI DEL I CONCILIO LIMENSE DE 1551, prescribía que a los adultos que han de ser bautizados se les instruya en su propia lengua: que los catecismos y preguntas que se les hiciesen sean en lenguas que lo entiendan y ellos propios respondan a ello.³⁵ Lo reiterarían los sínodos siguientes, al igual que los de los obispados de Chile; se estimuló a los clérigos diocesanos, instituyéndose como título de ordenación el saber la lengua, cuando carecían del título de patrimonio propio, para poder ordenarse.³⁶ En la diócesis austral, en cambio, por cédula de 2 de diciembre de 1578, se prescribió a su obispo que de aquí en adelante no proveáis las dichas doctrinas a personas que no entiendan y sepan muy bien la lengua de los indios.³⁷

    Independientemente del hecho de que los hijos de españoles nacidos en Chile desde su infancia fueron bilingües, como del aporte del mestizaje, el pleno dominio de la lengua al servicio de la catequesis se verifica desde que se elaboran los primeros vocabularios; inicialmente manuscritos, el P. Miguel de Olivares, S.J.,³⁸ refiriéndose a la traducción de un poema del español al verso indio, agrega que se trata de una de las muchas traducciones que corren hechas por los misioneros; ³⁹ Olivares,no sin legítimo orgullo, refiere el mérito de los jesuitas al haber introducido los primeros la doctrina en la lengua de los naturales. El polígrafo José Toribio Medina lo confirma, nombrando entre los primeros, aún en el S. XVI, a los padres Hernando de Aguilera y Juan de Olivares.⁴⁰

    Paralela al uso de la lengua nativa se verifica, en menor proporción, el fomento del aprendizaje del español por parte de los naturales, lo que ocurre casi con exclusividad en el obispado de Santiago y en fechas posteriores, producto del desarrollo de la vida urbana y de un proceso de consolidación de la etapa colonizadora. De 30 de mayo de 1691 es la real cédula ordenando que se pongan escuelas y maestros que enseñen a los indios y la forma en que debe enseñarse la lengua castellana,⁴¹ en tanto que otra de mayo de 1697 trata de la enseñanza de la lengua araucana. Una tercera, de 1699, dispone la constitución de una junta compuesta por el gobernador, el obispo de Santiago y los oidores, para tratar de la fundación de una cátedra de dicha lengua,⁴² que finalmente se establece en el convento de San Francisco, inaugurándose solemnemente el 11 de enero de 1700,⁴³ sin embargo de lo cual debe advertirse que dicha cátedra ya existía, primero en el convento de San Francisco del Monte, y luego trasladada en 1697 a Penco.⁴⁴

    Sermón de la Inmortalidad del Alma. En mapudungun, con traducción al español, siglo XVIII.

    Doctrina Christiana y Catecisno para instrucción de los indios […]. Compuesto por el Concilio Limense de 1583. Lima, 1584. Biblioteca Nacional, Santiago.

    Tercero Cathecismo para la predicación de los indios. Lima, 1585. Biblioteca Nacional, Santiago.

    Respecto al estudio de las lenguas, no solo en los primeros tiempos, sino a lo largo del período, la palma la lleva el P. Luis de Valdivia, con la publicación de su Arte y gramática general de la Lengva que corre en todo el Reyno de Chile, acompañado de un vocabulario y un confesionario, impreso en Lima en 1606,⁴⁵ al que le sigue, al año siguiente, su Doctrina christiana y catecismo en la lengua Allentiac, usada en Cuyo; en expresión del polígrafo José Toribio Medina, constituyen el monumento más antiguo que se conozca de la lengua araucana.⁴⁶ Aún publicó en su exilio de Valladolid, hacia 1621, su Sermón en lengua de Chile.⁴⁷

    Escribieron sobre las lenguas nativas los obispos Pérez de Espinosa⁴⁸ y Luis Jerónimo de Oré⁴⁹, o entre los jesuitas, fuera del P. Valdivia, y aunque no alcanzaron a ser impresas, los padres Juan de Espejo,⁵⁰ Juan José Guillermo, misionero en Nahuelhuapi,⁵¹ Juan Ignacio Zapata,⁵² Pedro Nolasco Garrote, autor de una Gramática⁵³ y profesor de araucano en 1764;⁵⁴ el P. Gabriel de Vega,⁵⁵ José Gamboa, autor de dos manuscritos,⁵⁶ y Francisco Khuen, que se cita como iniciador, en 1746, de Andrés Febrés en el estudio del mapuche,⁵⁷ mientras los padres Juan Félix de Arechavala y Francisco Javier Caldera se mencionan como expertos en ella.

    Pero no fueron los hijos de san Ignacio los únicos cultores de las lenguas indígenas: el provincial de los franciscanos, Fr. Juan de Vega había sido autor de una gramática quechua, compuesta en 1590, al igual que los padres Cristóbal de Rabanera y Juan de la Torre, de la misma orden. Aun los presbíteros Juan Blas, Francisco de Ochandiano, Gaspar de Villagra y Juan Jofré, como en La Imperial, el P. Alonso Olmos de Aguilera, son cultores conocidos de la lengua de la tierra, en tanto que en Chiloé, a excepción de los caciques,⁵⁸ que se expresan en español, toda la predicación se efectúa en veliche.⁵⁹ Obra insigne de un franciscano, ya al final del período, es la de Fr. Antonio Hernández Calzada, misionero en Valdivia en 1813, autor de un Arte y Gramática para aprender la lengua de los indios, impresa ya en la época independiente.⁶⁰

    Se tiene la impresión de que los autores y obras citadas no agotan la producción de escritos sobre las lenguas, que manifiestan un enorme esfuerzo en la edición de textos adaptados a la capacidad de entendimiento por parte de los indígenas.⁶¹ Bravo Lira⁶² ha destacado el hecho de que antes de publicarse la primera gramática de la lengua inglesa, en 1584, se habían impreso en América cuatro para nuestras lenguas originarias. El establecimiento del colegio de naturales lo trataremos más adelante.

    EL PAPEL DE LA ENCOMIENDA⁶³

    PARALELAMENTE AL RICO DESARROLLO DE LA CATEQUESIS que se acaba de ver, se debe tener presente que se ejecuta en un entorno nada idílico lo que, sin embargo, no impidió en ningún momento la prosecución de la meta principal de la colonización, cuál era la evangelización de los naturales.

    En efecto, mientras se fundan nuestras diócesis, se reúnen los concilios limenses, los prime-ros sínodos de Chile y se van experimentando los ensayos catequéticos que se acaban de mencionar, ha ocurrido la conquista, la colonización –fundación de ciudades– y ha hecho su dramática aparición la Guerra de Arauco, que se transformará en una pesadilla de proyecciones seculares.

    Uno de los sellos de la colonización que nos puede remontar a aquellos primeros momentos es la implantación, tan primaria, de la institución de la encomienda. Herencia medieval, instaurada en todas las provincias indianas desde el inicio de la conquista, con diversos altibajos, variación de modalidades según tiempo y lugar, y desde luego, fuente de innumerables conflictos. Su estudio ha tropezado con la ideologización que estos últimos han impuesto sobre el tema, rebajándolo a la categoría de un lugar común. Sin embargo, se reconoce que fue en su momento uno de los pilares para la estabilidad de la colonización, que contribuyó a la consolidación de la sociedad colonial y para nuestro estudio, un auxiliar en la evangelización de los naturales; además, cuando se implanta en Chile, han pasado ya varias décadas respecto a su etapa más crítica.

    Su institución partía de la base de que el indígena era un hombre libre, sujeto de derecho y vasallo del rey y que, de igual modo que antes había tributado a sus monarcas o a sus caudillos, ahora debía hacerlo a la corona española. La encomienda consistía en la cesión que ésta hacía a un benemérito de Indias del derecho a percibir los tributos que a ella estaba obligada a pagar un grupo determinado de indígenas, con cargo, por parte del beneficiario, de proveer a su cuidado y evangelización y de defender la tierra. Como puede apreciarse, la encomienda no comprende las tierras donde están los encomendados.

    Sin embargo, del hecho de que en México y Perú en el período prehispánico existía tributo a sus respectivos monarcas, –en Chile, ya antes del arribo de los españoles la zona conquistada por los incas tributaba oro–, se consideraba que los naturales no debían permanecer baldíos, sino contribuir al bien común. Esto, sumado a las crueles guerras entre ellos mismos⁶⁴ y a la incapacidad que mostraban para gobernarse, hacía imprescindible el establecimiento de una institución que atendiera a todas estas necesidades. La corona arbitró una amplia legislación protectora de los naturales, cuya aplicación práctica no solo en los primeros tiempos, las más de las veces no se aplicó, favorecida por la misma práctica legal, heredada de la Edad Media, que contaba con su suspensión según las conveniencias de la tierra.⁶⁵

    En nuestro caso, los 24 años transcurridos entre 1541, la fundación de Santiago y 1567, se confunden con la etapa de la conquista territorial y el proceso de colonización, que conllevaba la distribución de las encomiendas, y con ello, la obligatoriedad de impartir la doctrina. Aunque pronto se fundan éstas y las primeras parroquias para la atención de los habitantes de las ciudades y se establecen las primeras órdenes, antes de su arribo, como se vio, recayó en seglares la responsabilidad del anuncio del evangelio.

    El aspecto crítico de la encomienda, no solo aquí, sino en todo el continente, residió en el llamado servicio personal que, a pesar de la reglamentación que lo reguló, en último término quedaba al arbitrio de las autoridades las cuales, como acaba de mencionarse, tenían facultad para retener la aplicación de las leyes, si no convenía al bien común. A ello se unía la resistencia a su aplicación por parte de los encomenderos, amparados en aquella costumbre, además, difícil de ser controlados por su número y dispersión. Se debe tener presente la disparidad de opiniones, con acopio de argumentos teológicos, por parte de los mismos religiosos sobre este y otros puntos.

    Un documento interesante es el escrito por el franciscano Miguel de Agía: Tratado que contiene tres pareceres sobre verdadera inteligencia, declaración y justificación de una Cédula Real que trata del servicio personal y repartimiento de indios que se usan dar en los indios del Perú, Nueva España, Tierra Firme y otras provincias de las Indias para el servicio de la República y asientos de minas de oro, plata y azogue, fechado en Lima en 1604, que lo justificaba;⁶⁶ de gran valor son las Reglas establecidas por el P. Diego de Torres, de la Compañía de Jesús, sobre el servicio personal de los indios de Chile, fechadas cinco años después,⁶⁷ como la propuesta de los agustinos, en 1600, sobre la conveniencia de traer negros para sustituir el trabajo de los indígenas, proposición que andando noventa años hará suya el cabildo de la capital.⁶⁸ Se ha señalado que el obispo Romero, que dedicó tanta atención a los indios en su obispado de Quito, no hizo lo mismo en su desempeño en el de Santiago, dado el escaso número de encomendados, desviando, en cambio, su interés a la evangelización rural.⁶⁹

    La numeración de los múltiples abusos cometidos en esos primeros tiempos nos llevaría a una farragosa letanía, cuyos contenidos puede encontrarlos el lector en otras publicaciones. Deben reconocerse los esfuerzos de la corona por remediarlos, gracias a la constante información enviada por obispos y autoridades.

    La reforma de las tasas en favor de los naturales tropezó con la cerrada oposición de los encomenderos, que alegaban verse afectados en un reino en que la crudeza de la Guerra de Arauco los mantenía en las mayores estrecheces, no solo económicas, sino en constante riesgo de la vida, lo que también era cierto. Después de la aplicación de dichas tasas, muy resistidas, en los siglos siguientes se logró la extinción del servicio personal, tolerado solo en las regiones limítrofes de la monarquía, como se experimentó en Chiloé, hasta su plena extinción en 1780.

    La denuncia por parte de los eclesiásticos de las formas abusivas de la institución representó una constante que, sin embargo, también muestra matices según tiempos y lugares. En efecto, se manifiesta más intensa en los primeros momentos, variando a lo largo del período. El obispo de Santiago, Fr. Diego de Medellín, por ejemplo, en la primera visita, al entrar a su diócesis, en 1576, constata, entre otros abusos, que los encomenderos sometían a los indios a horarios y períodos excesivos de trabajo, sin pagarles lo correspondiente: los trataban como animales de carga y abusaban sexualmente de las mujeres; esto lo lleva, en la cuaresma de 1580, a determinar que sus sacerdotes solo confesasen a los que presentasen una cédula suya, autorizándolos a recibir el sacramento.⁷⁰ En la visita de 1579 constata situaciones análogas: todos, hombres y mujeres, ancianos y niños, cojos y ciegos estaban ocupados en trabajos y ocupaciones de sus encomenderos y peor tratados que si fueran salvajes.⁷¹ Uno de sus sucesores, Fr. Juan Pérez de Espinosa, en un memorial escrito en Lima entre 1612 y 1614, después de referir que los indios de Chile son de servicio personal, afirma que sus encomenderos los ocupan en tanto grado que solo los domingos y fiestas tienen los miserables para hacer sus chácaras y casa, no valiendo de nada las censuras que les había fulminado, pues no le hacían caso.⁷² En su informe ad limina al papa Alejandro VII en marzo de 1666, Fr. Diego de Humanzoro, entre otras denuncias, señala que los encomenderos gravan a las personas de los indios y a sus hijos sin diferencia de edad o de sexo tan solo por la comodidad del interés particular, pareciendo que los hubiesen comprado en perpetua servidumbre.⁷³ González de Salcedo, que gobernó la diócesis de 1622 a 1634 denunciaría los abusos de que eran víctimas los indios huarpes, de Cuyo, requeridos por los encomenderos de Santiago como mano de obra, frente a la desaparición de sus propios indios: eran traídos acollarados y a la fuerza, trataban de huir en invierno para regresar a sus hogares, pero morían helados en la cordillera […].⁷⁴ Aun en la crónica, por ejemplo la de Mariño de Lovera, se denuncia que echaban mujeres a sacar oro, con graves resultas en el plano moral.⁷⁵

    El traslado de indígenas, en el lenguaje de la época, su desnaturalización fue otro abuso; los naturales de las copiosas encomiendas del sur fueron varias veces llevados a la zona central y La Serena como mano de obra; lo que es necesario recalcar es que, al revés, nunca fueron trasladados indígenas encomendados del norte de Chile –y menos, del Perú–, al sur; un juicio entre dos encomenderos de Chiloé nos ilustra uno de estos casos: Guillermo Ponce, agraciado por sus servicios con la encomienda de Linguachao y otras, se descubre en 1569 que ha trasladado a Santiago 430 de sus indios; la real audiencia le sigue causa, sentenciándolo a la pérdida de sus indios por indigno del feudo real.⁷⁶

    En la misma raíz de la institución estaba la obligación de impartir la instrucción religiosa, según lo estipulaba la cédula de concesión; recomendaba al agraciado, para que os sirváis [...] e dotrinalles en las cosas de nuestra santa fe católica, e habiendo religiosos en esta dicha ciudad traigáis ante ellos a los hijos de los dichos caciques para que sean instruidos en las cosas de nuestra santa religión cristiana.⁷⁷ Consta que estas cédulas se siguieron extendiendo por lo menos hasta 1660. La institución tuvo así el carácter de primera célula de evangelización, habiendo sido la doctrina, antes de la llegada de personal eclesiástico, como se vio, impartida por seglares.⁷⁸

    Los primeros repartimientos fueron hechos por Pedro de Valdivia, según una ordenanza, alterada primero en 1547, en 1558 por la llamada Tasa de Santillán, en 1580 por la de Gamboa y en el siglo XVII por las de Ribera, Esquilache y Laso de la Vega, con otras disposiciones de detalle que atendían primariamente a proteger a los indígenas.⁷⁹ Aunque ha recibido tantas críticas, al jesuita Felipe Gómez de Vidaurre le merecen aprobación las primeras ordenanzas de Pedro de Valdivia: estoy persuadido, dice, que ninguno habrá que reflexionando a las sobredichas reglas con que él las instituyó, lejos de vituperar esto, hallará mucho, así en lo cristiano como en lo político, que ensalzar en Valdivia; lo cierto es que por este medio se vio en brevísimo tiempo abrazar la religión católica a todas aquellas gentes.⁸⁰

    SU EVOLUCIÓN⁸¹

    SE VERÁN MÁS ADELANTE NOTICIAS DE PERSONAS DESTACADAS por su compromiso en la implantación de la fe; se agrega que después de los requerimientos los caciques hicieron entrega de sus hijos a los encomenderos para que les impartieran la iniciación cristiana.⁸² A fines del siglo XVII y ya plenamente en el XVIII se ha producido, especialmente por efecto del mestizaje, una disminución de indios encomendados y mejorado notablemente su situación. El obispo Francisco de la Puebla informa al rey, y al papa, en 1700 y 1701, que en algunas encomiendas, principalmente en las más acomodadas, hay capillas, en las que se celebra misa a los que viven en los alrededores para instruirlos, no omitiendo mencionar que los naturales reciben mal trato de los encomenderos, cuidándose de agregar que no de todos.

    En 1722 el obispo Fernando de Rojas se opondrá a la eliminación de las encomiendas, que se gestaba ponerlas en cabeza del rey, representando a éste que los indios tributarios de la corona, que son los libres de encomiendas […] no teniendo la sujeción del encomendero que los manda, se precipitan en muchos vicios. El sínodo del obispo Alday recuerda la legislación protectora y la prohibición de obligarlos al trabajo que, de ser voluntario, debe ser convenientemente remunerado: este prelado no consigna denuncias respecto a abusos de sus indios, indicando que todos hablan correctamente el español. En la diócesis de Concepción se ha producido un proceso aná-logo; desde la repoblación de Valdivia, en 1645, por disposición regia, quedó vedada la concesión de encomiendas, en tanto que en la de Chiloé, por efecto de la visita del obispo Azúa, en 1741, se corrige el desorden existente, eliminándoselas del todo en 1780.

    Un documento sobre las comunidades indígenas de Aconcagua, Quillota y Choapa detalla un reparto de ropas entre 1619 y 1622, producto de la venta al rey, en 300 pesos, de 200 cabezas de ganado vacuno para el mantenimiento del ejército. Del contexto se deduce que, fuera de esas reses, los naturales poseían valiosas tierras en Curimón y Llay Llay donde sembraban y hacían pastar sus ganados, al amparo de las disposiciones de la tasa de Santillán. El autor del correspondiente estudio indica que la vigencia de estas disposiciones […] puso en manos de los indios una considerable riqueza de ganado, verdadero seguro que prevenía futuras contingencias.⁸³ Sin embargo, de este aspecto positivo debe indicarse la derivación negativa que tuvo otra de las disposiciones más benéficas de la tasa del licenciado Santillán: la institución de los censos de los naturales.

    El derecho indiano había reconocido a los naturales el dominio de sus tierras y ganados. Como inicialmente ello no significara un capital apreciable, la tasa de Santillán determinó, hacia 1558, que las comunidades recibieran los sesmos de oro, procedente de su trabajo en las minas, que según la ordenanza se debía separar en su favor, a fin de darles seguridad en rentas; de este capital salió el reparto de ropas, la atención de los ancianos o impedidos, amén de la celebración de misas por los difuntos. Tal riqueza, rápidamente incrementada, no tardó en ser advertida por los vecinos de Santiago, en continua falencia económica, que encontraron la fórmula legal para acceder a su uso por medio de préstamos bajo el título de censos; obligado el deudor a pagar un interés del 5% anual, la operación aparecía no solo inobjetable, sino beneficiosa para los indígenas. Una carta del obispo de Santiago al rey, fechada en julio de 1662 indicaba que los principales de estos censos habían sobrepasado hasta 1648 los doscientos mil pesos y los corridos, otros treinta mil.⁸⁴ Pronto se había visto, sin embargo, que no había habido orden en las cobranzas, que éstas generaron costosas acciones judiciales, que muchas de las propiedades gravadas resultaron insolventes, que la ruina del terremoto de 1647 había permitido rebajar un tercio de los capitales, de modo que al finalizar el siglo se había perdido a lo menos un cuarto del capital inicial, frustrando una de las más beneficiosas iniciativas en favor de los indígenas.⁸⁵

    Fuera de la defensa de las encomiendas hecha por Pineda Bascuñán, y por el P. Gómez de Vidaurre, que se verá a continuación, opinión autorizada fue la de los mercedarios, cuyo provincial, respondiendo a la consulta formulada por la real audiencia en 1712, expresó que la experiencia ha demostrado que no estando los indios encomendados andan dispersos y vagando, pues el encomendero es el que tiene el cuidado de su reducción, por su propio interés, siendo esta una de las obligaciones de su cargo, como cuidar de su aumento y defensa, que sean bien gobernados, instruidos y enseñados en religión, amparar a sus mujeres e hijos y tierras [….] y si alguna vez esta regla padece falencia, la justicia se encarga de remediarlo.⁸⁶ Es de interés el testimonio del cacique Aramcheo incorporado por Pineda Bascuñán en su Cautiverio feliz, quien le refiere el trato recibido de su encomendero: porque mi amo nos hacía buen tratamiento y los muchachos que servíamos en su casa éramos adoctrinados y enseñados con cuidado, bien vestidos, bien comidos y tratados.⁸⁷

    Implantación de la religión católica en América Meridional, con alegoría de indígenas adorando la cruz. Grabado de Heinrich Scherer, 1702. Colección privada, Santiago.

    En Chiloé, donde la institución ha sido más estudiada,⁸⁸ en el momento de hacer su balance, descartados los abusos que han dejado tanta huella documental por los juicios que generaron –en realidad, poquísimos en relación al enorme listado de feudos y feudatarios acumulado a lo largo de más de dos siglos–, se ha destacado que la encomienda permitió la introducción en el medio indígena de nuevos métodos y formas de trabajo, como la explotación maderera y sus industrias derivadas, incluida la construcción de barcos, las de la lana y carnes, los cultivos de lino y trigo, o el desarrollo de la ganadería; los naturales experimentaron un notable proceso de civilización, dentro del cual uno de sus vehículos, junto con la misión, fue la disciplina impuesta por el régimen de la encomienda. El P. Gómez de Vidaurre, afirmará a fines del XVIII que presentemente todo indio del archipiélago se pone camisa de lino y tiene en su casa para servicio de su mesa manteles y servilletas de lino, todo trabajado en casa.⁸⁹ El obispo Francisco José de Marán confirma lo anterior expresando en 1784 que la población "vive en sujección y subordinación temporal y espiritual y casi todos sus naturales son de encomienda, laboriosos e industriosos, y en el día mantienen un gran ramo de comercio de cecina de puerco, bien acondicionada en servilletas

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1